IV - Los años 30: el debate sobre el período de transición, 1

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Después de haber publicado un resumen de los dos primeros volúmenes de esta serie, retomamos ahora el hilo cronológico. En el volumen IIº abordamos ya la etapa de la contrarrevolución y, especialmente, los esfuerzos realizados por los revolucionarios para tratar de comprender la naturaleza de clase en la Rusia de los años 1920 y 1930. Ya hemos defendido (ver “El enigma ruso y la Izquierda comunista italiana” en la Revista internacional nº 106, así como nuestro libro la Izquierda comunista de Italia) por qué fue la Fracción italiana de la Izquierda comunista, agrupada en torno a la publicación Bilan (Balance), quien mejor entendió las tareas que debía cumplir la minoría revolucionaria en un período de derrota del proletariado; y quien, por ello, desarrolló el método más fructífero para poder comprender las razones del fracaso de la revolución. En este artículo nos concentraremos en analizar cómo, en el período de la más negra contrarrevolución, los revolucionarios se plantearon estudiar los problemas del período de transición del capitalismo al comunismo. Y para ello debemos partir, una vez más, del trabajo de la Fracción italiana.

1934: la serie Partido-Estado-Internacional

Bilan empezó a publicarse en 1933, año en el que la Izquierda italiana en el exilio vio la constatación del triunfo de la contrarrevolución y la apertura de un curso hacia una Segunda Guerra imperialista mundial. En efecto, Hitler alcanzó ese mismo año el poder en Alemania con la complicidad del Estado democrático, y mientras la Internacional Comunista evidenciaba una total incapacidad para defender los intereses de clase del proletariado. El año 1934 volvió a confirmar el diagnóstico de Bilan sobre el momento histórico: el aplastamiento del proletariado de Viena, la adhesión del PC francés a la política de rearme de Francia, y la aceptación de la URSS por parte de la Sociedad de Naciones, aquella “cueva de ladrones” como la había bautizado Lenin.

En aquel siniestro ambiente Bilan empezó a dedicarse a lo que consideró una de sus principales tareas en tales circunstancias: comprender cómo, en menos de dos décadas, el Estado soviético había pasado de ser instrumento de la revolución mundial a bastión central de la contrarrevolución. Al mismo tiempo Bilan lanzaba en el movimiento obrero el debate sobre las lecciones de aquella experiencia para que pudieran ser aprovechadas en la futura revolución. La Fracción italiana abordó esa tarea con el método que siempre caracterizó su trabajo teórico, basado en una gran prudencia y el mayor rigor. Las principales cuestiones abordadas se recogieron en una serie de artículos escritos por Vercesi ([1]) bajo el título de Partido-Estado-Internacional (PEI). Esta serie, compuesta por una docena de artículos publicados a lo largo de tres años, no tenía por vocación analizar los hechos inmediatos para tratar de darles una respuesta rápida, sino situar las diferentes cuestiones en el contexto histórico más amplio posible, e integrar en los análisis las contribuciones más importantes y más clarificadoras del movimiento obrero del pasado. Así, por ejemplo, los primeros artículos se dedicaron a examinar la doctrina marxista clásica sobre la naturaleza de las clases sociales y sus instrumentos políticos, la emergencia del Estado en etapas anteriores de la historia de la humanidad; y la relación entre la Internacional y los partidos que la componían. Igualmente para poder comprender la evolución del Estado soviético, la serie emprendió un estudio de las características del Estado democrático y del Estado fascista.

Otro aspecto característico del método con que Bilan encaró la clarificación de estos problemas, fue su insistencia en la necesidad de que estos se debatieran en el movimiento obrero. Bilan no aspiraba a dar respuestas acabadas a todas estas cuestiones, sino que veía las contribuciones de otras corrientes políticas situadas en un terreno proletario, como un factor vital del proceso de clarificación. No es de extrañar pues que el párrafo final de la serie PEI, expresase, con la modestia y la seriedad que caracterizaba a Bilan, esa aspiración:

«Hemos llegado al punto final de nuestro esfuerzo con el convencimiento de no haber podido abarcar toda la amplitud del problema al que nos enfrentamos. Nos atrevemos, a afirmar, sin embargo, que existe una firme coherencia entre las distintas cuestiones teóricas y políticas que hemos tratado en los diferentes capítulos. Quizás esta coherencia pueda suponer una condición favorable para el establecimiento de una polémica internacional que, tomando por base nuestro estudio u otro estudio proveniente de otras corrientes comunistas, pueda finalmente desembocar en un intercambio de puntos de vista, en una discusión rigurosa, una tentativa de elaboración del programa de la dictadura del proletariado de mañana. Y que esta tentativa, aún sin estar a la altura de los inmensos sacrificios efectuados por el proletariado de todos los países, todavía insuficiente en proporción a las enormes tareas que el futuro deparará a la clase obrera; represente, al menos, un paso en esa dirección, un paso necesario. Si no franqueamos ese paso seremos mañana responsables de la incapacidad para proporcionar  una teoría revolucionaria a los obreros que vuelvan a tomar las armas para derrotar al enemigo» (Bilan n° 26).

Esta actitud – en las antípodas de la que hoy muestran la mayoría de los descendientes directos de la Izquierda italiana que se creen “los únicos del mundo” – se plasmó entonces en un intercambio público de opiniones entre la Izquierda italiana y la Izquierda holandesa. Este intercambio fue posible en gran parte gracias a la intermediación de A. Hennaut, militante del grupo belga “Ligue des Communistes Internationalistes”, que escribió (en Bilan nº 19, 20, 21 y 22) un resumen de la principal contribución de la Izquierda holandesa a la cuestión de la transformación comunista de la sociedad. Nos referimos a Principios de la producción y distribución comunistas, escrita por Jan Appel y Henk Canne-Meier. Aunque volveremos sobre este aspecto de la discusión en un próximo artículo, sí queremos destacar que Hennaut no se limitó a enviar este resumen, sino que redactó también una crítica de la serie (sobre todo en lo referente al Estado soviético), que fue publicada en Bilan nos 33 y 34, y a la que Vercesi respondió en Bilan no 35. Además, otro militante del grupo belga, Mitchell, escribió otra serie de artículos titulada “Problemas del período de transición”, publicada en Bilan nº 28, 31, 35, 37 y 38, dedicada, en gran parte, a polemizar con los puntos de vista de los que Bilan llamaba “los Internacionalistas holandeses”.

Tenemos la intención de publicar pronto esos artículos de Mitchell (lo que supondrá además su primera traducción al español y otras lenguas). Sin embargo, por el momento, carecemos de las fuerzas necesarias para publicar completa la serie escrita por Vercesi o las contribuciones de Hennaut. Por ello creemos que merece la pena que, al menos, expongamos los principales argumentos de la serie Partido-Estado-Internacional sobre las lecciones de la experiencia rusa, lo que haremos en este artículo. En una próxima entrega analizaremos la crítica que hizo Hennaut y la respuesta a éste por parte de Vercesi.

El “Estado proletario” se vuelve contra el proletariado

Para Bilan la cuestión fundamental consistía en explicar cómo un órgano que había surgido de una verdadera revolución proletaria, que había sido forjado para defender esta revolución y por tanto para servir de instrumento de la clase obrera mundial, había acabado por convertirse en punta de lanza de la contrarrevolución, tanto en Rusia donde el Estado “soviético” gestionaba una feroz explotación del proletariado mediante una hipertrofiada maquinaria burocrática, como a escala internacional puesto que ese mismo Estado saboteaba activamente los intereses internacionales de la clase obrera anteponiendo los intereses nacionales de Rusia. En China, por ejemplo, se vio cómo el Estado ruso, mediante el dominio que ejercía sobre la Comintern, impulsó al PC Chino a entregar a los obreros insurrectos de Shangai a los verdugos del Kuomintang. Lo mismo podría decirse de lo que sucedía en el seno mismo de los partidos comunistas. En ellos la GPU había conseguido silenciar o expulsar a todo aquel que hiciese la más mínima crítica a la línea de Moscú y, sobre todo, a quienes se mantenían fieles a los principios internacionalistas de Octubre 1917.

Para abordar este problema, Bilan procuró eludir dos errores simétricos en los que, en cambio, sí incurrieron organizaciones pertenecientes al proletariado. Uno de esos errores era el característico de los trotskistas que por querer mantenerse fieles a la tradición de Octubre se oponían a cuestionar lo más mínimo la defensa de la URSS, a pesar del papel contrarrevolucionario que ésta ya estaba jugando a nivel mundial. El otro error era el que cometía la Izquierda germano-holandesa que si bien alcanzaba a caracterizar la URSS como un Estado burgués –lo que desde luego era cierto en los años 30– tendía, sin embargo, a invalidar el carácter proletario de la revolución de Octubre.

Para Bilan era sumamente importante definir Octubre 1917 como una revolución proletaria. Esta cuestión, como subrayaba frecuentemente, sólo podía verse desde un punto de vista global e histórico y no tratando de ver si tal o cual país estaba o no “maduro” para la revolución socialista. La verdadera cuestión era discernir si el capitalismo, como sistema mundial, ya había entrado o no en una etapa de conflicto fundamental e irreversible con las fuerzas productivas que él mismo había puesto en movimiento; es decir, si el capitalismo había o no alcanzado su fase de decadencia. Fue la serie de artículos escrita por Mit­chell la que planteó este problema con especial claridad, pero las bases para abordarlo se encuentran en PEI, y sobre todo en los artículos aparecidos en Bilan nº 19 y 21, en los que Vercesi desmontó la tesis estalinista sobre la posibilidad del socialismo en Rusia que se basaba en la “ley del desarrollo desigual”, y que venía a decir que Rusia sí podía acceder por sí sola al socialismo,  gracias precisamente a que ya disponía de una economía campesina semi-autárquica. Pero también rechazó Vercesi los argumentos esgrimidos por las Izquierdas comunistas holandesa y alemana, que sonaban a reminiscencias de los viejos postulados mencheviques aunque desde luego con una intención completamente distinta, que defendían que Rusia estaba demasiado retrasada para poder alcanzar la socialización de la economía; que Rusia, como decía Hennaut en su artículo “Naturaleza y evolución de la revolución rusa”, simplemente, no estaba suficientemente desarrollada para el socialismo. Lo que llevaba, en los términos en los que el propio Hennaut lo exponía a decir que «la revolución bolchevique ha sido realizada por el proletariado, pero no ha sido una revolución proletaria» (Bilan n° 34).

Para Bilan, en cambio, el “desarrollo desigual” no es más que un aspecto de la forma en que el capitalismo ha evolucionado. Pero de ahí no puede deducirse que ningún país pueda considerarse, aisladamente, maduro para el socialismo, puesto que el socialismo sólo puede construirse a escala mundial, y sólo cuando el capitalismo ha alcanzado, también a nivel mundial, un cierto grado de madurez.

Bilan insistió en otros artículos escritos en esa misma época en que si se analiza el capitalismo como una unidad global es evidente que el sistema no puede ser considerado como progresivo en ciertas regiones del globo y decadente en otras. El capitalismo supuso un avance para la humanidad en una determinada etapa de su desarrollo pero, superada esta etapa, se convierte en un sistema obsoleto a escala universal. La Primera Guerra mundial y la revolución de Octubre suponían la confirmación práctica de este paso. Por ello Bilan se opuso a las luchas de liberación nacional o a las revoluciones “burguesas” en las regiones subdesarrolladas del planeta. Bilan vio en los acontecimientos de China en 1927 la confirmación definitiva de que la burguesía era ya, en todo el mundo, una fuerza contrarrevolucionaria.

Desde ese mismo razonamiento Bilan defendía que, contrariamente a lo que indicaban las tesis de la Izquierda germano-holandesa, la revolución de Octubre no podía haber tenido un carácter burgués o doble (burgués y proletario), sino que únicamente podía ser vista como el punto de partida de la revolución proletaria mundial.

Aclarado este punto, el problema por resolver era el siguiente: ¿cómo y por qué el Estado soviético, nacido como instrumento de una verdadera revolución del proletariado, había escapado a su control y se había vuelto contra él? Para responder a este problema, la Izquierda italiana tuvo que implicarse en una enorme clarificación sobre la naturaleza y la función del Estado en el período de transición. Y para ello la serie PEI abordó un estudio de la historia y de las aportaciones de Engels recordando que, desde un punto de vista marxista, el Estado es una “calamidad” heredada de la sociedad de clases. A lo largo de toda la serie se explica pues cómo el Estado, incluso el Estado “proletario” que surge tras el derrocamiento de la burguesía, lleva en sí el peligro de convertirse en punto de concentración de las fuerzas conservadoras e incluso contrarrevolucionarias. 

«Desde un punto de vista teórico, el nuevo instrumento en manos del proletariado tras su victoria revolucionaria, el Estado proletario, se diferencia profundamente de los organismos obreros de resistencia (el sindicato, las cooperativas y mutualidades) y de su organismo político (el partido de clase). Pero esta diferenciación se opera no porque el Estado disponga de factores orgánicos superiores a las demás instituciones, sino, al contrario, porque el Estado, aunque aparente contener mayor potencia material, tiene, a nivel político, menos posibilidades de actuación y es mil veces más vulnerable al enemigo que el resto de organismos obreros. En efecto, el Estado debe su mayor potencia material a factores objetivos perfectamente concordantes con los intereses de las clases explotadoras, pero que no tienen relación alguna con la función revolucionaria del proletariado. Éste habrá de recurrir provisionalmente a la dictadura y apoyarse en ella para acentuar el proceso de desaparición del Estado, mediante una expansión de la producción que permitirá extirpar las bases mismas de la existencia de clases» (Bilan n° 18).

Y más adelante señala:

«Si hasta el sindicato está amenazado desde sus orígenes por el riesgo de convertirse en instrumento de corrientes oportunistas, eso es mucho más cierto en el caso del Estado, cuya naturaleza misma es la de frenar las aspiraciones de las masas trabajadoras para permitir la salvaguardia de un régimen de explotación de clase o, tras la victoria del proletariado, para alumbrar estratificaciones sociales siempre opuestas a misión liberadora de la clase obrera. (…) Si consideramos, como hacía Engels, que el Estado es una tara heredada por el proletariado, deberemos entonces mantener frente a él una desconfianza casi instintiva» (Bilan n° 26).

Esta es, sin duda, una de las contribuciones más importantes de Bilan a la teoría marxista y constituye un avance respecto al texto que, hasta ese momento, figuraba  como la mejor síntesis y elaboración de la teoría marxista sobre este tema. Nos referimos al libro El Estado y la revolución, escrito por Lenin en el fragor de la revolución de 1917 [2]. Este texto resultó indispensable para reafirmar la teoría marxista sobre el Estado contra de las distorsiones socialdemócratas de esa teoría que habían conseguido dominar el movimiento obrero a principios del siglo XX. Este libro recordó al proletariado que Marx y Engels se pronunciaron por la destrucción del Estado burgués y no por su conquista, y su sustitución por una nueva forma de Estado: el “Estado-Comuna”. Pero Bilan contaba además con la experiencia de la derrota de la Revolución rusa que había puesto de manifiesto cómo incluso ese Estado-Comuna comportaba riesgos fundamentales que el proletariado no podía ignorar. El principal de estos, contra los que alertaba Bilan, era el peligro de una fusión de los órganos propios de la clase obrera –sea el partido o los organismos unitarios que agrupan a todo el proletariado–, con el aparato estatal.

Partido y Estado

En el artículo final de la serie PEI, Vercesi señala que ni los escritos de Marx y Engels, ni en los de Lenin a propósito del Estado post-revolucionario, nada se dice sobre la relación entre el partido y ese Estado. La clase obrera se lanzó pues a la revolución sin haber podido clarificar esa cuestión a falta de una experiencia previa:

«Dictadura del Estado: así es como se planteó el problema de la dictadura del proletariado tras la victoria de la revolución rusa. Es indiscutible que lo más destacado de la experiencia rusa, tomada en su globalidad, es la dictadura del Estado obrero. El problema de la función del partido quedó profundamente distorsionada por la profunda ligazón de éste con el Estado, lo que llevó a una progresiva inversión de los papeles, de manera que el partido se fue convirtiendo en un engranaje más del Estado, proporcionándole éste los mecanismos represivos que hicieron posible el triunfo del centrismo ([3]).

“La confusión entre ambos conceptos, partido y Estado, es contraproducente puesto que no existe posibilidad alguna de conciliación entre ambos órganos, ya que existe una oposición irreconciliable entre la naturaleza, la función y los objetivos del Estado, y los del partido. El calificativo de proletario no cambia en absoluto la naturaleza del Estado, que sigue siendo un órgano de coacción económica y política, mientras que el papel que, por excelencia, corresponde al partido es el de alcanzar, no por la coacción sino por la educación política, la emancipación de los trabajadores» (Bilan n° 26).

Como afirma a continuación este artículo, es indudable que la clase obrera no toma el poder en condiciones ideales, sino cuando gran parte de la clase obrera está aún influenciada por la ideología dominante, por lo que tras el derrocamiento político de la clase dominante resulta más necesario que nunca el papel del partido. Son esas mismas condiciones las que engendran igualmente un aparato de estado, pero mientras «los obreros siguen teniendo un interés primordial que es la existencia y el desarrollo de un partido de clase», el Estado sigue siendo un instrumento «inadecuado para la  prosecución y el logro de sus objetivos históricos».

Otro aspecto de esta contradicción esencial entre partido y Estado es que mientras el Estado de un bastión proletario tiende a identificarse con los intereses nacionales de la economía existente, el partido se encuentra orgánicamente ligado a las necesidades internacionales de la clase obrera. Es verdad que la serie PEI, como indica su propio título, distinguía entre la Internacional y los partidos nacionales que la componían, pero también es cierto que para la Izquierda italiana, desde Bordiga, la concepción del partido era la de un partido mundial unificado desde sus inicios. Para contrarrestar la tendencia del Estado nacional a imponer sus propios intereses al partido local –tendencia ésta que había llevado a una muy rápida degeneración de la IC, convirtiéndola en instrumento del Estado ruso– la Izquierda italiana propugnaba que fuera la Internacional, y no el partido nacional presente en el país en que el proletariado había tomado el poder, quien controlara al Estado.

Este planteamiento, indiscutiblemente motivado por un acérrimo internacionalismo, significaba, sin embargo, un profundo error, resultado de una de las principales debilidades que arrastraba Bilan. En efecto, aunque la Fracción alertaba contra la  identificación del partido y el Estado, y rechazaba que dictadura del proletariado y Estado de transición fueran lo mismo, lo cierto es que seguía defendiendo la concepción de “dictadura del partido comunista”, aunque la definición de ésta fuera sumamente confusa:

«Dictadura del partido del proletariado significa para nosotros que tras la fundación del Estado, el proletariado necesita levantar un bastión (complementario del que erija en el ámbito económico) para llevar a cabo la movilización ideológica y política en pro de la nueva sociedad proletaria» (Bilan n° 25); la «dictadura del partido comunista sólo puede significar afirmación de un esfuerzo, de una tentativa histórica, por parte del partido de la clase obrera» (Bilan n° 26).

La noción de dictadura del partido se basaba en parte en una crítica completamente justa del concepto de democracia, y que trataremos con mayor detenimiento en próximos artículos. Continuando lo que ya en 1922 expresó Bordiga en El principio democrático, Bilan vio claramente que la revolución no podía representar un proceso formalmente democrático sino que, muy frecuentemente, la iniciativa de una minoría sería lo que impulsase a la mayoría al combate contra el Estado capitalista. También es verdad, y así lo señaló Vercesi en la serie PEI (ver Bilan n° 26), que la clase obrera emprende la revolución, no en condiciones ideales sino tal cual es en ese momento. Y eso supone que las masas deberán aprender, a partir de su propia experiencia, cómo desarrollar una verdadera participación en el ejercicio del poder.

Las discusiones en Bilan sobre esta cuestión estaban muy lejos de alcanzar la claridad. Por un lado criticaban, con toda razón, a Rosa Luxemburg por su oposición a que los bolcheviques llamaran a disolver la Asamblea constituyente. Por otro lado Vercesi concluye también que la utilización del principio de elecciones es, por definición, una expresión de parlamentarismo burgués. Pero esto equivale a ignorar la diferencia que existe entre el principio burgués de representación y el método propio de los soviets de delegados elegidos y revocables, que es completamente distinto no sólo en su forma sino por su propio contenido. Para Bilan el partido debería, pues,

«proclamar su candidatura para representar al conjunto de la clase obrera en el complicado curso de su evolución para poder alcanzar – bajo la dirección de la Internacional – el objetivo último de la revolución mundial» (Bilan n° 26).

Pero esta concepción se oponía frontalmente a la idea, que el propio Bilan expresaba, de que el partido debía evitar por todos los medios verse atrapado en el aparato estatal, y que, en ningún caso, el partido debería imponerse a la clase obrera ni emplear la violencia contra los trabajadores:

«La dictadura del partido no puede derivar, siguiendo una lógica esquemática, en imposición al proletariado de soluciones dictadas por el partido, y desde luego en absoluto en que el partido pueda utilizar los órganos represivos del Estado para acallar cualquier voz discordante» (Ibíd.).

También resulta sumamente contradictorio que Bilan defendiera la existencia de un único partido, cuando por otro lado abogaba  enérgicamente por la libertad de acción de las fracciones en el seno del partido, lo que necesariamente implica la posibilidad de que más de un grupo, llámese o no partido, actuara en el proletariado durante la revolución.

Lo cierto es que Bilan mismo era consciente de lo contradictorio de sus posiciones, lo que atribuía al propio carácter contradictorio de un período de transición:

«la noción misma de período de transición impide alcanzar concepciones totalmente acabadas (...) debemos admitir que las contradicciones existentes en la base misma de la experiencia que hará el proletariado, tienen su reflejo en la constitución del Estado obrero» (Bilan n° 26).

Lo cual no es falso en sí mismo. Es verdad que gran parte de los problemas del período de transición siguen siendo cuestiones abiertas aún no zanjadas por la historia del movimiento obrero. Pero no cabe decir lo mismo sobre la dictadura del partido. La revolución rusa demostró que tal dictadura conducía inevitablemente al partido a actuaciones contra las que alertaba precisamente Bilan –la utilización del aparato de Estado contra el proletariado y la fusión del partido en el aparato de Estado–, prácticas éstas nocivas no sólo para los órganos unitarios de la clase, sino para el propio partido. Resulta, sin embargo, innegable que la reflexión desarrollada por Bilan constituye, a pesar de sus muchas limitaciones, un avance respecto a la posición que defendían los bolcheviques y la IC, pues estos, a partir de 1920, tendían a defender abiertamente que la fusión del partido con el aparato del “Estado obrero” no planteaba problema alguno (y ello a pesar de numerosas y reveladoras advertencias de Lenin y otros revolucionarios). El fundamento de la argumentación de Bilan era que las necesidades del Estado eran antagónicas con las del partido. Sobre esta base se asentaron clarificaciones ulteriores, como las de la Izquierda comunista belga que, ya en 1938, señaló que el partido no debía considerarse como «un organismo acabado, inmutable e intocable, no tiene un mandato imperativo de la clase ni tampoco un derecho permanente a expresar los intereses finales de la clase» (Communisme n° 18). Y sobre todo las de la Izquierda comunista francesa que, tras la Segunda Guerra mundial, fue capaz de realizar una verdadera síntesis entre el método de la Izquierda italiana y las aportaciones más clarificadoras de las Izquierdas holandesa y alemana. La Izquierda francesa consiguió así enterrar definitivamente el concepto de un partido que reina “en nombre” del proletariado. La idea de que debía ser el partido quien ejerciera el poder era una reliquia del período de los parlamentos burgueses, pero carecía ya de sentido en la época de un sistema soviético basado en delegados revocables.

La necesidad de “antídotos” proletarios

En cualquier caso, Bilan sí afirma explícitamente en PEI que ni la vigilancia ni la claridad programática del partido son suficientes y que la clase sigue necesitando sus organismos unitarios para defenderse, a sí misma, de la influencia conservadora del aparato estatal. En cierta forma, Bilan se situaba así en continuidad con la crítica que hizo Lenin a la posición de Trotski en el Xº Congreso del partido ruso en 1921: el proletariado debía mantener sus sindicatos independientes en defensa de sus intereses económicos inmediatos, incluso contra las exigencias del Estado de transición. Es cierto que Bilan (sobre todo una minoría en torno a Stefanini) empezaba ya a criticar la absorción de los sindicatos por el capitalismo, pero aún seguía viéndolos como organismos obreros, y creía que la revolución podría revitalizarlos ([4]).

El análisis de otros organismos generados por la evolución de la situación en Rusia no pudo ir más allá de un estudio superficial. Así, por ejemplo, identificaron los comités de fábrica como la expresión de desviaciones anarcosindicalistas que éstos mostraron en los primeros momentos de su evolución. Aún así, en PEI, se propugna que deben actuar como órganos de la lucha de clases y no de la gestión económica.

La debilidad más importante, no obstante, de PEI es, sin duda, su incapacidad para comprender todas las implicaciones de la afirmación de Lenin, de que los soviets eran la forma al fin encontrada de la dictadura del proletariado. En efecto en Bilan nº 26, p 878, se recoge que:

«respecto a los soviets no dudamos en afirmar que, por las consideraciones que ya hemos expuesto sobre el mecanismo democrático, tienen una enorme importancia en la primera fase de la revolución, la de la guerra civil para abatir el régimen capitalista; pero perderán después gran parte de su importancia primitiva, pues el proletariado no podrá encontrar en ellos órganos capaces de acompañarle ni en su tarea de hacer triunfar la revolución mundial (esta tarea corresponde al partido y a la Internacional proletaria), ni en la defensa de sus intereses inmediatos (lo que sólo se puede realizar a través de los sindicatos cuya naturaleza no puede ser tergiversada haciéndoles eslabones del Estado). En la segunda fase de la revolución, los soviets podrán representar, en todo caso, un elemento de control de la acción del partido, interesado, desde luego, en contar con  la supervisión activa del conjunto de las masas reagrupadas en estas instituciones».

Pese a estas confusiones, insistimos en que el punto de partida que proporcionó Bilan era sumamente claro, y constituyó la base sobre la que se asentaron los ulteriores avances teóricos de la Izquierda comunista. Ese principio es: la clase obrera no puede abandonar sus organismos independientes bajo el pretexto de la existencia de un Estado etiquetado como “proletario”. En caso de conflicto entre ambos, el deber de los comunistas es permanecer junto a la clase obrera.

De ahí la posición radical adoptada por Bilan sobre la cuestión del levantamiento de Cronstadt, en completo desacuerdo con Trotski que siguió defendiendo, hasta los años 30, su papel en el aplastamiento de esta revuelta. En efecto Bilan señala que:

«Tanto el conflicto de Ucrania con Majno como el levantamiento de Cronstadt, aunque se saldaran con una victoria de los bolcheviques, distan mucho de ser los mejores momentos de la política soviética. En ambos casos pueden verse ya las primeras expresiones del predominio del ejército sobre las masas, una característica de lo que Marx calificó (en la Guerra civil en Francia), como Estado “parásito”. Creer que basta con definir los objetivos políticos de un grupo opositor para justificar la política que se emprende contra él (‘sois anarquistas y os aplastamos en nombre del comunismo’) sólo es algo válido si el partido lo hace todo por comprender las razones de unos movimientos que habrían podido estar orientados, mediante maniobras que el enemigo no habría dudado en utilizar, hacia soluciones contrarrevolucionarias. Una vez comprendidas las motivaciones sociales que movilizan a capas de obreros y campesinos, es necesario dar una respuesta a ese problema de forma que permita al proletariado penetrar hasta lo más profundo del aparato de Estado. Las primeras victorias de los bolcheviques (Majno, Cronstadt) sobre grupos que actuaban en el seno del proletariado se obtuvieron en detrimento de la esencia proletaria de la organización estatal. Asediados por mil peligros, los bolcheviques creían posible aplastar esos movimientos y considerarlo como victorias proletarias, puesto que estos estaban dirigidos por anarquistas o que podrían ser utilizados por la burguesía en su combate contra el Estado proletario. Sin pretender afirmar tajantemente aquí que habría que haber actuado de otra forma, pues carecemos de muchos elementos, sí queremos subrayar que esos acontecimientos ponen ya de manifiesto una tendencia que posteriormente se confirmará abiertamente más adelante: la disociación entre las masas y un Estado cada vez más aprisionado por leyes que le alejan de su función revolucionaria».

En un texto escrito posteriormente Vercesi sí irá más lejos en su argumentación señalando que:

«hubiera sido mejor perder Cronstadt antes que conservarla desde un punto de vista geográfico, pues esta victoria no podía tener más que un resultado: el de modificar las bases mismas, la sustancia de la acción emprendida por el proletariado» («La question de l’État», publicado en Octobre, 1938).

En otras palabras esto equivale a reconocer ya abiertamente que el aplastamiento de Cronstadt fue un error desastroso.

Puntos débiles de la noción de Estado proletario

Visto desde nuestros días puede parecer incomprensible que Bilan siguiera considerando, en 1934-36, a la URSS como un Estado proletario. Ya en nuestro artículo de la Revista internacional nº 106, explicamos que esto se debía, en parte, a la enorme prudencia y rigor con el que Bilan insistía en tratar este problema. Para comprender las razones de la derrota de la revolución era absolutamente necesario no tirar al bebé con el agua sucia, como sí hizo la Izquierda germano-holandesa (así como el grupo Réveil communiste – Despertar comunista – nacido como parte de la Izquierda italiana).

Pero hay que buscar las causas de ese error también en confusiones teóricas. En los análisis más inmediatos Bilan estaba aún atrapado por el análisis equivocado de Trotski que seguía pensando que el Estado de la URSS conservaba su carácter proletario puesto que no se había restablecido la propiedad privada de los medios de producción y que, por tanto, la burocracia no podía ser considerada una clase. Lo que separaba, sin embargo, a Bilan de los trotskistas eran dos puntos. En primer lugar Bilan afirmaba que los trabajadores de la URSS seguían estando sometidos a una explotación capitalista, aunque veía al Estado soviético degenerado como un instrumento del capital mundial más que como el órgano de una nueva clase capitalista rusa. En segundo lugar, Bilan juzgaba que ese Estado hacía un papel contrarrevolucionario en el escenario mundial, participando activamente en el tablero imperialista global, por lo que concluía que seguir apostando por la “defensa de la URSS” sólo podía desembocar en un abandono del internacionalismo proletario.

Pero junto a esas confusiones teóricas, hay también errores cuya raíz es más bien de tipo histórico. Si vemos los primeros artículos de la serie PEI, estos contienen una visión del Estado como órgano de una clase, o más bien que el Estado habría nacido como producto segregado orgánicamente por una clase dominante. Pero esta idea da la espalda a la visión que dio Engels: el Estado fue, en sus orígenes, la emanación espontánea de una situación de división en clases, para convertirse, posteriormente, en el Estado de la clase económicamente dominante. La destrucción del Estado burgués por la revolución de Octubre recrea, hasta cierto punto, las condiciones de las primeras etapas del Estado en la historia: el Estado surgía espontáneamente, una vez más, como resultado de las contradicciones de clase que existían en la sociedad. Lo que sucedía ahora es que no existía una nueva clase económicamente dominante con la que el Estado habría podido identificarse. Al contrario, el nuevo Estado soviético debía ser utilizado por una clase explotada con unos intereses históricos antagónicos a tal Estado. Por ello es un error describir el Estado del período de transición, aun cuando funcione correctamente, como un Estado de naturaleza proletaria. La dificultad de Bilan para comprender esta cuestión le llevó a seguir defendiendo la noción de Estado proletario, aunque toda la lógica de su argumentación le llevaba a defender, por el contrario, que los órganos verdaderamente proletarios no podían identificarse con el Estado de transición, y que existía una diferencia cualitativa entre las relaciones del proletariado con el Estado, y las de la clase obrera con el partido o con los organismos unitarios.

Otra fuente suplementaria de este error sobre el Estado proletario, era la idea de Bilan sobre “una economía proletaria”. Ya hemos visto que Bilan insistía una y otra vez en que:

«debe descartarse cualquier posibilidad de victoria socialista si no se produce un triunfo de la revolución en el resto de países» (Bilan n° 25),

pero a continuación señala que:

«habrá que hablar más modestamente no de una economía socialista sino simplemente de una economía proletaria».

Pero por las mismas razones que es erróneo el concepto de Estado proletario, resulta equivocado hablar de “economía proletaria”. Como clase explotada que es, el proletariado no puede tener una economía propia. Ya hemos visto como ese error hizo que Bilan se diera cuenta con muchas dificultades de la aparición del capitalismo de Estado en la URSS y romper así con la posición de Trotski que creía que la eliminación de los capitalistas privados otorgaría un carácter proletario al Estado que los había expropiado.

No obstante en PEI, Bilan sí hace una neta distinción entre propiedad estatal y socialismo, advirtiendo además que la socialización de la economía no representaría garantía alguna contra la degeneración de la revolución:

«En cuanto al ámbito económico hemos expuesto ampliamente, retomando el Capital, que la socialización de los medios de producción no es en sí una condición suficiente para salvaguardar la victoria conquistada por el proletariado. Hemos explicado también la necesidad de revisar la tesis central del IVº Congreso de la Internacional que, partiendo de considerar “socialistas” las empresas estatales y “no socialistas” a las demás, concluía que la condición de la victoria del socialismo se encuentra en la progresiva ampliación del “sector socialista” y la eliminación de las formaciones económicas del “sector privado”. La experiencia rusa nos demuestra, en cambio, que una socialización que monopolice toda la economía soviética no ha llevado en absoluto a una extensión de la conciencia de clase del proletariado ruso y de su papel, sino a la conclusión de un proceso de degeneración que ha llevado al Estado soviético a integrarse en el mundo capitalista» (Bilan n° 26).

Como ya mostramos en el mencionado artículo de la Revista Internacional nº 106, tanto este análisis como otros avances teóricos sobre la evolución del capitalismo en el resto del mundo (por ejemplo el Plan De Man llevado a cabo por el Estado belga), aproximaba a Bilan a una comprensión de la noción del capitalismo de Estado. En ese mismo sentido podemos ver el artículo de PEI dedicado al estudio del Estado fascista, y en el que se afirma que en el período del capitalismo decadente hay una tendencia general del Estado a absorber toda expresión de la clase obrera. Son esas aportaciones de Bilan las que, más adelante, permitirán a sus herederos en el seno de la Izquierda Comunista comprender el capitalismo de Estado como una tendencia universal en la decadencia capitalista, y comprender por tanto que la forma que esa tendencia había adoptado en la URSS, aún con sus especificidades, no difería en lo esencial de las expresiones que se desarrollaban en otros países.

La cuestión de la política exterior

La visión de Bilan sobre el conflicto entre las exigencias del Estado y las necesidades internacionales del proletariado, se concretó también en cómo analizó las relaciones entre un bastión proletario aislado y el mundo capitalista exterior. Tampoco aquí se dejó arrastrar por utopismos. Bilan compartía, por ejemplo, la posición defendida por Lenin ante el tratado de Brest Litovsk y criticó en cambio la idea de Bujarin de extender la revolución mediante la “guerra revolucionaria”. La experiencia vivida con la ofensiva del Ejército rojo sobre Polonia en 1920, llevó a Bilan a rechazar que la victoria militar del Estado proletario sobre un Estado capitalista pudiera interpretarse como un verdadero avance de la revolución mundial. Por otra parte, y a diferencia de lo que postulaba la Izquierda alemana, Bilan no negaba, por principio, tener que recurrir, temporalmente, a políticas económicas como la NEP, siempre y cuando estuvieran guiadas por principios generales proletarios. Se aceptaba, por ejemplo, la posibilidad y la probabilidad de establecer relaciones comerciales entre el poder proletario y el mundo capitalista. Pero no pueden verse igual esas concesiones inevitables y la traición –urdida generalmente en secreto– a esos principios que se dio, por ejemplo, con el tratado de Rapallo que acabó dando el resultado de que se emplearan armas rusas en el aplastamiento de la revolución en Alemania:

«La solución que ofrecieron los bolcheviques en Brest-Litovsk no suponía una alteración del carácter interno del Estado soviético respecto a sus relaciones con el capitalismo y el proletariado mundial. En 1921, cuando se introdujo la NEP, y en 1922, con el tratado de Rapallo, sí se operó una profunda modificación en la posición ocupada por el Estado proletario en el terreno de la lucha de clases internacional. Entre 1918 y 1921 se desencadenó la oleada revolucionaria mundial, pero ésta fue contenida inmediatamente. En esas condiciones, el Estado proletario se encontró de nuevo en una posición de enorme dificultad que le llevó a una situación en que –imposibilitado de verse respaldado por sus apoyos naturales, es decir los movimientos revolucionarios de los demás países– o bien aceptaba luchar en condiciones que le eran muy desfavorables, o bien rehuía  el combate y por consiguiente se veía obligado a aceptar compromisos que lo llevarían, gradual e inevitablemente, por un camino que primero alteraría y después destruiría la función proletaria que le correspondía, abocando finalmente a la situación actual en la que el Estado proletario se ha convertido en un eslabón más del aparato de dominación del capitalismo mundial» (Bilan n° 18).

En este terreno Bilan se mostró sumamente crítico respecto a algunas formulaciones de Lenin que habían contribuido a esa involución, sobre todo las referentes a “alianzas” temporales y tácticas entre el poder proletario y ciertos imperialismos, para frenar a otras potencias imperialistas:

« las orientaciones expuestas por Lenin en las que consideraba la posibilidad de que el Estado ruso negociara con bandidos imperialistas, e incluso aceptase el apoyo de una constelación imperialista para defender las fronteras del Estado soviético de la amenaza procedente de otro grupo imperialista, tales directivas generales ponen de manifiesto, según nuestro punto de vista, las dificultades gigantescas de los bolcheviques para establecer cuál debía ser la política del Estado ruso, carentes como estaban de experiencias previas que pudieran armarles para guiar la lucha contra el capitalismo y por el triunfo de la revolución mundial» (Bilan, n° 18).

La política económica del proletariado

Ya hemos visto que Bilan se negaba a tener que establecer si cada país estaba o no maduro para el comunismo, pues tal pregunta sólo podía plantearse a escala mundial. Rechazaba pues cualquier idea de superación de las relaciones de producción capitalista en un solo país, tesis ésta que, en cambio, sí interesó a la Izquierda germano-holandesa:

«El error que cometen los comunistas de la Izquierda alemana, y con ellos el camarada Hennaut, es el de embarcarse en una dirección completamente estéril, pues el punto de partida del marxismo es que las bases de una economía comunista sólo pueden plantearse en un terreno mundial, y nunca pueden realizarse en el interior de las fronteras de un Estado proletario. Éste sí podrá intervenir en el terreno económico para cambiar el proceso de producción, pero nunca para asentar definitivamente ese proceso sobre bases comunistas, pues las condiciones para hacer posible tal economía sólo pueden establecerse sobre una base internacional (…). No nos encaminaremos hacia la consecución de ese objetivo haciendo creer a los trabajadores que, tras su victoria sobre la burguesía, podrán dirigir y gestionar la economía en un solo país. Hasta la victoria de la revolución mundial tales condiciones no existen. Y para marchar en la dirección que haga posible la maduración de esas condiciones, lo primero es reconocer que, en el interior de un solo país, es imposible obtener resultados definitivos» (Bilan n° 21).

Pero Bilan no eludía, sin embargo, preocuparse por qué medidas debían adoptarse en un bastión proletario aislado. Para analizarlas partía, como en la cuestión del Estado, de las necesidades concretas de la clase obrera. Si los comunistas debían permanecer junto a su clase, el programa económico que debían defender había de anteponer los intereses de los trabajadores al llamado interés “general” (es decir el interés nacional), defendido por el Estado. Por ello Bilan rechazó enérgicamente todas las apologías del crecimiento de la economía soviética, ensalzado tanto por los estalinistas como por los trotskistas.

Para Bilan, la existencia de una economía “socializada” no significaba que no hubiera producción de plusvalía, es decir explotación capitalista, aunque, como veíamos antes, Bilan veía más la burocracia estatal rusa como servidor del “capital mundial” y no como la representante, bajo otra nueva forma, de una clase dominante específica en Rusia.

Contra el sacrificio de las condiciones de vida obreras en aras al desarrollo de la industria pesada y de una economía dirigida hacia la guerra, Bilan reivindicó, en cambio, invertir la lógica de la acumulación y concentrarse en la producción de bienes de consumo. Abordaremos más en profundidad este problema cuando analicemos el texto de Mitchell que se concentró sobre todo en las cuestiones económicas del período de transición. Sí insistiremos, no obstante, en que lo peor que pueden hacer los comunistas en una revolución es confundir la situación inmediata con el objetivo ideal, un error que muchos cometieron, por ejemplo, en el período del “comunismo de guerra”. La explotación y la ley del valor no pueden ser abolidas de la noche a la mañana. Pensar lo contrario puede equivaler a darle un nuevo disfraz al capitalismo. Dicho esto, no podemos pensar que no haya que tomar medidas concretas, sino que estas deben dar prioridad a la satisfacción de las necesidades inmediatas de los trabajadores. Por ello cobra aún más fuerza la idea de que los obreros deben seguir luchando por sus intereses económicos inmediatos, incluso contra los del Estado. El progreso no se medirá por la intensidad de los sacrificios, como en la Rusia estajanovista, sino en la mejora real de las condiciones de vida obreras, no sólo disponiendo de una mayor cantidad de bienes de consumo, sino igualmente de más tiempo para descansar y también para participar en la vida política.

Veamos como planteaba Vercesi esa cuestión:

«El proletariado, tras haber logrado la victoria contra la burguesía, no puede instituir de un plumazo la sociedad comunista; y – como no podría ser de otra forma – seguirá existiendo la ley del valor; pero sí hay una condición esencial que deberá cumplir para orientar su Estado, no para incorporarlo al resto del mundo capitalista, sino en la dirección opuesta, es decir hacia la victoria del proletariado mundial. A la fórmula que representa la clave de la economía burguesa, la que determina la tasa de plusvalía ( pl/v), es decir la relación entre el total del trabajo no pagado y el trabajo pagado, el proletariado no está en condiciones de oponerle – debido a la insuficiencia de la expansión productiva – esa otra fórmula que ya no pone límites a la satisfacción de las necesidades de la clase productora, y mediante la cual, por tanto, desaparece la plusvalía y la expresión misma de la remuneración del trabajo.

“La burguesía establece su Biblia en la necesidad de un continuo crecimiento de la plusvalía para convertirla en capital “en interés de todas las clases” (¡sic!), el proletariado, en cambio, debe actuar disminuyendo constantemente la parte no pagada del trabajo, aunque eso suponga un freno significativo del ritmo de acumulación respecto al de la economía capitalista.

“En Rusia, la regla que evidentemente se ha instituido es la de proceder a una intensa acumulación para poder defender mejor un Estado, que siempre nos han dicho que se veía amenazado por la intervención de Estados capitalistas. Nos decían que había que armar ese Estado con una poderosa industria pesada para ponerlo en las condiciones requeridas para servir a la revolución mundial. El trabajo gratuito recibió pues una consagración revolucionaria. Por otro lado, en la estructura misma de la economía rusa, el incremento de las posiciones socialistas frente a las del sector privado acabó acarreando una intensificación cada día mayor de la acumulación. Pero, como demostró Marx, la acumulación depende únicamente de la tasa de explotación de la clase obrera, por lo que podemos decir que sólo gracias al trabajo no pagado se ha podido construir la potencia económica, política y militar de la Rusia actual. Esos gigantescos resultados – puesto que se han mantenido los mismos mecanismos de acumulación – sólo han podido obtenerse, por lo tanto, gracias a una conversión gradual del Estado ruso, que ha vuelto a la senda de los demás países capitalistas, una senda que conduce inevitablemente al abismo de la guerra. Para que la clase obrera pueda conservar el Estado proletario, deberá subordinar la tasa de acumulación no a la tasa del salario, sino a lo que Marx llamaba la “fuerza productiva de la sociedad”, convirtiéndola en mejoras directas de la clase obrera, en aumentos inmediatos de los salarios. La gestión proletaria se reconoce pues en la disminución de la plusvalía absoluta, y en la conversión casi íntegra de la plusvalía relativa en salarios retribuidos a los trabajadores» (Bilan, n° 21).

Es verdad que podrían discutirse alguno de los conceptos empleados por Vercesi –por ejemplo ¿es apropiado seguir hablando de “salarios”, aunque reconozcamos que las raíces fundamentales del sistema salarial no pueden desaparecer inmediatamente? Volveremos sobre ello en artículos posteriores. Lo esencial, sin embargo, de la contribución de la Izquierda italiana, fue atenerse al principio que le permitió resistir, en un terreno proletario, a la marejada contrarrevolucionaria de los años 1930 y 1940. Y ese principio es partir, para analizar cada situación, de las necesidades de la clase obrera internacional, aunque eso les llevara a cuestionar las “grandes victorias” que el estalinismo y la democracia reivindicaban para el proletariado. La verdad es que las victoria de “la construcción del socialismo” en los años 30, lo mismo que los triunfos de la democracia sobre el fascismo en la década siguiente, supusieron en realidad la peor derrota para los trabajadores.

CDW

 

[1]) Vercesi era el seudónimo de Ottorino Perrone, uno de los miembros fundadores de la Fracción y, sin duda, uno de sus teóricos más importantes. Una reseña biográfica de este militante aparece en nuestro libro La Izquierda Comunista de Italia.

[2]) Ver “El Estado y la revolución (Lenin): una brillante confirmación del marxismo”, en Revista internacional nº 91.

[3]) En aquella época, la Izquierda italiana empleaba el término “centrismo” para referirse al estalinismo.

[4])  La posición defendida en la serie PEI muestra la claridad alcanzada, pero también las confusiones aún persistentes, por Bilan en ese momento: «Lo que sucedió durante la guerra, y hoy se repite en cuanto a los sindicatos, puede verse también en el Estado soviético. El sindicato, a pesar de su naturaleza proletaria, tenía ante sí una disyuntiva: emprender una política de clase que le hubiera puesto en constante y progresiva oposición al Estado capitalista, o bien apelar a los trabajadores a que esperaran una mejora de su situación de una conquista gradual (mediante reformas) de “puntos de apoyo” en el seno del Estado capitalista. El paso de los sindicatos, en 1914,  al otro lado de la barricada, demuestra que la política reformista conduce justamente al objetivo contrario al que preconizaban: el Estado era el que ganaba progresivamente a los sindicatos hasta hacer de ellos un instrumento para el desencadenamiento de la guerra imperialista. Lo mismo cabe decir del Estado obrero frente al sistema capitalista mundial. De nuevo nos encontramos ante esta encrucijada: por un lado llevar a cabo una política, tanto en su territorio como en el exterior, en función de la Internacional comunista, basada en posiciones cada vez más avanzadas en la lucha encaminada al derrocamiento del capitalismo internacional; por otro lado, llevar la política opuesta, es decir llamar al proletariado ruso y de los demás países, a apoyar la progresiva penetración del Estado ruso en el seno del sistema capitalista mundial, lo que llevará inevitablemente a que el Estado obrero sume su suerte a la del capitalismo, cuando la situación alcance su desenlace: la guerra imperialista» (Bilan n° 7).

Ese razonamiento es plenamente válido: los órganos del proletariado que durante la guerra se sumaron a las campañas de la burguesía, pasaron “al otro lado de la barricada”. Pero entonces dejan de tener un carácter proletario y se integran en el Estado capitalista. Esa fue la conclusión que acertadamente sacaron Stefanini y otros.

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