III - El comunismo no es un bello ideal, Resumen del 2o vol. (2)

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En la primera parte de este resumen del segundo volumen (ver Revista internacional nº 125) analizamos cómo el programa comunista se enriqueció con el enorme avance realizado por la clase obrera en el levantamiento revolucionario provocado por la Primera Guerra mundial. En esta segunda entrega veremos el combate que libraron los revolucionarios para comprender el retroceso y la posterior derrota de esta oleada revolucionaria, y cómo ese combate también nos legó lecciones de importancia inestimable para las futuras revoluciones.

1918: La revolución critica sus errores
(Revista internacional nº 99)

Si como señaló Rosa Luxemburg, la revolución rusa fue “la primera experiencia de dictadura del proletariado en la historia mundial” (la Revolución rusa), se debe deducir que cualquier revolución futura deberá tener en cuenta esta primera experiencia y las lecciones que de ella se sacaron. El movimiento obrero no tiene el más mínimo interés en rehuir la realidad de los hechos. Por ello el esfuerzo por entender esas lecciones deberá abarcar el conjunto del movimiento revolucionario desde sus inicios, aunque asimilar completamente el legado dejado por la revolución fuera el resultado de años de experiencias penosas y de reflexiones no menos costosas.

El folleto de Rosa Luxemburg, la Revolución rusa, fue escrito en la cárcel en 1918, y constituye un auténtico ejemplo de cómo hacer la crítica de los errores de la revolución, puesto que lo primero que hace es manifestar su completa solidaridad con el poder de los soviets y el Partido bolchevique y subrayar que las dificultades a la que estos se enfrentan provienen, ante todo, del aislamiento del bastión revolucionario ruso. Concluye así que sólo la intervención del proletariado mundial – y especialmente del proletariado alemán – al ejecutar la sentencia histórica del capitalismo y acabar con él, permitiría superar esas dificultades.

A partir de ahí, Rosa Luxemburg plantea tres críticas a los bolcheviques:

• Sobre la cuestión agraria. Aunque Rosa reconocía que la consigna de los bolcheviques (“la tierra para los campesinos”) estaba plenamente justificada desde un punto de vista táctico para granjearse las masas campesinas para la revolución, veía también que actuando así los bolcheviques estaban creándose un problema añadido al establecer formalmente la parcelación de la propiedad agraria. Rosa tenía razón al afirmar que ese proceso conduciría a la formación de una capa conservadora de campesinos propietarios, pero la verdad es que tampoco la colectivización de la tierra hubiera supuesto, por sí misma, garantía alguna de avance al socialismo, si la revolución seguía estando aislada.

Sobre la cuestión nacional. Las críticas de Luxemburg a la consigna de la “autodeterminación de las naciones” (críticas que también surgían desde las filas bolcheviques, como fue el caso de Piatakov), quedaron completamente confirmadas por los acontecimientos. Efectivamente la “autodeterminación nacional” sólo podía significar la “autodeterminación” para la burguesía. Y, por ello, en la época ya del imperialismo y de las revoluciones proletarias, los países (o sea las burguesías) a los que el poder soviético concedió la “independencia”, quedaron en realidad subordinados a las grandes potencias imperialistas en su combate, precisamente, contra la revolución rusa. Es verdad que el proletariado no podía ignorar los sentimientos nacionales de los obreros de las “naciones oprimidas”, pero para ganarlos para la causa de la revolución había que apelar a sus intereses comunes de clase, y no a sus ilusiones nacionalistas.

Sobre la “democracia” y la “dictadura”. La posición de Rosa, en este aspecto, era muy contradictoria. Por un lado juzgaba que la supresión de la Asamblea constituyente por los bolcheviques había tenido un efecto negativo sobre la revolución. Aquí Luxemburg parece mostrar una extraña nostalgia por las formas ya superadas de la democracia burguesa. Sin embargo pocos meses más tarde, en la redacción del programa de la Liga espartaquista, se reivindica la sustitución de las caducas asambleas parlamentarias por los congresos de consejos obreros. Esto demuestra que, sobre esta cuestión, Rosa evolucionó muy rápidamente. En cualquier caso, sí están plenamente justificadas sus críticas a la tendencia de los bolcheviques a suprimir la libertad de expresión en el seno del movimiento obrero, pues las medidas que estos tomaron contra otros partidos y agrupamientos obreros, así como la transformación de los soviets en meras oficinas de registro del Partido-Estado bolchevique, tuvieron un efecto sumamente negativo para la supervivencia y la integridad de la dictadura del proletariado.

Pero también en la misma Rusia, y también desde 1918, empezaron a surgir reacciones contra el progresivo descarrilamiento del partido. El principal foco de esa respuesta (al menos en lo referente a la corriente revolucionaria marxista) fue la tendencia de la Izquierda comunista que existía dentro del propio Partido bolchevique. A esta tendencia se la conoce, especialmente, por su oposición al tratado de paz de Brest-Litovsk del que temía que significara la pérdida no sólo de importantes territorios, sino, sobre todo, de los principios mismos de la revolución. En lo relativo a los principios hemos de decir que no hay comparación posible entre este tratado y el que, cuatro años después, se firmó en Rapallo. Mientras que el primero se expuso abiertamente sin ocultar sus gravosas consecuencias, el segundo se pactó en secreto y significó, de hecho, una alianza entre el imperialismo alemán y el Estado soviético. También es verdad que la posición defendida por Bujarin y otros comunistas de izquierda en favor de una “guerra revolucionaria” se basaba, como más tarde demostró Bilan, en una grave confusión: la creencia en la posibilidad de extender la revolución mediante acciones militares de una u otra índole, cuando, en realidad, la única forma de ganar para su causa al resto de trabajadores del mundo era a través de medios esencialmente políticos (como la formación de la Internacional comunista en 1919).

Sin embargo, los primeros debates entre Lenin y las Izquierdas sobre la cuestión del capitalismo de Estado fueron de los más provechosos de la revolución. Si Lenin defendió la aceptación de los términos de la paz impuestos por Alemania en Brest-Litovsk, lo hacía persuadido de que el poder de los soviets necesitaba “un espacio vital” que hiciese posible reconstruir un mínimo de vida social y económica.

Los desacuerdos se centraban en dos cuestiones:

  los métodos empleados para conseguir tal objetivo. Mientras que Lenin, muy preocupado por desarrollar la productividad y la eficacia (para poder contrarrestar el enorme atraso de Rusia), postulaba medidas radicales como la aplicación del taylorismo y el restablecimiento de la dirección unipersonal en las fábricas, la Izquierda insistía en que tales medidas hacían peligrar que el proletariado pudiera asumir su propia educación y su propia actividad. También hubo encendidos debates sobre hasta qué punto eran aplicables al Ejército Rojo los principios de la Comuna.

  el peligro del capitalismo de Estado. Para Lenin, considerando el estado de fragmentación casi medieval en que se encontraba la economía rusa, el capitalismo de Estado suponía un paso adelante. En esto era coherente con su análisis de que las medidas de capitalismo de Estado que los países más adelantados habían adoptado durante la guerra, constituían, en cierto modo, una preparación para la transformación socialista. En cambio, las Izquierdas, veían en el capitalismo de Estado una amenaza inminente contra el poder de los soviets, y alertaban del riesgo que suponía que el partido se enredase en los mecanismos de control del Estado burocrático y que, finalmente, se situara en oposición a los intereses del proletariado.

Es verdad que esas críticas de las Izquierdas al capitalismo de Estado, aún muy embrionarias, no estaban exentas de confusiones, como por ejemplo creer que la principal amenaza provenía de la pequeña burguesía y no ver que la propia burocracia estatal podía desempeñar, por sí misma, el papel de una nueva burguesía. Mantenían, igualmente, ilusiones en las posibilidades de una auténtica transformación socialista dentro de las fronteras de Rusia.

Pero Lenin se equivocaba al no ver que el capitalismo de Estado era la antítesis del comunismo. Las advertencias lanzadas por la Izquierda contra los riesgos del desarrollo del capitalismo de Estado en Rusia resultaron ser verdaderamente premonitorias.

1921: el proletariado y el Estado de transición
(Revista internacional nº 100)

A pesar de las importantes diferencias que existían en el seno del Partido bolchevique a propósito de la dirección tomada por la revolución, y más aún sobre la orientación que tomaba el Estado soviético, la amenaza inminente de la contrarrevolución hizo que esos desacuerdos quedaran, de alguna manera, contenidos. Lo mismo cabe decir de las tensiones que se vivían en la sociedad rusa en general. Trabajadores y campesinos sufrieron espantosas condiciones de vida durante la guerra civil, pero la prioridad de la lucha contra los Blancos relegó a un segundo plano los conflictos de aquéllos contra el recién creado aparato de Estado. Pero tras la victoria en la guerra civil se destaparon abiertamente. Además, el aislamiento de la revolución, que se acentúo aún más tras una serie de derrotas cruciales del proletariado en Europa, puso más en evidencia esos conflictos y los convirtió en la contradicción central del régimen de transición.

El Partido bolchevique abordó estos problemas de fondo a los que se enfrentaba la revolución, a través del debate sobre la cuestión sindical que ocupó un lugar preeminente en las sesiones del Xº Congreso del partido (marzo de 1921). En ese debate se confrontaron, esencialmente, tres posiciones distintas, si bien hay que decir que dentro de ellas se manifestaban también diferencias y matices.

• La posición de Trotski. Al haber llevado al Ejército rojo a la victoria sobre los blancos (a menudo de manera inesperada), Trotski había acabado por convertirse en un ferviente partidario de los métodos militares y de aplicarlos a todos los ámbitos de la vida social, y sobre todo a la esfera laboral. Trotski pensaba que no podía existir conflicto de intereses entre la clase obrera y las necesidades de dicho Estado, ya que quien aplicaba tales mecanismos era un Estado “obrero”. Llegó incluso a teorizar la hipótesis de un supuesto carácter históricamente progresista del trabajo forzado. En ese contexto, Trotski defendió que los sindicatos debían actuar, pura y simplemente, como órganos de la disciplina del trabajo en nombre del Estado obrero. Al mismo tiempo, comenzó a desarrollar una justificación teórica explícita de la noción de la dictadura del partido comunista y del terror rojo.

• La posición de la Oposición obrera reunida en torno a Kollontai, Shliapnikov y otros. Para Kollontai el Estado soviético tenía más bien un carácter heterogéneo y era sumamente vulnerable a la influencia de fuerzas no proletarias tales como el campesinado o la burocracia. Lo que ellos propugnaban era que los órganos específicos de la clase obrera, que para la Oposición obrera eran los sindicatos, se encargaran de la actividad creativa de reconstrucción de la economía rusa. Postulaban que a través de los sindicatos industriales, la clase obrera sí podía mantener el control de la producción y emprender un decisivo avance hacia el socialismo. Aunque esta corriente representó una sincera reacción proletaria contra la creciente burocratización del Estado de los soviets, también era víctima de importantes confusiones como, por ejemplo, su alegato a favor de los sindicatos industriales como mejor forma de expresión de los intereses de la clase obrera. Esta idea suponía una regresión respecto a la comprensión de que los verdaderos instrumentos obreros para hacerse cargo no sólo de la vida económica sino también de la política, eran los consejos obreros aparecidos en la nueva época revolucionaria. Igualmente las ilusiones de la Oposición obrera sobre la posibilidad de construir las nuevas relaciones comunistas en Rusia, ponía de manifiesto una profunda subestimación de los estragos de un aislamiento de la revolución que en ese momento, 1921, era ya prácticamente completo.

• La posición de Lenin que se opuso firmemente a los excesos de Trotski en ese debate, y criticó el sofisma de que ya que el Estado era un Estado “obrero” no podían existir divergencias de intereses inmediatas entre éste y la clase obrera. De hecho Lenin afirmó, en un momento dado, que el Estado de los soviets era en realidad un Estado «obrero y campesino», pero que, en cualquier caso, se trataba de un Estado profundamente marcado por deformaciones burocráticas y que por tanto en una situación así, la clase obrera debía defender sus intereses materiales incluso, llegado el caso, contra el propio Estado. Por tanto, los sindicatos no podían quedar relegados a meros instrumentos de la disciplina del trabajo, sino que debían actuar como órganos de autodefensa de los trabajadores. Lenin rechazó igualmente la posición de la Oposición obrera al considerarla una concesión al anarcosindicalismo.

Con la ventaja que hoy nos da la distancia de los acontecimientos, podemos señalar que en las premisas mismas de ese debate se manifestaban muchas debilidades. En primer lugar, el hecho de que los sindicatos aparezcan como los órganos más apropiados para imponer la disciplina del trabajo no es una casualidad, sino que obedece a una trayectoria dictada por las nuevas condiciones del capitalismo decadente. No podían ser los sindicatos, sino los organismos creados por la clase obrera en respuesta a esas nuevas condiciones – es decir los comités de fábrica, los Consejos obreros – los que habían de encargarse de la defensa de la autonomía obrera. Por otra parte todas las posiciones que se confrontaron en ese debate compartían, en mayor o menor medida, la idea de que la dictadura del proletariado debía ser ejercida por el partido comunista.

Este debate representaba, eso sí, un intento de comprensión en una situación marcada por una gran confusión, de los problemas que surgían cuando el poder de un Estado creado por la revolución empieza a escapársele de las manos al proletariado y se vuelve en realidad contra los intereses de éste. Este problema adquirió dimensiones dramáticas cuando, tras una serie de huelgas en Petrogrado, estalló el levantamiento de Cronstadt en el mismo momento en que se celebraba el Xº Congreso.

La dirección bolchevique denunció, en un primer momento, que este levantamiento era una nueva conspiración de los guardias blancos. Más tarde insistió más bien en su carácter pequeño burgués, pero siempre justificó el aplastamiento de dicha revuelta señalando que si triunfaba abriría las puertas, tanto geográfica como políticamente, a la irrupción de la contrarrevolución. No obstante, y sobre todo Lenin, se vio obligado a reconocer que dicha revuelta era un aviso de que los métodos de trabajo forzoso instaurados en la etapa del comunismo de guerra no podían seguir manteniéndose, y que, por el contrario, la situación exigía una especie de “normalización” de relaciones sociales capitalistas. Pero en ningún momento se puso en cuestión que sólo la dominación exclusiva por parte del Partido bolchevique podía garantizar la defensa del poder del proletariado en Rusia. Esta posición era compartida por muchos comunistas de izquierda. Por ejemplo los miembros de los grupos de oposición presentes en el Xº Congreso fueron los primeros en presentarse voluntarios para participar en el asalto a la guarnición de Cronstadt. Ni siquiera el KAPD en Alemania apoyó a los rebeldes. Incluso Víctor Serge defendió, con mucho dolor de corazón, que el aplastamiento de la revuelta era un mal menor comparado con la caída de los bolcheviques y el sometimiento a una nueva tiranía de los blancos.

Sí hubo, sin embargo, muchas voces que desde el campo revolucionario se elevaron contra la represión de Cronstadt. Los anarquistas, que ya habían criticado acertadamente los excesos de la Checa y la supresión de organizaciones de la clase obrera, se opusieron, evidentemente, a ello. Pero el anarquismo pocas lecciones puede sacar de esta importante experiencia puesto que, según ellos, la respuesta de los bolcheviques a la revuelta estaba inscrita, desde sus orígenes, en la naturaleza misma de todo partido marxista.

Hay que decir que en Cronstadt mismo muchos bolcheviques participaron en la revuelta invocando los ideales iniciales de Octubre de 1917: por el poder de los soviets y por la revolución mundial. El comunista de izquierdas Miasnikov se negó a sumarse a los que participaron en el asalto contra la guarnición de Cronstadt pues preveía los catastróficos resultados que supondría el aplastamiento de una rebelión obrera por parte de un Estado “obrero”. Es verdad que, entonces, se trataba sólo de una intuición y que habría que esperar a los años 1930, cuando el trabajo de la Izquierda comunista italiana permitió sacar más claramente las lecciones, reconociendo el carácter proletario de la revuelta de Cronstadt y rechazando, por una cuestión de principios, el empleo de la violencia entre proletarios. La Izquierda italiana comprendió también que la clase obrera debe seguir conservando los medios para defenderse frente al Estado de transición, dado que éste, por su propia naturaleza, es proclive a ser el punto de concentración de las fuerzas de la contrarrevolución. Vio también que el partido comunista no podía implicarse en el aparato de Estado sino que debía mantenerse independiente de él. Con este análisis que anteponía los principios a las contingencias inmediatas pudo afirmar que más hubiera valido perder Cronstadt que mantenerse en el poder y socavar los objetivos fundamentales de la revolución.

En 1921 el partido se enfrentó a un dilema histórico: o conservar el poder y convertirse en un agente de la contrarrevolución, o bien abandonarlo para militar en las filas de la clase obrera. Lo que sucedía es que la fusión entre el partido y el Estado estaba ya tan avanzada que difícilmente el conjunto del partido podía plantearse esta segunda opción. Había llegado pues el momento del desarrollo del trabajo de las fracciones de izquierda para contrarrestar, actuando tanto dentro como fuera del partido, contra su pendiente degenerativa. El hecho de que el Xº Congreso del partido prohibiera las fracciones hizo que éstas se vieran cada vez más obligadas a trabajar fuera del partido y, en definitiva, contra él.

1922-23:  las fracciones comunistas contra el auge de la contrarrevolución
(Revista internacional nº 101)

Las concesiones al campesinado – que Lenin veía como una necesidad inexorable que el levantamiento de Cronstadt había sacado a la luz – quedaron recogidas en la Nueva política económica (NEP). A esta NEP se la consideró como un retroceso momentáneo que permitiría al poder soviético devastado por la guerra, poder reconstruir una economía arrasada, y poder así seguir manteniéndose como bastión de la revolución mundial. Pero, en la práctica, el esfuerzo por superar el aislamiento del Estado soviético condujo a concesiones cada vez mayores sobre los principios de la revolución. No nos referimos con ello al comercio con potencias capitalistas, que en sí mismo no supone ningún atentado a esos principios, pero sí al establecimiento de alianzas militares secretas como la establecida con Alemania en el tratado de Rapallo. Estas alianzas militares tenían su corolario en alianzas políticas “contra natura” con fuerzas como la socialdemocracia a la que, pocos años antes, se denunciaba como ala izquierda de la burguesía. Esa fue la política del “Frente único” adoptada por el IIIº Congreso de la Internacional comunista.

En la propia Rusia, Lenin que en 1918 afirmaba que el capitalismo de Estado suponía un paso adelante para un país tan atrasado, siguió afirmando, en 1922, que ese capitalismo de Estado podría ser útil para el proletariado, siempre y cuando estuviera regido por un “Estado proletario”, lo que cada vez más equivalía a decir por el partido del proletariado. Y, sin embargo, el propio Lenin tuvo que admitir que en vez de dirigir ellos el Estado heredado de la revolución, lo que sucedía era más bien lo contrario: era el Estado el que los conducía cada día más a ellos y no precisamente hacia donde querían ir, sino hacia la restauración de una burguesía.

Lenin se dio pronto cuenta de que el propio partido comunista se encontraba profundamente afectado por ese proceso de involución, aunque atribuía el origen del problema a los estratos inferiores de burócratas sin preparación que habían empezado a afluir al partido. Pero ya en los últimos años de su vida, empezó a tomar dolorosamente conciencia de que esa podredumbre alcanzaba los niveles más altos del partido. Trotski tenía razón cuando afirmó que el último combate de Lenin fue contra Stalin y contra el creciente estalinismo. Pero, atrapado en el engranaje infernal del Estado, Lenin se vio incapaz de hacer propuestas que no fueran puras medidas administrativas con las que tratar de contener el avance de la marea burocrática. De haber vivido algunos años más, probablemente, habría acentuado más aún esa oposición, pero lo cierto es que la lucha contra una contrarrevolución ascendente debía pasar ya a otras manos.

En 1923 estalló la primera crisis económica de la NEP que supuso reducciones de los salarios y supresiones de empleo que motivaron una oleada de huelgas espontáneas. Esto provocó, en el seno del partido, debates y conflictos que dieron lugar a nuevos agrupamientos de la oposición. La primera expresión abierta de éstos fue la “Plataforma de los 46” en la que se encontraban elementos cercanos a Trotski (este ya muy desplazado del poder por el triunvirato: Stalin, Kamenev y Zinoviev), así como miembros del grupo Centralismo democrático. Esta Plataforma criticaba que se considerara a la NEP como si fuera la mejor vía hacia el socialismo, y exigía, en cambio, que la prioridad fuera una mayor planificación centralizada. Alertaba también, y esto era lo más importante, de la asfixia progresiva de la vida interna del partido.

Esa Plataforma, sin embargo, quiso mantener las distancias con los grupos de oposición más radicales. De éstos el más importante era el Grupo Obrero de Miasnikov, que tenía cierta presencia en los movimientos huelguísticos que hubo en los centros industriales. Aunque fue etiquetado como una reacción comprensible pero “pesimista” ante el progreso de la burocratización, el Manifiesto del Grupo Obrero fue, de hecho, una expresión de la seriedad y el rigor de la Izquierda Comunista rusa, pues:

  situaba claramente el origen de las dificultades que afrontaba el régimen de los soviets en el aislamiento de éste, y en el fracaso en la extensión de la revolución.

  realizaba una crítica muy lúcida de la política oportunista del Frente Único, reafirmándose en el análisis original sobre los partidos socialdemócratas como partidos del capitalismo;

  alertaba sobre el riesgo de aparición de una nueva oligarquía capitalista, y llamaba a la revitalización de los soviets y comités de fábrica;

  al mismo tiempo se mostraba sumamente prudente a la hora de caracterizar el régimen de los soviets y el Partido bolchevique. A diferencia de lo que planteaba por ejemplo el grupo de Bogdanov (“Verdad obrera”), el Grupo obrero no pensaba en absoluto que la revolución o el Partido bolchevique hubieran sido burgueses desde sus orígenes. Se concebía a sí mismo como una fracción de izquierda que trabajaba tanto dentro como fuera del partido por la regeneración de éste.

Los comunistas de izquierda fueron pues la vanguardia teórica de la lucha contra la contrarrevolución en Rusia. El hecho de que Trotski se pasara, en 1923, abiertamente a la oposición, tuvo gran importancia para ellos habida cuenta de su inmenso prestigio como líder de la insurrección de Octubre. Pero si se comparan las posiciones intransigentes del Grupo Obrero y la oposición de Trotski frente al estalinismo, comprobaremos que la de éste estuvo muy marcada por una actitud centrista y vacilante:

  Trotski se negó en varias ocasiones a llevar a cabo un combate abierto contra el estalinismo, como se puso de manifiesto especialmente en sus reticencias a utilizar el famoso “Testamento” de Lenin en el que se advertía sobre quién era Stalin y que había de desplazarlo de la dirección del partido;

  tendía a recluirse en el mutismo y a no participar en muchos debates que tenían lugar en el seno del órgano central del Partido bolchevique.

Estos errores son, en parte, atribuibles a rasgos de personalidad. Trotski no era un redomado conspirador como Stalin, ni tenía la desmesurada ansia de poder de éste. Sin embargo, hay motivaciones políticas más trascendentales que explican por qué Trotski no pudo llevar hasta el final sus críticas al estalinismo y llegar así a las mismas conclusiones a las que llegó la Izquierda comunista:

  en primer lugar, Trotski jamás entendió que Stalin y su fracción no eran una tendencia centrista equivocada dentro del campo proletario, sino la punta de lanza de la contrarrevolución burguesa.

  en segundo lugar, la propia trayectoria personal de Trotski, figura central del régimen de los soviets, y por eso mismo le costaba distanciarse del proceso de degeneración. Trotski, y otros militantes de la oposición, estaban imbuidos de un “patriotismo de partido” que les impedía aceptar plenamente que el partido se equivocaba.

 

1924-28: el triunfo del capitalismo de Estado estalinista
(Revista internacional nº 102)

En 1927 Trotski aceptó ya la idea de un posible riesgo de restauración de la burguesía en Rusia mediante una especie de contrarrevolución rampante sin necesidad de que el régimen bolchevique se alterara formalmente. Y, aún así, subestimó enormemente la magnitud que había ya alcanzado esa contrarrevolución, ya que:

  le era muy difícil darse cuenta y entender que él mismo había contribuido, y mucho, en ese proceso de degeneración, a través de políticas como las de la militarización del trabajo o la represión de Cronstadt;

  aunque comprendiera que el problema con el que se encaraba la URSS era resultado de su aislamiento y del retroceso de la revolución mundial, Trotski no calibraba el alcance de la derrota que había sufrido la clase obrera y no supo reconocer que la URSS empezaba a integrarse en el sistema imperialista mundial;

  estaba convencido que el “Thermidor” vendría del triunfo de las fuerzas que impulsaban la vuelta a la propiedad privada (los llamados “hombres de la NEP”, los “kulaks”, el ala derecha encabezada entonces por Bujarin…). Definía al estalinismo como una especie de centrismo y no como la punta de lanza de la contrarrevolución capitalista de Estado.

Las teorías económicas de la Oposición de izquierdas organizada en torno a Trotski, constituían además un obstáculo importante para la comprensión de que el mismísimo “Estado soviético” se estaba convirtiendo en el agente directo de la contrarrevolución sin necesidad de que retornaran las formas clásicas de la propiedad “privada”. Hasta el significado de la declaración de Stalin proclamando el socialismo en un solo país, les pasó desapercibida hasta pasado un tiempo, y ni aún entonces comprendieron en profundidad lo que verdaderamente significaba. En efecto Stalin, envalentonado por la muerte de Lenin y por el innegable estancamiento de la revolución mundial, proclamó tal aberración que suponía una clara ruptura con el internacionalismo y, en cambio, un compromiso para hacer de Rusia una potencia imperialista. Tal declaración se situaba en las antípodas de la posición de los bolcheviques en 1917 que veían que sólo el triunfo de la revolución mundial podía llevar al socialismo. Pero cuanto más implicados estaban los bolcheviques en la gestión del Estado y la economía rusas, más desarrollaban teorías sobre los avances hacia el socialismo que supuestamente podrían efectuarse incluso en las condiciones de un país aislado y retrasado. El debate sobre la NEP, por ejemplo, se planteó en gran medida en esos términos. Y si el ala derecha del partido defendía que podía alcanzarse el socialismo a través de las leyes del mercado, la izquierda postulaba, en cambio, la planificación y el desarrollo de la industria pesada.

Preobrazhensky, que era el principal teórico en materia económica de la izquierda opositora, preconizaba la superación de la ley del valor capitalista mediante el monopolio sobre el comercio exterior y la acumulación sobre el sector estatalizado, lo que llegó incluso a bautizar como “acumulación socialista primitiva”.

Esta teoría de la acumulación socialista primitiva identificaba erróneamente el crecimiento de la industria con los intereses de la clase obrera y el socialismo. Lo cierto es que el crecimiento industrial en Rusia sólo podía hacerse acentuando la explotación de la clase obrera. En definitiva que esa “acumulación socialista primitiva” era, pura y simplemente, acumulación de capital. Por ello, más tarde, la Izquierda comunista italiana, por ejemplo, puso en guardia contra cualquier creencia de que el crecimiento industrial, o el desarrollo de una industria estatalizada, supusieran medidas de avance hacia el socialismo.

De hecho quien tomó la iniciativa en la lucha contra la teoría del socialismo en un solo país fue, una vez roto el triunvirato gobernante, el propio sector “zinovievista”. Esto supuso la formación, en 1926, de la Oposición unificada que, en un primer momento, incluía también a los Centralistas democráticos. Aunque se hubieran manifestado formalmente de acuerdo con la prohibición de las fracciones, lo cierto es que esta nueva Oposición se vio cada vez más obligada a desarrollar sus críticas al régimen en las organizaciones de base del partido e incluso directamente entre los trabajadores. Por ello tuvo que enfrentarse a amenazas, insultos y difamaciones de todo tipo, a la represión y la expulsión. A pesar de todo ello, muchas veces no comprendían bien la naturaleza de lo que estaban combatiendo. Por ello Stalin se aprovechó del deseo de estos opositores de reconciliarse con el partido para obligarles a retirarse de cualquier actividad catalogada como “fraccional”. Los “zinovievistas” y algunos seguidores de Trotski claudicaron inmediatamente. De hecho, cuando Stalin anunció, en 1928, su famoso “giro a la izquierda”, consistente en una industrialización a marchas forzadas, muchos trotskistas, incluido el propio Preobrazhensky, creyeron que finalmente Stalin había hecho suyas sus propuestas.

Al mismo tiempo sin embargo, algunos elementos de la Oposición se veían influidos por los comunistas de izquierda, que eran mucho más conscientes de la realidad de la contrarrevolución. Los Centralistas democráticos, por ejemplo, a pesar de que aún se hacían ilusiones sobre la posibilidad de una reforma radical del régimen de los soviets, sí tenían más claro que industria estatalizada no equivalía a socialismo, que la fusión del partido y el Estado conducía a la liquidación del partido y que la política exterior del régimen soviético estaba cada vez más en contra de los intereses internacionales de la clase obrera. Tras las expulsiones masivas de los miembros de la Oposición en 1927, los comunistas de izquierda comprendieron que ni el régimen ni el partido podían ser ya reformados. Los elementos que permanecían en el grupo de Miasnikov desempeñaron un papel clave en ese proceso de radicalización. En lo sucesivo los intensos debates sobre la naturaleza del régimen iban a desarrollarse en las mazmorras de Stalin.

1926-36: el “enigma ruso” desentrañado
(Revista internacional nº 105)

Habida cuenta de la magnitud de la derrota en Rusia, el centro de gravedad de los esfuerzos por comprender la naturaleza del régimen estalinista se desplazó a Europa occidental. Y puesto que los partidos comunistas estaban “bolchevizados” – es decir convertidos en instrumentos al servicio de la política exterior rusa –, los grupos de oposición que surgían en ellos se veían rápidamente abocados a la escisión o a la expulsión.

En Alemania esos grupos alcanzaron, en ocasiones, miles de miembros, pero en seguida ese número se vio reducido. El KAPD, que aún seguía existiendo, desplegó una intensa actividad hacia estos agrupamientos. Uno de los más conocidos fue el grupo en torno a Karl Korsch. La correspondencia mantenida entre éste y Bordiga, en 1926, nos sirve para darnos una idea de los inmensos problemas a los que debían hacer frente los revolucionarios en esa época.

Una de las características de la Izquierda alemana – y uno de los factores que contribuyeron a su debilidad organizativa – era su tendencia a precipitarse en sacar conclusiones sobre la naturaleza del nuevo sistema existente en Rusia. Aún llegando a entender que se trataba de un régimen capitalista, se mostraron muchas veces incapaces de responder a la cuestión clave: ¿cómo es posible que un poder proletario haya podido transformarse en su contrario? Muy frecuentemente la única respuesta que alcanzaban a dar era decir que ese régimen nunca había tenido un carácter proletario, que la revolución de Octubre no había sido más que una revolución burguesa, y que los bolcheviques no eran otra cosa que un partido de la “intelligentsia”. La respuesta que les ofreció Bordiga era característica del método más paciente y tenaz de la Izquierda italiana. Bordiga, que se oponía a la construcción precipitada de nuevas organizaciones sin una base programática seria, preconizaba, en cambio, la necesidad de un amplio y profundo debate sobre una situación que planteaba muchísimas y muy nuevas cuestiones, y que este debate fuera la única base posible de un agrupamiento revolucionario consecuente. Al mismo tiempo Bordiga se negaba a claudicar sobre la naturaleza proletaria de la revolución de Octubre, e insistía en que la cuestión que debía abordar el movimiento revolucionario era comprender cómo un poder proletario aislado en un solo país podía sufrir un proceso de degeneración interna.

Tras el triunfo del nazismo en Alemania, el centro de estas discusiones se desplazó nuevamente, esta vez hacia Francia, donde algunos de estos grupos de oposición se reunieron en una Conferencia en París en 1933, con objeto de discutir la naturaleza del régimen ruso. A esa Conferencia asistieron algunos representantes “oficiales” de Trotski, pero la mayoría de grupos participantes se situaban a la izquierda de éste, y entre estos estaba la Izquierda italiana en el exilio. En esta Conferencia se plantearon numerosas teorías sobre la naturaleza del régimen ruso, muchas de ellas sumamente contradictorias. Para algunos se trataba de un sistema de clase de nuevo tipo al que no debía dársele apoyo. Otros planteaban que era efectivamente un sistema de clases de nuevo tipo pero que sí había que respaldar. Hubo también quien defendió que se trataba de un régimen proletario pero que no había que apoyar… Todo esto pone de manifiesto las inmensas dificultades que tenían los revolucionarios para comprender verdaderamente el significado y la perspectiva hacia la que podía evolucionar la situación en la Unión Soviética. También puede verse, sin embargo, que la posición de los trotskistas “ortodoxos” – según la cual la URSS seguía siendo, a pesar de su degeneración, un Estado obrero, al que había que defender contra el imperialismo – era combatida desde diferentes ángulos.

Estas presiones de la Izquierda fueron en gran parte la causa de que Trotski escribiera, en 1936, su famoso análisis de la revolución rusa: la Revolución traicionada.

Este libro es la demostración palpable de que, a pesar de sus deslices oportunistas, Trotski seguía siendo todavía un marxista. Así, por ejemplo, fustiga de forma elocuente las patrañas de Stalin que presentaba a la URSS como un paraíso de los trabajadores. Igualmente, y basándose en la toma de posición de Lenin de que el Estado de transición era “un Estado burgués, pero sin la burguesía”, expone desde puntos de vista completamente válidos, la naturaleza de ese Estado, y los riesgos que representa para el proletariado. Trotski concluía también que el viejo Partido bolchevique había muerto y que no había posibilidad de reformar la burocracia, sino que debía ser derrocada por la fuerza. Sin embargo este libro es fundamentalmente incoherente, pues rebate la visión de que la URSS sea una forma de capitalismo de Estado, aferrándose a la tesis de que la existencia de formas de propiedad nacionalizadas probaría el carácter proletario del Estado. Y aunque llegue a admitir, teóricamente, que en el período de declive del capitalismo se manifiesta una tendencia al capitalismo de Estado, rechaza sin embargo la idea de que la burocracia estalinista pudiera ser una nueva clase dirigente justificándolo con que carece de títulos de propiedad o acciones, y en que no puede transmitir propiedad alguna a sus herederos. Es decir que en vez de ver la esencia del capital como una relación social impersonal, Trotski lo reduce a una forma jurídica.

La idea misma de que la URSS podía ser aún un Estado obrero pone de manifiesto las profundas incomprensiones de Trotski sobre la naturaleza de la revolución proletaria, por cuanto admitía que la clase obrera, como tal, estaba completamente excluida del poder político. La revolución proletaria es en efecto la primera en la historia que es obra de una clase sin propiedad alguna, de una clase que no posee su propia forma de economía y que no puede alcanzar su emancipación más que utilizando el poder político como palanca para someter las leyes “naturales” de la economía al control consciente por el hombre.

Lo más grave, sin embargo, es que esa caracterización por parte de Trotski de la URSS como un Estado “obrero”, obligaba a sus seguidores a convertirse en apologistas del estalinismo en todo el mundo. Por ejemplo, Trotski señalaba que el rápido crecimiento industrial de Rusia bajo Stalin, demostraba la superioridad del socialismo sobre el capitalismo, cuando en realidad tal industrialización se hacía gracias una explotación feroz de la clase obrera, y suponía un aspecto esencial del desarrollo de una economía de guerra en preparación de un nuevo reparto imperialista del planeta. Otro ejemplo de lo que decimos fue el acérrimo apoyo de los trotskistas a la política exterior rusa y su defensa incondicional de la URSS contra los ataques imperialistas, cuando ya el propio Estado ruso se estaba convirtiendo en protagonista activo del escenario imperialista mundial. Estos análisis contienen los gérmenes de lo que, durante la Segunda Guerra Mundial, supondrá la traición definitiva de esta corriente al internacionalismo proletario.

En el mencionado libro de Trotski se deja entrever que la cuestión de la naturaleza de la URSS aún no había quedado definitivamente zanjada, y que, por consiguiente, habría que esperar que acontecimientos históricos decisivos, como la guerra mundial, pudieran hacerlo. En sus últimos escritos, consciente quizás de la inconsistencia de su teoría del “Estado obrero” pero manteniéndose aún reticente a aceptar la naturaleza capitalista de Estado de la URSS, Trotski comenzó a especular con la idea de que si se confirmase que el estalinismo era una nueva forma de la sociedad de clases, ni capitalista ni socialista, eso significaría que el marxismo quedaría completamente desacreditado. Trotski murió asesinado antes de que pudiera pronunciarse sobre si el “enigma ruso” había sido finalmente elucidado por la guerra. De sus camaradas más antiguos, solo aquellos (nos referimos a Stinas en Grecia, Munis en España, y su propia mujer, Natalia) que descubrieron las aportaciones de la Izquierda comunista y caracterizaron a la URSS como capitalismo de Estado, fueron capaces de mantenerse leales al internacionalismo proletario, tanto durante la Segunda Guerra mundial, como después.

1933-46: el “enigma ruso” y la Izquierda comunista italiana
(Revista internacional nº 106)

La Izquierda comunista tuvo sus expresiones más avanzadas en las fracciones del proletariado mundial en los países que, además de Rusia, habían desafiado con mayor fuerza al capitalismo durante la gran oleada revolucionaria mundial de 1917-23; es decir el proletariado alemán y el italiano. Por ello las Izquierdas comunistas de Alemania y de Italia, fueron la vanguardia teórica de la Izquierda comunista en general, fuera de Rusia.

La Izquierda alemana fue, muchas veces, la que más lejos llegó en la comprensión de la naturaleza del régimen surgido de las cenizas de la derrota en Rusia. No sólo comprendió que el sistema estalinista era una forma de capitalismo de Estado, sino que fue también capaz de vislumbrar que el capitalismo de Estado era una tendencia universal del capitalismo en crisis. Y sin embargo, también muy frecuentemente, estos análisis se acompañaban de una tendencia a renegar de la revolución de Octubre y a ver el bolchevismo como la punta de lanza de la contrarrevolución. Esta visión se acompañó de una tendencia precipitada a abandonar la idea misma de un partido proletario y a subestimar el papel de la organización revolucionaria.

La Izquierda italiana, en cambio, se tomó más tiempo para llegar a una comprensión clara de la naturaleza de la URSS, pero su actitud, más paciente y más rigurosa, se apoyaba en premisas fundamentales:

  reafirmar su convicción de que Octubre había sido una revolución proletaria.

  puesto que el capitalismo mundial era un sistema en declive, la revolución burguesa ya no estaba a la orden del día en ninguna parte del mundo.

  y, sobre todo, defensa intransigente del principio del internacionalismo proletario, lo que significaba un rechazo tajante de la noción de socialismo en un solo país.

Pero, a pesar de la firmeza de estas premisas, la visión que la Izquierda italiana tenía en los años 30 sobre la naturaleza de la URSS era todavía muy contradictoria. Aparentemente coincidía con Trotski en que el mantenimiento de formas nacionalizadas de propiedad permitía hablar de Estado proletario. Por otra parte definía la burocracia estalinista más como una casta parasitaria que como una clase explotadora en el pleno sentido del término.

Sin embargo, el acendrado internacionalismo de la Izquierda italiana la distinguía netamente de los trotskistas cuya posición de defensa del Estado obrero degenerado acabó haciéndoles caer en la trampa de la preparación de la guerra imperialista. La publicación teórica de la Izquierda italiana (Bilan) comenzó a editarse en 1933. Los acontecimientos que se fueron sucediendo en los años siguientes (el ascenso de Hitler al poder, el apoyo al rearme francés, la adhesión de la URSS a la Sociedad de naciones, la guerra de España), la convencieron de que, aún cuando la URSS siguiera teniendo un Estado proletario, desempeñaba, sin embargo, un papel contrarrevolucionario a escala mundial. Y por consiguiente, el interés internacional de la clase obrera exigía que los revolucionarios rechazaran cualquier solidaridad con dicho Estado.

Este análisis de Bilan guardaba una estrecha relación con su reconocimiento de que la clase obrera había sufrido una derrota histórica y que el mundo se encaminaba hacia una nueva guerra imperialista. Bilan predijo, con una impresionante clarividencia, que la URSS acabaría inevitablemente alineándose con uno de los campos que se estaban formando para preparar la masacre. Rechazó pues el análisis de Trotski que suponía que, ya que la URSS era fundamentalmente hostil al capital mundial, las potencias imperialistas mundiales se verían forzadas a aliarse contra ella.

Por el contrario, Bilan, demostró que a pesar de la supervivencia de formas de propiedad “colectivizadas”, la clase obrera sufría en Rusia un nivel despiadado de explotación, y que la industrialización acelerada bautizada como “construcción del socialismo” no edificaba en realidad más que una economía de guerra que permitiría a la URSS defender sus intereses en el nuevo orden imperialista. La Izquierda italiana rechazaba totalmente las alabanzas que Trotski dedicaba a la industrialización de la URSS.

Bilan tomó también conciencia de la existencia de una tendencia creciente al capitalismo de Estado en los países occidentales, ya fuera con la forma del fascismo o con la del “New Deal” democrático. Sin embargo, Bilan vacilaba aún en llevar este análisis hasta el final, es decir reconocer que la burocracia estalinista era de hecho una burguesía de Estado. Se inclinaba más por presentarla como «agente del capital mundial» que como una nueva representación de la clase capitalista.

No obstante los argumentos en pro del “Estado proletario” quedaban cada vez más en entredicho con la evolución de los acontecimientos en la escena mundial. Por ello una minoría de camaradas de esa Fracción de la Izquierda comunista, empezó a poner en tela de juicio toda esa teoría. No es casualidad que fueran dichos camaradas quienes estuvieran mejor armados para resistir ante el desconcierto que en la Fracción provocó, en un primer momento, el estallido de la guerra. Desconcierto éste que se había puesto de manifiesto por ejemplo con la teoría revisionista de la “economía de guerra”. Esta teoría que presuponía que la guerra mundial finalmente no estallaría, había llevado a la Fracción a un verdadero atolladero.

Siempre se pensó que el estallido de la guerra resolvería, en uno u otro sentido, la cuestión rusa. Los militantes más claros de la Izquierda italiana pensaban que la participación de la URSS en una guerra imperialista de rapiña constituía la prueba definitiva. Quienes primero plantearon una argumentación más coherente para definir a la URSS como imperialista y capitalista fueron los militantes que hacían el trabajo de Bilan de la Fracción en Francia de la Izquierda comunista y, tras la guerra, la Izquierda comunista de Francia. Esta corriente integró los mejores análisis de la Izquierda alemana, sin por ello caer en la descalificación consejista de Octubre, pudiendo así demostrar por qué el capitalismo de Estado era la forma esencial que adoptaba el sistema en su etapa de declive. Respecto a Rusia abandonaron los últimos residuos de una visión “jurídica” del capitalismo, y reafirmaron la visión marxista que define al capitalismo como una relación social que puede ser administrada tanto por un Estado centralizado, como por un conglomerado de capitalistas privados. Esta corriente dedujo pues las conclusiones para abordar, desde un punto de vista proletario, los problemas del período de transición: el progreso hacia el comunismo no puede medirse por el crecimiento del sector estatalizado – en realidad éste contiene los mayores peligros de una vuelta al capitalismo – sino por la tendencia al dominio del trabajo vivo sobre el trabajo muerto, por la sustitución de la producción de plusvalía por una producción orientada a la satisfacción de las necesidades humanas.

La “cultura proletaria” y el arte proletario
(Revista internacional nº 109)

Frente a la postura cada vez más superficial del pensamiento burgués sobre la cultura que tiende a reducirla a las expresiones más inmediatas de grupos nacionales o étnicos, o incluso al estatuto de una moda social pasajera, el marxismo sitúa el problema en un contexto más amplio y más profundo: el de las características fundamentales de la humanidad, en lo que ésta tiene de específico respecto al resto de la naturaleza, y también en el contexto de los diferentes modos de producción que se han ido sucediendo a lo largo de la historia de la humanidad.

La revolución proletaria en Rusia, tan sumamente rica en lecciones sobre los objetivos políticos y económicos de la clase obrera, se vio igualmente acompañada de una explosión, breve pero muy intensa, de creatividad en los ámbitos artísticos y culturales: pintura, escultura, arquitectura, literatura y música; y también en la organización práctica de la vida cotidiana según principios más comunitarios, en el campo de las ciencias humanas como la psicología, etc. Al mismo tiempo se planteó la cuestión general de la transición de la humanidad de una cultura burguesa a una cultura superior, comunista.

Una de las cuestiones centrales de esos debates entre los revolucionarios era saber si esta transición daría lugar al desarrollo de una cultura específicamente proletaria. Algunos razonaban que dado que las culturas anteriores estuvieron íntimamente ligadas a la visión del mundo de la clase dominante, el proletariado, una vez convertido en nueva clase dominante, construiría su propia cultura en oposición a la de la vieja clase explotadora. Este era, desde luego, el punto de vista del movimiento llamado Proletkult que se desarrolló muy ampliamente durante los primeros años de la revolución.

En una resolución que sometió al Congreso del Proletkult de 1920, el propio Lenin parecía inclinarse por esta idea de una cultura específicamente proletaria. Pero, al mismo tiempo, criticaba algunos aspectos de ese movimiento: por ejemplo su obrerismo filisteo que le conducía a una glorificación de la clase obrera tal y como ésta era, y no como debía llegar a ser, así como el rechazo iconoclasta que Proletkult hacía de todas las adquisiciones culturales de anteriores etapas de la humanidad. Lenin rechazaba también la tendencia de Proletkult a concebirse a sí mismo como un partido diferente, con su propia organización y su propio programa. La resolución propuesta por Lenin abogaba por que la orientación de la actividad cultural en el régimen de los soviets estuviera directamente bajo la égida del Estado. Pero el interés principal de Lenin por la cuestión cultural se situaba más bien en otros aspectos. Para él la cuestión de la cultura no se centraba tanto en dilucidar si podía o no existir una nueva cultura proletaria en la Rusia soviética, sino en cómo superar el inmenso atraso cultural de las masas rusas, aún muy influenciadas por costumbres medievales y supersticiones. La preocupación de Lenin era, sobre todo, que esa debilidad del desarrollo cultural de las masas, era un caldo de cultivo para la plaga de la burocracia en el Estado de los soviets. La elevación del nivel cultural de las masas era, para Lenin, un medio de combatir esa plaga y, por tanto, de aumentar la capacidad de las masas de conservar el poder político.

Por su parte, Trotsky, sí desarrolló una crítica mucho más detallada del movimiento Proletkult. En su análisis de éste – expuesto en un capítulo de su libro Literatura y revolución – señalaba que la propia expresión “cultura proletaria” era inapropiada. La burguesía como clase explotadora que durante todo un período pudo desarrollar su poder económico en las entrañas del viejo sistema feudal, también pudo, por ello, desarrollar su propia cultura específica. No es ésa, en cambio, la situación del proletariado: como clase explotada que es, carece de las bases materiales necesarias para desarrollar su propia cultura en el seno de la sociedad capitalista. Y si bien es cierto que el proletariado está llamado a convertirse en la clase dominante durante el período de transición al comunismo, no hay que olvidar que se trata de una dictadura política transitoria cuyo objetivo no es la preservación indefinida del proletariado sino la disolución de éste en la nueva comunidad humana.

Literatura y revolución fue escrito en 1924, y supuso, de hecho, un elemento del combate contra el ascenso del estalinismo. Aunque en los primeros años de la revolución, el alegato de Proletkult en pro de la iniciativa autónoma del proletariado había hecho de este movimiento un lugar de reunión del ala izquierda que se oponía al desarrollo de la burocracia soviética, con el paso de los años, sus herederos tendieron más bien a identificarse con la ideología del socialismo en un solo país, pues tal ideología les parecía coherente con la idea de que una cultura “nueva” se estaba desarrollando en la Unión Soviética. En sus escritos sobre la cultura, Trotski denunció la vacuidad de tales afirmaciones y se opuso tajantemente a la transformación del arte en propaganda de Estado, tomando en cambio posición a favor de una política “anarquista” en el terreno cultural, que no podía ser dictada ni por el Estado ni por el partido.

Trotski y la cultura del comunismo
(Revista internacional nº 111)

La visión de Trotski sobre la cultura comunista del futuro aparece en el último capítulo de Literatura y revolución. En éste, Trotski empieza reiterando su oposición al término “cultura proletaria” como definición de la relación entre el arte y la clase obrera en el período de transición al comunismo. Trotski distingue además entre arte revolucionario y arte socialista. El primero se distinguiría esencialmente por su oposición a la sociedad existente, y Trotski incluso cree que estará marcado por un «espíritu de odio social». Se llega incluso a preguntar qué “escuela” artística sería la más apropiada para un período revolucionario y emplea el término de “realismo” para definirla. Eso no significa ni mucho menos para Trotski la subordinación sumisa del arte a la propaganda del Estado, tal y como defendía la escuela estalinista del “realismo socialista”. Tampoco quiere decir con ello que deban rechazarse las aportaciones de formas de arte no directamente vinculadas con el movimiento revolucionario, o caracterizadas incluso por una huída desesperada de la realidad.

Para Trotski, el arte socialista estará impregnado de las emociones más intensas y más positivas que florezcan en una sociedad basada en la solidaridad. Rechaza, igualmente, la idea de que en una sociedad en la que se hayan abolido la división en clases y los factores que dan lugar a la opresión y la angustia, el arte se convertiría en algo estéril. Para Trotski será todo lo contrario: el arte tenderá a impregnar todos los aspectos de la vida cotidiana de una energía creativa y armoniosa. Dado que los seres humanos en una sociedad comunista seguirán teniendo que afrontar las cuestiones fundamentales de la vida humana (el amor y la muerte por encima de todas ellas), la dimensión trágica del arte seguirá teniendo sentido. Trotski se sitúa aquí en completo acuerdo con la postura que Marx defendió en los Grundrisse cuando explicó las razones por las que el arte de etapas anteriores de la humanidad sigue emocionándonos ahora. Esto es así, decía Marx, porque el arte no puede ser reducido a los aspectos políticos de la vida del hombre, ni siquiera a las relaciones sociales de un momento particular de la historia, sino que está directamente vinculado a las necesidades esenciales y las aspiraciones de nuestra propia naturaleza humana.

El arte del futuro no será tampoco un arte monolítico. Todo lo contrario. Trotski prevé, incluso, la formación de “partidos” que tomen posición a favor o en contra de las diferentes propuestas, o dicho en otros términos, que se generará un debate continuo y vivo entre los productores libremente asociados.

En esa sociedad futura, el arte estará integrado en la producción de bienes de consumo, en la construcción de las ciudades, en la concepción del paisaje. Dejará de ser el coto exclusivo de una minoría de especialistas y se convertirá en parte íntegra de lo que Bordiga llamó “un plan de vida para la especie humana”, expresando la capacidad del hombre para construir un mundo que estará, como decía Marx, “en armonía con las leyes de la belleza”.

El hombre del futuro modelará el paisaje en torno suyo, pero no para restaurar una visión idílica de la vida rural ya perdida. Ese futuro comunista se basará en los descubrimientos más avanzados de la ciencia y la tecnología. La ciudad más que el pueblo será la unidad central del futuro. Pero Trotski no contradice la visión marxista de la necesidad de establecer una nueva armonía entre la ciudad y el campo, y postula la desaparición de esas monstruosas y superpobladas “megapolis” que, en la decadencia del capitalismo, se han convertido en una realidad cada vez más inhumana y destructiva. Es evidente que para Trotski el tigre y la selva virgen, por poner un ejemplo, deberán ser protegidos y respetados por las generaciones futuras.

Finalmente Trotski se atreve incluso a describir cómo serían los habitantes humanos de ese futuro comunista aún lejano. Será una humanidad liberada del dominio de las ciegas fuerzas naturales y sociales. Una humanidad que ya no estará dominada por el miedo a la muerte y que, por ello, será capaz de expresar libremente sus instintos de vida. Los hombres y las mujeres de ese futuro se desplazarán con gracia y precisión, según las leyes de la belleza, “al trabajar, al caminar y al jugar”. El nivel medio de esos hombres “se elevará a la altura de un Aristóteles, de un Goethe, o de un Marx”. Puede irse incluso más lejos y aseverar que, al comprender y dominar las profundidades del inconsciente, la humanidad no sólo llegará a ser plenamente humana, sino que, en cierto sentido, evolucionará hacia una nueva especie:

“el hombre tendrá como objetivo el dominio de sus sentimientos, la elevación de sus instintos hasta el nivel de su conciencia haciéndolos evidentes, la ampliación del radio de acción de su voluntad hasta los rincones más recónditos. Con ello se elevará a un nuevo plano creando un tipo biológico-social superior, o si lo preferís así, el superhombre, el hombre más allá del hombre”.

Estamos pues ante una de las más serias tentativas realizada por un comunista revolucionario de describir su visión sobre el destino que puede alcanzar la humanidad. Esta visión está sólidamente basada en las potencialidades reales de la humanidad, así como en la revolución proletaria mundial como condición indispensable para ello. No puede por tanto desdeñarse como si se tratara de una regresión hacia el socialismo utópico. En realidad lo que hace es asentar las proyecciones más inspiradas de los utopistas en un terreno mucho más sólido: el terreno del comunismo como ámbito de ilimitadas posibilidades.

CDW

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