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Tras un tiempo que ha sido mucho más largo de lo previsto, resumimos aquí el tercer volumen de la serie sobre el comunismo. Recordemos brevemente que el primer volumen, publicado en francés en formato de folleto-resumen y como libro en inglés, comenzaba analizando el desarrollo del concepto de comunismo desde las sociedades precapitalistas hasta los socialistas utópicos, dedicándose después a la obra de Marx y Engels y a los esfuerzos de sus sucesores en la Segunda Internacional para comprender que el comunismo no es un ideal abstracto sino una necesidad material hecha posible por la evolución de la propia sociedad capitalista.([1]). El segundo volumen examinaba el período en el que la previsión marxista de la revolución proletaria, formulada por primera vez en el período del capitalismo ascendente, se concretó en vísperas “de la época de las guerras y de las revoluciones” reconocido por la Internacional Comunista en 1919 ([2]). El tercer volumen se centraba en la tentativa constante de la Izquierda Comunista de Italia durante los años 30 para sacar las lecciones de la derrota de la primera oleada internacional de revoluciones, pero sobre todo de la Revolución Rusa, y examinar las implicaciones de estas lecciones para un futuro período de transición al comunismo ([3]).
Como a menudo lo hemos recordado, la izquierda comunista fue ante todo la expresión de una reacción internacional contra la degeneración de la Internacional Comunista (IC) y de sus partidos. Los grupos de izquierda en Italia, Alemania, Holanda, Rusia, Gran Bretaña y demás convergieron en las mismas críticas a la desviación retrógrada de la IC hacia el parlamentarismo, el sindicalismo y hacia compromisos con los partidos de la socialdemocracia. Hubo debates intensos en las distintas corrientes de izquierda y algunos intentos concretos de coordinación y reagrupación, así como la formación de la Internacional Comunista Obrera en 1922, esencialmente con grupos próximos a la Izquierda Comunista Germano-Holandesa. Al mismo tiempo, sin embargo, el fracaso rápido de esta nueva formación demostró que la marea de la revolución iba declinando y que los tiempos ya no estaban maduros para la fundación de un nuevo partido mundial. Además, esta iniciativa precipitada que tomaron algunos militantes del movimiento alemán, puso de relieve lo que quizás fue la división más grave en las filas de la izquierda comunista, la separación entre sus dos expresiones más importantes, las de la izquierda en Italia de la de Alemania y Holanda. Esta división nunca fue absoluta: en los primeros tiempos del Partido Comunista de Italia, hubo intentos de entender y discutir con las demás corrientes de izquierda; ya hemos hablado del debate entre Bordiga y Korsch en los años 20 ([4]). Estos contactos sin embargo se hicieron escasos con el reflujo de la revolución y porque ambas corrientes reaccionaron de manera diferente ante el nuevo reto que se les planteaba. La Izquierda Italiana, de manera muy justa, estaba convencida de la necesidad de permanecer en la IC mientras existiera en ella una vida proletaria y evitar escisiones prematuras o la proclamación de nuevos partidos artificiales –lo que fue precisamente la vía seguida por la mayoría de la Izquierda Germano-Holandesa. Además, la aparición de tendencias abiertamente antipartido en la Izquierda Alemana, en particular el grupo en torno a Rühle, no podía sino reforzar la convicción de Bordiga y otros de que esta corriente estaba dominada por una ideología y unas prácticas anarquizantes. Al mismo tiempo, los grupos de la Izquierda Germano-Holandesa, que tendían a definir toda la experiencia del bolchevismo y de Octubre del 17 como expresiones de una revolución burguesa tardía, eran cada vez menos capaces de hacer diferencias entre la Izquierda Italiana y la corriente mayoritaria de la IC, principalmente porque aquélla seguía defendiendo que el lugar de los comunistas era seguir en la Internacional luchando en ella contra su extravío oportunista.
En la actualidad, los grupos “bordiguistas” han teorizado esta separación trágica y que tan caro costó, cuando insisten en que son ellos los únicos que pueden llamarse izquierda comunista y que el KAPD y sus descendientes no serían sino una desviación anarquista pequeñoburguesa. El Partido Comunista Internacional (Il Programma comunista) ha llegado incluso al extremo de publicar una defensa de La enfermedad infantil del comunismo (el izquierdismo) de Lenin, haciendo su elogio como advertencia a “futuros renegados” ([5]). Lo que revela esa actitud es la incapacidad trágica en reconocer que los comunistas de izquierda habrían debido combatir juntos como camaradas contra la traición creciente de la IC.
Sin embargo, esa actitud es muy diferente de la que caracterizó a la Izquierda Italiana durante su período más fructífero a nivel teórico, el posterior a la formación en el exilio de la Fracción de Izquierda a finales de los años 20, período durante el cual publicó la revista Bilan entre 1933 y 1938, en el exterior de la Italia fascista. En un “Proyecto de Resolución sobre relaciones internacionales”, publicado en Bilan no 22, escribe que “los comunistas internacionalistas de Holanda (la tendencia Görter) y los elementos del KAPD fueron la primera reacción a las dificultades del Estado ruso, la primera experiencia de gestión proletaria, conectándose al proletariado mundial a través de un sistema de principios elaborados por la Internacional”. Concluye que la exclusión de estos camaradas de la Internacional “no aportó ninguna solución a esos problemas”.
Bilan ponía así las bases de la solidaridad proletaria sobre los que hubiera podido celebrarse el debate, a pesar de las considerables divergencias entre ambas corrientes; divergencias que se ampliaron enormemente a mediados de los años 30, cuando la Izquierda Germano-Holandesa evolucionó hacia las posiciones del comunismo de consejos, definiendo no solo el bolchevismo, sino la forma misma de partido como burguesa. Había otras dificultades vinculadas al idioma y a la falta de conocimiento por una y otra parte de las posiciones respectivas, con el resultado de que las relaciones entre ambas corrientes fueron en gran parte indirectas, como lo señalamos en nuestro libro La Izquierda Comunista de Italia ([6]).
El principal punto de conexión entre ambas corrientes fue la Liga de los Comunistas Internacionalistas (LCI) en Bélgica, que estaba en contacto con el Groep Van Internationale Communisten (GCI) y otros grupos en Holanda. Puede resultar significativo que el principal resultado de estos contactos en ser publicado en las páginas de Bilan fuera el resumen, escrito por Hennaut, de la LCI, del libro del GIC Grundprinzipien Kommunistischer Produktion und Veiteilung (Principios fundamentales de la producción y la distribución comunista) ([7]) y las observaciones fraternas pero críticas a ese libro que contenía la serie “Problemas del período de transición”, de Mitchell. Que nosotros sepamos, el GIC no contestó a ninguno de esos artículos, pero es importante recordar que las premisas para un debate existían en la época en que los Gründprinzipien se publicaron, pero incluso después hubo muy escasos intentos de proseguir el debate ([8]). No vamos a hacer en este artículo un análisis en profundidad y detallado de los Gründprinzipien. Su objetivo, más modesto, es estudiar las críticas del libro publicado en Bilan y destacar algunas cuestiones para un futuro debate.
El GIC examina las lecciones de la derrota
En la Conferencia de París de grupos de la izquierda comunista recién constituidos, en 1974, Jan Appel, el veterano del KAPD y del GIC que había sido uno de los principales autores de los Gründprinzipien, explicó que este texto se había escrito como una contribución al esfuerzo de comprensión de lo que había salido mal en la experiencia del capitalismo de Estado o “comunismo de Estado como decíamos a veces” en la Revolución Rusa para definir algunas directrices que permitieran evitar tales errores en el futuro. A pesar de sus divergencias sobre la naturaleza de la Revolución Rusa, eso era precisamente lo que animaba a los camaradas de la Izquierda Italiana cuando emprendieron un estudio de los problemas del período de transición, a pesar de que sabían perfectamente que estaban atravesando una profunda contrarrevolución.
Para Mitchell, como para el resto de la Izquierda Italiana, el GIC eran los “internacionalistas holandeses”, camaradas animados por un compromiso profundo para derribar al capitalismo y sustituirlo por una sociedad comunista. Ambas corrientes entendían que un estudio serio de los problemas del período de transición iba mucho más lejos que un mero ejercicio intelectual. Eran militantes para quienes la revolución proletaria era una realidad que habían visto con sus propios ojos; a pesar de su terrible derrota, permanecían plenamente confiados en que surgiría de nuevo, y estaban convencidos de que había que armarse de un programa comunista claro para triunfar la próxima vez.
Al empezar su resumen de los Gründprinzipien, Hennaut plantea precisamente esta pregunta: “¿No será inútil, en efecto, triturarse las meninges sobre la legislación social que los trabajadores tendrán que hacer respetar, una vez realizada la revolución, cuando, de hecho, los trabajadores no se dirigen ni mucho menos hacia la lucha final sino que están cediendo paso a paso el terreno conquistado frente a la reacción triunfante? Por otra parte, ¿no se ha dicho ya todo al respecto en los Congresos de la IC? … Por supuesto, a quienes toda la ciencia de la revolución consiste en distinguir toda la gama de las maniobras que deben ser realizadas por las masas, la tarea debe parecerles muy ociosa. Pero a los que consideran que la precisión de los objetivos de la lucha es una de las funciones esenciales de todo movimiento de emancipación y que las formas de esta lucha, su mecanismo y las leyes que las regulan, no pueden ponerse completamente al día sino en la medida en que se precisan los objetivos finales que deben alcanzarse, en otras palabras que las leyes de la revolución aparecen tanto más claramente cuanto más crece la conciencia de los trabajadores –para éstos, el esfuerzo teórico para definir exactamente lo que será la dictadura del proletariado aparece como una tarea de una necesidad primordial” (Bilan no 19, “Los fundamentos de la producción y de la distribución comunistas”).
Como ya dijimos, Hennaut no era miembro del GIC sino de la LCI belga. En un sentido, estaba bien ubicado para actuar como “intermediario” entre la Izquierda Italiana y la Izquierda Holandesa, puesto que tenía acuerdos y divergencias con ambas. En una contribución anterior en Bilan ([9]), criticaba el concepto de “dictadura del partido” de los camaradas italianos y hacía hincapié en el hecho de que es la clase obrera la que efectúa el control sobre las esferas políticas y económicas con sus propios órganos generales, los consejos. Al mismo tiempo, rechazaba la visión de la URSS de Bilan como Estado proletario degenerado y definía como capitalistas tanto el régimen político como la economía en Rusia. Pero se debe añadir que también se había implicado en una reflexión hacia la negación del carácter proletario de la Revolución Rusa, destacando que las condiciones objetivas no estaban maduras, de modo que “la revolución fue hecha por los obreros pero no fue una revolución proletaria” ([10]). Este análisis era muy cercano al de los comunistas de consejos, pero Hennaut se diferenciaba de ellos en muchos puntos cruciales: al principio de su resumen dice claramente que no está de acuerdo con el rechazo al partido por parte de aquéllos. Para Hennaut, el partido iba a ser aún más necesario después de la revolución para combatir los vestigios ideológicos del viejo mundo, aunque no se dio cuenta de que la debilidad principal del GIC sobre ese punto era lo principal que se planteaba en los Gründprinzipien. Al final de su resumen, en Bilan no 22, destaca la debilidad de la concepción del Estado del GIC y su visión un tanto de color de rosa de las condiciones en las que se hace una revolución. Sin embargo, está convencido de la importancia de la contribución del GIC y hace un esfuerzo muy serio para resumirla de forma precisa en cuatro artículos (publicados en los cinco números citados arriba). Obviamente, no le era posible, en el marco de tal resumen, hacer resaltar toda la riqueza –y algunas contradicciones aparentes– de los Gründprinzipien, pero hizo un excelente trabajo para hacer resaltar los puntos esenciales del libro.
El resumen de Hennaut saca a la luz el hecho significativo de que los Gründprinzipien no están, ni mucho menos, fuera de las tradiciones y experiencias de la clase obrera, sino que se basan en una crítica histórica de las ideas erróneas que habían surgido en el movimiento obrero y en experiencias revolucionarias concretas –en particular las revoluciones rusa y húngara– cuyas lecciones eran sobre todo negativas. Los Gründprinzipien contienen pues críticas a las visiones de Kautsky, Varga, a las del anarcosindicalista Leichter y de otros, esforzándose en vincularse con los trabajos de Marx y Engels, en particular la Crítica del Programa de Gotha y El AntiDürhing. El punto de partida es la simple insistencia en que la explotación de los obreros en la sociedad capitalista se debe enteramente a su separación de los medios de producción a causa de las relaciones sociales capitalistas del trabajo asalariado. Desde el período de la Segunda Internacional, el movimiento obrero se había desviado hacia la idea de que la simple abolición de la propiedad privada significaba el fin de la explotación, y los bolcheviques aplicaron en gran parte esta visión después de la Revolución de Octubre.
Para los Gründprinzipien, la nacionalización o la colectivización de los medios de producción pueden coexistir perfectamente con el trabajo asalariado y la alienación de los obreros respecto a lo que producen. Lo que es clave, sin embargo, es que los propios trabajadores, a través de sus organizaciones arraigadas en los lugares de trabajo, disponen no solamente de los medios materiales de producción sino de todo el producto social. Para estar sin embargo seguros de que el producto social permanezca en manos de los productores desde el principio al final del proceso del trabajo (decisiones sobre qué producir, en qué cantidades, distribución del producto incluida la remuneración del productor individual), es necesaria una ley económica general que pueda estar sometida a cálculos rigurosos: el cálculo del producto social sobre la base “del valor” del tiempo de trabajo medio socialmente necesario. Aunque sea precisamente el tiempo de trabajo socialmente necesario lo que está en la base del “valor” de los productos en la sociedad capitalista, ya no sería una producción de valor porque, aunque la contribución de las empresas individuales sea considerable en la determinación del tiempo de trabajo contenido en sus productos, éstas ya no venderán sus productos en el mercado (y los Gründprinzipien critican a los anarcosindicalistas precisamente porque éstos prevén la futura economía como una red de empresas independientes vinculadas por relaciones de intercambio). En la visión del GIC, los productos simplemente se distribuirían según las necesidades generales de la sociedad, determinadas por un congreso de consejos asociado a una oficina central de estadísticas y una red de cooperativas de consumidores. Los Gründprinzipien insisten particularmente en que ni el congreso de los consejos ni la oficina de estadísticas estarían “centralizados” o serían órganos “de Estado”. Su tarea no es controlar el trabajo sino utilizar el criterio del tiempo de trabajo socialmente necesario, siendo las fábricas o los lugares de trabajo la base esencial para su cálculo, con fin de supervisar la planificación y la distribución del producto social a escala global. Una aplicación coherente de estos principios garantizaría que una situación en la que “la máquina se escapa de las manos” (las famosas palabras de Lenin sobre la trayectoria del Estado soviético, citadas por los Gründprinzipien), no se repetiría en la nueva revolución. En resumen, la clave de la victoria de la revolución está en la capacidad de los obreros para mantener un control directo de la economía, y el medio más seguro para lograrlo es la regulación de la producción y de la distribución basándose en el tiempo de trabajo.
Las críticas de la Izquierda Italiana
Como ya dijimos, la Izquierda Italiana ([11]) saludó la contribución del GIC pero no escatimó sus críticas al texto. En general, estas críticas pueden repartirse en cuatro rúbricas, aunque todas abren el camino a muchas otras cuestiones y están estrechamente relacionadas entre sí:
- una visión nacional de la revolución;
- una visión idealista de las condiciones reales de la revolución proletaria;
- una ausencia de comprensión del problema del Estado, y una focalización sobre la economía en detrimento de las cuestiones políticas;
- algunas divergencias teóricas relativas a la economía del período de transición: la superación de la ley del valor y el contenido del comunismo; el igualitarismo y la remuneración del trabajo.
Una visión nacional de la revolución
En su serie “Parti-État-Internationale” ([12]), Vercesi ya había criticado a Hennaut y los camaradas holandeses por su enfoque del problema de la revolución en Rusia desde un punto de vista estrechamente nacional. Hacía hincapié en que no se podía realizar ningún avance real mientras la burguesía tuviera el poder a escala mundial –sean cuáles fueran los avances realizados en una zona bajo “gestión” proletaria, no podían ser definitivos:
“El error que cometen los comunistas de izquierda holandeses, y con ellos el camarada Hennaut, es el de embarcarse en una dirección completamente estéril, pues el punto de partida del marxismo es que las bases de una economía comunista sólo pueden plantearse en un terreno mundial, y nunca pueden realizarse en el interior de las fronteras de un Estado proletario. Éste sí podrá intervenir en el terreno económico para cambiar el proceso de producción, pero nunca para asentar definitivamente ese proceso sobre bases comunistas, pues las condiciones para hacer posible tal economía sólo pueden establecerse sobre una base internacional (…). No nos encaminaremos hacia la consecución de ese objetivo haciendo creer a los trabajadores que, tras su victoria sobre la burguesía, podrán dirigir y gestionar la economía en un solo país. Hasta la victoria de la revolución mundial tales condiciones no existen. Y para marchar en la dirección que haga posible la maduración de esas condiciones, lo primero es reconocer que, en el interior de un solo país, es imposible obtener resultados definitivos” ([13]).
En su serie, Mitchell vuelve sobre este tema:
“Es indiscutible que un proletariado nacional sólo podrá abordar ciertas tareas económicas tras haber instaurado su propia dominación. Y más todavía evidentemente, sólo podrá iniciar la construcción del socialismo tras la destrucción de los Estados capitalistas más poderosos, aunque la victoria de un proletariado “pobre” pueda tener un gran alcance con tal de que se integre en el avance y el desarrollo de la revolución mundial. En otras palabras, las tareas del proletariado victorioso respecto a su propia economía, están subordinadas a las necesidades de la lucha internacional de clases.“Es característico el hecho de que, aunque todos los marxistas de verdad hayan rechazado la teoría del “socialismo en un solo país”, la mayoría de las críticas de la Revolución Rusa se han hecho ante todo sobre las modalidades de construcción del socialismo, partiendo de criterios económicos y culturales más que políticos, sin sacar a fondo las conclusiones lógicas que se derivan de la imposibilidad del socialismo nacional” ([14]).
Mitchell también dedicó gran parte de la serie de artículos a argumentar contra la idea de los mencheviques, en gran parte retomada por los comunistas de consejos, de que la Revolución Rusa no podía haber sido puramente proletaria porque Rusia no estaba madura para el socialismo. Contra este enfoque, Mitchell afirma que las condiciones de la revolución comunista no pueden plantearse sino a escala mundial y que la revolución en Rusia solo fue el primer paso de una revolución a escala mundial, hecha necesaria porque el capitalismo, como sistema mundial, había entrado en su período de decadencia. Toda comprensión de lo que había salido mal en Rusia debía pues situarse en el contexto de la revolución mundial: la degeneración del Estado soviético fue en primer lugar y sobre todo consecuencia del aislamiento de la revolución, y no de las medidas económicas adoptadas por los bolcheviques. Desde su enfoque, los camaradas holandeses se dejaron “[llevar] al error en su análisis sobre la Revolución Rusa y, sobre todo, a limitar considerablemente el campo de sus investigaciones sobre las causas profundas de la evolución reaccionaria de la URSS. La explicación de dicha evolución no van a buscarla en las entrañas de la lucha nacional e internacional de clases (ese método de hacer abstracción de los problemas políticos es una de las características negativas de su estudio), sino en los mecanismos económicos” ([15]).
En resumen, existen límites a los efectos posibles de las medidas económicas adoptadas durante la Revolución Rusa. En ausencia de extensión de la revolución mundial, incluso las medidas más perfectas no habrían garantizado el carácter proletario del régimen en la URSS, y eso se aplica a cualquier país, “avanzado” o “atrasado”, que quedara aislado en un mundo dominado por el capitalismo.
Las condiciones reales tras la revolución proletaria
Observamos que el propio Hennaut ponía en evidencia la “tendencia” de los camaradas holandeses a simplificar las condiciones que prevalecen tras una revolución proletaria: “Podría dar la ilusión a muchos lectores que todo está sucediendo de la mejor manera en el mejor de los mundos. La revolución está en marcha, tenía que llegar por necesidad y basta con dejar ir las cosas a su aire para que el socialismo se convierta en realidad” ([16]). Vercesi también había defendido que los camaradas holandeses tendían a subestimar en gran parte la heterogeneidad de la conciencia de clase aun después de la revolución –un error directamente relacionado con la incapacidad de los comunistas de consejos para entender la necesidad de una organización política de los elementos más avanzados de la clase obrera. También estaba relacionado con la subestimación por parte de los camaradas holandeses de las dificultades que encontrarían los obreros para asumir directamente la organización de la producción. Por su parte, Mitchell defiende que los camaradas holandeses parten de un esquema ideal, abstracto, que excluye de entrada los estigmas del pasado capitalista, como base para avanzar hacia el comunismo.
Ya hemos dado a entender que los Internacionalistas holandeses, en su intento de análisis de los problemas del período de transición, se habían inspirado mucho más de sus deseos que de la realidad histórica. Su esquema abstracto, del que excluyen, en gente perfectamente consecuente con sus principios, la ley del valor, el mercado y la moneda, también debía lógicamente preconizar una distribución “ideal” de los productos. Para ellos, puesto que “... la revolución proletaria colectiviza los medios de producción, abriendo así el camino a la vida comunista, las leyes dinámicas del consumo individual deben conjugarse necesariamente y de forma absoluta, ya que están indisolublemente vinculadas a las leyes de la producción, operándose ese vínculo “por sí mismo” mediante el paso a la producción comunista” ([17]).
Mitchell se concentra más tarde en los obstáculos que encuentra la instauración de una remuneración igual del trabajo durante el período de transición (volveremos sobre este tema en un segundo artículo). En resumen, los camaradas holandeses mezclan completamente las etapas del comunismo:
“Por otra parte, al rechazar el análisis dialéctico saltándose el obstáculo del centralismo, lo único que hacen es llenarse la boca de palabras al considerar no el período transitorio, que es, desde el punto de vista de las soluciones prácticas, el que interesa a los marxistas, sino la fase evolucionada del comunismo. Entonces sí que es fácil hablar de una “contabilidad social general, centro económico al que afluyen todas las corrientes de la vida económica, pero que no posee la dirección de la administración ni el derecho a disponer de la producción y de la distribución, que solo puede disponer de sí misma” (¡!) (p. 100-101).“Y añaden que “en la asociación de productores libres e iguales, el control de la vida económica no procede de personas o de organismos, sino que es el resultado de la información pública del discurrir verdadero de la vida económica. Esto significa que la producción está controlada por la reproducción” (p. 135) ; o dicho de otra manera: “la vida económica se controla por sí misma mediante el tiempo de producción social medio” (¡!).“Con fórmulas así, las soluciones para una gestión proletaria no pueden dar ni un paso adelante, pues la cuestión candente que se le planea al proletariado no es intentar adivinar el mecanismo de la sociedad comunista, sino el camino que lleva a ella” ([18]).
Y también, como lo hace notar Mitchell previamente en el mismo artículo, hablan de “productores libres e iguales” que deciden de esto o de lo otro precisamente en la fase inferior, una fase durante la cual el proletariado organizado combate por las verdaderas libertad e igualdad, pero aún no las ha conquistado definitivamente. El término “productores libres” no puede aplicarse realmente sino a una sociedad donde ya no hay clase obrera.
Un ejemplo de esta tendencia a simplificar es la forma en que tratan la cuestión agraria. Según esta parte de los Grundprinzipien, la “cuestión campesina”, que tanto peso tuvo en la Revolución Rusa, no plantearía problemas mayores a la revolución en el futuro, puesto que el desarrollo de la industria capitalista ya ha integrado la mayoría del campesinado en el proletariado. Es un ejemplo de una determinada visión eurocéntrica que no tiene en cuenta las enormes masas no explotadoras ni tampoco proletarias que existen a escala mundial y que la revolución proletaria tendrá que integrar en la producción verdaderamente socializada y eso sin contar que en la propia Europa de 1930 el proletariado no era ni mucho menos mayoritario respecto a las demás capas no explotadoras.
El Estado y el economicismo
Hablar de la existencia de clases distintas del proletariado en el período de transición plantea inmediatamente la cuestión de un semi-Estado que, entre otras, tiene la tarea de representar políticamente a esas masas. Soslayar el problema del Estado es así otra de las consecuencias del esquema abstracto de los camaradas holandeses. Como ya lo señalamos, Hennaut observa que “el Estado ocupa, en el sistema de los camaradas holandeses, un lugar digamos equívoco cuando menos” (Bilan no 22). Mitchell señala que mientras existan las clases, la clase obrera tendrá que arreglárselas con la plaga de un Estado, estando ese problema vinculado al del centralismo:
“El análisis de los internacionalistas holandeses se aleja del marxismo, porque no pone en evidencia una verdad de base: el proletariado estará obligado a soportar la “plaga” del Estado hasta la desaparición de las clases, o sea hasta la abolición del capitalismo mundial. Pero subrayar esa necesidad histórica es admitir que las funciones estatales se confunden todavía temporalmente con la centralización, aunque ésta, gracias a la destrucción de la máquina opresiva del capitalismo, ya no se opone al desarrollo de la cultura y de la capacidad de gestión de las masas obreras. En lugar de buscar la solución de ese desarrollo en los límites históricos y políticos, los internacionalistas holandeses han creído encontrarla en una fórmula de apropiación a la vez utópica y retrógrada que, además, tampoco se opone tanto como ellos lo creen al “derecho burgués”” ([19]).
A la luz de la experiencia rusa, los camaradas holandeses tenían ciertamente razón en mantenerse vigilantes sobre el hecho de que cualquier cuerpo organizado podría ejercer un poder dictatorial sobre la clase obrera. Al mismo tiempo, los Gründprinzipien no rechazan la necesidad de una determinada forma de coordinación central. Hablan de una oficina central de estadísticas y de un “congreso económico de los consejos obreros”, pero éstos se presentan como órganos económicos con meras tareas de coordinación: parecen no tener ninguna función política o estatal. Al decretar simplemente de antemano que estos órganos centrales o de coordinación no asumirán funciones estatales o no tendrán nada que ver con ellas, debilitan realmente la capacidad de la clase para defenderse de un peligro real que existirá durante todo el período de transición: el peligro del Estado, incluso de un semi-Estado dirigido de manera rigurosa por los órganos unitarios de los obreros, desarrolla de manera creciente un poder autónomo frente a la sociedad, volviendo a imponer directamente formas de explotación económica.
El concepto de Estado postrevolucionario aparece brevemente en el libro (en realidad en el último capítulo). Pero según los términos del GIC, “existe simplemente como aparato de poder puro y simple de la dictadura del proletariado. Su tarea es quebrar la resistencia de la burguesía… pero en lo que concierne la administración de la economía, no tiene ningún papel que desempeñar” ([20]).
Mitchell no se refiere a ese párrafo, aunque tampoco aliviaría sus temores sobre la tendencia del GIC a ver Estado y dictadura del proletariado como si fueran lo mismo, identificación que, según él, desarma a los trabajadores y favorece al Estado:
“La presencia activa de órganos proletarios es la condición para que el Estado siga estando sometido al proletariado y no se vuelva contra los obreros. Negar el dualismo contradictorio del Estado proletario, es falsear el significado histórico del período de transición.“Algunos camaradas consideran, al contrario, que este período debe expresar la identificación de las organizaciones obreras con el Estado (Hennaut, “Naturaleza y evolución del Estado ruso”, Bilan, no 34). Los internacionalistas holandeses van incluso más lejos cuando dicen que, puesto que el “tiempo de trabajo es la medida de la distribución del producto social y que la distribución entera queda fuera de toda “política”, a los sindicatos ya no les queda ninguna función en el comunismo puesto que ya ha cesado la lucha por la mejora de las condiciones de vida” (p. 115 de su obra).“El centrismo también parte de esa idea de que, puesto que el Estado soviético era un Estado obrero, cualquier reivindicación de los proletarios se convertía en acto hostil hacia “su” Estado, justificando así la sumisión total de los sindicatos y comités de fábrica al mecanismo estatal” ([21]).
La izquierda germano-holandesa fue obviamente mucho más rápida en entender que los sindicatos habían dejado de ser órganos proletarios bajo el capitalismo, y menos todavía durante el período de transición al comunismo cuando la clase obrera instaure sus propios órganos unitarios (los comités de fábrica, los consejos obreros, etc.). Pero la objeción fundamental de Mitchell sigue siendo perfectamente válida. Al confundir el viaje con el destino, al eliminar del problema a las demás clases no proletarias y toda la heterogeneidad social compleja de la situación post-insurreccional, al imaginar sobre todo una abolición casi inmediata de la condición del proletariado como clase explotada y animados por su antipatía hacia el Estado, los camaradas germano-holandeses dejan la puerta abierta a la idea de que durante el período de transición, la necesidad para la clase obrera de defender sus intereses inmediatos se habría vuelto superflua. Para la izquierda italiana, la necesidad de preservar la independencia de los sindicatos y/o de los comités de fábrica en la organización general de la sociedad –en resumen, con respecto al Estado de la transición– era una lección fundamental de la Revolución Rusa en la que el “Estado obrero” terminó reprimiendo a los trabajadores.
Esquivar o simplificar la cuestión del Estado, así como la incapacidad del GIC para entender la necesidad de la extensión internacional de la revolución, forma parte de una subestimación más amplia de la dimensión política de la revolución. La obsesión del GIC es la búsqueda de un método para calcular, distribuir y remunerar el trabajo social de modo que un control central pueda conservarse en lo mínimo y que la economía del período de transición pueda avanzar de manera semiautomática hacia el comunismo integral. Pero para Mitchell, la existencia de tales leyes no puede substituir a la madurez política creciente de las masas trabajadoras, a su capacidad real de imponer su propia dirección a la vida social:
“Los camaradas holandeses han propuesto una solución inmediata: nada de centralización ni económica ni política que sólo puede adoptar formas opresivas, sino transferencia de la gestión a las organizaciones de empresa que coordinarán la producción mediante una “ley económica general”. Para ellos, abolir la explotación y, por lo tanto las clases, no parece que tenga que realizarse a través de un largo proceso histórico, que vaya registrando una participación cada día mayor de las masas en la administración social, sino en la colectivización de los medios de producción, con tal de que esa colectivización implique que los consejos de empresa tengan el derecho de disponer tanto de esos medios de producción como del producto social. Pero, además de que se trata aquí de una formulación que contiene su propia contradicción (puesto que significa oponer la colectivización íntegra –propiedad de todos y de nadie en particular- a una especie de “colectivización” restringida, dispersa entre los grupos sociales, la sociedad anónima también es una forma parcial de colectivización…), a lo único que tiende es a sustituir una solución jurídica (el derecho a disponer por parte de las empresas) a otra solución jurídica, que es la expropiación de la burguesía. Ahora bien, ya hemos visto anteriormente que esa expropiación de la burguesía no es más que la condición inicial de la transformación social (y además, la colectivización íntegra no es inmediatamente realizable), mientras que la lucha de clases continúa, como antes de la Revolución, pero con bases políticas que permiten al proletariado imprimirle un curso decisivo” ([22]).
Detrás de ese rechazo a la dimensión política de la lucha de clases, podemos notar una divergencia fundamental entre las dos ramas de la izquierda comunista en su comprensión de la transición al comunismo. Los camaradas holandeses reconocen la necesidad de ser vigilantes respecto a los restos de “tendencias poderosas heredadas del modo de producción capitalista que actúan en favor de la concentración del poder de control en una autoridad central” (Gründprinzipien, capítulo 10, “Los métodos objetivos de control”). Pero este apartado esclarecedor aparece en medio de una investigación sobre los métodos de cálculo en el período de transición, y en todo el libro apenas si se menciona la lucha inmensa que será necesaria para superar las prácticas del pasado, como tampoco su personificación material y social en las clases, capas e individuos más o menos hostiles al comunismo. Parece que en la visión del GIC sea poco necesaria la batalla política, tanto en el lugar de trabajo como a un nivel social más elevado. Eso es también coherente con su rechazo de la necesidad de organizaciones políticas comunistas, del partido de clase.
En la segunda parte este artículo, examinaremos algunos de los problemas más teóricos en lo referente a la dimensión económica de la transformación comunista.
CD Ward
[1]) Puede leerse un resumen del primer volumen en: https://es.internationalism.org/Rint124/Comunismo.htm
[3]) Ver los artículos de esta serie en las Revista Internacional nos 127-132.
[4]) Ver el artículo del volumen 2 de la serie, “X – Desenmarañando el enigma ruso: 1926-36”,
Revista Internacional no 105, https://es.internationalism.org/Rint105-comunismo.
[6]) Bilan, nos 19, 20, 21, 22 y 23.
[7]) Bilan, nos 9, 20, 21, 22, 23.
[8]) Entre los estudios sobre Grundprizipien, podemos mencionar la introducción de Paul Mattick, 1970, a la reedición en alemán del libro, ver: https://libcom.org/library/introduction-paul-mattick. La edición de 1990 del libro, publicada por el Movimiento por los Consejos Obreros, lleva un largo comentario de Mike Baker, escrito poco antes de su muerte, la cual acarreó también la del grupo mismo. Nuestro libro La Izquierda Holandesa, 2001, en su versión en inglés, dedica una sección a los Grundprizipien. Esta parte demuestra que nuestra visión está en continuidad con las críticas que a ese texto había hecho Mitchell. El texto de Grundprizipien mismo puede encontrarse en Libcom o en inglés: https://www.marxists.org/subject/left-wing/gik/1930/index.htm.
[9]) “Nature et évolution de la révolution russe” (Naturaleza y evolución de la Revolución Rusa), Bilan nos 33 et 34.
[10]) Bilan no 34, p 1124.
[11]) Debemos ser precisos: Mitchell, también él ex miembro de la LCI, formaba entonces parte de la Fracción belga que había roto con la LCI sobre la cuestión de la guerra en España. En una de sus series de artículos sobre el periodo de transición (Bilan no 38), expresó algunas críticas a “los camaradas de Bilan”, pues le parecía que no se habían preocupado demasiado por los aspectos económicos del periodo de transición.
[12]) Léase “IV – Los años 30: el debate sobre el período de transición, 1”, https://es.internationalism.org/revista127-periodo
[13]) Bilan no 21, citado en “Los años 30: el debate sobre el período de transición”, Revista Internacional, no 127, /revista-internacional/200612/1138/iv-los-anos-30-el-debate-sobre-el-periodo-de-transicion-1
[14]) Bilan no 31, “Los problemas del período de transición”, publicado en Revista Internacional no 132, /revista-internacional/200802/2190/viii-los-problemas-del-periodo-de-transicion-6.
[15]) Bilan no 35, “Los problemas del período de transición”, reproducido en Revista Internacional no 131.
[16]) Bilan no 22, “Los Internacionalistas holandeses sobre el programa de la revolución proletaria”.
[17]) Bilan no 31, op. cit., cita del “Ensayo sobre el desarrollo de la sociedad comunista”, p. 72.
[18]) Bilan no 37, vuelto a publicar en Revista Internacional no 132.
[19]) Idem.
[20]) Gründprinzipien, capítulo 19, “El supuesto utopismo”.
[21]) Bilan no 37, op. cit.
[22]) Idem.