Lucha de clases
En nuestro artículo «El proletariado no debe subestimar a su enemigo de clase» publicado en nuestra Revista internacional nº 86, afirmábamos en conclusión: «Es así, a escala internacional, como la burguesía organiza su estrategia contra la clase obrera. La historia nos ha enseñado que todas las oposiciones de intereses entre burguesías nacionales, las rivalidades comerciales, los antagonismos imperialistas que pueden acabar en guerra, quedan borrados momentáneamente cuando se trata para la clase dominante de enfrentarse a la única fuerza de la sociedad que representa un peligro mortal para ella, el proletariado. Contra éste, la burguesía prepara sus planes de manera coordinada. Hoy en día, frente a los combates obreros que se preparan, la clase dominante deberá desplegar mil trampas para intentar sabotearlos, agotarlos, derrotarlos, para evitar que sirvan para una toma de conciencia por el proletariado de las perspectivas finales de esos combates, la revolución comunista».
Debemos comprender la situación actual de la lucha de clases dentro de un curso hacia enfrentamientos de clase. El proletariado ha cedido, sin duda, terreno, pero no ha sido derrotado, a pesar del retroceso profundo que sufrió tras el hundimiento del estalinismo en 1989 y el consiguiente machaconeo ideológico intenso sobre la «muerte del comunismo» dirigido mundialmente por la burguesía, a pesar de las numerosas campañas que han seguido con el objetivo de crear un sentimiento de impotencia. Demostró que no está derrotado volviendo a la lucha ya en 1992 en Italia para defender sus condiciones de existencia contra los ataques redoblados que, por todas partes, la clase dominante sigue asestándole.
Para de hacer frente a esa amenaza peligrosa para ella y su sistema, la burguesía, sobre todo la de los principales países europeos, no ha cesado de multiplicar las maniobras para sabotear la reanudación de las luchas, procurando reforzar, paralelamente, sus principales armas antiobreras.
La reanudación de la luchas ha puesto tanto más en alerta a la clase dominante porque ha hecho surgir, en un primer tiempo, los «demonios» que ella creía haber enterrado después de 1989. Así, los obreros en Italia expresaron con fuerza en 1992, en manifestaciones de masas, su desconfianza persistente hacia los sindicatos, recordando al conjunto de su clase lo que ésta ya había logrado inscribir cada vez más claramente en su conciencia, especialmente en los años 80, o sea que esos organismos no le pertenecen y que detrás de su careta y su lenguaje «proletarios», se esconden unos defensores redomados de los intereses del capital. Por otra parte, en 1993, durante las huelgas en las minas que se extendieron por el Rhur, los obreros de Alemania no sólo ignoraron e incluso rechazaron las consignas sindicales (actitud a la que no nos tenían acostumbrados hasta entonces) sino que expresaron, en sus manifestaciones callejeras, su unidad por encima del sector, de la corporación y de la empresa, uniéndose a sus hermanos de clase desempleados.
Así, dos tendencias fundamentales que se habían manifestado y desarrollado en las luchas obreras durante los años 80:
- la desconfianza creciente de los obreros hacia los sindicatos que los anima a separarse progresivamente de su control,
- y la dinámica hacia la unidad cada día más amplia, significativa de la confianza de la clase obrera en sí misma y del incremento de sus capacidades para asumir sus propias luchas,
han vuelto a expresarse en cuanto el proletariado volvió al camino de las luchas y ello a pesar del importante retroceso que acababa de sufrir.
Por eso la burguesía ha desarrollado desde entonces y a nivel internacional toda una estrategia cuyo objetivo central ha sido volver a dar prestigio a los sindicatos. Y el punto culminante de esa estrategia ha sido la gran maniobra que se ha montado en Francia a finales de 1995 con las «huelgas» en el sector público.
Esa estrategia para volver a dar lustre a esos organismos de encuadramiento de la clase obrera no debía solo servir para atajar el desgaste que conocen desde hace décadas y que se estaba comprobando una vez más en las primeras luchas de la reanudación obrera; debía servir también para que los proletarios volvieran a otorgarles su confianza. Esto ya empezó a concretarse en el año 1994 en Alemania y en Italia sobre todo, con una nueva toma de control de las luchas por los sindicatos, que ha conocido un pleno éxito en Francia a finales del 95. A pesar del desprestigio importante de los sindicatos en ese país, éstos han conseguido, gracias a un «poderoso movimiento» en el sector público, movimiento provocado y manipulado, a volver a darse una imagen «obrera». Y esto, no sólo porque pudieron adoptar con facilidad una imagen «radical y combativa», sino también porque, aprovechándose de la debilidad momentánea de los obreros, consiguieron hacer creer que eran capaces de proponer todo lo que es verdaderamente necesario en una lucha obrera, algo que tantas veces habían saboteado, o sea, las asambleas generales soberanas, los comités de huelga elegidos y revocables, la extensión de la lucha con el envío de delegaciones masivas, etc. A través de ese «movimiento», presentado al mundo entero como «ejemplar», que bloqueó el país durante casi un mes y que, pretendidamente, habría hecho retroceder al gobierno, la burguesía también consiguió hacer creer a los obreros que habían recobrado todas sus fuerzas, sus capacidades de lucha y su confianza... gracias a los sindicatos.
Gracias a esa maniobra, con la que volvía a instalar a los sindicatos, la clase dominante contrarrestaba, por un lado, lo que se había producido en Italia violentamente (desbordamiento y rechazo por parte de los obreros de los órganos de encuadramiento del Estado burgués) y, por otro lado, lo que la clase obrera había expresado en la lucha de los mineros del Rhur (tendencia a la unificación que expresa su capacidad para concebirse como clase y asumir sus luchas de modo autónomo, pero también significativa de la confianza que en sí misma tiene). Se terminaba así el año 95 con una victoria incontestable de la burguesía sobre el proletariado, victoria que le ha permitido borrar por el momento de la conciencia obrera las principales lecciones heredadas de los combates de los años 80 especialmente.
La burguesía va a hacerlo todo por extender su victoria a otros países, a otras franjas del proletariado. En un primer tiempo, y casi simultáneamente, reprodujo estrictamente la misma maniobra en Bélgica con, por un lado, un gobierno que adoptaba el «método Juppé», asestando con brutalidad y arrogancia ataques violentos e incluso provocadores, contra las condiciones de vida de la clase obrera y, por otro lado, unos sindicatos que volvían a ser «combativos», llamando a una réplica «masiva», «unitaria», arrastrando a los obreros de varias empresas del sector público detrás de ellos. Como en Francia, la pantomima del retroceso del gobierno vino a rematar la maniobra, rubricando así una victoria de la burguesía de la que los sindicatos han sido los principales beneficiados.
En la primavera del 96, le tocó a la clase dominante alemana recoger la antorcha y atacar casi del mismo modo a los proletarios del país para reforzar a los sindicatos. La diferencia con lo de Francia y Bélgica estribaba sobre todo en el problema que debía resolver. En efecto, en Alemania, el objetivo de la burguesía no era tanto el de volver a dar a sus sindicatos una credibilidad perdida ante los obreros, sino más bien la de permitirles mejorar su imagen. Ante la perspectiva inevitable de un incremento de las luchas obreras, la imagen que tenían tradicionalmente de ser sindicatos del «consenso», especialistas de la negociación «en frío» ya no es suficiente. Por ello era necesaria una limpieza de fachada que les permitiera aparecer como sindicatos de «lucha». Ya habían empezado esa limpieza cuando sus principales dirigentes otorgaron «su mayor simpatía a los huelguistas franceses» en diciembre de 1995, limpieza reforzada cuando, en las luchas y manifestaciones por ellos convocadas y organizadas en la primavera de 1996, se mostraron de lo más «intransigente» en la defensa de los intereses obreros. Y no han cesado de dar más lustre a esa imagen desde entonces en todas y cada una de las «movilizaciones» por ellos montadas.
Durante la mayor parte de este año, en la mayoría de los países de Europa, la burguesía lo ha hecho todo por prepararse a los enfrentamientos futuros inevitables con el proletariado; ha multiplicado las «movilizaciones» para reforzar a sus sindicatos e incluso ampliar la influencia del sindicalismo en el medio obrero. El fortalecido retorno de las grandes centrales sindicales ha venido acompañado, sobre todo en algunos países como Francia e Italia, por el desarrollo de organizaciones sindicales de base (SUD, FSU, Cobas, etc.), animadas por izquierdistas, y cuyo papel esencial es el de servir de complemento, eso sí «crítico» respecto a las centrales, pero complemento indispensable para cubrir todo el terreno de la lucha obrera, para controlar a los obreros que tenderían, si no, a desbordar a los sindicatos clásicos, arreglándoselas, en fin de cuentas, para llevarlos al redil de éstos. La clase obrera ya se enfrentó, en los años 80, a organizaciones de ese tipo montadas por la burguesía, las llamadas coordinadoras. Pero, mientras que éstas se presentaban como «antisindicales» y tenían la sucia tarea que a los sindicatos les costaba cada vez más asumir a causa del profundo desprestigio que tenían ante los obreros, los sindicatos de «base» o de «combate» actuales, que no son otra cosa sino emanaciones directas (a menudo a causa de «escisiones») de las grandes centrales, no tienen más objetivo esencial que el reforzar e incrementar la influencia del sindicalismo y no el de «oponerse» a dichas centrales, pues esto no es, actualmente, una necesidad.
Paralelamente a las maniobras que no ha cesado de desarrollar, desde hace un año, en el terreno de las luchas, la burguesía ha desplegado toda una serie de campañas ideológicas contra la clase obrera. Atacar la conciencia del proletariado es un objetivo primordial y permanente de la clase dominante.
En estos últimos años, aquélla no ha ahorrado esfuerzos en ese aspecto. Ya hemos desarrollado en nuestras columnas esta cuestión, especialmente sobre las campañas ideológicas insistentes con el objetivo de confundir hundimiento del estalinismo con «muerte del comunismo» e incluso con «fin de la lucha de clases». Paralelamente, la burguesía no ha cesado de pregonar «la victoria histórica del capitalismo», aunque tenga muchas dificultades para hacer tragar esta segunda patraña al ser incapaz de ocultar la cruel realidad cotidiana de su sistema. En ese contexto, desde hace más de un año, la burguesía está desarrollando, por aquí y por allá, múltiples campañas en pro de «la defensa de la democracia».
Eso es lo que hace cuando, a base de campañas mediáticas, anima a la movilización contra el pretendido «auge del fascismo» en Europa. Eso es lo que también está haciendo en los último meses, en los principales países, con su cruzada contra «el negacionismo», mediante la cual intenta, por un lado, disculpar al llamado campo democrático de las matanzas monstruosas que también él, como el campo fascista, cometió durante la IIª Guerra mundial y, por otro lado, atacar a los únicos y verdaderos defensores del internacionalismo proletario, los grupos revolucionarios surgidos de la Izquierda comunista, intentando hacer de ellos algo así como cómplices ocultos de la extrema derecha del capital. En fin, eso es lo que hace cuando suscita y monta amplias movilizaciones para «mejorar el sistema democrático», «hacerlo más humano» y luchar contra sus «fallos». Esto es lo que acaban de servir a los proletarios en Bélgica cuando, a través de la ensordecedora campaña organizada con el caso Dutroux, han sido animados a reivindicar una «justicia limpia», «una justicia para el pueblo» en manifestaciones gigantescas (300 000 personas en Bruselas el 20 de octubre último), del brazo de demócratas burgueses de todo pelaje. Desde hace ya algunos años, los obreros italianos soportan un tratamiento parecido con la campaña «manos limpias».
Al multiplicar así las matracas ideológicas, la burguesía procura evidentemente desviar la reflexión de la clase obrera, separándola de sus preocupaciones de clase. Eso ha quedado muy patente en Bélgica, en donde todo el ruido en torno al caso Dutroux ha permitido desviar en gran parte la preocupación de los obreros de las medidas de austeridad draconiana que el gobierno ha anunciado para 1997. Todo ello en beneficio de la burguesía, la cual logra hacer pasar sus ataques antiobreros, aplazar los enfrentamientos con el proletariado, ganando así tiempo para preparar nuevos obstáculos, nuevas trampas.
Además, esa experiencia que la clase dominante ha practicado en Bélgica, con huelgas y paros en varias empresas -suscitados por sindicatos e izquierdistas- en las que las reivindicaciones obreras daban paso a la de «una justicia limpia», tenía evidentemente otro objetivo: el de llevar al proletariado en lucha hacia el terreno de aquélla. No sólo es la combatividad en aumento de los obreros lo que la clase dominante intenta desviar sino también su conciencia.
Esa evolución en la actitud de la burguesía es rica de enseñanzas y nos permite comprender:
– primero, que la combatividad obrera está desarrollándose y extendiéndose, contrariamente a la situación prevaleciente a finales del 95 y principios del 96. Fue, en efecto, la debilidad relativa de los obreros en ese aspecto lo que la clase dominante utilizó cuando inició y acabó con éxito la maniobra preventiva de la que hemos hablado. Fue esa debilidad lo que permitió a los sindicatos efectuar su retorno y organizar, sin riesgos de desbordamientos, sus «grandes luchas unitarias»;
– segundo, que la maniobra, iniciada en Francia y repetida en varios países de Europa, a pesar de su éxito en algunos aspectos (especialmente en el reforzamiento de los sindicatos), también deja aparecer sus propios límites. Aunque haya ocasionado cierto agotamiento entre los obreros, sobre todo en Francia en donde fue de gran amplitud, tampoco podrá aplazar las cosas durante mucho tiempo e impedir que el descontento se incremente y vuelva a expresarse. De igual modo, las pretendidas «concesiones» de Juppé o de otros gobiernos aparecen hoy como lo que son: puro cuento. En lo esencial, las medidas antiobreras contra las que los obreros fueron covocados a luchar, han entrado en vigor. De la pretendida «victoria» obtenida gracias a los sindicatos, a los obreros sólo les está quedando un doloroso recuerdo, un regusto amargo y el sentimiento difuso de que se les ha tomado el pelo.
Porque es consciente de esa situación, la burguesía ha modificado algo su estrategia:
– por un lado, sus sindicatos tienden a limitar la amplitud de sus «movilizaciones» cuando se sitúan en el terreno de la lucha reivindicativa, como se ha visto en Francia en 17 de octubre pasado y más todavía en la «semana de acción» del 12 al 16 de noviembre; y a la «unidad sindical» de la que tanto se enorgullecían ayer, ha dejado paso hoy a una política de división entre las diferentes covachuelas sindicaleras para que así se disperse una cólera y una combatividad que están madurando peligrosamente. En el caso de España, tomando otro ejemplo, la táctica sindical de división no se plasma por ahora en peleas entre las diferentes centrales. En ese país, casi todos los sindicatos, excepto la «radical» CNT, han convocado juntos a una «campaña de movilización» («marcha a Madrid» del 23 de noviembre, huelga general de la función pública el 11 de diciembre) contra la congelación de salarios de los funcionarios anunciada por el gobierno de la derecha (sindicatos que, en cambio, no habían hecho nada desde 1994 cuando esa política era regularmente impuesta por el PSOE). Aquí, «la unidad» que proclaman los sindicatos, necesaria para no acabar desprestigiados, lo que de verdad encubre es la división que manipulan entre trabajadores del sector público y los del sector privado, división completada por paros parciales, en diferentes fechas, según las provincias y las comunidades autónomas, reforzando así de paso los mitos nacionalistas.
– Por otra parte, la burguesía no sólo utiliza sus campañas ideológicas permanentes para enturbiar las conciencias obreras. Con ellas, lo que busca es sacar a los proletarios de su terreno de clase, para que liberen una combatividad ascendente, que aquélla no ha logrado ahogar, con reivindicaciones burguesas y movilizaciones interclasistas. Eso es lo que ha hecho en Bélgica e Italia con lo de la exigencia de una «justicia limpia». Eso es lo que hace también por ejemplo en España cuando intenta movilizar a los obreros contra los crímenes de ETA.
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Contrariamente a lo que pretenden algunos despechados, con peor o mejor intención, la CCI ni subestima ni, menos todavía, desprecia los esfuerzos actuales de la clase obrera para desarrollar su combate de resistencia contra los ataques a repetición, más o menos violentos y masivos que la clase dominante le está asestando. Al revés, nuestra insistencia en poner al descubierto las numerosas trampas que le tiende la burguesía, además de que es una responsabilidad fundamental de los revolucionarios cabales, se basa, ante todo, en un análisis del período actual, marcado, desde 1992, por una reanudación de las luchas obreras.
Para nosotros, la maniobra de 1995-96, orquestada a nivel internacional, no fue otra cosa sino un montaje de la clase dominante para atajar ese renacer. Y su política actual, con su multiplicación de obstáculos de todo tipo, es la prueba de que para ella el peligro proletario es algo presente que no hace además sino incrementarse. Cuando afirmamos esa realidad, no lo hacemos cediendo a la euforia, actitud que además de estúpida sólo serviría para debilitarse, ni desconsideramos al enemigo, ni negamos las dificultades y las derrotas o retrocesos parciales de nuestra clase.
Elfe, 16/12/1996
Entre las armas que despliega la burguesía actualmente contra el desarrollo de los combates y de la conciencia de la clase obrera, la burguesía de algunos países, especialmente en Francia, está usando el tema del «negacionismo». Se llama «negacionismo» a las «teorías» de una serie de ensayistas que ponen en cuestión la existencia de las cámaras de gas en los campos de concentración nazis. Volveremos sobre este tema más en detalle en nuestro próximo número de la Revista internacional. Nos limitaremos aquí a dar unos cuantos datos de esta campaña para así poner de relieve el interés del artículo que en 1945 publicaron nuestros camaradas de la Izquierda comunista de Francia (GCF) en l’Etincelle (la Chispa) sobre ese mismo tema.
La tesis de la no existencia de cámaras de gas y, por ende, de que no habría habido voluntad de exterminio por parte del régimen nazi de algunas poblaciones europeas, especialmente la judía, ha sido propagada especialmente por el grupo «Vieille taupe», el cual se reivindicaba de la «ultraizquierda» (que no hay que confundir con la Izquierda comunista, de la cual esa ultraizquierda ha recogido algunas cosas). Para la «Vieille taupe» y otros grupos de esas mismas esferas, la existencia de cámaras de gas era una pura mentira de las burguesías aliadas que les sirvió para reforzar sus campañas antifascistas después de la IIª Guerra mundial. Esos grupos se daban la misión, al denunciar lo que ellos consideraban como mentira, de desenmascarar la función antiobrera de la ideología antifascista. Pero arrastrados por su pasión «negacionista» (¿o por otras fuerzas?) algunos elementos acabaron colaborando con sectores de la extrema derecha antisemita. Estos también consideraban que las cámaras de gas eran un invento, pero un invento del «lobby judío internacional». Eso fue agua de mayo para los sectores «democráticos» y «antifascistas» de la burguesía que han dado una gran publicidad a las tesis «negacionistas» para así reforzar sus propias campañas, estigmatizando esas tentativas de «rehabilitación del régimen nazi». Pero estos sectores no se limitaron a eso. Las referencias hechas por los «negacionistas de izquierda» a las posiciones de la Izquierda comunista que denuncian la ideología antifascista y especialmente al texto perfectamente válido que publicó a principios de los años 60 el Partido comunista internacional y titulado Auschwitz ou le grand alibi (Auschwitz o la gran coartada) han servido de pretexto a los diferentes apoyos de la democracia burguesa (incluidos algunos trotskistas) para desencadenar una campaña de denuncia de la corriente de la Izquierda comunista con expresiones del estilo de: «Ultraizquierda y ultraderecha, mismo combate» o «como siempre, los extremos se tocan».
Por su parte, la CCI, como todos los verdaderos grupos de la Izquierda comunista, no ha tenido nunca nada que ver con las aberraciones «negacionistas». Pretender relativizar la barbarie del régimen nazi, incluso para denunciar la mistificación antifascista, significa en fin de cuentas, relativizar la barbarie del sistema capitalista decadente, de la que ese régimen es una de las expresiones. Ello nos permite denunciar con tanta más firmeza las campañas actuales cuyo objetivo es desprestigiar ante la clase obrera a la Izquierda comunista, la única corriente política que defiende realmente sus intereses y su perspectiva revolucionaria. Ello nos permite entablar con tanta más energía el combate contra las mentiras antifascistas, las cuales se apoyan en la barbarie nazi para encadenar mejor a los proletarios al sistema que la engendró, un sistema, el capitalista, incapaz de engendrar otra cosa que la barbarie. Es el mismo combate que llevaron a cabo nuestros camaradas de la GCF cuando publicaron el artículo aquí reproducido.
Cuando se escribió el artículo, en junio de 1945, la burguesía aliada no había tenido todavía la ocasión de desplegar por completo su propaganda sobre los «campos de la muerte». El campo de Auschwitz, que se encontraba en la zona bajo control ruso, no se había ganado todavía la siniestra fama que después conoció. Tampoco las bombas atómicas «democráticas» y «al servicio de la civilización» habían arrasado todavía Hiroshima y Nagasaki. Ello no impidió a nuestros compañeros el hacer una denuncia muy contundente de la utilización ideológica, contra el proletariado, de los crímenes nazis por los criminales aliados.
L’Etincelle nº 6, junio de 1945
El papel desempeñado por los SS, los nazis y su campo de la muerte industrial, fue el de exterminar en general a todos aquellos que se opusieron al régimen fascista y sobre todo a los militantes revolucionarios que siempre han estado en la vanguardia del combate contra la burguesía capitalista, sea cual sea su forma: autocrática, monárquica o «democrática», cualquiera que sea su jefe: Hitler, Mussolini, Stalin, Lopoldo III, Jorge V, Victor Manuel, Chruchill, Roosvelt, Daladier o De Gaulle.
La burguesía internacional que, cuando la Revolución rusa de octubre estalló en 1917, usó todos los medios posibles e imaginables para aplastarla, que quebró la revolución alemana en 1919 mediante una represión de una bestialidad inaudita, que ahogó en sangre la insurrección proletaria de China; la misma burguesía financió en Italia la propaganda fascista y después, en Alemania, la de Hitler; la misma burguesía puso en el poder en Alemania a ése que ella había designado, por sus intereses, para ser el gendarme de Europa; la misma burguesía se gasta hoy millones para «financiar la exposición de los crímenes hitlerianos», la filmación y la presentación al público de filmes sobre las «atrocidades alemanas», mientras las víctimas de esas atrocidades siguen muriendo a veces sin cuidados y los supervivientes no tienen ningún medio de vida.
Esa misma burguesía es la que por un lado pagó el rearme de Alemania y, por otro, engañó al proletariado arrastrándolo a la guerra con la ideología antifascista; fue ella la que de esa manera, tras haber favorecido la llegada al poder de Hitler, se sirvió hasta el final de él para aplastar al proletariado alemán y arrastrarlo a la guerra más sangrienta, a la carnicería más abominable que imaginarse pueda.
Es esa misma burguesía la que manda representantes con coronas de flores a inclinarse hipócritamente ante las tumbas de los muertos que ella misma ha provocado, porque es incapaz de dirigir la sociedad, porque la guerra es su única forma de vida.
¡ES A ELLA A QUIEN ACUSAMOS!
Es a ella a quien acusamos, pues los millones de muertos por ella asesinados no son más que el suma y sigue de una lista interminable de mártires de la «civilización», de la sociedad capitalista en descomposición.
Los responsables de los crímenes hitlerianos no son los alemanes, quienes, los primeros, en 1934, pagaron con 450000 vidas humanas la represión burguesa hitleriana y que siguieron soportando esa despiadada represión cuando, al mismo tiempo, empezó a ejercerse en el extranjero. Como tampoco los franceses, ni los ingleses, ni los americanos, ni los rusos, ni los chinos son responsables de los horrores de la guerra que ellos no han querido pero que sus burguesías respectivas les han impuesto.
En cambio, los millones de hombres, de mujeres asesinados en los campos de concentración nazis, salvajemente torturados y cuyos cuerpos se pudren por doquier, aquellos que han sido aplastados durante esta guerra en el combate, aquellos que han sido sorprendidos en medio de un bombardeo «liberador», los millones de cadáveres mutilados, amputados, destrozados, desfigurados, pudriéndose bajo tierra o al sol, los millones de cuerpos de soldados, mujeres, ancianos, niños... todos esos millones de muertos claman venganza. No claman venganza contra el pueblo alemán, el cual sigue sufriendo, sino contra esa infame burguesía, hipócrita y sin escrúpulos, la cual no ha pagado sino que se ha aprovechado y sigue burlándose, como un cerdo cebado, de los esclavos hambrientos.
La única postura para el proletariado no es la de contestar a los llamamientos demagógicos que tienden a continuar y acentuar el chovinismo a través de los comités antifascistas, sino la lucha directa de clase por la defensa de sus intereses, de su derecho a la vida, lucha de cada día, de cada instante hasta la destrucción del monstruoso régimen, del capitalismo.
Rivalidades imperialistas
Durante estas últimas semanas, el intenso tira y afloja diplomático y las declaraciones contradictorias que se han multiplicado en torno a la «fuerza de ayuda a los refugiados» de la región de los Grandes Lagos, ha acabado en farsa macabra: ¿se desplegará?, ¿se efectuarán lanzamientos de víveres? ¿quedarán todavía refugiados?. Esa comedia hipócrita y repugnante sobre la «ayuda humanitaria» no sirve, una vez más, sino de cortina de humo con la que ocultar las intervenciones de las grandes potencias en la defensa de sus sórdidos intereses imperialistas y ajustar sus cuentas sobre los cuerpos de las poblaciones locales. Las atrocidades en el este de Zaire no tienen nada de «exóticas», nada tienen que ver con no se sabe qué costumbres tribales, como tampoco los bombardeos y las matanzas a repetición en Oriente Medio son «algo típico» de la región. No son más que otras ilustraciones de un mundo capitalista que se agrieta por todas partes. Desde Oriente Medio a África, desde la ex Yugoslavia a la ex URSS, el «nuevo orden mundial» tan cacareado hace seis años por los «grandes» no es sino el terreno de maniobras de la lucha a muerte entre potencias imperialistas y un gigantesco depósito de cadáveres para partes cada vez mayores de la población mundial.
Varios artículos en la Revista internacional (por ejemplo, las nº 85 y 87) han descrito ya ampliamente el triunfo creciente de las tendencias centrífugas («cada uno para sí»), aún subrayando los intentos cada vez más brutales del padrino estadounidense por preservar su dominación y enderezar la situación allí donde esté comprometida. El marco adecuado para comprender el estallido de las rivalidades entre tiburones imperialistas y la crisis ineluctable del liderazgo americano, por muchas reacciones en contra que tenga el gendarme mundial, lo recordábamos el la «Resolución sobre la situación internacional del XIIº congreso de Révolution internationale»: «Estas amenazas [sobre el liderazgo de Estados Unidos] provienen fundamentalmente (...) de las tendencias centrífugas («cada uno para sí»), del hecho de que hoy falta la condición principal para una verdadera solidez y estabilidad de las alianzas entre Estados burgueses en la arena imperialista, o sea, que no existe un enemigo común que amenace su seguridad. Puede que las diferentes potencias del ex bloque occidental se vean obligadas a someterse, golpe a golpe, a los dictados de Washington, pero lo que descartan es mantener una fidelidad duradera. Al contrario, todas las ocasiones son buenas para sabotear, en cuanto pueden, las orientaciones y las disposiciones impuestas por EEUU» (Revista internacional, nº 86).
Desde la interminable guerra civil entre fracciones afganas «patrocinadas» por las diferentes potencias imperialistas hasta las sordas tensiones que se intensifican en la antigua Yugoslavia, a pesar de la «pax americana» de Dayton, los acontecimientos recientes confirman plenamente la validez de ese análisis. Vamos a desarrollar más en particular, aquí, la situación en Oriente Medio y la de la región de los Grandes Lagos pues ilustran muy claramente cómo esas rivalidades provocan una extensión aterradora de la descomposición y del caos en zonas cada día más amplias del planeta.
La elección de Netanyahu fue ya un serio revés para Estados Unidos en una región de la mayor importancia estratégica y desde hace años «coto de caza» de EEUU. Esa elección pone también de relieve, incluso en un país tan dependiente de Estados Unidos como lo es Israel, las fuerzas centrífugas y las veleidades de hacer políticas independientes contra toda política de estabilización regional, incluso bajo la batuta del gendarme mundial.
Desde entonces, las provocaciones del gobierno de Netanyahu, con su secuela de enfrentamientos entre colonos judíos y policía de la nueva «autoridad palestina», los muertos de Gaza y Cisjordania, todo ello ha permitido justificar el endurecimiento brusco de las posturas israelíes en todas las negociaciones, llegando incluso, en nombre de la seguridad de Israel, a poner en cuestión los ya mínimos acuerdos firmados por Peres y Arafat en Oslo. En frente, las mismas tendencias centrífugas triunfan en las capitales árabes de la región: los «enemigos hereditarios» de Israel, sirios y palestinos a la cabeza, se han reconciliado, mientras que Egipto y Arabia Saudí, hasta ahora sólidos aliados de EEUU, acentúan su política de cuestionamiento abierto del imperialismo americano. El hecho de que Egipto, partícipe del acuerdo histórico de Camp David, se haya negado en redondo a participar en la cumbre de Washington convocada por Clinton para intentar arreglar las cosas, da una idea de la pérdida acelerada de control de la situación en Oriente Medio por Estados Unidos. Lo que todo eso significa es que el dominio de este país sobre toda la región, construido pacientemente durante los veinte últimos años, puede acabar desmoronándose.
El declive de la influencia de Estados Unidos hoy es necesariamente paralelo al incremento de la influencia de sus rivales imperialistas. Las ambiciones de éstos aumentan en la misma proporción que los reveses norteamericanos. El gran beneficiario de los recientes acontecimientos en Oriente Medio es, sin lugar a dudas, Francia, la cual se ha puesto inmediatamente a reunir tras ella a todos los descontentos de la zona, presentándose como portavoz de todas las quejas antiamericanas y antiisralíes, como lo demostró la gira de Chirac por la región en octubre. Éste se dedicó, por todas partes, a ser el promotor del «copadrinazgo del proceso de paz», dando claramente a entender la intención de Francia de echar leña al fuego y sabotear por todos los medios la política de Washington. De lo que se trata, más que de «paz», es de inspirar abiertamente una unión sagrada de Estados árabes contra el enemigo común israelí y... americano, o, dicho de otra manera, animar a más guerra y más caos.
La primera potencia militar del mundo, cuyo liderazgo se ve zarandeado en el ruedo internacional por las tendencias centrífugas, está obligada a replicar ante las amenazas a su mando; y esas réplicas son cada vez menos «pacíficas», como lo demostró ya la advertencia de los misiles lanzados sobre Irak (ver Revista internacional nº 87). De hecho, Estados Unidos quiere mostrar su determinación para mantenerse en su postura de dueños militares del mundo y, a la vez, sembrar cizaña entre las grandes potencias europeas manipulando sus intereses divergentes. En este contexto, no es de extrañar que los golpes de EEUU vayan en primer término dirigidos contra el imperialismo francés que pretende imponerse como dirigente de la cruzada antiamericana ([1]). El que para esto, EEUU tenga que recurrir cada vez más a la fuerza bruta y extender la barbarie y el caos con ganancias cada vez más limitadas y temporales da idea de su declive histórico.
Lo que está verdaderamente en juego en las matanzas de la región de los Grandes Lagos no es, contrariamente a lo que dice la prensa, la lucha por el poder entre hutus y tutsis, sino entre EEUU y Francia por el control de la región. Aquí, la que lleva la batuta es la burguesía americana y puede decirse que ha logrado, hasta ahora, debilitar considerablemente las posiciones de su rival francesa en África gracias a una hábil estrategia de desestabilización.
Tras haber puesto en el poder a la camarilla proamericana del Frente patriótico ruandés (FPR) en Kigali en 1994, EEUU ha seguido adelantando sus peones en la región de los Grandes Lagos. Primero consolidaron el FPR gracias a un apoyo económico y militar incrementado. Después, remataron su táctica de asedio a las posiciones francesas, ejerciendo la mayor presión sobre Burundi, mediante un embargo impuesto a ese país por todos sus vecinos anglófonos proamericanos, tras el golpe de Estado profrancés de Buyoya. Esta táctica ha dado sus frutos, pues el gobierno burundés se ha asociado sin mayores problemas a la alianza antifrancesa con Ruanda y Uganda en cuanto empezaron los enfrentamientos en Kivu. Y, por fin, con el pretexto de acabar con las incursiones de las antiguas Fuerzas armadas ruandesas (FAR) agrupadas solapadamente por Francia en los campos de refugiados (frontera entre Zaire y Ruanda), Estados Unidos ha llevado la guerra más lejos, a Zaire, fomentando la «revuelta» de los benyamunlenge (tutsis de Zaire) de Kivu, con el éxito que hoy conocemos.
La ofensiva de Washington ha conseguido efectivamente aislar cada día más al imperialismo francés, poniéndolo en una situación de extrema debilidad. El Zaire de Mobutu, en el que Francia se ve obligada a apoyarse, es una ruina en lo militar, en lo político y en lo económico. Tras haber sido un eslabón primordial de la zona en el dispositivo de defensa antisoviética del bloque occidental en la época de la confrontación Este-Oeste, Zaire es hoy una de las zonas estratégicas del mundo más frágiles y un foco de descomposición de lo más avanzado. Y precisamente EEUU ha sacado partido del marasmo que allí reina, agravado por la enfermedad de Mobutu y de las luchas intestinas resultantes, con un ejército hecho una ruina, dando un último toque a su operación estratégica actual en la región. Y así, EEUU ha podido adelantarse al imperialismo francés, el cual tenía la intención en la cumbre franco-africana de Uagadugu, a la que habían sido invitadas por primera vez Uganda y Tanzania, de presionar a Ruanda mediante una propuesta de conferencia sobre la región de los Grandes Lagos.
Pero las dificultades de la burguesía francesa no se quedan ahí, pues su adversario estadounidense está ganando la partida en varios planos. Clinton ha frenado brutalmente las pretensiones de Francia de ponerse a la cabeza de una cruzada antiamericana, rebajando su prestigio ante las demás grandes potencias. Los llamamientos desesperados del imperialismo francés, reiterados con fuerza por su candidato a la ONU, Butros-Ghali, para que los «aliados» europeos e incluso sus tradicionales aliados africanos intervinieran «urgentemente» sólo han obtenido respuestas evasivas. En primer lugar, porque ninguno de esos defensores del «humanitarismo» tiene la menor gana de meterse en ese barrizal por darle gusto a Francia, pero además porque la presión americana en Africa es un claro mensaje de amenaza dirigido a todos los países del mundo. Excepto España, que expresó un apoyo menos reservado a las peticiones francesas, Italia, Bélgica y Alemania encontraron todos los pretextos para abstenerse. Pero fue sobre todo la actitud británica la que ha sido significativa del debilitamiento de la alianza franco-británica en Africa, alianza que parecía, sin embargo, reforzarse en estos últimos meses. A pesar del acuerdo «de principio» para intervenir, el gobierno de Major mantuvo la mayor ambigüedad en sus compromisos concretos, o sea una respuesta negativa a Francia, que se encuentra en este caso sola frente a una superpotencia norteamericana con mejores bazas en la mano.
Rechazada y denunciada por Ruanda y por los «rebeldes zaireños», víctimas de sus aventuras imperialistas, Francia tuvo que acabar proponiendo una intervención estadounidense en la que ella ocuparía el lugar que le corresponde. La burguesía americana utilizó esta situación de fuerza para hacer pasar por el aro a Francia. Se puso a dar largas al asunto, diciendo que sí que estaba dispuesta a intervenir a condición de que se tratase de verdad de una operación «humanitaria» y no militar, de que nadie se involucrara en un conflicto local (lo cual no era un problema para Estados Unidos, al ser sus secuaces quienes, por ahora, han salido victoriosos) y diciendo cínicamente que «Estados Unidos no es el Ejército de Salvación». Además, la Casa Blanca se da el lujo de señalar con el dedo al imperialismo francés, acusándolo de ser el primer responsable del caos imperante en los Grandes Lagos. Los focos de la campaña orquestada sobre la venta de armas por parte de varios países a Ruanda durante el genocida de 1994, dirigida sobre todo contra el Estado francés, se han centrado en el papel sórdido desempeñado por Francia. El Big Boss ha sacado así a la luz la mezquindad y la codicia de un gobierno francés que «apoyaba a regímenes decadentes» y «que ya no es capaz de imponerse» (declaraciones de Daniel Simpson, embajador USA en Kinshasa) y que sólo pide ayuda a la llamada comunidad internacional para defender sus intereses imperialistas particulares.
Así, el imperialismo francés ha perdido posiciones frente a una ofensiva minuciosamente preparada por los estrategas del Pentágono. Se ve excluido de Africa del Este, empujado hacia el oeste, en una posición cada día más débil, con un «coto de caza» cada vez más reducido. Esta situación va a atizar las rivalidades, pues Francia intentará reaccionar como lo demuestra ya su intento de «recuperación» de Burundi durante la cumbre franco-africana, pidiendo que se levantara el embargo, a la vez que el caos que reinaba ya en la región de los Grandes Lagos se va ahora propagando hacia un Zaire ya tan gangrenado por la descomposición general. Su situación geográfica central en Africa, su enorme tamaño, así como sus impresionantes riquezas mineras hacen de Zaire una presa de primera categoría para los apetitos imperialistas. La perspectiva de su hundimiento acelerado y su dislocación, consecuencia del actual desplazamiento hacia ese país de las tensiones guerreras, conlleva la amenaza de una nueva explosión del caos, no ya sólo en ese país sino en todos sus vecinos, especialmente los del norte (Congo, República Centroafricana, Sudán) y los más cercanos como Gabón o Camerún, pertenecientes todos ellos al «coto privado» de Francia, lo cual nos da idea de la gran inquietud que hoy alberga la burguesía francesa en cuanto a la posibilidad de mantener sus prebendas africanas. Y este nuevo avance del caos imperialista no hará sino agravar en extensión y en profundidad la pavorosa miseria y la barbarie que ya imperan en la mayor parte del continente africano.
Todos estos hechos hacen aparecer claramente que la hipócrita «ayuda humanitaria» y los «discursos de paz» sólo sirven para que los tiburones imperialistas puedan ocultar sus nuevas aventuras guerreras; sólo sirven, pues, para acentuar el caos y la barbarie. Con un cinismo abominable, todas las burguesías nacionales echan lágrimas de cocodrilo sobre el trágico destino de las poblaciones locales o de los refugiados, cuando, en realidad, éstos y aquéllas, reducidos al estado de rehenes impotentes, son fríamente utilizados como arma de guerra en los enfrentamientos imperialistas entre las grandes potencias. Esta inmensa y cínica puesta en escena es montada con el concurso cómplice, sean o no conscientes de ello, de las asociaciones humanitarias, esas ONG, que han sido quienes han pedido ayuda a los gobiernos, exigiendo a voz en grito su intervención militar.
Esa constatación no es nueva. ¡Recordemos todas las «intervenciones por la paz» precedentes!. En 1992, en Somalia, la operación «humanitaria» ni acabó con las hambres crónicas ni con la guerra de clanes. En Bosnia, el envío entre 1993 y 1994 de todos los «soldados de la paz» franceses, ingleses o americanos, bajo las banderas de la ONU o de la OTAN, sólo sirvió para justificar cínicamente la presencia militar de las potencias imperialistas in situ y para «proteger» así, apoyando cada una a facciones particulares, los desmanes de los beligerantes. En 1994, en Ruanda, las grandes potencias fueron ya directamente responsables del desencadenamiento de las matanzas. Con la excusa de una intervención militar para «poner fin al genocidio», provocaron un éxodo masivo de poblaciones, creando precarios campos de refugiados. Después, apostaron por una degradación de la situación, presentada hoy como resultado de la fatalidad, para tramar nuevas intrigas asesinas.
En la escalada de sus rivalidades y en el cumplimiento de su rastrera labor por preservar o ganar posiciones en el terreno, todos esos gángsteres imperialistas, lejos de «restablecer el orden», lo único que hacen es incrementar el caos. Expresión de un capitalismo agonizante, precipitan en su barbarie guerrera a zonas cada vez más amplias del planeta, arrastran cada día más poblaciones hacia la muerte, en un ciclo infernal de matanzas, éxodos, hambres y epidemias.
Jos, 12/12/1996.
[1] En numerosos textos, ya hemos puesto de relieve que, en última instancia, el principal rival imperialista de Estados Unidos es Alemania, única potencia capaz de encabezar un posible nuevo bloque opuesto al que encabezaría aquél país. Sin embargo, y es ésa una de las características del caos actual, estamos muy lejos de semejante «ordenación» de los antagonismos imperialistas, lo cual deja cancha abierta a todo tipo de situaciones en las que los «segundones» como Francia intentan hacer su propio juego.
Crisis económica
Tras el hundimiento de los regímenes estalinistas, la burguesía es su gran campaña ideológica contra la clase obrera sobre la «superioridad del capitalismo» y la «imposibilidad del comunismo», anunciaba la llegada de un «nuevo orden mundial»: el fin de los bloques militares, la reducción de los presupuestos en armamento y la apertura de «nuevos mercados» en el Este iban a desembocar en una era de paz y de prosperidad. Desde entonces, los tales «dividendos de la paz» se han transformado en matanzas y conflictos más mortíferos unos que otros, y la perspectiva de «prosperidad» se ha transformado en agravación de la crisis y austeridad duplicada. En cuanto a la «apertura de nuevos mercados» en los países del Este, la realidad se ha encargado también de barrer las mentiras: el hundimiento económico y social de esos países durante los años 90 ha sido un agrio mentís a esa campaña de la burguesía.
Por eso, estamos hoy asistiendo a una multiplicación de informes de «expertos» y artículos en los media con los que se intenta reavivar algo el rescoldo de las ilusiones. Por eso hoy nos quieren hacer creer que «un período necesario y difícil se imponía para sanear la economía», que la larga transición se debería a la «pesada herencia del pasado» y así. Si se les hace caso, el futuro de la «nueva economía de mercado» volvería a ser radiante y los países del Este estarían en el camino de la estabilización y del enderezamiento económico. Del – 10% en 1994 a – 2,1% en 1995, la tasa de crecimiento pasaría ahora a +2,6% para el conjunto de la zona. Excepto algunas repúblicas de la antigua URSS, el retorno a tasas positivas de crecimiento sería general en 1996. «Después del temporal, la bonanza», ése vendría a ser el nuevo mensaje que la burguesía y sus medios de comunicación intentan hacer tragar, completando con la mentira propalada desde 1989 sobre «la victoria del capitalismo sobre el comunismo».
Demócratas y estalinistas se han puesto siempre de acuerdo para identificar estalinismo y comunismo, para así hacer creer a la clase obrera que era éste lo que imperaba en el Este. Esto permitió asociar hundimiento del régimen estalinista a muerte del comunismo, a quiebra del marxismo. Comunismo significa, en realidad, fin de la explotación del hombre por el hombre, fin del salario y fin de la división de la sociedad en clases antagónicas; es el reino de la abundancia en el cual «el gobierno sobre los hombres deja el sitio a la administración de las cosas» y todo eso sólo es posible a escala mundial. El Estado totalitario, la penuria generalizada, el reino de la mercancía y del salariado y las numerosas revueltas obreras resultantes, son testimonio del carácter plenamente capitalista y explotador de los regímenes que imperaron en esos países. De hecho, la forma estaliniana del capitalismo de Estado, herencia, no de la Revolución de octubre de 1917 sino de la contrarrevolución que la asesinó en un baño de sangre, se hundió arruinando por completo las formas de la economía capitalista que engendró en esos países pretendidamente «socialistas». No fue el comunismo lo que se desmoronó en el Este, sino una variante particularmente frágil y militarizada del capitalismo de Estado.
Que una constelación imperialista se haya desmoronado desde dentro, sin lucha, bajo el peso de la crisis y de sus propias contradicciones, es una situación totalmente inédita en la historia del capitalismo. Si hoy es la crisis la que ha originado la desaparición de un bloque imperialista y no, como había ocurrido en el pasado, una derrota militar o una revolución, ello se debe a que el sistema como un todo ha entrado en su fase terminal: su fase de descomposición. Esta fase se caracteriza por una situación en la que las dos clases fundamentales y antagónicas de la sociedad se enfrentan sin conseguir imponer su propia respuesta a las contradicciones insuperables del capitalismo: la guerra generaliza para la burguesía, el desarrollo de una dinámica hacia la revolución para el proletariado. Ahora que la contradicciones del capitalismo en crisis no hacen sino agravarse, la incapacidad de la burguesía para ofrecer la menor perspectiva para el conjunto de la sociedad y las dificultades del proletariado para afirmar abiertamente la suya en lo inmediato, no pueden sino desembocar en una descomposición generalizada, de putrefacción de raíz de la sociedad. Son esas condiciones históricas nuevas, inéditas – la situación momentánea de atolladero de la sociedad –las que explican por qué la crisis del capitalismo ha tenido y sigue teniendo consecuencias tan arrasadoras y de tal amplitud y gravedad.
En efecto, la caída de la producción en los países del Este después de 1989 ha sido la más importante de toda la historia del capitalismo, mucho más grave que durante la crisis de los años 1930 o cuando la entrada en guerra durante el segundo conflicto mundial. En la mayoría de esos países, la producción ha caído más abajo de los – 30% que tuvo Estados Unidos entre 1929 y 1933. Después de 1989, el hundimiento de la producción ha alcanzado – 40% en Rusia y casi – 60% en antiguas repúblicas de la extinta URSS como Ucrania, Kazajistán o Lituania, retrocesos mucho mayores que en el momento de la derrota soviética de 1942 ante la invasión alemana (– 25%). La producción de Rumania ha bajado 30%, las de Hungría y Polonia 20%. Esta gigantesca destrucción de fuerzas productivas, esa brutal y repentina degradación de las condiciones de vida de partes enteras de la población mundial son ante todo el resultado de la crisis mundial e histórica del sistema capitalista. Esos fenómenos, análogos por su significado y amplitud a las decadencias de los modos de producción del pasado no tienen, sin embargo, parangón en cuanto a su violencia. Son la expresión de lo que puede engendrar un sistema en su fase final: precipitar en la miseria casi absoluta, y eso del día a la mañana, a decenas cuando no a centenas de millones de seres humanos.
Tras semejante caída de la producción, tras semejante degradación en las condiciones de vida de toda una parte del planeta, es un poco indecente hablar de tasas de crecimiento positivas. Partiendo de cero, matemáticamente, ¡el crecimiento es infinito! En efecto, la tasa de crecimiento es tanto más elevada cuanto más débil es la base de partida: incrementar en una sola unidad (producir un camión suplementario, por ejemplo) que se añade a dos producidas anteriormente es una tasa de crecimiento de 50%. En cambio, aumentar en 10 unidades con una base de 100 corresponde a una tasa de crecimiento más débil, 10%. En ese contexto, las tasas positivas de crecimiento anunciadas no significan gran cosa.
Hablar de «retorno a futuros florecientes» es, casi como la expresión lo indica, una estafa siniestra. Tanto en el plano de la evolución de la producción y de los ingresos como de la dinámica general del sistema capitalista, todo no hace sino cerrar todavía más el callejón sin salida en que están metidas esas partes del mundo. Recurrir masivamente al crédito y a los déficits presupuestarios, como así fue con la reunificación alemana, o el empobrecimiento brutal y generalizado en los demás países del Este, no ofrecen ninguna base sólida para prever una mejora en la situación económica y social.
El ejemplo de la reunificación alemana es significativo en muchos aspectos. Obligada políticamente a asumir una unificación que se le imponía, la burguesía alemana tuvo que recurrir a medios excepcionales para evitar ser sumergida por un éxodo de población y por una poderosa marea de descontento social. En efecto, la reunificación sólo ha sido posible gracias a una transferencia masiva de capitales del Oeste al Este para financiar inversiones y programas sociales: unos 200 mil millones de marcos por año, equivalentes al 7% de PIB del Oeste, pero equivalentes al 60% del PIB del Este. La integración de la RDA en la «gran familia alemana» nos ha sido presentada como ejemplo de transición exitosa: la tasa de crecimiento en los territorios de la antigua RDA en 1994 ascendió a cerca del 20%.
Pero como decía Lenin, «los hechos son testarudos»: las regiones del Este produjeron 382 mil millones de marcos de riquezas en 1995... con 83 mil millones de exportaciones y 311 mil millones de importaciones, o sea, un déficit comercial de 228 mil millones, o sea, lo equivalente al 60% del PIB de esos länder orientales. Así es como se explican esas asombrosas tasas de crecimiento que nos presentan. En realidad, ese impresionante apoyo a la actividad económica del Este se ha realizado apostando por un porvenir de lo más incierto y sólo ha sido posible mediante un aumento de la deuda pública de Alemania, que ha pasado del 43% del PIB en 1989 al 55% en 1994, o sea un incremento del 12% en cinco años. Esa estrategia de incrementar la deuda pública para mantener la actividad ha dejado los problemas para más tarde y cierta actividad ha podido mantenerse en las regiones orientales, se han podido renovar ciertas infraestructuras y las transferencias de ingresos han mantenido el nivel de compra de bienes en las empresas del Oeste. Sin embargo, el mantenimiento de las actividades en el Este se ha hecho sobre todo en el sector de la construcción y de obras públicas con el objeto de restablecer las infraestructuras, objetivo estratégico esencial para la burguesía alemana. En realidad, ese sector no podrá servir para un despegue duradero de la actividad del Este de Alemania. Apenas apagadas las luces del séptimo aniversario de la reunificación, una sombría perspectiva se perfila con el agotamiento de las actividades en construcción y obras públicas, la baja progresiva de las transferencias masivas hacia lo que fue RDA y una austeridad creciente. Habrá algunas actividades a las que les costará despegar habida cuenta de la recesión general y de la saturación de los mercados a nivel mundial. Desde 1993, el Estado alemán pasa la factura de la reunificación a la clase obrera, primero, mediante un importante aumento de impuestos y después con una austeridad implacable: incremento de la jornada de trabajo en el sector público, cierre de equipamientos, subidas brutales de tarifas públicas, reducciones masivas de plantillas en las administraciones.
Si la situación en lo que fue RDA podría dar ilusiones, pues para Alemania alcanzar cierta estabilidad en esa parte del país era una baza geoestratégica de la primera importancia, para quien quiere ver más allá de los discursos embaucadores, la situación económica y social en los demás países del Europa del Este sigue siendo catastrófica. Excepto Croacia, Eslovenia y República Checa, países que ya han pasado a crecimientos positivos (y ya hemos visto antes lo que cabía pensar al respecto), los demás se estancan o recaen; el globo se está deshinchando: la tasa de crecimiento de Albania ha caído a 6% en 1995 tras haber subido 11% en 1993, el de Bulgaria (3%) y el de Armenia (7%) han tocado techo desde el año pasado, el de Hungría ha pasado de 2,5% en el 94 a 2% en el 96, el de Polonia de 7% en 1995 al 6% en 1996, el de Eslovaquia de 7% en 1995 a 6% en 1996, el de Rumanía de 7% en 1995 a 4% en 1996 y el de los tres países bálticos de 5% en 1994 a 3,2% en 1996. Los otros datos económicos no son más brillantes.
Cierto es que la hiperinflación ha sido contenida, pero con pócimas como las administradas al Tercer mundo. Planes drásticos de austeridad, despidos y recortes a mansalva en los presupuestos sociales del Estado han bajado las tasas de infación a niveles más «aceptables», pero siempre muy elevados y, en bastantes países, superiores incluso a los de hace cinco años.
Inflación (%)
País 1990 1995
Bulgaria 22 62
R. Checa ........... 11 ....... 9
Hungría ............. 29 ..... 28
Polonia ............ 586 ..... 28
Rumanía .............. 5 ..... 32
Eslovaquia ........ 11 ..... 10
Rusia ................... 6 ... 190
Ucrania ............... 4 ... 375
Otros muchos aspectos económicos, típicos de la tercermundización creciente de esos países aparecen más y más. Casi todas las actividades están orientadas hacia la ganancia a corto plazo, los capitales se invierten en el extranjero o se colocan prioritariamente en actividades especulativas y sólo de manera marginal son reinyectados en el sector productivo. Cuando la ganancia «oficial», «legal» es insuficiente por lo mucho que se ha degradado la situación económica, los ingresos de origen criminal se incrementan. Éstos, muy infravalorados, representarían ya el 5% del PIB en Rusia y aumentan fuertemente (1% en 1993) situándose por encima del doble de la media mundial (2%).
Típico igualmente de los países subdesarrollados es el crecimiento espectacular de la economía subterránea y del autoconsumo para compensar en lo posible la caída drástica de los ingresos oficiales. Esto se comprueba en la separación que se aprecia entre la caída de los ingresos por salario, que es enorme, y la del consumo, que es menor. De hecho, el consumo lo mantiene una minoría entre el 5 y el 15 % de la población que está sacando provecho de la «transición» y, por otro lado está cada día más compuesto de bienes de origen no monetario (actividades agrícolas privadas). En Bulgaria, por ejemplo, en donde los salarios reales han bajado 42% en 1991 y 15% en 1993, la parte de ingresos oficiales ha disminuido 10% en dos años en el total de ingresos familiares (44,8% en 1990 a 35,3 en 1992) y, en cambio, la parte de ingresos agrícolas no monetarios aumentan 16% (21,3% a 37,3%). O sea que para sobrevivir, los trabajadores de esos países deben buscar ingresos suplementarios para compensar unos salarios cada día más bajos, cobrados por un trabajo cada día más duro y en condiciones cada día más degradadas. Resultado: una brutal pauperización para la inmensa mayoría de la población. El Unicef ha establecido un umbral de la pobreza correspondiente a un nivel de 40 a 50% por debajo de los ingresos reales medios de 1989 (antes de la «reformas»).
A los datos les sobran comentarios: multiplicación por un factor entre dos y seis de la cantidad de hogares que viven por debajo del umbral de pobreza. En Bulgaria, más de la mitad de las familias del país viven por debajo de ese umbral, 44% en Rumanía y una tercera parte en Eslovaquia y Polonia.
Porcentaje de hogares por debajo del umbral de pobreza (estimación)
País 1989 90 92 93
Bulgaria 13,8 57
R. Checa 4,2 25,3
Hungría (*) 14,5 19,4
Polonia 22,9 37,7
Rumanía 30 44,3
Eslovaquia 5,7 34,5
(*) en porcentaje de la población
Fuente: Unicef, Crisis in Mortality, Helth and Nutrition, MONEE Database, agosto de 1994, p. 2.
Estimación del PNB por habitante en relación
con el poder adquisitivo
(Estados Unidos = 100)
País 1987 94 94/87
Tayikistán 12,1 3,7 31%
Azerbaiyán 21,7 5,8 27%
Kirguizistán 13,5 6,7 50%
Armenia 26,5 8,3 31%
Uzbekistán 15,5 9,2 74%
Bolivia 9,3
Ukrania 20,4 10,1 50%
Kazajistán 24,2 10,9 45%
Letonia 24, 12,4 51%
Lituania 33,8 12,7 38%
Rumanía 22,7 15,8 70%
Bielorrusia 25,1 16,7 67%
Bulgaria 23,5 16,9 72%
Estonia 29,9 17,4 58%
Rusia 30,6 17,8 58%
Túnez 19,4
Hungría 29,9 23,5 81%
Eslovenia 33,3 24,1 72%
México 27,2
R. Checa 44,1 34,4 78%
Este cuadro ilustra la caída de los antiguos países del bloque estalinista a niveles tercermundistas y permite evaluar la degradación del nivel de vida de la población en esos países: la segunda columna de cifras indica el poder adquisitivo medio en 1994 comparado con Estados Unidos (=100) y la tercera expresa este nivel comparado con el de 1987. Además, este cálculo subestima la realidad de la deterioración de las condiciones de vida de la clase obrera, puesto que mide la evolución de un poder adquisitivo medio. Da, sin embargo, una primera idea de la profundidad de la caída, caída tanto más dolorosa porque ya el nivel de partida era bajísimo: un nivel de vida tres veces más bajo para los habitantes de buena cantidad de repúblicas de la extinta URSS, un nivel casi dos veces menor en Rusia y una disminución media de 30% en los demás países. Comparando el nivel de esos países con otros, se comprueba que forman plenamente parte del Tercer mundo: Rusia (17,8%) ocupa un rango comparable a Túnez (19,4%) o Argelia, por debajo incluso de Brasil (21), la mayoría de aquellas repúblicas están a la altura de Bolivia (9,3) y, para los menos desfavorecidos, a la de México (27,2%). Puede apreciarse con esos datos toda la vacuidad mentirosa de los discursos sobre las perspectivas de desarrollo y de porvenires radiantes.
A medida que la realidad es mejor conocida, las últimas esperanzas y todas las teorías sobre una posible mejora de la situación se esfuman. Los hechos hablan por sí solos: es imposible que la economía de esos países se enderece. No hay mayores esperanzas para los países del antiguo bloque del Este que las que hay desde hace más de 100 años para los países del Tercer mundo. Ni el antiguo orden reformado, ni la variante «liberal» del capitalismo occidental, que también es capitalismo de Estado pero con una forma mucho más sofisticada, podrán ser una solución de recambio. Lo que está en crisis es el sistema capitalista como un todo. La ausencia de mercados, la austeridad no son algo típico de los países del Este arruinados o del Tercer mundo agónico; esos mecanismos están en el corazón del capitalismo más desarrollado y golpean a todos los países.
C. Mcl
Fuentes:
- L’économie mondiale en 1997, CEPII, Ed. La découverte, col. Repères nº 200.
- «Transition démocratique à l’Est», la Documentation française nº 5023.
- Rapport sur le développement dans le monde 1996: «De l’économie planifiée à l’économie de marché», Banco mundial.
En el artículo precedente vimos que el KPD se funda en Alemania a finales de diciembre de 1918 al calor de las luchas. Aunque los espartaquistas habían cumplido una excelente labor de propaganda contra la guerra y habían intervenido con determinación y gran claridad en el movimiento revolucionario mismo, el KPD no era todavía un partido sólido. La construcción de la organización acababa de iniciarse, su tejido organizativo era todavía un entramado flojo. Durante su Congreso de fundación, el Partido está marcado por una gran heterogeneidad. Se enfrentan posiciones diferentes no sólo sobre la cuestión del trabajo en los sindicatos y la de la participación en el parlamento sino, y ello es más grave todavía, hay, sobre la cuestión organizativa, grandes divergencias. Sobre esto, el ala marxista en torno a R. Luxemburg y L. Jogiches es minoritaria.
La experiencia de este partido «por terminar» muestra que no basta con proclamar el partido para que éste exista y actúe como tal. Un partido digno de tal nombre debe disponer de una estructura organizativa sólida que debe apoyarse en un mismo concepto de la unidad de la organización en cuanto a su función y a su funcionamiento.
La inmadurez del KPD a este nivel hizo que no pudiera desempeñar de verdad su papel respecto a la clase obrera.
Fue una tragedia para la clase obrera en Alemania (y por consiguiente para el proletariado mundial), la cual, durante esta fase tan decisiva de la posguerra, no pudo beneficiarse, en su combate, de un apoyo eficaz del partido.
Una semana después del congreso de fundación del KPD, la burguesía alemana, a principios de enero de 1919, manipula el levantamiento de enero (ver Revista internacional nº 83). El KPD pone inmediatamente en guardia contra esa insurrección prematura. La Central subraya que no es todavía la hora del asalto contra el Estado burgués.
Ahora que la burguesía monta una provocación contra los obreros, ahora que la cólera y las ganas de pelea se extienden por la clase obrera, una de las figuras del KPD, Karl Liebknecht se lanza a la batalla junto a los «hombres de confianza revolucionarios», en contra de las decisiones y haciendo caso omiso de las advertencias del Partido.
No sólo la clase obrera en su conjunto sufre una trágica derrota, sino que además los golpes de la represión alcanzan muy especial y duramente a los militantes revolucionarios. Además de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, son pasados por las armas cantidad de ellos, como Leo Jogiches, asesinado en marzo de 1919. Y es así como el KPD queda decapitado.
No es casualidad si es precisamente el ala marxista, en torno a Rosa y a Jogiches, el blanco de la represión. Esa ala, que de siempre se había preocupado por la cohesión del partido, aparece en todo instante como la defensora más resuelta de la organización.
El KPD se ve luego obligado a vivir en la ilegalidad durante meses, con algunas interrupciones. De enero a marzo de 1919, Die Röte Fahne no puede aparecer y tampoco después, de mayo a diciembre. Así, en las oleadas de huelgas de febrero y abril (ver Revista internacional nº 83) no podrá desempeñar el papel que le corresponde. Su voz queda prácticamente ahogada por el Capital.
Si el KPD hubiera sido un partido lo bastante fuerte, disciplinado e influyente para desenmascarar la provocación de la burguesía de la semana de enero, e impedir que los obreros cayeran en la trampa, el movimiento habría conocido otros derroteros.
La clase obrera pagaba así muy caras las debilidades organizativas del partido, el cual se convierte en blanco de la represión más brutal. Se abre la veda de los comunistas por todas partes. Quedan a menudo rotas las comunicaciones entre lo que queda de la Central y los distritos del partido. En la Conferencia nacional del 29 de marzo de 1919 se constata que «las organizaciones locales están anegadas de agentes provocadores».
«En lo que al tema sindical se refiere, la conferencia piensa que la consigna «¡Fuera de los sindicatos!» no se adapta por ahora (...). La agitación sindicalista productora de confusión debe ser combatida no con medidas de coerción, sino mediante la clarificación sistemática de las divergencias de concepción y de táctica» (central del KPD, Conferencia nacional del 29.03.19). Sobre las cuestiones programáticas, se trata en un primer tiempo, y ello es justo, de ir al fondo de las divergencias mediante la discusión.
Durante la Conferencia celebrada el 14 y 15 de junio de 1919 en Berlín, en KPD adopta sus estatutos, los cuales afirman la necesidad de un partido estrictamente centralizado. Y, aunque el partido toma posición claramente contra el sindicalismo, se recomienda que no se tome ninguna medida contra aquellos miembros que pertenecieran a los sindicatos.
Durante la Conferencia de agosto de 1919, se decide nombrar un delegado por distrito del partido (hay 22), sin tener en cuenta su tamaño. En cambio, cada miembro de la Central posee un voto. Durante el Congreso de fundación de enero de 1918, no se había establecido ningún modo de nombramiento de los delegados y tampoco se había precisado la cuestión de la centralización. En agosto de 1919, la Central tiene demasiados votos, mientras que la voz y el voto de las secciones locales son limitadas. Existe así un peligro de que la Central se autonomice, lo cual refuerza la desconfianza ya existente respecto a ella. Sin embargo, el punto de vista de la Central y de Levi (elegido entonces dirigente de ella) consistente en defender la necesidad de seguir en los sindicatos y en el parlamento, no consigue imponerse en la medida en que la mayoría de los delegados se inclina hacia las posiciones de la Izquierda.
Como ya mostramos en la Revista internacional 83, las numerosas oleadas de lucha que sacuden Alemania en la primera mitad del año 1919 y en las que apenas si se oye la voz del KPD, arrojan fuera de los sindicatos a cantidad de obreros. Los obreros se dan cuenta de que los sindicatos, como órganos clásicos de reivindicación ya no pueden cumplir su papel de defensa de los intereses obreros desde que, durante la guerra mundial, junto a la burguesía, impusieron la Unión sagrada y que, de nuevo, en esta situación revolucionaria, vuelven a estar junto a ella. Además, tampoco hay la misma ebullición que en el mes de noviembre y diciembre de 1918 cuando los obreros se habían unificado en los consejos obreros y habían pusto en entredicho el Estado burgués.
En esta situación, muchos obreros crean «organizaciones de fábrica» que deberían agrupar a todos los obreros combativos en «Uniones». Éstas redactan plataformas en parte políticas con vistas al derrocamiento del sistema capitalista. Muchos obreros piensan entonces que las Uniones deben ser el lugar exclusivo de reunión de las fuerzas proletarias y que el partido debe disolverse en su seno. Es ése el período durante el cual las ideas anarcosindicalistas, al igual que las del comunismo de consejos, encuentran un amplio eco. Más de 100 000 obreros se juntan en las Uniones. En agosto de 1919 se funda en Essen la Allgemeine Arbeiter Union (AAU, Unión general de obreros).
Mientras tanto, la posguerra acarrea una rápida deterioración de las condiciones de vida de la clase obrera. Si ya durante la guerra, tuvo que derramar su sangre y soportar hambre, y el invierno de 1918-19 la ha dejado totalmente agotada, la clase obrera debe ahora seguir pagando el precio de la derrota del imperialismo alemán en la guerra. En efecto, durante el verano de 1919 se firma el tratado de Versalles, el cual impone al Capital alemán -y sobre todo a la clase obrera del país- la carga del pago de las reparaciones de guerra.
En esta situación, la burguesía alemana, que tiene el mayor interés en reducir al máximo el peso del castigo, intenta hacer al proletariado su aliado frente a las «exigencias» de los imperialismos vencedores. Y así apoya todas las voces que van en ese sentido, especialmente las de algunos dirigentes del partido en Hamburgo. Ciertas fracciones del ejército se ponen en contacto con Wolffheim y Laufenberg, quienes, a partir del invierno de 1919-20, van a defender la «guerra nacional popular», en la cual la clase obrera debería hacer causa común con la clase dominante alemana, «luchando contra la opresión nacional».
Es en un contexto de reflujo de las luchas obreras, tras las derrotas sufridas en la primera mitad del 1919, cuando tiene lugar, del 20 al 24 de octubre, el IIº Congreso del KPD en Heidelberg. La situación política y el informe de administración son los primeros puntos del orden del día. En el análisis de la situación política se abordan sobre todo el aspecto económico y el imperialista, y, especialmente, la posición de Alemania. No se dice casi nada de la relación de fuerzas entre las clases a nivel internacional. El debilitamiento y la crisis del partido parecen haber suplantado el análisis del estado de la lucha de clases a nivel internacional. Por otra parte, cuando de lo que se trata en prioridad es de hacerlo todo por agrupar el conjunto de las fuerzas revolucionarias, de entrada la Central propone sus «Tesis sobre los principios comunistas y la táctica», procurando imponerlas. Ciertos aspectos de esas Tesis van a tener importantes consecuencias para el partido y abrir la puerta a escisiones múltiples.
Las Tesis subrayan que «la revolución es una lucha política de las masas proletarias por el poder político. Esta lucha se lleva a cabo por todos los medios políticos y económicos (...) El KPD no puede renunciar por principio a ningún medio político al servicio de la preparación de esas grandes luchas. La participación en las elecciones debe tenerse en cuenta como uno de esos medios». Más adelante, las Tesis abordan la cuestión de la labor de los comunistas en los sindicatos para «no aislarse de las masas».
Esa labor en los sindicatos y en el parlamento no se plantea como una cuestión de principio, sino como algo táctico.
En el plano organizativo, las tesis rechazan, con razón, el federalismo, subrayando la necesidad de la más rigurosa centralización.
El último punto, sin embargo, cierra las puertas a toda discusión al afirmar que :«los miembros del KPD que no compartan estas ideas sobre la naturaleza, la organización y la acción del partido deberán separarse de él».
Verdad es que desde el principio, son profundas las divergencias en el seno del KPD sobre problemas fundamentales como son la labor en los sindicatos y la participación en las elecciones al parlamento.En el congreso de fundación del partido, la primera Central elegida defendía una posición minoritaria sobre esas cuestiones y procuraba no imponerlas. Esto reflejaba una comprensión justa sobre la cuestión de la organización, especialmente en los miembros de la dirección, los cuales no abandonaron el partido a causa de esta divergencia, sino que la concebían como algo que debía esclarecerse en futuras discusiones ([1]).
Hay que tener en cuenta que la clase obrera, sobre todo desde el inicio de la Iª Guerra mundial, había ido adquiriendo una experiencia importante para empezar a despejar un punto de vista claro contra los sindicatos y contra las elecciones parlamentarias burguesas. A pesar de estas clarificaciones, las posturas sobre esos temas no eran todavía entonces fronteras de clase ni tampoco razones suficientes para hacer escisión. Ninguna parte del movimiento revolucionario había podido todavía plantear, global y coherentemente, las consecuencias del cambio de período histórico que se estaba produciendo, o sea la entrada del capitalismo en su fase de decadencia. Predominaba todavía entre los comunistas la mayor heterogeneidad, y, en la mayoría de los países hay divergencias sobre esas cuestiones. Es el mérito de los comunistas de Alemania el haber abierto la vía a la clarificación, haber formulado las primeras posiciones de clase sobre esas cuestiones. Además, a nivel internacional, están en minoría por entonces. Al insistir en los consejos obreros como única arma del combate revolucionario, en el momento de su fundación en marzo de 1919, la Internacional comunista muestra que toda su orientación va en el sentido de rechazar los sindicatos y el parlamento. Pero la IC no tiene todavía una postura zanjada cimentada teóricamente para definir claramente su actitud. En su congreso de fundación, el KPD adopta una posición justa, pero sin que sus bases teóricas se hayan desarrollado lo suficiente. Todo eso refleja la heterogeneidad y sobre todo la inmadurez del movimiento revolucionario en aquel entonces. Se ve enfrentado a una situación objetiva que ha cambiado fundamentalmente con un retraso en su conciencia y en la elaboración teórica de sus posiciones. En todo caso, está claro que el debate sobre esas cuestiones es indispensable, que debe ser impulsado y que es no se puede evitar. Por todas esas razones, las divergencias programáticas sobre la cuestión sindical y sobre la participación en las elecciones no pueden ser, en ese momento, motivo de exclusión del partido o de escisión por quienes defienden una o la otra de las posturas en presencia. Adoptar la actitud opuesta hubiera significado la exclusión de R. Luxemburg y de K. Liebknecht, los cuales, en el Congreso de fundación habían sido elegidos para la Central sin la menor oposición aún perteneciendo a la minoría sobre la cuestión sindical y la participación en las elecciones.
Pero es sobre la cuestión de la organización sobre lo que el KPD está más profundamente dividido. En su Congreso de fundación, no es más que una agrupación, situada a la izquierda del USPD, dividida en varias alas sobre todo sobre la cuestión de la organización. El ala marxista en torno a Rosa Luxemburg y Leo Jogiches, defensores más determinados de la organización, de su unidad y centralización, se enfrenta a quienes subestiman la necesidad de la organización o sienten desconfianza hacia ella, cuando no hostilidad.
Por eso es por lo que el primer reto al que se enfrenta el IIº Congreso del partido es el de la defensa y la construcción de la organización.
Pero las condiciones objetivas ya no le son muy favorables. En efecto:
Al mismo tiempo, se arraigan las ideas consejistas y anarcosindicalistas. Los partidarios de las Uniones son favorables a la disolución del partido en ellas, otros están a favor de retirarse de las luchas reivindicativas. Insinuaciones como «partido de jefes», «dictadura de jefes» empiezan a circular, lo cual muestra que las tendencias antiorganización ganan terreno.
Durante ese congreso, los conceptos organizativos erróneos que lo atraviesan van a ser la causa de un verdadero desastre.
Ya para el nombramiento de los delegados, Levi se las arregla para que el reparto de votos se establezca en beneficio de la Central. Echa así por la borda los principios políticos que habían prevalecido en el Congreso de fundación, incluso si en este Congreso no se logró redactar los estatutos ni definir el reparto preciso de las delegaciones. En lugar de tener la preocupación de la representatividad de los delegados locales que expresan, por muy heterogéneas que sean, las posiciones políticas en las secciones, aquél empuja, como lo hizo en agosto de 1919 en Francfort, para que la posición de la Central sea siempre la mayoritaria.
Así pues, desde el principio, la actitud de la Central agudiza las divisiones y prepara la exclusión de la verdadera mayoría.
Por otra parte, al igual que los demás debates que se están desarrollando en todos los partidos comunistas sobre la cuestión del parlamento y de los sindicatos, la Central hubiera debido presentar sus Tesis como contribución a la discusión, como medio de proseguir la clarificación y no como medio de ahogarla y expulsar del partido a los defensores de la postura contraria. El primer punto de las Tesis, que prevé la exclusión de todos aquellos que tengan divergencias, refleja un enfoque organizativo erróneo, el del monolitismo, en contradicción con la concepción marxista del ala que se había agrupado en torno a Luxemburg y Jogiches, quienes siempre habían preconizado la discusión más amplia posible en el conjunto de la organización.
Mientras que en el Congreso de fundación, la Central elegida adoptó el punto de vista político justo de no considerar motivos de exclusión o de escisión las divergencias existentes, incluso en cuestiones fundamentales como la de los sindicatos y la participación en las elecciones, la elegida en el IIº Congreso, apoyándose en un falso concepto de la organización, contribuye a la disgregación fatal del partido.
Los delegados que representan la posición mayoritaria surgida del Congreso de fundación, conscientes del peligro, exigen la posibilidad de consultar a sus secciones respectivas y de «no precipitar la decisión de una escisión».
Pero la Central del partido exige una decisión inmediata. Treinta y uno de los participantes que disponen de voto lo hacen en favor de las Tesis y 18 en contra. Estos 18 delegados, que representan en su mayoría a los distritos del partido más importantes en número y delegados casi todos ellos de las ex ISD/IKD, son desde ahora considerados como excluidos.
Para tratar con responsabilidad una discusión en una situación de divergencia, es necesario que cada posición pueda ser presentada y debatida ampliamente y sin restricciones. Además, Levi, en su ataque contra el ala marxista, hace amalgama de todas las divergencias y utiliza el arma de la deformación pura y simple.
Pues existen, en efecto, en este Congreso las más diversas divergencias. Otto Rühle, por ejemplo, toma abiertamente postura contra el trabajo en el parlamento y en los sindicatos, pero sobre la base de una orientación consejista. Y ataca sin concesiones «la política de los jefes».
Los camaradas de Bremen, adversarios también de todo trabajo en el parlamento y en los sindicatos, no rechazan el partido, sino al contrario. Sin embargo, en el Congreso, no defienden ni enérgica ni claramente su punto de vista dejando cancha libre a las actuaciones destructoras de aventureros como Wolffheim y Laufenberg así como a federalistas y unionistas.
Reina también una confusión general. Los diferentes puntos de vista no aparecen claramente. Especialmente sobre la cuestión organizativa, en la que debería efectuarse una ruptura clara entre partidarios y adversarios del partido, todo está revuelto.
La postura de rechazo de los sindicatos y de las elecciones parlamentarias no puede ponerse en el mismo plano de igualdad que la del rechazo, por principio, del partido. Por desgracia, lo que hace Levi es lo contrario, cuando define a todos aquellos que están en contra del trabajo en los sindicatos y en el parlamento, como enemigos del partido. Así deforma totalmente las posiciones y falsea por completo lo que está en juego.
Frente a esta manera de proceder de la Central hay diferentes reacciones. Únicamente Laufenberg y Wolffheim, y otros dos delegados, consideran la escisión como inevitable y la sancionan proclamando esa misma noche la fundación de un nuevo partido. Antes, esos dos individuos se había dedicado a propalar la desconfianza llamando a retirar la confianza en la Central diciendo que había problemas en el informe de finanzas. En una maniobra turbia, intentaron incluso evitar todo debate abierto sobre la cuestión de la organización.
Los delegados de Bremen adoptan en cambio una actitud responsable. No quieren que se les expulse. Vuelven al día siguiente para proseguir su actividad de delegados. Pero la Central hace mudar de sitio la reunión a un lugar secreto impidiendo así la presencia de esa minoría. Se quita así de encima a una parte importante de la organización no sólo gracias a maniobras en el modo de designación de los delegados sino excluyéndolos del Congreso.
El Congreso está impregnado de ideas falsas sobre la organización. La Central de Levi tiene un concepto monolítico de la organización, según el cual no habría sitio para posturas minoritarias en el partido. Exceptuando a los camaradas de Bremen, los cuales, a pesar de las divergencias, luchan por quedarse en la organización, la propia oposición comparte la idea monolítica pues si lo pudiera también ella excluiría a la Central. Por otro lado, se está yendo a toda velocidad hacia la escisión con las bases más confusas. El ala que representa el marxismo en las cuestiones organizativas no ha logrado imponer su punto de vista.
Se instala así entre los comunistas de Alemania una tradición que se repetirá después sistemáticamente: cada divergencia acaba en escisión.
Como decíamos arriba, las Tesis, que sólo ven todavía el trabajo en el parlamento y los sindicatos desde un enfoque más bien táctico, expresan una dificultad extendida entonces en el conjunto del movimiento comunista: la de sacar las lecciones de la decadencia del capitalismo y reconocer que ésta ha hecho surgir nuevas condiciones que vuelven caducos los antiguos medios de lucha.
El parlamento y los sindicatos se han convertido en engranajes del aparato de Estado. La izquierda ha percibido ese proceso más que haberlo comprendido teóricamente.
En cambio, la orientación táctica tomada por la dirección del KPD, al basarse en une visión confusa de esas cuestiones, va a participar en el rumbo oportunista que ha tomado el partido y que, con el pretexto de no «separarse de las masas», lo lleva a hacer cada vez más concesiones respecto a quienes han traicionado al proletariado. Esta deriva va a ilustrarse también en la tendencia a buscar entendimientos con el USPD centrista para así convertirse en «partido de masas». Por desgracia, al excluir masivamente a todos aquéllos que tienen divergencias con la orientación de la dirección, el KPD elimina de sus filas a una cantidad importante de militante fieles al partido y se priva así del indispensable oxígeno de la crítica, único capaz de frenar esta gangrena oportunista.
La base de esa tragedia es la incomprensión de la cuestión de la organización y de su importancia. Una lección esencial que hoy debemos sacar es que toda escisión o exclusión es un acto demasiado serio y de grandes consecuencias que no debe tomarse a la ligera. Una decisión así sólo es posible al cabo de una clarificación previa en profundidad y concluyente. Por eso, esa comprensión política fundamental debe constar en los estatutos de toda organización revolucionaria con la mayor claridad.
La Internacional Comunista misma, la cual por un lado apoya la posición de Levi sobre la cuestión sindical y parlamentaria, insiste, por otro lado, en la necesidad de que siga el debate de fondo y rechaza cualquier ruptura causada por esas divergencias. En el Congreso de Heidelberg, la dirección del KPD actuó por cuenta propia sin tomar en consideración la opinión de la IC.
En reacción a su exclusión del partido, los militantes de Bremen crean un Buró de información para el conjunto de la oposición con el fin de mantener los contactos entre los comunistas de izquierda de Alemania. Tienen una comprensión justa de cuál es la labor de fracción. Preocupados por evitar el estallido del partido, mediante intentos de compromiso sobre los puntos en litigio más importantes de la política de la organización (las cuestiones sindical y parlamentaria), aquellos luchan por mantener la unidad del KPD. Con este fin, el 23 de diciembre de 1919, el «Buró de Información» lanza el siguiente llamamiento:
«1. Convocatoria de una nueva conferencia nacional a finales de enero.
2. Admisión de todos los distritos que pertenecían al KPD antes de la conferencia nacional, reconozcan o no las Tesis.
3. Discusión inmediata de las Tesis y de las propuestas con vistas a la conferencia nacional.
4. La Central se compromete, hasta la convocatoria de una nueva conferencia, a cesar toda actividad escisionista» (Kommunistische Arbeiter Zeitung nº 197).
Al proponer, para el IIIer Congreso, enmiendas a las Tesis y al reivindicar su reintegración en el partido, los militantes de Bremen asumen una verdadera labor de fracción. En el plano organizativo, sus propuestas de enmienda tienen el objetivo de reforzar la posición de los grupos locales del partido respecto a la Central, mientras que en las cuestiones sindical y parlamentaria hacen concesiones a las Tesis de la Central. En cambio, ésta última, en los distritos de donde proceden los delegados excluidos (Hamburgo, Bremen, Hannover, Berlín y Dresde) sigue con su política escisionista organizando nuevos grupos locales.
En el IIIer Congreso que se verifica el 25 y 26 de febrero de 1920 aparecen claramente las pérdidas. Mientras que en octubre de 1919, el KPD tenía más de 100000 miembros, ya sólo le quedan ahora unos 40000. Además, la decisión del Congreso de octubre de 1919 ha dejado una falta de claridad tal que en el Congreso de febrero reina la mayor confusión sobre la pertenencia o no al KPD de los militantes de Bremen. Sólo será en ese IIIer Congreso cuando se tome la decisión definitiva de exclusión, aunque de hecho ya había entrado en vigor en octubre de 1919.
Tras el golpe de Kapp que acaba de producirse, en una conferencia nacional de la oposición del 14 de marzo de 1920, el Buró de información de Bremen declara que no puede tomar a su cargo la responsabilidad de crear un nuevo partido comunista y se disuelve. A finales de marzo, después del IIIer congreso, los militantes de Bremen vuelven al KPD.
En cambio, los delegados de Hamburgo, Laufenberg y Wolfheim, inmediatamente después de su exclusión, habían anunciado la fundación de un nuevo partido. Ese modo de hacer no tiene nada que ver con el enfoque marxista sobre la cuestión organizativa. Toda su actitud, después de su exclusión, revela intenciones destructoras para con las organizaciones revolucionarias. En efecto, desde ese momento desarrollan abierta y frenéticamente su posición nacional-bolchevique. Ya durante la guerra habían hecho propaganda por la «guerra popular revolucionaria». Contrariamente a los espartaquistas, no adoptaron una postura internacionalista sino que llamaron a la clase obrera a subordinarse al ejército «para poner fin al dominio del capital anglo-americano». Acusaron incluso a los espartaquistas de haber animado a la desintegración del ejército y de haberle dado «una puñalada trapera». Esas acusaciones se pusieron perfectamente al unísono con los ataques de la extrema derecha tras la firma del Tratado de Versalles. Mientras que durante el año 1919, Laufenberg y Wolfheim se ponían una careta radical con su agitación contra los sindicatos, después de su exclusión del KPD, en cambio, lo que defienden es el llamado «nacional-bolchevismo». Sin embargo su política no obtiene el menor eco ante los obreros de Hamburgo. Pero lo que sí saben hacer esos dos individuos es maniobrar y logran que se publique su punto de vista como suplemento al Kommunistische Arbeiter Zeitung sin el acuerdo del Partido. Cuanto más aislados van a encontrarse en el KPD más ataques abiertos antisemitas van a lanzar contra el dirigente del KPD, tratándolo de «judío, agente inglés». Más tarde se descubrirá que Wolfheim era el secretario del oficial Lettow-Vorbeck y será denunciado como agente provocador de la policía. Wolfheim no actuaba, pues, por cuenta propia, y el objetivo consciente y sistemático de su acción era la destrucción del partido, con el apoyo de camarillas que operaban entre bastidores.
El drama de la oposición es el no haber sabido desmarcarse a tiempo y con suficiente determinación de esos individuos. La consecuencia es que cada día hay más militantes asqueados por las actividades de Laufenberg y Wolfheim y muchos de ellos dejan de ir a la reuniones del partido y acaban retirándose (ver las actas del IIIer Congreso del KPD, p. 23).
Por otra parte, la burguesía, procurando sacar partido de la serie de derrotas que ha infligido al proletariado durante el año 1919, va a desplegar una ofensiva contra él en la primavera de 1920. El 13 de marzo, las tropas de Kapp y de Lüttwitz lanzan una ofensiva militar para restablecer el orden. Ese putsch va claramente contra la clase obrera, por mucho que las apariencias hagan creer que va dirigido contra el gobierno SPD. Ante la alternativa de replicar a las ofensivas del ejército o sufrir una represión sangrienta, los obreros, en casi todas las ciudades, se sublevan para resistir. No les queda otra alternativa que la de defenderse. Es en el Ruhr, con la creación de un Ejército rojo, donde el movimiento de réplica es más fuerte.
Frente a esa acción del ejército, la Central del KPD está totalmente desorientada. Si bien al principio apoya la respuesta proletaria, cuando las fuerzas del Capital van a proponer un gobierno SPD-USPD «para salvar la democracia», va a considerar a ésta como «un mal menor» e incluso ofrecerle «su leal oposición».
Esa situación de ebullición en la clase obrera así como la actitud del KPD van a proporcionar a todos los que han sido excluidos de él, el pretexto para fundar un nuevo partido.
DV
[1] «Ante todo, en lo que a la cuestión de la no participación en las elecciones se refiere, tú aprecias exageradamente el alcance de esta decisión. Nuestra «derrota» [o sea la derrota en la votación en el congreso de la futura Central sobre esta cuestión] no ha sido sino la victoria de un extremismo un tanto infantil, en plena fermentación, sin matices. (...) No olvides que los espartaquistas son, en buena parte, une generación nueva sobre la que pesan las tradiciones embrutecedoras del «viejo» partido y hay que aceptar las cosas con sus luces y sus sombras. Hemos decidido todos unánimemente no hacer de ello un asunto de estado y no tomárnoslo por la trágica» (Rosa Luxemburgo, Carta a Clara Zetkin, 11 de enero de 1919).
En los tres primeros artículos de esta serie hemos mostrado cómo el bakuninismo, apoyado y manipulado por las clases dominantes, y utilizando toda una red de parásitos políticos, desató una lucha secreta contra la Iª Internacional. El objetivo fundamental de ese sabotaje fue impedir que en la Internacional se establecieran principios y reglas de funcionamiento verdaderamente proletarios. Y así, mientras los Estatutos de la Asociación internacional de trabajadores defendían un modo de funcionamiento unitario, colectivo, centralizado, transparente y disciplinado, lo que suponía un importante avance respecto a la fase sectaria, jerarquizada y conspirativa que en el pasado había dominado el movimiento obrero, la Alianza de Bakunin movilizó a todos los elementos no proletarios que se negaban a aceptar ese trascendental paso adelante. Tras la derrota de la Comuna de París en 1871, y el consecuente reflujo internacional de la lucha de clases, la burguesía redobló sus esfuerzos para destruir la Internacional y, sobre todo, para desprestigiar la visión marxista del partido obrero y de sus principios organizativos, que ganaban cada vez más adeptos en las filas del proletariado. Por ello, la Internacional se consagró a una confrontación abierta y decisiva contra el bakuninismo, en su Congreso de la Haya de 1872. Conscientes de la imposibilidad de mantener la Internacional tras una de las mayores derrotas sufridas por el proletariado mundial, la principal preocupación que guió a los marxistas en el Congreso fue que los principios políticos y organizacionales que defendieron contra el bakuninismo, pudieran quedar para las sucesivas generaciones de revolucionarios, para que sirvieran de base a las futuras Internacionales. Por ello, el Congreso de La Haya decidió hacer públicas las revelaciones sobre la conspiración bakuninista que, desde dentro mismo de la organización, intentaba destruir la Internacional. Al actuar así, el Congreso ponía esas lecciones de la lucha contra la Alianza bakuninista al alcance de toda la clase obrera.
Y quizá la más importante de esas lecciones legadas por la Iª Internacional es el peligro que para las organizaciones comunistas representan los elementos desclasados en general, y el aventurerismo político en especial. Y, sin embargo, es ésa también la enseñanza que más han olvidado o que más subestiman muchos de los grupos del actual medio revolucionario. Por ello dedicamos a esta cuestión la última parte de nuestra serie de artículos contra el bakuninismo.
¿Por qué la Iª Internacional no trató su lucha contra el bakuninismo como un asunto meramente interno, sin que trascendiera a quienes no formaban parte de la organización? ¿Por qué insistieron tanto en legar estas lecciones para el futuro? La base de la concepción marxista de la organización es la convicción de que las organizaciones revolucionarias comunistas son un producto del proletariado, que por ello tienen, históricamente hablando, un mandato de la clase obrera, y que, por tanto, deben justificar sus acciones ante la clase en su conjunto, y en particular ante otras organizaciones políticas y expresiones del proletariado, es decir, ante el medio político proletario. Se trata pues de un mandato válido, no sólo para el presente, sino también ante la propia historia del movimiento obrero. Del mismo modo, la responsabilidad de las futuras generaciones de revolucionarios es asumir ese mandato legado por la historia, aprender de él, y tomar posición sobre la lucha que desarrollaron sus predecesores.
Sólo así puede entenderse que el último gran combate de la Primera Internacional se dedicara a revelar, ante el proletariado mundial y ante la historia, el complot urdido por Bakunin y sus seguidores contra el partido de los trabajadores. Y también, por eso mismo, que el deber de las actuales organizaciones marxistas sea reapropiarse de esas lecciones del pasado para armarse en la lucha contra el bakuninismo de nuestros días, contra las expresiones actuales del aventurerismo político.
La burguesía que comprendió, desde su punto de vista lógicamente, el peligro histórico que para sus intereses de clase representaban las lecciones sacadas por la Primera Internacional, respondió a las revelaciones del Congreso de La Haya, haciendo todo lo posible por desprestigiar ese esfuerzo. Y así, la prensa y los políticos de la burguesía señalaron que la lucha contra el bakuninismo no era una lucha de principios, sino una sórdida disputa por el poder dentro de la Internacional, acusando a Marx de haber eliminado a su rival, Bakunin, mediante una campaña de falsificaciones. Lo que, en otras palabras, la burguesía intentaba inculcar a los trabajadores es que las organizaciones obreras utilizaban los mismos métodos, y no eran por tanto mejores, que las organizaciones de sus explotadores. El hecho de que la inmensa mayoría de la Internacional apoyase a Marx fue atribuído al “triunfo del autoritarismo” en sus filas, y a la supuesta tendencia de sus miembros a ver enemigos de la Asociación acechando por todas partes. Bakuninistas y lassalleanos llegaron incluso a difundir rumores de que el propio Marx era un agente de Bismark.
Y esas son también, como sabemos, exactamente las mismas acusaciones que hoy lanza la burguesía, a través del parasitismo político, contra la CCI.
Esas denigraciones, lanzadas por la burguesía y difundidas por el parasitismo político, acompañan inevitablemente cada lucha proletaria por la organización. Lo que resulta más serio y mucho más peligroso es que tales infamias encuentren un cierto eco en las filas del propio medio revolucionario. Tal fue el caso, por ejemplo, de la biografía de Marx escrita por Franz Mehring. En este libro, Mehring, que perteneció a la combativa ala izquierda de la IIª Internacional, declara que el folleto del Congreso de La Haya sobre la Alianza resultaba “imperdonable” e “indigno de la Internacional”. En su libro, Mehring defiende no solo a Bakunin, sino también a Lassalle y Schweitzer, contra las acusaciones de Marx y los marxistas. El principal reproche de Mehring a Marx es que éste habría abandonado el método marxista en sus escritos contra Bakunin, de tal manera que, mientras que en sus restantes obras Marx siempre partió de un análisis materialista de clases de los hechos, respecto a la Alianza de Bakunin se habría dejado llevar, según Mehring, por una explicación de los problemas a partir de la personalidad y las acciones del pequeño número de individuos que eran los líderes de la Alianza. En otras palabras, acusa a Marx de haber caído, según Mehring, en una visión “personalista” y “conspirativa” en lugar de hacer un análisis de clase. Atrapado por esa visión, siempre según Mehring, Marx se habría visto obligado a exagerar las faltas y la acción de sabotaje de Bakunin, y también de los líderes de lassalleanismo en Alemania ([1]).
De hecho Mehring que se había negado,“por principios”, a examinar el material que Marx y Engels le presentaron sobre Bakunin, declaró: “Que ha perdido de sus restantes escritos polémicos, el peculiar atractivo, la perdurable vigencia, la búsqueda de nuevos enfoques que ven la luz a través de la crítica negativa, todo ello se ha perdido por completo en este trabajo” ([2]).
Es decir, de nuevo la misma crítica que desde el medio revolucionario se lanza hoy contra la CCI. Para contestar a esas críticas queremos demostrar que la posición de Marx sobre Bakunin estaba, por supuesto, basada en una análisis materialista de clase: el análisis sobre el aventurerismo político y el papel de los desclasados. Es este “nuevo enfoque” de “vigencia perdurable”, lo que Mehring ([3]), y con él la mayoría de los grupos revolucionarios actuales, ignoran o no entienden.
Contrariamente a lo que pensó Mehring, la Iª Internacional sí partió, por descontado, de un análisis de clase de los orígenes y las bases sociales de la Alianza bakuninista:
“Sus fundadores, y los representantes de las organizaciones obreras del Viejo y del Nuevo Mundo, que en los congresos internacionales han aprobado los Estatutos generales de la Asociación, olvidaron que la misma amplitud de su programa permitiría a elementos desclasados infiltrarse en su seno, y fundar organizaciones secretas cuyos esfuerzos no irían dirigidos contra los gobiernos, sino contra la propia Internacional. Tal es el caso de la Alianza de la democracia socialista” ([4]).
La conclusión de este mismo documento establece los aspectos esenciales del programa político de Bakunin en cuatro puntos. Dos de ellos insisten, una vez más, en el papel decisivo de los desclasados:
“1. Todas las depravaciones características de la vida de los desclasados que han sido arrojados de las capas altas de la sociedad, se convierten inevitablemente y se proclaman, como otras tantas virtudes ultrarevolucionarias (...)
4. La lucha económica y política del proletariado por su emancipación, es reemplazada por los actos pandestructivos de los hampones, última encarnación de la revolución. En una palabra, que hay que dejarse llevar por los granujas, que han sido suprimidos por los propios trabajadores en las ‘revoluciones del modelo clásico occidental’, poniendo así, gratuitamente, a disposición de los reaccionarios, una bien disciplinada banda de agentes provocadores” ([5]).
Y las conclusiones añaden:
“Con las resoluciones adoptadas por el Congreso de La Haya contra la Alianza, cumplimos lo que es, estrictamente, nuestro deber. El Congreso no puede permitir que la Internacional, esa gran creación del proletariado, caiga en las redes urdidas por esa escoria de las clases dominantes” ([6]).
Es decir que la base social de la Alianza consistía en esa escoria de las clases dominantes, los desclasados, que a su vez intentaban movilizar a elementos del lumpenproletariado, con objeto de intrigar contra las organizaciones comunistas.
El propio Bakunin es el prototipo del aristócrata desclasado:
“... habiendo adquirido en su juventud todos los vicios de los oficiales imperiales del pasado (pues él mismo fue un oficial), aplicó a la revolución todos los funestos instintos propios de sus orígenes tártaros y señoriales. Es bien conocido este tipo de señor tártaro, en quién se reunían todas las bajas pasiones: jugador, matón y torturador de sus siervos, violador de mujeres, borracho de la mañana a la noche... deleitándose, con la perfidia característica de los bárbaros, en todas las formas posibles de profanación abyecta de la naturaleza y la dignidad humanas,... esa es la vida, agitada y revolucionaria, de estos señores. Y ¿no aplicó el señor tártaro Horostratus a la revolución, por amor a sus siervos feudales, todos esos primitivos instintos, todas esas perversas pasiones de su estirpe?” ([7]).
Es precisamente esa fascinación mutua entre canallas de las diferentes clases de la sociedad, lo que explica que Bakunin, el aristócrata desclasado, se sintiera seducido por los ambientes criminales y del lumpenproletariado. El “teórico” Bakunin necesitaba las energías criminales del hampa, del lumpenproletariado para llevar adelante su programa. Este papel lo cumplió Nechayev en Rusia, poniendo en práctica lo que Bakunin predicaba, manipulando y falseando la correspondencia entre los miembros de su Comité, y ejecutando a aquellos que intentaron abandonarlo. Bakunin no dudó en teorizar esta alianza entre los “héroes” desclasados y los criminales:
“El bandidaje es una de las formas más honorables de la vida del pueblo ruso. El bandido es el héroe, el defensor, el vengador del pueblo, el enemigo irreconciliable del Estado y de todo el orden social y civil establecido por el Estado, el que lucha a muerte contra toda esta civilización de los funcionarios, nobles, curas, de la corona... Quien no comprenda el bandolerismo no entenderá nada de la historia del pueblo ruso. Quien no simpatiza con él, no simpatiza con la vida del pueblo ruso, y no tiene corazón para sus inmensos sufrimientos seculares; y pertenece, por tanto, al campo de los enemigos, de los partidarios del Estado” ([8]).
La principal motivación que lleva a estos desclasados a meterse en política no es que se identifiquen con la causa del proletariado, ni que les seduzca el objetivo final del comunismo, sino el inflamado odio y el ansia de venganza que estos desarraigados sienten contra la sociedad. Así lo expresa Bakunin en su Catecismo revolucionario:
“No es revolucionario quien siente consideración por algo de este mundo. No debe dudar ante la destrucción de cualquier posición, de un vínculo o de un hombre, pertenecientes a este mundo. Debe odiarlo todo y a todos por igual” ([9]).
Carentes de cualquier vínculo o lealtad hacia ninguna de las clases sociales, incapaces de creer en otra perspectiva que no sea la de su propio provecho, los desclasados pseudorevolucionarios no luchan por una futura sociedad más progresista, sino por actúan movidos por un puro deseo nihilista de destrucción:
“No reconocemos más actividad que la destrucción, aunque admitimos que esta actividad pueda manifestarse en múltiples formas: el veneno, el puñal, la soga... La revolución lo santifica todo sin distinción” ([10]).
Este tipo de mentalidad y este ambiente social constituyen, por supuesto, un fértil caldo de cultivo para la acción de los provocadores políticos. Pero si bien los provocadores, los confidentes policiales y los aventureros políticos, es decir los enemigos más peligrosos de las organizaciones revolucionarias, son utilizados por las clases dominantes, no surgen espontáneamente del proceso de desclasamiento que, continuamente, se produce en el capitalismo. Algunas citas del Catecismo revolucionario de Bakunin, nos servirán para ilustrar esta cuestión:
El 10º párrafo instruye al “verdadero militante” para explotar a sus camaradas:
“Cada compañero debe tener bajo su dirección a varios revolucionarios de segundo y tercer grado; es decir, de los que no están todavía completamente iniciados. Debe considerarlos como una parte del capital revolucionario general puesta a su disposición. Debe gastar económicamente su parte de capital, procurando sacar de ella el máximo provecho que le sea posible”.
El punto 18º enseña cómo vivir a costa de los ricos: “Hay que explotarlos de todas las formas posibles, asediarlos, confundirlos, y, cuando sea posible, adueñarnos, nosotros mismos, de sus más repugnantes secretos, haciéndolos así nuestros esclavos. De esa manera, su poder, sus relaciones, sus influencias y su riqueza se convertirán en una inagotable riqueza y en una ayuda inestimable para nuestros propósitos”
El 19º, propone infiltrar a los liberales y otros partidos: “Con éstos se puede conspirar según su propio programa, simulando seguirles ciegamente. Hemos de conseguir tenerlos en nuestras manos, así como los secretos que les comprometan completamente, de tal manera que la retirada les resulte imposible; y servirse de ellos para provocar perturbaciones en el Estado”.
El epígrafe 20º habla, verdaderamente, por sí mismo: “La quinta categoría está formada por doctrinarios, conspiradores, revolucionarios de los que parlotean en las reuniones y en los periódicos. A estos debemos de presionarles continuamente y embaucarles en demostraciones prácticas y peligrosas, que consigan eliminar su mayoría, y convertir a algunos de ellos en verdaderos revolucionarios.
Párrafo 21º: «La sexta categoría es muy importante: son las mujeres, que deben ser divididas en tres categorías: una, las mujeres frívolas, sin ingenio ni corazón, a las que hay que utilizar del mismo modo que a la tercera y cuarta categorías de hombres; en segundo lugar las mujeres fervientes, capaces y entregadas, pero que, sin embargo, aún no son de las nuestras porque todavía no han alcanzado una conciencia práctica y sin palabrería, y que deben ser utilizadas del mismo modo que los hombres de la quinta categoría. Finalmente, las mujeres que están completamente con nosotros, es decir que han sido completamente iniciadas y que aceptan, enteramente, nuestro programa. Debemos tratarlas como el más valioso de nuestros tesoros, pues sin su ayuda, nada podríamos hacer» ([11]).
Llama poderosamente la atención la similitud entre los métodos expuestos por Bakunin, y los que actualmente emplean las sectas religiosas que, aunque en general son controladas por el Estado, han sido frecuentemente fundadas en torno a aventureros desclasados. No en vano, como ya vimos en los anteriores artículos de esta serie, el modelo organizativo de Bakunin era la masonería, o sea los precursores del fenómeno actual de las sectas religiosas.
Las actividades de estos aventureros políticos desclasados resultan especialmente peligrosas para el movimiento obrero. Las organizaciones revolucionarias del proletariado sólo pueden subsistir y funcionar correctamente, sobre la base de una profunda confianza mutua entre los militantes, y entre los grupos del medio comunista. El éxito del parasitismo político en general, y de los aventureros en particular, depende, por el contrario, de su capacidad de minar la confianza mutua y de destruir los principios políticos de comportamiento de los revolucionarios en que se basan.
En su carta a Nechayev de junio de 1870, Bakunin revela claramente sus intenciones respecto a la Internacional: “Respecto a aquellas sociedades cuyos objetivos son cercanos a los nuestros, debemos hacer que se unan a nosotros, o al menos, que se sometan a nosotros, incluso sin que se den cuenta de ello. Para ello, las personas poco fiables deben ser destituidas. En cuanto a las sociedades hostiles o nocivas para nosotros, deben ser destruidas. Finalmente debe ser destituido el gobierno. Todo esto no puede lograrse únicamente a través de la verdad. Es imposible actuar sin recurrir a trucos, astucias y mentiras” ([12]).
Uno de esos clásicos “trucos”, consistió en acusar a las organizaciones obreras de emplear los mismos métodos que utilizaban los aventureros. Así en su Carta a los Hermanos en España Bakunin se queja de que la resolución de la Conferencia de Londres (1872) contra las sociedades secretas, fue, en realidad, adoptada por la Internacional con objeto de “despejar el camino a su propia conspiración, a la de la sociedad secreta que, bajo el liderazgo de Marx, existe desde 1848, habiendo sido fundada por Marx, Engels y el fallecido Wolf, y que resulta ser la más impenetrable sociedad alemana de comunistas autoritarios (...) Hay que reconocer que la lucha que se ha entablado en el seno de la Internacional, no es más que una lucha entre dos sociedades secretas” ([13]).
En la edición alemana de este texto aparece una nota a pie de página del historiador anarquista Max Nettlau, un ferviente admirador de Bakunin, que reconoce, sin embargo, que tales acusaciones contra Marx carecen por completo de veracidad ([14]). Recordemos también el texto antisemita de Bakunin: relaciones personales con Marx, en la que presenta el marxismo como parte de la conspiración judía, presuntamente relacionada con la familia Rothschild, de la que hablamos en nuestro artículo “El marxismo contra la francmasonería” de la Revista internacional nº 87.
Los métodos de Bakunin son los característicos de la chusma de los desclasados. Pero ¿a qué interés servían? La única preocupación política de Bakunin fue... el propio Bakunin, que si se incorporó al movimiento obrero fue para buscar su propio provecho personal.
La Internacional fue muy clara a este respecto. El primero de los principales textos del Consejo general sobre la Alianza, la circular interna llamada Las pretendidas escisiones en la Internacional, ya declaró que el objetivo de Bakunin era reemplazar “el Consejo general por su propia dictadura personal”. El Informe del Congreso de La Haya sobre la Alianza desarrolló aún más esta cuestión: “La Internacional se encontraba ya firmemente establecida, cuando a Mihail Bakunin se le metió en la cabeza jugar el papel de libertador del proletariado (...). Para hacerse reconocer como jefe de la Internacional le era preciso presentarse a sí mismo como el jefe de otro ejército, cuya devoción ciega hacia él , vendría garantizada mediante una sociedad secreta. Tras implantar su sociedad en el seno de la Internacional, contaba con extender sus ramificaciones en todas las secciones, acaparando así el control absoluto”.
Bakunin albergaba ya este proyecto personal mucho antes de que pensara unirse a la Internacional. Cuando tras escapar de Siberia regresó a Londres en 1861, Bakunin sacó un balance negativo de sus primeros intentos de establecerse en los círculos revolucionarios de Europa occidental, durante las revoluciones de 1848-49: “Me es difícil actuar en un país extranjero. He podido experimentar esto durante los años revolucionarios: ni en Francia, ni en Alemania, conseguí obtener una base de apoyo. Y, aunque conservo toda mi ferviente simpatía por el movimiento progresista en todo el mundo, para no malgastar el resto de mi vida, debo, de ahora en adelante, limitar mi actividad directa a Rusia, Polonia y a los eslavos” ([15]).
Aquí vemos claramente cómo lo que motiva a Bakunin en su cambio de orientación no es el bien de la causa sino “conseguir una base de apoyo”, lo que constituye la primera característica de los aventureros políticos.
En este texto, también conocido como el Manifiesto paneslavista, Bakunin se remitía al emperador ruso Nicolás: “Se dice que, poco antes de su muerte, el mismo emperador Nicolás que se disponía a declarar la guerra a Austria, concibió la idea de llamar a un levantamiento general de los eslavos de Austria y Turquía, de los magiares y de los italianos. Habiendo despertado contra él una auténtica tormenta de todo el Oriente, y para defenderse de ella, quiso transformarse de emperador déspota en emperador revolucionario” ([16]).
En su folleto La causa de los pueblos, de 1862, Bakunin declaró a propósito del zar de su época -Alejandro II- que “sólo él podría acometer en Rusia la más seria y benefactora de las revoluciones sin derramar una gota de sangre. Todavía ahora puede emprenderla (...). Es imposible detener el movimiento del pueblo que despierta después de un sueño de mil años. Pero si el zar se pusiera firme y resueltamente a la cabeza del movimiento, su poder en favor del bien y la gloria de Rusia, no tendría límites” ([17]).
Y en ese mismo tono, Bakunin pedía al zar que invadiera Europa occidental: “Tiempo es de que los alemanes se marchen a Alemania. Si el zar se hubiera dado cuenta de que debía ser el jefe no de un centralismo impuesto sino de una libre federación de pueblos libres, apoyándose en una fuerza sólida y regeneradora, aliándose con Polonia y Ucrania, rompiendo las odiosas alianzas con Alemania, y levantando resueltamente la bandera paneslava, se habría convertido en el salvador del mundo eslavo”.
A lo que la Internacional respondió: “El paneslavismo es una invención del gabinete de San Petersburgo y no tiene más objetivo que extender las fronteras de Rusia hacia el oeste y el sur. Pero como no se atreve a decirles a los eslavos austriacos, prusianos y turcos que su destino es quedar absorbidos por el gran imperio ruso, les presenta a Rusia como la potencia que les liberará del yugo extranjero, y que los reunirá en una gran y libre federación” ([18]).
Pero, además de su archidemostrado odio hacia los alemanes, ¿qué otra cosa movía a Bakunin a apoyar descaradamente al principal bastión contrarrevolucionario en Europa que era la autocracia de Moscú?. En realidad Bakunin pretendía ganarse el apoyo del zar en beneficio de sus propias ambiciones políticas en Europa occidental. El ambiente de los políticos radicales occidentales se encontraba atestado de agentes zaristas, de grupos y de periódicos, en los que se defendía ese mismo paneslavismo, entre otras muchas causas pseudorevolucionarias. La corte zarista tenía sus agentes muy bien situados, como prueba el caso de Lord Palmerston, uno de los políticos británicos más influyentes de ese momento. Indudablemente la protección de Moscú resultaba una ayuda inestimable para la realización de las ambiciones personales de Bakunin.
Bakunin creyó poder persuadir al zar para que éste diera a su política interna, mediante la convocatoria de una asamblea nacional, un tinte democrático occidental, lo que permitiría a Bakunin organizar a los movimientos radicales polacos y de los emigrados en Europa Occidental, como un auténtico caballo de Troya ultraizquierdista en la Europa Occidental: “Desgraciadamente, el zar no consideró conveniente convocar la Asamblea nacional, a la que Bakunin presentó, a través del citado folleto, su candidatura. No consiguió más que su manifiesto electoral y sus genuflexiones ante Romanov. Humillado y engañado en su cándida confianza, no le quedó más salida que tirarse de cabeza a la anarquía pandestructiva” ([19]).
Decepcionado por el zarismo, pero decidido a conseguir su propio liderazgo personal sobre los movimientos revolucionarios europeos, Bakunin gravitó entonces en torno a la francmasonería en la Italia de los años 1860, fundando diferentes sociedades secretas (ver el primer artículo de esta serie en la Revista internacional nº 84). Utilizando estos métodos, Bakunin infiltró en primer lugar la burguesa Liga por la Paz a la que, bajo su dirección, trató de unir “de igual a igual” a la Internacional (ver segunda parte en la Revista internacional nº 85). Cuando también hubo fracasado en esto, se infiltró y trató de hacerse con el control de la propia Internacional, a través de su Alianza secreta. En este proyecto, que suponía la destrucción completa de la organización política internacional de la clase obrera, Bakunin contó con el más completo y decidido apoyo de las clases dominantes: “Toda la prensa liberal y policíaca tomó abiertamente partido por ellos (por la Alianza). En sus calumnias personales contra el Consejo general, se han visto secundados por los supuestos reformadores de todos los países” ([20]).
Aunque buscara su apoyo, Bakunin nunca llegó a ser un agente del zarismo, de la masonería, la Liga por la Paz, o de la prensa de la policía occidental. Como buen desclasado, Bakunin jamás se sintió vinculado ni con las clases dominantes ni con las clases explotadas de la sociedad. Antes bien, lo que pretendía era manipular y engañar tanto al proletariado como a las clases dominantes, para lograr sus ambiciones personales y vengarse así de la sociedad en su conjunto. Esto explica el hecho de que las clases dominantes, que se dieron perfecta cuenta de ello, utilizaran a Bakunin mientras les convino, pero sin jamás tenerle en consideración y abandonándolo en cuanto dejó de serles de utilidad. Así, en cuanto la Internacional denunció públicamente a Bakunin, éste vio concluida su carrera política.
Bakunin sentía un auténtico e incendiario odio contra las clases dominantes feudales y capitalistas. Pero aborrecía aún más a la clase obrera, despreciando, en general, a todos los explotados. El veía la revolución como un cambio social resultante de la acción de un pequeño pero decidido grupo de desclasados sin escrúpulos, que él mismo dirigiría. Pero esta visión de la transformación social es una elucubración mística y absurda, pues no se basa en ninguna clase firmemente enraizada en la realidad social, sino en la fantasía vengativa de un marginal ajeno al proletariado.
Ante todo Bakunin, como todos los aventureros políticos, creía que el cambio social no sería el resultado de la lucha de clases sino de las capacidades de manipulación que tuviera su Hermandad internacional: “Para la verdadera revolución se necesitan, no individuos situados a la cabeza de las masas, sino hombres ocultos invisiblemente en medio de ella, que establezcan vínculos ocultos entre unas masas y otras, y que también de manera invisible den así una sola e idéntica dirección, un solo y mismo espíritu y carácter al movimiento. La organización secreta preparatoria no tiene más sentido que éste, y solo para ello es necesaria” ([21]).
Pero esta visión no resulta nada novedosa sino que ya se encontraba en los “Iluminados”, un ala de la francmasonería en la época de la Revolución francesa que, por cierto, más tarde se especializó en la infiltración del movimiento obrero. Bakunin compartía esa misma idea aventurera de la política, y, especialmente, de la creencia en la más completa y anárquica “liberación” personal a través de la maquiavélica política de infiltrarse en las diferentes clases en que se halla dividida la sociedad. Por ello, podemos decir que el proyecto de la Alianza era infiltrar y adueñarse no sólo de la Internacional, sino también de las organizaciones de la clase dominante. Así en el párrafo 14 del Catecismo revolucionario, nos explica que “Un revolucionario debe penetrar en todas partes, tanto en la clase alta como en la media, en el comercio del mercader, en la iglesia, en el palacio aristocrático, en el mundo burocrático, militar y literario, en la Tercera sección (servicio secreto) e incluso en el palacio imperial”.
Los Estatutos secretos de la Alianza proclamaban: “Todos los hermanos internacionales se conocen unos a otros. No debe existir jamás secreto político entre ellos. Ninguno podrá formar parte de sociedad secreta alguna, sin el consentimiento de su comité, y en caso necesario, cuando éste lo exiga, sin el del Comité central. Y no podrá formar parte de la misma más que a condición de descubrirles todos los secretos que puedan interesarles, bien directa o indirectamente”.
A lo que la Comisión del Congreso de la Haya añadía como comentario: «Los Pietri y los Stiber no emplean como soplones más que a gentes de la peor calaña. Al enviar a sus falsos hermanos a las sociedades secretas para que sustraigan sus secretos, la Alianza impone el papel de espía a los mismos hombres que, según sus planes, deberían dirigir la ‘revolución mundial’».
A lo largo de su historia, la clase obrera ha sufrido la acción de reformistas y oportunistas pequeñoburgueses, e, incluso a veces, de arribistas descarados, que no creían sino que más bien despreciaban la perspectiva que encierra el movimiento obrero. El aventurero político, por el contrario, sí está convencido de la importancia histórica del movimiento obrero. En este punto, el aventurero toma a cuenta propia esa idea esencial del marxismo revolucionario. Por esa misma razón, el aventurero se suma al movimiento obrero. Un aventurero no se siente atraído por la acción gris del reformismo, ni por la mediocridad de un buen trabajo. Al contrario, se siente decidido a jugar, él mismo, un papel histórico. Es esa ambición la que distingue al aventurero del pequeño oportunista o del arribista.
Pero mientras que los revolucionarios se suman al movimiento obrero para contribuir al desarrollo de la misión histórica de la clase obrera, los aventureros lo hacen para que el movimiento obrero les sirva para cumplir su propia misión “histórica”. Esta es la neta separación que existe entre el aventurero y el revolucionario proletario. El aventurero no es más revolucionario que el arribista o que el pequeño burgués reformista. La diferencia estriba en que el aventurero sí es capaz de captar la importancia histórica del movimiento obrero. Pero se vincula a él de una manera completamente parásita.
El aventurero es, por lo general, un desclasado. Hay mucha gente así en la sociedad burguesa, gente ambiciosa y con una desmesurada autoestima de sus propias capacidades, pero que, sin embargo, se ven imposibilitados de realizar sus ambiciones personales en el seno de la clase dominante. Entonces, rebosantes de amargura y cinismo, muchos de ellos se dejan caer en el lumpenproletariado, en una vida bohemia y criminal. Otros encuentran su “lugar al sol” trabajando para el Estado como confidentes y agentes provocadores. Pero, dentro de este magma de desclasados, existe también un reducido grupo de individuos, con talento político suficiente como para ver en el movimiento obrero aquello que puede darles una segunda oportunidad, e intentan, entonces, utilizarlo como un trampolín para lograr una relevancia que les permita vengarse de la clase dominante, que es a la que, en realidad, están destinados sus esfuerzos y ambiciones. Este tipo de gente se halla constantemente resentido contra una sociedad que no supo reconocerles su “valía”. Al mismo tiempo, lo que les fascina no es el marxismo y el movimiento obrero, sino el poder de la clase dominante y sus métodos de manipulación.
El comportamiento del aventurero está condicionado por el hecho de que no comparte el objetivo del movimiento al que se ha sumado. Evidentemente debe ocultar su verdadero proyecto personal al conjunto del movimiento, y tan sólo a sus discípulos más allegados les permite tener una cierta noción de cuál es, en realidad, su actitud frente a ese movimiento.
Como hemos visto en el caso de Bakunin, los aventureros políticos muestran, inherentemente, una tendencia a la colaboración secreta con las clases dominantes. En realidad esa colaboración es intrínseca a la esencia del aventurerismo, pues de otra manera, el aventurero no podría jugar su “papel histórico”, ni valorizarse ante la clase de la que se siente rechazado e ignorado. De hecho sólo la burguesía puede darle al aventurero la admiración y el reconocimiento que va buscando, y que los trabajadores nunca le proporcionarán.
Algunos de los aventureros más conocidos en la historia del movimiento obrero fueron, también, agentes de la policía. Tal fue el caso de Malinovsky. Pero, por lo general, los aventureros no trabajan para el Estado sino para ellos mismos. Cuando los bolcheviques pudieron acceder a los archivos de la Ojrana (la policía política rusa), encontraron pruebas de que el tal Malinovsky era un agente de la policía. Pero nunca pudo probarse que Bakunin lo fuera. Por ello Marx y Engels jamás acusaron ni a Bakunin ni a Lassalle de estar a sueldo de la policía, sin que, hasta hoy, se hayan encontrado pruebas de ello.
Pero como Marx y Engels comprendieron, el aventurero político es un enemigo más peligroso aún que los policías, pues mientras que los agentes encubiertos de la policía que actuaban en la Internacional, fueron rápidamente expulsados y denunciados, sin que ello supusiera una alteración del trabajo de la organización, el desenmascaramiento de las actividades de Bakunin costó varios años, y amenazó verdaderamente la existencia de la AIT. A los comunistas no les es difícil de ver un enemigo en un policía. Pero el aventurero, por el contrario, y dado que trabaja para sí mismo, siempre puede encontrar abogados defensores que se dejen llevar por el sentimentalismo pequeñoburgués, como desgraciadamente, le sucedió a Mehring.
La historia prueba lo peligroso que puede resultar ese sentimentalismo. Recordemos, si no, cómo otros de la misma calaña que Bakunin y Lassalle, los partidarios del llamado “nacional-bolchevismo”, reunidos en Hamburgo, en torno a Laufenberg y Wolfheim, a finales de la Iª Guerra Mundial, pactaban en secreto con la clase dominante contra la clase obrera. Recordemos también cómo otros “grandes” aventureros -Parvus, Mussolini, Pilsudski, Stalin y otros- acabaron entrando claramente en las filas de a la burguesía.
Mucho antes de que se fundase la Primera Internacional, el movimiento marxista ya había detallado un análisis exhaustivo del aventurerismo político como fenómeno de la clase dominante. Este análisis fue desarrollado, especialmente, a propósito de Luís Bonaparte, el “emperador” de Francia en los años 1850-1860. En la lucha contra Bakunin, el marxismo analizó todos los elementos esenciales de este fenómeno, esta vez en el movimiento obrero, sin utilizar, sin embargo, esa terminología. En el movimiento obrero alemán, el concepto de aventurerismo fue empleado en la lucha contra el líder lassalleano Schweitzer que, en colaboración con Bismark, intentaba mantener la división en el partido obrero. En la década de los 80 del siglo pasado, Engels y otros marxistas denunciaron el aventurerismo político del líder de la Federación socialdemócrata en Gran Bretaña, comparando su comportamiento con el de los bakuninistas. Después, el movimiento obrero empezó a asimilar este concepto, muy a pesar de la existencia de una resistencia oportunista a hacerlo. En el movimiento trotskista, antes de la IIª Guerra mundial, constituyó igualmente un importante instrumento para la defensa de la organización, aplicándose correctamente en el caso de Molinier y otros.
En nuestros días, en la fase de descomposición del capitalismo y de una aceleración sin precedentes del proceso de desclasamiento y lumpenización, ante la ofensiva de la burguesía contra el medio revolucionario a través, sobre todo, del parasitismo, es, para las organizaciones políticas del proletariado, una cuestión vital el recuperar el concepto marxista del aventurerismo para así estar mejor armados para desenmascararlo y combatirlo.
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[1] Ese desprestigio de la lucha marxista contra el bakuninismo y el lassalleanismo, por parte de Mehring, tuvo efectos devastadores para el movimiento obrero en las siguientes décadas, pues no sólo condujo a una cierta rehabilitación de aventureros políticos como Bakunin y Lassalle, sino que, sobre todo, permitió al ala oportunista de la socialdemocracia antes de 1914 borrar las lecciones de las grandes luchas por la defensa de la organización revolucionaria de los años 1860 y 1870. Fue un factor decisivo de la estrategia oportunista para aislar a los bolcheviques en la IIª Internacional, cuando en realidad su lucha contra el menchevismo pertenece a la mejor tradición de la clase obrera. La IIIª Internacional sufrió también el legado de Mehring, y así en 1921, un artículo de Stoecker (“Sobre el bakuninismo”), se basó igualmente en las críticas de Mehring a Marx, para justificar los aspectos más peligrosos y aventureros de la llamada Acción de marzo de 1921 del KPD (Partido comunista alemán) en Alemania.
[2] Karl Marx, Mehring.
[3] En los últimos años de su vida, durante la Iª Guerra mundial, Mehring se convirtió en uno de los más apasionados defensores de los bolcheviques, en el seno de la Izquierda alemana, revisando así, al menos implícitamente, sus críticas anteriores a Marx sobre cuestiones organizativas.
[4] La Alianza de la democracia socialista y la Asociación internacional de trabajadores, Informe y Documentos publicados por orden del Congreso de La Haya. Tomado del libro de Jacques Freymond: la Primera internacional, tomo II.
[5] Ídem.
[6] Ídem.
[7] Informe de Utin al Congreso de La Haya, traducido del inglés por nosotros.
[8] Bakunin, «Fórmula del problema revolucionario», citado en el Informe sobre la Alianza.
[9] Ídem.
[10] Bakunin, «Principios de la revolución», ídem.
[11] Ídem.
[12] Traducido del inglés por nosotros.
[13] Traducido del inglés por nosotros.
[14] Bakunin, Gott und der Staat, etc.
[15] Bakunin: «A los hermanos rusos, polacos y a todos los eslavos», 1862, citado en el Apéndice al informe del Congreso de La Haya.
[16] Ídem.
[17] Ídem.
[18] Apéndice al Informe del Congreso de La Haya.
[19] Ídem.
[20] Ídem.
[21] «Los principios de la revolución», citado en el Informe del Congreso de La Haya.
Al final del último artículo de esta serie, examinábamos el principal peligro que acechaba a los partidos socialdemócratas que intervenían en el período cumbre del desarrollo histórico del capitalismo: el divorcio entre el combate por las reformas inmediatas y por el objetivo final del comunismo. El creciente éxito de estos partidos, tanto en el aumento del número de obreros afiliados a su causa, como en arrancar concesiones a la burguesía a través de la lucha parlamentaria y sindical, se acompañó – y en parte hay que decir que también fue esto lo que contribuyó a lo anterior – del desarrollo de la ideología del reformismo – la limitación del partido de los obreros a la defensa inmediata y la mejora de las condiciones de vida del proletariado –, y del gradualismo, la noción de que el capitalismo podría abolirse por un proceso completamente pacífico de evolución social. Por otra parte, la reacción contra esta amenaza reformista por parte de ciertas corrientes revolucionarias, fue una retirada hacia erróneas concepciones sectarias y utopistas, que apenas veían conexión – o no la veían en absoluto – entre la lucha defensiva de la clase obrera y sus objetivos revolucionarios finales.
Este artículo, con el que concluimos una primera parte que ha tratado del desarrollo del programa comunista en el periodo ascendente del capitalismo, examina en detalle cómo llegó a oscurecerse la perspectiva de la revolución comunista durante este período, centrándose en la cuestión clave de la conquista del poder por el proletariado, y en un país clave, Alemania, donde existía el mayor partido socialdemócrata del mundo.
Ya hemos mostrado, en varias ocasiones en esta serie, que la lucha contra esa forma de oportunismo conocida como reformismo, fue un elemento constante de la lucha marxista por un programa revolucionario y una organización que lo defendiera. Este fue particularmente el caso del partido alemán, fundado en 1875 como resultado de la fusión entre las fracciones de los lasallianos y los marxistas en el movimiento obrero. Ese mismo año Marx había escrito la Crítica del Programa de Gotha ([1]) para combatir las concesiones que los marxistas habían hecho a los lasallianos.
Al escribir la Crítica, Marx contaba con la experiencia de la Comuna de París, que había arrojado una brillante luz sobre el problema de cómo el proletariado debía asumir el poder político, no por la conquista pacífica del viejo Estado, sino a través de su destrucción, y el establecimiento de nuevos órganos de poder directamente controlados por los obreros en armas.
Esto no significaba sin embargo que de 1871 en adelante la corriente marxista hubiera alcanzado una claridad completa sobre esta cuestión. Desde los inicios de esta corriente, la lucha por el sufragio universal, por la representación de la clase obrera en el parlamento, había sido un objetivo esencial del movimiento organizado – después de todo había sido la meta de los Cartistas en Gran Bretaña, a los que Marx consideró como el primer partido político de la clase obrera. Y además se había luchado por el sufragio universal contra la resistencia de la burguesía, que en ese momento lo veía como una amenaza para su gobierno; así que era totalmente comprensible que los propios revolucionarios sostuvieran la noción de que, puesto que la clase obrera forma la mayoría de la población, podría llegar al poder a través de las instituciones parlamentarias. En el Congreso de La Haya de la Internacional en 1872, Marx hizo un discurso en el que todavía se mostraba dispuesto a considerar la posibilidad de que en países con las constituciones más democráticas, como Gran Bretaña, Estados Unidos y Holanda, la clase obrera «pueda alcanzar sus fines por medios pacíficos».
Sin embargo, Marx añadió rápidamente que «en la mayoría de los países del continente, la palanca de la revolución tendrá que ser la fuerza; el recurso a la fuerza será necesario para implantar el gobierno del trabajo». Además, Engels argumentó en su introducción al volumen primero de el Capital, que aunque los obreros llegaran al poder por la vía parlamentaria, casi seguro que tendrían que enfrentarse con una «revuelta de los propietarios de esclavos», lo que lleva de nuevo al uso de la «palanca de la fuerza». En Alemania, durante el periodo de las leyes antisocialistas de Bismark (1878), prevalecía una visión revolucionaria de la conquista del poder sobre los atractivos del socialpacifismo. Ya hemos demostrado ampliamente la concepción radical del socialismo que contenía el libro de Bebel: Mujer y Socialismo ([2]). En 1881, en un artículo en Der Sozialdemokrat (06/04/1881) Karl Kautsky defendía la necesidad de «destruir el Estado burgués» y de «crear el nuevo Estado» ([3]). Diez años después, en 1891, Engels escribió su Introducción a la guerra civil en Francia, que termina con un mensaje sin ambigüedades a todos los elementos no revolucionarios que habían empezado a infiltrar el partido:
«Últimamente, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿Queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!». El mismo año, causa una escisión al publicar finalmente la Crítica del Programa de Gotha, que Marx y él habían decidido no publicar en 1875. El partido estaba a punto de adoptar un nuevo programa (que se conocía como el programa de Erfurt), y Engels quería asegurarse de que el nuevo documento se viera finalmente libre de cualquier influencia lasalliana ([4]).
Las preocupaciones de Engels en 1891 muestran que en el partido estaba arraigando un ala oportunista «filistea» (en realidad había arraigado desde el principio). Pero si la corriente revolucionaria y las condiciones de ilegalidad impuestas por las leyes antisocialistas mantuvieron a raya esta corriente durante la década de 1880, en la década siguiente iba a ganar cada vez más influencia y aplomo. La primera expresión importante de esto fue la campaña que Vollmar y el ala bávara del SPD llevaron a comienzos de la década de 1890, pidiendo una política «práctica» sobre la cuestión agraria que se reducía a una política de «socialismo de Estado» , es decir que pedía al Estado de los junker que introdujera una legislación en beneficio del campesinado. Sus llamamientos en favor del campesinado, comprometían el carácter de clase proletario del partido. Esta «revuelta desde la derecha» fue derrotada en gran parte por las vigorosas polémicas de Karl Kautsky. Pero hacia 1896, Edward Bernstein había publicado sus tesis «revisionistas», que rechazaban abiertamente la teoría marxista de la crisis, y llamaban al partido a abandonar sus pretensiones y declararse «el partido democrático de la reforma social». Sus artículos se publicaron al principio en Die Neue Zeit, la revista teórica del partido; después se publicaron en un libro cuyo título en inglés es Evolutionary Socialism. Para Bernstein, la sociedad capitalista podía crecer pacíficamente y gradualmente hacia el socialismo, ¿qué necesidad había pues de los violentos sobresaltos de la revolución o de un partido que abogara por la intensificación de la lucha de clases?
Poco después de esto se produjo el caso Millerand en Francia; por primera vez un diputado socialista entraba en un gobierno capitalista...
Este no es el lugar para un profundo análisis de las razones del crecimiento del reformismo durante este período. Había un cierto número de factores que actuaban al mismo tiempo:
Todos estos factores tuvieron su importancia, pero fundamentalmente el reformismo fue el producto de las presiones que emanaban de la sociedad burguesa en un período de impresionante desarrollo económico y prosperidad, en el que la perspectiva del colapso capitalista y de la revolución proletaria parecía posponerse a un horizonte remoto. En suma, la socialdemocracia se estaba transformando gradualmente de ser un órgano orientado esencialmente hacia el futuro revolucionario, a ser otro anclado en el presente, en la conquista de mejoras inmediatas en las condiciones de vida de la clase obrera. El hecho de que tales mejoras fueran posibles todavía, podía hacer aparecer como algo razonable que el socialismo llegara casi a hurtadillas, a través de la acumulación de mejoras y la democratización gradual de la sociedad burguesa.
Bernstein no estaba equivocado del todo cuando decía que sus ideas eran precisamente un reconocimiento de lo que el partido era en realidad. Pero estaba equivocado cuando argumentaba que eso es lo que era o podía ser todo el partido. Esto se demostró por el hecho de que sus intentos de arrojar por la borda el marxismo fueron atajados vigorosamente por las corrientes revolucionarias, que tuvieron la fuerza de insistir en que un partido proletario, por mucho que tuviera que luchar por la defensa inmediata de los intereses de la clase obrera, solo podía mantener su carácter proletario si perseguía activamente el destino revolucionario de esa clase. La respuesta de Luxemburg a Bernstein, Reforma o revolución, se reconoce justamente como la mejor de todas las polémicas suscitadas por el asalto de Bernstein contra el marxismo. Pero Rosa no estaba sola en absoluto. Todas las grandes figuras del partido, incluyendo a Kautsky y Bebel, hicieron sus propias contribuciones a la lucha para preservar al partido del peligro revisionista.
En apariencia, esas respuestas derrotaron a los revisionistas; todo el partido confirmaría el rechazo de las tesis de Bernstein en la Conferencia de Dresde de 1903. Pero como demostraría la historia tan trágicamente en 1914, las fuerzas que actuaban en la socialdemocracia eran más fuertes que las más claras resoluciones de los Congresos. Y una medida de su fuerza fue el hecho de que los propios revolucionarios, incluso los más claros, no fueron inmunes a las ilusiones democráticas que vendían los reformistas. En sus respuestas a estos últimos, los marxistas cometieron muchos errores, que fueron otras tantas grietas en la armadura del partido proletario; grietas a través de las que el oportunismo podía expandir su insidiosa influencia.
En 1895 Engels publicó en el periódico del SPD, el Vorwarts, una Introducción a la Lucha de clases en Francia de Marx, el célebre análisis de este último sobre los acontecimientos de 1848. En este artículo, Engels argumenta correctamente que han terminado los días en que las revoluciones podían ser hechas sólo por minorías de la clase explotada, usando únicamente métodos de lucha en las calles y las barricadas, y que la futura conquista del poder, no podía ser obra más que de la clase obrera consciente y masivamente organizada. Esto no quería decir que Engels considerara que la lucha en las calles y las barricadas tuvieran que descartarse como parte de una estrategia revolucionaria más amplia, pero los editores del Vorwarts suprimieron estas precisiones; Engels protestó enérgicamente en una carta a Kautsky: «Para mi sorpresa he visto hoy en el Vorwarts un extracto de mi «introducción», impreso sin mi conocimiento y recortado de tal forma que se me hace aparecer como amante de la paz y adorador de la legalidad a cualquier precio» ([5]).
La jugarreta que se le hizo a Engels funcionó bien: su carta de protesta no se publicó hasta 1924, y entonces los oportunistas ya habían hecho pleno uso de la «Introducción» para presentar a Engels como su mentor político. Otros, normalmente elementos que se presentaban como revolucionarios furibundos, habían usado el mismo artículo para justificar su teoría de que Engels se había convertido en un viejo reformista en el último tramo de su vida, y de que existiría un abismo entre las posiciones de Marx y Engels en este asunto y en muchos otros.
Pero dejando aparte la manipulación oportunista del texto, subsiste un problema, que fue reconocido por la gran revolucionaria Luxemburg en el último discurso de su vida, una apasionada intervención en el Congreso de fundación del KPD en 1918. Es cierto que en ese momento Luxemburg no sabía que los oportunistas habían distorsionado las palabras de Engels. Pero aún así encontró ciertas debilidades importantes en los artículos, que en su estilo característico, no dudó en someter a una detallada crítica marxista.
El problema que planteó Rosa Luxemburg era éste: el nuevo partido comunista se estaba formando; la revolución estaba en las calles; el ejército se estaba desintegrando; por todo el país surgían consejos obreros y de soldados; y el marxismo «oficial» del partido socialdemócrata, que todavía tenía una enorme influencia entre la clase a pesar del papel que había jugado su dirección oportunista durante la guerra, apelaba a la autoridad de Engels para justificar el uso contra-revolucionario de la democracia parlamentaria como antídoto contra la dictadura del proletariado.
Como ya hemos dicho, Engels no se equivocaba cuando argumentaba que las viejas tácticas de 1848, del combate callejero más o menos desorganizado ya no podían ser la vía del proletariado hacia el poder. El mostró que para una minoría determinada de proletarios era imposible enfrentarse a los ejércitos modernos de la clase gobernante; en realidad era la propia burguesía la que estaba interesada en provocar tales escaramuzas para justificar la represión masiva contra el conjunto de la clase obrera (en realidad ésa fue la táctica que usó contra la revolución alemana pocas semanas después del congreso del KPD, empujando a los obreros de Berlín a la insurrección prematura que condujo a la decapitación de las fuerzas revolucionarias, incluyendo a la propia Rosa Luxemburg). Consecuentemente, Engels insistió en que «... una futura lucha de calles sólo podrá vencer si esta desventaja de la situación se compensa con otros factores. Por eso se producirá con menos frecuencia en los comienzos de una gran revolución que en el transcurso ulterior de ésta y deberá emprenderse con fuerzas más considerables. Y éstas deberán, indudablemente, como ocurrió en toda la gran revolución francesa, así como el 4 de septiembre y el 31 de octubre de 1870 en París, preferir el ataque abierto a la táctica pasiva de barricadas» ([6]). En cierto sentido esto es precisamente lo que consiguió la revolución rusa: el proletariado, constituyéndose en una fuerza organizada irresistible, fue capaz de derribar el estado burgués por medio de una insurrección bien planificada y relativamente sin derramamiento de sangre en octubre de 1917.
El verdadero problema es la forma en la que Engels veía ese proceso. Rosa Luxemburg tenía ante sus ojos el ejemplo vivo de la revolución rusa y su contrapartida en Alemania, donde el proletariado había desarrollado su autoorganización a través del proceso de la huelga de masas y de la formación de soviets. Estas eran formas de organización que no sólo correspondían a la nueva época de guerras y revoluciones, sino que también, en un sentido más profundo, expresaban la naturaleza subyacente del proletariado como una clase que solo puede hacer valer su fuerza revolucionaria echando abajo los engranajes y las instituciones de la sociedad de clases. El error fatal en la argumentación de Engels en 1895 era el énfasis que ponía en que el proletariado construiría su fuerza mediante el uso de las instituciones parlamentarias, es decir, a través de organismos específicos de la propia sociedad burguesa que tenía que destruir. Sobre este asunto, Luxemburg parte lo que de verdad dijo Engels, criticando lo inadecuado que era:
«Después de repasar los cambios ocurridos en el periodo en curso, Engels pasa a considerar las tareas inmediatas del partido socialdemócrata alemán: «Como Marx predijo», escribía, «la guerra de 1870-71 y la derrota de la Comuna desplazaron por el momento de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero europeo. En Francia, naturalmente, necesitaba años para reponerse de la sangría de mayo de 1871. En cambio en Alemania, donde la industria (impulsada como una planta de invernadero por el maná de aquellos cinco mil millones pagados por Francia) se desarrollaba cada vez más rápidamente, la socialdemocracia crecía todavía más de prisa y con más persistencia. Gracias a la inteligencia con que los obreros alemanes supieron utilizar el sufragio universal, implantado en 1866, el crecimiento asombroso del partido aparece en cifras indiscutibles a los ojos del mundo entero».
«Después sigue la famosa enumeración, que muestra el crecimiento de los votos del partido elección tras elección, hasta que las cifras llegan a los millones. Engels saca la siguiente conclusión de este progreso: «Pero con este eficaz empleo del sufragio universal entraba en acción un método de lucha del proletariado totalmente nuevo, método de lucha que se siguió desarrollando rápidamente. Se vio que las instituciones estatales en las que se organiza la dominación de la burguesía ofrecen nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra esas mismas instituciones. Y se tomó parte en las elecciones a las dietas provinciales, a los organismos municipales, a los tribunales industriales, se le disputó a la burguesía cada puesto, en cuya provisión mezclaba su voz una parte suficiente del proletariado. Y así se dio el caso de que la burguesía y el gobierno llegasen a temer mucho más la actuación legal que la actuación ilegal del partido obrero, más los éxitos electorales que los éxitos insurreccionales”» ([7]).
Luxemburg, que comprendía el rechazo de Engels de la vieja táctica de la lucha callejera, no hace sin embargo concesiones sobre los peligros inherentes a su punto de vista:
«De este razonamiento se sacaban dos importantes conclusiones. En primer lugar, se contraponía la lucha parlamentaria a la acción revolucionaria directa del proletariado, y se indicaba que la primera era la única forma práctica de conducir la lucha de clases. El parlamentarismo, y nada más que el parlamentarismo era la secuela lógica de esta crítica. En segundo lugar, toda la máquina militar, la organización más poderosa del Estado, todo el cuerpo de proletarios en uniforme, se declaraba a priori completamente inaccesible a las influencias socialistas. Cuando el prefacio de Engels declara que, debido al moderno desarrollo de ejércitos gigantescos, es totalmente absurdo suponer que el proletariado puede levantarse contra soldados armados con metralletas y equipados con los últimos adelantos técnicos, la afirmación se basa obviamente en el supuesto de que cualquiera que llega a ser soldado, se convierte por ello de una vez por todas en soporte de la clase dirigente. Este error juzgado desde el enfoque de nuestras experiencias de hoy, sería incomprensible en un hombre con tal responsabilidad a la cabeza de nuestro movimiento, si no supiéramos en qué circunstancias se redactó ese documento histórico» ([8]).
La experiencia de la oleada revolucionaria refutó definitivamente la visión de Engels: lejos de alarmarse de la acción «constitucional» del proletariado, la burguesía había comprendido que la democracia parlamentaria era su más fiel aliado contra el poder de los consejos obreros; toda la actividad de los socialdemócratas traidores (dirigidos por los eminentes parlamentarios que habían sido los más receptivos a las influencias burguesas) se había orientado a persuadir a los obreros de que subordinaran sus propios órganos de clase, los consejos, a la asamblea nacional, supuestamente más «representativa». Y tanto la revolución rusa como la alemana habían demostrado claramente la capacidad del proletariado, a través de su acción revolucionaria determinada y su propaganda, de desintegrar los ejércitos de la burguesía y ganar a las masas de soldados para la revolución.
Así pues, Luxemburg no dudó en tachar de «disparate» la visión de Engels. Pero de ninguna manera concluía por eso que Engels hubiera dejado de ser un revolucionario. Estaba convencida de que, al contrario, hubiera reconocido su error a la luz de la experiencia ulterior: «Los que conocen las obras de Marx y Engels, los que están familiarizados con el espíritu genuinamente revolucionario que inspiró todas sus enseñanzas y sus escritos, tendrán la absoluta certeza de que Engels habría sido uno de los primeros en protestar contra la perversión del parlamentarismo, contra el despilfarro de las energías del movimiento obrero que fue característico de Alemania en las décadas previas a la guerra».
Luxemburg continúa proponiendo un marco para comprender el error que cometió Engels: «Hace setenta años, a los que revisaban los errores y las ilusiones de 1848, les parecía que el proletariado todavía tenía que recorrer una distancia interminable antes de poder realizar el socialismo... esa creencia también puede leerse en cada línea del prefacio que Engels escribió en 1895». En otras palabras, Engels escribía en un período en el que la lucha directa por la revolución no estaba todavía al orden del día; el colapso de la sociedad capitalista aún no era la realidad palpable que sería en 1917. En esas condiciones, para el movimiento obrero no era posible desarrollar una visión totalmente lúcida de su camino al poder. En particular, la división necesaria entre el programa mínimo de reformas económicas y políticas, y el programa máximo del socialismo, consagrada en el Programa de Erfurt, contenía en sí el peligro de que el último se subordinara al primero, de manera que el uso del parlamentarismo, que había sido una táctica válida en la lucha por reformas, se convirtiera en un fin en sí mismo.
Luxemburg muestra que incluso Engels no fue inmune a la confusión en este punto. Pero también reconoce que el verdadero problema estaba en las corrientes políticas que representaban activamente los peligros a los que se confrontaba la socialdemocracia en ese período, o sea los oportunistas y quienes los protegían en la dirección del partido. En particular fueron estos últimos los que manipularon conscientemente a Engels para conseguir un resultado que estaba muy lejos de sus intenciones: «Tengo que recordarles el hecho bien conocido de que el prefacio en cuestión fue escrito por Engels bajo la fuerte presión del grupo parlamentario. En esa época en Alemania, durante los primeros años de la década de 1890, después de que se hubiera anulado la ley antisocialista, había un fuerte movimiento hacia la izquierda, el movimiento de los que querían salvar al partido de ser completamente absorbido por la lucha parlamentaria. Bebel y sus asociados buscaban con todas sus fuerzas argumentos convincentes, que fueran respaldados por la gran autoridad de Engels; buscaban una declaración que les permitiera mantener el control de los elementos revolucionarios» ([9]). Como hemos dicho al principio, la lucha por un programa revolucionario es siempre la lucha contra el oportunismo en las filas del proletariado; por eso mismo, el oportunismo siempre está dispuesto a colarse por el más mínimo desliz en la vigilancia y concentración de los revolucionarios, y a usar sus errores para sus propósitos.
«Después de la muerte de Engels en 1895, en el campo teórico el liderazgo del partido pasó a Kautsky. El resultado de este cambio fue que en cada congreso anual las enérgicas protestas del ala izquierda contra una política puramente parlamentaria, sus avisos urgentes contra la esterilidad y el peligro de esa política, se estigmatizaban como anarquismo, socialismo anarquizante, o por lo menos como antimarxismo. Lo que pasaba oficialmente por marxismo se convirtió en una cloaca para todas las clases posibles de oportunismo, para el desentendimiento persistente de la lucha de clase revolucionaria, para todas las medias tintas concebibles. Así la socialdemocracia alemana y el movimiento obrero, y también el movimiento sindical, se vieron condenados a consumirse en el marco de la sociedad capitalista. Los socialistas alemanes y los sindicalistas ya no hicieron nunca más intentos serios de derrocar las instituciones capitalistas, ni de desmontar la máquina capitalista» ([10]).
No somos de esa escuela modernista de pensamiento a la que le gusta presentar a Karl Kautsky como la causa de todos los errores de los partidos socialdemócratas. Es completamente cierto que ese nombre se asocia a menudo con profundas falsedades teóricas, como su teoría de la conciencia socialista producto de los intelectuales, o su concepto del ultraimperialismo. Y realmente, para usar los términos de Lenin, Kautsky finalmente se convirtió en un renegado del marxismo, sobre todo por su repudio de la revolución de Octubre. Aquellos errores hacen, a veces, difícil recordar que Kautsky fue realmente un marxista antes de convertirse en un renegado. Igual que Bebel, había defendido la continuidad del marxismo en varios momentos cruciales de la vida del partido. Pero igual que Bebel y muchos otros de su generación, su comprensión del marxismo se reveló más tarde que sufría de debilidades significativas, que a su vez reflejaban debilidades de más alcance en el conjunto del movimiento. En el caso de Kausty, su «destino» fue convertirse en campeón de un método que, en lugar de someter los errores contingentes del movimiento revolucionario pasado a una crítica enriquecedora a la luz de los cambios en las condiciones materiales, congeló esos errores en una «ortodoxia» inalterable.
Como hemos visto, a menudo Kautsky se levantó en armas contra la derecha revisionista del partido: de ahí su reputación como bastión del marxismo «ortodoxo». Pero si miramos más de cerca la forma en que libró la batalla contra el revisionismo, veremos también por qué esa ortodoxia era en realidad una forma de centrismo, una manera de conciliación con el oportunismo; y esto fue así mucho antes de que Kautsky se ganara la etiqueta de centrista como descripción de sus «medias tintas» entre lo que veía como excesos de la derecha y de la izquierda. Las dudas de Kautsky para entablar un combate intransigente contra el revisionismo, se expresaron inicialmente desde el momento mismo en que los artículos de Bernstein hacían furor; su amistad personal con este último le hizo vacilar por algún tiempo, antes de contestarle políticamente. Pero la tendencia de Kautsky a la conciliación con el reformismo fue mucho más lejos que esto, como apuntó Lenin en el Estado y la revolución:
«Pero aún encierra una significación mucho mayor (que las vacilaciones de Kautsky para tomar a cargo el combate contra Bernstein) la circunstancia de que en su misma polémica con los oportunistas, en su planteamiento de la cuestión, y en su modo de tratarla advertimos hoy, cuando estudiamos la historia de la más reciente traición al marxismo cometida por Kautsky, una propensión sistemática al oportunismo, precisamente en el problema del Estado» ([11]). Una de las obras que Lenin eligió para ilustrar esas desviaciones, fue la Revolución social, publicada en 1902, cuya forma es la de una refutación en regla contra el oportunismo, pero cuyo contenido real revela la creciente tendencia de Kautsky a acomodarse a ese mismo oportunismo.
En este libro, Kautsky ofrece algunos argumentos marxistas muy sonados contra las principales «revisiones» planteadas por Bernstein y sus seguidores. Contra sus argumentos (que tenían tanto gancho en aquellos días) de que el crecimiento de las clases medias llevaba a una suavización del enfrentamiento de clases, de forma que el enfrentamiento entre el proletariado y la burguesía podría solucionarse en el marco de la sociedad capitalista, Kautksky respondía insistiendo, como lo había hecho Marx, que la explotación de la clase obrera crecía en intensidad, que el Estado capitalista se hacía más, y no menos, opresivo; y que esto acentuaba, en lugar de atenuar, los antagonismos de clase: «cuanto más se apoyan las clases dirigentes en la máquina estatal y haciendo mal uso de ella la emplean con el propósito de la explotación y la opresión, tanto más debe aumentar la amargura del proletariado contra ellas, crecer el odio de clase, y aumentar la intensidad de los esfuerzos por conquistar el aparato de Estado» ([12]).
De igual forma, Kautsky refutaba el argumento de que el desarrollo de las instituciones democráticas hacía innecesaria la revolución social, criticaba que «la sociedad capitalista crece gradualmente y sin ningún shock hacia el socialismo a través del ejercicio de los derechos democráticos sobre las bases existentes. Consecuentemente, la conquista del poder político por el proletariado no es necesaria, y los esfuerzos en ese sentido son directamente nocivos, puesto que operan en el sentido de alterar este proceso lento, pero seguro» ([13]). Kautsky argumenta que esto era una ilusión, porque, si era cierto que el número de representantes socialistas en el parlamento había aumentado, «simultáneamente a esto, la democracia burguesa se cae a trozos» ([14]); «el Parlamento, que originariamente fue un medio de presionar al gobierno por la vía del progreso, se convierte cada vez más en un medio para anular los pequeños progresos que las condiciones materiales imponen al gobierno. En la medida en que la clase que gobierna a través del parlamento se ha hecho superflua y dañina, la maquinaria parlamentaria pierde su significado» ([15]). Aquí había una claridad real sobre las condiciones que se desarrollaban a medida que el capitalismo se aproximaba a su época de decadencia: el declive del parlamento incluso como un foro de los conflictos interburgueses (que a veces el partido obrero podía aprovechar en su propio beneficio), su conversión en una hoja de parra que cubría la creciente burocratización y militarización de la máquina del Estado. Kautsky reconocía incluso que, teniendo cuenta la vacuidad de las instituciones «democráticas» de la burguesía, el arma de la huelga – incluso la huelga política de masas cuya importancia se vislumbraba es Francia y Bélgica – «tendrá un papel importante en las batallas revolucionarias del futuro» ([16]).
Con todo, Kautsky nunca fue capaz de llevar estos argumentos a sus conclusiones lógicas. Si el parlamentarismo burgués estaba en declive, si los obreros desarrollaban nuevas formas de acción como la huelga de masas, es que estaban apareciendo todos los signos del advenimiento de una nueva época revolucionaria en la que el centro de la lucha de clases se desplazaba de la arena parlamentaria y «volvía» al terreno específico de clase del proletariado, las fábricas y las calles. En realidad, lejos de ver las implicaciones revolucionarias del declive del parlamentarismo, Kautsky deducía de esto la conclusión más conservadora: que la misión del proletariado era salvar y resucitar esta democracia burguesa agonizante. «El parlamentarismo cada día está más senil y desvalido, y sólo podrá despertar a una nueva juventud y dotarse de nuevos bríos, cuando, junto con todo el poder gubernamental, sea conquistado y tomado a cargo para sus propósitos por el proletariado insurgente. Lejos de hacer la revolución inútil y superflua, el parlamentarismo necesita de una revolución para revivir» ([17]).
Estas posiciones no estaban – como en el caso de Engels – en contradicción con otras, donde al contrario, se expresaba lo mismo mucho más claramente. Expresaban una fibra constante en el pensamiento de Kautsky, que se remontaba al menos a sus comentarios sobre el Programa de Erfurt a principios de la década de 1890, y se proyectaba en su conocida obra el Camino al poder en 1910. Esta última obra escandalizó a los abiertamente reformistas por su rotunda afirmación de que «la era revolucionaria está comenzando», pero sostenía la misma posición conservadora sobre la toma del poder. Lenin, en sus comentarios sobre esos dos trabajos en el Estado y la Revolución, estaba especialmente indignado por el hecho de que Kautsky no defendiera en ninguna parte en esos libros la clásica afirmación marxista de la necesidad de derribar la máquina del Estado burgués y sustituirla por el Estado-Comuna: «En este folleto se habla a cada momento de la conquista del Poder estatal, y sólo de esto; es decir, se elige una fórmula que constituye una concesión a los oportunistas, toda vez que admite la conquista del poder sin destruir la máquina del Estado. Kautsky resucita en 1902 precisamente lo que Marx declaró «anticuado», en 1872, en el programa del Manifiesto comunista»
Con Kautsky, y por tanto con el marxismo oficial de la IIª Internacional, el parlamentarismo se había convertido en un dogma inmutable.
La creciente tendencia del partido socialdemócrata a presentarse como candidato al gobierno, a hacerse cargo de las riendas del estado burgués, iba a tener profundas implicaciones para su programa económico también; lógicamente, este último aparecía cada vez más ya no como un programa de destrucción del capital, de socavamiento de las bases de la producción capitalista, sino como una serie de propuestas realistas para hacerse cargo de la economía burguesa y gestionarla «en beneficio» del proletariado. No era ningún accidente que el desarrollo de esta visión, que contrasta crudamente con las ideas de la transformación socialista que defendían militantes como Engels, Bebel y Morris ([18]), coincidiera con las primeras expresiones del capitalismo de Estado que acompañaron el auge del imperialismo y el militarismo. Cierto que Kautsky criticó la desviación «socialista de estado», que defendían gente como Vollmar, pero su crítica no fue a la raiz del problema. La polémica de Kautsky se oponía a los programas que llamaban a los gobiernos de la burguesía y absolutistas a introducir medidas «socialistas» como la nacionalización de la tierra. Pero no veía que un programa de estatización llevado a cabo por un gobierno socialdemócrata quedaría igualmente atrapado en las fronteras del capitalismo. En La revolución social, se nos dice que «la dominación política del proletariado y la continuación del sistema capitalista de producción son irreconciliables» ([19]). Pero los pasajes que siguen esta rotunda frase dan una medida más real de la visión de Kautsky sobre las «transformaciones socialistas»: «la cuestión se suscita respecto a qué compradores están a disposición de los capitalistas cuando quieren vender sus empresas. Una porción de las fábricas, las minas, etc, podría venderse directamente a los obreros que las trabajan, y a partir de aquí podría gestionarse como cooperativa; otra porción podría venderse a las cooperativas de distribución, y otra a los ayuntamientos o a los Estados. Está claro sin embargo que los mayores compradores del capital y los más generosos serían los Estados y los Ayuntamientos, y por esta misma razón, la mayoría de industrias pasarían a ser propiedad de los Estados y Ayuntamientos. Está claro que la socialdemocracia luchará conscientemente por esta solución cuando llegue a tomar el control» ([20]). Después Kautsky continúa explicando que las industrias más maduras para la nacionalización son aquellas en que más se ha desarrollado la monopolización y que «la socialización (como puede designarse en pocas palabras la transferencia a la propiedad nacional, municipal o cooperativa) llevará consigo la socialización de la mayor parte del capital moneda. Cuando se nacionaliza la propiedad de las fábricas o la tierra, sus deudas también se nacionalizan, y las deudas privadas se convierten en deudas públicas. En el caso de una corporación, los accionistas se convertirán en poseedores de bonos del gobierno» ([21]).
De pasajes como estos puede verse que en la «transformación socialista» de Kautsky, persisten todas las categorías esenciales del capital: los medios de producción se «venden» a los obreros o al Estado, el capital moneda se centraliza en manos del gobierno, los monopolios «privados» dejan paso a monopolios municipales y nacionales, y así sucesivamente. En otra parte del mismo texto, Kautsky argumenta explícitamente sobre el mantenimiento de la relación del trabajo asalariado en un régimen proletario.
«Yo hablo aquí de los salarios del trabajo. ¡¿Qué?! se dirá, ¿habrá salarios en la nueva sociedad? ¿No habremos abolido el trabajo asalariado y el dinero? ¿Cómo se puede hablar entonces de salarios del trabajo? Estas objeciones se escucharían si la revolución social propusiera abolir inmediatamente el dinero. Sostengo que eso sería imposible. El dinero es el medio más simple que se conoce hasta ahora que hace posible, en un mecanismo tan complicado como el de las modernas fuerzas productivas, con su tremenda división del trabajo que se ha llevado muy lejos, que se asegure la circulación de los productos y su distribución a los miembros individuales de la sociedad. Es el medio que hace posible que cada uno satisfaga sus necesidades de acuerdo a su inclinación individual...Hasta que se encuentre algo mejor, el dinero será indispensable como medio de esa circulación» ([22]).
Por supuesto es cierto que el trabajo asalariado no puede abolirse de la noche a la mañana. Pero es falso argumentar, como hace Kautsky en este y otros pasajes, que los salarios y el dinero son formas neutrales que pueden persistir en el «socialismo» hasta el momento en que el incremento de la producción lleve a la abundancia. Con las bases del trabajo asalariado y la producción de mercancías, el incremento de la producción será un eufemismo para la acumulación del capital, y la acumulación de capital, tanto si está dirigida por el Estado o en manos privadas, significa necesariamente la desposesión y la explotación de los productores. Por esto Marx, en su Crítica al Programa de Gotha, argumentó que la dictadura del proletariado tendría que tomar medidas inmediatas respecto a la lógica global de la acumulación, reemplazando los salarios y el dinero con el sistema de bonos sobre el tiempo de trabajo.
En otra parte, Kautsky insiste en que esos salarios «socialistas» son fundamentalmente diferentes de los salarios capitalistas, porque bajo el nuevo sistema, la fuerza de trabajo ya no es una mercancía, presuponiendo que, puesto que los medios de producción se han convertido en propiedad del Estado, ya no hay mercado para la fuerza de trabajo. Este argumento – que han empleado a menudo los diferentes apologistas del modelo estalinista para probar que la URSS y sus vástagos no podían ser capitalistas – tiene un defecto fundamental: ignora la realidad del mercado mundial, que hace de cada economía nacional una unidad capitalista competitiva, independientemente del grado en que los mecanismos del mercado se hayan suprimido dentro de esa unidad.
Es verdad, como ya hemos señalado antes en esta serie, que el propio Marx hizo afirmaciones que implicaban que la producción socialista podría existir en los límites de la nación-estado. El problema es que las ideas que desarrolló la socialdemocracia «oficial» en los primeros años del siglo XX – a diferencia de la postura resueltamente internacionalista de Marx – se veían cada vez más como parte de un programa «práctico» para cada nación por separado. Esta visión «nacional» del socialismo llegó incluso a defenderse programáticamente. Así encontramos la siguiente formulación en otro trabajo de Kautsky del mismo periodo, La república socialista ([23]): «...una comunidad capaz de satisfacer todas sus necesidades y que contenga todas las industrias que se requieren para ello, ha de tener dimensiones muy diferentes de las de las colonias socialistas que fueron planificadas a comienzos de nuestro siglo. Entre las organizaciones sociales que existen actualmente, sólo hay una que tenga las dimensiones requeridas, que pueda usarse como el terreno requerido para el establecimiento y el desarrollo de la República socialista o cooperativa: la Nación».
Pero quizás lo más significativo sobre la visión de Kautsky de la transformación socialista es hasta qué punto todo ocurre de forma legal y ordenada. Emplea varias páginas de La revolución social argumentando que sería mucho mejor compensar a los capitalistas, comprándoselos, que simplemente confiscar su propiedad. Aunque sus escritos sobre el proceso revolucionario reconocen el uso de las huelgas y otras acciones llevadas a cabo por los propios obreros, su preocupación primordial parece ser que la revolución no incomode demasiado a los capitalistas. Uno de los oponentes reformistas de Kautsky en el Congreso de Dresde de 1903, Kollo, puso el dedo en la llaga con astucia cuando planteó que Kautsky quería una revolución social... sin violencia. Pero ni el derrocamiento del poder político de la clase capitalista, ni la expropiación de los expropiadores puede llevarse a cabo sin la indómita, violenta, y sin embargo creativa irrupción de las masas en la escena de la historia.
Repetimos. No es cuestión de demonizar a Kautsky. El era la expresión de un proceso más profundo (la gangrena oportunista de los partidos socialdemócratas, su incorporación gradual en la sociedad burguesa), de y las dificultades que tenían los marxistas para comprender y combatir este peligro. Ciertamente sobre el problema del parlamentarismo, no se encontrará una claridad acabada en todo el periodo que hemos estudiado. Por ejemplo en Reforma o revolución, Luxemburg ataca enérgicamente las ilusiones parlamentarias de Bernstein, pero también ella deja abiertas ciertas grietas sobre la cuestión (por ejemplo, en ese momento no reconoce el «disparate» en la introducción de Engels a la Lucha de clases en Francia, que después atacó en 1918). Otro caso instructivo es el de William Morris. En la década de 1880 Morris hizo varias advertencias clarificadoras sobre el poder corruptor del parlamento; pero esas percepciones se vieron lastradas por su tendencia al purismo, su incapacidad para comprender la necesidad de que los socialistas intervinieran en la lucha cotidiana de la clase, y –en esa época– usaran las elecciones y el parlamento como un foco de su lucha. Como muchos otros del ala izquierda que criticaban el parlamentarismo en esa época, Morris era muy permeable a las actitudes parlamentarias ahistóricas de los anarquistas. Y hacia el final de su vida, en reacción al daño que el anarquismo había hecho a sus esfuerzos por construir una organización revolucionaria, el propio Morris se desorientó y coqueteó con la visión de la vía parlamentaria al poder.
Lo que «se echaba de menos» durante esos años era el movimiento palpable de la clase. El cataclismo de 1905 en Rusia permitió a los mejores elementos del movimiento obrero discernir los verdaderos contornos de la revolución proletaria y superar las concepciones erróneas y desfasadas que hasta entonces habían nublado su visión. El verdadero crimen de Kautsky fue entonces luchar con uñas y dientes contra esas clarificaciones, presentándose cada vez más como un «centrista», cuya verdadera pesadilla, no era la derecha revisionista, sino la izquierda revolucionaria, personificada en figuras como Luxemburg y Pannekoek. Pero eso es otra parte de la historia.
CDW
[1] Ver Revista internacional nº 79. Un tema central de la Crítica era la defensa de la posición sobre la dictadura del proletariado contra la idea de Lasalle del «Estado del pueblo» que era el envoltorio de su querencia por acomodarse al Estado de Bismark.
[2] Ver Revista internacional, nos 83, 85 y 86.
[3] Citado por Massimo Salvadori en Karl Kautsky and the socialist revolution, 1880-1938, Londres 1979.
[4] Hay que decir que los esfuerzos de Engels por compensar las debilidades del Programa de Erfurt no tuvieron el éxito esperado. Engels reconocía claramente que el peligro oportunista se había codificado en el Programa; su crítica del esbozo de programa (carta a Kautsky, 29 de junio de 1891), contiene la definición más clara del oportunismo que pueda encontrarse en los escritos de Marx y Engels, y su preocupación central era el hecho de que, si el programa contenía una buena introducción general marxista acerca de la inevitable crisis del capitalismo y la necesidad del socialismo, era sin embargo completamente ambiguo respecto a cómo el proletariado llegaría al poder. Engels es particularmente crítico sobre la implicación de que los obreros alemanes pudieran usar la versión «prusiana» del parlamento («una hoja de parra del absolutismo») para ganar el poder pacíficamente. Por otra parte, en el mismo texto, Engels repite la noción de que en los países más democráticos, el proletariado podría llegar al poder a través del proceso electoral, y no hace una distinción suficientemente clara entre la república democrática y el Estado de la Comuna. Al final, el documento de Erfurt, en vez de mostrar la conexión entre los programas mínimo y máximo, abre una brecha entre ellos. Por eso Luxemburg, en su discurso al Congreso de fundación del KPD, en 1918, habla del programa de Spartakus como «deliberadamente opuesto» al Programa de Erfurt.
[5] Engels, Selected correspondence.
[6] Introducción a la Lucha de clases en Francia.
[7] R. Luxemburg, «Discurso sobre el Programa del Congreso de fundación del KPD».
[8] Ídem.
[9] Traducido del inglés por nosotros.
[10] Luxemburg, «Discurso sobre el programa del Congreso de fundación del KPD».
[11] El Estado y la revolución, VI, 2: «La polémica de Kautsky con los oportunistas».
[12] The Social Revolution, Chicago, 1916, traducido del inglés por nosotros.
[13] Ídem.
[14] Ídem.
[15] Ídem.
[16] Ídem.
[17] Ídem.
[18] Ver artículos de esta serie en la Revista internacional, nos 83, 85 y 86.
[19] The social revolution, Chicago, 1916, traducido del inglés por nosotros
[20] Ídem.
[21] Ídem.
[22] Ídem.
[23] Este pasaje está tomado de una versión inglesa, «traducida y adaptada para América» de Daniel De León (Nueva York, 1900); por eso no estamos seguros de qué es lo original de Kautsky. Sin embargo la cita nos da una muestra de las ideas que se desarrollaban en el movimiento internacional en esa época.
La campaña ideológica actual que intenta asimilar las posiciones políticas de la izquierda comunista frente a la IIª Guerra Mundial con el llamado negacionismo (que es la negación de la exterminación de los judíos por los nazis), tiene dos objetivos. El primero es manchar y desprestigiar ante la clase obrera, a la única corriente política, la izquierda comunista, que se negó a ceder a la unión sagrada ante la IIª Guerra Mundial.
La campaña ideológica actual que intenta asimilar las posiciones políticas de la izquierda comunista frente a la IIª Guerra Mundial con el llamado negacionismo (que es la negación de la exterminación de los judíos por los nazis), tiene dos objetivos. El primero es manchar y desprestigiar ante la clase obrera, a la única corriente política, la izquierda comunista, que se negó a ceder a la unión sagrada ante la IIª Guerra Mundial. En efecto, la Izquierda Comunista fue la única que denunció la guerra -como la habían hecho antes que ella, Lenin, Trotski y Rosa Luxemburg ante la Iª Guerra Mundial- como guerra interimperialista de la misma naturaleza que la de 1914-18, demostrando que la pretendida especificad de la IIª, según la cual habría sido la lucha entre dos sistemas, la democracia y el fascismo, no fue más que pura mentira con la que alistar a los proletarios en una carnicería sin límites. El segundo objetivo se inscribe en la ofensiva ideológica que pretende hacer creer a los proletarios que la democracia burguesa seria, a pesar de sus imperfecciones, el único sistema posible, y que, por lo tanto, deberían movilizarse para defenderlo. Ese es el mensaje que se les propone mediante las campañas ideológicas político-mediáticas, desde la operación "manos limpias" en Italia hasta el "caso Dutroux" en Bélgica, pasando por la matraca anti Le Pen en Francia. En esta ofensiva, la función adjudicada a la denuncia del negacionismo es la de presentar al fascismo como el "mal absoluto", disculpando así al capitalismo como un todo de su responsabilidad en el holocausto.
Una vez más, queremos aquí dejar bien claro que la Izquierda comunista no tiene nada que ver, ni de cerca ni de lejos, con esa caterva "negacionista" que reúne a la extrema derecha tradicional y a la "ultraizquierda", concepto totalmente ajeno a la izquierda comunista1. Para nosotros, no se trata, ni mucho menos, de negar la espantosa realidad de los campos nazis y de exterminio. Como ya lo decíamos en el número anterior de esta Revista: «Pretender relativizar la barbarie del régimen nazi, incluso para denunciar la mistificación antifascista, significa en fin de cuentas, relativizar la barbarie del sistema capitalista decadente, de la que ese régimen es una de las expresiones». Por eso, la denuncia del antifascismo como instrumento del alistamiento del proletariado en la peor de las carnicerías interimperialistas de la historia y como medio de disimular quien es el verdadero responsable de todos esos horrores, o sea el capitalismo como un todo, no ha significado nunca la menor complacencia en la denuncia del campo fascista, cuyas primeras víctimas fueron los militantes proletarios. La esencia del internacionalismo proletario, del que la izquierda comunista ha sido siempre una defensora intransigente en recta continuidad con la verdadera tradición marxista y por lo tanto contra todos aquellos que la traicionaron y entre ellos los trotskistas-, siempre ha sido la de denunciar todos los campos enfrentados, demostrando que todos son igualmente responsables de los horrores y del indecible sufrimiento que todas las guerras interimperialistas causan a la humanidad.
Ya hemos mostrado en números anteriores de esta Revista como la barbarie del "campo democrático" durante la IIª Guerra mundial no tuvo nada que envidiar a la del "campo fascista", en el horror y en el cinismo con el que fueron perpetrados los crímenes contra la humanidad que fueron los bombardeos de Dresde y de Hamburgo o el fuego nuclear que se abatió sobre el ya vencido Japón2. En este artículo nos ocuparemos de demostrar la complicidad de los Aliados al guardar cuidadosamente silencio hasta el final de la guerra sobre los genocidios que estaba perpetrando el régimen nazi, pues los Aliados estaban perfectamente al corriente de la existencia de los campos de concentración y para qué servían.
Antes de demostrar la complicidad aliada con los crímenes perpetrados por los nazis, debe recordarse, que la subida al poder del fascismo -siempre presentado, desde la derecha clásica hasta la izquierda y extrema izquierda del capital como un monstruoso accidente de la historia, como si hubiera sido una aberración surgida del cerebro enfermo de un Hitler o un Mussolini- es, al contrario, la consecuencia orgánica del capitalismo en su fase de decadencia y de la derrota sufrida por el proletariado en la ola revolucionaria que vino tras la Iª Guerra Mundial.
La postura según la cual la clase dominante no sabía cuáles eran los verdaderos proyectos del partido nazi, que, en cierto modo, se habría dejado engañar, no aguanta de pie un solo instante. El partido nazi hunde sus raíces en dos factores determinantes para la historia de los años 30: por un lado, el aplastamiento de la revolución alemana que abre la puerta al triunfo de la contrarrevolución a escala mundial y, por otro, la derrota del imperialismo alemán tras la primera carnicería mundial. Desde el principio, el objetivo del naciente partido nazi fue, apoyándose en la sangría infringida a la clase obrera alemana por el partido socialdemócrata, el SPD de Noske y Scheidemann, el de rematar el aplastamiento del proletariado para así reconstruir las fuerzas bélicas del imperialismo alemán., Esos objetivos eran compartidos por el conjunto de la burguesía alemana, superando las divergencias reales, tanto en los medios que emplear como en los momentos para usarlos. Las SA, milicias del asalto en las que se apoyó Hitler en su marcha hacia el poder, fueron las herederas directas de los Cuerpos Francos que habían asesinado a Rosa Luxemburg y Karl Liebnecht y a miles de comunistas y militantes obreros. La mayoría de los dirigentes de SA habían empezando su carrera de carniceros en esos mismos cuerpos francos, los cuales habían sido la "guardia blanca" utilizada por el SPD para aplastar en sangre a la revolución, con el apoyo de las tan democráticas potencias victoriosas, las cuales, a la vez que desarmaban al ejército alemán, ponían sumo cuidado en dejar que las milicias contrarrevolucionarias dispusieran del suficiente armamento para cumplir sus sucias labores.
El fascismo no pudo arraigarse y prosperar sino gracias a la derrota física e ideológica infligida al proletariado por la izquierda del capital, la única capaz de enfrentar primero y vencer después a la ola revolucionaria que se extendió por Alemania en 1918-19. Así lo entendió perfectamente el estado mayor de los ejércitos alemanes, dando carta blanca al SPD para que este pudiera dar, en enero de 1919, el golpe decisivo al movimiento revolucionario que se estaba desarrollando. Y si Hitler no fue apoyado en su intentona de golpe en Munich, en 1925, fue porque el ascenso del fascismo era considerado prematuro todavía por los sectores más lúcidos de la clase dominante. Había que rematar primero la derrota del proletariado, utilizando hasta el final la mistificación democrática mediante la República de Weimar, la cual, aunque presidida por el junker3 Hindenburg, se beneficiaba de un disfraz radical gracias a la participación regular en sus sucesivos gobiernos, de ministros procedentes del llamado partido "socialista".
Pero en cuanto la amenaza proletaria quedó definitivamente conjurada, la clase dominante, en su forma más clásica, por medio de las joyas del capitalismo alemán, o sea los Krupp, Thyssen, AG Farben, no cejará en su apoyo total al partido nazi y a su victoriosa marcha hacia el poder. Y es que ahora, la voluntad de Hitler de reunir todas las fuerzas necesarias para la restauración de la potencia militar del imperialismo alemán corresponde exactamente con las necesidades del capitalismo alemán. Este, vencido y expoliado por sus rivales imperialistas de la I Guerra Mundial, no puede, so pena de muerte, sino intentar reconquistar el terreno perdido metiéndose en una nueva guerra.
Lejos de ser la consecuencia de una pretendida agresividad germánica, agresividad congénita que, por fin, había encontrado en el fascismo el medio de darse rienda suelta, esa voluntad no es otra sino la estricta expresión de las duras leyes del imperialismo en la decadencia del sistema capitalista como un todo, leyes que, frente a un mercado mundial totalmente repartido, no deja más solución a las potencias imperialistas perjudicadas en dicho reparto, que la de intentar, mediante una nueva guerra, llevarse una parte mayor. La derrota física del proletariado alemán, por un lado, y el estatuto de potencia imperialista expoliada que le tocó a Alemania tras su derrota en 1918, por otro, hicieron el fascismo, contrariamente a los países vencedores, en donde la clase obrera no había sido físicamente aplastada, el medio más adecuado del capitalismo alemán para prepararse para una segunda carnicería imperialista. El fascismo, como forma brutal de un capitalismo de Estado que se estaba fortaleciendo por todas partes, incluso en los países llamados democráticos, era el instrumento de la concentración y centralización de todo el capital en manos del Estado frente a la crisis económica, para orientar la economía hacia la preparación de la guerra. Hitler llegó, pues, al poder de la manera más "democrática", con el apoyo total de la burguesía alemana. En efecto, una vez en que la amenaza proletaria quedó definitivamente descartada, la clase dominante ya no tenía que preocuparse por mantener el arsenal democrático, siguiendo así el mismo proceso ya instaurado en Italia.
"Sí, quizás...", nos dirían algunos, pero acaso ¿no hacéis abstracción de uno de los rasgos que distinguen al fascismo de las demás fracciones de la burguesía, o sea, su antisemitismo visceral cuando es esta la característica particular que provocó el holocausto? Es esa la idea que defienden, en particular, los trotskistas. Estos, de hecho, solo reconocen formalmente la responsabilidad del capitalismo y de la burguesía en general en la génesis del fascismo para añadir, a renglón seguido, que el fascismo es pese a todo, mucho peor que la democracia burguesa, como el holocausto demuestra, y, que, por lo tanto, ante la ideología del genocidio, no debe haber la menor vacilación: Hay que escoger su campo, el de la democracia, el de los aliados. Fue ese argumento, unido al de la defensa de la URSS, lo que le sirvió para justificar su traición al internacionalismo proletario y su paso al campo de la burguesía durante la IIª Guerra Mundial. Es pues de lo más lógico encontrar hoy en Francia, a la Liga Comunista Revolucionaria y a su líder Krivine, con el apoyo discreto pero real de Lutte Ouvriere, en cabeza de la cruzada antifascista y antinegacionista, defendiendo la visión del fascismo como mal absoluto, que sería pues cualitativamente diferente de todas las demás expresiones de la barbarie capitalista y contra el que la clase obrera debería ponerse en vanguardia del combate por la defensa y por, podríamos decir, la revitalización de la democracia.
Que la extrema derecha y el nazismo en especial sean profundamente racistas es algo que nunca ha sido cuestionado por la izquierda comunista, como tampoco como la espantosa realidad de los campos de la muerte. La verdadera cuestión es otra. Estriba en saber si ese racismo y la abominable designación de los judíos como chivo expiatorio de los males, no sería más que la expresión de la naturaleza particular del fascismo, el producto maléfico de cerebros enfermos, o si no es, más bien, la consecuencia siniestra del modo de producción capitalista enfrentado a la crisis histórica de su sistema, transformación monstruosa pero natural de la ideología nacionalista defendida y propagada por todas las fracciones de la burguesía. El racismo es una característica de la sociedad dividida en clases, no es un atributo eterno de la naturaleza humana. Si la entrada en decadencia del capitalismo ha agudizado el racismo hasta grados nunca antes alcanzados, si el siglo XX es el siglo en el que los genocidios ya no son la excepción sino la regla., ello no se debe a no se sabe qué perversión de la naturaleza humana. Es el resultado del hecho de que, frente a la guerra ahora permanente que cada Estado debe llevar a cabo en el marco de un mercado mundial sobresaturado y repartido hasta el más recóndito islote, la burguesía, para poder soportar y justificar esa guerra permanente, está obligada, en todos los países, a reforzar el nacionalismo por todos los medios! Qué ambiente más propicio, en efecto para el incremento del racismo que aquel tan certeramente describió Rosa Luxemburgo en el folleto en el que denuncia la primera carnicería mundial: «el populacho cometía excesos al salir a cazar espías, las multitudes cantando, de los cafés con coros patrióticos; turbas violentas, prestas a denunciar, a perseguir mujeres, a llegar hasta el frenesí del delirio ante cada rumor; un clima del crimen ritual, la atmósfera de pogromo en donde el único representante de la dignidad humana era el agente de policía en una vuelta de la calle» Y así prosigue: «Enlodada, deshonrada , embarrada en sangre, ávida de riquezas: así se presenta la sociedad burguesa, así es ella» (La crisis de la socialdemocracia)4.
Podrían retomarse exactamente los mismos términos para describir las múltiples escenas de horror en la Alemania de los años 30: saqueos de almacenes de judíos, linchamientos, niños separados de sus padres, o evocar también la misma atmósfera de pogromo que reinaba en Francia en 1945 cuando el diario L´Humanite de los estalinistas vomitaba en primera página aquella ignominia de "! Cada uno a por su boche!" (Alemán en términos despectivos). No, el racismo no es especialidad exclusiva del fascismo, como tampoco lo es su forma antisemita. El célebre general de los "democráticos" Estados Unidos, Patton, quién por lo visto iba a liberar a la humanidad de la "bestia inmunda" acaso no declaraba cuando la liberación de los campos, que «los judíos son peores que los alemanes», mientras que el otro "gran liberador" Stalin, organizaba sus propios pogromos contra los judíos, los gitanos, los chechenos, etc. El racismo es producto de la naturaleza básicamente nacionalista de la burguesía, sea cual sea la forma de su dominación, totalitaria o "democrática ". Nacionalismo puesto al rojo vivo por la decadencia de su sistema.
Si el nazismo, con el asentimiento de la clase dominante pudo utilizar el racismo, latente siempre en la pequeña burguesía, para hacer de él y del antisemitismo la ideología oficial del régimen, fue porque la única fuerza capaz de oponerse al nacionalismo que transpira por todos los poros de una sociedad burguesa en putrefacción, o sea el proletariado, había sido derrotado tanto física como ideológicamente. Una vez más, por muy irracional y monstruoso que sea el antisemitismo oficial profesado y después puesto en práctica por el régimen nazi, no se puede explicar únicamente por la locura o la perversión de los dirigentes nazis. Como lo subraya con toda justicia el folleto publicado por el Partido Comunista Internacionalista titulado Auschwitz o la gran escusa, la exterminación de judíos «se produjo, no en un momento cualquiera, sino en plena crisis y guerra imperialistas. Y dentro de esa gigantesca empresa de destrucción hay que explicarla. El problema se encuentra por eso mismo, esclarecido: ya no hay que explicar el "nihilismo destructor" de los nazis, sino por qué la destrucción se centró en parte sobre los judíos». Y para explicar porque la población judía, aunque no fuera la única, fue señalada primero para la vindicta pública y después exterminada en masa por el nazismo, hay que tomar en cuenta dos factores: las necesidades del esfuerzo de guerra alemán y el papel desempeñado en ese periodo siniestro por la pequeña burguesía. Esta última se vio reducida a la ruina por la violencia de la crisis económica en Alemania, cayendo progresivamente en una situación de lumpenización. Así, desesperada y en ausencia de un proletariado que pudiera desempeñar un papel de contraveneno, aquella dio rienda suelta a todos sus prejuicios más reaccionarios, típicos de una clase sin porvenir alguno, enfangándose en el racismo y antisemitismo propagado por las formaciones fascistas. Estas señalaron con el dedo al judío, imagen por excelencia del apátrida "chupasangres", como chivo expiatorio de la miseria a la que se veía reducida la pequeña burguesía, plenamente dedicada a la preparación de la guerra.
Mientras que desde 1945 hasta hoy, la burguesía no ha cesado de exhibir casi obscenamente los montones de esqueletos encontrados en los campos de concentración nazis y los cuerpos esqueléticos de los supervivientes de aquel infierno, fue en cambio muy discreta sobre esos mismos campos durante la guerra misma, hasta el punto de que ese tema estuvo ausente de la propaganda guerrera del "campo democrático". Eso de que los Aliados solo se habían enterado de lo que ocurría en Dachau, Auschwitz, Treblinka, etc., cuando la liberación de los campos en 1945 es una patraña que nos cuenta con regularidad la burguesía pero que no resiste el menor estudio histórico.
Los servicios de información ya existían entonces y eran muy activos y eficaces, como lo demuestran ciertos episodios de la guerra en los que desempeñaron un papel determinante, y la existencia de los campos de la muerte no se libraba de su investigación. Eso está confirmado por una serie de trabajos de historiadores de la IIª Guerra Mundial. Así, el diario francés Le Monde , muy activo por otra parte en la campaña ·"antinegacionista", escribía en su edición de 27 de septiembre de 1996: «Una matanza [la perpetrada en los campos] de la que un informe del partido socialdemócrata judío, el Bund polaco, había revelado, ya en la primavera de 1942, y, sin embargo, la amplitud y el carácter sistemático, fue oficialmente confirmada a los dirigentes norteamericanos por el famoso telegrama del 8 de agosto de 1942, emitido por G. Riegner, representante del Congreso judío mundial en Ginebra, basándose en informaciones dadas por un industrial alemán de Leipzig, llamado Eduard Schulte. En esta época, como se sabe, una gran parte de los judíos europeos que serian aniquilados estaban todavía vivos».
Los gobiernos aliados, por canales múltiples, estaban perfectamente al corriente de los genocidios desde 1942, y, sin embargo, los dirigentes del "campo democrático", los Roosevelt, Churchill y demás, lo hicieron todo para que esas revelaciones, indiscutibles, no tuvieran la menor publicidad, dando consignas estrictas a la prensa de entonces para que mantuvieran la mayor reserva y discreción al respecto, De hecho, no hicieron el más mínimo esfuerzo por intentar salvar la vida de esos millones de seres condenados a muerte. Eso lo confirma ese mismo artículo citado: «el americano D. Wyman demostró, a mediados de los años 80 en su libro Abandono de los judíos (Edic. Calmann-Levy) que varios cientos de miles de vidas podrían haberse salvado sin la apatía, cuando no la obstrucción, de ciertos organismo de la administración estadounidense (como el Departamento de Estado) y de los aliados en general».
Estos extractos del burgués y tan democrático diario Le Monde no hacen sino afirmar lo que siempre ha afirmado la Izquierda Comunista, especialmente el folleto de Bordiga y el PCInt, Auschwitz o la gran excusa, texto que se ve hoy designado, mediante mentiras infames, a la vindicta pública porque, según pretenden, habría sido el origen de las tesis negacionistas sobre la no existencia de los campos de la muerte. Ese silencio de la coalición adversaria de la Alemania hitleriana demuestra lo que valen las virtuosas y ruidosas proclamaciones de indignación ante el horror del holocausto que vociferan todos los campeones de la "defensa de los derechos humanos".
¿Se aplicaría ese silencio por el antisemitismo latente de ciertos dirigentes del campo Aliado como así lo han afirmado historiadores israelíes después de la guerra?. Cierto es que el antisemitismo no es una especialidad de los regímenes fascistas: recuérdese la declaración, citada arriba, del general Patton, como también podría denunciarse el bien conocida antisemitismo de Stalin. Pero no es esa la verdadera explicación del silencio de los Aliados, entre cuyos dirigentes también había judíos o próximos a organizaciones judías, como Roosevelt. También aquí, el origen de esa notable discreción está en las leyes que rigen el sistema capitalista, sean cuales sean los adornos democráticos o totalitarios con los que viste su dominación. Como en el campo adversario, todos los recursos del campo Aliado se movilizaron en servicio de la guerra. Ninguna boca inútil, todo el mundo debe estar ocupado, ya sea en el frente ya sea en la producción de armamento. La llegada en masa de poblaciones procedentes de los campos, de niños o de ancianos que no podían llevarse al frente o a la fábrica, de hombres o mujeres enfermos que no podían ser integrados inmediatamente en el esfuerzo de guerra, habría desorganizado dicho esfuerzo. Por lo tanto se cierran las fronteras y se impide por todos los medios tal emigración. A. Eden decidió en 1943, es decir en un periodo en que la burguesía anglosajona estaba perfectamente al corriente de la existencia de los campos, a petición de Churchill «que ningún navío de la Naciones Unidas fuera habilitado para efectuar transferencias de refugiados en Europa», mientras que Roosevelt añadía que «transportar a tanta gente desorganizaría el esfuerzo de guerra» (Memorias de Churchill, t 10). Esas son las sórdidas razones que llevaron a esos "antifascistas" y "demócratas" a mantener el más absoluto silencio sobre lo que ocurría en Dachau, Buchenwald y otros lugares de siniestra memoria. Las consideraciones humanitarias que pretendidamente serían las inspiradoras del campo antifascista no contaban para nada ante las exigencias del esfuerzo de guerra.
Los Aliados no se limitaron a mantener riguroso silencio durante toda la guerra sobre los genocidios cometidos en los campos; fueron todavía más lejos en la abyección y el increíble cinismo que caracterizan a la clase dominante en su conjunto. Primero, mientras que no vacilaron un instante en hacer caer un diluvio de bombas sobre las ciudades alemanas, se negaron a intentar la menor operación militar en dirección de los campos. Así, cuando a principios de 1944 hubieran podido bombardear las vías férreas que conducían a Auschwitz sin mayores problemas, pues el objetivo estaba al alcance de la aviación aliada y dos personas evadidas del campo hubieran descrito en detalle el funcionamiento y la topografía del terreno, no hicieron lo más mínimo.
Cuando «dirigentes judíos, húngaros y eslovacos suplican a los aliados que pasen a la acción, en un momento en que ya han empezado las deportaciones de judíos de Hungría, designando incluso un objetivo: el cruce ferroviario de Kosice-Pressow. Es cierto que los alemanes podían reparar las vías rápidamente. Pero este argumento no sirve para la destrucción de los crematorios de Birkenau, lo cual habría desorganizado sin lugar a dudas la máquina exterminadora. No se hará nada. En definitiva, es difícil no reconocer que ni lo mínimo se intentó, pues todo quedó enterrado en la mala voluntad de los estados mayores y de los diplomáticos» (Le Monde, 27/09/96)
Pero, contrariamente a lo que lamenta ese diario, no fue simplemente por la "mala voluntad burocrática" por lo que el "campo demócrata" fue cómplice del holocausto. Esa complicidad fue completamente consciente. Los campos de concentración fueron al principio esencialmente campos de trabajo en los que la burguesía alemana podía explotar a menor coste una mano de obra esclavizada, sometida hasta el agotamiento, enteramente dedicada a las exigencias del esfuerzo de guerra. Aunque ya habían existido campos de exterminio, hasta 1942 fueron más la excepción que la regla. Pero a partir de los primeros reveses militares serios sufridos por el imperialismo alemán, sobre todo frente a la apabullante apisonadora estadounidense, al no poder alimentar a la población y a las tropas alemanas, el régimen nazi decidió liquidar a la población excedentaria encerrada en los campos Desde entonces, los hornos crematorios se extendieron por todas partes y cumplieron su siniestra labor. El innombrable horror de los dientes, las uñas y el pelo de las personas gaseadas, cuidadosamente recuperados por sus verdugos para alimentar la máquina de guerra alemana eran los actos de un imperialismo acorralado, que retrocedía en todos los frentes, llevando hasta el final la profunda irracionalidad de la guerra interimperialista, tomando su cupo de carne humana cada vez más gigantesco para defender sus intereses imperialistas mortalmente amenazados por sus rivales en el saqueo imperialista. El holocausto fue perpetrado por el régimen nazi y sus esbirros sin la menor vacilación, pero poco beneficio podría sacar de él un capitalismo alemán que estaba metido, como hemos visto, en una carrera desesperada por reunir los medios para una resistencia eficaz ante el avance imparable de los Aliados. Y en este contexto fueron intentadas varias acciones, en general directamente organizadas por las SS, para quitarse de en medio, con beneficios, a cientos de miles, cuando no millones de prisioneros, vendiéndolos o intercambiándolos con los Aliados.
El episodio más conocido de esa abominable y siniestra venta fue la intentada ante Joel Brand, dirigente de una organización semi-clandestina de judíos húngaros. Brand, como lo ha contado A. Weissberg en su libro La historia de J. Brand, recogido también el folleto Auschwitz o la gran excusa, fue convocado en Budapest para entrevistarse con el jefe de las SS encargado de la cuestión judía, Eichmann. Este le encargó que negociara con los gobiernos anglo-americanos la liberación de un millón de judíos a cambio de 10.000 camiones, precisando que podían ser menos y estar dispuesto a aceptar otro tipo de mercancías Los SS, para dar prueba de la seriedad de su oferta declararon que estaban dispuestos a liberar 100.000 judíos en cuanto Brand obtuviera un acuerda de principio sin haber obtenido nada a cambio. Durante su viaje, J. Brand conoció las cárceles inglesas de Oriente Medio, y, tras múltiples dificultades que no tuvieron nada de casuales, sino debidas a la acción de los gobiernos aliados para evitar una entrevista oficial con semejante "aguafiestas", pudo al fin discutir la propuesta con Lord Moyne, responsable del gobierno británico en Oriente Medio. La negativa tajante de este a la propuesta de Eichmann no fue ni personal, pues no hacía sino aplicar las consignas del gobierno inglés, ni menos todavía un rechazo moral a un odioso chantaje.
Ninguna duda es posible cuando se lee la reseña que de esta discusión hizo Brand: «Le suplica (Brand) que al menos dé un acuerdo escrito, aunque no lo cumpla, al menos se salvarán 100.000 vidas. Moyne le pregunta entonces cual sería la cantidad total. Eichmann le habló de un millón. ¿Cómo puede Vd. imaginarse semejante cosa, Mr. Brand? ¿Qué haría yo con un millón de judíos? ¿Donde los metería? ¿Quién los acogería? Si en la tierra ya no hay sitio para nosotros, lo único que nos queda es dejarnos exterminar, dijo Brand desesperado». Como lo subraya muy justamente Auschwitz o la gran excusa a propósito de ese "glorioso" episodio de la segunda carnicería mundial, «desgraciadamente si bien existía la oferta, no había, en cambio, demanda. ¡No solo los judíos, incluso los mismos SS se habían dejado engañar por la propaganda humanitaria de los aliados! ¡Los Aliados no querían para nada ese millón de judíos! Ni por 10.000 camiones, ni por 5.000, ni por nada»
Cierta historiografía reciente intenta demostrar que esa negativa se debió ante todo al veto opuesto por Stalin a ese intercambio. Esa no es sino una tentativa más por ocultar y atenuar la responsabilidad de las "grandes democracias" y su complicidad directa en el holocausto, que pone de relieve lo ocurrido al crédulo Brand, y eso aún cuando nadie puede poner en entredicho su veracidad. Baste con decir que durante toda la guerra, ni Roosevelt ni Churchill se dejaron dictar su conducta por Stalin, y que en ese punto preciso, como lo demuestran las declaraciones citadas arriba, aquellos dos estaban en la misma longitud de onda que el "padrecito de los pueblos", pues en la dirección de la guerra aquellos no tenían nada que envidiarle en cinismo y en brutalidad a tal padrecito, El súper demócrata Roosevelt, por su parte, opondrá la misma negativa a otros intentos por parte de los nazis, especialmente cuando a finales de 1944 intentaron vender a judíos a la Organización de judíos americanos, transfiriendo en prueba de su buena voluntad, unos 2000 judíos a Suiza, como lo cuenta en detalle Y. Bauer en un libro titulado Juifs a vendre (Judíos en venta, ediciones Liana Levi).
Todo eso no se debió ni a errores ni a unos dirigentes que se habían vuelto "insensibles" a causa de los terribles sacrificios que exigía la guerra contra la feroz dictadura fascista, explicación más corrientemente avanzada por la burguesía para justificar la dureza de Churchill, por ejemplo, u otros episodios poco gloriosos de 1939-45. El antifascismo no ha expresado nunca un antagonismo real entre, de un lado, un campo que habría defendido la democracia y sus valores y del otro un campo totalitario. No fue desde el principio sino una trampa tendida a los proletarios, para justificar primero la guerra que se anunciaba, ocultando su carácter clásicamente interimperialista con el objeto de un nuevo reparto del mundo entre los grandes tiburones, una guerra anunciada por la Internacional comunista desde la misma firma del Tratado de Versalles y que el antifascismo prometía borrar de la memoria obrera, para acabar alistándolo finalmente en la carnicería más gigantesca de la historia. Si había que guardar silencio y cerrar cuidadosamente la frontera a todos los que intentaban escapar del infierno nazi, para "no desorganizar el esfuerzo de guerra", después de la guerra todo iba a cambiar. La inmensa publicidad hecha repentinamente a partir de 1945 sobre los campos de la muerte iba a ser una buena oportunidad para la burguesía. Enfocar todos los proyectores sobre la realidad monstruosa de los campos de la muerte iba a permitir a los Aliados ocultar los crímenes innumerables que ellos también habían cometido. La propaganda ensordecedora permitía también encadenar sólidamente al carro de la democracia a una clase obrera que podría oponer resistencia ante los sacrificios y la miseria que iba a seguir sufriendo después de la "Liberación". Todos los partidos burgueses, desde la derecha a los estalinistas, presentaban la democracia como un valor común de burgueses y obreros, valor que había que defender sin rechistar para evitar, en el futuro, nuevos holocaustos.
Atacando a la Izquierda comunista hoy, la burguesía, fiel seguidora de Goebbels, pone en práctica el célebre consejo de ese dirigente hitleriano que de una mentira cuanto más gruesa mejor podrá ser tragada. Intenta presentar a la Izquierda comunista como antepasada del "negacionismo".
La clase obrera debe rechazar semejante calumnia y recordar quienes fueron los que despreciaron el terrible sino de los deportados en los campos de la muerte, quienes utilizaron cínicamente a aquellos pobres deportados en sus campañas sobre la superioridad intangible de la democracia burguesa, justificando así el sistema de explotación y de muerte que es el capitalismo. Hoy, frente a los esfuerzos de la clase dominante para reavivar el engaño democrático, utilizando el antifascismo, la clase obrera debe acordarse de lo que ocurrió durante los años 1930-40, cuando se dejó engañar por ese mismo antifascismo, acabando por servir de carne de cañón en nombre de "la defensa de la democracia".
RN
1 Sobre esta campaña que pretende asimilar el "negacionismo" y la izquierda comunista, ver "El antifascismo justifica la barbarie", Revista Internacional n. 88
2 Ver "Las matanzas y los crímenes de las grandes democracias"·, Revista Internacional n. 66, "Hiroshima, las mentiras de la burguesía", nº 83
3 Nobleza terrateniente de origen prusiano que dominó Alemania a partir del siglo XIX
4 Este folleto se puede encontrar en https://www.marxists.org/espanol/luxem/09El%20folletoJuniusLacrisisdelasocialdemocraciaalemana_0.pdf [21]
Inicio de una serie sobre los 3 momentos cruciales de la Revolución Rusa de 1917: la tesis de abril, las jornadas de julio y la toma del poder en octubre
Nada enfurece más a una clase explotadora que el alzamiento de los explotados. La revuelta de los esclavos en el Imperio Romano, o de los campesinos en el feudalismo, fueron reprimidas con la más repugnante crueldad. Sin embargo, la rebelión de la clase obrera contra el capitalismo es una afrenta mayor todavía contra la clase dirigente de este sistema, pues aquella levanta, racional y claramente, la bandera de una nueva sociedad, la sociedad comunista; una sociedad que hoy día es una necesidad y una posibilidad histórica. Por tanto, para la clase capitalista, no es suficiente la mera represión de los intentos revolucionarios de la clase obrera, su ahogamiento en sangre, aunque la contrarrevolución capitalista ha sido y es ciertamente la más sangrienta de la historia. También necesita ridiculizar la idea de que la clase obrera es portadora de un nuevo orden social e intentar demostrar la categórica futilidad del proyecto comunista. Para eso necesita, además de las armas propiamente dichas, todo un arsenal de mentiras y distorsiones. De ahí que el capital haya mantenido durante gran parte de siglo XX la mayor mentira de la historia: la mentira de que el estalinismo es el comunismo.
Si el colapso del bloque del Este en 1989, y el de la URSS dos años después, privó a la burguesía de un "ejemplo" vivo de esa mentira, de hecho reforzó sus efectos en gran parte, al hacer posible que se desencadenase una gigantesca campaña sobre la quiebra del comunismo, del marxismo e incluso del "fin de la lucha de clases". Los efectos profundamente dañinos de esta campaña sobre la conciencia del proletariado mundial, se han examinado muchas veces en las paginas de esta Revista, y no insistiremos sobre ello aquí. Pero sí es importante señalar que, a pesar de que el impacto de esas campañas ha disminuido los últimos años (sobre todo porque las promesas de la burguesía sobre el nuevo orden mundial de paz y prosperidad tras el hundimiento del estalinismo se han evaporado a las primeras de cambio), son tan importantes para el aparato de control ideológico de la burguesía, que no desaprovechará ninguna oportunidad para reavivar su influencia. Entramos en el año del 80 aniversario de la revolución rusa, y no tenemos ninguna duda de que vamos a asistir a nuevas variantes sobre el mismo tema. Pero una cosa es cierta: el odio y desprecio de la burguesía por la revolución proletaria que empezó en Rusia en 1917, sus esfuerzos por deformar y desvirtuar su memoria van a centrarse sobre todo en la organización política que encarnó el espíritu de aquel enorme movimiento insurreccional: el partido bolchevique. Esto no debería sorprendernos. Desde los días de la Liga de los Comunistas y de la 1ª Internacional, la burguesía siempre ha estado dispuesta a "perdonar" a la mayoría de los pobres obreros engañados por las conspiraciones y las maquinaciones de las minorías revolucionarias, a las que al contrario, ha estigmatizado invariablemente como la mismísima encarnación del diablo. Y para el capital, nadie ha sido tan diabólico como los bolcheviques, que, después de todo, se las apañaron para "seducir" a los obreros más y mejor que cualquier otro partido revolucionaria en la historia.
Este no es el lugar para considerar todos los libros, artículos y documentales que últimamente se han dedicado a la revolución rusa. Es suficiente decir que los que han tenido más publicidad Por ejemplo el de Pipes, The Unknoum Lenin: from the Soviet Archives, y el trabajo de Volkogonov, un antiguo bibliotecario de los archivos del KGB, que presume de poder manejar archivos inaccesibles hasta ahora y que datan de 1917, tratan de un tema muy preciso: mostrar que Lenin y los bolcheviques eran una banda de fanáticos hambrientos de poder, que lo hicieron todo por usurpar los logros democráticos de la revolución de Febrero, y llevaron a Rusia, y al mundo, a uno de los experimentos más desastrosos de la historia. Naturalmente, estos caballeros pretender haber probado minuciosamente que el terror estalinista era la continuación y realización del terror leninista. El subtítulo de la edición alemana del trabajo de Volkogonov sobre Lenin: Utopía y terror, resume muy bien la posición de la burguesía de que la revolución degeneró en terror precisamente porque intentó imponer un ideal utopista, el comunismo, que en realidad seria la antítesis de la naturaleza humana.
Un elemento importante en esta inquisición anti bolchevique, es la idea de que el bolchevismo, a pesar de todo su discurso sobre el marxismo y la revolución mundial, era sobre todo una expresión del atraso de Rusia. Esto no es nuevo: de hecho era una de las tonadillas favoritas del "renegado Kautski" en el momento de la insurrección de Octubre. Pero después ha adquirido una considerable respetabilidad académica... Uno de los estudios mejor documentados sobre los líderes de la revolución rusa, el libro de Bertram Wolfe, Three who made revolution (Tres que hicieron la Revolución), escrito en la década de 1950, desarrolla esta idea aplicándosela a Lenin, Según esta visión, la posición de Lenin sobre la organización política proletaria como un cuerpo "reducido" compuesto de revolucionarios convencidos, pertenece más a las concepciones conspirativitas y secretas de los narodnikis y de Bakunin, que a Marx. Estos historiadores, a menudo contrastan esta visión con las concepciones más "sofisticadas", "europeas" y "democráticas" de los mencheviques. Y por supuesto, ya que la forma de la organización revolucionaria está conectada con la forma de la revolución propiamente dicha, la organización democrática menchevique podría habernos legado una Rusia democrática, mientras que la organización dictatorial bolchevique nos legó una Rusia dictatorial.
No solo los voceros oficiales de la burguesía venden esas ideas. También lo hacen, aunque con un envoltorio diferente, lo anarquistas de toda calaña, que se especializan en la postura de "ya os lo habíamos dicho" sobre la revolución rusa, "Ya sabíamos que el bolchevismo era peligroso y que terminaría en lágrimas - ¿Adonde, si no, podía conducir todo ese discurso , el Estado del periodo de transición y la dictadura del proletariado". Pero el anarquismo tiene el hábito de renovarse perpetuamente y puede ser mucho más sutil que eso. Un buen ejemplo de esto es el tipo de producto que presenta una especie parásita del anarquismo, que se hace llamar (entre otras cosas), la "London Psycogeographical Association" La LPA ha apoyado de buen grado el argumento de la CCI de que el bakuninismo, a pesar de todo su discurso sobre la libertad y la igualdad de sus críticas al "autoritarismo" marxista, estaba realmente basado en una visión profundamente jerárquica e incluso esotérica, muy próxima a la francmasonería. Para la LPA, sin embargo, esto es solo el aperitivo: el plato fuerte es que la concepción bolchevique de la organización es la verdadera continuadora del bakuninismo y de la francmasonería. El circulo se completa: los "comunistas" de la LPA vomitan las sobras de los profesores de la guerra fría.
El reto que plantean todos estos calumniadores contra el bolchevismo es considerable y no podría contestarse en el contexto de un solo artículo. Por ejemplo, hacer una apreciación crítica de la concepción "leninista" de la organización, refutar los prejuicios de que no era más que una nueva versión de los narodnikis o del bakuninismo, requeriría por si solo, una serie de artículos. Nuestro propósito en este artículo es más preciso: examinar un episodio particular de los acontecimientos de la revolución rusa - la Tesis de Abril-, enunciadas por Lenin a su regreso a Rusia en 1917. No solo porque este mes hace 80 años de esto y es un momento apropiado, sino sobre todo porque este breve y agudo documento, es un punto de partida para refutar todas las mentiras sobre el partido bolchevique, y para reafirmar algo esencial sobre este partido: que no fue el producto de la barbarie rusa, del anarcoterrorismo distorsionado, o del ansia inagotable de poder de sus dirigentes. El bolchevismo fue un producto, en primer lugar, del proletariado mundial. Inseparablemente ligado a toda la tradición marxista, no fue en absoluto la simiente de una nueva forma de explotación y opresión, sino la vanguardia de un movimiento para acabar con toda explotación.
De febrero a abril.
Hacia finales de febrero de 1917, los obreros de Petrogrado lanzaron huelgas masivas contra las intolerables condiciones de vida impuestas por la guerra imperialista. Las consignas del movimiento se politizaron rápidamente. Los obreros reclamaban el final de la guerra y el derrocamiento de la autocracia. A los pocos días la huelga se había extendido a otras ciudades, y los obreros tomaron las armas y confraternizaron con los soldados; la huelga de masas tomó el carácter de un alzamiento.
Repitiendo la experiencia de 1905, los obreros centralizaron la lucha por medio de los Soviets de diputados obreros, elegidos por las asambleas de fábrica y revocables en todo momento. A diferencia de 1905, los soldados y campesinos empezaron a seguir este ejemplo a gran escala. La clase dirigente, reconociendo que los días de la autocracia estaban contados, se deshizo del zar y llamó a los partidos del liberalismo y de "izquierda", en particular a los elementos anteriormente proletarios que recientemente se habían pasado al campo burgués al apoyar la guerra, a formar un Gobierno provisional, con la intención de conducir a Rusia hacia un sistema de democracia parlamentaria. En realidad, se suscitó una situación de doble poder, puesto que los obreros y los soldados, solo confiaban realmente en los Soviets y el Gobierno Provisional no estaba todavía en una posición suficientemente fuerte como para ignorarlos, y todavía menos para disolverlos. Pero esta profunda división de clases estaba parcialmente obscurecida por la niebla de la euforia democrática que cayó sobre el país tras la revuelta de febrero. Con el zar fuera de juego y la población disfrutando de una inaudita libertad, todos parecían estar a favor de la "revolución", incluyendo los aliados democráticos de Rusia, que esperaban que esto permitiría a Rusia participar más efectivamente en el esfuerzo de la guerra. Así, el Gobierno Provisional se preparaba a si mismo como el guardián de la revolución; los soviets estaban dominados políticamente por los mencheviques y los socialrevolucionarios, que hacían todo lo que podían para reducirlos a un cero a la izquierda del régimen burgués recién instalado. En resumen, todo el ímpetu de la huelga de masas y del alzamiento -que en realidad era una manifestación de un movimiento revolucionario más universal, que estaba fermentándose en los principales países capitalistas como resultado de la guerra- estaba siendo desviado hacia fines capitalistas.
¿Dónde estaban los bolcheviques en esta situación tan llena de riesgos y promesas? Estaban en una confusión casi completa. «Para el bolchevismo, los primeros meses de la revolución habían sido un periodo de desconcierto y vacilación. En el Manifiesto del Comité central bolchevique, elaborado tras la victoria de la insurrección , leemos que los obreros de los talleres y las fábricas, y así mismo las tropas amotinadas, deben elegir inmediatamente a sus representantes para el Gobierno provisional revolucionario ...Se comportaron, no como representantes de un partido proletario que prepara una lucha independiente por el poder, sino como el ala izquierda de una democracia que, habiendo anunciado sus principios, pretendía jugar por un tiempo indefinido el papel de leal oposición»[1] .
Cuando Stalin y Kamenev tomaron el timón del partido en marzo, lo llevaron aún más a la derecha. Stalin desarrolló una teoría sobre las funciones complementarias del Gobierno provisional y los Soviets. Peor aún, el órgano oficial del partido, Pravda, adoptó abiertamente una posición "defensista" sobre la guerra: «Nuestra consigna no es el sinsentido de" ¡Abajo con la guerra! Nuestra consigna es presionar al gobierno provisional con el fin de impulsarle... a intentar inducir a los países beligerantes a abrir negociaciones inmediatas.. y hasta entonces cada hombre debe permanecer en su puesto de combate». (idem).
Trotski cuenta que muchos elementos en el partido se sintieron profundamente intranquilos, e incluso furibundos con esta deriva oportunista, pero no estaban armados programáticamente para responder a la posición de la dirección, puesto que parecía estar basada en una perspectiva que había sido desarrollada por el propio Lenin, y que había sido la posición oficial del partido durante una década: la perspectiva de la "dictadura democrática de los obreros y campesinos". La esencia de esta teoría había sido que, aunque económicamente hablando, la naturaleza de la revolución que se desarrollaba en Rusia era burguesa, la burguesía rusa era demasiado débil para llevar a cabo su propia revolución, y por eso la modernización capitalista de Rusia debería asumirla el proletariado y las fracciones más pobres del campesinado, Esta posición estaba a media camino entre la de los mencheviques -que decían ser marxistas "ortodoxos" y argumentaban que la tarea del proletariado era dar apoyo crítico a la burguesía contra el absolutismo, hasta que Rusia estuviera lista para el socialismo- y la de Trotski, cuya teoría de la "revolución permanente", que desarrolló tras los acontecimientos de 1905, insistía en que la clase obrera se vería impulsada al poder en la próxima revolución, forzada a empujar más allá de la etapa burguesa de la revolución, hacía la etapa socialista, pero solo podría hacerlo si la revolución rusa coincidía con, o emanaba de, una revolución socialista en los países industrializados.
En realidad la teoría de Lenin había sido como mucho un producto de un periodo ambiguo, en el que cada vez era más obvio que la burguesía no era una fuerza revolucionaria, pero en el que todavía no estaba claro que había llegado el periodo de la revolución socialista internacional. Pese a todo, la superioridad de las tesis de Trotski se basaba precisamente en el hecho de que partía de un marco internacional, más que del terreno puramente ruso; y el propio Lenin, a pesar de sus múltiples discrepancias con Trotski en esa época, se había inclinado después de 1905 en varias ocasiones hacia la noción de "revolución permanente". En la práctica la idea de la "dictadura democrática de obreros y campesinos" se mostró insustancial; los "leninistas ortodoxos" que repetían esta fórmula en 1917, la usaban como una cobertura para deslizarse hacia el menchevismo puro y duro. Kamenev argumentó, forzando la barra, que puesto que la fase burguesa de la revolución todavía no se había completado, era necesario dar un apoyo crítico al Gobierno provisional; esto a duras penas cuadraba con la posición original de Lenin, que insistía en que la burguesía se comprometería inevitablemente con la autocracia. Incluso había serias presiones hacia la reunificación de los mencheviques y los bolcheviques.
Así, el partido bolchevique, desarmado programáticamente, se encaminaba hacia el compromiso y la traición. El futuro de la revolución colgaba de un hilo cuando Lenin volvió del exilio.
En su Historia de la Revolución Rusa, Trotski nos da una descripción gráfica de la llegada de Lenin a la estación de Finlandia el 3 de abril de 1917. El Soviet de Petrogrado, que todavía estaba dominado por los mencheviques y los socialrevolucionarios, organizó una gran fiesta de bienvenida y agasajó a Lenin con flores. En nombre del Soviet, Chekjeide saludó a Lenin con esta palabras: «Camarada Lenin... te damos la bienvenida a Rusia... consideramos que la tarea principal de la democracia revolucionaria en este momento es defender nuestra revolución contra todo tipo de ataque, tanto del interior como del exterior.. Esperamos que te unas a nosotros en la lucha por este objetivo» (idem).
La respuesta de Lenin no se dirigió a los lideres del Comité de bienvenida, sino a los cientos de obreros y soldados que se apiñaban en la estación: «Queridos camaradas, soldados , marineros y obreros. Me siento feliz de saludar en vosotros a la victoriosa revolución rusa, de saludaros como la vanguardia del ejercito proletario internacional... No está lejos la hora en que, al llamamiento de nuestro camarada Karl Liebnechkt, el pueblo volverá las armas contra sus explotadores capitalistas... La revolución rusa que habéis hecho, ha abierto una nueva época. ¡Larga vida a la revolución socialista mundial!» (idem).
Desde el mismo momento en que llegó, Lenin aguó el carnaval democrático. Esa noche, Lenin elaboró su posición en un discurso de dos horas, que más tarde dejaría casi sin sentido a todos los buenos demócratas y sentimentales socialistas, que no querían que la revolución fuera más lejos de lo que había ido en febrero, que habían aplaudido las huelgas de masas obreras cuando derrocaron al zar y permitieron que el gobierno provisional asumiera el poder, pero que temían una polarización de clases que fuera más allá. Al día siguiente, en una reunión conjunta de bolcheviques y mencheviques, Lenin expuso lo que iba a conocerse como sus Tesis de Abril, que son lo bastante cortas como para reproducirlas completas aquí:
«1. En nuestra actitud ante la guerra`, que por parte de Rusia sigue siendo indiscutiblemente una guerra imperialista, de rapiña, también bajo el nuevo gobierno provisional de Luov y Cía, en virtud del carácter capitalista de este gobierno, es intolerable la más pequeña concesión al "defensismo revolucionario".
El proletariado consciente solo puede dar su asentimiento a una guerra revolucionaria que justifique verdaderamente el defensismo revolucionario, bajo las siguientes condiciones: a) paso del poder a manos del proletariado y de los sectores más pobres del campesinado a él adheridos; b) renuncia de hecho, y no de palabra a todas las anexiones; c) ruptura completa de hecho con todos los interese del capital.
Dado la indudable buena fe de grandes sectores de defensistas revolucionarios de filas, que admiten la guerra solo como una necesidad y no para fines de conquista, y dado su engaño por la burguesía, es preciso aclararles su error de un modo singularmente minucioso, paciente y perseverante, explicarles la ligazón indisoluble del capital con la guerra imperialista y demostrarles que sin derrocar al capital es imposible poner fin a la guerra con una paz verdaderamente democrática y no con una paz impuesta por la violencia.
Organizar la propaganda más amplia de este punto de vista en el ejército de operaciones.
Confraternización en el frente.
2. La peculiaridad del momento actual en Rusia consiste en el paso de la primera etapa de la revolución, que ha dado el poder a la burguesía por carecer el proletariado del grado necesario de conciencia y de organización, a su segunda etapa, que debe poner el poder en manos del proletariado y de las capas pobres del campesinado.
Este tránsito se caracteriza, de una parte, por el máximo de legalidad (Rusia es hoy el más libre de todos los países beligerantes); de otra parte, por la ausencia de violencia contra las masas y, finalmente, por la confianza inconsciente de estas en el gobierno de los capitalistas, los peores enemigos de la paz y el socialismo.
Esta peculiaridad exige de nosotros habilidad para adaptarnos a las condiciones especiales de la labor del partido entre masas inusitadamente amplias del proletariado, que acaban de despertar a la vida política.
3. Ningún apoyo al gobierno provisional; explicar la completa falsedad de todas sus promesas, sobre todo de la renuncia a las anexiones. Desenmascara a este gobierno, que es un gobierno de capitalistas, en vez de propugnar la inadmisible e ilusoria "exigencia" de que deje de ser imperialista.
4. Reconocer que, en la mayor parte de los Soviets de diputados obreros, nuestro partido está en minoría y, por el momento, en una minoría reducida, frente al bloque de todos los elementos pequeño burgueses y oportunistas -sometidos a la influencia de la burguesía y que llevan dicha influencia al seno del proletariado-, desde los socialistas populares y los socialistas revolucionarios hasta el Comité de Organización /Chjeídze, Tsereteli, etc.), Steklon, etc:
Explicar a las masas que los Soviets de diputados obreros son la única forma posible de gobierno revolucionario y que, por ello, mientras este gobierno se someta a la influencia de la burguesía, nuestra misión solo puede consistir en explicar los errores de su táctica de un modo paciente, sistemático, tenaz y adaptado especialmente a las necesidades prácticas de las masas.
Mientras estemos en minoría, desarrollaremos una labor crítica y de esclarecimiento de los errores, propugnando al mismo tiempo la necesidad de que todo el poder del Estado pase a los Soviets de diputados obreros, a fin de que, sobre la base de la experiencia, las masas corrijan sus errores.
5. No una república parlamentaría -volver a ella desde los Soviets de diputados obreros sería dar un paso atrás-, sino una república de los Soviets de diputados obreros, braceros y campesinos en todo el país, de abajo arriba.
Supresión de la policía, del ejército y de la burocracia.
La remuneración de los funcionarios, todos ellos elegibles y revocables en cualquier momento, no deberá exceder del salario medio de un obrero cualificado.
6. En el programa agrario, trasladar el centro de gravedad a los Soviets de diputados braceros.
Confiscación de todas las tierras de los latifundistas.
Nacionalización de todas las tierras del país, de las que dispondrán los Soviets locales de de braceros y campesinos. Creación de Soviets especiales de diputados campesinos pobres. Hacer de cada gran finca (con una extensión de unas 100 a 300 deciatinas, según las condiciones locales y de otro género y a juicio de las instituciones locales) una hacienda modelo bajo el control de diputados braceros y a cuenta de la administración local.
7. Fusión inmediata de todos los bancos del país en el Banco Nacional único, sometido al control de los Soviets de diputados obreros.
8. No "implantación" del socialismo como nuestra tarea inmediata, sino pasar únicamente a la instauración inmediata del control de la producción social y de la distribución de los productos por los Soviets de diputados obreros.
9. Tareas del partido:
a) celebración inmediata de un congreso del partido;
b) modificación del programa del partido, principalmente:
1) sobre el imperialismo y la guerra imperialista,
2) sobre la posición ante el Estado y nuestra reivindicación de un "Estado-Comuna"
3) reforma del programa mínimo, ya anticuado;
c) cambio de denominación del partido.
10. Renovación de la internacional.
Iniciativa de constituir una Internacional revolucionaria, una internacional contra los socialchovinistas y contra el "centro"» (Lenin, Obras Escogidas, Ed. Progreso, 1978, pag. 33-35).
La lucha por rearme del Partido.
Demostrar el método marxista
Zalezhski, un miembro del Comité central del Partido bolchevique en esa época, resumía la reacción a las Tesis de Lenin dentro del partido y en el movimiento en general: «Las tesis de Lenin produjeron el efecto del estallido de una bomba» (idem). La reacción inicial fue incredulidad, y una lluvia de anatemas cayó sobre Lenin: que si había estado demasiado tiempo en el exilio, que si había perdido el contacto con la realidad rusa; sus perspectivas sobre la naturaleza de la revolución habrían caído en el trotskismo; por lo que respecta a su idea de la toma del poder por los soviets, habría vuelto al blanquismo, al aventurerismo, al anarquismo. Un antiguo miembro del Comité Central bolchevique, fuera del partido en ese momento, planteó así el problema: «Durante muchos años, el puesto de Bakunin en la revolución rusa estaba vacante, ahora ha sido ocupado por Lenin» (idem). Para Kamenev, la posición de Lenin impediría que los bolcheviques actuaran como un partido de masas, reduciendo su papel al del "un grupo de comunistas propagandistas". Esta no era la primera vez que los "viejos bolcheviques" se agarraban a formulas anticuadas en nombre del leninismo. En 1905, la reacción inicial bolchevique ante la aparición de los soviets se basó en una interpretación mecánica de las críticas de Lenin al espontaneísmo en ¿Qué hacer?; La dirección llamó al Soviet de Petrogrado a subordinarse al partido o a disolverse. El propio Lenin rechazó rotundamente esa actitud, siendo uno de los primeros en comprender la significación revolucionaria de los soviets como órganos del poder político del proletariado, insistió en que la cuestión no era "soviets o partido", sino ambos, puesto que sus funciones eran complementarias. Ahora, una vez más, Lenin tenía que dar a esos "leninistas" una lección sobre el método marxista, para demostrar que el marxismo es todo lo contrario de un dogma muerto; es una teoría científica viva, que tiene que verificarse constantemente en el laboratorio de los movimientos sociales. Las Tesis de Abril fueron el ejemplo de la capacidad del marxismo para descartar, adaptar, modificar o enriquecer las posiciones previas a la luz de la experiencia de la lucha de clases: «por ahora es necesario asimilar la verdad indiscutible de que un marxista debe tener en cuenta la vida real, los hechos exactos de la realidad, y no seguir aferrándose a la teoría de ayer, que, como toda teoría, en el mejor de los casos, solo traza lo fundamental, lo general, solo abarca de un modo aproximado la complejidad de la vida. "La teoría, amigo mío es gris; pero el árbol de la vida es eternamente verde"»[2] Y en la misma carta, Lenin reprende a «aquellos "viejos bolcheviques", que ya más de una vez desempeñaron un triste papel en la historia de nuestro partido, repitiendo una formula totalmente aprendida, en vez de dedicarse al estudio de las peculiaridades de la nueva y viva realidad».
Para Lenin, la "dictadura democrática" ya se había realizado en los Soviets de diputados obreros y campesinos, y como tal ya se había convertido en una fórmula anticuada. La tarea esencial para los bolcheviques ahora era empujar adelante la dinámica proletaria en este amplio movimiento social, que está orientada hacia la formación de una Comuna-Estado en Rusia, que sería el primer poste indicador de la revolución socialista mundial. Se podría hacer una controversia sobre el esfuerza de Lenin por salvar el honor de la vieja fórmula, pero el elemento esencial en su posición es que fue capaz de ver el futuro del movimiento y, así, la necesidad de romper el molde de las teorías desfasadas.
El método marxista no solo es dialéctico y dinámico, también es global, es decir, que plantea cada cuestión particular en el marco histórico e internacional. Y esto es lo que permitió a Lenin, por encima de todo, comprender la verdadera dirección de los acontecimientos. De 1914 en adelante, los bolcheviques, con Lenin al frente, habían defendido la posición internacionalista más consistente contra la guerra imperialista, viendo que era la prueba de la decadencia del mundo capitalista, y por tanto, de apertura de una época de revolución proletaria mundial. Esta era la base de granito de la consigna de "transformar la guerra imperialista en guerra civil", que Lenin había defendido contra todas las variantes de Chovinismo y pacifismo. Fuertemente asido a este análisis, Lenin no se dejó llevar ni por un momento por la idea de que el acceso al poder del Gobierno provisional cambiara la naturaleza de la guerra imperialista, y no ahorró dardos para con los bolcheviques que habían caído en este error: «Pravda pide al gobierno que renuncia a las anexiones. Pedir al Gobierno de capitalistas que renuncia a las anexiones es un sinsentido, una flagrante burla»[3].
La reafirmación intransigente de la posición internacionalista era en primer lugar una necesidad para detener la pendiente oportunista del partido, pero también era el punto de partida para liquidar teóricamente la formula de la "dictadura democrática", y todas las apologías de los mencheviques para apoyar a la burguesía. Al argumento de que la atrasada Rusia no estaba aún madura para el socialismo, Lenin respondía como un verdadero internacionalista, reconociendo en la tesis 8 que «no es nuestra tarea inmediata introducir el socialismo». Rusia por si misma no estaba madura para el socialismo, pero la guerra imperialista había demostrado que el capitalismo mundial, globalmente estaba más que maduro. De ahí el saludo de Lenin a los obreros en la estación de Finlandia; los obreros rusos, al tomar el poder, estarían actuando como la vanguardia del ejercito proletario internacional. De ahí también el llamamiento a una nueva Internacional al final de las Tesis. Y para Lenin, como para todos los auténticos internacionalistas del momento, la revolución mundial no era un deseo piadoso, sino una perspectiva concreta surgida de la revuelta proletaria internacional contra la guerra -huelgas en Gran Bretaña y Alemania, manifestaciones políticas, mítines y confraternizaciones en las fuerzas armadas de varios países, y por supuesto la marea revolucionaria creciente en la propia Rusia. Esa perspectiva, que en ese momento era embrionaria, iba a confirmarse tras la insurrección de Octubre por la extensión de la oleada revolucionaria a Italia, Hungría, Austria, y sobre todo Alemania.
El "anarquismo" de Lenin
Los defensores de la "ortodoxia" marxista acusaron a Lenin de blanquismo y bakunismo por la cuestión de la toma del poder y de la naturaleza del Estado posrevolucionario. Blanquismo, porque supuestamente estaba a favor de un golpe de Estado a cargo de una minoría -sea por los bolcheviques solos, o incluso por el conjunto de la clase obrera industrial sin contar con la mayoría campesina. Bakuninismo, porque el rechazo de las Tesis de la república parlamentaria era una concesión a los prejuicios anti políticos de los anarquistas y sindicalistas.
En sus Cartas sobre la Táctica, Lenin defendió sus Tesis de la primera acusación de esta manera: «En mis tesis, me aseguré completamente de todo salto por encima del movimiento campesino o, en general, pequeño burgués, aún latente, de todo juego a la "conquista del poder" por parte de un Gobierno obrero, de cualquier aventura blanquista, puesto que refería directamente a la experiencia de la Comuna de Paris. Como se sabe, y como lo indicaron detalladamente Marx en 1871 y Engels en 1891, esta experiencia excluía totalmente el blanquismo, asegurando completamente el dominio directo, inmediato e incondicional de la mayoría y la actividad de las masas, sólo en la medida de la actuación consciente de la mayoría misma.
En las tesis reduje la cuestión, con plena claridad, a la lucha por la influencia dentro de los Soviets de diputados obreros, braceros, campesinos y soldados. Para no dejar ni asomo de duda a este respecto, subrayé dos veces, en las tesis, la necesidad de un trabajo de paciente e insistente "explicación", que se adapte a las necesidades prácticas de las masas».
Por lo que concierne a una vuelta atrás a una posición anarquista sobre el Estado, Lenin señaló en abril, como haría con mayor profundidad en El Estado y la Revolución, que los marxistas "ortodoxos", representados en las figuras de Kautsky y Plejanov, habían enterrado las enseñanzas de Marx y Engels sobre el Estado bajo un montón de estiércol de parlamentarismo. La Comuna de París había mostrado que la tarea del proletariado en la revolución no era conquistar el viejo Estado, sino destruirlo de arriba abajo; que el nuevo instrumento del gobierno proletario, la Comuna-Estado, no estaría basado en el principio de la representación parlamentaria, la cual, al fin y al cabo, solo era una fachada para ocultar la dictadura de la burguesía, sino en la representación directa y en la revocabilidad desde debajo de las masas armadas y auto organizadas . Al formar los Soviets, la experiencia de 1905, y de la revolución que emergía en 1917, no solo confirmaba esta perspectiva, sino que la llevaba más lejos. Mientras que en la Comuna, que se concebía como "popular", todas las clases oprimidas de la sociedad estaban igualmente representadas, los soviets eran una forma superior de organización, porque hacían posible que el proletariado se organizara autónomamente dentro del movimiento de las masas en general. Globalmente los soviets constituían un nuevo estado, cualitativamente diferente del viejo Estado burgués, pero un Estado al fin y al cabo -y en este punto Lenin se distinguía cuidadosamente de los anarquistas:
«..el anarquismo es la negación de la necesidad del Estado y del poder estatal en la época de la transición del dominio de la burguesía al dominio del proletariado. Mientras que yo defiendo, con una claridad que excluye toda posibilidad de confusión, la necesidad del Estado en esta época, pero -de acuerdo con Marx y con la experiencia de la Comuna de París-, no de un Estado parlamentario burgués de tipo corriente, sino de un Estado sin un ejercito permanente, sin una policía opuesta al pueblo, sin una burocracia situada por encima del pueblo.
Si el Sr. Plejanov, en su Edinstvo, grita a voz en grito sobre anarquismo, con ello solo demuestra, una vez más, que ha roto con el marxismo»[4].
El papel del partido en la revolución
La acusación de que Lenin estaba planteando un golpe blanquista, es inseparable de la idea de que buscaba el poder solo para su partido. Esto iba a ser un tema central de toda la propaganda burguesa subsiguiente sobre la revolución de Octubre; la cual fue presentada como un golpe de Estado llevado a cabo por los bolcheviques. No podemos entrar a hablar aquí de todas las variedades y matices de esa tesis. Trotski aporta una de las mejores respuestas a esto en su Historia de la Revolución Rusa, cuando muestra que no fue el partido, sino los Soviets, los que tomaron el poder en Octubre[5] . Pero una de las grandes líneas de esa argumentación es la que plantea que la visión de Lenin sobre el partido como una organización compacta y fuertemente centralizada, llevaba inexorablemente al golpe de octubre de 1917, y por extensión, al terror rojo y finalmente al estalinismo.
Toda esa historia retrotrae a la escisión original entre bolcheviques y mencheviques, y este no es el lugar para analizar en detalle esta cuestión clave. Baste decir que ya desde entonces, la concepción de Lenin sobre la organización revolucionaria se tachó de jacobina, elitista, militarista e incluso terrorista. Se ha citado a autoridades marxistas tan respetadas como Luxemburg y Trotski para apoyar esa visión. Por nuestra parte, no negamos que la visión de Lenin sobre la cuestión de organización, tanto en ese periodo como después, contiene errores (por ejemplo su adopción en 1902 de la tesis de Kautsky de que la conciencia viene "de fuera" de la clase obrera, aunque después Lenin repudiara esta posición; también ciertas de sus posiciones sobre el régimen interno del partido, y sobre la relación entre el partido y el Estado etc.). Pero a diferencia de los mencheviques de esta época, socialdemócratas y consejistas, no tomamos esos errores como punto de partida, de la misma forma que no abordamos un análisis de la Comuna de Paris o de la revolución de Octubre, partiendo de los errores que cometieron -incluso si fueron fatales. El verdadero punto de partida es que la lucha de Lenin a lo largo de toda su vida por construir una organización revolucionaria es una adquisición histórica del movimiento obrero, y ha dejado para los revolucionarios de hoy las bases indispensables para comprender, tanto como funciona internamente una organización revolucionaria, como cual debe ser su papel en la clase.
Respecto a ese último punto, y contrariamente a muchos análisis superficiales, la concepción de una organización "de minorías", que Lenin contraponía a la visión de una organización "de masas" de los mencheviques, no era simplemente el reflejo de las condiciones impuestas por la represión zarista. De la misma forma que las huelgas de masa y los alzamientos revolucionarios de 1905 no eran los últimos ecos de las revoluciones del siglo XIX, si no que planteaban el futuro inmediato de la lucha de clases internacional en el amanecer de la época de la decadencia del capitalismo, así la concepción bolchevique de un partido " de minorías", de revolucionarios entregados, con un programa absolutamente claro y que funcionara centralizadamente, era un anticipo de la función y la estructura del partido que imponían las condiciones de la decadencia capitalista, la época de la revolución proletaria. Puede que, como reivindican muchos antibolcheviques, los mencheviques miraran hacía occidente para establecer su modelo de organización, pero también miraban atrás, , copiando el viejo modelo de la socialdemocracia, de partidos de masas que englobaban a la clase, organizaban a la clase y representaban a la clase, particularmente a través del proceso electoral. Y para todos los que plantean que eran los bolcheviques los que estaban anclados en las condiciones arcaicas de Rusia, copiando el modelo de las sociedades conspirativas, hay que decir que en realidad eran los bolcheviques los únicos que miraban adelante, a un periodo de masivas turbulencias revolucionarias que ningún partido podía organizar, planificar ni encapsular, pero que al mismo tiempo hacían más vital que nunca la necesidad del partido. «En efecto, dejemos de lado la teoría pedante de una huelga demostrativa montada artificialmente por el partido y los sindicatos y ejecutada por una minoría organizada y consideremos el cuadro vivo de un verdadero movimiento popular surgido de la exasperación de los conflictos de clase y de la situación política que explota con la violencia de una fuerza elemental.. La tarea de la socialdemocracia consistirá entonces, no en la preparación o en la dirección técnica de la huelga, sino en la dirección política del conjunto del movimiento» ([6]).
Esto es lo que escribió Rosa Luxemburg en su análisis general de la huelga de masas y las nuevas condiciones de la lucha de clases internacional. Así, Luxemburg, que había sido una de las críticas más furibundas de Lenin cuando la escisión de 1903, convergía con los elementos fundamentales de la concepción bolchevique del partido revolucionario.
Estos elementos se plantean con meridiana claridad en las Tesis de Abril, que como ya hemos visto, rechazan cualquier visión que intente imponer la revolución "desde arriba": «Mientras estemos en minoría, desarrollaremos una labor crítica y de esclarecimiento de los errores, propugnando al mismo tiempo la necesidad de que todo el poder del Estado pase a los Soviets de diputados obreros, a fin de que, sobre la base de la experiencia, las masas corrijan sus errores». Este trabajo de "explicación sistemática, paciente y persistente" es precisamente lo que quiere decir la dirección política en un periodo revolucionario. No podía plantearse pasar a la fase de la insurrección hasta que las posiciones de los bolcheviques triunfaran en los soviets, y a decir verdad, antes de que esto pudiese plantearse, tenían que triunfar las posiciones de Lenin en el propio partido bolchevique, y esto requirió una áspera lucha sin compromisos desde el mismo momento en que Lenin legó a Rusia.
«No somos charlatanes. Solo hemos de basarnos en la conciencia de masas» ([7]). En la fase inicial de la revolución, la clase obrera había entregado el poder a la burguesía, lo cual no debería sorprender a ningún marxista «puesto que siempre hemos sabido e indicado reiteradamente que la burguesía se mantiene no solo por medio de la violencia, sino también gracias a la falta de conciencia, la rutina, la ignorancia y la falta de organización de las masas» ([8]). Por eso, la tarea principal de los bolcheviques era hacer avanzar la conciencia de clase y la organización de las masas.
Esta función no complacía a los "viejos bolcheviques" , que tenían planes más prácticos. Querían tomar parte en la revolución burguesa que se estaba produciendo, y que el partido bolchevique tuviera una influencia masiva en el movimiento tal cual era. En palabras de Kamenev, están horrorizados de pensar que el partido pudiera quedarse al margen, con sus posiciones "puristas", reducido a la función de "un grupo de propagandistas comunistas". Lenin no tuvo ninguna dificultad para combatir esa trampa: ¿acaso los chovinistas no habían arrojado los mismos argumentos contra los internacionalistas al principio de la guerra mundial, diciendo que ellos permanecían vinculados a la conciencia de las masas mientras que los bolcheviques y los espartaquistas se habían convertido en sectas marginales? Para un camarada bolchevique debe haber sido particularmente irritante oír los mismos argumentos; pero esto no embotó la agudeza de la respuesta de Lenin:
«El camarada Kamenev contrapone "el partido de las masas" a un grupo de propagandistas. Pero las "masas" se han dejado llevar precisamente ahora por la embriaguez del defensismo "revolucionario". ¿No será más decoroso también para los internacionalistas saber oponerse en un momento como este a la embriaguez "masiva" que "querer seguir" con las masas, es decir, contagiarse de la epidemia general? ¿Es que no hemos visto en todos los países beligerantes europeos como se justificaban los chovinistas con el deseo de "seguir con las masas"? ¿No es obligatorio, acaso, saber estar en minoría durante cierto tiempo frente a la embriaguez "masiva"? ¿No es precisamente el trabajo de los propagandistas en el momento actual el punto central para liberar la línea proletaria de la embriaguez defensista y pequeño burguesa "masiva"? Cabalmente la unión de las masas, proletarias y no proletarias, sin importar las diferencias de clase en el seno de las masas, ha sido una de las premisas de la epidemia defensiva. No creemos que esté bien hablar con desprecio de "un grupo de propagandistas" de la línea proletaria" ([9])
Esta postura, esta voluntad de ir contra la corriente y quedar en minoría defendiendo tajante y claramente los principios de clase, no tiene nada que ver con el purismo o el sectarismo. El contrario, se basa en la comprensión del movimiento real de la clase, y a partir de ahí, en la capacidad para prestar una voz y una dirección a los elementos más radicales del proletariado.
Trotski muestra como Lenin se apoyó en esos elementos para ganar al partido a sus posiciones y para defender "la línea proletaria en el conjunto de la clase":
«Lenin halló un punto de apoyo contra los viejos bolcheviques en otro sector del partido, ya templado, pero mas fresco y más ligado con las masas. Como sabemos, en la revolución de Febrero los obreros bolcheviques desempeñaron un papel decisivo. Estos consideraban natural que tomase el poder la clase que había arrancado el triunfo.
Estos mismos obreros protestaban vehementemente contra el rumbo que Kamenev -Stalin, y el distrito de Viborg amenazó incluso con la expulsión de los "jefes" del partido. El mismo fenómeno podía observarse en provincias. Casi en todas partes habían bolcheviques de izquierda acusados de maximalismo e incluso de anarquismo. Lo que les faltaba a los obreros revolucionarios para defender sus posiciones eran recursos teóricos, pero estaban dispuestos a acudir al primer llamamiento claro que se les hiciese.
Hacia este sector de obreros, formado durante el auge del movimiento, en los años 1912 a 1914, se orientó Lenin» ([10]).
Esto también fue una expresión de la comprensión del Lenin del método marxista, que sabe ver más allá de las apariencias para discernir la verdad dinámica del movimiento social. Y como ejemplo contrario, en cambio, cuando a comienzos de la década de 1920 Lenin se inclinó hacia el argumento de "permanecer con las masas" para justificar el Frente Unido y la fusión organizativa con los partidos centristas, fue un signo de que el partido estaba perdiendo sus amarras con el método marxista, y se deslizaba hacia el oportunismo. Pero al mismo tiempo esto fue la consecuencia del aislamiento de la revolución y de la fusión de los bolcheviques con el Estado de los soviets. En el momento cumbre de la marea revolucionaria en Rusia, el Lenin de la Tasis de Abril no fue un profeta aislado, ni un demiurgo que se elevaba por encima de las masas vulgares, sino la voz más clara de la tendencia más revolucionaria en el proletariado; una voz que indicó con precisión el camino que llevaba a la insurrección de Octubre.
Amos.
[1] Trotsky, "Historia de la Revolución rusa"
[2] Lenin, "Cartas sobre la táctica", Obras completas.
[3] Trotski, op.cit.
[4] Lenin, "Cartas sobre táctica", Obras completas.
[5] Ver también nuestro artículos sobre la Revolución Rusa en la Revista Internacional nº 71 y 72.
[6] Rosa Luxemburg, Huelga de masas, partido y sindicatos.
[7] Segundo discurso de Lenin a su llegada a Petrogrado, citado por Trotski en su Historia de la revolución rusa.
[8] Lenin, "Cartas sobre táctica". Obras Completas.
[9] Idem.
[10] Trotsky, Historia de la revolución rusa.
Continuación de nuestra serie sobre la Revolución Alemana. Agradecemos la colaboración de un simpatizante muy próximo que ha permitido la publicación digital de este artículo. En el artículo anterior de esta serie vimos como el KPD, privado de sus mejores elementos, asesinados, sometidos a represión, no consigue llegar a desempeñar el papel que le incumbe. También vimos cómo las ideas erróneas sobre la organización pueden acabar en un desastre. Como lo es la exclusión de la mayoría del partido. Y el KAPD va a fundarse en medio de la confusión política, en una situación general de ebullición.
Los días 4 y 5 de abril de 1920, tres semanas después del golpe de Kapp y de la oleada de luchas que surgieron en respuesta contra él por toda Alemania, los delegados de la oposición se reunieron para fundar un nuevo partido: el Partido Comunista Obrero Alemán (Kommunistische Arbeiterpartei Deutschlands, KAPD).
Trataban de formar un "partido de la acción revolucionaria" y de disponer de una fuerza con la que oponerse a la evolución oportunista del KPD. Pero, por duras que fuese las consecuencias de los errores cometidos por el KPD durante el golpe de Kapp, estas no justificaban, en absoluto, en ese momento, la fundación de un nuevo partido y menos aún sin antes haber desarrollado todas las posibilidades de un trabajo de fracción. El nuevo partido se funda deprisa, con total precipitación y en parte simplemente por frustración, casi como producto de un arrebato de cólera.
Los delegados procedían en su mayor parte de Berlín y de pocas ciudades más, viniendo a representar alrededor de veinte mil miembros. Como el KPD en su congreso fundacional, el recién formado KAPD es muy heterogéneo en su composición y realmente se asemeja a un agrupamiento de opositores y expulsados del KPD (en nuestro folleto La izquierda holandesa abordamos detalladamente la cuestión del KAPD y su evolución. Véase en particular el capitulo: "El comunismo de izquierda y la revolución, 1919-1927".).
Lo formaban tres tendencias:
El KAPD va a ver una rápida y masiva afluencia de jóvenes radicalizados quienes, a pesar de su alto grado de entusiasmo, tenían poca experiencia organizativa. Numerosos miembros de Berlín no tuvieron apenas lazos con el movimiento obrero anterior a la guerra. Es más, la Primera Guerra mundial radicalizó a muchos artistas e intelectuales (F. Joung, poeta; H. Vogeler, miembro de una comunidad; F. Pfemgfert, O. Kanehl, artistas; etc.) quienes fueron captados primero por el KPD y después por el KAPD, pero acabaron desempeñando, muchos de ellos, un papel desastroso pues, al igual que los intelectuales burgueses con su influencia después de 1968, defendían puntos de vista individualistas y propagaban la hostilidad hacia la organización, la desconfianza en la centralización, el federalismo. Este medio no solo es fácilmente contaminable por la ideología y los comportamientos pequeño burgueses sino que actúa como portador de ellos en el medio en el que se mueven y desarrollan. Sin sacar de todo ello, a priori, conclusiones definitivamente negativas sobre el KAPD ni tacharlo a la ligera de "pequeño burgués" si que está claro que la influencia de ese medio pesó fuertemente sobre el partido y lo marcó sobremanera. Estos círculos de intelectuales, a pesar de declararse contrarios a toda profundización teórica, contribuyeron a generar una ideología, hasta entonces inédita en el movimiento obrero: la "Proletkult" (la del "Culto al proletariado"). El ala marxista del KAPD se desmarca desde un principio de estos elementos hostiles a la organización.
El objetivo de este artículo no es examinar con precisión las posiciones del KAPD (para ello remitimos a nuestro folleto La izquierda holandesa), sino sacar las lecciones políticas de su existencia.
El KAPD a pesar de sus debilidades teóricas fue una contribución histórica valiosísima sobre las cuestiones sindical y parlamentaria. Fue pionero en profundizar las razones que hacen imposible cualquier trabajo en el seno de los sindicatos en nuestra época de capitalismo decadente; es decir, en el periodo en que se han transformado en órganos del Estado burgués. Y lo mismo en lo que se refiere a la imposibilidad de utilizar el parlamento en beneficio de los obreros, dejando claro que este es, en este periodo, un arma de la burguesía contra el proletariado.
Por lo que concierne a la cuestión del partido, el KAPD fue el primero en desarrollar un punto de vista claro sobre el substituismo. Defiende, contrariamente a la mayoría de la Internacional Comunista (I.C.), que en este nuevo periodo histórico, el de la decadencia del sistema social capitalista, no son ya posibles los partidos de masas:
«7. La forma histórica de reagrupamiento de los combatientes revolucionarios más conscientes y con mayor claridad, de aquellos más dispuestos a la acción es el Partido. (...) El partido comunista debe ser una totalidad elaborada programáticamente, organizada y disciplinada dentro de una voluntad unitaria. Debe ser la cabeza y el arma de la revolución.
«9. (...). En particular, no deberá nunca incrementar el efectivo de sus miembros más rápidamente que lo que le permita la fuerza de integración de un núcleo comunista sólido» ("Tesis sobre el papel del partido en la revolución proletaria - Tesis del KAPD", Proletarier, nº 7, Julio 1921) .
Si resaltamos en primer lugar las aportaciones programáticas del KAPD es primero para señalar que pese a sus fatales debilidades, de las cuales vamos a tratar, la Izquierda Comunista debe reivindicarse de esa organización y además para mostrar que, como dejó claro el KAPD, no basta con tener claras las "cuestiones programáticas clave". En tanto no haya una comprensión suficientemente clara de la cuestión organizativa, la claridad programática no es garantía de supervivencia para la organización. Lo determinante no es solo la capacidad de dotarse de unas bases programáticas sólidas sino, sobre todo, la capacidad para construir la organización, para defenderla y darle la fuerza con la que acometer su función histórica. Si no es así corre el riesgo de acabar hecha pedazos bajo la acción de las falsas concepciones organizativas y el peligro de no resistir a las vicisitudes de la lucha de clases.
En uno de los primeros puntos del orden del día, durante su congreso fundacional, el KAPD declara su adhesión inmediata a la Internacional Comunista. Claro que desde un principio entre sus objetivos estaba el de incorporarse al movimiento internacional, pero el interés central de la discusión es el de llevar a cabo "el combate contra Spartakusbund (Liga Espartaco) en el seno de la III Internacional". En una discusión con los representantes del KPD se deja claro: «Nosotros consideramos la táctica reformista de Spartakusbund en contradicción con los principios de la II Internacional y vamos a trabajar para que la Spartakusbund sea expulsada de la III Internacional» (Actas del congreso fundacional del partido, citado por Bock, pag. 207). Durante esa discusión resurge permanentemente una idea: «Rechazamos la unión con Spartakusbund y la combatiremos sin tregua. (..) Nuestro posicionamiento frente a Spartakusbund es claro y preciso: pensamos que los jefes comprometidos deben ser expulsados del frente de la lucha proletaria y así tendremos la vía libre para que las masas marchen en armonía con el programa maximalista. Está decidida la formación de una comisión de dos camaradas para presentar un informe oral en el comité ejecutivo de la III Internacional» (ídem).
Si la lucha política contra las posiciones oportunistas de Spartakusbund es indispensable, esta actitud hostil hacia el KPD refleja una total distorsión de las prioridades. En lugar de la impulsión de la clarificación hacia el KPD, con el objetivo de esclarecer las condiciones para la unificación, lo que predomina es una actitud sectaria, irresponsable y destructiva de parte de cada organización. Esta actitud es sobre todo impulsada por la tendencia nacional-bolchevique de Hamburgo. Que el KAPD haya aceptado, desde su fundación, la tendencia nacional-bolchevique en sus filas es una catástrofe. Esta corriente es antiproletaria. Su sola presencia en el KAPD fue un pesado lastre que hundió la credibilidad de este ante la I.C. (no fueron excluidos del KAPD hasta que la delegación no volvió a finales del verano de 1919. Su presencia en el KAPD revela cuan heterogéneo era este en el momento de su fundación y como se parecía más a un agrupamiento que un partido constituido con sólidas base programáticas y organizativas.)
Jan Appel y Franz Jung son nombrados delegados para el segundo congreso de la I.C. reunido en julio de 1920 (el bloqueo, impuesto de los "ejércitos de la democracia" y por la guerra civil, impedía llegar a Moscú por tierra. Únicamente desviando de su ruta un navío, tras convencer a los marineros de que destituyesen al capitán, Franz Jung y Jan Appel, consiguieron tras graves riesgos, romper el bloqueo impuesto a Rusia por los ejércitos contrarrevolucionarios en plena guerra civil y arribar –a finales de abril– al puerto de Murmansk y desde ahí llegar a Moscú.).
En las discusiones con el comité ejecutivo de la I.C. (CEIC) donde ellos representan el punto de vista del KAPD, aseguran que la corriente nacional-bolchevique de Wolffheim y Laufenberg, así como la tendencia "antipartido", serán excluidas del KAPD. Sobre la cuestión sindical y parlamentaria los puntos de vista del CEIC y de KAPD se enfrentan violentamente. Lenin acaba de terminar su folleto "El izquierdismo enfermad infantil del comunismo". En Alemania, el partido, al no tener noticias de sus delegados a causa del bloqueo militar, decide enviar una segunda delegación compuesta por Otto Ruhle y por Merges. No lo pudo hacer peor. Ruhle es, de hecho, el representante de la minoría federalista que anhela disolver el partido comunista para disolverlo en el sistema de las uniones. Minoría que al negar toda centralización, implícitamente niega la existencia de una Internacional.
Tras su viaje a través de Rusia, durante el cual los dos delegados quedan muy afectados por las consecuencias de la guerra civil (veintiún ejércitos han sido preparados para el asalto de Rusia) y en el cual no fueron capaces de ver más que un "régimen en estado de sitio", ellos deciden, sin informar al partido, regresar, y lo hacen convencidos de que «la dictadura del partido bolchevique es el trampolín para la aparición de una nueva burguesía soviética». A pesar del esfuerzo que realizaron Lenin, Zinoviev, Radek y Bujarin para que se les reconozcan votos consultivos y para impulsarles a participar en los trabajos del congreso, ellos renuncian a toda participación. El CEIC llega incluso a concederles voz y voto (deliberativo) y no solo voto consultivo. «Cuando llegamos a Petrogrado, en el camino de vuelta, el Ejecutivo nos envió una nueva invitación al congreso, con la aclaración de que al KAPD se le garantizará durante este congreso el derecho de disponer de voto deliberativo aunque no satisfaga ninguno de los draconianos requisitos de la "Carta abierta al KAPD" o aunque no se haya comprometido a cumplirlos».
El resultado es que el Segundo congreso de la IC va a evolucionar sin que la voz crítica de los delegados del KAPD se haga oír: La influencia nefasta del oportunismo en el seno de la IC puede de esta manera desarrollarse con mayor facilidad, Así, el trabajo en el seno de los sindicatos queda inscrito en las 21 condiciones de admisión en la IC como condición imperativa sin que la resistencia del KAPD contra ese vira ge oportunista se haga sentir durante el congreso.
Hay más, no fue posible que las diferentes voces críticas frente a esta evolución de la IC se encontrasen reunidas durante el congreso. Por esta penosa actitud de los delegados de KAPD no hubo acuerdo internacional ni acción común. La oportunidad de un trabajo de fracción internacional fructuoso acababa de ser sacrificada.
Tras el retorno de los delegados, la corriente agrupada en torno a Ruhle es expulsada del KAPD a causa de sus concepciones y de sus comportamientos hostiles a la organización. Los consejistas no solo rechazan la organización política del proletariado, negando así el papel particular que debe desempeñar el partido en el proceso de desarrollo de la conciencia de clase del proletariado (ver a este respecto las "Tesis sobre el partido" del KAPD), sino que a la vez suman su voz al coro de la burguesía para deformar la experiencia de la revolución rusa. En lugar de sacar las lecciones de esta experiencia la rechazan tachándola de revolución doble (a la vez proletaria y burguesa o pequeño burguesa). Al hacer eso, lo único que hacen es el darse ellos mismos el tiro de gracia político. Los consejistas no solo causan destrozos negando el papel del partido en el desarrollo de la conciencia de clase sino que contribuyen activamente a la disolución del campo revolucionario y refuerzan la hostilidad general contra la organización. Tras su dispersión y desintegración no podrán llevar a cabo ninguna contribución política. Esta corriente todavía sobrevive, principalmente en Holanda (aunque su ideología esté ampliamente extendida más allá de este país).
El Comité Central del KAPD decide, en el primer congreso ordinario del partido en agosto de 1920, que de lo que se trata no de combatir la IIIª Internacional sino de luchar en su seno hasta el triunfo de las ideas del KAPD. Esta actitud apenas se diferencia de la de la izquierda italiana pero será modificada enseguida. La visión según la cual lo necesario es formar una "oposición" en el seno de la IC, en lugar de una fracción internacional, imposibilita desarrollar una plataforma internacional de la izquierda comunista.
En noviembre de 1920, tras el segundo congreso de KAPD, una tercera delegación (de la cual forman parte Gorter, Schroder y Rasch) parte hacia Moscú. La IC reprocha al KAPD la responsabilidad de la existencia, dentro del mismo país, de dos organizaciones comunistas (KPD y KAPD) y le pide acabar con esta anomalía. Para la IC la expulsión de Ruhle y de los nacional bolcheviques de Wolfheim y de Laufenberg abre la vía a la reunificación de las dos corrientes y permite el reagrupamiento con el ala izquierda del USPD. Ambos, KPD y KAPD, adoptan respectivamente una posición vehemente contra la fusión de ambos partidos, pero el KAPD, además, rechaza por principio todo reagrupamiento con el ala izquierda del USPD. Pese a este rechazo de la posición de la IC, esta concede al KAPD el estatuto de partido simpatizante de la IIIª Internacional con voz consultiva.
A pesar de todo eso, durante el tercer congreso de la IC (desde el 26 de julio al 13 de agosto de 1921) la delegación del KAPD vuelve a exponer su crítica a las posiciones de la IC. En numerosas intervenciones la delegación expone con valentía y determinación la evolución oportunista de la IC. Pero la tentativa de formar una fracción de izquierda en el transcurso del congreso fracasa, pues, de entre las diferentes voces críticas, procedentes de México, de Gran Bretaña, de Bélgica, de Estados Unidos, nadie está dispuesto a llevar una labor de fracción internacional. Únicamente el KAP holandés y los militantes de Bulgaria apoyan la posición del KAPD. Encima, para terminar, la delegación se ve enfrentada a un ultimátum de parte de la IC: en un plazo de tres meses el KAPD debe fusionarse con el VKPD, de lo contrario, será excluido de la Internacional.
Con su ultimátum la IC comete un error de graves consecuencias. Un error similar al del KPD quien, un año antes, durante el congreso de Heidelberg, había reducido al silencio las voces críticas que había en sus propias filas. El oportunismo, en la IC, ha eliminado un obstáculo más de su camino. La delegación del KAPD se niega en esta ocasión a tomar una decisión inmediata sin referirse previamente a las instancias del partido.
El KAPD se encuentra ante una situación difícil y dolorosa (la misma ante la que está el conjunto de la corriente comunista de izquierda):
A partir de julio de 1921 la dirección del KAPD se mete en una serie de decisiones precipitadas. A pesar de la oposición de los representantes de Sajonia oriental y de Hannover, a pesar de la abstención del distrito más importante de la organización (el de el Gran Berlín), la dirección del partido consigue que se acepte una resolución que proclama la ruptura con la IIIª Internacional. Más grave aun que esa decisión tomada fuera del marco de un congreso de un partido, es la de ponerse a trabajar en el sentido de la "construcción de una Internacional comunista obrera".
El congreso extraordinario del KAPD (desde el 11 al 14 de septiembre de 1921) proclama por unanimidad su salida inmediata de la IIIª Internacional como partido simpatizante. Al mismo tiempo considera a todas las secciones de la Internacional definitivamente perdidas. Según el, no pueden surgir ya fracciones revolucionarias del seno de la Internacional. Deformando la realidad ve a las diferentes partes de la IC como "grupos políticos auxiliares" al servicio del "capital ruso". En su arrebato, el KAPD no solo subestima el potencial de oposición internacional al desarrollo del oportunismo en la IC, sino que además atenta contra los principios organizativos que regulan las relaciones entre partidos revolucionarios. Esta actitud sectaria es un anticipo de la actitud que van a adoptar seguidamente otras organizaciones proletarias. El enemigo ya no parece ser el capital sino los demás grupos, a quienes niega la condición de revolucionarios.
Una vez excluido de la IC, va a notarse otra debilidad que lastra al KAPD. En sus conferencias casi ni se analiza la evolución global de la correlación de fuerzas entre las clases a nivel internacional, limitándose prácticamente a analizar la situación en Alemania y a subrayar la responsabilidad de la clase obrera en ese país. Nadie está dispuesto a admitir que la oleada revolucionaria internacional está en retroceso. De esta manera, en lugar de sacar las lecciones del reflujo y re definir las nuevas tareas del momento, se afirma que "la situación está archimadura para la revolución". Aún así, una mayoría de miembros, sobre todo los jóvenes que se han unido al movimiento después de la guerra, se aleja del partido, al constatar que el momento de las grandes luchas revolucionarias está remitiendo. En reacción a este hecho surgen intentos –que mostraremos en otro artículo– de enfrentar artificialmente la situación desarrollándose una amplia tendencia al "golpismo" y a las acciones individuales.
En lugar de reconocer el retroceso de la lucha de clases, en lugar de poner en marcha un trabajo paciente de fracción hacia el exterior de la Internacional se aspira a la formación de una Internacional comunista obrera (KAI). Las secciones de Berlín y de Bremerhaven se oponen al proyecto pero quedan en minoría.
Simultáneamente, en el transcurso del invierno 1921-22, el ala agrupada en torno a Schroder comienza a rechazar la necesidad de las luchas reivindicativas. Según ella, estas son, en el periodo de la "crisis mortal del capitalismo", oportunistas y por tanto únicamente las luchas políticas que plantean la cuestión del poder deben ser apoyadas. En otros términos lo que dice es que el partido no puede realizar su función si no es en periodos de lucha revolucionaria. ¡Estamos ante una nueva variante de la ideología consejista!
En marzo de 1922, Schoder obtiene, gracias a la manipulación en el tratamiento de las votaciones, una mayoría para su tendencia que no es el reflejo real de la relación de fuerzas en el partido. El distrito de Berlín, el más importante numéricamente, reacciona expulsando a Sachs, a Schroder y a Goldstein del partido «por su comportamiento que atenta contra el partido y por su desmesurada ambición personal». Schroder, quien pertenece a la "mayoría oficial", replica expulsando al distrito de Berlín y se instala en Essen donde funda la "tendencia Essen". Hay desde entonces dos KAPD y dos periódicos con el mismo nombre. Es entonces cuando comienza el periodo de las acusaciones personales y de las calumnias.
En lugar de intentar sacar las lecciones de la ruptura con el KPD (en el congreso de Heidelberg en octubre de 1919) y las de la expulsión de la IC, todo discurre, al contrario, ¡como si quisiera mantener una continuidad en la serie de fracasos! El concepto de partido acaba convirtiéndose en una simple etiqueta que se coloca a sí misma cada una de las escisiones, reducidas estas a unas cuantas centenas de miembros o incluso menos.
La culminación del suicidio organizativo se alcanza con la fundación, por la tendencia de Essen, de la Internacional comunista obrera entre el 2 y el 6 de abril de 1922. Tras el nacimiento, de manera totalmente precipitada, del propio KAPD sin haber antes agotado todas las posibilidades de un trabajo de fracción desde el exterior del KPD, se toma ahora la decisión –justo antes de haber abandonado la IC y después de que una escisión irresponsable haya provocado la aparición de dos tendencias simultaneas, la de Essen y la de Berlín! de fundar precipitadamente y de la nada una nueva internacional! Una creación puramente artificial, ¡como si la fundación de una organización fuese un simple acto voluntarista! Fue una actitud completamente irresponsable que acarreó un nuevo fracaso.
La tendencia de Essen se escinde a su vez en noviembre de 1923 originando el Kommunistischer Ratebund (Unión Comunista de Consejos) y de ella una parte (Schroder, Reichenbach) vuelve en 1925 al KPD y otra se retira totalmente de la política.
La tendencia de Berlín consigue mantenerse viva algo más de tiempo. A partir de 1926 se vuelve hacia el ala izquierda del KPD. Aunque cuenta aún con unos mil quinientos o dos mil miembros, la mayoría de sus grupos locales (principalmente en el Ruhr) han desaparecido. Conoce sin embargo un nuevo crecimiento numérico (llega a alcanzar los seis mil miembros) al reagruparse con la Entscheidene Linke (Izquierda Decidida), que ha sido expulsada del KPD. Tras una nueva escisión, en 1928, el KAPD acaba siendo cada vez más insignificante.
Toda esta trayectoria nos lo muestra: los comunistas de izquierda en Alemania tienen en el plano organizativo concepciones falsas que son nefastas para el movimiento obrero. Su andadura organizativa es catastrófica para la clase obrera. Tras su expulsión de la IC y tras la farsa de la creación de la KAI, son incapaces de llevar a cabo un trabajo consecuente de fracción internacional. Tarea fundamental que si será asumida por la Izquierda Italiana. Una condición es indispensable para poder sacar las lecciones de la oleada revolucionaria y defenderlas: !defender la vida de la organización! Pero son precisamente sus debilidades y sus concepciones profundamente erróneas sobre la cuestión organizativa lo que les lleva al fracaso y a la desaparición. Es cierto que desde un principio la burguesía utilizó a fondo la represión (de entrada con la socialdemocracia, luego con los estalinistas y después con los nazis) para aniquilar físicamente a los comunistas de izquierda. Pero es su propia incapacidad para construir y defender la organización lo que contribuye definitivamente a su muerte política y a su destrucción. La herencia revolucionaria en Alemania, excepción hecha de algunos raros casos, queda así reducida a nada. La contrarrevolución triunfó. Sacar las lecciones que nos dejó la experiencia organizativa de la izquierda alemana y asimilarlas es, para los revolucionarios actuales, una tarea fundamental para impedir que el fracaso de entonces vuelva a repetirse.
El KPD al expulsar en 1919 a la oposición se ve arrastrado por el torbellino devastador del oportunismo. Concretamente, emprende el trabajo dentro de los sindicatos y del parlamento. Aunque se trata de una cuestión "puramente táctica", decidida durante su segundo congreso de octubre de 1919, esta tarea es transformada rápidamente en "estrategia".
Al constatar que la oleada revolucionaria no solo ha dejado de extenderse sino que incluso retrocede, el KPD hace el esfuerzo de "ir" hacia los obreros, "atrasados" y "adormecidos por las ilusiones", que se encuentran en los sindicatos y monta "frentes unidos" en las empresas. Aún más (diciembre de 1920), su unificación con el USPD -centrista- se realiza con la esperanza de crecer en influencia gracias a la creación de un partido de masas. Gracias, también, a algunos éxitos durante las elecciones parlamentarias, el KPD se hunde en sus propias ilusiones creyendo que cuantos "más votos se obtienen en las elecciones más influencia se cosecha dentro de la clase obrera". Al final, acabará el mismo obligando a sus militantes a hacerse miembros de los sindicatos.
Su trayectoria oportunista se acelera aún más cuando abre sus puertas al nacionalismo. Mientras que en 1919 había sido, con toda justicia, favorable a la expulsión de los nacional - bolcheviques, a partir de 1920-21 deja meterse a elementos nacionalistas por la puerta trasera.
Frente al KAPD, el KPD adopta una actitud de rechazo inflexible. Cuando la Internacional admite a aquél con voto consultivo en noviembre 1920, este último, al contrario, presiona para que sea expulsado.
Tras las luchas de 1923, con el ascenso del estalinismo en Rusia, el proceso que transforma el KPD en portavoz del Estado ruso se acelera de tal manera que durante los años 20, el KPD se convierte en uno de los apéndices más fieles de Moscú. Si por un lado la mayoría del KAPD rechaza la totalidad de la experiencia rusa, por otro, el KPD ¡pierde por completo todo sentido crítico! Las falsas concepciones organizativas han debilitado definitivamente, en su seno, las fuerzas de oposición al desarrollo oportunista.
Está claro que le faltó a la clase obrera en Alemania un partido suficientemente fuerte a su lado. Fue un verdadero drama el que la influencia de los espartakistas en la primera fase de la luchas, durante los meses de noviembre y diciembre de 1918, fuera relativamente débil y que el recién fundado KPD no hubiera podido impedir la provocación de la burguesía. Durante todo el año 1919, la clase obrera paga el precio de las debilidades del partido. En la oleada de luchas que tiene lugar después, en todos los rincones de Alemania, el KPD no dispone de una influencia determinante. Esta influencia disminuye aún más después de octubre del 19 con las escisiones del partido. Aunque se produce enseguida la reacción masiva de la clase obrera contra del golpe de Kapp (marzo de 1920), de nuevo el KPD sigue sin estar a la altura de las circunstancias.
Tras haber puesto de manifiesto la tragedia que fue para la clase obrera la debilidad del partido, se podría concluir que se ha encontrado por fin la causa de la derrota de la revolución en Alemania y que esa debilidad y los errores cometidos por los revolucionarios no deben repetirse. No obstante no basta con eso para explicar el fracaso de la revolución en Alemania.
Se ha resaltado con frecuencia que el Partido bolchevique entorno a Lenin nos proporciona el ejemplo de cómo la revolución puede llevar a la victoria, mientras que Alemania nos mostraría el ejemplo contrario, el de la debilidad de los revolucionarios. Pero eso no lo explica todo. Lenin y los bolcheviques son los primeros en resaltar que: «Si ha sido fácil acabar con una camarilla de degenerados como los Romanov y Rasputin, es infinitamente más difícil luchar contra la poderosa y organizada banda de los imperialistas alemanes, coronados o no» (Lenin: "Discurso al primer congreso de la marina de guerra de Rusia", 22 de noviembre de 1917, Obras, tomo 26). «Para nosotros, iniciar la revolución ha sido lo más fácil, pero nos resulta muy difícil continuarla y acabarla. Y la revolución presenta dificultades enormes para llevarla a término en un país tan industrializado como Alemania, en un país con una burguesía tan bien organizada» (Lenin: "Discurso a la conferencia de Moscú de los comités de fábrica", 23 de julio de 1918, Obras, tomo 27).
Al dar por terminada la guerra, bajo la presión de la clase obrera, la burguesía consigue eliminar un motor importante de radicalización de las luchas. Con la guerra terminada y a pesar de la formidable combatividad de los proletarios, de su presión creciente a partir de las fábricas, de su iniciativa y de su organización en el seno de los consejos obreros, estos se vieron confrontados al sabotaje particularmente elaborado de las fuerzas contrarrevolucionarias, en el centro de los cuales estaban el SPD y los sindicatos.
La lección para hoy es evidente: frente a una burguesía tan hábil como fue entonces la alemana –y en la próxima revolución el conjunto de la burguesía va a mostrar como mínimo las mismas capacidades y se unirá para combatir, con todos los medios, a la clase obrera- las organizaciones revolucionarias no pueden cumplir su deber si no son igualmente sólidas y si no están organizadas internacionalmente.
El partido no puede construirse de otra forma sino basándose en un duro trabajo de clarificación programática previa y, sobre todo, en la elaboración de sólidos principios organizativos. La experiencia en Alemania lo muestra: la falta de claridad sobre el modo de funcionamiento marxista de la organización, la lleva, indefectiblemente, a la desaparición.
La debilidad de los revolucionarios en Alemania, en la época de la Iª Guerra Mundial, para construir verdaderamente el partido tuvo consecuencias catastróficas. No solo el propio partido acabará hundido y disgregado sino que durante la contrarrevolución y desde finales de los años 20 no hubo casi revolucionarios organizados que hiciesen oír su voz. Durante más de cincuenta años reinó un silencio de muerte en Alemania. Hasta el momento en que el proletariado levanta la cabeza en 1968 le faltó esa voz revolucionaria. Una de las tareas más importantes dentro lo que es la preparación de la futura revolución proletaria es sin duda la de realizar bien la construcción de la organización. Si eso no se hace, se puede estar seguro de que la revolución no se producirá y su fracaso está anunciado desde ahora mismo.
Esa es la razón por la que la lucha de hoy por la construcción de la organización, es el meollo mismo de la preparación de la revolución de mañana.
DV
XIIº Congreso de la CCI
El XIIº Congreso de la CCI -Abril de 1997- ha marcado una etapa fundamental en la vida de una organización internacional como lo es la nuestra. Este Congreso ha cerrado un período de casi 4 años de discusiones sobre cuestiones de funcionamiento de la organización y de combate por reconstruir su unidad y cohesión, adoptando una orientación de trabajo que pone de relieve que: «... la CCI ha acabado con la convalecencia y puede, en este Congreso internacional, darse la perspectiva de la vuelta a un equilibrio del conjunto de actividades, tomando a cargo el conjunto de tareas para las que el proletariado la ha hecho surgir, en el medio político proletario...» ([1]).
Desde finales de 1993 la CCI, aún manteniendo sus actividades regulares de análisis de la situación internacional y de intervención a través de la prensa, se ha dedicado prioritariamente a la tarea de la defensa de la organización ante los ataques a su integridad organizativa desarrollados en su interior y contra una ofensiva sin precedentes del parasitismo político desde el exterior.
Este combate que nada tiene que ver con una supuesta paranoia que se habría apoderado de la CCI, como han insistido los rumores de los adeptos del parasitismo y ciertos grupos y elementos del medio político proletario, ha tenido diferentes fases. En un principio consistió en el examen crítico y sin concesiones de todos los aspectos de la vida organizativa que pudieran manifestar una asimilación insuficiente de la concepción marxista de la organización revolucionaria y al mismo tiempo una penetración de comportamientos ajenos a ella. En esta fase, la CCI se vio ante la necesidad de poner en evidencia el nefasto papel de los «clanes» en la organización. Herencia de las condiciones en las que la CCI se formó y desarrolló, es decir a partir de círculos y grupos, estos agrupamientos de militantes sobre bases afinitarias, en lugar de fundirse en el conjunto de la organización concebida como una unidad internacional centralizada, han subsistido con su propia dinámica, hasta el punto de mantener un insidioso funcionamiento paralelo en el seno de la organización.
En el contexto general de una comprensión profunda de la necesidad de luchar permanentemente contra el espíritu de circulo y por la instauración de un espíritu de partido en la organización, el XIº Congreso internacional de la CCI, celebrado en 1995, puso en evidencia el papel devastador de un clan que había extendido su influencia en diferentes secciones territoriales y en su órgano central internacional. Este Congreso consiguió, como resultado de una larga encuesta interna, desenmascarar al principal inspirador de ese clan, el individuo JJ, elemento que había desarrollado una política sistemática de sabotaje, por medio de múltiples maniobras ocultas, rematadas por la constitución de una red de «iniciados» al esoterismo dentro de la organización. Las delegaciones y participantes en el XIº Congreso se pronunciaron unánimemente a favor de la exclusión de este individuo.
El XIº Congreso internacional permitió clarificar la naturaleza de los malos funcionamientos internos. A partir de una política de discusión sistemática sobre ellos y de una puesta en evidencia de las diferentes responsabilidades en el desarrollo de comportamientos antiorganizativos, realizando un examen crítico de la historia de la CCI, y todo ello a la luz de la reapropiación de las lecciones de la historia del movimiento obrero en materia de organización, la CCI consideró que había hecho frente a la principal amenaza que hacía peligrar su existencia, reinstaurando en su seno los principios marxistas en materia de organización y funcionamiento. Sin embargo, no había llegado aún la hora de poner fin al debate y el combate sobre la cuestión organizativa. Por ello, el Informe de Actividades del XIIº Congreso Internacional, debía someter a la discusión internacional el balance de la «convalecencia» de la organización.
Tras el XIº Congreso, la CCI tomó conciencia de la amplitud de los ataques de que era objeto. Por un lado el individuo JJ, inmediatamente después del XIº Congreso, pasó a desarrollar una nueva ofensiva, ejerciendo una considerable presión sobre los «amigos» que seguían en la organización, así como sobre los militantes aún indecisos sobre la validez de la política de la CCI. Por otra parte, y coincidiendo en el tiempo con la anterior, «esta nueva ofensiva se alternaba en el plano externo con renovados ataques del parasitismo, a escala internacional, contra la CCI» (ibid).
Así, la CCI pasó a una segunda fase de su combate sobre la cuestión organizativa: no se trataba tan solo de hacer frente a los problemas de funcionamiento interno, además debía «pasar del combate de defensa interna de la organización al de su defensa hacía el exterior (...) respondiendo a todos los niveles del ataque concentrado de la burguesía contra la CCI y el conjunto de la Izquierda comunista...» (Ibíd.).
El XIIº Congreso ha sacado un balance positivo de esa fase del combate. Contrariamente a las calumnias y rumores persistentes sobre la «crisis» y la «hemorragia» de dimisiones que conocería la CCI, la política de defensa y construcción desarrollada por ésta ha permitido, por un lado, consolidar las bases de un funcionamiento interno colectivo, sano y eficaz, lo que ha posibilitado nuevas integraciones, y por otro convertirse en un factor considerable de reforzamiento de las relaciones políticas de la organización con los elementos en búsqueda, contactos y simpatizantes, que se aproximan a posiciones revolucionarias.
Puede parecer sorprendente que una organización revolucionaria internacional, con más de 20 años de existencia, haya debido dedicar tanto tiempo y de forma prioritaria a la defensa de la organización. Pero esto solo puede sorprender a aquellos que creen que esta es una cuestión secundaria que se desprende automáticamente de las posiciones políticas programáticas. En realidad, la cuestión de la organización es una cuestión plenamente política, que condiciona en última instancia más que ninguna otra la existencia de la organización y el cumplimiento de todas sus tareas cotidianas. Exige de los revolucionarios una vigilancia permanente y un combate contra todos los aspectos de la represión directa o de la presión indirecta de la ideología y el poder de la burguesía. El combate por la defensa de la organización contra la burguesía es una constante de toda la historia del movimiento obrero. Fue librado por Marx y Engels en la Primera Internacional contra las influencias de la pequeña burguesía y también contra las intrigas del bakuninismo. Igualmente, Rosa Luxemburgo batalló contra el aburguesamiento de la socialdemocracia alemana y el reformismo en el seno de la IIª Internacional; Lenin libró un combate contra el funcionamiento en «círculos» que reinaba en el seno del Partido obrero socialdemócrata ruso, defendiendo una concepción de partido disciplinado y centralizado. También, la Izquierda comunista combatió la degeneración de la IIIª Internacional, especialmente gracias a la labor de fracción desarrollada por la Izquierda comunista de Italia.
La CCI viene librando este combate desde su formación en los años 70, luchando por el reagrupamiento de los revolucionarios, defendiendo la concepción de una organización internacional, unida y centralizada, contra las concepciones antiorganizativas que prevalecían en el resurgir de la lucha de clases y de las posiciones revolucionarias en esa época. En los años 80, la CCI luchó contra las concepciones académicas y el peso del «consejismo». Actualmente, toda la ideología de la burguesía y de la pequeña burguesía en descomposición hace reinar un ambiente general de denigración y denuncia del comunismo y de las nociones mismas de organización revolucionaria y de militancia. Ambiente que es sistemáticamente favorecido por la burguesía, que no cesa de lanzar campañas ideológicas sobre la «muerte del comunismo» y de organizar un ataque directo contra la herencia de la Izquierda comunista, intentando presentarla como una corriente extremista de tipo «fascista», o como una constelación de pequeñas sectas de iluminados.
Por todo ello, la defensa de la idea marxista de la organización debe ser una preocupación constante de las organizaciones de la Izquierda comunista. «La CCI ha ganado una batalla, ha ganado no sin dificultades el combate que la oponía a una tendencia destructiva en el seno de la organización. Sin embargo, no ha ganado la guerra. Porque nuestra guerra es la guerra de clases, la que opone proletariado y burguesía, una lucha a muerte que no dará respiro a la débil vanguardia comunista, de la que la CCI es hoy su principal componente. Por ello, si bien las perspectivas, deben evaluarse en razón de lo que la organización ha sido capaz de cumplir en los dos últimos años –y más generalmente desde su constitución– para poder medir la realidad de las adquisiciones del combate y el estado real de las fuerzas, éstas deben estar igualmente determinadas por las exigencias de la lucha general de la clase obrera, y en su seno por la necesidad de la lucha por la construcción del partido mundial, arma indispensable de su lucha revolucionaria» (Ibíd.).
El XIIº Congreso ha afirmado, una vez más, el concepto que desde su fundación ha defendido la CCI de la existencia de un medio político proletario. Contrariamente a los concepciones que aún existen en el propio medio, principalmente entre los herederos «bordiguistas» de la corriente de la Izquierda comunista de Italia, la CCI no se considera como la única organización comunista, y mucho menos aún como «el Partido». Pero la CCI defiende la absoluta necesidad de la construcción de un partido mundial indispensable para la lucha revolucionaria del proletariado, en tanto que expresión más avanzada y factor activo en la toma de conciencia. Para la CCI, en la tarea a largo plazo de la construcción del partido, hay que basarse en las organizaciones del período histórico actual, las organizaciones continuadoras de las antiguas corrientes de Izquierda de la IIIª Internacional y en los nuevos grupos que puedan surgir con posiciones de clase al calor de la lucha proletaria. Esta construcción no será el producto espontáneo del «movimiento» de la clase que vendría a agregarse automáticamente al «partido histórico» de la concepción bordiguista, mediante el «reconocimiento» de su «programa invariante». Tampoco será el resultado de un agrupamiento sin principios, basado en mutuas concesiones y oportunismo entre diferentes organizaciones dispuestas a liquidar sus posiciones. Será el resultado de toda una actividad consciente de las organizaciones revolucionarias que debe desarrollarse desde hoy mismo a partir de la concepción según la cual el medio político proletario (o lo que el PC Internacionalista llama el «campo internacionalista») «... es una expresión de la vida de la clase, de su proceso de toma de conciencia...» ([2]).
El XIIº Congreso ha reafirmado por tanto que la política de la CCI de confrontación sistemática con las posiciones de otras organizaciones del medio político proletario no debe perder jamás de vista que su objetivo no es en sí la denuncia de los errores, sino que fundamentalmente es la necesidad de clarificación ante la clase obrera: «... Nuestro objetivo último es ir hacia la unificación política de nuestra clase y de sus revolucionarios, unificación que se expresa en la construcción del partido y en el desarrollo de la conciencia de la clase obrera. En ese proceso, la clarificación política es el elemento central y es lo que siempre ha guiado la política de la CCI en el medio político proletario. Incluso cuando en un grupo de este medio, la escisión es inevitable por la invasión de corrientes burguesas, es necesario que ésa sea el fruto de tal clarificación para que pueda servir realmente a los intereses de la clase obrera y no a los de la burguesía...» (Ibid).
El XIIº Congreso ha vuelto a insistir sobre la noción de «parasitismo» profundizada a lo largo de estos últimos años. Ha subrayado, especialmente, la necesidad de una neta demarcación del medio político proletario de esa nebulosa de grupos, publicaciones e individuos que, reivindicándose más o menos de una filiación con el medio revolucionario, por sus posiciones programáticas o por su actividad hacia el medio, tienen como función extender la confusión y en última instancia hacer el juego de la burguesía contra el medio político proletario.
«... El parasitismo no forma parte del Medio político proletario. La noción de parasitismo político no es una innovación de la CCI. Al contrario, pertenece a la historia del movimiento obrero. En ningún caso el parasitismo es expresión del esfuerzo de toma de conciencia de la clase, tan solo representa una tentativa para hacer abortar este esfuerzo. En ese sentido, su actividad completa el trabajo de las fuerzas burguesas que lo hacen todo por sabotear la intervención de las organizaciones revolucionarias en el seno de la clase.
Lo que anima y determina la existencia de grupos parásitos, no es en modo alguno la defensa de los principios de clase del proletariado, la clarificación de las posiciones políticas, sino que en el mejor de los casos, es el mantenimiento de espíritu de capilla o de circulo de “amigos”, la afirmación del individualismo y de su individualidad respecto al medio político proletario. En ese sentido, lo que caracteriza al parasitismo moderno no es la defensa de una plataforma programática, sino una actitud política de destrucción frente a las organizaciones revolucionarias...» (Ibíd.).
Por ello el XIIº Congreso ha definido que una de las prioridades de la actividad de la CCI es «... la defensa del medio político proletario contra la ofensiva destructora de la burguesía y las acciones del parasitismo...» y «... el hacer vivir al medio político proletario que comprende también a nuestros contactos y simpatizantes...» como «... una expresión de la vida de la clase, y de su proceso de toma de conciencia...» (Ibíd.).
El XIIº Congreso internacional ha debatido, igualmente en profundidad, sobre la situación internacional, la aceleración de la crisis económica, la agravación de las tensiones imperialistas, y el desarrollo de la lucha de clases. Esta discusión ha representado un esfuerzo particularmente importante por el hecho de que, el caos que se desarrolla actualmente en todos los aspectos de la sociedad capitalista bajo el peso de la presión de la descomposición y la confusión que efectúa la burguesía para ocultar la quiebra de su sistema, ponen en peligro la capacidad de desarrollar por parte de los grupos revolucionarios un cuadro marxista de análisis y de perspectivas justas para el desarrollo de la lucha de clases.
En el plano de la crisis económica, el XIIº Congreso ha reafirmado la necesidad de apoyarse en las adquisiciones del marxismo para poder hacer frente de forma eficaz a todos los discursos mistificadores que la burguesía destila. No hay que limitarse tan solo al examen empírico de los «indicadores económicos», cada día más falsificados por los «especialistas» de la economía burguesa. Ante todo, hay que situar de forma permanente el examen de la situación actual en el marco de la teoría marxista del hundimiento del capitalismo: «... Por eso es la responsabilidad de los revolucionarios, de los marxistas, denunciar permanentemente las mentiras burguesas sobre las pretendidas posibilidades del capitalismo para «salir de la crisis» y ajustarle las cuentas a los «argumentos» utilizados para «demostrar» tales posibilidades» ([3]).
Sobre las tensiones imperialistas, el XIIº Congreso se ha esforzado en analizar y precisar las características del caos actual, de los golpes bajos entre las grandes potencias, ocultados tras el pretexto de intervenciones «humanitarias» o de «mantenimiento de la paz», que llevan al desarrollo de la barbarie guerrera que afecta cada vez más a un número creciente de regiones del planeta. «... La tendencia del cada uno para sí ha tomado la delantera a la tendencia a la reconstrucción de alianzas estables que prefiguren futuros bloques imperialistas, lo que ha contribuido a multiplicar y agravar los enfrentamientos militares...» (Ibíd.).
Finalmente, las perspectivas de la lucha de clases han sido objeto de la discusión más importante en este punto del Congreso. Realmente, la clase obrera se encuentra hoy en día en una situación de dificultad ya que sufre plenamente el impacto de ataques muy brutales a sus condiciones de vida en el contexto de una desorientación ideológica de la que no se ha recuperado y que la burguesía intenta perpetuar con campañas mediáticas y maniobras de todo tipo.
«Para la clase dominante, totalmente consciente de que los ataques crecientes contra la clase obrera van a provocar necesariamente respuestas de gran amplitud, se trata de tomar la delantera mientras la combatividad todavía sigue embrionaria, mientras todavía siguen pesando fuertemente sobre las conciencias las secuelas del hundimiento de los regímenes pretendidamente socialistas, para así mojar la pólvora y reforzar al máximo su arsenal de mistificaciones sindicalistas y democráticas.» (Ibíd.).
Esta situación tiene implicaciones muy importantes para la intervención de la organización. En la apreciación de la situación, se trata ante todo de no equivocarse. Los importantes obstáculos que opone la burguesía al desarrollo de la lucha de clases no significan, en absoluto, que el proletariado se encuentre en una situación de derrota similar a la que se dio en los años 30.
«Sin embargo, mientras que (las campañas) en los años 30:
– se desarrollaban en un marco de derrota histórica del proletariado, de victoria total de la contrarrevolución,
– tenían como objetivo claro alistar a los obreros en la guerra mundial que estaba preparándose,
– se apoyaban en una realidad brutal, duradera y palpable, la de los regímenes fascistas en Italia, Alemania y la amenaza en España,
las campañas actuales:
– se desarrollan en un marco en que el proletariado ha superado la contrarrevolución, en el que no ha conocido derrota decisiva que cuestione el curso hacia los enfrentamientos decisivos de clase;
– tienen como objetivo sabotear el curso ascendente de combatividad y de conciencia en la clase obrera;
– no se pueden apoyar en una justificación única y bien definida, así que están en la obligación de recurrir a temas disparatados e incluso circunstanciales (terrorismo, “peligro fascista”, redes de pedofilia, corrupción de la justicia...), lo que limita su alcance internacional e histórico» (Ibíd.).
En el mismo sentido, de no equivocarse en los análisis, había que evitar caer en la euforia como la que se desarrolló tras el «movimiento» de huelgas en Francia de diciembre del 95. Esta maniobra preventiva de la burguesía ha hecho creer, a más de uno, que el camino hacia nuevas movilizaciones obreras significativas estaba abierto y de paso, les ha hecho subestimar enormemente las actuales dificultades de la clase obrera. «Sólo un avance significativo de la conciencia en la clase obrera le permitirá rechazar ese tipo de mistificaciones. Y semejante esfuerzo no podrá resultar sino del desarrollo masivo de las luchas obreras que cuestione, como ya lo hizo durante los años 80, a los instrumentos más importantes de la burguesía en la clase obrera, los sindicatos y el sindicalismo» (Ibíd.)
En ese contexto, el XIIº Congreso ha dado como otra de sus prioridades de actividad de la organización «... la intervención en el desarrollo de la lucha de clases (...)
Las perspectivas de nuestra intervención no serán de forma general las de una participación activa, directa y de agitación en una tendencia al desarrollo de la lucha de clases que se separaría claramente del control sindical para afirmarse en su propio terreno, dándose la tarea de impulsar la extensión y el control de la lucha por la clase obrera misma.
«... De manera general nuestra intervención en la lucha de clases, aun prosiguiendo con la defensa de la perspectiva histórica del proletariado (defensa del comunismo contra las campañas de la burguesía), tendrá como cometido principal el trabajo paciente y tenaz de denuncia y explicación de las maniobras de la burguesía, de los sindicatos y el sindicalismo de base contra el descontento y la combatividad creciente de la clase obrera, una intervención “a contracorriente” de la tendencia a dejarse atrapar en las trampas de la división y del radicalismo corporativista del sindicalismo...» («Resolución de actividades», op. cit.).
El trabajo cumplido en este XIIo Congreso de la CCI para marcar las perspectivas de los años venideros ha sido un trabajo importante del que solo podemos dar aquí un rápido resumen. Nuestros lectores y simpatizantes podrán encontrar esas perspectivas en la «Resolución sobre la situación internacional» publicada integra aquí, y las implicaciones de esas perspectivas en nuestra prensa y nuestras intervenciones futuras.
CCI
1. No son una novedad las mentiras sobre la supuesta «quiebra definitiva del marxismo», abundamente repetidas cuando el hundimiento de los regímenes estalinistas a finales de los 80 y comienzos de los 90. La izquierda de la Segunda internacional, encabezada por Rosa Luxemburgo, ya tuvo que combatir hace exactamente un siglo las tesis revisionistas que afirmaban que Marx se había equivocado al anunciar la perspectiva de quiebra del capitalismo. Con la Primera Guerra mundial y la gran depresión de los años 30 que acabó con el corto período de reconstrucción de la posguerra, la burguesía no tuvo suficiente tiempo para seguir haciendo su propaganda. Sin embargo, las dos décadas de «prosperidad» que siguieron a la Segunda Guerra mundial permitieron la reaparición hasta en ámbitos «radicales» de «teorías» que sepultaban definitivamente una vez más al marxismo y sus previsiones sobre al hundimiento del capitalismo. Esos conciertos de autosatisfacción quedaron evidentemente malparados por la crisis abierta del capitalismo a finales de los 60, cuyo ritmo lento (con períodos de «reanudación» como la que hoy conocen las economías norteamericana e inglesa) permite sin embargo a la propaganda burguesa esconder a la gran mayoría de los proletarios tanto la realidad como la amplitud del callejón sin salida en el que está metido el modo de producción capitalista. Por eso es la responsabilidad de los revolucionarios, de los marxistas, denunciar permanentemente las mentiras burguesas sobre las pretendidas posibilidades del capitalismo para «salir de la crisis» y ajustarle las cuentas a los «argumentos» utilizados para «demostrar» tales posibilidades.
2. A mediados de los 70, ante la evidencia de la crisis, empezaron ya los «expertos» a buscar todas las explicaciones posibles que permitieran a la burguesía tranquilizarse en cuanto a las perspectivas de su sistema. Incapaces de plantearse la quiebra definitiva del sistema, haciendo evidentemente caso omiso de las causas reales, la clase dominante necesitaba explicar las dificultades crecientes de la economía mundial basándose en causas circunstanciales, no solo para engañar a la clase obrera sino también por su propia tranquilidad. Una tras otra, varias explicaciones ocuparon las primeras planas en la prensa:
– la «crisis del petróleo», tras la guerra del Kipur de 1973 (era olvidarse que la crisis abierta ya tenía seis años en aquel entonces, y que las alzas de los precios del crudo no habían sino acentuado una degradación que ya se había manifestado con las recesiones de 1967 y 1971);
– los excesos de política neokeynesiana practicada desde el final de la guerra, que acabarían provocando una inflación galopante: se necesitaba «menos Estado»;
– los excesos de «reaganomics» de los 80 que habrían provocado un aumento sin precedentes del desempleo en los principales países.
Fundamentalmente, había que agarrarse a la idea de que existía una salida, de que con una «gestión buena» podía la economía volver a los esplendores de las décadas de posguerra. Era necesario buscar y encontrar el secreto perdido de la «prosperidad».
3. Durante bastante tiempo, mientras los demás países se enfrentaban al marasmo, los resultados económicos de Japón y Alemania se utilizaron para demostrar la supuesta capacidad del capitalismo para «superar su crisis»: el credo de los apologistas a sueldo del capitalismo era afirmar que «cada país debe tener las virtudes de los dos grandes vencidos de la Segunda Guerra mundial, y todo se arreglará». Hoy, tanto Japón como Alemania a su vez se ven afectados por la crisis. Japón tiene las mayores dificultades para relanzar un «crecimiento» que tanta fama le dio, y ahora ha sido clasificado en la categoría D (junto con Brasil y México), que es el índice de los países con riesgos, a causa de la amenaza que representan las deudas acumuladas por el Estado, las empresas y los particulares (éstas equivalen a dos años y medio de la producción nacional). En cuanto a Alemania, alcanza hoy el nivel de desempleo más importante de la Unión europea y ni siquiera logra cumplir los «criterios de Maastricht» indispensables para establecer la «moneda única». En fin de cuentas, se puede ahora entender que las pretendidas «virtudes» de ambos países en el pasado no eran otra cosa sino cortinas de humo que ocultaban la misma huida ciega propia del capitalismo en estas últimas décadas. En realidad, las dificultades actuales de esos dos «buenos alumnos» de los años 70 y 80 son la mejor ilustración de la imposibilidad del capitalismo para proseguir con la trampa en que se basó fundamentalmente la reconstrucción tras la Segunda Guerra mundial y le ha permitido hasta ahora evitar un hundimiento semejante al de los años 30: el uso y abuso sistemático del crédito.
4. Cuando denunciaba las «teorías» de los revisionistas, Rosa Luxemburg ya tuvo que echar abajo la idea según la cual el crédito podía permitir al capitalismo superar las crisis. Habrá podido ser un estimulante indiscutible del desarrollo del sistema, tanto para la concentración del capital como en lo que toca a su circulación; sin embargo nunca podrá sustituir al propio mercado real como alimento de la expansión capitalista. Los créditos permiten acelerar la producción y comercialización de las mercancías, pero han de pagarse algún día. Y este reembolso sólo es posible si esas mercancías han podido cambiarse en el mercado, el cual, como Marx lo demostró sistemáticamente contra los economistas burgueses, no es un resultado automático de la producción. En fin de cuentas, el crédito no permite ni mucho menos superar las crisis, sino, al contrario, lo que hace es ampliarlas y hacerlas más graves, como lo demostró Rosa Luxemburg apoyándose en el marxismo. Las tesis de la izquierda marxista contra el revisionismo de finales del siglo pasado siguen siendo hoy perfectamente válidas. Hoy como ayer, el crédito no puede ampliar los mercados solventes. Enfrentado a la saturación definitiva de éstos (mientras que en el siglo pasado existía la posibilidad de conquistar nuevos mercados), el crédito se ha convertido en condición indispensable para dar salida a la producción, haciendo así las veces del mercado real.
5. Esa realidad ya se confirmó en la posguerra con el plan Marshall, el cual, además de su función estratégica en la formación del bloque occidental, permitió a EE.UU. dar salida a la producción de sus industrias. Permitió que las economías europeas y japonesa se reconstruyeran, pero también las transformó en rivales de la economía norteamericana, lo que provocó la crisis abierta del capitalismo mundial. Desde entonces, ha sido sobre todo mediante el crédito, el endeudamiento creciente, si la economía mundial ha logrado evitar une depresión brutal como la de los años 30. Fue así como la recesión de 1974 pudo ser superada hasta principios de los 80, gracias al impresionante endeudamiento de los países del Tercer mundo que acabó desembocando en la crisis de la deuda a principios de los años 80, la cual coincidió con una nueva recesión todavía más importante que la de 1974. Esta nueva recesión mundial sólo pudo ser superada gracias a los colosales déficits comerciales de EE.UU. cuya cifra de la deuda externa ha acabado por competir con la del Tercer mundo. Paralelamente, estallaron los déficits de los presupuestos de los países avanzados, lo cual permitió mantener la demanda, pero desembocó en una situación de quiebra para los Estados (cuya deuda representa entre el 50% y el 130% de la producción anual según los países). Por eso es por lo que la recesión abierta, la que se expresa en números negativos en las tasas de crecimiento de la producción de un país, no son el único dato de la gravedad de la crisis. En casi todos los países, el déficit anual del presupuesto de los Estados (sin contar el de las administraciones territoriales) es superior al crecimiento de la producción; eso significa que si esos presupuestos estuvieran en equilibrio (único medio de estabilizar la deuda acumulada de los Estados) todos esos países estarían en recesión abierta.
La mayor parte de la deuda no es, evidentemente, reembolsable, y viene acompañada de quiebras financieras periódicas, cada vez más graves, verdaderos terremotos para la economía mundial (1980, 1989) y que siguen siendo más que nunca una amenaza.
6. Recordar esos hechos permite poner en su sitio los discursos sobre la «salud» actual de las economías británica y estadounidense que contrasta con la apatía de sus competidores. En primer lugar, hay que relativizar la importancia de los «éxitos» de esos dos países. La baja muy sensible de la tasa de desempleo en Gran Bretaña, por ejemplo, se debe en gran parte, como así lo ha reconocido el propio Banco de Inglaterra, a la supresión en las estadísticas (cuyo sistema de cálculo ¡ha sido cambiado 33 veces desde 1979!) de los desempleados que han renunciado a buscar trabajo. En gran parte esos «éxitos» se deben a la mejora de la competitividad de esas economías en el ruedo internacional (basada en especial en la debilidad de su moneda; el mantenimiento de la libra fuera del sistema monetario aparece hasta ahora como una medida acertada), o sea, en una degradación de las economías competidoras. Es algo que había ocultado la sincronización mundial de los períodos de recesión y los de «recuperación» que hasta ahora se han conocido: la relativa mejora de la economía de un país ya no exige la mejora de la de sus «socios», sino, básicamente lo contrario, su degradación, pues los tales «socios» son ante todo competidores. Con la desaparición del bloque USA tras la del bloque URSS a finales de los años 80, la coordinación (a través del G7, por ejemplo) del pasado entre las políticas económicas de los principales países occidentales (lo cual era un factor nada desdeñable para frenar el ritmo de la crisis) ha dejado paso a tendencias centrífugas cada vez más violentas. En tal situación, es privilegio de la primera potencia mundial imponer sus dictados en el ruedo comercial en provecho de su propia economía nacional. Eso es lo que en parte explica los «éxitos» actuales del capital americano.
Si ya los resultados actuales de las economías anglosajonas no significan ni mucho menos una posible mejora del conjunto de la economía mundial, tampoco van a durar. Tributarias del mercado mundial, el cual no podrá superar su saturación total, acabarán por chocar contra ésta. Ningún país ha resuelto el problema del endeudamiento generalizado aunque se hayan reducido un poco los déficits presupuestarios de EE.UU. en los últimos años. La mejor prueba de ese problema es el pánico que se apodera de los principales responsables económicos (como el presidente del Banco federal estadounidense) por si el «crecimiento» actual no desemboca en «recalentamiento» y en retorno de la inflación. En realidad, detrás de ese miedo al recalentamiento lo que hay es el hecho de que el «crecimiento» actual se basa en una deuda desenfrenada que, obligatoriamente, va a provocar una vuelta de manivela catastrófica. La extrema fragilidad en la que se basan los «éxitos» actuales de la economía americana nos ha sido confirmada por el brote de pánico de Wall Steet y de otras bolsas de valores, cuando el Banco federal anunció a finales de marzo de 1997 la subida mínima de tipos de interés.
7. Entre las mentiras abundantemente propaladas por la clase dominante para hacer creer en la viabilidad, a pesar de todo, de su sistema, ocupa también un lugar especial el ejemplo de los países del Sureste asiático, los «dragones» (Corea del Sur, Taiwán, Hongkong y Singapur) y los «tigres» (Tailandia, Indonesia y Malasia) cuyas tasas de crecimiento actuales (algunas de dos cifras) hacen morir de envidia a los burgueses occidentales. Esos ejemplos servirían para demostrar que el capitalismo actual puede tanto desarrollarse en los países atrasados como evitar la fatalidad de la caída o el estancamiento del crecimiento. En realidad, el «milagro económico» de la mayoría de esos países (especialmente Corea y Taiwán) no es ni mucho menos casual: es la consecuencia del plan equivalente al plan Marshall que instauró Estados Unidos durante la guerra fría para frenar el avance del bloque ruso en la región (inyección masiva de capitales hasta el 15 % del PNB, control directo de la economía nacional, apoyándose en el aparato militar para así compensar la casi ausencia de burguesía nacional y superar las resistencias de los sectores feudales, etc.). Como tales, esos ejemplos no son, ni mucho menos, generalizables al conjunto del Tercer mundo, el cual sigue, en su gran mayoría, hundiéndose en una sima sin fondo. Por otra parte, la deuda de la mayoría de esos países, tanto la externa como la interna de los Estados, está alcanzando grados que los está poniendo en la misma situación amenazante que los demás países. Y, aunque los bajos precios de la fuerza de trabajo han sido un atractivo para muchas empresas occidentales, el que acaben siendo rivales comerciales para los países avanzados les hace correr el riesgo de que se incrementen las barreras comerciales a sus exportaciones. En realidad, si bien hasta ahora aparecen como excepciones, no podrán indefinidamente evitar, como tampoco lo pudo su gran vecino Japón, las contradicciones de la economía mundial que han cambiado en pesadilla otros «cuentos de hadas» anteriores, como el de México. Por todas esas razones, junto a los discursos ditirámbicos, los expertos internacionales y las instituciones financieras ya están tomando medidas para limitar los riesgos financieros en esos países. Y las medidas destinadas a hacer más «flexible» la fuerza de trabajo que han sido la causa de las recientes huelgas en Corea, muestran a las claras que la propia burguesía local es consciente de que se están acabando las vacas gordas. Como escribía el diario londinense The Guardian el 16 de octubre de 1996: «De lo que se trata es de saber qué tigre asiático caerá primero».
8. El caso de China, a la que algunos presentan como la futura gran potencia del siglo próximo, tampoco se sale de la regla. La burguesía de ese país ha conseguido hasta ahora efectuar con éxito la transición hacia las formas clásicas de capitalismo, contrariamente a los países de Europa del Este, cuyo marasmo total (con alguna que otra excepción) es un áspero mentís a todos los discursos sobre las pretendidas «enormes perspectivas» que aparecían ante ellos tras el abandono de sus regímenes estalinistas. Sin embargo, el atraso de China es considerable y gran parte de su economía, como la de todos los regímenes de corte estalinista, se ahoga bajo el peso de la burocracia y de los gastos militares. Según reconocen las propias autoridades, el sector público es globalmente deficitario y a cientos de miles de obreros se les paga con meses de retraso. Y aunque el sector privado es más dinámico, le cuesta, por un lado, superar el lastre del sector estatal y, por otro, depende mucho de las fluctuaciones del mercado mundial. Y el «formidable dinamismo» de la economía china será incapaz de hacer desparecer los 250 millones de desempleados, incluso en la hipótesis del crecimiento actual, que contará a finales de siglo.
9. Se mire adonde se mire, por un lado y otro, con solo ser un poco resistente a las canciones de cuna de los apologistas del modo de producción capitalista y basándose en las enseñanzas del marxismo, la perspectiva de la economía no puede ser otra que la de una catástrofe cada vez mayor. Los pretendidos éxitos actuales de algunas economías (países anglosajones o Sureste asiático) no son el porvenir del conjunto del capitalismo. Son un espejismo que no podrá ocultar durante más tiempo el desierto económico. De igual modo, los discursos sobre la «globalización», pretendida era de libertad y de expansión del comercio, lo único que intentan encubrir es la agudización sin precedentes de la guerra comercial en la que los conjuntos de países como la Unión europea no son sino fortalezas contra la competencia de otros países. Así, una economía mundial en equilibrio inestable sobre un montón de deudas, que nunca serán reembolsadas, se verá cada día más enfrentada a las convulsiones propias de la tendencia de «cada cual para sí», fenómeno típico del capitalismo pero que hoy, en este período de descomposición, ha alcanzado una nueva dimensión. Los revolucionarios, los marxistas, no pueden prever las formas precisas ni el ritmo del hundimiento del modo de producción capitalista. Les incumbe, eso sí, afirmar claramente y demostrar que el capitalismo está en un atolladero, denunciar todas las mentiras sobre el tan manido mito de la «salida del túnel» de ese sistema.
10. Más aún que en el ámbito económico es en las relaciones entre los Estados en las que el caos típico del período de descomposición ejerce sus efectos. En el momento del desmoronamiento del bloque del Este que desembocó en la desaparición del sistema de alianzas surgido tras la IIªGuerra mundial, la CCI puso de relieve:
– que esa situación ponía al orden del día, sin que fuera inmediatamente realizable, la reconstitución de nuevos bloques, dirigido uno por Estados Unidos y por Alemania el otro;
– que, en lo inmediato, esa nueva situación iba a desembocar en enfrentamientos en serie que «el orden de Yalta» había logrado mantener dentro de un marco «aceptable» para los dos gendarmes del mundo.
En un primer tiempo, la tendencia a la formación de un nuevo bloque en torno a Alemania, en la dinámica de reunificación del país dio pasos significativos. Pero rápidamente, las tendencias centrífugas han ido ganando la partida a la tendencia a la constitución de alianzas estables anunciadoras de futuros bloques imperialistas, lo cual ha contribuido a multiplicar y agravar los enfrentamientos militares. El ejemplo más significativo ha sido el de Yugoslavia cuyo estallido fue favorecido por los intereses imperialistas antagónicos de los grandes Estados europeos, Alemania, Gran Bretaña y Francia. Los enfrentamientos en la ex Yugoslavia abrieron un foso entre los dos grandes aliados de la Comunidad europea, Alemania y Francia, provocando un acercamiento espectacular entre Francia y Gran Bretaña y el final de la alianza entre ésta y EE.UU., la más sólida y duradera del siglo XX. Desde entonces, esas tendencias centrífugas, «cada uno para sí», de caos en las relaciones entre Estados, con sus alianzas en serie circunstanciales y efímeras, no solo no han amainado sino todo lo contrario.
11. Así, en el último período ha habido una serie de modificaciones sensibles en las alianzas que se habían formado en el período anterior:
– distensión de lazos entre Francia y Gran Bretaña. Esto se ha ilustrado en la falta total de apoyo por parte de ésta a las reivindicaciones de aquélla (reelección de Butros-Ghali para la ONU o la exigencia de un jefe europeo para el mando Sur de la OTAN en Europa);
– nuevo acercamiento entre Francia y Alemania, concretado, entre otras cosas, en el apoyo de ésta a esas mismas reivindicaciones de Francia;
– disminución de los conflictos entre Estados Unidos y Gran Bretaña, plasmada, en particular, en el apoyo de ésta a EE.UU. en esos mismos temas.
De hecho, una de las características de la evolución de las alianzas es que únicamente Estados Unidos y Alemania tienen, y pueden tener, una política coherente a largo plazo: en el caso de EE.UU. la preservación de su liderazgo, en el de Alemania el desarrollo de su propio liderazgo sobre una parte del mundo, pues lo único que les queda a las demás potencias son políticas circunstanciales cuyo objetivo es, en buena parte, frenar a aquellas dos. La primera potencia mundial está enfrentada, desde que desapareció la división del mundo en dos bloques, a una puesta en entredicho permanente de su autoridad por parte de sus antiguos aliados.
12. La expresión más espectacular de esa crisis de autoridad del gendarme del mundo fue la ruptura de su alianza histórica con Gran Bretaña, a iniciativa de ésta, en 1994. Se concretó también en la larga impotencia de EE.UU., hasta el verano de 1995, en uno de los terrenos de máximo enfrentamiento imperialista, la antigua Yugoslavia. Más recientemente, en septiembre de 1996, se ha plasmado en las reacciones casi unánimes de hostilidad contra los bombardeos sobre Irak con 44 misiles de crucero, mientras que en 1990-91, Estados Unidos había conseguido recabar el apoyo de esos mismo países para el operativo «Tempestad del desierto». Es de señalar, por lo que se refiere a los Estados de la región, la firme condena de Egipto y Arabia Saudí en total contraste con el apoyo indefectible que proporcionaron al tío Sam cuando la guerra del Golfo. Entre otros ejemplos del cuestionamiento del liderazgo americano hay que señalar:
– la protesta general contra la ley Helms-Burton que refuerza el embargo contra Cuba, cuyo «líder máximo» fue después recibido con todos los honores, y por primera vez, en el Vaticano;
– la llegada al poder en Israel, contra la voluntad manifiesta de EE.UU., de las derechas, las cuales, desde entonces, lo han hecho todo por sabotear el proceso de paz con los palestinos, proceso que era uno de los grandes éxitos de la diplomacia USA;
– más en general, la pérdida del monopolio en el control de la situación en Oriente Medio, zona crucial si las hay, ilustrada por el retorno de Francia, la cual se ha impuesto a finales del 95 como copadrino para la solución del conflicto entre Israel y Líbano. El éxito de Francia en la región quedó confirmado por la cálida acogida que Arabia Saudí dio a Chirac en octubre de 1996;
– la invitación reciente a varios dirigentes europeos (y entre ellos también Chirac, quien ha dirigido llamamientos a la independencia para con Estados Unidos) por Estados de América del Sur sancionan el final del control exclusivo de esta zona por parte de EE.UU.
13. Sin embargo, el período más reciente ha estado marcado, como ya lo constatamos hace un año en el XIIºCongreso de la sección en Francia, por una contraofensiva masiva por parte de EE.UU. Esa contraofensiva se ha plasmado muy especialmente en la ex Yugoslavia a partir de 1995 bajo las banderas de la IFOR que sucedió a la UNPROFOR, la cual había sido durante varios años el instrumento de la presencia dominante del tándem franco-británico. La mejor prueba del éxito estadounidense fue la firma en Dayton, Estados Unidos, de los acuerdos de paz sobre Bosnia. Desde entonces, el nuevo avance de la potencia americana no se ha desmentido. Sobre todo ha logrado dar una severo golpe al país que la había retado más abiertamente, Francia, en su «coto de caza» de África. Después de haber eliminado por completo la influencia francesa en Ruanda, le toca ahora a la posición principal de Francia en el continente, Zaire, país que se le va de las manos por completo, con el desmoronamiento del régimen de Mobutu frente a los golpes que le dan los «rebeldes» de Kabila, apoyado masivamente por Ruanda y Uganda, o sea, por Estados Unidos. Es un castigo muy severo el que le está infligiendo Estados Unidos a Francia, un castigo que quisiera ser ejemplar para otros países que quisieran imitarla en su política de reto permanente. Es un castigo que remata otros golpes que EEUU ha dado a Francia como lo de la sucesión de Butros-Ghali o en el problema del mando Sur de la OTAN.
14. La burguesía británica ha tomado últimamente sus distancias con la francesa, precisamente porque ha comprendido los riesgos que corría embarcándose en la política aventurista de Francia, la cual, de manera regular, se propone objetivos que van más allá de sus capacidades reales. Ese distanciamiento ha sido favorecido en gran medida por la acción tanto de EE.UU. como de Alemania, quienes no podían ver con buenos ojos la alianza trabada entre Francia y Gran Bretaña a partir de la cuestión
yugoslava. Los bombardeos estadounidenses sobre Irak, en septiembre de 1996, tuvieron la gran ventaja para EE.UU. de meter una cuña entre las diplomacias francesa y británica, apoyando aquélla lo mejor que podía a Sadam Husein y ésta apostando, junto con EE.UU., por la destrucción del régimen irakí. Del mismo modo, Alemania no ha dejado de hacer labor de zapa contra la solidaridad franco-británica en los temas que más duelen como en de la Unión europea y la moneda única (3 cumbres franco-alemanas en dos semanas sobre la cuestión en diciembre de 1996). Es pues en este marco en el que puede comprenderse la nueva evolución de las alianzas durante los últimos tiempos de que hablábamos arriba. De hecho, la actitud de Alemania y sobre todo la de EEUU confirma lo que decíamos ya en el Congreso anterior de la CCI: «En tal situación de inestabilidad, es más fácil para cada potencia crear desórdenes en sus adversarios, sabotear las alianzas que no le aventajan, que desarrollar por su parte alianzas sólidas y asegurarse una estabilidad en sus dominios» («Resolución sobre la situación internacional», punto 11). Sin embargo, debemos poner de relieve las diferencias importantes tanto en los métodos como en los resultados de la política seguida por esas dos potencias.
15. El resultado de la política internacional de Alemania no se limita, ni mucho menos, a separar a Francia de Gran Bretaña y obtener que Francia reanude su alianza pasada, lo cual se ha concretado, entre otras cosas, en tiempos recientes, en acuerdos militares de gran importancia, tanto en el terreno, en Bosnia (creación de una brigada conjunta) como en acuerdos de cooperación militar (firma en 9 de diciembre de un acuerdo por «un concepto común en materia de seguridad y de defensa»). Estamos asistiendo, en realidad, a un despliegue muy significativo del imperialismo alemán que se plasma en:
– el hecho de que en la nueva alianza entre Francia y Alemania, ésta se encuentra en una relación de fuerzas mucho más favorable que en el período 1990-94, al haberse visto obligada Francia a volver con su antigua pareja a causa de la defección de Gran Bretaña.
– una ampliación de su zona tradicional de influencia hacia los países del Este, y muy especialmente con el desarrollo de una alianza con Polonia;
– un fortalecimiento de su influencia en Turquía (cuyo gobierno dirigido por el islamista Erbakan es más favorable a la alianza alemana que el precedente), que le sirve de paso hacia el Cáucaso (en donde apoya a los movimientos nacionalistas que se oponen a Rusia) y hacia Irán con quien Turquía ha firmado importantes acuerdos;
– el envío, por vez primera desde la Segunda Guerra mundial, de unidades fuera de sus fronteras, y precisamente a la zona de los Balcanes, con el cuerpo expedicionario presente en Bosnia en el marco de la IFOR (lo que permite al ministro de defensa declarar que «Alemania desempeñará un papel importante en la nueva sociedad»).
Por otra parte, Alemania, en compañía de Francia, ha iniciado un acoso diplomático en dirección de Rusia, país del que Alemania es primer acreedor y que no ha sacado grandes ventajas de su alianza con Estados Unidos.
16. Así, ya hoy, Alemania está colocándose en su papel de principal rival imperialista de EE.UU. Cabe señalar que Alemania ha conseguido hasta hoy avanzar sus peones sin exponerse a las represalias del mastodonte americano, evitando desafiarlo abiertamente como lo hace Francia. La política del águila alemana (que por el momento está logrando ocultar sus garras) aparece en fin de cuentas más eficaz que la del gallo galo. Esto es a la vez consecuencia de los límites que sigue imponiéndole su estatuto de vencido de la IIª Guerra mundial (aunque su política actual está intentando saltarse ese estatuto precisamente) y de su seguridad de ser la única potencia que podría tener una posibilidad, a largo plazo, de ponerse a la cabeza de un nuevo bloque imperialista. Es también el resultado de que, hasta ahora, Alemania ha podido hacer avanzar sus posiciones sin hacer alarde directo de su fuerza militar, aunque sí es cierto que dio un apoyo importante a su aliado croata en su guerra contra Serbia. Pero la novedad histórica de su presencia militar en Bosnia no sólo rompe un tabú, sino que indica el camino por el que va a orientarse Alemania cada vez más para mantener su rango. Y será, a medio plazo, no sólo indirectamente (como en Croacia y, en menor medida, en el Cáucaso) como el imperialismo alemán aportará su contribución a los conflictos sangrientos y a las matanzas que asolan el mundo actual, sino de manera más directa.
17. En lo que a la política internacional de Estados Unidos se refiere, el alarde y el empleo de la fuerza armada no sólo forman parte de sus métodos desde hace tiempo, sino que es ya el principal instrumento de defensa de sus intereses imperialistas, como así lo ha puesto de relieve la CCI desde 1990, antes incluso de la guerra del Golfo. Frente a un mundo dominado por la tendencia a «cada uno para sí», en el que los antiguos vasallos del gendarme estadounidense aspiran a quitarse de encima la pesada tutela que hubieron de soportar ante la amenaza del bloque enemigo, el único medio decisivo de EE.UU. para imponer su autoridad es el de usar el instrumento que les otorga una superioridad aplastante sobre todos los demás Estados: la fuerza militar. Pero en esto, EE.UU. está metido en una contradicción:
– por un lado, si renuncia a aplicar o a hacer alarde de su superioridad militar, eso no puede sino animar a los países que discuten su autoridad a ir todavía más lejos;
– por otro lado, cuando utilizan la fuerza bruta, incluso, y sobre todo, cuando ese medio consigue momentáneamente hacer tragar sus veleidades a los adversarios, ello lo único que hace es empujarlos a aprovechar la menor ocasión para tomarse el desquite e intentar quitarse de encima la tutela americana.
De hecho, la afirmación de la superioridad militar actúa en sentido contrario según si el mundo está dividido en bloques, como antes de 1989, o si los bloques ya no existen. En aquel caso, la afirmación de la superioridad tiende a fortalecer la confianza de los vasallos hacia su líder en su capacidad para defenderlos con eficacia y es, pues, un factor de cohesión en torno a él. En el segundo caso, las demostraciones de fuerza de la única superpotencia que se ha mantenido dan, en fin de cuentas, el resultado de agravar todavía más las tendencias centrífugas, mientras no exista una potencia que pueda hacerle frente a ese nivel. Por eso, los éxitos de la contraofensiva actual de Estados Unidos no deben ser considerados, ni mucho menos, como definitivos, como una superación de su liderazgo. La fuerza bruta, las maniobras para desestabilizar a sus competidores (como hoy en Zaire) con todo su cortejo de consecuencias trágicas, van a seguir siendo utilizadas por esa potencia, contribuyendo así a agudizar el caos sangriento en el que se hunde el capitalismo.
18. Ese caos parece haber evitado relativamente y por ahora a Extremo oriente y Asia del Sureste. Pero es importante subrayar el incremento de cargas explosivas que está ocurriendo ahora:
– intensificación de los esfuerzos de armamento de las principales potencias, China y Japón;
– voluntad de Japón por sacudirse lo más posible el control americano heredado de la IIª Guerra mundial;
– política más abiertamente «contestataria» de China (este país parece ocupar un lugar parecido al de Francia en occidente, mientras que Japón actúa con una diplomacia más parecida a la alemana).
– amenaza de desestabilización política en China (sobre todo desde la muerte de Deng);
– existencia de múltiples «contenciosos» entre Estados (Taiwán y China, ambas Coreas, Vietnam y China, India y Pakistán, etc.).
Del mismo modo que no podrá evitar la crisis económica, esta región tampoco podrá librarse de las convulsiones imperialistas que están asaltando al mundo de hoy, contribuyendo a acentuar el caos general en el que se hunde la sociedad capitalista.
19. Este caos general, con su cortejo de conflictos sangrientos, masacres, hambre y más generalmente la descomposición que va corroyendo todos los aspectos de la sociedad y que contiene la amenaza de aniquilarla, tiene su principal alimento en el callejón sin salida en el que está metida la economía capitalista. Sin embargo, al provocar necesariamente ataques permanentes y siempre más brutales contra la clase productora de lo esencial de la riqueza social, el proletariado, semejante situación también provoca la reacción de ésta y contiene entonces la perspectiva de su surgimiento revolucionario. Desde finales de los 60, el proletariado mundial ha hecho la prueba de que no estaba dispuesto a sufrir pasivamente los ataques del capital y las luchas que ha desarrollado desde los primeros ataques debidos a la crisis muestran que ha salido de la terrible contrarrevolución que lo hundió tras la oleada revolucionaria de los años 1917-23. Sin embargo, estas luchas no se han desarrollado de forma continua, sino con tropiezos, avances y retrocesos. Así es cómo la lucha de clases ha conocido entre 1968 y 1989 tres oleadas sucesivas de combates (1968-74, 1978-81, 1983-89) durante las cuales, a pesar de las derrotas, vacilaciones y retrocesos, las masas obreras han adquirido una experiencia creciente que les ha permitido en particular ir rechazando el encuadramiento sindical. Esta progresión de la clase obrera hacia una toma de conciencia de los fines y los medios de su combate se vio interrumpida, sin embargo de forma brutal a finales de los 80: «Esta lucha, que surgió fuertemente a finales de los años 80, acabando con la contrarrevolución más terrible que haya conocido la clase obrera, sufrió un retroceso considerable con el hundimiento de los regímenes estalinistas, las campañas ideológicas que lo han acompañado y la serie de acontecimientos (guerra del Golfo, guerra en Yugoslavia, etc.) que siguieron. Es en esos dos planos, el de la combatividad y el de la conciencia, en los que la clase obrera ha sufrido, masivamente, ese retroceso, sin que esto ponga en entredicho, como la CCI lo afirmó en aquel entonces, el curso histórico hacia enfrentamientos de clase» («Resolución sobre la situación internacional», XIo Congreso de la CCI).
20. A partir del otoño del 92, el proletariado ha retomado el camino de la lucha con las grandes movilizaciones obreras en Italia. Pero es un camino lleno de trampas y dificultades. En el otoño del 89, cuando el hundimiento de los regímenes estalinistas, la CCI anunció este retroceso de la conciencia provocado por este acontecimiento y precisó: «la ideología reformista va a pesar muy poderosamente sobre las luchas en el período venidero, favoreciendo así fuertemente la acción de los sindicatos» («Tesis sobre la crisis económica y política de al URSS y en los países del Este», Revista internacional no 60). Y hemos asistido efectivamente durante este período a un reforzamiento de los sindicatos, resultante de una estrategia elaboradísima por parte de todas las fuerzas de la burguesía. Esta estrategia tenía como primer objetivo aprovecharse del desconcierto provocado en la clase obrera por los acontecimientos de 1989-91 para volver a dar el máximo crédito a los aparatos sindicales cuyo desprestigio de los años 80 seguía manifestándose. La mayor ilustración de esta ofensiva política de la burguesía está en la maniobra desarrollada en Francia por la clase dominante durante el otoño del 95. A favor de un hábil reparto de tareas entre por un lado la derecha en el poder que desencadenó de forma particularmente provocadora toda una serie de ataques en contra de la clase obrera, y por el otro los sindicatos que se presentaron como los más fieles defensores de ésta, proponiendo métodos proletarios de lucha –la extensión más allá del sector y la dirección del movimiento por las asambleas generales–, el conjunto de la burguesía ha logrado darle de nuevo una popularidad a los aparatos sindicales que habían perdido durante los diez años precedentes. La premeditación, sistemática e internacional de la maniobra se revela con la inmensa publicidad que le hicieron los media a las huelgas de finales del 95 en todos los países, cuando la mayoría de los movimientos de lucha de los años 80 habían sido víctimas de un black out total. Se volvió a confirmar con la maniobra desarrollada en Bélgica durante el mismo período, que no fue sino una copia de la de Francia. También fue utilizada la referencia a las huelgas del otoño del 95 en Francia en la maniobra utilizada en la primavera del 96 en Alemania, que culminó con la inmensa marcha sobre Bonn del 10 de julio. Esta maniobra tenía como objetivo darles a los sindicatos en Alemania, que tenían fama de ser sobre todo especialistas de la negociación y de la concertación con la patronal, una imagen mucho más combativa que les dé la capacidad de controlar en el futuro las luchas sociales que no dejaran de desencadenarse frente a la intensificación sin precedentes de los ataques económicos contra la clase obrera. Así se confirmaba claramente el análisis que hizo la CCI en su XIo Congreso: «las maniobras actuales de los sindicatos también tienen, y es lo principal, un objetivo preventivo: se trata de desarrollar su dominio de la clase obrera antes de que ésta manifieste más su combatividad, combatividad que resultará necesariamente de la rabia creciente frente a los ataques siempre más brutales de la crisis» («Resolución sobre la situación internacional», punto 17). Y el resultado de estas maniobras, que se añadió a la desorientación provocada por los acontecimientos de 1989-91, nos permitió analizar en el XIIo Congreso de nuestra sección en Francia: «... la clase obrera en los principales países del capitalismo, se ve retrotraída a una situación comparable a la de los años 70 en lo que concierne a sus relaciones con los sindicatos y el sindicalismo: una situación en la que globalmente la clase luchaba tras los sindicatos, seguía sus consignas y sus llamamientos, y, en fin de cuentas, confiaba en ellos. En ese sentido, la burguesía ha conseguido borrar momentáneamente de las conciencias obreras las lecciones adquiridas durante los años 80, fruto de las experiencias repetidas de enfrentamiento con los sindicatos» («Resolución sobre la situación internacional», punto 12).
21. La ofensiva política de la burguesía no se limita ni mucho menos a prestigiar a los aparatos sindicales. La clase dominante utiliza todas las diferentes manifestaciones de la descomposición de la sociedad (auge de la xenofobia, conflictos entre pandillas burguesas, etc.) contra la clase obrera. Así es como hemos podido asistir en varios países de Europa a campañas destinadas a hacer diversión, o a canalizar la rabia de los obreros y su combatividad en un terreno que le es totalmente ajeno:
– aprovechándose de los sentimientos xenófobos explotados por la extrema derecha (Le Pen en Francia, Heider en Austria) para montar campañas sobre el pretendido «peligro fascista»;
– campañas contra el terrorismo de ETA en España, en las que se convida a los obreros a que se solidaricen con sus patrones;
– utilización de los ajustes de cuentas entre sectores del aparato policiaco y judicial para montar campañas a favor de un Estado y una justicia «limpios», en países como Italia (operación «manos limpias») y más particularmente en Bélgica (caso Dutroux).
Este país ha sido últimamente un verdadero «laboratorio» de las mistificaciones utilizadas por la burguesía contra la clase obrera. Así es como sucesivamente:
– ha realizado una copia calcada de la maniobra de la burguesía francesa del otoño del 95;
– ha desarrollado una maniobra similar a la que desarrolló la burguesía alemana en la primavera del 96;
– ha puesto de manifiesto, a partir del verano del 96, el caso «Dutroux» que fue de forma muy oportuna «descubierto» en el buen momento (cuando todos los elementos ya eran conocidos de la policía desde hacía mucho tiempo) para crear, gracias a una campaña mediática impresionante, una verdadera psicosis en las familias obreras cuando al mismo tiempo pegaban fuerte los ataques, y poder así desviar el descontento y la rabia hacia el terreno de una «justicia al servicio del pueblo», que se manifestó particularmente cuando la Marcha blanca del 20 de octubre;
– ha relanzado, con la Marcha multicolor del 2de febrero organizada con ocasión del cierre de las Forjas de Clabecq, la mistificación interclasista de una «justicia popular» y de la «economía al servicio del ciudadano», reforzadas por la promoción del sindicalismo «de combate», «de base», en torno al supermediático D’Orazio;
– ha añadido otra capa de mentiras democráticas tras el anuncio en marzo del cierre de la factoría Renault en Vilvorde (cierre que ha sido condenado por la justicia) y ha desarrollado la campaña sobre la «Europa social» opuesta a la «Europa de los capitalistas».
La mediatización inmensa a nivel internacional de estas maniobras manifiesta una vez más que forman parte de un plan elaborado de forma concertada por la burguesía de todos los países. Para la clase dominante, totalmente consciente de que los ataques crecientes contra la clase obrera van a provocar necesariamente respuestas de gran amplitud, se trata de tomar la delantera mientras la combatividad todavía sigue embrionaria, mientras todavía siguen pesando fuertemente sobre las conciencias las secuelas del hundimiento de los regímenes pretendidamente socialistas, para así mojar la pólvora y reforzar al máximo su arsenal de mistificaciones sindicalistas y democráticas.
22. La incontestable confusión en la que está actualmente la clase obrera le permite a la burguesía cierto margen de maniobra para sus juegos políticos internos. Como dijo la CCI en 1990: «Por esto es por lo que resulta necesario reactualizar el análisis de la CCI sobre la “izquierda en la oposición”. Esta baza le era necesaria a la burguesía desde finales de los 70 y todo a lo largo de los 80, frente a la dinámica general de la clase obrera hacia enfrentamientos cada vez más determinados y conscientes, frente a su creciente rechazo de las mistificaciones democráticas, electorales y sindicales. A pesar de las dificultades encontradas en algunos países (como por ejemplo en Francia) para realizar esa política en las mejores condiciones, ésta era el eje central de la estrategia de la burguesía contra la clase obrera, plasmada en los gobiernos de derechas en EE.UU., en RFA y en Gran Bretaña. Al contrario, el actual retroceso de la clase ha dejado de imponer a la burguesía por algún tiempo el uso prioritario de esa estrategia. Esto no significa que la izquierda vaya necesariamente a volver al gobierno en esos países: ya hemos evidenciado en varias ocasiones (...) que esta fórmula sólo le es indispensable a la burguesía en los períodos revolucionarios o de guerra imperialista. No nos hemos de sorprender, sin embargo, si ocurre semejante acontecimiento, o considerar que se trata de un “accidente” o de la expresión de una “debilidad particular” de la burguesía en tal o cual país» («Tras el hundimiento del bloque del Este: inestabilidad y caos», Revista internacional no 61). Por esto la burguesía italiana ha podido, en gran parte por razones de política internacional, llamar al poder en la primavera del 96 a un equipo de centro izquierdas en el que domina el ex Partido comunista (PSD) apoyado durante cierto tiempo por la extrema izquierda de Rifondazione comunista. Por eso también la probable victoria de los laboristas en Gran Bretaña, en mayo del 97, no tendrá que analizarse como una fuente de dificultades para la burguesía de ese país (que ha sido bastante lista para romper de antemano el lazo orgánico entre el partido y el aparato sindical, para permitirle a éste oponerse al gobierno si es necesario). Dicho esto, es importante poner en evidencia que la clase dominante no va a volver a repetir los temas de los años 70 en que «la alternativa de izquierdas», con su programa «de medidas sociales» y de nacionalizaciones, tenía como objetivo el romper la oleada de luchas iniciada en el 68, desviando el descontento obrero y la combatividad hacia el callejón sin salida electoral. Si hoy en día partidos de izquierdas (cuyos programas económicos se confunden cada día más con los de las derechas, dicho sea de paso) alcanzan el gobierno, no será más que debido a las dificultades de las derechas, y no para movilizar a los obreros, a quienes el profundizamiento de la crisis ha quitado hoy las ilusiones que podían tener durante los años 70).
23. En este mismo orden de ideas, conviene diferenciar claramente entre las campañas ideológicas que se están desarrollando y las que se usaron contra la clase obrera durante los años 30. Existe un punto común a ambos tipos de campañas: se basan sobre el tema de «defensa de la democracia». Sin embargo, mientras que en los años 30:
– se desarrollaban en un marco de derrota histórica del proletariado, de victoria total de la contrarrevolución,
– tenían como objetivo claro alistar a los obreros en la guerra mundial que estaba preparándose,
– se apoyaban en una realidad brutal, duradera y palpable, la de los regímenes fascistas en Italia, Alemania y la amenaza en España,
las campañas actuales:
– se desarrollan en un marco en que el proletariado ha superado la contrarrevolución, en el que no ha conocido derrota decisiva que cuestione el curso hacia los enfrentamientos decisivos de clase;
– tienen como objetivo sabotear el curso ascendente de combatividad y de conciencia en la clase obrera;
– no se pueden apoyar en una justificación única y bien definida, así que están en la obligación de recurrir a temas disparatados e incluso circunstanciales (terrorismo, «peligro fascista», redes de pedofilia, corrupción de la justicia...), lo que limita su alcance internacional e histórico.
Por estas razones, si bien las campañas de finales de los años 30 lograron movilizar a las masas obreras de forma permanente, las actuales en cambio:
– o logran atraer masivamente a los obreros (como fue el caso con la Marcha blanca en Bruselas el 20 de octubre del 96), y no lo pueden conseguir más que a corto plazo (por esto la burguesía belga tuvo que desatar otros tipos de campañas inmediatamente después);
– o se despliegan permanentemente (como las campañas contra el Front national –partido de extrema derecha– en Francia) sin lograr alistar a los obreros, no jugando entonces más que un papel de diversión.
Dicho esto, importa no subestimar el peligro de ese tipo de campañas en la medida en que los efectos de la descomposición general y creciente de la sociedad burguesa siempre podrán facilitar nuevos temas en permanencia. Sólo un avance significativo de la conciencia en la clase obrera le permitirá rechazar ese tipo de mistificaciones. Y semejante esfuerzo no podrá resultar sino del desarrollo masivo de las luchas obreras que cuestione, como ya lo hizo durante los años 80, a los instrumentos más importantes de la burguesía en la clase obrera, los sindicatos y el sindicalismo.
24. Este cuestionamiento, que va acompañado por la toma en manos propias de la lucha y de su extensión por las asambleas generales y los comités de huelga elegidos y revocables, pasa necesariamente por un proceso largo de enfrentamientos contra el sabotaje de los sindicatos. Es un proceso que no puede sino desarrollarse, debido al auge de la combatividad obrera en respuesta a los ataques siempre más brutales del capitalismo. Ante la amenaza de un posible desbordamiento, la tendencia a un desarrollo de la combatividad ya no permite hoy a la burguesía renovar el tipo de maniobras «a la francesa» que desarrolló en el 95-96, que destinaba en aquél entonces a dar prestigio a los sindicatos. Éstos sin embargo todavía no han dado la ocasión de ser desenmascarados realmente aunque últimamente hayan vuelto a utilizar métodos clásicos de su acción, como la división entre sector público y privado (por ejemplo en España con la manifestación del 11 de diciembre del 96) o la puesta en evidencia del corporativismo. El ejemplo más espectacular de esta táctica está en la huelga de la empresa Renault de Vilvorde, en la que hemos podido asistir a un esfuerzo por parte de los sindicatos de varios países en donde hay factorías de esta empresa para promover una movilización «europea» de los «Renault». El que esa indecente maniobra de los sindicatos haya pasado desapercibida, que les haya permitido incluso incrementar un poco su prestigio, a la vez que difundían la patraña de una «Europa social», demuestra que estamos hoy en un punto de unión entre la etapa de revalorización de los sindicatos y la etapa durante la cual deberán ponerse al descubierto y desprestigiarse cada vez más. Una de las características de este período estriba en que ya empiezan a proponerse temas del sindicalismo «de combate» según los cuales «la base» sería capaz de «empujar» a las direcciones sindicales a que se radicalicen (ejemplos de las Forjas de Clabecq en Bélgica, o de los mineros, en marzo último, en Alemania) o que podría existir una «base sindical» capaz de defender verdaderamente los intereses obreros a pesar de las traiciones de los aparatos (ejemplo de la huelga de los estibadores de Gran Bretaña).
25. Sigue siendo un largo camino el que le queda por hacer a la clase obrera para su emancipación, un camino que la burguesía va a barrenar sistemáticamente, como ya lo hemos podido constatar estos últimos tiempos. La misma amplitud de las maniobras de la burguesía basta para demostrar que ésta es consciente de los peligros contenidos en la situación para el capitalismo mundial. Si Engels pudo escribir que la clase obrera lleva a cabo su combate en tres planos, el político, el económico y el ideológico, la estrategia actual de la burguesía que se está desarrollando también contra las organizaciones revolucionarias (campaña contra el pretendido «negacionismo» de la Izquierda comunista) demuestra que también lo ha entendido perfectamente. Es de la responsabilidad de los revolucionarios no solo denunciar sistemáticamente las trampas sembradas por la clase dominante, y el conjunto de sus órganos, en particular los sindicatos, sino plantear, contra todas las falsificaciones que se han desarrollado en el último período, la verdadera perspectiva de la revolución comunista como meta última de los combates actuales del proletariado. La clase obrera no podrá desarrollar sus fuerzas y su conciencia para alcanzar esa meta si la minoría comunista no es capaz de desempeñar plenamente su papel.
CCI, abril de 1977
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En 1914 la barbarie de la Primera Guerra Mundial muestra la entrada del capitalismo en su época de decadencia. Cuando un modo de producción entra en su fase histórica de decadencia, las condiciones objetivas para una revolución social se ponen a la orden del día. “Al llegar a una fase determinada de desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social” (Marx: Prólogo de la contribución a la crítica de la economía política).
En respuesta a la Guerra Mundial, el proletariado se lanzó a la Oleada Revolucionaria Mundial de 1917-23 inaugurada por la Revolución de octubre 1917 en Rusia[1]. En Alemania el proletariado desde 1918 secundó el ejemplo de sus hermanos rusos. Fueron varios los jalones de este movimiento: la revolución de noviembre 1918, la insurrección de Berlín de enero 1919, la toma del poder en Baviera en abril de 1919, el movimiento del Ruhr de 1920-21, la acción desesperada de octubre de 1923 e igualmente el episodio del golpe del general Kapp de 1920 del cual se cumplen 100 años, lo que nos lleva a republicar un artículo perteneciente a una Serie sobre la Revolución en Alemania que comenzamos a publicar hace 25 años[2].
La revolución en Rusia se concibió como el primer episodio de la Revolución Mundial. Era imposible culminar la revolución en ese país pues la revolución proletaria es mundial o no es. Por ello el bastión proletario ganado en Rusia no podía consolidarse sin la extensión mundial de la revolución, de ahí la importancia del movimiento revolucionario en Alemania. En este país, la burguesía mucho más experimentada que la rusa jugó sus bazas de forma inteligente tratando desde el primer momento de dividir y descabezar al proletariado. Empujó a los obreros de Berlín, mucho más avanzados que sus hermanos del resto del país, a una insurrección prematura en enero de 1919 que fue rápidamente aplastada. Después enfrentó al proletariado paquete por paquete, forzándolo a protagonizar movimientos revolucionarios aislados en diferentes ciudades.
El golpe de Kapp nos ofrece otra lección que no podemos olvidar. Este general representa a la extrema derecha militar que ve urgente derrotar de una vez por todas al proletariado para imponer una militarización social que lleve de nuevo Alemania a la guerra. El Gobierno socialdemócrata, verdugo de los obreros de Berlín y de tantas ciudades, asesino de Rosa Luxemburgo y Karl Liebchneck, ante la toma de la sede del gobierno en Berlín por el golpista Kapp huye a Dresde y llama a la huelga general.
Pero los obreros se adelantan al llamado del gobierno, por todas partes hacen huelga, se forman Consejos Obreros y comités de acción, se constituyen milicias obreras que reúnen 80000 obreros. El golpe de Kapp fracasa y el general claudica vergonzosamente. Aquí entra en escena la maniobra del gobierno socialdemócrata que pide a los obreros volver al trabajo, pues se habría obtenido “una gran victoria” y consigue desmovilizar la lucha en todas las regiones del país excepto en el Ruhr, principal zona industrial, donde los obreros luchan aislados y son finalmente aplastados por el ejército “demócrata”, fiel al gobierno socialdemócrata. LO QUE NO LOGRÓ LA EXTREMA DERECHA DEL GENERAL KAPP LO CONSIGUIÓ LA IZQUIERDA: EL PARTIDO SOCIALDEMOCRATA. “El Reichswher va a ejecutar un auténtico baño de sangre bajo el mando del SPD. El ejército «democrático» avanza contra la clase obrera mientras los «kappistas» ya han podido huir sin el menor contratiempo” señala nuestro artículo.
La lección es clara: el proletariado no puede elegir entre la dictadura de la Democracia y la dictadura militar. Es una trampa que se ha repetido desde entonces: elegir entre Hitler y la Democracia, entre Franco y la República, entre Allende y Pinochet, entre el bloque USA y el bloque ruso, actualmente entre Trump y los demócratas o entre Vox y el gobierno español de izquierdas…. Elegir entre dos verdugos capitalistas, elegir plato en el menú envenenado de este sistema decadente. Como afirma terminantemente el artículo “Desde que el sistema capitalista entró en su período de decadencia, el proletariado ha tenido que volver a apropiarse constantemente del hecho de que no existe ninguna fracción de la clase dominante menos reaccionaria que las demás o en una disposición de menor hostilidad hacia la clase obrera. Al contrario, las fuerzas de izquierda del capital, como fue el ejemplo del SPD, han dado la prueba de que son todavía más hipócritas y peligrosas en sus ataques contra la clase obrera”.
En la Revista Internacional nº 83 demostrábamos que en 1919 la clase obrera, tras el fracaso del levantamiento de enero, había sufrido graves derrotas a causa de la dispersión de sus luchas. La clase dominante en Alemania desencadenó la más violenta de las represiones contra los obreros.
La ola revolucionaria mundial conoció su apogeo en l919. Mientras la clase obrera en Rusia quedaba aislada frente al asalto organizado por los Estados democráticos, la burguesía alemana pasa a la ofensiva contra un proletariado muy afectado por sus recientes derrotas para así acabar con él.
Tras el desastre de la guerra, con una economía hecha trizas, la clase dominante lo intenta todo por explotar la situación haciendo caer todo el peso de su derrota en las espaldas de la clase obrera. En Alemania, entre 1913 y 1920, las producciones agrícola e industrial han caído más de un 50 %. Además, un tercio de la producción restante debe ser entregado a los países vencedores. En numerosos ramos de la economía, la producción sigue hundiéndose. Los precios aumentan a un ritmo de vértigo y el coste de la vida pasa del índice 100 en 1913 al 1100 en 1920. Después de las privaciones sufridas por la clase obrera durante la guerra, es el hambre de los «tiempos de paz». La subalimentación se extiende, el caos y la anarquía de la producción capitalista, la pauperización y las hambres reinan por doquier.
Simultáneamente, las potencias victoriosas del Oeste hacen pagar el precio más alto a la vencida burguesía alemana. Existen sin embargo grandes divergencias de intereses entre las potencias vencedoras. Mientras que a Estados Unidos le interesa que Alemania sirva de contrapeso a Inglaterra, y, por lo tanto, se opone a todo despedazamiento de Alemania, Francia, en cambio, desea que Alemania se debilite territorial, militar y económicamente durante el mayor tiempo posible, e incluso que se desmiembre. El Tratado de Versalles del 28 de junio de 1919 establece que los ejércitos alemanes se reduzcan por etapas a 400000 hombres el 10 de abril de 1920, y después a 200 000 el 20 de julio de 1920. El nuevo ejército republicano, el Reichswehr, solo podrá integrar en sus filas a 4000 oficiales de los 24000 existentes. El Reichswehr considera esas decisiones como una amenaza de desaparición y se opone a ellas por todos los medios. Todos los partidos burgueses, del SPD al Centro pasando por la extrema derecha, se encuentran unidos por el interés del capital nacional para rechazar el Tratado de Versalles. Sólo la presión ejercida por las potencias vencedoras hace que se dobleguen. Sin embargo, la burguesía mundial saca provecho del Tratado de Versalles para aumentar las divisiones existentes entre los obreros de las potencias vencedoras y los de las vencidas.
Además, una fracción importante del ejército, sintiéndose amenazada por el Tratado, intenta inmediatamente organizar la resistencia contra su aplicación. Esa fracción aspira a un nuevo enfrentamiento con las potencias victoriosas. Para encarar esa perspectiva, la burguesía tiene que imponer muy rápidamente una nueva derrota decisiva a la clase obrera.
Por ahora, sin embargo, para los principales poseedores del capital alemán, queda totalmente excluida la llegada del ejército al poder. A la cabeza del Estado burgués, el Partido socialdemócrata alemán, SPD, está dando las mejores pruebas de sus grandes capacidades para servir al Capital. Desde 1914 ha logrado amordazar al proletariado. Y, durante el invierno de 1918-19, ha organizado con la mayor eficacia el sabotaje y la represión de las luchas revolucionarias. El capital alemán no necesita pues a los ejércitos para mantener su poder. Dispone de la dictadura democrática de la república de Weimar y en ella se apoya. Y es así como las tropas de la policía, a las órdenes del SPD, disparan contra una manifestación masiva reunida ante el Reichstag el 13 de enero de 1920. Cuarenta y dos muertos quedan en el suelo. Durante la oleada de huelgas en el Rhur a finales de febrero, el «gobierno democrático» amenaza a los revolucionarios con la pena de muerte.
Por eso, cuando en febrero de 1920, hay partes del ejército que llevan a la práctica sus aspiraciones golpistas, encuentran pocos apoyos en las fracciones del capital. Los principales apoyos son las fracciones del Este agrario, interesadas como lo están por reconquistar las regiones orientales, que se perdieron durante la guerra.
La preparación de ese golpe es un secreto a voces en la burguesía. Pero en un primer tiempo, el gobierno SPD no hace nada contra los golpistas. El 13 de marzo de 1920, una brigada al mando del general Von Lüttwitz entra en Berlín, rodea la sede del gobierno de Ebert y proclama su destitución. Cuando Ebert reúne en torno suyo a los generales Von Seekt y Schleicher para replicar al golpe de la extrema derecha, el ejército vacila, pues, como lo declara entonces el Alto mando del estado mayor: «El Reichswher no puede admitir ninguna “guerra fratricida” de Reichswher contra Reichswher».
El gobierno huye entonces, primero a Dresde, luego a Stuttgart. Kapp declara dimitido de sus funciones al gobierno socialdemócrata, sin por ello llevar a cabo detención alguna. Antes de su huida a Stuttgart, el gobierno, apoyado por los sindicatos, consigue hacer un llamamiento a la huelga, mostrando así una vez más la perfidia que es capaz de usar contra la clase obrera:
«Luchad por todos los medios por el mantenimiento de la República. Abandonad vuestras diferencias. Sólo existe un medio contra la dictadura de Guillermo II:
– parálisis total de toda la economía;
– todos los brazos deben quedarse cruzados;
– ningún proletario debe prestar su ayuda a la dictadura militar;
– huelga general por doquier.
Proletarios, ¡uníos!. ¡Abajo la contrarrevolución!».
Los miembros socialdemócratas del gobierno: Ebert, Bauer, Noske.
El Comité director del SPD,
O. Wels.
Los sindicatos y el SPD intervienen así inmediatamente para proteger a la república burguesa, aun utilizando, para la ocasión, un lenguaje aparentemente favorable a los obreros[3].
Kapp proclama la disolución de la Asamblea nacional, anuncia elecciones y amenaza a todo obrero en huelga con la pena de muerte.
La indignación entre los obreros es enorme. Se dan inmediata cuenta de que se trata de un ataque directo contra su clase. Brota por todas partes la réplica más violenta. No se trata naturalmente de defender el odiado gobierno socialdemócrata.
De la Wasserkante a Prusia oriental, pasando por la Alemania central, Berlín, Baden-Würtemberg, Baviera y el Ruhr, en todas las grandes ciudades se producen manifestaciones; en todos los centros industriales, los obreros se ponen en huelga e intentan asaltar los puestos de policía para armarse; en las fábricas se organizan asambleas generales para decidir el combate que llevar a cabo. En la mayoría de las grandes ciudades, las tropas golpistas empiezan a abrir fuego contra los obreros en sus manifestaciones. Caen decenas de obreros el 13 y 14 de marzo de 1920.
Se forman en los centros industriales comités de acción, consejos obreros y consejos ejecutivos. Las masas obreras ocupan las calles. Desde noviembre de 1918, nunca una movilización obrera había sido más importante. Por todas partes estalla la ira obrera contra los militares.
El 13 de marzo, día de la entrada de las tropas de Kapp en Berlín, la Central del KPD se queda a la expectativa. En una primera toma de posición, desaconseja la huelga general: «El proletariado no levantará un dedo por la República democrática. (...) La clase obrera, todavía ayer encadenada por los Eberts y Noske, y desarmada, (...) es en estos momentos incapaz de reaccionar. La clase obrera emprenderá la lucha contra la dictadura militar en las circunstancias y con los medios que le parecerán propicios. Esas circunstancias no están todavía reunidas».
Sin embargo, la Central se equivoca.
Los obreros mismos no quieren esperar; al contrario, en unos días son cada día más numerosos en unirse al movimiento.
Por todas partes surgen consignas: «Armas para los obreros», «Abajo los golpistas».
Mientras que, en 1919, en toda Alemania, la clase obrera había luchado en la dispersión, el putsch provoca su movilización simultánea en numerosos lugares a la vez. Sin embargo, excepto en el Ruhr, casi ni hay contactos entre los diferentes focos de lucha.
En todo el país, la respuesta se hace espontáneamente, pero sin la más mínima organización capaz de darle una centralización.
El Ruhr, la más importante concentración de clase obrera, es el blanco principal de los kappistas. Por eso es el centro de la réplica obrera. A partir de Münster, los kappistas intentan cercar a los obreros del Ruhr. Estos son los únicos en unir sus luchas a escala de diferentes urbes y dar una dirección centralizada a la huelga. Se forman por todas partes comités de acción.
Se forman unidades de obreros armados (unos 80 000). Fue la movilización militar de la historia del movimiento obrero más importante después de la de Rusia.
Aunque no se centralice esa resistencia en el plano militar, los obreros en armas logran frenar las tropas de Kapp. Los golpistas son derrotados una ciudad tras otra. La clase obrera no había logrado tales éxitos en 1919 en los diferentes levantamientos revolucionarios. El 20 de marzo de 1920, el ejército se ve obligado a retirarse por completo del Ruhr. El 17 de marzo, Kapp tiene que dimitir sin condiciones tras una intentona que ha durado apenas cien horas. La causa de su caída ha sido la poderosa réplica obrera.
Como durante los acontecimientos del año anterior, los principales focos de la resistencia obrera son Sajonia, Hamburgo, Francfort y Múnich[4]. Pero la reacción más fuerte es la del Ruhr.
Mientras que, en el conjunto de Alemania, el movimiento retrocede tras la dimisión de Kapp y el fracaso de la intentona, en el Ruhr, en cambio, la nueva situación no pone fin al movimiento. Muchos obreros piensan que es ésta una buena ocasión de desarrollar el combate de clase.
Aunque se ha desplegado con una rapidez inaudita un amplio frente en la réplica obrera contra los golpistas, es sin embargo evidente que la cuestión de derrocar a la burguesía no se plantea verdaderamente. Para la mayoría de los obreros no se trata sino de repeler una agresión armada.
Qué continuidad darle a ese éxito es algo que, en ese momento, permanece confuso. Excepto los obreros del Ruhr, los de las demás regiones pocas reivindicaciones formulan que puedan dar una mayor dimensión al movimiento de clase. Mientras la presión obrera iba contra el putsch los proletarios tenían una orientación homogénea. Pero una vez derrotadas las tropas golpistas, el movimiento se va parando al encontrarse sin objetivos claros. Repeler un ataque militar en una región no es una base suficiente para crear las condiciones de un derrocamiento del orden capitalista.
En diferentes lugares, hay, por parte de anarcosindicalistas, intentos de instaurar medidas de socialización de la producción. Éstas plasman la idea de que la neutralización de los extremistas de derecha es suficiente para abrir las puertas al socialismo. Aquí y allá aparecen «comisiones» creadas por obreros que quieren por medio de ellas dirigir sus exigencias al Estado burgués. Todo eso es presentado como las primeras medidas en la vía del socialismo, como los primeros pasos hacia el doble poder.
En realidad, esas ideas no son sino expresiones de impaciencia que desvían la atención de los obreros de las tareas más urgentes por cumplir. Albergar ilusiones así con solo haberse asegurado una relación de fuerzas favorable a nivel local es un grave peligro para la clase obrera, pues la cuestión del poder sólo puede plantearse en un primer tiempo a escala de un país y, en realidad, sólo a escala internacional. Por eso, los signos de impaciencia típicos de la pequeña burguesía y las exigencias de «todo y ya» deben ser combatidos con firmeza.
Los obreros se han movilizado militarmente y de inmediato contra la intentona golpista. Sin embargo, el impulso y la fuerza de su movimiento no proceden de las fábricas. Y sin este impulso, es decir, sin la iniciativa de las masas que ejercen su presión en la calle y se expresa en las asambleas obreras, en la cuales se discute sobre la situación y se toman las decisiones colectivamente, el movimiento no puede ir hacia adelante. Este proceso implica la toma de control más amplia posible, la tendencia a la extensión y a la unificación del movimiento, pero también un desarrollo en profundidad de la conciencia que permita en particular desenmascarar a los enemigos del proletariado.
El armamento de los obreros y su decidida respuesta militar no bastan. La clase obrera debe poner en práctica lo que es su fuerza principal: el desarrollo de su conciencia y de su organización. Y en esta perspectiva, los consejos obreros ocupan el lugar central.
Los consejos obreros y los comités de acción que han vuelto a aparecer espontáneamente en este último movimiento están, sin embargo, todavía poco desarrollados para servir de polo de adhesión y de punta de lanza para el combate. Además, desde el principio, el SPD emprende toda una serie de maniobras con vistas al sabotaje de los consejos.
Mientras que el KPD concentra toda su intervención en la reelección en los consejos, procurando así reforzar la iniciativa obrera, el SPD consigue bloquear esos intentos.
En el Ruhr muchos representantes del SPD están en los comités de acción y en el comité de huelga central. Igual que ocurrió entre 1918 y finales de 1919, ese partido sabotea el movimiento tanto desde dentro como desde fuera; una vez que los consejos obreros están debilitados de modo consecuente, podrá lanzar sobre ellos todos los medios de represión.
Tras la dimisión de Kapp el 17 de marzo, la retirada de las tropas fuera del Ruhr el 20 y el retorno «de exilio» del gobierno SPD de Ebert-Bauer, ese gobierno, junto con el ejército, se siente capaz de reorganizar las fuerzas de la burguesía.
Una vez más los sindicatos y el SPD se precipitan a salvar al capital. Apoyándose en la peor demagogia y en amenazas apenas veladas, Ebert y Scheidemann llaman a la reanudación inmediata del trabajo: «Kapp y Lüttwitz han sido neutralizados, pero la sedición de los Junkers sigue amenazando al Estado Popular alemán. Ellos son los responsables de la continuación del combate hasta que se sometan sin condiciones. Para llegar a este gran objetivo, hay que apretar aún más sólida y profundamente las filas del frente republicano. La huelga general, a más largo plazo, afecta no sólo a quienes se han hecho culpables de alta traición sino también a nuestro propio frente. Necesitamos carbón y pan para proseguir el combate contra las antiguas potencias, por eso hay que acabar con la huelga del pueblo aun estando en alerta permanente»
Al mismo tiempo, el SPD hace como si diera concesiones políticas para tocar el movimiento en su parte más combativa y más consciente. Promete «más democracia» en las fábricas, «una influencia determinante en la elaboración del nuevo reglamento de la constitución económica y social», la depuración en la administración de las fuerzas simpatizantes de los golpistas. Pero, sobre todo, los sindicatos lo hacen todo porque se firme un acuerdo. El acuerdo de Bielefeld hace promesas que permiten, en realidad, acabar con el movimiento para después organizar la represión.
Al mismo tiempo se vuelve a agitar la amenaza de una «intervención extranjera». Si se ampliaran las luchas obreras, ello favorecería un ataque de tropas extranjeras, sobre todo las de Estados Unidos, contra Alemania; asimismo quedarían interrumpidas las entregas de abastecimientos procedentes de Holanda para una población hambrienta.
Así, los sindicatos y el SPD preparan las condiciones y ponen en práctica una serie de medios de represión contra la clase obrera. Los ministros del SPD, que unos días antes, el 13 de marzo, llamaban todavía a los obreros a la huelga general contra los golpistas, cogen ahora las riendas de la represión. Mientras las negociaciones para un alto el fuego se está desarrollando y, aparentemente, el gobierno hace «concesiones» a la clase obrera, la movilización general del Reichswher está en marcha. Muchos obreros albergan la ilusión fatal de que las tropas gubernamentales enviadas por el «Estado democrático» de la República de Weimar contra los golpistas no van a emprender ninguna acción de combate contra los obreros. Y es así como el Comité de defensa de Berlín- Köpenick llama a las milicias obreras a cesar el combate. Nada más entrar en Berlín las tropas fieles al gobierno constituyen consejos de guerra cuya ferocidad no tendrá nada que envidiar a la de los Cuerpos francos de un año antes. Cualquiera que esté en posesión de un arma será inmediatamente ejecutado. Se fusila y se somete a la tortura a miles de obreros, muchas mujeres son violadas. Se calcula que sólo en la región del Ruhr son asesinados 1000 obreros.
Lo que los esbirros de Kapp no han logrado hacer contra los obreros, lo van a conseguir los verdugos del Estado democrático.
Desde que el sistema capitalista entró en su período de decadencia, el proletariado ha tenido que volver a apropiarse constantemente del hecho de que no existe ninguna fracción de la clase dominante menos reaccionaria que las demás o en una disposición de menor hostilidad hacia la clase obrera. Al contrario, las fuerzas de izquierda del capital, como fue el ejemplo del SPD, han dado la prueba de que son todavía más hipócritas y peligrosas en sus ataques contra la clase obrera. En el capitalismo decadente no existe ninguna fracción de la clase dominante que sea progresista, de una u otra manera, y a la que la clase obrera deba apoyar (Ver los puntos IX y XIII de nuestra Plataforma Política https://es.internationalism.org/cci/201211/3550/plataforma-de-la-cci-adoptada-por-el-ier-congreso) [28]
El proletariado pagó muy caras sus ilusiones sobre la Socialdemocracia. Con el aplastamiento de la respuesta obrera al putsch de Kapp, el SPD demostró una vez más su hipocresía y dio la prueba de que actuaba al servicio del Capital.
Primero se presentó como «representante más radical de los obreros». No sólo consiguió engañar a los obreros, sino incluso a sus partidos políticos. Aunque, en general, el KPD puso en guardia a la clase obrera contra el SPD, denunciando sin restricción el carácter burgués de su política, es también aquél víctima, a nivel local, de las trapacerías de éste. Por ejemplo, en diferentes ciudades, el KPD firma llamamientos a la huelga general junto con el SPD. En Francfort, el SPD, el USPD y el KPD declaran conjuntamente: «Hay que entrar en lucha ahora, no para proteger la república burguesa sino para establecer el poder del proletariado. ¡Abandonad inmediatamente las fábricas y las oficinas!». En Wuppertal las direcciones de los distritos de los tres partidos publican este llamamiento:
«La lucha unitaria debe llevarse a cabo con estos objetivos:
1º La conquista del poder político por la dictadura del proletariado hasta la consolidación del socialismo basándose en el puro sistema de los consejos.
2º La socialización inmediata de las empresas económicas suficientemente maduras para ese fin.
Para alcanzar esos objetivos, los partidos firmantes (USPD, KPD, SPD) llaman a ponerse con determinación en huelga general el lunes 15 de marzo».
El que el KPD y el USPD no denuncien el verdadero papel del SPD, sino que presten su concurso a la ilusión de hacer un frente único con ese partido traidor a la clase obrera y con las manos manchadas de sangre obrera, va a tener consecuencias asoladoras[6].
Una vez más, el SPD maneja todos los hilos y prepara la represión contra la clase obrera. Tras la derrota de los golpistas, Ebert, a la cabeza del gobierno, nombra un nuevo jefe para el Reichswher, Von Seekt, veterano militar con ya una sólida fama de verdugo de la clase obrera. De entrada, el ejército excita los odios contra la clase obrera: «Ahora que el golpismo de derechas, derrotado, debe dejar el escenario, resulta que el golpismo de izquierdas vuelve a levantar cabeza. (...) Nosotros alzamos las armas contra todas las variedades de intentonas golpistas». Y es así como los obreros que han luchado contra los golpistas son denunciados como los verdaderos golpistas. «No os dejéis engañar por las mentiras bolchevistas y espartaquistas. Manteneos unidos y fuertes. Haced frente contra el bolchevismo que lo quiere destruir todo» (en nombre del gobierno del Reich, Von Seekt y Schiffer).
Y el Reichswher va a ejecutar un auténtico baño de sangre bajo el mando del SPD. El ejército «democrático» avanza contra la clase obrera mientras los «kappistas» ya han podido huir sin el menor contratiempo.
Mientras que la clase obrera se opone con heroico valor a los ataques del ejército e intenta dar una orientación a sus luchas, los revolucionarios se quedan atrás con relación al movimiento. La ausencia de un partido comunista fuerte es una de las causas decisivas de este nuevo revés que sufre la revolución proletaria en Alemania.
Como lo demostramos en la Revista internacional nº 88[7], el KPD se encontró muy debilitado con la exclusión de la oposición en el Congreso de Heidelberg; en marzo de 1920, el KPD sólo cuenta con unos cientos de militantes en Berlín, al haber sido excluida la mayoría de sus miembros.
Además, pesa sobre el partido el traumatismo de su terrible debilidad durante la semana sangrienta de enero de 1919 cuando no consiguió denunciar unitariamente la trampa tendida por la burguesía a la clase obrera e impedir que ésta cayera en ella.
Por eso es por lo que el 13 de marzo de 1920, el KPD desarrolla un análisis falso sobre la relación de fuerzas entre las clases, pensando que es demasiado pronto para devolver los golpes. Es evidente que la clase obrera está enfrentada a una ofensiva de la burguesía sin posibilidad de escoger el momento del combate. Además, su determinación en la respuesta es importante. Frente a esta situación, el partido tiene toda la razón en dar la siguiente orientación: «Reunión inmediata en todas las fábricas para elegir consejos obreros. Reunión inmediata de los consejos en asambleas generales que deben encargarse de la dirección de la lucha y tomar las siguientes medidas necesarias. Reunión inmediata de los consejos en un Congreso central de consejos. En el seno de los consejos obreros, los comunistas luchan por la dictadura del proletariado, por la República de consejos...» (15 de marzo de 1920).
Pero después de que el SPD coge en sus manos las riendas de los asuntos gubernamentales, la Central del KPD declara el 21 de marzo de 1920: «Para la conquista futura de las masas proletarias a la causa del comunismo, un estado de cosas en el cual la libertad política podría ser aprovechada sin límites y en el que la democracia burguesa no aparecería como la dictadura del capital, es de la mayor importancia para el movimiento hacia la dictadura del proletariado.
El KPD ve en la formación de un gobierno socialista que excluya a todo partido burgués capitalista, las condiciones favorables para la acción de las masas proletarias y para su proceso de maduración necesaria para el ejercicio de la dictadura del proletariado.
Adoptará hacia el gobierno una actitud de oposición leal mientras éste no atente contra las garantías que aseguran a la clase obrera su libertad de acción política y mientras luche contra la contrarrevolución burguesa por todos los medios a su disposición y no impida el reforzamiento social y organizativo de la clase obrera».
¿Qué esperará el KPD prometiendo su «oposición leal» al SPD? ¿No es el mismo SPD el que, durante la guerra y al inicio de la oleada revolucionaria, lo hizo todo por engañar a la clase obrera, atarla al carro del Estado y que organizó la represión?
Al adoptar esa actitud, la Central del KPD se deja embaucar por las maniobras del SPD. Cuando la propia vanguardia de los revolucionarios se deja engañar de tal manera, no es de extrañar que las ilusiones respecto al SPD se refuercen en las masas. La política catastrófica del frente único «en la base» aplicada en marzo de 1920 por el KPD va a ser recogida inmediatamente por la Internacional comunista. Va a ser pues el KPD el que dé ese trágico primer paso.
Para los militantes excluidos del KPD en octubre de 1919, ese nuevo error de la Central va a ser el motivo que los anime a fundar el KAPD en Berlín algún tiempo después, a principios de abril de 1920.
Una vez más la clase obrera de Alemania había luchado heroicamente contra el capital. Y ello cuando ya la oleada de luchas estaba en reflujo en el plano internacional. Una vez más, sin embargo, tuvo que actuar sin la acción determinante del partido. Las vacilaciones y los errores políticos de los revolucionarios en Alemania pusieron claramente en evidencia el gran peso que tiene en la balanza la confusión de la organización política del proletariado.
El enfrentamiento provocado por la burguesía a partir del putsch de Kapp se concluyó desgraciadamente por una nueva y grave derrota del proletariado en Alemania. A pesar del impresionante valor y la determinación con los que se lanzaron al combate, los obreros volvieron a pagar, una vez más y al más alto precio, sus persistentes ilusiones respecto al SPD y la democracia burguesa. Disminuidos por la debilidad crónica de sus organizaciones revolucionarias, embaucados por la política y los discursos hipócritas de la Socialdemocracia, acabaron derrotados y entregados no a las balas de los golpistas de extrema derecha sino a las del tan «democrático» Reichswher a las órdenes del gobierno SPD.
Pero esa nueva derrota del proletariado en Alemania significó sobre todo el parón de la oleada revolucionaria mundial y el cada día mayor aislamiento de la Rusia de los soviets.
DV
[1] Para estudiar críticamente y en profundidad esta gran experiencia del proletariado se puede ver en nuestra Web el bloque 1914-23: 10 años que estremecieron el mundo en https://es.internationalism.org/go_deeper [29]
[2] Para conocimiento del movimiento revolucionario en Alemania ver Lista de artículos sobre la tentativa revolucionaria en Alemania 1918-23 https://es.internationalism.org/content/4373/lista-de-articulos-sobre-la-tentativa-revolucionaria-en-alemania-1918-23 [30]
[3] Hoy todavía no se ha esclarecido si se trataba o no de una provocación con un objetivo preciso, con el acuerdo entre los ejércitos y el gobierno. Pero no debe excluirse en modo alguno la hipótesis según la cual la clase dominante tenía un plan para utilizar a los golpistas como factor de provocación según la maniobra siguiente: los extremistas de derecha arrastran a los obreros a la trampa que les han tendido para que después la dictadura democrática golpee con todas sus fuerzas
[4] En la Alemania central, aparece por vez primera Max Hölz. Organiza grupos de combate de obreros armados, y entabla numerosos combates contra la policía y el ejército. En acciones contra almacenes, se apodera de mercancías que luego distribuye entre los desempleados. En un próximo artículo volveremos a hablar de él
[5] Ver los puntos IX y XIII de nuestra Plataforma Política https://es.internationalism.org/cci/201211/3550/plataforma-de-la-cci-adoptada-por-el-ier-congreso [28]
[6] Esta fue una cruel lección de la tentativa revolucionaria en Hungría donde el partido comunista se alió con el partido socialdemócrata lo que se pagó muy caro: el aplastamiento de la República de los Consejos. Ver 1919 El ejemplo ruso inspira a los obreros húngaros (II): El abrazo del oso de la Socialdemocracia https://es.internationalism.org/content/4379/1919-el-ejemplo-ruso-inspira-los-obreros-hungaros-ii-el-abrazo-del-oso-de-la [31]
[7] Ver el artículo sexto de la Serie sobre la Revolución en Alemania https://es.internationalism.org/revista-internacional/199701/1233/vi-el-fracaso-de-la-construccion-de-la-organizacion [32]
Las Jornadas de julio de 1917 son uno de los momentos más importantes, no sólo de la revolución rusa, sino de toda la historia del movimiento obrero. Esencialmente en tres días, del 3 al 5 de Julio, tuvo lugar una de las mayores confrontaciones entre burguesía y proletariado, que aunque se saldó con una derrota de la clase obrera, abrió la vía a la toma del poder cuatro meses después, en octubre de 1917. El 3 de Julio, los obreros y los soldados de Petrogrado, se alzaron masiva y espontáneamente, reivindicando que todo el poder se transfiriera a los consejos obreros, a los soviets. El 4de Julio, una manifestación armada de medio millón de participantes reclamaba que el soviet se hiciera cargo de las cosas y tomara el poder, pero volvieron a casa pacíficamente por la tarde, siguiendo los llamamientos de los bolcheviques. El 5 de Julio tropas contrarrevolucionarias se apoderaron de la capital de Rusia y empezaron la caza del bolchevique y la represión a los obreros más avanzados. Pero al evitar una lucha prematura por el poder, el proletariado mantuvo sus fuerzas revolucionarias intactas. El resultado es que la clase obrera fue capaz de sacar las lecciones de todos aquellos acontecimientos, y en particular de comprender el carácter contrarrevolucionario de la democracia burguesa y de la nueva ala izquierda del capital: los mencheviques y los socialrevolucionarios (eseristas), que habían traicionado la causa de los obreros y los campesinos pobres y se habían pasado a la contrarrevolución. En ningún otro momento de la revolución rusa como en estas 72 horas dramáticas fue tan grave el riesgo de una derrota decisiva del proletariado, y de que el Partido bolchevique viera diezmadas sus fuerzas. En ningún otro momento resultó ser tan crucial la confianza de los batallones dirigentes del proletariado en su partido de clase, en la vanguardia comunista. 80 años después, frente a las mentiras de la burguesía sobre la «muerte del comunismo», y particularmente sus denigraciones de la Revolución rusa y el bolchevismo, la defensa de las verdaderas lecciones de las Jornadas de julio, y globalmente de la revolución proletaria es una de las responsabilidades principales de los revolucionarios. Según la burguesía, la revolución rusa fue una lucha «popular» por una república parlamentaria burguesa, la «forma de gobierno más libre del mundo», hasta que los bolcheviques «inventaron» la consigna «demagógica» de «todo el poder a los soviets», e impusieron gracias a un «golpe» su «dictadura bárbara» sobre la gran mayoría de la población trabajadora. Sin embargo, un leve vistazo a los hechos de 1917 es suficiente para mostrar tan claro como la luz del día, que los bolcheviques estaban junto a la clase obrera, y que fue la democracia burguesa la que estaba en el bando de la barbarie, del golpismo, y de la dictadura de una ínfima minoría sobre los trabajadores.
Las Jornadas de Julio de 1917 fueron desde el principio una provocación de la burguesía con el propósito de decapitar al proletariado aplastando la revolución en Petrogrado, y eliminando al partido bolchevique antes de que, globalmente, el proceso revolucionario en toda Rusia estuviera maduro para la toma del poder por los obreros.
El alzamiento revolucionario de febrero 1917 que condujo a la sustitución del zar por un gobierno provisional «democrático burgués», y al establecimiento de los consejos obreros como centro proletario de poder rival, fue ante todo el producto de la lucha de los obreros contra la guerra imperialista mundial que comenzó en 1914. Pero el gobierno provisional, y los partidos mayoritarios en los soviets, los mencheviques y los eseristas, contra la voluntad del proletariado, se aprestaron a la continuación de la guerra, a la prosecusión del programa imperialista de rapiña del capitalismo ruso. De esta forma, no sólo en Rusia, sino en todos los países de la Entente (la coalición contra Alemania), se le proporcionaba una nueva legitimidad pseudorevolucionaria a la guerra, al mayor crimen de la historia de la humanidad. Entre febrero y julio de 1917 fueron asesinados o heridos varios millones de soldados, incluyendo la flor y nata de la clase obrera internacional, para dilucidar la cuestión de cuál de los principales gángsteres imperialistas capitalistas dirigiría el mundo. Aunque inicialmente muchos obreros rusos creyeron las mentiras de los nuevos dirigentes, de que era preciso continuar la guerra «para conseguir de una vez por todas una paz justa y sin anexiones», mentiras que ahora salían de las bocas de «demócratas» y «socialistas» de pro, hacia junio de 1917, el proletariado había vuelto a la lucha contra la carnicería imperialista con energía redoblada. Durante la gigantesca manifestación del 18 de junio en Petrogrado, las consignas internacionalistas de los bolcheviques por primera vez eran mayoritarias. Hacia comienzos de julio, la mayor y más sangrienta ofensiva militar rusa desde el «triunfo de la democracia» terminaba en fiasco; el ejército alemán había roto las líneas rusas en el frente en varios puntos. Era el momento más crítico para el militarismo ruso desde el comienzo de la «Gran Guerra». Las noticias del fracaso de la ofensiva ya habían llegado a la capital, avivando las llamas revolucionarias, mientras que aún no habían alcanzado el resto del gigantesco país. De esta situación desesperada surgió la idea de provocar una revuelta prematura en Petrogrado, para, en esta ciudad, aplastar a los obreros y a los bolcheviques, y después culpar del fracaso de la ofensiva militar a la «puñalada trapera» asestada por el proletariado de la capital a los que se encontraban en el frente.
La situación objetiva no era en absoluto desfavorable para llevar a cabo este plan. Aunque los principales sectores obreros de Petrogrado fueran por delante de las orientaciones de los bolcheviques, los mencheviques y los eseristas todavía tenían una posición mayoritaria en los soviets, y guardaban una posición dominante en las provincias. En el conjunto de la clase obrera, incluso en Petrogrado, todavía había fuertes ilusiones sobre la capacidad de los mencheviques y los eseristas de servir la causa del proletariado. A pesar de la radicalización de los soldados, mayoritariamente campesinos en uniforme, un número considerable de regimientos importantes todavía eran leales al gobierno provisional. Las fuerzas de la contrarrevolución, después de una fase de desorganización y desorientación tras la «revolución de Febrero», estaban ahora en el punto culminante de su reconstitución. Y la burguesía tenía una carta marcada en la manga: documentos y testimonios falsificados que supuestamente probarían que Lenin y los bolcheviques eran agentes a sueldo del Kaiser alemán.
Este plan representaba sobre todo una trampa para el Partido bolchevique. Si el partido se ponía a la cabeza de una insurrección prematura en la capital, se desprestigiaría ante el proletariado ruso, apareciendo como representante de una política aventurera irresponsable, e incluso para los sectores atrasados, como apoyo al imperialismo alemán. Pero si se desentendía del movimiento de masas se aislaría peligrosamente de la clase, dejando a los obreros a su suerte. La burguesía esperaba que el partido picara, pero el partido decidió y su decisión forjaría su destino.
¿Eran realmente las fuerzas antibolcheviques excelentes demócratas y defensores de la «libertad del pueblo» como pretendía la propaganda burguesa? Las dirigían los kadetes, el partido de la gran industria y de los grandes terratenientes; el comité de oficiales, que representaba alrededor de 100 000 mandos que preparaban un golpe militar; el pretendido soviet de las tropas contrarrevolucionarias cosacas; la policía secreta y el grupo antisemita de las «centurias negras» «tal es el medio del que surge el ambiente de pogromo, las tentativas de organizar pogromos, los disparos contra los manifestantes, etc.» ([1])
Pero la provocación de Julio fue un golpe contra la maduración de la revolución mundial asestado, no sólo por la burguesía rusa, sino por la burguesía mundial, representada por los aliados de guerra de Rusia. En este intento artero de ahogar en sangre la revolución inmadura que todavía está apenas surgiendo, podemos reconocer las formas de la vieja burguesía democrática: la burguesía francesa, que ha acumulado una larga y sangrienta tradición de provocaciones semejantes (1791, 1848, 1870), y la burguesía británica con su incomparable experiencia e inteligencia política. De hecho, en vista de las crecientes dificultades de la burguesía rusa para combatir eficazmente la revolución y mantener el esfuerzo de guerra, los aliados occidentales de Rusia habían sido la principal fuerza, no sólo en la financiación del frente ruso, sino también en lo que se refiere a aconsejar y fundar la contrarrevolución en aquel país. El Comité provisional de la Duma estatal (parlamento) «servía de tapadera legal a la labor contrarrevolucionaria, generosamente alimentada con recursos financieros por los bancos y las embajadas de la Entente» ([2]), como lo recuerda Trotski.
«En Petrogrado abundaban las organizaciones secretas y semisecretas de oficiales, que gozaban de la protección de las altas esferas y eran pródigamente sostenidas por las mismas. En la información secreta suministrada por el menchevique Liber, casi un mes antes de las jornadas de julio, se decía que los oficiales conspiradores estaban en relaciones directas con Sir Buchanan. ¿Acaso podían los diplomáticos de Inglaterra dejar de preocuparse del próximo advenimiento de un poder fuerte?» ([3])
No fueron los bolcheviques, sino la burguesía la que se alió con los gobiernos extranjeros contra el proletariado ruso.
A comienzos de julio, tres incidentes amañados por la burguesía fueron suficientes para desencadenar una revuelta en la capital.
El partido kadete retira sus cuatro ministros del gobierno provisional
Puesto que los mencheviques y los eseristas habían justificado hasta entonces su rechazo de la consigna de «todo el poder a los soviets» por la necesidad de colaborar, fuera de los consejos obreros, con los kadetes como representantes de la «democracia burguesa», la retirada de éstos tenía la finalidad de provocar, entre los obreros y los soldados, una nueva exigencia de reivindicaciones favorables a que todo el poder recayera en los soviets.
«Suponer que los kadetes podían no prever las consecuencias que tendría el acto de sabotaje que realizaban contra los soviets, significaría no apreciar en su justo valor a Miliukov. El jefe del liberalismo aspiraba evidentemente a empujar a los conciliadores a una situación difícil, de la cual sólo se podría salir con ayuda de las bayonetas: por aquellos días, estaba firmemente convencido de que era posible salvar la situación mediante un golpe audaz de fuerza.» ([4])
La presión de la Entente sobre el Gobierno provisional
La Entente obliga al Gobierno provisional a confrontar la revolución por las armas o a ser abandonado por sus aliados.
«Entre bastidores, los hilos se concentraban en las manos de las embajadas y de los gobiernos de la Entente. En la Conferencia interaliada que se había inaugurado en Londres, los amigos de Occidente se “olvidaron” de invitar al embajador ruso (...) El escarnio de que era objeto el embajador del gobierno provisional y la significativa salida de los kadetes del ministerio – ambos acontecimientos tuvieron lugar el 2 de julio – perseguían el mismo fin: acorralar a los conciliadores.» ([5])
El Partido menchevique y los eseristas, que todavía estaban en proceso de adhesión a la burguesía, eran aún inexpertos en su función, y estaban llenos de dudas y vacilaciones pequeñoburguesas, y además aún encontraban en sus filas pequeñas oposiciones internacionalistas y proletarias; no estaban iniciados en el complot contrarrevolucionario, pero maniobraban como podían para cumplir la función que les habían encomendado sus dueños y dirigentes burgueses.
La amenaza de trasladar al frente los regimientos de la capital
De hecho la explosión de la lucha de la clase en respuesta a estas provocaciones no la iniciaron los obreros, sino los soldados, y no incitaron a ella los bolcheviques, sino los anarquistas.
«En general, los soldados eran más impacientes que los obreros, porque vivían directamente bajo la amenaza de ser enviados al frente y porque les costaba mucho más trabajo asimilar las razones de estrategia política. Además tenían un fusil en la mano, y desde febrero el soldado se inclinaba a sobreestimar el poder específico de esta arma» ([6]).
Los soldados se aplicaron inmediatamente a ganar a los obreros para su acción. En la fábrica Putilov, la mayor concentración obrera de Rusia, hicieron su avance más decisivo: «Unos 10 000 obreros se congregaron frente a las oficinas de la administración. Los ametralladoritas decían, entre gritos de aprobación de los obreros, que habían recibido orden de marchar al frente el 4 de julio, pero que ellos habían decidido «no al frente alemán, no contra el proletariado de Alemania, sino contra sus propios capitalistas». Los ánimos se excitaron. «¡Vamos, vamos!» gritaban los obreros» ([7]).
En unas horas, todo el proletariado de la ciudad se había alzado y armado, y se reagrupaba alrededor de la consigna «todo el poder a los soviets», la consigna de las masas.
La tarde del 3 de julio, llegaron delegados de los regimientos de ametralladoras para intentar ganar el apoyo de la conferencia de ciudad de los bolcheviques y quedaron pasmados al enterarse de que el partido se pronunciaba en contra de la acción. Los argumentos que daba el partido, que la burguesía quería provocar a Petrogrado para culparle del fracaso en el frente, que la situación no estaba madura para la insurrección armada y que el mejor momento para una acción contundente inmediata sería cuando todo el mundo se enterara del colapso en el frente- muestran que los bolcheviques captaron inmediatamente el significado y el riesgo de los acontecimientos. De hecho, ya desde la manifestación del 18 de junio, los bolcheviques habían estado advirtiendo contra una acción prematura.
Los historiadores burgueses han reconocido la destacada inteligencia política del partido en ese momento. Ciertamente el Partido bolchevique estaba plenamente convencido de la necesidad imperativa de estudiar la naturaleza, la estrategia, y las tácticas de la clase enemiga, para ser capaz de responder e intervenir correctamente en cada momento. Estaba embebido de la comprensión marxista de que la toma revolucionaria del poder es en cierto modo un arte o una ciencia, y que tanto una insurrección en un momento inoportuno, como no tomar el poder en el momento justo, son igualmente fatales.
Pero por mucho que el análisis del partido fuera correcto, haberse quedado ahí hubiera significado caer en la trampa de la burguesía. El primer punto de inflexión decisivo de las jornadas de julio se produjo la misma noche que el Comité central y el Comité de Petrogrado del Partido decidieron legitimar el movimiento y ponerse a su cabeza, pero para garantizar su «carácter pacífico y organizado». Contrariamente a los acontecimientos espontáneos y caóticos del día anterior, las gigantescas manifestaciones del 4 de julio dejaron ver «la mano del partido intentando imponer orden». Los bolcheviques sabían que el objetivo que se habían trazado las masas – obligar a que los dirigentes mencheviques y eseristas del soviet tomaran el poder en nombre de los consejos obreros – era imposible que se produjera. Los mencheviques y eseristas, que la burguesía presenta hoy como los auténticos representantes de la democracia soviética, ya estaban entonces integrándose en la contrarrevolución, y sólo esperaban una oportunidad para liquidar los consejos obreros. El dilema de la situación, el hecho de que la conciencia de las masas obreras era aún insuficiente, se concretó en la famosa anécdota del obrero encolerizado que agitaba su puño en torno al mentón de uno de los ministros «revolucionarios» gritándole: «¡hijo de puta! toma el poder puesto que te lo estamos entregando». En realidad los ministros y dirigentes traidores de los soviets, dejaban pasar el tiempo hasta que llegaran los regimientos leales al gobierno.
Para entonces los obreros se estaban percatando por sí mismos de las dificultades de transferir todo el poder a los soviets mientras los traidores y los conciliadores ocuparan su dirección. Puesto que la clase todavía no había encontrado el método de transformar los soviets desde dentro, intentaba en vano imponer por las armas su voluntad desde fuera.
El segundo punto de inflexión decisivo vino con el llamamiento del orador bolchevique a decenas de miles de obreros de Putilov y otros, el 4 de julio, al final de un día de manifestaciones de masas; Zinoviev comenzó con una broma, para rebajar la tensión, y terminó con un llamamiento a volver a casa pacíficamente que los obreros siguieron. El momento de la revolución no es ahora, pero se acerca. Nunca se había probado más espectacular la frase de Lenin de que la paciencia y el buen humor son cualidades indispensables de los revolucionarios.
La capacidad de los bolcheviques de conducir al proletariado a sortear la trampa de la burguesía no se debía solamente a su inteligencia política. Sobre todo fue decisiva la confianza del partido en el proletariado y en el marxismo, que le permitía basarse plenamente en la fuerza y el método que representa el futuro de la humanidad, y evitar así la impaciencia de la pequeña burguesía. Fue decisiva la profunda confianza que había desarrollado el proletariado ruso en su partido de clase, que permitió al partido permanecer con las masas e incluso dirigirlas, aunque no compartían ni sus objetivos inmediatos ni sus ilusiones. La burguesía fracasó en su tentativa de abrir un foso entre el partido y la clase, foso que hubiera significado la derrota segura de la Revolución rusa.
«Era un deber ineludible del partido proletario permanecer al lado de las masas, esforzarse por dar un carácter lo más pacífico y organizado posible a sus justas acciones, no hacerse a un lado, ni lavarse las manos como Pilatos, basándose en el pedantesco argumento de que las masas no estaban organizadas hasta el último hombre y de que en su movimiento suele haber excesos» ([8]).
En la mañana del 5 de julio, temprano, tropas del gobierno empezaron a llegar a la capital. Empezó un trabajo de dar caza a los bolcheviques, de privarles de sus escasos medios de publicación, de desarmar y culpar de terrorismo a los obreros, y de incitar a pogromos contra los judíos. Los salvadores de la civilización, movilizados contra la «barbarie bolchevique», recurrieron esencialmente a dos provocaciones para movilizar a las tropas contra los obreros.
La campaña de mentiras según la cual, los bolcheviques eran agentes alemanes
«El gobierno y el Comité Ejecutivo habían intentado inútilmente conquistarlos, valiéndose de su autoridad: los soldados no se movían, sombríos, de los cuarteles, y esperaban. Hasta la tarde del 4 de julio los gobernantes no descubrieron, al fin, un recurso eficaz: enseñar a los soldados de Preobrajenski un documento que demostraba, como dos y dos son cuatro, que Lenin era un espía alemán. Esto surtió efecto. La noticia circuló de un regimiento a otro (...) El estado de ánimo de los regimientos neutrales se modificó.» ([9]) En particular se empleó en esta campaña a un parásito político llamado Alexinski, un bolchevique renegado que había sido apoyado ya antes para intentar crear una oposición de «ultraizquierda» contra Lenin, pero que al haber fracasado en sus ambiciones se convirtió en un enemigo declarado de los partidos obreros. Como resultado de esta campaña, Lenin y otros bolcheviques se vieron obligados a ocultarse, mientras que Trotski y otros fueron arrestados. «Lo que el poder necesita no es un proceso judicial, sino acosar a los internacionalistas. Encerrarlos y tenerlos presos: eso es lo que precisan los señores Kerenski y Cía.» ([10])
La burguesía no ha cambiado. 80 años después organiza una campaña similar con la misma «lógica» contra la Izquierda comunista. Entonces, en 1917, puesto que los bolcheviques se niegan a apoyar a la Entente, es que ¡están de parte de los alemanes! Ahora, puesto que la Izquierda comunista se negó a apoyar al bando imperialista «antifascista» en la IIª guerra mundial, ella y sus sucesores de hoy deben haber estado de parte de los alemanes. Campañas «democráticas» del Estado que preparan futuros pogromos.
Los revolucionarios actuales, que a menudo subestiman el significado de estas campañas contra ellos, tienen mucho que aprender aún del ejemplo de los bolcheviques tras las jornadas de julio, que movieron cielo y tierra en defensa de su reputación en la clase obrera. Más tarde Trotski habló de julio de 1917 como «el mes de la calumnia más gigantesca de la historia de la humanidad», pero incluso aquellas mentiras se quedan cortas comparadas con las actuales según las cuales el estalinismo sería el comunismo.
Otra forma de atacar la reputación de los revolucionarios, tan vieja como el método de la denigración pública, y que normalmente se ha usado en combinación con ésta, es la actitud del Estado de animar a elementos no proletarios y antiproletarios, que pretenden presentarse como revolucionarios, a entrar en acción.
«Es indudable que, tanto en los acontecimientos del frente como en los de las calles de Petrogrado, la provocación desempeñó su papel. Después de la Revolución de Febrero, el Gobierno había mandado al ejército de operaciones a un gran número de ex gendarmes y policías. Ninguno de ellos, naturalmente, quería combatir. Temían más a los soldados rusos que a los alemanes. Para hacer olvidar su pasado, se presentaban como los elementos más extremos del Ejército, azuzaban a los soldados contra los oficiales, gritaban más que nadie contra la disciplina y la ofensiva y, con frecuencia, se proclamaban incluso bolcheviques. Apoyándose recíprocamente por el lazo natural de la complicidad, crearon una especie de orden, muy original, de la cobardía y de la abyección. Por su mediación penetraban entre las tropas y se difundían rápidamente los rumores más fanáticos, en los cuales el ultrarrevolucionarismo se daba la mano con el reaccionarismo más oscurantista. En los momentos críticos, estos sujetos eran los primeros que daban la señal de pánico. La prensa había hablado repetidas veces de la labor desmoralizadora de policías y gendarmes. En los documentos secretos del propio Ejército se alude a ello con no menos frecuencia. Pero el mando superior se hacía el sordo y prefería identificar a los provocadores reaccionarios con los bolcheviques.» ([11])
Francotiradores disparan contra las tropas que llegan a la ciudad,
a las que se decía que los disparos eran de los bolcheviques
«La deliberada insensatez de aquellos disparos excitaba profundamente a los obreros. Era evidente que provocadores expertos acogían a los soldados con plomo con el fin de inyectarles, desde el primer momento, el morbo antibolchevique. Los obreros se apresuraban a explicárselo a los soldados, pero no les dejaban llegar hasta ellos; por primera vez, desde las jornadas de febrero, el junker y el oficial se interponían entre el obrero y el soldado.» ([12]) Viéndose forzados a trabajar en la semi ilegalidad tras las jornadas de julio, los bolcheviques tuvieron que combatir contra las ilusiones democráticas de quienes, en sus propias filas, pensaban que debían comparecer ante un tribunal contrarrevolucionario para responder a las acusaciones de que fueran agentes alemanes. Lenin reconoció en esto otra trampa tendida al partido. «Actúa la dictadura militar. En este caso es ridículo hablar de “justicia”. No se trata de “justicia”, sino de un episodio de la guerra civil.» ([13])
Pero si el partido sobrevivió al periodo de represión que siguió a las jornadas de julio, fue sobre todo por su tradición de vigilancia respecto a la defensa de la organización contra todos los intentos del Estado de destruirla. Hay que señalar, por ejemplo, que el agente de policía Malinovski, que se las había apañado antes de la guerra para ser miembro del comité central del partido directamente responsable de la seguridad de la organización, si no hubiera sido desenmascarado previamente (a pesar de la ceguera de Lenin), hubiera sido el encargado de ocultar a Lenin, Zinoviev, etc, tras las Jornadas de julio. Sin esa vigilancia en la defensa de la organización, el resultado hubiera sido
probablemente la liquidación de los líderes revolucionarios más experimentados. En enero-febrero de 1919, cuando fueron asesinados en Alemania, Luxemburg, Jogisches, Liebknecht y otros veteranos del KPD, parece que las autoridades fueron advertidas previamente por un agente de policía «de alto rango» infiltrado en el partido.
Las Jornadas de julio pusieron de manifiesto una vez más el gigantesco potencial revolucionario del proletariado, su lucha contra el fraude de la democracia burguesa, y el hecho de que la clase obrera es un factor contra la guerra imperialista frente a la decadencia del capitalismo. En las jornadas de julio no se planteaba el dilema «democracia o dictadura», sino que se planteó la verdadera alternativa a la que se enfrenta la humanidad, dictadura del proletariado o dictadura de la burguesía, socialismo o barbarie, sin que todavía pudiera darse una respuesta. Pero lo que ilustraron sobre todo las Jornadas de julio es el papel indispensable del partido de clase del proletariado. No hay que extrañarse, pues, si la burguesía hoy «celebra» el 80 aniversario de la Revolución Rusa con nuevas denigraciones y maniobras contra el medio revolucionario actual.
Julio de 1917 también mostró que es indispensable superar las ilusiones en los partidos renegados ex obreros, en la izquierda del capital, para que el proletariado pueda tomar el poder. De hecho esa fue la ilusión principal de la clase durante las Jornadas de julio. Pero esta experiencia fue decisiva. Las Jornadas de julio esclarecieron definitivamente, no sólo para la clase obrera y los bolcheviques, sino también para los propios mencheviques y eseristas, que éstos dos últimos partidos habían abrazado irrevocablemente la causa de la contrarrevolución. Como escribió Lenin a principios de septiembre: «...en aquel entonces, Petrogrado no podía haber tomado el poder ni siquiera materialmente, y si lo hubiera hecho, no lo habría podido conservar políticamente, porque Tsereteli y Cía. no habían caído aún tan bajo como para apoyar la cruel represión. He aquí por qué, en aquel entonces, entre el 3 y el 5 de julio de 1917, en Petrogrado, la consigna de la toma del poder hubiera sido incorrecta. En aquel entonces, ni siquiera los bolcheviques tenían, ni podían tener, la decisión consciente de tratar a Tsereteli y Cía. como contrarrevolucionarios. En aquel entonces, ni los soldados, ni los obreros podían tener la experiencia aportada por el mes de julio» ([14]).
A mitad de julio Lenin ya había sacado claramente esta lección: «A partir del 4 de julio, la burguesía contrarrevolucionaria, del brazo de los monárquicos y de las centurias negras, ha puesto a su lado a los eseristas y mencheviques pequeñoburgueses, apelando en parte a la intimidación, y ha entregado de hecho el poder a los Cavaignac, a una pandilla militar que fusila en el frente a los insubordinados y persigue en Petrogrado a los bolcheviques» ([15]).
Pero la lección esencial de julio fue el liderazgo del partido. La burguesía ha empleado a menudo la táctica de provocar enfrentamientos prematuros. Tanto en 1848 o 1870 en Francia, como en 1919 o 1921 en Alemania, en todos estos casos el resultado fue una represión sangrienta del proletariado. Si la Revolución rusa es el único gran ejemplo de que la clase obrera ha sido capaz de eludir la trampa e impedir una derrota sangrienta es, en gran parte, porque el partido bolchevique de clase fue capaz de cumplir su papel decisivo de vanguardia. Al evitar a la clase obrera una derrota semejante, los bolcheviques salvaban de quedar pervertidas por el oportunismo las profundas lecciones revolucionarias de la famosa introducción de Engels en 1895 a La Lucha de clases en Francia de Marx, especialmente su advertencia: «Y sólo hay un medio para poder contener momentáneamente el crecimiento constante de las fuerzas socialistas en Alemania e incluso para llevarlo a un retroceso pasajero: un choque a gran escala con las tropas, una sangría como la de 1871 en París» ([16]).
Trotski resumía así el balance de la acción del partido: «Si el partido bolchevique, obstinándose en apreciar de un modo doctrinario el movimiento de julio como “inoportuno”, hubiera vuelto la espalda a las masas, la semi-insurrección habría caído bajo la dirección dispersa e inorgánica de los anarquistas, de los aventureros que expresaban accidentalmente la indignación de las masas, y se habría desangrado en convulsiones estériles. Y, al contrario, si el Partido, al frente de los ametralladoritas y de los obreros de Putilov, hubiera renunciado a su apreciación de la situación y se hubiera deslizado hacia la senda de los combates decisivos, la insurrección habría tomado indudablemente un vuelo audaz, los obreros y soldados, bajo la dirección de los bolcheviques, se habrían adueñado del poder, para preparar luego, sin embargo, el hundimiento de la revolución. A diferencia de febrero, la cuestión del poder en el terreno nacional no habría sido resuelta por la victoria en Petrogrado. La provincia no habría seguido a la capital. El frente no habría comprendido ni aceptado la revolución. Los ferrocarriles y los teléfonos se habrían puesto al servicio de los conciliadores contra los bolcheviques. Kerensky y el Cuartel general habrían creado un poder para el frente y las provincias. Petrogrado se habría visto bloqueado. En la capital se habría iniciado la desmoralización. El gobierno habría tenido la posibilidad de lanzar a masas considerables de soldados contra Petrogrado. En estas condiciones el coronamiento de la insurrección habría significado la tragedia de la Comuna petrogradesa.
Cuando en el mes de julio se cruzaron los caminos históricos, sólo la intervención del partido de los bolcheviques evitó que se produjeran las dos variantes que entrañaban el peligro fatal tanto en el espíritu de las Jornadas de junio de 1848, como en el de la Comuna de París de 1871. El partido, al ponerse audazmente al frente del movimiento, tuvo la posibilidad de detener a las masas en el momento en que la manifestación empezaba a convertirse en colisión en la cual los contrincantes iban a medir sus fuerzas con las armas. El golpe asestado en julio a las masas y al Partido fue muy considerable. Pero no fue un golpe decisivo. (...) La clase obrera no salió decapitada y exangüe de esa prueba, sino que conservó completamente sus cuadros de combate, los cuales aprendieron mucho en esa lección.» ([17])
La Historia probó que Lenin tenía razón cuando escribía: «Empieza un nuevo periodo. La victoria de la contrarrevolución ha hecho que las masas se desilusionen de los partidos eserista y menchevique y desbroza el camino que llevará a esas masas a una política de apoyo al proletariado revolucionario.» ([18])
KR
[1] Lenin, Obras completas, t. 32, «¿Dónde está el poder y dónde, la contrarrevolución?», Ed Progreso, Moscú 1985.
[2] Trotski, Historia de la Revolución rusa, t. 2.
[3] Ídem. Buchanam era un diplomático británico en Petrogrado.
[4] Ídem.
[5] Ídem.
[6] Ídem.
[7] Ídem.
[8] Lenin, Obras Completas, t. 34, «Sobre las ilusiones constitucionalistas», Ed Progreso, Moscú 1985.
[9] Trotski, op. cit.
[10] Lenin, Obras completas, t. 32, «¿Deben los dirigentes bolcheviques comparecer ante los tribunales?»
[11] Trotski, op. cit. Una función similar, que fue incluso más catastrófica, hicieron esos elementos ex policías y lumpen proletarios, mezclándose entre los «soldados de Spartakus» y los «inválidos revolucionarios» durante la revolución alemana, particularmente durante la trágica «semana Spartakus» en Berlín, en enero de 1919.
[12] Trotski, op. cit.
[13] Lenin, Obras, t. 32, «¿Deben los dirigentes bolcheviques comparecer ante los tribunales?»
[14] Lenin, Obras, t. 34, «Rumores sobre una conspiración», Ed. Progreso, Moscú 1985.
[15] Lenin, Obras, t. 34, «A propósito de las consignas».
[16] Engels, introducción a «Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850», en Obras escogidas de Marx y Engels, t. 1, Ed. AKAL, Madrid 1975.
[17] Trotski, op. cit.
[18] Lenin, Obras, t. 34, «Sobre las ilusiones constitucionalistas».
Desde el principio de la primera serie de estos artículos, titulada «El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material» hemos combatido el cliché según el cual «el comunismo es un bello ideal que jamás podrá ser realizado». Hemos afirmado, con Marx, que el comunismo no puede reducirse a un bello ideal sino que está orgánicamente contenido en la lucha de clase del proletariado. El comunismo no es una utopía abstracta, soñada por unos pocos visionarios bienintencionados; es un movimiento que nace de las condiciones de la presente sociedad. Además, los primeros artículos de la serie fueron, sobre todo, un estudio de las «ideas» del comunismo en el período ascendente del capitalismo, son un examen de cómo su concepción de la futura sociedad y de la vía para conseguirla, fue desarrollada en el siglo XIX, antes de que la Revolución comunista estuviera al orden del día de la historia.
El comunismo es el movimiento del conjunto del proletariado, de la clase obrera como fuerza histórica y mundial. Sin embargo, la historia del proletariado es también la historia de sus organizaciones y la clarificación de los objetivos del movimiento es la tarea específica de las minorías politizadas del proletariado, sus partidos y fracciones. Contrariamente a las fantasías del consejismo y el anarquismo no puede haber movimiento comunista sin organizaciones comunistas. Como tampoco existe un conflicto de intereses entre estas organizaciones y ese movimiento. A lo largo de la primera la serie de artículos, hemos mostrado cómo el trabajo de clarificación de los fines y los medios del movimiento fue llevado a cabo por los marxistas en la Liga de los Comunistas y, posteriormente, por la Iª y IIª Internacional; pero ese trabajo se hizo siempre en conexión con el movimiento de masas, participando en su interior y sacando lecciones de los distintos episodios que se habían venido produciendo como la revolución de 1848 y la Comuna parisina de 1871.
En esta segunda serie de artículos vamos a ver la evolución del proyecto comunista en el período de decadencia del capitalismo: es decir, el periodo en el que el comunismo se convierte en algo más que una perspectiva general de las luchas obreras, cuando se convierte en una auténtica necesidad en cuanto las relaciones de producción capitalistas entran en un conflicto permanente y definitivo con las fuerzas productivas que ha puesto en movimiento. Dicho de forma simple: la decadencia del capitalismo coloca a la humanidad ante el dilema: comunismo o hundimiento en la barbarie. Tendremos ocasión de profundizar en esa alternativa a medida que vayamos desarrollando esta segunda serie. Por el momento queremos decir simplemente que, de la misma forma que en la primera parte de la serie, los artículos que traten sobre la decadencia del capitalismo no pretenden aportar una «historia» de los distintos acontecimientos del siglo XX que han servido para elucidar los fines y los medios del comunismo. Quizá, aún más que en la primera parte, nos limitaremos a ver la forma en que los comunistas analizaron y entendieron estos hechos.
Solo tenemos que ver la Revolución rusa de 1917 para comprender por qué debemos proceder así: escribir una nueva historia, incluso de los primeros meses de este acontecimiento, no está dentro de nuestras posibilidades. Pero eso no disminuye la importancia de nuestro estudio: al contrario, nos daremos cuenta de que casi todos los avances del movimiento revolucionario del siglo XX en la comprensión del camino hacia el comunismo derivan de su interacción con la experiencia insustituible de la clase obrera. Aunque la Revista internacional de la CCI ha dedicado muchas de sus páginas a las lecciones de la Revolución Rusa y de la oleada revolucionaria internacional que esa Revolución inspiró, hay, sin embargo, todavía mucho que decir sobre la forma en que esas lecciones fueron sacadas y elaboradas por las organizaciones comunistas.
El marxismo reconoce generalmente que el comienzo de la época del capitalismo decadente estuvo marcado por el estallido de la Primera Guerra mundial en 1914. Sin embargo, nosotros terminamos la primera serie, y empezamos esta segunda serie, con la primera revolución rusa, o sea los acontecimientos de 1905, que ocurrieron en una especie de bisagra entre las dos épocas. Como veremos, la situación incierta de ese período llevó a muchas ambigüedades en el movimiento obrero sobre el significado de tales hechos. Sin embargo, lo que se hizo evidente, en las fracciones más claras del movimiento, fue que 1905 en Rusia marcó la emergencia de nuevas formas de lucha y organización que correspondían a las necesidades de enfrentar el período de declive capitalista. Si, como hemos mostrado en el último artículo de la primera serie, la década anterior había sido testigo de una tendencia en el movimiento obrero a extraviarse de la ruta hacia la revolución, especialmente con el crecimiento del reformismo y de las ilusiones parlamentarias en el movimiento, 1905 fue la antorcha que iluminó el camino a todos aquellos que querían verlo.
A primera vista, la revolución en Rusia de 1905 apareció como una tormenta en un cielo azul. Las ideas reformistas habían ganado al movimiento obrero porque el capitalismo parecía haber entrado en un período feliz en el cual las cosas no podían sino ir cada día mejor para los trabajadores si se atenían a los métodos legales, al sindicalismo y el parlamentarismo. Los días del heroísmo revolucionario, de la lucha callejera y las barricadas, parecían algo del pasado e incluso los que profesaban el marxismo «ortodoxo», como Karl Kautsky, insistían en que la mejor vía para que los trabajadores hicieran la revolución era ganar la mayoría parlamentaria. De repente, en enero de 1905, la sangrienta represión de una manifestación pacífica conducida por el cura y agente policial, padre Gapón, encendía una masiva oleada de huelgas por todo el inmenso imperio zarista y abría un año de agitación que culminó con las huelgas masivas de octubre que vieron la formación del primer Soviet en San Petersburgo y el levantamiento armado de diciembre
En realidad, estos sucesos no brotaban de la nada. Las lamentables condiciones de vida y de trabajo de los obreros rusos que estaban en la raíz de sus humildes peticiones al Zar en el Domingo sangriento, se habían hecho más y más intolerables con la guerra ruso-japonesa de 1904, una guerra que era clara expresión de la agudización general de las tensiones interimperialistas cuyo paroxismo se alcanzaría en 1914. Además, la magnífica combatividad de los obreros rusos no era un fenómeno aislado, ni geográfica ni históricamente: el movimiento huelguístico en Rusia seguía los pasos de las luchas de la década de 1890, mientras que el espectro de la huelga de masas había empezado a mostrarse en la propia Europa más avanzada: en Bélgica y Suecia en 1902, en Holanda en 1903, en Italia en 1904.
Incluso antes de 1905 el movimiento obrero se había visto atravesado por un animado debate sobre la «huelga general». En la IIª Internacional los marxistas habían luchado contra la mitología anarquista y sindicalista la cual había pintado la huelga general como un hecho apocalíptico que podía ser puesto en marcha en cualquier momento y que podría destruir el capitalismo sin necesidad de que los trabajadores se plantearan la batalla por el poder político. Sin embargo, la experiencia concreta de la clase hizo descender el debate de esas abstracciones para situarlo en la cuestión concreta de la huelga de masas, la cual era una expresión real, producto de la evolución del movimiento de huelgas, que se oponía al paro universal del trabajo un día y de una vez por todas y decretado de antemano. Con ello cambiaban radicalmente los protagonistas del debate. Desde ese momento la cuestión de la huelga de masas era una de las líneas de demarcación entre la derecha reformista y la izquierda revolucionaria dentro del movimiento obrero y muy particularmente dentro de los partidos socialdemócratas. Como ocu-rrió en un debate anterior (sobre las teorías revisionistas de Berstein en los años90 del pasado siglo) el movimiento en Alemania estuvo en el centro de la controversia.
Los reformistas, y sobre todo los líderes de los sindicatos, solo veían la huelga de masas como una fuerza anárquica, capaz de amenazar y echar abajo años de paciente labor para captar afiliados u obtener fondos, así como la presencia parlamentaria del partido. Los burócratas de los sindicatos, especialistas en la negociación con la burguesía, temían que el tipo de estallido masivo y espontáneo que había ocurrido en Rusia acabara en una represión masiva que derrumbara las ganancias penosamente adquiridas las pasadas décadas. Prudentemente, tomaron la precaución de no denunciar abiertamente el movimiento en Rusia. Procuraron, en cambio, limitar su campo de aplicación. Reconocían que el movimiento de masas en Rusia era el producto de las condiciones atrasadas de dicho país y de su despótico régimen. Pero no era necesario en un país como Alemania donde los sindicatos y los partidos obreros tenían una existencia legal reconocida. La huelga general sólo era necesaria en Europa como un ejercicio defensivo y limitado para salvaguardar los derechos democráticos frente a tentativas reaccionarias de eliminarlos. Sobre todo, tal acción debía ser preparada de antemano y estrechamente controlada por las organizaciones obreras existentes con vistas a prevenir cualquier amenaza de «anarquía».
Oficialmente, la dirección del SPD se distanció de esas reacciones conservadoras. En el Congreso de Jena celebrado en 1905, Bebel propuso una resolución que apareció como una victoria de la izquierda contra el reformismo, dado que enfatizaba la importancia de la huelga de masas. Pero, en realidad, la resolución de Bebel fue una típica expresión del centrismo porque reducía la huelga de masas a un esfera puramente defensiva. La duplicidad de la dirección se vio unos meses más tarde, en febrero de 1906, cuando llegó a un acuerdo secreto con los sindicatos para bloquear cualquier propaganda efectiva de la huelga de masas en Alemania.
Para la izquierda, en cambio, el movimiento en Rusia tuvo un significado universal e histórico, aportando una bocanada de aire fresco frente a la asfixiante atmósfera de sindicalismo y «nada más que» parlamentarismo que dominaba el partido desde hacía tiempo. Los esfuerzos de la izquierda por entender el significado y las implicaciones de las huelgas de masas en Rusia se plasmaron sobre todo en los escritos de Rosa Luxemburgo que ya antes había encabezado el combate contra el revisionismo de Bernstein y que se había visto directamente envuelta en los acontecimientos de 1905 a través de su militancia en el Partido socialdemócrata de Polonia que entonces formaba parte del imperio ruso. En su justamente famoso folleto Huelga de masas, partido y sindicatos, mostró un profundo dominio del método marxista, el cual, armado con un marco teórico histórico y global, era capaz de discernir las flores del futuro en las semillas del presente. De la misma forma que Marx había sido capaz de predecir el futuro general del capitalismo estudiándolo en sus formas pioneras existentes en Gran Bretaña o proclamando el potencial revolucionario del proletariado analizando un modesto movimiento como el de los tejedores de Silesia (1844), Rosa Luxemburgo fue capaz de mostrar que el movimiento proletario en 1905 en la atrasada Rusia poseía las características esenciales de la lucha de clases en el período que entonces comenzaba a desarrollarse: el período de declive del capitalismo mundial.
El oportunismo arraigado en la burocracia sindical y con más o menos apoyos abiertos en el partido, se apresuró a calificar a los marxistas que comprendían las verdaderas implicaciones del movimiento en Rusia como «revolucionarios románticos» y sobre todo como anarquistas que reeditaban la vieja visión milenarista de la huelga general. Es verdad que fueron los elementos semi-anarquistas del SPD –en particular los llamados lokalisten– quienes convocaban a la «huelga social general» y, como la propia Luxemburgo escribe en su folleto «Rusia sobre todo parecía particularmente preparada para servir de campo de experiencia a las hazañas anarquistas» ([1]). Pero en realidad, como lo prueba Rosa Luxemburgo, no sólo el anarquismo había estado prácticamente ausente del movimiento, sino que sus métodos y objetivos significaban «la liquidación histórica del anarquismo». Y esto no sólo porque los obreros rusos habían probado, contrariamente al apoliticismo defendido por los anarquistas, que la huelga de masas podía ser un instrumento en la lucha por conquistas democráticas (y esto empezaba ya a dejar de ser un componente realizable del movimiento obrero), sino y sobre todo, porque la forma y la dinámica de la huelga de masas había dado un golpe decisivo a anarquistas y burócratas sindicales que, pese a todas sus diferencias, tenían en común la falsa noción de la huelga general como algo que se empieza y se termina a voluntad, al margen de las condiciones históricas y de la evolución real de la lucha de clases. Contra todo esto, Luxemburgo insiste que la huelga de masas es un «producto histórico y no algo artificial» que «ni se fabrica artificialmente ni es decidida o propagada en un espacio inmaterial o abstracto, sino que es un fenómeno histórico resultante en un cierto momento de una situación social, a partir de una necesidad histórica. Por lo tanto, el problema no se resolverá mediante especulaciones abstractas acerca de la posibilidad o la imposibilidad, sobre la utilidad o el riesgo de la huelga de masas, sino a través del estudio de los factores y la situación social que provoca la huelga de masas en la fase actual de la lucha de clases. Ese problema no será comprendido y no podrá ser discutido a partir de una apreciación subjetiva de la huelga general tomando en consideración lo que es deseable o no, sino a partir de un examen objetivo de los orígenes de la huelga de masas, interrogándonos sobre sí ella es históricamente necesaria» ([2]).
Cuando Luxemburgo habla de la «fase presente de la lucha de clases» no se está refiriendo al momento inmediato sino a una nueva época histórica. Con fuerte perspicacia argumenta que «la revolución rusa actual estalla en un punto de la evolución histórica situado ya sobre la otra vertiente de la montaña, más allá del apogeo de la sociedad capitalista» ([3]). En otras palabras: la huelga de masas en Rusia anuncia las condiciones que se convertirán en universales en la época ya cercana del declive capitalista. El hecho de que haya aparecido de forma aguda en la atrasada Rusia refuerza más que debilita sus tesis, ya que el tardío pero muy rápido desarrollo capitalista en Rusia había producido un proletariado muy concentrado que hacía frente a un aparato policial omnipresente que le prohibía virtualmente organizarse y que no le daba más opción que organizarse por y para la lucha. Esta es una realidad que se iba a imponer a todos los trabajadores en la época decadente, en la cual el Estado capitalista burgués ya no puede tolerar una organización permanente de masas de los trabajadores, destruyendo o recuperando sistemáticamente todos los esfuerzos anteriores para organizarse a esa escala.
El período del capitalismo decadente es el periodo de la revolución proletaria; por consiguiente, la Revolución de 1905 en Rusia «aparece menos como la heredera de las viejas revoluciones burguesas que como la precursora de una nueva serie de revoluciones proletarias. El país más atrasado, precisamente porque tiene un retraso imperdonable en la tarea de cumplir la revolución burguesa, muestra al proletariado de Alemania y de los países más avanzados las vías y los métodos de la lucha de clases futura» ([4]). Estas «vías y métodos» son precisamente los de la huelga de masas, que son, como Luxemburgo dice «el movimiento mismo de la masa proletaria, la fuerza de manifestación de la lucha proletaria en el curso de la revolución» ([5]). En suma, el movimiento en Rusia muestra a los obreros de todos los países cómo puede hacerse realidad su revolución.
¿Cuál es precisamente el método de acción de la lucha de clases en el nuevo periodo?
Primero, la tendencia de la lucha a estallar espontáneamente, sin una planificación previa, sin una recogida de fondos anticipada que respalde un asedio largo contra los patronos. Luxemburgo recuerda el motivo «trivial» de los trabajadores de Putilov para ponerse en huelga en enero; en su libro 1905, Trotski dice que la lucha de octubre empezó por un simple problema de la paga por puntos entre los impresores de Moscú. Tales desarrollos son posibles porque las causas inmediatas de la huelga de masas son enteramente secundarias en relación a lo que está debajo de ellas: la profunda acumulación de descontento en el proletariado frente a un régimen capitalista cada vez menos capaz de otorgar concesiones y obligado a incrementar la explotación y a derogar cuantas adquisiciones había ganado aquél previamente.
Los burócratas sindicalistas no pueden, desde luego, imaginar una lucha obrera a gran escala que no esté planificada y controlada desde la seguridad de sus oficinas y si la huelga estalla espontáneamente ante sus narices no pueden verla sino como algo ineficaz al no estar organizado. Pero Luxemburgo replica que en las nuevas condiciones emergentes de la lucha de clases, espontaneidad no es la negación de la organización sino su más viable premisa: «la concepción rígida y mecánica de la burocracia sólo admite la lucha como resultado de la organización que ha llegado a un cierto grado de fuerza. La evolución dialéctica, viva, por el contrario, hace nacer a la organización como producto de la lucha. Hemos visto ya un magnífico ejemplo de ese fenómeno en Rusia, donde un proletariado casi inorgánico comenzó a crear en año y medio de luchas revolucionarias tumultuosas una vasta red de organizaciones» ([6]).
Contrariamente a muchos de los críticos de Rosa Luxemburgo, tal visión no es «espontaneísta», dado que la organización a la que se refiere es la organización inmediata y los órganos generales de la clase, no se refiere al partido político o a las fracciones cuya existencia y programa, aunque están vinculadas al movimiento inmediato de la clase, corresponden sobre todo a su dimensión histórica y profunda. Como veremos, Luxemburgo no negó en manera alguna la necesidad de que el partido político
proletario intervenga en la huelga de masas. Lo que este punto de vista de la organización expresa lúcidamente es el fin de una era en el que la organización unitaria de la clase podía existir con bases permanentes fuera de los momentos de combate abierto contra el capital.
La naturaleza explosiva y espontánea de la lucha en las nuevas condiciones está directamente conectada a la esencia misma de la huelga de masas (la tendencia de las luchas a extenderse rápidamente, a ganar a capas cada vez más amplias capas de trabajadores). Describiendo la extensión de las huelgas de enero, Rosa escribe: «Sin embargo, tampoco allí se puede hablar de plan previo, ni de acción organizada, porque el llamamiento de los partidos debía apenas seguir a los levantamientos espontáneos de las masas; los dirigentes apenas tenían tiempo de formular las consignas cuando ya las masas de proletarios se lanzaban al asalto» ([7]). Cuando el descontento en la clase es general se hace rápidamente posible para el movimiento extenderse a través de la acción directa de los trabajadores, llamando a sus compañeros de otras fábricas y sectores a plantear las demandas que reflejan sus agravios comunes.
En fin, contra aquellos que en los sindicatos o en el partido insisten en «la huelga política de masas», en reducir la huelga de masas a una mera arma defensiva contra los atentados a los derechos democráticos de los trabajadores, Luxemburgo demuestra la interacción viva entre los aspectos políticos y económicos de la huelga de masas:
«Sin embargo, el movimiento en su conjunto no se orienta únicamente en el sentido de un paso de lo económico a lo político, sino también en el sentido inverso. Cada una de las acciones de masa políticas se transforma, luego de haber alcanzado su apogeo, en una multitud de huelgas económicas. Esto es válido no sólo para cada una de las grandes huelgas sino también para la revolución en su conjunto. Cuando la lucha política se extiende, clarifica e intensifica. La lucha reivindicativa no sólo no desaparece sino que se extiende, organiza e intensifica paralelamente. Existe una completa interacción entre ambas (…) En una palabra, la lucha económica presenta una continuidad, es el hilo que vincula los diferentes núcleos políticos; la lucha política es una fecundación periódica que prepara el terreno a las luchas económicas. La causa y el efecto se suceden y alternan sin cesar, y de este modo el factor económico y el factor político, lejos de distinguirse completamente o incluso de excluirse recíprocamente como lo pretende el esquema pedante, constituyen en un periodo de huelgas de masas dos aspectos complementarios de la lucha de clases proletaria en Rusia. La huelga de masas constituye precisamente su unidad» ([8]).
Aquí «política» no significa simplemente para Luxemburgo, la defensa de las libertades democráticas, sino sobre todo la lucha ofensiva por el poder, pues, como añade en el siguiente pasaje, «la huelga de masas es inseparable de la revolución». El capitalismo decadente es un sistema incapaz de ofrecer mejoras permanentes en las condiciones de vida de los trabajadores; al contrario, todo lo que puede ofrecer es represión y empobrecimiento. Por tanto, las condiciones mismas que alumbran la huelga de masas impulsan a los trabajadores a plantear la cuestión de la revolución. Más aún, al conseguir polarizar la sociedad burguesa en dos grandes campos, al llevar inevitablemente a los trabajadores a oponerse a la fuerza del conjunto del Estado burgués, la huelga de masas no puede sino plantear la necesidad de destruir el viejo poder estatal: «En el presente la clase obrera está obligada a educarse, reunirse y dirigirse a sí misma en el curso de la lucha y de este modo la revolución está orientada tanto contra la explotación capitalista como contra el régimen de Estado anterior. La huelga de masas aparece así como el medio natural de reclutar, organizar y preparar para la revolución a las más amplias capas proletarias y es al mismo tiempo un medio de minar y abatir el Estado anterior y de contener la explotación capitalista» ([9]).
Aquí, Luxemburgo aborda el problema planteado por los oportunistas en el partido, que basan su «nada más que» parlamentarismo en la correcta observación según la cual el moderno Estado no puede ser destruido mediante las viejas tácticas de la lucha callejera y de barricadas (en el último artículo de la serie vimos cómo incluso Engels había dado cierto apoyo a los oportunistas en este punto). Los oportunistas pensaban que el resultado de ello sería que:
«la lucha de clases se limitaría simplemente a la batalla parlamentaria y que la revolución –en el sentido de combates callejeros– sería simplemente suprimida». Frente a ello, Rosa Luxemburgo argumenta que «la historia ha resuelto el problema a su manera, que es a la vez la más profunda y la más sutil: hizo surgir la huelga de masas que ciertamente no reemplaza ni torna superfluos los enfrentamientos directos y brutales en la calle, sino que los reduce a un simple momento en el largo periodo de luchas políticas» ([10]). Así, la insurrección armada se afirma como la culminación del trabajo de educación y organización de la huelga de masas, una perspectiva ampliamente confirmada por los acontecimientos de febrero y octubre de 1917.
En este pasaje, Luxemburgo menciona a David y a Bernstein como los portavoces de la tendencia oportunista del partido. Pero la insistencia de Rosa en que la revolución no es sólo un acto violento de destrucción, sino que es el punto culminante del movimiento de masas en el terreno específico del proletariado – en los centros de producción y en las calles – significaba en esencia un rechazo total de las concepciones «ortodoxas» defendidas por Kautsky, a quien en un determinado momento se le situaba en la izquierda del partido, pero cuya noción de revolución, como ponemos de manifiesto en el artículo de la primera serie de la Revista internacional nº 88, estaba completamente atrapada en el laberinto parlamentario. Como veremos más adelante, la oposición de Kautsky al análisis revolucionario de Rosa Luxemburgo sobre la huelga de masas se hizo más clara después de que el folleto de Rosa estuviera escrito. Pero ésta había afirmado claramente la salida del laberinto parlamentario mostrando la huelga de masas como embrión de la revolución proletaria.
Hemos dicho que el trabajo de Rosa Luxemburgo sobre la huelga de masas no eliminaba en manera alguna la necesidad del partido proletario. De hecho, en la época de la revolución, la necesidad del partido revolucionario se hace más crucial todavía, como fue el caso de los bolcheviques en Rusia. Pero al desarrollo de las nuevas condiciones y de los nuevos métodos de la lucha de clase corresponde un nuevo papel para la vanguardia revolucionaria y Luxemburgo fue la primera en afirmarlo. La concepción del partido como una organización de masas que reagrupa, controla y dirige a la clase, que había dominado masivamente a la social democracia, fue históricamente superada por la huelga de masas. La experiencia de esta última mostró que el partido no puede agrupar a la mayoría de la clase, no puede tomar en sus manos todos los detalles de un movimiento tan enorme y fluido como la huelga de masas. En consecuencia la conclusión de Rosa Luxemburgo es:
«De este modo arribamos a la las mismas conclusiones para Alemania, en lo que concierne al papel a desempeñar por la ‘dirección’ de la socialdemocracia en relación a las huelgas de masas, que para el análisis de los acontecimientos en Rusia. En efecto, dejemos de lado la teoría pedante de una huelga demostrativa montada artificialmente por el partido y los sindicatos y ejecutada por una minoría organizada y consideremos el cuadro vivo de un verdadero movimiento popular surgido de la exasperación de los conflictos de clase y de la situación política que explota con la violencia de una fuerza elemental en conflictos tanto económicos como políticos y en huelga de masas. La tarea de la socialdemocracia consistirá entonces no en la preparación o la dirección técnica de la huelga, sino en la dirección política del conjunto del movimiento» ([11]).
La profundidad del análisis de Rosa sobre la huelga de masas en Rusia nos suministra una refutación clara de todos aquellos que trataron de negar su significado histórico y mundial. Como todo verdadero revolucionario, Luxemburgo demostró que las tormentas procedentes del Este transformaron completamente las viejas concepciones de la lucha de clases en general, pero incluso obligaron a un reexamen radical del papel del partido mismo. ¡Cuestión con la que estropeó el sueño de los conservadores que dominaban el partido y los sindicatos!.
El dogma bordiguista según el cual el programa revolucionario es invariable desde 1848 fue claramente refutada por los acontecimientos de 1905. Los métodos y formas organizativas de la huelga de masas – los soviets o consejos obreros, especialmente – no fueron el resultado de un esquema previo sino que surgieron de las capacidades creativas de la clase en movimiento. Los soviets no fueron creaciones de la nada, pues tales cosas no existen en la naturaleza. Fueron los sucesores naturales de las formas previas de organización de la clase obrera, en particular, de la Comuna de París. Pero también fueron la forma más alta de organización correspondiente a las necesidades de la lucha de la nueva época.
Del mismo modo, la experiencia de 1905 contradice otro aspecto de las tesis «invariantes»: la de que el «hilo rojo» de la claridad revolucionaria en el siglo XX pasa únicamente por una única corriente del movimiento (en concreto, la Izquierda italiana). Como veremos, la claridad que se desarrolló entre los revolucionarios a propósito de los acontecimientos de 1905 vino de una síntesis de las diferentes contribuciones hechas por los revolucionarios de la época. Así, mientras que la visión de Luxemburgo de la dinámica de la huelga de masas, de las características de la lucha de clases en el nuevo período, no tiene parangón, el folleto Huelga de masas, en cambio, contiene una sorprendentemente limitada comprensión de lo adquirido en el terreno organizativo del movimiento. Desde luego, fue capaz de poner de manifiesto una profunda verdad al señalar que las organizaciones nacidas de la huelga de masas eran el producto del movimiento; sin embargo, el órgano que fue, más que ningún otro, la genuina emanación de la huelga de masas, el Soviet, no es mencionado más que de pasada. Cuando ella habla de nuevas organizaciones nacidas de la lucha, se refiere sobre todo a los sindicatos: «... y mientras los guardianes celosos de los sindicatos alemanes temen ante todo verse romper en mil pedazos esas organizaciones, como una preciosa porcelana en medio del torbellino revolucionario, la revolución rusa nos presenta un cuadro totalmente diferente: lo que emerge de los torbellinos, de las tempestades, de las llamas y de la hoguera de las huelgas de masas, como Afrodita surgiendo de la espuma del mar, son los sindicatos nuevos y jóvenes, vigorosos y ardientes» (ídem).
Es verdad que en este periodo bisagra, los sindicatos aún no habían sido integrados definitivamente en el Estado burgués, aunque la burocratización contra la que polemizaba Rosa era una expresión de esa tendencia. Sin embargo, lo que está claro es que la emergencia de los soviets marca la quiebra histórica de los sindicatos como formas de organización de la lucha proletaria. Como método de defensa de los trabajadores los sindicatos están estrechamente conectados con la época precedente donde todavía era posible planificar de antemano las luchas y plantear el combate sector por sector, dado que los patronos no estaban unidos a través del Estado y que la presión de los obreros en un sector no provocaba automáticamente la más fuerte solidaridad de toda la clase dominante contra la lucha. Desde entonces, sin embargo, las condiciones para que surjan «frescos, jóvenes, poderosos y ardientes sindicatos» han desaparecido y las nuevas condiciones exigen nuevas formas de organización.
El significado revolucionario de los soviets fue entendido con mayor claridad por los revolucionarios rusos y muy especialmente por Trotski, quien desempeñó un papel central en el soviet de San Petersburgo. En su libro 1905, escrito casi inmediatamente después de los acontecimientos, Trotski nos proporciona una definición clásica del soviet estableciendo con claridad el lazo entre su forma y su función en la lucha revolucionaria: «¿Qué fue el Soviet de diputados obreros? El Soviet surgió como respuesta a una necesidad objetiva – una necesidad nacida en el curso de los acontecimientos. Fue una organización con una clara autoridad pero que todavía no tenía tradición, que pudo envolver inmediatamente a masas dispersas de cientos de miles de personas que no poseían ninguna máquina organizativa; que unió a todas las corrientes revolucionarias del proletariado, que fue capaz de tomar iniciativas y de establecer espontáneamente un autocontrol – y lo más importante de todo, surgió de debajo de la tierra en 24 horas … Para tener autoridad ante las masas el mismo día en que nació debía estar basada en la más amplia representación. ¿Y cómo lo consiguió? La respuesta se dio espontáneamente. Dado que el proceso de producción era el único lazo entre las masas proletarias que, en el sentido organizativo, tenían aún poca experiencia, la representación se adaptó a las fábricas y centros de producción» ([12]).
Aquí Trotski llena el vacío dejado por Luxemburgo mostrando que fueron los soviets y no los sindicatos la forma organizativa apropiada a la huelga de masas, a la esencia de la lucha proletaria en el nuevo periodo revolucionario. Nacido espontáneamente, producto de la iniciativa creadora de los trabajadores en movimiento, personificaron el necesario paso entre la espontaneidad y la autoorganización. La existencia permanente y la forma sectorial de los sindicatos solo eran adecuadas para los métodos de combate del período precedente. La forma soviética de organización, en cambio, expresa perfectamente las necesidades de la situación donde la lucha «tiende a desarrollarse no en un plano vertical (oficios, ramos industriales) sino en un plano horizontal (geográfico) unificando todos sus aspectos – económicos y políticos, locales y generales – la forma de organización que engendra tiene como función unificar al proletariado por encima de los sectores profesionales» ([13]).
Como ya hemos visto, la dimensión política de la huelga de masas no se limita al nivel defensivo sino que implica inevitablemente tomar la ofensiva, la lucha proletaria por el poder. Aquí, de nuevo, Trotski vio más claramente que nadie que el destino último de los soviets era convertirse en el órgano directo del poder revolucionario. Cuanto más se organiza y unifica el movimiento de masas, más se ve inevitablemente obligado a ir más allá de las tareas «negativas» de paralizar el aparato productivo y asumir las tareas más «positivas» de asegurar la producción y la distribución de los suministros básicos, de difundir informaciones y propaganda, de garantizar un nuevo orden revolucionario, todo lo cual encierra la naturaleza real del soviet como órgano capaz de reorganizar la sociedad.
«Los soviets organizaron a las masas trabajadoras, dirigieron las huelgas políticas y las manifestaciones, armaron a los trabajadores y protegieron a la población contra los pogromos. Un trabajo similar fue realizado por otras organizaciones revolucionarias antes de que el soviet surgiera, coincidiendo con él y después. Pero esto no les dio la influencia que concentraron en sus manos los soviets. El secreto de esta influencia reside en que el Soviet surgió como un órgano natural del proletariado en su lucha inmediata por el poder y determinada por el curso de los acontecimientos. El nombre de “Gobierno obrero” que, por una parte, los obreros mismos y, por otra, la prensa reaccionaria, daban al Soviet era una expresión de que realmente el Soviet era un gobierno obrero en embrión» ([14]). Esta concepción del significado real de los soviets estaba, como veremos después, íntimamente ligada a la visión de Trotski según la cual la revolución proletaria estaba al orden del día de la historia en Rusia.
Lenin, obligado a observar las primeras fases de la revolución desde el exilio, también captó el papel clave de los soviets. Solo tres años antes, cuando escribió ¿Qué hacer?, un libro cuyo núcleo central subraya el papel indispensable del partido, había advertido contra la corriente economicista que hacía un fetiche de la espontaneidad de la lucha. Pero ahora, en el torbellino de la huelga de masas, Lenin ve necesario corregir a los «superleninistas» que habían convertido su polémica en un rígido dogma. Desconfiando de los soviets porque no era un órgano de partido que habían emergido espontáneamente de la lucha, esos bolcheviques les planteaban un absurdo ultimátum: adoptar el programa bolchevique o disolverse. Marx había advertido contra esa clase de actitud consistente en decir «he aquí la verdad ¡arrodíllate!» incluso antes de que el Manifiesto comunista se escribiera y Lenin vio claramente que si los bolcheviques persistían en esa actitud se verían completamente marginados del movimiento real. Esta fue la respuesta de Lenin:
«Creo que el camarada Radin no tiene razón cuando (…) plantea este interrogante: ¿el Soviet de diputados obreros o el Partido? Me parece que no es ése el planteamiento, que la solución ha de ser, incondicionalmente, lo uno y lo otro: tanto el Soviet de diputados obreros como el Partido. El problema –y de capital importancia– consiste en cómo dividir y cómo unir las tareas del Soviet y las tareas del Partido obrero socialdemócrata de Rusia. Me parece que sería inconveniente que el Soviet se adhiriera en forma exclusiva a un determinado partido (…)
El Soviet de diputados obreros ha nacido de la huelga general, con motivo de la huelga y para los fines de la huelga. ¿Quién ha sostenido y ha terminado victoriosamente dicha huelga? Todo el proletariado, dentro del cual hay trabajadores no socialdemócratas (…) ¿Deben sostener esta lucha los socialdemócratas solos? ¿debe librarse únicamente bajo la bandera de la socialdemocracia? Me parece que no (…) Me parece que como organización profesional el Soviet de diputados obreros debe tender a incluir en su seno a diputados de todos los obreros, empleados, sirvientes, braceros, etc. (…) Y nosotros los socialdemócratas trataremos por nuestra parte de aprovechar la lucha conjunta con nuestros camaradas proletarios, sin distinción de ideologías, para predicar sin descanso y con firmeza el marxismo, la única concepción del mundo verdaderamente consecuente y verdaderamente proletaria. Para esta labor de propaganda y agitación sin duda mantendremos, fortaleceremos y ampliaremos nuestro partido, partido de clase del proletariado consciente» ([15]).
Junto con Trotski, que también enfatizaba la distinción entre el partido como organización dentro del proletariado y el Soviet como organización del proletariado (1905), Lenin fue capaz de ver que el partido no tiene como tarea agrupar o organizar al conjunto del proletariado, sino intervenir en la clase y en sus órganos unitarios para aportar una clara dirección política, una visión coincidente con la de Rosa Luxemburgo que hemos analizado anteriormente. Más aún, a la luz de la experiencia de 1905, que había aportado un elocuente testimonio de las capacidades revolucionarias de la clase obrera, Lenin fue capaz de «dar marcha atrás» y corregir alguna de las exageraciones contenidas en el ¿Qué hacer?, en particular, la noción, desarrollada previamente por Kautsky, según la cual la conciencia socialista debe ser «importada» desde el exterior al proletariado por le partido, o más bien, por los intelectuales socialistas. Pero esta reafirmación de las tesis de Marx según las cuales la conciencia comunista emana necesariamente de la clase comunista, el proletariado, de ninguna manera pretende disminuir la convicción de Lenin sobre el papel indispensable del partido. Aunque la clase obrera en su conjunto se mueva en una dirección revolucionaria, debe sin embargo enfrentar el enorme poder de la ideología burguesa y la organización de los proletarios más conscientes tiene que estar presente en las filas obreras combatiendo las vacilaciones y las ilusiones y clarificando los objetivos inmediatos y a largo plazo del movimiento.
No podemos ir más lejos en esta cuestión por ahora. Tomaría toda una serie de artículos exponer la teoría bolchevique de la organización y en particular defenderla contra las calumnias, compartidas por mencheviques, anarquistas, consejistas así como por innumerables parásitos que alegan que la «estrecha» concepción de Lenin sobre el partido sería el producto del atraso ruso, una especie de vuelta atrás a las concepciones narodniki (populistas) y bakuninistas. Lo que queremos subrayar aquí es que la Revolución rusa de 1905 no fue la última de una larga serie de revoluciones burguesas sino el heraldo anunciador de la revolución proletaria que estaba gestándose en las entrañas del capitalismo mundial. Por ello, la concepción bolchevique del partido no estaba anclada en el pasado, sino que fue de hecho una ruptura con él, con la concepción legalista, parlamentaria, del partido de masas que había dominado el movimiento socialdemócrata. Los acontecimientos de 1917 confirmarían de la forma más concreta posible el partido de «nuevo tipo» que defendió Lenin, el cual fue precisamente el tipo de partido que correspondía a las necesidades de la lucha de clases en la época de la revolución proletaria.
Si hubo alguna debilidad en la comprensión de Lenin sobre el movimiento de 1905, fue esencialmente su postura sobre el problema de las perspectivas. Como desarrollaremos a continuación, la visión de Lenin de la Revolución de 1905 fue que se trataba de una revolución burguesa en la cual el papel dirigente incumbía al proletariado, lo cual le dificultó alcanzar el grado de claridad que tuvo Trotski sobre el significado histórico de los soviets. Ciertamente, fue capaz de ver que no podían limitarse a ser órganos puramente defensivos, que deberían ser órganos del poder revolucionario: «Pienso que el Soviet de Diputados obreros es políticamente hablando el embrión del Gobierno Revolucionario Provisional. El Soviet debe proclamarse gobierno provisional revolucionario incorporando para ello nuevos diputados no solo de los obreros sino de los marinos y los soldados» ([16]). No obstante, en la concepción de Lenin sobre la «dictadura revolucionaria del proletariado y los campesinos», ese gobierno no era la dictadura del proletariado que llevaría a cabo la revolución socialista, sino que debía llevar a cabo una revolución burguesa en la que tenía que incluir a todas las clases y estratos sociales opuestos al zarismo. Trotski vio la fuerza del Soviet precisamente en que «no puede permitirse disolver su naturaleza de clase en la democracia revolucionaria; debe permanecer como la expresión organizativa de la voluntad de clase del proletariado» ([17]). Lenin, por otro lado, llamaba al Soviet a diluir su composición de clase ampliando su representación a soldados, campesinos y la «inteligencia burguesa revolucionaria» así como asumiendo las tareas de la revolución «democrática». Para entender estas diferencias hay que profundizar un poco más en la cuestión que estaba detrás de ellas: la naturaleza de la revolución en Rusia.
En 1903 la escisión entre bolcheviques y mencheviques se focalizó sobre la cuestión de la organización. Pero 1905 reveló que las diferencias en materia de organización estaban conectadas con otras cuestiones más programáticas: en este caso, sobre todo, la naturaleza y las perspectivas de la revolución en Rusia.
Los mencheviques, proclamándose intérpretes ortodoxos de Marx sobre la cuestión, argumentaban que Rusia estaba esperando todavía su 1789. En esa trasnochada revolución burguesa, inevitable si el capitalismo ruso quería romper sus amarras absolutistas y construir las bases materiales para el socialismo, la tarea del proletariado y su partido era actuar como fuerza independiente de oposición apoyando a la burguesía contra el zarismo pero negándose a participar en el gobierno para tener las manos libres y poderlo criticar desde una posición de izquierda. En ese sentido, la clase dirigente de la revolución burguesa tenía que ser la burguesía, al menos sus fracciones más avanzadas y liberales.
Los bolcheviques, con Lenin a la cabeza, estaban de acuerdo en que la revolución sería burguesa y rechazaban como anarquista la idea según la cual tendría un carácter inmediatamente socialista. Pero su análisis de la vía en que se había desarrollado el capitalismo en Rusia (especialmente su dependencia del capitalismo extranjero y de la burocracia estatal rusa) les convenció de que la burguesía rusa era demasiado sumisa al aparato zarista, demasiado blanda e indecisa para llevar adelante su propia revolución. Además, la experiencia histórica de las revoluciones de 1848 en Europa enseñaba que tal indecisión podía ser tanto mayor porque la burguesía temía que un levantamiento revolucionario diera libre curso a la «amenaza de los de abajo», es decir, del movimiento proletario. En estas circunstancias, los bolcheviques insistían en que la burguesía podía retirarse de la lucha contra el absolutismo, la cual solo podía llevarse a una conclusión victoriosa mediante una sublevación popular armada en la que el papel dirigente tenía que ser desempeñado por la clase obrera. La insurrección debería instaurar una «dictadura democrática del proletariado y el campesinado» y, para gran escándalo de los mencheviques, se declaraban dispuestos a participar en el Gobierno provisional revolucionario que sería el instrumento de dicha «dictadura democrática», volviendo a la oposición una vez que las adquisiciones de la revolución burguesa hubieran sido consolidadas.
La tercera posición era la de Trotski – la revolución permanente – una fórmula sacada de los escritos de Marx a propósito de las revoluciones de 1848. Trotski estaba de acuerdo con los bolcheviques en que la revolución tenía todavía que completar tareas democrático-burguesas y que, efectivamente, la burguesía sería incapaz de llevarlas hasta el final. Pero rechazaba la idea de que el proletariado, una vez embarcado en ese camino revolucionario, se impusiera una autolimitación en su combate. Los intereses de clase del proletariado le obligarían no solo a tomar el poder en sus propias manos sino también a transformar las tareas democrático-burguesas iniciales en tareas proletarias, instaurando una serie de medidas económicas y políticas socialistas. Sin embargo, semejante evolución no podía realizarse limitándose al marco nacional:
«Una “limitación voluntaria” del gobierno obrero no tendrá otro efecto que el de traicionar los intereses de los desempleados, los huelguistas y todo el proletariado en general, para realizar la República. El poder revolucionario tendrá que resolver problemas socialistas absolutamente objetivos y en esta tarea chocará en un determinado momento con una gran dificultad: el atraso de las condiciones económicas del país. En los límites de una revolución nacional esta situación no tendría salida. La tarea del gobierno obrero será, por lo tanto, desde el principio, unir sus fuerzas con las del proletariado socialista de Europa occidental. Sólo de esta manera su dominación revolucionaria temporal se transformará en el prólogo de la dictadura socialista. La revolución socialista será imprescindible para el proletariado de Rusia en interés y para la salvaguardia de esta clase» ([18]).
La noción de «revolución permanente», como ya hemos observado en esta serie, no carece de ambigüedades que han sido hábilmente explotadas por aquellos que se han apropiado de la autoridad de Trotski, los actuales trotskistas. Pero en el momento en que se planteó fue un intento de entender la transición hacia el nuevo período de la historia del capitalismo. Esta posición tiene la inmensa ventaja sobre las dos anteriores teorías de plantear el problema de forma internacional, más allá del contexto ruso. En ello Trotski estaba menos con el menchevismo y más con las posiciones de Marx, el cual en sus últimos escritos había reflexionado sobre la posibilidad de que Rusia «superara» la etapa capitalista insistiendo que sólo podría hacerse en el contexto de una revolución socialista internacional ([19]). La evolución de los acontecimientos demostró que Rusia no podría evitar la experiencia del capitalismo. Pero, a diferencia del dogma esquemático de los mencheviques, que defendían que cada país debía construir los fundamentos del socialismo en sus propios confines nacionales, el internacionalista Trotski planteaba el problema en las verdaderas condiciones para la realización del socialismo (o sea, la entrada en decadencia de un capitalismo maduro al borde de la putrefacción), las cuales surgirían de la realidad global mucho antes que cada país hubiera llegado al techo del desarrollo capitalista. Los acontecimientos de 1905 habían demostrado ampliamente que el proletariado urbano combativo y altamente concentrado constituía ya una verdadera fuerza revolucionaria en la sociedad rusa, mientras que los acontecimientos de 1917 confirmarían que un proletariado revolucionario puede lanzarse a la revolución proletaria.
El Lenin de 1917, como muestra el artículo de la Revista internacional nº 89 sobre Las Tesis de Abril, fue capaz de quitarse de encima lo de la «dictadura democrática» pese al apego que le tenían a esa posición muchos «viejos bolcheviques». En este aspecto, no es ninguna casualidad que Lenin en el periodo 1905-1917 fuera acercándose progresivamente hacia las tesis de la «revolución permanente», declarando en un articulo escrito en septiembre de 1905: «De la revolución democrática comenzaremos a pasar enseguida, y precisamente en la medida de nuestras fuerzas, las fuerzas del proletariado consciente y organizado, a la revolución socialista. Somos partidarios de la revolución permanente. No nos quedaremos a mitad de camino» ([20]). Las traducciones estalinistas de la obra de Lenin cambian el término «permanente» por el de «ininterrumpida» para proteger a Lenin de todo «virus trotskista» pero el significado sigue siendo transparente. Si Lenin, no obstante, siguió vacilando frente a la posición de Trotski fue como resultado de las ambigüedades del período que va hasta 1914: hasta la guerra del 14 no quedó claro que el sistema había entrado en su período de decadencia, que la revolución comunista mundial se ponía definitivamente al orden del día de la historia. La guerra y el gigantesco movimiento proletario que estalló en febrero de 1917 eliminaron sus últimas dudas.
La posición menchevique reveló también su íntimo secreto en 1917: en la época de la revolución proletaria la «oposición crítica» a la burguesía se convirtió en capitulación ante ella para posteriormente transformarse en enrolamiento dentro de las fuerzas contrarrevolucionarias. Incluso, la posición de la «dictadura democrática» amenazó con arrastrar a los bolcheviques al mismo campo hasta que el retorno de Lenin del exilio y la victoriosa lucha contra esa posición lo evitó. La reflexión de Trotski sobre la revolución de 1905 tuvo un papel crucial en ese combate. Sin ella, Lenin no habría sido capaz de forjar las armas teóricas necesarias para elaborar Las Tesis de Abril y preparar la vía a la insurrección de Octubre.
La revolución de 1905 terminó con una derrota para la clase obrera. La insurrección armada de diciembre, aislada y aplastada, no llevó ni a la dictadura proletaria ni a la república, sino a una década de reacción zarista que causó la desorientación y la dispersión temporal del movimiento obrero. Pero no fue una derrota de proporciones históricas y mundiales. En la segunda década de este siglo empezaron a verse claras indicaciones de resurgimiento proletario incluso en la propia Rusia. Sin embargo, el centro del debate sobre la huelga de masas se localizó en Alemania. Además, se hizo más urgente porque el deterioro de la situación económica provocó movimientos de huelga masivos, unos alrededor de demandas económicas, aunque también otros, sobre todo en Prusia, en torno a la cuestión de la reforma del sufragio electoral. También fue creciendo la amenaza de guerra la cual alentó al movimiento obrero a considerar la huelga de masas como arma de lucha contra el militarismo. Estos acontecimientos dieron origen a una fuerte polémica dentro del partido alemán, enfrentando a Kautsky, «el papa de la ortodoxia marxista» (en realidad, líder de la corriente centrista del partido) contra Pannekoek y Rosa Luxemburgo, principales teóricos de la Izquierda.
Con la derecha de la socialdemocracia, que mostraba su creciente oposición a toda acción de masas de la clase obrera, el argumento de Kautsky era que la huelga de masas en los países avanzados debía limitarse a un nivel defensivo, que la mejor estrategia de la clase obrera era una «guerra de desgaste» gradual y esencialmente defensiva con el parlamento y las elecciones como instrumentos clave para transferir el poder al proletariado. Pero esto en realidad lo único que probaba era que su autodenominada posición «centrista» no era más que una tapadera del ala abiertamente oportunista del partido. Respondiendo en dos artículos publicados en Neue Zeit de 1910, titulados «¿Desgaste o lucha?» y «La teoría y la práctica», Luxemburgo reafirmaba el argumento que había defendido en Huelga de masas, partido y sindicatos, rechazando el punto de vista de Kautsky según el cual la huelga de masas en Rusia era el producto de su atraso y oponiéndose a la estrategia de «desgaste», mostrando la conexión íntima e inevitable entre la huelga de masas y la revolución.
Pero como nuestro libro sobre la Izquierda holandesa pone de relieve, había una debilidad importante en el argumento de Rosa Luxemburgo: «En realidad, muy a menudo en este debate, Rosa Luxemburgo se situaba en el terreno elegido por Kautsky y la dirección del SPD. Ella llamaba a inaugurar las huelgas y las manifestaciones por el sufragio universal con una huelga de masas y proponía como consigna “transitoria” de movilización la lucha por la República. En este terreno, Kautsky podía replicarle que “querer inaugurar una lucha electoral mediante una huelga de masas es un absurdo”». Y como el libro muestra, fue el marxista holandés Anton Pannekoek, que vivía en Alemania en ese período, quien fue capaz de dar en este debate un paso adelante muy importante.
Ya en 1909 en su texto Divergencias tácticas en el movimiento obrero, que se dirigía contra las desviaciones anarquistas y revisionistas en el movimiento, Pannekoek mostró una profunda comprensión del método marxista en la defensa de sus posiciones, las cuales contenían en germen los principios del rechazo del parlamentarismo y del sindicalismo elaborados por la Izquierda germano-holandesa después de la guerra, aunque desmarcándose claramente, en ese rechazo, de la posición anarquista, moralista e intemporal. En su polémica con Kautsky aparecida en Neue Zeit en 1912 en los textos «Acción de masas y revolución» y «Teoría marxista y táctica revolucionaria», Pannekoek llevará más lejos ese enfoque. Entre las contribuciones más importantes contenidas en esos documentos, destaca el diagnóstico de la posición de Kautsky como centrismo (tratada como «radicalismo pasivo» en el segundo texto); su defensa de la huelga de masas como la forma más apropiada para la clase obrera en la nueva época imperialista emergente; su insistencia en la capacidad del proletariado para desarrollar nuevas formas de organización unitaria en el curso de la lucha ([21]). También, su visión del partido como una minoría activa que tiene como tarea aportar una dirección política y programática al movimiento más que organizarlo o controlarlo desde arriba. Pero más importante todavía fue su argumento sobre el fin último de la huelga de masas que asume la posición marxista sobre el enfrentamiento revolucionario del proletariado con el Estado burgués frente al fetichismo parlamentario y legalista de Kautsky. En un pasaje citado y apoyado por Lenin en su libro El Estado y la Revolución, Pannekoek escribe:
«La lucha del proletariado no es sencillamente una lucha contra la burguesía por el poder estatal, sino una lucha contra el poder estatal. El contenido de la revolución proletaria es la destrucción y eliminación de los medios de fuerza del Estado por los medios de fuerza del proletariado (…) La lucha cesa únicamente cuando se produce como resultado final la destrucción completa del poder estatal. La organización de la mayoría demuestra su superioridad al destruir la organización de la minoría dominante» ([22]).
Lenin, pese a ver ciertos defectos en la formulación de Pannekoek, lo defiende ardientemente como marxista frente a la acusación de Kautsky de recaída en el anarquismo: «En esta polémica es Pannekoek quien representa al marxismo contra Kautsky, pues precisamente Marx nos enseñó que el proletariado no puede limitarse a conquistar el Poder del Estado en el sentido de que el viejo aparato estatal pase a nuevas manos, sino que debe destruir, romper, dicho aparato y sustituirlo por otro nuevo» ([23]).
Para nosotros, los defectos de la presentación de Pannekoek se sitúan a dos niveles: que no basa suficientemente su argumento en los textos de Marx y Engels sobre la cuestión del Estado, particularmente sobre su conclusión acerca de la Comuna de París. Eso hizo más fácil a Kautsky lanzar su acusación de anarquismo. Y, en segundo lugar, Pannekoek es poco claro acerca de la forma de los nuevos órganos de poder del proletariado: como Luxemburgo no capta el significado histórico de la forma soviética, algo que, sin embargo, sí que fue capaz de comprender después, cuando se produjo la Revolución rusa. Pero, una vez más, esto lo que prueba es que la clarificación del programa comunista es un proceso que integra y sintetiza las mejores contribuciones del movimiento internacional del proletariado. El análisis de Luxemburgo sobre la huelga de masas quedó «coronado» por la apreciación de Trotski sobre los soviets y la perspectiva revolucionaria que extrajo de los acontecimientos de 1905. Los avances de Pannekoek sobre la cuestión del Estado fueron retomados por Lenin en 1917, el cual fue capaz no solo de comprender que la revolución proletaria debía destruir el Estado capitalista existente sino que, además, la forma «al fin encontrada» para ejercer la dictadura del proletariado eran los soviets o consejos obreros. Los logros de Lenin en ese campo, ampliamente resumidos en su libro El Estado y la Revolución serán el eje del siguiente capítulo de esta serie.
CDW
[1] Rosa Luxemburgo, Obras escogidas, tomo II.
[2] ídem.
[3] ídem.
[4] ídem.
[5] ídem.
[6] ídem.
[7] ídem.
[8] ídem.
[9] ídem.
[10] ídem.
[11] ídem.
[12] Trotski, 1905, «El Soviet de diputados obreros»
[13] Revista internacional nº 43 «Revolución de 1905: enseñanzas fundamentales para el proletariado»
[14] Trotski, 1905, «Conclusiones»
[15] Lenin, «Nuestras tareas y el Soviet de diputados obreros», Obras completas, t. 12, edición en español
[16] Lenin, «Nuestras tareas y el Soviet de diputados obreros», Obras completas, t. 12
[17] Trotski, op.cit.
[18] Trotski, 1905, «Nuestras diferencias», t. II, edición en español
[19] Revista internacional nº 81, «Comunismo del pasado y del futuro»
[20] Lenin, «La actitud de la Socialdemocracia ante el movimiento campesino», Obras completas, t. 11, edición en español
[21] Pannekoek se queda a nivel de generalidades en la descripción de esas formas de organización. Pero el movimiento real comenzó a concretarse: en 1913 surgieron huelgas antisindicales en los astilleros del norte de Alemania, dando nacimiento a los primeros comités de huelga autónomos. Pannekoek no vaciló en defender esas formas nuevas de lucha y organización contra la burocracia sindical, la cual estaba completando su integración en el Estado capitalista. Ver Pannekoek y los Consejos obreros de S. Bricianier.
[22] la cita aparece en Lenin, El Estado y la Revolución, y está tomada del texto de Pannekoek Acción de masas y revolución
[23] Lenin, El Estado y la Revolución
En el número anterior de esta Revista publicamos una polémica, respuesta a la publicada en Revolutionary Perspectives nº 5, órgano de la Communist Workers Organisation (CWO), titulada ésta última «Sectas, mentiras y la perspectiva perdida de la CCI». Por falta de sitio, no pudimos tratar todos los aspectos abordados por la CWO, limitándonos a contestar únicamente a la idea de que la perspectiva propuesta por la CCI para el período histórico actual habría fracasado totalmente. Pusimos en evidencia ya que las afirmaciones de la CWO se basan especialmente en la mayor incomprensión de nuestras propias posiciones y, sobre todo, en la ausencia total de marco de análisis sobre el período actual por su parte. Una ausencia de marco que, además, la CWO y el Buró internacional por el Partido revolucionario (BIPR, al que la CWO está afiliada) reivindican con altanería, cuando consideran que es imposible para las organizaciones revolucionarias el identificar la tendencia dominante en la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado, si vamos hacia enfrentamientos de clase crecientes o, si el curso es hacia la guerra imperialista. En realidad, la negativa del BIPR a definir el curso histórico como algo posible y necesario para los revolucionarios, viene de las condiciones mismas en las que se formó, al final de la IIª Guerra mundial, la otra organización del BIPR, inspiradora de sus posiciones políticas, el Partito Comunista Internazionalista (PCInt). Precisamente en el no 15 de la revista teórica en inglés del BIPR, Internationalist Communist (IC), esta organización vuelve a la polémica con la CCI con un artículo «Las raíces políticas del malestar organizativo de la CCI» sobre la cuestión de los orígenes del PCInt y los de la CCI. Es esencialmente este tema del que trataremos aquí como repuesta a esa nueva polémica.
La polémica del BIPR trata del mismo tema que el artículo de RP nº 5: las causas de las dificultades organizativas con las que la CCI se ha enfrentado en los últimos tiempos. La gran debilidad de ambos textos es que no mencionan para nada el análisis que ha hecho la CCI sobre sus dificultades ([1]). Para el BIPR, tales dificultades sólo pueden originarse en debilidades de tipo programático o en la apreciación de la situación mundial actual. Es evidente que esos temas pueden ser fuente de dificultades para una organización comunista. Pero toda la historia del movimiento obrero nos demuestra que las cuestiones relacionadas con la estructura y el funcionamiento de la organización son cuestiones plenamente políticas. Las debilidades en ese aspecto, más incluso que en otros puntos programáticos o de análisis, tienen consecuencias de primer plano, a menudo dramáticas, sobre la vida de las formaciones revolucionarias. ¿Habrá que recordar a los camaradas del BIPR, que tanto se reivindican de las posiciones de Lenin, el ejemplo del IIº Congreso del Partido obrero socialdemócrata de Rusia en 1903, en donde fue precisamente la cuestión de la organización (y no puntos programáticos o de análisis del período) lo que provocó las divergencias entre bolcheviques y mencheviques? De hecho, si se mira de cerca, la incapacidad actual del BIPR para hacer un análisis sobre el curso histórico se explica, en gran parte, por los errores políticos sobre la cuestión de organización y, especialmente, sobre la cuestión de las relaciones entre fracción y partido. Y esto es lo que pone precisamente en evidencia el artículo de IC. Para que los compañeros del BIPR no vengan luego acusándonos de falsificar sus posiciones, reproducimos aquí un amplio extracto de su artículo:
«La CCI se formó en 1975, pero su historia remonta a la Izquierda comunista de Francia (GCF), un grupo minúsculo que se formó durante la IIª Guerra mundial por la misma persona que luego formaría la CCI en los años 70. La GCF se basaba fundamentalmente en el rechazo a la formación del Partido comunista internacionalista en Italia después de 1942 por los antepasados del BIPR.
La GCF afirmaba que el Partido comunista internacionalista no significaba avance alguno con relación a la vieja Fracción de la Izquierda comunista que se había exiliado en Francia durante la dictadura de Mussolini. La GCF hizo un llamamiento a los miembros de la Fracción para que no integraran el nuevo Partido, formado por revolucionarios como Onorato Damen, liberado de la cárcel tras el hundimiento del régimen mussoliniano. El argumento de la GCF era que seguía la situación de contrarrevolución que se había abatido sobre los obreros desde las derrotas de los años 20, y que por ello no había posibilidad de crear un partido revolucionario en los años 40. Después de que se hundiera el fascismo italiano y que el Estado italiano se convirtiera en campo de batalla entre los dos frentes imperialistas, la gran mayoría de la Fracción italiana en el exilio se sumó al Partido comunista internacionalista (PCInt), apostando por una combatividad obrera que no se iba a quedar limitada al norte de Italia cuando la guerra iba llegando a su fin. La oposición de la GCF no tuvo impacto alguno en aquel tiempo, pero era ya el primer ejemplo de las consecuencias de los razonamientos abstractos que son uno de los rasgos metodológicos de la CCI hoy. La CCI va a decir hoy que de la Segunda Guerra mundial no salió ninguna revolución y que eso sería la prueba de que la GCF tenía razón. Pero eso es ignorar el hecho de que el PCInt fue la creación de la clase obrera revolucionaria que había alcanzado mayor éxito desde la revolución rusa y que, a pesar del medio siglo de dominación capitalista después, sigue existiendo y hoy está aumentando.
La GCF, por otro lado, llevó las abstracciones «lógicas» a un nivel más alto. Consideraba que puesto que la contrarrevolución seguía siendo dominante, la revolución proletaria no estaba al orden del día. Y si esto era así, ¡se iba a producir una nueva guerra imperialista! El resultado fue que la dirección se fue a América del Sur y la GCF desapareció durante la guerra de Corea. La CCI siempre ha estado un tanto molesta por la revelación de las capacidades de comprensión del «curso histórico» de sus antepasados. Su respuesta ha sido siempre, sin embargo, la del desdén. Cuando la antigua GCF volvió a una Europa preservada de la guerra, a mediados de los años 60, en lugar de reconocer que el PCInt había tenido siempre razón sobre sus perspectivas y sobre su concepto de la organización, aquélla intentó denigrar al PCInt afirmando que padecía de «esclerosis» y de «oportunismo», afirmando por todas partes que era «bordiguista» (... una acusación que han tenido que retirar después). Sin embargo, después de haberse visto obligada a retractarse, no por eso acabó con su política de denigración de los posibles «rivales» (recogiendo los términos de la CCI misma) y ahora la CCI intenta demostrar que el PCInt «trabajó con los partisanos» (o sea que apoyó a las fuerzas burguesas que intentaban establecer un Estado democrático italiano). Esto era una calumnia cobarde y asquerosa. De hecho, hubo militantes del PCInt que fueron asesinados bajo las órdenes directas de Palmiro Togliatti (Secretario general del Partido comunista italiano) por haber intentado luchar contra el control de los estalinistas sobre la clase obrera y haberse granjeando audiencia entre los partisanos».
Ese pasaje, que aborda las historias respectivas de la CCI y del BIPR, merece ser contestado en su fondo, sobre todo aportan-do elementos históricos. Sin embargo, para la claridad del debate, debemos empezar rectificando algunas afirmaciones que son expresión o de la mala fe o de la ignorancia más cerril por parte del redactor del artículo.
Empecemos por la cuestión de los partisanos, que tanta indignación provoca en los compañeros del BIPR hasta el punto de que no pueden evitar tratarnos de «calumniadores» y de «cobardes». Sí, hemos dicho que el PCInt «trabajó en los partisanos». Pero esto no es ninguna calumnia, es la más pura verdad. ¿Mandó, si o no, el PCInt a algunos de sus militantes y dirigentes a las filas de los partisanos?. Sí, es algo que no se puede negar. Es más, el PCInt se reivindica de esa política, a no ser que haya cambiado de postura desde que el camarada Damen escribía, en nombre del ejecutivo del PCInt, en el otoño de 1976, que su partido podía «presentarse con todas sus cartas en regla», al evocar «a aquellos militantes revolucionarios que hacían una labor de penetración en las filas de los partisanos para difundir en ellas los principios y la táctica del movimiento revolucionario y que, a causa de ese compromiso, llegaron incluso a pagarlo con sus vidas»([2]). Ya hemos tratado este tema en nuestra prensa en varias ocasiones ([3]) y hemos de volver sobre él en la segunda parte de este artículo. Pero debe quedar claro que si bien hemos criticado sin rodeos los errores cometidos por el PCInt en su constitución, nunca lo hemos confundido con las organizaciones trotskistas y menos todavía con las estalinistas. En lugar de ponerse a gritar escandalizados, los compañeros del BIPR hubieran hecho mejor en reproducir las citas que tanto los enfadan. En espera de que lo hagan, sería mejor que se tragaran su indignación y sus insultos.
Otro punto sobre el que debemos hacer una rectificación y una precisión se refiere al análisis del período histórico hecho por la GCF a principios de los años 50 y que motivó la marcha de Europa de algunos de sus miembros. El BIPR se engaña cuando pretende que la CCI se sentiría mal a gusto ante ese tema y que respondería «con desdén». Así, en un artículo dedicado a la memoria de nuestro camarada Marc (Revista internacional nº 66) escribíamos:
«Ese análisis lo encontramos en particular, en el artículo “La evolución del capitalismo y la nueva perspectiva”, publicado en Internationalisme nº 46 (...). Este texto redactado en mayo de 1952 por Marc, fue en cierto modo el testamento político de la GCF. En efecto, Marc se va en junio del 52 de Francia para Venezuela. Su partida es resultado de una decisión colectiva de la GCF, la cual, ante la guerra de Corea, estima que una tercera guerra mundial entre el bloque americano y el bloque ruso se ha vuelto inevitable a corto plazo, como así se afirma en el texto mencionado. Una guerra así, que destruiría sobre todo a Europa, podría acabar por completo con el puñado de grupos comunistas, y entre ellos la GCF, que habían sobrevivido a la precedente. La “salvaguardia” fuera de Europa de cierto número de militantes no se debió pues a una preocupación por su seguridad personal (...); de lo que se trataba era de mantener la vida misma de la organización. Sin embargo, la partida a otro continente de su elemento más experimentado y formado va a significar un golpe fatal para la GCF, cuyos militantes quedados en Francia no logran, a pesar de la correspondencia que Marc mantiene con ellos, mantener en vida la organización en aquel período de profunda contrarrevolución. Por razones que no cabe explicar ahora aquí, ya se sabe que no hubo tercera guerra mundial. Y es evidente que este error de análisis le costó la vida a la GCF; y sin duda es el error, entre los cometidos por nuestro camarada a lo largo de su vida militante, que tuvo las consecuencias más graves».
Por otra parte, cuando reprodujimos el texto evocado arriba (ya en 1974 en el nº 8 del Bulletin d’étude et de discussion de Révolution internationale, que es el antecesor de esta Revista internacional) lo precisamos con claridad: «Internationalisme tuvo razón en analizar el período que siguó a la IIª Guerra mundial como continuación del período de reacción y reflujo de la lucha de clases del proletariado (...) Tenía también razón cuando afirmaba que a pesar del final de la guerra, el capitalismo no saldría de su período de decadencia y que todas las contradicciones que llevaron al capitalismo a la guerra permanecían y llevarían inexorablemente al mundo hacia nuevas guerras. Pero Internationalisme no percibió o no insistió lo suficiente en la fase de la posible «reconstrucción» en el ciclo de la decadencia (crisis-guerra-reconstrucción-crisis). Por eso fue por lo que, en aquel contexto de la enrarecida atmósfera de la guerra fría USA-URSS, Internationalisme no veía la posibilidad de un resurgir proletario sino durante y como consecuencia de una tercera guerra.»
Como puede verse, la CCI nunca «ha tomado con desdén» ese tema y nunca se ha sentido «molesta» al evocar los errores de la GCF (incluso en una época en la que el BIPR no existía para recordárselos). Dicho esto, el BIPR nos vuelve a dar otra prueba de que es incapaz de comprender nuestro análisis del curso histórico. El error de la GCF no consiste en una evaluación incorrecta de la relación de fuerzas entre las clases, sino en una subestimación del respiro que la reconstrucción dio a la economía capitalista, permitiéndole durante dos décadas evitar la crisis abierta y por lo tanto atenuar en cierto modo las tensiones imperialistas entre los bloques. Éstas pudieron entonces quedar contenidas en las guerras locales (Corea, Oriente Medio, Vietnam, etc.). Si no hubo guerra mundial en aquel entonces no fue gracias al proletariado, paralizado y encuadrado como lo estaba por las fuerzas de izquierda del capital, sino porque no se imponía todavía al capitalismo.
Tras haber hecho esas puntualizaciones, debemos volver a un «argumento» que parece gustarle mucho al BIPR (pues ya lo usó en un artículo de polémica de RP nº 5): es el del tamaño «minúsculo» de la GCF. En realidad, esa referencia al carácter minúsculo de la GCF es paralela a lo de «la creación de la clase obrera revolucionaria que había alcanzado mayor éxito desde la Revolución rusa», o sea, el PCInt, el cual, en aquel entonces, contaba con varios miles de miembros. ¿Nos quiere con eso demostrar el BIPR que la razón del «mayor éxito» del PCInt fue que sus posiciones eran más correctas que las de la GCF?
Si es así, flaco es ese argumento. Pero más allá de tal argumento, el método del BIPR toca temas de fondo en los que se sitúan precisamente algunas divergencias fundamentales entre nuestras dos organizaciones. Para poder abordar esas cuestiones de fondo, debemos volver a la historia de la Izquierda comunista de Italia, pues la GCF no sólo era un grupo «minúsculo», sino sobre todo el verdadero continuador político de esa corriente histórica de la que se reivindican también el PCInt y el BIPR.
La CCI ha publicado un libro, la Izquierda comunista de Italia sobre la historia de esa corriente. Vamos aquí a esbozar algunos aspectos importantes de esa historia.
La corriente de la Izquierda italiana, que se había formado en torno a Amadeo Bordiga y la federación de Nápoles como fracción «abstencionista» en el seno del Partido Socialista Italiano (PSI), fue el origen del PC de Italia en 1921, en el Congreso de Livorno y asumió la dirección de este partido hasta 1925. Al mismo tiempo que otras corrientes de izquierda en la Internacional comunista (IC), como la Izquierda alemana o la holandesa, la italiana se irguió, mucho antes que la Oposición de izquierda de Trotski, contra el rumbo oportunista de la IC. Contrariamente al trotskismo, que se reivindicaba íntegramente de los 4 primeros congresos de la IC, la Izquierda italiana rechazaba algunas de las posiciones adoptadas en los 3º y 4º Congresos, especialmente la táctica de «Frente único». En muchos aspectos, especialmente sobre la naturaleza capitalista de la URSS o sobre la naturaleza definitivamente burguesa de los sindicatos, las posiciones de la Izquierda germano-holandesa eran al principio mucho más justas que las de la Izquierda italiana. Sin embargo, la contribución al movimiento obrero de la Izquierda comunista de Italia fue mucho más fecunda que la de las demás corrientes de la Izquierda comunista al haber sido capaz de comprender dos problemas esenciales:
La Izquierda italiana, aun siendo consciente de la necesidad de discutir las posiciones políticas que la experiencia histórica había invalidado, tuvo la preocupación de avanzar con la mayor prudencia, evitando así «tirar el grano con la paja», al contrario de lo que hizo la Izquierda holandesa, la cual acabó considerando Octubre de 1917 como una revolución burguesa y rechazando la necesidad de un partido revolucionario. Eso no quitó que la Izquierda italiana hiciera suyas algunas posiciones elaboradas con anterioridad por la Izquierda germano-holandesa.
La represión creciente del régimen mussoliniano, sobre todo a partir de las leyes de excepción de 1926, obligó a la mayoría de los militantes de la Izquierda comunista de Italia a exiliarse. Y fue en el extranjero, sobre todo en Bélgica y Francia, donde esa corriente mantuvo su actividad organizada. En febrero de 1928, se funda en Pantin, cerca de París, la Fracción de izquierda de Partido comunista de Italia. Intenta participar en el esfuerzo de discusión y agrupamiento de las diferentes corrientes de izquierda que habían sido excluidas de la IC en plena degeneración y cuya figura más conocida es Trotski. La Fracción se propuso, en particular, publicar una revista de discusión común a esas diferentes corrientes. Pero tras haber sido excluida de la Oposición de izquierda internacional, tomó la resolución de publicar a partir de 1933 su propia revista, Bilan (Balance), en francés, a la vez que continuaba la publicación en italiano de Prometeo.
No vamos ahora a repasar las posiciones de la Fracción ni su evolución. Nos limitaremos a recordar una de las posiciones esenciales que fundaron su existencia: las relaciones entre partido y fracción.
La Fracción fue elaborando progresivamente esa posición a finales de los años 20 y principio de los 30 cuando se trataba de definir qué política debía ser desarrollada respecto a unos partidos comunistas en vías de degeneración.
A grandes rasgos, puede resumirse así esta posición. La Fracción de izquierda se forma en un momento en que el partido del proletariado tiende a degenerar, víctima del oportunismo, o sea, de la penetración en su seno de la ideología burguesa. Es responsabilidad de la minoría que mantiene el programa revolucionario luchar de modo organizado para que tal programa triunfe en el partido. Una de dos: o la Fracción logra que ganen sus posiciones, salvando así al Partido, o éste sigue su curso degenerante y acaba pasando con armas y equipo al campo de la burguesía. No es fácil determinar en qué momento el partido proletario se pasa al campo enemigo. Uno de los indicadores más significativos es, sin embargo, el que sea imposible que pueda aparecer una vida política proletaria en el seno del partido. La fracción de izquierda tiene la responsabilidad de llevar a cabo un combate en el seno del partido mientras exista una mínima esperanza de que pueda ser enderezado. Por eso, en los años 1920, no son las corrientes de izquierda las que abandonan los partidos de la IC, sino que son excluidos y muy a menudo mediante sórdidas maniobras. Pero una vez que un partido del proletariado se pasa al campo de la burguesía, no hay ya retorno posible. El proletariado deberá, necesariamente, hacer surgir un nuevo partido para reanudar su camino hacia la revolución y el papel de la fracción será entonces el de servir de «puente» entre el antiguo partido pasado al enemigo y el futuro partido del que deberá elaborar las bases programáticas y servir de armazón. El hecho de que, tras el paso del partido al campo burgués no pueda existir vida proletaria en su seno significa también que es inútil y peligroso para los revolucionarios, practicar «el entrismo», una de las tácticas del trotskismo que la Fracción siempre rechazó. El único resultado que ha dado el querer mantener una vida proletaria en un partido burgués, estéril pues para las posiciones de clase, es el de acelerar la degeneración oportunista de las organizaciones que lo han intentado y ni mucho menos el de conseguir volver a enderezar tal partido. En cuanto al «reclutamiento» que esos métodos permitieron, éste era especialmente confuso, gangrenado por el oportunismo, incapaz de formar una vanguardia para la clase obrera.
De hecho una de las diferencias fundamentales entre el trotskismo y la Fracción italiana estriba en que ésta, en la política de agrupamiento de las fuerzas revolucionarias, siempre puso por delante la necesidad de la mayor claridad, el mayor rigor programático, aunque estuviera abierta a la discusión con todas las demás corrientes que habían entablado el combate contra la degeneración de la IC. En cambio, la corriente trotskista, intentó formar organizaciones de modo precipitado, sin discusiones serias, sin decantación previa de las posiciones políticas, basándolo todo en acuerdos entre «personalidades» y en la autoridad ganada por Trotski, uno de los principales dirigentes de la Revolución de Octubre y de la IC en sus orígenes.
Otra cuestión que opuso el trotskismo y la Fracción italiana fue la del momento en que debe formarse un nuevo partido. Para Trotski y sus camaradas, la cuestión de fundar un nuevo partido estaba ya al orden del día en el momento en que los antiguos partidos se habían perdido para el proletariado. Para la Fracción, la cuestión estaba clara:
«La transformación de la fracción en partido viene condicionada por dos elementos íntimamente vinculados ([4]):
1. La elaboración, por la fracción, de nuevas posiciones políticas capaces de dar un nuevo marco sólido a las luchas del proletariado por la Revolución en su nueva fase más avanzada (...).
2. El cambio en la relación de fuerzas del sistema actual (...) con el estallido de movimientos revolucionarios que permitan a la Fracción tomar la dirección de las luchas con vistas a la insurrección» («Vers l’Internationale 2 et 3/4?», Bilan nº 1, 1933).
Para que los revolucionaros sean capaces de establecer de manera correcta cuál es su responsabilidad en un momento dado, les es indispensable identificar claramente cuál es la relación de fuerzas entre las clases y el sentido de la evolución de esa relación de fuerzas. Uno de los grandes méritos de la Fracción es precisamente el haber sabido identificar la naturaleza del curso histórico de los años 30: de la crisis general del capitalismo, a causa de la contrarrevolución que había abatido sobre la clase obrera, sólo podía salir una nueva guerra mundial.
Ese análisis demostró toda su importancia con la guerra de España. Mientras que la mayoría de las organizaciones que se reivindicaban de la izquierda de los partidos comunistas vieron en los acontecimientos de España una reanudación revolucionaria del proletariado mundial, la Fracción entendió que, a pesar de su combatividad y valor, el proletariado de España estaba encerrado en la ideología antifascista promocionada por todas las organizaciones influyentes en su seno (la CNT anarquista, la UGT socialista así como los partidos comunista, socialista y el POUM, que también participó en el gobierno burgués de la Generalitat), un proletariado destinado a servir de carne de cañón en un enfrentamiento entre sectores de la burguesía (la «democrática» contra la «fascista»), preludio de una guerra mundial que inevitablemente se iba a declarar. Se formó entonces, en la Fracción, una minoría que pensaba que en España la situación seguía siendo «objetivamente revolucionaria» y, haciendo caso omiso de toda disciplina organizativa y rehusando el debate que la mayoría le proponía, se enroló en las brigadas del POUM([5]) e incluso se expresó en el periódico de este partido. La Fracción se vio obligada a tomar nota de la escisión de la minoría, la cual, a su vuelta de España a finales de 1936([6]), va a integrarse en las filas de la Unión comunista, un grupo que, a principios de los años 30, había roto, por la izquierda, con el trotskismo, pero que volvió a unirse a esta corriente para calificar de «revolucionarios» los acontecimientos de España y promover un «antifascismo crítico».
Así, junto con cierta cantidad de comunistas de izquierda holandeses, la Fracción italiana fue la única organización que mantuvo una postura de clase ante la guerra imperialista que se estaba desarrollando en España ([7]). Por desgracia, a finales de 1937, Vercesi, principal teórico y animador de la Fracción, empieza a elaborar una teoría según la cual los diferentes enfrentamientos militares que se produjeron en la segunda mitad de los años 30 no eran los preparativos hacia una nueva carnicería imperialista generalizada, sino «guerras locales» destinadas a precaverse, mediante matanzas de obreros, de la amenaza proletaria que estaba surgiendo. Según esta «teoría», el mundo se encontraba entonces en vísperas de una nueva oleada revolucionaria y la guerra ya no estaba al orden del día, pues la economía de guerra debía servir por sí misma para superar la crisis capitalista. Sólo una minoría de la Fracción, y en ella nuestro camarada Marc, fue entonces capaz de no dejarse arrastrar hacia esa desviación, que venía a ser una especie de desquite póstumo de la minoría de 1936. La mayoría decide interrumpir la publicación de Bilan y sustituirla por Octobre (nombre en conformidad con la «nueva perspectiva»), órgano del Buró internacional de las Fracciones de izquierda (italiana y belga), que se quiere publicar en tres lenguas. De hecho, en lugar de «hacer más» como la supuesta «nueva perspectiva» exigía, la Fracción es incapaz de mantener el trabajo de antes: Octobre, contrariamente a Bilan, aparecerá con irregularidad y sólo en francés; muchos militantes, desorientados por ese cuestionamiento de las posturas de la Fracción se desmoralizan o dimiten.
Cuando estalla la guerra mundial, la Fracción está desarticulada. Más todavía que la represión policiaca por parte, primero, de la policía «democrática» y después de la Gestapo (varios militantes, Mitchell entre ellos, principal animador de la Fracción belga, mueren en deportación), fueron la desorientación y la falta de preparación políticas ante una guerra mundial que, por lo visto, no debía ocurrir, las responsables de la desbandada. Por su parte, Vercesi proclama que con la guerra, el proletariado se ha vuelto «socialmente inexistente», que todo trabajo de fracción se ha vuelto inútil y que deben disolverse las fracciones (decisión tomada por el Buró internacional de las fracciones), lo cual acentúa más la parálisis de la Fracción. Sin embargo, el núcleo de Marsella, formado por militantes que se habían opuesto a las ideas revisionistas de Vercesi antes de la guerra, prosigue la labor paciente de reconstrucción de la Fracción, labor muy difícil a causa de la represión y por falta de medios materiales. Se reconstruyen secciones en Lyón, Tolón y París. Se establecen vínculos con Bélgica. A partir de 1942, la Fracción «reconstituida» mantiene conferencias anuales, nombra una Comisión ejecutiva y publica un Boletín internacional de discusión. Paralelamente se forma en 1942, basándose en las posiciones de la Fracción italiana, el Nucleo francés de la Izquierda comunista en el que Marc participa, miembro de la CE de la FI, con la perspectiva de formar la Fracción francesa.
Cuando en 1942-43 se producen en el Norte de Italia grandes huelgas obreras que conducen a la caída de Mussolini y a su sustitución por el almirante proaliado Badoglio (huelgas que repercuten en Alemania entre los obreros italianos, apoyadas por huelgas de obreros alemanes), la Fracción estima que, de acuerdo con su postura de siempre, «se ha abierto en Italia la vía de la transformación de la Fracción en partido». Su Conferencia de agosto de 1943 decide reanudar el contacto con Italia y pide a los militantes que se preparen para volver en cuanto sea posible. Sin embargo ese retorno no fue posible, en parte por razones materiales y en parte por razones políticas, pues Vercesi y parte de la Fracción belga estaban en contra, al considerar que los acontecimientos de Italia no ponían en entredicho «la inexistencia social del proletariado». En su Conferencia de mayo de 1944, la Fracción condena las teorías de Vercesi ([8]). Éste, sin embargo, no ha llegado todavía al término de su deriva. En septiembre de 1944, participa en nombre de la Fracción (y con otro miembro de ésta, Pieri) en la formación de la Coalizione antifascista de Bruselas junto a los partidos democristiano, «comunista», republicano, socialista y liberal, que publica el periódico L’Italia di Domani en cuyas columnas se encuentran llamamientos a ayuda financiera en apoyo al esfuerzo de guerra aliado. Al enterarse de esos hechos, la CE de la Fracción excluye a Vercesi el 20 de enero de 1945. Eso no le impidió proseguir su actividad todavía unos meses más en la Coalizione y como presidente de la Croce Rossa ([9]).
Por su parte, la Fracción mantenida prosiguió su labor difícil de propaganda contra la histeria antifascista y de denuncia de la guerra imperialista. Tenía ahora a su lado al Núcleo francés de la Izquierda comunista que se constituyó en Fracción francesa de la Izquierda comunista (FFGC), organizando su primer congreso en diciembre de 1944. Ambas fracciones repartían octavillas y pegaban carteles llamando a la confraternización entre los proletarios en uniforme de los dos campos imperialistas. Sin embargo, en la conferencia de mayo de 1945, tras haberse enterado de la constitución en Italia del Partito comunista internazionalista con figuras de tanto prestigio como Onorato Damen y Amadeo Bordiga, la mayoría de la Fracción decide disolverla y que sus miembros entren individualmente en el PCInt. Era ésta una puesta en entredicho radical de todo el método de la Fracción desde que se formó en 1928. Marc, miembro de la CE de la Fracción, principal animador de la labor de ésta durante la guerra, se opone a esa decisión. No se trata de una acción formalista, sino política: Marc opina que la Fracción debe mantenerse hasta no estar segura de las posiciones del nuevo partido, mal conocidas, y comprobar si estaban en conformidad con las de la Fracción ([10]). Para no ser cómplice del suicidio de la Fracción, dimite de la CE y abandona la Conferencia tras haber hecho una declaración explicativa de su actitud. La Fracción, aunque teóricamente ya habría dejado de existir, excluye a Marc, sin embargo, por «indignidad política» y se niega a reconocer la FFGC de la que él era principal animador. Unos meses después, dos miembros de la FFGC que se habían entrevistado con Vercesi, quien se había pronunciado a favor de la constitución del PCInt, escisionan y forman una FFGC-bis con el apoyo de aquél. Para evitar confusiones, la FFGC adopta el nombre de Izquierda comunista de Francia (GCF), reivindicándose evidentemente de continuidad política con la Fracción. Por su parte, la FFGC-bis ve «reforzadas» sus filas con la entrada de miembros de la minoría excluida de la Fracción en 1936 y del principal animador de Union communiste, Chazé. Esto no impide que el PCInt y la Fracción belga la reconozcan como «único representante en Francia de la Izquierda comunista».
La «minúscula» GCF cesó en 1946 la publicación de su periódico de agitación, l’Etincelle (la Chispa), estimando que la perspectiva de una reanudación histórica de los combates de clase, tal como se había anunciado en 1943, no se había verificado. En cambio, sí publicó, entre 1945 y 1952, 46 números de su revista teórica Internationalisme, en donde se abordan todas las cuestiones que se planteaban al movimiento obrero en la inmediata posguerra y se precisan las bases programáticas en las que se iba a formar Internacionalismo en 1964, en Venezuela, Révolution internationale en 1968 en Francia y la Corriente comunista internacional en 1975.
En la segunda parte de este artículo, volveremos sobre la fundación del Partito comunista internazionalista, inspirador del BIPR y «creación de la clase obrera revolucionaria que alcanzó mayor éxito desde la revolución rusa» según él.
Fabienne
[1] Véase artículo sobre el XIIº Congreso de la CCI en este número.
[2] Carta publicada en la Revista internacional nº 8 con nuestra respuesta: «Las ambigüedades sobre los «partisanos» en la constitución del Partido comunista internacionalista en Italia».
[3] Véase artículo de la Revista internacional nº 8.
[4] Hemos tratado a menudo en nuestra prensa sobre lo que, según la concepción elaborada por la Izquierda italiana, distingue la forma partido de la forma fracción (ver en especial nuestro estudio «La relación Fracción-Partido en la tradición marxista» en la Revista internacional nº 59, 61, 64 y 65). Para mayor claridad de este tema, recordemos aquí los elementos siguientes. La minoría comunista existe en permanencia como expresión del devenir revolucionario del proletariado. Sin embargo, el impacto que pueda tener en las luchas inmediatas de la clase está estrechamente condicionado por el nivel de esas luchas y el de la conciencia de las masas obreras. Sólo en períodos de luchas abiertas y cada vez más conscientes del proletariado podrá esperar la minoría tener influencia en ellas. Sólo en esas circunstancias podrá hablarse de esa minoría como partido. En cambio, en períodos de retroceso histórico del proletariado, de triunfo de la contrarrevolución, es vano esperar que las posiciones revolucionarias tengan un impacto significativo y determinante en el conjunto de la clase. En esos períodos, la única labor posible, e indispensable, es la de fracción: preparar las condiciones políticas para la formación del futuro partido cuando la relación de fuerzas entre las clases vuelva a permitir que tengan influencia en el conjunto del proletariado.
[5] Un miembro de la minoría, Candiani, tomó incluso el mando de la columna poumista «Lenin» en el frente aragonés.
[6] La mayoría de la Fracción, contrariamente a una leyenda propagada por la minoría y otros grupos, no se limitó a mirar de lejos lo que ocurría en España. Sus representantes permanecieron en España hasta mayo de 1937, no desde luego para alistarse en el frente antifascista, sino para proseguir, en la clandestinidad y frente a los matones estalinistas que casi los asesinan, una labor de propaganda para intentar extraer a algunos militantes de la espiral de la guerra imperialista.
[7] Cabe señalar que los acontecimientos de España provocaron escisiones en otras organizaciones (Union communiste en Francia, Ligue des communistes en Bélgica, Revolutionary Workers’ League en Estados Unidos, Liga comunista en México) que tenían las mismas posiciones que la Fracción y uniéndose a sus filas o formando, como en Bélgica, una nueva fracción de la Izquierda comunista internacionalista. Fue entonces cuando el camarada Marc dejó la Union communiste y se unió a la Fracción con la que estaba en contacto desde hacía varios años.
[8] Durante ese período, la Fracción publicó múltiples números de su boletín de discusión lo que le permitió desarrollar toda una serie de análisis, en especial sobre la naturaleza de la URSS, sobre la degeneración de la Revolución rusa y la cuestión del Estado en el período de transición, sobre la teoría de la economía de guerra desarrollada por Vercesi y sobre las causas económicas de la guerra imperialista.
[9] En ese cargo, llegó incluso a agradecerle «a su excelencia el nuncio apostólico» por «su apoyo a esta obra de solidaridad y de humanidad», a la vez que se declaraba seguro de que «ningún italiano se cubrirá de vergüenza quedándose sordo a nuestro urgente llamamiento» (L’Italia de Domani nº 11, marzo de 1945).
[10] En este sentido, la razón por la cual Marc se opuso a la decisión de la Fracción, en mayo de 1945, no es la que da IC de que «la contrarrevolución que se había abatido sobre los obreros desde las derrotas de los años 20, y que por ello no había posibilidad de crear un partido revolucionario en los años 40», puesto que en ese momento, aún subrayando las dificultades crecientes que encontraba el proletariado a causa de la política sistemática de los Aliados para desviar hacia un terreno burgués su combatividad, Marc no había puesto explícitamente en tela de juicio la postura adoptada en 1943 sobre la posibilidad de formar el partido.
África Negra, Argelia, Oriente Medio
«Más aún que en el ámbito económico, es en las relaciones entre los Estados en donde el caos típico del período de descomposición ejerce sus efectos. En el momento del desmoronamiento del bloque del Este que desembocó en la desaparición del sistema de alianzas surgido tras la Segunda Guerra mundial, la CCI puso de relieve:
– que esa situación ponía al orden del día, sin que fuera inmediatamente realizable, la reconstitución de nuevos bloques, dirigido uno por Estados Unidos y por Alemania el otro;
– que, en lo inmediato, esa nueva situación iba a desembocar en enfrentamientos en serie que “el orden de Yalta” había logrado mantener dentro de un marco “aceptable” para los dos gendarmes del mundo (...).
Desde entonces, esas tendencias centrífugas, “cada uno para sí”, de caos en las relaciones entre Estados, con sus alianzas en serie circunstanciales y efímeras, no sólo no han amainado sino todo lo contrario (...)
... rápidamente, las tendencias centrífugas han ido ganando la partida a la tendencia a la constitución de alianzas estables anunciadoras de futuros bloques imperialistas, lo cual ha contribuido a multiplicar y agravar los enfrentamientos militares» (Resolución sobre la situación internacional, publicada en Revista internacional nº 90).
Así definía la CCI, en su XIIº Congreso, la situación mundial en el plano imperialista, definición que se ha ilustrado y confirmado en los últimos meses en demasiadas ocasiones. La inestabilidad creciente que el mundo capitalista conoce hoy se está plasmando en una multiplicación de conflictos sangrientos en todos los rincones del planeta. La agravación de la barbarie capitalista es debida, ante todo, a la acción de las grandes potencias, las cuales, cuantos más muertos y más terror le cuestan a la humanidad sus crecientes y agudizadas rivalidades, más nos repiten la promesa de «un mundo de paz y de prosperidad».
«La primera potencia mundial, especialmente, está enfrentada, desde que desapareció la división del mundo en dos bloques, a una puesta en entredicho permanente de su autoridad por parte de sus antiguos aliados» (ídem) y por ello, en los últimos tiempos, ha tenido que efectuar contra ellos y contra sus intereses imperialistas, «una contraofensiva masiva» en particular en la antigua Yugoslavia y en África. A pesar de ello, los antiguos aliados siguen desafiando a Estados Unidos incluso en los cotos de caza de este país, Latinoamérica y Oriente Medio. No podemos repasar aquí todas las partes del mundo que están soportando las consecuencias de las tendencias centrífugas y de la agudización de las rivalidades imperialistas entre las grandes potencias. Sólo vamos a tratar algunas situaciones que ilustran perfectamente ese análisis y que han tenido, en los últimos tiempos, rebrotes significativos.
En la Resolución citada decíamos también que la primera potencia mundial «ha logrado dar una severo golpe al país que la había retado más abiertamente, Francia, en su “coto de caza” de África. Después de haber eliminado por completo la influencia francesa en Ruanda, le toca ahora a la posición principal de Francia en el continente, Zaire, país que se le va de las manos por completo con el desmoronamiento del régimen de Mobutu frente a los golpes que le dan los “rebeldes” de Kabila, apoyado masivamente por Ruanda y Uganda, o sea, por Estados Unidos».
Desde entonces, las hordas de Kabila han desbancado a Mobutu y su camarilla, tomado aquél el poder en Kinshasa. En esa victoria, especialmente en las monstruosas matanzas de población civil por ella ocasionadas, el papel directo y activo desempeñado por el Estado norteamericano, sobre todo mediante cantidad de «consejeros» puestos a disposición de Kabila, no es hoy un secreto para nadie. Ayer era el imperialismo francés el que armaba y aconsejaba a las bandas hutus, responsables de las matanzas en Ruanda, para desestabilizar al régimen proamericano de Kigali; es hoy Washington quien hace lo mismo, contra los intereses franceses, mediante los «rebeldes» tutsis de Kabila.
Zaire ha pasado así a estar bajo la férula exclusiva de Estados Unidos. Francia, por su parte, ha perdido un peón esencial, lo cual significa su total expulsión de la llamada región de los Grandes Lagos.
Además, esa situación se ha acelerado, provocando una desestabilización en cadena en los países vecinos, todavía bajo influencia francesa. La autoridad y el crédito del «padrino francés» están quedando muy mal parados en la región, de lo cual Estados Unidos intenta sacar el mayor provecho. Desde hace algunas semanas, el Congo-Brazzaville está desgarrándose con la guerra entre los dos últimos presidentes, aunque ambos sean «productos» franceses. La presión y los numerosos esfuerzos de mediación de Francia no han obtenido el menor éxito hoy por hoy. En la República Centroafricana, país presa hoy de un caos sangriento, se manifiesta la misma impotencia de París. A pesar de dos intervenciones militares muy fuertes y la creación de una «fuerza africana de interposición» a sus órdenes, el imperialismo francés sigue sin lograr mantener el orden allá. Más grave todavía, el Presidente centroafricano Ange Patassé, otro «producto» francés, amenaza hoy con recurrir a la ayuda americana, expresando así su desconfianza hacia su actual padrino. El creciente descrédito de Francia tiende a generalizarse a través del África negra hasta alcanzar a los peones más fieles a París. La influencia francesa se está desmoronando en el continente, como así lo ha demostrado, por ejemplo, la última cumbre anual de la OUA en donde fueron rechazadas algunas «iniciativas francesas» como:
– la referente al reconocimiento del nuevo poder de Kinshasa, que Francia quería que se retrasara y se concediera con condiciones; la presión de EEUU y de sus aliados africanos no sólo hizo que Kabila obtuviera un reconocimiento inmediato, sino, además, un apoyo económico «para reconstruir el país»;
– otra referente al nombramiento de la nueva dirección del organismo africano; el candidato de Francia, abandonado por sus «amigos», tuvo que retirar su candidatura antes de la votación.
El imperialismo francés está hoy sufriendo en el continente africano una serie de reveses bajo los golpes del imperialismo americano. Es un declive histórico, en provecho sobre todo de éste último, en lo que era, hasta hace muy poco, su coto privado.
«Es un castigo muy severo el que le está infligiendo Estados Unidos a Francia, un castigo que quisiera ser ejemplar para otros países que quisieran imitarla en su política de reto permanente» (ídem). Sin embargo, a pesar de su declive, al imperialismo francés le quedan argumentos y cartas que hacer jugar para defender sus intereses y replicar a la ofensiva, victoriosa por ahora, del imperialismo estadounidense. Con ese objetivo está hoy realizando aquél una reorientación estratégica de sus fuerzas militares en África. En este plano, como en tantos otros, Paris no puede rivalizar, ni mucho menos, con Washington, lo cual no significa que vaya a renunciar; o sea que lo que es seguro es que el imperialismo francés va a poner en funcionamiento toda su capacidad para ponerle zancadillas a la política y los intereses estadounidenses. Las poblaciones africanas van a seguir sufriendo en carne propia las rivalidades entre los grandes capos capitalistas.
Argelia es otro territorio que está soportando todos los efectos de la descomposición del capitalismo mundial y en el cual está causando estragos el feroz antagonismo entre los «grandes». Hace casi cinco años que ese país no cesa de hundirse en una barbarie cada día más bestial y sangrienta. Los ajustes de cuentas en serie, las matanzas masivas de población civil, la multiplicación de atentados asesinos perpetrados en el corazón mismo de la capital, han ido hundiendo al país en el espanto cotidiano. Desde 1992, inicio de lo que los media de la burguesía llaman hipócritamente «crisis argelina», la cifra de los 100 000 muertos ha sido superada con creces. Si hay una población (y por lo tanto un proletariado) atrapada como rehén en una guerra entre fracciones burguesas, ésa es la población argelina. Está claro que quienes hoy asesinan un día sí y el otro también, quienes son los responsables directos de la muerte de miles de mujeres y hombre, de viejos y niños, son las bandas armadas a sueldo de los diferentes campos en presencia:
• El de los islamistas, cuya facción más dura y fanática, los GIA, arrastra, en particular, a una juventud descompuesta, desocupada, sin la menor perspectiva, si no es la de enfangarse en la delincuencia (a causa de la situación económica dramática de la Argelia de hoy que precipita a la mayoría de la población al desempleo y la miseria). Al Wasat, periódico de la burguesía saudí que se publica en Londres, reconocía que «esta juventud fue primero un motor del que se sirvió el FIS para aterrorizar a quienes se interponían en su camino al poder», pero que poco a poco fue yéndosele de las manos.
• El Estado argelino mismo, el cual aparece implicado directamente en cantidad de masacres que él ha imputado a los terroristas islámicos. Los testimonios recogidos, por ejemplo, en la carnicería (entre 200 y 300muertos) ocurrida en Rais, suburbio de Argel, a finales de este mes de agosto, prueban, por si fuera necesario, que el régimen de Zerual está implicado: «Aquello duró desde las 22 h 30 hasta las 2 h 30. Ellos [los matarifes] se tomaron el tiempo necesario. (...) No apareció ningún auxilio y eso que las fuerzas de seguridad están muy cerca. Los primeros en llegar esta mañana han sido los bomberos». Está hoy claro que buena parte de las matanzas perpetradas en Argelia son obra o de los servicios de seguridad del Estado o de «milicias de autodefensa» armadas y controladas por ese Estado. Esas milicias no están, ni mucho menos, encargadas, como pretende hacer creer el régimen, «de velar por la seguridad de los pueblos»: son, para el Estado, un medio de control de la población, arma temible para acabar con los oponentes e imponer el orden mediante el terror. Ante esta espantosa situación, la «opinión mundial», o sea las grandes potencias occidentales sobre todo, han empezado a expresar su «emoción». El secretario general de la ONU Kofi Annan quiere propugnar «la tolerancia y el diálogo», llamando a «una solución urgente». Washington, «horrorizado», le da su total apoyo. El Estado francés, por su parte, no se queda rezagado en los compungidos aspavientos de compasión, pero dice prohibirse «las ingerencias en los asuntos de Argelia». La hipocresía de todos esos «grandes demócratas» está a la altura de la ignominia que quieren ocultar, aunque les va a costar cada vez más encubrir sus responsabilidades en los horrores que está viviendo el país magrebí. Mediante fracciones burguesas argelinas interpuestas, lo que también hay es una guerra sorda sin cuartel que Estados Unidos y Francia han entablado desde la desaparición de los grandes bloques imperialistas. Lo que se juega en esa sórdida rivalidad es para Francia mantener a Argelia en su ámbito y para Washington recuperarla en su provecho o, al menos, hacer inestable la influencia de su rival. En esta batalla, el primer golpe lo dio el imperialismo americano, el cual apoyó, bajo mano, el desarrollo de la fracción integrista a sus órdenes, el FIS, hasta el punto de que éste, en 1992, casi alcanza el poder. Fue un verdadero golpe de Estado realizado por el propio régimen de Argel, con el apoyo del padrino francés, lo que permitió apartar un peligro tanto para las fracciones burguesas en el poder como para los intereses franceses. Desde entonces, la política del Estado argelino, sobre todo con la prohibición del FIS, la detención y el encarcelamiento de muchos de sus dirigentes y militantes, permitió reducir su influencia en el país. Pero, aunque esa política haya alcanzado globalmente sus objetivos, es, en cambio, responsable de la situación de caos actual. Es ella la que ha precipitado a las fracciones del FIS en la ilegalidad, la guerrilla y las acciones terroristas. Hoy, los islamistas se han desprestigiado a causa, sobre todo, de sus múltiples y abominables desmanes. Puede pues afirmarse que, con el apoyo de París, el régimen de Zerual ha logrado alcanzar momentáneamente sus fines, pero que también el imperialismo francés ha conseguido resistir a la ofensiva de la primera potencia mundial y preservar sus intereses en Argelia. El precio de ese «éxito» lo están pagando hoy los habitantes y lo seguirán pagando mañana. En efecto, cuando EEUU decía recientemente que daría su mayor apoyo a «los esfuerzos personales» de Kofi Annan, lo que quería decir es que no está dispuesto a soltar la presa; a lo que Chirac contestaba de inmediato denunciando, de antemano, toda política «de ingerencia en los asuntos argelinos», dando con ello a entender que defenderá a toda costa su zona de influencia.
Si a los imperialistas de segunda fila como Francia les cuesta mantener su autoridad en sus tradicionales zonas de influencia, sufriendo incluso retrocesos debidos a los golpes de Estados Unidos, tampoco este país puede evitar dificultades en su política imperialista, dificultades que sufre incluso en sus principales zonas de influencia como lo es Oriente Medio. Esta zona, en la que EEUU ha ejercido un control casi exclusivo, está sometida a una inestabilidad creciente que pone en entredicho su «pax americana» y su autoridad. En la Resolución citada, poníamos de relieve una serie de ejemplos que ilustran el creciente cuestionamiento del liderazgo estadounidense por parte de algunos países vasallos de esa región del mundo. Especialmente, en el otoño de 1996, «las reacciones casi unánimes de hostilidad hacia los bombardeos de Irak por 44misiles de crucero», reacciones a las que se unieron países tan «fieles» como Egipto y Arabia Saudí. Otro ejemplo significativo ha sido el de «la llegada al poder en Israel, contra la voluntad manifiesta de EEUU, de las derechas, las cuales, desde entonces, lo han hecho todo por sabotear el proceso de paz con los palestinos, proceso que era uno de los grandes éxitos de la diplomacia USA». La situación que se ha desarrollado desde entonces ha confirmado plenamente ese análisis. Desde marzo del 97, el llamado «proceso de paz» ha sufrido un retroceso significativo con la interrupción de las negociaciones entre israelíes y palestinos a causa de la cínica política de colonización de los territorios ocupados que está llevando a cabo el gobierno de Netanyahu. La tensión no ha cesado de incrementarse desde entonces. Durante este verano, esa tensión se plasmó, en particular, en varios atentados suicidas sangrientos, atribuidos a Hamás, en pleno Jerusalén, lo que dio ocasión al Estado israelí de incrementar la represión contra la población palestina, imponiendo un «bloqueo de los territorios libres». Por otro lado, una serie de incursiones del Ejército israelí, con su secuela de destrucción y muerte, han sido lanzados contra Hezbolá en el sur de Líbano. Ante la degradación de la situación, la Casa Blanca ha enviado allá, sucesivamente, a sus dos principales emisarios, Dennis Ross y Madeleine Allbright, sin mucho éxito. Esta última ha reconocido incluso que no había encontrado «el mejor método para encarrilar el proceso de paz». Y, en efecto, a pesar de las fuertes presiones de Washington, Netanyahu se hace el sordo y sigue con su política agresiva contra los palestinos, poniendo em peligro la autoridad de Arafat y su capacidad para controlar a los suyos. En cuanto a los países árabes, cada vez son más los que expresan su mal humor hacia la política de Estados Unidos, al que acusan de sacrificar los intereses árabes en beneficio de los de Israel. Entre los que desafían la autoridad del padrino está Siria, la cual, actualmente, está desarrollando relaciones económicas y militares con Irán e incluso ha vuelto a abrir sus fronteras con Irak. Además, lo que hubiera sido inconcebible hace poco se está produciendo hoy: Arabia Saudí, «el aliado más fiel» de Estados Unidos, pero también el más opuesto al «régimen de los molás» está restableciendo vínculos con Irán. Estas actitudes nuevas respecto a Irán e Irak, dos de los principales blancos de la política de EEUU en estos últimos años, es algo que este país no podrá interpretar sino como otros tantos desafíos, cuando no incluso afrentas contra su autoridad.
En ese contexto de tensas dificultades para su rival trasatlántico, las burguesías europeas se van a encargar de echar leña al fuego. Nuestra resolución ponía ya de relieve que el cuestionamiento del liderazgo norteamericano se confirma «más en general, [con] la pérdida del monopolio en el control de la situación en Oriente Medio, zona crucial si las hay, ilustrada por el retorno de Francia, la cual se ha impuesto a finales del 95 como “copadrino” para la solución del conflicto entre Israel y Líbano...». Durante el verano, se ha visto a la Unión Europea adelantarse a Dennis Ross, intentando meter una cuña en las grietas del montaje diplomático estadounidense, proponiendo su enviado especial la formación de un «comité de seguridad permanente» para permitir a Israel y a la OLP «colaborar en permanencia y no con interrupciones». Recientemente, el ministro francés de Exteriores echaba más leña al fuego acusando de «catastrófica» la política de Netanyahu, denunciando así, implícitamente, la política americana. Declaraba además que «el proceso de paz» se «había quebrado» y que «ya no tenía perspectivas». Es como mínimo un estímulo, dirigido a los palestinos y a todos los países árabes, para que se alejen de Estados Unidos y de su «pax americana».
«Por eso, los éxitos de la contraofensiva actual de Estados Unidos no deben ser considerados, ni mucho menos, como definitivos, como una superación de su liderazgo». E incluso si «la fuerza bruta, las maniobras para desestabilizar a sus competidores (como hoy en Zaire) con todo su cortejo de consecuencias trágicas, van a seguir siendo utilizadas por esa potencia» (ídem), tampoco esos mismos competidores de Estados Unidos van a parar de usar todas sus capacidades para entorpecer la política con tendencias hegemónicas de la primera potencia mundial.
Hoy, ningún imperialismo, ni siquiera el más fuerte, está protegido contra las acciones desestabilizadoras de sus competidores. Los cotos de caza, las zonas de influencia privilegiadas, tienden a desaparecer. Ya no quedan en el planeta zonas «protegidas». Más que nunca, el mundo está sometido a la competencia desenfrenada según la regla de «cada uno para sí» y por su cuenta. Todo ello no hace sino incrementar todavía más el caos bestial en el que se hunde el capitalismo.
Elfe (20/09/97)
El año en curso nos recuerda que la historia no es un asunto de profesores universitarios, sino una cuestión política, de clase social, una cuestión de importancia vital para el proletariado. El principal objetivo político que la burguesía mundial se ha propuesto en 1997 es imponer a la clase obrera su propia versión falsificada de la historia del siglo XX. Con ese fin enfoca sus proyectores sobre el holocausto de la Segunda Guerra mundial y sobre la revolución de Octubre, intentando establecer un vínculo entre esos dos acontecimientos. Estos dos momentos, que simbolizan las dos fuerzas antagónicas cuyo conflicto ha determinado esencialmente la evolución de este siglo: la barbarie del capitalismo decadente y la lucha revolucionaria progresista del proletariado, la propaganda burguesa los presenta como el «fruto común de ideologías totalitarias», y los hace «conjuntamente responsables» de la guerra, del militarismo y el terror de los últimos 80 años. Si durante este verano ha estado en el candelero el asunto del «oro de los nazis», dirigido tanto contra los rivales actuales de Estados Unidos o de quienes ponen en entredicho su autoridad (en este caso Suiza), como ideológicamente contra el proletariado (haciendo propaganda al militarismo democrático burgués «antifascista»), la burguesía aprovecha el 80 aniversario de la Revolución rusa este otoño, para lanzar el siguiente mensaje: si el nacionalsocialismo llevó a Auschwitz, el socialismo de Marx, que inspiró la revolución proletaria de 1917, llevó de la misma forma al Gulag, el terror bajo Stalin, y a la «guerra fría» tras 1945.
Con su ataque contra la revolución de Octubre, nuestros explotadores intentan reforzar el retroceso actual en la conciencia del proletariado que impusieron después de 1989, con la utilización intensiva de la enorme mentira de que el hundimiento de los regímenes estalinistas contrarrevolucionarios era «el fin del marxismo» y «la bancarrota del comunismo».
Pero hoy la burguesía quiere dar un paso más para desprestigiar la revolución proletaria y la vanguardia marxista, vinculándolas, no sólo al estalinismo, sino también al fascismo. Por eso 1997 comenzó, en un país central del capitalismo como Francia, con la primera campaña de los medios de comunicación de masas, desde hace medio siglo, directamente dirigida contra la Izquierda comunista internacionalista, presentada como colaboradora del fascismo, deformando su posición internacionalista contra todos los campos imperialistas durante la IIª Guerra mundial.
Hoy, frente a la bancarrota de su propio sistema en ruinas, lo que la burguesía quiere barrer de la faz de la tierra es el programa mismo, la memoria histórica y la conciencia del proletariado. Sobre todo quiere borrar la memoria del Octubre proletario, la primera toma del poder por una clase explotada en la historia del género humano.
De igual forma que tras la caída del muro de Berlín, la campaña actual de la burguesía no es un exabrupto contra todo lo que representó la Revolución rusa. Al contrario, algunos historiadores a sueldo del capital están llenos de hipócritas alabanzas a la «iniciativa» e incluso la «energía revolucionaria» de los obreros y sus órganos de lucha de masas, los consejos obreros. Están llenos de comprensión por la desesperación de los obreros, soldados y campesinos, ante los sacrificios de la «Gran guerra». Pero sobre todo se presentan como los verdaderos defensores de la «auténtica revolución rusa», contra su supuesta destrucción que los bolcheviques habrían llevado a cabo. En otras palabras, en el centro del ataque burgués contra la Revolución rusa está la oposición entre «Febrero» y «Octubre» de 1917, oponiendo así el inicio y la conclusión de la lucha por el poder que es la esencia de toda gran revolución. Rememorando el carácter explosivo, espontáneo y masivo de las luchas que comenzaron en febrero de 1917, es decir las huelgas de masas, las millones de personas que tomaron las calles, los estallidos de euforia pública, y el hecho de que el propio Lenin declarara que Rusia en este período era el país más libre de la Tierra, la burguesía opone a esto los acontecimientos de Octubre, donde había poca espontaneidad, donde las acciones se planeaban con antelación, no había huelgas, ni manifestaciones en la calle, ni asambleas de masas durante el alzamiento, cuando se tomó el poder por medio de las acciones de unos pocos miles de hombres armados en la capital, bajo el mando de un Comité militar revolucionario, directamente inspirado por el Partido bolchevique, y entonces concluye: ¿No probaría todo esto que Octubre sólo fue un golpe de los bolcheviques?, ¿un golpe contra la mayoría de la población, contra la clase obrera, contra la historia, contra la misma naturaleza humana? Y todo esto, se nos dice, persiguiendo una loca utopía marxista, que sólo podía sobrevivir a través del terror, que lleva directamente al estalinismo.
Según la clase dominante, la clase obrera en Rusia no quería nada más que lo que le había prometido el régimen de Febrero: una «democracia parlamentaria», dispuesta a «respetar los derechos humanos», y un gobierno que, al mismo tiempo que continuaba la guerra, se declaraba «partidario de una paz rápida y sin anexiones». Dicho de otra forma, la burguesía quiere hacernos creer que el proletariado ruso luchaba ¡por la misma miseria que sufre actualmente el proletariado moderno!. Si el régimen de Febrero no hubiera sido derrocado en octubre, nos vienen a decir, Rusia sería hoy un país tan próspero y poderoso como EEUU, y el desarrollo del capitalismo en el siglo XX hubiera sido pacífico.
Lo que expresa realmente esta hipócrita defensa del carácter espontáneo de los acontecimientos de febrero es el odio y el miedo que los explotadores de todos los países sienten por la revolución de Octubre. La espontaneidad de la huelga de masas, el reagrupamiento de todo el proletariado en las calles y en las asambleas generales, la formación de los consejos obreros en el calor de la lucha, son momentos esenciales en la lucha de liberación de la clase obrera. «Indudablemente, la espontaneidad del movimiento es un síntoma de su profundidad entre las masas, de la consistencia de sus raíces, de su invencibilidad», como resaltó Lenin ([1]). Pero en la medida en que la burguesía continúa siendo la clase dominante, en que las fuerzas políticas y armadas del Estado capitalista siguen intactas, todavía es posible que contenga, neutralice y disuelva las armas de su clase enemiga.
Los consejos obreros, esos poderosos instrumentos de la lucha obrera, que surgieron más o menos espontáneamente, no son sin embargo ni los únicos, ni necesariamente las más altas expresiones de la revolución proletaria, si bien es cierto que predominan en las primeras etapas del proceso revolucionario. La burguesía contrarrevolucionaria los infla precisamente para presentar los inicios de la revolución como su culminación, sabiendo bien lo fácil que es aplastar una revolución que se detiene a medio camino. Pero la revolución rusa no se detuvo a mitad de camino. Al ir hasta el final, al completar lo que empezó en febrero, la Revolución rusa confirmó la capacidad de la clase obrera para construir paciente, consciente y colectivamente, no sólo «espontáneamente», sino también de forma deliberada, planificada estratégicamente, los instrumentos que requiere para la toma del poder: su partido de clase marxista y sus consejos obreros, galvanizados en torno a un programa de clase y una voluntad real de gobernar la sociedad, y la estrategia y los instrumentos específicos de la insurrección proletaria.
Esta unidad entre la lucha política de masas y la toma militar del poder, entre lo espontáneo y lo planificado, entre los consejos obreros y el partido de clase, entre las acciones de millones de obreros y las de audaces minorías de la clase avanzadas, es la esencia de la revolución proletaria. Esta unidad es la que intenta disolver hoy la burguesía con sus calumnias contra el bolchevismo y la insurrección de Octubre. La destrucción del Estado capitalista, el derrocamiento del gobierno de clase de la burguesía, el principio de la revolución mundial: estos son los logros gigantescos del Octubre de 1917, el mayor y más consciente, el más atrevido capítulo hasta ahora en toda la historia de la humanidad. Octubre hizo pedazos siglos de servilismo engendrado por la sociedad de clases, demostrando que, por primera vez en la historia, existe una clase que es a la vez clase explotada y revolucionaria. Una clase capaz de gobernar la sociedad aboliendo el gobierno de las clases, capaz de liberar a la humanidad de su «prehistoria» de sumisión a fuerzas sociales ciegas. Esa es la verdadera razón por la que la clase dominante hasta ahora, y ahora más que nunca, vierte la inmundicia de sus mentiras y calumnias sobre Octubre rojo, el acontecimiento «más odiado» de la historia moderna, pero que es, de hecho, el orgullo de la conciencia de clase del proletariado. Pretendemos demostrar que la insurrección de Octubre, que los voceros y escribas del capital llaman un «golpe», fue el punto culminante, no sólo de la Revolución rusa, sino de toda la lucha de nuestra clase hasta la fecha. Como escribió Lenin en 1917: «El hecho de que la burguesía nos odie con tanto furor es uno de los signos más evidentes de que indicamos con acierto al pueblo el camino y los medios para derrocar el dominio de la burguesía» ([2]).
El 10 de octubre de 1917, Lenin, el hombre más buscado del país, acosado por la policía por todas partes de Rusia, acudió a la reunión del Comité central del Partido bolchevique en Petrogrado, disfrazado con peluca y gafas, y redactó la siguiente resolución en una página de un cuaderno escolar: “El CC reconoce que tanto la situación internacional de la Revolución rusa (insurrección en la flota alemana como manifestación extrema de la marcha ascendente en toda Europa de la revolución socialista mundial, luego, la amenaza del campo imperialista de estrangular la revolución en Rusia), como la situación militar (decisión indudable de la burguesía rusa y de Kerenski y compañía de entregar Petrogrado a los alemanes) y la conquista por el partido proletario de la mayoría dentro de los soviets; unido todo ello a la insurrección campesina y al viraje de la confianza del pueblo hacia nuestro Partido (elecciones de Moscú), y, finalmente, la preparación manifiesta de una segunda korniloviada (evacuación de tropas de Petrogrado, envío de cosacos hacia Petrogrado, cerco de Minsk por los cosacos, etc.), ponen al orden del día la insurrección armada.
Reconociendo, pues, que la insurrección armada es inevitable y se halla plenamente madura, el CC insta a todas las organizaciones del Partido a guiarse por esto y a examinar y resolver desde este punto de vista todos los problemas prácticos (Congreso de los Soviets de la Región del Norte, evacuación de tropas de Petrogrado, acciones en Moscú y Minsk, etc.)» ([3]).
Exactamente cuatro meses antes, el Partido bolchevique había refrenado deliberadamente el ímpetu combativo de los obreros de Petrogrado, a quienes las clases dominantes impulsaban a un enfrentamiento aislado y prematuro con el Estado. Una situación así, hubiera llevado sin la menor duda a la decapitación del proletariado ruso en la capital y a que su partido de clase quedara diezmado (ver en el número anterior de la Revista internacional nº 90 el artículo sobre las «Jornadas de julio»). El partido, superando sus propias dudas internas, se aprestaba firmemente a «movilizar todas sus fuerzas para imprimir en los obreros y los soldados la necesidad incondicional de una última lucha desesperada y resuelta para derrocar el gobierno de Kerenski», como ya lo formuló Lenin en su famoso artículo: «La crisis ha madurado». El 29 de septiembre declaraba: «La crisis ha madurado. Está en juego todo el porvenir de la Revolución rusa. Está en entredicho todo el honor del Partido bolchevique. Está en juego todo el porvenir de la revolución obrera internacional por el socialismo».
La explicación de la actitud completamente diferente del Partido en octubre, opuesta a la de julio, está contenida en la resolución mencionada antes con una brillante claridad y audacia marxista. El punto de partida, como siempre para el marxismo, es el análisis de la situación internacional, la evaluación de la relación de fuerzas entre las clases y las necesidades del proletariado mundial. A diferencia de la situación en julio de 1917, la resolución hace notar que el proletariado ruso ya no está solo; que la revolución mundial ha empezado en los países centrales del capitalismo. «Echen un vistazo a la situación internacional. El crecimiento de la revolución mundial es indiscutible. La explosión de indignación de los obreros checos ha sido sofocada con increíble ferocidad, indicadora del extremado temor del gobierno. En Italia las cosas han llegado también a un estallido masivo en Turín. Pero lo más importante es la sublevación de la flota alemana» ([4]). Es responsabilidad de la clase obrera en Rusia, no sólo aprovechar la oportunidad para romper su aislamiento internacional, impuesto hasta entonces por la guerra mundial, sino sobre todo prender las llamas de la insurrección en Europa occidental, comenzando la revolución mundial. Contra la minoría de su propio Partido que todavía se hacía eco de la argumentación menchevique seudo marxista, contrarrevolucionaria, de que la revolución debería comenzar en un país más avanzado, Lenin mostró que en realidad las condiciones en Alemania eran mucho más difíciles que en Rusia y que el verdadero significado histórico de la revolución en Rusia era ayudar a desarrollarse la revolución en Alemania.
«Los alemanes, en condiciones diabólicamente difíciles, con un sólo Liebknecht (y, además, en presidio); sin periódicos, sin libertad de reunión, sin Soviets; con una hostilidad increíble de todas las clases de la población, incluido el último campesino acomodado, a la idea del internacionalismo; con una formidable organización de la burguesía imperialista grande, media y pequeña; los alemanes, es decir, los revolucionarios internacionalistas alemanes, los obreros con chaquetones de marinos, han organizado una sublevación en la flota con un uno por ciento de probabilidades de éxito.
Nosotros, en cambio, con decenas de periódicos, con libertad de reunión, con la mayoría en los Soviets; nosotros, los internacionalistas proletarios colocados en las mejores condiciones de todo el mundo, nos negaríamos a apoyar con nuestra insurrección a los revolucionarios alemanes. Razonaríamos como los Scheidemann y los Renaudel: lo más sensato es no insurreccionarse, pues si nos ametrallan, ¡¡Qué excelentes, qué juiciosos, qué ideales internacionalistas perderá el mundo!! Demostremos nuestra sensatez. Aprobemos una resolución de simpatía con los insurgentes alemanes y rechacemos la insurrección en Rusia. Eso será internacionalismo auténtico, sensato» ([5]).
Esta posición y este método internacionalista, exactamente lo opuesto a la posición burguesa-nacionalista que desarrolló el estalinismo durante la contrarrevolución, no era exclusiva del Partido bolchevique en esa época, sino la propiedad común de los obreros avanzados de Rusia con su educación política marxista. Así, a comienzos de octubre, los marinos revolucionarios de la flota del Báltico proclamaron a través de las estaciones de radio de sus barcos a los confines de la tierra el siguiente llamamiento: «En este momento en que las olas del Báltico están manchadas de sangre de nuestros hermanos, alzamos nuestra voz: ... ¡Pueblos oprimidos de todo el mundo! ¡Izad la bandera de la revuelta!».
Pero la valoración de las fuerzas de clases a nivel mundial que hacían los bolcheviques no se limitaba a examinar el estado del proletariado internacional, sino que expresaba una clara comprensión de la situación global del enemigo de clase. Basándose siempre en un enraizado y profundo conocimiento de la historia del movimiento obrero, los bolcheviques sabían, por el ejemplo de la Comuna de París de 1871, que la burguesía imperialista, incluso en plena guerra mundial, unificaría sus fuerzas contra la revolución.
«¿No demuestra la completa inactividad de la marina inglesa en general, así como de los submarinos ingleses durante la toma de Osel por los alemanes, en relación con el plan del Gobierno de trasladarse de Petrogrado a Moscú, que se ha fraguado un complot entre los imperialistas rusos e ingleses, entre Kerenski y los capitalistas anglo-franceses, para entregar Petrogrado a los alemanes y, de esta forma, estrangular la revolución rusa?”, se pregunta Lenin, y añade, «La resolución de la Sección de soldados del Soviet de Petrogrado contra la evacuación del Gobierno de Petrogrado muestra que también entre los soldados madura el convencimiento del complot de Kerenski» ([6]).
En agosto, bajo Kerenski y Kornilov, la Riga revolucionaria fue entregada a los pies del káiser Guillermo II. Los primeros rumores de una paz por separado entre Gran Bretaña y Alemania contra la Revolución rusa alarmaron a Lenin. El objetivo de los bolcheviques no era la «paz», sino la revolución, puesto que sabían, como verdaderos marxistas, que el «alto el fuego» capitalista sólo podía ser un intermedio entre dos guerras mundiales. Era esta visión comunista de la espiral inevitable de barbarie que el capitalismo decadente en quiebra histórica, reservaba a la humanidad lo que impulsaba ahora al bolchevismo a una carrera contrarreloj para parar la guerra por medios revolucionarios proletarios. Al mismo tiempo, los capitalistas comenzaban a sabotear la producción en todas partes para desprestigiar la revolución. Estos hechos, sin embargo, a fin de cuentas contribuyeron ante los obreros a destruir el mito burgués patriota de la «defensa nacional», según el cual, la burguesía y el proletariado de la misma nación, tienen un interés común en repeler al «agresor» extranjero. Esto explica también por qué, en octubre, la preocupación de los obreros ya no era desencadenar la huelga de masas, sino mantener la producción en marcha contra la tentativa de ataque de la burguesía a sus propias fábricas.
Entre los factores que fueron decisivos para llevar a la clase obrera a la insurrección está el hecho de que la revolución estaba amenazada por nuevos ataques contrarrevolucionarios, y que los obreros, sobre todo los principales soviets, apoyaban ahora a los bolcheviques. Esos dos factores eran el fruto directo de la confrontación de masas más importante entre julio y octubre de 1917: el golpe de Kornilov en agosto. Bajo la dirección de los bolcheviques, el proletariado paró la marcha de Kornilov a la capital, esencialmente ganándose a sus tropas, y saboteando su transporte y logística gracias a los obreros de los ferrocarriles, del correo y otros. En esta acción, durante la que los soviets se revitalizaron como organización revolucionaria de toda la clase, los obreros descubrieron que el Gobierno provisional de Petrogrado, dirigido por el socialista revolucionario Kerenski y por los mencheviques, estaba implicado en el complot contrarrevolucionario. A partir de ese momento, los obreros comprendieron que esos partidos se habían convertido en una verdadera «ala izquierda del capital», y empezaron a inclinarse hacia los bolcheviques.
«Todo el arte de la táctica consiste en captar el momento en que la totalidad de las condiciones son más favorables para nosotros. El alzamiento de Kornilov creó esas condiciones. Las masas, que habían perdido su confianza en los partidos que tenían la mayoría en el soviet, vieron la amenaza concreta de la contrarrevolución. Creyeron entonces que los bolcheviques estaban llamados a vencer esa amenaza» ([7]).
El test más claro que da prueba de las cualidades revolucionarias de un partido obrero es su capacidad para plantear la cuestión del poder. «Cuando el partido proletario pasa, de la preparación, la propaganda, la organización, la agitación, a la lucha inmediata por el poder, a la insurrección armada contra la burguesía, se produce el reajuste más gigantesco. Todo lo que hay en el partido de indecisión, de escepticismo, de oportunismo, de elementos mencheviques, se levanta contra la insurrección» ([8]).
Pero el Partido bolchevique superó esta crisis, aplicándose firmemente a la lucha armada por el poder y demostrando así sus cualidades revolucionarias sin precedente.
En febrero de 1917 se suscitó una situación llamada de «doble poder». Junto al Estado burgués, y opuesto a él, los consejos obreros aparecían como un gobierno potencial alternativo de la clase obrera. Puesto que en realidad no pueden coexistir dos gobiernos opuestos de dos clases enemigas, puesto que necesariamente uno tiene que destruir al otro para imponerse a la sociedad, ese período de doble poder es necesariamente corto e inestable. Esa fase no se caracteriza, desde luego, por una «coexistencia pacífica» o una mutua tolerancia. Podrá tener una apariencia de equilibrio social. En realidad es una etapa decisiva en la guerra civil entre el trabajo y el capital.
La falsificación burguesa de la historia está obligada a enmascarar la lucha a vida o muerte que tuvo lugar entre febrero y octubre de 1917 para presentar la revolución de Octubre como un «golpe bolchevique». Una prolongación «anormal» de ese período de «doble poder» habría significado necesariamente el fin de la revolución y de sus órganos. Los soviets son reales únicamente «como órgano de insurrección, como órgano del poder revolucionario. Fuera de ello, los Soviets no son más que un mero juguete que sólo puede producir apatía, indiferencia y decepción entre las masas, que están legítimamente hartas de la interminable repetición de resoluciones y protestas» ([9]).
Aunque la insurrección proletaria no es más espontánea que el golpe militar contrarrevolucionario, los meses antes de octubre, ambas clases manifestaron repetidamente su tendencia espontánea a la lucha por el poder. Las Jornadas de julio y el golpe de Kornilov sólo fueron las manifestaciones más claras. La misma insurrección de Octubre en realidad empezó, no con una señal del Partido bolchevique, sino con el intento del gobierno burgués de enviar a las tropas más revolucionarias, dos tercios de la guarnición de Petrogrado, al frente, con la intención de reemplazarlos por batallones contrarrevolucionarios. Dicho de otra forma, empezó, apenas unas semanas después de la kornilovada, con un nuevo intento de aplastar la revolución, obligando al proletariado a tomar medidas insurreccionales para defenderla.
«En realidad el alzamiento del 25 de octubre en tres cuartas partes o más, fue decidido en el momento en que resistimos la salida de las tropas, se formó el Comité militar revolucionario (16 de octubre), nombramos nuestros comisarios en todas las organizaciones y formaciones de la tropa, y así aislamos completamente, no sólo al mando del distrito militar de Petrogrado, sino al gobierno... Desde el momento en que los batallones, a las órdenes del Comité militar revolucionario, se negaron a abandonar la ciudad, y no la abandonaron, tuvimos una insurrección victoriosa en la capital» ([10]).
Además, este Comité militar revolucionario, que tenía que conducir las acciones militares decisivas del 25 de octubre, no sólo no era un órgano del Partido bolchevique, sino que en su origen fue propuesto por los partidos de «izquierda» contrarrevolucionarios como un medio para imponer precisamente la retirada de las tropas de la capital bajo la autoridad de los soviets, pero fue trasformado inmediatamente por el soviet en un instrumento no sólo para oponerse a esta medida, sino para organizar la lucha por el poder.
«No, el gobierno de los soviets no era una quimera, una construcción arbitraria, una invención de los teóricos del Partido. Creció irresistiblemente desde abajo, del colapso de la industria, de la impotencia de las clases poseedoras, de las necesidades de las masas. Los soviets se habían convertido de hecho en un gobierno. Para los obreros, los soldados y los campesinos, no quedaba otro camino. No había tiempo para argumentar y especular sobre un gobierno de los soviets: había que realizarlo» ([11]).
La leyenda de un golpe bolchevique es una de las mentiras más grandes de la historia. De hecho, la insurrección se anunció públicamente de antemano a los delegados revolucionarios elegidos. El discurso de Trotski el 18 de octubre a la Conferencia de la guarnición es una ilustración de esto: «La burguesía sabe que el Soviet de Petrogrado propondrá al Congreso de los soviets asumir el poder... Previendo la batalla inevitable, las clases burguesas se esfuerzan en desarmar a Petrogrado... A la primera tentativa de la contrarrevolución por suprimir el Congreso, responderemos por una contraofensiva que será implacable y que llevaremos hasta el fin». El punto 3 de la resolución adoptada por la Conferencia de la guarnición, dice: «El Congreso panruso de los soviets debe tomar el poder en sus manos y asegurar al pueblo la paz, la tierra y el pan» ([12]). Para asegurar que todo el proletariado apoyaría la lucha por el poder, la Conferencia decidió una pacífica revista de fuerzas, que se celebraría en Petrogrado, antes del Congreso de los soviets, y se basaría en asambleas de masas y debates.
«Decenas de miles de personas anegaron el enorme edificio de la Casa del pueblo... Sobre los pilares de hierro, y en las ventanas, se suspendían guirnaldas, racimos de cabezas humanas, de piernas, de brazos. Había en el aire esa carga de electricidad que anuncia un próximo estallido. ¡Abajo Kerensky! ¡Abajo la guerra! ¡El poder a los soviets! Ni un solo conciliador se atrevió a mostrarse ante esas multitudes ardientes para oponer sus objeciones o advertencias. La palabra pertenecía a los bolcheviques» ([13]). Trotski añade: «La experiencia de la revolución, de la guerra, de la dura lucha, de toda una amarga vida, sube de las profundidades de la memoria de todo hombre aplastado por la necesidad y se fija en esas consignas simples e imperiosas. Esto no puede continuar así. Es preciso abrir una brecha hacia el porvenir».
El Partido no inventó este «deseo de poder» de las masas, pero lo inspiró y le dio al proletariado confianza de clase en su capacidad para gobernar. Como escribió Lenin después del golpe de Kornilov: «Dejemos a esos de poca fe aprender de este ejemplo. Vergüenza a los que dicen: “no tenemos ninguna máquina con la que reemplazar la vieja, que gravita inexorablemente hacia la defensa de la burguesía”. Puesto que sí la tenemos. Se trata de los soviets. No temamos la iniciativa y la independencia de las masas. Confiemos en las organizaciones revolucionarias de las masas y veremos en todas las esferas de la vida del Estado el mismo poder, majestad y voluntad inquebrantable de los obreros y campesinos que han mostrado en su solidaridad y entusiasmo contra la kornilovada» ([14]).
La insurrección es uno de los problemas más cruciales, complejos y exigentes, que el proletariado tiene que resolver si quiere cumplir su misión histórica. En la revolución burguesa esta cuestión es mucho menos decisiva, puesto que la burguesía podía basar su lucha por el poder en su fuerza política y económica que había ido acumulando en el seno de la sociedad feudal. Durante su revolución, la burguesía obligó a la pequeña burguesía y a la joven clase obrera a combatir por ella. Cuando se disipaba el humo de la batalla, la burguesía a menudo prefirió entregar su recién ganado poder a las antiguas clases feudales, ahora aburguesadas y domesticadas, puesto que éstas tenían la autoridad de la tradición de su parte. El proletariado, al contrario, no tiene ninguna propiedad ni poder económico dentro del capitalismo, y no puede delegar, ni su lucha por el poder, ni la defensa de su gobierno de clase a ninguna otra clase ni sector de la sociedad. Tiene que tomar él mismo el poder, arrastrando tras su liderazgo a otros estratos de la sociedad, y aceptando la plena responsabilidad, asumiendo las consecuencias y los riesgos de su lucha. En la insurrección, el proletariado revela y descubre más claro que nunca, el «secreto» de su propia existencia como la primera y la última clase explotada y revolucionaria de la historia. ¡No es de extrañar que la burguesía se aplique a vituperar la memoria de Octubre!
La tarea primordial del proletariado, de febrero en adelante, fue conquistar los corazones y las mentes de todos aquellos sectores que pudieran ganarse para su causa, y que de otro modo se podrían volver contra la revolución: los soldados, los campesinos, los funcionarios del Estado, los empleados de transportes y comunicaciones, e incluso los sirvientes de la burguesía. En vísperas de la insurrección ya se había completado esta tarea. La tarea de la insurrección era bastante diferente: la de romper la resistencia de esos cuerpos del Estado y formaciones armadas que no pueden ganarse para la causa del proletariado, pero cuya existencia continuada contiene el núcleo de la contrarrevolución más bárbara. Para romper esta resistencia, para demoler el Estado burgués, el proletariado tiene que crear una fuerza armada y colocarla bajo su propia dirección de clase con disciplina de hierro. Aunque estaban dirigidas por el proletariado, las fuerzas insurreccionales del 25 de octubre estaban compuestas esencialmente de soldados que obedecían a su mando.
«La revolución de Octubre era la lucha del proletariado contra la burguesía por el poder. Pero correspondió al mujik, a fin de cuentas, decidir el resultado de esa lucha... Lo que dio a la insurrección en la capital ese carácter de golpe rápido con un número mínimo de víctimas, fue la combinación entre el complot revolucionario, el levantamiento obrero y la lucha en autodefensa de la guarnición campesina. El Partido dirigía la insurrección. La principal fuerza motriz era el proletariado; los destacamentos obreros armados constituían la fuerza de choque; pero el desenlace de la lucha dependía de la guarnición campesina, difícil de mover» ([15]).
En realidad, el proletariado pudo tomar el poder porque fue capaz de movilizar otros estratos sociales tras su propio proyecto de clase: exactamente lo opuesto a un «golpe».
«Casi no hubo manifestaciones, combates callejeros, barricadas, todo lo que es común entender por insurrección; la revolución no necesitaba resolver un problema que ya había sido resuelto. La toma de andamiaje gubernativo podía emprenderse de conformidad con un plan, con el auxilio de destacamentos armados relativamente poco numerosos, a partir de un centro único (...) La calma callejera en Octubre, la ausencia de multitudes, la falta de combates, dio pretexto a los adversarios para hablar de la conspiración de una insignificante minoría, de la aventura de un puñado de bolcheviques (...) [Pero] en realidad, si los bolcheviques, en el último momento, consiguieron reducir a un “complot” la lucha por el poder, no se debió a que fuesen una pequeña minoría, sino a que con ellos, en los barrios obreros y en los cuarteles, militaba una aplastante mayoría férreamente nucleada, organizada y disciplinada» ([16]).
Técnicamente hablando, la insurrección comunista es una simple cuestión de organización militar y de estrategia. Políticamente, es la tarea más exigente que pueda imaginarse. Y lo más difícil de todo es elegir el momento adecuado de la lucha por el poder. El principal peligro era una insurrección prematura. Hacia septiembre, Lenin ya estaba llamando incesantemente a la preparación inmediata de la lucha armada, y declarando: «¡Ahora o nunca!».
«Los bolcheviques, de no haber tomado el poder en octubre-noviembre, es muy posible que jamás lo hubiesen hecho. Al no ver en ellos una dirección firme, sino la eterna cansadora discordia entre las palabras y los hechos, las masas los hubieran abandonado por engañar durante dos o tres meses sus esperanzas, como ya lo habían hecho con los socialrevolucionarios y los mencheviques» ([17]).
Por eso, Lenin, al combatir el peligro de retrasar la lucha por el poder, no sólo subrayaba los preparativos contrarrevolucionarios de la burguesía mundial, sino que sobre todo advertía contra los efectos desastrosos de las vacilaciones para los obreros, que estaban casi desesperados. «El pueblo hambriento podría empezar a demoler todo a su alrededor de forma puramente anarquista, si los bolcheviques no son capaces de conducirlo a la batalla final. No se puede esperar sin correr el riesgo de ayudar a la confabulación de Rodzianko con Guillermo y de contribuir a la ruina completa, con la huida general de los soldados, si éstos (próximos ya a la desesperación) llegan a la desesperación completa y lo abandonan todo a su suerte» ([18]).
Elegir el momento adecuado también requiere una estimación exacta, no sólo de la relación de fuerzas entre la burguesía y el proletariado, sino también de la dinámica de las capas intermedias. «Ninguna situación revolucionaria es eterna. Entre todas las premisas de una insurrección, la más inestable se refiere al estado de ánimo de la pequeña burguesía. En los tiempos de crisis nacional, la pequeña burguesía sigue a la clase capaz de inspirarle confianza, no sólo por sus palabras, sino por sus hechos. Es capaz de impulsos y hasta de delirios revolucionarios, pero carece de resistencia, los fracasos la deprimen fácilmente y sus fogosas esperanzas pronto se cambian en desilusión. Son estas violentas y rápidas mutaciones de ánimo las que dan tanta inestabilidad a cada situación revolucionaria. Si el partido revolucionario no es lo bastante resuelto como para cambiar a tiempo en acción revolucionaria la expectativa y la esperanza de las masas populares, la marea ascendente se invertirá en reflujo: las capas intermedias se apartan de la revolución y buscan soluciones en el campo opuesto» ([19]).
En su lucha para persuadir al Partido de la necesidad imperiosa de una insurrección inmediata, Lenin recuperó las reflexiones de Marx (en Revolución y contrarrevolución en Alemania) sobre la cuestión de la insurrección como un «arte», que, como el arte de la guerra u otros, está sujeto a ciertas reglas cuya negligencia lleva al hundimiento del partido responsable. Según Marx, la regla más importante es «no pararse nunca a mitad camino una vez que ha comenzado la insurrección; mantener siempre la ofensiva puesto que la defensiva es la muerte de todo alzamiento armado»; sorprender al enemigo y desmoralizarlo por medio de éxitos cotidianos, «aunque sean pequeños», obligándole a batirse en retirada; «en pocas palabras, según Danton, el gran maestro de la táctica revolucionaria: “audacia, audacia y audacia”».
Y como señaló Lenin, «hay que concentrar en el lugar y el momento decisivos fuerzas muy superiores, porque de lo contrario, el enemigo, mejor preparado y organizado, aniquilará a los insurgentes». Lenin añadía: «Confiemos en que, si se acuerda la insurrección, los dirigentes aplicarán con éxito los grandes preceptos de Danton y Marx. El triunfo de la Revolución rusa y de la revolución mundial depende de dos o tres días de lucha» ([20]).
Con este objetivo, el proletariado tuvo que crear los órganos de su lucha por el poder, un comité militar y destacamentos armados. «Así como un herrero no puede tomar con sus manos desnudas hierro candente, tampoco el proletariado puede, con sólo sus manos, adueñarse del poder: les es preciso una organización adecuada para dicha tarea. En la combinación de la insurrección de masas con la conspiración, en la subordinación del complot a la insurrección, en la organización de la insurrección a través de la conspiración, consiste aquel capítulo complejo y lleno de responsabilidades de la política revolucionaria que Marx y Engels denominaban “el arte de la insurrección”» ([21]).
Este planteamiento centralizado, coordinado, es lo que permitió al proletariado aplastar la última resistencia armada de la burguesía y asestar un golpe terrible que la burguesía no olvidaría, y de hecho no ha olvidado hasta ahora. «Los historiadores y políticos suelen denominar insurrección de las fuerzas elementales al movimiento de masas que, aglutinado por el odio común al antiguo régimen, carece de perspectivas claras, de métodos de lucha elaborados, de dirección que conduzca conscientemente a la victoria. Los historiadores oficiales, por lo menos los democráticos, se complacen en presentar esta insurrección de las fuerzas elementales como una calamidad inevitable cuya responsabilidad recae sobre el antiguo régimen. La verdadera razón de esta indulgencia es que las insurrecciones de las fuerzas “elementales” no pueden trascender los marcos del régimen burgués (...) Lo que sí niega y tacha de “blanquismo”, o peor aún, de bolchevismo, es la preparación consciente de la insurrección, el plan, la conspiración» (21).
Esto es lo que todavía más enfurece a la burguesía: la audacia con la que la clase obrera le arrebató el poder. La burguesía –todo el mundo– sabía que se estaba preparando un alzamiento. Pero nadie sabía cómo y cuándo atacaría el enemigo. Al asestar su golpe definitivo, el proletariado se aprovechó plenamente de la ventaja de la sorpresa, de la elección del terreno de batalla. La burguesía esperaba que su enemigo fuera lo bastante ingenuo y «democrático» para decidir la cuestión de la insurrección públicamente, en presencia de la clases dirigentes, en el Congreso panruso de los Soviets que se había convocado en Petrogrado. Allí esperaba sabotear e impedir la decisión y su ejecución. Pero cuando los delegados del Congreso llegaron a la capital, la insurrección estaba en pleno apogeo y la clase gobernante se tambaleaba. El proletariado de Petrogrado, mediante su Comité militar revolucionario, entregó el poder al Congreso de los Soviets, y la burguesía no pudo hacer nada para impedirlo. ¡Golpe! ¡Conspiración! gritaba la burguesía –y todavía grita lo mismo–; la respuesta de Lenin: golpe, no; conspiración, sí, pero una conspiración subordinada a la voluntad de las masas y las necesidades de la insurrección. Y Trotski añadía: «Cuanto más alto sea el nivel político de un movimiento revolucionario y más serio sea su liderazgo, mayor será el lugar que ocupa la conspiración en una insurrección popular» ([22]).
¿El bolchevismo una forma de blanquismo? Las clases explotadoras lanzan de nuevo actualmente esta acusación. «Más de una vez, los bolcheviques, mucho antes de la insurrección de Octubre, hubieron de refutar las acusaciones de sus adversarios, quienes les imputaban manejos conspirativos y blanquismo. Y, sin embargo, nadie ha combatido con mayor firmeza que Lenin el sistema de la pura conspiración. ¡Cuántas veces los oportunistas de la socialdemocracia internacional tomaron bajo su protección la vieja táctica socialrevolucionaria del terror individual contra los agentes del zarismo, resistiéndose a la crítica implacable de los bolcheviques, quienes oponían al aventurero de la intelligentsia, el camino de la insurrección de las masas! Pero al rechazar todas las variantes del blanquismo y del anarquismo, Lenin, ni por un minuto, se inclinaba ante la “sagrada” fuerza elemental de las masas». Trotski añadía a esto: «La conspiración no reemplaza la insurrección. Por mejor organizada que se encuentre, la minoría activa del proletariado no puede adueñarse del poder independientemente de la situación general del país. En esto, el blanquismo está condenado por la Historia. Pero sólo en esto. El teorema conserva toda su fuerza. Para la conquista del poder no basta al proletariado un alzamiento de fuerzas elementales. Necesita la organización correspondiente, el plan, la conspiración. Así es como Lenin plantea la cuestión» ([23]).
Es un hecho bien conocido que Lenin, el primero que fue completamente claro sobre la necesidad de la lucha por el poder en octubre planteando diferentes planes para la insurrección (uno centrado en Finlandia y la flota del Báltico y otro en Moscú), en algún momento defendió que fuera el Partido bolchevique, y no un órgano de los soviets, quien organizara directamente la insurrección. Los hechos probaron que la organización y el liderazgo del alzamiento por un órgano del soviet como el Comité militar revolucionario, donde por supuesto el Partido tenía la influencia dominante, es la mejor garantía para el éxito completo del alzamiento, puesto que entonces es el conjunto de la clase, y no sólo los simpatizantes del partido, el que se siente representado por sus órganos unitarios revolucionarios. Pero la propuesta de Lenin, según la burguesía, revela que para él la revolución no es tarea de las masas, sino un asunto privado del Partido ¿Por qué si no –preguntan– estaba tan rotundamente en contra de esperar al Congreso de los soviets para decidir el alzamiento? La actitud de Lenin se inscribía plenamente en el marxismo y su confianza fundada históricamente en las masas proletarias. «Sería desastroso, o en todo caso un planteamiento puramente formal, querer esperar a la incierta votación del 25 de octubre. El pueblo tiene el derecho y el deber de decidir sobre esas cuestiones, no por el voto, sino por la fuerza; el pueblo tiene el derecho y el deber, en los momentos críticos de la revolución, de mostrar a sus representantes, incluso a sus mejores representantes, la dirección correcta, en vez de esperarlos. Esto nos lo enseña la historia de todas las revoluciones, y sería un monstruoso crimen de los revolucionarios dejar pasar el momento, cuando saben que la salvación de la revolución, las propuestas de paz, la salvación de Petrogrado, el acabar con el hambre, o la devolución de la tierra a los campesinos, depende de esto. El gobierno se tambalea, y hay que darle el último golpe ¡a cualquier precio!» ([24]).
En realidad, todos los líderes bolcheviques estaban de acuerdo con esto. Quienquiera que fuera el que dirigiera el alzamiento, el poder entregado sería entregado inmediatamente al Congreso panruso de los soviets. El Partido sabía perfectamente que la revolución no era solamente asunto suyo o de los obreros de Petrogrado, sino del conjunto del proletariado. Pero respecto a la cuestión de quién debía conducir la insurrección propiamente dicha, Lenin estaba en lo cierto cuando argumentaba que lo harían los órganos de la clase mejor preparados y en mejores condiciones para asumir la tarea de la planificación política y militar y del liderazgo político de la lucha por el poder. Trotski tenía razón al argumentar que el mejor dotado para esta tarea sería un órgano del Soviet, especialmente creado para esta tarea, y bajo la influencia del Partido. Pero no se trataba de un debate de principios, sino de un asunto vital de eficacia política. La preocupación de Lenin de que no se podía cargar con esta tarea al conjunto del aparato del Soviet, puesto que eso retrasaría la insurrección y llevaría a divulgar los planes al enemigo, era completamente válida.
Fue necesaria la dolorosa experiencia de la Revolución rusa para que después, la Izquierda comunista pudiera plantear que, aunque es indispensable la dirección política del partido de clase, tanto en la lucha por el poder como en la dictadura del proletariado, no es tarea del partido tomar el poder. Sobre esta cuestión, ni Lenin, ni otros bolcheviques (ni los espartakistas en Alemania, etc.) eran claros en absoluto en 1917, ni podían serlo. Pero respecto al «arte de la insurrección», a la paciencia revolucionaria, y a la precaución para evitar levantamientos prematuros, respecto a la audacia revolucionaria necesaria para tomar el poder, los revolucionarios de hoy tienen mucho que aprender de Lenin. En particular sobre el papel del partido en la insurrección. La historia probó que Lenin tenía razón: quienes toman el poder son las masas, y el soviet aporta la organización, pero el partido de clase es el arma más indispensable de la lucha por el poder. En julio de 1917 fue el partido el que no permitió que la clase obrera sufriera una derrota decisiva. En octubre de 1917, el partido condujo a la clase al poder. Sin esta dirección indispensable no se hubiera tomado el poder.
¡Pero la revolución de Octubre llevó al estalinismo! grita la burguesía sacando su argumento «definitivo». Pero en realidad lo que llevó al estalinismo fue la contrarrevolución burguesa, la derrota de la revolución en Europa occidental, la invasión y el aislamiento internacional de la Unión soviética, el apoyo de la burguesía mundial a la burocracia nacionalista que se desarrollaba en Rusia contra el proletariado y los bolcheviques.
Es importante recordar que durante las semanas cruciales de octubre de 1917, como durante los meses previos, dentro del Partido bolchevique se manifestó una corriente que reflejaba el peso de la ideología burguesa, que se oponía a la insurrección, y de la que ya Stalin era el representante más peligroso.
Ya en marzo de 1917 Stalin había sido el principal vocero en el Partido de aquellos que querían abandonar su posición internacionalista revolucionaria, apoyar el Gobierno provisional y su política de continuación de la guerra imperialista, y reagruparse con los socialpatriotas mencheviques. Cuando Lenin llamó públicamente a la insurrección, Stalin, como editor del órgano de prensa del Partido, retrasaba intencionadamente la publicación de sus artículos, mientras publicaba las contribuciones de Kamenev y Zinoviev, que estaban en contra del alzamiento, y que a menudo rompían con la disciplina del Partido, como si se tratara de la posición oficial del Partido, razón por la cual Lenin amenazó con dimitir del Comité central. Stalin continuó pretendiendo que Lenin, que estaba por la insurrección inmediata y que ahora tenía al Partido detrás, y Kamenev y Zinoviev, que saboteaban abiertamente las decisiones del Partido, eran «de la misma opinión». Durante la insurrección, el aventurero político Stalin «desapareció» –en realidad para ver qué bando ganaba antes de reaparecer defendiendo su propia posición. La lucha de Lenin y el Partido contra el «estalinismo» en 1917, contra sus manipulaciones y el sabotaje tramposo a la insurrección (a diferencia de Zinoviev y Kamenev, pues, éstos, cuando menos, actuaban abiertamente), volvió a plantearse en el Partido los últimos días de la vida de Lenin, pero esta vez en condiciones infinitamente más desfavorables.
Lejos de ser un banal golpe de Estado, como miente la clase dominante, la revolución de Octubre es el punto más alto que ha alcanzado hasta ahora la humanidad en toda su historia. Por primera vez una clase explotada tuvo el valor y la capacidad de tomar el poder arrebatándoselo a los explotadores e inaugurar la revolución proletaria mundial. Aunque la revolución pronto iba a ser derrotada en Berlín, Budapest y Turín, aunque el proletariado ruso y mundial tuvo que pagar un precio terrible por su derrota –el horror de la contrarrevolución, otra guerra mundial, y toda la barbarie hasta hoy– la burguesía todavía no ha sido capaz de borrar la memoria y las lecciones de este enorme acontecimiento.
Hoy, cuando la mentalidad y la ideología descompuesta de la clase dominante destila el individualismo, el nihilismo y el oscurantismo, el florecimiento de visiones reaccionarias del mundo, como el racismo y el nacionalismo, el misticismo, el ecologismo, una ideología que desprecia los últimos vestigios de creencia en el progreso humano, el faro que encendió la revolución de Octubre marca el camino. Octubre recuerda al proletariado que el futuro de la humanidad está en sus manos, y que esas manos, son capaces de cumplir su tarea. La lucha de clases del proletariado, la reapropiación por la clase obrera de su propia historia, la defensa y el desarrollo del método científico del marxismo, ese es el programa de Octubre. Ese es hoy el programa para el futuro de la humanidad. Como Trotski escribió en la conclusión de su gran Historia de la Revolución rusa:
“Tomado en su conjunto podemos resumir el ascenso histórico de la humanidad como una serie de victorias de la conciencia sobre las fuerzas ciegas: en la naturaleza, en la sociedad, en el hombre mismo. Hasta el presente, el pensamiento crítico y creador se ha apuntado sus mayores éxitos en la lucha contra la naturaleza. Las ciencias fisicoquímicas ya han llegado a un punto en que el hombre se dispone, evidentemente, a convertirse en amo de la materia. Pero las relaciones sociales se siguen desarrollando de una manera elemental. El parlamentarismo solo ilumina la superficie de la sociedad y eso de una manera bastante artificial. Comparada a la monarquía y otras herencias del canibalismo y el salvajismo de las cavernas, la democracia representa, por supuesto, una enorme conquista. Pero no modifica de ningún modo el juego ciego de las fuerzas en las relaciones mutuas de la sociedad. Precisamente en este dominio, el más profundo del inconsciente, la insurrección de Octubre ha sido la primera en poner las manos. El sistema soviético quiere introducir un fin y un plan en los fundamentos mismos de una sociedad, donde hasta entonces reinaban simples consecuencias acumuladas.»
Kr
[1] Lenin, La Revolución rusa y la guerra civil.
[2] Lenin, ¿Se sostendrán los bolcheviques en el poder?
[3] Lenin, Reunión del CC del POSDRb, 10-23 de octubre de 1917.
[4] Lenin, Carta a los camaradas bolcheviques que participan en el Congreso de los Soviets de la región del Norte.
[5] Lenin, Carta a los camaradas.
[6] Lenin, Carta a la Conferencia de la ciudad de Petrogrado.
[7] Trotski, Las lecciones de Octubre, escrito en 1924.
[8] Ídem.
[9] Lenin, Tesis para un informe ante la Conferencia de Octubre...
[10] Trotski, Las lecciones de Octubre.
[11] Trotski, Historia de la Revolución rusa.
[12] Ídem.
[13] Ídem.
[14] Lenin, ¿Se sostendrán los bolcheviques en el poder?
[15] Trotski, Historia de la Revolución rusa.
[16] Ídem.
[17] Ídem.
[18] Lenin, Carta a los camaradas...
[19] Trotski, Historia de la Revolución rusa.
[20] Lenin, Consejos de un ausente.
[21] Trotski, Historia de la revolución rusa.
[22] Ídem.
[23] Trotski, Historia de la revolución rusa.
[24] Lenin, Carta al Comité central.
Uno de los argumentos preferidos por los profesores burgueses en su incesante combate contra el marxismo, es la acusación de que éste sería una «pseudociencia» como la frenología u otras tonterías de ese estilo. La manifestación más sofisticada de esta acusación se encuentra en el libro de Karl Popper: «La sociedad abierta y sus enemigos» todo un clásico de la «filosofía» en la justificación del liberalismo, ¡y de la «guerra fría»!. Según Popper no puede sostenerse que el marxismo pretenda ser una ciencia social, ya que sus planteamientos no pueden ser ni verificados ni refutados a través de la experimentación práctica, condición «sine qua non» de cualquier investigación científica.
Pero es que el marxismo no pretende ser «una ciencia» del mismo tipo que las ciencias naturales, puesto que reconoce, de entrada, que las relaciones sociales humanas no pueden estar sujetas a la exactitud y el examen como los procesos físicos, químicos o biológicos. Lo que sí afirma, por el contrario, es que al tratarse del punto de vista global de una clase explotada, que no tiene ningún interés en mistificar u ocultar la realidad social, sólo el marxismo es capaz de aplicar un método científico al estudio de la sociedad y de la evolución de la historia. Es verdad que la historia no puede ser examinada en condiciones de laboratorio, que las predicciones efectuadas por una crítica social revolucionaria, no pueden ser verificadas mediante experimentos cuidadosamente controlados y repetidos..., pero no es menos cierto que sí es posible extrapolar, a partir del pasado y de los actuales procesos sociales, económicos, o históricos, y perfilar, en líneas generales, cómo será el futuro. Para demostrarlo basta ver cómo la gigantesca secuencia de acontecimientos históricos inaugurados por la Primera Guerra mundial, confirmó, en el laboratorio vivo de la acción social, las predicciones efectuadas por el marxismo.
Una premisa fundamental del materialismo histórico es que, al igual que las anteriores sociedades de clases, el capitalismo alcanzaría una fase en la que sus relaciones de producción, en vez de condiciones para el desarrollo de las fuerzas productivas pasarían a constituir una auténtica traba, llevando a la crisis al conjunto de la superestructura política y jurídica de la sociedad, abriendo así una época de revolución social. Para llegar a esta premisa, los fundadores del marxismo analizaron en profundidad las contradicciones inherentes a la base económica del capitalismo, que le empujarían a su crisis histórica. Este análisis quedó, lógicamente, a un nivel muy general, sin poder precisar la fecha de la crisis revolucionaria. A pesar de ello, incluso los mismos Marx y Engels sufrieron, en algún momento, de impaciencia revolucionaria y se precipitaron a la hora de anunciar el declive general del capitalismo y, con él, la inminencia de la revolución proletaria. Tampoco estuvo siempre claro qué forma tomaría esta crisis histórica. ¿Se trataría simplemente de una depresión económica – como las que cíclicamente habían marcado su período ascendente –, aunque de mucha mayor amplitud y de carácter irreversible? La respuesta a esto también debió quedarse en una perspectiva general. Y, sin embargo, ya desde el Manifiesto comunista, quedaba establecido cuál era el dilema fundamental al que se enfrentaba la humanidad: socialismo o hundimiento en la barbarie; emergencia de una forma más elevada de asociación humana o desencadenamiento de todas las tendencias destructivas inherentes al capitalismo, lo que el Manifiesto llama «la ruina recíproca de las clases en conflicto».
A finales del siglo XIX, sin embargo, cuando el capitalismo entró en su fase imperialista, de militarismo desenfrenado, de concurrencia para conquistar las áreas no capitalistas que aún quedaban en el planeta, empezó a vislumbrarse que el desastre al que el capitalismo llevaría a la humanidad no sería una simple depresión económica de grandes proporciones, sino una gigantesca catástrofe militar: una guerra generalizada –continuación, por otros medios, de la concurrencia económica–, pero cuya dinámica irracional acabaría prevaleciendo, destruyendo el conjunto de la civilización bajo sus engranajes. Y he aquí esta significativa «profecía» de Engels en 1887: «Ya no es posible para Prusia-Alemania, más guerra que una guerra mundial. Una guerra mundial, por supuesto, de una extensión y una violencia inimaginables. De ocho a diez millones de soldados serán masacrados uno tras otro, devorando así toda Europa hasta arrasarla como ninguna plaga de langostas la haya arrasado antes. Las devastaciones de la Guerra de los Treinta años pero comprimidas en tres o cuatro años y extendida al conjunto del continente: las hambrunas, las plagas, el hundimiento general en la barbarie tanto de los ejércitos como de las poblaciones, el caos sin remisión de nuestro artificial sistema comercial, industrial y financiero, lo que desembocará en una bancarrota generalizada; el colapso de todos los Estados y de sus tradicionales élites intelectuales hasta el extremo que las coronas rodaran y no habrá nadie para recogerlas. Resulta por completo imposible prever como acabará todo esto y quien saldrá vencedor de esta lucha. Únicamente un resultado es absolutamente cierto: el hundimiento generalizado y el establecimiento de las condiciones para la victoria final de la clase obrera.
No hay otra perspectiva. El sistema de sobrepuja mutua en el armamentismo, llevado a sus extremos, acaba final e inevitablemente en tales resultados. Esto, señores, príncipes y hombres de Estado, es lo que vuestra sabiduría ha traído a la vieja Europa. Y lo único que os queda por hacer es inaugurar la última danza de la guerra, lo que a la larga nos vendrá bien. Puede que la guerra nos lleve, temporalmente, a las tinieblas; puede que nos arranque posiciones ya conquistadas. Pero una vez que hayáis desencadenado fuerzas que vosotros mismos ya no sois capaces de controlar, la situación se os escapará de las manos; y al final de la tragedia os encontraréis arruinados y la victoria del proletariado estará ya alcanzada o será prácticamente inevitable» ([1]).
Las fracciones revolucionarias que, en 1914, siguieron fieles a los principios internacionalistas contra la guerra, tuvieron razones de sobra para evocar estas palabras de Engels, que Rosa Luxemburgo, en su Folleto de Junius, sólo tuvo que actualizar: «Federico Engels dijo una vez: “La sociedad capitalista se halla ante un dilema: avance al socialismo o regresión a la barbarie” ¿Qué significa “regresión a la barbarie” en la etapa actual de la civilización europea? Hemos leído y citado estas palabras con ligereza, sin poder concebir su terrible significado. En este momento basta mirar a nuestro alrededor para comprender qué significa la regresión a la barbarie en la sociedad capitalista. Esta guerra mundial es una regresión a la barbarie. El triunfo del imperialismo conduce a la destrucción de la cultura, esporádicamente si se trata de una guerra moderna, para siempre si el período de guerras mundiales que se acaba de iniciar puede seguir su maldito curso hasta sus últimas consecuencias. Así nos encontramos, hoy tal y como profetizó Engels hace una generación, ante la terrible opción: o triunfa el imperialismo y provoca la destrucción de toda la cultura y, como en la antigua Roma, la despoblación, desolación, degeneración, un inmenso cementerio; o triunfa el socialismo, es decir la lucha consciente del proletariado internacional contra el imperialismo, sus métodos, sus guerras. Tal es el dilema de la historia universal, su alternativa de hierro, su balanza temblando en el punto de equilibrio, aguardando la decisión del proletariado. De ella depende el futuro de la cultura y de la humanidad».
Luxemburgo se basaba tanto en las previsiones de Engels como en lo que ella misma vivía: si el proletariado no acababa con el capitalismo, la guerra imperialista de 1914-18 sería la primera de una serie de conflictos generalizados, cada vez más devastadores, que acabarían amenazando la supervivencia misma de la humanidad. Y ese ha sido, efectivamente, el drama que hemos vivido en el siglo XX, la prueba más contundente de que, como decía Lenin: «el capitalismo ha sobrevivido, convirtiéndose en el freno más reaccionario al progreso de la humanidad» ([2]).
Pero si la guerra de 1914 confirmaba este primer aspecto de la disyuntiva histórica: la decadencia del capitalismo y su hundimiento en la recesión; la Revolución rusa y la posterior oleada revolucionaria mundial confirmó también, y no menos tajantemente, el otro término de la disyuntiva, es decir, como en 1919 señaló el Manifiesto del Primer congreso de la Internacional comunista, que la época del derrumbe interior del capitalismo es también la época de la revolución proletaria; y que la clase obrera es la única fuerza social que puede acabar con la barbarie capitalista e inaugurar una nueva sociedad. Las terribles privaciones ocasionadas por la guerra imperialista y la desintegración del régimen zarista, desencadenaron una auténtica tormenta en el seno de la sociedad rusa, pero dentro de la revuelta de una inmensa masa de campesinos de uniforme (la mayoría de los soldados) y campesinos, fue la clase obrera de los centros urbanos quien creó nuevos órganos revolucionarios de lucha –los soviets, los comités de fábrica, las guardias rojas– que sirvieron de modelo para el resto de la población; fueron los proletarios quienes más rápidamente elevaron su conciencia política –un desarrollo que se expresó en el crecimiento espectacular de la influencia del Partido bolchevique; fueron también los obreros los que tomaron la dirección del movimiento y determinaron el curso de los acontecimientos, en los momentos decisivos del proceso revolucionario: derrocando el régimen zarista en febrero, desbaratando los complots contrarrevolucionarios en septiembre, emprendiendo la insurrección en octubre. Por esa misma razón fue la clase obrera la que en Alemania, en Hungría, en Italia y en todo el planeta, la que con sus luchas y sus levantamientos, puso fin a la guerra y amenazó la existencia misma del capital mundial.
Si las masas proletarias fueron capaces de realizar tales proezas, no fue porque estuvieran «intoxicadas» por alguna visión milenarista, ni «seducidas» por una especie de maquiavélicos manipuladores, sino porque a través de la práctica de sus propias luchas, de sus debates y discusiones propias, llegaron a comprender que las consignas y el programa de los marxistas revolucionarios se correspondían plenamente con sus propios intereses y necesidades.
Tres años después de la apertura efectiva de la época de la revolución proletaria, el proletariado emprendía una revolución, tomando el poder político en un país, y desafiando al orden burgués en todo el planeta. El espectro del «bolchevismo», del poder de los soviets, de las revueltas contra la máquina de guerra imperialista, hizo caer muchas monarquías y sembraron la angustia entre las clases explotadoras en todas partes. Durante tres años, e incluso alguno más, parecía que la «profecía» de Engels (que la barbarie de la guerra aseguraría la victoria del proletariado) fuera a cumplirse punto por punto. Hoy sabemos, y por supuesto no dejan de recordárnoslo los profesores burgueses, que «se equivocó», y por supuesto, añaden, no podía ser de otra forma ya que ese ambicioso proyecto de liquidación del capitalismo y de creación de una sociedad verdaderamente humana es irrealizable puesto que es, nos aseguran, contrario a la «naturaleza del hombre». Pero lo cierto es que en aquel momento la clase dominante no se quedó de brazos cruzados, confiada en que la «naturaleza humana» acabara aplacando los ímpetus revolucionarios, sino que para exorcizar el espectro de la revolución mundial aparcaron sus divisiones y combinaron todas sus fuerzas contrarrevolucionarias: invasión militar contra la República de los soviets, provocación y matanza de los obreros revolucionarios desde Berlín hasta Shangai... Y casi sin excepción, esas fuerzas del liberalismo y la socialdemocracia (los Kerenski, Noske, Woodrow Wilson) que la mayoría de los profesores presentan como la encarnación de una alternativa mucho más racional y realizable que las utopías marxistas, fueron en realidad quienes dirigieron y organizaron esas fuerzas contrarrevolucionarias.
Los físicos cuánticos de este siglo han reconocido la necesidad de una de las premisas fundamentales de la dialéctica, a saber, que no es posible estudiar la realidad desde fuera, que la observación influye en el proceso mismo que se está observando. El marxismo nunca ha pretendido ser una «ciencia de la sociedad» neutra, puesto que toma partido, como fuerza aceleradora y transformadora desde dentro de ese mismo proceso social. Los académicos burgueses reivindican, en cambio, «imparcialidad y neutralidad», pero también se desvelan sus intereses partidistas cuando comentan la realidad social. La diferencia estriba en que mientras los marxistas forman parte de un movimiento hacia la liberación de la sociedad, los profesores que critican el marxismo acaban inexorablemente justificando las sangrientas fuerzas de la reacción política y social.
Mientras que en el siglo pasado el programa comunista permaneció como una perspectiva histórica y global, en la época de la revolución mundial, se convirtió en algo muy preciso. El tema candente en 1917 era, precisamente, la cuestión del poder político, de la dictadura del proletariado. Y le correspondió a la Revolución rusa enfrentarse a este problema tanto en la teoría como en la práctica. El texto de Lenin: El Estado y la revolución. La teoría marxista del Estado y las tareas del proletariado en la revolución, escrito entre agosto y septiembre de 1917, ha sido ya mencionado varias veces en estos artículos, ya que hemos intentado no sólo reexaminar muchas de las cuestiones que plantea, sino sobre todo aplicar su método. Y si es verdad que repetimos algunas cosas, es porque hay cuestiones que merecen esa insistencia. Y es que El Estado y la revolución tiene una importancia tal en la evolución de la teoría marxista sobre el Estado que nos parece lógico que dediquemos este artículo específicamente a ese texto.
Como ya mostramos en nuestro anterior artículo (ver Revista internacional nº 90), la experiencia directa de la clase obrera y su análisis por parte de las minorías marxistas ya había planteado, incluso antes de la guerra y de la oleada revolucionaria, las bases esenciales para resolver el problema del Estado en la revolución proletaria. La Comuna de París en 1871 permitió ya que Marx y Engels pudieran concluir que el proletariado no podía «simplemente adueñarse» del viejo Estado burgués, sino que debía destruirlo y sustituirlo con nuevos órganos de poder. Las huelgas de masas de 1905 mostraron cómo los soviets de diputados obreros eran la forma de poder revolucionario más adecuada a la nueva época histórica que se iniciaba. Pannekoek, en su polémica con Kautsky, ya había afirmado que la revolución proletaria sólo podría ser el resultado de un movimiento de masas que paralizara y desintegrara el poder estatal de la burguesía.
Pero el peso del oportunismo en el movimiento obrero de antes de la guerra era tan grande, que ni las más aceradas polémicas pudieron disiparlo. Todo lo aprendido de experiencias como la Comuna, fue relegado al olvido por décadas de parlamentarismo y legalismo, de creciente reformismo en el partido y los sindicatos. Y tal abandono de las posiciones revolucionarias de Marx y Engels, no fue únicamente obra de revisionistas descarados como Bernstein. También el trabajo de la corriente en torno a Kautsky, consiguió convertir el fetichismo del parlamentarismo y la teorización de un camino pacífico y «democrático» a la revolución, en la última palabra del «marxismo ortodoxo». En esa situación únicamente la fusión de las posiciones de la izquierda de la IIª Internacional con amplios movimientos de masas, permitió al proletariado superar la amnesia de sus propias adquisiciones. Esto no debe llevarnos a subestimar la importancia de la intervención teórica de los revolucionarios sobre esta cuestión. Al contrario, en el momento en que la teoría revolucionaria gana a las masas y se convierte en una fuerza material, se hacen más urgentes y decisivas su clarificación y su difusión.
En la Revista internacional nº 89, la CCI recordaba la vital importancia de la intervención política y teórica contenida en las Tesis de abril, ya que mostraban al partido y a la clase obrera en su conjunto el camino para salir de la confusión creada por los mencheviques, los socialistas-revolucionarios y el resto de fuerzas de la componenda y la traición. La cuestión central de la posición que Lenin defendió en abril es la insistencia en que la revolución en Rusia sólo podía entenderse como parte de la revolución socialista mundial, y que, por consiguiente, el proletariado se vería obligado a seguir luchando contra esas repúblicas parlamentarias que los oportunistas y la izquierda burguesa presentaban como la más digna conquista revolucionaria; que el proletariado debía luchar no por una república parlamentaria, sino para que los soviets, la dictadura del proletariado aliado con el campesinado pobre, asumieran el poder.
Por su parte, los adversarios políticos de Lenin, especialmente los que presumían de ser los depositarios de la ortodoxia marxista, le acusaron inmediatamente de anarquismo, de aspirar a suceder a Bakunin en su trono vacante. Esta ofensiva ideológica del oportunismo exigía, por tanto, una respuesta, una reafirmación del abecé del marxismo, pero también una nueva profundización teórica a la luz de las experiencias históricas más recientes. El Estado y la revolución respondía a esta necesidad, proporcionando, al mismo tiempo, una de las más destacadas demostraciones de lo que es el método marxista, de la profunda interacción entre teoría y práctica. Lenin, que ya había escrito más de diez años antes, que «no puede haber movimiento revolucionario sin teoría revolucionaria», comprendió en aquellos momentos, cuando se vio obligado a esconderse en el campo finlandés para escapar de la represión que siguió a las jornadas de Julio (ver artículo sobre estos acontecimientos en la Revista internacional nº 90), la necesidad de investigar en profundidad en los clásicos del marxismo, en la historia del movimiento obrero, para clarificar los objetivos inmediatos de aquel inmenso movimiento práctico de las masas.
El Estado y la revolución es un desarrollo y una clarificación de la teoría marxista, aunque la burguesía (a menudo secundada por los anarquistas, como es habitual), señale, con muy diversas justificaciones, que este libro, que insiste en la toma del poder por los soviets y en la destrucción de toda burocracia, es el producto de una conversión temporal de Lenin al anarquismo.
Un «comprensivo» historiador izquierdista como Liebman (Leninism under Lenin, Londres 1975), señala, por ejemplo, que El Estado y la Revolución es la obra de un «Lenin libertario», como si fuera el resultado de un efímero entusiasmo de éste por el potencial creativo de las masas en 1917-18, en contraste con el Lenin «autoritario» de 1902-1903 que, supuestamente, desconfiaría de la espontaneidad de las masas, abogando por un partido de tipo jacobino que actuara como estado mayor. Pero la capacidad de Lenin para responder a los movimientos espontáneos, a la creatividad de las masas, corrigiendo, a la luz de estos acontecimientos, incluso sus propios errores y exageraciones, no se limita a 1917. Ya lo demostró en 1905 (ver artículo sobre 1905 en la Revista internacional nº 90). En 1917, Lenin ya estaba convencido de que lo que estaba a la orden del día era la revolución proletaria, que ya no debería quedar limitada por la teoría de la «revolución democrática» para Rusia. Esto le llevó a valorar más decisivamente aún, la lucha autónoma de la clase obrera, pero esto es, en realidad, un desarrollo de sus propias posiciones previas, y no una repentina conversión al anarquismo.
Otros, más abiertamente hostiles, ven el libro de Lenin como parte de una estratagema maquiavélica para conseguir que las masas secundaran los planes del golpe bolchevique y de la dictadura del partido. Tanto anarquistas como consejistas han utilizado profusamente argumentos de este estilo. No les contestaremos con detalle aquí. Esto forma parte de nuestra defensa global de la Revolución rusa, y de la insurrección de Octubre en particular, contra las campañas de la burguesía (ver artículo sobre la insurrección de Octubre en este mismo número). Sí debemos señalar, al menos, que la defensa intransigente que Lenin hizo de los principios marxistas sobre la cuestión del Estado, cuando volvió del exilio en abril, le puso en una postura muy minoritaria, que, en absoluto, garantizaba que la posición que defendía pudiera llegar a conquistar a las masas. Desde este punto de vista, el maquiavelismo de Lenin sería absolutamente sobrehumano, y deberíamos abandonar el mundo de la realidad social para abandonarnos a las divagaciones de la teoría conspirativa.
Otra postura –que desafortunadamente apareció publicada en Internationalism, la que hoy es publicación de la CCI en Estados Unidos, hace cerca de 20 años, cuando la ideología consejista tenía una gran ascendencia sobre los grupos revolucionarios que volvían a surgir– que criba minuciosamente El Estado y la Revolución en busca de «pruebas» que demostraran que –a diferencia de los escritos de Marx sobre la dictadura del proletariado– el libro de Lenin contendría aún los puntos de vista de un autoritario incapaz de soportar la idea de que los trabajadores podrían liberarse por sí mismos (ver Internationalism nº 3, «Dictadura proletaria: Marx contra Lenin»).
No pretendemos ignorar las debilidades que efectivamente existen en El Estado y la revolución. Pero eso no puede llevarnos a crear una falsa oposición entre Marx y Lenin, y mucho menos ver en El Estado y la revolución una conexión entre Lenin y Bakunin. El libro de Lenin esta en completa continuidad con Marx, Engels y el conjunto de la tradición marxista anterior. Y a quienes continuamos esa tradición marxista, ese trabajo indispensable nos ha proporcionado una inmensa fuerza y claridad.
La primera tarea de El Estado y la revolución fue refutar las concepciones oportunistas sobre la esencia de la naturaleza del Estado. La tendencia oportunista en el movimiento obrero –particularmente el ala lassalleana de la socialdemocracia alemana– estaba firmemente arraigada en la convicción de que el Estado sería esencialmente un instrumento natural, que podría ser utilizado tanto en beneficio de los explotados como en defensa de los privilegios de los explotadores. Gran parte de la lucha teórica que Marx y Engels libraron en el Partido alemán se concentró, precisamente, en combatir la idea de un «Estado popular», demostrando, por el contrario, que el Estado es un producto específico de la sociedad de clases, que es esencialmente un instrumento de dominación de una clase sobre el conjunto de la sociedad y sobre la clase explotada en particular. Pero en 1917, como veíamos antes, esa ideología de un Estado como «instrumento neutral» del que podrían adueñarse los trabajadores, era presentada con un barniz «marxista» especialmente por los kautskystas. Esto explica por qué al principio y al final de El Estado y la revolución, aparece una denuncia contra la distorsión oportunista del marxismo. Al final, con una larga crítica de los principales trabajos de Kautsky sobre el Estado (y una defensa de Pannekoek en su polémica con Kautsky). Al principio del libro aparece una de sus más, y con razón, célebres citas sobre la forma en que «la burguesía y los oportunistas dentro del movimiento obrero compiten en esta castración del marxismo. Omiten, oscurecen o distorsionan el lado revolucionario de esta teoría, su espíritu revolucionario. Tratan de llevarla a los términos en los que es o parece ser aceptable para la burguesía (...). En estas circunstancias, ante esta vasta distorsión sin precedentes del marxismo, nuestra primera tarea es restablecer lo que de verdad pensaba Marx sobre la cuestión del Estado» ([3]).
Para ello, Lenin se dedica a recordar los análisis de los fundadores del marxismo, particularmente de Engels, sobre los orígenes del Estado. Pero aunque Lenin describa este trabajo como una excavación en los escombros del oportunismo, su investigación dista mucho de ser un trabajo arqueológico. Engels, en Los orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado, nos mostró cómo surge el Estado como producto de los antagonismos de clase irreconciliables, precisamente para prevenir que estos antagonismos acaben desgarrando el tejido social. Pero para que nadie pueda concluir de esto que el Estado sería una especie de «árbitro» social, Lenin añade, siguiendo a Engels, que la cohesión social que procura el Estado es siempre en interés de la clase económicamente dominante, apareciendo pues como un órgano de represión y explotación por excelencia.
En el fragor de la Revolución rusa, esta cuestión «teórica» cobró suma importancia. Los oportunistas mencheviques y socialrevolucionarios, que actuaban cada vez más como el ala izquierda de la burguesía, presentaban el Estado surgido de la caída del zar en febrero de 1917, como una especie de «Estado popular», una expresión de «democracia revolucionaria». Según ellos, pues, los trabajadores debían anteponer la defensa de ese Estado a sus propios intereses, ya que con una discreta persuasión, ese mismo Estado podría, seguramente, satisfacer las necesidades de todos los oprimidos. Cuando Lenin desmontaba esta patraña del Estado «neutral», preparaba el terreno para el derrocamiento práctico de ese Estado. Para reforzar su argumentación contra los llamados «demócratas revolucionarios», Lenin recordó también las fuertes palabras de Engels sobre los límites del sufragio universal: «Engels es sumamente explícito al señalar que el sufragio universal es un instrumento de la dominación burguesa. El “sufragio universal”, nos dice –tomando lógicamente en cuenta la amplia experiencia de la socialdemocracia alemana–, es “lo que calibra la madurez de la clase obrera. Pero no puede ser, ni será nunca nada más en el actual Estado”. Los demócratas pequeño burgueses, tales como nuestros socialrevolucionarios y mencheviques, ... esperan exactamente ese “más” del sufragio universal, e instilan en el cerebro del pueblo, la falacia de que el sufragio universal, “en el actual Estado” es verdaderamente capaz de representar la voluntad de la mayoría del pueblo trabajador, y de asegurar su realización» ([4]).
Este recordatorio sobre la naturaleza burguesa de la versión más «democrática» del «actual Estado» resultó vital en 1917, cuando Lenin planteó la necesidad de una forma de poder revolucionario que pudiera verdaderamente expresar las necesidades de las masas obreras. Pero, a lo largo de este siglo, los revolucionarios hemos debido hacer ese mismo recordatorio una y otra vez. Los herederos más directos de aquellos reformistas socialdemócratas, los actuales partidos socialistas y laboristas, han construido el conjunto de su programa (para el capital) sobre la idea de un Estado benefactor y neutral que al hacerse con el control de la mayor parte de las industrias y servicios sociales, tomaría un carácter «público» e incluso «socialista». Pero también los que se reivindican como herederos de Lenin –los estalinistas y los trotskistas–, venden esta misma mercancía fraudulenta de que las nacionalizaciones y las prestaciones del Estado del bienestar serían conquistas obreras, y por tanto pasos significativos hacia el socialismo, incluso bajo le actual Estado. Estos llamados «leninistas» son los más encarnizados oponentes de la sustancia revolucionaria de la obra de Lenin.
Dado que el Estado es un instrumento de la clase dominante, un órgano de violencia directa contra la clase explotada, el proletariado no puede contar con él para defender sus intereses inmediatos y menos aún para construir el socialismo. Lenin muestra cómo había sido distorsionada por el oportunismo la teoría de la extinción del Estado para justificar que la tal nueva sociedad podría formarse de forma gradual, armoniosa, a través del propio Estado que se iría democratizando y tomando el control sobre los medios de producción, de tal forma que la «extinción» del Estado y las bases materiales del comunismo se impondrían por su propio peso. Una vez más volviendo a Engels, Lenin insiste en que la extinción del Estado no puede ser la del Estado burgués sino la del Estado que emerge tras la revolución proletaria, la cual necesariamente debe ser violenta, cuya tarea es destruir el viejo Estado burgués. Evidentemente, tanto Engels como Lenin, rechazan la idea anarquista de una desaparición del Estado de la noche a la mañana. Como producto de la sociedad de clases, la desaparición final del Estado solo puede realizarse tras un período más o menos largo de transición. Pero el Estado del período de transición no es el Estado burgués. Este debe ser destruido de tal forma que sobre sus ruinas emerja el nuevo Estado, el cual es una nueva forma de Estado, un semiestado que permite al proletariado ejercer su dominación sobre la sociedad pero que, al mismo tiempo, está en proceso de extinción. Para reforzar y profundizar esta posición fundamental del marxismo, Lenin examina la experiencia contemporánea sobre «el Estado y la revolución» y el desarrollo de la teoría marxista en conexión con dicha experiencia (algo que Pannekoek había subestimado dejando el flanco abierto a las acusaciones oportunistas de «anarquismo»).
El punto de partida de Lenin es el comienzo del movimiento marxista, es decir, el período justo antes de las revoluciones de 1848. Tras haber vuelto a leer el Manifiesto comunista y la Miseria de la filosofía, Lenin argumenta que en esos trabajos las cuestiones clave en lo concerniente al Estado son:
En lo que se refiere a la naturaleza de este «derrocamiento violento», la relación exacta entre el proletariado y el Estado burgués no era posible precisarla demasiado dada la ausencia de experiencias concretas en ese momento. No obstante, Lenin observa: «dado que el proletariado necesita el Estado como una forma específica de dominación contra la burguesía, la conclusión cae por su propio peso: ¿cómo puede ser creada semejante organización sin abolir y destruir primero la máquina estatal burguesa? El Manifiesto comunista lleva directamente a esa conclusión y es de esa conclusión de la que habla Marx cuando sintetiza la experiencia de la revolución de 1848-51» ([5]). Después, Lenin cita el pasaje crucial de El 18 de Brumario de Luís Bonaparte donde Marx denuncia el Estado como «un espantoso cuerpo parásito» y señala lo que es novedoso de la revolución proletaria, la cual hace lo contrario de las revoluciones anteriores que «perfeccionaban dicha máquina en lugar de destruirla» ([6]).
Como mencionamos en nuestro artículo de la Revista internacional nº 73, las revoluciones de 1848, en tanto que planteaban por vez primera la cuestión de la destrucción del Estado burgués, también proporcionaron a Marx algunas indicaciones de cómo forma el proletariado, en el curso de la lucha, sus propios comités independientes, nuevos órganos de la autoridad revolucionaria. Sin embargo, el contenido proletario de los movimientos de 1848 fue demasiado débil, demasiado inmaduro, como para ser capaz de responder a la cuestión de «con qué sustituir la vieja máquina estatal burguesa». Lenin, por ello, aborda la única experiencia de toma del poder por el proletariado, la Comuna de 1871. De manera considerablemente detallada, expone las lecciones principales que Marx y Engels habían sacado de la Comuna:
El examen histórico que hizo Lenin no fue capaz de ir más allá de la experiencia de la Comuna. Su intención original era escribir un séptimo capítulo de El Estado y la revolución: «Más lejos veremos cómo las revoluciones rusas de 1905 y 1917, en un marco diferente y en otras condiciones, continuaron la labor de la Comuna, confirmándose los brillantes análisis históricos de Marx» ([8]). Pero la aceleración de la historia le privó de la oportunidad de hacerlo. «No me fue posible escribir ni una sola línea de dicho capítulo: vino a “estorbarme” la crisis política, la víspera de la revolución de Octubre de 1917. “Estorbos” como éste no pueden producir más que alegría. pero la redacción de la segunda parte de este folleto (dedicada a la experiencia de las Revoluciones rusas de 1905 y 1917) habrá que aplazarla seguramente por mucho tiempo; es más agradable y provechoso vivir la “experiencia de la revolución” que escribir acerca de ella» ([9]).
En realidad, la segunda parte jamás se escribió. Está claro que el séptimo capítulo hubiera tenido un valor incalculable. Pero Lenin había logrado lo esencial. La reafirmación de las enseñanzas de Marx y Engels sobre la cuestión del Estado proporcionó una base suficiente para el programa revolucionario hasta el punto de afirmar que la cuestión primordial es la necesidad de destruir el Estado burgués y establecer la dictadura del proletariado. Sin embargo, el trabajo de Lenin no se limitó, como ya hemos señalado, a una mera repetición. Volviendo al pasado con profundidad y tras un propósito militante, los marxistas pueden llevar su percepción teórica más lejos. Desde este punto de vista, El Estado y la revolución aportó dos clarificaciones importantes para el programa comunista. Primero, identificó a los soviets como sucesores naturales de la Comuna, aunque esos órganos sólo son mencionados de pasada. Lenin no fue capaz de analizar con profundidad por qué los soviets fueron una forma de organización revolucionaria más alta que la Comuna; quizá debería haber profundizado en las aportaciones de Trotski en sus escritos sobre 1905, particularmente el último que subraya que los soviets de diputados obreros, basados en asambleas en los lugares de trabajo, eran la forma de organización más adaptada para asegurar la autonomía de clase del proletariado (la Comuna se basó más bien en las unidades territoriales más que en los lugares de trabajo reflejando la fase todavía inmadura de la concentración proletaria). De hecho, escritos posteriores de Lenin muestran que ésa era la comprensión que había alcanzado ([10]). Aunque Lenin no fue capaz de examinar los soviets con todo detalle en El Estado y la revolución, no existe la menor duda de que los consideraba como los órganos más apropiados para destruir el Estado burgués y establecer la dictadura del proletariado; desde las Tesis de abril, la consigna de «¡Todo el poder a los soviets!» fue ante todo la de Lenin y del Partido bolchevique renaciente.
En segundo lugar, Lenin fue capaz de realizar algunas generalizaciones definitivas sobre el problema del Estado y de su destrucción revolucionaria. En el capítulo de su trabajo dedicado a las revoluciones de 1848, Lenin se planteó «¿Es justo generalizar la experiencia, las observaciones y las conclusiones de Marx, transplantándolas más allá de los límites de la historia de Francia en los tres años que van desde 1848 a 1851?» ([11]).
¿Es válida para todos los países la fórmula «concentración de todas las fuerzas» de la revolución proletaria en la destrucción de la máquina estatal?. La cuestión tenía todavía importancia en 1917 porque, pese a las lecciones que habían sacado Marx y Engels de la Comuna de París, incluso ellos mismos había dejado un considerable margen de ambigüedad sobre la posibilidad de que el proletariado pudiera tomar el poder de forma pacífica a través de un proceso electoral en un cierto número de países, aquellos con las instituciones parlamentarias más desarrolladas y los aparatos militares menos hinchados. Como lo dice Lenin, Marx citaba a Gran Bretaña en ese contexto, aunque también a países como Estados Unidos y Holanda. Pero aquí Lenin no tuvo ningún miedo en corregir a Marx y completar su pensamiento. Lo hizo utilizando el método de Marx, poniendo el problema en su más adecuado contexto histórico: «El imperialismo, la época del capital bancario, la época de los gigantescos monopolios capitalistas, la época de la transformación del capitalismo monopolista en capitalismo monopolista de Estado, revela un extraordinario fortalecimiento de la máquina estatal y un desarrollo inaudito de su aparato burocrático y militar, en relación con el aumento de la represión contra el proletariado, así en los países monárquicos como en los países republicanos más libres» ([12]).
Por consiguiente: «Hoy, en 1917, en la época de la primera gran guerra imperialista, esa limitación hecha por Marx ya no tiene razón de ser. Inglaterra y Norteamérica, los más grandes y últimos representantes –en el mundo entero– de la “libertad” anglosajona, en el sentido de ausencia de militarismo y de burocratismo, han ido rodando hasta caer al inmundo y sangriento pantano, común a toda Europa, de las instituciones burocrático-militares, que todo lo someten y lo aplastan. Hoy también en Inglaterra y en Norteamérica, la “condición previa de toda verdadera revolución popular” es romper, es destruir la “máquina estatal existente”« ([13]). Por lo tanto, no podían seguir existiendo excepciones.
El blanco principal de El Estado y la Revolución era el oportunismo, el cual, como hemos visto, no vacilaba en acusar a Lenin de anarquismo cuando empezó a insistir en la necesidad de destruir la máquina estatal. Pero como Lenin replicó: «la crítica corriente del anarquismo en los socialdemócratas de nuestros días ha degenerado en la más pura vulgaridad pequeño burguesa: “¡nosotros reconocemos el Estado, los anarquistas, no!”...»([14]). Pero a la vez que demolía estas estupideces, Lenin reiteró la verdadera crítica marxista al anarquismo, basada en particular en lo que Engels desarrolló en réplica a las absurdeces de los «antiautoritarios»: una revolución es la cosa más autoritaria que pueda existir. Rechazar la autoridad, rechazar el uso del poder político, es renunciar a la revolución. Lenin distingue cuidadosamente la posición marxista que ofrece una solución histórica, realizable, a los problemas de la subordinación y de la división entre dirigentes y dirigidos, Estado y sociedad, de la posición anarquista, la cual ofrece solo los sueños apocalípticos de todo ese género de problemas, unos sueños que tienen el resultado más conservador: «No somos utopistas, no soñamos con librarnos de golpe de toda subordinación, de toda administración. Esos sueños anarquistas, basados en la incomprensión de las tareas de la dictadura proletaria, son totalmente ajenos al marxismo. Y, como resultado concreto, solo sirven para posponer la revolución socialista hasta que la gente sea diferente. Nosotros queremos la revolución socialista con la gente tal y como es hoy, con gente que no puede librarse de la subordinación, el control, los capataces y los contables. La subordinación, sin embargo, debe ser hacia la vanguardia armada de todos los explotados y todos los trabajadores, el proletariado» ([15]).
A diferencia de los anarquistas que quieren eliminar el Estado como resultado de un acto de voluntad revolucionaria, el marxismo reconoce que una sociedad sin Estado solo puede emerger cuando las raíces económicas y sociales de las divisiones de clases han sido erradicadas, dando pie al florecimiento de una sociedad de abundancia material. Subrayando las bases económicas para la extinción del Estado, Lenin, una vez más, vuelve a los clásicos, en particular a la Crítica del Programa de Gotha realizada por Marx, de la cual extrae los puntos siguientes:
Cuando Lenin estaba escribiendo El Estado y la revolución, el mundo entero estaba entrando en el umbral de una revolución comunista. La defensa de la posición marxista sobre la transformación económica no era una abstracción. Era una necesidad programática, vista como inminente. La clase obrera se veía impulsada al enfrentamiento revolucionario por necesidades inmediatas y candentes, la necesidad del pan, la de poner fin a la carnicería imperialista. La vanguardia comunista no tenía duda sobre el hecho de que la revolución no podría detenerse demasiado tiempo para solucionar esas cuestiones inmediatas. Se podía avanzar hasta su conclusión última e histórica: la inauguración de una nueva fase en la historia de la humanidad.
Hemos puesto de relieve que El Estado y la revolución es una obra incompleta. En particular, Lenin no pudo tratar el papel de los soviets como «la forma al fin descubierta de la dictadura del proletariado». Sin embargo, aunque la obra se vio «interrumpida» por la revolución de Octubre es el punto más alto de claridad antes de la experiencia de la revolución. Con posterioridad, la propia Revolución rusa –y, sobre todo, su derrota– nos proporciona muchas lecciones sobre los problemas del período de transición y no podemos reprochar a Lenin el no haber dado respuesta a unas cuestiones antes de que se plantearan en la experiencia real del proletariado. En próximos artículos volveremos sobre esas lecciones desde diversos enfoques pero será útil resumir en tres ámbitos principales aquello en lo que la experiencia de la revolución plasmó las debilidades y lagunas de El Estado y la revolución.
El Estado y la economía
Aunque Lenin defendió claramente la noción de una transformación comunista de la economía –una noción que Marx desarrolló en oposición a las tendencias al «socialismo de Estado» existentes dentro del movimiento obrero ([18])– su trabajo sufre todavía de ciertas ambigüedades sobre el papel del Estado en la economía de transición. Hemos visto que esas ambigüedades existían ya en los trabajos de Marx y Engels y que en el período de la IIª Internacional se desarrolló cada vez más la idea según la cual el primer paso en el camino hacia el comunismo era la estatalización de la economía nacional y que una economía enteramente nacionalizada ya no era capitalista. En algunos de sus escritos de la época, mientras denunciaba que los «trusts capitalistas de Estado» se habían convertido en la forma de organización capitalista en la guerra imperialista, Lenin tenía la tendencia a ver esos trusts como un instrumento neutral, una especie de primer paso hacia el socialismo, una forma de centralización económica que el proletariado victorioso podía tomar tal cual. En el trabajo escrito en septiembre de 1917, «Se sostendrán los bolcheviques en el poder», Lenin es más explícito: «El capitalismo creó aparatos de cálculo en forma de bancos, consorcios, el correo, las cooperativas de consumo y los sindicatos de funcionarios. Sin los grandes bancos el socialismo sería irrealizable. Los grandes bancos constituyen «el aparato de Estado» que necesitamos para realizar el socialismo y que tomamos ya formado del capitalismo» ([19]).
En El Estado y la revolución expresa una idea similar cuando dice «Todos los ciudadanos pasan a ser empleados y obreros de un solo “consorcio” de todo el pueblo, del Estado» ([20]).
Es verdad que la transformación comunista de la sociedad no empieza desde cero – su punto de partida inevitable son las fuerzas productivas existentes, las redes de transporte, de distribución, etc. existentes. Pero la historia nos ha enseñado a ser muy prudentes con los organismos e instituciones económicas creados por el capital para sus propias necesidades, sobre todo cuando son tan arquetípicas instituciones capitalistas como los grandes bancos. Aún más importante, la Revolución rusa y en particular la contrarrevolución estalinista han mostrado que la simple transformación del aparato productivo en propiedad estatal no acaba con la explotación del hombre por el hombre – un error claramente presente en El Estado y la revolución cuando Lenin escribe que en la primera fase del comunismo «la explotación del hombre por el hombre será imposible porque será imposible hacerse con los medios de producción -las factorías, las máquinas, las tierras etc.- y transformarlos en propiedad privada» ([21]). Esta debilidad está agravada por la insistencia de Lenin de que habría una «distinción científica» que hacer entre socialismo y comunismo (la anteriormente definida como estadio inferior del comunismo). De hecho, Marx y Engels nunca teorizaron tal distinción y no es accidental que Marx en la Crítica del programa de Gotha hablara de fase inferior y fase superior del comunismo ya que quería poner el énfasis en la idea de un movimiento dinámico entre capitalismo y comunismo, en oposición a la visión de un modo de producción fijo, en cierto modo una «tercera vía», caracterizado por la «propiedad pública». Finalmente, y aún más significativo, la discusión de Lenin sobre la economía del período de transición en El Estado y la revolución no hace explícito el hecho de que la dinámica hacia el comunismo sólo puede desarrollarse a escala internacional; eso deja la puerta abierta a la idea de que, al menos en sus primeras etapas, la «construcción del socialismo» podría realizarse en solo país.
La tragedia de la Revolución rusa es un testimonio patente de que, incluso si la economía está enteramente estatalizada, incluso si se tiene el monopolio del comercio exterior, las leyes del capital global seguirán imponiéndose sobre el bastión proletario aislado. En ausencia de extensión de la revolución mundial, esas leyes desafiarán todo intento de crear los fundamentos de una construcción socialista, incluso aunque se transforme el bastión proletario en un gigantesco «trutst capitalista de Estado» compitiendo en el mercado mundial. Además, semejante mutación vendrá necesariamente acompañada de una contrarrevolución política que borrará toda huella de la dictadura del proletariado.
Partido y poder
Hemos hecho notar que Lenin no dice demasiado sobre el papel del partido en El Estado y la revolución. ¿Sería esto una nueva prueba de la conversión temporal de Lenin al anarquismo durante 1917?. Es una cuestión estúpida. La clarificación teórica contenida en El Estado y la revolución es por sí misma una preparación para el papel directo y dirigente del Partido bolchevique en la revolución de Octubre. En su polémica despiadada contra todos aquellos que tratan de inyectar la ideología burguesa en las filas proletarias, es ante todo un documento político «de Partido», con el que se trata de ganar a los trabajadores hacia las posiciones del partido revolucionario y contra esas influencias.
Sin embargo, la cuestión se vuelve a plantear en el umbral de la oleada revolucionaria mundial: ¿cómo deben entender los revolucionarios (y no solo los bolcheviques) la relación entre el partido y la dictadura del proletariado? La ausencia de referencias al partido en El Estado y la revolución no nos da una clara respuesta a ello, excepto la respuesta ambivalente siguiente: «Educando al partido obrero, el marxismo educa a la vanguardia del proletariado, vanguardia capaz de tomar el poder y de conducir a todo el pueblo al socialismo, de dirigir y organizar el nuevo régimen, de ser el maestro, el dirigente, el jefe de todos los trabajadores y explotados en la obra de organizar su propia vida social sin la burguesía y contra la burguesía» ([22]). Es ambivalente porque no está claro si es el partido quien asume el poder o es el proletariado, al cual Lenin a menudo define como la vanguardia del pueblo oprimido. Una mejor guía sobre el nivel de comprensión real de esta cuestión la ofrece el folleto ¿Se sostendrán los bolcheviques en el poder?. La mayor confusión aparece ya en el propio título: los revolucionarios del momento, pese a su completa dedicación al sistema de los soviets que había hecho obsoleto el sistema de delegación propio del parlamentarismo, vuelven sin embargo a la ideología parlamentaria al preconizar que el partido que tenga la mayoría en los soviets forme gobierno y administre el Estado. En próximos artículos analizaremos con más detalle cómo llevó esta concepción a un entrelazamiento fatal entre el partido y el Estado, creando una situación insoportable que ayudó a vaciar a los soviets de toda vida proletaria y acabó organizando al partido contra la clase. Y sobre todo, transformó el partido de la fracción más radical de la clase revolucionaria en un instrumento de conservación social.
Pero esa evolución no ocurrió de forma autónoma, sino que estuvo determinada sobre todo por el aislamiento de la revolución y el desarrollo material de una contrarrevolución interior. En 1917, el énfasis de los escritos de Lenin, tanto en el folleto antes mencionado como en El Estado y la Revolución, no gira en torno al ejercicio de la dictadura por el partido, sino por el conjunto del proletariado y, de manera creciente, por la gran mayoría de la población, que toma en sus manos los asuntos económicos gracias a su propia experiencia práctica, a sus propios debates, a su propia organización de masas. Cuando Lenin responde afirmativamente que los bolcheviques podrán guardar el poder de Estado, es solo porque se basa en la idea de que los bolcheviques, apenas doscientas mil personas, son sólo una parte del vasto esfuerzo de millones de trabajadores y campesinos pobres que, día tras día, aprenden a hacer funcionar el Estado en su propio beneficio. El poder real no está en las manos del partido sino en las manos de las masas. Si las esperanzas iniciales de la revolución se hubieran realizado, si Rusia no se hubiera visto envuelta en la guerra civil, el hambre, el bloqueo internacional, las evidentes contradicciones en esta posición podrían haber sido resueltas en la buena dirección, demostrando que en un genuino sistema de delegaciones elegidas y revocables no tiene sentido hablar de que un partido toma el poder.
Clase y Estado
En la Crítica del Programa de Gotha, Marx describió el Estado de transición como «nada menos que la dictadura revolucionaria del proletariado». La identificación entre Estado de transición y dictadura del proletariado se continúa en El Estado y la revolución de Lenin cuando habla de «Estado proletario» o de «Estado de los trabajadores armados» y cuando subraya teóricamente esas fórmulas definiendo al Estado como «esencialmente compuesto de cuerpos armados». En definitiva, el Estado del período de transición no sería otra cosa sino los trabajadores en armas, tras haber suprimido a la burguesía.
Como veremos en los próximos artículos, esa formulación se vio rápidamente desmentida por inadecuada. El mismo Lenin tuvo que afirmar que el proletariado no sólo necesitaba el Estado para suprimir la resistencia de los explotadores sino para dirigir al resto de la población no explotadora hacia el socialismo. Y esta última función, la necesidad de integrar a la más amplia población del campo en el proceso revolucionario, dio nacimiento a un Estado que no solo se componía de los soviets de trabajadores sino también de los soviets de campesinos y soldados. Con el inicio de la guerra civil las milicias armadas de trabajadores, la Guardia roja, se mostraron como claramente inadecuadas para hacer frente a la fuerza de la contrarrevolución militar. A partir de ese momento, la principal fuerza armada del Estado soviético fue el Ejército rojo, de nuevo compuesto en su mayoría por campesinos. Al mismo tiempo, la necesidad de combatir la subversión y el sabotaje internos dio lugar a la Cheka, una fuerza policial especial que escapó rápidamente al control de los soviets. Pocas semanas después de la insurrección de octubre, el Estado-comuna se había convertido en algo más que «un cuerpo de trabajadores armados». Sobre todo, con el aislamiento creciente de la revolución, el nuevo Estado se vio cada vez más infestado por la gangrena de la burocracia, cada vez menos responsable frente a los órganos elegidos del proletariado y los campesinos pobres. En lugar de ir hacia su extinción, el nuevo Estado estaba empezando a tragarse a la sociedad entera. En lugar de expresar la voluntad de la clase revolucionaria, se convirtió en el punto focal de la degeneración y la contrarrevolución internas a un nivel jamás visto antes.
En su balance de la contrarrevolución, la Izquierda italiana prestó una especial atención al problema del Estado del período de transición y una de las principales conclusiones alcanzadas por Bilan e Internationalisme fue que, siguiendo la experiencia de la Revolución rusa, no era posible identificar la dictadura del proletariado con el Estado del período de transición. Volveremos sobre esta cuestión en futuros artículos. Pero, desde ahora, sin embargo, es importante subrayar que, incluso si en los planteamientos iniciales de la Revolución rusa, el movimiento marxista sufrió importantes debilidades, la misma idea de no identificar proletariado con Estado de transición no aparece de la nada. Lenin fue plenamente consciente de la definición de Engels del Estado de transición como «un mal necesario» y a lo largo de su libro hay un poderoso énfasis en la necesidad de que los trabajadores sometan a los funcionarios estatales a una constante supervisión y control, especialmente, aquellos elementos del Estado más tendentes a mantener una cierta continuidad con el viejo régimen, como los «expertos militares» y los técnicos, a los cuales los soviets se vieron forzados a recurrir.
Lenin desarrolló también un fundamento teórico a la actitud proletaria de mantener una sana distancia respecto al nuevo Estado. En la parte sobre la transformación económica explica que, teniendo en cuenta que su papel será el de salvaguardar el «derecho burgués», se podría definir el nuevo Estado como «un Estado burgués sin burguesía». Aunque esta definición sea más útil para provocar reflexión que para dar una clara definición de la naturaleza de clase del Estado de transición, Lenin había captado lo esencial: puesto que la tarea del Estado es salvaguardar un estado de cosas que todavía no es comunista, el Estado-comuna revela su naturaleza básicamente conservadora y se muestra particularmente vulnerable a la dinámica de la contrarrevolución. Esta percepción teórica de la naturaleza del Estado permitió a Lenin desarrollar algunos aspectos importantes sobre la naturaleza del proceso de degeneración, incluso estando él mismo parcialmente atrapado en ese proceso. Por ejemplo, su posición sobre la cuestión sindical en 1921, cuando reconoció la necesidad para los trabajadores de mantener órganos propios de defensa incluso contra el Estado de transición o también cuando advirtió contra el crecimiento de la burocracia estatal al final de su vida.
Sin embargo, el Partido bolchevique sucumbió a un proceso insidioso de muerte y la antorcha de la clarificación pasó a las manos de las fracciones comunistas de izquierda. Sin embargo, no cabe duda de que los aspectos teóricos más importantes desarrollados por aquéllas se alcanzaron gracias al punto de partida de la gran contribución de Lenin en El Estado y la revolución.
CDW
[1] 15 de diciembre de 1887, en Obras escogidas de Marx y Engels, Volumen 26. Traducido del inglés por nosotros.
[2] Lenin, Respuesta a las preguntas de un corresponsal americano, 20/7/1920.
[3] Lenin, Respuesta a las preguntas de un corresponsal americano, 20/7/1920.
[4] Ídem.
[5] Ídem.
[6] Ídem.
[7] Ídem.
[8] Ídem.
[9] «Palabras finales a la primera edición», Idem.
[10] Ver, en particular, Tesis e informe sobre la democracia burguesa y la dictadura del proletariado, redactadas por Lenin y adoptadas por la Internacional comunista en su Congreso fundador de 1919. Entre otros puntos que serán examinados en un próximo artículo, este texto afirma que: «El poder soviético, es decir, la dictadura del proletariado, está organizado, por el contrario, de modo que acerca a las masas trabajadoras al aparato de gobernación. El mismo fin persigue la unión del poder legislativo y el poder ejecutivo en la organización soviética del Estado y la sustitución de las circunscripciones electorales territoriales por entidades de producción, como son las fábricas» (Tesis 16), Lenin, Obras escogidas, tomo 3.
[11] Lenin, El Estado y la revolución.
[12] Ídem.
[13] Ídem.
[14] Ídem.
[15] Ídem.
[16] Ídem.
[17] Ídem.
[18] Ver en la Revista internacional nº 79 «Comunismo contra socialismo de Estado».
[19] «¿Se sostendrán los bolcheviques en el poder?», Obras escogidas, tomo 2.
[20] Lenin, El Estado y la revolución.
[21] Ídem.
[22] Ídem.
Si hay un combate en el movimiento obrero que los revolucionarios marxistas dignos de ese nombre siempre han librado hasta sus últimas consecuencias, aun en las condiciones más terribles, ése es el combate para salvar la organización, Partido o Internacional, de las garras del oportunismo e impedirle hundirse en la degeneración o, peor aún, traicionar.
Este principio guió a Marx y Engels en la AIT. También fue el de las «Izquierdas» de la Segunda Internacional, basta con recordar cuánto tiempo pasaron Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y los espartaquistas ([1]) antes de tomar la decisión de romper con el viejo Partido, ya fuera con la socialdemocracia alemana, ya con los Independientes. El objetivo de su lucha era derribar la dirección oportunista, ganándose a la mayoría del Partido en el mejor de los casos o, si las cosas iban mal, es decir si ya no existían esperanzas de enderezamiento, salirse de la organización llevando consigo al máximo de elementos sanos. Lucharon mientras estimaron que existía en el Partido una chispa de vida proletaria que les permitiera convencer a los mejores elementos.
Este principio siempre ha sido el de los marxistas, el único utilizado en cualquier época por los revolucionarios. Y la experiencia histórica nos muestra cómo lucharon las «izquierdas», en la mayoría de los casos, hasta tal extremo que fue el viejo Partido el que las excluyó y no ellas las que rompieron ([2]). Por ejemplo, Trotski dedicó más de seis años de su vida a luchar en el seno del Partido bolchevique antes de ser excluido.
El combate de las «izquierdas» de la Tercera internacional (IC) es particularmente elocuente por haber sido librado en el peor período que haya conocido el movimiento obrero, la profunda y terrible contrarrevolución que empezó en los años 20. Y sin embargo, es en esa situación de contrarrevolución, de retroceso dramático del movimiento obrero, en la que los militantes de la «izquierda» de la IC van a librar un combate memorable y titanesco. Muchos pensaban sin embargo que ya estaba jugada la partida, pero esta consideración no les impidió seguir luchando, sobrándoles valentía y voluntad ([3]). A pesar de los riesgos, si quedaba la más mínima posibilidad de salvar el Partido y la IC, consideraban que su deber era intentarlo todo para impedir qua cayera en las garras del estalinismo triunfante. Hoy en día se minimizan las lecciones de aquellos combates y en el peor de los casos hasta se olvidan, en particular por parte de quienes dejan las organizaciones en cuanto aparece la primera divergencia. Tal actitud es una ofensa a la tradición de lucha de la clase obrera y no puede sino expresar el desdén pequeño burgués hacia el duro y a menudo mortal combate de generaciones de obreros y de revolucionarios, combate que estos señoritos consideran poco reluciente o indigno de ellos.
La Izquierda italiana no solo defendió ese principio, sino que lo enriqueció política y teóricamente. Basándose en esa herencia, la CCI ha desarrollado a menudo este tema y, en particular, lo ha profundizado sobre el aspecto de cuándo y cómo traiciona un Partido ([4]): son las tomas de posición ante acontecimientos de primera importancia, como lo son la guerra imperialista y la revolución proletaria, lo que permite determinar, irrevocablemente, si una organización política ha traicionado a su clase. Mientras esta traición no se haya cumplido, mientras el Partido no se haya pasado con armas y equipo al campo enemigo, el papel de los revolucionarios auténticos es luchar con todas sus energías para conservarlo en el campo proletario. Esto es lo que hicieron las «izquierdas» de la IC, en las dramáticas condiciones de triunfo absoluto de la contrarrevolución.
Esta política sigue siendo válida hoy. Y es tanto más posible de realizar hoy por cuanto estamos en un curso ascendente hacia enfrentamientos de clases, en una situación mucho más favorable para el combate de la clase obrera y de los revolucionarios. En el contexto histórico actual, en que la revolución no está a la orden del día pero tampoco la guerra mundial imperialista, las condiciones objetivas son mucho menos propicias a la traición de una organización proletaria ([5]). Sigue entonces siendo el mismo principio, que cualquier revolucionario consecuente ha de defender: si considera que su organización está degenerando ha de seguir luchando en su seno para enderezarla. En ningún caso puede aceptarse la actitud pequeño burguesa de salvarse a sí mismo como ocurre con los «revolucionarios de salón», con sus tendencias individualistas y contestatarias heredadas de la típica mentalidad del 68 y que hoy están atraídos por los cantos de sirena del parasitismo. Por esto los que abandonan a su organización acusándola de todo los males, sin haber tenido el valor de haber luchado de forma consecuente en su seno, no son sino irresponsables y merecen ser combatidos como miserables pequeños burgueses sin principios, como es el caso de RV ([6]).
La crisis del movimiento comunista no sale claramente a la luz más que en 1923. Unos hechos lo verifican: tras el tercer Congreso de la IC, en el que aparece claramente el peso creciente del oportunismo, la represión en Rusia cae sobre Kronstadt y las huelgas se desarrollan en Petrogrado y en Moscú y, paralelamente, aparece la Oposición obrera en el Partido comunista ruso (PCUS).
Trotski expresa el sentimiento general al afirmar: «La causa fundamental de la crisis de la revolución de Octubre está en el retraso de la revolución mundial» ([7]). Efectivamente, ese retraso lastra el movimiento obrero en su conjunto. Hay que añadir que éste también está desorientado por las medidas de capitalismo de Estado tomadas en Rusia con la NEP. Los últimos fracasos sufridos por el proletariado en Alemania no hacen sino retrasar la esperanza de una extensión de la revolución en Europa.
La duda empieza a socavar a los revolucionarios, incluido Lenin ([8]). En 1923, la Revolución rusa está ahogada económicamente por el capitalismo que domina el planeta. En ese aspecto, la situación de la URSS es catastrófica y el problema que se plantea en las instancias dirigentes es este: ¿debe ser mantenida la NEP íntegramente o ha de ser corregida con una ayuda a la industria?.
Trotski comienza su combate ([9]) en el seno del Buró político (BP) del PCUS en el que la mayoría quiere conservar el statu quo. No está de acuerdo sobre la cuestión de la situación económica en Rusia y sobre la cuestión organizativa en el PCUS. Para evitar que se rompa la unidad del Partido, estos desacuerdos no salen del BP. No serán conocidos en el exterior más que a partir del otoño de 1923, y en particular con la publicación del libro de Trotski Nuevo curso ([10]).
Se van a expresar otras manifestaciones de oposición:
Paralelamente a estos acontecimientos, en febrero de 1923, Bordiga desde presidio hace sus primeras críticas graves a la IC, en particular sobre la cuestión del «frente único», en su Manifiesto a todos los camaradas del PCI y, basándose en este desacuerdo de fondo, pide que se le descargue de sus funciones de dirigente del Partido comunista italiano (PCI) para no tener que defender posiciones que no comparte ([12]).
Para poder desarrollar más eficazmente su combate político, Bordiga, al igual que Trotski, adopta una actitud de prudencia. Y dos años más tarde da la clave de su método en una carta a Korsch firmada del 26 de octubre de 1926: «Zinoviev y sobre todo Trotski son dos hombres que tienen un gran sentido de la realidad; han entendido que hay que saber recibir golpes sin pasar a la ofensiva abierta». Así actúan los revolucionarios: con paciencia. Son capaces de proseguir un largo combate para lograr sus fines. Saben recibir golpes, avanzar con prudencia y sobre todo trabajar, sacar lecciones para los combates futuros de la clase obrera.
Tal actitud está a mil leguas de la que adoptan nuestros «revolucionarios domingueros» tan excitados y ansiosos por no se sabe cuál triunfo inmediato, cuya pasión es salvar su «yo», como es el caso de RV que huyó de sus responsabilidades y va lloriqueando sobre los sufrimientos que le ha causado la CCI durante el último debate interno en el que participó, sufrimientos peores, según él, que los que Stalin reservó a la oposición de izquierdas (sic). Sin hablar de su aspecto calumnioso, tal afirmación podría dar risa si no se tratara de una cuestión tan grave. Y nadie que conozca aunque sea un poquito de la historia de la Oposición de izquierda y de lo que fue su fin trágico podrá creerse ni por un instante semejante patraña.
El período que sigue el Vº Congreso de al IC se caracteriza por:
Al margen de los debates del Congreso, el acontecimiento más importante para el movimiento obrero fue la desintegración, a finales de 1925, de la troika Zinoviev-Kamenev-Stalin, que encabezaba la dirección del PCUS y de la IC desde que Lenin se vio obligado a renunciar a su actividad política. ¿Por qué se desintegró? Su existencia estaba ligada al combate contra Trotski. En cuanto éste y la primera Oposición fueron amordazados, Stalin ya no necesitaba para nada a los «viejos bolcheviques» en torno a Zinoviev o Kamenev para acaparar la dirección del Estado, del Partido ruso y de la IC. La situación de «estabilización» le dio la oportunidad de un cambio político.
Aunque se enfrente a Stalin en cuanto a la política interior soviética, Zinoviev comparte con él el análisis de la política mundial: «la primera dificultad está en el aplazamiento de la revolución mundial. Cuando la revolución de Octubre, estábamos convencidos de que los obreros de los demás países iban a socorrernos al cabo de unos meses o, si las cosas iban mal, unos años. Desgraciadamente, hoy, el aplazamiento de la revolución mundial es un hecho verificado, es cierto que la estabilización parcial del capitalismo va para largo y esa estabilización acarrea nuevas y mayores dificultades».
A la vez que las direcciones del partido y de la IC reconocen la «estabilización», afirman, sin embargo, que el Vº Congreso no se había equivocado y que su política era correcta. Efectúan un cambio político sin decirlo abiertamente.
Mientras que Trotski guarda silencio en aquellos momentos, la Izquierda italiana adopta una actitud más política prosiguiendo el combate abiertamente. Bordiga trata de la cuestión rusa en febrero de 1925 así como de la «cuestión Trotski» en un artículo publicado en la Unità.
Para oponerse a la «bolchevización», la izquierda del PCI crea un «Comité de entendimiento» (marzo-abril de 1925). Sin embargo, para no ser excluido del Partido por la dirección de Gramsci, Bordiga no se afilia inmediatamente a ese Comité. Será en enero cuando adopte las posiciones de Damen, Fortichiari y Repossi. Este Comité, sin embargo, no es todavía una verdadera fracción, no es más que un medio organizativo. La izquierda estará obligada finalmente a disolver ese Comité de entendimiento para no ser excluida del Partido, a pesar de seguir siendo todavía mayoritaria en su seno.
En la primavera del 26 se crea en Rusia la Oposición unificada en torno a la primera oposición de Trotski, a la que se añaden Zinoviev, Kamenev, Krupskaia, para la preparación del XVº Congreso del PCUS. La represión estalinista se refuerza y golpea a los nuevos oponentes:
En octubre del 27, Trotski y Zinoviev son excluidos del Comité central del PCUS.
La capitulación de los zinovievistas no impide a la izquierda rusa proseguir el combate. Nada puede frenar a estos militantes que son verdaderos luchadores de la clase obrera, ni las vejaciones, ni las amenazas, ni la exclusión: «la exclusión nos quita nuestros derechos de miembros del Partido, no nos quita las obligaciones contraídas por cada uno de nosotros al entrar en el Partido comunista. Excluidos del Partido, seguimos fieles a su programa, sus tradiciones, su bandera. Seguiremos obrando por el reforzamiento del Partido comunista y su influencia en la clase obrera» ([14]).
Rakovski nos da ahí una formidable lección de política revolucionaria. Ésta es la actitud de los revolucionarios, éste es nuestro principio. Jamás los revolucionarios abandonan su organización mientras pueda ser salvada para la clase, a no ser que sean excluidos de ella, y, aún así, prosiguen el combate para intentar volver a ponerla en pie. Durante años, los opositores lo van a hacer todo para ser reintegrados en el Partido, al estar convencidos de que su exclusión es temporal.
Sin embargo, muy rápidamente, empiezan las deportaciones en enero del 28. Son condiciones particularmente difíciles porque ningún trabajo, ningún medio de sobrevivir se les garantiza a los deportados en su lugar de residencia obligatoria. La represión afecta incluso a las familias, a las que se les quita hasta el alojamiento. A Trotski se le manda a Alma Ata y, a las 48 horas, Rakovski ha de salir para Astraján. Pero no abandonan el combate y la Oposición se organiza en el exilio. A pesar de los golpes de la represión, los opositores y su representante más eminente, Rakovski, mantienen firme su postura de combate a pesar de capitulaciones sucesivas y de la expulsión de Trotski de la URSS.
Propalados solapadamente por la GPU, empiezan a correr rumores según los cuales Stalin va a aplicar finalmente la política de la Oposición. Estos rumores, debidos supuestamente al papel provocador de Radek, dan lugar a un inicio de estallido en la Oposición. Esos acontecimientos provocan una desmovilización de los más débiles, permitiendo al poder estalinista descubrir cuáles son los elementos más flojos de la Oposición y evaluar el momento más favorable para atacarlos o llevarlos a capitular.
Ante esas nuevas dificultades, Rakovski declara en agosto del 29: «Llamamos al Comité central (...) pidiéndole que nos facilite nuestra vuelta al Partido (...) reintegrando del exilio a L.D. Trotski (...) Estamos totalmente dispuestos a renunciar a los métodos fraccionales de lucha y a someternos a los estatutos y a la disciplina de Partido que garantizan a cada uno de sus miembros el derecho de defender sus opiniones comunistas».
Esta declaración no puede ser aceptada por el poder, no solo por la petición del retorno de Trotski del exilio, sino también porque está redactada de forma que aparezca la duplicidad de Stalin y su responsabilidad en los acontecimientos. Sin embargo, alcanza su meta enfriando el pánico que reinaba en las filas de los opositores. Cesa entonces la oleada de capitulaciones.
A pesar de la represión atroz, de los asesinatos, el combate de Rakovski y del centro de la Oposición va a proseguir de forma organizada en Rusia hasta febrero del 34. La mayoría sigue resistiendo hasta en los campos ([15]). El abandono de Rakovski no fue en modo alguno una capitulación vergonzosa como fue la de los zinovievistas. En un artículo de Bilan ([16]) se afirma claramente: «El camarada Trotski (...) ha publicado una nota en la que tras haber declarado que no se trata de una capitulación ideológica y política, escribe: “Hemos repetido a menudo que el restablecimiento del PC en URSS no se puede realizar más que por la vía internacional. El caso Rakovski lo confirma de forma negativa pero deslumbrante”. Nos solidarizamos con la apreciación (...) con respecto a Rakovski, su último gesto no tiene nada que ver con las vergonzantes capitulaciones de los Radek, Zinoviev, Kamenev...».
Tras la expulsión de Trotski de la URSS en 1929, el combate se va a desarrollar a nivel mundial con la creación de la Oposición de izquierdas internacional.
Bordiga participa por última vez en una reunión de la Internacional en febrero-marzo de 1926, cuando el VIº Pleno de la IC. Dice en su discurso: «Es deseable que se forme una resistencia de izquierdas; no hablo de una fracción, sino de una resistencia de izquierdas a nivel internacional en contra de semejantes peligros derechistas; y he de decir abiertamente que esta reacción sana, útil y necesaria no puede ni debe hacerse con maniobras o intrigas, con rumores propagados por los pasillos y entre bastidores».
Y a partir de 1927 prosigue el combate de la Izquierda italiana en la emigración en Francia y Bélgica. Aquellos militantes que no han podido huir de Italia están encarcelados o, como Bordiga, sometidos a residencia vigilada en una isla. La Izquierda italiana sigue luchando en los partidos comunistas y en la IC, a pesar de la exclusión de muchos de sus miembros. Su meta esencial es intervenir en esas organizaciones para rectificar su curso degenerante que no consideran como inevitable. «Los partidos comunistas (...) son órganos en los que se ha de obrar para combatir el oportunismo. Estamos convencidos de que la situación obligará a los dirigentes a reintegrarnos como fracción organizada (subrayado por nosotros), a no ser que la situación haga desaparecer totalmente a los partidos comunistas. También en este caso, que nos parece muy improbable, seguiremos cumpliendo con nuestro deber comunista» ([17]).
En esta visión aparece claramente toda la diferencia entre Trotski y la Izquierda italiana. Ésta se constituye en fracción en abril de 1928, en respuesta a la decisión del IXº Pleno ampliado de la IC (9-25 de abril de 1928) que afirma que no se puede seguir siendo miembro de la IC y defender las posiciones políticas de Trotski. Al no poder seguir siendo miembros de la IC, los miembros de la Izquierda italiana se ven obligados a constituirse en fracción.
En la resolución de fundación de la fracción, se proponen las tareas siguientes:
«1. Reintegración de todos los expulsados de la Internacional que se reivindican del Manifiesto comunista y aceptan las Tesis del IIº Congreso mundial.
2. Convocatoria del VIº Congreso mundial bajo la presidencia de León Trotski.
3. Puesta al orden del día en el VIº Congreso mundial de la expulsión de la Internacional de todos aquellos que se declaren solidarios con las resoluciones del XVº Congreso ruso». ([18])
Así, cuando la Oposición rusa pide su reintegración en el partido, la Izquierda italiana desea mantenerse como fracción en el seno de la IC y de los PC, pues piensa que la regeneración exige ahora una labor de fracción. «Por fracción, entendíamos nosotros el organismo que forme a los dirigentes que deberán asegurar la continuidad de la lucha revolucionaria y que están llamados a convertirse en protagonistas de la victoria proletaria. Contra nosotros, (...) [la Oposición] afirmaba que no había que proclamar la necesidad de la formación de dirigentes: la clave de los acontecimientos se encontraba en manos del centrismo y no en manos de las fracciones» (subrayado por nosotros) ([19]).
Hoy, al no haber logrado atajar la degeneración de los partidos comunistas y de la IC, podrá parecer errónea esa política que consistía en renovar las demandas de reintegración en la Internacional y que la Izquierda comunista sólo dejaría después de 1928. Pero, sin esa política, la oposición se habría encontrado fuera de la IC, desembocando en una situación de aislamiento peor todavía. Los opositores se habrían encontrado alejados de la masa de militantes comunistas y no habrían podido ir en contra su retroceso ([20]). Fue ese método, teorizado más tarde por la Izquierda italiana, el que permitió mantener los vínculos con el movimiento obrero y trasmitir sus experiencias a la izquierda comunista actual de la que la CCI forma parte.
En cambio, la política de aislamiento del grupo Réveil communiste ([21]), por ejemplo, fue catastrófica. Ese grupo no sobrevivió, siendo incapaz de originar una corriente organizada. Confirmó sobre todo el método y la tesis clásica del movimiento obrero: no se rompe así como así con una organización del proletariado; no se rompe sin haber agotado previamente todas las soluciones, sin haber usado todos los medios para alcanzar, por un lado, la clarificación política de las divergencias y, por otro, convencer al máximo posible de elementos sanos.
No hemos hecho este amplio panorama histórico por el gusto de dárnoslas de historiadores, sino para sacar las enseñanzas necesarias para el movimiento obrero y nuestra clase de hoy. Lo expuesto nos enseña que «la historia del movimiento obrero es la historia de sus organizaciones», como lo afirmaba Lenin. Hoy podrá parecer normal separarse, sin ningún principio, de una organización política del proletariado. Aún teniendo las mismas bases programáticas se crea una nueva organización o, sin haber hecho una crítica del programa y de la práctica de una organización, se decreta su degeneración. Recordar la historia de la IIIª Internacional nos muestra cuál debe ser la actitud de los revolucionarios. A no ser que se piense que no se necesitan las organizaciones revolucionarias o que puede uno por su cuenta pretender descubrir todo lo que nos han legado las organizaciones del pasado. Sin el trabajo teórico y político de la Izquierda italiana, ni la CCI ni los demás grupos de la Izquierda comunista (el BIPR y los diferentes PCInt) existirían hoy.
Es evidente que si nos reivindicamos de la actitud de la Oposición y de la Izquierda italiana, no podemos, en cambio, reivindicarnos plenamente de las concepciones de la oposición y de Trotski.
Sí estamos de acuerdo, en cambio, con las propuestas en Bilan a principios de los años 30: «Es muy cierto que el papel de las fracciones es sobre todo un papel de educación de mandos mediante las experiencias vividas, gracias a la confrontación rigurosa de lo que los acontecimientos significan (...) Sin la labor de las fracciones, la Revolución rusa habría sido imposible. Sin las fracciones, Lenin mismo habría sido un ratón de biblioteca y no el jefe revolucionario que fue.
Las fracciones son, pues, los únicos espacios históricos en los que el proletariado continúa su labor por su organización de clase. Desde 1928 hasta hoy, el camarada Trotski ha desdeñado totalmente esa labor de construcción de fracciones y, por lo tanto, no ha contribuido en la construcción de las condiciones necesarias para el movimiento de masas» ([22]).
Del igual modo, nos reivindicamos nosotros de lo que la Izquierda italiana puso de relieve sobre la pérdida de las organizaciones políticas en un período de retroceso histórico del proletariado, en un curso hacia la guerra, en su caso, (el de los años 30), aunque hoy no sea lo mismo:
«La muerte de la Internacional comunista es el resultado de la extinción de su función: la IC ha muerto por la victoria del fascismo en Alemania; este acontecimiento ha agotado históricamente su función y ha expresado el primer resultado definitivo de la política centrista.
El fascismo, victorioso en Alemania, ha significado que los acontecimientos han tomado un derrotero opuesto al de la revolución mundial, van por el camino que lleva a la guerra.
El partido no deja de existir, incluso después de la muerte de la Internacional. EL PARTIDO NO MUERE, PERO SÍ TRAICIONA» ([23]).
Todos aquellos que, hoy, dicen estar de acuerdo con las posiciones y los principios de la Izquierda italiana y que acusan a una organización de estar degenerando, tienen el deber y la responsabilidad de hacerlo todo por impedir que esa dinámica prosiga y acabe en traición, del mismo modo que, antes que ellos, lo hicieron los camaradas de Bilan.
Pero la Izquierda italiana, al criticar a Trotski, también criticaba a todos esos individuos sin principios (o que no quieren saber en qué curso histórico se sitúan), que sólo piensan en construir nuevas organizaciones fuera de las ya existentes o que, como se ve hoy con el desarrollo del parasitismo, sólo piensan en destruir las que acaban de dejar:
«De una forma parecida, en lo que se refiere a la creación de nuevos partidos, [aquí la Izquierda italiana habla de Trotski, quien en 1933 proponía la construcción de nuevos partidos], a los deportistas del “más difícil todavía”, en lugar de construir el organismo para la acción política (...) lo único que hacen es mucho ruido sobre la necesidad de no perder un solo instante para ponerse a trabajar (...).
Es evidente que la demagogia y el éxito efímero le convienen más al deporte que a la labor revolucionaria» ([24]).
A todos esos señoritos, esos nuevos «deportistas», a esos fundadores irresponsables de nuevas capillitas, enderezadores de entuertos y de partidos que se ponen a denunciar a troche y moche a las organizaciones proletarias existentes, queremos recordarles muy especialmente la labor paciente y revolucionaria de la Oposición y sobre todo la de la Izquierda italiana en los años 20 y 30 para salvar a sus organizaciones y preparar a los dirigentes del futuro partido, en lugar de abandonar su organización para «salvar su alma».
Or
[1] Ver los números de esta Revista internacional dedicados a la revolución alemana.
[2] Los revolucionarios que fundaron el KAPD habían sido excluidos del Partido comunista alemán (KPD); no rompieron con éste.
[3] Pierre Naville, que estuvo con Rakovski en Moscú en 1927, dice que éste no se hacía la menor ilusión entonces. Sólo preveía años de sufrimiento y de represión, lo que, evidentemente, no lo arredró en su determinación de verdadero combatiente de la clase obrera. Ver, p. 274, Rakovsky ou la révolution dans tous les pays, de Pierre Broué (Ed. Fayard, París) y Trotski vivant de Pierre Naville.
[4] Ver nuestros textos sobre la Izquierda italiana y nuestro libro La Izquierda comunista de Italia.
[6] Ver nuestro folleto (en francés) La pretendida paranoia de la CCI.
[7] L. Trotski, La Internacional comunista después de Lenin.
[8] Philippe Robrieux, Histoire intérieure du Parti communiste français, t. 1.
[9] Al principio, ese combate, sobre la cuestión del régimen interno del Partido y la burocracia, debía llevarlo a cabo Trotski junto con Lenin. Pero Lenin tuvo un segundo ataque que le impediría volver al trabajo; ver la introducción de A. Rosmer en De la révolution, colección de artículos y textos de Trotski, Ed. de Minuit, París.
[10] Se publicó en diciembre de 1923.
[11] Cf. «Manifiesto del Grupo obrero del PCUS», febrero de 1923, Invariance nº 6, 1975.
[12] La «izquierda» del PCI era todavía mayoritaria en el Partido.
[13] Antiguos secretarios del partido antes de Stalin.
[14] Rakovsky, ou la révolution dans tous les pays, de Pierre Broué.
[15] Ante Ciliga, Diez años en el país de la mentira desconcertante.
[16] Bilan nº 5, marzo de 1934.
[17] «Respuesta del 8/7/1928 de la Izquierda Italiana a la Oposición comunista de Paz», ver Contre le courant nº 13.
[18] Se trata sobre todo de la resolución de exclusión de todos los que se solidarizaron con Trotski. Cita de Prometeo nº 1, mayo de 1928.
[19] Bilan nº 1, noviembre de 1933.
[20] Por ejemplo, H. Chazé permaneció en el PCF hasta 1931-32, siendo secretario de una sección de las afueras de París. Ver su Chronique de la révolution espagnole, Ed. Spartacus.
[21] Ver nuestro libro La izquierda comunista de Italia.
[22] Bilan nº 1, «Vers l’Internationale deux et trois quarts...?», 1933. Los trotskistas acabarían por caer, después de haberse lanzado durante los años 30 en toda clase de aventuras, en agrupamientos sin principios como con el PSOP (Socialdemocracia francesa de izquierdas) después de haber hecho «entrismo» en la SFIO (Partido socialista francés).
[23] Idem.
[24] Idem.
En el número anterior de la Revista internacional publicamos la primera parte de este artículo, respuesta a la polémica «Las raíces políticas de los problemas organizativos de la CCI» aparecido en el nº 15 de Internationalist Communist, publicación en inglés de Buró internacional para el Partido revolucionario (BIPR), formado por la Communist workers’ organisation (CWO) y el Partito comunista internazionalista (PCint). En esa primera parte, después de rectificar una serie de afirmaciones del BIPR
que demuestran un desconocimiento de nuestras posiciones, volvíamos a la historia de la Fracción italiana de la Izquierda comunista internacional, corriente política de la que se reivindican tanto el BIPR como la CCI. Pusimos especialmente de relieve que el antepasado de la CCI, la Izquierda comunista de Francia (Gauche communiste de France, GCF), era bastante más que un «grupo minúsculo» como así lo califica el BIPR; era, en realidad, la verdadera heredera política de la Fracción italiana al haberse formado sobre las adquisiciones de ésta. Y son esas adquisiciones las que precisamente el PCInt dejó de lado e incluso las rechazó totalmente en el momento de la formación, en 1943, y más todavía en su Congreso fundacional de finales de 1945. Esto es lo que vamos a evidenciar en esta segunda parte del artículo.
Para los comunistas, estudiar la historia del movimiento obrero y de sus organizaciones no tiene nada que ver con un prurito académico. Es, al contrario, el medio indispensable que les permite fundar un programa sólido, orientarse en la situación presente y establecer con claridad las perspectivas del porvenir. El examen de las experiencias pasadas de la clase obrera debe permitir verificar la validez de las posiciones que fueron defendidas en su tiempo por las organizaciones políticas y sacar lecciones de ellas.
Los revolucionarios de una época no se ponen de jueces de sus mayores. Pero sí deben ser capaces de poner en evidencia tanto las posiciones justas como los errores de las organizaciones del pasado, del mismo modo que deben saber reconocer el momento en que una posición correcta en determinado contexto histórico se vuelve caduca cuando cambian las condiciones históricas. Si no, tendrán las mayores dificultades para asumir su responsabilidad, condenadas a repetir los errores del pasado o a mantener una posición anacrónica.
Ese enfoque es el abecé de una organización revolucionaria. El BIPR, si nos referimos al artículo citado, comparte ese enfoque y nosotros consideramos muy positivo que esa organización haya abordado, entre otros temas, la cuestión de sus propios orígenes históricos (o más bien los del PCInt) como también los de la CCI. Nos parece que para comprender los desacuerdos entre ambas organizaciones hay que partir del examen de sus historias respectivas. Por eso nuestra respuesta a la polémica del BIPR se concentra en ese tema. Ya empezamos a hacerlo en la primera parte de este artículo sobre la Fracción italiana y la GCF. Se trata ahora de remontar a la historia del PCInt.
En realidad, uno de los puntos importantes que deben establecerse aquí es el siguiente: ¿puede considerarse, como dice el PCInt, que «el PCInt fue la creación de la clase obrera revolucionaria que había alcanzado mayor éxito desde la Revolución rusa»? ([1]). Si así fuera, habría que considerar la acción del PCInt como ejemplar y fuente de inspiración para las organizaciones comunistas de hoy y de mañana. Lo que se plantea es lo siguiente: ¿cómo y con qué debe medirse el éxito de una organización revolucionaria? La respuesta se impone: si ha cumplido con las tareas que le incumben en el período histórico en el que ha actuado. Por eso, los criterios del «éxito» que se seleccionen son ya significativos de cómo se concibe el papel y la responsabilidad de la organización de la vanguardia del proletariado.
Una organización revolucionaria es la expresión y a la vez factor activo del proceso de toma de conciencia que debe llevar al proletariado a asumir la tarea histórica de derrocamiento del capitalismo e instauración del comunismo. La organización es por lo tanto un instrumento indispensable del proletariado en el momento del salto histórico que representa su revolución comunista. Cuando una organización revolucionaria está confrontada a esa situación particular, como así fue con los partidos comunistas a partir de 1917 y a principios de los años 20, el criterio decisivo con el que debe apreciarse su acción es su capacidad para unificar en torno a ella y al programa comunista que defiende, a las grandes masas obreras, sujeto de la revolución. Por ello, puede decirse que el Partido bolchevique cumplió plenamente su tarea en 1917, y no sólo respecto a Rusia sino a la revolución mundial ya que fue él el principal inspirador en el programa y en la constitución de la Internacional comunista fundada en 1919. De febrero a octubre de 1917, su capacidad para vincularse a las masas en plena efervescencia revolucionaria, para proponer, en cada momento del proceso de maduración de la revolución, las consignas más adaptadas a la vez que mantenía la mayor intransigencia ante el oportunismo, fue un factor incontestable de su «éxito».
El papel de las organizaciones comunistas no se limita, sin embargo, a los períodos revolucionarios. Si así fuera, sólo habría habido organizaciones comunistas en el período entre 1917 y 1923 y cabría preguntarse qué sentido tendría la existencia del BIPR y de la CCI hoy. Está claro que, fuera de los períodos directamente revolucionarios, las organizaciones comunistas tienen el papel de preparar la revolución, o sea, contribuir lo mejor posible al desarrollo de su condición esencial: la toma de conciencia por el conjunto del proletariado de sus objetivos históricos y de los medios que emplear para alcanzarlos. Esto significa, en primer lugar, que la función permanente de las organizaciones comunistas (que es pues también la suya en los períodos revolucionarios) es definir lo más clara y coherentemente el programa del proletariado. Esto significa, en segundo lugar y en relación directa con la primera función, preparar política y organizativamente el partido que deberá encontrarse a la cabeza del proletariado en el momento de la revolución. Y eso exige en particular una intervención permanente en la clase, en función de los medios de la organización, para así ganar para las posiciones comunistas a quienes intentan romper con el dominio ideológico de la burguesía y de sus partidos.
Volviendo a eso de «la creación de la clase obrera revolucionaria que había alcanzado mayor éxito desde la Revolución rusa» o sea el PCInt (según la afirmación del BIPR), cabe plantearse la pregunta: ¿de qué «éxito» se trata?
¿Desempeñó un papel decisivo en la acción del proletariado durante un período revolucionario como la había hecho el Partido bolchevique en 1917?
¿Aportó contribuciones de primer plano en la elaboración del programa comunista, siguiendo el ejemplo, entre otros, de la Fracción italiana de la Izquierda comunista, de la que el PCInt se reivindica?
¿Puso sólidos cimientos organizativos de importancia en los que podría basarse la fundación del futuro partido comunista mundial, vanguardia de la revolución proletaria venidera?
Vamos a empezar respondiendo a esta última pregunta. En una carta del 9 de junio de 1980 dirigida por la CCI al PCInt, justo después del fracaso de la Tercera conferencia de los grupos de la Izquierda comunista, escribíamos: «¿Cómo explicáis vosotros (...) que vuestra organización, desarrollada ya en el momento de la reanudación de la clase en 1968, no sacara provecho de esa reanudación para extenderse a nivel internacional, mientras que la nuestra, prácticamente inexistente en 1968, ha multiplicado sus fuerzas y se ha implantado en diez países?».
La pregunta que formulábamos entonces sigue vigente hoy. Desde entonces, el PCInt ha logrado ampliarse internacionalmente mediante la formación del BIPR, junto con la CWO (que ha adoptado, en lo esencial, sus posiciones y análisis políticos) ([2]). Pero debe reconocerse que el balance del PCInt, tras más de medio siglo de existencia, es bastante modesto. La CCI ha puesto siempre de relieve, lamentándola, la debilidad numérica extrema y el reducido impacto de las organizaciones comunistas, incluida la nuestra, en el período actual. No es nuestro estilo el de andar echando faroles o el de autoproclamarnos «verdadero estado mayor del proletariado». Dejamos a los demás grupos esa manía de tomarse por el «auténtico Napoleón» y andar proclamándolo. Dicho lo cual, apoyándose en ese criterio del «éxito», el de la «minúscula GCF», aunque dejara de existir en 1952, es mucho más satisfactorio que el del PCInt. Con secciones o núcleos en 13 países, 11 publicaciones territoriales en 7 lenguas diferentes (y entre ellas las más extendidas en los países industrializados: inglés, alemán, español y francés), una revista teórica trimestral en tres idiomas, la CCI, que se formó en base a las posiciones y análisis políticos de la GCF, es hoy, sin lugar a dudas, la organización política más importante de la Izquierda comunista. El BIPR podrá, claro está, considerar que el «éxito» actual de los herederos de la GCF, comparado con el del PCInt, sería la prueba de la debilidad de la clase obrera. Cuando ésta haya desarrollado mucho más sus combates y su conciencia, reconocerá la validez de las posiciones y las consignas del BIPR y se agrupará mucho más masivamente en torno a él. Cada uno se consuela como puede.
Así, cuando el BIPR usa el superlativo absoluto del «éxito» del PCInt, no se puede tratar (a no ser que se refugie en especulaciones sobre lo que será el PCInt en el futuro) de su capacidad para poner las bases organizativas del futuro partido mundial.
Nos vemos obligados a usar otro criterio: ¿aportó el PCInt de 1945-46 (o sea cuando adopta su primera plataforma) contribuciones de primer plano a la elaboración del programa comunista?
No vamos aquí a pasar revista a todas las posiciones políticas de esa plataforma, la cual, es cierto, contiene aspectos excelentes. Sólo vamos a evocar ahora algunos puntos programáticos, importantísimos ya en aquella época, para los que no se encuentra en la plataforma una gran claridad. Se trata de la naturaleza de la URSS, del carácter de las luchas llamadas de «liberación nacional y colonial» y de la cuestión sindical.
La plataforma actual del BIPR es clara sobre la naturaleza capitalista de la sociedad que ha existido en Rusia hasta 1990, sobre el papel de los sindicatos como instrumentos de la preservación del orden burgués que el proletariado no podrá nunca y de ninguna manera «reconquistar», y sobre el carácter contrarrevolucionario de las luchas nacionales. Sin embargo, esta claridad no existe en la plataforma de 1945 en la que la URSS era todavía considerada como «Estado proletario», en la que la clase obrera era llamada a apoyar ciertas luchas nacionales o coloniales y en la que se consideraba a los sindicatos como organizaciones que el proletariado podría «reconquistar», en particular gracias a la creación, bajo la batuta del PCInt, de minorías candidatas a su dirección ([3]). Hay que precisar que en ese mismo momento, la GCF ya había cuestionado el viejo análisis de la Izquierda italiana sobre la naturaleza proletaria de los sindicatos y ya había comprendido que la clase obrera ya no podría, en ningún modo, reconquistar esos órganos. Del igual modo, el análisis sobre la naturaleza capitalista de la URSS ya había sido elaborado durante la guerra por la Fracción italiana reconstituida en torno al núcleo de Marsella. En fin, la naturaleza contrarrevolucionaria de las luchas nacionales, el que ya sólo fueran otros tantos momentos de los enfrentamientos imperialistas entre grandes potencias, era ya algo claramente definido por la Fracción en los años 30. Por todo eso, nosotros confirmamos lo que ya dijo la GCF sobre el PCInt en 1946 y que tanto enfada al BIPR cuando se queja de que «la GCF afirmaba que el PCInt no significaba avance alguno con relación a la vieja Fracción de la Izquierda comunista que se había exiliado en Francia durante la dictadura de Mussolini». En lo que a claridad programática se refiere, lo hechos hablan por si solos([4]).
No puede, pues, afirmarse que las posiciones programáticas del PCInt de 1945 formen parte del «éxito» pues buena parte de entre ellas tuvieron que ser revisadas después, sobre todo en 1952, en el congreso que conoció la escisión de la tendencia de Bordiga, y después también. Si el BIPR nos disculpa la ironía, podríamos decir que algunas de sus posiciones actuales están más inspiradas en las de la GCF que en las del PCInt de 1945. ¿Dónde estriba pues el «gran éxito» de esta organización? Sólo queda ya la fuerza numérica y el impacto que pudiera haber tenido en un momento dado de la historia.
Efectivamente, el PCInt contó, entre 1945 y 1947, con cerca de 3000 miembros y una cantidad significativa de obreros que se reconocían en él. O sea que esta organización pudo haber desempeñado un papel significativo en acontecimientos históricos llevándolos por el camino de la revolución proletaria, aunque esto, en fin de cuentas, no ocurrió. Es evidente que no se trata aquí, ni mucho menos, de echarle en cara al PCInt el haber incumplido su responsabilidad ante una situación revolucionaria, pues tal situación no existía en 1945. Pero ahí es precisamente donde duele. Como dice el artículo del BIPR, el PCInt apostaba: «por una combatividad obrera no limitada al norte de Italia al final de la guerra». De hecho, el PCInt se formó en 1943 basándose en un resurgir de los combates de clase en el norte de Italia apostando por el hecho de que esos combates iban a ser los primeros de una nueva oleada revolucionaria que surgiría de la guerra como había ocurrido durante el primer conflicto mundial. La historia se encargaría de desmentir esa perspectiva. Pero en 1943 era perfectamente legítimo planteársela ([5]). Al fin y al cabo, la Internacional comunista y la mayoría de los partidos comunistas, y entre ellos el italiano, se habían formado cuando ya la oleada revolucionaria iniciada en 1917 estaba declinando tras el trágico aplastamiento del proletariado alemán en enero de 1919. Pero los revolucionarios de entonces no tenían todavía conciencia de ese retroceso (y es precisamente uno de los méritos de la Izquierda italiana el haber sido una de las primeras corrientes en constatar esa inversión en la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado). Sin embargo, cuando se verificó la Conferencia de finales de 1945-principios del 46, la guerra ya había terminado y las reacciones proletarias por ella engendradas en 1943 habían quedado ahogadas gracias a una sistemática política preventiva de la burguesía ([6]). A pesar de ello, el PCInt no cuestionó su política anterior (aunque se alzaron algunas voces en la Conferencia constatando el reforzamiento del control burgués sobre la clase obrera). Lo que era un error normal en 1943 lo era mucho menos a finales de 1945. El PCInt, sin embargo, siguió por el mismo camino y ya nunca pondrá en entredicho la validez de la formación del Partido en 1943.
Pero lo más grave para el PCInt no es el error de apreciación del período histórico y la dificultad para reconocerlo. Más catastrófico todavía fue el modo con el que se desarrolló el PCInt y las posiciones que tuvo que adoptar para ello, sobre todo porque intentó «adaptarse» a las ilusiones crecientes de una clase obrera en retroceso.
Cuando se formó el PCInt en 1943, se reivindicaba de las posiciones políticas elaboradas por la Fracción italiana de la Izquierda comunista. Por otra parte, si bien su principal animador, Onorato Damen, uno de los dirigentes de la Izquierda en los años 20, se había quedado en Italia después de 1924 (la mayor parte del tiempo en las cárceles mussolinianas de donde pudo salir gracias a los movimientos de 1942-43) ([7]), contaba en sus filas con cierta cantidad de militantes de la Fracción que volvieron a Italia al principio de la guerra. Y, en efecto, en los primeros números del Prometeo clandestino (nombre tradicional del periódico de la Izquierda, el de los años 20 y el de la Fracción italiana de los años 30) publicados a partir de noviembre del 43, se encuentran denuncias muy claras de la guerra imperialista, del antifascismo y de los movimientos de partisanos ([8]). Sin embargo, a partir de 1944, el PCInt se orienta a una labor de agitación hacia grupos de partisanos y difunde, en junio, un manifiesto incitando a la «transformación de las formaciones de partisanos allá donde estén compuestas por elementos proletarios de sana conciencia de clase, en órganos de autodefensa proletaria, dispuestos a intervenir en la lucha revolucionaria por el poder». En agosto de 1944, Prometeo nº 15 va más lejos en la componenda: «Los elementos comunistas creen sinceramente en la necesidad de la lucha contra el nazi-fascismo y piensan que, una vez el obstáculo derribado, podrán ir hacia la conquista del poder, venciendo al capitalismo». Es la vuelta a la idea en la que se apoyaron todos aquellos que en la guerra de España, como los anarquistas y los trotskistas, llamaban a los proletarios a «alcanzar primero la victoria sobre el fascismo y después hacer la revolución». Es el argumento de quienes traicionan la causa del proletariado para alistarse tras las banderas de uno de los campos imperialistas. No era ése el caso del PCInt, pues éste se mantuvo fuertemente impregnado por la tradición de la Izquierda del Partido comunista de Italia, la cual se había distinguido, frente al auge del fascismo, por su intransigencia de clase. Sin embargo, esos argumentos en la prensa del PCInt puedan dar la medida de la amplitud de los patinazos. Además, siguiendo el ejemplo de la minoría de la Fracción de 1936 que se había unido a las unidades antifascistas del POUM en España, cierto número de militantes y cuadros del PCInt se alistaron en grupos partisanos. La diferencia está en que la minoría había roto la disciplina organizativa, mientras que esos militantes lo único que hacían era aplicar las consignas del Partido ([9]).
Es evidente que la voluntad de agrupar la mayor cantidad de obreros en sus filas y en torno a él, en un momento en que éstos se dejaban masivamente arrastrar por las sirenas del «partisanismo», llevó al PCInt a tomar sus distancias con la intransigencia que había afirmado al principio contra el antifascismo y las «bandas partisanas». Eso no es una «calumnia» de la CCI, la cual vendría a retomar las «calumnias» de la GCF. Esa tendencia a reclutar nuevos militantes sin preocuparse demasiado por la firmeza de sus convicciones internacionalistas fue puesta de relieve por el camarada Danielis, responsable de la federación de Turín en 1945 y antiguo miembro de la Fracción: «Una cosa debe quedar clara para todo el mundo: el Partido ha sufrido la grave experiencia de una ampliación fácil de su influencia política, no en profundidad (pues es difícil), sino superficial. Debo dar cuenta de una experiencia personal que servirá de aviso ante el peligro de una influencia fácil del Partido en ciertas capas, en las masas, consecuencia automática de la no menos fácil formación teórica de los mandos... Era de suponer que ningún inscrito en el Partido habría aceptado las directivas del “Comité de Liberación nacional”. Sin embargo, el 25 de abril por la mañana [fecha de la «liberación» de Turín] toda la Federación de Turín estaba en armas para participar en el remate de una matanza de seis años, y algunos camaradas de la provincia –militarmente encuadrados y disciplinados– entraban en Turín para participar en la caza del hombre... el Partido no existía; se había volatilizado» (Actas del congreso de Florencia del PCInt, 6-9 de mayo de 1948). Se ve que Danielis también era un... «calumniador».
Ya más en serio, si las palabras significan algo, la política del PCInt que le permitió sus «grandes éxitos» de 1945 no era ni más ni menos que oportunista. ¿Más ejemplos?. Podríamos citar la carta del 10 de febrero de 1945 dirigida por el «Comité de agitación» del PCInt «a los consejos de agitación de los partidos con dirección proletaria y de los movimientos sindicales de empresa para dar a la lucha revolucionaria del proletariado una unidad de directivas y de organización... Con este fin, se propone una unión de dichos comités para poner a punto un plan de conjunto» (Prometeo, abril de 1945) ([10]). Los «partidos con dirección proletaria» de que se trata, son, en particular, el partido socialista y el estalinista. Por muy sorprendente que parezca hoy, esa es la estricta verdad. Cuando recordamos esos hechos en la Revista internacional nº 34, el PCInt nos contestó: «El documento “Llamamiento del Comité de agitación del PCInt” contenido en el número de abril del 45 ¿fue un error?. Sí, de acuerdo. Fue el último intento de la Izquierda italiana de aplicar la táctica de “frente único en la base” preconizada por el PC de Italia en su polémica con la IC en los años 21-23. Como tal, nosotros la catalogamos entre los “pecados veniales”, puesto que nuestros camaradas supieron eliminarla tanto en el plano político como en el teórico, con una claridad que hoy nos da seguridad ante cualquiera» (Battaglia Comunista nº 3, febrero de 1983). A esto contestábamos: «Uno no puede sino admirarse ante la delicadeza y la habilidad con las que BC cuida su amor propio. Si una propuesta de frente único con los matarifes estalinistas y socialdemócratas no es más que un simple «pecado venial», ¿qué tendría que haber hecho el PCInt para poder hablar de error? ... ¿Entrar en el gobierno?» (Revista internacional, nº 34) ([11]). En todo caso, está claro que en 1944 la política del PCInt significaba un paso atrás con relación a la de la «vieja fracción» ¡Y vaya paso!. Desde hacía tiempo, la Fracción había hecho una crítica en profundidad de la táctica de frente único y nunca se le hubiera ocurrido, a partir de 1935, calificar al partido estalinista de «partido con dirección proletaria»; y no hablemos de la socialdemocracia cuya naturaleza burguesa quedó reconocida desde los años 20.
Esa política oportunista del PCInt la volvemos a encontrar en la «apertura» y la falta de rigor de que hizo prueba después de la guerra para así ampliar sus bases. Las ambigüedades del PCInt formado en el Norte del país eran poco comparadas con la de los grupos del Sur admitidos en el Partido al final de la guerra, tales como la «Frazione di sinistra dei comunisti e socialisti» formada en Nápoles en torno a Bordiga y Piston, la cual, hasta principios del 45, practica el entrismo en el PCI estalinista con la esperanza de enderezarlo, y mantiene posiciones muy vagas sobre la cuestión de la URSS. El PCInt abre también sus puertas a elementos del POC (Partido obrero comunista) que había sido durante cierto tiempo la sección italiana de la IVª Internacional trotskista.
Recordemos también que Vercesi, quien durante la guerra opinaba que no había nada que hacer y al final de ella había participado en la Coalición antifascista de Bruselas ([12]) se integra igualmente en el nuevo Partido sin que éste ni siquiera le pida que condene sus extravíos antifascistas. Sobre este episodio, O. Damen, por el PCInt, escribió a la CCI, en otoño de 1976: «El Comité antifascista de Bruselas en la persona de Vercesi, quien, en el momento de la constitución del PCInt pensó que debía integrarse en él, mantuvo sus posiciones ambiguas hasta el momento en que el Partido, rindiendo el tributo necesario a la claridad, se separó de las ramas secas del bordiguismo». Y nosotros le contestamos: «¡Hay que ver con qué finura se dicen las cosas! Él, Vercesi, pensó que debía integrarse... y el Partido ¿qué pensó? ¿O es que el Partido es un club de canasta en el que se integra quien así lo piensa?» (Revista internacional nº 8). Debe decirse que en esta carta O. Damen tuvo la franqueza de reconocer que en 1945 el Partido no había rendido «el tributo necesario a la claridad» puesto que lo haría más tarde (de hecho en 1952). Tomamos nota de esta afirmación que contradice todas las fábulas sobre la pretendida gran claridad que habría inspirado la fundación del PCInt, ya que, según el BIPR, era «un paso adelante» respecto a la Fracción ([13]).
El PCInt tampoco se puso estrecho para con los miembros de la minoría de la Fracción que en 1936 se habían alistado en las milicias antifascistas en España, metiéndose en la Unión comunista ([14]). Esos elementos pudieron entrar en el Partido sin hacer la menor crítica de sus extravíos pasados. Sobre esta cuestión, O. Damen nos escribía en la misma carta: «En lo referente a los camaradas que durante la guerra de España decidieron abandonar la Fracción de la Izquierda italiana para lanzarse a una aventura ajena a toda posición de clase, recordemos que los acontecimientos de España, que no hacían sino confirmar las posiciones de la Izquierda, les sirvieron de lección para hacerles volver al surco de la izquierda revolucionaria». A esto contestamos nosotros: «Nunca volvió a tratarse el tema del retorno de esos militantes a la Izquierda comunista, hasta el momento de la disolución de la Fracción y la integración de sus militantes en el PCInt (finales del 45). Nunca se trató de tal o cual “lección”, ni de rechazo de posiciones, ni de condena de su participación en la guerra antifascista de España por parte de esos camaradas». Si el BIPR estima que se trata de una nueva «calumnia» de la CCI, que nos diga qué documentos prueban lo contrario. Proseguíamos nosotros: «Fue sencillamente la euforia y la confusión de la constitución del partido “con Bordiga” lo que animó a esos camaradas a integrarse en él... El Partido en Italia no les pidió cuentas, no por ignorancia... sino porque no era el momento de sacar “viejas querellas”; la constitución del Partido lo borraba todo. Ese Partido, que no era demasiado vigilante sobre las actuaciones de los partisanos presentes entre sus propios militantes, no iba a mostrarse riguroso hacia esa minoría por su actividad en un pasado ya lejano, abriéndole naturalmente las puertas».
De hecho, la única organización con la que el PCInt no quería saber nada es la GCF, precisamente porque ésta seguía apoyándose en el mismo rigor y la misma intransigencia que habían caracterizado a la Fracción en los años 30. La Fracción de entonces habría condenado sin lugar a dudas aquel cajón de sastre que sirvió de base al PCInt, algo parecido a lo que practicaban en aquellos años los trotskistas y que la Fracción no cesó de criticar con la mayor vehemencia.
En los años 20, la Izquierda comunista se había opuesto al rumbo oportunista tomado por la Internacional comunista a partir del Tercer congreso, política que consistía, entre otras cosas, en querer «ir hacia las masas» en el momento en que la oleada revolucionaria estaba decayendo, haciendo entrar en sus filas a las corrientes centristas salidas de los partidos socialistas (los Independientes en Alemania, los Terzini en Italia, Cachin-Frossard en Francia, etc), lanzando una política de «Frente único» con el PS. Contra la política de «unión amplia» empleada por la IC para formar los partidos comunistas, Bordiga y la Izquierda oponían el método de la «selección» basada en el rigor y la intransigencia en la defensa de los principios. Esta política de la IC tuvo consecuencias trágicas con el aislamiento, cuando no la expulsión, de la Izquierda y la invasión del partido de elementos oportunistas que iban a ser los mejores vehículos de la degeneración de la IC y de sus partidos.
A principios de los años 30, la Izquierda italiana, fiel a su política de los años 20, guerreó en el seno de la oposición de Izquierda internacional para imponer ese mismo rigor frente a la política oportunista de Trotski, para quien la aceptación de los cuatro primeros congresos de la IC y, sobre todo, de su propia política maniobrera eran criterios mucho más importantes de agrupamiento que los combates llevados a cabo en la IC contra su degeneración. Con esta política, los elementos más sanos que intentaban construir una corriente internacional de la Izquierda comunista o fueron corrompidos, o se desanimaron, o se quedaron aislados. Construida en cimientos tan frágiles, la corriente trotskista fue de crisis en crisis hasta pasarse con armas y equipo al campo de la burguesía durante la IIª Guerra mundial. La política intransigente de la Fracción, en cambio, le valió el ser excluida de la Oposición internacional en 1933, mientras Trotski se apoyaba en una fantasmagórica «Nueva oposición italiana» (NOI) formada por elementos que, a la cabeza del PCI todavía en 1930, habían votado por la exclusión de Bordiga de ese Partido.
En 1945, preocupado por reunir la mayor cantidad de gente, el PCInt, que se reivindica de la Izquierda comunista, reanuda por cuenta propia no con la política de ésta frente a la IC y frente al trotskismo, sino con la política que precisamente había sido combatida por la Izquierda: unión «amplia» basada en ambigüedades programáticas, agrupamiento – sin exigir explicaciones – de militantes y de «personalidades» ([15]) que habían combatido las posiciones de la Fracción durante la guerra de España o durante la guerra mundial, política oportunista para con las ilusiones de los obreros sobre los partisanos y sobre los partidos pasados al enemigo, etc. Y para que el parecido fuera lo más completo posible, exclusión en la Izquierda comunista internacional de la corriente, la GCF, que reivindicaba la mayor fidelidad al combate de la Fracción, a la vez que sólo se quiso reconocer a la FFGC-bis como único representante de la Izquierda comunista en Francia. ¿Hay que recordar que esa FFGC-bis estaba formada por tres elementos jóvenes que habían hecho escisión de la GCF en mayo de 1945, de miembros de la ex minoría de la Fracción excluida durante la guerra de España y de ex miembros de la Unión comunista que se había dejado arrastrar al antifascismo en la misma época? ([16]) ¿No hay cierto parecido con la política de Trotski respecto a la Fracción y a la NOI?
Marx escribió que «si la historia se repite, la primera vez es como tragedia y la segunda como farsa». Algo de eso hay en el episodio poco glorioso de la formación del PCInt. Por desgracia, los acontecimientos siguientes iban a demostrar que la repetición por parte del PCint en 1945 de la política combatida por la Izquierda en los años 20 y 30 tuvo consecuencias dramáticas.
Cuando se leen las actas de la conferencia del PCInt de 1945-46, llama la atención la heterogeneidad que en ella predomina.
Sobre el análisis del período histórico, cuestión esencial, los principales dirigentes se oponen entre sí. Damen sigue defendiendo la «posición oficial»: «El nuevo curso histórico de la lucha del proletariado va a abrirse. Le incumbe a nuestro Partido la tarea de orientar esa lucha en un sentido que permita, en la próxima e inevitable crisis, que la guerra y sus promotores sean destruidos a tiempo y definitivamente por la revolución proletaria» («Informe sobre la situación general y las perspectivas»).
Pero ciertas voces constatan, sin decirlo abiertamente, que las condiciones no son las idóneas para la formación del Partido: «... lo que hoy domina es la ideología triunfalista del CLN [Comité de liberación nacional] y del movimiento partisano, y por eso no existen las condiciones para la afirmación victoriosa de la clase proletaria. No se puede calificar el momento actual sino como reaccionario» (Vercesi, «El Partido y los problemas internacionales»).
«Para concluir este balance político, es necesario preguntarse si debemos ir hacia adelante siguiendo una política de ampliación de nuestra influencia, o si la situación nos impone ante todo (en una atmósfera envenenada todavía) salvar las bases primeras de nuestra definición política e ideológica, reforzar ideológicamente a los mandos, inmunizándolos contra los miasmas que se respiran en el ambiente de hoy, preparándolos así para las nuevas posiciones políticas que se presentarán mañana. A mi parecer, es en esta dirección por la que debe orientarse la actividad del Partido en todos los ámbitos» (Maffi, «Informe político-organizativo para la Italia septentrional»).
En otras palabras, Maffi preconiza el desarrollo de una labor clásica de fracción.
Sobre la cuestión parlamentaria, se constata la misma heterogeneidad: «Por eso utilizaremos, en régimen democrático, todas las concesiones que se nos hagan, en la medida en que este uso no menoscabe los intereses de la lucha revolucionaria. Seguimos siendo irreductiblemente antiparlamentarios; pero el sentido de lo concreto que anima nuestra política nos hará rechazar toda postura abstencionista determinada a priori» (O. Damen, ídem).
«Maffi, recogiendo las conclusiones a que el Partido había llegado, se pregunta si el problema del abstencionismo electoral debe plantearse en su antigua forma (participar o no a las elecciones, según si la situación va o no va hacia una explosión revolucionaria) o si, al contrario, en un ambiente corrompido por las ilusiones electorales, no convendría tomar una postura claramente antielectoral, incluso a costa del aislamiento. No agarrarse a las concesiones que nos hace la burguesía (concesiones que no son una muestra de su debilidad sino de su fuerza), sino al proceso real de la lucha de clase y a nuestra tradición de izquierda» (ídem).
¿Habrá que recordar aquí que la izquierda de Bordiga en el Partido socialista italiano se hizo conocer durante la primera guerra mundial como «Fracción abstencionista»?
De igual modo, sobre la cuestión sindical, el ponente, Luciano Stefanini, afirma, contra la posición que será, finalmente, adoptada: «La línea política del Partido ante el problema sindical no es todavía lo bastante clara. Por un lado, se reconoce la dependencia de los sindicatos respecto al Estado capitalista; por otro, se invita a los obreros a luchar en su seno y a conquistarlos desde dentro para llevarlos a una posición de clase. Pero esta posibilidad queda excluida por la evolución capitalista que hemos mencionado antes... el sindicato actual no podrá cambiar su fisonomía de órgano del Estado... La consigna de nuevas organizaciones de masas no está de actualidad, pero el Partido tiene el deber de prever cuál será el curso de los acontecimientos e indicar a partir de hoy a los trabajadores cuáles serán los organismos que, al surgir de la evolución de las situaciones, se impondrán como guía unitario del proletariado bajo la dirección del Partido. La pretensión de conquistar posiciones de dirección en los actuales organismos sindicales para tranformarlos debe quedar definitivamente olvidada» (ídem).
Después de esta Conferencia, la GCF escribía: «El nuevo Partido no es una unidad política, sino un conglomerado, una adición de corrientes y de tendencias que acabarán por manifestarse y enfrentarse. El armisticio actual sólo es provisional. La eliminación de una u otra corriente es inevitable. Tarde o temprano se impondrá la definición política y organizativa» (Internationalisme, nº 7, febrero de 1946).
Tras un período de reclutamiento intenso, esa delimitación empieza a operarse. Desde finales de 1946, la confusión que la participación en las elecciones del PCInt provoca (muchos militantes tienen en mente la tradición abstencionista de la Izquierda), lleva al Partido a hacer una puntualización en la prensa titulada «Nuestra fuerza», llamando a la disciplina. Tras la euforia de la Conferencia de Turín, muchos militantes, desanimados, abandonan, de puntillas, el Partido. Algunos rompen para participar en la formación del POI trotskista, prueba de que no había sitio para ellos en una organización de la Izquierda comunista. Muchos militantes son excluidos sin que aparezcan claramente la divergencias, al menos en la prensa pública del Partido. Una de las principales federaciones hace escisión para formar la «Federación autónoma de Turín». En 1948, en el Congreso de Florencia, el Partido ya ha perdido la mitad de sus miembros y su prensa la mitad de sus lectores. El «armisticio» de 1946 se ha transformado en «paz armada» que los dirigentes procuran no perturbar ocultando las principales divergencias. Maffi, por ejemplo, afirma «haberse abstenido de tratar tal problema» porque «yo sabía que esta discusión podría haber envenenado al Partido». Lo cual no impide que el Congreso ponga radicalmente en entredicho la postura sobre los sindicatos adoptada dos años y medio antes (¡y eso que la postura de 1945 pretendía ser la de mayor claridad!). Esa paz armada va acabar desembocando en enfrentamiento (sobre todo después de la entrada de Bordiga en el Partido en 1949) y, al final, en la escisión de 1952 entre la tendencia animada por Damen y la animada por Bordiga y Maffi, la cual sería la base de la corriente «Programma comunista».
En cuanto a las «organizaciones hermanas» con las que el PCInt contaba para formar un Buró internacional de la Izquierda comunista, su suerte fue todavía menos envidiable: la Fracción belga deja de publicar L’Internationaliste en 1949, desapareciendo poco después; la Fracción francesa-bis conoce en esa misma época un eclipse de dos años, con la partida de la mayoría de sus miembros, antes de volver a aparecer como Grupo francés de la Izquierda comunista internacional que se unirá a la corriente «bordiguista» ([17]).
El «mayor éxito desde la Revolución rusa» fue, pues, de corta duración. Y cuando el BIPR, para dar fuerza a sus argumentos sobre el tal «éxito», nos dice que el PCInt «a pesar de medio siglo de dominación capitalista después, sigue existiendo y hoy crece», se olvida de precisar que el PCInt, en lo que a efectivos y audiencia en la clase obrera se refiere, poco tiene que ver con lo que era al terminar la última guerra. No insistamos en esto de las comparaciones, pero puede considerarse que la importancia actual de esa organización es más o menos parecida a la de la heredera directa de la «minúscula GCF», o sea, la sección en Francia de la CCI. Y estamos dispuestos a creer que el PCInt «está hoy creciendo». También la CCI ha podido constatar que, en los últimos tiempos, aparece un interés mayor por las posiciones de la Izquierda comunista, lo cual se plasma en cierta cantidad de adhesiones. Dicho esto, no creemos que el crecimiento actual de las fuerzas del PCInt le permita volver a contar pronto con unos efectivos como los de 1945-46.
Así, ese tan grande «éxito» acabó poco gloriosamente en una organización que, aunque ha seguido llamándose «partido», se ha visto obligada a hacer el papel de fracción. Lo más grave es que, hoy, el BIPR no saca las lecciones de esa experiencia y, sobre todo, no pone en entredicho el método oportunista en que se basaron sus «grandes éxitos» de 1945 que prefigurarían los «fracasos» que iban a llegar después ([18]).
Esta actitud no crítica hacia los extravíos oportunistas del PCInt en sus orígenes, nos hace temer que el BIPR, cuando el movimiento de la clase esté más desarrollado que hoy, recurra a los mismos tejemanejes oportunistas que hemos puesto de relieve. Ya el hecho de que el BIPR proponga como primer criterio de «éxito» de una organización proletaria la cantidad de sus miembros y el impacto que haya podido tener en un momento dado, dejando de lado el rigor programático y su capacidad para poner las bases de una labor a largo plazo, pone de relieve su enfoque inmediatista en temas de organización. Y sabemos muy bien que el inmediatismo es la antesala del oportunismo. Pueden también señalarse otras consecuencias molestas, más inmediatas todavía, de la incapacidad del PCInt para hacer la crítica de sus orígenes.
En primer lugar, el que el PCInt haya mantenido desde 1945-46 (cuando se hizo evidente que la contrarrevolución seguía siendo aplastante) la tesis de la validez de la fundación del Partido le ha llevado a revisar radicalmente el concepto que la Fracción italiana tenía sobre las relaciones entre Partido y Fracción. Para el PCInt, desde entonces, la formación del Partido puede realizarse en cualquier momento, independientemente de la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado ([19]). Ésa es la posición de los trotskistas, no la de la Izquierda italiana, la cual siempre consideró que el Partido no podría formarse más que durante una reanudación histórica de los combates de clase. Pero al mismo tiempo, esa revisión viene acompañada de un cuestionamiento de la existencia de cursos históricos determinados y antagónicos: curso hacia enfrentamientos de clase decisivos o curso hacia la guerra mundial. Para el BIPR, esos dos cursos pueden ser paralelos, no excluirse mutuamente lo cual le lleva a una total incapacidad para analizar el período histórico actual como hemos visto en nuestro artículo «La CWO y el curso histórico, una acumulación de contradicciones», aparecido en la Revista internacional nº 89. Por eso escribíamos en la primera parte de este artículo (Revista internacional nº 90): «... De hecho, si se mira de cerca, la incapacidad actual del BIPR para hacer un análisis sobre el curso histórico se explica, en gran parte, por los errores políticos sobre la cuestión de organización y, especialmente, sobre la cuestión de las relaciones entre fracción y partido».
A la pregunta de por qué los herederos de la «minúscula GCF» han conseguido lo que no lograron los del glorioso Partido de 1943-45, es decir, constituir una verdadera organización internacional, proponemos al BIPR la respuesta siguiente: porque la GCF, y la CCI tras ella, se han mantenido fieles al método que permitió a la Fracción formar, en el momento del desastre de la IC, la corriente principal y la más fecunda de la Izquierda comunista:
El mayor éxito desde la muerte de la IC (y no desde la Revolución rusa) no es el PCInt el que lo ha obtenido, sino la Fracción. No en términos numéricos, sino en capacidad para preparar, más allá de su propia desaparición, las bases en las que podrá mañana construirse el Partido mundial.
Fabienne
[1] Suponemos que, arrastrado por su entusiasmo, se le fue la pluma al autor del artículo y que quería decir «desde el final de la oleada revolucionaria de la primera posguerra y de la Internacional comunista». En cambio, si lo que está escrito es lo que piensa, puede uno preguntarse cuál es su conocimiento de la historia y su sentido de la realidad: ¿no ha oído hablar, entre otros ejemplos, del Partido comunista de Italia, el cual, a principios de los años 20, tenía un impacto mucho mayor que el PCInt en 1945, encontrándose en la vanguardia de la Internacional entera sobre toda una serie de problemas políticos?. En todo caso, para la continuación de nuestro artículo, preferimos basarnos en la primera hipótesis, pues hacer polémica contra absurdeces no tiene el menor interés.
[2] Notemos que durante ese mismo período, la CCI se amplió en tres nuevas secciones territoriales: en Suiza y en dos países de la periferia del capitalismo, México e India, países que tanto interesan al BIPR (ver en particular la adopción por el VIº Congreso del PCInt, en abril de 1997, de las «Tesis sobre la táctica comunista en los países de la periferia del capitalismo»).
[3] Así quedó formulada la política del PCInt respecto a los sindicatos: «El contenido substancial del punto 12 de la plataforma del Partido puede concretarse en los puntos siguientes:
1) El Partido aspira a la reconstrucción de la GCL mediante la lucha directa del proletariado contra la patronal en movimientos de clase parciales y generales.
2) La lucha del Partido no puede apuntar directamente a la escisión de las masas organizadas en los sindicatos.
3) El proceso de reconstrucción del sindicato, aunque solo pueda realizarse gracias a la conquista de sus órganos dirigentes, es el resultado de un programa de encuadramiento de las lucha de clase bajo la dirección del Partido.»
[4] EL PCInt de hoy está un tanto molesto por esa plataforma de 1945. Cuando, por ejemplo, vuelve a publicar en 1974 esa plataforma junto con el «Esquema de programa» redactado en 1944 por el grupo de Damen, pone mucho cuidado en hacer una crítica en regla de aquélla oponiéndola a éste, al que elogia sin la menor reserva. Puede leerse en la «Presentación»: «En 1945, el Comité central recibe un proyecto de Plataforma política del camarada Bordiga quien, subrayémoslo, no estaba afiliado al Partido. El documento, cuya aceptación fue exigida como un ultimátum, se le considera como incompatible con las tomas de posición firmes que el Partido ha adoptado sobre los problemas más importantes y, a pesar de las modificaciones aportadas, el documento siempre se ha considerado como contribución al debate y no como plataforma de hecho (...) El CC no podía, como hemos visto, aceptar el documento sino como una contribución muy personal al debate del futuro congreso, el cual, pospuesto a 1948, dejará en evidencia unas posiciones muy diferentes.» Habría que haber precisado QUIÉN consideraba ese documento como «una contribución al debate». Sería sin duda el camarada Damen y algunos militantes más. Pero se guardaron para sus adentros sus impresiones, puesto que, la Conferencia de 1945-46, o sea la representación del conjunto del Partido, tomó una postura muy diferente. Ese documento fue adoptado por unanimidad como plataforma del PCInt y debía servir de base de afiliación y de constitución de un Buró internacional de la Izquierda comunista. En cambio, fue el «Esquema de programa» lo que se pospuso para ser discutido en el Congreso siguiente. Si los camaradas del BIPR piensan que estamos, otra vez, «mintiendo» o «calumniando», no tienen más que referirse a las actas de la Conferencia de Turín de finales de 1945. Si mentiras hay, será en la manera con la que el PCInt presentaba en 1974 su «versión» del asunto. En realidad, el PCInt está tan avergonzado de algunos lances de su propia historia que se siente obligado a arreglarla un poco. Puede uno preguntarse también, por qué el PCInt aceptó someterse a un ultimátum de quien sea y menos todavía de alguien que ni siquiera pertenecía al Partido.
[5] Como vimos en la primera parte de este artículo, la Fracción italiana consideraba, en su Conferencia de agosto de 1943 que «con el nuevo curso abierto con los acontecimientos de agosto en Italia, se ha abierto el proceso de transformación de la Fracción en partido». La GCF, en su fundación en 1944, retomó el mismo análisis.
[6] Ya hemos puesto varias veces en evidencia en nuestra prensa, en qué consiste la política sistemática de la burguesía: esta clase, habiendo sacado las lecciones de la Primera Guerra mundial, se repartió sistemáticamente el trabajo, dejando a los países vencidos el «trabajo sucio» (represión antiobrera en el Norte de Italia, aplastamiento de la insurrección de Varsovia, etc.), a la vez que los vencedores bombardeaban sistemáticamente las concentraciones obrera de Alemania, encargándose después de ejercer de policías en los países vencidos, ocupando todo el país y guardando durante varios años a los prisioneros de guerra.
[7] La GCF y la CCI han criticado a menudo las posiciones programáticas defendidas por Damen, al igual que su método político. Esto no impide, ni mucho menos, la estima que siempre hemos tenido por la profundidad de sus convicciones comunistas, su energía militante y su valentía.
[8] «¡Obreros! Frente a la consigna de guerra nacional, que arma a los proletarios italianos contra los proletarios alemanes e ingleses, oponed la consigna de la revolución comunista, que une por encima de las fronteras a los obreros del mundo entero contra su enemigo común: el capitalismo» (Prometeo, nº 1, 1º de noviembre de 1943). «Contra el llamamiento del centrismo [es así como la Izquierda italiana calificaba al estalinismo] a unirse a los grupos partisanos, debe contestarse con la presencia en las fábricas de donde saldrá la violencia de clase que destruirá los centros vitales del Estado capitalista» (Prometeo, 4 de marzo de 1944).
[9] Sobre otros aspectos de la actitud del PCInt para con los partisanos, ver: «La ambigüedades sobre los «partisanos» en la formación del Partido comunista internazionalista en Italia», en la Revista internacional nº 8.
[10] Publicamos en la Revista internacional nº 32 el texto completo de ese llamamiento junto con nuestros comentarios sobre él.
[11] Cabe precisar que en la carta enviada por el PCInt al PS, en respuesta a la de éste al llamamiento, el PCInt se dirigía a la ralea socialdemócrata llamándolos «queridos camaradas». No era ésa, desde luego, la mejor manera de desenmascarar, ante los obreros, los crímenes cometidos contra el proletariado por esos partidos desde la Iª Guerra mundial y la oleada revolucionaria que la siguió. En cambio, sí que era un medio excelente para hinchar las ilusiones de lo obreros que todavía seguían a aquélla.
[12] Ver al respecto la primera parte de este artículo en la Revista internacional nº 90.
[13] Sobre esto, vale la pena dar otras citas del PCInt: «Las posiciones expresadas por el camarada Perrone (Vercesi) en la Conferencia de Turín (1946) (...) eran manifestaciones libres de una experiencia muy personal y con una perspectiva política caprichosa a la que no es lícito referirse cuando se quieren formular críticas a la formación del PCInt» (Prometeo nº 18, 1972). Lo malo es que esas posiciones se expresaban en el informe sobre «El Partido y los problemas internacionales» presentado en la Conferencia por el Comité central del que formaba parte Vercesi. La opinión de los militantes de 1972 es, desde luego, muy severa para con su Partido de 1945-46, un Partido cuyo órgano central presenta un informe en el que se puede decir cualquier cosa. Suponemos que después de este artículo de 1972, su autor debió recibir una buena reprimenda por haber «calumniado» de tal modo al PCInt de 1945, en lugar de retomar la conclusión que O. Damen hizo al informe: «No hay divergencias, sino sensibilidades particulares que permiten una clarificación orgánica de los problemas» (Actas, p. 16). Cierto es que el propio Damen descubrió más tarde que las «sensibilidades particulares» eran en realidad «posiciones bastardas» y que la «clarificación orgánica» consistía en «separarse de las ramas secas». Lancemos, en todo caso, un ¡viva la claridad de 1945!.
[14] Sobre la minoría de 1936 en la Fracción, ver la primera parte de este artículo en la Revista internacional nº 90.
[15] Está claro que una de las razones por las que el PCInt de 1945 aceptó integrar a Vercesi sin pedirle cuentas y que Bordiga le «forzara la mano» en el tema de la plataforma es porque contaba con el prestigio de ambos dirigentes «históricos» para atraerse al mayor número de obreros y de militantes. Un Bordiga hostil habría privado al PCInt de grupos y elementos del Sur de Italia; un Vercesi hostil habría cortado al PCInt de la Fracción belga y de la FFGC-bis.
[16] Sobre este episodio, ver la primera parte de este artículo.
[17] Podemos comprobar que la «minúscula GCF», tratada con desprecio y cuidadosamente mantenida al margen por los demás grupos, sobrevivió, a pesar de todo, durante más tiempo que la Fracción belga o la FFGC-bis. Hasta su desaparición en 1956 publicaría 46 números de Internationalisme, patrimonio inestimable sobre el que se construyó la CCI.
[18] Es verdad que el método oportunista no es el único en explicar el impacto que pudo tener el PCInt en 1945. Dos causas principales lo explican:
Y, al contrario, una de las causas de la debilidad numérica de la GCF fue precisamente la ausencia de tradición en Francia de la Izquierda comunista en la clase obrera, la cual, además, fue incapaz de surgir durante la guerra mundial. También está el hecho de que la GCF se negó a cualquier actitud oportunista hacia las ilusiones de los obreros respecto a la «Liberación» y los «partisanos». En esto, siguió el ejemplo de la Fracción en 1936 frente a la guerra de España, lo que la dejó en el mayor aislamiento del que ella misma hablaba en Bilan nº 36.
[19] Sobre este tema, ver en particular nuestro artículo «La relación Fracción-Partido en la tradición marxista», Revista internacional nº 59.
Links
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[2] https://es.internationalism.org/en/tag/21/564/fascismo-y-antifascismo
[3] https://es.internationalism.org/en/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/izquierda-comunista-francesa
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[17] https://es.internationalism.org/en/tag/personalidades/rosa-luxemburgo
[18] https://es.internationalism.org/en/tag/20/517/kautsky
[19] https://es.internationalism.org/en/tag/2/31/el-engano-del-parlamentarismo
[20] https://es.internationalism.org/en/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/segunda-internacional
[21] https://www.marxists.org/espanol/luxem/09El%20folletoJuniusLacrisisdelasocialdemocraciaalemana_0.pdf
[22] https://es.internationalism.org/en/tag/21/529/1917-la-revolucion-rusa
[23] https://es.internationalism.org/en/tag/historia-del-movimiento-obrero/1917-la-revolucion-rusa
[24] https://es.internationalism.org/en/tag/2/37/la-oleada-revolucionaria-de-1917-1923
[25] https://es.internationalism.org/en/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/corriente-comunista-internacional
[26] https://es.internationalism.org/en/tag/vida-de-la-cci/resoluciones-de-congresos
[27] https://es.internationalism.org/files/es/golpe_kapp.pdf
[28] https://es.internationalism.org/cci/201211/3550/plataforma-de-la-cci-adoptada-por-el-ier-congreso
[29] https://es.internationalism.org/go_deeper
[30] https://es.internationalism.org/content/4373/lista-de-articulos-sobre-la-tentativa-revolucionaria-en-alemania-1918-23
[31] https://es.internationalism.org/content/4379/1919-el-ejemplo-ruso-inspira-los-obreros-hungaros-ii-el-abrazo-del-oso-de-la
[32] https://es.internationalism.org/revista-internacional/199701/1233/vi-el-fracaso-de-la-construccion-de-la-organizacion
[33] https://es.internationalism.org/en/tag/geografia/alemania
[34] https://es.internationalism.org/en/tag/2/26/la-revolucion-proletaria
[35] https://es.internationalism.org/en/tag/5/519/jornadas-de-julio
[36] https://es.internationalism.org/en/tag/21/364/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-que-esta-al-orden-del-dia-de-la-historia
[37] https://es.internationalism.org/en/tag/historia-del-movimiento-obrero/1905-revolucion-en-rusia
[38] https://es.internationalism.org/en/tag/21/377/polemica-en-el-medio-politico-sobre-agrupamiento
[39] https://es.internationalism.org/en/tag/corrientes-politicas-y-referencias/tendencia-comunista-internacionalista-antes-bipr
[40] https://es.internationalism.org/en/tag/corrientes-politicas-y-referencias/battaglia-comunista
[41] https://es.internationalism.org/en/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/la-izquierda-italiana
[42] https://es.internationalism.org/en/tag/2/38/la-dictadura-del-proletariado
[43] https://es.internationalism.org/en/tag/3/42/comunismo
[44] https://es.internationalism.org/en/tag/21/514/las-fracciones-de-izquierda
[45] https://es.internationalism.org/en/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/tercera-internacional
[46] https://es.internationalism.org/en/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/la-oposicion-de-izquierdas
[47] https://es.internationalism.org/en/tag/corrientes-politicas-y-referencias/bordiguismo