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1994 - 76 a 79

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Revista internacional n° 76 - 1er trimestre de 1994

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Editorial - La difícil reanudación de la lucha de la clase

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Editorial

La difícil reanudación de la lucha de la clase

En Oriente Próximo, la paz entre Israel y la OLP está apareciendo como lo que es: la continuidad de una guerra que nunca ha cesado en esta parte del mundo. Oriente Próximo, campo de batalla de los grandes intereses imperialistas desde la Iª Guerra mundial, lo seguirá siendo mientras siga existiendo el capitalismo mundial al igual que todas las demás regiones en las que no han cesado nunca las guerras abiertas o larvadas. En la antigua Yugoslavia la guerra continúa. Ahora hasta hay luchas dentro de cada uno de los campos, entre serbios, croatas y entre musulmanes. La explicación «étnica» dada para esta guerra ha quedado trágicamente cuestionada por los últimos combates. Los medios de comunicación han preferido no hablar mucho de ellos. Con el pretexto de «derecho a la independencia» de los «pueblos», Yugoslavia se convirtió en siniestro campo de experiencia de los nuevos enfrentamientos entre grandes potencias provocados por la desaparición de los antiguos bloques imperialistas. Tampoco allí habrá vuelta atrás mientras el capitalismo tenga las manos libres para llevar a cabo su política diplomático-guerrera en nombre de la ayuda «humanitaria». En Rusia la situación sigue empeorando. El naufragio económico y la inestabilidad política que ya han arrastrado a partes enteras de la ex URSS a guerras sangrientas afecta ahora al corazón mismo de Rusia. El riesgo de extensión de un caos «a la yugoslava» es muy real. Tampoco allí tiene el capitalismo más perspectiva que guerras y más guerras. Guerras y crisis, descomposición social, ése es el «porvenir» que el capitalismo ofrece a la humanidad en esta última década del milenio.

En los países «desarrollados», centro neurálgico de ese sistema de terror, de muerte y de miseria que es el capitalismo mundial, las luchas obreras han vuelto a surgir desde hace algunos meses, tras cuatro años de retroceso y pasividad. Esas luchas, inicio de una movilización obrera contra unos planes de austeridad de una brutalidad desconocida desde la IIª Guerra mundial, llevan en sí el germen de la única posibilidad de respuesta a la decadencia y descomposición del modo de producción capitalista. Con todos sus límites, han sido ya un paso en el combate de clase, una lucha masiva e internacional del proletariado, única perspectiva para poner freno a los ataques contra las condiciones de existencia, la miseria y las guerras que están hoy asolando el planeta.

El desarrollo de la lucha de clases

Desde hace ahora varios meses, se han venido multiplicando las huelgas y las manifestaciones en los principales países de Europa del Oeste. Se ha roto la calma social que reinaba desde hace cuatro años.

La brutalidad de los despidos y de las bajas de salarios y todas las demás medidas de acompañamiento han provocado por todas partes el incremento de un descontento que, en varias ocasiones, se ha plasmado en una combatividad reencontrada, una voluntad expresa de luchar, de no resignarse frente a las amenazas de los ataques contra las condiciones de vida de la clase obrera.

Y aunque por todas partes, los movimientos siguen estando muy encuadrados por los sindicatos, no por ello dejan de ser un momento importante de la lucha de clase. El que en todos los países, los sindicatos llamen a jornadas de manifestación y a huelgas es un síntoma del auge de la combatividad en las filas obreras. Los sindicatos, por el lugar que ocupan en el Estado capitalista como guardianes del orden social para el capital nacional, perciben claramente que la clase obrera no está dispuesta a aceptar pasivamente esos ataques contra sus condiciones de existencia y toman la delantera. Encerrando y canalizando las reivindicaciones en el corporativismo y el nacionalismo, desviando la voluntad de luchar hacia atolladeros, los sindicatos despliegan una estrategia para con ella hacer abortar el desarrollo de la lucha de la clase. Y esa estrategia es, en negativo, el signo de que una verdadera reanudación de la lucha de la clase está en ciernes a escala internacional.

La reanudación de la combatividad obrera

Los últimos meses de 1993 han estado marcados por huelgas y manifestaciones en Bélgica, Alemania, Italia, Gran Bretaña, Francia y España.

Han sido las huelgas y manifestaciones en Alemania[1] al principio del otoño las que han dado la salida. Todos los sectores estuvieron afectados por la fuerte oleada de descontento. Los sindicatos se vieron obligados a hacer maniobras de envergadura en los principales sectores industriales. Organizaron, por ejemplo, una manifestación de 120 000 obreros de la construcción el 28 de octubre en Bonn y «negociaron» la semana de 4 días con disminución de salarios en Volkswagen.

En Italia, donde los primeros signos de reanudación internacional de la lucha se manifestaron ya en septiembre del 92, con una movilización importante contra el plan del gobierno Amato y contra los sindicatos oficiales firmantes de dicho plan, se han multiplicado las huelgas y las manifestaciones desde septiembre de 1993. Al estar tan desprestigiadas, las grandes centrales sindicales han entregado el relevo a las organizaciones sindicalistas de base. El 25 de septiembre, 200 000 personas se manifestaron convocadas por las «coordinadoras de consejos de fábrica». El 28 de octubre, 700 000 personas participaron en las manifestaciones organizadas en el país y la huelga de 4 horas de ese día fue seguida por 14 millones de asalariados. El 16 de noviembre fue la manifestación de 500 000 asalariados del sector de la construcción. El 10 de diciembre se desarrollaron manifestaciones de los metalúrgicos de Fiat en Turín, Milán y Roma.

En Bélgica, el 29 de octubre recorrieron Bruselas 60 000 manifestantes convocados por la FTGB sindicato socialista. El 15 de noviembre se organizan huelgas rotativas en los transportes públicos. El 26 noviembre, calificado de «viernes rojo» por la prensa burguesa, la huelga general contra el plan global del primer ministro ha sido la huelga más importante desde 1936, convocada por los dos grandes sindicatos, la FTGB y el cristiano la CSC, que paralizó el país entero.

En Francia, en octubre, fue la huelga del personal de tierra de la compañía Air France y después toda una serie de manifestaciones y huelgas localizadas sobre todo en los transportes públicos, el 26 de noviembre. En Gran Bretaña se pusieron en huelga 250 000 funcionarios el 5 de noviembre. En España, el 17 de noviembre tuvo lugar una manifestación de metalúrgicos en Barcelona contra el plan de despidos en las fábricas SEAT. El 25 de noviembre se organiza una gran jornada de manifestaciones sindicales en todo el país contra el «pacto social» del gobierno, la baja de salarios, de las pensiones, de los subsidios de desempleo, en la cual participan decenas de miles de personas en Madrid, Barcelona y en todo el país.

El blackout o la censura por omisión

En cada país la propaganda mediática de prensa, radio y televisión lo hace todo por ocultar los acontecimientos que interesan a la clase obrera. Y lo hacen de manera que los acontecimientos que ocurren en otros países no sean casi nunca tratados. Si algunos periódicos hacen mención breve de huelgas y manifestaciones, la llamada prensa «popular» y la televisión ejercen el oportuno blackout. Por ejemplo, casi nada se ha mencionado de las huelgas y manifestaciones ocurridas en Alemania en los media de otros países. Y cuando la realidad de la «agitación social» no puede ser ocultada, cuando se trata de acontecimientos nacionales, cuando se trata de maniobras de la burguesía que le sirven en su propaganda o cuando la importancia de lo ocurrido se impone a la «información», ésta se presenta como algo específico a esta o aquella empresa, como algo «típico» de tal o cual sector, como algo propio de tal o cual país. Son siempre las reivindicaciones más corporativistas y nacionalistas de los sindicatos las que se mencionan. O, también, hacen llenar las pantallas con algaradas espectaculares y estériles, con enfrentamientos minoritarios con las fuerzas del orden como los de Francia cuando el conflicto de Air France o en Bélgica cuando el «Viernes rojo».

Y sin embargo, detrás de la ocultación o de la deformación de la realidad, es la misma situación la que fundamentalmente prevalece en todos los países desarrollados, especialmente en Europa occidental y que es la base de la reanudación de las luchas de la clase. La multiplicación de las huelgas y las manifestaciones es ya de por sí la señal de la reanudación de la combatividad obrera, del descontento creciente contra la baja del nivel de vida que se extiende cada día más a todas las capas de la población, y contra el desempleo masivo.

Ese desarrollo de la lucha de clases no es más que un principio. Y se enfrenta a las dificultades propias del período histórico actual.

Las dificultades de la clase obrera frente a la estrategia sindical y política

La clase obrera está volviendo a luchar tras un período de reflujo de los combates obreros, un período que ha durado casi cuatro años.

La mentira estalinismo igual a comunismo sigue pesando

El proletariado quedó primero desorientado por las campañas ideológicas sobre el «fin del comunismo» y «el fin de la lucha de clases», campañas machacadas hasta la saciedad desde la caída del muro de Berlín en 1989. Esas campañas han presentado la muerte del estalinismo como «fin del comunismo», atacando directamente la conciencia latente en la clase obrera sobre la necesidad y la necesidad de luchar por otra sociedad. Usando y abusando de la mayor mentira del siglo, identificando la forma estaliniana de capitalismo de Estado al comunismo, la propaganda de la burguesía ha desorientado a la clase obrera. En su gran mayoría, ésta ha percibido el hundimiento del estalinismo como la imposibilidad de instaurar otro sistema diferente del capitalismo. En lugar de esclarecer la conciencia de clase sobre la naturaleza capitalista del estalinismo, el final de éste ha permitido en cierto modo dar mayor credibilidad a la mentira de la naturaleza «socialista» de la URSS y de los países del Este. Un profundo reflujo en la conciencia de la clase obrera, que se estaba liberando lentamente del peso de esa mentira, gracias a sus luchas desde finales de los años 60, ha vuelto a producirse desde la caída del muro, lo cual explica el más bajo nivel de huelgas y manifestaciones obreras nunca visto en Europa del Oeste desde la II Guerra mundial.

Sigue perdurando la confusión que desde hace tantas décadas ha reinado en la clase obrera sobre su propia perspectiva, el comunismo, mentirosamente asimilado a la contrarrevolución capitalista del bestial estalinismo. Y sigue siendo propalada por la propaganda tanto por las fracciones de la burguesía que denuncian el «comunismo» para ponderar los méritos de la «democracia» liberal o socialista como por las fracciones que defienden las «conquistas socialistas» de la barbarie estalinista, los partidos «comunistas» y las organizaciones trotskistas[2].

Todas las ocasiones son buenas para alimentar la confusión. Cuando los enfrentamientos en Moscú de octubre de 1993 entre el gobierno de Yeltsin y los «rebeldes del Parlamento», la propaganda no cesó de presentar a los diputados «conservadores» como «los verdaderos comunistas» (insistiendo que naturalmente sólo pueden entenderse con los fascistas), volviendo una y otra vez a hacer más espeso el humo ideológico sobre el «comunismo», utilizando esta vez el cadáver del estalinismo para una vez más bombardear su mensaje contra la clase obrera. Los llamados partidos comunistas y las organizaciones trotskistas, por su parte, tras la desilusión que están provocando los estragos de la crisis en la ex URSS y en los ex países «socialistas», están volviendo a levantar la voz defendiendo lo buenas que eran las «conquistas socialistas»[3]...antes del «retorno del capitalismo».

La mentira que es asimilar el estalinismo al comunismo, que oculta la verdadera perspectiva del comunismo, va a seguir siendo alimentada por la burguesía. Sólo podrá la clase obrera superar ese obstáculo a su toma de conciencia cuando sea capaz de poner al desnudo, en la práctica de sus luchas, el papel contrarrevolucionario y capitalista del estalinismo y de sus epígonos «desestalinizados» que pululan por los sindicatos, organizaciones de la izquierda del capital.

El peso del sindicalismo

Las promesas de un «nuevo orden mundial» que iba a abrir una «nueva era de paz y de prosperidad» bajo la dirección del capitalismo «democrático» también han contribuido al reflujo de la lucha de la clase, de la capacidad de la clase obrera para responder a los ataques contra sus condiciones de existencia.

La guerra del Golfo en 1991 echó por los suelos las «promesas de paz», siendo un factor de esclarecimiento de las conciencias sobre la naturaleza de esa «paz» según el capitalismo «triunfante», pero a la vez generó un sentimiento de impotencia que aniquilaba la combatividad obrera.

Hoy, la crisis económica y la generalización de los ataques a las condiciones de vida que acompañan a esa crisis, empuja al proletariado a emerger lentamente de la pasividad que ha imperado en sus filas. El auge de la combatividad significa que esas promesas de «prosperidad» no se las cree nadie. Los hechos están ahí. El capitalismo no puede ofrecer más que miseria. Los sacrificios aceptados no son sino el preámbulo a más sacrificios. La economía capitalista está enferma, y son los trabajadores quienes pagan.

La reanudación actual de la lucha de clases está, pues, marcada por dos aspectos a la vez; por un lado, la confusión persistente en la clase obrera sobre la perspectiva general de sus luchas, a escala histórica, la perspectiva del comunismo de que es portadora y, por otro lado, la conciencia de la necesidad de luchar contra el capitalismo.

Por eso, la característica principal de esta reanudación es el control por parte de los sindicatos de las luchas actuales, la práctica ausencia de iniciativas autónomas por parte de los obreros, el débil rechazo del sindicalismo. Si no se desarrolla en la conciencia, aunque sea de modo difuso, la posibilidad de echar abajo el capitalismo, la combatividad se agota en sí misma. Si queda limitada a reivindicar en el marco impuesto por el capitalismo, la combatividad se encierra en el terreno propio del sindicalismo. Por eso, hoy, los sindicatos están logrando arrastrar a los obreros fuera de su terreno de clase:
– formulando reivindicaciones en un marco corporativista, en el de la defensa de la economía nacional, en detrimento de las reivindicaciones comunes a todos los obreros;
– «organizando» «acciones» que sólo sirven a desahogar el descontento, haciendo creer a la clase obrera que es la única manera de luchar por sus reivindicaciones, cuando en realidad es llevada a atolladeros, enrolada en acciones aisladas, y eso cuando no la pasean en procesiones inofensivas para el Estado.

Una burguesía que se prepara al enfrentamiento...

Salvo raras excepciones, como cuando el inicio del movimiento de los mineros del Ruhr en Alemania, en septiembre, todos los movimientos que se han desarrollado han sido encuadrados y «organizados» por los sindicatos. Sin olvidar alguna que otra acción llevada a cabo por el sindicalismo de base, más radical, desarrollada bajo la mirada condescendiente de las grandes centrales, cuando no han sido éstas las que han organizado su propia «crítica»[4] mediante ciertas formas de sindicalismo radical. Toda esta capacidad de maniobra de esos órganos de encuadramiento del capital en el seno de la clase obrera ha sido posible gracias, primero, al bajo nivel de conciencia en la clase obrera sobre la función que desempeñan los sindicatos en el sabotaje de las luchas y, segundo, a la estrategia que lleva preparando la burguesía sobre las «consecuencias sociales de la austeri­dad», o sea y dicho claramente del peligro de la lucha de clases.

Pues mientras que el proletariado tiene dificultades para reconocerse como clase, para tomar conciencia de su ser, la burguesía no tiene, en cambio, dificultad alguna para ver el peligro que representan las luchas obreras, las huelgas, las manifestaciones. La clase dominante conoce, por experiencia, el peligro de la lucha de la clase para el capitalismo, a lo largo de toda su historia y especialmente durante las oleadas de luchas que ha tenido que encuadrar, contener y enfrentar a lo largo de estos veinticinco últimos años[5]. Con las medidas especialmente drásticas que va a tener que tomar en medio de la tormenta económica actual, la burguesía lo hace todo por planificar sus ataques, incluso prever las reacciones de hastío y cólera, y la combatividad que necesariamente van a provocar.

No es pues de extrañar que, del mismo modo que la burguesía escogió el momento en que se desataron las luchas obreras en la Italia de septiembre de 1992 para así desahogar prematuramente al proletariado de ese país, evitándose así contagios en otros países europeos[6], la mayoría de los movimientos actuales dependen de un modo u otro de un calendario sindical. Por un lado las «jornadas de acción», por otro la tabarra con los «ejemplos», como el de Air France o el «Viernes rojo» en Bélgica, todo ello programado en gran medida por el aparato político y sindical de la clase dominante, para «soltar presión» en la clase obrera. Y eso, además, en acuerdo con los «socios» de los demás países.

Con el mazazo de medidas antiobreras, en un contexto de desorientación política e ideológica, el peso de las ilusiones sindicalistas y el cuidado que la burguesía pone en su estrategia, explican por qué la combatividad no ha hecho retroceder en ningún sitio a los ataques antiobreros. Y además, el proletariado está también soportando la presión de la descomposición social. El ambiente de individualismo obtuso que se respira va en contra de la necesidad de desarrollar la lucha colectiva y la solidaridad, favoreciendo las maniobras de división del sindicalismo. La burguesía utiliza su propia descomposición para volver sus efectos contra la toma de conciencia del proletariado.

... y utiliza la descomposición

La descomposición que está gangrenando la sociedad burguesa, en la que impera la mentira y el sucio trapicheo por sacar tajada de un pastel cada vez más reducido, empuja a la clase dominante al sálvese quien pueda.

Los escándalos y los diversos casos que se han producido en el mundo político, financiero, industrial, deportivo o nobiliario, según los países, no sólo son una mascarada para periódicos sensacionalistas. Son, al fin y al cabo, el resultado de la agudización de las rivalidades en el seno de la clase dominante. Hay sin embargo algo que pone de acuerdo a todos esos altos círculos de la «sociedad» en lo que a los diferentes «casos» se refiere, y es la enorme publicidad recurrente que se hace en torno a ellos para así ocupar al máximo el campo visual de la información.

Italia, con su operación «manos limpias» se ha convertido en ejemplo de antología. De puertas afuera, la operación debe servir para moralizar y sanear la vida pública y el comportamiento de los políticos. En realidad, de lo que se trata es de un ajuste de cuentas entre diferentes fracciones de la burguesía, entre los diversos clanes del aparato político, esencialmente entre las tendencias pro-EEUU, cuyo más fiel servidor ha sido durante cuarenta años la Democracia cristiana, y las tendencias favorables a una alianza con el eje franco-alemán[7].

En otros países, como en Gran Bretaña, sacan a relucir el culebrón de la familia real. En Francia también, el escándalo Tapie y otros folletines político-mediáticos son los asuntos tratados sistemáticamente en primera plana de la «actualidad». La verdad es que a nadie le importa un rábano esas historias. Pero ése es precisamente el objetivo: cuanto menos información, mejor y, en filigrana, el mensaje de la clase dominante «la política, incluso la que nosotros hacemos, es algo asqueroso, basta con mirar las pantallas de televisión»; eso si por casualidad se les ocurriera a los obreros ocuparse ellos mismos de política.

Las campañas «humanitarias», para «dar cobijo al extranjero» en Alemania, o «acoger a un niño de Sarajevo» en Gran Bretaña, o la insistencia en torno a los asesinatos cometidos por niños en Gran Bretaña o en Francia, son también ilustraciones de cómo utiliza la descomposición la ideología dominante para así mantener un sentimiento de impotencia y de miedo, desviar la atención de los verdaderos problemas económicos, políticos y sociales.

Lo mismo ocurre con el uso sistemático de las imágenes de guerra, como en Oriente Próximo o en la ex Yugoslavia, en donde los intereses imperialistas son ocultados, imágenes que hacen surgir un difuso sentimiento de culpabilidad, que inducen a aceptar las condiciones de explotación en los países en «paz».

Las perspectivas de la lucha de clases

Todas las dificultades de la lucha de clases no significan ni mucho menos que los combates estén perdidos de antemano y que de ellos nada se pueda sacar. Muy al contrario, el despliegue de la estrategia concertada de la burguesía internacional contra la clase obrera, aunque sea un obstáculo para el despliegue de las luchas, también es el signo de una tendencia real a la movilización y a la combatividad, como también una tendencia a la reflexión sobre lo que hoy está en juego.

Es más «por defecto» que por adhesión si los obreros se entregan a los sindicatos. Y esto no tiene nada que ver con lo que ocurría en los años 30, cuando miles de obreros se afiliaban entusiastas a esas organizaciones de encuadramiento al servicio del capital, lo cual no era sino el resultado de la derrota histórica de la clase obrera. También es más «por defecto» que por adhesión a la política de la burguesía si el proletariado tiene tendencia todavía a seguir a los partidos de la izquierda del capital que se pretenden «obreros», contrariamente a los años 30 cuando la adhesión entusiasta a los frentes populares (que era la otra vertiente a la sumisión al nacionalsocialismo o al estalinismo).

La descomposición y su uso por la burguesía vienen a completar las manio­bras sindicales en el terreno social (las de los sindicatos oficiales o las de sus apéndices «de base») para poner barreras a la combatividad y entorpecer la toma de conciencia de la clase obrera. Pero la crisis económica y los ataques a las condiciones de vida son un fuerte antídoto contra todas esas maniobras. Y en ese terreno ha empezado a responder la clase obrera. Estamos en los inicios de un largo período de luchas. La repetición de las derrotas sobre las reivindicaciones económicas, por muy dolorosa que sea, también es portadora de reflexión profunda sobre los medios y los fines de la lucha. La movilización obrera lleva en sí esa reflexión. La burguesía no se equivoca: de repente, una «crítica del capitalismo» hecha por... el Papa, es publicada con todo lujo de detalles, y vuelven a aparecer intelectuales que publican artículos en «defensa del marxismo» y demás. El objetivo de ese tipo de iniciativas es hacer frente al peligro que representaría la reflexión en la clase obrera y por la clase obrera.

A pesar de las dificultades, las condiciones históricas actuales señalan un camino que va hacia enfrentamientos de clase entre proletariado y burguesía. La reanudación de la combatividad de aquél es hoy el primer paso en ese camino.

Les incumbe a las organizaciones revolucionarias participar activamente en la reflexión y en el desarrollo de la acción de la clase obrera. En las luchas deberán denunciar sin descanso la estrategia de división y de dispersión, rechazar las reivindicaciones corporativistas, gremiales, sectoriales y nacionalistas, oponerse a los métodos de «lucha» de los sindicatos, que no son sino maniobras para «mojar la pólvora». Deben defender la perspectiva de una lucha general de la clase obrera, la perspectiva del comunismo. Deberán recordar las experiencias de las luchas pasadas, recordar que la clase obrera deberá aprender a controlar con sus propias fuerzas sus luchas, mediante sus asambleas generales, con sus delegados elegidos y revocables por esas mismas asambleas. Deberán defender cada vez que sea posible, la extensión de las luchas por encima de las barreras sectoriales. Deberán impulsar y animar círculos de discusión y comités de lucha en los que todos los trabajadores puedan discutir del porvenir, de los objetivos y de los medios de la lucha de la clase, desarrollar su comprensión de la relación de fuerzas entre proletarios y burguesía, de la naturaleza del combate que abre la perspectiva hacia enfrentamientos de clase de gran amplitud en los años venideros.

OF
12 de diciembre de 1993

 

[1] Ver Revista internacional nº 75.

[2] En cuanto al anarquismo, que presenta al estalinismo como resultado del «marxismo», ya ha dado muestras, a pesar de su «radicalismo», que se ha unido a la burguesía. En su variante anarco-sindicalista, como sindicalismo que es, está unido al Estado burgués. En su variante política, es la expresión de la pequeña burguesía.

[3] En Francia, el grupo trotskista Lutte ouvrière ha llevado a cabo una gran campaña de carteles por toda Francia para denunciar el «retorno al capitalismo» en la ex URSS y llamar a la defensa de las pretendidas «conquistas».

[4] Tanto la manifestación en Italia convocada por las «coordinadoras» como las barricadas en las pistas de los aeropuertos de París durante la huelga de Air France.

[5] Tanto más porque quienes dirigen el Estado hoy pertenecen a la generación que tenía 20 años en 1968. Es una generación muy experta en lo «social». Puede ponerse como ejemplo que, en Francia, Mitterrand está rodeado de antiguos «izquierdistas» de Mayo del 68, y que el primer gran servicio que Chirac prestó a su clase fue el haber organizado, en pleno Mayo 68, reuniones secretas entre el gobierno de Pompidou y la CGT para preparar los acuerdos que iban a enterrar el movimiento.

[6] Sobre las luchas en Italia 1992, ver Revista internacional nos 71 y 72.

[7] Sobre Italia, ver Revista internacional nº 73.

Noticias y actualidad: 

  • Lucha de clases [1]

«Reactivación» económica, acuerdos del GATT - Las mentiras de una solución capitalista a la crisis

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«Reactivación» económica, acuerdos del GATT

Las mentiras de una solución capitalista a la crisis

Desde principios de los 90, la economía mundial se ha ido hundiendo en la recesión. La multiplicación de despidos, el incremento vertiginoso del desempleo que está alcanzando cotas desconocidas desde los años 30, el incremento del empleo precario para quienes tienen la suerte de tenerlo, el descenso general de un nivel de vida amputado por planes de austeridad a repetición, un empobrecimiento creciente que se concreta en la marginalización brutal de una parte cada día más importante de una población que se encuentra de repente sin ingresos ni domicilio siquiera. Esos son los latigazos que está recibiendo la clase trabajadora en las grandes metrópolis desarrolladas. Los explotados están hoy ante el ataque más duro que se haya organizado contra sus condiciones de vida. Más allá de las oscuras estadísticas, de las cifras abstractas, la realidad está demostrando de una manera patéticamente concreta la verdad de la crisis económica del sistema capitalista como un todo. Es algo hoy tan evidente que a ningún economista se le pasa por la cabeza negarlo. Y, sin embargo, los turiferarios del capitalismo no cesan de anunciarnos que la reactivación de la economía está ahí al cabo de la calle... para el año que viene... bueno... quizás un poco más tarde..., pero ya viene llegando. Hasta ahora todas sus esperanzas han quedado en decepción. Pero eso no ha impedido que en este fin de año de 1993, una vez más, más fuerte que nunca quizás, los medios de comunicación hayan vuelto a entonar en todas las lenguas y en todos los tonos, a bombo, platillo y zambomba, el villancico de la «reactivación» anunciada.

EN qué se basa ese nuevo optimismo?. Esencialmente en que estamos asistiendo, en EEUU, tras varios años de recesión, a un retorno de las tasas de crecimiento positivas del Producto Nacional Bruto (PNB). ¿Serán significativas esas cifras, anunciarán el retorno de mañanas primaverales para el capitalismo?. Ni mucho menos. Creérselo sería la peor de las ilusiones para la clase obrera.

El nivel ensordecedor que ha alcanzado hoy la tabarra mediática sobre el final de la recesión lo que sí expresa, al contrario, es la necesidad de la clase dominante de contrarrestar el sentimiento que cada día se arraiga más en el proletariado, enfrentado a la realidad de unas dificultades cotidianas que se han ido agravando sin cesar desde hace cantidad de años, el sentimiento de que frente a la crisis de su sistema, los gestores del capital no tienen respuestas adecuadas, que no tienen solución.

Desde hace años y años han variado los temas y los discursos ideológicos de la clase dominante, desde el «menos Estado» de Reagan o Thatcher hasta la revalorización del papel social y regulador del Estado al modo de Clinton, la izquierda ha sustituido a la derecha o a la inversa, la realidad, en cambio, ha seguido avanzando en el mismo sentido, o sea, la profundización constante de la crisis mundial y la degradación generalizada de las condiciones de vida de los explotados. Se han probado constantemente nuevas recetas de sabor amargo. Se han abierto constantemente nuevas esperanzas para «mañana». Todo en vano.

En estos últimos meses, la propaganda capitalista ha encontrado un nuevo tema embaucador: las negociaciones del GATT. Sería el proteccionismo el que estaría ahogando la reactivación económica. De modo que la apertura de los mercados, el respeto de las reglas de libre competencia serían la panacea que va a permitir que la economía mundial salga del pantano en que está enfangada. Estados Unidos es el portador de esa pancarta. Eso, sin embargo, no es más que baratija ideológica, cortina de humo con la que difícilmente se logra ocultar la pelea feroz entre las principales potencias económicas del mundo por guardarse su parte de un mercado mundial que se encoge. Con el pretexto de las negociaciones del GATT, cada fracción de la burguesía intenta movilizar a los obreros tras las banderas de la defensa de la economía nacional. Los acuerdos del GATT no son más que un momento de la guerra comercial que se está agudizando en el mercado mundial y la clase obrera nada tiene que esperar de esas guerras. El resultado de las negociaciones no cambiará nada en la dinámica de competencia desenfrenada, en aumento desde hace años, que se plasma en despidos masivos y drásticos planes sociales para restablecer la competitividad de las empresas y equilibrar las cuentas. Quien seguirá pagando los platos rotos será la clase obrera. En el futuro, los responsables capitalistas tendrán, a todo lo más, un nuevo argumento para justificar los despidos, los recortes salariales, para imponer más miseria: «el GATT tiene la culpa», del mismo modo que ya se dice en algunos sitios «la culpa es de Bruselas» o del TLC[1]. Todos esos falsos argumentos sólo tienen una razón de ser: ocultar la realidad de que toda esta miseria que se está desplegando es resultado y producto de un sistema económico, el capitalismo, enmarañado en sus contradicciones insolubles.

Una recesión sin fin

Al menor temblor de los índices de crecimiento, los dirigentes del capitalismo se ponen a brincar de entusiasmo por el nuevo signo de la recuperación, justificando así la política de austeridad que ellos han impuesto. Eso es lo que ha ocurrido recientemente en Francia y Alemania, por ejemplo. Y sin embargo, las cifras del crecimiento de estos últimos meses para las principales potencias económicas muestran que nada justifica semejantes aspavientos.

Por ejemplo, para la Unión Europea (ex CEE) en su conjunto, el «crecimiento» era todavía de un raquítico + 1 % en 1992 antes de que cayera a – 0,6 % en 1993. En esos dos años pasó de + 1,6 % a – 2,2 % en Alemania (sin Alemania oriental), de + 1,4 % a – 0,9 % en Francia, de + 0,9 % a – 0,3 % para Italia. Todos los países de la U.E. han visto hundirse su PIB, salvo una excepción, Gran Bretaña, cuyo PIB subió durante el mismo período de – 0,5 % a 1,9 %. Hemos de volver sobre este caso[2].

Por detrás del necesario optimismo de fachada que lucen los políticos cuando anuncian la reactivación para 1994, hay diferentes institutos especializados en coyuntura, de audiencia más discreta pues trabajan para los «ejecutivos» económicos públicos o privados, que son mucho más cautos. El Nomura Research Institute, por ejemplo, tras haber estimado el retroceso del PIB de Japón para el año fiscal de abril 93 a abril 94 en – 1,1 %, prevé un nuevo retroceso de – 0,4 % para el período siguiente, o sea hasta abril de 1995. En su informe ese Instituto de Investigación Nomura precisa incluso que: «La recesión actual podría ser la peor desde los años 30», añadiendo «Hay que hacer constar que Japón está pasando de una verdadera recesión a una deflación (...) como es debido». Tras un descenso del PIB estimado en – 0,5 % en 1993[3], la segunda potencia económica del planeta no ve ninguna reactivación perfilarse a lo lejos.

El clima parece ser muy diferente en Estados Unidos. Con un crecimiento del PIB estimado en 2,8 % en 1993[4], EEUU junto con Gran Bretaña y Canadá, parecen ser hoy una excepción entre las grandes potencias. Esos países, que han alardeado siempre de ser el símbolo mismo del capitalismo liberal, del que se han hecho los adalides en el campo ideológico, encuentran ahora también una ocasión para izar bien alta la orgullosa bandera del capitalismo triunfante. En el ambiente de pesimismo que impera, EEUU pretende ser la vanguardia de la fe en las virtudes del capitalismo y de su capacidad para superar todas las crisis que atraviese, encarnación del modelo sin igual de la «democracia», ideal insuperable, punto culminante e inigualable que la humanidad pueda alcanzar. Por desgracia para los cantores del capitalismo eterno, esa melopeya ideológica repetida y repetida hasta la náusea nada tiene que ver con la realidad que se vive en el mundo entero, incluido Estados Unidos. Esos discursos están destinados a entorpecer la toma de conciencia de la clase obrera, alimentando vanas esperanzas, sirviendo de espinazo ideológico a los intereses imperialistas estadounidenses frente a sus rivales europeos y japonés. La tan traída y llevada comedia en torno al GATT es buen testimonio de ello.

El mito del descenso del desempleo en Estados Unidos

Para asentar su propaganda sobre la «reanudación», los Estados Unidos se apoyan en un indicador que tiene un eco mucho más importante para la clase obrera que el tan abstracto del crecimiento del PIB: la tasa de desempleo. En esto también, EEUU y Canadá parecen ser una excepción. Entre los países desarrollados, son los únicos que podrían pretender haber obtenido una disminución del número de desempleados, mientras que por todas partes se incrementa a gran velocidad.

Progresión del desempleo
Tasa de desempleo (en %)[5]

                         1992      1993

EEUU                    7,4                6,8

Canadá                11,3                11,2

Japón                    2,2                2,5

Alemania                7,7                8,9

Francia                10,4                11,7

Italia                   10,4                10,3

GB                      10                   10,3

Unión Europea       10,3                11,3

Total OCDE              7,8                   8,2

¿Será en EEUU la situación de los trabajadores tan diferente a la de los demás países desarrollados? No pasa un día sin que una de las grandes empresas punteras de la economía mundial anuncie nuevos paquetes de despidos. No vamos aquí a repetir la siniestra letanía de despidos de los últimos meses. Por todas las partes del mundo la situación es la misma y Estados Unidos no es una excepción. En este país se suprimieron 550 000 empleos en 1991, 400 000 en 1992 y 600 000 en 1993. Entre 1987 y 1992, las empresas de más de 500 empleados han «aligerado» sus plantillas en 2,3 millones de trabajadores. No son las grandes empresas las que han creado empleo en EEUU, sino las pequeñas. Así, durante el período citado, las empresas de menos de 20 asalariados han incrementado sus plantillas un 12 %, las de 20 a 100 asalariados, 4,6 %[6]. ¿Qué significa eso para la clase obrera? Pues sencillamente que se han destruido millones de empleos estables y bien remunerados y que los nuevos empleos son precarios, inestables y muy mal remunerados la mayoría de las veces. Detrás de las cifras triunfalistas sobre el empleo de la administración norteamericana lo que se oculta es la brutalidad del ataque contra las condiciones de vida de la clase obrera. Una situación así es posible por la sencilla razón de que en EEUU, en nombre del «liberalismo» y de la sacrosanta ley del mercado, no existe prácticamente ningún reglamento en el mercado del trabajo, contrariamente a la situación europea.

A ese «modelo» miran con envidia los dirigentes europeos y japonés, con ganas de acelerar el desmantelamiento de lo que ellos llaman las «rigideces» del mercado de trabajo, o sea, de todo el sistema de «protección social» instaurado desde hace décadas, que, según los países, se concreta en un sueldo mínimo, en la seguridad de no ser despedido en ciertos sectores (función pública en Europa y grandes empresas en Japón), en reglamentos precisos sobre los despidos, en sistemas de subsidios de desempleo, etc. De hecho, por detrás de la consigna, que se está generalizando hoy en todos los países industrializados, de buscar una mayor «movilidad» de los trabajadores, de una «flexibilización» del mercado de empleo, lo que se está perfilando es uno de los mayores ataques nunca antes entablado contra las condiciones de vida de la clase obrera. Ése es el modelo propuesto por los Estados Unidos. Detrás de las apariencias de las cifras, la disminución del paro en EEUU no es por sí misma una buena noticia. Corresponde en realidad a una profunda degradación de las condiciones de vida de los proletarios.

Y lo que es cierto en las cifras del desempleo también lo es en las del crecimiento. Tienen una relación muy lejana con la realidad. El retorno a la prosperidad es un sueño definitivamente acabado para una economía capitalista en crisis abierta desde hace 25 años. Un solo ejemplo permite relativizar las proclamas eufóricas del capitalismo norteamericano: durante los años 80, bajo la presidencia de Reagan, cuántas veces se nos dijo y repitió que la «reactivación» había hecho pasar a la historia definitivamente la amenaza de la crisis del capitalismo. Al fin y al cabo, la historia se ha vengado y la recesión con la que se inició esta década ha hecho olvidar aquellas fanfarronadas. De hecho, los años 80 fueron plenamente años de crisis y la «reactivación» no fue sino una recesión larvada durante la cual, lejos de los discursos ideológicos, las condiciones de vida de la clase obrera se degradaron continuamente. La situación actual es todavía peor. Lo menos que pueda decirse es que la «reactivación» en EEUU es renqueante y apenas significativa. Es más producto de una propaganda con la que intentar tranquilizar a la gente que la realidad.

La huida ciega en el crédito

En medio de las fiebres de los debates sobre el GATT, se publicó esta cifra en la prensa: EEUU, la Unión Europea, Japón y Canadá representan el 80 % de las exportaciones mundiales. Esto da una idea del peso de esos países en el mercado mundial. Pero sobre todo muestra que la economía del planeta se basa en tres pilares: América del Norte, Europa occidental y Japón. Y dos de esos pilares, que representan el 60 % de la producción total de esos países, siguen hundidos en la recesión. Por mucho que alardee el gobierno de Clinton, el cual es, en ese plano, la perfecta continuidad de los de Reagan y Bush, la reactivación económica mundial no está al cabo de la calle ni mucho menos. ¿Qué significa pues la «reactivación» norteamericana? EEUU, Canadá y el Reino Unido, los primeros que oficialmente se hundieron en la recesión, ¿serán los primeros en salir de ella?, y las estadísticas que anuncian ¿serán el signo precursor de una reactivación general de la economía mundial?

Miremos más de cerca esa «reactivación» norteamericana. ¿Habrá hecho desaparecer Clinton a golpes de varita mágica todos los males que están minando la economía estadounidense? Falta de competitividad en la exportación y, por consiguiente, abismal déficit comercial; altísimos déficits presupuestarios que se plasman en un endeudamiento aplastante del Estado; deuda generalizada que ha alcanzado tales cotas que el problema de su reembolso y de la solvencia de la economía estadounidense son una amenaza para el edificio financiero internacional: ¿habrán acabado Clinton y su gobierno con esos problemas? Ni mucho menos. Ninguno de esos problemas ha desaparecido. Es más bien lo contrario lo que ha ocurrido. Las cosas se han agravado en todos esos aspectos de la situación.

El déficit anual de la balanza comercial de EEUU, que en 1987 alcanzó su nivel récord de 159 000 millones de dólares, se redujeron un poco llegando a «sólo» 73 800 millones de $ en 1991. Pero desde entonces no ha cesado de aumentar. Para 1993 se estima en 131 000 000 de $[7]. El déficit presupuestario se estima para 1993 entre 260 y 280 mil millones de $. O sea que Clinton, de novedades nada, sigue la misma línea que sus antecesores, o sea la de la huida ciega en el endeudamiento. Los problemas se van dejando para mañana y su agravación real queda oculta. La baja de tipos de interés ha llegado hasta el punto de que hoy el Banco federal está prestando a un 3 %, o sea lo equivalente de la inflación oficial (y por tanto inferior a la real). El objetivo de esa baja no es otro que el de permitir a las empresas, a los particulares y al Estado, aliviarse un poco del peso de la deuda y proporcionar a una economía renqueante un mercado interior mantenido artificialmente mediante un crédito en fin de cuentas gratuito. Un ejemplo: tras dos años de casi estancamiento, el consumo de las familias ha vuelto a incrementarse desde hace algunos meses, dando un salto de 4,4 % en el tercer trimestre de 1993. La razón esencial es que los particulares han podido renegociar todos sus préstamos hipotecarios a una tasa de 6,5 % en lugar de 9,5 %, 10 % e incluso más, lo cual ha hecho aumentar la renta disponible y volver al placer de vivir a crédito. Y ha sido así cómo los créditos al consumo han dado un salto en ritmo anual de 9,7 % en septiembre, de 12,7 % en octubre ([8]). La confianza nuevamente encontrada de la economía de EEUU es ante todo una nueva huida ciega en el crédito.

Estados Unidos no es desde luego el único país en donde se recurre masivamente al crédito y a la huida por la vía del endeudamiento. Es una situación general.

Evolución de la deuda pública neta
en % del PIB nominal[9]

                               1991      1992               1993

EEUU                   34,7                38               39,9

Alemania              23,2                24,4             27,8

Francia                27,1                30,1             35,2

Italia                 101,2                105,3           111,6

Reino Unido           30,2                35,8             42,6

Canadá                49,2                54,7             57,8

Exceptuando a Japón, país que ha echado mano de sus ahorros para mantener a flote su economía y está ya en su quinto plan de reactivación sin grandes resultados, todos los países recurren a la droga del crédito para evitar una recesión más dramática. Y aunque el endeudamiento del Estado norteamericano no sea de los más exagerados según la OCDE, Estados Unidos ha sido el país que ha recurrido más masivamente al crédito, y en todos los planos de su actividad económica, Estado, empresas y particulares. Así, según otras fuentes, el endeudamiento bruto del Estado es de 130 % del PNB, el de las empresas y los particulares de 170 %. La importancia de la deuda global de EEUU, más de 12 billones (12 millones de millones) de dólares pero podría ser mayor según ciertas fuentes, es un pesado lastre en la situación económica mundial. Esta situación significa que, al cabo, la dinámica de la reanudación anunciada podrá engañar durante algún tiempo y encontrar provisionalmente una confirmación en otros lugares, pero su destino es la de acabar en agua de borrajas.

La contraofensiva americana

Lo que en cualquier otro país sería considerado situación catastrófica, provocando las iras del Fondo monetario internacional (FMI) es, en el caso de EEUU, permanentemente minimizado por los dirigentes del mundo entero. La «reactivación» de hoy, al igual que la de la segunda mitad de los 80, bajo Reagan, drogada por el crédito es presentada como la prueba fehaciente del dinamismo del capitalismo americano y, por extensión, del capitalismo en general. La razón de esa paradójica situación es no sólo que todas las economías del mundo dependen estrechamente del mercado norteamericano en sus exportaciones y están pues de lo más interesado en que tal mercado funcione, sino, y sobre todo que la credibilidad de EEUU no se reduce a la potencia de su economía. Estados Unidos tiene otras bazas a su disposición. Su estatuto de primera potencia imperialista mundial durante décadas, su mantenimiento a la cabeza del bloque occidental desde finales de la IIª Guerra mundial hasta la caída del bloque del Este le han permitido organizar el mercado mundial en función de sus necesidades. Un ejemplo entre otros de esa situación: el dólar es la moneda reina del mercado mundial, con ella se efectúan las tres cuartas partes de los intercambios internacionales.

Cierto es que hoy el bloque occidental se ha descompuesto al haber desaparecido la argamasa que lo mantenía, o sea, la amenaza del «oso» ruso. También es cierto que como consecuencia de eso los principales competidores económicos de Estados Unidos, Europa y Japón, que antes se sometían a la disciplina del bloque incluido el aspecto económico, intentan ahora ir por cuenta propia. Pero eso no quita que la organización actual del mercado mundial es herencia del período reciente. Y por eso, Estados Unidos va a intentar con todas sus fuerzas sacar provecho de esa realidad en una situación, como la actual, de competencia y guerra comercial al rojo vivo. El agrio forcejeo sobre las negociaciones del GATT ha sido una ilustración significativa de lo que afirmamos.

Estados Unidos lo ha dejado claro. El presidente anuncia en su programa la perspectiva de que las exportaciones anuales de EEUU pasen de 638 000 millones a un billón de dólares. O sea que EEUU cuenta con enderezar su situación económica gracias a una balanza comercial excedentaria. Ambicioso objetivo que está hoy movilizando a Estados Unidos entero y que sólo podría lograr a expensas de otras potencias económicas. Primer aspecto de esa política: reactivación de las inversiones mediante un incremento del papel del Estado que Clinton propugna. Es significativo constatar que en EEUU la formación bruta del capital fijo (la inversión) ha progresado 6,2 % en 1992 y 9,8 % en 1993, mientras que en 1993 ha bajado 2,3 % en Japón, 3,3 en Alemania, 5,5 en Francia, 7,7 en Italia y sólo ha aumentado 1,8 en Reino Unido. Estados Unidos está musculizando su economía para restaurar su competitividad y volverse a lanzar al asalto del mercado mundial. Pero en las condiciones de competencia agudizada que hoy predominan, esa política económica no sería suficiente. Un segundo aspecto se ha unido a ella: utilizar todos los recursos de la potencia estadounidense para abrir a las exportaciones made in USA todos los mercados protegidos por barreras proteccionistas. Es en ese marco en el que deben comprenderse el TLC entre los tres países norteamericanos y la conferencia que acaba de reunir en Seattle a los países del Pacífico, y también las disputas que han predominado en las negociaciones del GATT. Las segundas intenciones imperialistas no están ausentes, evidentemente, de esas negociaciones económicas. Tras la desaparición de los bloques, los Estados Unidos están obligados a reconstituir y estructurar su zona de influencia. Y del mismo modo que hacen que su economía saque provecho de su potencia imperialista, también utilizan su poder económico en provecho de sus objetivos imperialistas. Antes, los principales competidores económicos de EEUU, sujetos por la necesaria disciplina de bloque, ponían a mal tiempo buena cara y tragaban lo que hiciera falta. Así pagaban la cuenta en nombre de la solidaridad occidental. Pero hoy ya no es lo mismo.

Francia en su actitud frente a EEUU no ha estado tan aislada como la propaganda lo ha pretendido. Ha contado con el apoyo de la mayoría de los países europeos, especialmente Alemania, mientras que Japón vigilaba otorgando con su silencio. Si las negociaciones han sido tan acerbas y han tomado tal cariz de psicodrama ha sido porque, frente a las exigencias estadounidenses, Europa y Japón han defendido evidentemente sus propios intereses económicos, pero esta vez con una determinación que nunca antes habían mostrado. Pero ésa no es la única razón. Todas las grandes potencias, que son también los principales países exportadores, tienen el mayor interés en llegar a un acuerdo que limite el proteccionismo. Aunque Francia sea el 2º exportador agrícola mundial, los argumentos franceses respecto al preacuerdo de Blair House, que sólo afectaba a una parte muy pequeña de sus exportaciones, eran pretextos para la galería mediática, mientras se negociaban, discretamente y con dificultades, otros aspectos mucho más importantes en el plano económico. La dramatización de esas negociaciones tenía también de telón de fondo la rivalidad imperialista que se está fraguando con mayor intensidad cada día entre EEUU, por un lado, y, por otro lado, la alianza franco-alemana en el centro de Europa, y Japón. Francia y la mayoría de los países de Europa debían dejar patentes su diferencia, pues más allá de las negociaciones económicas se están forjando los temas ideológicos que servirán para justificar las alianzas imperialistas futuras. Es muy significativo que no se haya llegado a ningún acuerdo sobre los productos audiovisuales. La tan manida «excepción cultural» propugnada especialmente por Francia, lo que de verdad expresa es la necesidad para quienes cuestionan la dominación estadounidense de no dejar en manos de EEUU el control de un sector, el de los media, indispensable para cualquier política imperialista independiente.

El argumento según el cual el GATT va a favorecer la reactivación de la economía mundial se ha utilizado con creces. Esa afirmación se ha basado fundamentalmente en un análisis realizado por un equipo de investigadores de la OCDE, análisis que predecía que el GATT iba a permitir un crecimiento de 213 000 millones de $ de la renta anual mundial, pero que decía en letra pequeña que esas expectativas serían para... ¡el próximo siglo!. De aquí a entonces ya habrá habido un montón de esos especialistas en coyuntura que se habrán equivocado un montón de veces olvidándose así esas oportunas previsiones. Pues el verdadero significado de esos acuerdos es, primero, la agudización de la guerra comercial, una competencia que va a ir agravándose y por lo tanto, a corto plazo, una degradación de la economía mundial. No cambian en nada la dinámica de la crisis. Han sido, al contrario, un duro momento en el que se han expresado las tensiones entre las potencias principales del planeta.

Por detrás del mundo de ilusiones que intenta hoy presentarnos la clase dominante, se siguen acumulando las nubes anunciadoras de tormenta sobre la economía mundial. Crisis financiera, hundimiento continuo en la recesión, retorno de la inflación son otras tantas amenazas que se perfilan en el horizonte. Amenazas que significan para la clase obrera degradación cada día más insoportable de sus condiciones de existencia. Pero también anuncian una dificultad cada vez mayor para la clase dominante para credibilizar su sistema. La crisis determina al proletariado a luchar por la defensa de sus condiciones de vida, al mismo tiempo que le abre los ojos sobre la realidad de la mentira capitalista. A pesar de los sufrimientos que le está causando, la crisis sigue siendo el aliado principal de la clase revolucionaria.

JJ, 16/12/1993

 

[1] TLC : Tratado de Libre Cambio firmado por los países de América del Norte, Canadá, Estados Unidos y México (NAFTA, North american free trade ageement, en inglés).

[2] Fuente: Comisión Europea.

[3] Deflación: referencia a la crisis de 1929 durante la cual la caída de la producción se combinó con una baja de precios. Fuente: OCDE.

[4] Fuente: OCDE.

[5] Fuente: OCDE (excepto para Italia, la cual ha cambiado su modo de cálculo. Su referencia es la Comisión europea).

[6] Fuente: OCDE.

[7] Fuente: OCDE.

[8] Fuente: OCDE.

[9] Fuente: OCDE.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [2]

¿Cómo está organizada la burguesía? I - La mentira del Estado «democrático»

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Se desmoronó el bloque del Este y con ello se han visto automáticamente revalorizados los temas de la propaganda ideológica desencadenada por su viejo rival occidental. Durante décadas, el mundo vivió sometido a una doble mentira: la de la existencia del comunismo en el Este, identificado a la dictadura despiadada del estalinismo, opuesta a la del reino de la libertad democrática en el Oeste. De ese combate ideológico, expresión en el plano ideológico de las rivalidades imperialistas, la ilusión «democrática» ha salido vencedora. No es su primera victoria. Ya cuando las dos primeras guerras mundiales, que arrasaron el planeta en este siglo, el campo de las «democracias liberales» salió vencedor y por consiguiente, cada vez, la ideología democrática se ha fortalecido. No es ése un fenómeno casual. Los países que han pretendido representar mejor el ideal democrático son aquellos que lograron realizar los primeros la revolución democrática burguesa e instaurar el poder de estados puramente capitalistas, el Reino Unido, Francia y Estados Unidos sobre todo. Al haber llegado primeros se vieron mejor dotados en el plano económico. Y esta superioridad económica se plasmó en lo militar y en el plano de la guerra ideológica. Durante los conflictos imperialistas que arrasaron el planeta desde principios de siglo, la fuerza de las «democracias liberales» siempre ha sido la de hacer creer a los proletarios que les servían de carne de cañón, que luchando por la «democracia» no defendían los intereses de una fracción capitalista, sino un ideal de libertad frente a la barbarie de sistemas dictatoriales. Durante la Primera Guerra mundial, los proletarios franceses, ingleses y americanos eran enviados a la carnicería en nombre de la lucha contra el militarismo prusiano; durante la Segunda Guerra mundial, las dictaduras nazis y fascistas sirvieron, con su bestialidad, de justificación al militarismo democrático. Después, el combate ideológico entre los dos bloques se ha asimilado a la lucha de la «democracia» contra la dictadura «comunista». Cada vez, las democracias occidentales han pretendido haber entablado una lucha contra un sistema fundamentalmente diferente al de ellas, contra unas «dictaduras». Burda mentira.

Hoy, el modelo democrático occidental se presenta como ideal  de progreso que trascendería los sistemas económicos y las clases. Todos los ciudadanos serían «iguales» y «libres» de escoger, mediante el voto, a los representantes políticos y, por lo tanto, el sistema económico que desean. Cada uno es «libre», en «democracia» de expresar sus opiniones. Si los electores quieren socialismo e incluso comunismo no tienen más que votar por los representantes de los partidos que pretenden defender esos objetivos. El parlamento es el reflejo de la «voluntad popular». Cada ciudadano puede recurrir ante el Estado. Los «Derechos humanos son respetados» y así sucesivamente.

Esa visión idílica y crédula de la «democracia» es un mito. La «democracia» es el taparrabos ideológico que sirve para ocultar la dictadura del capital en sus áreas más desarrolladas. No hay diferencia fundamental de naturaleza entre los diferentes modelos que la propaganda capitalista opone unos a otros por las necesidades de sus campañas ideológicas de mistificación. Todos los sistemas pretendidamente diferentes por su naturaleza, que han servido de estandarte a la propaganda democrática desde principios de siglo, son expresiones de la dictadura de la burguesía, del capitalismo. La forma, la apariencia pueden variar, pero no el fondo. El totalitarismo sin afeites del nazismo o del estalinismo no son la expresión de sistemas económicos diferentes, sino el resultado del desarrollo del totalitarismo estatal, característico del capitalismo decadente, y del desarrollo universal de la tendencia al capitalismo de Estado que ha marcado el siglo XX. De hecho, la superioridad de las viejas democracias occidentales, que también han estado marcadas a lo largo de este siglo por los estigmas del totalitarismo estatal, ha sido el haber sabido ocultar ese fenómeno.

Los mitos tienen larga vida. Pero la crisis económica está ahí, la cual se agudiza día tras día poniendo al desnudo dramáticamente la realidad del capitalismo decadente, desvelando sus mentiras. Se ha agotado la ilusión de prosperidad en el Oeste presentada como algo eterno tras el hundimiento económico de lo que fue bloque del Este. La mentira democrática es de otro calibre, pues se basa en premisas menos dependientes de las fluctuaciones inmediatas. Sin embargo, los años y años de crisis han impuesto a la clase dominante un incremento en sus tensiones tanto internacionalmente como dentro de cada país. Y ha tenido por ello que poner en marcha una serie de maniobras en todos los planos de su actividad como nunca antes había necesitado. Se han multiplicado las ocasiones en que la burguesía ha demostrado el poco caso que hace del ideal democrático que pretende encarnar. En el mundo entero, los partidos políticos «responsables» de derechas como de izquierdas, los cuales han seguido, todos, la misma política de austeridad contra la clase obrera en cuanto se acercaron al poder, sufren hoy un gran desprestigio. Este desprestigio, que afecta a todo el funcionamiento del aparato de Estado, es el producto de la separación creciente entre el Estado que impone la miseria y la sociedad civil que debe sufrirla. Y esa separación se ha reforzado más todavía en los últimos años a causa de los avances de una descomposición que afecta al conjunto del mundo capitalista. Se agudizan, en todos los países las rivalidades sordas entre los diferentes clanes que pululan en el aparato de Estado. Y esas rivalidades se plasman en escándalos a repetición que ponen en evidencia la podredumbre de la clase dominante, la corrupción, la prevaricación que están gangrenando el aparato político en su conjunto. Ponen al desnudo el funcionamiento real de un Estado en el que los políticos conviven estrechamente con matones de toda calaña y representantes de todas las mafias gangsteriles y traficantes en despachos de un poder oculto, desconocidos del gran público. Poco a poco la realidad sórdida del Estado totalitario del capitalismo decadente empieza a desgarrar la pantalla de las apariencias democráticas, pero eso no significa que se esté aligerando el peso de la mentira democrática. La clase dominante sabe perfectamente utilizar su propia putrefacción para reforzar su propaganda, usando los ejemplos edificantes de sus escándalos como justificación de su lucha por la pureza democrática. Cuanto más socava la crisis las bases de la dominación burguesa y su control ideológico de los explotados, cuanto más al desnudo pone unas mentiras continuamente repetidas, tanto más determinada se vuelve la clase dominante en el uso de todos los medios a su disposición para conservar el poder. La mentira democrática se instaló con el capitalismo y sólo con él podrá desaparecer.

En el siglo XIX: una democracia burguesa para uso exclusivo de los burgueses

Si las fracciones dominantes de la burguesía mundial pueden reivindicarse de la «democracia» es porque eso corresponde a su propia historia. La burguesía hizo su revolución y derribó el feudalismo en nombre de la Democracia y de las libertades. La burguesía organizó su sistema político en correspondencia con sus necesidades económicas. Tenía que abolir la servidumbre en nombre de la libertad individual para así permitir la creación de un proletariado masivo compuesto de asalariados dispuestos a vender individualmente su fuerza de trabajo. El parlamento era el ruedo en el que los diferentes partidos, representantes de los intereses múltiples  que existen en el seno de la burguesía, los diferentes sectores del capital, se enfrentaban para decidir la composición y orientaciones del gobierno que se ocupaba del ejecutivo. El parlamento era entonces, para la clase dominante, un lugar de verdadero debate y de decisión. Ése es el modelo histórico del que se reivindican nuestros «demócratas» de hoy, la forma de organización política que tomó la dictadura del capital en su juventud, el modelo de la revolución burguesa en Inglaterra, en Francia o en Estados Unidos.

Hay que decir ya que esos modelos clásicos no eran ni mucho menos universales. Muy a menudo, esas reglas democráticas fueron conculcadas por la burguesía para que ésta pudiera llevar a cabo su revolución y acelerar así los cambios sociales necesarios para la consolidación de su sistema. Baste recordar, entro otros ejemplos, la Revolución francesa, el terror jacobino y la epopeya napoleoniana después, para comprobar el poco caso que la burguesía podía hacer ya entonces de su ideal democrático cuando las circunstancias lo imponían. La democracia burguesa era, en cierto modo, como la democracia ateniense en la cual sólo los ciudadanos podían participar en las decisiones, o sea que quedaban excluidas las mujeres, los metecos (forasteros) y los esclavos que eran evidentemente la mayoría de la población.

En el sistema democrático parlamentario instaurado por la burguesía, sólo los notables eran electores: los proletarios no tenían derecho a la palabra, ni derecho a organizarse. Se necesitarían años de luchas encarnizadas de la clase obrera para obtener el derecho de asociación, el derecho a organizarse en sindicato, para imponer el sufragio universal. El que los obreros quisieran participar activamente en la democracia burguesa para imponer reformas o apoyar a las fracciones más progresistas de la clase dominante era algo que no estaba previsto en los programas de la revolución burguesa. Cada vez que la clase obrera lograba mediante sus luchas obtener nuevos derechos democráticos, la burguesía lo hacía todo para limitar sus consecuencias. En la Italia de 1882, por ejemplo, se promulga una nueva ley electoral; uno de los amigos del jefe de gobierno de entonces, Depretis, describía así la actitud de éste: «Temía que la participación de nuevas capas sociales en la vida pública trajera lógicamente consigo cambios profundos en las instituciones estatales. Y fue así como empleó todos los medios para protegerse, para construir sólidos diques contra las temidas inundaciones»[1]. Es ése un buen resumen de la actitud de la clase dominante, de su idea de la democracia y del parlamento en el siglo XIX. Fundamentalmente, los trabajadores deben quedar excluidos de ella. No ha sido hecha para ellos, sino para las necesidades de buena gestión del capital. Ocurre que las fracciones más ilustradas de la burguesía apoyan ciertas reformas, proclamándose favorables a una mayor participación de los trabajadores en el funcionamiento de la democracia, mediante el sufragio universal o el derecho de de organización sindical, pero siempre será con la idea de un mejor control sobre la clase obrera y de evitar turbulencias sociales malas para la producción. No es casualidad si los primeros patronos que se organizan y se agrupan en comités, frente a la presión de las luchas obreras, son los de la gran industria, los cuales son también quienes están más a favor de las reformas. En la gran industria, los capitalistas, enfrentados a la fuerza masiva de los numerosos proletarios que emplean, toman mejor conciencia de la necesidad, por un lado, de controlar el potencial explosivo de la clase obrera permitiéndole una expresión parlamentaria y sindical, y, por otro lado, la necesidad de reformas (limitación de la jornada laboral, prohibición del trabajo infantil), que permiten mantener una fuerza de trabajo en mejor salud y por lo tanto más productiva.

Sin embargo, pese a que los explotados estén excluidos prácticamente de ella, la democracia parlamentaria en el siglo XIX es la realidad del funcionamiento de la burguesía. El legislativo domina el ejecutivo, el sistema parlamentario y la democracia representativa son una realidad.

En el siglo XX, un funcionamiento «democrático» vacío de su contenido

Con la entrada en el siglo XX el capitalismo conquista el mundo chocando con los límites de su expansión geográfica, límite objetivo del mercado y por lo tanto de las salidas a su producción. Las relaciones capitalistas de producción se convierten en trabas para el desarrollo de las fuerzas productivas. El capitalismo como un todo entraba en un período de crisis y de guerras de dimensión mundial.

Esos trastornos, determinantes en la vida del capital, trajeron consigo una modificación profunda del modo de existencia política de la burguesía y del funcionamiento de su aparato de Estado.

El Estado burgués es por esencia el representante de los intereses globales del capital nacional. Todo lo que concierne las dificultades económicas globales, las amenazas de crisis y los medios para salir de ella, la organización de la guerra imperialista, es asunto de Estado. Con la entrada del capitalismo en su período de decadencia el papel del Estado se vuelve preponderante pues es el único capaz de mantener un mínimo de «orden» en una sociedad capitalista desgarrada por sus contradicciones y que tiende a estallar. «El Estado es el reconocimiento de que la sociedad se enfanga en una indisoluble contradicción consigo misma» decía Engels. El desarrollo de un Estado tentacular, controlador de todos los aspectos de la vida económica, política y social es la característica fundamental del modo de organización del capital en su fase de decadencia, es la respuesta totalitaria de la sociedad capitalista a su crisis. «El capitalismo de Estado es la forma que tiende a tomar en Estado en su fase de declive»[2].

Por consiguiente, el poder en la sociedad burguesa se concentra en las manos del ejecutivo en detrimento del poder legislativo. Este fenómeno es especialmente evidente durante la Primera Guerra mundial en la que los imperativos de la guerra y el interés nacional no permiten el debate democrático en el parlamento e imponen una disciplina absoluta a todas las fracciones de la burguesía nacional. Pero después, ese estado de cosas va a mantenerse y reforzarse. El parlamento burgués acaba siendo una concha vacía sin ninguna función decisoria.

La IIIª Internacional deja constancia de esa realidad, proclamando que «el centro de gravedad de la vida política actual ha salido total y definitivamente del parlamento», y que «el parlamento no puede ser en ningún caso, en el momento actual, el escenario de una lucha por reformas y por mejorar la situación de la clase obrera, como así ocurrió en ciertos momentos de épocas pasadas». En efecto, el capitalismo en crisis ya no sólo es incapaz de acordar reformas duraderas; es que además la clase burguesa ha perdido definitivamente su papel histórico de clase del progreso económico y social y sus fracciones se vuelven reaccionarias todas por igual.

De hecho, en ese proceso, los partidos políticos de la burguesía pierden su función primera que era la de representar en la vida «democrática» burguesa que se expresaba en el parlamento, a los diferentes grupos de interés, a los diferentes sectores económicos del capital. Y se convierten en instrumentos del Estado encargados de hacer aceptar la política de éste a los diferentes sectores de la sociedad a los que se dirigen. De ser representantes de la sociedad civil en el Estado, se vuelven instrumentos del Estado para controlar la sociedad civil. La unidad del interés global del capital nacional que el Estado representa tiende a plasmarse en que, en cierto modo, los partidos políticos de la burguesía se convierten en fracciones del partido totalitario estatal. La tendencia al partido único va a concretarse claramente en los regímenes fascistas, nazis o estalinistas. Pero incluso allí donde la ficción del pluralismo se mantiene, en situaciones de crisis agudas como la de la guerra imperialista, la realidad de un partido hegemónico o la dominación de un partido único se impone de hecho. Ese fue el caso, a finales de los años 30 y durante la guerra, con Roosevelt y el partido demócrata o, en Gran Bretaña, durante la Segunda Guerra mundial con el «estado de excepción», Churchill y la creación del Gabinete de guerra. «En el contexto del capitalismo de Estado, las diferencias que separan a los partidos burgueses no son nada en comparación con lo que tienen en común. Todos parten de una premisa general según la cual los intereses del capital nacional son superiores a todos los demás. Esta premisa hace que las diferentes fracciones del capital nacional son capaces de trabajar juntas muy estrechamente sobre todo detrás de las puertas cerradas de las comisiones parlamentarias y en las más altos niveles del aparato de Estado»[3]. Los dirigentes de los partidos y los miembros del parlamento se han convertido en funcionarios del Estado.

Toda la actividad parlamentaria, el juego de los partidos, pierden su sentido desde el punto de vista de las decisiones que toma el Estado en nombre del interés superior de la nación, o sea, del capital nacional. No son más que una careta para ocultar el continuo incremento del control totalitario del Estado sobre la sociedad en su conjunto. El funciona­miento «democrático» de la clase dominante, incluso con los límites que conocía en el siglo XIX, ha dejado de existir, se ha vuelto simple mistificación, pura mentira.

El totalitarismo «democrático» contra la clase obrera

¿Por qué, entonces, mantener semejante aparato «democrático» tan costoso y delicado de manejo si ya no corresponde a las necesidades del capital? Porque la función esencial de ese aparato aparece en momentos en que la crisis permanente empuja a la clase obrera hacia luchas por la defensa de sus condiciones de vida y hacia una toma de conciencia revolucionaria. Es la función de desviar al proletariado de su terreno de clase, meterlo en una trampa y enfangarlo en el terreno «democrático». En esta tarea, el Estado va a beneficiarse del apoyo de los partidos «socialistas» después de 1914 y de los «comunistas» a partir de los años 30, los cuales, traicionando a la clase que los hizo surgir, integrándose en el aparato de control y de mistificación de la burguesía van a dar crédito a la mentira «democrática» ante la clase obrera. Mientras que en el siglo XIX el proletariado había tenido que luchar para arrancar el derecho de voto, en el XX, en las metrópolis desarrolladas, es, al contrario, la propaganda intensiva de la burguesía llevada a cabo por el Estado «democrático» para llevar al proletariado al terreno electoral. Hay países incluso, como Bélgica e Italia, en los que el voto se ha hecho obligatorio.

Igualmente, en el plano sindical, ahora que la lucha por reformas ha perdido su sentido auténtico, los sindicatos, que correspondían a la necesidad del proletariado de mejorar su situación en el marco de una sociedad capitalista, perdieron su utilidad para la lucha obrera. Pero no por eso van a desaparecer. El Estado va a apoderarse de ellos y utilizarlos para controlar mejor a la clase explotada. Van a completar el aparato de coerción «democrática» de la clase dominante.

Cabe, sin embargo, plantearse la pregunta siguiente: si el aparato de mistificación democrática es tan útil a la clase dominante, a su Estado, ¿cómo es que ese modo de control social no se ha impuesto por todas partes, en todos los países? Es interesante hacer notar a este respecto que los dos regímenes de la burguesía que han simbolizado más claramente el totalitarismo estatal en el siglo XX, los de la Alemania nazi y la URSS estalinista son los que se construyeron sobre el aplastamiento más profundo y terrible del proletariado tras el fracaso de las tentativas revolucionarias que marcaron la entrada del capitalismo en su decadencia. Frente a un proletariado profundamente debilitado por la derrota, diezmado en sus fuerzas vivas por la represión, la cuestión de su encuadramiento se plantea muy diferentemente para la burguesía. La patraña democrática en esas condiciones no tiene la menor utilidad y el capitalismo de Estado aparece sin afeites, sin careta. Además, precisamente porque desde el estricto punto de vista del funcionamiento de la máquina estatal a principios de siglo, el aparato «democrático» heredado del siglo XIX se ha vuelto superfluo, algunos sectores de la burguesía, reconociendo tal hecho, teorizan su inutilidad. El fascismo es la expresión de esa tendencia. Cabe también notar que el mantenimiento de la pesada maquinaria «democrática» no sólo resulta muy caro sino que además exige un funcionamiento económico adecuado para prestigiarla y una clase dominante lo bastante experimentada para manejarla con habilidad. Muy pocas veces están reunidos esos factores en los países subdesarrollados, y la debilidad del proletariado local no anima a la burguesía a instaurar un sistema así, de modo que las dictaduras militares son legión en el tercer mundo. En esos países la debilidad de la economía se traduce en debilidad de la burguesía local y, en esos casos, el ejército es la estructura del Estado burgués más idónea para representar el interés global del capital nacional formando así el esqueleto del aparato de Estado. Esta función también ha podido ser asumida por partidos únicos militarizados que se inspiraban en modelos estalinistas como, por ejemplo, el de China.

Las diferentes dictaduras y Estados abiertamente totalitarios cuya existencia ha marcado la historia del siglo XX no son, ni mucho menos, la expresión de no se sabe qué perversión frente a la pureza «democrática» del capitalismo. En ellos se plasma, al contrario, la tendencia general al control totalitario sobre todos los aspectos de la vida económica, social y política por parte del capitalismo de Estado. En realidad son la demostración de lo que es la realidad del capitalismo decadente y permiten comprender lo que se oculta detrás del barniz democrático con que recubre sus manipulaciones la clase dominante en los países desarrollados. No hay diferencia de naturaleza, ni siquiera una gran diferencia en el funcionamiento del Estado que se pretende «democrático», simplemente la realidad está mejor ocultada.

Cuando en Francia, en los años 30, la misma asamblea parlamentaria elegida con el Frente popular vota los plenos poderes al mariscal Pétain, no se trata de algo aberrante, sino, al contrario, de la expresión patente de lo que son las pretensiones «democráticas» del juego parlamentario en el capitalismo decadente. Del mismo modo, una vez terminada la guerra, el Estado que se instaura tras la Liberación es básicamente el continuador del que había colaborado con la Alemania nazi. La policía, la justicia, las oligarquías económicas e incluso políticas que se había distinguido por su celo colaboracionista siguieron donde estaban, si no es alguna que otra excepción que sirvió de chivo expiatorio. Y lo mismo ocurrió en Italia en donde se estima que el 90 % de los responsables del Estado siguió en sus puestos tras la caída del régimen fascista.

Por otra parte, fácil es comprobar que nuestras «democracias» no han tenido ascos en apoyar o utilizar a esta o a aquella «dictadura» cuando eso correspondía a sus necesidades estratégicas, y eso cuando no han sido ellas la que han instalado tales «dictaduras». Los ejemplos no faltan desde EEUU en Latinoamérica hasta Francia en la mayoría de sus ex colonias africanas.

La habilidad de las viejas «democracias» occidentales consiste en utilizar la barbarie y la bestialidad de las formas más caricaturescas del capitalismo de Estado para enmascarar el hecho de que ellas mismas no son una excepción a la regla absoluta del capitalismo decadente, o sea, el desarrollo del totalitarismo estatal. En realidad, únicamente los países capitalistas más desarrollados tienen los medios de mantener la credibilidad y de manejar un aparato «democrático» sofisticado de mistificación y de encuadramiento de la clase obrera. En el mundo capitalista subdesarrollado, los regímenes provistos de caretas «democráticas» son excepciones y, en general, son más el producto de un apoyo eficaz de una potencia imperialista «democrática» que la expresión de la burguesía local. Su existencia es a menudo provisional, sometida a los vaivenes de la situación internacional. Se necesita todo el poder y la experiencia de las fracciones más antiguas y más desarrolladas de la burguesía mundial para mantener la credibilidad de la gran mentira del funcionamiento democrático del Estado burgués.

En su forma más sofisticada de la dictadura del capital que la «democracia» es, el capitalismo de Estado debe afrontar el reto de hacer creer que reina la mayor libertad. Para ello, a la coerción brutal, a la represión feroz se le prefiere, cuando es posible, la manipulación suave que permite llegar al mismo resultado sin que la víctima se entere. No es tarea fácil y únicamente las fracciones más experimentadas de la burguesía mundial lo consiguen. Pero para lograrlo, el Estado debe someter estrechamente a su control al conjunto de las instituciones de la sociedad civil. Debe desplegar todo un sistema tentacular y totalitario.

El Estado «democrático» no sólo tiene organizado un sistema visible y oficial de control y vigilancia de la sociedad, sino que ha desdoblado su funcionamiento tejiendo una tela de araña de hilos ocultos que le permiten controlar los espacios de la sociedad que pretendidamente no son de su competencia. Eso es cierto para todos los sectores de la sociedad. Un ejemplo caricaturesco es la información. Uno de los grandes principios de los que alardea el Estado «democrático» es la libertad de prensa. Incluso se presenta como el garantizador de la pluralidad de la información. Es cierto que en los países «democráticos» existe una prensa abundante y a menudo multitud de canales de televisión. Pero, cuando se mira de cerca, las cosas no son tan maravillosas. Todo un sistema administrativo-jurídico permite al Estado acotar esa «libertad» y de hecho, las grandes media dependen por completo de la buena voluntad del Estado, el cual posee todos los medios jurídicos y económicos para estrangular y hacer que desaparezca tal o cual periódico. En cuanto a los grandes canales de televisión, su autorización para emitir está directamente subordinada al acuerdo del Estado. Se sabe perfectamente que por todas partes, lo esencial de los medios de «información» está en manos de un puñado de magnates que tienen su sillón reservado en las antecámaras de los ministerios. Puede incluso suponerse que si disfrutan de esa envidiable situación es porque han sido mandatados por el Estado, como agentes de influencia, para hacer ese papel. Las grandes agencias de prensa son muy a menudo emanación directa del Estado al servicio de su política. Es muy significativo que en una situación como la de la guerra del Golfo, el conjunto de la prensa «libre» se puso firmes para contar todas las patrañas de la propaganda guerrera, para filtrar las noticias y manipular la opinión al mejor servicio de «su» imperialismo. En ese momento clave no hubo prácticamente diferencias entre la idea «democrática» de la información y la tan denostada de la dictadura estalinista o de la que por su parte ejercía Sadam Huséin. Su información se identificó con la propaganda más rastrera, y los altaneros periodistas occidentales, esos centinelas de las «libertades» se cuadraron como vulgares reclutas a las órdenes, dejando, dóciles, que sus informaciones fueran verificadas por los ejércitos antes de publicarlas, sin duda por ese prurito de objetividad que los anima...

Ese gigantesco aparato estatal «democrático» tiene su justificación en los países desarrollados en la necesidad vital para la clase dominante de controlar las mayores concentraciones proletarias del planeta. Incluso si la mistificación democrática es un aspecto esencial de la propaganda imperialista de las grandes potencias occidentales, eso no quita que sea en el plano social, el del control del proletariado y de la población en general, en donde se arraiga su principal justificación. Es con esa finalidad de encuadramiento social con la que se organizan las grandes maniobras para las cuales el Estado «democrático» utiliza todos sus recursos de propaganda y manipulación. Una de las ocasiones en las que el Estado hace maniobrar con mayor plenitud a su pesado aparato «democrático» es durante las grandes ceremonias electorales a cuya comunión son periódicamente invitados los «ciudadanos». Las elecciones, ahora que han perdido todo sentido desde el punto de vista del funcionamiento del Estado totalitario, siguen siendo un arma de primera categoría para atomizar a la clase obrera en el voto individualizado, para desviar su descontento hacia un terreno estéril, prestigiando así la existencia de la «democracia». No es por casualidad si los Estados «democráticos» organizan hoy en día una lucha encarnizada contra la abstencionismo y la desafección de los partidos, pues la participación de los obreros en las elecciones es esencial para perpetuar la ilusión democrática. Y aunque la representación parlamentaria ya no tiene la menor importancia en el funcionamiento del Estado, no deja de ser algo esencial que el resultado de las elecciones esté en conformidad con las necesidades de la clase dominante para así usar mejor el juego mistificador de los partidos y evitar su desgaste prematuro. Los partidos llamados «de izquierda» especialmente, tienen la función específica de encuadrar a la clase obrera y el lugar que ocupan en cuanto a sus responsabilidades gubernamentales es determinante para desempeñar su función embaucadora y por lo tanto para encuadrar con eficacia a la clase obrera. Es evidente que en un momento en el que lo que está al orden del día, cuando la crisis se acelera, es la austeridad, la izquierda en el poder pierde gran parte de su crédito de pretendida defensora de los intereses de los obreros y está mal situada para poder encuadrar al proletariado en el terreno de las luchas. Manipular las elecciones para obtener el resultado deseado es pues enormemente importante para el Estado. Para conseguirlo, el Estado ha instaurado todo un sistema de selección de candidaturas, con sus reglas y leyes que impidan candidatos sorpresa. Pero no es ese aspecto legal lo esencial del asunto. Una prensa obediente orienta las opciones mediante un martilleo ideológico intenso. El juego sutil de alianzas entre partidos, las candidaturas manipuladas en función de las necesidades de la causa permiten, muy a menudo, obtener finalmente los resultados previstos y la mayoría gubernamental deseada. Es algo comprobado hasta la saciedad que hoy, sean cuales sean los resultados electorales, siempre será la misma política antiobrera la que se llevará a cabo. El Estado «democrático» consigue llevar a cabo su política independientemente de unas elecciones organizadas a cadencia acelerada. Las elecciones son pura mascarada.

Fuera de las elecciones, que son la piedra angular de la autojustificación «democrática» del Estado, hay muchas ocasiones en las que éste maniobra su aparato para afianzar su control. Contra las huelgas, por ejemplo. En cada lucha que la clase obrera entabla en su propio terreno, ve alzarse ante ella al conjunto de las fuerzas del Estado: prensa, sindicatos, partidos políticos, fuerzas de represión, a veces provocaciones de la policía u otros organismos menos oficiales, etc.

Lo que distingue fundamentalmente al Estado «democrático» de las «dictaduras» no son los medios empleados, basados todos ellos en el control totalitario sobre la sociedad civil, sino la habilidad y la eficacia con la que son empleados. Eso es evidente en el plano electoral. A menudo, las dictaduras intentan darse una legitimidad con elecciones o referendos, pero la indigencia de medios hacen que sea una caricatura de lo que son capaces de organizar los países ricos industrializados. Pero diferencia de fondo no hay. La caricatura no hace más que enseñarnos, con sus groseros rasgos, la verdad del modelo. La «democracia» burguesa no es más que la dictadura «democrática» del capital.

La trastienda del Estado «democrático»

Durante el período ascendente del capitalismo, la burguesía podía apoyar su dominación de clase en la realidad del progreso que su sistema aportaba a la humanidad. En el período de decadencia, en cambio, esa base ha desaparecido totalmente. Y lo que es peor, el capitalismo ya sólo es capaz de aportar miseria y más miseria en medio de una crisis permanente y de la barbarie militarista y asesina de conflictos imperialistas a repetición. Ya sólo mediante el terror y la mentira es capaz la clase dominante de asegurar su dominación de clase y perpetuar su sistema caduco. Esta realidad va a determinar una evolución en profundidad de la vida interna de la clase dominante y concretarse en la actividad del aparato de Estado.

La capacidad del Estado para imponer su fuerza militar y represiva por un lado, y por otro lado hacer creíbles sus mentiras y conservar sus secretos son hoy factores determinantes en su eficacia para gestionar la situación.

En la situación actual, los sectores de la burguesía que van a ascender en la jerarquía del Estado son naturalmente los sectores especializados en el empleo de la fuerza, de la propaganda mentirosa, de la actividad secreta y en todo tipo de maniobras retorcidas. Resumiendo: el ejército, la policía, los servicios secretos, los clanes y sociedades secretas y las mafias gangsteriles.

Los dos primeros sectores han desempeñado siempre un papel primordial en el Estado del que son pilares indispensables. Cantidad de generales marcaron la vida política de la burguesía en el siglo XIX, pero en aquel entonces hay que señalar que su llegada a los aledaños o al centro mismo del poder era, la mayoría de las veces, producto de situaciones de excepción, de dificultades particulares en la vida del capital nacional, como así ocurrió durante la guerra de Secesión en Estados Unidos. Esa tendencia militarista no contradecía, ni mucho menos, la tendencia democrática de la vida política burguesa, como así fue bajo Napoleón III en Francia. Hoy lo característico es que una elevada proporción de jefes de Estado de los países subdesarrollados son militares e incluso en las «democracias » no han faltado sus Eisenhower y Haig en EEUU o De Gaulle en Francia.

Lo que sí es un fenómeno típico del período de decadencia en que vivimos es la subida al poder de responsables de los servicios secretos, lo cual plasma a la perfección las preocupaciones actuales de la burguesía y el funcionamiento interno de las más altas esferas del Estado. Este hecho es también perfectamente visible en la periferia del capitalismo, en el mundo subdesarrollado. Muy a menudo, los generales que se apoderan de las presidencias son los jefes de los servicios secretos de los ejércitos y ocurre muy frecuentemente que cuando una personalidad civil alcanza la jefatura del Estado, antes había hecho su carrera en los servicios secretos «civiles» o de la policía política. Pero esta situación de hecho no es exclusiva de los países subdesarrollados de Africa, Asia o Latinoamérica. En la URSS, Andropov era el jefe del KGB, Gorbachov había tenido puestos de responsabilidad en dicho organismo y el actual presidente de Georgia, Shevernadze fue general de dicho KGB. Todavía más significativo es el ejemplo de Bush en EEUU, «el país más democrático del mundo», antiguo director de la CIA. Y ésos son los ejemplos más cono­cidos. Ni tenemos los medios ni nos interesa, pues no es nuestra intención, ponernos aquí a hacer una lista exhaustiva, pero sería interesante comprobar la cantidad impresionante de responsables políticos, ministros, parlamentarios y demás que antes de ocupar sus «honorables» funciones hicieron sus cursillos en este o el otro servicio secreto.

La multiplicación de policías paralelas, de servicios cada uno más secreto que el otro, de centros ocultos de todas las clases es uno de los aspectos más reveladores de la vida social en las seudo democracias de hoy. Eso pone de relieve las necesidades y la naturaleza de las actividades del Estado. En el plano imperialista, evidentemente: espionaje, provocación, chantaje, asesinatos, manipulaciones de todo tipo en el plano internacional por la defensa de los intereses imperialistas nacionales, es algo de lo más corriente. Pero eso no es más que el aspecto «patriótico», el más «confesable» de la actividad de los servicios secretos.

Es el plano interior donde la actividad oculta del Estado se ha desarrollado sin duda con mayor amplitud. Fichado sistemático de la población, vigilancia de los individuos, incremento de los pinchazos telefónicos «oficiales» y clandestinos, provocaciones de toda índole destinadas a maniobrar a la opinión pública, infiltración de todos los sectores de la sociedad civil, financiamientos ocultos, etc. Larga es la lista de las actividades para las cuales el Estado recluta una mano de obra abundante, actividades llevadas a cabo en secreto para no manchar el mito de la «democracia». Para ejecutar esas delicadas tareas el Estado utiliza los servicios de diferentes mafias de tal modo que distinguir entre un agente secreto y un gángster es algo cada día más difícil, pues los especialistas del crimen han sabido vender, cuando la ocasión se presenta, sus servicios y sus competencias. Desde hace años, el Estado se ha apoderado de diferentes redes de influencia ya existentes en la sociedad, sociedades secretas, mafias, sectas para ponerlas al servicio de su política internacional y nacional, permitiendo así su ascensión en las esferas dirigentes. De hecho, el Estado «democrático» hace exactamente lo mismo que las «dictaduras» a las que denuncia, pero más discretamente. Los servicios secretos no sólo están en el centro del Estado, también son sus antenas en medio de la sociedad civil.

Paralelamente a ese proceso que ha permitido la progresión en el seno del Estado de las fracciones de la burguesía cuyo modo de existencia se basa en el secreto, el conjunto del funcionamiento del Estado se ha ido ocultando. Tras las apariencias del gobierno, los centros de decisión se han vuelto invisibles. Muchos ministros apenas si tienen poder real y sólo sirven de representación. Esta tendencia se plasmó cínicamente en el mandato del presidente Reagan cuyo mediocre talento de actor le permitió hacer el presumido en el escenario mediático, pero cuya función no era, ni mucho menos, la de definir las orientaciones políticas. Para esto existen otros centros de decisión, desconocidos, la mayoría de las veces, por el gran público. En un mundo en el que los medios de propaganda ideológica han incrementado tanto su importancia, la cualidad fundamental del político es la de saber hablar bien y la de «pintar» bien en la televisión. A menudo eso es suficiente para hacer carrera política. Sin embargo, detrás de los actores de la política encargados de dar rostro humano al Estado, se oculta una multitud de comités, centros de decisión, grupos de presión animados por eminencias grises, desconocidas muchas veces y que, por encima de las fluctuaciones gubernamentales, aseguran la continuidad de la política estatal y, por lo tanto, de la realidad del poder.

Ese funcionamiento cada vez más oculto del Estado no significa ni mucho menos que las divergencias, los antagonismos de intereses hayan desaparecido en la clase dominante. Muy al contrario, con la crisis mundial que se profundiza, se agudizan las divisiones en el seno mismo de cada burguesía nacional. De manera evidente se cristalizan fracciones sobre la alianza imperialista por la que hay que optar. Pero no es ése el único factor de división en el seno de la clase burguesa. Las opciones económicas, la actitud a adoptar ante la clase obrera son otros tantos motivos que cristalizan los debates y los desacuerdos, sin olvidar, claro está, el sórdido interés por el poder, fuente de riqueza, que además de las reales divergencias de orientación, es fuente de conflicto permanente entre los diferentes clanes de la clase dominante. Esas divergencias en el seno de la clase dominante se expresan menos en la división entre partidos políticos, es decir en un plano visible, que en la formación de camarillas que pululan a todos los niveles del Estado y cuya existencia queda oculta para el común de los mortales. La guerra que tienen entablada esos clanes para obtener influencia en el aparato de Estado es severa y, sin embargo, no por eso aparece a la luz del día. Desde este punto de vista, tampoco en esto se distinguen en nada las «dictaduras» de las «democracias». Básicamente, la lucha por el poder se lleva lejos del conocimiento del gran público.

La situación actual de crisis económica agudizada, de cambios de alianzas tras el hundimiento del bloque del Este incrementa las rivalidades y las guerras que se hacen los clanes capitalistas en el seno del Estado. Los diferentes escándalos, los «suicidios» a repetición de hombre políticos y de negocios que salpican la actualidad desde hace algunos años solo son la emergencia visible de esa guerra de las sombras que tienen entablada los diferentes clanes de la burguesía. La multiplicación de los «casos» es una ocasión que permite entrever la realidad del funcionamiento del Estado por detrás de la cortina de humo «democrática». La situación en Italia es, a este respecto, muy reveladora. El asunto de la Logia P2, el asunto Gladio, los escándalos mafiosos y de corrupción de los hombres políticos ilustran de manera ejemplar la realidad totalitaria del funcionamiento del Estado «democrático» que hemos tratado en este artículo. El ejemplo concreto de Italia será el armazón de la segunda parte de este artículo.

JJ

Artículos de referencia:
- La decadencia del capitalismo;
- Revista internacional nº 31 «Maquiavelismo, conciencia y unidad de la burguesía»;
- Revista internacional nº 66 «Las matanzas y los crímenes de las “grandes democracias”».


[1] F. Martini, citado por Sergio Romano en L’Histoire de l’Italie du Risorgimento à nos jours (en francés), ed. Le Seuil, París, 1977.

[2] Platafoma de la CCI.

[3]  «Notas sobre la conciencia de la burguesía decadente», Revista Internacional nº 31.

 

Series: 

  • ¿Cómo está organizada la burguesía? [3]

Noticias y actualidad: 

  • Democracia [4]

Medio político proletario - Aprender de las experiencias negativas

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Medio político proletario

Aprender de las experiencias negativas

¿Qué método, qué objetivos deben guiar hoy el trabajo de los revolucionarios que permitan el acercamiento de las organizaciones comunistas? El proletariado internacional ha vuelto a tomar el camino de la combatividad. Este hecho, constatado, agudiza la cuestión de la necesaria mayor unidad dentro del medio revolucionario. Es importante pues, que las organizaciones del proletariado hagan balance de lo realizado los últimos años en esa dirección y saquen lecciones que puedan utilizarse en el futuro. El objetivo de este artículo es contribuir a ese esfuerzo y va dirigido más concretamente a criticar la experiencia BIPR (Buró internacional por el partido revolucionario). No nos anima a esto otra cosa que la confrontación sincera y fraternal entre revolucionarios. No es un duelo con «la competencia». El objetivo no es criticar los hábitos o maneras de hacer del BIPR en sí mismo, sino ilustrar, a través de las dificultades de esta organización, los errores que no deben volverse a cometer.

Desde hace unos dos años ha  comenzado a agitarse en el seno del medio político proletario, aunque ciertamente de forma esporádica y vacilante, la conciencia de que los revolucionarios deben trabajar unidos si es que quieren estar a la altura de sus responsabilidades.

El Llamamiento de la CCI

En 1991, el IXº Congreso de la CCI publica un «Llamamiento al Medio Político Proletario». Llamábamos al combate contra el sectarismo que pesa sobre este medio y animábamos a que este combate se comprendiese como una cuestión vital para la clase obrera.

El mismo era reflejo de las primeras agitaciones, de un cambio de ambiente, que se estaba desarrollando en el medio proletario.

«En lugar del total aislamiento sectario vemos hoy, en los diferentes grupos, una mayor disposición a sacar a la luz sus críticas recíprocas, tanto en sus publicaciones como en las reuniones públicas. Además existe un llamamiento explícito de los camaradas de Battaglia Comunista a superar la actual dispersión, llamamiento con el que compartimos gran parte de sus argumentos y objetivos. Existe además una presión contra el aislamiento sectario que viene de una nueva generación de elementos –y esto debe animarnos al máximo– que la sacudida de los últimos dos años ha empujado hacia las posiciones de la Izquierda comunista y que se quedan estupefactos ante la extrema dispersión del medio y cuyas razones políticas no alcanzan a comprender». (...)

«Hoy, que el capitalismo en descomposición quiere hipotecar la unidad de la clase obrera metiéndola en el sinfín de enfrentamientos fratricidas que recorren el planeta desde los desiertos del Golfo Pérsico hasta las fronteras de Yugoslavia, la defensa de esa unidad es algo de vida o muerte para nuestra clase. Pero ¿Qué esperanza puede tener el proletariado en conservar esa unidad si su vanguardia consciente renuncia al combate por su propia unificación? Que no se nos venga diciendo que lo que queremos es «escamotear las divergencias de manera oportunista» o que hacemos un llamamiento a «una unidad incondicional en detrimento de los principios». Recordemos que fue justamente la participación en las discusiones de Zimmerwald lo que permitió a los bolcheviques reunir la Izquierda de Zimmerwald embrión de la futura Internacional comunista y de la separación definitiva con los social-demócratas».

El llamamiento continúa:

«No se trata de esconder las divergencias para lograr un “matrimonio de conveniencia” entre grupos, sino de comenzar a exponer y discutir abiertamente las divergencias que originaron la existencia de grupos diferentes. El punto de partida está en sistematizar la crítica recíproca de posiciones a través de la prensa. Eso puede parecer una banalidad pero aún hay grupos que dan la impresión de estar solos en el mundo cuando se lee su prensa. Otro paso que se puede dar inmediatamente es sistematizar la presencia y la intervención en las reuniones públicas de otros grupos.

Más importante es pasar a la confrontación en reuniones públicas convocadas conjuntamente por varios grupos ante acontecimientos de particular importancia como la Guerra del Golfo».

Pequeños pasos

Nuestro Llamamiento no ha tenido ninguna respuesta explícitamente favorable de parte de otras organizaciones proletarias. Sin embargo algunos pasos sí se han avanzado aquí y allá:
– El grupo bordiguista que publica Il Comunista y Le Prolétaire ha publicado sus polémicas con otras organizaciones bordiguistas y con Battaglia comunista (BC).
– La Comunist Workers Organisation (CWO) de Gran Bretaña ha abierto su prensa a otros grupos, ha participado con otros grupos en un círculo de discusión al Norte de Inglaterra y ha tomado la iniciativa, poco frecuente, de invitar a la CCI a una reunión de lectores en Londres.
– Durante los dos últimos años el Buró Internacional por el Partido Revolucio­nario (BIPR) formado por BC y CWO en 1984 ha acogido las publicaciones de la CCI en los puestos de venta que ellos colocan en la fiesta anual del grupo Lutte ouvrière en Paris[1].
– Battaglia publica BC Inform, una publicación restringida destinada a los grupos proletarios con información de todo el mundo.
– Algunos grupos proletarios (entre ellos BC, Programma y la CCI) han participado juntos en Milan en un acto de denuncia con ocasión de la visita de Ligachov (ex-miembro del Politburó de la URSS) a esa ciudad, invitado por los estalinistas. Aunque habría que criticar duramente esta acción no por eso deja de ser expresión de una cierta voluntad por romper el aislamiento.

Una voluntad que se concretó poco después en la participación de estos mismos grupos en una jornada de exposición de la prensa internacionalista y de debates.

Estas iniciativas son sin ninguna duda pasos en la dirección correcta. Pero ¿Son suficientes para decir que el Medio Político Proletario está en vías de darse los medios y de asumir las responsabilidades que la gravedad de la situación les exige? Pensamos que no.

En realidad, si bien saludamos la reciente «apertura» de los grupos proletarios constatamos que se trata más de una respuesta empírica, de un reflejo sano ante la nueva situación mundial que de un reexamen basado en un análisis profundo de las exigencias del período.

La necesidad de un método

El reagrupamiento de los revolucionarios no puede dejarse en manos del azar. Es necesario un método consistente que combine la apertura al debate con la defensa rigurosa de los principios. Tal método debe evitar dos peligros:
– Uno caer en lo que sería «debatir por debatir» o sea, diatribas académicas en las que cada cual suelta lo que le parece sin preocuparle si se crea o no una dinámica hacia el trabajo común.
– Otro, pensar que sería posible emprender ese «trabajo común» a partir de una base simplemente «técnica» sin clarificación previa sobre los principios, claridad a la que por otra parte no se puede llegar sin un debate franco.

Una falta de método puede excusarse en grupos jóvenes a quienes les falta experiencia en el trabajo revolucionario, lo que no es el caso en organizaciones que se reivindican herederas de la Izquierda italiana y de la Internacional comunista. Fijándose bien en la historia del BIPR se constata que: primero, no hay un sólido método para el reagrupamiento de los revolucionarios y segundo, que esa falta de método ha esterilizado los esfuerzos que se han hecho.

*
*  *

Desde luego que no criticamos al BIPR por el gusto de hacerlo. Tenemos y hemos tenido nuestras propias dificultades, sobre todo a lo largo de los años ochenta. Somos conscientes de la terrible fragilidad del medio revolucionario hoy, y más si se compara esta debilidad con la enorme responsabilidad a la que está hoy confrontada la clase obrera y sus organizaciones políticas. Si volvemos una y otra vez a revisar los defectos pasados y presentes del movimiento, lo hacemos para corregirlos, preparándonos así, mejor, para enfrentar el futuro. Los revolucionarios no estudian la historia de su clase buscando «recetas» o «fórmulas mágicas» sino para sacar el mayor provecho de las experiencias históricas y utilizarlas en la superación de los problemas a los que se enfrentan actualmente. Cierto es que a veces se olvidan de que ellos mismos forman parte de esa historia. Battaglia comunista por ejemplo existe desde 1952 y la CCI es ya la organización política proletaria que se ha mantenido más años como un cuerpo internacionalmente organizado y centralizado en toda la historia de la clase obrera. Las Conferencias internacionales de los años setenta son tan parte de la historia del proletariado como las de Zimmerwald o de Kienthal. La historia del medio proletario, desde estas conferencias no es un asunto de interés «arqueológico» como afirma BC (Workers Voice nº 62). Este periodo constituye en realidad un terreno donde se experimentaron prácticamente las diferentes concepciones de la intervención y el reagrupamiento manifestadas a lo largo de esas Conferencias.

El proletariado tiene una tarea histórica que cumplir: tras destruir el capitalismo, construir la sociedad comunista. Para llevarla a cabo no dispone de otras armas que su conciencia y su unidad. De esto se deriva que los revolucionarios en esto tienen una doble responsabilidad: intervenir en la clase obrera para defender el programa comunista y trabajar por el reagrupamiento de los revolucionarios, expresión de la unidad de su clase.

La CCI no tiene ninguna duda sobre el objetivo de tal reagrupamiento: la formación del partido mundial comunista, de la última Internacional, sin la cual la victoria de una Revolución comunista es imposible.

El trabajo por el reagrupamiento tiene varias facetas ligadas entre sí, aunque distintas:
– La integración de individuos militantes en el seno de las organizaciones comunistas. Para éstas la actividad colectiva y organizada de los militantes sobre la base de una implicación común en la causa comunista es el principio básico de la actividad proletaria.
– Las organizaciones que están en los países centrales del capitalismo, donde la experiencia histórica del proletariado es más importante, tienen un particular responsabilidad para con aquellos grupos que surjan en la periferia en condiciones de mayor precariedad y aislamiento político. Estos grupos no podrán sobrevivir ni contribuir a la unificación mundial de la clase obrera si no se supera su aislamiento y se integran en un movimiento más amplio.
– En fin, todas las organizaciones comunistas, sobre todo aquellas que históricamente están emparentadas con las organizaciones obreras del pasado, tienen la responsabilidad de mostrarle a su clase que existe una frontera fundamental, una frontera de clase entre, por un lado, los grupos y organizaciones que defienden con firmeza los principios internacionalistas y por otro los partidos «socialistas» o «comunistas» cuya función exclusiva es reforzar el dominio de la burguesía sobre sus explotados. En otros términos, los comunistas deben definir y defender con claridad al medio político proletario.

Si queremos que los tímidos esfuerzos hechos hasta hoy sirvan para algo habrá que abandonar la falta de método, las actitudes oportunistas y el sectarismo, de las cuales, el BIPR ha dado muestras desde su fundación en 1984.

Las Conferencias internacionales de la Izquierda comunista

En este artículo no podemos detallar la historia de las Conferencias internacio­nales[2], pero sí que vamos a recuperar algunos elementos de ellas.

La 1ª Conferencia convocada por BC[3] fue en Milán (Mayo 1977). La 2ª lo fue en París (Noviembre 1978) y la 3ª también en París (Mayo 1980). Además de BC, CWO y la CCI participaron otros grupos que se situaban, también, en el campo de la Izquierda comunista[4].

Los criterios para participar en las Conferencias ya definidos y precisados en las dos primeras fueron los siguientes:
«– El reconocimiento de la Revolución de Octubre como revolución proletaria.
– El reconocimiento de la ruptura con la Social-democracia efectuada por el 1º y 2º Congresos de la Internacional comunista.
– El rechazo, sin reservas, del capitalismo de Estado y de la autogestión.
– El rechazo  de todos los partidos «comunistas» y «socialistas» en tanto que partidos burgueses.
– La orientación hacia una organización de revolucionarios que se refiera a la doctrina y la metodología marxistas como ciencias del proletariado.
– El rechazo a encuadrar a proletariado tras las banderas de la burguesía (en cualquiera de sus formas o maneras)»[5].

La CCI apoyaba, de las conferencias, la idea expuesta por BC en su carta de convocatoria:

«En una situación como la que vivimos, en la cual la dinámica de las cosas va más rápida que la del mundo de los hombres, la tarea de las fuerzas revolucionarias es, intervenir en los acontecimientos recuperando la voluntad de acción desde el terreno mismo y poniéndola en el que está preparado hoy para acogerla. Pero la Izquierda comunista fracasaría en su tarea si no se dotase de las armas más eficaces tanto teóricas como prácticas, es decir:

a) Ante todo salir de la situación de inferioridad e impotencia al que le han llevado el provincianismo de las querellas culturales preñadas de diletantismo y la estupidez incoherente que han ocupado el sitio de la modestia revolucionaria y sobre todo la degradación del concepto de militantismo, entendido como sacrificio desinteresado.

b) Establecer la base programática históricamente válida que para nuestro partido en la experiencia teórico práctica que se engendró en la Revolución de Octubre y a nivel internacional la aceptación crítica de las tesis del 2º Congreso de la IC.

c) Reconocer que no se llegará ni a una política de clase ni a la creación del partido mundial de la revolución, ni mucho menos a una estrategia revolucionaria si no se decide hacer funcionar desde el presente un Centro Internacional de enlace e información que sea una anticipación y una síntesis de lo que será la futura Internacional, como Zimmerwald o más aun Kienthal fueron el esbozo de la 3ª Internacional»[6].

«La Conferencia deberá orientar también cómo y cuándo abrir un debate sobre cuestiones como son el Sindicato, el Partido y tantas otras que dividen hoy la Izquierda comunista Internacional. Esto, si queremos que esto se concluya positivamente y sea un primer paso hacia objetivos más amplios y hacia la formación de un frente internacional de grupos de la Izquierda comunista lo más homogéneo posible y salir por fin de la torre de Babel ideológica, política y de un ulterior desmembramiento de los grupos existentes»[7].

BC daba a la Conferencia objetivos que iban aun más lejos: «... tenemos en cuenta que la gravedad de la situación general... exige tomas de posición precisas, responsables y sobre todo de acuerdo con una visión unitaria de las diferentes corrientes en el seno de las cuales se manifiesta internacionalmente la Izquierda comunista...».

Con todo eso BC, a lo largo de las Conferencias dio serias muestras de su incoherencia. Lejos de defender la necesidad de «Tomas de posición precisas, responsables», BC rechazó sistemáticamente cualquier toma de posición común: «Nos oponemos por principio a declaraciones comunes si no hay acuerdo político» (intervención de BC en la 2ª Conferencia)[8]; «No es el mayor o menor número de grupos firmantes de la resolución (sobre la Situación internacional propuesta por la CCI) lo que dará a ésta mayor o menor peso en la clase». (Intervención de BC en la 3ª Conferencia). Vale la pena recordar que la 3ª Conferencia fue poco después de la invasión de Afganistán por la URSS y que todos los grupos participantes estuvieron de acuerdo sobre la naturaleza imperialista de este país, sobre la inevitabilidad de la guerra bajo el capitalismo y sobre la responsabilidad del proletariado, al ser él la única fuerza capaz de hacer retroceder la marcha hacia la guerra. Todos estos elementos de acuerdo fueron suficientes para marcar claramente la línea divisoria entre la Izquierda comunista y quienes pedían a los obreros apoyo para uno de los dos campos enfrentados en Afganistán (el Bloque imperialista americano o la URSS): los trotskistas, los estalinistas, diversos demócratas, «socialistas»[9].

Tras el fracaso de las Conferencias BC escribía en 1983: «Las Conferencias han cumplido su tarea esencial, crear un clima de confrontación y debate a nivel internacional en el seno del campo proletario (...) nosotros las consideramos un instrumento de clarificación y de selección política en el seno del campo proletario»[10].

Pero ¿Qué acabó siendo el «Centro internacional de enlace e información»? ¿Dónde está el «Frente internacional de los grupos de la Izquierda comunista»?

El Buró internacional para el partido revolucionario

Evidentemente todo el mundo puede cambiar de opinión, incluso una «fuerza con una seria dirección» como le gusta definirse a BC. Tras haber definido un «campo revolucionario» de grupos serios (de hecho reducido a ellos mismos) situado en el seno de un «campo proletario» (que entre ellos incluye a la CCI, ¡gracias!), BC y la CWO deciden convocar una 4ª Conferencia internacional y fundar el BIPR.

Durante una de sus intervenciones en la 3ª Conferencia CWO declara: « Queremos llegar a una 4ª Conferencia que sea un lugar de trabajo y no sólo de simple discusión... trabajar juntos es reconocer un terreno común. Por ejemplo, un trabajo común no puede emprenderse más que con grupos que reconocen la necesidad de crear grupos obreros de vanguardia organizados sobre una plataforma revolucionaria».

En Revolutionary Perspectives nº 18, CWO anunció también su intención de «desarrollar discusiones y un trabajo común con vistas a reagrupar CWO con el PCInt (BC). Esto no quiere decir que estemos cerca de concluir tal proceso, ni tampoco que se hayan aparcado u olvidado los problemas que ese proceso conlleva, al contrario; pero sí, que nuestra reciente cooperación en la 3ª Conferencia nos permite ser optimistas en cuanto que una conclusión positiva va a realizarse». Proclaman pues la necesidad de una 4ª Conferencia internacional que «no reproduzca las limitaciones de las precedentes sino que sea la verdadera base que haga posible un trabajo político común a escala internacional».

Poco después se constituyó el BIPR. Se celebró la 4ª Conferencia pero se saldó con un fiasco total[11]. Así las cosas la experiencia no ha vuelto a ser retomada. No obstante, el primer número de la revista del BIPR, Communist Review, constata que: «En las Conferencias los grupos y organizaciones pertenecientes al campo político proletario se encuentran, convergen y se confrontan». La plataforma del Buró debía significar «un momento en la trayectoria hacia la síntesis de las plataformas de los grupos a nivel nacional».

¿Cual es la nueva situación nueve años más tarde? Las Conferencias internacionales han quedado en papel mojado. No se han reagrupado BC y CWO. Es más, según se deduce de su prensa no ha habido ni siquiera discusión entre ellos para resolver sus divergencias sobre la cuestión sindical, por ejemplo, o la parlamentaria. Los camaradas franceses del BIPR que en 1984 tenían «la intención de poner los pilares de una reconstrucción del tejido organizativo del movimiento obrero sobre las posiciones orgánicas que colocó el BIPR» han desaparecido sin dejar rastro. El único grupo que se incorporó al BIPR, el Lal Pataka (India) anegado en un cúmulo de confusas diatribas anti-BIPR, también ha desaparecido.

En los trece años transcurridos desde la 3ª Conferencia, el medio proletario ha estado sometido a violentas pruebas: muchas de sus fuerzas militantes, de quienes la clase obrera tiene tanta necesidad se han evaporado. Basta con mirar en que han acabado muchos de los grupos participantes en las Conferencias (incluso los que sólo participaron epistolarmente): Forbundet Arbetarmakt (Suecia), Eveil internationaliste (Francia), Organisation communiste révolutionnaire internationaliste (Argelia) han desaparecido. El Groupe communiste internationaliste (GCI) se ha aproximado al izquierdismo con sus ambigüedades sobre el apoyo a Sendero luminoso. Los Nuclei comunisti internazionalisti (NCI), a través de diversas mutaciones, que le han llevado a construir la OCI, han caído en el campo de la burguesía durante la Guerra del Golfo apoyando a Irak. Fomento obrero revolucionario (FOR) completamente estancado.

La desaparición de algunos de estos grupos traduce, es cierto, la necesidad de una inevitable decantación y no vamos ahora a rehacer la historia con un «si...». No cabe duda que el fracaso de la Conferencias suscribe la desaparición de lo que tenía que haber sido un lugar donde la Izquierda comunista podía haber definido y afirmado su naturaleza revolucionaria frente a las múltiples variantes del izquierdismo.

Para aquellos nuevos grupos que buscan una coheren­cia ha supuesto la desaparición de una sólida referencia que hubiera sido muy útil en medio de la vorágine ideológica de la descomposición capitalista. Hoy los grupos que surjan sin poder identificarse con las posiciones políticas de las organizaciones de la Izquierda comunista, están condenadas al casi total aislamiento y a todo lo que esto comporta en términos de estancamiento político, de desmoralización y de herida abierta a la infección por la ideología burguesa.

El BIPR ha sido incapaz de construir una alternativa a las Conferencias. Todo ha quedado en proyectos. Y del reagrupamiento anunciado entre CWO y BC sigue sin verse nada.

El BIPR en India

Si se quiere entender por qué el BIPR no ha concluido bien ningún reagrupamiento sólido, conviene echar una ojeada al intento de integración del grupo indio Lal Pataka en el BIPR.

El BIPR se ha hecho siempre ilusiones sobre la posibilidad de reagruparse con organizaciones procedentes del campo enemigo, particularmente del izquierdismo.

Estas ilusiones están además ligadas a la actitud ambigua, de la que BC no ha sabido librarse, hacia los movimientos de masas que se desarrollan en terrenos no proletarios. Es tarea de los comunistas «ponerse a la cabeza de los movimientos de liberación nacional» y «trabajar en el sentido de meter la cuña de las posiciones de clase en el seno de ese movimiento y no juzgarlo desde el exterior».

Estas posiciones las han vuelto a retomar en sus tesis sobre Las tareas de los comunistas en la periferia del capitalismo. La conclusión que sacan es la siguiente: «en estos países (de la periferia) la dominación del capital no alcanza aun a toda la sociedad, el capital no ha sumido  al conjunto de la colectividad en las leyes de la ideología burguesa como lo ha hecho en los países centrales. En los países de la periferia la integración política e ideológica de los individuos en la sociedad capitalista no constituye un fenómeno de masas como en los países centrales porque el individuo explotado, golpeado por la miseria y la opresión no es aun el individuo ciudadano de las formaciones capitalistas originales. Esta diferencia con los países centrales hace posible la existencia de organizaciones comunistas de masas en la periferia (...). Estas «mejores condiciones implican la posibilidad de organizar a las masas de proletarios en torno al partido proletario»[12].

Nosotros hemos dicho siempre que es un error fatal creer que los comunistas pueden de una manera u otra «ponerse a la cabeza» de los movimientos de liberación nacional, de las luchas nacional-revolucionarias o de cualquiera de esas luchas entre «naciones», cualquiera que sea el nombre que se les dé. Tales luchas son de hecho un ataque directo contra la conciencia del proletariado, disuelven la única clase revolucionaria en una masa «popular», lo que es un peligro particularmente importante en los países periféricos donde el proletariado es superado en número, con creces por el campesinado y por las masas de pobres sin tierra, sin trabajo.

Lo sabemos no sólo en teoría, sino por la práctica. La más antigua sección de la CCI, la venezolana, se forma en frontal oposición a las ideologías guevaristas de «liberación nacional» de moda en los años sesenta en toda la izquierda. Más recientemente nuestra experiencia de la formación de una sección en México ha confirmado, si era todavía necesario, que una sólida presencia comunista no se puede establecer si no es sobre los cimientos de un enfrentamiento directo con toda variante del izquierdismo y de establecer una rigurosa frontera de clase entre el izquierdismo, incluso el más «radical» y las posiciones proletarias.

De la «4ª Conferencia internacional» celebrada con los defensores del PC iraní hasta la fraternal con el grupo «marxista-leninista» Revolutionnary Proletarian Platform (RPP) de India, el BIPR no ha conseguido nunca establecer esa clara separación. No tiene desde luego nada de sorprendente que sean los izquierdistas mismos más conscientes de las divisiones que les separan de los comunistas. Por ejemplo, el RPP escribía al BIPR: «... sobre la cuestión de la participación en los sindicatos reaccionarios y en los parlamentos burgueses nos es difícil estar de acuerdo con vosotros o con cualquier corriente que rechace totalmente tal participación. Aunque reconocemos que vuestra participación es más sana que la de la CCI (quien considera a los sindicatos parte del Estado burgués y que como tales deben ser destruidos), nos parece que en el fondo lo que hay es una crítica de la posición bolchevique-leninista desde un punto de vista de «extrema-izquierda» y que parte de las mismas premisas teóricas que la CCI y corrientes similares»[13].

Ha querido la ironía que parezca que la CWO haya llegado ahora a nuestra posición sobre la imposibilidad que los grupos (no es el caso de los individuos) puedan pasar del campo burgués al campo proletario: «La política de estos grupos (trotskistas) se sitúa sin ninguna duda en el ala izquierda del capital y es un error enorme imaginarse que tales organizaciones pueden acabar en el campo del comunismo internacional»[14].

Pero ni CWO, ni BC, ni el BIPR han sido capaces de comprenderlo en su actitud hacia los militantes del PC iraní en el exilio (SUCM) o hacia la organización maoísta india RPP (y es útil recordar aquí que el maoísmo no ha pertenecido jamás al campo proletario). Al contrario, tras la exclusión de la CCI de la 3ª Conferencia Internacional y al día siguiente del fiasco de la 4ª teniendo como «invitado» único al SUCM, el BIPR se regocijaba de haber tenido con el RPP indio «una batalla política contra los partidarios (de la CCI)»[15], y de aceptar que la sección bengalí del RPP y su periódico dirigiesen sus pasos hacia el «comunismo internacionalista».

En el nº 11 de Comunist Review una «Toma de posición sobre Lal Pataka» resalta que «algunos espíritus cínicos pueden pensar que hemos aceptado al camarada demasiado rápidamente en el BIPR». Nosotros no pertenecemos a esos «espíritus cínicos». El problema por lo tanto no está en la «precipitación» del BIPR en aceptar al Lal Pataka si no en la debilidad congénita del propio BIPR. ¿Cómo va a poder el BIPR ayudar a otros a superar las confusiones y romper con la ideología burguesa si él mismo mantiene ambigüedades acerca de cuestiones como el sindicalismo y se muestra incapaz de trazar una clara demarcación entre comunistas e izquierdistas?. Vista la incapacidad de BC y de CWO par conducir sus propias discusiones hasta el reagrupamiento ¿cómo va a poder el BIPR convertirse en un sólido punto de referencia para quienes quieren evolucionar hacia posiciones comunistas? Los devaneos oportunistas del BIPR con el izquierdismo se acompañan, lógicamente, de una actitud sectaria hacia grupos que no están dentro de su «esfera de influencia». Veamos: el nº 3 de la Communist Review, que trata ampliamente de los grupos en India, no menciona para nada al grupo que publica Communist Internationalist ni al que más tarde publicará Kamunist Kranti, a pesar de ser grupos conocidos, al menos por CWO. Hacia 1991, Lal Pataka desaparece de las páginas de Workers Voice y es reemplazado por Kamunist Kranti: «Esperamos que en futuro puedan establecerse entre el Buró Internacional y Kamunist Kranti relaciones fecundas». Dos años más tarde todo hace creer que las relaciones han sido estériles pues en el Nº 11 de la Communist Review leemos: «Es una tragedia que pese a la existencia de elementos prometedores no exista aun un núcleo sólido de comunistas en la India». No había más que «atisbos de conciencia en medio del desorden». Entre tanto el núcleo de Communist internationalist ha pasado a formar parte de la... CCI. El BIPR podía contribuir mejor al reforzamiento de los revolucionarios si empezase a reconocer la existencia de otros grupos del movimiento.

El BIPR en el ex-bloque del Este

Tras los fracasos con los iraníes del SUCM y los hindúes del RPP, era de esperar que el BIPR  hubiese aprendido algo a propósito de las fronteras que separan las organizaciones burguesas y la clase obrera. Pero el Informe de la intervención del BIPR con el grupo austríaco Internationalistische Kommunisten (GIK) en los países del Este nos hace dudar.

Desde luego saludamos el esfuerzo del BIPR por defender las posiciones comunistas en la tormenta del ex-Bloque del Este (¿no es la de allí una situación que exige un «Frente internacional de la Izquierda comunista» empleando los términos de BC?). Pero ¿cómo no turbarse al ver las ilusiones que parece tener BC de que surja alguna cosa positiva de entre los viejos PCs? Leemos: «Nuestros camaradas han decidido ir a ver los restos del Partido «comunista» checo. Era peligroso ir a los estalinistas y decirles todo el odio que sentimos por su régimen capitalista de Estado, explotador de nuestra clase; pero valía la pena si íbamos a encontrarnos algún resto de posiciones de clase entre sus bases y desorientado y agonizante el Partido». Y hablando de otra reunión dicen: «las discusiones no han faltado (incluso hemos intercambiado ideas con representantes extranjeros de la IVª Internacional)»[16].

¿Cómo se puede tener un «intercambio de ideas» entre quienes se proponen resucitar el cuerpo podrido del estalinismo y la Izquierda comunista que quiere enterrarlo para siempre?. El informe del GIK en Workers Voice nº 55 se hace eco de la idea de que puede existir un mejunje de marxismo proletario y de ideología burguesa en el Este: «Existe un gran conocimiento de las ideas marxistas entre la población y ciertos elementos del análisis materialista no les son extraños a pesar de estar afectados por distorsiones burguesas y los mezclan con contenidos burgueses».

¿Pero desde el punto de vista de la conciencia de la clase obrera qué sentido tiene elegir entre un trabajador de Europa del Oeste que no ha oído nunca hablar del «internacionalismo proletario», y un trabajador del Este para quien este termino significa invasión de Checoslovaquia o Afganistán por parte de Rusia? Lo peor, es que el GIK prefiere la pesca entre las turbias aguas de los estalinistas reconvertidos que la intervención en el seno de la clase obrera:

«Más importante que nuestra intervención en la calle es nuestra intervención en el seno del nuevo KPD (Kommunistiche Partei Deutschlands) que se reformó en Enero de 1990. No hay una verdadera homogeneidad en su seno y el común denominador de todos sus fundadores es la voluntad de mantener los “ideales comunistas” (...) Muchos, en el seno del KPD (...) defienden a la RDA caracterizada como “un sistema socialista con errores”. Otros están divididos entre el estalinismo puro y otros apoyan las oposiciones antiestalinistas de izquierda (trotskistas y Izquierda comunista)»[17].

Una vez más, la distinción entre trotskismo e Izquierda comunista se escamotea, como si las dos pudieran pertenecer a una especia de frente común «antiestalinista». No será con este tipo de intervención con lo que se podrá contribuir a una ruptura neta y clara con el estalinismo y sus defensores trotskistas.

¿Un nuevo comienzo... o un poco más de lo mismo?

Que nosotros sepamos, en sus nueve años de existencia, el BIPR no ha conseguido realmente extender su presencia o hacer avanzar el reagrupamiento con la CWO, anunciado en 1980. La «primera selección de fuerzas» de la que habló BC poco después del fin de las Conferencias internacionales, se ha demostrado... muy selectiva. En el otoño de 1991 la CWO anunciaba: «La alternativa histórica de nuestra época está entre la actual barbarie capitalista que llevará a la destrucción de toda vida humana, y la instauración del socialismo por el proletariado (...) Participar en ese proceso exige una mayor concentración de fuerzas que las nuestras (o de aquellas que pueda poseer cualquier otro grupo del campo proletario). Por eso, nosotros nos disponemos a encontrar nuevos medios, basados en los principios, para mantener un dialogo político con todos aquellos que consideren que combaten por los mismos objetivos que nosotros». Trece años después de que BC y CWO asumieran «la responsabilidad que se debe esperar de parte de una fuerza dirigente seria», interrumpiendo las Conferencias internacionales, el rizo se ha rizado. Pero, parafraseando a Marx, si la historia se repite dos veces, la primera es en forma de tragedia, y la segunda en forma de comedia. El «nuevo comienzo» de la CWO no ha conducido, por el momento, más que a un medio reagrupamiento con el Communist Bulletin Group (CBG). ¿Pero acaso el GBC no es el tipo de grupo sobre el que BC escribía en abril de 1992:

«La importancia política de una división, que es a veces necesaria para ser capaces de interpretaciones políticas precisas y para definir las estrategias, ha abierto la puerta, en un cierto medio político y entre ciertas personalidades, a una exasperante práctica de escindir por escindir, a un rechazo individual de cualquier centralización, de toda disciplina organizativa, o de toda responsabilidad “embarazosa” en el trabajo colectivo de Partido»?

¿Como, la CWO que no ha perdido ocasión de denunciar el «espontaneismo» y el «idealismo» de la CCI, puede proponer una fusión con el CBG que, si le queda algún principio, se supone que es el de defender la Plataforma de la CCI? Con tal engendro sin principios, este nuevo esfuerzo del BIPR no puede acabar más que en un fracaso, como todos los precedentes[18].

¿Qué camino para el futuro?

Veinte años de experiencia, con sus aciertos y sus fracasos, en la construcción de una organización internacional presente en tres continentes y en una docena de países, nos han enseñado una cosa: no hay atajos en el camino hacia el reagrupamiento. La falta de comprensión mutua, la ignorancia de las posiciones de los demás, la desconfianza como legado de los trece años transcurridos desde el fin de las Conferencias internacionales, nada de esto desaparece de la noche a la mañana. Para reconstruir tan solo un poco de unidad en el campo proletario, ante todo nos hace falta volver un poco a la «modestia revolucionaria», por retomar un termino de BC, y comenzar a andar los pasos, muy limitados, que la CCI propuso en su LLamamiento: polémicas regulares, presencia en las reuniones públicas de los otros grupos, organización de reuniones públicas comunes, etc. Y, cuando sea posible reencontrar el espíritu de las Conferencias internacionales, habrá que haber sacado todas las lecciones del pasado:

«Habrá otras Conferencias. Nosotros estaremos y esperamos encontrar, si el sectarismo nos los ha matado hasta entonces, a los grupos que, hasta el presente, no han comprendido la importancia de estas Conferencias que acabamos de vivir, en ellas para aprovechar todas las lecciones de las mismas:
– importancia de estas Conferencias para el medio revolucionario y para el conjunto de la clase obrera;
– necesidad de tener criterios;
– necesidad de pronunciarse;
– rechazo de toda precipitación;
– necesidad de la discusión más profunda posible sobre las cuestiones cruciales enfrentadas por el proletariado.

Para construir un organismo sano, el futuro Partido Mundial, hay que tener un método sano. Estas Conferencias a través de sus puntos fuertes como a través de sus debilidades, habrán enseñado a los revolucionarios que “no ha de contrariarnos aprender”, como decía Rosa Luxemburg, en que consiste tal método»[19].

Sven


[1] Lutte ouvrière (LO), la principal organización trotskista de Francia, celebra anualmente un encuentro cerca de París, que tiene que ver más con una fiesta campestre que con un acontecimiento político. Para dar una imagen de tolerancia política, están autorizadas toda una serie de organizaciones de «izquierda» a tener stands para la venta de su prensa y a organizar reuniones públicas cortas para defender sus posiciones. La CCI ha participado siempre en estas «fiestas» con el fin defender las posiciones internacionalistas y denunciar la naturaleza antiobrera de los trotskistas. Hace tres años se produjo un incidente más fuerte que los de costumbre: un camarada de la CCI, durante un forum de discusión, desenmascaró las tentativas de LO de negar que había apoyado la campaña electoral de Mitterrand en 1981, de forma que la duplicidad de LO apareció claramente. Desde entonces la CCI tiene prohibido vender sus publicaciones o defender sus posiciones.

[2] Los textos y los Actas de estas Conferencias pueden obtenerse escribiendo a nuestras direcciones. Además hemos tratado en repetidas ocasiones las principales cuestiones planteadas por las Conferencias en los diferentes números de nuestra Revista internacional.

[3] Estas Conferencias fueron formalmente realizadas a iniciativa de BC. Pero BC no era el único grupo que participaba de la preocupación por el reagrupamiento. Revolution internationale, que se convertiría más tarde en la sección en Francia de la CCI, había lanzado ya un llamamiento a BC para que, en tanto que grupo histórico en el seno del proletariado, ella impulsara un trabajo de reagrupamiento de las dispersas fuerzas proletarias. En 1972, a iniciativa de Internationalism (más tarde sección en USA de la CCI) se inició un esfuerzo de Conferencias y de correspondencias que dieron como resultado, de un lado la formación de la CWO y de otro de la CCI en 1975.

[4] Si incluimos a los grupos que participaron por escrito y al menos en una Conferencia una vez, podemos citar a FOR, Fur Komunismen et Forbundet Arbetarmakt, de Suecia; Nuclei Leninisti Internazionalisti y Il Leninista, de Italia; Organisation communiste revolutionnaire internationaliste, de Argelia; GCI, L’Eveil internationaliste de Francia.

[5] Boletin preparatorio nº 1 de la 3ª Conferencia de grupos de la Izquierda Comunista (Noviembre 1979).

[6] A los Grupos internacionalistas de la Izquierda comunista, Milán, Abril 1976; en Textos y síntesis de la Conferencia internacional organizada por el PCInt (BC) en Milan, los días 30 Abril y 1 de Mayo de 1977.

[7] Segunda carta circular del PCInt (BC) a los grupos comunistas a propósito de un eventual encuentro internacional; Milán 15 de Junio 1976, en Textos y síntesis... (ídem nota anterior).

[8] Segunda conferencia de los grupos de Izquierda comunista: Textos preparatorios, resumen, correspondencia. Paris, Noviembre 1978.

[9] Acto seguido de nuestra «exclusión» de las Conferencias, en un artículo titulado: «El sectarismo, una herencia de la contra-revolución a superar», escribíamos:
«... Sectario, es para los revolucionarios, negar su existencia. Los comunistas nada tiene que esconder ante su clase. Frente a ella, de la que pretenden ser su vanguardia, asumen de forma responsable sus actos y sus convicciones. Por ello las próximas Conferencias han de romper con los hábitos «silenciosos» de las tres conferencias precedentes. Deberán saber afirmar y asumir CLARAMENTE, explícitamente, en textos y resoluciones cortas y precisas, y no en un centenar de páginas de actas, los resultados de sus trabajos, tanto se trate de esclarecer DIVERGENCIAS, como de POSICIONES COMUNES, compartidas por el conjunto de grupos. La incapacidad de las Conferencias pasadas para exponer claramente el contenido real de las divergencias ha sido una manifestación de su debilidad.
El celoso silencio de la 3ª Conferencia sobre la cuestión de la guerra es una vergüenza.
Las próximas Conferencias deberán saber asumir sus responsabilidades, si quieren ser viables» (...)  “¡Pero,  ¡atención!”, nos dicen los grupos partidarios del silencio. ¡“Nosotros no firmamos con cualquiera”!, ¡“Nosotros no somos oportunistas”!. Y nosotros les respondemos: el oportunismo es traicionar los principios a la primera oportunidad. Lo que nosotros proponemos no es traicionar un principio (el internacionalismo), SINO AFIRMARLO CON EL MAXIMO DE NUESTRAS FUERZAS». Revista internacional, nº 22, 3er Trimestre de 1980 (en francés).

[10] Respuesta de BC al «Llamamiento a los grupos políticos proletarios» de la CCI (1983).

[11] No podemos tratar aquí la triste historia de la 4ª Conferencia internacional. Remitimos a los lectores a los números 40 y 41 de la Revista internacional (edición en francés).

[12] Communist Review, nº 3, (1985).

[13] Workers Voice, nº 65.

[14] Workers Voice, nº 65.

[15] Communist Review, nº 3 (1985).

[16] Workers Voice, nº 53, septiembre 1990.

[17] Workers Voice, nº 55, el subrayado es nuestro.

[18] Puede ser, y es ya el caso. Los últimos números de Workers Voice, no contienen las «contribuciones regulares» del CBG que se anunciaban.

[19] Carta de la CCI a la CE del PCInt, tras la 3ª Conferencia, en 3ª Conferencia de los grupos de la Izquierda comunista, Mayo 1980; Proceso Verbal (Enero 1981).

Corrientes políticas y referencias: 

  • Bordiguismo [5]
  • Tendencia Comunista Internacionalista (antes BIPR) [6]
  • Battaglia Comunista [7]
  • Communist Workers Organisation [8]

VII - El estudio de El Capital y los Principios del comunismo (2a parte)

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– Segunda Parte –

EN la primera parte de este capítulo (Revista internacional, nº 75), empezamos a examinar el contexto histórico en el que Marx situó la sociedad capitalista: como el último de una serie de sistemas de explotación y alienación, como una forma de organización social no menos transitoria que el esclavismo romano o el feudalismo medieval. Señalamos que, en este marco, el drama de la historia humana podría considerarse a la luz de la dialéctica entre los lazos sociales originales de la humanidad, y el crecimiento de las relaciones mercantiles que, al mismo tiempo, han disuelto esos lazos, y han preparado el terreno para una forma más avanzada de comunidad humana. En la sección que sigue, nos concentramos en el análisis del propio capital que hizo Marx en su madurez -de su naturaleza interna, de sus contradicciones insolubles, y de la sociedad comunista destinada a suplantarlo.

Desvelando el misterio de la mercancía

Seguramente es imposible para cualquiera acercarse a El Capital, y sus distintos esbozos y anexos, desde los Grundrisse hasta las Teorías de la plusvalía, sin cierta emoción. Esta gigantesca hazaña intelectual, esta obra «por la que he sacrificado salud, felicidad y familia» (Marx a Meyer, 30 de abril de 1867), ahonda en el más extraordinario detalle sobre los orígenes de la sociedad burguesa, examina en toda su concreción las operaciones día a día del capital, desde la planta de fabricación hasta el sistema de crédito, «desciende» a las cuestiones más generales y abstractas sobre la historia humana y las características de la especie humana, sólo para «ascender» de nuevo a lo concreto, a la dura y cruda realidad de la explotación capitalista. Pero, aunque ésta es una obra que exige considerable concentración y esfuerzo mental de sus lectores, de ninguna manera es una obra académica, jamás es una mera descripción, o un ejercicio de aprendizaje escolar en interés propio. Como Marx insistió tan a menudo, es al mismo tiempo una descripción y una crítica de la economía política burguesa. Su objetivo no era simplemente clasificar, categorizar o definir las características del capital, sino señalar el camino de su destrucción revolucionaria. Como Marx planteó, en su habitual lenguaje colorido, El Capital es «seguramente el proyectil más aterrador que jamás se haya disparado a las cabezas de la burguesía» (carta a Becker, 17 de Abril de 1867).

Nuestro objetivo en este artículo no es, y no podría ser, examinar El Capital y sus trabajos adyacentes sobre economía política con gran detalle. Es simplemente entresacar lo que nos parece que son sus temas centrales, para enfatizar su contenido revolucionario, y por tanto comunista. Empezamos, como Marx empezó, con la mercancía.

En la primera parte de este artículo, recordamos que, desde el punto de vista de Marx, la historia del hombre no es sólo la crónica del desarrollo de sus capacidades productivas, sino también la crónica de su creciente autoestrangulamiento, de una alienación que ha alcanzado su colmen en el capitalismo y en el sistema de trabajo asalariado. En El Capital esta alienación se trata desde varios ángulos, pero quizás su aplicación más significativa está contenida en el concepto del fetichismo de las mercancías; y en gran medida, El Capital mismo es una tentativa de exponer, de penetrar y de superar este fetichismo.

Según Marx en el capítulo que abre El Capital, la mercancía se aparece al género humano como «una cosa misteriosa» (Vol. I, cap. 1) tan pronto como se considera más que un artículo inmediato de consumo –es decir, cuando se considera desde el punto de vista, no de su mero valor de uso, sino de su valor de cambio. Cuanto más se subordina la producción de objetos materiales a las necesidades del mercado, de la compraventa, más ha perdido de vista el género humano los objetivos reales y los motivos de la producción. La mercancía ha hechizado a los productores, y este hechizo nunca ha sido tan potente, este «mundo encantado y pervertido» (vol III, apéndice) nunca se ha desarrollado tanto, como en la sociedad de la producción universal de mercancías, el capitalismo –la primera sociedad de la historia en que las relaciones mercantiles han penetrado hasta el mismo corazón del sistema productivo, de manera que la propia fuerza de trabajo se ha convertido en una mercancía. Así es cómo Marx describe el proceso por el que las relaciones mercantiles han llegado a hechizar las mentes de los productores:

«... en el acto de ver se proyecta efectivamente luz desde una cosa, el objeto exterior, en otra, el ojo. Es una relación física entre cosas físicas. Por el contrario, la forma de mercancía y la relación de valor entre los productos del trabajo no tienen absolutamente nada que ver con la naturaleza física de los mismos ni con las relaciones, propias de cosas, que se derivan de tal naturaleza. Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquellos. De ahí que para hallar una analogía pertinente, debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil.» (El Capital, ed. S. XXI, Madrid 1975, Vol. III).

Para Marx, descubrir y derrocar la mercancía-fetiche era crucial a dos niveles. Primero, porque la confusión que las relaciones mercantiles sembraban en las mentes humanas, hacía extremadamente difícil comprender el funcionamiento real de la sociedad burguesa, incluso para los más estudiosos y agudos teóricos de la clase dominante. Y segundo, porque una sociedad que estaba gobernada por la mercancía era necesariamente una sociedad condenada a escapar al control de los productores; no sólo en un sentido estático y abstracto, sino también en el sentido de que semejante orden social empujaría eventualmente a toda la humanidad a la catástrofe, a menos que fuera sustituida por una sociedad que desterrara el valor de cambio en favor de la producción para el uso.

El secreto de la plusvalía

Los economistas políticos burgueses habían reconocido por supuesto que el capitalismo era una sociedad basada en la producción para el beneficio; algunos de ellos habían reconocido la existencia de antagonismos de clase e injusticias sociales dentro de esta sociedad. Pero ninguno había sido capaz de discernir los verdaderos orígenes del beneficio capitalista en la explotación del proletariado. Otra vez el fetichismo de las mercancías: en contraste con el esclavismo clásico, o el feudalismo, en el capitalismo no hay explotación institucionalizada, no hay servidumbre no remunerada, no hay propiedad legal de un ser humano por otro, no hay días fijados para trabajar en las propiedades del señor. Según el buen juicio y sentido común de la consideración del pensamiento burgués, el capitalista compra el «trabajo» del obrero, y le da, en compensación, «una remuneración justa». Si se desprende algún beneficio de este intercambio, o de la producción capitalista en general, su función es simplemente cubrir los costos y el esfuerzo gastados por el capitalista, que parecen bastante considerables también. Este beneficio podría producirlo el capitalista «comprando barato y vendiendo caro», es decir, en el mercado, o por medio de la «abstinencia» del propio capitalista, o como en la teoría de Senior, en la «última hora de trabajo».

Lo que Marx demostró, sin embargo, con su análisis de la mercancía, es que el origen del beneficio capitalista se asienta en una verdadera forma de esclavismo, en el tiempo de trabajo impagado que se extrae al obrero. Por esto Marx empieza El Capital con un análisis de los orígenes del valor, explicando que el valor de una mercancía está determinado por la cantidad de tiempo de trabajo contenida en su producción. Así pues, Marx se situaba en continuidad con la economía política burguesa clásica (aunque los modernos «expertos» económicos nos dirán que la teoría del valor del trabajo no es más que una encantadora antigualla –lo que es una expresión de la absoluta degeneración de la «ciencia» económica burguesa en esta época). Pero el logro de Marx fue su capacidad para profundizar en la investigación de la mercancía particular fuerza de trabajo (no trabajo en abstracto, como la burguesía lo considera siempre, sino la capacidad de trabajar del obrero, que es lo que el capitalista adquiere realmente). Esta mercancía, como cualquier otra, «cuesta» la cantidad de tiempo de trabajo necesario para reproducirla –en este caso, para cubrir las necesidades básicas del obrero, tales como alimentarse, vestirse, etc. Pero la fuerza de trabajo viva, contrariamente a las máquinas que pone en funcionamiento, posee la característica única de ser capaz de crear más valor en un día de trabajo, del que se requiere para reproducirla. El obrero que trabaja una jornada de 8 horas, puede que no pase más de 4 horas trabajando para sí mismo –el resto se lo da «gratis» al capitalista. Esta plusvalía, cuando se hace real (se realiza) en el mercado, es la verdadera fuente del beneficio capitalista. El hecho de que la producción capitalista es precisamente la extracción, la realización y la acumulación de este plustrabajo usurpado, hace del capitalismo por definición, por su naturaleza, un sistema de explotación de clase, en plena continuidad con el esclavismo y el feudalismo. No es cuestión de si el obrero trabaja una jornada de 8, 10 o 18 horas, de si su ambiente de trabajo es plácido o infernal, de si sus salarios son altos o bajos. Esos factores influyen en la tasa de explotación, pero no en el hecho de la explotación. La explotación no es un subproducto accidental de la sociedad capitalista, el producto de patronos particularmente avariciosos. Es el mecanismo fundamental de la producción capitalista, que no sería concebible sin él.

Las implicaciones de esto son inmediatamente revolucionarias. En el marco del marxismo, todos los sufrimientos, materiales y espirituales, impuestos a la clase obrera, son el producto lógico e inevitable de este sistema de explotación. El Capital es, sin duda, una poderosa acusación moral de la miseria y la degradación que la sociedad burguesa inflinge a la gran mayoría de sus miembros. El libro primero en particular, muestra en gran detalle cómo nació el capitalismo «chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza a los pies» (El Capital, ed S. XXI, Madrid 1975, libro primero, vol. 3); cómo, en su fase de acumulación primitiva, el capital naciente expropió sin miramientos a los campesinos, y castigó con el látigo y el hacha a los vagabundos que él mismo había creado; cómo, tanto en la fase temprana de la manufactura, la fase de la «dominación formal» del capital, como con la instauración del sistema industrial propiamente dicho, la fase de la «dominación real», la «codicia licántropa» de plusvalía de los capitalistas los llevaba, con la fuerza objetiva de una máquina en acción, a los horrores del trabajo infantil, la jornada de 18 horas, y todo el resto. En el mismo trabajo, Marx también denuncia el empobrecimiento interior, la alienación del obrero, reducido a un rodamiento en esta vasta maquinaria, reducido, por el trabajo repetitivo, a un mero fragmento de su verdadero potencial humano. Pero no lo hace con la intención de reivindicar una forma más humana de capitalismo, sino de demostrar científicamente que el propio sistema del trabajo asalariado tiene que llevar a esos «excesos»; que el proletariado no puede mitigar sus sufrimientos confiando en las buenas intenciones y los impulsos caritativos de sus explotadores, sino solamente planteando una resistencia enconada y organizada contra los efectos diarios de la explotación; que esa «masa de la miseria, de la opresión, de la servidumbre, de la degeneración, de la explotación» (Ídem), que inevitablemente se acrecienta, sólo puede eliminarse por «la rebeldía de la clase obrera, una clase cuyo número aumenta de manera constante y que es disciplinada, unida y organizada por el mecanismo mismo del proceso capitalista de producción» (Ídem). En breve, la teoría de la plusvalía prueba la necesidad, la absoluta inevitabilidad, de la lucha entre el capital y el trabajo, clases con intereses absolutamente irreconciliables. Estos son los sólidos cimientos para cualquier análisis de la economía, la política o la vida social capitalista, que sólo puede entenderse clara y lúcidamente desde el punto de vista de la clase explotada, puesto que esta última es la única que tiene un interés material en descorrer el velo de la mistificación con la que el capital se cubre a sí mismo.

Las contradicciones insolubles del capital

Como mostramos en la primera parte de este artículo, el materialismo histórico, el análisis marxista de la historia es sinónimo de la visión de que cada sociedad de clases ha pasado por épocas de ascendencia, en las cuales sus relaciones sociales proveen un marco para el desarrollo progresivo de las fuerzas productivas, y épocas de decadencia, en las cuales las mismas relaciones se han convertido en trabas crecientes para un desarrollo ulterior, y necesitan la emergencia de nuevas relaciones de producción. El capitalismo, según Marx, no era una excepción –al contrario, El Capital, y en realidad toda la obra de Marx, se puede describir justamente como la necrología del capital, un estudio de los procesos que llevan a su fallecimiento y desaparición. Por eso, el «crescendo» del libro primero vol. III, es el pasaje donde Marx predice una época en que «el monopolio ejercido por el capital se convierte en traba del modo de producción que ha florecido con él y bajo él. La concentración de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en que son incompatibles con su corteza capitalista. Se la hace saltar. Suena la hora postrera de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados» (Ídem).

El libro primero de El Capital, sin embargo, es principalmente un estudio crítico de «El proceso de producción del capital». Su objetivo principal es poner al desnudo la naturaleza de la explotación capitalista, y por eso en gran parte se limita a analizar la relación directa entre el proletariado y la clase capitalista, renunciando a un modelo abstracto donde otras clases y formas de producción no tenían importancia. En los libros siguientes, particularmente en el tercero, y en las Teorías de la plusvalía (segunda parte), y también en los Grundrisse, Marx se embarca en la siguiente fase de su ataque a la sociedad burguesa: demostrando que el hundimiento del capital será resultado de las contradicciones enraizadas en el corazón mismo del sistema, en la propia producción de plusvalía.

Ya en la década de 1840, especialmente en El Manifiesto comunista, Marx y Engels habían identificado las crisis periódicas de sobreproducción como presagios de la muerte de la sociedad capitalista. En El Capital y los Grundrisse, Marx dedica un espacio considerable a polemizar contra los economistas políticos burgueses que intentan argumentar que el capitalismo era esencialmente un sistema económico armonioso, en el que cada producto, si todo iba bien, podía encontrar su comprador –es decir que el mercado capitalista podía absorber todas las mercancías elaboradas en el proceso capitalista de producción. Si ocurrían crisis de sobreproducción, continuaban los argumentos de economistas como Say, Mill y Ricardo, eran resultado de un desequilibrio puramente contingente entre la oferta y la demanda, de alguna desafortunada «desproporción» entre un sector y otro; o quizás eran simplemente resultado de que los salarios fueran demasiado bajos. Era posible la sobreproducción parcial, pero no la sobreproducción general. Y cualquier idea de que la crisis de sobreproducción emanara de las contradicciones insolubles del sistema no podía admitirse, porque eso significaba admitir la naturaleza limitada y transitoria del propio modo de producción capitalista:

«La fraseología apologética con que se pretende descartar las crisis tiene impor­tancia en el sentido de que prueba siempre, en realidad, lo contrario de lo que se propone demostrar. Para descartar las crisis, afirma la existencia de una unidad allí donde en realidad existe antagonismo y contradicción. Esto es importante en cuanto que puede afirmarse que con ello prueban, quienes tales dicen, que no existirían las crisis si no existiesen, en realidad, las contradicciones que ellos pretenden escamotear. Pero las crisis existen, en rigor, porque existen estas contradicciones. Todas las razones alegadas por ellos contra las crisis son otras tantas contradicciones escamoteadas, es decir, otras tantas contradicciones reales y, por consiguiente, otras tantas razones en abono de la crisis. El empeño por escamotear las contradicciones es, al mismo tiempo, el reconocimiento de estas contradicciones efectivas, aunque los buenos deseos de algunos se obstinen en negarlas.» (Teorías de la plusvalía, 2, ed. Comunicación, Madrid 1974).

Y en los siguientes párrafos, Marx muestra que la propia existencia del sistema de trabajo asalariado y de la plusvalía, contiene en sí misma las crisis de sobreproducción:

«Lo que en realidad producen los obreros, es plusvalía. Mientras la producen, tienen algo que consumir. Tan pronto como dejan de producirla, su consumo termina, porque termina su producción. Pero cuando tienen algo que consumir, esto no quiere decir, ni mucho menos, que produzcan un equivalente de lo que consumen... cuando se reduce el problema a las relaciones entre consumidores y productores, se olvida que el trabajo asalariado, por una parte, y, por otra, el capitalista, son dos productores completamente distintos; esto sin hablar de los consumidores que no producen nada. Aquí pretende escamotearse también el antagonismo prescindiendo del antagonismo que realmente existe en la producción. La mera relación entre obrero asalariado y capitalista implica:

1º Que la mayoría de los productores (los obreros) son no consumidores (no compradores) de una parte grandísima de su producto, a saber: de los instrumentos de trabajo y de las materias primas;

2º Que la mayoría de los productores, los obreros, sólo pueden consumir un equivalente de lo que producen siempre y cuando que produzcan más de este equivalente, una plusvalía o un producto excedente. Tienen que producir siempre de más, por encima de sus propias necesidades, para poder ser consumidores o compradores dentro de los límites que sus necesidades les trazan» (Ídem).

En pocas palabras, puesto que el capitalista extrae plusvalía del obrero, el obrero siempre produce más de lo que puede comprar. Por supuesto esto no es un problema desde el punto de vista del capitalista individual, ya que siempre puede encontrar un mercado en los obreros de cualquier otro capitalista; y los economistas políticos burgueses es como si se previnieran con sus anteojeras de clase de plantearse el problema desde el punto de vista del capital social total. Pero tan pronto como se considera la cuestión desde este punto de vista (lo que sólo puede hacer un teórico del proletariado), el problema se hace entonces fundamental. Marx explica esto en los Grundrisse:

«... la relación de un capitalista con los trabajadores de otro capitalista no nos concierne aquí. Sólo muestra las ilusiones de cada capitalista, pero no altera en nada la relación general del capital con el trabajo. Cualquier capitalista sabe esto respecto a su trabajador, que no se relaciona con él como el productor con el consumidor, y que por tanto, quiere limitar su consumo, es decir, su capacidad de intercambiar, su salario, tanto como sea posible. Por supuesto que le gustaría que los trabajadores de otros capitalistas fueran los mayores consumidores en la medida de lo posible de su propia mercancía. Pero la relación de cada capitalista con sus propios trabajadores es la relación del capital con el trabajo como tal, la relación esencial. Pero así es justamente cómo surge la ilusión –cierta para los capitalistas individuales en tanto que distintos de todos los demás– de que, aparte de sus trabajadores, el resto del conjunto de la clase obrera se les confronta como consu­midores y participantes en el intercambio, como quien gasta dinero, y no como trabajadores. Se ha olvidado que, como dice Malthus, «la misma existencia de beneficio respecto de cualquier mercancía presupone una demanda exterior a la del trabajador que la ha producido», y de ahí que la demanda del propio trabajador no pueda ser nunca una demanda adecuada. Puesto que una producción pone otra en marcha y por tanto crea consumidores para sí mismo en los trabajadores del capital ajeno, a cada capitalista individual le parece que la demanda de la clase obrera garantizada por la producción, es una «demanda adecuada». Por una parte, esta demanda que la producción misma posibilita conduce, y tiene que conducir, más allá de la proporción en la que habría que producir respecto a los trabajadores; por otra parte, si la demanda exterior a la de los trabajadores desaparece o se reduce, sucede el colapso» (capítulo sobre el capital, cuaderno de notas IV).

Si la clase obrera, considerada globalmente, no puede proveer un mercado adecuado para la producción capitalista, el problema tampoco puede resolverse por la venta de los productos de unos capitalistas a otros:

«Si finalmente se dice que los capitalistas sólo pueden intercambiar y consumir sus mercancías entre ellos, entonces se pierde de vista totalmente la naturaleza del modo de producción capitalista; y también se olvida el hecho de que se trata de aumentar el valor del capital, no de consumirlo» (El Capital, libro tercero). Puesto que el objetivo del capital es la expansión del valor, su reproducción a una escala cada vez más amplia, requiere un mercado constantemente en expansión, una «expansión de la esfera exterior de la producción» (Ídem), por lo que, en su periodo ascendente, el capitalismo se vio impulsado a conquistar el globo y someterlo cada vez más a sus leyes. Pero Marx era bien consciente de que este proceso de expansión no podía continuar indefinidamente: en algún momento la producción capitalista encontraría los límites del mercado, tanto en sentido geográfico como social, y entonces quedaría claro lo que Ricardo y los otros se negaban a admitir: «que el modo de producción burgués contiene en sí mismo una traba al libre desarrollo de las fuerzas productivas, una traba que sale a la superficie durante las crisis y, en particular, en la sobreproducción –el fenómeno básico en las crisis» (Teorías de la plusvalía, 2ª ed comunicación, Madrid 1974).

Igual que los economistas burgueses se veían obligados a negar la realidad de la sobreproducción, también estaban preocupados por otra contradicción básica contenida en la producción capitalista: la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.

Marx localizó los orígenes de esta tendencia en la necesidad imperiosa de competir de los capitalistas, de revolucionar constantemente los medios de producción, es decir, de aumentar la composición orgánica del capital, la relación entre el trabajo muerto, contenido en las máquinas, que no produce nuevo valor, y el trabajo vivo del proletariado. Las consecuencias contradictorias de tal «progreso» se resumen como sigue:

«... con ello queda demostrado, a partir de la esencia del modo capitalista de producción y como una necesidad obvia, que en el progreso del mismo la tasa media general del plusvalor debe expresarse en una tasa general decreciente de ganancia. Puesto que la masa del trabajo vivo empleado siempre disminuye en relación con la masa del trabajo objetivado que aquél pone en movimiento, con los medios de producción productivamente consumidos, entonces también la parte de ese trabajo vivo que está impaga y que se objetiva en plusvalor debe hallarse en una proporción siempre decreciente con respecto al volumen de valor del capital global empleado. Esta proporción entre la masa de plusvalor y el valor del capital global empleado constituye, empero, la tasa de ganancia, que por consiguiente debe disminuir constantemente» (El Capital, libro tercero, vol. VI, ed s. XXI, Madrid 1987).

Lo que preocupaba de nuevo a los economistas políticos burgueses más serios, como Ricardo, sobre este fenómeno, era su naturaleza ineludible, el hecho de que: «la tasa de ganancia, el principio estimulante de la producción capitalista, la premisa fundamental y la fuerza conductora de la acumulación, se vería en peligro por el propio desarrollo de la producción», porque esto implica otra vez que la producción capitalista «halla en el desarrollo de las fuerzas productivas una barrera que nada tiene que ver con la producción de la riqueza en cuanto tal; y esta barrera peculiar atestigua la limitación y el carácter solamente histórico y transitorio del modo capitalista de producción; atestigua que éste no es un modo de producción absoluto para la producción de la riqueza, sino que, por el contrario, llegado a cierta etapa, entra en conflicto con el desarrollo ulterior de esa riqueza» (El Capital, libro tercero, vol VI, ed S XXI, Madrid 1987).

La obra inacabada de Marx

El Capital es necesariamente una obra inacabada. No sólo porque Marx no vivió lo bastante para completarla, sino también porque se escribió en un periodo histórico en que las relaciones sociales capitalistas todavía no se habían convertido en una barrera definitiva para el desarrollo de las fuerzas productivas. Y seguramente no está desligado de esto el hecho de que, cuando Marx define el elemento básico de las crisis capitalistas, a veces enfatiza la sobreproducción, y a veces la caída de la tasa de ganancia, aunque nunca hay una separación mecánica y rígida entre las dos: por ejemplo, el capítulo del Libro tercero dedicado a las consecuencias de la caída de la tasa de ganancia (ver capítulo XV del Libro tercero, vol. VI, op. cit., «Desarrollo de las contradicciones internas de la ley») también contiene algunos de los más esclarecedores pasajes sobre el problema del mercado. Sin embargo esta aparente laguna o inconsistencia en la teoría de la crisis de Marx, ha llevado, en la época actual de decadencia del capitalismo, a la emergencia en el seno del movimiento revolucionario, de diferentes teorías sobre los orígenes de esta decadencia. No es sorprendente que se agrupen en dos líneas principales: las que se basan en el trabajo de Rosa Luxemburg, que destaca el problema de la realización, y las que se basan en los trabajos de Grossman y Mattick, que ponen el énfasis en la caída de la tasa de ganancia.

Este no es el lugar para un examen detallado de esas teorías, que es un trabajo que al menos ya hemos iniciado en otras partes (ver en particular «Marxismo y teorías de la crisis», Revista internacional nº 13). En este punto simplemente queremos reiterar porqué, para nosotros, la forma de abordar el problema de Luxemburg es la más coherente.

«En negativo», porque la teoría de Grossman y Mattick, que niega el carácter fundamental del problema de la realización, parece volver a los economistas políticos burgueses que Marx denunció por defender que la producción capitalista crea un mercado suficiente para sí misma. Al mismo tiempo, los que se adhieren a la teoría de Grossman-Mattick, a menudo recurren a los argumentos de economistas revisionistas como Otto Bauer, a quien Luxemburg ridiculizó en su Anticrítica por argumentar que los esquemas matemáticos abstractos sobre la reproducción ampliada que Marx construyó en El Capital, Libro segundo, «solucionaban» el problema de la realización, y que el planteamiento global de Rosa Luxemburg era una simple incomprensión, suscitando un falso problema.

En un sentido más positivo, el planteamiento de Rosa Luxemburg proporciona una explicación para las condiciones históricas que determinan concretamente la irrupción de la crisis permanente del sistema: cuanto más integra el capitalismo en su esfera de influencia las áreas no capitalistas, cuanto más crea un mundo a su propia imagen, menos capacidad tiene de extender el mercado y de encontrar nuevas salidas para la realización de la porción de plusvalía que no pueden realizar ni los capitalistas ni el proletariado. La incapacidad del sistema para expandirse como en el pasado abre paso a la nueva época del imperialismo y las guerras interimperialistas, marcando el fin de la misión históricamente progresiva del capitalismo y la amenaza para la humanidad de hundirse en la barbarie. Todo esto, como ya hemos visto, estaba enteramente en línea con el problema del mercado planteado por Marx en su crítica de la economía política.

Al mismo tiempo, mientras la postura de Grossman y Mattick, al menos en su forma más pura, niegan simplemente la cuestión en su totalidad, el método de Rosa Luxemburgo nos permite ver cómo el problema de la caída de la tasa de ganancia se hace más y más agudo a medida que el mercado mundial no encuentra a su alrededor nuevos campos de expansión: si el mercado está saturado la posibilidad de compensar la caída de la tasa de ganancia se ve cerrada. Por ejemplo: el decrecimiento de la masa de valor contenida en cada mercancía compensado por un aumento de la masa de ganancias, produciendo y vendiendo más mercancías, conduce, por el contrario, a una exacerbación del problema de la sobreproducción. Aquí vemos de manera evidente que las dos grandes contradicciones descubiertas por Marx actúan una sobre la otra agravando las dos, profundizando la crisis y haciéndola más explosiva.

«En la crisis del mercado mundial, las contradicciones y el antagonismo de la producción burguesa se manifiestan de forma más violenta» (Teorías de la plusvalía, parte 2, capítulo XVII). Esto se evidencia con el desastre económico que hace estragos en el mundo capitalista desde hace 25 años. A pesar de todos los mecanismos que el capitalismo ha instalado para atenuar la crisis, a pesar de haber hecho trampa con las consecuencias de sus propias leyes (montañas de deudas, intervención del Estado, organización de instituciones de comercio y control financiero), esta crisis tiene todas las características de la crisis de sobreproducción, revelando como nunca antes se había visto el absurdo y la irracionalidad del sistema económico burgués.

En esta crisis enfrentamos, en un grado mucho mayor que en el pasado, con el absurdo contraste entre el enorme potencial de riqueza y desarrollo que promete el desarrollo de las fuerzas productivas y la actual miseria y sufrimiento inducidos por las relaciones sociales de producción. Hablando técnicamente, el mundo entero podría tener suficiente alimento y vivienda: en lugar de morir de hambre millones de seres mientras que muchos alimentos son arrojados al océano y los agricultores son pagados por no cultivar, a la vez que inimaginables recursos científicos y financieros son arrojados al abismo de la producción militar y la guerra; en lugar de crecer el número de los sin casa a la vez que los trabajadores de la construc­ción son forzados al paro y la mendicidad; mientras que millones de obreros se ven obligados a trabajar más y más intensamente con horarios cada vez más largos por las necesidades de la competencia capitalista, millones de compañeros suyos son arrojados al paro sumidos en la pobreza y la inactividad. Todo esto es causado por la locura de la crisis de sobreproducción. Una sobreproducción, como subraya Marx, que no se produce en relación a las necesidades humanas sino en relación a la capacidad de pago. “No se producen demasiadas subsistencias en proporción con la población existente. Al contrario. Se produce demasiado poco para satisfacer decente y humanitariamente a la masa de la población... Pero, periódicamente, se producen demasiados medios de trabajo y demasiadas subsistencias para poderlas hacer funcionar como medios de explotación de los obreros, a base de cierta cuota de beneficio. Se producen demasiadas mercancías para poder realizar y volver a convertir en capital nuevo el valor y la plusvalía que en sí encierran en las condiciones de distribución y consumo implicadas en la producción capitalista... No se produce demasiada riqueza. Pero periódicamente se produce demasiada riqueza bajo sus formas capitalistas, contradictorias” (El Capital volumen 3, capítulo XV, edición española EDAF 1970).

Para decirlo brevemente, la crisis de sobreproducción, la cual no puede ser atenuada ya mediante una expansión del mercado, ponen de manifiesto el hecho de que las fuerzas productivas ya no son compatibles con su envoltorio capitalista y que este envoltorio debe ser hecho pedazos. El fetichismo de las mercancías, la tiranía del mercado, deben ser rotos por la clase obrera, la única fuerza social capaz de tomar las fuerzas productivas existentes para orientarlas hacia la satisfacción de las necesidades humanas.

El comunismo: una sociedad sin intercambio

La definición que hace el Marx “maduro” del comunismo está desarrollada a dos niveles interconectados entre sí. El primero deriva de su crítica del fetichismo de la mercancía, del hecho que la sociedad está gobernada por leyes misteriosas, por fuerzas no humanas, atrapada en las terribles consecuencias de sus contradicciones internas. Es la respuesta que da Marx al proyecto que anuncia ya en 1843 con La cuestión judía: que la emancipación humana requiere que los hombres reconozcan y organicen sus propias potencias en lugar de ser dominados por ellas. Subraya la solución de las contradicciones insolubles del régimen mercantil: un organización esencialmente simple de la sociedad donde las divisiones basadas en la propiedad privada hayan sido superadas, donde la producción se dirija a la satisfacción de las necesidades humanas y no a la obtención de la ganancia, donde el cálculo del tiempo de trabajo no tengan como fin hundir a cada obrero individual y a la clase obrera en sus conjunto sino que busque saber cuánto tiempo se necesita para satisfacer todos los tipos de necesidades.

“El proceso de vida social, el cual está basado en el proceso material de producción, no será desnudado de su velo místico hasta que no sea tratado como producción de la libre asociación de los hombres, conscientemente regulado por ellos de acuerdo a un plan” (El Capital, volumen 1, capítulo I).

“Vamos a dibujar una comunidad de individuos libres, que determinan su trabajo con los medios de producción puestos en común, en el cual la potencia de trabajo de los diferentes individuos es conscientemente utilizada por la potencia combinada de toda la comunidad. Todas las características del trabajo de Robinson se ven aquí repetidas pero con una diferencia: que son sociales en lugar de ser individuales. Todo lo producido por él era consecuencia de su trabajo personal y únicamente constituía un objeto de uso para él mismo. La producción total de la comunidad es un producto social. Una porción sirve como medios directos de producción y permanece como actividad social. Pero otra porción es consumida por los miembros de la sociedad como medios de subsistencia. Una distribución de esta porción entre ellos es consecuentemente necesaria. El modo en que se hace esta distribución variará con la organización productiva de la comunidad y el grado de desarrollo histórico alcanzado por los productores. Podemos asegurar, simplemente para mantener el paralelismo con la producción mercantil, que la parte que cada individuo productor recibe en medios de subsistencia está determinada por su tiempo de trabajo. El tiempo de trabajo podría, en este caso, jugar un doble papel. Su aportación realizada de acuerdo con un plan socialmente establecido mantiene la apropiada proporción entre las diferentes clases de trabajo realizadas según las diferentes demandas de la comunidad. Por otra parte, sirve también como medida de la porción de trabajo común aportada por cada individuo, a la vez que de la parte que le corresponde del total de la producción social. Las relaciones sociales entre los individuos son de esta manera completamente claras e inteligibles tanto a nivel de la producción como de la distribución” (Ibíd.)[1].

Para todos estos rasgos transparentemente simples, incluso obvios, es necesario que los marxistas insistamos en la definición mínima del comunismo para luchar contra el falso socialismo que durante tiempo ha hecho estragos en el movimiento obrero. En los Grundisse, por ejemplo, hay una larga polémica contra las fantasías prudonianas sobre un socialismo basado en un cambio justo, un sistema donde los trabajadores serían pagados de acuerdo con todo el valor que producen y el dinero sería reemplazado por una forma de no dinero como medio de cambio. Contra todo esto Marx insiste que “es imposible abolir el dinero mientras el valor de cambio permanezca como la forma social de los productos” (capítulo sobre el dinero) y que en la verdadera sociedad comunista “el trabajo de cada cual es una parte del trabajo social total. Esto quiere decir que cualquiera que sea la forma material del producto que crea o ayuda a crear, lo que recibe por este trabajo no es un producto específico o particular, sino una parte del conjunto de la producción común. No tiene ningún producto a intercambiar. Su producto no es un valor de cambio” (Ibíd.).

En los tiempos de Marx, cuando criticaba “la idea de ciertos socialistas según la cual hace falta el capital pero no los capitalistas” (Grundisse, Capítulo sobre el Capital, libro de notas Vº) se estaba refiriendo a elementos confusos dentro del movimiento obrero. Sin embargo, en el período del declive capitalista, tales ideas no son simplemente una equivocación sino que se han convertido en un arma del arsenal de la contrarrevolución. Uno de los rasgos distintivos del ala izquierda del capital (desde los “socialistas” pasando por los estalinistas y terminando con los radicales trotskistas) es que identifican el socialismo como un capitalismo sin capitalistas privados, un sistema donde el capital ha sido nacionalizado y la fuerza de trabajo estatificada y donde la producción mercantil reina no a una escala nacional sino como relación entre las diversas “naciones socialistas”. Naturalmente, como hemos visto en el sistema estalinista del viejo bloque del Este, tal sistema no evita ninguna de las contradicciones del capital y por ello ha sufrido un brutal colapso como cual­quiera de las formas de la sociedad burguesa.

El reino de la libertad

Más adelante, Marx describe las bases materiales de la libertad comunistas, sus prerrequisitos básicos:

“En este dominio, la única libertad posible es que el hombre social, los productores asociados, regulen racionalmente sus intercambios con la naturaleza, los controlen en su conjunto, en lugar de ser dominados por su poder ciego y los lleven a cambio con el mínimo gasto de fuerza y en las condiciones más dignas, más de acuerdo con la naturaleza humana. Pero esto actividad constituirá siempre el reino de la necesidad. Más allá, comienza el desarrollo de las fuerzas humanas como fin en sí, el verdadero reino de la libertad, que sólo puede extenderse fundándose sobre el otro reino, sobre la otra base, la de la necesidad” (El Capital, volumen III capítulo XLVIII parte 3ª).

El verdadero objetivo del comunismo no es simplemente una libertad en negativo respecto a la dominación de las leyes económicas, sino la libertad positiva consistente en desarrollar el potencial humano para sí mismo y por sí mismo. Como ya pusimos en evidencia anteriormente, este lejano proyecto fue anunciado por Marx en sus primeros trabajos, particularmente en sus Manuscritos económico-filosóficos y nunca se desvió de esa línea en sus últimos trabajos.

El pasaje que acabamos de citar viene precedido por la siguiente declaración: “El reino de la libertad comienza allí donde se cesa de trabajar por necesidad y por la coacción impuesta desde el exterior; se sitúa pues, por naturaleza, más allá de la esfera de producción material propiamente dicha” (ídem.). Esto es verdad sí se mira el enorme desarrollo de la productividad del trabajo bajo el capitalismo y el grado de automatización de la producción (lo cual fue claramente vislumbrado por Marx en numerosos pasajes de los Grundisse), todo lo cual hace posible reducir al mínimo el tiempo y la energía gastados en tareas repetitivas y monótonas. Pero cuando Marx comienza a examinar el contenido de la libre actividad característica de la humanidad comunista, reconoce que tal actividad podrá superar la rígida separación entre tiempo libre y tiempo de trabajo.

“No hace falta decir, por tanto, que el tiempo de trabajo directo no puede constituir una antítesis abstracta del tiempo libre tal y como aparece en la perspectiva de la economía burguesa. El trabajo no puede convertirse en un juego, como quería Fourier, aunque permanece su gran contribución de haber expresado la suspensión, no de la distribución sino del modo de producción mismo, en su forma más alta, como su último objeto. El tiempo libre –el cual a la vez es tiempo inactivo y tiempo para la más alta actividad– ha transformado a su poseedor bajo otro proceso de producción en un sujeto diferente. Este proceso es a la vez disciplina, viendo al ser humano en su proceso de transformación, y, por otra parte, práctica, ciencia experimental, materialmente creativa y ciencia objetiva, viendo al ser humano ya transformado, en todo lo que existe de conocimiento acumulado de la sociedad. Para ambos, tanto como el trabajo requiere uso práctico de las manos y libre movimiento del cuerpo, como en la agricultura, al mismo tiempo que ejercicio” (Grundisse, Capítulo sobre el Capital, cuaderno VII).

Asi, Marx critica a Fourier por pensar que el trabajo puede convertirse en una mera diversión (una confusión mantenida viva por los sucesores de Fourier que actúan en los márgenes del movimiento revolucionario, tales como los situacionistas). Frente a ello ofrece no un gris o mundano objetivo sino una perspectiva más épica, más grande, señalando que “la superación de los obstáculos es, en sí mismo, una actividad liberadora– y, además, la expresión externa se convierte en semblanza de algo más que las urgencias naturales externas y se plantea como el objetivo del individuo en sí mismo– su autorealización, objetivación del sujeto, auténtica libertad, cuya acción es, precisamente, trabajo” (Grundisse, capítulo sobre el Capital, cuaderno VI). Y de nuevo: “El verdadero trabajo libre, constituye al mismo tiempo lo más serio, el ejercicio más intenso” (Ibíd.). La visión mundial de la primera clase laboriosa que es a la vez una clase revolucionaria y el reconocimiento del trabajo como una forma específica de actividad humana, permiten al marxismo superar la idea del ser humano según la cual únicamente buscaría un “placer” en oposición abstracta al trabajo. En ello afirma que la humanidad podrá encontrar su verdadera plenitud bajo la forma de creación activa, una inspirada fusión de trabajo, ciencia y arte.

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En la próxima parte de esta serie, seguiremos el paso de Marx desde el mundo abstracto de los estudios económicos al mundo práctico de la política, en el período que culmina con la primera revolución proletaria de la historia, la Comuna de París. Con ello analizaremos el desarrollo de la comprensión marxista sobre el problema político por excelencia: el Estado y cómo desprenderse de él.

CDW


[1] Volveremos en otro artículo sobre la cuestión del tiempo de trabajo como medida del consumo individual. Pero debemos hacer notar que aquí el tiempo de trabajo no domina al trabajador o a la sociedad; la sociedad lo utiliza conscientemente como medio de planificar racionalmente la producción y la distribución de valores de uso. Y, como Marx señala en los Grundisse, su riqueza real ya no se mide en términos de tiempo de trabajo sino en términos de tiempo disponible. 

 

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [9]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • El marxismo: la teoría revolucionaria [10]

Cuestiones teóricas: 

  • Alienación [11]
  • Comunismo [12]
  • Economía [13]

Revista internacional n° 77 - 2o trimestre de 1994

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Situación internacional - ¿Quién provoca la guerra en la antigua Yugoslavia?

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Situación internacional

¿Quién provoca la guerra en la antigua Yugoslavia?

Los responsables son, como en el resto del mundo, las grandes potencias imperialistas

En este invierno, especialmente en febrero, la guerra imperialista en Yugoslavia ha pasado a un plano superior, más dramático. Se ha agudizado lo que el mundo capitalista se juega en esta guerra. Fue la matanza del mercado de Sarajevo. Ha sido la intervención militar directa de Estados Unidos y Rusia. Mientras tanto, la barbarie guerrera y los conflictos regionales invaden el planeta entero: desde las repúblicas del sur y del este de la difunta URSS, Afganistán, Oriente próximo, hasta Camboya y África. Se va extendiendo al mismo tiempo la crisis económica y sus estragos se ceban en millones de seres humanos. También en este plano estamos ante un atolladero, cercanos a la catástrofe en un futuro de inevitable caída dramática en una miseria que se extiende por el planeta, lo cual además alimentará nuevos conflictos, hará prender nuevas guerras. El capitalismo arrastra al mundo a la desolación y la destrucción. La guerra en la antigua Yugoslavia no es ni mucho menos una guerra de otros tiempos, del pasado, ni de un período transitorio, el precio que pagar para acabar con el estalinismo, sino una guerra imperialista de hoy, de la situación surgida tras la desaparición del bloque del Este y de la URSS. Una guerra de la fase de descomposición del capitalismo decadente. Una guerra que es el anuncio del único porvenir que el capitalismo pueda ofrecer a la humanidad.

Como mínimo 200 000 muertos, y ¿cuántos inválidos, cuántos heridos? Ése es el tributo que está pagando la población en Bosnia y en la antigua Yugoslavia en aras del los nacionalismos y de los intereses imperialistas. Vidas rotas, “purificación étnica” masiva, familias expulsadas de sus casas y deportadas, familias separadas y cuyos miembros no volverán sin duda a verse: ésa es la realidad cotidiana del capitalismo. Hay que denunciar el terror llevado a cabo por cada campo, por unas milicias y una soldadesca sanguinaria, ebria de violaciones y de torturas. Hay que denunciar el  terror que los Estados bosnio, serbio y croata ejercen sobre los refugiados de quienes se exige la movilización forzada en los diferentes ejércitos bajo pena de muerte en caso de deserción. Y debemos denunciar claro está la miseria y el hambre, clamar nuestro horror ante esos ancianos reducidos a la mendicidad, asesinados por un “snipper” porque no corren demasiado rápido, nuestro horror ante esos padres que andan buscando con qué comer y que terminan reventados por obuses que caen a ciegas, nuestro horror ante esos niños traumatizados para siempre en sus carnes y en su alma. Debemos denunciar la barbarie del capitalismo. Es él el responsable de tamañas tragedias.

También hay que denunciar, en esta locura guerrera, en esta barbarie sin fin, los nuevos «valores», los nuevos «principios» que surgen del «nuevo orden mundial» que la burguesía nos prometió tras la caída del muro de Berlín. En realidad esos nuevos valores no son sino caos y cada cual a sacar tajada. Los bruscos cambios de alianzas y las traiciones son la norma. Nada más firmarse son conculcados los acuerdos de alto el fuego; los bosnios, croatas y serbios se alían por turno unos con otros para después enfrentarse al aliado de la víspera. Los croatas y los bosnios se han degollado mutuamente en Mostar bajo la divertida mirada de los milicianos serbios al mismo tiempo que se enfrentaban, aliados, contra los serbios en Sarajevo. Incluso los «musulmanes» del enclave de Bihar se han matado unos a otros en pleno asedio.

Una vez terminado el conflicto actual, si se acaba algún día, no por ello se volverá a la situación de anteguerra. Los Estados que subsistan estarán devastados y serán incapaces de recuperarse en la situación actual de crisis económica mundial. Como ninguna otra, las burguesías locales no podían evitar la crisis, sino todo lo contrario: cegadas por su propio nacionalismo, por sus diferentes intereses particulares, la guerra en Yugoslavia no podrá ni mucho menos desembocar en la creación de Estados reforzados y viables. A todo lo más, algún que otro señor de la guerra, reyezuelo o matón local podrán beneficiarse de su poder y de sus chantajes hasta que aparezca el primer rival que quiera suplantarlos. Eso es lo que ha ocurrido Líbano, en Afganistán y en Camboya. Es lo que está ocurriendo en Georgia, en Palestina, en Tayikistán y en otros lugares. Le ha tocado a Yugoslavia el turno de la «libanización».

La intervención imperialista de las grandes potencias
es la responsable del desarrollo de la guerra y de su agravación

Es cierto que el estallido de Yugoslavia es una consecuencia directa de la situación engendrada por la descomposición social que estamos viviendo, pero el imperialismo ha encontrado en ese estallido un campo abonado para hacer germinar sus acciones funestas. Al principio fue Alemania quien animó y pagó la independencia de eslovenos y croatas. Entonces, Estados Unidos y Francia, entre otros, apoyaban a los serbios para que éstos reaccionaran y dieran una lección a Croacia y a Alemania.

«No existen apoyos desinteresados y en cuanto el problema de Bosnia se convirtió en problema de los Balcanes, también se transformó en un problema de relación de fuerzas política acabando por imponerse los intereses de las grandes potencias en la realidad del conflicto»[1].

Hoy, dos años de intervenciones directas, militares y diplomáticas, de las grandes potencias en el conflicto con la tapadera de la ONU o de la OTAN, y por si falta hiciera los últimos acontecimientos de febrero, la amenaza de represalias aéreas, el envío de cascos azules rusos, los cazas F16 de la OTAN derribando aviones serbios, todo ello pone de relieve claramente, sin ambigüedad, el carácter imperialista del conflicto en el que las grandes potencias defienden sus intereses unas contra otras:

«Una política internacional eficaz sigue siendo contrapesada por los intereses rivales de las principales potencias europeas. Con Gran Bretaña, Francia y Rusia protegiendo de hecho a los serbios y Estados Unidos haciendo lo que pueden en favor del gobierno musulmán, ahora este país está ejerciendo la presión sobre la tercera parte en lucha, los croatas, a cuyo protector tradicional, Alemania, le parece políticamente poco apropiado el levantarse contra las demás potencias»[2].

Hace tiempo que la máscara «humanitaria» ha caído. La prensa burguesa internacional, como puede comprobarse en lo anterior, ya no la saca a relucir. Así aparece en pleno día la naturaleza y los objetivos de las grandes proclamas de los pacifistas y demás caterva «humanista» del mundo burgués que llamaban a salvar Bosnia, a hacer cesar la masacre. Han servido durante dos años para intentar movilizar a las poblaciones, y especialmente la clase obrera de los grandes países industrializados, tras las intervenciones militares, tras las banderas del imperialismo de su propia burguesía nacional. Una vez más, esos grandes pacifistas, «filósofos», escritores, artistas, curas, ecologistas y demás han aparecido con su doble lenguaje como lo que son: militaristas peligrosos al servicio del imperialismo.

Estados Unidos a la contraofensiva

Desde la guerra del Golfo en la que EEUU hizo la demostración de su apabullante liderazgo mundial, la burguesía estadounidense ha tenido que soportar, en Yugoslavia, afrentas cuando no el fracaso. Incapaces de oponerse al desmantelamiento de ese país, de oponerse a la independencia de Croacia favorable a los intereses de Alemania, Estados Unidos optó por Bosnia como punto de apoyo en la región. Y a pesar de su enorme poderío, EEUU se mostró incapaz de garantizar la unidad y la integridad del nuevo Estado de Bosnia-Herzegovina. Resultado: una Eslovenia y una Croacia independientes bajo influencia alemana, una Serbia bajo influencia francesa primero y ahora sobre todo rusa, una Bosnia desmantelada, un Estado inexistente en el cual era difícil apoyarse. El balance era de lo más negativo para la primera potencia mundial. Los Estados Unidos no podían quedarse parados en un fracaso que cuestionaba su «credibilidad» y su liderazgo, apareciendo débiles ante el mundo entero. Eso no haría sino animar todavía más a sus mayores rivales imperialistas, europeos y japoneses, y los pequeños imperialismos de los países «secundarios» a afirmarse y poner en entredicho el «nuevo orden mundial» americano.

Impotente en los Balcanes, la ofensiva estadounidense se ha desarrollado en torno a dos ejes a nivel mundial: en Somalia y en Oriente Próximo con la apertura -tras la acción militar asesina de Israel en Líbano en julio del 93- de negociaciones de paz entre el Estado hebreo y la OLP[3]. Con ello daban la prueba de su capacidad militar y diplomática, su capacidad para «arreglar conflictos», lo cual ponía a su vez en evidencia... la incapacidad de los europeos para poner fin a la guerra en Bosnia. Más todavía: EEUU lo hizo todo por sabotear todos los sucesivos planes de reparto de Bosnia que en provecho de los serbios propugnaban los europeos. La administración estadounidense animaba al gobierno bosnio a que fuera intransigente, a la vez que volvía a rearmar a su ejército, lo cual le ha permitido a éste retomar la ofensiva contra serbios y croatas durante el último invierno.

Sin embargo, eso no era suficiente para ganar el terreno perdido por la primera potencia mundial, para borrar la impresión de debilidad que había dado. Es cierto que EEUU logró bloquear la acción de los europeos, las negociaciones de paz sobre todo, pero sin haber conseguido volver a tomar la iniciativa. A la postre, la continuación de un conflicto tan sangriento estaba mermando, de rebote, todavía más la «credibilidad» de los propios Estados Unidos. La matanza del mercado de Sarajevo vino como anillo al dedo para reanimar el juego imperialista.

Clinton justificaba la no intervención militar aérea norteamericana con la negativa de franceses y británicos, pero cada vez había más representantes del Estado norteamericano que propugnaban la acción. «Seguiremos teniendo un problema de credibilidad si no actuamos» contestó a Clinton Tom Foley[4], speaker (presidente) de la Cámara de Representantes. Puede apreciarse que el tal Foley expresa claramente que el problema no son las consideraciones «humanitarias» de las que tanto se habla en los informativos televisivos para uso de la población en general, sino el crédito militar que Estados Unidos ofrece.

El ultimátum de la OTAN vuelve a dar la iniciativa a EE.UU.

El ultimátum de la OTAN, tras la matanza del mercado de Sarajevo, ha dejado patente la impotencia europea, la de Francia y Gran Bretaña especialmente, obligadas a dar su aprobación a las represalias aéreas que siempre habían rechazado y habían saboteado desde el inicio del conflicto. Ha puesto de manifiesto la preponderancia de la OTAN, cuyos dueños son los Estados Unidos, sobre la ONU y los cascos azules en el terreno, en donde el peso de Francia y Gran Bretaña es mayor. La retirada de los cañones serbios, obtenida bajo la amenaza aérea de la OTAN ha sido un éxito para Estados Unidos. El ultimátum le ha permitido volver a tomar la iniciativa, poner un pie en el terreno tanto en lo militar como en lo diplomático. Sin embargo, ese éxito es por ahora limitado. Ha sido un primer paso que no ha borrado el retroceso de los meses anteriores, especialmente el del reparto de Bosnia.

«Los gobiernos europeos han hecho el papel de cínicos. (...) Querían usar el bombardeo de Sarajevo y otras ciudades para presionar sobre el gobierno bosnio y que éste aceptara un mal plan de reparto que les niega territorio vital y rutas comerciales. Si ahora han aceptado firmar las represalias aéreas de la OTAN contra los cañones de los asediantes, esperan a cambio que como mínimo Washington se una a su maniobra diplomática en el momento mismo en que el gobierno bosnio ha empezado a recobrar fuerza militar y a recuperar algunas de sus pérdidas iniciales»[5].

Por otro lado la demostración de fuerza de EEUU ha quedado limitada por la retirada de unos serbios remolones y la protección que los cascos azules rusos han venido a otorgarles. «La alianza (la OTAN) no ha demostrado nada. Seguiremos poniendo en duda su voluntad y capacidad»[6]. La aviación americana ha querido corregir un poco esa mala impresión derribando cuatro aviones serbios que sobrevolaban el territorio bosnio a pesar de la prohibición y eso después de casi mil infracciones comprobadas con anterioridad y que no habían acarreado ninguna reacción por parte de la OTAN. La «credibilidad» de Estados Unidos le imponía aprovechar la primera ocasión en el mejor momento para ellos. Y es lo que hicieron.

Tras el ultimátum, Estados Unidos deja a los europeos en el banquillo

El ruidoso retorno de Estados Unidos se ha concretado en la firma del acuerdo croata-musulmán. Desde principios de febrero se ha venido notando la presión de EEUU sobre Croacia: «Ha llegado el momento de hacer pagar a Croacia, económica y militarmente»[7]. La amenaza que precede al chantaje. Y eso lo comprenden los croatas inmediatamente, como demuestra la destitución del jefe croata de Bosnia el ultra nacionalista Mate Boban, que es sustituido por otro más «razonable» y más controlable. Tras la amenaza vino el caramelo: «el único medio para que Croacia pueda obtener un apoyo internacional para exigir el retorno de la Krajina es volver a formar una alianza con Bosnia»[8].

No nace falta decir que esa nueva alianza apadrinada por Estados Unidos, que promete a Croacia la recuperación de la Krajina ocupada por los serbios, va dirigida directamente contra éstos. Es un paso hacia la «paz» que significa, en realidad, una agravación mayor si cabe de la guerra, tanto en lo «cuantitativo» -toda la antigua Yugoslavia a sangre y fuego como en lo «cualitativo», o sea la guerra «total» entre los ejércitos regulares de Serbia y Croacia.

En el momento de escribir este artículo, el acuerdo entre bosnios y croatas no ha apagado los enfrentamientos en torno a Mostar. Lo que sí es seguro es que han sido un éxito para Estados Unidos. A los países europeos, Francia, Gran Bretaña y Alemania, obligadas a «saludar» la iniciativa, les ha sentado como una bofetada. Las negociaciones de Ginebra apadrinadas por la Unión Europea se han quedado sin voz. El acuerdo confirma la impotencia y la exclusión, al menos por el momento, de los países europeos. La burguesía americana, tras dos años de vejaciones procedentes de Europa, ha cuidado incluso la ceremonia de la firma del tratado: en Washington y con Warren Christopher, secretario de Estado, en la foto entre los dos firmantes: «Europa como árbitro de la crisis yugoslava ha dejado de existir»[9].

La agresividad imperialista de Rusia

El fuerte retorno de Rusia «en el concierto de naciones», su firme oposición al ultimátum de la OTAN, su posterior éxito diplomático mediante el cual les salva la cara a los serbios, «obteniendo» la retirada de su artillería de las cimas de Sarajevo, el envío de cascos azules rusos, todo ello plasma el nuevo reparto de las cartas imperialistas desde la matanza del mercado de Sarajevo. Pone de relieve el despertar de la «arrogancia» imperialista de Rusia, cuya aspiración a volver a desempeñar un papel de primer orden en el ruedo internacional ya se viene manifestando desde hace varios meses.

Hasta ahora la actitud de Estados Unidos respecto a Rusia ha sido la de un apoyo sin grietas a Yeltsin tanto en lo interior contra las fracciones estalinistas conservadoras como en el exterior. La intervención rusa en su antiguo imperio se ha hecho con el permiso y el apoyo estadounidense.

Rusia esté poniendo coto a las aspiraciones imperialistas del Irán «islamista» y de Turquía, la cual tiene inclinaciones proalemanas, en las repúblicas meridionales ex soviéticas. Rusia está imponiendo sus condiciones a Ucrania, tercera potencia nuclear del mundo pero con una economía hecha trizas, para que ésta abandone sus flirteos con Alemania. En resumen, que una Rusia aliada se otorgue una zona de influencia en el territorio de la difunta URSS es de lo más conveniente para la burguesía norteamericana.

Pero que Rusia tenga pretensiones más precisas sobre los países del antiguo Pacto de Varsovia, que se oponga a la integración de éstos en la OTAN, es algo que pone nerviosas a las burguesías europeas, y a la alemana en primer término, y que provoca interrogantes en el seno mismo de la estadounidense por mucho que Clinton haya cedido a la exigencia rusa de rechazar esa adhesión. En fin, el que Rusia tenga acceso militar por primera vez en toda su historia a los Balcanes, aunque sea con la forma simbólica ¡pero vaya símbolo!- de unos cuantos cientos de cascos azules, que haya podido dar ese paso importante en la realización de un objetivo histórico viejo ya de varios siglos y nunca alcanzado, el tener una abertura al Mediterráneo, eso es algo que pone en alerta a la burguesía de Estados Unidos. Tampoco hay que pasarse: esa antigua aspiración de abrirse al Mediterráneo por parte de Rusia, al igual que la de Alemania, no podrá ser aceptada por los imperialismos americano, británico y francés, los cuales sí que están presentes, esté quien esté en el poder en Rusia, Yeltsin y sus «reformadores» o quien sea. Como dice Clinton respecto a Rusia: «No estamos ante algo blanco o negro, sino ante lo gris. Hay cosas que obligatoriamente no nos gustarán»[10].

Además, en la situación incontrolada e incontrolable que prevalece en Rusia cada día más, el caos y la anarquía que allí se despliegan, las salidas del gobierno de Yeltsin de los «reformadores» proamericanos como Gaidar en beneficio de las fracciones «conservadoras» de la burguesía rusa, cuya mentalidad ultranacionalista y revanchista queda bien plasmada en las bravuconadas de Zhirinovsky, no hacen sino alarmar todavía más a las potencias occidentales. El riesgo existe de ver a una Rusia descontrolada, en manos de neo-estalinistas revanchistas o de un patán como Zhirinovsky.

Debe quedar claro que cualquiera que sea la fracción que esté en el poder, el retorno de Rusia al primer plano de los antagonismos imperialistas no es una vuelta a la situación de «estabilidad» que predominó desde Yalta hasta la caída del muro de Berlín y que alimentó todos los conflictos imperialistas de la época. No significa que vayan a emerger otra vez dos grandes potencias capaces de imponer a sus protegidos los límites que no hay que traspasar. No hay posibilidad de reconstrucción de un bloque imperialista del Este dirigido por Rusia y opuesto a un bloque del Oeste. Ese retorno de Rusia, alimentado y peligrosamente agudizado por la situación de caos en el país y la huida ciega de la burguesía rusa, va a acarrear, eso sí, una agravación terrible de las tensiones y de los antagonismos imperialistas, es portador de más caos y más guerras en el plano internacional.

El haber usado la OTAN (creada en 1949 para hacer frente a la URSS) para imponer hoy el ultimátum a los serbios, ha sido una «bofetada magistral». Ha sido un aviso a Rusia, a Yeltsin evidentemente pero también a todas las demás fracciones del aparato de Estado ruso, a los revanchistas y a los nostálgicos de la grandeza de la URSS. «El ultimátum de la OTAN ya era bastante humillante» para Rusia[11], pero Estados Unidos ha querido enviar un mensaje claro a su «socio» ruso (la prensa americana ya no habla de «aliado»): ¡cuidado! hay límites que mejor es no traspasar. Y por si el mensaje no hubiera sido bien oído, el ataque de la aviación de EEUU a aviones serbios ha venido a darle la intensidad auditiva necesaria. ¿No es la primera vez de su historia que la OTAN como tal dispara una bala en 45 años de existencia?.

Al igual que la intervención directa de EEUU en la antigua Yugoslavia, la intervención militar rusa, tan directa como aquélla, es un nuevo factor de la mayor importancia en la situación internacional. Ambos países han dado un paso más en la guerra, un paso más en la agudización de las tensiones imperialistas, un paso adelante en el caos y en el ambiente de «todos contra todos» que prevalece no sólo en los Balcanes –pobre población cuyo sufrimiento dista mucho de terminarse– sino en el mundo entero.

Europa impotente

El cambio en la situación internacional en el plano imperialista ilustrado por el espectacular retorno de los imperialismos estadounidense y ruso en la antigua Yugoslavia tiene su corolario en la impotencia y debilitamiento de las potencias europeas, especialmente Francia y Gran Bretaña. Estas, que habían conseguido durante dos años sabotear los intentos de intervención militar norteamericana, humillando abiertamente a Estados Unidos, ocupando un papel de primer plano en los terrenos militar y diplomático, han tenido que tragarse sus pretensiones y apoyar al fin y al cabo lo que habían rechazado sistemáticamente, o sea, las represalias aéreas de la OTAN contra los serbios. Por su parte, Alemania ha tenido que asistir impotente a la contraofensiva americana, que significa, sí, presión sobre los serbios, lo cual podía satisfacerla, pero también presión sobre Croacia, su aliado, de lo que, al contrario, difícilmente podrá estar contenta.

El avance alemán bloqueado

Con los últimos acontecimientos, Alemania comprueba cómo se multiplican los obstáculos ante su avance como potencia imperialista dirigente, como polo imperialista alternativo a Estados Unidos. Rusia, con el permiso norteamericano, tiende a disputarle Europa central y Ucrania. En Yugoslavia, en donde «Austria, Croacia y Eslovenia ya no pueden contar con un liderazgo alemán claro»[12], Alemania ve a Estados Unidos disputarle Croacia, algo impensable hace menos de dos meses. Incapaz de ofrecerle a ésta lo que EEUU le prometen, la Krajina, Alemania ve cómo el imperialismo americano le prohíbe incluso el menor papel en las negociaciones y en la alianza entre croatas y musulmanes. Alemania está ausente del terreno, pues no tiene soldados en la ONU. Es la única gran potencia junto con Japón en no poseer un escaño permanente en el Consejo de seguridad de Naciones Unidas, lo cual le impide tener en ese organismo la menor influencia y menos todavía ejercer el derecho de veto. Lo único que le queda a Alemania es trabajar bajo mano, y de ello no se priva, y por ahora, asistir, impotente a la contraofensiva norte-americana.

Además, la nueva «arrogancia» rusa in-quieta a Alemania. Pues aunque intente a veces «flirtear» con Rusia, al tener ambas la misma ambición de acceder al Mediterráneo, a largo plazo e históricamente, los dos países tienen intereses imperialistas opuestos y contradictorios, especialmente en Europa del Este y en los Balcanes. Alemania está cogida entre su aspiración a convertirse en una de las primeras potencias imperialistas, afirmándose por lo tanto contra Estados Unidos, y la inquietud ante una Rusia caótica de la que sólo EEUU podría protegerla militarmente.

Incapaz de seguir el avance estadounidense, el imperialismo francés está fuera de juego

Francia, para quien, a nivel general e histórico, «el mantenimiento de la cooperación franco-alemana como núcleo de la Comunidad Europea sigue siendo una prioridad de su diplomacia»[13], se ha opuesto sin embargo localmente al avance alemán en Croacia hacia el Mediterráneo. Al mismo tiempo se oponía a toda ingerencia norteamericana, de modo que intentó jugar sola, junto con Gran Bretaña. Pero eso es algo superior a las fuerzas de un país como Francia.

Los esfuerzos de Francia y Gran Bretaña han acabado en agua de borrajas, al haber perdido la «confianza» de la parte serbia, al haber quedado paralizadas las negociaciones de paz, propugnadas por esos dos países, tras la ofensiva militar bosnia. Una situación de lo más incómodo. Habiendo perdido todas sus bazas, la burguesía francesa haciendo de tripas corazón, ha rogado a Estados Unidos y a la OTAN que intervengan. Incapaz de jugar más fuerte que los norteamericanos, Francia ha tenido que bajar sus pretensiones para poder conservar su sitio en torno al tapete del juego imperialista. Igual que cuando la guerra del Golfo. Eso es lo que el presidente Mitterrand llama «conservar su rango». No le quedaba más remedio que achantarse o largarse de la mesa con el rabo entre las piernas.

Gran Bretaña bajo presión americana

Para Gran Bretaña, la contradicción y el fracaso son más o menos los mismos. Histórico cabo furriel de Estados Unidos, su más fiel aliado en las rivalidades imperialistas, hostil, también, al menor avance de Alemania en los Balcanes, la burguesía británica también ha querido defender sus intereses específicos en Yugoslavia, lo cual es significativo de los tiempos que corren, del ambiente de caos y de la tendencia de cada cual para sí. La burguesía británica no quería esta vez «compartir» su presencia política y militar con la norteamericana. El nuevo reparto de cartas causado por el bombardeo del mercado de Sarajevo y el ultimátum de la OTAN, contra el que el gobierno de Major se declaró hostil, vino acompañado de una fuerte presión sobre Gran Bretaña antes del viaje de su primer ministro a Washington[14].

«El enfoque a corto plazo en el desastre bosnio que propugna Gran Bretaña amenaza con desestabilizar una buena parte de Europa. (...) John Major debería volver de Washington sin la menor duda de que su política bosnia será estudiada minuciosamente y que todo oportunismo suplementario que agudizara la crisis balcánica, no sería fácilmente olvidado ni perdonado[15].

Esa presión norteamericana y la difícil situación de Gran Bretaña en Bosnia han obligado a la burguesía británica a ponerse firmes y aceptar el ultimátum de la OTAN, tanto más porque se encontraba sola desde que Francia manifestó su acuerdo. Como lo decía The Guardian, «En un discurso en los Comunes, al ministro de Exteriores Douglas Hurd se le han escapado las motivaciones ocultas de ese cambio total. Ha subrayado en tres ocasiones la necesidad de restablecer la credibilidad y la solidaridad en el seno de la OTAN, y especialmente el apoyo de Estados Unidos a esa organización»[16].

Gracias a la OTAN, EEUU obliga a los europeos a ponerse firmes

Estados Unidos acaba de reafirmar con fuerza ante el mundo entero su liderazgo mundial. Ha conseguido lo mismo que con la guerra del Golfo: hacer volver al redil –al menos en la antigua Yugoslavia y por el momento– a las potencias europeas que querían irse. Especialmente Alemania y Francia, y otros países (Italia, España y Bélgica) que aún teniendo un papel secundario no se olvidan de sus intereses imperialistas jugando la baza europea y por lo tanto antiamericana, detrás de Francia y Alemania. Además, la impotencia europea, obligada a dejar hacer a EEUU, es un mensaje para todos los imperialismos del planeta que tuvieran la intención de ir en contra, de un modo u otro, de los intereses estadounidenses. Es una victoria para la burguesía norteamericana. pero ha sido una victoria que es portadora de una mayor agudización de los antagonismos imperialistas y de las guerras.

Hacia la agravación de las tensiones y del caos

El éxito alcanzado por EEUU en la antigua Yugoslavia no es todavía completo. No va a contentarse con eso. Aunque se realizara la alianza croata-musulmana que patrocina EEUU, aún va llevar más lejos todavía el enfrentamiento con Serbia. Las potencias europeas, que acaban de ser humilladas, van a echar leña al fuego. Yeltsin, azuzado por las fracciones más conservadoras y nacionalistas, va a tener que acentuar la política imperialista de Rusia. Peor todavía: puesto que todos los Estados son imperialistas, la cadena de conflictos arrastra a todos los países en un proceso irreversible e inextricable de enfrentamientos y antagonismos sin fin; en los Balcanes: Grecia, Macedonia, Albania, Bulgaria, Hungría, Rumania y Turquía; en el Asia ex soviética: Turquía, Rusia e Irán; en Afganistán: Turquía, Irán y Pakistán ; en Cachemira: Pakistán, país poseedor del arma atómica, contra India, también ella potencia nuclear; India contra China en Tibet; China y Japón contra Rusia por cuestiones de fronteras y por las islas Kuriles y así sucesivamente. Es la guerra de todos contra todos. Mejor no seguir con una lista que dista mucho de ser exhaustiva.

La cadena de conflictos en cascada, arrastrando unos a otros, en el mayor desorden y caos, en una tendencia cada día mayor de cada cual para sí, es una cadena cada vez más tensa. Está arrastrando al mundo capitalista a la barbarie guerrera más sombría. Queda así comprobada la idea marxista de que capitalismo igual a guerra imperialista, en donde la «paz» no es sino preparación de la guerra imperialista. Queda así comprobada la tesis marxista de que en el período de decadencia, todo Estado, grande o pequeño, débil o fuerte, es imperialista. Queda así comprobada la tesis marxista según la cual la clase obrera, el proletariado internacional, sea de donde sea y esté donde esté, no debe otorgar el más mínimo apoyo al nacionalismo, a la burguesía, pues semejante capitulación política no desemboca más que en el abandono de sus intereses de clase, de sus luchas, sólo serían sacrificios en aras del nacionalismo. Queda así comprobada la afirmación marxista de que el capitalismo en decadencia ya no tiene nada de positivo que aportar a la humanidad, que su descomposición la arrastra hacia la nada, hacia el abismo de su pérdida. Se comprueba así la alternativa de la que ya hablaban los comunistas de principios de siglo: socialismo o barbarie.

A costa de incontables sufrimientos, de sangre y lágrimas, se está acercando el momento de veredicto histórico. Destruir el capitalismo antes de que él destruya a la humanidad entera, ése es el reto, dramático y grandioso, ésa es la misión histórica del proletariado.

RL
7/3/94

[1] En el diario francés Libération, el 22/02/94.

[2] The New York Times recogido por el International Herald Tribune, 3/3/94.

[3] La matanza de Hebrón perpetrada por un colono religioso y fanático israelí, a quien los soldados presentes dejaron hacer, expresa la realidad de la «paz» que Estados Unidos impone en Oriente Próximo. Aunque el crimen le sirve al Estado hebreo, al encontrar en él una justificación para intentar hacer callar y desarmar a sus propios extremistas, también está agravando más todavía la situación de caos en el que se están hundiendo los territorios ocupados y el territorio israelí mismo. Las negociaciones de paz y la formación de un Estado palestino, en continuidad con la guerra del Golfo, serán sin duda un éxito de Estados Unidos, que ha eliminado así a todos los rivales imperialistas de la región, pero también seguirá agravándose la situación de desorden, anarquía y descomposición de los dos Estados y de la región entera.

[4] Le Monde, 8/2/94.

[5] The New York Times , 9/2/94.

[6] The Guardian, recogido en Courrier International de 24/2/94

[7] The New York Times, recogido en International Herald Tribune del 8/2/94.

[8] The New York Times, recogido en International Herald Tribune del 26/2/94.

[9] The Guardian recogido en Courrier International, 24/2/94.

[10] Le Monde, 27/2/94.

[11] La Repubblica, recogido en Courrier International, 24/2/94

[12] International Herald Tribune, 14/2/94.

[13] International Herald Tribune, 14/2/94.

[14] El visado dado por el gobierno de EEUU al líder del IRA, Gerry Adams, y la publicidad hecha a su visita a EEUU con una entrevista a Larry King, conocido periodista de CNN, a una hora de alta escucha, ha sido también otra forma de presión americana sobre el gobierno de Major.

[15] International Herald Tribune 26/2/94.

[16] Recogido en Courrier International 17/2/94.

Geografía: 

  • Balcanes [14]

Acontecimientos históricos: 

  • Caos de los Balcanes [15]

Crisis económica mundial - La explosión del desempleo

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Una situación sin precedentes

Cuanto más se esfuerza la ideología dominante en presentar el capitalismo como única forma de organización social posible para la humanidad moderna, tanto más arrasadores se hacen los estragos ocasionados por la supervivencia de este sistema. El paro, fuente de miseria, de exclusión, de desesperanza, esa plaga que encarna como ninguna otra cosa la despiadada y absurda dictadura de la ganancia capitalista sobre las condiciones de existencia de la inmensa mayoría de la sociedad, constituye sin duda alguna una de las peores entre esas calamidades.

El actual aumento del paro, expresión de la nueva recesión abierta en la que se hunde el capitalismo desde hace 4 años, no acontece en un mundo que goza del “pleno-empleo”. Ni mucho menos. Desde hace más de un cuarto de siglo, desde la recesión de 1967, que marcó el fin de la prosperidad de la reconstrucción de la posguerra, la lepra del paro se ha extendido sistemáticamente sobre el planeta. La enfermedad se ha agravado y extendido siguiendo el ritmo de disminución del “crecimiento” económico, con momentos de aceleración y períodos de estancamiento o disminución relativa. Pero los períodos de alivio nunca han logrado restañar los efectos de la agravación precedente, así que, con fluctuaciones diversas, en todos los países, el paro no ha hecho más que incrementarse[1]. Desde principios de los años 70, la expresión “pleno empleo” casi ha desaparecido del vocabulario. Nos hemos acostumbrado a llamar a los adolescentes de las dos últimas décadas “generaciones del paro”.

La explosión del crecimiento del paro, a principios de los años 90, no ha creado un nuevo problema. Tan sólo ha venido a empeorar una situación que ya era dramática. Y lo ha hecho con fuerza.

Alemania, primera potencia económica europea, ha conocido desde 1991 un fuerte aumento del paro. En Enero de 1994, el número oficial de aspirantes a empleo sobrepasó los cuatro millones. Si se añaden los dos millones de parados en “tratamiento social” se alcanza la cifra de 6 millones. Es el nivel más elevado en ese país desde la depresión de los años 30. La tasa de paro oficial es de 17 % en la ex-RDA, 8,8 % en el Oeste. La perspectivas inmediatas son también catastróficas: 450 000 parados más, anuncian los “expertos” de aquí a fin de año. Están previstos despidos masivos en los sectores más competitivos y potentes de la  economía alemana: 51 000 empleos eliminados en Daimler-Benz, 30 000 en el sector químico, 16 000 en el aeronáutico, 20 000 en Volkswagen...

Los gastos del capital alemán para llevar a cabo la reunificación constituyeron momentáneamente un mercado que permitió que la mayoría de los países de Europa entraran en recesión un poco más tarde que los Estados Unidos o Gran Bretaña. Al hundirse Alemania, el paro estalló en el conjunto de Europa occidental. Así, en poco menos de tres años las tasas de paro (oficiales) pasaron de 9 a 12 % en Francia, de 1,5 a 9,5 en Suecia, de 6,5 a 10 % en los Países Bajos y en Bélgica, de 16 a 23,5 % en España.

Se estima que en Europa, para que el paro tan sólo dejase de aumentar, haría falta un crecimiento económico de por lo menos 2,5 % por año. Estamos lejos. Ni los “expertos” más optimistas se atreven a hablar de disminución del paro para antes de 1995 o 1996. La OCDE prevé para el solo año de 1994 un millón de parados más en el viejo continente.

Hay que añadir a esta deterioración cuantitativa del paro, los aspectos cualitativos: incremento del paro de larga duración y del paro juvenil[2], disminución del subsidio en duración y en valor.

En Japón, que conoce su peor recesión desde la guerra, también se incrementa el paro. Aunque el nivel absoluto sea más bajo que en las demás potencias, el número oficial de parados ha pasado, en tres años, de 1,3 millones a cerca de 2 millones. Estas cifras dan, sin embargo, una imagen falsa de la realidad pues el gobierno japonés ha seguido durante mucho tiempo una política que consiste en mantener a los parados en las empresas, pagándoles menos, en vez de “echarlos a la calle”. Pero esa política, resultado de la del “empleo vitalicio” de los grandes conglomerados industriales, se ha acabado y ha dado paso a la de despidos masivos. Toyota está preparando claramente el porvenir  al proclamar el abandono de su política de empleo garantizado[3].

Los gobiernos de Estados Unidos, Canadá y Gran Bretaña se jactan de haber vuelto a empezar a crear nuevos empleos y a detener el crecimiento del paro. Y es verdad que en las potencias “anglosajonas” las estadísticas oficiales constatan una disminución del paro. Pero esta afirmación esconde dos realidades importantes: la debilidad cuantitativa de este “crecimiento” del empleo y la mala calidad de los empleos creados.

En el plano puramente cuantitativo, el actual aumento del empleo parece insignificante en comparación con lo que pasó después de la recesión de 1979-82. Por ejemplo, en el sector manufacturero, en los Estados Unidos, el nivel de empleo ha alcanzado apenas el nivel de hace tres años, conociendo en ciertos sectores bajas importantes. Las grandes empresas industriales siguen anunciando despidos masivos: en el sólo mes de noviembre de 1993, Boeing, ATT, NCR y Philipp Morris anunciaron que iban a suprimir 30 000 empleos más. Durante la reactivación económica de la época reaganiana, en los años 80, el empleo industrial había aumentado en un 9 %, mientras que hoy ese aumento es de 0,3 %. En el sector terciario, la administración Clinton se jacta de haber hecho crecer 3,8 % el empleo, pero ese aumento había sido de 8 % después de 1982.

El presupuesto presentado por Clinton para 1995 es uno de los más rigurosos desde hace años: “Hay que saber hacer la diferencia entre los que es un lujo y lo que es una necesidad”. Este prevee suprimir 118 000 empleos en las administraciones públicas, una etapa hacia las 250 000 supresiones de empleos anunciadas para los años venideros.

En cuanto a Reino Unido y a Canadá, el nuevo crecimiento del empleo se reduce por el momento a movimientos marginales insignificantes. Los hechos son simples: hay, hoy en día, en esos tres países, 4 millones de parados más que hace tres años[4].

En cuanto a la calidad de los empleos, la realidad de los Estados Unidos ilustra la amplitud del desastre económico. Los trabajadores se ven hundidos en una situación de inestabilidad y de inseguridad permanente. Seis meses de paro, tres meses de trabajo... La famosa “movilidad” del empleo se traduce en realidad por una especie de repartición del paro. Se es parado por menos tiempo que en Europa pero más frecuentemente. Según una encuesta reciente entre las personas que tienen un empleo en Estados Unidos, 40 % declararon temer perderlo antes de un año. Los puestos creados lo son esencialmente en el sector terciario. Gran parte de ellos son “servicios” tales como aparcador de coches en grandes restaurantes, paseador de perros, niñeras (baby-sitter), empaquetador en las cajas de los supermercados, etc. A golpe de “chapuzas” se transforma a los parados en sirvientes baratísimos... 30 millones de personas, o sea 25 % de la población activa estadounidense, viven fuera del circuito normal de empleo, es decir directamente bajo la presión del paro.

Sea cual sea la forma que toma la enfermedad, en Estados Unidos o en Europa, en los países industrializados o en los países subdesarrollados, el paro se ha convertido efectivamente en “el problema número uno” de nuestra época.

¿Cuál es el significado de esta realidad?

El significado del desarrollo crónico y masivo del paro

Para la clase obrera el significado negativo del paro es una evidencia que vive de manera cotidiana. Para el proletario que no consigue trabajo, significa ser expulsado de lo que constituye la base de las relaciones sociales: el proceso de producción. Durante cierto tiempo, si tiene la suerte de recibir un subsidio, vive con la impresión de ser un parásito de la sociedad, y luego llega la exclusión, la miseria total. Para el que trabaja es la obligación de soportar cada día mayores abusos por parte de la clase dominante a cuenta del famoso chantaje: “si no estás contento, hay miles de parados dispuestos a ocupar tu sitio”.

Para los proletarios, el paro es una de las peores formas de represión, una agravación de todo lo que hace de la máquina capitalista un instrumento de explotación y opresión.

Para la clase capitalista el significado negativo del paro puede aparecer de manera menos evidente. Primero porque padece la clásica ceguera de las clases explotadoras que les impide ver los daños ocasionados por su dominación y por otra parte, por que necesita creer y hacer creer que el irresistible aumento del paro desde hace un cuarto de siglo no es una enfermedad debida a la senilidad histórica del sistema, sino un fenómeno casi natural, una especie de fatalidad debida al progreso técnico y a la necesidad de que el sistema se adapte. “Hay que acostumbrarse, amigos, los puestos de trabajo de ayer no volverán”, declaraba el secretario de Trabajo estadounidense, Robert Reich, durante la reunión del G7 dedicada al paro.

En realidad, la propaganda sobre la “reanudación del crecimiento” trata de teorizar el caso de algunos países (Estados Unidos, Canadá, Reino Unido) donde la producción ha vuelto a empezar a crecer sin que por ello el paro haya empezado a disminuir de manera significativa.

Pero no hay nada “natural” ni “sano” en el desarrollo masivo del paro. Incluso desde el punto de vista de la salud del capitalismo mismo, el desarrollo crónico y masivo del paro es una inequívoca manifestación de su decrepitud.

Para la clase capitalista, el paro es una realidad que, al principio, por el chantaje que permite ejercer, refuerza su poder sobre los explotados y le permite sangrarlos mejor, aunque solo fuese por la presión que ejerce sobre el nivel de los sueldos. Es ésta una de las razones por las cuales el capitalismo necesita siempre une reserva de parados.

Pero ése es tan sólo un aspecto de las cosas. Desde punto de vista del capital, el desarrollo del paro, más allá de cierto mínimo, es un factor negativo, destructor de capital, es el síntoma de su enfermedad. El capital se alimenta sólo de carne proletaria. La sustancia de la ganancia es trabajo vivo. La ganancia del capital no proviene ni las materias primas ni de las máquinas sino del “sobretrabajo” de los explotados. Cuando el capital despide fuerza de trabajo, se priva de la fuente verdadera de su ganancia. Y si tiene que hacerlo no es porque le guste, sino porque las condiciones del mercado y los imperativos de la rentabilidad se lo imponen.

El incremento crónico del paro masivo es la expresión de dos contradicciones fundamentales, que Marx puso de relieve y que condenan históricamente al capitalismo:
– por una parte, su incapacidad de crear, por sus propios mecanismos, un mercado solvente, suficiente para absorber toda la producción que es capaz de realizar;
– por otra parte, la necesidad de “sustituir a hombres por máquinas” para asegurar su competitividad, lo que se plasma en una tendencia decreciente de la cuota de ganancia.

El nuevo aumento del paro, que viene a añadirse a la masa de parados que venía acumulándose desde 1967, no tiene nada que ver con una “saludable reestructuración” provocada por “el progreso”. Es, al contrario, una prueba práctica de la impotencia definitiva del sistema capitalista.

Las “soluciones” capitalistas

La reunión del G7 dedicada al problema del paro fue un acontecimiento típico de las manipulaciones espectaculares con las cuales gobierna la clase dominante. El mensaje mediático de la operación puede resumirse de la manera siguiente: Vosotros que teméis perder vuestro empleo o que os preguntáis si vais a volver a encontrar uno; vosotros que os preocupáis al ver a vuestros hijos caer en el paro, sabed que los gobiernos de las 7 principales potencias occidentales se ocupan del problema.

De la reunión del G7 no salió nada concreto, a parte pedir a la secretaría de la OCDE que contabilice mejor a los parados y la promesa de volverse a encontrar, en julio, en Nápoles, para volver a discutir la cuestión.

El “plan mundial contra el paro”, anunciado por Clinton, se redujo finalmente a una afirmación de la voluntad por parte de Estados Unidos de intensificar su agresividad en la guerra comercial que le opone al resto del mundo. Al exigir al capital japonés que abra más su mercado interior, al pedir que los europeos bajen sus tipos de interés para relanzar el crecimiento económico (y por lo tanto las importaciones de Estados Unidos), el discurso de Clinton confirma la advertencia ya lanzada por su representante para el comercio internacional, M. Kantor: “Nadie debe tener dudas sobre nuestro compromiso en ir adelante, en abrir mercados, como lo hemos hecho desde que Clinton empezó a ejercer su cargo”.

El espectáculo de la reunión del G7 tuvo por lo menos el mérito de poner de manifiesto la incapacidad en que se encuentran los diversos capitales nacionales para encontrar una solución mundial al paro, el hecho que lo único que saben y pueden hacer es exacerbar la guerra comercial: cada uno por la suya y todos contra todos.

Los grandes principios afirmados son las exigencias que se imponen a cada capital nacional. Y, desde ese punto de vista, el capital americano podía presentar su reciente política económica como modelo. Ha puesto efectivamente en práctica todas las recetas para tratar de rentabilizar una economía armándola contra la competencia.

Despedir mano de obra “en exceso”

“Si somos honrados con nosotros mismos, debemos decir que la competitividad industrial es enemiga del empleo”. Así hablaba durante el G7 un alto cargo de la Unión Europea, uno de los redactores del Libro Blanco presentado por Delors. Ya vimos como el capital estadounidense puso en práctica ese principio con la “movilidad” del empleo.

Aumentar la rentabilidad y la productividad de la mano de obra

Par ello la administración de Clinton no ha hecho sino aplicar con mayor ferocidad el viejo método capitalista: más trabajo y menos paga. Clinton lo formuló en términos muy concretos: “Una semana de trabajo mas larga que hace 20 años, por un sueldo equivalente”. Es la realidad. Efectivamente, el tiempo de trabajo semanal en la industria manufacturera en Estados Unidos es actualmente el más largo desde hace 20 años. En cuanto a los sueldos, Clinton había prometido, durante su campaña electoral, revalorizar el salario mínimo, y hasta ponerlo en regla con los precios. Nada de eso se ha hecho. Y como desde principios de los años 80 éste se ha mantenido “congelado”, hace mas de diez años que baja regularmente el sueldo mínimo real en Estados Unidos. En cuanto a la llamada “protección social”, es decir esa parte del salario que el capital paga bajo forma de ciertos servicios y subsidios públicos, la administración demócrata presenta su nuevo plan de salud como un progreso importante. En realidad no se trata de un gasto del capital por el bienestar de los explotados sino de una tentativa por reducir los costes de un sistema absurdo e ineficaz.

Intensificar la explotación modernizando el aparato de producción

Desde hace dos años las inversiones para equipar las empresas se han incrementado fuertemente en Estados Unidos (+ 15 % en 1993, se prevé el mismo crecimiento para 1994). Esas inversiones, sin embargo, por importantes que sean en ciertos sectores, no ha acarreado un aumento del empleo significativo. Así, por ejemplo, ATT, que se prepara a invertir sumas enormes en el proyecto de las “autopistas de la comunicación”, uno de los grandes proyectos de la década, acaba de anunciar 14 000 despidos.

Los métodos estadounidenses son tan sólo las viejas recetas de la guerra económica contra la competencia y contra los explotados. Los demás capitales nacionales no usan recetas muy diferentes en realidad. Los gobiernos de la vieja Europa, que tanto se jactan de poseer un sistema ejemplar de protección social, reducen sistemáticamente, desde hace años, los beneficios que tal sistema pueda aportar. “Algunas medidas, como el capítulo social (anexo al tratado de Maastricht) deben ser colocadas en el museo al que pertenecen”, declaraba hace poco Kenneth Clarke, ministro de Economía del Reino Unido. Todos los gobiernos han llevado la misma orientación política, aunque sea de maneras diferentes.

En el mejor de los casos, esas políticas consiguen hacer recaer en los competidores las consecuencias de la crisis [5]. Pero nunca aportan una solución global.

El incremento de la rentabilidad y la productividad de la fuerza de trabajo puede favorecer, en un primer momento, al capital de un país a expensas del de los demás, pero desde el punto de vista global, con la generalización de ese aumento de la productividad, se vuelve a plantear con mayor agudeza el problema de la insuficiencia de mercados para absorber la producción realizable. Cuantos menos trabajadores estén empleados y con menores sueldos, menos mercados habrá y cuanto mayor sea la productividad, mayor será la necesidad de mercados.

Ningún capital nacional puede combatir el problema a su escala específica sin agravarlo a escala general.

Otro factor general puede reducir aún más la eficacia de las políticas de lucha contra el paro: la creciente inestabilidad financiera mundial. El nuevo aumento de las inversiones en los Estados Unidos fue financiado, una vez más, por el crédito. La deuda pública ha pasado en cuatro años de 30 a 39 % del PIB. Lo mismo ha sucedido en muchos otros países golpeados por la recesión. La situación financiera mundial ha empeorado, se ha fragilizado más todavía, se ha vuelto más explosiva, corroída por décadas de endeudamiento y especulaciones de todo tipo.

Para estimular el endeudamiento, el gobierno de Estados Unidos impuso durante tres años tipos de interés sumamente bajos. Pero el aumento de esas tasas es tan inevitable como peligroso para el equilibrio financiero mundial. El bajo coste del dinero a corto plazo ha permitido la constitución de enormes capitales especulativos. La bolsa de Wall Sreet, en particular, ha sido inundada por ellos[6]. El aumento del coste del crédito puede acarrear un verdadero krach financiero que arruinaría los esfuerzos realizados para tratar de canalizar el aumento del paro.

Las “soluciones” que ofrecen los gobiernos para enfrentar el problema del paro, son ataques directos contra las condiciones de existencia des los explotados y se apoyan en las arenas movedizas del endeudamiento y de la especulación sin límites.

¿Que perspectivas para la lucha de clase?

Aunque llegase a conocer un verdadero derrumbe económico, no por eso va a desaparecer el capitalismo. Sin la acción revolucionaria del proletariado, este sistema seguirá pudriéndose de raíz, arrastrando a la humanidad a una barbarie sin fin.

¿Que papel desempeña y desempeñará el paro en el curso de la lucha de clase?

La generalización del paro, para la clase explotada, es prácticamente peor que la presencia de un policía en cada hogar, en cada lugar de trabajo. Por el chantaje asqueroso que le permite ejercer a la clase dominante, el paro hace más difícil la lucha obrera.

Sin embargo, a partir de cierto nivel de paro, la rebelión contra esta represión se transforma en un potente estímulo para el combate de clase y su generalización. ¿A partir de qué cantidad, de qué porcentaje de parados se produce este cambio? La pregunta como tal no tiene respuesta, pues la realidad no depende de una relación mecánica entre economía y lucha de clases, sino que es un proceso complejo en el cual la conciencia de los proletarios tiene el papel principal.

Sabemos, sin embargo, que se trata de una situación totalmente diferente de la de la gran depresión económica de los años 30.

Desde el punto de vista económico, la crisis de entonces fue “resuelta” con el desarrollo de la economía de guerra y las políticas “keynesianas” (en Alemania, en vísperas de la guerra, el paro había “desaparecido” casi por completo); hoy, la verdadera eficacia de la economía de guerra así como de todas las políticas keynesianas forma parte del pasado. Esa eficacia se ha ido desgastando hasta llegar a la situación presente, dejando de recuerdo la bomba financiera de endeudamiento.

Desde el punto de vista político, la situación del proletariado mundial actualmente no tiene nada que ver con la de los años 30. Hace 60 años, la clase obrera soportaba todo el peso de las dramáticas derrotas que había conocido durante la ola revolucionaria de 1921-23, en particular en Alemania y en Rusia. Ideológica y físicamente vencida, se dejaba encuadrar, atomizada detrás de las banderas de sus burguesías nacionales en marcha hacia una segunda carnicería mundial.

Las actuales generaciones de proletarios no han conocido derrotas importantes. A partir de las luchas de 1968, primeras respuestas a la apertura de la crisis económica, con altibajos en la conciencia y en la combatividad, esas generaciones han abierto y confirmado un nuevo curso histórico.

Los gobiernos tienen razón de temblar frente a lo que llaman los “desordenes sociales” que puede provocar el imparable incremento del paro.

Han sabido, y saben utilizar los aspectos del paro que hacen más difícil la lucha obrera: su aspecto represivo, divisor, atomizante, el hecho de que expulsa a una creciente fracción de la clase revolucionaria en particular a los jóvenes a quienes se prohíbe “entrar en la vida activa” en una marginalización descompuesta y destructora.

Pero, el paro, por la violencia del ataque que representa contra las condiciones de existencia de la clase revolucionaria, por el hecho mismo que posee una dimensión universal, golpeando a todos los sectores, en todos los países, pone de manifiesto que, para los explotados, la solución no es un problema de gestión, de reforma o de reestructuración del capitalismo, sino de la destrucción del sistema mismo.

La explosión del paro revela ampliamente el callejón sin salida en que se ha convertido el capitalismo y la responsabilidad histórica de la clase obrera mundial.

RV

[1] En 1979, en Estados Unidos, a pesar de la “reactivación” económica que siguió la recesión de 1974-75 (llamada el “primer choque petrolero”) había dos millones de parados más que en 1973, en Alemania 750 000 más. Entre 1973 y 1990, es decir en los 17 años anteriores a la actual recesión, el número de parados “oficiales” en la zona de la OCDE (los 24 países industrializados de Occidente, más Japón, Australia y Nueva Zelanda) había aumentado ya en 20 millones, pasando de 11 a 31 millones. Y se trata de los países mas industrializados. En el “tercer mundo” o en el antiguo bloque “socialista”, la amplitud de la catástrofe es mucho más grave. Muchos han sido los países subdesarrollados que no han vuelto a levantar cabeza después de la recesión de 1980-82, en particular en África, y que desde entonces se hunden en un pozo sin fondo de miseria y paro.

[2]A principios de 1994, 50 % de los parados en Europa lo son desde hace más de un año. Los “expertos” prevén que, a finales de 1994, un cuarto de los parados tendrán menos de 20 años (International Herald Tribune, 14-3-1994).

[3] Japón se enfrenta a una fuerte disminución de sus exportaciones, es decir del motor principal de su crecimiento. Ello se repercute en todos los sectores de la economía. Pero lo que pasa en el sector de productos electrónicos de consumo, terreno privilegiado de la competitividad japonesa, es particularmente significativo. Las exportaciones de este sector han caído en un 25 % en 1993 y su nivel actual equivale a 50 % del nivel de 1985. Por primera vez, en 1993, Japón ha tenido que importar más televisores que los que exportó. La paradoja reside en que esas importaciones provienen esencialmente de empresas japonesas implantadas en el Sureste asiático para aprovechar del menor coste de la mano de obra. El “boom” económico de algunas economías asiáticas es un producto de la crisis mundial que obliga los capitales de las principales potencias, sometidos a la más despiadada guerra comercial, a “deslocalizar” una parte de su producción a países con mano de obra barata (... y disciplinada) para reducir sus costes.

[4] 2,3 millones más en Estados Unidos, 1,2 millones en el Reino Unido, 600 000 en Canadá.

[5] Así, por ejemplo, parte de la “reactivación” de la economía estadounidense actual ha sido hecha directamente a expensas del capital japonés que ha perdido arrancar partes de mercado.

[6] Es lo que sucede con los valores bursátiles llamados “derivativos”, cuya característica es que su valor no tiene nada que ver con la realidad económica sino con ecuaciones matemáticas fundadas en mecanismos puramente especulativos (signo de los tiempos que corren, gran parte de las inversiones en informática de los últimos meses en Estados Unidos se destinan a modernizar y ampliar las capacidades de las empresas especializadas en la especulación bursátil). Esos valores representan una masa colosal de dinero: la cartera de Salomon Brothers tiene un valor de 600 mil millones de dólares, la de la Chemical Bank 2,5 billones. Entre las dos empresas suman 3,1 billones de dólares, lo que equivale al PIB anual de Alemania, Francia y Dinamarca juntas.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [2]

¿Cómo está organizada la burguesía? II - La mentira del Estado «democrático»

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Podría creerse, según la propaganda de la clase dominante, que ésta sólo tendría una preocupación: el bien de la humanidad. El discurso ideológico sobre la «defensa de las libertades y de la democracia», sobre los «derechos humanos» o «la ayuda humanitaria» están en contradicción total con la realidad. El chirriante ruido de esos discursos está en relación directa con la enorme mentira que comportan. Como ya lo decía Goebbels, jefe de la propaganda nazi, «cuanto mayor y más grosera es la mentira más posibilidades tiene de ser creída». Esa regla es la que aplica con convicción la burguesía del mundo entero. El Estado capitalista decadente ha desarrollado un aparato complejo y monstruoso de propaganda, con el que reescribe la historia tapando con un ruido ensordecedor los acontecimientos, ocultando así la naturaleza bestial y criminal del capitalismo decadente, el cual ya no es portador del más mínimo progreso para la humanidad. Esta propaganda es un pesado lastre en la conciencia de la clase obrera. Para eso ha sido pensada.

Los dos artículo que siguen, «El Ejemplo de los mecanismos ocultos del Estado italiano» y «La Burguesía mexicana en la historia del imperialismo» muestran, ambos, cómo, tras los discursos propagandistas circunstanciales, la burguesía del capitalismo decadente es una clase de gángsteres, en la que sus múltiples fracciones están dispuestas a ejecutar toda clase de maniobras por la defensa de sus intereses en el enfrentamiento que las opone en el ruedo capitalista e imperialista y en el frente que las une contra el peligro proletario.

Para combatir al enemigo, debemos conocerlo. Y esto es especialmente necesario para el proletariado cuya arma principal es la conciencia y la claridad que expresa en su lucha. Su capacidad para poner al desnudo las mentiras de la clase dominante, para ver que lo que hay detrás del velo de la propaganda, especialmente la «democrática», es la realidad de la barbarie capitalista y de la clase que encarna este sistema, es algo determinante en su futura capacidad para desempeñar su papel histórico: poner fin, mediante la revolución comunista, al período más sombrío que haya podido conocer la humanidad.

Los mecanismos secretos del Estado: el ejemplo italiano

En la primera parte de este artículo[1] abordamos el marco general que permite comprender el desarrollo totalitario del funcionamiento del Estado en el capitalismo decadente, incluidas sus variantes democráticas. Esta segunda parte es una ilustración a través del caso concreto de Italia.

Desde hace muchos años, los repetidos escándalos que han salpicado la vida política de la clase dominante en Italia, en concreto los asuntos de la logia P2[2], de la red Gladio y los vínculos con la Mafia, permiten entrever bajo el casto velo que cubre al Estado democrático, un poco de la realidad sórdida y criminal de su funcionamiento. La pista sangrienta de los múltiples atentados terroristas y mafiosos, de los “suicidios” con un telón de fondo de fracasos financieros, encuentra su origen en el corazón mismo del Estado, en las maniobras tortuosas orientadas a asumir su hegemonía. El “caso” de hoy tapa el de ayer, pues la clase dominante sabe utilizar perfectamente la aparente novedad de cada escándalo para hacer olvidar los precedentes. Hoy, las demás grandes “democracias” occidentales  señalan con el dedo a burguesía italiana culpable de tales hechos para hacer creer mejor que se trata de una situación muy particular y específica. Maquiavelo y la Mafia, tanto como el Chianti y el parmesano ¿no son acaso productos típicamente italianos? Sin embargo, toda la historia de los escándalos de la burguesía italiana y sus ramificaciones, muestran exactamente lo contrario. Lo que es específico de Italia es que las apariencias democráticas son más frágiles que en otras democracias históricas. Los escándalos en Italia, vistos un poco más de cerca, ponen en evidencia que lo que desvelan no es algo típico de Italia, sino por el contrario, la expresión de la tendencia general del capitalismo decadente al totalitarismo estatal y de los antagonismos imperialistas mundiales que marcan el siglo XX. La historia de Italia en este siglo lo demuestra ampliamente.

La Mafia en el corazón del Estado y de la estrategia imperialista

En la segunda mitad de los años veinte Mussolini declara la guerra a la Mafia, “la desecaré como desequé las marismas del Pontino” declaró. Las tropas del gobernador Mori son encargadas de esta tarea en Sicilia. Pero con el paso de los años la Cosa Nostra resistió y, puesto que se acercaba la perspectiva de la IIa Guerra mundial, la Mafia, implantada de manera sólida en el Sur de Italia y en los Estados Unidos, se convierte en una pieza estratégica importante para los futuros beligerantes. En 1937, Mussolini, interesado en reforzar su influencia por medio de los italo-americanos para intentar así instalar una “quinta columna” en territorio enemigo, le abre los brazos a Vito Genovese, el adjunto de Lucky Luciano, el capo de la Mafia americana, en delicada situación con la justicia de los EE.UU. Genovese se convierte en un protegido del régimen fascista, invitado asiduo a la mesa del Duce para compartir los spaghettis de la amistad en compañía, entre otros, de celebridades como el Conde Ciano, yerno de Mussolini y ministro de Exteriores y de Hermann Göering. Recibirá en 1943 la más alta distinción del régimen fascista, el Duce personalmente le impondrá la Orden del Commandatore en la solapa. Genovese prestó sus servicios al régimen fascista, eliminando a los mafiosos que no comprendían las nuevas reglas del juego, organizando el asesinato en Nueva York de un periodista italo-americano, Carlo Tresca, responsable de un influyente periódico antifascista, Il Martello. Pero sobre todo, el adjunto de Lucky Luciano, sacará provecho de su situación privilegiada para montar una estructura de tráfico de todo tipo de cosas y hacer más tupida su red de influencia: el gobernador de Nápoles, Albini, se hace incondicional suyo, y Genovese logra hacerle nombrar subsecretario de Estado de Interior en 1943. Ciano, que se dio a la droga, cayó también bajo la férula de Genovese, de quien dependía para su abastecimiento.

Con el paso del tiempo, al entrar en guerra en 1941, la importancia estratégica de la Mafia es reconocida por Estados Unidos. En el plano interior, se trata de evitar la creación de un frente interior en el seno de la emigración de origen italiano, y la Mafia, que controla entre otros el sindicato de estibadores y el de camioneros, sectores vitales para asegurar el aprovisionamiento del ejército, se convierte, en tales condiciones, en un interlocutor inevitable del Estado americano. Para reforzar su credibilidad, la Mafia organiza en febrero de 1942 el sabotaje en el puerto de Nueva York del paquebote Normandía, en obras de adaptación al transporte de tropas, que vería su proa en llamas poco después de que una huelga de estibadores fomentada por el sindicato mafioso, paralizara el puerto. Finalmente, la Armada estadounidense pidió a Washington autorización para negociar con la Mafia y su jefe Luciano, por entonces en la cárcel, autorización que Roosvelt se apresurará en conceder. A pesar de que estos hechos fueron negados por el Estado americano, y los detalles de la Operación Underworld (“submundo”, pues ése fue su nombre) clasificados como secretos, y a pesar de que Lucky Luciano hubiera proclamado siempre hasta su muerte que todo eso no eran más que “tonterías y bromas propias de imbéciles”[3], después de décadas de silencio el hecho de que el Estado americano negociara una alianza con la Mafia está generalmente reconocido. Conforme a la promesa que le fue hecha, Luciano será liberado al final de la guerra y “exiliado” en Italia. Para justificar esta medida de gracia, Thomas Dewey, que como jefe de policía había organizado el arresto y juicio de Luciano y que gracias a tal publicidad se convirtió diez años después en gobernador del Estado de Nueva York, declaró en una entrevista al New York Post: “Una investigación exhaustiva ha establecido que la ayuda aportada por Luciano a la Marina durante la guerra ha sido considerable y muy valiosa”.

Efectivamente los servicios prestados por la Mafia fueron muy importantes para el Estado americano durante la guerra. Después de haber pujado en uno y otro bando, mediado 1942 la relación de fuerzas bascula netamente a favor de los aliados y la Mafia pone sus fuerzas a disposición de EEUU. En EEUU mismo, vinculando los sindicatos al esfuerzo bélico, pero sobre todo será en Italia donde se va a notar. Las tropas americanas durante el desembarco en Sicilia en 1943 se beneficiarán in situ del eficaz apoyo de la Mafia. Tras desembarcar el 10 de julio, los soldados americanos hacen un verdadero paseo militar, y solamente siete días más tarde Palermo cae bajo su control. Durante ese periodo, el octavo ejército británico, que posiblemente no disponía del apoyo mafioso, debe batirse durante cinco semanas y sufrir numerosas pérdidas para alcanzar parcialmente sus objetivos. Esta alianza con la Mafia habría salvado, según ciertos historiadores, la vida a 50 000 soldados norteamericanos. El general Patton llamará, a partir de entonces, “General Mafia” al padrino siciliano Don Calogero Vizzini, organizador de la derrota italo-alemana. Como recompensa, en vez haber tenido que pasar años en prisión, será elegido alcalde de su pueblo, Villalba, bajo la mirada benevolente de los aliados. Una semana después de la caída de Palermo, el 25 de julio, Mussolini es eliminado por el Gran Consejo fascista y un mes después Italia capitula. En el proceso que sigue al desembarco en Sicilia, el papel del círculo de influencia constituido por Genovese, será muy importante. Así, Ciano participa al lado de Badoglio en la eliminación de Mussolini. La estructura del mercado negro organizada en Nápoles, trabajará en completa armonía con las fuerzas aliadas en mutuo beneficio. Vito Genovese se convertirá en el hombre de confianza de Charlie Poletti, gobernador militar americano de toda la Italia ocupada. Por su parte, Genovese, de vuelta a EEUU, se convertirá en el principal capo mafioso de la posguerra.

La alianza trenzada durante la guerra entre el Estado americano y la Mafia, no se acabó, sin embargo, entonces: la Honorata Società se había revelado como un socio demasiado eficaz y útil como para arriesgarse a que sirviera a otros intereses, pues una vez acabada la IIa Guerra mundial el Estado americano ve perfilarse el ascenso de un nuevo rival imperialista: la URSS.

La red «GLADIO»: una estructura de manipulación para los intereses estratégicos del bloque

En octubre de 1990, el Primer ministro Giulio Andreotti revela la existencia de una organización clandestina, paralela a los servicios secretos oficiales, financiada por la CIA, integrada en la OTAN y encargada de enfrentar una eventual invasión rusa y por extensión luchar contra la influencia comunista: la red Gladio. Al hacerlo, provocó un buen revuelo. No solamente en Italia, sino internacionalmente, en la medida en que tal estructura estaba constituida en todos los paises del bloque occidental bajo control de EEUU.

“Oficialmente”, la red Gladio se constituyó en 1956, pero su origen se remonta al final de la guerra. Antes incluso de que la IIa Guerra mundial acabase, cuando el destino de las fuerzas del eje estaba ya trazado, el nuevo antagonismo que se desarrollaba entre EEUU y la URSS polarizó la actividad de los estados mayores y los servicios secretos. Los crímenes de guerra y las responsabilidades son olvidados en nombre de la guerra que comienza a perfilarse contra la influencia del nuevo adversario ruso. En toda Europa, los servicios aliados, y especialmente los americanos, reclutan en todas las direcciones, antiguos fascistas y nazis, aventureros de toda calaña, en nombre de la sacrosanta alianza contra el “comunismo”. Los “vencidos” encuentran así una ocasión para rehacerse una virginidad a buen precio.

En Italia, la situación era particularmente delicada para los intereses occidentales. Existía el partido estalinista más fuerte de Europa Occidental que resurge tras la guerra con la aureola gloriosa de su papel determinante en la resistencia frente al fascismo. Mientras se preparan las elecciones de 1948, conforme a la nueva constitución instaurada con la Liberación, la inquietud crece entre los estrategas occidentales, ya que nadie puede asegurar los resultados y una victoria del PCI sería una catástrofe. En efecto, con Grecia sumergida en la guerra civil y el PC amenazando con tomar el poder por la fuerza, con Yugoslavia aún en la órbita rusa, la caída de Italia bajo la influencia de la URSS hubiera significado una catástrofe estratégica de primera magnitud para los intereses occidentales con riesgo de pérdida del control sobre el Mediterraneo y consiguientemente del acceso a Oriente Próximo.

Para hacer frente a esa amenaza, las divisiones de la guerra son pronto olvidadas por la burguesía italiana. En marzo de 1946 el Alto Comisariado para la represión del fascismo, encargado de depurar el Estado de aquellos elementos demasiado implicados en el apoyo a Mussolini, es disuelto. Los partisanos son desmovilizados. Las autoridades implantadas por los Comités de Liberación, especialmente a la cabeza de la policía, son reemplazadas por responsables antaño nombrados por Mussolini. Se estima que de 1944 a 1948, un 90 % del personal del aparato del Estado del régimen fascista se reincorpora a sus funciones.

La campaña electoral encargada de santificar a la nueva república democrática llega a su apogeo. El establishment financiero e industrial, el ejército y la policía que antes habían sido el principal sostén del régimen fascista, se movilizan frente al peligro “comunista” con aquello de la defensa de la democracia occidental, su antiguo enemigo. El Vaticano, fracción esencial de la burguesía italiana, que después de haber sostenido el régimen de Mussolini, había hecho doble juego durante la guerra, como es habitual en él, se lanza también a la campaña electoral y el Papa al frente de 300 000 fieles reunidos en la plaza de San Pedro declara que “aquel que ofrezca su ayuda a un partido que no reconoce a Dios será un traidor y un desertor”. La Mafia en el Sur de Italia se emplea activamente en la campaña electoral, financiando a la Democracia Cristiana, dando consignas de voto a su clientela.

Todo bajo la mirada benévola y el apoyo de EEUU. En efecto, el Estado americano no escatima esfuerzos. En los EEUU, una campaña, “lettere a Italia” (“cartas para Italia”), se pone en marcha para que los italo-americanos envíen a sus familias en Italia cartas recomendándoles el “buen” voto. La emisora de radio Voice of America (La Voz de América) que durante la guerra vilipendiaba las fechorías del régimen fascista, denuncia en lo sucesivo a los cuatro vientos los peligros del “comunismo”. Dos semanas antes de las elecciones es aprobado el plan Marshall, pero los EEUU no esperan a esto para inundar de dólares al gobierno italiano, algunas semanas antes una ayuda de 227 millones de dólares es votada por el Congreso. Los partidos y organizaciones hostiles al PCI y al Frente Democrático que éste federa reciben ayuda cantante y sonante; la prensa americana valoró entonces las sumas gastadas en aquellas circunstancias en 20 millones de dólares.

Pero por si acaso no era suficiente para hacer fracasar al Frente Democrático del PCI, EEUU puso en marcha una estrategia secreta destinada a enfrentar un eventual gobierno dominado por los estalinistas. Los diversos clanes de la burguesía italiana opuestos al PCI, responsables del aparato del Estado, ejército, policía, los grandes industriales y financieros, el Vaticano, los padrinos de la Mafia, son contactados por los servicios secretos americanos que coordinan su acción. Una red clandestina de resistencia a una eventual dominación “comunista” se estructura a través del reclutamiento de los “antiguos” fascistas, el ejército, la policía, el medio mafioso y de manera general a través de todos los “anticomunistas” convencidos. El resurgir de grupos fascistas es alentado en nombre de la defensa de las “libertades”. Se distribuyen armas clandestinamente. Es contemplada la eventualidad de un golpe de estado militar y no es ninguna casualidad si días antes de las elecciones 20 000 carabineros son movilizados en maniobras con material blindado y si el ministro del Interior, Mario Scelba, declara haber organizado una estructura capaz de hacer frente a una insurrección armada. En caso de victoria del PCI se prevé la secesión de Sicilia. Los EEUU pueden contar para ello con Cosa Nostra que apoya con esta intención la lucha “independentista” de Salvatore Giuliano, mientras que el estado mayor norteamericano prepara seriamente una ocupación de Sicilia y Cerdeña por sus fuerzas armadas.

Finalmente, el 16 de abril de 1948, con un 48 % de los votos, la Democracia Cristiana logra 40 escaños de diferencia. El PCI es devuelto a la oposición. Los intereses occidentales están salvados. Pero las primeras elecciones de la nueva república democrática italiana salida de la Liberación, no tienen nada de democráticas. Son producto de una gigantesca manipulación. Y de todas formas si el resultado hubiese sido desfavorable, las fuerzas “democráticas” de Occidente hubieran estado dispuestas a dar un golpe de estado, a sembrar el desorden, a suscitar una guerra civil para restaurar su control sobre Italia. Fue bajo esos auspicios y en esas condiciones tan «democráticas» como nació la república italiana. Hasta hoy lleva sus estigmas.

Para llegar a conseguir ese resultado electoral, lejos del marco oficial de funcionamiento “democrático”, una estructura clandestina que agrupa a los sectores de la burguesía más favorables a los intereses occidentales y que forman también el clan dominante en el seno del Estado italiano, ha sido puesta en marcha bajo la protección de los EEUU. Esta, más tarde denominada red Gladio, agrupa secretamente un cerebro político, la cumbre, un cuerpo económico, a los diferentes clanes de intereses y a aquellos que obtienen beneficios financiándola, y brazos armados, la soldadesca a sus órdenes, reclutada por servicios secretos de todo tipo, y encargada del trabajo sucio. Esta estructura mostró su eficacia y será mantenida. Con el desarrollo de los antagonismos imperialistas, del periodo llamado de “guerra fría”, con la presencia permanente de un PC muy potente en Italia, lo que era válido al final de la guerra desde el punto de vista de los intereses estratégicos occidentales seguía estando al orden del día.

Sin embargo, manipular los resultados electorales, a través de un estrecho control de los partidos políticos, de los principales órganos del Estado, de los medios de comunicación y del corazón de la economía, no es suficiente, el peligro de vuelta a una situación beneficiosa para el PCI subsiste. Para enfrentar la “subversión comunista”, la organización Gladio (o su equivalente, cualquiera que fuese su nombre) después del fin de la guerra prepara la eventualidad de un golpe de Estado militar a favor del bloque occidental:

  • En 1967, L’Expresso denuncia en sus columnas los preparativos golpistas organizados durante tres años por los carabineros y los servicios secretos. En la investigación que siguió, los jueces chocaron con el secreto de Estado, la ocultación de pruebas por los servicios secretos, la obstrucción de los ministerios y por parte de políticos influyentes y una serie de fallecimientos misteriosos entre los protagonistas del asunto.
  • En la noche del siete al ocho de diciembre de 1970, un comando de extrema derecha ocupa el Ministerio del Interior en Roma. Pero el compló es abortado y algunos centenares de hombres armados pasean por la noche romana para volver a sus casas al alba. ¿Aventurerismo de algunos elementos fascistas?. La instrucción que duró siete años mostrará que el compló fue organizado por el príncipe Valerio Borghese, beneficiario de complicidades militares al más alto nivel, de complicidades políticas en el seno de la Democracia Cristiana y del Partido Socialdemócrata, que el agregado militar de la Embajada de EEUU estaba en relación estrecha con los iniciadores del golpe. Con todo, la investigación será poco a poco silenciada, a pesar de que el Almirante Miceli, responsable de los servicios secretos, fuera destituido en 1974 con motivo de una orden de arresto que le inculpa “de haber promovido, constituido y organizado, con participación de otras personas, una asociación secreta de militares y civiles destinada a provocar una insurrección armada”.
  • En 1973 otro compló con vistas a fomentar un golpe de Estado es descubierto por la policía italiana, organizado esta vez por el antiguo embajador de Italia en Rangún, Edgardo Sogno. Una vez más, se impide instruir la investigación en nombre del “secreto de Estado”.

Sin embargo, si miramos detenidamente estos complós, más que reales tentativas golpistas fracasadas, parecen corresponder por el contrario a preparativos o en cualquier caso a maniobras políticas destinadas a fomentar una determinada atmósfera política. En efecto, en 1969, Italia es recorrida por una ola de huelgas, el “otoño caliente”, que marca el resurgir de la lucha de clases y aviva en la cabeza de los estrategas de la OTAN el miedo a que se desestabilice la situación social en Italia. A finales de 1969 se elabora una estrategia destinada a restablecer el orden y reforzar el Estado: la estrategia de la tensión.

La estrategia de la tensión: la provocación como método de gobierno

En 1974, Roberto Caballero, funcionario del sindicato fascista Cisnal declara en una entrevista a L’Europeo: “Cuando aparecen disturbios en el país (desórdenes, tensiones sindicales, violencia), la Organización se pone en marcha para crear las condiciones de un restablecimiento del orden; si los disturbios no se producen, son creados por la propia organización, con el concurso de todos esos grupos de extrema derecha (cuando no se trata de grupos de extrema izquierda) hoy implicados en el procedo de la subversión negra”, y precisa también que el grupo dirigente de esta organización “que incluye a los representantes de los servicios secretos italianos y americanos, así como a poderosas sociedades multinacionales, ha optado por una estrategia de desórdenes y tensión que justifique el restablecimiento del orden”.

En 1969, se contabilizan 145 atentados cometidos. El punto culminante ese año será el atentado del 12 de diciembre con dos explosiones mortales en Roma y Milán que producen 16 muertos y un centenar de heridos. La investigación de ese atentando se empantanó tres años siguiendo la pista anarquista hasta que se orientó, a pesar de todos los obstáculos puestos en su camino sobre la pista negra, la de la extrema derecha y los servicios secretos. El año 1974 está marcado por dos explosiones mortales en Brescia (7 muertos, 90 heridos) y en un tren, el Italicus (12 muertos, 48 heridos). Una vez más es la pista negra la que se manifiesta. Sin embargo, a partir de este año de 1974, el terrorismo “negro” de la extrema derecha cede el puesto al de las Brigadas Rojas que llegan a su cúspide con el secuestro y asesinato del ex-Primer ministro Aldo Moro. Pero en 1980 la extrema derecha hace su reaparición violenta con el sangriento atentado de la estación de Bolonia (90 muertos) que finalmente se le atribuye. Una vez más los servicios secretos son implicados por la investigación, de nuevo los generales responsables de esos servicios evitaron el proceso.

La “estrategia de la tensión” se puso en marcha con cinismo y eficacia para reforzar un clima de terror y justificar así el reforzamiento de los medios de represión y control de la sociedad por el Estado. El vínculo entre terrorismo de extrema derecha y servicios secretos fue claramente puesto en evidencia por las investigaciones que se llevaron a cabo, a pesar de que fueran en términos globales ahogadas. Por el contrario, en lo que concierne al terrorismo de extrema izquierda de grupos como Brigadas Rojas o Primera Línea, estos lazos no han sido demostrados claramente por las investigaciones policiales. Pero también, con el tiempo se acumulan testimonios y elementos que tienden a demostrar que el terrorismo “rojo” ha sido alentado, manipulado, utilizado, si no directamente impulsado por el Estado y sus servicios paralelos.

Se ha de hacer constar que los atentados de las Brigadas Rojas tuvieron finalmente el mismo resultado que los de los neofascistas: crear un clima de inseguridad propicio para las campañas ideológicas del Estado con vistas a justificar el reforzamiento de sus fuerzas represivas. En la segunda mitad de los años setenta, estuvieron a punto de hacer olvidar lo que las investigaciones comenzaban a poner en evidencia: que los atentados de 1969 a 1974 no eran obra de anarquistas, sino de elementos fascistas utilizados por los servicios secretos. Justificados por una fraseología revolucionaria, estos atentados “rojos” eran el mejor medio para sembrar la confusión en el proceso de clarificación de la conciencia que se estaba operando en la clase obrera, permitiendo hacer caer el peso de la represión sobre los elementos más avanzados del proletariado y sobre el medio revolucionario asimilado al terrorismo. En pocas palabras, desde el punto de vista del Estado, es tanto más útil que el terrorismo “negro”. Por eso, en un primer momento, los medios de comunicación de la burguesía al servicio del Estado atribuyen los primeros atentados de la extrema derecha a los anarquistas, pues tal era la meta de la maniobra: la provocación.

“Se puede llegar a una situación en la que frente a la subversión comunista los gobiernos de los países aliados den muestras de pasividad o indecisión. El espionaje militar de los Estados Unidos debe ser capaz de lanzar operaciones especiales capaces de convencer a los gobiernos aliados y a la opinión pública de la realidad del peligro de insurrección. El espionaje militar de los Estados Unidos debe buscar infiltrarse en los focos insurreccionales por medio de agentes en misión especial encargados de formar ciertos grupos de acción en el seno de los movimientos más radicales”. Esta cita ha sido extraída del US Intelligence Field Manual, manual de campaña de los espías estadounidenses, que los responsables de Washington pretenden sea falso. Sin embargo ha sido autentificado por el Coronel Oswald Le Winter[4], antiguo agente de la CIA y oficial de enlace según un documental televisivo dedicado a Gladio. Él le daba también un contenido concreto declarando en esta entrevista: “Las Brigadas Rojas habían sido infiltradas lo mismo que el grupo Baader-Meinhof y Acción Directa. Muchas de estas organizaciones terroristas de izquierda estaban infiltradas y bajo control”, y precisa que “las relaciones y documentos emitidos por nuestra oficina de Roma atestiguan que las Brigadas Rojas habían sido infiltradas y que su núcleo dirigente recibía sus órdenes de Santovito”. El general Santovito era en aquella época el jefe de los servicios secretos italianos (SISMI). Fuente más fiable, Frederico Umberto d’Amato, antiguo jefe de la policía política y ministro del Interior entre 1972 y 1974, contaba arrogantemente que: “Las Brigadas Rojas fueron infiltradas. Fue difícil porque estaban dotadas de una estructura muy firme y eficaz. Con todo, fueron infiltradas de modo notable, con resultados óptimos”.

Más que ningún otro atentado cometido por las Brigadas Rojas, el rapto de Aldo Moro, el asesinato de su escolta, su secuestro y su ejecución final en 1978 hacen suponer una maniobra de un clan dentro del Estado y los servicios secretos. Sorprende que las Brigadas Rojas, compuestas de jóvenes elementos airados, muy motivados y convencidos, pero sin gran experiencia en la guerra clandestina, hubieran podido llevar a su fin una operación de tal envergadura. La investigación dio luz sobre varios hechos desconcertantes: presencia de un miembro de los servicios secretos en el lugar de los hechos, las balas disparadas habían sufrido un tratamiento especial utilizado en los servicios especiales, etc. Cuando el escándalo suscitado por el descubrimiento de la mano del Estado en los atentados de 1969 a 1974, falsamente atribuidos a los anarquistas, comenzaba a olvidarse, la duda renació entre la opinión pública italiana sobre la existencia de una manipulación estatal tras los atentados de las Brigadas Rojas. De hecho Aldo Moro fue raptado en la víspera de la firma del “Compromiso Histórico” que debía sellar una alianza de gobierno entre la Democracia Cristiana y el PCI y en la que Moro oficiaba de maestro de ceremonias. Su viuda declaró: “Sabía por mi marido, o por otra persona, que hacia 1975 había sido advertido de que sus tentativas de llevar a todas las fuerzas políticas a gobernar juntas por el bien del país disgustaban a ciertos grupos y personas. Le dijeron que si persistía en llevar a cabo su proyecto político se arriesgaba a pagar su obstinación muy cara”. La opción del “Compromiso Histórico” habría tenido por resultado abrir las puertas del gobierno al PCI. Probablemente Moro, que estaba al corriente, en tanto que Primer ministro, de la existencia de Gladio, pensó que el trabajo de infiltración llevado durante años en el seno de este partido con vistas a substraerlo de la influencia del Este, el desarrollo de su alineamiento contra ciertas opciones políticas rusas, lo hacían aceptable a los ojos de sus aliados occidentales. Pero la manera en que el Estado lo abandonó durante su secuestro demuestra que no era así ni mucho menos. Finalmente el “Compromiso histórico” no se firmó. La muerte de Moro corresponde pues perfectamente a la lógica de los intereses defendidos por Gladio. ¿Cuando D’Amato hablaba de los “resultados óptimos” obtenidos de la infiltración de las Brigadas rojas, pensaba en el asesinato de Moro?

Las diversas investigaciones chocaban siempre contra la obstrucción de ciertos sectores del Estado, las maniobras dilatorias y el sacrosanto secreto de Estado, pero con el descubrimiento de la logia P2 en 1981, los jueces verían confirmadas sus sospechas en cuanto a la existencia de una estructura paralela, de un gobierno oculto que manejaba los hilos en la sombra y organizaba la “estrategia de la tensión”.

La LOGIA P2: el verdadero poder oculto del Estado

En 1981 la policia fiscal descubre la lista de 963 “hermanos” miembros de la logia P2. En esta lista figura la flor y nata de la burguesía italiana: 6 ministros en ejercicio, 63 altos funcionarios de ministerios, 60 políticos entre los cuales Andreotti y Cossiga, 18 jueces y procuradores, 83 grandes industriales como Agnelli, Pirelli, Falk, Crespi, banqueros como Calvi y Sindona, miembros del Vaticano tales como el cardenal Casaroli, grandes nombres de los medios de comunicación como Rizzoli, propietario del Corriere de la Sera o Berlusconi propietario de numerosas cadenas de televisión, casi todos los responsables de los servicios secretos como el General Allavena, jefe del SIFAR de junio del 65 a junio del 66, Miceli puesto a la cabeza de los servicios secretos en 1970, el Almirante Casardi que le sucedió, el General Santovito entonces patrón del SISMI, 14 generales del ejército, 9 almirantes, 9 generales de carabineros, 4 generales del ejército del aire y 4 de la policía fiscal por no citar más que a los oficiales de más alto rango, pero hay que citar también a profesores universitarios, a sindicalistas, a responsables de la extrema derecha. Quitando a los radicales, los izquierdistas y al PCI, todo el arco político italiano estaba representado. La lista no podía ser más completa. Se citaron otros muchos nombres en el momento del escándalo sin que se pudieran aportar pruebas. Corrieron rumores no verificables sobre la participación de miembros influyentes del PCI en la P2.

Se podría pensar que no hay nada más normal. En efecto, es corriente encontrar en el seno de la masonería a numerosos notables que practican sus ritos y que encuentran así un buen medio para cultivar sus relaciones y tener al día su agenda. La personalidad del Gran Maestre Licio Gelli es, sin embargo, desconcertante.

A la cabeza de esta logia, Gelli era desconocido por el gran público, pero el desarrollo de la investigación y las revelaciones que le siguieron mostraron la influencia determinante que ejerció sobre la política italiana durante esos años. Personaje de historia edificante, Gelli comienza su carrera como miembro del partido fascista. A los 18 años se enrola en los Camisas negras para combatir como voluntario en la Guerra de España; durante la guerra mundial colabora activamente con los nazis a los que entrega decenas de partisanos y desertores. A partir de 1943 parece que comienza a hacer doble juego tomando contacto con la resistencia y los servicios secretos americanos. Después de la guerra se refugia en Argentina y vuelve sin problemas a Italia en 1948. A comienzos de los 60 se inscribe en la masonería, participa en la logia Propaganda Due en la que llega pronto a Gran Maestre, y donde se encuentra con los principales responsables de los servicios secretos. Su poder entonces es confirmado por numerosos testimonios. A la boda de uno de sus hijos, eminentes personalidades como el Primer ministro Amintore Fanfani e incluso, por lo visto, el Papa Pablo VI, envían regalos suntuosos. Según los investigadores, Agnelli, en símbolo de su amistad le habría ofrecido un teléfono de oro macizo. A comienzos de los 80 Gelli telefonea casi a diario al Primer ministro, al ministro de Comercio e Industria, al de Exteriores, a los dirigentes de los principales partidos políticos de la península (demócrata cristiano, socialdemócrata, socialista, republicano, liberal y neofascista). Por su residencia cerca de Florencia y en los salones privados del lujoso Hotel Excelsior, donde recibe, desfila la flor y nata del establishment italiano, en especial Andreotti, que es de hecho su representante político oficial, su alter ego.

La conclusión de la comisión de investigación sobre la Logia P2 no tiene desperdicio. Estima que Gelli “pertenece a los servicios secretos de los que es el jefe; la logia P2 y Gelli son la expresión de una influencia ejercida por la masonería americana y la CIA sobre el Palacio Giustiniani tras su reapertura después de la guerra; una influencia que testimonia la dependencia económica tanto de la Masonería americana como de su jefe Frank Gigliotti”. El mismo Gigliotti es agente de la CIA. En 1990, un ex agente de la CIA, Richard Brenneke, en una entrevista para la televisión que provocó escándalo, declaró: “El gobierno de los EEUU financió a la P2 hasta con 10 millones de dólares al mes”. Clarísimo. La P2 y Gladio no son más que uno. El acta de acusación del 14 de junio de 1986 corrobora “la existencia en Italia de una estructura secreta compuesta de militares y civiles que se da como finalidad última el condicionamiento de los equilibrios políticos existentes a través del control de la evolución democrática del país, intenta realizar esos objetivos sirviéndose de los métodos más diversos, entre ellos el recurso directo a atentados cometidos por organizaciones neofascistas” y habla de “una especie de gobierno invisible en la que la P2, los sectores desviados de los servicios secretos, el crimen organizado y el terrorismo están estrechamente ligados”.

Sin embargo, esta lúcida constatación de los jueces no cambió gran cosa en el funcionamiento del Estado italiano. Sospechoso de haber comandado el atentado de Bolonia, Gelli se exilia en el extranjero, arrestado en un banco suizo el 13 de septiembre de 1982 mientras saca 120 millones de dólares de una cuenta numerada, el anciano será el protagonista de una increíble evasión de su prisión ginebrina el 10 de agosto de 1983 y desaparecerá hasta que cuatro años más tarde se entregue a las autoridades suizas. Desde Suiza Gelli será extraditado a Italia. Pero aunque en su ausencia, en 1988, había sido condenado a 10 años de prisión, será vuelto a juzgar en 1990 y finalmente absuelto. El escándalo de la P2 será banalizado, olvidado. La logia P2 ha desaparecido, pero no nos cabe duda de que otra estructura oculta la ha sustituido, también eficazmente. Cossiga en 1990, ex miembro de la P2, a la sazón Presidente de la República podrá declarar con satisfacción a propósito de Gladio, “que es un orgullo que el secreto se haya podido guardar durante 45 años”. Olvidadas las decenas de víctimas muertas en atentados, olvidados los múltiples asesinatos. Nuevos escándalos llegan para hacer olvidar los antiguos.

Algunas lecciones

Todos esos acontecimientos en los que la Historia, con mayúscula, de Italia se codea con el crimen y la página de sucesos, no han tenido, en fin de cuentas, mucho eco fuera de la península. Todo ello aparecía como «cosas de Italia», sin relación alguna con lo que ocurría en las demás grandes democracias occidentales. En la propia Italia, el papel de la Mafia ha sido presentado sobre todo como una especie de producto regional del Sur, la «estrategia de la tensión» como la labor de sectores «descarriados» de los servicios secretos y los escándalos políticos como simple problema de corrupción de algunos políticos. En resumen, las verdaderas lecciones han sido ocultadas y entre escándalos y revelaciones, entre juicios mediatizados y ruidosas dimisiones de los responsables estatales, se ha ido manteniendo la ilusión de una lucha del Estado contra esas «afrentas al orden democrático». Sin embargo, la realidad que pone de relieve ese corto resumen histórico de los «casos» que han sacudido la república italiana desde los años 30, es muy diferente.

  • Esos «casos» no son un producto específico de Italia, sino el resultado de la actividad internacional de la burguesía, en un contexto de rivalidades imperialistas muy agudas. En esas condiciones, eso significa que Italia no es ni mucho menos una excepción. Es, al contrario, un ejemplo antológico de lo que existe por todas partes.
  • Los «casos» no son acciones de una minoría corrupta de la clase dominante, sino que expresan el funcionamiento totalitario del Estado del capitalismo decadente, por mucho que éste se oculte tras la careta de la democracia.

Tanto la historia de la promoción de Cosa Nostra como la existencia de las redes Gladio y Logia P2 muestran que no se trata de asuntos italianos sino de asuntos internacionales.

Eso es de lo más evidente con el asunto Gladio. La red Gladio era, por definición, una estructura secreta de la OTAN, por lo tanto transnacional a nivel de bloque. Era la correa de transmisión clandestina del control de EEUU sobre los países de su bloque, destinada a oponerse a las maniobras del imperialismo adverso y con riesgos de desestabilización social por todos los medios, incluidos los más inconfesables. Por eso era secreta. Y del mismo modo que existió y actuó en Italia, existió y actuó en los demás países del bloque occidental. No existe razón alguna para que no sea así: las mismas causas producen los mismos efectos.

Con ese enfoque puede entenderse mejor qué fuerzas estaban detrás del golpe de Estado de los coroneles en Grecia en 1967 y el de Pinochet en Chile, en 1973, o en todos los que se han sucedido en Latinoamérica durante los años 70. Y no sólo fue en Italia donde, a partir de finales de los años 60, se producen oleadas de atentados terroristas que ayudan al Estado a llevar a cabo campañas ideológicas destinadas a desorientar a una clase obrera que estaba volviendo al camino de la lucha, justificando así todo un arsenal represivo. En Alemania, en Francia, en Gran Bretaña, en Japón, en España, en Bélgica, en Estados Unidos, se puede, a la luz del ejemplo italiano, pensar razonablemente que detrás de los actos terroristas de grupos de extrema derecha, de extrema izquierda o nacionalistas está la mano del Estado y de sus servicios secretos, siendo la expresión de una estrategia internacional organizada bajo los auspicios del bloque.

Asimismo, el ejemplo edificante del papel de la Mafia pone de relieve que no es algo reciente ni un producto específicamente local. La integración de la Mafia en el centro del Estado italiano no es algo nuevo, sino que ya data de hace más de 50 años. No es el resultado de una simple y lenta gangrena de una mentalidad de traficante que sólo afectaría a políticos con inclinaciones corruptas. No, esa integración es el resultado del cambio de alianzas operado durante la IIa Guerra mundial. La Mafia, por cuenta de los Aliados, desempeñó un papel determinante en la caída del régimen mussoliniano y, en pago a sus servicios, se le otorgó un lugar central en el Estado. La alianza sellada en y por la guerra no va a romperse al término de ésta. La Mafia seguirá siendo, como clan del Estado italiano, el principal punto de apoyo de Estados Unidos. El peso y el papel importante de la Mafia en el seno del Estado italiano es pues, ante todo, el resultado de la estrategia imperialista estadounidense.

¿Alianza antinatural entre el campeón de la defensa de la democracia y el símbolo mismo del crimen, en nombre de los imperativos estratégicos mundiales? Alianza, desde luego, pero ni mucho menos antinatural. La realidad italiana pone en evidencia un fenómeno mundial del capitalismo decadente: en nombre de los sacrosantos imperativos de la razón de Estado y de los intereses imperialistas, las grandes potencias que, de puertas afuera, no hacen más que cacarear sus convicciones democráticas, establecen alianzas, en sus hediondos patios traseros, que desmienten con creces sus discursos oficiales. Ya es una banalidad decir que los múltiples dictadorzuelos que cometen sus desmanes en la periferia subdesarrollada del capitalismo sólo pueden mantenerse gracias al patrocinio interesado de esta o aquella potencia. Y lo mismo ocurre con los clanes mafiosos del mundo: sus actividades pueden desarrollarse impunemente porque saben hacer servicios muy valiosos a los diferentes imperialismos dominantes que se reparten el planeta.

Suelen incluso ser parte íntegra de las fracciones dominantes de la burguesía de los países en donde ejercen. Es evidente para toda una serie de países donde la producción y la exportación de drogas es la actividad económica esencial, favoreciendo en el seno de la clase dominante la promoción de cárteles que controlan un sector de la economía capitalista que tiene cada día mayor importancia. Pero esta realidad no es sólo lo propio de los países subdesarrollados. El ejemplo viene de lo más elevado de la jerarquía del capitalismo mundial. Así, la alianza entre el Estado americano y la Mafia italiana durante la IIa Guerra mundial, tiene su vertiente interior en EEUU, en donde, con la misma ocasión, la rama norteamericana de Cosa Nostra es invitada a participar con sus propios medios en los asuntos del Estado. También la situación de Japón recuerda la de Italia. Los recientes escándalos han sacado a la luz los vínculos omnipresentes entre los políticos y la Mafia local. En resumen, el ejemplo italiano es también válido para las dos primeras potencias económicas mundiales, en las que eso llama genéricamente Mafia ha conquistado un lugar de primera importancia en el aparato de Estado. Y eso no sólo a causa del peso económico debido al control de importantes sectores económicos muy lucrativos, como la droga, el juego, la prostitución, el racket, etc. sino también a causa de los servicios «muy especiales» que esas camarillas gangsteriles pueden prestar y que se ligan a la perfección con las necesidades del Estado del capitalismo decadente.

Hay que decir que la burguesía más «respetable» siempre ha sabido utilizar, cuando le es necesario, los servicios de agentes especiales, o de los de sus fracciones menos presentables, para actividades «no oficiales», o sea ilegales según sus propias leyes. En el siglo XIX, los ejemplos no faltan: el espionaje claro está, pero también la contrata de matones del hampa para romper las huelgas o el uso de mafias locales para favorecer la penetración colonial. Pero en esta época, ese aspecto de la vida del capitalismo era limitado y circunstancial. Desde su entrada en su fase de decadencia a principios de siglo, el capitalismo está en una situación de crisis permanente. Para asegurar su dominio ya no puede apoyarse en el progreso que aporta, pues este progreso no existe. Para perpetuar su poder tiene que recurrir cada vez más a la mentira y a la manipulación. Además, en este siglo, marcado por dos guerras mundiales, la agudización de las tensiones imperialistas se ha convertido en un factor preponderante en la vida del capitalismo. En el tugurio de navajeros en que se ha transformado el planeta, todos los golpes, incluso los más retorcidos, sirven para sobrevivir. El funcionamiento del Estado ha tenido que adaptarse a esas necesidades. En la medida en que la manipulación o la mentira, ya sea por necesidades de la defensa imperialista ya sea por las del control social, se han vuelto esenciales para su supervivencia, el secreto y su protección se han vuelto aspectos centrales de la vida del Estado capitalista, el funcionamiento democrático clásico de la burguesía y de su Estado, tal como éstos existían en el siglo XIX ya no son posibles. Sólo se mantienen como ilusión para encubrir la realidad de un funcionamiento estatal totalitario que de democrático no tiene nada. La realidad del poder y de sus manejos, al haberse hecho inconfesables, deben ocultarse. No sólo se ha concentrado el poder de hecho en el ejecutivo, a expensas del legislativo, cuya expresión, el parlamento, se ha convertido en simple pantalla donde proyectar campañas electorales o de otro tipo, sino que además, en el seno mismo del ejecutivo, el poder se ha concentrado entre las manos de especialistas del secreto y de la manipulación. En esas condiciones, el Estado no sólo ha tenido que reclutar una abundante mano de obra especializada, creando una multitud de servicios especializados, todos más secretos que los demás, pero, en su seno, se ha favorecido la promoción de las camarillas de la burguesía más experimentadas en el secreto y la actividad «ilegal». En ese proceso, el Estado totalitario ha extendido su dominio sobre el conjunto de la sociedad, incluida el hampa, para desembocar en una simbiosis extraordinaria en la que resulta difícil diferenciar a un representante político de un hombre de negocios, de un agente secreto o de un gángster y viceversa.

Esa es la razón de fondo del papel creciente de los sectores mafiosos en la vida del capital. Pero la Mafia no es el único ejemplo. El caso de la Logia P2 muestra que la masonería es un instrumento ideal, por su funcionamiento oculto y sus ramificaciones internacionales, para ser utilizado como red de influencia por los servicios secretos según las necesidades de la política imperialista. Ya hace mucho tiempo que las diferentes obediencias masónicas del mundo han sido penetradas por el Estado y puestas al servicio de las potencias imperialistas occidentales que las utilizan según sus planes. Es sin duda el caso de la mayor parte de las sociedades secretas de cierta importancia.

Pero la Logia P2 no sólo era una herramienta de la política imperialista norteamericana. Era ante todo una parte del capital italiano y muestra, detrás de la verborrea democrática, lo que es el funcionamiento del Estado y de su totalitarismo. Agrupaba en su seno a clanes de la burguesía que dominan de manera oculta el Estado desde hace años. Eso no quiere decir que agrupaba a toda la burguesía italiana. Ya, a priori, el PCI estaba excluido, al ser representante de otra fracción con una orientación de política exterior orientada hacia el Este. Es igualmente probable que otras camarillas existan en el seno del capital italiano, lo que podría explicar por qué estalló el escándalo. En el seno de la Logia P2 cohabitaban además varios clanes unidos por intereses convergentes bajo la batuta americana frente al enemigo común que era el imperialismo ruso y el peligro de subversión «comunista». La lista encontrada en la residencia de Gelli permite identificar algunos de esos clanes: los grandes industriales del Norte, el Vaticano, un sector importante del aparato de Estado, especialmente los estados mayores de los ejércitos y de los servicios secretos, y de manera más discreta, la Mafia. El vínculo de ésta con la Logia P2 se plasma en la presencia de los banqueros Sindona y Calvi, muerto envenenado aquél en la cárcel y éste curiosamente ahorcado bajo un puente londinense, implicados ambos en escándalos financieros cuando gestionaban a la vez fondos del Vaticano y de la Mafia. Extrañas alianzas muy significativas del capitalismo contemporáneo. La Logia P2 es una hedionda mezcolanza que muestra que la realidad supera con creces la ficción más descabellada: sociedades ocultas, servicios secretos, Vaticano, partidos políticos, mundo de los negocios, de la industria, de la finanza, Mafia, periodistas, sindicalistas, catedráticos, etc.

De hecho, con la Logia P2 quedó desvelado el verdadero centro de decisión oculto que dirigía los destinos del capitalismo italiano desde la guerra. Gelli se nombraba a sí mismo, con humor cínico, el «gran marionetista», el que, detrás del teatrillo manipula sus «marionetas» políticas. El gran juego democrático del Estado italiano no era más que una hábil puesta en escena. Las decisiones más importantes se tomaban fuera de las estructuras oficiales (Congreso, ministerios, presidencia del Consejo, etc.) del Estado italiano. Esa estructura secreta del poder se ha mantenido fuera cual fuera el resultado de las múltiples consultas electorales que ha habido durante todos estos años. Además la Logia P2 tenía en la manga todas las cartas para, como en 1948, manipular las elecciones y mantener fuera al PCI. Casi todos los líderes de los partidos democristiano, republicano, socialista estaban a sus órdenes, de modo que el juego «democrático» de la «alternancia» no era más que un espejismo. La realidad del poder no cambiaba. En los pasillos, Gelli y su Logia P2 seguían controlando el Estado.

Tampoco hay razón alguna para pensar que eso sea una especialidad italiana, por mucho que en otros países el centro oculto de las decisiones importantes no adopte necesariamente el aspecto un tanto folklórico de una logia masónica. Desde hace algunos años, la agravación brutal de la crisis y los trastornos habidos en los alineamientos imperialistas debidos a la desaparición del bloque del Este, están provocando un revoltijo de alianzas entre las camarillas existentes en el seno de cada capital nacional. Lejos de ser una expresión de no se sabe qué repentina voluntad de restaurar un funcionamiento democrático, las campañas actuales que se están montando en bastantes países con la pretensión de limpiar el Estado de sus elementos más podridos, lo único que expresan son los ajustes de cuentas entre las diferentes camarillas por el control central de dicho Estado. La manipulación de los medios de comunicación, el uso y abuso apropiados de papeles comprometedores, son las armas de una lucha en la que también se usan armas más contundentes y sanguinarias.

De hecho, todo eso muestra que, sabiendo tomar distancias, Italia, país en donde se suceden los escándalos políticos, no es ni mucho menos una excepción sino que ha sido el espejo edificante y precursor de lo que hoy ya está generalizado.

JJ


[1] Revista internacional nº 76.

[2] P2 significa Propaganda Due.

[3] Testamento de Lucky Luciano.

[4] También para Lucio Gelli, jefe de la P2, en una entrevista para ese mismo documental televisado.

 

Series: 

  • ¿Cómo está organizada la burguesía? [3]

Noticias y actualidad: 

  • Democracia [4]

La burguesía mexicana en la historia del imperialismo

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La burguesía mexicana en la historia del imperialismo

Diferentes factores, como formar de hecho una reserva de materias primas (materiales, petróleo) y especialmente su situación geográfica -una larga frontera con Estados Unidos- le confieren a México una importancia particular dentro de las relaciones imperialistas: constituye una “prioridad” para la seguridad de la primera potencia mundial. En un artículo sobre el Tratado de Libre Comercio[1], ya señalábamos que el Tratado tiene como objetivo fundamental preservar la estabilidad de México (y más allá la estabilidad de toda América latina vía la “iniciativa de las Américas”), pues toda situación de conflictos sociales, caos o guerras, repercutiría sobre Estados Unidos. Al mismo tiempo se trata, para EE.UU., de evitar que alguna burguesía latinoamericana coquetee con alguna otra potencia, como Alemania o Japón. Pero aún más centralmente, garantizar un gobierno estable, sin demasiados desórdenes, un gobierno que sea además aliado incondicional, al sur de sus fronteras (y también al norte, con Canadá) es una prioridad para la burguesía de Estados Unidos. Es evidente que la clase capitalista de México se halla alineada con la de Estados Unidos. Sin embargo, a la vista de la situación en otros países, incluso de América Latina, donde los gobiernos cuestionan, en mayor o menos grado, su fidelidad hacia Estados Unidos, donde las burguesías se inclinan más hacia Alemania (o hacia Japón), o donde se desgarran internamente, provocando crisis políticas que cimbran la unidad del Estado capitalista, deberíamos preguntarnos: ¿podríamos en México llegar a presenciar una situación de desestabilización o aún de cuestionamiento al dominio estadudinense similar al que ocurre en otros países o, por el contrario, México es, para los Estados Unidos, un terreno cien por cien “asegurado”?.

El ascenso de los Estados Unidos, en las últimas décadas del siglo pasado, significó ir obteniendo sobre los países de América Latina un dominio económico y político completo. Pero este dominio no ha estado exento de disputas y dificultades. De hecho, la aplicación de la llamada “doctrina Monroe” según la cual “América es para los americanos” (esto es: América Latina es para la burguesía de Estados Unidos) significó, primero la liquidación, a principios de siglo, de la influencia de las viejas potencias que a lo largo del siglo XIX había sido predominante en América Latina, de Inglaterra en primer lugar. Posteriormente, en la primera mitad del siglo XX, la lucha contra quienes intentaban apoderarse de un pedazo del pastel americano, principalmente Alemania. Finalmente, después de la Segunda Guerra mundial, Estados Unidos tuvo que lidiar con los intentos desestabilizadores de la URSS. A lo largo del siglo, las crisis políticas que han sacudido a los países de América Latina: cambios violentos de gobiernos, asesinatos de gobernantes, golpes de Estado y guerras, han tenido como telón de fondo –cuando no como causa fundamental– esas rebatingas. La actitud de las burguesías de América Latina no puede calificarse en sentido alguno como pasiva, sino que, buscando sacar el mejor provecho, han tomado partido y en más de una ocasión, respaldadas por las demás grandes potencias, han cuestionado más o menos seriamente la supremacía estadounidense, aunque por supuesto sin alcanzar a sacudírsela nunca. México es una ilustración patente de esto que decimos.

La llamada “Revolución mexicana” o de dónde proviene la “fidelidad” de la burguesía mexicana

Uno de los resultados más importantes –por no decir el más importante– de la guerra de 1910-1920, la llamada “Revolución mexicana”, fue el debilitamiento definitivo de la burguesía nacional que había crecido a la sombra de las viejas potencias, y su sustitución por una “nueva burguesía” aliada incondicional y sumisa a los Estados Unidos. En efecto, durante la segunda mitad del siglo XIX, y especialmente durante la era de 30 años de Porfirio Díaz, se había desarrollado un agresivo y pujante capital nacional (en la minería, ferrocarriles, petróleo, textiles, etc., así como el comercio y las finanzas) bajo la influencia de países como Francia e Inglaterra. La burguesía mexicana de ese tiempo veía con preocupación el avance y las pretensiones de los Estados Unidos hacia América latina y México en particular, y trataba de contrarrestarlo abriendo las puertas a otras potencias, con la vana esperanza de que, al multiplicar las inversiones y las influencias políticas provenientes de Europa ninguna potencia pudiera predominar.

Sin embargo, a la vuelta del siglo, la feroz dictadura de Díaz empezaba a agrietarse. La forma de dictadura militar del Estado capitalista quedaba ya estrecha para el desarrollo económico alcanzado, y algunos factores empujaban hacia una modificación de ésta, lo que se expresaba en el fraccionamiento de la clase capitalista en una lucha por la sucesión del gobierno del ya viejo Díaz; en especial, una pujante fracción de capitalistas-terratenientes del norte aspiraba a ocupar un papel predominante, de acuerdo con su poder económico, en el gobierno. A la vez se agudizaba un profundo descontento entre las clases trabajadoras del campo (peones de hacienda por todo el país, rancheros del norte, comuneros del sur...) y entre el joven proletariado industrial, que no soportaban ya la despiadada explotación. Estos factores produjeron una conmoción social que llevó a 10 años de guerra interna, aunque, al contrario de lo que dice la historia oficial, ésta no constituyó una verdadera revolución social.

La guerra en México de 1910-20 no fue, en primer lugar, una revolución proletaria. El proletariado industrial, joven y disperso, no constituyó una clase decisiva durante ella. De hecho sus intentos de rebelión más importantes, la ola de huelgas de principio de siglo, había sido completamente aplastada en la víspera. En la medida en que algunos sectores proletarios participaron en la guerra, lo hicieron como furgón de cola de alguna fracción burguesa. En cuanto al proletariado agrícola, sin la guía de su hermano industrial y aún muy atado a la tierra, quedó integrado en la guerra campesina.

A su vez, la guerra campesina tampoco constituía una revolución. La guerra en México volvió a demostrar por enésima ocasión que el movimiento campesino se caracteriza por carecer de un proyecto histórico propio, y sólo puede terminar liquidado o ser integrado en el movimiento de las clases históricas (la burguesía o el proletariado). En México, fue en el sur donde el movimiento campesino adquirió su forma más “clásica”, donde las huestes campesinas, que aún conservaban sus antiguas tradiciones comunitarias, se lanzaron a la destrucción de las haciendas porfiristas, pero una vez que recuperaban la tierra abandonaban lar armas, y nunca lograron constituir un ejército regular ni un gobierno capaz de controlar por algún tiempo las ciudades que tomaban. Estas huestes fueron combatidas tanto por el viejo como por el nuevo régimen “revolucionario” que surgió de la guerra, y finalmente fueron cruelmente derrotadas. Destino parecido tuvo la guerra de rancheros del norte, cuya táctica de toma de ciudades mediante asaltos de caballería, propia del siglo anterior, fue efectiva contra el ejército federal porfirista, pero fracasó estrepitosamente frente a la moderna guerra de trincheras, alambre de púas y ametralladoras del ejército del nuevo régimen. La derrota de los campesinos (comuneros del sur y rancheros del norte) se saldó con la recuperación de las tierras por los antiguos hacendados y la formación de nuevos latifundios en los primeros años del nuevo régimen.

Finalmente, esa guerra no podría considerarse siquiera como una revolución burguesa. No dio lugar a la formación del Estado capitalista pues éste ya existía, y solamente sustituyó una forma de este Estado por otra. Su único mérito fue el haber sentado las bases para una adecuación de las relaciones capitalistas en el campo, con la eliminación del sistema de “tiendas de raya”, qua ataban a los peones a las haciendas e impedían, por tanto, el libre movimiento de la fuerza de trabajo (si bien, en general, las relaciones de producción capitalistas existían ya plenamente, se desarrollaban aceleradamente y eran predominantes desde antes de la guerra).

La mano de las grandes potencias en la Guerra de México

Pero la así llamada “revolución mexicana” no agota su contenido en el conflicto social interno. Queda inscrita también, de lleno, en los conflictos imperialistas que sacudieron al mundo a principios de siglo, que llevaron a la Primera Guerra mundial (1914-18), y a un cambio en la hegemonía de las grandes potencias, que llevó al frente de las potencias imperialistas a Estados Unidos. De hecho, la sucesión de gobernantes, que va desde la caída de Díaz, el gobierno y asesinato de Madero, el gobierno y expulsión de Huerta, y el gobierno y asesinato de Carranza, que son “explicados” por la historia oficial como una sucesión desventurada de hombres “malos” y “buenos”, “traidores” y “patriotas”, puede explicarse mucho más lógicamente por la lucha entre las grandes potencias por el predominio económico y político en México vía el control del gobierno, y por el partido que tomaron los diferentes gobernantes y sus virajes, a veces de vuelta entera respecto a esas pugnas. Más concretamente, detrás de esos trastrocamientos, encontramos a los Estados Unidos esforzándose por el establecimiento en México de un gobierno partidario y supeditado a sus intereses[2].

Así, el agrietamiento y la caída del gobierno de Díaz fue impulsada activamente por Estados Unidos, que apoyaba a las fracciones de capitalistas-hacendados norteños (encabezada por Madero), con miras a lograr concesiones económicas y políticas, y a debilitar la influencia de las potencias europeas. Sin embargo, Madero no buscaba, ni violentar en favor de los EE.UU. el “equilibrio” de fuerzas entre las diferentes potencias que Díaz siempre había buscado, ni mejorar realmente la situación de las clases explotadas... así que Madero, a la vez que prendió la chispa para el estallamiento de las rebeliones campesinas, se volvió un obstáculo a los ojos de EE.UU., que entonces respaldaron la conspiración de Huerta para asesinarlo y hacerse del poder.

Luego, Huerta trató, inútilmente, utilizar para su provecho las pugnas entre las grandes potencias, y terminó abandonado de la gracia de todas. Paralelamente, el movimiento campesino alcanzó su apogeo y Huerta también fue derrocado. Simultáneamente estalla, en Europa, la Primera Guerra mundial, y a partir de aquí empieza a influir en la situación en México el interés de otra potencia: Alemania.

Alemania disputa a las otras potencias un lugar en la arena imperialista por el reparto del mundo, a la que ella había llegado tarde. Respecto a México, tenía algunos intereses económicos, pero no era lo principal. Alemania entendió la importancia estratégica de México y trató de aprovechar al país como medio de obstaculizar a los Estados Unidos. Primero con Huerta y, posteriormente, con mayor decisión aún, con Carranza, los servicios diplomáticos y secretos alemanes actuaron tratando de provocar un conflicto armado entre Estados Unidos y México. Con ello Alemania intentaba desviar los esfuerzos guerreros de Estados Unidos que ya suministraba armas a las potencias “aliadas” y se preparaba para entrar en la guerra. En el extremo, la burguesía alemana llegó a soñar con una alianza Japón-México-Alemania, que pudiera enfrentar a Estados Unidos en América... pero en ese tiempo Japón se hallaba más preocupado en apoderarse de China, y no se sentía lo suficientemente fuerte para retar a los Estados Unidos. Finalmente, los “aliados” logran desbaratar las conjuras de Alemania. Posteriormente, al comprender la cercanía de su derrota, Alemania dio un viraje en su política y, mediante convenios económicos, intentó mantener una cierta influencia en México, a la espera de mejores tiempos.

Los principios de los años 20, terminada la Primera Guerra mundial y apagada la guerra interna, encontraron a México con una nueva burguesía en el poder, cuyos capitales “originarios” provenían de los botines de guerra. Con el dominio ascendente de los Estados Unidos por todo el continente y la influencia de las viejas potencias, Inglaterra y Francia, en franco retroceso, si bien no liquidada del todo. Por ejemplo, Inglaterra aún disputó por dos décadas más el control del petróleo a los EE.UU. Y los gobiernos “emanados de la revolución” posteriores al de Carranza (que, por cierto, también terminó asesinado) ya no volvieron a cuestionar la supremacía del vecino del norte.

Sin embargo, la vieja burguesía de la época porfirista, aunque profundamente debilitada, no fue destruida del todo. Y antes de aceptar que tenía que adaptarse a la nueva situación y que no tenía más remedio que convivir y aún fusionarse con la “nueva”, algunos de sus sectores aún tuvieron fuerzas para cuestionar el nuevo gobierno.

La Guerra de los “Cristeros”

El ajuste de cuentas no liquidado del todo entre las dos partes de la burguesía nacional que quedaron al final de la guerra de 1910-1920, significó una nueva y sangrienta guerra entre éstas, entre 1926 y 1929 que abarcó los Estados del Centro-Occidente de la república (Zacatecas, Guanajuato, Jalisco, Michoacán), en la que, nuevamente, los campesinos fueron la carne de cañón. Para el tema de la influencia que las grandes potencias han ejercido sobre México, es de lo más interesante constatar que la fracción “vieja” recibió nuevamente un apoyo, más o menos velado por parte de algunos sectores del capital europeo (de España, Francia y Alemania) vía... la Iglesia católica romana. De hecho, esta fracción tenía como consigna la “libertad religiosa” que supuestamente conculcaba el “régimen revolucionario” (en realidad lo que hacía éste era seguir arrebatando cotos de poder económico a la fracción “vieja”, dentro de la que se incluía la iglesia católica). Y detrás de esa consigna se hallaba la ideología del sinarquismo. Detrás del grito de “Viva Cristo Rey” (de allí proviene el mote despectivo de “cristeros”) del ejército irregular de la vieja fracción burguesa, se hallaba toda la concepción de la búsqueda de un nuevo “reino mundial” encabezado por las viejas potencias (Francia, Alemania, Italia, España...), antecedente ideológico, como se podrá ver del... fascismo europeo de los años 30. Así nuevamente encontramos detrás de un conflicto interno un intento de desestabilizar el país por parte de capitales (o al menos sectores de éstos) europeos que, años más tarde, volverían a enfrentar en el terreno militar a los EE.UU. Los cristeros fueron derrotados, y la fracción “vieja” del capital no tuvo más remedio que mimetizarse, fundirse con la otra, y enterrar sus aspiraciones “proeuropeas”. Los gobiernos de los años 30-40 sirvieron la mesa a los Estados Unidos, haciendo de México un proveedor de materias primas durante la Segunda Guerra mundial. Tal fue el sentido no sólo del gobierno de Avila Camacho quien llegó a “declarar la guerra” contra las Potencias del Eje, sino también del gobierno de su antecesor y elector (en México, el presidente es decisivo en la elección de su sucesor) : Lázaro Cárdenas, general destacado en la guerra contra los cristeros, cuya mítica “expropiación del petróleo” en 1938 condujo, fundamentalmente, a la expulsión definitiva de las compañías petroleras inglesas y a que México se convirtiera en una reserva del energético exclusiva de los Estados Unidos.

El paréntesis del bloque imperialista estalinista

El final de la Segunda Guerra mundial (1945) abrió lo que podríamos llamar un “paréntesis” histórico en la disputa del mundo que han sostenido Estados Unidos y Alemania a lo largo del siglo. Durante más de 40 años, el imperialismo ruso disputó la supremacía mundial al imperialismo estadounidense[3]. La formación de un nuevo juego de bloques encontró a los viejos enemigos del mismo lado, a Alemania del mismo lado que los Estados Unidos.

Respecto a América Latina, Estados Unidos reforzó su dominación económica y política, a pesar de los intentos de intervención de la URSS en la región (vía algunas guerrillas y el coqueteo con gobiernos “socialistas”), los cuales, sin embargo, dada la debilidad relativa de la URSS no fueron, excepción hecha de Cuba[4], más allá de intentos de desestabilizar la región, muy semejantes, por lo demás, a los intentados en otras épocas por Alemania.

Sin embargo, este paréntesis se cerró, a la vuelta de la presente década, con el derrumbe del bloque imperialista del Este, la disolución del bloque occidental y el despedazamiento de la URSS. Y, al contrario de lo que dice la propaganda de los medios de difusión, este acontecimiento no marcó el fin de las pugnas entre las grandes potencias, el “fin de la historia”, o algo parecido.

Las relaciones imperialistas constituyen hoy una maraña de desestabilización, caos y guerras que cubre absolutamente todo el mundo. Ningún país, por grande o pequeño que sea, escapa al siniestro juego de las pugnas imperialistas, y especialmente a la que gira en torno a las dos grandes potencias, rivales de todo el siglo : Estados Unidos y Alemania. En medio del “nuevo desorden mundial”, despuntan las tendencias a la formación de un nuevo par de bloques imperialistas, teniendo como eje a esas dos potencias, alrededor de las cuales se polarizan todos los demás países, en la que los aliados de ayer vuelven a ser hoy enemigos, en un torbellino sin freno donde el caos no hace sino alimentar dichas tendencias, mientras éstas multiplican a su vez el caos. Y México no escapa, en modo alguno, a esta dinámica de las relaciones capitalistas mundiales.

México ¿“Siempre fiel”?

Tratemos de responder ahora la pregunta que nos hacíamos al principio de este artículo respecto a “fidelidad” que ofrece la clase capitalista mexicana a la estadounidense. La burguesía de Estados Unidos se ha asegurado de la fidelidad de la burguesía mexicana a lo largo de siete décadas, y seguramente lo seguirá haciendo, en términos generales.

Subsiste, no obstante, no digamos una “fracción” (lo que implicaría ya una grieta profunda en el capital, lo que no es el caso), pero sí algunos sectores del capital mexicano que tradicionalmente nunca se conformaron con el dominio casi exclusivo de Estados Unidos. Estos sectores, si bien relativamente minoritarios, fueron aún capaces de llevar a uno de sus hombres a la silla presidencial, como fue el caso, en los años 60, del presidente Díaz Ordaz. Claro que esto fue posible sólo en una época en que las rivalidades entre “proeuropeos” y “proamericanos” se hallaban en un plano secundario ante el “enemigo principal” que constituía el imperialismo ruso, y existía una alianza entre Europa Occidental y Estados Unidos.

En adelante, ya no ocurrirá algo semejante. Estados Unidos buscará la garantía de una fidelidad absoluta por parte del ejecutivo mexicano, de evitar cualquier “error” que pudiera llevar al poder a un representante de los sectores más inclinados hacia las potencias del Viejo Continente.

A pesar de ello, podemos esperar que esos sectores minoritarios, ilusionados con el empuje de Alemania, empiecen a asomar la cabeza, a agitarse, “protestar” y “exigir”, creándole algunos problemas adicionales al gobierno proamericano. Y asimismo, podemos esperar que los rivales de Estados Unidos aprovechen a esos sectores no para disputarle México, pero sí para crearle inestabilidad social en su “patio trasero”, bajo el principio que de todo lo que obstaculice y obligue a desviar recursos (económicos, políticos, militares) a los Estados Unidos, es un paso que le pueden sacar de ventaja.

Signos de lo que decimos podemos ya observarlos, por ejemplo:
– en la reanimación en los últimos meses de los herederos del sinarquismo (el Partido Demócrata Mexicano, y otras agrupaciones afines);
– en la escisión del Partido Acción Nacional –nada menos que la segunda fuerza electoral del país–, une parte de la cual decidió aliarse al gobierno de Salinas, mientras la otra, en la que por cierto quedaron sus “líderes históricos”, decidió formar otro partido, que se acerca ideológicamente a los sinarquiítas;
– es significativa también, la pugna en el interior de la Iglesia Católica, entre una parte que busca conciliar con el gobierno y otra que le ataca constantemente desde los púlpitos;
– y, en fin, como remate, no es casual el resurgimiento, impulsado desde el Vaticano (el cual, según los indicios, se acerca a Alemania), de los actos de reivindicación a “Cristo Rey” y los “cristeros” : manifestación religiosa en Guanajuato en el cerro que simboliza el movimiento cristero, presidida por el gobernador (miembro del PAN) ; manifestación en la Ciudad de México para celebrar la beatificación reciente por el Papa de una treintena de mártires de la guerra de los cristeros...

Remarquemos: Los sectores minoritarios del capital partidarios de una actitud “antinorteamericana” y por ello “proeuropa” no pueden cuestionar la supremacía de Estados Unidos en México, pero seguramente sí podrán crear problemas, de menor o mayor gravedad. Con el tiempo lo veremos.

¿Debe el proletariado tomar partido por una u otra parte de la burguesía?

Para la clase obrera es vital comprender que sus intereses nada tienen que ver con las pugnas imperialistas. Que no tiene nada que ganar apoyando a una fracción burguesa contra otra y sí todo que perder. Dos guerras mundiales por el reparto del mundo entre los diferentes bandidos imperialistas no han dejado para la clase obrera más que decenas de millones de muertos. En México, también, la guerras burguesas de 1910-1920 y de 1926-1929, sólo han dejado para los clases trabajadores un saldo de millones de muertos y un reforzamiento de las cadenas de opresión.

El proletariado debe estar conciente de que, tras los llamados a defender la “patria” o la “religión”, se oculta la intención de arrastrar a los trabajadores a defender intereses que no son los suyos, incluso a matarse entre sí, en aras de los intereses de sus propios explotadores.

Estos llamados seguramente irán aumentando de tono, hasta volverse aturdidores, a medida que la burguesía se vea cada vez más urgida de carne de cañón para sus pugnas y guerras.

El proletariado debe rechazar esos llamados, y por el contrario, debe oponerse a la continuación de las pugnas imperialistas, levantando su lucha de clase, única vía para llegar a terminar definitivamente con el sistema capitalista, el cual no ofrece ya más que caos y guerras a la humanidad.

Leonardo
Julio 1993


 

[1] Revolución mundial, no 12 : «TLC: el gendarme del mundo asegura su traspatio».

[2] El libro de F. Katz, La guerra secreta en México, es un estudio muy completo y revelador del grado de injerencia de las grandes potencias en la “revolución mexicana”. De éste tomamos gran parte de la información que presentamos.

[3] No podemos aquí volver sobre nuestra concepción acerca del estalinismo. Al respecto, recomendamos la lectura de nuestro Manifiesto del Noveno Congreso de la CCI y nuestra Revista internacional.

[4] Respecto a Cuba puede leerse Revolución mundial, nos 9 y 10.

Geografía: 

  • Mexico [16]

Polémica con “Programme communiste” sobre la guerra imperialista - Negar la noción de decadencia equivale a desmovilizar al proletariado frente a la guerra

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En los números 90, 91 y 92 de la revista Programme communiste que publica el Partido Comunista Internacional (PCInt), grupo que publica también Il Comunista en italiano y Le Prolétaire en francés[1], se encuentra un amplio estudio sobre «La guerra imperialista en el ciclo burgués y en el análisis marxista». Dicho estudio hace balance de los conceptos del PC Int sobre un problema de la mayor importancia para el movimiento obrero. Las políticas fundamentales afirmadas en esos artículos son una defensa clara de los principios proletarios frente a todas las mentiras propaladas por todos los agentes de la clase dominante. Sin embargo, algunos argumentos teóricos en los que se basan esos principios y lo que de ello se deduce no siempre están a la altura de los principios afirmados, corriéndose así el riego de debilitarlos en lugar de reforzarlos. Este artículo se propone someter a la crítica esos conceptos teóricos erróneos para así despejar las bases teóricas más sólidas por la defensa del internacionalismo proletario.

La Corriente Comunista Internacional, contrariamente a otras organizaciones que como ella se reivindican de la Izquierda comunista (en especial, los diferentes PCInt que pertenecen a la corriente «bordiguista»), siempre ha establecido una distinción muy clara entre las formaciones políticas que pertenecen al campo proletario y las que pertenecen al campo burgués (tales como los diferentes representantes de la corriente trotskista, por ejemplo). Ningún debate político es posible con estas últimas: la responsabilidad de los revolucionarios es denunciarlos por lo que son: instrumentos de la clase dominante destinados, gracias a su verborrea más o menos obrerista o «revolucionaria» a sacar al proletariado de su terreno de clase para que quede sometido a los intereses del capital. En cambio, entre las organizaciones del campo proletario, el debate político no sólo es una posibilidad, sino un deber. Un debate así no tiene nada que ver con un intercambio de ideas al estilo de lo que puede encontrarse en un seminario universitario, sino que es un combate por la defensa de la claridad de las posiciones comunistas. Y puede tomar la forma de una viva polémica precisamente porque los problemas tratados son de la mayor importancia para el movimiento de la clase y que cada comunista sabe bien que el más mínimo error teórico o político puede tener consecuencias dramáticas para el proletariado. Sin embargo, incluso en las polémicas, es necesario saber reconocer lo que es correcto en las posiciones de la organización que se critica.

Una defensa firme de las posiciones de clase

El PCInt (Il Comunista) se reivindica de la tradición de la Izquierda comunista italiana, o sea de una de las corrientes internacionales que mantuvieron las posiciones de clase cuando degeneró la Internacional comunista durante los años 20. En el artículo publicado por Programme communiste (PC) puede comprobarse que en toda una serie de cuestiones, esa organización no ha perdido de vista las posiciones de aquella corriente. En especial, el artículo contiene una afirmación clara de lo que cimienta la postura de los comunistas frente a la guerra imperialista. La denuncia de ésta, una denuncia que no tiene nada que ver con la de los pacifistas o los anarquistas:

«El marxismo es completamente ajeno a esas fórmulas vacuas y abstractas que hacen del “antibelicismo” un principio suprahistórico y que ven de manera metafísica en las guerras el Mal absoluto. Nuestra actitud se basa en un análisis histórico y dialéctico de las crisis guerreras en relación con el nacimiento, el desarrollo y la muerte de las formas sociales.

Así pues, nosotros distinguimos:
a) las guerras de progreso (o de desarrollo) burgués en el área europea entre 1792 a 1871;
b) las guerras imperialistas, caracterizadas por el choque recíproco entre naciones de capitalismo ultra desarrollado...
c) las guerras revolucionarias proletarias» (
PC, nº 90, p. 19).

«La orientación fundamental es tomar posición a favor de las guerras que llevan adelante el desarrollo general de la sociedad y contra las guerras que son un obstáculo o que retrasan ese desarrollo. Por consiguiente estamos a favor del sabotaje de las guerras imperialistas no porque sean más crueles y espantosas que las precedentes, sino porque entorpecen el porvenir histórico de la humanidad; porque la burguesía imperialista y el capitalismo mundial ya no desempeñan ningún papel “progresista”, sino que, al contrario, se han convertido en obstáculo para el desarrollo general de la sociedad...» (PC, nº 90, p. 22).

La CCI podría rubricar esas frases que van en la misma dirección de lo que hemos escrito en múltiples ocasiones en nuestra prensa territorial y en esta revista[2]. Del mismo modo, la denuncia del pacifismo que el PCInt hace es muy clara e incisiva:

«... el capitalismo no es “la víctima” de la guerra provocada por tal o cual energúmeno, o por no se sabe qué “espíritus malignos” reliquias de épocas bárbaras contra los cuales habría que defenderse periódicamente. (...) el pacifismo burgués desemboca necesariamente en belicismo. La idílica ensoñación de un capitalismo pacífico no es inocente. Es un sueño manchado de sangre. Si se admite que capitalismo y paz podrían ir juntos de manera permanente y no contingente y momentánea, se está obligado, cuando empiezan a oírse los gritos de guerra, a reconocer que hay algo ajeno a la civilización que amenaza el desarrollo pacífico, humanitario del capitalismo; y que éste debe por lo tanto defenderse, incluso con las armas si los demás medios no son suficientes agrupando en torno a sí a los hombres de buena voluntad y a los “amantes de la paz”. El pacifismo realiza entonces su pirueta final convirtiéndose en belicismo, en factor activo y agente directo de la movilización guerrera. Se trata pues de un proceso obligado, que procede de la propia dinámica interna del pacifismo. Éste tiende naturalmente a transformarse en belicismo...» (PC, nº 90, p. 22).

De este análisis del pacifismo, el PCInt deduce una orientación justa en cuanto a los pretendidos movimientos contra la guerra que florecen periódicamente en estos tiempos. Con el PCInt estamos evidentemente de acuerdo en que puede existir un antimilitarismo de clase (como el surgido durante la Primera Guerra mundial y que desembocó en la revolución en Rusia y Alemania). Pero este antimilitarismo no podrá nunca desarrollarse a partir de movilizaciones orquestadas por todas esas almas buenas de la burguesía:

«En relación con los “movimientos por la paz” actuales, nuestra consigna “positiva” es la de una intervención desde fuera de tipo propagandista y de proselitismo hacia los elementos proletarios capturados por el pacifismo y enrolados en movilizaciones pequeño burguesas para sacarlos de ese tipo de encuadramiento y de acción política. Nosotros decimos a esos elementos que no es en los desfiles pacifistas de hoy donde se prepara el antimilitarismo de mañana, sino en la lucha intransigente de defensa de las condiciones de vida y de trabajo de los proletarios en ruptura con los intereses de la empresa y de la economía nacional. Del mismo modo que la disciplina del trabajo y la defensa de la economía nacional preparan la de las trincheras y la defensa de la patria, la negativa a defender y respetar hoy los intereses de la empresa y de la economía nacional preparan el militarismo y el derrotismo de mañana» (PC, nº 92, p. 61). Como veremos más lejos, el derrotismo no es la consigna más adaptada a la situación actual o venidera. Debemos sin embargo, subrayar la validez del análisis.

En fin, el artículo de Programme communiste es también muy claro en lo que se refiere al papel de la democracia burguesa en la preparación y la dirección de la guerra imperialista:

«... en “nuestros” Estados civilizados, el capitalismo reina gracias a la democracia (...) cuando el capitalismo pone delante del escenario a sus cañones y a sus generales lo hace apoyándose en la democracia, en sus mecanismos y en sus ritos hipnóticos» (PC nº 9, p. 38). «La existencia de un régimen democrático permite al Estado una mayor eficacia militar puesto que permite potenciar al máximo tanto la preparación de la guerra como la capacidad de resistencia del país en guerra» (Ídem).

«... el fascismo casi sólo puede invocar el sentimiento nacional, llevado hasta la histeria racista, para cimentar la “Unión nacional”, mientras que la democracia posee unos recursos mucho más poderosos para soldar el conjunto de las poblaciones a la guerra imperialista: el que la guerra emane directamente de la voluntad popular libremente expresada durante las elecciones y que aparezca así, gracias a las mistificaciones de las consultas electorales, como guerra de defensa de los intereses y de las esperanzas de las masas populares y de las clases laboriosas en particular» (PC nº 91, p. 41).

Hemos reproducido estas largas citas de Programme communiste (y podríamos haberlo hecho con otras, especialmente las que ilustran históricamente las posiciones presentadas) porque son exactamente nuestras propias posiciones sobre los problemas tratados. Mejor que reafirmar nuestros principios sobre la guerra imperialista con nuestras propias palabras, nos ha parecido más útil poner de relieve la profunda unidad de enfoque que existe sobre esa cuestión en el seno de la Izquierda comunista, unidad que es la de nuestro patrimonio común.

Sin embargo, del mismo modo que hay que subrayar esa unidad de principios, también es deber de los revolucionarios poner de relieve las inconsecuencias e incoherencias teóricas de la corriente «bordiguista» que debilitan tanto su capacidad para proponer una brújula eficaz al proletariado. Y la primera de esas inconsecuencias estriba en la negativa de esa corriente a reconocer la decadencia del modo de producción capitalista.

La «no decadencia» al modo bordiguista

Reconocer que desde principios de siglo y sobre todo desde la Primera Guerra mundial, la sociedad capitalista entró en su fase de decadencia es una de las piedras angulares sobre las que se construye la perspectiva comunista. Durante el primer holocausto imperialista, los revolucionarios como Lenin se basan en ese análisis para defender la negativa a participar en él y «transformar la guerra imperialista en guerra civil» (ver en especial El imperialismo fase suprema del capitalismo). Asimismo, la entrada del capitalismo en su período de decadencia es el centro de las posiciones políticas de la Internacional comunista en su fundación en 1919. Es precisamente porque el capitalismo se había vuelto un sistema decadente por lo que ya era imposible luchar en su seno para obtener reformas, como así lo preconizaban los partidos obreros de la IIª Internacional, sino que la única tarea histórica que pudiera darse el proletariado es la de realizar la revolución mundial. Gracias a esa base firme y sólida podría la Izquierda comunista internacional y, en especial, su fracción italiana, elaborar más tarde el conjunto de sus posiciones políticas[3].

La «originalidad» de Bordiga y de la corriente de la que fue inspirador es la de negar que el capitalismo hubiera entrado en su período de decadencia[4]. Y sin embargo, la corriente bordiguista, especialmente el PCInt (Il Comunista) está obligada a reconocer que algo ha cambiado a principios de este siglo tanto en la naturaleza de las crisis económicas como en la de la guerra.

Sobre la naturaleza de la guerra, las citas de Programme que hemos reproducido arriba hablan por sí solas: existe en verdad una diferencia fundamental entre las guerras que podían llevar a cabo los Estados capitalistas en el siglo pasado y las de este siglo. Seis décadas separan, por ejemplo, las guerras napoleónicas contra Prusia de la guerra franco-prusiana de 1870, mientras que ésta sólo dista 4 décadas de la de 1914. Sin embargo, la guerra de 1914 entre Francia y Alemania es fundamentalmente diferente de todas las anteriores entre las dos naciones; Marx podía llamar a los obreros alemanes a participar en la guerra de 1870 (ver el Primer manifiesto del Consejo general de la AIT sobre la guerra franco-alemana) situándose plenamente en el campo proletario, mientras que los socialdemócratas alemanes que llamaban a esos mismos obreros a la «defensa nacional» en 1914 se situaban claramente en el campo de la burguesía. Eso es exactamente lo que los revolucionarios como Lenin o Rosa Luxemburg defendieron con uñas y dientes contra los socialpatrioteros que pretendían basarse en las posiciones del Marx de 1870: esta posición había dejado de ser válida porque la guerra había cambiado de naturaleza y ese cambio era a su vez resultado del cambio fundamental habido en la vida del conjunto del modo de producción capitalista.

Programme communiste no dice, por cierto, otra cosa cuando afirma (como vimos antes) que las guerras imperialistas «entorpecen el porvenir histórico de la humanidad; porque la burguesía imperialista y el capitalismo mundial ya no desempeñan ningún papel “progresista”, sino que, al contrario, se han convertido en obstáculo para el desarrollo general de la sociedad...». Igualmente, citando a Bordiga, Programme considera que «las guerras imperialistas mundiales demuestran que la crisis de disgregación del capitalismo es inevitable a causa de la apertura de un período en el que su expansión ya no provoca el aumento de las fuerzas productivas, sino que hace depender su acumulación de una destrucción todavía mayor de ellas» (PC nº 90, p. 25). Encerrado, sin embargo, en los viejos dogmas bordiguistas, el PCInt es incapaz de sacar la consecuencia lógica desde el enfoque del materialismo histórico: el que el capitalismo se haya vuelto una traba para el desarrollo general de la sociedad significa sencillamente que ese modo de producción ha entrado en su fase de decadencia. Cuando Lenin y Rosa Luxemburg lo hicieron constar en 1914, no andaban sacando ideas bonitas de sus molleras, lo único que hacían era aplicar escrupulosamente la teoría marxista a la comprensión de los hechos históricos de su época. El PCInt como los demás PCInts que pertenecen a la corriente «bordiguista» se reivindica del marxismo. Muy bien, pero hoy únicamente las organizaciones que basan sus posiciones programáticas en las enseñanzas del marxismo pueden pretender defender la perspectiva revolucionaria del proletariado. Lamentablemente, el PCInt nos da la prueba de que le cuesta bastante comprender ese método. Le gusta muy especialmente usar en abundancia el término «dialéctica», pero nos da la prueba de que le ocurre como al ignorante que quiere disimular empleando palabras muy cultas sin saber de qué habla.

Por ejemplo, refiriéndose a la naturaleza de las crisis, puede leerse lo siguiente en Programme:

«Las crisis decenales del joven capitalismo sólo tuvieron incidencias mínimas; tenían más el carácter de crisis del comercio internacional que de la máquina industrial. No mermaban las posibilidades de la estructura industrial (...). Eran crisis de desempleo, o sea de cierres de industrias. Las crisis modernas son crisis de disgregación del sistema, que luego tiene que reconstruir con dificultades sus diferentes estructuras» (PC nº 90, p. 28). Sigue después toda una serie de estadísticas que demuestran la amplitud considerable de las crisis del s. XX, sin comparación con las del siglo pasado. En esto, al no darse cuenta de que la diferencia de amplitud entre los dos tipos de crisis no sólo pone de relieve la diferencia fundamental entre ellas sino también el modo de vida del sistema afectado por las crisis, el PCInt menosprecia olímpicamente uno de los elementos básicos de la dialéctica marxista: la transformación de la cantidad en calidad. En efecto, para el PCInt, la diferencia entre los dos tipos de crisis pertenece a lo cuantitativo y no afecta a los mecanismos fundamentales. Eso es lo que pone de relieve cuando escribe: «En el siglo pasado se registraron ocho crisis mundiales: 1836, 1848, 1856, 1883, 1886 y 1894. La duración media del ciclo según los trabajos de Marx era de 10 años. A ese ritmo “juvenil” le sigue, en el período que va desde principios de siglo al estallido del segundo conflicto mundial, una sucesión más rápida de las crisis: 1901, 1908, 1914, 1920, 1929. A un capitalismo desmesuradamente incrementado corresponde un aumento de la composición orgánica (...) lo que lleva a un crecimiento de la tasa de acumulación: la duración media del ciclo se reduce por esa razón a siete años» (PC nº 90, p. 27). Esa aritmética de la duración de los ciclos es la prueba de que el PCInt pone en el mismo plano las convulsiones económicas del siglo pasado y las de este siglo, sin comprender que la naturaleza misma de la noción de ciclo ha cambiado fundamentalmente. Cegado por su fidelidad a la palabra divina de Bordiga, el PCInt no es capaz de ver que, como decía Trotski, las crisis del s. XIX eran los latidos del corazón del capitalismo mientras que las del XX son los estertores de su agonía.

La misma ceguera manifiesta el PCInt cuando intenta poner en evidencia el vínculo entre crisis y guerra. De manera muy argumentada y sistemática, a falta de ser rigurosa (hemos de volver sobre esto), Programme intenta establecer que, en el período actual, la crisis capitalista desemboca necesariamente en guerra mundial. Es una preocupación digna de elogio pues tiene el mérito de querer rebatir los discursos ilusorios y criminales del pacifismo. Sin embargo, a Programme ni se le pasa por la cabeza preguntarse si el hecho de que las crisis del XIX no desembocaran en guerra mundial, ni siquiera en guerras localizadas, no se deberá a una diferencia de fondo con las del siglo XX. En esto también, el PCInt da muestras de un «marxismo» un tanto limitado: ya no se trata de una incomprensión de lo que quiere decir la palabra dialéctica, se trata de una negativa, o de una incapacidad, a examinar en profundidad, más allá de las aparentes analogías que puedan existir entre ciclos económicos del pasado y hoy, los fenómenos de mayor importancia, determinantes en la vida del modo de producción capitalista.

Así, el PCInt aparece incapaz, sobre una cuestión tan esencial como la de la guerra imperialista, de aplicar satisfactoriamente la teoría marxista, comprendiendo la diferencia fundamental que existe entre la fase ascendente del capitalismo y su fase de decadencia. Y la concreción lamentable de esa incapacidad es el hecho de que el PCInt pretende atribuir a las guerras del período actual una racionalidad económica similar a la que podían tener las guerras del siglo pasado.

Racionalidad e irracionalidad de la guerra

Nuestra Revista Internacional ya ha publicado bastantes artículos sobre la cuestión de la irracionalidad de la guerra en el período de decadencia del capitalismo[5]. Nuestra postura nada tiene que ver con no se sabe qué «descubrimiento originalísimo» de nuestra organización. Se basa en las adquisiciones fundamentales del marxismo desde principios del siglo XX, expresadas especialmente por Lenin y Rosa Luxemburg. Esas adquisiciones fueron formuladas con la mayor claridad en 1945 por la Izquierda comunista de Francia contra la teoría revisionista planteada por Vercesi en vísperas de la Segunda Guerra mundial, teoría que había llevado a su organización, la Fracción italiana de la Izquierda comunista a una parálisis total en el momento del estallido del conflicto imperialista:

«En la época del capitalismo ascendente las guerras (...) expresaron la marcha adelante, de ampliación y extensión del sistema económico capitalista (...). Cada guerra se justificaba y pagaba sus gastos abriendo un nuevo campo para una mayor expansión, asegurando el desarrollo de una mayor producción capitalista.(...) La guerra fue un medio indispensable al capitalismo para abrir nuevas posibilidades de desarrollo posterior, en la época en que estas posibilidades existían y no podían ser abiertas más que por la violencia. Del mismo modo, el hundimiento del mundo capitalista que ha agotado históricamente toda posibilidad de desarrollo, encuentra en la guerra moderna, la guerra imperialista, la expresión de este hundimiento, que, sin abrir ninguna posibilidad de desarrollo posterior para la producción, no hace más que precipitar en el abismo a las fuerzas productivas y acumular a un ritmo acelerado ruinas sobre ruinas.» («Informe sobre la situación internacional» para la Conferencia de julio de 1945 de la Izquierda Comunista de Francia, reproducido en la Revista Internacional nº 59).

Esa distinción entre las guerras del siglo pasado y las de este siglo también la hace PC como ya hemos visto. Pero no saca las consecuencias de ello y, tras haber dado un paso en la buena dirección, vuelve a desandarlo al buscar una racionalidad económica a las guerras imperialistas que dominan el siglo XX.

Esa racionalidad, «la demostración de las razones económicas fundamentales que empujan a todos los Estados a la guerra» (PC nº 92, p. 54) Programme communiste intenta encontrarla citando a Marx: «una destrucción periódica de capital se ha vuelto una condición necesaria para la existencia de cualquier tasa de interés corriente. (...) Desde ese punto de vista, las horribles calamidades que estamos acostumbrados a esperar con tanta inquietud y aprehensión (...) no son probablemente sino la corrección natural y necesaria a una opulencia excesiva y exagerada, la “vis medicatrix” gracias a la cual nuestro sistema social tal como está hoy configurado, tiene la posibilidad de liberarse de vez en cuando de una abundancia siempre renaciente cuya existencia amenaza, volviendo así a un estado sano y sólido» (Grundisse). En realidad, la destrucción de capital evocada por Marx en ese extracto es la provocada por las crisis cíclicas de su época (y no por la guerra), en un momento, precisamente, en el que las crisis son los latidos del corazón del sistema capitalista, aunque ya dibujen la perspectiva de los límites históricos de ese sistema. En muchos pasajes de su obra, Marx demuestra que la manera con la que el capitalismo supera sus crisis no sólo es destruyendo capital momentáneamente excedentario (o más bien desvalorándolo), sino también y sobre todo, mediante la conquista de nuevos mercados, especialmente en el exterior de la esfera de las relaciones de producción capitalista[6]. Y como el mercado no se puede extender indefinidamente, como los sectores extracapitalistas se van encogiendo necesariamente hasta desparecer por completo a medida que el capital somete el planeta a sus leyes, el capitalismo está condenado a convulsiones cada vez más catastróficas.

Es una idea que será desarrollada mucho más sistemáticamente por Rosa Luxemburgo en La acumulación del capital, pero que en absoluto «inventó», como algunos ignorantes pretenden. Esa idea aparece incluso en filigrana en algunos pasajes del texto de Programme communiste, pero cuando hacen referencia a Rosa Luxemburg no es para apoyarse en la notable labor teórica de la revolucionaria y en sus diáfanas explicaciones sobre los mecanismos de las crisis del capitalismo, y en especial por qué las leyes mismas del sistema lo condenan históricamente. Cuando se refieren a ella es para recoger por cuenta propia la única idea discutible que encontrarse pueda en La acumulación del capital, la de la tesis de que el militarismo podría ser un «campo de acumulación» que aliviaría parcialmente al capitalismo de sus contradicciones internas (ver PC nº 91, pp. 31 a 33). Fue lamentablemente esa idea la que perdió a Vercesi a finales de los años 30, la que le llevó a pensar que el impresionante desarrollo de la producción armamentística a partir de 1933, al haber permitido el relanzamiento de la producción capitalista, iba a alejar por lo tanto la perspectiva de una guerra mundial. En cambio, cuando PC quiere dar una explicación sistemática del mecanismo de las crisis para así dejar patente el vínculo existente entre ella y la guerra imperialista, adopta un enfoque unilateral basado fundamentalmente en la tesis de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia.

«Desde que el modo de producción burgués se hizo dominante, la guerra está vinculada de manera determinista a la ley establecida por Marx de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, que es la clave de la tendencia del capitalismo a la catástrofe final» (PC nº 90, p. 23). Sigue un resumen que PC recoge de Bordiga (Diálogo con Stalin), de la tesis de Marx según la cual el aumento constante, en el valor de las mercancías a causa de los progresos constantes de las técnicas productivas, de la parte correspondiente a las máquinas y a las materias primas en relación con la correspondiente al trabajo de los asalariados, lleva a una tendencia histórica a la baja de la cuota de ganancia, en la medida en que únicamente el trabajo del obrero es capaz de producir beneficios, o sea producir más que el valor que cuesta.

Hay que señalar que en su análisis, PC (y Bordiga a quien cita en abundancia) no ignora la cuestión de los mercados y que la guerra imperialista es la consecuencia de la competencia entre Estados capitalistas:

«La progresión geométrica de la producción impone a cada capitalismo nacional el exportar, conquistar en los mercados exteriores salidas idóneas a su producción. Y como cada polo nacional de acumulación está sometido a las mismas reglas, la guerra entre Estados capitalistas es inevitable. De la guerra económica y comercial, de los conflictos financieros, de las peleas por las materias primas, de los enfrentamientos político-diplomáticos resultantes, se llega finalmente a la guerra abierta. El conflicto latente entre Estados estalla primero con la forma de conflictos militares limitados a ciertas zonas geográficas, la forma de guerras locales en las que las grandes potencias no se enfrentan directamente sino por países interpuestos; pero acaba desembocando en guerra general que se caracteriza por el choque directo entre los grandes monstruos estatales del imperialismo, lanzados unos contra los otros por la violencia de sus contradicciones internas. Todos los Estados menores son arrastrados a un conflicto cuyo escenario se amplía necesariamente a todo el planeta. Acumulación-Crisis-Guerras locales-Guerra mundial» (PC nº 90, p. 24).

Compartimos plenamente ese análisis, que es en realidad el que los marxistas han defendido desde la primera guerra mundial. Sin embargo, el problema es que PC sólo ve la búsqueda de mercados exteriores como consecuencia de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia, cuando, en realidad, el capitalismo como un todo, más allá de ese aspecto, necesita permanentemente mercados fuera de su propia esfera de dominación, como magistralmente lo demostró Rosa Luxemburg, para realizar la parte de plusvalía destinada a ser invertida en un ciclo posterior para una mayor acumulación de capital. A partir de esa visión unilateral, PC atribuye a la guerra imperialista mundial una función precisa, otorgándole una verdadera racionalidad en el funcionamiento del capitalismo:

«La crisis tiene su origen en la imposibilidad de proseguir la acumulación, imposibilidad que se manifiesta cuando el crecimiento de la masa de producción no logra compensar la caída de la cuota de ganancia. La masa de sobretrabajo total ya no es capaz de asegurar beneficios al capital avanzado, de reproducir las condiciones de rentabilidad de las inversiones. Destruyendo el capital constante (trabajo muerto) a gran escala, la guerra ejerce entonces una función económica fundamental: gracias a las espantosas destrucciones del aparato productivo, permite, en efecto, una futura expansión gigantesca de la producción para sustituir lo destruido, y una expansión paralela de los beneficios, de la plusvalía total, o sea del sobretrabajo que tanto necesita el capital. Las condiciones de recuperación del proceso de acumulación quedan restablecidas. El ciclo económico vuelve a arrancar. (...) El sistema capitalista mundial, viejo al iniciarse la guerra, encuentra el manantial de la juventud en el baño de sangre que le proporciona nuevas fuerzas y una vitalidad de recién nacido.» (PC nº 90, p. 24)

La tesis de Programme no es nueva. Ya la había defendido y sistematizado Grossman en los años 20, retomada por Mattick, uno de los teóricos del movimiento consejista. Puede resumirse de manera sencilla en las siguientes palabras: al destruir capital cons­tante, la guerra hace bajar la composición orgánica del capital, permitiendo por ello un incremento de la cuota o tasa de ganancia. El problema está en que nunca se ha demostrado que durante las recuperaciones que siguieron a las dos guerras mundiales, la composición orgánica del capital fuera inferior a lo que había sido en vísperas de la guerra. Todo lo contrario. Si se toma el caso de la IIa Guerra mundial es evidente que en los países afectados por las destrucciones de la guerra, la productividad media del trabajo, y por lo tanto la relación entre el capital constante y el capital variable, alcanzó rápidamente, desde los primeros años 50, lo que había sido en 1939. De hecho, el potencial productivo que se reconstituyó ha sido considerablemente más moderno que el destruido. ¡El colmo es que el propio PC lo hace constar presentando ese hecho muy acertadamente como una de las causas del boom de posguerra! : «La economía de guerra trasmite además al capitalismo tanto los progresos tecnológicos y científicos realizados por las industrias militares como las instalaciones industriales creadas para la producción de armamento. Estas no fueron todas destruidas por los bombardeos, ni –en el caso alemán– desmanteladas por los aliados. (...) La destrucción a gran escala de equipos, instalaciones, edificios, medios de transporte, etc., y la reutilización de medios de producción de alta composición tecnológica procedentes de la industria de guerra... todo eso creó el milagro» (PC nº 92, p. 38).

En cuanto a Estados Unidos, al no haber sufrido destrucciones en su propio suelo, la composición orgánica de su capital era muy superior en 1945 a lo que había sido 6 años antes. Y sin embargo, el período de «prosperidad» que acompaña la reconstrucción se prolonga más allá (de hecho hasta mediados de los años 60) del momento en que el potencial productivo de antes de la guerra quedó reconstituido y la composición orgánica del capital volvió a encontrar su valor precedente[7].

Ya hemos dedicado bastantes textos para criticar las ideas de Grossmann y Mattick, ideas que recoge PC siguiendo a Bordiga. No volveremos aquí sobre ello. Es, sin embargo, importante señalar las aberraciones teóricas (aberraciones a secas en realidad) a que llevan las ideas de Bordiga que el PCInt retoma.

Las aberraciones de la visión del PCInt

La preocupación central del PCInt es muy correcta: demostrar el carácter ineluctable de la guerra. Quiere, en especial, refutar la idea del «superimperialismo» desarrollada en particular por Kautsky durante la Ia Guerra mundial y destinada a «demostrar» que las grandes potencias podrían ponerse de acuerdo entre sí para establecer una dominación común y pacífica del mundo. Semejante idea era, claro está, una de las puntas de lanza de las mentiras pacifistas con las que quería hacer creer a los obreros que se podría acabar con las guerras sin necesidad de destruir el capitalismo. Para contestar a una visión así, PC da el siguiente argumento:

«Un superimperialismo es imposible; si por algo extraordinario el imperialismo consiguiera suprimir los conflictos entre los Estados, sus contradicciones internas lo obligarían a dividirse de nuevo en polos nacionales de acumulación en competencia y por lo tanto en bloques estatales en conflicto. La necesidad de destruir enormes masas de trabajo muerto no puede satisfacerse únicamente gracias a las catástrofes naturales» (PC nº 90, p. 26).

En suma, la función fundamental de los bloques imperialistas, o de la tendencia a su formación, sería la de crear las condiciones que permitan destrucciones a gran escala. Con semejante visión, no se entiende por qué los estados capitalistas no podrían precisamente llegar a entenderse entre sí para provocar, cuando fuera necesario, esas destrucciones que permitieran un relanzamiento de la cuota de ganancia y de la producción. Disponen de los medios suficientes para llevar a cabo esas destrucciones aún manteniendo el control sobre ellas para así preservar lo mejor posible sus intereses respectivos. Lo que PC se niega a tener en cuenta es que la división en bloques imperialistas es el resultado lógico de la competencia a muerte que tienen entablada los diferentes sectores nacionales del capitalismo, es una competencia que forma parte de la esencia misma de ese sistema y que se agudiza cuando la crisis golpea con toda su violencia. Por eso, la formación de bloques imperialistas no es el resultado de no se sabe qué tendencia, todavía por acabar, hacia la unificación de los Estados capitalistas, sino, todo lo contrario, es el resultado de la necesidad en la que se encuentran de formar alianzas militares en la medida en que ninguno de entre ellos podría hacer la guerra a todos los demás. Lo más importante en la existencia de bloques no es, ni mucho menos, la convergencia de intereses que existan entre los Estados aliados (convergencia que, por cierto, puede ser cuestionada como lo demuestran los cambios de alianza que se han visto a lo largo del siglo XX), sino el antagonismo fundamental entre los bloques, expresión al más alto nivel de las rivalidades insuperables que existen entre todos los sectores nacionales del capital. Por eso es por lo que la idea de un «superimperialismo» es un absurdo en sus propios términos.

Con ese uso de argumentos tan débiles o discutibles, el rechazo del PCInt de la idea de «superimperialismo» pierde mucha fuerza, lo cual no es el mejor medio para combatir las mentiras de la burguesía. Eso es muy evidente cuando, después del pasaje citado arriba, PC continua así: «Son voluntades humanas, masas humanas las que deben hacer las cosas, masas humanas levantadas unas contra otras, energías e inteligencias preparadas para destruir lo que defienden otras energías y otras inteligencias». Puede comprobarse ahí toda la debilidad de la tesis del PCInt: francamente, con los medios de que disponen hoy los Estados capitalistas, y especialmente el arma nuclear, ¿por qué son indispensables las «voluntades humanas» y sobre todo las «masas humanas» para provocar un grado suficiente de destrucción, si tal es la función económica de la guerra imperialista según el PCInt?

En fin de cuentas, la corriente «bordiguista» sólo con graves desvaríos teóricos y políticos podía pagar la debilidad de los análisis en los que basa su posición sobre la guerra y los bloques imperialistas. Y es así como, tras haber expulsado por la puerta la noción de un superimperialismo, lo deja volver a entrar por la ventana con la noción de un «condominio ruso-americano» sobre el mundo:

«La IIa Guerra mundial dio nacimiento a un equilibrio correctamente descrito con la fórmula de “condominio ruso-americano” (...) si la paz ha reinado hasta ahora en las metrópolis imperialistas ha sido precisamente a causa de esa dominación de EEUU y de la URSS...» (PC nº 91, p. 47).

«En realidad, la “guerra fría” de los años 50 expresaba la insolente seguridad de los dos vencedores del conflicto y la estabilidad de los equilibrios mundiales de Yalta; respondía, en ese marco, a exigencias de movilización ideológica y de control de las tensiones sociales existentes dentro de cada bloque. La nueva “guerra fría” que sustituye a la distensión en la segunda mitad de los años 70 responde a una exigencia de control de los antagonismos no ya (o no todavía) entre las clases, sino entre Estados que soportan cada vez con mayor dificultad los viejos sistemas de alianzas. La respuesta rusa y americana a las presiones crecientes consiste en orientar hacia el campo contrario la agresividad imperialista de los aliados» (PC nº 92, p. 47).

O sea que la primera «guerra fría» no tenía más motivo que el ideológico para «controlar los antagonismos entre las clases». Es el mundo al revés: si tras la I Guerra mundial, se asistió a un auténtico retroceso de los antagonismos imperialistas y a un retroceso paralelo de la economía de guerra, fue porque la burguesía tenía como primera preocupación la de hacer frente a la oleada revolucionaria ini­ ciada en 1917 en Rusia, establecer un frente común contra la amenaza del enemigo común y mortal de todos los sectores de la burguesía: el proletariado mundial. Y si la IIa Guerra mundial desembocó inmediatamente en incremento de los antagonismos imperialistas entre los dos vencedores, con un mantenimiento muy elevado de la economía de guerra, fue precisamente porque la amenaza que pudiera representar un proletariado, profundamente afectado ya por la contrarrevolución, había sido totalmente aniquilada durante la guerra misma y en inmediata posguerra por un burguesía conocedora de su propia experiencia histórica (Cf. «Las luchas obreras en Italia 1943» en la Revista internacional nº 75). De hecho, según la visión de PC, la guerra de Corea, la de Indochina y más tarde la de Vietnam, sin contar todas las de Oriente Próximo y el enfrentamiento entre Israel, firmemente apoyada por EEUU, y unos países árabes que recibían la ayuda masiva de la URSS, por no hablar de otras muchas hasta la guerra de Afganistán que se prolongó hasta finales de los años 80, todas esas guerras no tendrían nada que ver con el antagonismo fundamental entre los dos grandes monstruos imperialistas, sino que habrían sido una especie de montaje que habría servido ya sea de simple campaña ideológica, ya sea para mantener el orden en el patio trasero de cada uno de los dos supergrandes.

Esta última idea la contradice, por cierto, el propio Programme communiste cuando atribuye a la «distensión» entre los dos bloques, entre finales de los 50 y mediados de los 70, la misma función que la guerra fría: «En realidad, la distensión sólo fue la respuesta de las dos superpotencias a las líneas de fractura que aparecían con cada vez mayor claridad en sus esferas de influencia respectivas. Lo que significaba era una presión mayor de Moscú y Washington sobre sus aliados para contener sus tendencias centrífugas» (PC nº 92, p. 43).

Es cierto que los comunistas no deben tomar al pie de la letra lo que cuenta la burguesía, sus periodistas y sus historiadores. Pero pretender que detrás de la mayoría de las guerras (más de cien) que han asolado el mundo desde 1945 hasta finales de los años 80 no estaba la mano de las grandes potencias es dar la espalda a una realidad observable por cualquiera que no tenga los ojos llenos de legañas; es también poner en tela de juicio lo que PC mismo afirma muy acertadamente en lo citado más arriba: «El conflicto latente entre estados estalla primero con la forma de conflictos militares limitados a ciertas zonas geográficas, la forma de guerras locales en las que las grandes potencias no se enfrentan directamente sino por países interpuestos».

El PCInt podrá explicar «dialécticamente» la contradicción entre lo que cuenta y la realidad o entre sus diferentes argumentos. Lo que sí nos prueba es su falta de rigor y que a veces cuenta lo primero que se le ocurre, lo cual no es la mejor forma de combatir eficazmente las mentiras de la burguesía y reforzar la conciencia del proletariado.

Pues de eso es de lo que se trata. El PCInt hace una caricatura cuando, para combatir las mentiras del pacifismo, se apoya en un artículo de Bordiga de 1950, que hace de la evolución de la producción de acero el índice principal, e incluso uno de los factores de la evolución del capitalismo mismo: «La guerra en la época capitalista, o sea el tipo de guerra más feroz, es la crisis producida inevitablemente por la necesidad de consumir el acero producido, y de luchar por el derecho al monopolio de la producción suplementaria de acero» («Su majestad el acero», Battaglia comunista nº 18, 1950).

Obsesionado por su voluntad de atribuirle una racionalidad a la guerra, PC acaba dando a entender que la guerra imperialista no sólo es algo bueno para el capitalismo sino para el conjunto de la humanidad y por lo tanto para el proletariado, cuando afirma que: «... la prolongación de la paz burguesa más allá de los límites definidos por un ciclo económico que exige la guerra, incluso si fuera posible, sólo podría desembocar en situaciones peores que la de la guerra». Sigue después una cita del artículo de Bordiga, una cita que, podría decirse, vale todo su peso en... acero:

«Pongámonos a suponer... que en lugar de las dos guerras [mundiales]... hubiéramos tenido la paz burguesa, la paz industrial. En más o menos treinta años, la producción se había multiplicado por 20; y se habrían vuelto a multiplicar por veinte los 70 millones de 1915, llegando hoy [1950, NDLR] a 1400 millones. Pero todo ese acero no se come, no se consume, no se destruye si no es matando a la gente. Los dos mil millones de habitantes del planeta pesan más o menos 140 millones de toneladas; producirían en un sólo año diez veces su propio peso en acero. Los dioses castigaron a Midas transformándolo en una masa de oro; el capital transformaría a los hombres en una masa de acero, la tierra, el agua, el aire en donde viven en una prisión de metal. La paz burguesa tiene pues unas perspectivas más bestiales que la guerra».

Es ése uno de los delirios de Bordiga, delirios que, por desgracia, afectaban muy a menudo al revolucionario. Pero en lugar de tomar distancias hacia semejantes extravagancias, el PCInt, al contrario, va más lejos:

«Sobre todo si se considera que la tierra, transformada en ataúd de acero, no sería más que un lugar de putrefacción en la que mercancías y hombres excedentarios se descompondrían pacíficamente. ¡Ése, señores pacifistas, podría ser el fruto del “retorno a la razón” de los gobiernos, su conversión a una “cultura de paz”!. Por eso es precisamente por lo que no es la Locura, sino la Razón –claro está, la Razón de la sociedad burguesa– la que empuja a todos los gobiernos hacia la guerra, hacia la saludable e higiénica guerra» (PC nº 92, p. 54).

Bordiga, cuando escribía las líneas de las que se reivindica el PCInt, daba la espalda a una de las bases mismas del análisis marxista: el capitalismo produce mercancías, y quien dice mercancías dice posibilidad de satisfacer una necesidad, por muy pervertida que esté esa necesidad, como la «necesidad» de instrumentos de muerte y de destrucción por parte de los estados capitalistas. Si produce acero en grandes cantidades, es, efectivamente y en buena parte, para satisfacer la demanda de armamento pesado para hacer la guerra por parte de los estados. Esa producción no puede superar, sin embargo, la demanda de los Estados: si los industriales de la siderurgia no consiguen vender su acero a los militares, porque éstos ya han consumido cantidades suficientes, no se les va a ocurrir proseguir durante largo tiempo una producción que no logran vender a riesgo de quiebra; locos no están. En cambio, Bordiga parecía estarlo un poco cuando se imaginaba que la producción de acero iba a continuar indefinidamente sin más límites que los impuestos por las destrucciones de la guerra imperialista.

Afortunadamente para el PCInt el ridículo no mata (Bordiga, por su parte, tampoco se murió de eso), pues seguro que sería a carcajadas como los obreros acogerían sus elucubraciones y las de su inspirador. Es en cambio muy lamentable para la causa que el PCInt se esfuerza por defender: al utilizar argumentos estúpidos y ridículos contra el pacifismo, lo que único que hace es, involuntariamente, hacerle el juego a ese enemigo del proletariado.

Pero, en fin, no hay mal que por bien no venga: con sus estrafalarios argumentos para justificar la «racionalidad» de la guerra, lo único que el PCInt hace es destruir tal idea. Y como esa idea a lo único que conduce es a desmovilizar al proletariado haciéndole subestimar los peligros con los que el capitalismo amenaza a la humanidad, mejor es que se caiga de ridícula. Esa idea se encuentra ejemplarmente resumida en esta afirmación:

«De ello se deduce [de la guerra como expresión de una racionalidad económica] que la lucha interimperialista y el enfrentamiento entre potencias rivales nunca conducirá a la destrucción del planeta, pues se trata precisamente, no de la avidez excesiva, sino de la necesidad de evitar la sobreproducción. Cuando el excedente es destruido, se para la máquina de guerra, sea cual sea el potencial destructor de las armas en juego, pues desaparecerían por ello mismo las causas de la guerra» (PC nº 92, p. 55).

En la segunda parte de este artículo hemos de volver sobre esta cuestión de la dramática subestimación de la amenaza de guerra imperialista a la que lleva el análisis del PCInt, y más concretamente sobre el factor de desmovilización que son para la clase obrera las consignas de esa organización.

FM


[1]Es necesario hacer esa precisión pues existen actualmente tres organizaciones denominadas «Partido comunista internacional»: dos de ellas proceden de la antigua organización del mismo nombre que estalló en 1982 y que publicaba en italiano Il Programma Comunista; hoy esas dos escisiones publican, una el título mencionado y la otra Il Comunista. El tercer PCInt, que se formó de una escisión más antigua, publica Il Partito Comunista.

[2] Ver en especial los artículos publicados en la Revista internacional nos 52 y 53 «Guerra y militarismo en la decadencia».

[3] Sobre esta cuestión, ver en especial (entre los numerosos textos dedicados a la defensa de la noción de decadencia del capitalismo) nuestro estudio «Comprender la decadencia del capitalismo» en Revista internacional, nos 48, 49, 50, 52, 54, 55, 56 y 58. El vínculo entre el análisis de la decadencia y las posiciones políticas está tratado en la nº 49.

[4] «Comprender la decadencia del capitalismo». La crítica de las ideas de Bordiga se aborda en los nos 48, 54 y 55 de la Revista internacional.

[5] «La guerra en el capitalismo» (no 41) y «Guerra y militarismo en la decadencia» (nos 52 y 53).

[6] Ver el folleto La decadencia del capitalismo y otros muchos artículos en esta Revista, especialmente en la nº 13 «Marxismo y teoría de las crisis» y en la nº 76 «El comunismo no es un bello ideal sino una necesidad material».

[7] Sobre el estudio de los mecanismos económicos de la reconstrucción pueden leerse las partes Vª y VIª del estudio «Comprender la decadencia del capitalismo» (Revista internacional nº 55 y 56).

 

Series: 

  • Polémica en el medio político: sobre la guerra [17]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Bordiguismo [5]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La decadencia del capitalismo [18]

VIII - 1871: la primera dictadura del proletariado

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El comunismo: una sociedad sin Estado

La mayoría de la gente tiene la creencia equivocada, sistemáticamente propagada por todos los portavoces de la burguesía desde la prensa a los profesores universitarios, de que el comunismo equivale a una sociedad en la que todo está bajo el control del Estado. En esta superchería esta basada la identificación completa entre el comunismo y los regímenes estalinistas del Este.

Sin embargo esto es completamente falso. Es justamente todo lo contrario. Para Marx y Engels, para todos los revolucionaros que siguieron sus pasos, el comunismo significa una sociedad sin Estado, una sociedad en la que los seres humanos controlan sus asuntos sin que exista por encima de ellos, ningún poder coercitivo, sin gobiernos, sin ejércitos, cárceles o fronteras nacionales.

Por descontado, la visión burguesa del mundo replica a esta concepción del comunismo: sí, sí, pero eso no es más que una utopía que jamás puede suceder; la sociedad moderna es demasiado grande y compleja; los hombres apenas son de fiar, son demasiado violentos, demasiado codiciosos de poder y privilegios. Los más sofisticados (como por ejemplo el profesor J. Talmon, autor de The Origins of Totalitarian Democracy) nos advierten incluso que el mero intento de crear una sociedad sin Estado, conduce necesariamente al tipo monstruoso de Estado que creció en Rusia bajo Stalin.

Pero... ¡un momento! Si el comunismo sin Estado es una utopía, un sueño vano ¿por qué los actuales mandamases del Estado gastan tanto tiempo y tanta energía en repetir la mentira de que comunismo = control del Estado sobre la sociedad? ¿y no será que la auténtica versión del comunismo es realmente un desafío subversivo al orden existente? ¿no corresponde esta versión a las necesidades de un movimiento real que ha de enfrentarse al Estado y a la sociedad que éste protege?

Dado que el marxismo es la visión teórica y el método de este movimiento de la clase obrera internacional, es fácil comprender por qué la ideología burguesa en todas sus formas –incluso las que se autodefinen como “marxistas”– ha buscado siempre enterrar la teoría marxista sobre el Estado, bajo un gigantesco montón de falsificaciones. Cuando Lenin escribió El Estado y la Revolución en 1917, señalo la necesidad de “rescatar” la verdadera posición marxista sobre el Estado, de debajo de los escombros del reformismo. Hoy, tras las campañas burguesas de identificación del capitalismo de Estado estalinista con el comunismo, este trabajo de rescate es todavía necesario. De ahí que dediquemos el presente artículo a un acontecimiento extraordinario como fue la Comuna de París, la primera revolución proletaria de la historia, que legó a la clase obrera las lecciones más valiosas, precisamente sobre esta cuestión.

La Primera Internacional: una vez más la lucha política

En 1864 Marx, tras dedicar 10 años a una intensa profundización teórica, volvió a la práctica política. En la década siguiente concentró sus energías en dos cuestiones políticas por excelencia: la formación de un partido internacional de los trabajadores y la conquista del poder por la clase obrera.

Tras el largo reflujo de la lucha de clases que siguió a la derrota de las grandes convulsiones sociales de 1848, el proletariado europeo comenzó a dar muestras de un nuevo despertar de la conciencia y la militancia: huelgas por reivindicaciones económicas y políticas, formación de sindicatos y cooperativas obreras, movilizaciones de los trabajadores en torno a cuestiones de “política exterior”, como el apoyo a la independencia de Polonia o a las fuerzas antiesclavistas en la Guerra civil de Norteamérica... Todo ello convenció a Marx de que el periodo de derrota había finalizado, y por ello apoyó activamente la iniciativa de los sindicalistas ingleses y franceses que daría lugar, en Septiembre de 1864, a la Asociación internacional de los trabajadores[1]. Como señaló Marx en el Informe del Consejo general al Congreso de Bruselas de la Internacional, en 1868: “esta asociación no ha sido tramada por una secta o una teoría. Es el desarrollo espontáneo del movimiento proletario que es, a su vez, el resultado de las tendencia naturales e incontenibles de la sociedad moderna”. Así pues, aunque las motivaciones inmediatas de muchos de los que formaron la Internacional, tuvieran muy poco que ver con el pensamiento de Marx (especialmente, por ejemplo, los sindicalistas ingleses que querían utilizar la Internacional como un medio para prevenir la importación de esquiroles extranjeros), esto no le arredró para desempeñar en ella un papel dirigente como miembro del Consejo general, consagrándole una parte muy importante de su vida y escribiendo muchos de sus mejores documentos. La Iª Internacional fue el producto del movimiento obrero en un momento dado, en una fase de su desarrollo histórico en el que aún estaba formándose como una fuerza dentro de la sociedad burguesa. Por ello, para la fracción marxista, todavía tenía sentido trabajar en el seno de la Internacional junto a otras tendencias obreras, participar en sus actividades inmediatas en torno al combate cotidiano de los trabajadores; y, al mismo tiempo, tratando de liberar a la organización de los prejuicios burgueses y pequeño burgueses, proporcionándole el máximo de claridad política y teórica que necesitaba para actuar como vanguardia revolucionaria de la clase revolucionaria.

No es este el lugar para adentrarnos en la historia de todos los combates políticos y doctrinales que la fracción marxista libró dentro de la Internacional. Nos limitaremos a reseñar que tales combates estuvieron basados en ciertos principios ya enunciados en el Manifiesto Comunista y confirmados por las experiencias de las revoluciones de 1848, en particular:

  • que “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos” (Primera frase de los Estatutos provisionales de la AIT). De ahí se desprende la necesidad de una organización “establecida por los propios trabajadores y para ellos mismos” (Discurso en el VIIº Aniversario de la Internacional, Londres 1871) y liberada de la influencia de los burgueses liberales y reformistas. En resumen, que obrara para el proletariado con una política independiente, incluso en ese periodo en el todavía eran posibles las alianzas con fracciones progresistas de la burguesía. En el seno de la propia Internacional, la defensa de este principio llevó a la ruptura con Mazzini y sus seguidores, los burgueses nacionalistas.
  • que en consecuencia, “la clase obrera no puede actuar, como clase, si no se constituye a sí misma en partido político, distinto y opuesto, a todos los partidos constituidos por las clases poseedoras” y que “esta constitución de la clase obrera en partido político es indispensable para asegurar el triunfo de la revolución social y su fin último: la abolición de las clases” (Resolución de la Conferencia de Londres de la Internacional sobre la Acción política de la clase obrera, septiembre de 1871). Esta concepción del partido de clase –una organización internacional, centralizada, de los proletarios más avanzados[2]– fue defendida en contra de todos aquellos elementos federalistas, “antiautoritarios”, anarquistas, especialmente los seguidores de Proudhon y Bakunin, que consideraban inherentemente despótica cualquier forma de centralización; y que, en ningún caso, ni en la fase defensiva del movimiento obrero, ni en la fase revolucionaria, la Internacional nada tenía que ver con la política. El Manifiesto inaugural de Marx a la Internacional en 1864 ya había señalado que “la conquista del poder político se ha convertido ya en el primer deber de las clases trabajadoras”. La Resolución de 1871 reiteraba pues este principio fundacional en contra de todos aquellos que creían que la revolución social podría desarrollarse sin que los trabajadores se tomaran la molestia de formar un partido político y lucharan por el poder político como clase.

Entre 1864 y 1871, este debate sobre “la política” estuvo sobre todo centrado en si la clase obrera debía o no entrar en el ámbito de la política burguesa (reivindicación del sufragio universal, participación de los partidos obreros en las elecciones y el Parlamento, lucha por derechos democráticos, etc.) como un medio de obtener reformas y reforzar su posición dentro de la sociedad burguesa. Los bakuninistas y los blanquistas[3], adalides de la omnipotente voluntad revolucionaria, se negaban a analizar las condiciones materiales objetivas en las que se desarrollaba el movimiento obrero, y rechazaban tales tácticas por ser distracciones de la revolución social. La fracción materialista de Marx, en cambio, se daba cuenta de que el capitalismo, como sistema global, al no haber completado aún su misión histórica, no había sentado todas las condiciones para una transformación revolucionaria de la sociedad; y que por tanto, para el proletariado, aún era necesaria la lucha por reformas tanto a nivel económico como político. Así no sólo mejoraría su situación material inmediata, sino que además se prepararía y se organizaría para el enfrentamiento revolucionario que inevitablemente habría de producirse por la trayectoria histórica del capitalismo hacia la crisis y el colapso.

Este debate continuó a lo largo de décadas en la historia del movimiento obrero, en diferentes coyunturas y con distintos protagonistas. Pero en 1871, los acontecimientos en la Europa continental contribuyeron a dar una nueva dimensión global a este debate sobre la acción política del proletariado. Ese fue el año de la primera revolución proletaria de la historia, la verdadera conquista del poder político por la clase obrera, el año de la Comuna de Paris.

La Comuna y la concepción materialista de la historia

“Cada paso del movimiento real es más importante que una docena de programas” (Carta de Marx a Bracke, 1875).

El drama y la tragedia de la Comuna de París fueron brillantemente descritos y analizados por Marx en La Guerra civil en Francia, publicada en el verano de 1871 como Manifiesto oficial de la Internacional. En esta apasionada diatriba, Marx muestra cómo una guerra entre naciones, Francia y Prusia, se transformó en una guerra entre clases. Tras el desastroso colapso militar de Francia, el gobierno de Thiers asentado en Versalles firmó una paz impopular que trató de imponer a París, lo que sólo podía hacerse desarmando a los trabajadores agrupados en la Guardia nacional. El 18 de Marzo de 1871, las tropas enviadas desde Versalles intentaron arrebatar los cañones que la Guardía tenía bajo su control. Esto sería el preludio de una masiva represión contra los trabajadores y las minorías revolucionarias. Los trabajadores de París respondieron tomando las calles y confraternizando con las tropas de Versalles. Días después proclamaron la Comuna.

El nombre de la Comuna de 1871, evocaba la Comuna revolucionaria de 1793, el órgano de los Sans culottes durante las fases más radicales de la revolución burguesa. Pero esta segunda Comuna tenía un sentido muy diferente pues ya no miraba hacia el pasado, sino hacia el futuro: hacia la revolución comunista de la clase obrera.

Si bien Marx alertó, ya durante el sitio de París, que un levantamiento en condiciones de guerra sería una “locura desesperada” (Segundo manifiesto del Consejo general de la Asociación internacional de los trabajadores sobre la Guerra franco-prusiana); cuando este alzamiento tuvo lugar no dudó un instante en comprometerse él mismo y la Internacional en expresar la más inquebrantable solidaridad con los Communards –entre los cuales jugaban un papel destacado los miembros de la Internacional en París, aún cuando no tuvieran una opinión política “marxista”. No podía reaccionar de otra forma ante el cúmulo de viles calumnias que el mundo burgués arrojó sobre la Comuna, y frente a la despiadada venganza que la clase dominante exigía contra el proletariado de París, por haber osado desafiar su “civilización”: después de masacrar a miles de combatientes en las barricadas, miles más –hombres mujeres y niños– fueron fusilados en masa, encarcelados en las más abyectas condiciones, o deportados a trabajos forzados en las colonias. Desde los tiempos de la antigua Roma, los explotadores no habían desatado una orgía de sangre así.

Pero junto a una cuestión elemental de solidaridad proletaria, Marx tenía otra razón para reconocer el significado fundamental de la Comuna: si bien la Comuna fue “históricamente” prematura, es decir que se dio cuando aún no habían madurado las condiciones materiales para una revolución proletaria a escala mundial; no es menos cierto que la Comuna fue ¡y de que modo! un suceso de importancia histórica mundial, un paso crucial en el camino de esa revolución, un auténtico tesoro de lecciones para el futuro, para la clarificación del programa comunista. Ya antes de la Comuna, la fracción más avanzada de la clase obrera –los comunistas– comprendían que los obreros debían tomar el poder político, como primer paso para la construcción de la comunidad humana sin clases. Pero faltaba por clarificar cómo el proletariado establecería su dictadura, pues tal posición teórica sólo podía establecerse a partir de las experiencias vividas por la clase obrera. La Comuna de Paris fue esa experiencia, y por ello quizá la prueba más fehaciente de que el programa comunista no es un dogma fijado de antemano y estático, sino algo que evoluciona y se amplía, en estrecha relación con la práctica de la clase obrera. No es una utopía, sino un gran experimento científico, cuyo laboratorio es el movimiento real de la sociedad. Es de sobra conocido como Engels, en su último prefacio al Manifiesto comunista de 1848, señaló concretamente que la Comuna de París había dejado obsoletas aquellas formulaciones del texto original que expresaban la idea de apoderarse de la máquina estatal existente. Las conclusiones que Marx y Engels sacaron de la Comuna son, en otras palabras, una demostración y una defensa del método del materialismo histórico. Como formuló Lenin en El Estado y la Revolución:

“En Marx no hay ni rastro de utopismo, pues no inventa ni saca de su fantasía una ‘nueva’ sociedad. No, Marx estudia cómo un proceso histórico-natural, como nace la nueva sociedad de la vieja, estudia las formas de transición de la segunda a la primera. Toma la experiencia real del movimiento proletario de masas y se esfuerza por sacar las enseñanzas prácticas de ella. ‘Aprende’ de la Comuna como no temieron aprender todos los grandes pensadores revolucionarios de la experiencia de los grandes movimientos de la clase oprimida...”

No pretendemos volver a contar aquí la historia de la Comuna. Los principales acontecimientos están descritos en La Guerra civil en Francia, y en otros trabajos de revolucionarios como Lissagaray, que luchó personalmente en las barricadas. Lo que trataremos de analizar en este artículo es, precisamente, lo que Marx aprendió de la Comuna. En próximos artículos veremos cómo defendió estas lecciones contra las confusiones reinantes en el movimiento obrero de aquella época.

Marx contra la veneración del Estado

“Fue... una revolución no contra tal o cual forma de poder estatal: legitimista, constitucional o imperialista. Fue una revolución contra el Estado mismo, ese aborto sobrenatural de la sociedad; una reanudación por el pueblo y para el pueblo de su propia vida social” (Marx, primer borrador de La Guerra civil en Francia).

Las conclusiones que Marx sacó de la Comuna de París tampoco fueron, por otro lado, un producto automático de la experiencia directa de los trabajadores. Fueron más bien una confirmación y un enriquecimiento de un aspecto del pensamiento de Marx, que reitera constantemente desde que rompió con el hegelianismo y se orientó hacia la causa del proletariado.

Antes incluso de ser claramente comunista, Marx ya había empezado a criticar la idealización que Hegel hacía del Estado. Para éste (cuyo pensamiento era una contradictoria amalgama del radicalismo derivado del ímpetu de la revolución burguesa, y el conservadurismo heredado de la sofocante atmósfera del absolutismo prusiano), el Estado –y para más inri, el Estado prusiano entonces existente– se definía como la encarnación del Espíritu absoluto, la forma perfecta de existencia social. En su crítica a Hegel, Marx, en cambio, muestra que lejos de ser el más alto y noble producto de la humanidad, el sujeto racional de la existencia social, el Estado (y el estado burocrático prusiano, más que ningún otro) era un aspecto de la alienación del hombre, de su pérdida de control sobre sus propias facultades sociales. El pensamiento de Hegel ponía las cosas al revés: “Hegel parte del Estado y concibe al hombre como el estado subjetivizado, la democracia parte del hombre y concibe al Estado como el hombre objetivizado” (Crítica de la doctrina del Estado de Hegel, 1843). En aquel momento, el punto de vista de Marx es aún el de la democracia burguesa radical (aunque, por cierto, muy radical pues ya argumentaba que la verdadera democracia debía conducir a la desaparición del Estado), una visión que consideraba la emancipación de la humanidad, ante todo, en el ámbito de lo político. Pero rápidamente, en cuanto empezó a ver las cosas desde la perspectiva de la clase obrera, Marx se dio cuenta de que si el Estado se alienaba de la sociedad, era porque el Estado era el producto de una sociedad basada en la propiedad privada y los privilegios de clase. En sus escritos sobre la Ley acerca del Robo de Leña, por ejemplo, Marx empezó a ver al Estado como el guardián de la desigualdad social, de los intereses de clase de unos pocos; en La Cuestión judía comenzó a reconocer que la verdadera emancipación de la humanidad no podía quedar restringida en una dimensión política sino que exigía una forma diferente de vida social. Así pues, ya desde sus comienzos, el comunismo de Marx se preocupó de desmitificar el Estado, y jamás se desvió de ese camino.

Como ya hemos visto en los artículos dedicados al Manifiesto comunista y las revoluciones de 1848 (ver Revista internacional nº 72 y 73), la emergencia del comunismo como una corriente con un programa político definido y una organización va en ese mismo sentido. El Manifiesto comunista, escrito antes de los grandes estallidos sociales de 1848, aspiraba no sólo a la toma del poder político por el proletariado, sino también a la definitiva extinción del Estado, una vez que sus raíces (una sociedad dividida en clases) hubieran sido desenterradas y destruidas. Después las experiencias de los movimientos de 1848 permitieron a la minoría revolucionaria organizada en la Liga comunista, clarificar muchas cuestiones sobre el camino del proletariado al poder, subrayando la necesidad de que, en cada tentativa revolucionaria, el proletariado conservase bajo su control sus armas y órganos de clase, e incluso (en El 18 de Brumario de Luis Bonaparte) sugiriendo, por vez primera, que la tarea de la insurrección proletaria no era la de perfeccionar la máquina del Estado burgués sino destruirla.

Así pues la fracción marxista partía ya para interpretar la experiencia de la Comuna, de un patrimonio teórico. Es cierto que las lecciones de la historia no se dan “espontáneamente”, sino que requieren que las vanguardias comunistas las integran en un marco de pensamiento ya existente. Pero también es verdad que esas mismas ideas deben ser constantemente examinadas y contrastadas a la luz de las experiencias de la clase obrera. A los proletarios de París, les cupo el honor de ofrecer pruebas convincentes de que la clase obrera no puede hacer su revolución tomando a cargo una máquina, cuya verdadera estructura y modo de funcionamiento está adaptado a la perpetuación de la explotación y la opresión. Si el primer paso de la revolución proletaria es la conquista del poder político, éste sólo puede tener lugar a través de la destrucción violenta del Estado burgués imperante.

El armamento de los trabajadores

El hecho de que la Comuna estallara a raíz de un intento del Gobierno de Versalles de desarmar a los trabajadores, es altamente significativo, pues muestra cómo la burguesía no puede tolerar a un proletariado armado. En cambio, el proletariado sólo puede tomar el poder con las armas en la mano. La clase dominante más violenta y despiadada de la historia jamás permitirá ser desalojada pacíficamente del poder. Sólo podrá hacerse por la fuerza, y la clase obrera sólo puede defender su revolución frente a las tentativas de contrarrestarla, manteniendo su propia fuerza armada. En efecto, dos de las críticas más severas que Marx hizo a la Comuna fueron que no usó esa fuerza como era necesario, deteniéndose, presos de “un temor reverencial” a las puertas del Banco de Francia, en vez de ocuparlo y utilizarlo como medio de presión contra la burguesía; y, por otro lado, que no consiguiera lanzar una ofensiva contra Versalles, cuando estos todavía carecían de los recursos necesarios para ejecutar su ataque contrarrevolucionario contra la capital.

Pero a pesar de estas debilidades, la Comuna realizó un avance histórico decisivo cuando, en uno de sus primeros decretos, disolvió el ejército permanente e inició el armamento general de la población en la Guardia nacional que se transformó, de hecho, en una milicia popular. Con ello la Comuna dio el primer paso del desmantelamiento de la vieja máquina estatal, que encuentra su expresión por excelencia en el ejército, en unas fuerzas armadas que vigilan a la población, obedeciendo únicamente a los más altos cargos de la máquina estatal, totalmente desvinculados de cualquier control desde abajo.

El desmantelamiento de la burocracia mediante la democracia obrera

Junto al ejército, y en realidad profundamente interpenetrado con él, la institución que más claramente identifica al Estado como una “excrescencia parásita” es la burocracia, que se aliena a sí misma de la sociedad, y que constituye esa red bizantina de altos funcionarios permanentes, que ven al Estado casi como si fuera su propiedad privada. Y también la Comuna tomó inmediatamente medidas para liberarse de este cuerpo parásito. Engels, en su “Introducción” a La Guerra civil en Francia, resumió sucintamente tales medidas:

“Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado, de servidores de la sociedad en señores de ella, transformación inevitable en todos los Estados anteriores; empleó la Comuna dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y bajos, estaban retribuidos como los demás trabajadores. El sueldo máximo abonado por la Comuna era de 6000 francos. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y a la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos representativos”.

Marx señaló igualmente que al combinar funciones legislativas y ejecutivas, “la Comuna no había de ser un organismo parlamentario sino una corporación de trabajo”. En otros términos, una forma de democracia mucho más elevada que el parlamentarismo burgués. Incluso en los mejores momentos de éste, la división entre el legislativo y el ejecutivo significa que éste último tiende a escapar del control del primero, engendrando así una creciente burocracia. Esta tendencia se ha visto plenamente confirmada en la decadencia capitalista, en la que los órganos ejecutivos del Estado han dejado al legislativo como un simple adorno.

Pero quizás la demostración más palpable, de que la democracia proletaria encarnada en la Comuna era mucho más avanzada que cualquier forma de democracia burguesa, fue el principio de la revocabilidad de los delegados.

“En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal había de servir al pueblo organizado en comunas...” (La Guerra civil...). Las elecciones burguesas se basan en el principio del sufragio del ciudadano atomizado en la cabina electoral, que otorga su voto pero sin que ello le de un control real sobre sus “representantes”. La concepción proletaria de los delegados elegidos y revocables, en cambio, sólo puede funcionar sobre la base de una movilización permanente y colectiva de los trabajadores y oprimidos. Recuperando la tradición histórica de las secciones revolucionarias de las que emanó la Comuna de 1793 (por no mencionar los “agitadores” radicales del “Nuevo Ejército” de Cromwell, en la revolución inglesa); los delegados del Consejo de la Comuna eran elegidos en las asambleas públicas celebradas en cada distrito de París. Formalmente, estas asambleas electorales tenían la facultad de formular instrucciones a sus delegados, y de revocarlos si era necesario. En la práctica, sucedió que gran parte del trabajo de supervisar y presionar a los delegados comunales fue llevado a cabo por varios “Comités de Vigilancia” y clubes revolucionarios que surgieron en las barriadas obreras, y que fueron lugares de una intensa vida de discusiones políticas, tanto sobre las cuestiones generales que se planteaban al proletariado, como sobre cuestiones inmediatas de supervivencia, organización y defensa. La declaración de principios del Club comunal que se reunía en la iglesia de Saint-Nicolas-des-Champs, en el distrito tercero, nos permite apreciar el nivel de conciencia política que alcanzaron los obreros de París durante los dos meses de agitada existencia de la Comuna:

“Los propósitos del Club comunal son los siguientes:
Luchar contra los enemigos de nuestros derechos comunales, de nuestras libertades y de la República. Defender los derechos del pueblo, educarle políticamente de manera que pueda gobernarse por sí mismo.
Recordar a nuestros mandatados cuáles son sus principios, si se alejan de ellos, y apoyarlos en todos sus esfuerzos por salvar la República. Sobre todo, sin embargo, apoyar la soberanía del pueblo, que jamás debe renunciar a su derecho a supervisar las acciones de sus mandatados.
Pueblo: ¡Gobiérnate directamente por ti mismo, a través de las reuniones políticas, a través de vuestra prensa; poned vuestro empeño en apoyo de los que os representan. Sin ese apoyo no podrán marchar lo suficiente en sentido revolucionario!
¡Viva la Comuna!”.

Del semi Estado al sin Estado

Precisamente por el hecho de estar basada en una movilización permanente del proletariado en armas, la Comuna “ya no era un Estado en el sentido estricto del término” (carta de Engels a Bebel, 1875). Lenin en El Estado y la revolución, entresacó esta cita y añadió de su puño y letra:

“La Comuna iba dejando de ser un Estado, toda vez que su papel no consistía en reprimir a la mayoría de la población, sino a la minoría (a los explotadores); había roto la máquina del Estado burgués; en vez de una fuerza especial para la represión, entró en escena la población misma. Todo esto significa apartarse del Estado en su sentido estricto. Y si la Comuna se hubiera consolidado, habrían ido ‘extinguiéndose’ en ella, por sí mismas, las huellas del Estado, no habría sido necesario ‘suprimir’ sus instituciones: éstas habrían dejado de funcionar a medida que no tuviesen nada que hacer”.

Así pues el antiestatalismo de la clase obrera actúa a dos niveles, o mejor dicho en dos fases; primeramente la destrucción violenta del Estado burgués, en segundo lugar su sustitución por un nuevo tipo de poder político, que en la medida de lo posible, evita “los peores aspectos” de todos los Estados anteriores y que finalmente permite al proletariado deshacerse completamente del Estado, enviándolo, como decía Engels “al Museo de Antiguedades, junto a la rueca y la espada de bronce” (El Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado).

De la Comuna al comunismo: la cuestión de la transformación social

La extinción del Estado se basa en la transformación de la infraestructura social y económica, en la eliminación de las relaciones de producción capitalista y en el movimiento hacia una comunidad humana sin clases. Como ya hemos señalado, las condiciones materiales para tal transformación no estaban presentes, a nivel mundial, en 1871; además la Comuna apenas pudo durar dos meses y localizada únicamente en una ciudad asediada, si bien su ejemplo inspiró otras tentativas revolucionarias en otras ciudades de Francia (Marsella, Lyón, Toulouse, Narbona...).

Cuando los historiadores burgueses intentan desacreditar a Marx sobre la naturaleza revolucionaria de la Comuna, señalan que muchas de las medidas sociales y económicas tomadas por la Comuna, difícilmente pasarían por socialistas: la separación de la Iglesia del Estado, por ejemplo, es algo completamente asumible por el republicanismo burgués radical. Incluso aquellas medidas que tuvieron un impacto más directo sobre el proletariado, como la abolición del trabajo nocturno de los panaderos, la asistencia social con la formación de sindicatos... fueron impulsadas más para defender a los trabajadores de la explotación, que para acabar con esa misma explotación... Todo eso ha llevado a algunos “expertos” en la Comuna, a argumentar que, en realidad, se trató más bien de los estertores de la tradición jacobina, que de los primeros avisos de la revolución proletaria. Otros, como ya Marx mismo señaló, toman la Comuna como “una reproducción de las comunas medievales que primero precedieron y luego sirvieron de base a ese... poder estatal moderno” (La Guerra civil...).

Todas estas interpretaciones se basan en una incomprensión absoluta de la naturaleza de la revolución proletaria. Las lecciones de la Comuna de París son esencialmente lecciones políticas, lecciones sobre la forma y las funciones del poder proletario, por la sencilla razón de que la revolución proletaria solo puede empezar como acto político. El proletariado que carece de cualquier poder económico en el sistema capitalista, no puede emprender un proceso de transformación de la sociedad, hasta haber tomado las riendas del poder político, y esto necesariamente ha de ser a escala mundial. La Revolución rusa de 1917 tuvo lugar en un momento histórico en el que el comunismo mundial era ya una posibilidad, llegando incluso a triunfar en un vasto país; y, sin embargo, el legado fundamental que nos ha dejado atañe, como veremos más adelante en esta serie, al problema del poder político de la clase obrera.

Pretender que la Comuna hubiera instaurado el comunismo en una sola ciudad, es lo mismo que esperar un milagro, y como ya señaló Marx: “La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. Los obreros no tienen ninguna utopía lista para implantarla ‘par décret du peuple’. Saben que para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente dar suelta a los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno” (La Guerra civil...).

En contra de todas las falsas interpretaciones de la Comuna, Marx insistió en que se trataba “esencialmente de un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta para llevar a cabo dentro de ella la emancipación económica del trabajo” (ídem).

En estos pasajes, Marx reconoce que la Comuna fue, ante todo, una forma política, y que no era la misión de este gobierno poner en marcha utopía alguna, pero, al mismo tiempo, afirma que una vez que el proletariado detenta el poder, puede y debe inaugurar, o mejor dicho “dar suelta”, a una dinámica hacia la “emancipación económica del trabajo”, a pesar de todas las limitaciones objetivas que encuentra esa dinámica. Por todo ello tanto la Comuna como la Revolución rusa, contienen lecciones muy valiosas sobre la futura transformación social.

Como ejemplo de esta dinámica, esta marcha lógica hacia la transformación social, Marx destaca la expropiación de las fábricas cerradas por los capitalistas en su huída, y que pasaban a manos de cooperativas obreras agrupadas en una Unión. Para Marx esto era una expresión a nivel inmediato, de los objetivos finales de la Comuna, la expropiación general de los expropiadores:

“Quería (la Comuna) convertir la propiedad individual en una realidad, transformando los medios de producción, la tierra y el capital, que hoy son fundamentalmente medios de esclavización y explotación del trabajo, en simples instrumentos de trabajo libre y asociado. ¡Pero eso es el comunismo, el “irrealizable” comunismo! Sin embargo, los individuos de las clases dominantes que son lo bastante inteligentes para darse cuenta de la imposibilidad de que el actual sistema continúe -y no son pocos- se han erigido en los apóstoles molestos y chillones de la producción cooperativa. Ahora bien, si la producción cooperativa ha de ser algo más que una impostura y un engaño; si ha de sustituir al sistema capitalista; si las sociedades cooperativas unidas han de regular la producción nacional de acuerdo a un plan común, tomándola bajo su control y poniendo fin a la constante anarquía y a las convulsiones periódicas, consecuencias inevitables de la producción capitalista, ¿que será eso entonces, caballeros, más que comunismo, comunismo “realizable”? (ídem).

La clase obrera, vanguardia de los oprimidos

La Comuna nos proporciona también importantes enseñanzas para comprender la relación entre la clase obrera, una vez adueñada del poder, y otras capas no explotadoras de la sociedad, en este caso la pequeña burguesía urbana y el campesinado. La clase obrera mostró, actuando como vanguardia decidida del conjunto de la población oprimida, su capacidad de ganarse la confianza de esas otras capas, que son menos capaces de actuar como una fuerza social unificada. Para conservar estas capas del lado de la revolución, la Comuna adoptó una serie de medidas económicas que aligeraban sus cargas: abolición de toda clase de deudas e impuestos, transformando a quienes encarnaban más de cerca la opresión del campesino, “a los que hoy son sus vampiros –el notario, el abogado, el agente ejecutivo– y otros dignatarios judiciales que le chupan la sangre en empleados comunales asalariados, elegidos por él y responsables ante él mismo” (ídem). En el caso de los campesinos, estas medidas quedaron en un terreno más bien hipotético ya que la autoridad de la Comuna no se extendió a las zonas agrícolas. Pero los trabajadores de París lograron un amplio apoyo de la pequeña burguesía urbana, sobre todo al posponer el pago de las deudas y la cancelación de los intereses.

El Estado como un “mal necesario”

Las estructuras electorales de la Comuna permitieron también a las otras capas no explotadoras participar políticamente en el proceso revolucionario. Era inevitable y necesario, y lo mismo se repitió en la Revolución rusa. Pero, vistas las cosas desde nuestra época, uno de los aspectos que fundamentalmente nos permite comprender cómo la Comuna fue una expresión “inmadura” de la dictadura proletaria, la creación de una clase obrera que aún no había alcanzado su desarrollo completo, es precisamente el hecho de que los obreros carecieran de una organización específica e independiente dentro de la Comuna, o que tuviera un papel predominante en los mecanismos electorales. La Comuna se eligió exclusivamente desde las unidades territoriales (los distritos) que aunque poblados mayoritariamente por trabajadores, no garantizaban al proletariado imponerse como una fuerza claramente autónoma (sobre todo si la Comuna se hubiera extendido a las masas campesinas, fuera de París). En cambio, los Consejos obreros de 1905 y 1917-21, elegidos por asambleas obreras, y que se desarrollaron en los principales centros industriales, representaron un avance respecto a la Comuna, como forma de dictadura proletaria. Es más, la forma Comuna corresponde en realidad, al Estado compuesto por todos los Soviets (de obreros, de soldados, de campesinos, de habitantes de las ciudades) que surge de la Revolución rusa.

La experiencia rusa permitió clarificar las relaciones entre los órganos específicos de la clase, los consejos obreros, y el Estado soviético en su totalidad. Mostró especialmente que la clase obrera no puede identificarse directamente con éste, sino que debe ejercer una vigilancia permanente sobre él, controlándolo a través de sus propias organizaciones de clase, que si bien participan en él, no se diluyen en el seno de dicho Estado. Abordaremos esta cuestión más adelante en esta serie, aunque ya ha sido tratada extensamente en nuestras publicaciones (ver en particular nuestro folleto El Estado en el periodo de transición del capitalismo al comunismo –en francés e inglés). Pero merece la pena destacar cómo el propio Marx vislumbró el problema. La primera redacción de La Guerra civil en Francia, contenía el siguiente pasaje:

“... la Comuna no es el movimiento social de la clase obrera y por lo tanto de una regeneración general de la mentalidad de los hombres, sino más bien los medios organizados de acción. La Comuna no se deshizo de la lucha de clases, a través de la cual la clase obrera empuja hacia la abolición de todas las clases, y por tanto de todas las dominaciones de clase... pero puede permitir los medios racionales para que la lucha de clases discurra, a través de sus diferentes etapas, de la manera más racional y humana”.

He aquí una clara intuición de que la dinámica real hacia la transformación comunista no puede venir del Estado post-revolucionario, ya que la función de éste es, como la de todos los Estados, la de amortiguar los antagonismos de clase, impidiendo que estos desgarren la sociedad. De ahí ese aspecto conservador respecto al verdadero movimiento social del proletariado. Incluso en la efímera vida de la Comuna, se pueden observar estas tendencias. La Historia de la Comuna de París de Lissagaray, incluye muchas críticas de las dudas y confusiones y, en algunos casos, de las poses afectadas de algunos de los miembros del Consejo de la Comuna, muchos de los cuales, encarnaban efectivamente un radicalismo pequeño burgués obsoleto, y que fueron frecuentemente dados de lado por las asambleas de los barrios obreros. Al menos uno de los clubes revolucionarios declaró disuelta la Comuna ¡porque no era lo bastante revolucionaria!

En uno de sus más celebras pasajes, Engels, abunda desde luego en esta misma cuestión, cuando afirma que el Estado, incluso el semi Estado del período de transición al comunismo es “en el mejor de los casos, un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo mismo que hizo la Comuna, no podrá por menos que amputar inmediatamente los peores aspectos de este mal, hasta que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo del Estado” (“Introducción” a La Guerra civil en Francia). Una prueba más de que, para el marxismo, la fuerza del Estado da la medida de la esclavitud del hombre.

De la guerra nacional a la guerra de clases

Esta es otra lección vital de la Comuna, que si bien no se refiere al problema de la dictadura del proletariado, afecta a una cuestión que ha sido particularmente espinosa en la historia del movimiento obrero: la cuestión nacional.

Ya hemos dicho que Marx, y su tendencia en la Iª Internacional, reconocían que el capitalismo aún no había alcanzado el apogeo de su desarrollo, pues en efecto aún debía enfrentar los residuos de la sociedad feudal y otros remanentes arcaicos. Por esa razón, Marx apoyó ciertos movimientos nacionales en tanto representaban la democracia burguesa frente al absolutismo, la unificación nacional contra la fragmentación feudal. El apoyo que la Internacional dio a la independencia de Polonia contra el zarismo ruso, a la unificación de Italia y Alemania, o a los nordistas contra los esclavistas en la Guerra civil americana, estaba basado en esta lógica materialista. Igualmente por ello, movilizó la solidaridad y la simpatía activa de la clase obrera por estas causas: en Gran Bretaña, por ejemplo, se convocaron mítines masivos en apoyo de la independencia de Polonia o manifestaciones multitudinarias contra la intervención británica en apoyo del Sur en Norteamérica, aún a costa de que la escasez de algodón resultante de la guerra, se pagase en privaciones muy duras para los obreros textiles británicos.

En este contexto, cuando aún la burguesía no había agotado su tarea histórica progresista, el problema de las guerras de defensa nacional era tan importante que debía ser considerado seriamente por los revolucionarios en cada guerra entre estados, y como tal se planteó con suma crudeza cuando estalló la guerra franco-prusiana. La política de la Internacional hacia esta guerra quedó resumida en el Primer manifiesto del Consejo general de la Asociación internacional de trabajadores sobre la guerra franco-prusiana. Se trataba, sustancialmente, de declaración de internacionalismo proletario básico contra las guerras “dinásticas” de la clase dominante. Este texto cita un manifiesto escrito, en el momento de estallar la guerra, por la sección francesa de la Internacional: “Una vez más, bajo el pretexto del equilibrio europeo y del honor nacional, la paz del mundo se ve amenazada por las ambiciones políticas. ¡Obreros de Francia, de Alemania, de España! ¡Unamos nuestras voces en un grito unánime de reprobación contra la guerra!... ¡Guerrear por una cuestión de preponderancia o por una dinastía tiene que ser forzosamente considerado por los obreros como un absurdo criminal!...”. Tales sentimientos eran compartidos no solo por la minoría socialista. Marx cuenta en el Primer manifiesto, cómo los obreros internacionalistas franceses increpaban a los chovinistas partidarios de la guerra, en las calles de París.

Al mismo tiempo, la Internacional mantenía que “por parte de Alemania, la guerra es defensiva” aunque esto no significaba en modo alguno, envenenar a los trabajadores alemanes con el chovinismo. En respuesta a la declaración de la sección francesa, los afiliados alemanes de la Internacional, aunque aceptaban pesarosos que una guerra defensiva era un mal ineludible, declaraban igualmente que “la guerra actual es una guerra exclusivamente dinástica... Nos congratulamos en estrechar la mano fraternal que nos tienden los obreros de Francia... Fieles a la consigna de la Asociación Internacional de los Trabajadores: ‘¡Proletarios de todos los países, uníos!’, jamás olvidaremos que los obreros de todos los países son nuestros amigos, y los déspotas de todos los países, nuestros enemigos” (Resolución de una asamblea en Chemnitz, de delegados que representaban a 50 mil obreros de Sajonia).

El Primer manifiesto ponía en guardia también a los obreros alemanes contra la transformación de esta guerra, por parte de Alemania, en una guerra de agresión; y daba cuenta de la complicidad de Bismarck en la guerra, aún antes de la revelación del telegrama de Ems que probaba que en realidad Bismarck había tendido una trampa a Bonaparte y su “Segundo Imperio” para que entrara en guerra. En todo caso, tras el colapso del ejército francés en Sedán, la guerra paso a ser una guerra de conquista por parte de Prusia. Paris fue sitiado y la Comuna misma surgió como un asunto de defensa nacional. El régimen de Bonaparte fue sustituido por una República en 1870, ya que el Imperio se había mostrado incapaz de defender París; del mismo modo, posteriormente la República mostraría que prefería entregar París a los prusianos que dejarla en manos del proletariado armado.

Por mucho que en sus acciones iniciales los obreros de París razonaran según un modelo de patriotismo defensivo, de preservación del honor nacional ultrajado por la burguesía misma, la proclamación de la Comuna marcó de hecho, un momento de inflexión histórico. Ante la perspectiva de una revolución obrera, las burguesías francesa y prusiana cerraron filas para aplastarla: el ejército prusiano liberó a los prisioneros de guerra para nutrir las fuerzas contrarrevolucionarias francesas que mandaba Thiers, permitiendo incluso que éstas atravesaran sus líneas, en su asalto final a la Comuna. De estos acontecimientos, Marx extrajo una conclusión de significación histórica:

“El hecho sin precedente de que después de la guerra más tremenda de los tiempos modernos, el ejército vencedor y el vencido confraternicen en la matanza común del proletariado, no representa, como cree Bismarck, el aplastamiento definitivo de la nueva sociedad que avanza, sino el desmoronamiento completo de la sociedad burguesa. La empresa más heroica que aún puede acometer la vieja sociedad es la guerra nacional. Y ahora viene a demostrarse que esto no es más que una añagaza de los gobiernos destinada a aplazar la lucha de clases, y de la que se prescinde tan pronto como esta lucha estalla en forma de guerra civil. La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional; todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado” (La Guerra Civil...).

Por su parte, el proletariado revolucionario de París había empezado ya a distanciarse de su postura inicialmente patriótica; de ahí por ejemplo el decreto que permitía a los extranjeros servir a la Comuna, “ya que la bandera de la Comuna es la bandera de la República Universal”, o la destrucción de la Columna de Vendome, símbolo del honor castrense de Francia... La lógica histórica de la Comuna de París era la de impulsar la Comuna universal, aunque eso no fuera posible en aquel momento. Y esto explica por qué el levantamiento de los obreros parisinos durante la guerra franco-prusiana fue en realidad, a pesar de las frases patrióticas que la acompañaron, el antecesor de las insurrecciones explícitamente antibélicas de 1917-18 y de la oleada revolucionaria internacional que las siguió.

Las conclusiones de Marx también apuntan hacia el futuro. Quizás se adelantó al decir que la sociedad burguesa se desmoronaba en 1871, aunque puede que ese sea el año que marque el fin de la cuestión nacional en Europa, como señala Lenin en El imperialismo, fase superior del capitalismo, pero continuó siendo un problema en las colonias al entrar el capitalismo en su última fase de expansión. Pero, en un sentido más profundo, la denuncia que Marx hace de la añagaza de la guerra nacional, es todo un anticipo de lo que se hará realidad, una vez el capitalismo entre en su fase de decadencia. A partir de ese momento todas las guerras son imperialistas y ya no puede haber, para el proletariado, ningún planteamiento de defensa nacional. Los levantamientos revolucionarios de 1917-18 vinieron a confirmar igualmente, lo que Marx demostró respecto a la capacidad de la burguesía para unirse contra la amenaza del proletariado: frente a la posibilidad de una revolución obrera mundial, las burguesías de Europa, que durante cuatro años se habían enfrentado unas a otras, se dieron cuenta repentinamente, que debían firmar la paz para sofocar el desafío proletario a su “orden” sangriento. Una vez más, los gobiernos de todos los países fueron “uno solo contra el proletariado”.

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Dedicaremos el próximo artículo a la lucha que sostuvieron Marx y su tendencia contra aquellos elementos del movimiento obrero, especialmente los socialdemócratas de Alemania y los anarquistas de Bakunin, que no alcanzaron a comprender, o incluso que pretendieron enterrar las lecciones de la Comuna.

CDW


[1] El nombre dado en inglés fue el de International Workingmen's Association, y no Workers; era, por supuesto, un reflejo de la inmadurez del movimiento de la clase, ya que el proletariado no tiene ningún interés en institucionalizar divisiones sexuales en sus filas. Como en todos los grandes estallidos sociales, en la Comuna de París se pudo ver una extraordinaria actividad de las mujeres trabajadoras, que no solo desafiaron abiertamente su papel “tradicional” sino que, frecuentemente, se contaron entre las más valientes y radicales defensoras de la Comuna, tanto en los clubes revolucionarios como en las barricadas. Esta agitación dio lugar a la formación de secciones de trabajadoras de la Internacional, lo que en aquel tiempo constituyó un avance, si bien tales formas carezcan de sentido en el movimiento revolucionario actual.

[2] La frase “constitución del proletariado en un partido” refleja ciertas ambigüedades sobre el papel del partido que son también el producto de las limitaciones históricas del período. La Internacional contenía alguno de los rasgos de una organización unitaria de la clase. Durante todo el siglo pasado las ideas de que el partido representaba a la clase, o bien que el partido era la clase, tenían aún un gran peso en el movimiento obrero. Ha habido que esperar a este siglo para que tales ideas pudieran ser descartadas, y sólo después de dolorosas experiencias. No obstante, ya entonces existía una intuición básica de que el partido es la organización, no del conjunto de la clase, sino de sus elementos más avanzados. Tal definición se destaca ya desde el mismo Manifiesto comunista, y la Iª Internacional también se comprendió a sí misma en esos términos, cuando afirmaba que el partido de los trabajadores era “la sección de la clase obrera que ha llegado a ser consciente de los intereses comunes de la clase” (La cuestión militar de Prusia y el Partido de los trabajadores de Alemania, escrito por Engels en 1865).

[3] Los blanquistas tenían en común con los bakuninistas el voluntarismo y la impaciencia, pero siempre tuvieron claro que el proletariado debía establecer su dictadura para crear una sociedad comunista. Esto explica porqué Marx, en determinadas ocasiones trascendentales, se alió con los blanquistas contra los bakuninistas, sobre la cuestión de la acción política de la clase obrera.

 

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [9]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Anarquismo "Oficial" [19]

Historia del Movimiento obrero: 

  • 1871 - La Comuna de Paris [20]

desarrollo de la conciencia y la organización proletaria: 

  • Primera Internacional [21]

Cuestiones teóricas: 

  • Comunismo [12]

Revista internacional n° 78 - 3er trimestre de 1994

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Ruanda, Yemen, Bosnia, Corea - Tras las mentiras de «paz», la barbarie capitalista

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Ruanda, Yemen, Bosnia, Corea

Tras las mentiras de «paz», la barbarie capitalista

Bajo los auspicios de «la paz», de «la civilización», las grandes potencias militares del mundo acaban de celebrar a bombo y platillo el aniversario del desembarco aliado en las costas normandas de Francia. Los festejos organizados para esta ocasión, el repugnante «reality show» puesto en escena en los lugares mismos en que se produjo la carnicería de hace 50 años, las frases huecas de autobombo que se entrecruzaron los jefes de Estado más poderosos del planeta que no paraban de congratularse, todo ha contribuido a crear un impresionante montaje mediático a escala mundial. El mensaje ha sido repetido en todos los estilos: «nuestros grandes Estados industrializados y nuestras grandes instituciones democráticas, somos los herederos de los liberadores que expulsaron de Europa a la encarnación del mal que era el régimen nazi. Hoy como ayer somos los garantes de la “civilización”, de “la paz”, de lo “humanitario”, contra la opresión, el terror, la barbarie y el caos.»

Esa gente quiere hacernos creer que,  hoy como ayer, la barbarie son... los demás. La vieja patraña de que el único responsable de la espantosa carnicería de 1939-45, con sus 50 millones de muertos, su ristra de sufrimientos y atrocidades, habría sido la locura bestial de un Hitler y no el capitalismo como un todo, y no los sórdidos intereses imperialistas de todos los campos en presencia. Hace ya medio siglo que nos machacan con lo mismo con la esperanza de que una mentira mil veces repetida acabe por ser verdad. Y si hoy nos lo vuelven a servir en mundovisión es también para disculpar al capitalismo y en especial a las grandes potencias «democráticas», de la responsabilidad de las matanzas, de las guerras, de los genocidios y del creciente caos que hoy está destrozando el planeta.

Medio millón de hombres implicados en la operación, la mayor expedición militar de todos los tiempos, una carnicería sin nombre que lo dejó todo lleno de cadáveres en unas cuantas horas. Eso es lo que «en nombre de la paz» celebran a coro los dirigentes con corona, con galones o con sufragios, de la llamada «comunidad internacional» el 6 de junio de 1994. En su hipócrita recogimiento ante los camposantos llenos de cruces blancas hasta donde la vista alcanza, en las que está inscrita la edad de aquellos muchachos a quienes declararon «héroes», 20 años, 18 años, 16 años, la única emoción que embarga a esa ristra de canallas es la de echar de menos «aquel tiempo» de hace 50 años con una clase obrera sometida y con una carne de cañón abundante y sumisa[1].

«Paz», a todos ellos, a Clinton, Major, Mitterrand y compañía, es palabra que les llena la boca. Igual que cuando la caída del muro de Berlín, hace cinco años. La misma palabra, «paz», en cuyo nombre, la misma «comunidad internacional» desencadenó, unos meses más tarde, la «tempestad del desierto» en Irak con sus cientos de miles de víctimas. De esta nueva y científica matanza, nos prometieron que iba a surgir un «nuevo orden mundial». Desde entonces, y también como embajadores de la «paz» y de la «civilización» siguen presentándose en Yugoslavia, en Africa, en los Estados de la extinta URSS, en Oriente próximo y lejano. Cuanto más arrasadas están esas regiones por la guerra tanto más aparecen las grandes potencias cual defensoras de «la paz», tanto más, en realidad, están presentes y son activas en todos los conflictos guerreros para defender la única «causa justa» que conozcan todos los países capitalistas: sus intereses imperialistas.        

No hay paz posible bajo el capitalismo. El final de la segunda carnicería imperialista, si bien alejó la guerra de Europa y de los países más desarrollados, lo único que hizo fue trasladarla a la periferia del capitalismo. Desde hace 50 años, las potencias imperialistas, grandes o pequeñas, no han cesado un instante de enfrentarse militarmente en conflictos locales. Durande décadas las guerras locales incesantes no han sido otra cosa sino otros tantos momentos del enfrentamiento entre los dos grandes bloques imperialistas que se peleaban por el reparto del mundo. El desmoronamiento del bloque del Este y, por consiguiente, la explosión del bloque opuesto, el occidental, no puso ni mucho menos fin a la naturaleza guerrera e imperialista del capitalismo, sino todo lo contrario, fue la señal de su extrema agudización sin frenos y en todas las direcciones.

En un mundo en el que cada quien tira por su lado, son los aliados de ayer quienes se pelean hoy por mantener sus zonas de influencia por todas las esquinas del planeta. Los festejos del «día D» en que los mayores Estados se congratulan mutuamente de haber expulsado la guerra fuera de Europa hace 50 años, han ocurrido en un momento en que la guerra se ha vuelto a instalar en el continente, alimentada desde hace tres años por las rivalidades que oponen a esos mismos Estados «civilizados».

La raíz del caos guerrero que está destrozando el planeta no es ni mucho menos el repentino retorno de los «odios ancestrales» entre poblaciones atrasadas. Eso es lo afirman quienes pretenden hacer creer que la barbarie son los demás. Ese caos es mantenido y alimentado, y eso cuando no es directamente provocado, por las rivalidades y las ambiciones imperialistas de los mismos que nos apabullan con discursos sobre sus buenas intenciones «civilizadoras», «humanitarias» y «pacificadoras».

Ruanda. Las rivalidades entre Francia y Estados Unidos, responsables del horror

Un baño de sangre espantoso. Muchedumbres asesinadas a lo bestia, a machetazos y palos con puntas, niños degollados en sus cunas, familias perseguidas hasta donde creían encontrar refugio y asesinadas con una crueldad sin límites. Un país transformado en inmensa fosa. Sólo pensar en el lago Victoria arrastrando miles cadáveres da una idea del horror. ¿Cuántas víctimas? Medio millón, quizás más. La amplitud del genocidio será una incógnita. Nunca en la historia un éxodo de población semejante huyendo de las matanzas se había producido en tan poco tiempo.

Con la evocación de tal horror, la prensa y la televisión de la burguesía «democrática», que se ha regodeado en esas imágenes de fin del mundo, nos quieren meter en la cabeza el mensaje siguiente: mirad dónde desembocan los ancestrales odios raciales que están destrozando a los habitantes del África «salvaje» y frente a las cuales los Estados civilizados son impotentes. Estad satisfechos de vivir en nuestras regiones tan democráticas protegidos de un caos así. El desempleo y la miseria cotidiana que aquí tenéis que soportar es un paraíso comparados con las masacres que destruyen a esos pueblos.

La mentira es tanto más grosera por cuanto el pretendido conflicto étnico ancestral entre hutus y tutsis fue montado pieza a pieza por las potencias imperialistas en los tiempos de la colonización. La diferencia entre tutsis y hutus era más bien un problema de castas sociales que de diferencias «étnicas». Los tutsis eran la casta feudal en el poder en la que al principio se apoyaron las potencias coloniales. Heredera de la colonia ruandesa tras el reparto del imperio alemán entre los vencedores de la Primera Guerra mundial, fue Bélgica la que introdujo la mención étnica en los documentos de identidad de los ruandeses, a la vez que fomentaba el odio entre las dos castas apoyándose en la monarquía tutsi.

En 1959, Bruselas cambia de chaqueta apoyando a la mayoría hutu que acaba apoderándose del poder. Se mantiene el documento «étnico» de identidad y se refuerzan las discriminaciones entre tutsis y hutus en los diferentes ámbitos de la vida social.

Varios cientos de miles de tutsis huyen del país instalándose en Burundi o en Uganda. En este país, servirán de base al reclutamiento en favor de la camarilla del actual presidente ugandés Museveni, quien, gracias a su apoyo tomó el poder en Kampala en 1986. En pago de ello, el nuevo régimen ugandés favorece y arma a la guerrilla tutsi, lo cual va a concretarse en la creación del Frente patriótico ruandés (FPR), el cual penetra en Ruanda en octubre de 1990.

Mientras tanto, el control del imperialismo belga sobre Kigali ha dejado el sitio a Francia, país que aporta un apoyo militar y económico sin reservas al régimen hutu de Habyarimana, régimen que desencadena todavía más terror atizando los resentimientos étnicos contra los tutsis. Gracias al imperialismo francés, que le da armas sin contar y le manda constantes refuerzos militares, el régimen frenará el avance del FPR, apoyado éste discretamente por EEUU mediante una Uganda que lo arma y lo entrena.

A partir de entonces la guerra civil se dispara, se multiplican los pogromos contra los tutsis como también se multiplican las acciones llevadas a cabo por el FPR contra todos los sospechosos de «colaboración» con el régimen. Con la excusa de «proteger a sus nacionales», París refuerza más todavía su cuerpo expedicionario. En realidad, lo único que hace el Estado francés es defender su coto privado frente a la ofensiva de unos Estados Unidos que no han cesado, desde que se desmoronó el bloque del Este, de disputarle a Francia sus zonas de influencia en Africa. La guerrilla del FPR toma la forma de una verdadera ofensiva estadounidense para acabar con el régimen profrancés de Kigali.

Intentando salvar el régimen, Francia acaba por instaurar en agosto de 1993 un acuerdo de «paz» que prevé una nueva constitución más «democrática», en la que se otorgaría parte del poder a la minoría tutsi y a las diferentes camarillas de oposición.

Ese acuerdo va a resultar irrealizable. Y no porque los «odios ancestrales» serían insuperables, sino sencillamente porque no se adapta a lo que está en juego entre los imperialismos y a los cálculos estratégicos de las grandes potencias.

El asesinato el 6 de abril de 1994, en vísperas de la instauración de la nueva constitución, de los presidentes ruandés y burundés echa por los suelos el acuerdo encendiendo la mecha del polvorín, desencadenando el océano de sangre actual.

Las revelaciones publicadas por la prensa de Bélgica (cuyo resentimiento hacia su rival francés es comprensible) con la acusación directa a militares franceses en el atentado del 6 de abril, dan a entender que París ha organizado el atentado con la idea de que se acusara a los rebeldes del FPR y recabar así para el ejército gubernamental las justificaciones y la movilización necesarias para acabar con la rebelión tutsi. Si ése es el caso, la realidad ha superado con creces todas sus esperanzas. Poco importa, sin embargo, saber cuál de las dos pandillas, la gubernamental o la del FPR, y, por detrás de ellas quién, si Francia o Estados Unidos, tenía el mayor interés en transformar el conflicto ruandés de guerrilla larvada en guerra total. Así es la lógica misma del capitalismo: la «paz» no es más que un mito en el capitalismo, en el mejor de los casos es una pausa para preparar nuevos enfrentamientos, y, en última instancia la guerra es su única forma de vida, el único modo con el que intentar arreglar sus contradicciones.

Hoy los aprendices de brujo parecen conmoverse ante el gigantesco incendio que ellos mismos prendieron y atizaron. Sin embargo, toda esa gente ha dejado que la masacre prosiguiera, lamentándose de la «impotencia de la ONU». El principio adoptado a mediados de mayo por el Consejo de seguridad de la ONU –más de un mes después de iniciarse la guerra y con más de 500 000 muertos– de enviar a 5000 soldados en el marco de la MINUAR no tendría que iniciarse sino en el mes de julio. Aunque algunos Estados africanos de la región dicen estar dispuestos a proporcionar tropas, por parte de las grandes potencias, encargadas de asegurar el equipo y los medios financieros, lo que predomina es la lentitud y la apatía, lo cual ha llevado hasta la indignación al responsable de la MINUAR: «es como si nos hubiéramos vuelto totalmente insensibles, como si esto nos fuera indiferente». A lo cual respondían los diplomáticos del Consejo de seguridad: «de todas maneras, ahora ya ha pasado lo peor de las matanzas, así que esperemos». Las demás resoluciones de la ONU, que deberían poner fin a la guerra y a la entrega de armas a partir de Uganda y de Zaire no han tenido el más mínimo efecto. Y cómo van a tener efecto todas esas resoluciones, pues lo único que refleja esa pretendida «impotencia», la misma que en Bosnia, son las divergencias de intereses imperialistas que dividen a quienes pretenden ser las fuerzas de «mantenimiento de la paz».

En junio la reacción militar-humanitaria ha vuelto a surgir por boca esta vez del gobierno francés, después de haberse adoptado un alto el fuego inmediatamente violado. «No podemos seguir soportándolo» se ha puesto a gritar el ministro francés de Exteriores y, de inmediato, propone una intervención «en el marco de la ONU», pero a condición de que tal operación se lleve a cabo bajo mando del Estado francés. La iniciativa ha provocado evidentemente la reacción inmediata de los representantes del FPR, que se indignan de que «Francia pretenda atajar un genocidio que ha ayudado a organizar». Los demás «grandes» por su parte ponen toda clase de frenos y en primer lugar, Estados Unidos. Primero, porque es evidente que si Francia quiere organizar las operaciones es para mantener su papel de potencia dominante en la región y para poner freno con todas sus fuerzas a la progresión del FPR. Por otro lado, porque EEUU no sólo se apoya precisamente en el FPR en el terreno, sino que más en general, quieren dar claramente a entender que no aceptará que otra potencia pretenda arrogarse el papel de gendarme. Esos son los verdaderos resortes de esta nueva siniestra farsa que nos quieren montar los «humanitarios». El porvenir de una población mártir les importa un comino.

Yemen. Los cálculos estratégicos de las grandes potencias

Poco ha durado la nueva República de Yemen, nacida de la reunificación de los dos Yemen hace cuatro años, en medio de la euforia del hundimiento del bloque del Este que dejó repentinamente sin padrino a Adén y a su partido único dirigente el PSY. La secesión del Sur y el conflicto militar que opone de nuevo a ambas partes del país es una expresión más de lo que vale «el nuevo orden mundial» que nos habían prometido: un mundo de inestabilidad y caos, de Estados que se desgarran y estallan bajo la presión de la descomposición social. Pero al igual que en Ruanda, como en Yugoslavia, ese caos es alimentado por las potencias imperialistas de la región y por las más lejanas, que también allí están detrás del conflicto para intentar sacar tajada de él.

Regionalmente, el conflicto yemení está alimentado por un lado por Arabia Saudí, la cual reprocha las exageradas simpatías de las facciones islamistas del Norte por su amenazante vecino Irak y con el régimen sudanés. Es aquélla –y tras ella su poderoso aliado norteamericano– la que ha fomentado y apoyado la camarilla secesionista de Adén para así debilitar las facciones yemeníes favorables a Irak. Por otro lado, es también la zona que defiende Sudán para sí, especialmente contra su rival local Egipto, otra plataforma americana, apoyando la ofensiva nordista. Ofensiva cuyo objetivo es el control de la posición tan estratégica que es el puerto de Adén, frente a la plaza fuerte francesa de Yibuti. ¿Y quién está detrás del régimen militar-islamista de Sudán? Como por casualidad, el apoyo discreto de Francia, la cual quiere con ello atajar la ofensiva de Estados Unidos en Somalia, cuyo principal objetivo era amenazar a Francia en su coto privado de Yibuti.

El pulso que se está dirimiendo en el continente africano y en Oriente próximo entre las grandes potencias, especialmente entre Francia y Estados Unidos, se concreta en el siniestro cinismo de un Estado, el francés, que denuncia el oscurantismo islamista cuando éste amenaza Argelia y desestabiliza sus zonas de influencia con la bendición de los Estados Unidos, que desde ahora apoyan sin rodeos al FIS argelino. Y por otro lado, Washington, que se pone a denunciar el mismo islamismo cuando pone trabas a sus privilegios en la península arábiga, mientras que Francia, olvidándose de sus pruritos laicos, lo encuentra positivo cuando se trata de defender sus intereses imperialistas en la entrada del mar Rojo. Otras tantas justificaciones ideológicas que se esfuman ante la sórdida realidad del imperialismo.

Bosnia. Las misiones «pacificadoras» fomentan la guerra

El mismo cinismo, la misma hipocresía de las potencias «civilizadoras» se manifiesta en la situación de atasco de la guerra de Bosnia[2]. La reciente evolución del embrollo diplomático-militar de las principales potencias, mientras sigue abierta la veda de las masacres, viene a confirmar por si falta hiciera la inmunda patraña del carácter «humanitario» de sus acciones y el sordo enfrentamiento entre los «grandes» que hoy se está dirimiendo a través de las poblaciones serbias, croatas y musulmanas.

El escenario del conflicto bosnio, durante largo tiempo terreno privilegiado de la afirmación imperialista de las diferentes potencias europeas, se ha vuelto hoy la clave de la contraofensiva de Estados Unidos. Con el ultimátum de la OTAN y la amenaza de bombardeos aéreos sobre las fuerzas serbias, Washington ha logrado volver a tomar la iniciativa, acallando las nuevas pretensiones de Rusia de entrar en el conflicto, poniendo de relieve la impotencia total de Gran Bretaña y Francia, que han tenido que aceptar la injerencia norteamericana que hasta ahora habían rechazado y saboteado por todos los medios. Estados Unidos ha marcado unos cuantos tantos patrocinando la creación de una federación croato-musulmana. De este modo, ha tenido que echarse atrás Alemania en sus pretensiones de apoyarse en Croacia para abrirse a las costas mediterráneas. También en Bosnia, todas esas grandes maniobras militar diplomáticas poco tienen que ver con no se sabe qué «retorno de la paz».

Como decíamos en el anterior número de nuestra Revista Internacional «Aunque se realizara la alianza croata-musulmana que patrocina EEUU, aún va llevar más lejos todavía el enfrentamiento con Serbia. Las potencias europeas, que acaban de ser humilladas, van a echar leña al fuego». La votación por el Senado estadounidense en favor de la suspensión del embargo de las armas en Bosnia –que por cierto ha tenido el inesperado apoyo de unos cuantos intelectuales franceses militaristas de salón–, no hará sino animar al ejército bosnio, rearmado ya por Estados Unidos a retomar la ofensiva militar. Lo que desde luego no va a parar las masacres es el plan europeo de reparto de Bosnia, totalmente inaceptable para los musulmanes y que la Casa blanca –en aparente desacuerdo con su Congreso– quiere dar la impresión de aceptar. Su previsible fracaso, ahora que el apoyo de Washington al nuevo frente antiserbio de la colación de croatas y musulmanes, hace inevitable el incremento de la guerra, anunciando más masacres.

La carnicería que está llenado de muertos la antigua Yugoslavia desde hace ya tres años, no va a terminar pronto ni mucho menos. Demuestra hasta qué punto los conflictos guerreros y el caos nacidos de la descomposición del capitalismo se ven atizados por la actuación de los grandes imperialismos. En fin de cuentas, en nombre del «deber de injerencia humanitaria», la única alternativa que unos y otros son capaces de proponer es: o bombardear a las fuerzas serbias o enviar más armas a los bosnios. En otras palabras, frente al caos guerrero que provoca la descomposición del sistema capitalista, la única respuesta que éste pueda dar, por parte de los países más poderosos e industrializados, es más guerra todavía.

Corea. Hacia nuevos enfrentamientos militares

Mientras se van multiplicando los focos de conflicto, otras cenizas vuelven a prender en Corea, cuya república del Norte pretende dotarse con un embrión de arsenal nuclear. La reacción de EEUU, que han iniciado un pulso con el régimen de Pyongyang amenazándolo con una escalada de sanciones, nos es presentada una vez más como la actitud responsable de potencias «civilizadas» preocupadas por la lucha contra la carrera de armamentos y la defensa de la paz. Esta crisis recuerda en realidad el pulso mantenido por EEUU también hace cuatro años frente a Irak y que desembocó en la guerra del Golfo. Como entonces, las pretensiones de Corea del Norte, que ya es uno de los países más militarizados del planeta, con un ejército de un millón de hombres, de aumentar su enorme arsenal con el suplemento nuclear, no son más que un pretexto.

La «crisis coreana» y la intoxicación mediática sobre los riesgos de agresión de Corea del Norte a su vecino del Sur, es sobre todo la reacción norteamericana a la amenaza sobre su hegemonía y su estatuto de gendarme del mundo que representa la alianza que se está estableciendo entre los dos grandes de la zona, China y Japón. La determinación «de ir hasta el final si hace falta» de que alardea EEUU en este asunto, va dirigida sobre todo contra esos dos países y no tanto contra el régimen de Pyongyang. Forma parte de la presión constante de la Casa blanca sobre China, dándole la mano por un lado con el mantenimiento de la «cláusula de la nación más favorecida» y por otro amenazándola con el ataque a su protectorado norcoreano.

El objetivo, haciendo subir voluntariamente la tensión con Corea, es obligar a China y a Japón a ponerse detrás de EEUU, obligando a Pekín a desolidarizarse de Corea del norte, entorpeciendo el eje chino-japonés y la menor veleidad de política independiente por parte de esos dos países. Exactamente como cuando la guerra del Golfo, en la que fueron los propios Estados Unidos quienes provocaron la crisis animando a Sadam Hussein a atacar a Kuwait con el único objetivo de obligar a las potencias europeas a cerrar filas tras EEUU y, en contra de sus propios intereses en Oriente próximo, hacer acto de obediencia ante la impresionante potencia militar norteamericana. La operación funcionó con el mayor éxito entonces. Las veleidades de afirmación imperialista de sus rivales europeos fueron ahogadas a costa de casi 500 000 muertos.

No es evidente que Estados Unidos vayan esta vez hasta las últimas consecuencias y que, volviendo a ejecutar su «hazaña» sangrienta, vuelvan a poner en marcha su enorme máquina guerrera con el único fin de doblegar las potencias asiáticas. Sea cual sea el final de esta nueva crisis, ya está mostrando lo que nos prepara el capitalismo.

El capitalismo es la guerra

Las ceremonias de conmemoración del día D tenía también la finalidad de recordar a todos aquellos que tuvieran ganas de desmandarse que quienes hacen la ley en el mundo tanto en 1944 como en 1994 son los Estados Unidos. Por ejemplo, el guantazo a Alemania, ostensiblemente excluida de las celebraciones, debía servir para recordarle que es el país vencido de la IIª Guerra mundial y que sería mal recibida su pretensión de obtener otro estatuto en la relación de fuerzas imperialista actual. La ausencia más notoria todavía de Rusia, la cual ha protestado contra ese olvido de su participación en la victoria de 1945 (gracias a los millones de proletarios que la burguesía estalinista sacrificó en la carnicería mundial) con la que EEUU ha querido cerrarle el pico a las pretensiones de Moscú de volver a ocupar un rango de primer plano entre las potencias mundiales. En cuanto a las sonrisitas hipócritas que se hicieron mutuamente los invitados al festejo, caracareando su voluntad común de actuar «por la paz», lo que intentaban ocultar con dificultad es la siniestra realidad de los conflictos que las enfrentan por todas las partes del planeta.

No habrá pausas en el ritmo de los focos guerreros del mundo. La guerra está inscrita desde su nacimiento en la historia del capitalismo. Se ha convertido en modo de vida permanente de ese sistema en plena descomposición. Quieren que nos creamos que todo eso es una fatalidad, que somos impotentes y que lo mejor que puede hacerse es confiar en la buena voluntad de las grandes potencias y de sus pretendidos esfuerzos por limitar los efectos más devastadores de la propia descomposición de su sistema. Nada más falso. Son las grandes potencias las primeras que fomentan la guerra por el mundo entero. Por una razón muy sencilla: el caos guerrero, el desencadenamiento del militarismo se arraigan en la propia bancarrota de la economía capitalista.

La respuesta está en manos del proletariado

La barbarie guerrera, que se extiende por las áreas más subdesarrolladas del planeta es la otra vertiente de la miseria y el desempleo masivo que tanto se han incrementado en el otro polo del mundo, los grandes países industrializados. Guerra permanente y hundimiento catastrófico en la crisis económica son manifestaciones de la misma quiebra total del sistema capitalista. Este no sólo es incapaz de resolver esas plagas, sino que, muy al contrario, al seguir pudriéndose de pie, el capitalismo no tiene otra cosa que ofrecer a la humanidad sino cada día más miseria, desempleo y guerras.

La alternativa al futuro siniestro que nos «ofrece» el capitalismo existe. Está entre las manos de la clase obrera internacional y de ella sola. Les incumbe a los proletarios de los países industrializados, que soportan de lleno las consecuencias dramáticas de la crisis del sistema, el dar una respuesta con y por la lucha, en su terreno de clase, de la manera más determinada, la más unida, la más consciente.

Contra el sentimiento de impotencia frente a la barbarie que quiere inyectarle la clase dominante, contra los intentos de arrastrarla tras las aventuras militares de la clase dominante, la clase obrera debe contestar con el desarrollo de su alternativa de clase contra los ataques capitalistas. Sólo la respuesta de la clase obrera puede ser una alternativa contra la barbarie del sistema. Sólo la clase obrera es portadora de la posibilidad de destruir el capitalismo antes de que la lógica asesina de éste desemboque en la destrucción de la humanidad. El porvenir de la especie humana está en manos del proletariado.

PE
19/6/1994

 

[1] Ver el artículo «50 años de mentiras imperialistas» en este mismo número.

[2] Ver el artículo «Las grandes potencias son las promotoras de las guerras en Yugoslavia como en el resto del mundo », Revista internacional nº 76.

Geografía: 

  • Ruanda [22]
  • Balcanes [14]

Crisis económica mundial -El informe de la OCDE sobre el empleo –

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Crisis económica mundial

El informe de la OCDE sobre el empleo –
El cinismo de la burguesía decadente

La burguesía tiene conciencia de que se  instala en la crisis. La momentánea debilidad de la clase obrera internacional le permite utilizar el lenguaje cínico de una clase históricamente moribunda y que sabe que para sobrevivir tiene que intensificar la explotación y la opresión.

Los médicos han hablado. Los “expertos” de la Secretaría de la OCDE[1], que acaban de pasar dos años reflexionando intensamente, declaran que han cumplido “el mandato que le confiaron los ministros en mayo de 1992”. El tema del Informe: el paro, hipócritamente llamado “el problema del empleo”.

¿Cual es diagnóstico? ¿Que remedios proponen?

El estudio empieza por tratar de medir los síntomas. “Hay 35 millones de personas en paro en los países de la OCDE. Quince millones más, quizá, o bien han renunciado a buscar trabajo, o bien han aceptado, porque no tenían otra posibilidad, un empleo a tiempo parcial”.

La medida misma de la enfermedad plantea problemas: la definición del paro difiere según los países y, en todos los casos, subestima la realidad por evidentes razones políticas. Pero aun con esas deformaciones, las cifras baten records: 50 millones de personas golpeadas directamente por el paro, la cifra equivale a la población activa de Alemania y Francia juntas.

¿Como explican los médicos “expertos” que se haya llegado a tal situación, ellos que dicen que el capitalismo es un sistema eterno y que se ha rejuvenecido con el derrumbe del estalinismo?

“El surgimiento de un desempleo a gran escala en Europa, en Canadá y en Australia y la multiplicación de empleos mediocres combinada con la aparición del paro en Estados Unidos tienen una misma y única causa profunda: la incapacidad de adaptación de manera satisfactoria al cambio”.

¿Qué cambio? “... Las nuevas tecnologías, la globalización y la intensa competencia que se desarrollan a nivel nacional e internacional. Las políticas y los sistemas imperantes han vuelto rígidas las economías y paralizado la capacidad, y hasta la voluntad, de adaptación.”

¿En qué consiste esa “inadaptación”, esa “rigidez”? Los cándidos que creen que los economistas son otra cosa que charlatanes de mala fe, responsables de la “justificación” ideológica de la existencia del capitalismo, hubieran podido esperar que se hable de la rigidez de las leyes que, por ejemplo, obligan a pagar a los campesinos para que no cultiven la tierra, o a cerrar miles de fábricas en perfecto estado de funcionamiento, mientras que la miseria se sigue expandiendo sobre todo el planeta. Pero, no. La “rigidez” de que hablan nuestros doctores es la que puede estorbar el libre y despiadado juego de las leyes capitalistas, esas mismas leyes que hunden a la humanidad en un creciente caos.

El Informe ilustra cínicamente este punto de vista a través de los remedios, las “recomendaciones” que formula:

“... Suprimir toda consonancia negativa, dentro de la opinión pública, en relación con el cierre de empresas...
Aumentar la flexibilidad del tiempo de trabajo...
Aumentar la flexibilidad de los sueldos...
Considerar de nuevo el papel de los sueldos mínimos legales... modulando (éstos) en función de la edad y de las regiones...
Introducir ‘cláusulas de renegociación’ que permitan negociar de nuevo a niveles inferiores convenios colectivos firmados a niveles superiores...
Reducir el coste no salarial de la mano de obra... aliviando los impuestos sobre el factor trabajo
(impuestos pagados por los patrones, NDLR) sustituyéndolos por otros impuestos, en particular sobre el consumo y el ingreso (impuestos pagados principalmente por los trabajadores -ndlr)...
Establecer las remuneraciones de empleos a un nivel inferior al que un beneficiario podría obtener en el mercado del trabajo para estimularlo a buscar un empleo regular...
Los sistemas (de seguro de empleo) han terminado por constituir una garantía de ingreso casi permanente en muchos países, lo que no incita a trabajar...
Limitar la duración del pago de prestaciones de paro en los países donde son largas...”

Raramente se había atrevido la burguesía a hablar con un lenguaje tan brutal y a un nivel tan importante. Sobre el fondo, las conclusiones de la OCDE difieren poco de las que han sido formuladas por los expertos de la Unión Europea o por el presidente estadounidense durante la última reunión del G7[2]. El Informe de la OCDE debe servir de base a los trabajos de la próxima reunión del G7, dedicada une vez más al problema del paro.

La clase dominante sabe qué fuerza le da el chantaje del paro sobre la clase explotada, sabe a qué dificultades se enfrenta la clase obrera en todos los países para volver a encontrar el camino de la lucha. Y eso le permite alzar el tono. Hablar un lenguaje sin matices.

En realidad, todos los gobiernos del mundo, a niveles diferentes, aplican políticas de este tipo. Lo que anuncia el documento de la OCDE es simplemente una agravación de esta orientación.

¿Qué eficacia pueden tener los “remedios” propuestos?

Una adaptación sana del capitalismo a los cambios que el mismo provoca, a nivel de la productividad técnica del trabajo y de la interdependencia de la economía mundial, es imposible.

La intensificación de la competencia entre capitalistas, agudizada por la crisis de sobreproducción y la falta de mercados solventes, conduce a una modernización sin límites del proceso de producción, remplazando hombres por máquinas, en una desenfrenada carrera por disminuir los costes. Esa misma competencia conduce a los capitalistas a transplantar una parte de la producción hacia países donde la mano de obra es más barata (China y Sureste asiático actualmente, por ejemplo).

Pero, con esto, los capitalistas no resuelven el problema crónico de la falta de mercados que afecta al conjunto de la economía mundial. En el mejor de los casos, se permite a algunos capitalistas sobrevivir a costa de los demás, pero, del punto de vista global, el problema no ha hecho sino agravarse.

La inadaptación no existe entre las necesidades del sistema capitalista y las políticas de los gobiernos (desde hace tiempo estos atacan sistemáticamente el nivel de vida de los explotados en todos los países, incluyendo los más industrializados). La inadaptación está entre las capacidades técnicas de la sociedad: productividad del trabajo, desarrollo de los medios de comunicación, internacionalización de la vida económica, por una parte, y, por otra, la subsistencia de las leyes capitalistas, las leyes del cambio, del salariado, de la propiedad privada o estatal. Es el capitalismo mismo que se ha vuelto totalmente inadaptado a las capacidades y necesidades de la humanidad. Como dice el Manifiesto comunista: “Las instituciones burguesas se han vuelto demasiado estrechas para contener las riquezas que han creado.”

*
*     *

Lo único interesante en el “nuevo” discurso de la clase dominante reside en que reconoce que se enfrenta a una crisis que va a durar. Aunque los burgueses piensen siempre que su sistema es eterno, aunque hablen de una nueva reactivación de la economía mundial, hoy admiten que los años venideros se caracterizarán por la permanencia del paro masivo, que el proceso que ha conducido a un aumento ininterrumpido del número de parados en el planeta desde hace un cuarto de siglo no puede ser detenido.

El Informe demuestra cierta lucidez al encarar el futuro social: “Algunas personas no tendrán la capacidad de adaptarse a los imperativos de una economía que progresa... (hubieran debido haber dicho: de une economía cuya enfermedad mortal progresa). Su expulsión de movimiento general de las actividades económicas puede provocar tensiones sociales que podrían tener graves consecuencias en los planos humano y económico.”

Lo que ni ven, ni pueden ver los “expertos” es que esas “tensiones sociales” conllevan la única salida para la humanidad y que “las graves consecuencias en los planos humano y económico” pueden ser la revolución comunista mundial.

RV
18 de junio de 1994

 

[1] Organización de Cooperación y Desarrollo Económico. Reagrupa a los 24 países más industrializados del ex-bloque estadounidense (todos los países de Europa occidental, los Estados Unidos y Canadá, Japón, Australia y Nueva Zelanda. México está siendo integrado).

[2] Véase el artículo «La explosión del paro» en el número anterior de esta Revista.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [2]

Hacia una nueva tormenta financiera

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Hacia una nueva tormenta financiera

El enorme esfuerzo de endeudamiento realizado por los Estados de las principales potencias para luchar contra la recesión está haciendo temblar el monstruoso e inestable sistema financiero internacional. La anémica “reactivación” anunciada, que tenía que venir a aliviar la agravación de las condiciones de existencia de los proletarios, se ve, una vez más, comprometida.

La recesión en que se hunde el capitalismo mundial desde principios de los años 90 ha hecho conocer a la clase obrera la peor degradación de sus condiciones de existencia desde la Segunda Guerra mundial. Los gobiernos anuncian sin embargo “el fin de la recesión”. Predicen, como siempre, nuevos sacrificios para los explotados, pero anuncian también un cambio de tendencia general en sentido positivo: el retorno del crecimiento económico, de los empleos, la prosperidad.

¿Que realidad hay en esto?

Es real que los gobiernos han hecho esfuerzos por limitar el desastre, frenar la hemorragia de empleos, reactivar algunos sectores. Los resultados son anémicos ahí donde mayor eficacia han tenido (Estados Unidos, Canadá, Gran Bretaña) y apenas perceptibles en Europa y Japón.

Pero los remedios utilizados por los gobiernos para tratar de tonificar un poco sus economías enfermas, en particular la medicina que consiste en  aumentar la deuda pública, se están transformando en un peligroso veneno para el sistema financiero.

Desde hace cuatro años, para financiar la lucha contra la recesión, para aliviar la falta de mercados solventes que paraliza el crecimiento, los gobiernos de las principales potencias han recurrido a aumentos masivos de la deuda pública (véanse los gráficos).

Pero este fenómeno ha tomado tales proporciones que se ha transformado en uno de los principales factores de desestabilización del aparato financiero.

Las autoridades monetarias multiplican las advertencias a los Estados y organizaciones gubernamentales... “que absorben cada vez más fondos y en cantidades cada vez más elevadas. Se corre el riesgo de que los demás candidatos a pedir préstamos se vean expulsados del mercado. Los gobiernos podrían terminar por ocupar casi todo el terreno y por ello prohibir prácticamente el acceso al mercado internacional a la mayoría de las empresas industriales y comerciales”[1].

La demanda de créditos a largo plazo se ve así fuertemente aumentada lo que acarrea un alza del coste de esos créditos, es decir de los tipos de interés a largo plazo.

A principios de junio 1994, el diario Le Monde constataba: “Desde finales de 1993 los tipos de interés a largo plazo alemanes se han incrementado fuertemente (de 5,54 a cerca de 7 %). El alza ha sido aún más fuerte en Francia (de 5,63 a 7,30 %) y aún peor en el Reino Unido (de 6,18 a 8,30 %)”[2]. En Estados Unidos los bonos del Tesoro a 30 años ha pasado de 6,4 % a principios de año a 7,3 % a mediados de junio.

La prensa se pone a hablar de pánico financiero. ¿Por qué? En el primer nivel, el de la especulación bursátil, porque el alza de los tipos de interés implica mecánicamente une correspondiente devaluación de una gran parte de las inversiones financieras: las obligaciones. Esta devaluación se repercute inevitablemente, tarde o temprano, en el valor de las acciones mismas, sólo fue por que los poseedores de obligaciones se ven obligados a vender acciones para cubrir sus pérdidas[3]. De manera general, la especulación se hace a crédito y toda alza de las tasas de interés, del coste del dinero para especular, sacude las bolsas.

Pero es a nivel de la economía real donde las consecuencias  del alza de los tipos de interés a largo plazo son más destructivas. Esos tipos son determinantes para las inversiones a largo plazo, es decir para las inversiones de las cuales depende fundamentalmente une reactivación económica: inversión en equipo industrial, construcción de alojamientos, etc. Mientras que lo gobiernos se esfuerzan en tratar de estimular ese tipo de inversiones para asegurar una reactivación de la economía, el alza de las tasas de interés se opone frontalmente a esa posibilidad. El efecto de freno viene ampliado por el hecho de que la inflación es relativamente baja y que por lo tanto el alza de las tasas en términos reales es tanto más importante.

La inquietud creciente de los medios financieros y gubernamentales no es de fachada. Es elocuente la reciente proposición formulada por Jacques Delors de constituir un Consejo de Seguridad económico, para enfrentar crisis financieras mundiales, del mismo modo que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se encarga de las crisis militares internacionales.

El mundo financiero no es más que la superficie de la realidad económica. Pero es en esta superficie donde el capital aparece en su forma más abstracta. Es ahí donde encuentra toda su especificidad histórica. Es ahí donde el capital se orienta, se invierte y se arruina.

Las dificultades financieras del capitalismo mundial son tan sólo manifestaciones de las contradicciones profundas que desgarran al capitalismo mismo. El capitalismo sobrevive desde hace un cuarto de siglo haciendo trampa con sus propias leyes, en particular en el plano financiero. Desde el derrumbe del bloque del Este, esa tendencia no ha hecho sino desarrollarse[4]. La especulación ha alcanzado dimensiones sin precedentes históricos y ha transformado una parte de la máquina financiera en un inextricable casino electrónico que ya nadie parece poder controlar verdaderamente. La deuda de los Estados, la deuda de los agentes supuestos mantenedores del “orden” se ha transformado en une de los principales factores de desorden.

No. El “cambio de tendencia general” que prometen los gobiernos a los explotados para justificar los sacrificios impuestos, no tendrá lugar. La tendencia fundamental de la economía capitalista mundial hacia el marasmo y la miseria sólo puede ir confirmándose y anunciando nuevas convulsiones a todos los niveles.

RV

 

[1] Le Monde, 29 de mayo de 1994.

[2] Le Monde, 12 de junio de 1994.

[3] La bolsa de Paris, que ha vivido un verdadero krach lento en los últimos meses, ha sido víctima de ese mecanismo.

[4] Aunque el juego financiero se concentra en las grandes potencias occidentales, la situación financiera tampoco es sana en el resto del mundo. La evolución de la situación en Rusia constituye por si sola una verdadera bomba de relojería: “... en el conjunto de Rusia, los préstamos a menos de tres meses representan 96 % del total de créditos otorgados. Los tipos de interés son astronómicos: 25 % por mes, mínimo. Y los equilibrios de balances alcanzan la locura: 513 mil millones de rublos de capitales propios, para el conjunto de bancos comerciales... contra 16 billones de créditos distribuidos. O sea una relación de 1 a 31. En el conjunto de Rusia los impagados han aumentado en 559 % entre enero y septiembre; hoy representan 21 % de la masa de crédito otorgada. Así se preparan las catástrofes financieras.” Libération, 9 de diciembre de 1993.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [2]

Las conmemoraciones de 1944 (I) - 50 años de mentiras imperialistas

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Hasta la fecha nunca el aniversario del desembarco del 6 de Junio de 1944 había tenido tanta intensidad. La victoria de los imperialistas «Aliados» nunca había despertado tal matraca periodística. Este espectáculo tiene por objeto ocultar el carácter imperialista del segundo holocausto mundial, así como ya hicieron con el primero. La burguesía agita de nuevo el espantajo fascista sirviéndose de los miasmas de la sociedad en descomposición. Así, en Alemania, poco antes de la caída del muro de Berlín se daba una publicidad enorme a los partidarios del retorno del «pan-germanismo» aprovechando las acciones de las bandas de cabezas rapadas. Los asesinatos e incendios de locales turcos han sido el telón de fondo para dar un carácter diabólico a estos enemigos de la «democracia» herederos de la «bestia negra». La burguesía ha azuzado las peleas callejeras de los energúmenos neonazis contra los obreros inmigrados. La prensa han utilizado a fondo las «escenas de caza de extranjeros» en Magdeburgo identificándolas con las acciones de las huestes hitlerianas, enemigos de la democracia, en los años 30. Los políticos burgueses chillan histéricos cuando el demagogo Berlusconi incluye en su gobierno a 5 ministros de extrema derecha y, poco después, cuando el Ayuntamiento de Vicenza autoriza una manifestación de unos cientos de «neonazis» con cruces gamadas, lo presentan como una nueva «marcha sobre Roma». El 25 de Abril la Izquierda de la burguesía ha logrado hacer desfilar a 300 000 personas tras la bandera antifascista, pese a la lluvia.

En Francia los dirigentes del PC y PS, tras años de estancia en el Gobierno, agitan el espantajo de Le Pen (político francés de extrema derecha) y la visita a Normandía de una decena de veteranos de las SS, para alertar que la «bestia inmunda» resurge y es cada vez mayor el fortalecimiento de los enemigos de la democracia.

Los cerca de 50 millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial son presentados como víctimas exclusivas de la «barbarie nazi». Desde la CNN (gran cadena televisiva americana) hasta el más insignificante periodicucho local han puesto su grano de arena. ¡Cuanto mayor es la mentira más cierta parece!. En la mayoría de los países europeos, al menor gesto por parte de esos grupúsculos de gamberros se le da un relieve apocalíptico. Hasta Hollywood aporta su grano de arena con la película sobre la masacre de judíos en Europa y la muerte de millares de bravos soldados de la democracia muertos en las playas de Normandía en nombre de la «libertad».

Todos estas conmemoraciones militaristas ocultan los crímenes de las grandes «democracias victoriosas»[1] que son de la misma envergadura de los cometidos por Hitler, Mussolini o Hirohito. Pero decir esto no basta, es hacer aún una concesión a la mentira que atribuye los «crímenes de guerra» a la personalidad de sus protagonistas. El verdadero criminal de guerra es la burguesía en su conjunto, como clase social. Las dictaduras no son más que sus subalternos. El siniestro Goebbels (ministro de Propaganda de Hitler) decía que una mentira mil veces repetida acaba por convertirse en verdad, pero el cínico Churchill (premier británico) iba aún más lejos diciendo que «En tiempos de guerra la verdad es tan valiosa que siempre debe preservarse bajo un manto de mentiras»[2].

La victoria de Hitler

La mayoría de los combatientes enrolados en ambos bandos no se fueron a la guerra con una flor en el fusil, sino atenazados aún por el recuerdo de la muerte de sus padres 25 años antes. En la propaganda oficial no se dice ni una palabra sobre el éxodo masivo en Francia, las deportaciones masivas del Estado capitalista estalinista o el terror del Estado Nazi contra la población alemana. Lo único que aparece en los grandes titulares, comentarios «objetivos» y películas es el abyecto Hitler. En la Edad Media la peste se veía como la cólera de dios. En plena mitad de la decadencia del capitalismo la burguesía ha encontrado el equivalente para el Dios «democracia»: la peste negra, fascista. Las clases dominantes que se han sucedido en la historia de la humanidad siempre han recurrido a invocar un «mal supremo» para fabricar un interés común entre las clases oprimidas y sus explotadores. Un proverbio chino resume muy bien las cosas: «cuando el sabio señala la luna el imbécil mira el dedo». Personificar los acontecimientos de hace 50 años en los dictadores o los generales aliados es muy útil para ocultar la idea de que solo eran representantes de su burguesía respectiva, haciendo desaparecer como por ensalmo toda idea de clases en aquel periodo: todo el mundo unido en la cruzada contra el mal.

1933, el año de la subida al poder del elegido por la burguesía  alemana –Hitler–, fue un año crucial como señalaron los revolucionarios que publicaban Bilan, y no porque significara la «derrota de la democracia» sino porque manifestaba la victoria decisiva de la contrarrevolución, en particular en el país donde el proletariado tiene un mayor peso tradicional en el movimiento obrero. Lo que explica la llegada de Hitler al poder no es el humillante Tratado de Versalles de 1918 con su exigencia de «reparaciones de guerra» que ponía de rodillas a Alemania, sino la desaparición en la escena social del proletariado como una amenaza para la burguesía. En Rusia empiezan a cobrar amplitud las masacres de bolcheviques y de obreros revolucionarios perpetradas por el Estado ruso con la aprobación muda de las democracias occidentales, que tanto había hecho para armar a los ejércitos blancos. En Alemania el régimen socialdemócrata de la República de Weirmar dio paso con toda naturalidad a los hitlerianos vencedores de las elecciones. Los jerarcas «socialistas» alemanes, los Noske, Scheidemann, y demás compinches que masacraron a los obreros revolucionarios alemanes, no sufrieron la más mínima incomodidad personal durante los 5 años que duró el régimen hitleriano.

Las luchas en Francia y España durante los años 30 no pudieron ser más que coletazos de huelgas ante la amplitud de la derrota internacional de la clase obrera. La victoria electoral del fascismo en Italia y Alemania no fue la causa sino la consecuencia de la derrota del proletariado en el terreno social. La burguesía al secretar el fascismo no produjo un régimen original sino una forma de capitalismo de Estado en la misma onda del Welfare State de Roosevelt y del capitalismo estalinista. En los períodos de guerra, las facciones de la burguesía se unen naturalmente a nivel nacional porque han eliminado mundialmente la amenaza del proletariado, y esta unificación puede tomar la forma de un partido estalinista o nazi.

La mayoría de los PC, sometidos al nuevo imperialismo ruso, compinches de la burguesía rusa y de Stalin, utilizan la «escalada del peligro fascista» con la cobertura ideológica de los Frentes Populares para mantener a los obreros desorientados tras los programas de unión nacional y contribuir a la preparación de la guerra imperialista.

El PC francés se viste con la bandera tricolor desde el pacto Laval-Stalin en 1935 y se compromete a preparar la masacre de los obreros: «Si Hitler, pese a todo, desencadena la guerra, sabe que encontrará frente a él al pueblo de Francia unido, con los comunistas en primera fila para defender la seguridad del país, la libertad y la independencia de los pueblos». El PC es quien acaba con las últimas huelgas, y con la ayuda de la policía política estalinista dispara contra los obreros españoles antes de que los franquistas acaben su sucia faena. Después los dirigentes estalinistas se refugian en Francia y Moscú, ejemplo que seguirán después los De Gaulle y Thorez, uno en Londres y otro en Moscú.

El camino hacia la guerra imperialista

Entre 1918 y 1935 no cesaron de haber guerras en el mundo, pero se trataba de guerras limitadas, lejanas a Europa, o guerras de «pacificación» al estilo del colonialismo francés (Siria, Marruecos, Indochina). Para los revolucionarios que publicaban Bilan, la primera señal grave de alerta la ven en la guerra de Etiopía donde están directamente implicados el imperialismo británico y el ejército de Mussolini. Esto le sirve a una parte de los aliados para identificar fascismo a guerra. Así el fascismo se convierte en el principal promotor de la próxima guerra mundial. El espantajo fascista queda confirmado con la victoria del ejército franquista en 1939. La batalla ideológica tiene su concreción sangrienta en la exhibición de los centenares de miles de victimas del franquismo. A esto le sigue un período de statu quo en nombre de la «paz» cuando Alemania se anexiona Renania, luego Austria en 1938 y más tarde Bohemia en 1939. Cuando es invadida Checoslovaquia el 27 de septiembre de 1938 por el ejército alemán, los futuros aliados no cambian ni una coma en su discurso de «paz a toda costa». El 1º de Octubre se celebra la Conferencia de Munich a la que Checoslovaquia no es invitada... Al regreso de esa siniestra parodia de conferencia de paz, el Primer Ministro francés Daladier, calurosamente acogido por la muchedumbre, no se llama a engaño y sabe que lo que ha hecho cada es el alarde de sus propias capacidades. Los historiadores oficiales no saben más que citar el retraso en el rearme de los Estados francés e inglés, cuando, en realidad, no estaba todavía claramente delimitado el juego de alianzas y la burguesía alemana aún se hacía la idea de hacer frente común con Francia e Inglaterra. Por aquellos tiempos las masas son engañadas tanto en Alemania como en Inglaterra o Francia: « (...) Los alemanes aclaman a Chamberlain, en quien ven al hombre que los va a salvar de la guerra. Hay más gente para verle de la que había para ver a Mussolini (...) Munich se engalana con banderas inglesas, es el delirio. En el aeropuerto de Heston se recibe a Chamberlain como al mesías. En París se abre una suscripción popular para hacerle un regalo al Primer ministro inglés»[3].

En 1937 el inicio de la guerra chino-japonesa amenaza la hegemonía americana en el Pacífico. El 24 de Agosto de 1939 se produce la tormenta que precipita al abismo. El pacto Hitler-Stalin deja las manos libre al Estado alemán para arremeter contra la Europa del Oeste. Entre tanto Polonia es invadida el 1° de Septiembre por el ejército alemán, pero también en una parte por el ejército ruso. A los Estados inglés y francés no les queda otro remedio que declarar la guerra a Alemania dos días más tarde. El ejército italiano se apodera de Albania. Sin mediar declaración de guerra, el ejército de Stalin invade Finlandia el 30 de noviembre. Entre tanto el ejército alemán desembarca en Noruega en Abril de 1940.

El ejército francés comienza su ofensiva en el Sarre quedando bloqueado al precio de un millar de muertos entre los dos bandos. Esto permite a Stalin, desmintiendo a sus partidarios patrioteros franceses que decían que el pacto con la burguesía alemana era un pacto con el diablo para evitar que se apoderase de Europa, declarar: «No es Alemania quien ha atacado a Francia e Inglaterra, sino que son Francia e Inglaterra las que han atacado a Alemania. (...) Con la apertura de hostilidades Alemania ha hecho propuestas de paz a Francia e Inglaterra, y la Unión Soviética apoya abiertamente estas propuesta de Alemania. Los círculos dirigentes de Francia e Inglaterra han respondido brutalmente tanto contra las propuestas de paz de Alemania como contra las tentativas de la Unión Soviética de poner rápidamente fin a la guerra».

Nadie quiere aparecer ante los proletariados como responsable de la guerra. Después de la «liberación» ya no habrá ministros de «la Guerra» sino ministros de «Defensa». Es curioso constatar como incluso en Alemania el Estado nazi, que tiende a aparecer como el agresor, el alto dirigente nazi Albert Speer relata en sus memorias una declaración personal de Hitler: «Nosotros no debemos cometer nuevamente el error de 1914. Hoy se trata de hacer recaer la culpa en el adversario». En vísperas de la confrontación con Japón, Roosevelt dirá lo mismo: «Las democracias no deben aparecer jamás como los agresores». Los nueve meses de enfrentamiento armado, conocidos como la «Drôle de guerre» (la extraña guerra) confirman esa actitud de todos los beligerantes. El historiador Pierre Miquel explica que Hitler había retirado la orden de ataque al Oeste en 14 ocasiones por lo menos, por razones de falta de preparación del ejército alemán o por las condiciones atmosféricas.

El 22 de Junio de 1941 Alemania se volverá contra Rusia sorprendiendo totalmente al «genial estratega», Stalin. El 8 de Diciembre después de que el imperialismo americano dejase masacrar a sus propios soldados en Pearl Harbour (los servicios secretos estaban enterados de la inminencia del ataque japonés) los Estados Unidos «victimas» de la barbarie japonesa, declaran la guerra a Japón. En fin, Alemania e Italia lanzan su declaración de guerra a Estados Unidos el 11 de Diciembre de 1941.

Se imponen algunas observaciones tras este rápido resumen del trayecto diplomático que desembocó en la guerra mundial en una situación en que el proletariado mundial estaba amordazado. Dos guerras locales (Etiopía y España) acaban dando por sentado que el fascismo es «promotor de guerras» tras varios años de excitación de los medios de comunicación europeos contra los desfiles y concentraciones hitlerianos y mussolinianos, más ordenados que los del 14 de Julio francés o las conmemoraciones nacionalistas inglesas y americanas pero no menos ridículos. Dos guerras locales más, pero en el corazón de Europa (Checoslovaquia y Polonia) provocan la rapidísima derrota de los dos países «democráticos» concernidos. La «vergonzosa» no intervención para ayudar a Checoslovaquia (y España) ha hecho de la «defensa de la democracia» y la concepción de la libertad burguesa algo incuestionable tras la invasión de Polonia por los dos países «totalitarios». Las maniobras diplomáticas pueden durar años, mientras que el conflicto militar zanja parcialmente las cosas, en pocas horas, al precio de una masacre inaudita. La guerra no se convierte en verdaderamente mundial hasta un año después de que el ejército alemán haya conquistado Europa. Durante más de 4 años, Estados Unidos no intentará ninguna operación decisiva para controlar a los «invasores», dejando que la burguesía alemana campase por sus respetos en Europa. Los Estados Unidos, lejanos geográficamente de Europa, están más preocupados inicialmente por la amenaza japonesa en el Pacífico. La guerra mundial va a ser más larga que las guerras locales, pero no solo por la potencia militar alemana ni por los imponderables de los pactos imperialistas; es conocida la preferencia de una parte de la burguesía americana por aliarse con la burguesía alemana antes que con el régimen «comunista» estalinista, al igual que la burguesía alemana intentó y esperó en vano aliarse con Francia e Inglaterra antes que con los «rojos». En 1940 y 41, la burguesía inglesa fue objeto de varias propuestas de paz por parte del gobierno de Hitler en los inicios de la operación «Barbarrossa» contra Rusia, y en el momento de la derrota del ejército de Mussolini en Africa del Norte. Inglaterra dudó sobre si podía dejar que las dos potencias «totalitarias» se destruyeran mutuamente. Pero quedarse ahí, seria razonar como si la principal clase enemiga de todas las burguesías, el proletariado, hubiera desaparecido de las preocupaciones de los jefes imperialistas en liza, reduciendo la guerra a algo «unificador» y... «simplificador».

Los marxistas no podemos razonar sobre la guerra por sí sola, independientemente de los periodos históricos. La guerra durante el capitalismo joven del siglo XIX fue un medio indispensable que permitía posibilidades de desarrollo ulterior al abrir nuevos mercados a cañonazos. Y es precisamente esto lo que en 1945 demostró la Izquierda comunista de Francia, uno de los pocos grupos que mantuvo el estandarte del internacionalismo proletario durante la IIª Guerra mundial, cuando señalaba que, muy al contrario, «... En su fase de decadencia, el hundimiento del mundo capitalista que ha agotado históricamente toda posibilidad de desarrollo, encuentra en la guerra moderna, la guerra imperialista, la expresión de ese hundimiento, que, sin abrir ninguna posibilidad de desarrollo posterior para la producción, no hace más que precipitar en el abismo las fuerzas productivas y acumular a un ritmo acelerado ruinas sobre ruinas. (...) A medida que se estrecha el mercado, la lucha por la posesión de las fuentes de materias primas y por el dominio del mercado mundial se hace más áspera. La lucha económica entre los distintos grupos capitalistas se concentra cada vez más y toma la forma, más acabada, de la lucha entre Estados. La lucha exacerbada entre Estados al final sólo puede resolverse por la fuerza militar. La guerra se convierte en el único medio, que no solución, por el que cada imperialismo nacional tiende a liberarse de las dificultades en las que está atrapado a expensas de los Estados imperialistas rivales»[4].

La unión nacional durante la guerra

Los historiadores burgueses no insisten en un hecho: la rápida derrota de la antigua gran potencia continental francesa. No fueron solo las condiciones atmosféricas lo que retrasó el ataque del ejército alemán. El aparato estatal alemán no eligió a Hitler por error ni estaba formado por una banda de cretinos dispuestos a ir detrás del primero que se lo ordenase. La razón principal está nuevamente en el juego de las consultas diplomáticas secretas. Incluso en plena guerra se podían trastocar las alianzas. Por añadidura pesaba en la cabeza de la burguesía alemana el recuerdo de la insubordinación de los soldados alemanes en 1918, y la lección de que los soldados no debían pasar hambre... En 1938 la burguesía alemana es la heredera de la Primera república de Weimar, que ahogó en sangre el intento revolucionario del proletariado en 1919, los batallones de las SS se nutren de los antiguos «cuerpos francos» democráticos que habían masacrado a los obreros insurrectos. No habían caído en el olvido ni la erupción de la Comuna de París en 1870, ni la revolución de Octubre de 1917, ni la insurrección espartakista de 1919. Aunque derrotada políticamente, la clase obrera seguía siendo la única clase que hubiera podido ser un peligro para la prolongación de la guerra burguesa.

La rápida victoria del imperialismo alemán sobre Checoslovaquia fue resultado de la guerra de nervios, del bluff, de las refinadas maniobras, y sobre todo de la especulación sobre el miedo de todos los gobiernos a las consecuencias de lanzarse con demasiada precipitación a una guerra generalizada sin contar con la plena adhesión del proletariado. El Estado Mayor alemán, más avezado que los generales franceses aferrados a las viejas ideas de la «guerra de posición» de 1914, había «modernizado» su estrategia en favor de la «Blitzkrieg» (guerra relámpago). Según esta teoría militarista (muy apreciada en nuestros días, baste recordar la Guerra del Golfo) avanzar lentamente sin atacar con ferocidad es apostar por la derrota. Peor aún, mientras siga siendo frágil la adhesión de la población, entretenerse, dar tiempo a que los contendientes se interpelen desde las trincheras, acarrea el riesgo de motines y explosiones sociales. En el siglo XX la clase obrera es inevitablemente el único batallón capaz de luchar contra la guerra imperialista. El propio Hitler lo confesará un día a su secuaz Albert Speer: «la industria es un factor que favorece el comunismo». Hitler declarará a ese mismo confidente que tras la imposición del trabajo obligatorio en Francia en 1943 existía la eventualidad de que surgieran disturbios y huelgas que frenaran la producción, y que se trata de un riesgo propio de los tiempos de guerra. La burguesía alemana tenía un reflejo «bismarkiano». Bismark tuvo que enfrentarse a la insurrección de los obreros parisinos contra su propia burguesía, bloqueando así la acción del invasor alemán, e inquietándolo ante el peligro de propagación de una revolución así entre los soldados y obreros alemanes. Pero ara sobre todo la reacción de los obreros alemanes frente a la guerra contra la Rusia revolucionaria, iniciando la guerra civil contra su propia burguesía lo que tenía en mente la burguesía hitleriana.

Durante más de un año, tras el parón que siguió a la primera ofensiva militar alemana, se produce una verdadera guerra de desgaste. Alemania necesita, sobre todo, abrir una «espacio vital» hacia el Este, y para ello hubiera preferido aliarse con las dos democracias occidentales en lugar de hipotecar una parte de su potencial militar en invadirlas. Alemania apoyaba al «Partido de la guerra» de Laval y Doriot, antiguos pacifistas que se habían reivindicado del socialismo. Estas fracciones pro fascistas que militaban por una alianza franco-alemana, eran minoritarias. El conjunto de la burguesía desconfiaba de la no movilización del proletariado francés. En Francia, el proletariado no había sido vencido frontalmente a golpe de bayonetas y lanzallamas como en 1918 y 1923 lo había sido el proletariado alemán.

Así, la burguesía alemana se da un segundo margen de tiempo para avanzar con prudencia en un país frágil tanto en lo militar como en lo social. De hecho, se conforma con observar la lenta descomposición de la burguesía francesa entre sus cobardes militares y sus pacifistas futuros colaboracionistas con el régimen de ocupación, que mantendrán en la impotencia a los obreros.

Los Frentes populares habían contribuido de forma importante al esfuerzo de rearme (desarmando políticamente a los obreros) pero no llegaron a realizar completamente la Unión Nacional. La policía había roto muchas huelgas y había encarcelado a cientos de militantes que no sabían muy bien cómo oponerse a la guerra. La izquierda de la burguesía francesa calmó a los obreros con los bombones envenenados del Frente Popular que había otorgado las «vacaciones pagadas» a los obreros, obreros que fueron movilizados precisamente durante esas mismas vacaciones. Pero fue el trabajo de zapa de las fracciones pacifistas de extrema izquierda lo que permitió acabar con toda alternativa de clase. Completando el trabajo de los estalinistas, los anarquistas que mantenían aún una gran influencia en los sindicatos, publicaron el panfleto Paz inmediata en septiembre de 1939, firmado por una ristra de intelectuales: «(...) Nada de flores en los fusiles, nada de cantos heroicos, nada de ¡bravos! a la marcha de los soldados. Nos aseguran que es así entre todos los beligerantes. La guerra ha sido, pues, condenada desde el primer día por la mayor parte de los participantes de vanguardia y retaguardia. Hagamos, pues, rápidamente la paz (...)».

La «paz» no puede ser la alternativa a la guerra en el capitalismo decadente. Tales resoluciones no servían más que para alentar el “sálvese quien pueda”, las soluciones individuales de irse al extranjero para los más afortunados. El desconcierto de los trabajadores era muy fuerte, su inquietud y su impotencia se articulaban con desbandada general de partidos y grupúsculos de izquierda que los había metido por el «buen camino» antifascista y que se presentaban como defensores de sus intereses.

El desmoronamiento de la sociedad francesa es tal que la «extraña guerra» de un lado y «komischer Krieg» del otro, no fueron más que un interregno que permitió al Ejército alemán, poco después del primer gran bombardeo criminal de Rotterdam (40 000 muertos), romper sin resistencia el 10 de mayo de 1940 la Línea Maginot francesa. Los oficiales de la armada francesa fueron los primeros en dejar abandonadas a sus tropas. Las poblaciones de Holanda, Bélgica, Luxemburgo y del norte de Francia, incluidos Paris y el gobierno, huyeron de forma masiva, irracional e incontrolable hacia el centro y sur de Francia. Se produjo así uno de los mayores éxodos contemporáneos. Esta ausencia de «resistencia» de la población, fue reprochada durante largo tiempo por los ideólogos del «maquis» (muchos de ellos, como Mitterrand y los jefes «socialistas» belgas o italianos, cambiaron de chaqueta a partir de 1942), y después de la guerra, fue utilizada para dar autoridad a todos los sacrificios que la clase obrera debía aceptar en aras la reconstrucción.

La Blitzkrieg «tan solo» causó 90 000 muertos y 120 000 heridos del lado francés y 27 000 muertos del alemán. La debâcle habría arrastrado consigo a diez millones de personas en condiciones espantosas. Un millón y medio de prisioneros fueron enviados a Alemania. Y todo ello, es poco, comparado con los 50 millones de muertos del holocausto.

En Europa la población civil sufrió las perdidas más importantes que la humanidad ha conocido jamás en período de guerra. Nunca antes se habían unido tantas mujeres y tantos niños en la muerte con los soldados. Las víctimas civiles fueron por primera vez en la historia mundial más numerosas que las bajas militares.

Con su reflejo «bismarquiano» la burguesía alemana dividió Francia en dos: una zona ocupada, el norte y la capital, para vigilar directamente las costas de Inglaterra; y una zona libre, el sur, legitimada por el Gobierno del general de Verdún, la marioneta Petain, y el antiguo «socialista» Laval parta mantener la honorabilidad internacional. Este Estado colaborador apoyará por un tiempo el esfuerzo de guerra nazi, hasta que el avance de los Aliados obligó al imperialismo alemán a dejarlo caer.

El temor permanente de un levantamiento de los obreros, por muy debilitados que estuvieran, contra la guerra estaba presente incluso entre aquello que la izquierda presentaba como los «antisociales». Un periódico colaboracionista, L’Oeuvre, hablaba claramente de la necesidad de la acción sindical –esa pretendida conquista del Frente popular– para el ocupante, y decía en los mismos términos que cualquier grupo de izquierda o trotskista: «Los ocupantes tienen la gran preocupación de no poner en su contra a los elementos obreros, por no perder el contacto, por integrarlos en un movimiento social bien organizado (...). Los alemanes desearían que todos los obreros estuvieran interesados en el corporativismo y para ello, consideran que se necesitan mandos que tengan la confianza de los trabajadores (...). Para obtener hombres que tengan autoridad y que sean verdaderamente escuchados (...)»[5].

Desde 1941, una parte del Gobierno francés colaboracionista estaba inquieto por el carácter provisional de la ocupación y de las garantías de orden que eran necesarias. La burguesía con Petain, lo mismo que su fracción emigrada, la «Francia libre» de De Gaulle, que mantenían contactos más o menos discreto, tenían como principal preocupación la necesidad del mantenimiento del orden social y político entre una época y la otra. Creadas por la fracción liberal establecida en Inglaterra y por los estalinistas franceses, la ideología de las bandas armadas de la resistencia -de pobre impacto- tuvieron de entrada grandes dificultades para arrastrar a los obreros a la Unión nacional una vez vislumbrada la «Liberación». La burguesía alemana, prestó apoyo firme, a su pesar, con «el relevo» -la obligación para todo obrero de ir a trabajar a Alemania a cambio del retorno de un prisionero de guerra- de tal modo que, repentinamente, en 1943, se fortalecieron las filas de la acción «terrorista» contra el «ocupante». Pero, fundamentalmente, fueron los partidos de izquierda y de extrema izquierda los que consiguieron controlar a los trabajadores apoyándose en «la victoria de Stalingrado».

Los bruscos virajes en las alianzas imperialistas y las posibles reacciones del proletariado constituyeron las líneas de orientación de la burguesía en plena guerra. Formalmente el viraje de la guerra contra Alemania tuvo lugar en 1942 con el freno a la expansión de Japón y la victoria de El Alamein que liberó los campos petrolíferos. El mismo año comenzó la batalla de Stalingrado cuya victoria debió el Estado estalinista a la ayuda y los envíos militares norteamericanos (tanques y armas sofisticadas que Rusia no podía producir para hacer frente a los modernos ejércitos alemanes). En el transcurso de las negociaciones secretas, el Estado estalinista puso en la balanza de los acuerdos, la declaración de guerra a Japón. Desde entonces la guerra habría podido caminar rápidamente hacia su fin en la medida en que existían deseos no ocultos de una parte de la burguesía alemana para deshacerse de Hitler, que se concretaron en un atentado contra el dictador en Julio de 1944. Pero los conjurados fueron abandonados por los Aliados y masacrados por el Estado nazi (el Plan Walkiria del Almirante Canaris).

Pero nadie contaba con el despertar del proletariado italiano. Fue necesario prolongar dos años la guerra para terminar aplastando las fuerzas vivas del proletariado y evitar una nueva paz precipitada como en 1918, con la revolución en los talones.

1943 dio un giro a la guerra como consecuencia de la erupción del proletariado italiano. A nivel mundial, la burguesía se sirvió del aislamiento y la derrota de los obreros italianos para desarrollar la estrategia de la «resistencia» en los países ocupados con el fin de hacer adherir a las poblaciones del «interior» a la futura paz capitalista. Mientras que hasta entonces la mayor parte de las bandas estaban esencialmente animadas por ínfimas minorías de elementos de capas pequeño burguesas nacionalistas y de métodos terroristas, la burguesía anglo-americana glorificó la ideología de la resistencia mucho más pragmáticamente tras la «victoria de Stalingrado» y del giro prooccidental de los Partidos «comunistas». Los obreros no prisioneros no veían la diferencia entre ser explotados por un patrón alemán o por uno francés. No tenían ningún interés por morir en nombre de una alianza anglo-francesa para apoyar a Polonia, y no habían hecho ningún esfuerzo por implicarse en una guerra que les resultaba ajena. Para movilizarlos en nombre de defender la «democracia» era necesario darles una perspectiva que les pareciera válida desde un punto de vista de clase. La gran propaganda organizada en torno a la victoria de Stalingrado, presentada como el giro de la guerra, y por tanto la posibilidad de poner fin a todo tipo de desmanes militares de los ocupantes, de encontrar la «libertad», incluso teniendo que soportar a los policías autóctonos, provocó unas ilusiones que se unieron a las del «comunismo liberador», representado por Stalin. Sin la ayuda de esta mentira, los obreros habrían seguido siendo hostiles a las bandas de resistentes armados ya que sus acciones no hacían más que redoblar el terror nazi. Sin el apoyo sobre el terreno de los estalinistas y los trotskistas, la burguesía de Londres y Washintong, no habría tenido ninguna posibilidad de arrastrar a los obreros a la guerra. Contrariamente a 1914, no se trataba de poner firmes a los obreros en el frente para enviarlos a la carnicería, sino de obtener su adhesión y encuadrarlos en el terreno civil en las redes del orden resistente, tras el culto a la gloriosa batalla de Stalingrado.

En efecto, en Italia como en Francia, muchos obreros se unieron al maquis en esa época, empujados por la ilusión de haber encontrado de nuevo el combate de clase, y el partido estalinista y los trotskistas les ponían el ejemplo fraudulentamente deformado de la Comuna de Paris (¿no deben alzarse los obreros contra su propia burguesía dirigida por el nuevo Thiers, Pétain, mientras los alemanes ocupan Francia?). En medio de una población aterrorizada e impotente ante el desencadenamiento de la guerra, muchos obreros franceses y europeos, alistados en las partidas de resistentes, fueron abatidos creyendo luchar por la «liberación socialista» –de Francia o de Italia, en suma en una nueva «guerra civil contra su propia burguesía»– del mismo modo en que habían sido enviados los proletarios de cada lado del frente en 1914, en nombre de una Francia y una Alemania que eran los países «inventores» del socialismo. Las partidas de resistentes stalinistas y trotskistas concentraron particularmente su chantaje para que los obreros estuvieran «en primera línea para luchar por la independencia de los pueblos» en un sector clave para paralizar la economía, el de los ferroviarios.

En el mismo momento, la preeminencia de las facciones de derecha pro aliadas en las bandas armadas, favorables a la restauración del mismo orden capitalista en la paz, fue objeto de un áspero combate, sin que los trabajadores se enteraran de nada. Equipos de agentes secretos norteamericanos del AMGOT (Allied Military Government Of Occupied Territories) fueron enviados a Francia e Italia (es el origen de la logia P2 en total complicidad con la Mafia) para vigilar que los stalinistas no acapararan todo el poder que les hubiera permitido alinearse con el imperialismo ruso. Desde el principio hasta el final, los stalinistas sabían perfectamente cuál era su función, especialmente la que ellos prefieren, la de sabotear la lucha obrera, desarmar a los resistentes utopistas e iluminados, atacar a los obreros hostiles a las exigencias de la reconstrucción. Tras la «Liberación» y como prueba de la unidad de la burguesía contra el proletariado, la burguesía occidental –aunque condenando a un puñado de «criminales de guerra»– reclutó a cierta cantidad de antiguos torturadores nazis y estalinistas para hacerlos agentes secretos eficaces en la mayor parte de las capitales europeas. Estos asesinos recuperados tenían la tarea, en primer lugar, de frenar a los secuaces del imperialismo ruso, pero sobre todo luchar «contra el comunismo», es decir hacer frente al objetivo natural de toda lucha autónoma generalizada de los obreros, que amenazaban inevitablemente tras el horror de la guerra y con la carestía y el hambre en los inicios de la paz capitalista.

La destrucción masiva del proletariado

Dejamos para la discusión entre burgueses el número respectivo de masacres según qué poblaciones[6], pero es incontestable que hay que empezar por destacar lo principal: 20 millones de rusos murieron en el frente europeo. Es uno de los grandes «olvidos» de las celebraciones del cincuentenario del desembarco de junio de 1944. Los actuales historiadores rusos siguen acusando a los Estados Unidos de haber retrasado deliberadamente el desembarco en Normandía con el único fin de sacar ventajas a la URSS en previsión de las condiciones de la guerra fría: «El desembarco tuvo lugar cuando la suerte de Alemania estaba echada gracias a las contraofensivas soviéticas en el frente del Este»[7].

Los burgueses liberales se pusieron con el pope Solzhenitsin a la cabeza, una vez terminada  la reconstrucción, a denunciar los millones de muertos de los gulags de Stalin, pareciendo olvidar que la verdadera masacre de la contrarrevolución fue efectuada con la total complicidad de Occidente... durante la guerra. De sobra sabemos lo despiadada que es la burguesía tras una derrota del proletariado (decenas de miles de comuneros y de mujeres y niños fueron masacrados o deportados en 1871). Su forma de llevar a cabo la 2ª Guerra mundial le permitió multiplicar por diez la matanza de la clase que la había hecho temblar en 1917. Los rusos soportaron solos el peso de cuatro años de guerra en Europa. Sólo a principios de 1945 los americanos pusieron los pies en Alemania, ahorrándose, por decirlo así, cantidad de muertos, y preservando su paz social. Trágico «heroísmo» el de los millones de víctimas rusas, ya que sin la ayuda militar americana, el atrasado régimen estalinista habría sucumbido ante la Alemania industrializada.

Tras semejante matanza y gracias a la paz de los cementerios, en la Rusia estalinista, el poder del Estado no tenía ninguna necesidad de sutilezas democráticas para hacer reinar su orden. Los Aliados permitieron a la soldadesca rusa que se vengara en miles de alemanes, elevando así a Rusia al rango de potencia «victoriosa», estatuto que como sabemos por la experiencia de 1914, es generador de paz social y de admiración burguesa. Del mismo modo que habían dejado que el régimen nazi aplastara al proletariado de Varsovia, el gobierno ruso y su dictador dejaron masacrar y morir de hambre, clara e impunemente, a cientos de miles de civiles de Stalingrado y Leningrado.

Para que los imperialismos victoriosos quedaran satisfechos (expolio de fábricas en Europa del Este para el régimen estalinista y reconstrucción en el Oeste en beneficio de Estados Unidos) hacía falta que al proletariado ni se le ocurriera «robarle» a la burguesía su «Liberación».

Una intensa campaña ideológica, común a Occidente y a la Rusia «totalitaria», puso de relieve el genocidio de los judíos, del que los aliados estaban al corriente desde el inicio de la guerra. Como han reconocido los historiadores más serios, el genocidio de los judíos no encuentra su explicación en... la Edad Media, sino en el contexto mismo de la guerra mundial. La masacre toma unas dimensiones dantescas en el momento en que se desencadena la guerra contra Rusia porque era necesario «resolver» lo antes posible el problema que originaban las masas enormes de refugiados y de prisioneros detenidos, en especial en Polonia. La preocupación mayor del Estado nazi es, una vez más, la de alimentar ante todo a sus tropas y por tanto deshacerse como fuere de una población que pesa en exceso sobre el esfuerzo de guerra (había que economizar las balas para su uso en el frente ruso y simplificar el trabajo de los verdugos, pues la matanza individuo por individuo, además de ser larga, podía desmoralizar hasta a los propios verdugos).

En la Conferencia de los Aliados en las Bermudas en 1943, se decidió no hacer nada por los judíos, eligiendo así el exterminio antes que asumir los gastos del éxodo inmenso que los nazis habrían creado si los hubieran expulsado. Hubo, sobre este asunto, muchos regateos por parte de Rumanía y Hungría. Todas los intentos se encontraron con la negativa política de Roosevelt so pretexto de no favorecer al enemigo. La propuesta más conocida, pero ocultada hoy detrás de la acción humanista muy limitada de Schindler, puso frente a frente a los Aliados y a Eichmann para intercambiar 100 000 Judíos por 10 000 camiones, intercambio que los Aliados rechazaron explícitamente por boca del Estado británico: «transportar tanta gente pondría en peligro el necesario esfuerzo de guerra»[8].

El genocidio de los Judíos, «purificación étnica» de los nazis, iba a servir con creces para justificar una «victoria» aliada obtenida gracias a la barbaries más criminal. De hecho la apertura de los campos de concentración se hizo con la mayor publicidad posible.

A el amparo de esta situación y diabolizando consciente y cínicamente las acciones del enemigo vencido, los Aliados pudieron ocultar los interrogantes que planteaban obligatoriamente los criminales bombardeos que los Aliados utilizaron para «pacificar» ante todo al proletariado mundial. Las cifras solo nos dan una idea aproximada del horror de sus acciones:
– Julio de 1943, bombardeo de Hamburgo, 50 000 muertos,
– en 1944 bombardeo de Darsmtadt, Könisgberg, Heilbronn, 24 000 víctimas,
– en Braunschwieg, 23 000 muertos,
– en Dresde, ciudad de refugiados de todos los países, el bombadeo intensivo de los aviones democráticos del 13 y 14 de Febrero de 1945 causó 250 000 víctimas, siendo con mucho uno de los mayores crímenes de la guerra,
– en 18 meses, 45 de las 60 principales ciudades de Alemania fueron prácticamente destruidas y 650 000 personas perecieron,
– en Marzo de 1945, el bombardeo de Tokio ocasiono más de 80 000 muertos,
– en Francia, como en otras partes, fueron los barrios obreros el objetivo de los bombardeos de los Aliados: en Le Havre, en Marsella, se sumaron miles de cadáveres asesinados sin miramientos ni distingos. Las poblaciones civiles de los lugares del desembarco como Caen (e incluso en el Pas-de-Calais) vivieron el terror de la masacre (más de 20 000 muertos de uno y otro bandos en lucha) del desembarco, cuando no eran directamente las víctimas,
– cuatro meses después de la rendición del Reich, cuando Japón estaba prácticamente de rodillas, en nombre de la voluntad de limitar las pérdidas americanas, la aviación democrática bombardeó, con el arma más terrorífica y mortal de todos los tiempos, Hiroshima y Nagasaki; el proletariado tenía que recordar por mucho tiempo, que la burguesía es una clase todopoderosa...

En un próximo artículo, volveremos sobre las reacciones obreras durante la guerra, ocultadas en los libros de historia oficiales, y trataremos sobre la acción y las posiciones de las minorías revolucionarias de la época.

Damien


[1] Ver en Revista internacional nº 66 «Las masacres y los crímenes de las grandes democracias».

[2] La guerra secreta, A. C. Brown.

[3] Michel Ragon, 1934-1939, L’avant-guerre.

[4] Ver en Revista Internacional nº 59 « Informe sobre la situación internacional - Las verdaderas causas de la 2ª Guerra mundial, Izquierda comunista de Francia».

[5]L’Oeuvre, 29 de agosto de 1940.

[6] Ver nota 1, así como el Manifiesto del IXº Congreso de la CCI: «Revolución comunista o destrucción de la humanidad».

[7]Le Figaro, 6 de Junio de 1994.

[8] Ver La historia de Jöel Brand de Alex Weissberg. Medio siglo después el problema de los refugiados es objeto de las mismas reacciones vergonzantes de la burguesía: «Por razones económicas y políticas (cada refugiado cuesta de mantener 7000 dólares) Washintong no quiere que el aumento de refugiados judíos se haga en detrimento de otros exiliados –de América Latina, Asia o Africa– que no disponen de ningún apoyo y son probablemente los más perseguidos» (Le Monde, 4 de octubre de 1989, «Los judíos soviéticos serán los más afectados por las restricciones a la inmigración»). La Europa de Maastrich no se queda atrás: «... para Europa, la mayoría de los demandantes de asilo no son “verdaderos” refugiados, sino emigrantes económicos. Esto es intolerable para un mercado de trabajo saturado» (Liberation, 9 de Octubre 1989 «Europa quiere elegir a los refugiados»). En eso ha desembocado el capitalismo en decadencia. Como no puede permitir el desarrollo de las fuerzas productivas, prefiere, en tiempos de guerra como en tiempos de paz, dejar reventar con una muerte lenta a la mayor parte de la humanidad. La impotencia hipócrita demostrada ante la «purificación étnica» de millares de seres humanos en la ex-Yugoslavia y la masacre de más de UN MILLON de personas en Ruanda en muy pocos días, algo nunca visto, son las últimas pruebas de lo que es capaz de hacer el capitalismo HOY EN DIA. Dejando producirse estas masacres, como dejaron hacer con los judíos, las democracias occidentales pretender no tener nada que ver con el horror, pero en realidad son cómplices, e incluso más parte activa que en tiempos de los nazis.

Series: 

  • Las conmemoraciones de 1944 [23]

Acontecimientos históricos: 

  • IIª Guerra mundial [24]

Cuestiones teóricas: 

  • Fascismo [25]
  • Guerra [26]

Polémica con Battaglia communista sobre la guerra imperialista II - El rechazo de la noción de decadencia lleva a la desmovilización del proletariado frente a la guerra

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La corriente bordiguista forma parte, sin lugar a dudas, del campo proletario. Sobre varias cuestiones esenciales, defiende firmemente los principios políticos de la Izquierda comunista, que luchó contra la degeneración de la IIIª Internacional en los años 20 y que, tras su exclusión de ésta, prosiguió su combate en defensa de los intereses históricos de la clase obrera durante las terribles condiciones de la contrarrevolución. Esto se verifica particularmente en lo que se refiere a guerra imperialista. En la primera parte de este artículo, pusimos de relieve este hecho por lo que se refiere a una organización de esta corriente, que publica Il Comunista en Italia y la revista Programme communiste en Francia (PC). Sin embargo, apoyándonos en los textos de esta organización, también demostramos de qué forma la ignorancia de la noción de decadencia del capitalismo por parte de la corriente bordiguista la lleva a aberraciones teóricas sobre la cuestión de la guerra imperialista. Pero lo más grave de los errores teóricos de los grupos “bordiguistas” está en que acaban desarmando políticamente a la clase obrera. Es lo que vamos a demostrar en esta segunda parte.

Al final de la primera parte, citábamos una frase del PCI (PC no 92) particularmente significativa del peligro contenido por su visión: «El resultado (de la guerra como manifestación de una racionalidad económica) es también que la lucha interimperialista y el enfrentamiento entre potencias rivales jamás podrá provocar la destrucción del planeta, porque no se trata de cualquier tipo de avidez excesiva, sino precisamente de la necesidad de evitar la sobreproducción. Destruido el excedente se para la máquina guerrera, sea cual sea el potencial destructor de las armas utilizadas, porque desaparecen las causas de la guerra». Poniendo al mismo nivel las guerras del siglo pasado (que efectivamente tenían una racionalidad económica), y las de este siglo (que han perdido la menor racionalidad), esta visión deriva directamente de la incapacidad de la corriente bordiguista a entender que el capitalismo, tal como lo dijo ya en sus tiempos la Internacional comunista, entró en su fase de decadencia con la Primera Guerra mundial. Sin embargo, resulta importante volver a este tema, no solo porque vuelve la espalda a la historia real de las guerras mundiales, sino porque además desmoviliza totalmente a la clase obrera.

Imaginación bordiguista e historia real

Es falso decir que ambas guerras mundiales acabaron porque desaparecieron las causas económicas que las habían hecho estallar. Aquí ya tendríamos que ponernos de acuerdo sobre las verdaderas causas económicas de las guerras. Sin embargo, y aun poniéndonos desde el punto de vista del PCI (que la guerra tiene como objetivo el destruir suficiente capital constante para poder recuperar una cuota suficiente de ganancias), ya podemos constatar que la historia real contradice la concepción imaginaria que de ella tiene esta organización.

Tomando como ejemplo el caso de la Primera Guerra mundial, afirmar tal barbaridad es una traición vergonzosa del combate que llevaron en aquel entonces Lenin y los internacionalistas, a no ser que se trate de una ignorancia profunda de los hechos históricos. Efectivamente, Lenin luchó desde agosto del 1914, en conformidad con la resolución adoptada en Stuttgart por el congreso de 1907 de la IIa Internacional –particularmente clara gracias a una enmienda presentada por Lenin y Rosa Luxemburgo– en conformidad también con el Manifiesto adoptado por el congreso de Basilea en 1912, para que los revolucionarios «utilicen con todas sus fuerzas la crisis económica y política provocada por la guerra para remover las capas populares más profundas y precipitar la caída de la dominación capitalista» (Resolución del congreso de Stuttgart). No iba diciendo a los obreros: «de cualquier modo, se acabará la guerra cuando se estanquen las causas económicas que la provocaron». Al contrario, insistía en que la única forma de acabar con la guerra imperialista, antes de que ésta provoque una hecatombe catastrófica para el proletariado y el conjunto de la civilización, era transformar la guerra imperialista en guerra civil. Battaglia está evidentemente de acuerdo con esta consigna, y también con la política de los internacionalistas durante aquella guerra. Pero a la vez, es incapaz de comprender que el guión que se ha montado sobre cómo termina una guerra imperialista generalizada no se realizó precisamente en 1917-18. La Primera Guerra mundial se acabó muy rápidamente porque el proletariado más poderoso del mundo, el proletariado alemán, se sublevó en 1918 contra ella y encauzó un proceso revolucionario tal como ya lo habían hecho un año antes los obreros rusos. Los hechos hablan: el día 9 de noviembre de 1918, tras varios meses de huelgas obreras en toda Alemania, se amotinan contra sus oficiales los marinos de Kiehl de la “Kriegmarine”, mientras que al mismo tiempo se desarrolla un proceso insurreccional en el proletariado: el día 11 del mismo mes, las autoridades alemanas firman el armisticio con los países de la Entente. La burguesía había entendido muy claramente la lección rusa, pues la decisión del gobierno provisional (surgido de la revolución de febrero del 17) de proseguir la guerra había sido el principal factor de movilización del proletariado hacia la salida revolucionaria de Octubre y la toma del poder por los soviets. La historia les daba razón a Lenin y los bolcheviques: fue la lucha revolucionaria del proletariado la que acabó con la guerra imperialista y no una no se sabe qué destrucción de excedentes mercantiles.

Contrariamente a la Primera Guerra mundial y desilusionando a muchos revolucionarios, la Segunda no abrió paso a una nueva oleada revolucionaria. Y por desgracia, tampoco fue la acción de la clase obrera la que acabó con ella. Sin embargo, no por eso se ha de deducir que se haya verificado aquí la visión abstracta de Battaglia. Si nos dedicamos a estudiar seriamente los hechos históricos, sin referirnos a los enfoques deformantes de los dogmas “invariantes” del bordiguismo, comprobaremos sin dificultades que el final de la guerra no tuvo nada que ver con una «destrucción suficiente del excedente». La guerra imperialista se acabó al ser destruido totalmente el potencial militar de los vencidos, y por la ocupación de su territorio por los vencedores. Una vez más, es Alemania quien nos da el ejemplo más explícito. Si los Aliados ocuparon cada pulgada del territorio alemán, repartiéndoselo en cuatro partes, las razones no fueron económicas sino sociales: la burguesía se acordaba de la Primera Guerra mundial. Sabía muy bien que no podía confiar en un gobierno vencido para mantener el orden social en las enormes concentraciones obreras de Alemania. Esto también lo afirma por cierto PC, de modo  que podemos una vez más dejar constancia de su incoherencia: «Durante los tres años 45-48, una crisis económica grave se desarrolla en todos los países europeos afectados por la guerra (¡anda! sin embargo, estos son los países en donde más capital constante había sido destruido –NDLR) (...) Se nota entonces que el marasmo de posguerra no hace diferencias entre vencedores y vencidos. Pero fuerte de su experiencia del primer posguerra, sabe muy bien la burguesía mundial que este marasmo puede hacer surgir llamaradas clasistas y revolucionarias. Esta ocupación no empezará a atenuarse en el sector occidental más que a partir de 1949, cuando se alejó el espectro del “desorden social”» (PC, no 91, p. 43).

Aquí, en nombre del “marxismo” y hasta de la dialéctica, PC nos hace la demostración de la visión materialista vulgar y mecanicista del estallido y del final de la guerra imperialista mundial.

Una visión esquemática del estallido de la guerra imperialista

El marxismo afirma que, en última instancia, son las infraestructuras de la sociedad las que determinan las superestructuras. Del mismo modo, el conjunto de hechos históricos, se refieran éstos a lo político, a lo militar o a lo social, tienen raíces económicas. Sin embargo, una vez más, esta determinación económica no se ejerce más que en última instancia, de forma dialéctica y no mecánica. Particularmente desde el principio del capitalismo, las guerras siempre han tenido un origen económico. Pero el vínculo entre los factores económicos y la guerra siempre ha sido presentado a través de una serie de factores históricos, políticos, diplomáticos, que han sido utilizados por la burguesía precisamente para ocultar a los proletarios el verdadero carácter de la guerra. Esto ya era verdad durante el siglo pasado, cuando la guerra aún tenía cierta racionalidad económica para el capital. Este es por ejemplo el caso de la guerra franco-prusiana de 1870.

Esta guerra no tiene meta económica inmediata para los prusianos (aunque claro está, el vencedor se permite cobrar del vencido 6 millones de francos-oro a cambio de que se marchen las tropas de ocupación). Fundamentalmente, la guerra de 1870 permite a Prusia realizar en torno a ella la unidad alemana (tras haber vencido a su rival austriaco en la batalla de Sadowa, en 1866). La anexión de Alsacia y Lorena no tiene ningún interés económico decisivo, no es sino el regalo de la boda entre diversas las entidades políticas alemanas. Y es precisamente a partir de esa unidad desde la que puede desarrollarse impetuosamente la nación capitalista que rápidamente alcanzará el nivel de mayor potencia económica europea, y que sigue manteniendo.

Por parte francesa, la opción de Napoleón III de lanzarse a la guerra está todavía menos determinada por una cuestión económica directa. Como lo denuncia Marx en aquel entonces, no se trata fundamentalmente para el monarca más que de llevar a cabo una guerra «dinástica» que permita al Segundo Imperio, si es victorioso, reforzar mucho más solidamente su posición dominante en la burguesía francesa (la cual, en su mayoría, sea republicana o monárquica, no tiene el menor apego por Napoleón III) y permitir que el hijo de Napoleón le suceda. Precisamente por esto Thiers, represente más lúcido de la clase capitalista, estaba opuesto a la guerra.

Cuando se examinan las causas del desencadenamiento de la Primera Guerra mundial, también se puede constatar hasta que punto el factor económico, que es evidentemente fundamental, sólo desempeña un papel indirecto. En el marco de este artículo no podemos extendernos sobre el conjunto de las ambiciones imperialistas de los diferentes protagonistas de esta guerra (los revolucionarios de principios de siglo dedicaron bastantes trabajos al tema). Baste recordar que lo principal que estaba en juego para los dos países de la Entente, Francia y Gran Bretaña, era la conservación de su imperio colonial frente a las ambiciones de Alemania, potencia en ascenso, cuyo potencial industrial carecía prácticamente de salidas mercantiles de tipo colonial. Por eso es por lo que, en última instancia, la guerra es para Alemania, que es el país que más empuja hacia el conflicto, como una especie de lucha por un nuevo reparto de mercados en un momento en que éstos están ya en manos de las potencias más antiguas. La crisis económica que empieza a despuntar a partir de 1913 es, evidentemente, un factor muy importante en la agudización de las rivalidades imperialistas, desembocando en el 4 de agosto de 1914. Sería, sin embargo, totalmente falso pretender (ningún marxista de aquel entonces lo pretendió) que la crisis había alcanzado tales cotas que el capital no podía hacer otra cosa para superarla sino desencadenar la guerra mundial con sus inmensas destrucciones.

En realidad, la guerra bien hubiera podido estallar ya en 1912, cuando la crisis de los Balcanes. Pero precisamente en aquel momento, la Internacional socialista había sabido movilizarse y movilizar a las masas obreras contra la amenaza de la guerra, sobre todo en el Congreso de Basilea, para que la burguesía renunciara a seguir avanzando por la senda del enfrentamiento generalizado. En cambio, en 1914, la razón principal por la que la burguesía puede desencadenar la guerra mundial no es tanto el nivel alcanzado por la crisis de sobreproducción, que distaba mucho del alcanzado hoy, por ejemplo. La razón principal es que el proletariado, endormecido por la idea de que la guerra había dejado de ser una amenaza, y, más en general, por la ideología reformista (propagada por el ala derecha de los partidos socialistas, que dirigía la mayoría de los partidos), no opuso la menor movilización seria frente a la amenaza que se cernía cada día más a partir del atentado de Sarajevo el 20 de junio de 1914. Durante un mes y medio, la burguesía de los principales países pudo comprobar sin problemas que tenía las manos libres para dar rienda suelta a la matanza. En especial, tanto en Alemania como en Francia, los gobiernos pudieron tomar contacto directo con los jefes de los partidos socialistas quienes les dieron muestras de su fidelidad y de su capacidad para arrastrar a los obreros a la carnicería. Esto no nos lo inventamos nosotros: son hechos que los revolucionarios de entonces, Rosa Luxemburg o Lenin, evidenciaron y denunciaron.

En cuanto a la Segunda Guerra mundial, puede naturalmente ponerse de relieve cómo, a partir de la crisis económica de 1929, se van poniendo en su sitio todos los factores que van llevar a la guerra en septiembre de 1939: subida al poder de Hitler en 1933, ascenso, en 1936, a los gobiernos de «Frentes populares» en Francia y en España, guerra civil en este país a partir de julio del mismo año. El que la crisis abierta de la economía capitalista desemboque finalmente en guerra imperialista es perfectamente percibido por los dirigentes de la burguesía. Como así lo dijo Cordell Hull, colaborador del presidente de EEUU Roosvelt, «Cuando circulan las mercancías, los soldados no avanzan». Hitler, por su parte, en vísperas de la guerra, decía claramente respecto a la Alemania «este país debe exportar o morir» No se puede, sin embargo, dar cuenta del momento en que se desencadena la guerra mundial únicamente en los términos en que lo hace PC: «Después de 1929, se intentó superar la crisis en los USA mediante una especie de “nuevo modelo de desarrollo”. El Estado interviene masivamente en la economía... lanzando gigantescos planes de inversión pública. Hoy se reconoce que todo eso apenas si tuvo efectos secundarios en una economía que, en 1937-38 volvía a hundirse en la crisis: únicamente los créditos en 1938 para el rearme pudieron relanzar “vigorosamente” y hacer que se alcanzaran máximos históricos de producción. Sin embargo, el endeudamiento público y la producción de armas lo más que podrán hacer es frenar pero nunca eliminar la tendencia a las crisis. Hagamos constar el hecho de que en 1939 la guerra estalla para evitar la caída en una crisis todavía más ruinosa...La crisis de antes de la guerra había durado tres años y vino seguida, después de 1933, por una reactivación que llevó directamente a la guerra» (PC nº 90, p. 29). Esta explicación no es falsa en sí misma, aunque ya haya que rechazar la idea de que la guerra sería menos ruinosa que la crisis: cuando se considera en qué estado se encontró Europa después de la Segunda Guerra mundial, puede uno darse cuenta de lo poco seria que es esa afirmación. Además, esa explicación acaba siendo falsa si se la considera como la única que permite comprender por qué la guerra se declaró en 1939 y no a principios de los años 30, cuando el mundo, y especialmente Alemania y Estados Unidos, se hundía en la recesión más profunda de la historia.

Para poner de relieve el obtuso esquematismo del análisis de PC, basta con citar el siguiente pasaje: «Es el curso de la economía imperialista el que, en cierto momento, “hace” la guerra. Y aunque es cierto que el enfrentamiento militar resuelve provisionalmente los problemas planteados por la crisis, cabe sin embargo señalar que el enfrentamiento militar no resulta de la recesión, sino de la reanudación artificial que la sigue. Drogada por la intervención estatal, financiada por la deuda pública (en gran parte de la industria militar), la producción vuelve a alzarse; la consecuencia inmediata es, sin embargo, el atasco de un mercado mundial ya saturado, la reproducción de una forma agudizada del enfrentamiento interimperialista y por lo tanto de la guerra. En ese momento, los Estados se lanzan unos contra otros, deben hacerse la guerra, y la harían si falta hiciera a golpes de palas mecánicas, de cosechadoras o de todas las máquinas pacíficas que pueda uno imaginarse...el poder de desencadenar la guerra no pertenece a los fusiles sino a las masas de mercancías no vendidas» (PC nº 91, p. 37).

Un planteamiento así deja de lado las condiciones concretas a través de las cuales la crisis económica desemboca en guerra. Para PC, las cosas se reducen a al mecanismo: recesión, reactivación «drogada», guerra. Y nada más. Podemos ya decir que este esquema no se aplica en absoluto a la Iª Guerra mundial. En cuanto a la Segunda Guerra mundial, debe hacerse constar que PC no sólo no habla de la forma tomada por la reactivación «drogada» en Alemania a partir de 1933, la instaurada mediante el gigantesco esfuerzo llevado a cabo en armamento por el régimen nazi, sino tampoco de lo que significó la subida al poder de tal régimen. Asimismo, la llegada al poder del Frente popular en Francia, por ejemplo, no da lugar al más mínimo examen por parte de PC. Y, en fin, PC ignora acontecimientos internacionales de la importancia de la expedición italiana en Etiopía, de la guerra de España en el 36, de la guerra entre Japón y China un año después.

En realidad, ninguna guerra ha ocurrido jamás a golpe de cosechadora. Sea cual sea la presión que la crisis ejerce, la guerra no puede desencadenarse mientras no estén dadas las condiciones militares, diplomáticas, políticas y sociales necesarias. Y precisamente, la historia de los años 30 es la historia de los preparativos de esas condiciones. Sin volver ahora largamente a lo que ya hemos dicho en otros números de esta Revista, puede decirse que una de las funciones del régimen nazi fue la de impulsar el esfuerzo de reconstrucción a gran escala y «a un ritmo que incluso sorprende a los propios generales»[1] del potencial militar alemán, un potencial hasta entonces frenado por las cláusulas del Tratado de Versalles de 1919. En Francia, igualmente, al Frente popular le incumbió la responsabilidad de reactivar el esfuerzo bélico a una escala desconocida desde la Primera Guerra mundial. Del mismo modo, las guerras mencionadas antes se inscribían en los preparativos militares y diplomáticos del enfrentamiento generalizado. Debe mencionarse especialmente la guerra de España, que fue el campo de pruebas donde las dos potencias del Eje, Italia y Alemania, no sólo probaron de manera directa las armas para la guerra venidera sino que además reforzaron su alianza con vistas a ella. Pero no sólo fue eso la guerra de España: significó sobre todo el remate del aplastamiento físico y político del proletariado mundial tras la gran oleada revolucionaria iniciada en 1917 en Rusia y cuyas últimas chispas se apagaron en 1927 en China. Entre 1936 y 1939 no sólo es el proletariado de España el derrotado, primero por el Frente popular y después por Franco. La guerra de España fue uno de los medios esenciales con los que la burguesía de los países «democráticos», especialmente la europea, logró que los obreros se adhirieran a la ideología antifascista, la ideología que permitió que fueran nuevamente utilizados como carne de cañón para la Segunda Guerra mundial. De este modo, la aceptación de la guerra imperialista por parte de los obreros, que los regímenes fascista y nazi habían impuesto con el terror, fue obtenida en los demás países en nombre de la «defensa de la democracia» con la participación activa, evidentemente, de los partidos de izquierda del capital, los llamados «socialistas» y «comunistas».

El esquema del mecanismo que lleva a la Segunda Guerra mundial tal como PC nos lo propone, coincide con la realidad. Pero si así es, lo es por las condiciones tan específicas de ese período y ni mucho menos basándose únicamente en el esquema. En lo que a Alemania respecta sobre todo, pero también a otros países como Francia y Gran Bretaña, el esfuerzo de armamento es uno de los factores que alimentan la reactivación tras la crisis del 29. Pero eso sólo fue posible porque los principales Estados capitalistas habían reducido considerablemente sus medios bélicos tras la Primera Guerra mundial, pues la preocupación principal de la burguesía era la de atajar la oleada revolucionaria del proletariado. Y por lo tanto, gracias a su experiencia adquirida durante la Primera Guerra mundial, la burguesía sabía perfectamente que no podía lanzarse a una guerra imperialista sin antes haber sometido totalmente al proletariado y evitar así su posible resurgir revolucionario durante la guerra misma.

El método de PC consiste en establecer como ley histórica un esquema que sólo sirve para una vez en la historia, pues, como hemos visto, tampoco sirve para el período anterior a la Primera Guerra mundial. Para ser válido en la época actual sería necesario que las condiciones fueran básicamente las mismas que las de los años 30. Y no lo son, ni mucho menos: nunca antes se habían desarrollado tanto las armas y el proletariado, por su parte, no acaba de sufrir ninguna derrota profunda como así ocurrió en los años 20. Al contrario, a finales de los años 60 el proletariado salió de la profunda contrarrevolución en que se hallaba sumido desde principios de los años 30.

Las consecuencias de la visión esquemática de Programme comuniste

La visión esquemática de PC desemboca en un análisis muy peligroso en el período actual. Cierto es que PC parece encontrar en su estudio un enfoque más marxista del proceso que lleva a la guerra mundial. Así ocurre cuando escribe: «Para que tales masas humanas puedan ser arrastradas a la masacre se necesita que las poblaciones hayan sido preparadas con tiempo para la guerra; y para que pueden aguantar durante una guerra a ultranza, se necesita que ese trabajo de preparación venga seguido de un trabajo de movilización constante de las energías y de las conciencias de la nación, de toda la nación, en favor de la guerra. (...) Sin cohesión de todo el cuerpo social, sin la solidaridad de todas las clases hacia una guerra por la que se sacrifica su propia existencia y sus propias esperanzas, incluso las tropas mejor pertrechadas están condenadas a disgregarse bajo el peso de las privaciones y de la bestialidad cotidiana del conflicto» (PC nº 91, p. 41). Pero esas afirmaciones, perfectamente acertadas, entran en contradicción flagrante con el método adoptado por PC cuando intenta hacer previsiones para los años venideros. Apoyándose en su esquema recesión, reactivación «drogada», guerra, PC se pone a hacer cálculos de sabiondo, con los que no abrumaremos al lector, para acabar concluyendo que: «Debemos ahora rechazar la tesis de la inminencia de la tercera guerra mundial» (PC nº 90, p. 27). «Habría que situar la fecha posible de la madurez política del conflicto en torno a la mitad de la primera década del próximo milenio (o el próximo siglo si se prefiere)» (ídem, p. 29). Cabe señalar que PC basa semejante previsión en el hecho de que «El proceso de reactivación drogada típica de la economía de guerra, que sigue a la crisis, no se vislumbra todavía y esto en una situación económica que, de recesión en recesión, dista mucho de haber agotado la tendencia a la depresión iniciada en 1974-75» (ídem). Podríamos nosotros demostrar evidentemente (ver todos nuestros análisis sobre las características de la crisis actual en la Revista internacional) cómo, desde hace más de una década, las «reactivaciones» de la economía mundial son reactivaciones totalmente «drogadas». Pero es PC quien lo dice algunas líneas más abajo: «Queremos sencillamente subrayar que el sistema capitalista ha utilizado, para prevenir la crisis, los mismos medios de los que se sirvió después del krach de 1929 para salir de ella». La coherencia no es precisamente la virtud de PC y de los bordiguistas; quizás sea ése su concepto de la «dialéctica», ellos que se las dan de ser unos «especialistas en el manejo de la dialéctica» (PC nº 91, p. 56)[2].

Dicho lo cual, más allá de las contradicciones de PC, debemos subrayar el carácter desmovilizador de las previsiones con que PC parece jugar en cuanto a la fecha del próximo conflicto mundial. Desde su fundación, la CCI ha puesto en evidencia que desde el momento en que el capitalismo agotó los efectos de la reconstrucción de la segunda posguerra mundial, desde el momento en que la crisis histórica del modo de producción capitalista se plasmó una vez más en su forma de crisis abierta (y ello desde finales de los años 60 y no 1974-75 como pretenden los bordiguistas intentando así probar una vieja «previsión» de Bordiga), las condiciones económicas de una nueva guerra mundial estaban reunidas. También ha puesto de relieve nuestra Corriente que las condiciones militares y diplomáticas de esa guerra estaban totalmente maduras con la formación desde hace décadas de dos grandes bloques imperialistas agrupados en la OTAN y en el Pacto de Varsovia detrás de las dos principales potencias militares del mundo. Si el callejón sin salida económico en que se encontraba el capitalismo mundial no acabó provocando una nueva carnicería general ello se debió a que la burguesía no tenía las manos libres en el terreno social. En efecto, en cuanto la crisis empezó a morder, la clase obrera mundial –en mayo de 1968 en Francia, en otoño de 1969 en Italia y en todos los países desarrollados después– levantó la cabeza saliendo de la profunda contrarrevolución que había tenido que soportar durante años. Explicando las cosas así, porque basaba su propaganda en esa idea, la CCI ha participado (a su modesta medida evidentemente, teniendo en cuenta sus actuales fuerzas) en la recuperación de la confianza en sí misma de la clase obrera contra las campañas burguesas que continuamente intentan quebrarle esa confianza. En cambio, siguiendo esa idea de que el proletariado ha estado totalmente ausente del ruedo histórico (como cuando era «medianoche en el siglo»), la corriente bordiguista ha aportado su contribución, involuntaria sin duda pero eso no cambia nada, a las campañas burguesas. Peor todavía, al dar a entender que de todas maneras, las condiciones materiales de una tercera guerra mundial no estaban todavía reunidas, esa corriente ha colaborado en la desmovilización de la clase obrera contra esa amenaza, desempeñando, a su pequeña escala, el papel de los reformistas en vísperas de la Primera Guerra mundial cuando habían convencido a los obreros de que la guerra ya no era una amenaza. Así, ya no sólo es, como lo vimos en la primera parte de este artículo, al afirmar que una tercera guerra mundial seguramente no destruyera la humanidad la manera con la que PC contribuye a ocultar lo que de verdad está en juego en los combates de clase de hoy, es también haciendo creer que esos combates no tienen nada que ver con el hecho de que la guerra mundial no haya ocurrido desde principios de los años 70.

El desmoronamiento del bloque del Este a finales de los 80, ha hecho desaparecer momentáneamente las condiciones bélicas y diplomáticas de una nueva guerra mundial. Sin embargo, la visión errónea de PC sigue debilitando la capacidad política del proletariado. En efecto, la desaparición de los bloques no ha puesto ni mucho menos fin a los conflictos bélicos, conflictos en los que las grandes y medianas potencias siguen enfrentándose a través de Estados pequeños e incluso de etnias. La razón por la que esas potencias no se comprometen más directamente en el terreno, o la razón, cuando se comprometen efectivamente como en la guerra del Golfo en 1991, por la que únicamente mandan a soldados profesionales o voluntarios, es el temor que sigue embargando a la burguesía de que el envío del contingente, o sea de proletarios en uniforme, provoque reacciones y una movilización de la clase obrera. Así, en el momento actual, el que la burguesía sea incapaz de encuadrar al proletariado tras sus objetivos bélicos es un factor de la primera importancia que limita el alcance de las matanzas imperialistas. Y cuanto más capaz sea la clase obrera de profundizar sus combates tanto más entorpecida estará la burguesía para llevar acabo sus sombríos proyectos. Eso es lo que los revolucionarios deben decir a su clase para que ésta logre tomar conciencia de sus capacidades reales y de sus responsabilidades. Y eso es lo que, desgraciadamente, no hace la corriente bordiguista, y PC en particular, a pesar de su denuncia perfectamente válida de las mentiras burguesas sobre la guerra imperialista, y especialmente el pacifismo.

Como conclusión de esta crítica de los análisis de PC sobre la cuestión de la guerra imperialista, debemos poner de relieve algunos de los «argumentos» empleados por esa revista cuando pretende estigmatizar las posiciones de la CCI. Para PC somos «social-pacifistas de extrema izquierda» en el mismo rango que los trotskistas (PC nº 92, p. 61). Nuestra postura sería «emblemática de la impotencia del pequeño burgués en cólera» (ídem, p. 57). ¿Por qué?; pues, así razona PC, porque «si el estallido de la guerra excluye definitivamente la revolución, la paz, entonces, esta paz burguesa, se transforma, a pesar de todo, en un “bien” que el proletariado, mientras no tenga la fuerza para hacer la revolución, debe proteger como la niña de sus ojos. Despunta así la vieja “lucha por la paz”... en nombre de la revolución. El eje fundamental de la propaganda de la CCI durante la guerra del Golfo ¿no era, por casualidad, la denuncia de los “viva la guerra” de toda índole y los lamentos sobre el “caos”, la “sangre” y los “horrores” de la guerra?. Cierto que la guerra es horrible, pero la paz burguesa lo es tanto y los “viva la paz” deben ser denunciados tan severamente como los “viva la guerra”; en cuanto al “caos” creciente del mundo burgués, sólo favorablemente debe ser acogido por los comunistas verdaderos pues significa que se está acercando la hora en la que la violencia revolucionaria debe oponerse a la violencia burguesa» (ídem).

Los «argumentos» de PC son ridículos además de mentirosos. Cuando los revolucionarios de principios de siglo, Luxemburg o Lenin, ponían en guardia a los obreros en cada congreso de la Internacional socialista, en su propaganda cotidiana, contra la amenaza de la guerra imperialista, cuando denunciaban sus preparativos, no estaban haciendo ni mucho menos lo mismo que los pacifistas. Por lo visto, PC sigue reivindicándose de esos revolucionarios. De igual modo, cuando, en plena guerra, denunciaban con la mayor energía tanto la bestialidad imperialista como los ultras de la guerra y demás social patriotas, no por ello andaban mezclando sus voces con las de pacifistas como Romain Rolland en Francia. Y es exactamente del mismo combate de esos revolucionarios del que se reivindica la CCI, sin la menor concesión a cualquier tipo de pacifismo al cual la CCI denuncia con la misma fuerza que denuncia los discursos belicistas, por mucho que PC diga lo contrario, pues una de dos, o PC no lee nuestra prensa o no sabe leer. En realidad, el que PC se vea obligado a mentir sobre los que de verdad decimos lo que sí demuestra es la falta de consistencia de sus propios análisis.

Para concluir quisiéramos decir a los camaradas de Programa comunista que de nada sirve dedicar tanta energía a prever casi el año preciso de la futura guerra mundial para acabar en una «previsión» del período venidero que contiene al menos cuatro guiones posibles (ver PC nº 92, p. 57 a 60). El proletariado, para armarse políticamente, espera de los revolucionarios perspectivas claras. Para trazar esas perspectivas no basta con la «estricta repetición de las posiciones clásicas» como quiere hacerlo el PCInt (PC nº 92, p. 31). Aunque el marxismo debe apoyarse en el estricto respeto de los principios proletarios, especialmente en lo que se refiere a la guerra imperialista, como así lo afirman tanto el PCInt como la CCI, no por eso el marxismo sería una teoría muerta, incapaz de explicar las diferentes circunstancias históricas en las que la clase obrera ha desarrollado su combate, tanto en la defensa de sus intereses inmediatos como por el comunismo, pues ambos forman parte de un mismo todo.

El marxismo debe permitir, como lo decía Lenin, «el análisis concreto de una situación concreta». De lo contrario no sirve para nada, y por ello mismo no sería marxismo, si no es a sembrar mayor confusión todavía en las filas de la clase obrera. Eso es por desgracia lo que le ocurre al «marxismo» al uso del PCInt.

FM


[1] Pierre Renouvin, Histoire des relations internationales, tomo 8, p.142, París, 1972.

[2] En el ámbito de las incoherencias del PCInt, podemos también dar la siguiente cita: «si la paz ha reinado hasta ahora en las metrópolis imperialistas es precisamente a causa de esa dominación de los USA y de la URSS, y si la guerra es inevitable...es por la sencilla razón de que cuarenta años de “paz” han permitido que maduren las fuerzas que tienden a poner en entredicho el equilibrio resultante del último conflicto mundial» (PC nº 91, p. 47). El PCInt debería ponerse de una vez de acuerdo consigo mismo. ¿Por qué la guerra no ha ocurrido todavía?. ¿A causa, exclusivamente, de que las condiciones económicas no estaban todavía maduras, como pretende demostrar PC a lo largo de páginas y páginas, o bien por el hecho de que sus preparativos diplomáticos no se han realizado todavía?. Quien pueda que lo entienda.

Series: 

  • Polémica en el medio político: sobre la guerra [17]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Battaglia Comunista [7]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La decadencia del capitalismo [18]

Cuestiones teóricas: 

  • Economía [13]

IX - Comunismo contra «socialismo de Estado»

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La conciencia de clase es algo vivo. El hecho de que una parte del movimiento proletario haya alcanzado un cierto nivel de claridad no significa que el conjunto del movimiento tenga esa misma claridad, e incluso las fracciones más claras pueden no ver, en ciertas circunstancias, todas las implicaciones de lo que habían planteado, e incluso perder convicción respecto a un nivel previo de comprensión.

Esto es realmente cierto respecto a la cuestión del Estado y las lecciones que Marx y Engels sacaron de la Comuna de París, que analizamos en el último artículo de esta serie (Revista internacional no 77). En las décadas que siguieron a la derrota de la Comuna, el auge del reformismo y el oportunismo en el movimiento obrero llevó a la situación absurda, a finales de siglo, de que la posición marxista «ortodoxa» sobre el Estado, tal y como predicaron Karl Kautsky y sus acólitos, era la que afirmaba que la clase obrera podía llegar al poder a través de las elecciones parlamentarias, es decir, tomando el Estado existente. Así que, cuando Lenin en El Estado y la Revolución, escrito durante los sucesos revolucionarios de 1917, emprendió la tarea de «desenterrar» la verdadera herencia de Marx y Engels sobre esta cuestión, los «ortodoxos» le acusaron de ¡volver al anarquismo bakuninista!.

De hecho, la lucha por difundir las verdaderas lecciones de la Comuna de París, para mantener al movimiento proletario en la buena senda de la revolución comunista, ya se había emprendido tras la insurrección de los obreros franceses. En este combate contra la influencia hedionda de la ideología burguesa y pequeñoburguesa en el movimiento proletario, el marxismo entabló una batalla en dos frentes: contra los «socialistas de Estado» y los reformistas, que eran particularmente fuertes en el partido alemán, y contra la tendencia anarquista de Bakunin, que tenía una influyente presencia en los países capitalistas menos desarrollados.

En este conflicto a tres bandas había muchas cuestiones en debate, se estaban echando las semillas de futuros debates. En el partido alemán existía ya la confusión entre la necesaria lucha por reformas y la ideología del reformismo, en la que se olvidaban completamente los objetivos finales revolucionarios del movimiento. La cuestión de las reformas también la planteaban los bakuninistas, pero desde el punto de vista contrario: no sentían sino desprecio por las luchas defensivas inmediatas de la clase, y querían saltar por encima de ellas para dirigirse directamente a la gran «liquidación social». Con estos últimos –los bakuninistas–, la cuestión del papel de la Internacional y su funcionamiento, también se convirtió en una confrontación de extrema agudeza, acelerando la muerte de la Internacional.

Los dos próximos artículos tratarán esencialmente de la forma en que esos conflictos se relacionan con la concepción de la revolución y de la sociedad futura, aunque hay inevitablemente muchos puntos de contacto con las cuestiones mencionadas.

El socialismo de Estado es el capitalismo de Estado

En el siglo XX, la identificación entre socialismo y capitalismo de Estado ha sido uno de los obstáculos más persistentes al desarrollo de la conciencia de clase. Los regímenes estalinistas, donde un Estado totalitario brutal asumió violentamente el control de casi todo el aparato económico, se autodeterminaron «socialistas», y el resto del mundo burgués, dio su complaciente acuerdo a ese término. Y todos los parientes más «democráticos», o «revolucionarios» del estalinismo –de la socialdemocracia por su derecha, al trotskismo por su izquierda–, se han dedicado a propalar la misma falsedad básica.

No menos perniciosa que la versión estalinista de esta mentira es la idea socialdemócrata de que la clase obrera puede beneficiarse de la actividad e intervención del Estado incluso en aquellos regímenes que se definen explícitamente como «capitalistas»: en esta visión, los ayuntamientos, los gobiernos centrales controlados por los partidos socialdemócratas, las instituciones de «bienestar social», las industrias nacionalizadas, se podrían usar en provecho de los obreros, e incluso serían etapas que marcan el camino hacia una sociedad socialista.

Una de las razones por las que esas mistificaciones están arraigadas tan profundamente, es que las corrientes que abogan por ellas fueron alguna vez parte del movimiento obrero. Y muchas de las estafas ideológicas que venden hoy, tienen su origen en confusiones propias del movimiento que existieron en fases anteriores. La visión marxista del mundo emerge de un verdadero combate contra la ideología burguesa en las filas del movimiento proletario, y por esa misma razón se confronta a una interminable lucha por liberarse de las sutiles influencias de la ideología de la clase dominante. En el marxismo del periodo ascendente del capitalismo, podemos discernir una dificultad recurrente para separarse de la ilusión de que la estatalización del capital equivale a su supresión.

En gran medida, tales ilusiones eran resultado de las condiciones del momento, cuando el capitalismo se percibía todavía esencialmente a través de la personalidad de los capitalistas individuales, y la concentración y centralización del capital todavía estaban en una fase temprana. Ante la evidente anarquía generada por una plétora de empresas individuales que competían entre ellas, era bastante fácil caer en la idea de que la centralización del capital en manos del Estado nacional podría ser un paso adelante. En realidad, muchas de las medidas de control estatal que se exponen en El Manifiesto comunista (un banco estatal, nacionalización de la tierra, etc. –ver artículo de esta serie en la Revista internacional no 72), se plantean con el objetivo explícito de desarrollar la producción capitalista en un periodo en el que todavía tenía un papel progresivo que desempeñar. Aparte de eso, el asunto quedaba confuso, incluso en los escritos más maduros de Marx y Engels. En el artículo previo de esta serie, por ejemplo, citamos uno de los comentarios de Marx sobre las medidas económicas de la Comuna de París, donde parece decir que si las cooperativas obreras centralizaran y planificaran la producción a escala nacional, eso sería el comunismo. En otras partes, Marx parece abogar, como una medida de transición al comunismo, por la administración estatal de operaciones típicamente capitalistas como el crédito (ver El Capital, vol. 3, cap. XXXVI).

Al señalar esos errores, no estamos haciendo ningún juicio moral sobre nuestros antepasados políticos. Sólo el movimiento revolucionario del siglo XX ha alcanzado la clarificación de tales cuestiones, después de muchas décadas de dolorosas experiencias: particularmente la contrarrevolución estalinista en Rusia, y de forma más general, el papel creciente del Estado como el agente que organiza la vida económica en la época de la decadencia capitalista. Y la clarificación que se ha operado hoy, depende enteramente del método de análisis elaborado por los fundadores del marxismo, y de ciertas visiones proféticas sobre el papel que el Estado tendría, o podría asumir, en la evolución del capital.

Lo que permitió a las generaciones posteriores de marxistas corregir algunos de los errores «capitalistas de Estado» de las anteriores, fue sobre todo la insistencia de Marx de que el capital es una relación social, y no se puede definir de forma puramente jurídica. Todo el progreso del trabajo de Marx estriba en definir al capitalismo como un sistema de explotación basado en el trabajo asalariado, en la extracción y realización de plusvalía. Desde ese punto de vista, es totalmente irrelevante si el agente que extrae plusvalía de los trabajadores, que realiza ese valor en el mercado para aumentar el beneficio y ampliar su capital, es un individuo burgués, una corporación, o un Estado nacional. En un momento en el que estaba cobrando importancia gradualmente el papel económico del Estado, alimentando así algunas ilusorias expectativas de partes del movimiento obrero, fue ese rigor teórico lo que permitió a Engels formular ese pasaje olvidado que pone el énfasis en que «ni la transformación en sociedades anónimas ni la transformación en propiedad del estado suprimen la propiedad del capital sobre las fuerzas productivas. En el caso de las sociedades anónimas, la cosa es obvia. Y el Estado moderno, por su parte, no es más que la organización que se da la sociedad burguesa para sostener las condiciones generales externas del modo de producción capitalista contra ataques de los trabajadores o de los capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, un estado de los capitalistas: el capitalista total ideal. Cuantas más fuerzas productivas asume en propio, tanto más se hace capitalista total, y tantos más ciudadanos explota. Los obreros siguen siendo asalariados, proletarios. No se supera la relación capitalista, sino que más bien, se exacerba.» (Anti-Dühring, Engels, ed. Grijalbo, 1977, p. 289-90)[1]

Entre los apologistas más sofisticados del estalinismo hay que mencionar esas corrientes, normalmente trotskistas o sus vástagos, que han argumentado que, si es cierto que la monstruosa pesadilla burocrática de la desaparecida URSS y los regímenes similares no podía llamarse socialista, tampoco podía llamarse capitalista, porque cuando hay una nacionalización total de la economía (aunque de hecho ninguno de los regímenes estalinistas llegó nunca a ese punto), la producción y la fuerza de trabajo pierden su carácter de mercancía. Marx, al contrario, fue capaz de prever teóricamente la posibilidad de un país en el que todo el capital social estuviera en manos de un sólo agente, sin que ese país dejara de ser capitalista: «Si el capital puede crecer aquí hasta convertirse en una masa imponente controlada por una sola mano, es porque a muchas manos se las despoja de su capital. En un ramo dado de los negocios la centralización alcanzaría su límite extremo cuando todos los capitales invertidos en aquel se confundieran en un capital singular. En una sociedad dada, ese límite sólo se alcanzaría en el momento en que el capital social global se unificara en las manos, ya sea de un capitalista singular, ya sea de una sociedad capitalista única.» (El Capital, libro primero, vol. 3, Cáp. XXIII, Pág. 779-80, nota b, ED. s XXI, Madrid 1975)[2]

Desde el punto de vista del mercado mundial, las «naciones» no son en ningún caso más que capitalistas particulares o compañías, y las relaciones sociales en su interior están enteramente dictadas por las leyes globales de la acumulación capitalista. Poco importa si se compra o se vende dentro de tal o cual frontera nacional: tales países no son «islotes de no-capitalismo» en medio de la economía capitalista mundial, como tampoco las granjas cooperativas de Israel (kibutzim) son islas de socialismo.

Así, la teoría marxista contiene todas las premisas necesarias para negar la identificación entre el capitalismo y el socialismo. Más aún, Marx y Engels ya se confrontaron en su tiempo a la necesidad de tratar esa desviación «socialista de Estado».

El «socialismo alemán»

Alemania nunca pasó por una fase de capitalismo liberal. La debilidad de la burguesía alemana significó que el desarrollo del capitalismo en Alemania en gran medida fue asumido por una poderosa burocracia estatal dominada por elementos semifeudales. Como resultado de ello, lo que Engels llamó «la creencia supersticiosa en el Estado» («Introducción» a La Guerra Civil en Francia) fue particularmente marcada en Alemania, e infectó fuertemente al emergente movimiento obrero allí. Ferdinand Lasalle tipificó esta tendencia, cuya fe en la posibilidad de usar el estado existente en beneficio de los trabajadores, llegó hasta el punto de hacer una alianza con el régimen de Bismarck contra los capitalistas. Pero el problema no se limitó al «socialismo de Estado bismarckiano» de Lasalle. Había una corriente marxista en el movimiento obrero alemán, dirigida por Liebknecht y Bebel. Pero esta tendencia cayó a menudo en ese tipo de marxismo que llevó a Marx a declarar que él no era marxista: mecanicismo, esquematismo, y sobre todo, falta de audacia revolucionaria. El propio hecho de que esta corriente se describiera como «socialdemócrata» era en sí mismo un paso atrás: en la década de los 40 del siglo pasado, socialdemocracia había sido sinónimo de «socialismo» reformista de la pequeña burguesía, y Marx y Engels se definieron deliberadamente como comunistas para enfatizar el carácter proletario y revolucionario de la política que defendían.

La debilidad de la corriente Liebknecht-Bebel se reveló claramente en 1875, cuando se fusionó con el grupo de Lasalle para formar el Partido Socialdemócrata obrero (SDAP, después SDP). El documento fundacional del nuevo partido, el «Programa de Gotha», hacía varias concesiones al Lasallanismo. Esto fue lo que impulsó a Marx a escribir su Crítica al Programa de Gotha el mismo año.

Este incisivo ataque a las profundas confusiones que contenía el programa del nuevo partido quedó como un documento «interno» hasta 1891: hasta entonces, Marx y Engels habían temido que su publicación más amplia provocara una escisión prematura en el SDP. Retrospectivamente se puede discutir sobre lo acertado de esa decisión, pero la lógica que había detrás de ella es bastante clara: a pesar de todos sus errores, el SDP era una expresión real del movimiento proletario -esto se había demostrado en particular por la posición internacionalista que Liebknecht y su corriente, e incluso muchos lasallianos, habían tomado durante la guerra franco-prusiana y la Comuna de París. Lo que es más, el rápido desarrollo del partido alemán ya había demostrado la creciente importancia del movimiento en Alemania para el conjunto de la clase obrera internacional. Marx y Engels reconocieron la necesidad de emprender un largo y paciente combate contra los errores ideológicos del SDP, y lo hicieron en varios documentos importantes escritos después de la Crítica. Pero ese combate estaba motivado por el esfuerzo por construir un partido, no por destruirlo. Este fue siempre el método que impregnó la lucha de la Izquierda marxista contra el ascenso del oportunismo en el partido de clase: la lucha estaba a favor del partido, mientras siguiera existiendo vida obrera en él.

En la crítica de Marx y Engels al partido alemán, podemos ver esbozados ya muchos de los temas que posteriormente retomarían sus sucesores, cuestiones que llegarían a ser de vida o muerte, en los grandes acontecimientos históricos de principios del siglo XX. Y no es en absoluto casualidad, que todas ellas se centraran en torno a la concepción marxista de la revolución proletaria, que fue siempre la clave para distinguir en el movimiento obrero, los revolucionarios de los reformistas y utópicos.

Reforma o Revolución

El capitalismo conoció, en la segunda mitad del siglo XIX, su periodo de mayor aceleración de su desarrollo y extensión mundial. En este contexto, la clase obrera fue capaz de arrancar a la burguesía, concesiones significativas, sobre todo respecto a las terribles condiciones que soportaba en las anteriores fases del capitalismo (limitación de la jornada laboral, del trabajo infantil, aumento de los salarios reales...). Y junto a éstas, logró también mejoras de naturaleza más política -derecho de asociación, formación de sindicatos, participación en elecciones– que permitieron al proletariado organizarse y expresarse por sí mismo en la batalla por mejorar su situación en la sociedad burguesa.

Marx y su tendencia insistieron siempre en la necesidad de luchar por reformas, rechazando los argumentos sectarios de quienes como Proudhon, y posteriormente Bakunin, argumentaban que tales luchas eran inútiles o que distraían al proletariado del camino de la revolución. Contra tales ideas, Marx afirmó que una clase que no es capaz de organizarse para defender sus intereses más inmediatos, nunca sería capaz de organizar una nueva sociedad.

Pero los logros de las luchas por reformas, comportaron igualmente consecuencias negativas: el desarrollo de corrientes que desviaron su lucha hacia la ideología del reformismo, que rechazaron abiertamente el objetivo final comunista, para concentrarse en cambio, en mejoras inmediatas, o bien mezclando ambas en una confusa amalgama desconcertante. Marx y Engels, quizás no alcanzaron a comprender todo el peligro que representaba el desarrollo de tales corrientes (por ejemplo, que acabarían arrastrando a la mayoría de las organizaciones de la clase obrera al servicio de la burguesía y su Estado), pero es innegable que son ellos quienes comienzan en serio una lucha contra el reformismo como una especie de ideología burguesa en el movimiento obrero, un combate en el que más tarde se emplearían a fondo revolucionarios como Lenin y Luxemburg.

Así, en la Crítica del Programa de Gotha, Marx señala que las reivindicaciones inmediatas que contiene (por ejemplo sobre educación, o trabajo infantil) no sólo están formuladas de manera confusa, sino que, lo que es aun más importante, el recién formado partido erraba completamente en la distinción entre tales reivindicaciones inmediatas y el objetivo revolucionario final. Esto se pone especialmente de manifiesto en la reivindicación de «cooperativas de producción con ayuda estatal y bajo el control democrático del pueblo trabajador» de las que supuestamente surgiría la «organización socialista de todo el trabajo». Marx criticó despiadadamente tal «panacea de profeta» de Lassalle: «La “organización socialista de todo el trabajo” ahora resulta que “surge” no de los procesos de transformación revolucionaria de la sociedad, sino de la “ayuda estatal” proporcionada por el Estado a cooperativas de producción, “organizadas” por él, no por los trabajadores. Esto es verdaderamente digno de la imaginación de Lassalle, para quién, con los créditos estatales lo mismo se podría construir la nueva sociedad como una nueva línea férrea». Sirva esto de alerta para desoír a aquellos que propugnan que el Estado capitalista existente puede ser utilizado, de alguna manera, como instrumento en la creación del socialismo, aún cuando lo presenten en términos más sofisticados que los del Programa de Gotha.

A finales de los años 1870, los abogados del reformismo en el partido alemán se habían hecho incluso más descarados, llegando al extremo de cuestionarse si el partido podría siquiera presentarse como una organización de la clase obrera. En su Carta circular a Bebel, Liebknecht, Bracke y otros escrita en septiembre de 1879, Marx y Engels lanzaron el que probablemente sería su más lúcido ataque a los elementos oportunistas que cada vez se infiltraban más en el movimiento:

«Los hombres que en 1848 se presentaron como demócratas burgueses, pueden hoy llamarse igualmente socialdemócratas. Al igual que para aquellos la república democrática, para éstos el derrumbamiento del orden capitalista se ve tan alejado que es inalcanzable, y no tiene sentido en absoluto para la práctica política actual; se puede mediar, hacer compromisos, ser filántropos a gusto. Lo mismo ocurre con la lucha de clase entre proletariado y burguesía. La reconocen sobre el papel porque ya no lo pueden negar, pero en la práctica la ocultan, la diluyen o la suavizan. Para ellos, el partido socialdemócrata no debe ser ningún partido de trabajadores, ni atraer el odio de la burguesía ni de nadie en realidad; debe, sobre todo, hacer una propaganda enérgica entre la burguesía, en vez de insistir en metas que la asustan y que de todos modos no están al alcance de nuestra generación. Para ellos, mejor sería que el partido dedicara toda su fuerza y energía a reformas pequeño-burgueses, remiendos que consoliden el viejo orden social y que de esa forma quizás puedan convertir la catástrofe final en un proceso de disolución progresivo, parte por parte, y si es posible pacífico».

Aquí aparece bosquejada la crítica marxista de todas las variantes posteriores del reformismo, que tan desastrosos efectos causaron en las filas de la clase obrera internacional.

Dictadura del proletariado contra “Estado popular”

La incapacidad del Programa de Gotha para definir la verdadera conexión entre las fases defensiva y ofensiva del movimiento proletario, cristalizó también en su absoluta confusión sobre la cuestión del Estado. Marx fustigó la reivindicación inscrita en el Programa de un «Estado popular libre y una sociedad socialista» como una frase sin sentido, ya que Estado y libertad son dos principios contrapuestos: «La libertad consiste en hacer del Estado, un órgano situado por encima de la sociedad, un órgano completamente subordinado a ésta» (Crítica). En una sociedad socialista completamente desarrollada no habrá Estado. Pero lo más importante es cómo Marx sabe ver en esa reivindicación de «Estado popular» –que deberá ser realizado mediante la concesión de reformas «democráticas», que en un cierto número de países capitalistas ya habían sido otorgadas– una manera de eludir la cuestión crucial de la dictadura del proletariado. En ese contexto, precisamente, Marx suscita la cuestión: «¿Qué transformaciones experimentará el Estado en una sociedad comunista? En otras palabras: ¿qué funciones sociales quedarán en pie en esa sociedad que sean análogas a las funciones actuales del Estado? Esta pregunta sólo puede contestarse científicamente y no nos acercaremos ni un milímetro al verdadero problema por más que combinemos de mil maneras distintas la palabra pueblo con la palabra Estado.

Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista se sitúa el periodo de transformación revolucionaria de la una en la otra. A éste le corresponde también un periodo político de transición cuyo Estado no puede ser sino la dictadura del proletariado.

El programa, sin embargo, no dice nada ni de esta última ni del Estado futuro de la sociedad comunista.» (ídem)(3).

Como vimos en el último artículo de esta serie, esta idea de la dictadura del proletariado era, en 1875, muy importante para Marx y su tendencia: la Comuna de París, apenas cuatro años antes, había sido el primer episodio vivo de la clase obrera en el poder, y había mostrado cómo las transformaciones tanto políticas como sociales, sólo podrían tener lugar cuando los trabajadores hubieran destruido la máquina estatal existente, reemplazándola por su propios órganos de poder. El Programa de Gotha mostraba cómo esta lección aún no había sido completamente asimilada por el conjunto del movimiento obrero, y si la corriente reformista seguía creciendo dentro del movimiento, sería cada vez más olvidada.

En aras del rigor histórico, es necesario añadir, sin embargo, que incluso los mismos Marx y Engels, tampoco habían asimilado totalmente esta lección. En un discurso al Congreso de la Internacional en La Haya, en septiembre de 1872, Marx aún argumentaba que: «debemos prestar atención a las instituciones, costumbres y tradiciones de los diferentes países, y no podemos negar que hay países tales como Norteamérica e Inglaterra, y por lo que conozco de sus instituciones Holanda, en los que los trabajadores pueden lograr sus objetivos por medios pacíficos. Pero aún así, debemos reconocer que en la mayoría de los países del continente, la palanca de la revolución deberá ser la fuerza; algún día será necesario recurrir a la fuerza para establecer la dominación del trabajo».

Hay que decir que esta idea fue una ilusión por parte de Marx -una medida del peso de la ideología democrática incluso en los pensadores más avanzados del movimiento obrero. En los años siguientes, oportunistas de toda clase se aprovecharon de tales ilusiones, para hacer de Marx un marchamo valedor de sus esfuerzos por abandonar toda idea de revolución violenta y adormecer a la clase obrera con los cuentos de que podría deshacerse del capitalismo, legal y pacíficamente, utilizando los órganos de la democracia burguesa. No podemos confundir a los reformistas con la auténtica tradición marxista, que en realidad sí se continúa con Pannekoek, Bujarin y Lenin, que retomaron los elementos más avanzados y audaces del pensamiento marxista sobre la cuestión, lo que les condujo inexorablemente a la conclusión de que para establecer la dominación del trabajo en cualquier país, la clase obrera deberá utilizar la palanca de la fuerza, y sobre todo frente a la máquina estatal existente, por muy democráticas que sean sus formas. Por lo demás, la propia evolución del Estado democrático ha confirmado las conclusiones de estos revolucionarios. Tal y como señaló Lenin en El Estado y la Revolución:

   «Hoy, en 1917, en la época de la primera gran guerra imperialista, esta limitación hecha por Marx no tiene razón de ser. Inglaterra y Norteamérica, los más grandes y los últimos representantes –en el mundo entero– de la “libertad” anglosajona, en el sentido de ausencia de militarismo y burocratismo, han ido rodando hasta caer en el inmundo y sangriento pantano, común a toda Europa, de las instituciones burocrático-militares que todo lo someten y lo aplastan. Hoy, también en Inglaterra y Norteamérica, es “condición previa de toda verdadera revolución popular” el romper, el destruir, la “máquina estatal existente”».

La crítica del sustitucionismo

La Asociación Internacional de Trabajadores, había proclamado que «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los trabajadores mismos». Y aunque, en el movimiento obrero del siglo XIX, aún no fuera posible clarificar todos los elementos de la relación entre el proletariado y sus minorías revolucionarias, esta afirmación es una premisa básica para todas las clarificaciones subsiguientes. Ya en las polémicas en el movimiento, tras 1871, la fracción marxista tendría multitud de ocasiones para desarrollar más esta afirmación de la Ia Internacional. Sobre todo en el combate contra los cada vez más numerosos reformistas que infestaban el partido alemán. Marx y Engels hubieron de demostrar cómo la visión jerárquica y elitista de las relaciones entre el partido y la clase, eran el resultado de la penetración en el movimiento obrero de las ideologías burguesa y pequeño burguesa, que transmitían sobre todo los intelectuales de clase media, que veían en la clase obrera un simple instrumento de sus propios esquemas de mejora de la sociedad.

La respuesta marxista a este peligro, no fue la retirada hacia el obrerismo, a la idea de una organización formada exclusivamente por obreros industriales, como mejor garantía para prevenir la penetración de ideas de otras clases. «Es un fenómeno inevitable, inherente a la marcha de la evolución, que individuos pertenecientes a la clase dominante se sumen al proletariado en lucha y le aporten elementos educativos. Ya lo dijimos en el Manifiesto Comunista, pero debemos hacer aquí dos precisiones:

En primer lugar, estos individuos, para ser útiles al movimiento obrero deben aportarle verdaderamente elementos educativos de un valor real, lo que, sin embargo, no es el caso en la mayoría de los burgueses alemanes conversos... En segundo lugar cuando estos individuos, procedentes de otras clases, se unan al movimiento obrero, lo primero que ha de exigírseles es que no introduzcan los residuos de sus prejuicios burgueses, pequeñoburgueses, etc., sino que hagan suyas, sin reserva alguna, las concepciones proletarias. Estos caballeros, sin embargo, tal y como ha sido demostrado, están hundidos hasta el cogote de ideas burguesas y pequeño burguesas... No podemos pues, de ninguna manera, compartir el camino con quienes declaran abiertamente que los obreros son demasiados incultos para liberarse por sí mismos, y que deben ser liberados “desde arriba”, es decir, por los grandes y pequeños burgueses filántropos» (Carta circular a Bebel...).

La idea de que los trabajadores sólo pueden ser emancipados por las acciones benevolentes de un todopoderoso Estado, se da la mano con la idea del partido de los “benefactores” caidos del cielo para liberar a los pobres y zafios obreros de su ignorancia y servidumbre. Ambas son expresiones de una misma concepción reformista y socialista de Estado, que Marx y su corriente combatieron con todas sus fuerzas. Debemos decir, sin embargo que la aberración de que una pequeña élite pudiera actuar en nombre o en lugar de la clase, no se limita a estos elementos reformistas, sino que fue y es sustentada por corrientes auténticamente proletarias y revolucionarias. Los blanquistas fueron el primer ejemplo de esto. La versión blanquista del susticionismo fue un vestigio de las más remotas fases del movimiento revolucionario. En su «Introducción» a La Guerra Civil en Francia, Engels mostró cómo la experiencia viva de la Comuna de París había refutado en la práctica la concepción blanquista de la revolución: «educados en la escuela de la conspiración y cohesionados por la rígida disciplina que esta escuela supone, los blanquistas partían de la idea de que un grupo relativamente pequeño de hombres decididos y bien organizados estaría en condiciones no solo de adueñarse en un momento favorable del timón del Estado, sino que, desplegando una acción enérgica e incansable, sería capaz de sostenerse hasta lograr arrastrar a la revolución a las masas del pueblo y congregarlas en torno al puñado de caudillos. Esto llevaba consigo, sobre todo, la más rígida y dictatorial centralización de todos los poderes en manos del nuevo gobierno revolucionario. ¿Y qué hizo la Comuna compuesta en su mayoría precisamente por blanquistas?. En todas las proclamas dirigidas a los franceses de provincias, la Comuna les invita a crear una Federación libre de todas las Comunas de Francia con París, una organización nacional que, por primera vez, iba a ser creada realmente por la misma nación. Precisamente el poder opresor del antiguo gobierno centralizado –el ejército, la policía política y la burocracia–, creado por Napoleón en 1798 y que desde entonces había sido heredado por todos los nuevos gobiernos como un instrumento grato, empleándolo contra sus enemigos, precisamente éste debía ser derrumbado en toda Francia, como había sido derrumbado ya en París» (pág. 470 de Obras Escogidas, tomo I).

Que lo mejor del blanquismo se viera obligado a saltarse su propia ideología, se vio confirmado por los debates dentro del órgano central de la Comuna: cuando un elemento significado del Consejo de la Comuna quiso suspender las normas democráticas de la Comuna para establecer un “Comité de Salud Pública” basado en el modelo de la Revolución Francesa, muchos de los que se opusieron eran blanquistas, lo que prueba que una corriente genuinamente proletaria puede ser influenciada por el desarrollo del movimiento real de la clase, algo que raramente ocurre en el caso de los reformistas, que representan un tendencia muy material de la organización de la clase a caer en las manos del enemigo de clase.

El contenido económico de la transformación comunista

Aunque el Programa de Ghota habla de “la abolición del sistema salarial”, su visión de la futura sociedad era la del “socialismo de Estado”. Hemos visto cómo contenía la visión absurda de un movimiento hacia el socialismo a través de un Estado protector de las cooperativas de trabajadores. Pero, incluso cuando habla más directamente de la futura sociedad socialista (en la cual el “Estado libre” existe todavía), es incapaz de ir más allá de la perspectiva de una sociedad capitalista movida por un Estado en beneficio de todos. Marx es capaz de detectar eso bajo la cobertura de las finas frases del Programa, en particular en las secciones que hablan de la necesidad de “la regulación cooperativa del trabajo social para obtener una justa distribución de los frutos del trabajo”, y “la abolición del sistema salarial y de la ley de bronce de los salarios”. Estas frases reflejan la contribución lasalliana a la teoría económica, lo cual constituye un abandono completo del punto de vista de Marx del origen de la plusvalía basado en el tiempo de trabajo no pagado extraído de los trabajadores. Las palabras vacías sobre la “justa distribución” esconden el hecho de que en la situación actual no hay nada en los mecanismos de producción del valor que permita satisfacer ese deseo, lo cual es un fuente infalible de toda la “injusticia” en la distribución de los frutos de trabajo.

Contra estas confusiones, Marx afirma que «en el seno de una sociedad colectivista, basada en la propiedad común de los medios de producción, los productores no cambian sus productos; el trabajo invertido en los productos no se presenta aquí, tampoco, como valor de estos productos, como una cualidad material, poseída por ellos, pues aquí, por oposición a lo que sucede en la sociedad capitalista, los trabajos individuales no forman ya parte integrante del trabajo común mediante un rodeo, sino directamente. La expresión ‘el fruto del trabajo’ ya hoy recusable por su ambigüedad, pierde así todo sentido» (Marx, Crítica del Programa de Gotha, pag.14, tomo II, Obras Escogidas).

Sin embargo, más que ofrecer una visión utópica de la abolición inmediata de todas las categorías de la producción capitalista, Marx subraya la necesidad de distinguir la fase baja de la fase alta del comunismo: “De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base, sino de una que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede” (ídem, pag. 15).

En esta fase, hay todavía escasez y todavía pesan los vestigios de la “normalidad” capitalista. En el nivel económico, el viejo sistema salarial es reemplazado por un sistema de bonos de trabajo: “el productor individual obtiene de la sociedad... exactamente lo que ha dado. Lo que el productor ha dado a la sociedad es su cuota individual de trabajo... La sociedad le entrega un bono consignando que ha rendido tal o cual cantidad de trabajo (después de descontar lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que rindió”. Como Marx enfatiza en El Capital, estos bonos no son dinero en el sentido de que no pueden circular ni pueden ser acumulados; ellos solo pueden “comprar” medios individuales de consumo. Sin embargo, no están libres de los principios del cambio de mercancías: “Aquí reina evidentemente el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto este es intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el contenido, porque bajo las nuevas condiciones nadie puede dar sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero en lo que se refiere a la distribución de éstos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en el intercambio de equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo una forma distinta. Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho burgués” (ídem, pag. 15), porque, como explica Marx, los trabajadores tienen necesidades y capacidades muy diferentes. Solamente en la fase alta de la sociedad comunista cuando “corran a chorros los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués, y la sociedad podrá escribir en su bandera: ¡De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad!” (ídem, pag. 16).

¿Cual es el blanco exacto de la polémica? Detrás de ella yace la concepción clásica del comunismo, no como un estado a imponer, sino como “el movimiento real que revoca el presente estado de cosas”, como decía Marx en la Ideología alemana 30 años antes. Marx elabora la visión de la dictadura proletaria iniciando un movimiento hacia el comunismo, de una sociedad comunista que emerge del colapso del capitalismo y de la revolución proletaria. Contra la visión socialista de Estado según la cual la sociedad capitalista se transforma ella misma en comunismo a través de la acción del Estado como único y benevolente empleador, Marx se plantea una dinámica hacia el comunismo fundada en bases comunistas.

La idea de los bonos de trabajo debe ser considerada bajo este prisma. En primera instancia se concibe como un ataque contra la producción de valor, como un medio para eliminar el dinero como mercancía universal, para detener la dinámica de acumulación. Se ve no como un fin en si mismo sino como un medio para alcanzar un fin, una medida que podría ser introducida inmediatamente por la dictadura del proletariado como el primer paso hacia la sociedad de la abundancia la cual no tendrá necesidad de determinar el consumo individual según el producto individual.

Dentro del movimiento revolucionario, ha habido y continua habiendo un debate para determinar cuál es el sistema más apropiado por alcanzar ese fin. Por una serie de razones podemos argumentar que los bonos de trabajo no lo son. Para empezar, la socialización “objetiva” de muchos aspectos del consumo (electricidad, gas, vivienda, transporte etc.) podría hacer en el futuro posible suministrar de forma rápida y equitativa muchos bienes y servicios libres de carga, limitado solo por las reservas totales controladas por los trabajadores; como, igualmente, establecer para muchos productos de consumo, un sistema de racionamiento controlado por los Consejos obreros que tendría la ventaja de ser más “colectivo”, menos dominado por las convenciones del valor de cambio. Volveremos a estos y otros problemas en un próximo artículo. Nuestra mayor preocupación aquí es poner al descubierto el método básico de Marx: para él, el sistema de bonos de trabajo tiene validez como medio para atacar los fundamentos del sistema de trabajo asalariado y solo puede ser juzgado desde este nivel; al mismo tiempo, reconoce claramente sus limitaciones, porque el comunismo integral no puede ser introducido de la noche a la mañana, sino solo después de un período de transición más o menos largo. En este sentido, el mismo Marx es el más severo crítico del sistema de bonos de trabajo, insistiendo en que con ellos no puede evitarse el “estrecho horizonte del derecho burgués” pues son la concreción de la persistencia de la ley del valor. De hecho, cualquiera que sea el método de distribución que el proletariado introduzca al día siguiente de la revolución, seguirá estando marcado por los vestigios de la ley del valor. Aquí todo falso radicalismo es fatal (y, de hecho, conservador en la práctica) porque podría llevar al proletariado a confundir una medida temporal y contingente con el objetivo real. Esto, como veremos, es un error que muchos revolucionarios cometieron durante el llamado “Comunismo de guerra” en la Revolución rusa. Para Marx, el objetivo final del comunismo siempre debe mantenerse por delante, de lo contrario el movimiento hacia el comunismo podría desviarse y sería capturado, una vez más, por la órbita del planeta Capital.

El próximo artículo de esta serie examinará el combate de Marx contra la principal versión de ese falso radicalismo: la corriente anarquista en torno a Bakunin.

CDW

[1] Pierre Renouvin, Histoire des relations internationales, tomo 8, p.142, París, 1972.

[2] En el ámbito de las incoherencias del PCInt, podemos también dar la siguiente cita: «si la paz ha reinado hasta ahora en las metrópolis imperialistas es precisamente a causa de esa dominación de los USA y de la URSS, y si la guerra es inevitable... es por la sencilla razón de que cuarenta años de “paz” han permitido que maduren las fuerzas que tienden a poner en entredicho el equilibrio resultante del último conflicto mundial» (PC nº 91, p. 47). El PCInt debería ponerse de una vez de acuerdo consigo mismo. ¿Por qué la guerra no ha ocurrido todavía?. ¿A causa, exclusivamente, de que las condiciones económicas no estaban todavía maduras, como pretende demostrar PC a lo largo de páginas y páginas, o bien por el hecho de que sus preparativos diplomáticos no se han realizado todavía?. Quien pueda que lo entienda.

 

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [9]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • El capitalismo de Estado [27]

Cuestiones teóricas: 

  • Comunismo [12]

Revista internacional n° 79 - 4o trimestre de 1994

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Editorial - Las grandes potencias propagan el caos

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Editorial

Las grandes potencias propagan el caos

Ocho de septiembre de 1994, una semana después de la retirada definitiva de las tropas rusas de la totalidad del territorio de la ex-RDA, les tocó el turno de evacuar Berlín a los aliados de ayer, norteamericanos, británicos y franceses. ¡Qué símbolo!. Si existe una ciudad capaz de concentrar en sí sola 45 años de enfrentamientos Este-Oeste -medio siglo de guerra supuestamente “fría”, aunque este eufemismo de historiador no enfría lo ardientes y sangrientos que fueron los enfrentamientos en Corea y Vietnam-, esa ciudad es Berlín. Ahí se acaba la siniestra historia de las rivalidades imperialistas que empezaron al final de la IIª Guerra mundial entre Estados Unidos, la difunta URSS y sus respectivos aliados. Y una de las piezas clave de esas rivalidades era Alemania y su núcleo principal, Berlín. Sin embargo, hemos de constatar que el fin de tal época (que arrancó en realidad con la caída del muro de Berlín en noviembre del 89), en nada corresponde al « nuevo orden mundial » tan prometido por los dirigentes de los grandes Estados capitalistas. Los dividendos de la paz no aparecen ni mucho menos.

En realidad, jamás estuvo tan lejos un mundo de armonía entre los Estados y de prosperidad económica. Al contrario, exceptuando quizás los dos grandes conflictos mundiales, nunca antes tuvo la humanidad que soportar tanta barbarie, tanto salvajismo de un sistema decadente de producción, el capitalismo, qui se está distinguiendo universalmente por una siniestra y permanente ronda de matanzas, epidemias, éxodos y destrucciones.

Bombardeos en Bosnia, atentados terroristas en el Magreb, matanzas en Ruanda, emboscadas en Afganistán, éxodo en Cuba, hambres en Somalia... son pocas ya las regiones del mundo olvidadas por el caos. Cada día ve hundirse a más países en el caos más total, en todos los continentes poblados.

Esto ya lo sabemos todos. Es que los media burgueses y sus serviles periodistas no dejan de mostrarnos, hacernos leer y oir hasta en sus mínimos detalles cómo sufren por el ancho mundo millones de seres humanos. Cuentan que esto lo exige la deontología de los informadores. Los ciudadanos de los países democráticos deben estar enterados. Estamos viviendo supuestamente los nuevos tiempos de la información objetiva, cuando en realidad si nos muestran tanto la agonía de centenares de miles de personas, como en Ruanda, no es más que para ocultar mejor sus causes reales. No paran de presentarnos falsas explicaciones.

El desencadenamiento del caos lleva la huella de las grandes potencias

No han faltado falaces interpretaciones de la burguesía para explicar la matanza más reciente, la de la población ruandesa en que fallecieron unas 500 000 personas. Lo han dicho todo de los odios eternos entre tutsis y hutus. ¡Mentiras!. Los auténticos bárbaros son, entre otros, los dirigentes franceses, los altos funcionarios y diplomáticos con sus discursos llenos de unción, defensores acérrimos de los intereses del imperialismo francés en la región. Porque son ellos, representantes de los intereses de la burguesía francesa, quienes han armado durante años las tropas mayoritariamente hutus del fallecido presidente Habyarimana, las FAR (Fuerzas armadas ruandesas) de siniestra memoria, responsables de los primeros degüellos y de los primeros éxodos de poblaciones esencialmente tutsis. Las autoridades locales habían planificado esta orgía asesina; y esto se lo han guardo bien callado, antes y durante las matanzas, toda esa caterva de grandes reporteros y demás expertos. Tampoco hablaron del apoyo masivo por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña a la facción enemiga mayoritariamente tutsi, el FPR (Frente patriótico ruandés), tan asesino como los demás. Y si Francia no ha denunciado con vigor el apoyo norteamericano al FPR, sólo es porque su propio papel se hubiese evidenciado, y no hubiese podido sacar a relucir su «virtuosa» defensa de los derechos humanos, de los que suele presentarse como la patria universalmente garantizadora. La operación «Turquesa» de Francia en Ruanda no es más que la coartada humanitaria del criminal Estado francés, cuando su verdadero motivo ha sido la defensa de sus sórdidos intereses imperialistas. Sin embargo, esta intervención no ha logrado impedir que prosigan las matanzas (no era desde luego su objetivo), como tampoco ha logrado impedir que las tropas proamericanas del FPR tomen Kigali. Y esto sí que es enojoso para la burguesía francesa. Pero eso no va a desanimarla: las tristemente célebres FAR, refugiadas en Zaire y manipuladas por Francia, se sienten apoyadas para hostigar e incluso quitarle el poder al FPR.

Vemos pues de qué modo todas y cada una de las potencias esta dispuesta inmediatamente a desencadenar el caos en los territorios dominados por sus rivales. Estados Unidos y Gran Bretaña, al apoyar el FPR, han utilizado a sabiendas el arma del desorden y del caos para desestabilizar las posiciones francesas. Si tiene los medios para ello, la burguesía francesa un día u otro les devolverá la pelota. La pesadilla que está viviendo la población ruandesa no está ni mucho menos acabada. Guerra, cólera, disentería y hambre van a seguir cobrándose nuevas víctimas, y al fin y al cabo jamás podrá ya reponerse Ruanda.

Este ejemplo también nos sirve para entender mejor los acontecimientos en Argelia. Actores, armas utilizadas y objetivos son idénticos. Aquí también se trata para el imperialismo estadounidense de expulsar a Francia de una de sus tradicionales zonas de influencia, el Magreb. Es deliberadamente si Estados Unidos -utilizando a Arabia Saudí para financiar el FIS (Frente islámico de salvación)- intenta expulsar a Francia de la región. Y así se encuentra Argelia atormentada por convulsiones terribles, entre atentados terroristas y asesinatos fomentados por un FIS patrocinado por Washington, entre la represión y las detenciones practicadas por militares apadrinados por París. Podemos imaginar el tormento vivido por una población, atenazada entre los militares y el FIS. Y podemos estar seguros que ése es el destino de toda el Africa del norte, al ser idéntico lo que está en juego. Como lo reconoce el geopolítico francés Y. Lacoste en una entrevista a la revista francesa L’Histoire (nº 160): «Tras Argelia, la desestabilización le tocará a Túnez. Y lo mismo a Marruecos... Así que estamos entrando en épocas muy difíciles para Francia».

Aún más cerca de las metrópolis industrializadas de Europa está la ex Yugoslavia en donde la guerra y la anarquía reinan soberanamente desde hace ya más de tres años. Sin embargo se nos anuncia regularmente y sin vacilar la inminencia de la paz. Y sistemáticamente, la realidad se encarga de destrozar todas las patochadas pacifistas que nos sirve la burguesía.

Acordémonos. El pasado invierno, Sarajevo debía supuestamente calmarse. Misas, conciertos en mundovisión, colectas destinadas a ayudar a los niños de la ciudad mártir, no faltó nada para festejar solemnemente el fin de los combates, gracias a los servicios de las cancillerías de las «grandes democracias». ¿Y qué queda de todo eso? Los bombardeos y los disparos de los snipers han vuelto sobre la ciudad; incluso el propio jefe de la iglesia, Juan Pablo II, ha preferido no comprobar in situ si su papamóvil podía también resistir a las granadas de mortero. Prefirió dejarse ver en Zagreb, Croacia, donde por ahora hay menos peligro. En realidad, los manejos de las grandes potencias lo único que hacen es agravar el conflicto. Por ejemplo, la última iniciativa norteamericana de constitución de una federación bosnio-croata cuyo objetivo no es otro que el de separar a Croacia de su alianza con Alemania, podría llevar el enfrentamiento a un nivel más elevado todavía. En efecto, la política de la Casa Blanca, decidida a apoyar a los croatas en su objetivo de anexión de la Krajina, enclave serbio en territorio de Croacia, acarreará el enfrentamiento, a gran escala esta vez, entre los bosnio-croatas y los serbios. Aquí, sin duda más que en cualquier otro lugar a causa de la importancia estratégica de los Balcanes, como en Somalia, en Afganistán o en Yemen, la agudización de las tensiones entre grandes potencias desembocará en la más siniestra desolación. Y aún en esos ejemplos se trata de países subdesarrollados en donde el proletariado, demasiado débil, no puede impedir que se desencadene la barbarie. Lo que hay que constatar, sin embargo, es que si bien antes el capitalismo tenía los medios para que el caos ­ quedara en la periferia., ahora ya no puede impedir que se vayan acercando sus manifestaciones a las grandes metrópolis industrializadas. Las convulsiones que hacen temblar Argelia y la ex Yugoslavia así lo demuestran.

Pero lo que también impresiona hoy es la cantidad de áreas geográficas en donde la guerra y todo tipo de plagas están causando estragos. En cierto modo, hasta los años 70, un conflicto sustituía a otro. Desde los 80 prosiguieron bajo otras formas, como en Afganistán. Este fenómeno no es casual. Al igual que un cáncer que llega a la fase terminal con una proliferación de metástasis imparable, el capitalismo de este final de siglo está devorado por las frenéticas células de la guerra cuyo desarrollo es incapaz de parar.

El capitalismo se descompone: únicamente el proletariado ofrece una perspectiva

Habrá quien haga la objeción de que en algunas partes de globo parece ser posible la paz entre irreductibles. Ese sería el caos en Irlanda del Norte en donde el IRA parece aceptar el armisticio. Nada menos cierto. Al forzar a los extremistas católicos a negociar, Estados Unidos intenta presionar a los ingleses para que a éstos no les quede ningún pretexto para mantenerse en Ulster. ¿Por qué?. Pues por la sencilla razón que Gran Bretaña ya no es el aliado dócil de ayer.

Desde el hundimiento de la URSS, las divergencias de intereses imperialistas se acumulan entre ambas orillas del Atlántico y muy especialmente en torno a la ex Yugoslavia. La «pax capitalista» no ha sido sino un momento particular en el enfrentamiento entre países. En realidad, la descomposición social tiende a afectar cada día más a ciertos países industrializados. Es evidente que tal descomposición es mucho menor comparada con muchos países del llamado Tercer mundo. Pero ya está ocurriendo así en Italia, por ejemplo, y es precisamente a causa de las rivalidades imperialistas que atraviesan el Estado italiano. Aunque el Estado democrático italiano no se ha hecho notar precisamente por su estabilidad[1], hoy su fragilidad se ha agravado a causa de la rivalidad que opone en su seno a diferentes facciones que no tienen la misma opción en lo que a alineamiento imperialista se refiere. La camarilla de Berlusconi ha optado más bien por la alianza con EEUU, mientras que la otra, la que controla la magistratura, se inclina más bien hacia Francia y Alemania. Este enfrentamiento, alimentado por los incesantes «descubrimientos» de escándalos está llevando al país a una situación de parálisis. Cierto es, evidentemente, que no estamos todavía en un contexto al estilo ruandés en el que los burgueses italianos ajustarían cuentas a machetazos. No, por ahora bastan los disparos y alguna que otra bombita bien colocada. El nivel de desarrollo del país no es el mismo, la historia tampoco, pero, sobre todo, la clase obrera italiana no está dispuesta a alistarse detrás de tal o cual clan burgués.

Y eso ocurre en realidad en todos los países centrales. Sin embargo, el que la única clase capaz de dar una salida a la humanidad no esté alistada detrás de la burguesía no impide la putrefacción del capitalismo desde sus raíces. Al contrario, el origen de la descomposición es precisamente esa situación de bloqueo histórico en la que ni el proletariado puede imponer ya su perspectiva histórica, o sea echar abajo el sistema, ni la burguesía puede desencadenar la guerra mundial. Es cierto, sin embargo, que si la clase obrera no lograra llevar a cabo su misión histórica, todos los guiones más espantosos son posibles. Entre guerras y abominaciones de todo tipo, la humanidad acabaría por desaparecer.

La clase burguesa no tiene absolutamente nada que proponer ante la quiebra de su organización social. Lo único que nos propone es resignación, aceptación de esta inmensa barbarie como algo fatal e inevitable, o sea que nos propone el suicidio.

Pues ni siquiera se cree la reactivación económica de su sistema. Y eso porque sabe que, por mucha reactivación de la producción que consiga mediante la huida ciega en el endeudamiento, especialmente el público, no podrá nunca más absorber el crónico desempleo ni impedir las más violentas y destructoras explosiones financieras. La saturación del mercado mundial y sus consecuencias, o sea la búsqueda de salidas mercantiles, esa otra guerra comercial que exige cada día más y más despidos, conduce a los capitalistas a matar el caballo en el que van montados. Si el proletariado no logra derribar el sistema capitalista, lo que nos espera es un mundo en comparación del cual la novela más siniestra de anticipación sería un cuento de hadas.

Arkady
17 de septiembre de 1994

 

[1] Sobre Italia y su Estado puede leerse los artículos de la serie titulada «Cómo está organizada la burguesía» en la Revista internacional, nº 76 y 77.

 

Las conmemoraciones de 1944 (II) - 50 años de mentiras imperialistas

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En la primera parte de este artículo poníamos de relieve la ignominia de las conmemoraciones del desembarco de 1944, el cual no representó, ni mucho menos, la más mínima liberación «social» para el proletariado, sino que supuso, en el último año de guerra, una espantosa sangría y miseria y terror durante los años de reconstrucción. Todos los adversarios capitalistas fueron los responsables de una guerra que terminó con un nuevo reparto del mundo entre las grandes potencias. Como ya lo hemos subrayado, esta Revista, el proletariado, contrariamente a la Iª Guerra mundial, no desempeñó papel alguno durante la segunda. Los obreros de todos los países se quedaron agarrotados por el terror capitalista. Sin embargo, aunque la clase obrera fue incapaz de ponerse a la altura de sus capacidades históricas, incapaz de derrocar a la burguesía, eso no significó que hubiera «desaparecido» o que hubiera abandonado por completo su combatividad como tampoco que sus minorías revolucionarias se hubieran quedado paralizadas por completo.

La clase obrera es la única fuerza capaz de oponerse al desencadenamiento de la barbarie capitalista como así lo demostró claramente durante la Iª Guerra mundial. Por eso fue por lo que la burguesía no se lanzó a la guerra hasta haber reunido las condiciones necesarias para alistar a un proletariado internacional impotente. La burguesía democrática de nuestros días puede echar todas las peroratas que quiera sobre su liberación. Sus antecesores tomaron minuciosamente todas las precauciones, antes, durante y después de la guerra para evitar que el proletariado hiciera temblar su orden cruel como así lo había hecho en Rusia 1917 y en Alemania 1918. Esta experiencia de la oleada revolucionaria surgida durante y contra la guerra había confirmado que la burguesía no es una clase omnipotente. La lucha proletaria de masas que desemboca en una fase insurreccional es una bomba social mil veces más paralizadora que la bomba atómica preparada por los nazis y terminada bajo las órdenes de los jefes «democráticos» y estalinistas. Si uno sabe interpretar los acontecimientos haciendo oídos sordos a los discursos rimbombantes sobre la cronología de las batallas contra el mal hitleriano, se da cuenta enseguida de que el proletariado fue todo el tiempo una preocupación central de la burguesía de los diferentes campos antagonistas. Esto no significa que el proletariado estuviera en condiciones de amenazar el orden existente como así lo había hecho dos décadas antes, pero sí que seguía siendo una preocupación de primer plano de la burguesía especialmente porque ésta no podía aplastar totalmente a la clase que produce lo esencial de la riqueza en de la sociedad. Había que quitar de la mente de los obreros la idea misma de que ellos existieran como cuerpo social antagónico a los intereses de la «nación», hacerles olvidar que unidos masivamente son capaces de cambiar el rumbo de la historia.

Como lo recordaremos aquí brevemente, cada vez que el proletariado hizo un amago de alzarse intentando afirmarse como clase, la Unión sagrada de los imperialismos se res­tableció por encima de los frentes de batalla. La burguesía nazi, democrática o estalinista, reaccionó implícitamente, sin concertación necesariamente, para que el orden social capitalista quedara preservado. Las defensas inmunitarias del orden social reaccionario surgen naturalmente. El proletariado debe sacar, medio siglo más tarde, todas las enseñanzas de tan larga derrota y de esa capacidad de la burguesía decadente para defender su orden de terror.

1. Antes de la guerra

La guerra de 1939-45 sólo fue posible porque el proletariado, en los años 30, había perdido la fuerza suficiente para impedir el conflicto mundial, había perdido conciencia de su identidad de clase. Fue el resultado de tres etapas de aniquilamiento de la amenaza proletaria:

  • el agotamiento de la gran oleada revolucionaria posterior a 1917, rota por el triunfo del estalinismo y de la teoría del «socialismo en un solo país» adoptada por la Internacional comunista;
  • la liquidación de las convulsiones sociales en el centro álgido en donde se dirimía la alternativa capitalismo o socialismo, Alemania, sobre todo por obra de la Socialdemocracia misma, llegando después el nazismo para rematar la labor imponiendo a los proletarios un terror sin precedentes;
  • el desvío completo del movimiento obrero en los países democráticos mediante las mentiras de la «libertad contra el fascismo» adobadas con la ideología de los «frentes populares» que paralizó a los obreros de los países industrializados más sutilmente que la «unión nacional» de 1914.

En Europa, esa fórmula de los «frentes populares» no era sino la anticipación del Frente nacional de los PC y demás partidos de izquierda durante la guerra. Así, los proletarios de los países desarrollados fueron condicionados para doblegarse en aras del antifascismo o en aras del fascismo, dos ideologías simétricas que los sometían al «interés nacional», o sea al imperialismo de sus burguesías respectivas. En los años 30, los obreros alemanes no eran las «víctimas del Tratado de Versalles» como se lo repetían sus gobernantes, sino de la misma crisis que golpeaba a sus hermanos de clase en el mundo entero. Los obreros de Europa occidental o de Estados Unidos eran tan víctimas de Hitler como de sus propias burguesías «democráticas» únicamente preocupadas por sus sórdidos intereses imperialistas. En 1936, las falsedades sobre el antifascismo y la «defensa de la democracia» fueron un auténtico lavado de cerebro para animar a los obreros a tomar partido entre fracciones rivales de la burguesía: fascismo/antifascismo, derechas/izquierdas, Franco/república. En la mayoría de los países europeos, fueron gobiernos de izquierda o partidos de izquierda «en oposición», con el apoyo ideológico de la Rusia estalinista, quienes montaron la ideología de los «Frentes populares», los cuales, como su nombre indica, sirvieron para convencer a los obreros que aceptaran, gracias a una nueva versión de la alianza entre clase enemigas, sacrificios inimaginables.

La guerra de España fue el ensayo general de la guerra mundial con el enfrentamiento de los diferentes imperialismos que se colocaron detrás de una o la otra fracción de la burguesía española. Fue sobre todo el laboratorio de esos «frentes populares» lo que permitió concretar y designar al «enemigo», el fascismo, contra el cual se convocaba a los obreros de Europa occidental a que se movilizaran tras sus respectivas burguesías. Los cientos de miles de obreros españoles asesinados en la guerra fueron una mucho mejor «prueba» de la necesidad de la «guerra democrática» que el asesinato de no se sabe qué archiduque en Sarajevo 20 años antes.

La burguesía sólo engañando a los proletarios pudo hacer la guerra, haciéndoles creer que también esa guerra era la de ellos:

«al detener la lucha de clases o más exactamente al destruir la potencia de la lucha proletaria, su conciencia, desviando sus luchas, la burguesía logra por medio de sus agentes infiltrados dentro del proletariado, vaciar las luchas de su contenido revolucionario metiéndolas por las vias del reformismo y el nacionalismo, y lograr así la condición última y decisiva para el desencadenamiento de la guerra imperialista»[1].

De hecho, instruida por la experiencia de la oleada revolucionaria que se había iniciado en el curso mismo de la Iª Guerra mundial, la burguesía, antes de entablar la IIª Guerra mundial, se aseguró un aplastamiento total del proletariado, una sumisión sin compa­ración con la que había permitido que se iniciara la «Gran guerra».

Hay que hacer notar especialmente que, en lo que se refiere a la vanguardia política del proletariado, el oportunismo había triunfado en el seno de los partidos obreros con mayor evidencia todavía que en 1914 y con varios años de antelación respecto al conflicto, transformándolos en banderines de enganche del Estado burgués. En 1914, en la mayoría de los países existen todavía corrientes revolucionarias en los partidos de la IIª internacional. Los bolcheviques rusos o los espartakistas alemanes, por ejemplo, eran miembros de los partidos socialdemócratas y en su seno entablaron la lucha. Cuando estalla la guerra, los partidos socialdemócratas no están enteramente a las órdenes de la burguesía. En su seno sigue expresándose una vida proletaria que acabará empuñando la antorcha del internacionalismo proletario en las conferencias de Zimmerwald y Kienthal especialmente. En cambio, los partidos que se reivindicaban de la IIIª internacional acabaron entrando en el corral burgués durante los años 30, mucho antes de que se declarara la guerra mundial para la cual van a ser uno de sus más serviles y acérrimos banderines de enganche. Podrán incluso beneficiarse del refuerzo de las organizaciones trotskistas, las cuales se pasan en ese momento y sin remisión al campo de la burguesía, al haberse adherido a la causa de uno de los campos imperialistas frente al otro, en nombre de la defensa de la URSS, del antifascismo y demás patrañas ideológicas. En fin, la dispersión, el extremo aislamiento de las minorías revolucionarias que siguen manteniéndose en las posiciones de principio contra la guerra confirman la amplitud de la derrota sufrida por el proletariado.

Atomizados, políticamente destrozados por la traición de los partidos que hablaban en su nombre y la práctica desaparición de su vanguardia comunista, la reacción de los proletarios en el momento de desatarse la guerra no pudo ser sino la desbandada general.

2. Durante la guerra

Como durante el primer conflicto mundial, tendrían que pasar al menos dos o tres años antes de que la clase obrera, sonada por la guerra, pudiera volver a encontrar el camino de sus combates. A pesar de las condiciones espantosas de la guerra mundial, y especialmente el terror reinante, la clase obrera se mostró a menudo capaz de luchar en su terreno de clase. Sin embargo, a causa de la terrible derrota sufrida previamente a la guerra, la mayoría de los combates no tendrán la suficiente envergadura para trazar a medio plazo la vía hacia la revolución, ni para inquietar seriamente a las burguesías en guerra. La mayoría de los movimientos son dispersos, están separados de las lecciones anteriores y, sobre todo, muy poco armados para llevar a cabo una reflexión real sobre las razones del fracaso de la oleada revolucionaria internacional que había comenzado en 1917, en Rusia.

Fue pues en las peores condiciones como los obreros mostraron ser capaces de levantar la frente en la mayoría de los países beligerantes, pero la censura y la matraca de las ondas son omnipresentes. En las fábricas bombardeadas, en los campos de prisioneros, en los barrios, los obreros tienden naturalmente a volver a sus métodos clásicos de protesta. En Francia, por ejemplo, desde la segunda mitad de 1941 surgen huelgas por reivindicaciones de salarios y por reducir el tiempo de trabajo. Por parte de los obreros hay una propensión a evitar toda participación en la guerra, por mucho que el país esté ocupado en su mitad norte: «el sentimiento de clase permanecía como algo más fuerte que todo deber nacional»(2). La huelga de los mineros del Pas-de-Calais es significativa a ese respecto. Hacen recaer toda la responsabilidad de la agravación de las condiciones de trabajo en los patronos franceses, no obedeciendo todavía a las consignas estalinistas en pro de la «lucha patriótica». La descripción de esta huelga es impresionante:

«La huelga del día 7 en Dourges estalló como estallan las huelgas en todos los pozos desde que las huelgas existen. Reina el descontento. Los mineros están hartos. Los mineros no anduvieron consultado leyes ni reglamentos en 1941, como tampoco lo habían hecho en 1936 o en 1902. No se preocuparon por saber si había compañías de infantería preparadas o un Frente popular en potencia o hitlerianos listos para deportarlos. En el fondo de los pozos, se consultaron y se pusieron de acuerdo. Clamaron “viva la huelga” y cantaron con lágrimas en los ojos, lágrimas de alegría, lágrimas de conquista»(3). El movimiento se extenderá durante varios días, dejando impotente a la soldadesca alemana, arrastrando a más de 70 000 mineros. El movimiento será brutalmente reprimido (4).

El año 1942 conocerá otras luchas obreras, algunas de ellas acompañadas de luchas callejeras. La instauración del «relevo» (trabajo obligatorio en Alemania) provocará huelgas con ocupación, antes de que el PCF (Partido “comunista” francés) y los trotskistas desviaran esas luchas hacia el nacionalismo. Hay que señalar, sin embargo, que esas huelgas y manifestaciones quedaron limitadas al plano económico, frente al racionamiento alimenticio y el abastecimiento. El mes de enero, en el Borinage belga, quedó señalado por toda una serie de huelgas y movimientos de protesta en las minas de carbón. En junio, estalla una huelga en la fábrica nacional de Herstal y pueden presenciarse manifestaciones de amas de casa ante el Ayuntamiento de Lieja. Ante el anuncio de la deportación obligatoria de miles de trabajadores en el invierno de 1942, 10 000 obreros se ponen en huelga una vez más en Lieja, y el movimiento arrastrará a otros 20 000. En la misma época se produce una huelga de trabajadores italianos en Alemania en una gran fábrica de aviones. A principios de 1943, En Alemania (Essen), huelga de obreros extranjeros, franceses entre ellos.

El proletariado no tiene entonces la capacidad de alzarse a un nivel de lucha frontal contra la guerra, o sea contra su propia burguesía, como lo habían hecho los obreros rusos de 1917. A ese estadio, la lucha reivindicativa que no se generaliza podrá ser una protesta contra los patronos y los sindicatos rompedores de huelgas pero también permite una continuación más eficaz de la guerra cuando la patronal otorga subidas de salarios (en EEUU e Inglaterra por ejemplo). Ahí está el peligro que viene a injertarse en la ideología nacionalista de la Liberación. Mucho antes de la instauración del «trabajo obligatorio» (que resultó ser pan bendito para la Unión nacional en 1942-43), la burguesía británica dispuso de un fanático partidario del trabajo obligatorio con un PC británico vuelto histérico tras el ataque de Alemania contra Rusia a mediados de 1941. A partir de entonces, al unísono de los trotskistas mediante los sindicatos, el PC británico prohibió la huelga, obligando a desarrollar la producción en favor del esfuerzo de guerra en apoyo del bastión (imperialista) ruso(5).

A pesar de la extrema debilidad del proletariado, la continuación de la guerra es un factor contrario a la burguesía. Puede medirse así el aumento de las jornadas de huelga en Inglaterra. Si el período de la declaración de la guerra significa un freno en esa cantidad, desde 1941 en cambio la cantidad de huelgas va a ir en aumento hasta 1944 para ir decreciendo después de la «Victoria».

Haciendo balance del período de guerra, el grupo de la Izquierda comunista de Francia no negará la importancia de esas huelgas y las apoyará en sus objetivos inmediatos, pero «no hay que engañarse en cuanto a su alcance limitado muy todavía y contingente»(6). Frente a este conjunto de huelgas relativamente dispersas y sin vínculos entre sí en la mayoría de los casos, a causa del control total de la censura militarista, la burguesía mundial puso todos sus esfuerzos para evitar su radicalización, otorgando a menudo concesiones económicas de poca monta, tanto del lado alemán como del aliado, y echando siempre mano del sindicalismo, el cual, bajo todas sus formas y modos, era y será ya siempre un instrumento del Estado burgués. Las relaciones sociales no podían seguir siendo pacíficas durante la guerra tanto más por cuanto la inflación se había agravado.

La espeluznante gravedad de la situación permite comprender por qué las minorías revolucionarias esperaban una revolución que en realidad estaba ausente en la verdadera relación de fuerzas entre las clases. Europa estaba viviendo «al ras del boniato», y únicamente los trabajadores que efectuaban entre quince y veinte horas extras por semana podían comprar unos productos alimenticios cuyo precio se había multiplicado por diez en tres años. En semejante situación de privaciones y de odio duplicado por la impotencia ante detenciones y deportaciones, el estallido de la lucha masiva de cerca de dos millones de obreros italianos en 1943 y que duró varios meses puso en alerta, más que esas otras huelgas ocurridas en un plano internacional, a la burguesía mundial, originándose entonces la mentira de la Liberación como única salida posible a la guerra.

No se trata de sobrevalorar el alcance de ese movimiento, sino darse cuenta de que frente a esa acción del proletariado italiano en su terreno de clase, la burguesía italiana tomó de inmediato sus propias medidas y para ello fue ayudada por la burguesía mundial, confirmándose así su extrema vigilancia de antes de la guerra.

A finales de marzo, 50 000 obreros de Turín se ponen en huelga para obtener una prima «de bombardeo», para que aumenten las raciones de víveres, sin preocuparse de lo que piense o deje de pensar Mussolini. La rápida victoria de los obreros anima la acción de la clase en toda la Italia del norte contra el trabajo nocturno en las regiones amenazadas por los bombardeos. Ese movimiento triunfa a su vez. Las concesiones no calman a la clase obrera, surgen nuevas huelgas acompañadas de manifestaciones contra la guerra. A la burguesía italiana le entra el miedo y cambia de chaqueta en 24 horas. Pero la burguesía aliada está alerta y ocupa el sur de Italia en otoño. El resurgir del proletariado debe quedar controlado haciendo un montaje de Unión nacional basada en el monarca y la democracia. Sacan al rey Victor Manuel del desván del poder para que mande detener a Mussolini, con la complicidad de los camisas viejas fascistas Grandi y Ciano repentinamente convertidos al antifascismo. Siguen pese a ello las manifestaciones de masas en Turín, Milán, Bolonia. Los ferroviarios organizan huelgas impresionantes. Frente a la amplitud del movimiento, el gobierno interino de Badoglio acaba huyendo a Sicilia dejando a Mussolini –liberado por Hitler– que vuelva a asumir la represión con los nazis con el consentimiento tácito de Churchill. La soldadesca alemana bombardea salvajemente las ciudades obreras. Churchill, quien ha afirmado que hay que «dejar a los italianos que cuezan en su salsa» afirma no querer tratar sino con un gobierno de orden. Hay que evitar a toda costa que la clase obrera aparezca como liberadora (sobre todo que es muy capaz de ir más lejos por su propia cuenta), los aliados anglosajones quieren cambiar de marionetas y tirar ellos de los hilos. Tras la terrible represión y el consecuente hinchamiento de las filas de la resistencia burguesa de los partisanos, los aliados podrán avanzar desde el Sur para «liberar» el Norte y reinstalar a Badoglio(7). Como en Francia frente al trabajo obligatorio, la burguesía conseguirá encuadrar a los obreros italianos, derrotados en su terreno de clase, en la ideología de la Unión nacional hasta la llamada Liberación, severamente controlada por las milicias estalinistas y la mafia.

Ese impresionante movimiento iniciado en marzo de 1943 no es un accidente o algo raro en medio del horror del holocausto universal. Durante el mismo año de 1943, como lo hemos subrayado, ya existía una tímida reanudación de las luchas a nivel internacional, de la cual, evidentemente, disponemos de pocas informaciones. Algunos ejemplos: huelga en la factoría Coqueril de Lieja; 3 500 obreros en lucha en la factoría aeronáutica del Clyde y huelga de mineros cerca de Doncaster en Inglaterra (mayo de 1943); huelga de los obreros extranjeros en la fábrica Messer­ schmidt en Alemania; huelga en AEG, importante factoría cercana a Berlín, en donde, en protesta contra la mala comida, obreros holandeses arrastran consigo a obreros belgas, franceses, pero también a alemanes en la lucha; huelgas en Atenas y manifestaciones de amas de casa; 2000 obreras entran en huelga en Escocia en diciembre de 1943...

La huelga masiva de los obreros italianos quedó encerrada en Italia y la resistencia desvirtuó después su sentido. Sin embargo, la matanza es también ahí una consecuencia del fracaso obrero en plena guerra: cuando el proletariado se deja encerrar en la trampa nacionalista, acaba siendo diezmado sin piedad. Es una táctica permanente de la burguesía la de hacer que impere el terror tras tales tentativas. Y este terror le era necesario a la burguesía pues la guerra no había terminado y quería tener las manos libres hasta el final, especialmente en el campo de operaciones europeo.

En Europa del Este, allí donde existiera el riesgo de que surgieran levantamientos obreros incluso sin perspectiva revolucionaria, la burguesía practicó la política preventiva de la tierra quemada. En Varsovia, durante el verano de 1944, el PS polaco, desde Londres, mantiene el control de los obreros. Estos participan en la insurrección lanzada por la «Resistencia» cuando se enteran de que el «Ejército rojo» ha penetrado en los arrabales de la capital, del otro lado del Vístula. Y va ser con el acuerdo tácito de los Aliados y la pasividad evidente del Estado estaliniano si el Estado alemán podrá desempeñar a fondo su papel de policía y de carnicero, organizando una matanza de decenas de miles de obreros, arrasando la ciudad. Ocho días más tarde Varsovia era un cementerio. Lo mismo ocurriría luego en Budapest, donde el llamado ejército «rojo» dejó que se realizaran las matanzas para luego entrar cual ejército de enterradores.

Por su parte, la burguesía «liberadora» de occidente quería evitar riesgos de explosiones sociales contra la guerra en los países vencidos. Para ello programó unos bombardeos sistemáticamente brutales sobre las ciudades alemanas, bombardeos sin interés militar alguno en la mayoría de los casos, bombardeos que apuntaban prioritariamente a los barrios obreros (en Dresde, en febrero de 1945 hubo cerca de 150 000 muertos más del doble que en Hiroshima). Para los aliados se trata de exterminar la mayor cantidad posible de proletarios y aterrorizar a los supervivientes para que no se les ocurra reanudar con los combates revolucionarios de 1918 a 1923. Asimismo, la burguesía «democrática» se da los medios de ocupar sistemáticamente los territorios de los que han tenido que replegarse los nazis. No hay que dejar que la Alemania vencida se dote de un gobierno propio que suceda a los hitlerianos. Fueron rechazados todos los ofrecimientos de negociación o de armisticio propuestos por los oponentes a Hitler. Dejar que se formara un gobierno alemán autóctono en un país «vencido» habría producido pesadillas a Churchill, Roosevelt o Stalin pues acarrearía grandes riesgos. Como en 1918, un Estado alemán vencido habría aparecido débil ante una clase obrera en rebelión contra los asesinatos masivos de todo tipo y la siniestra miseria, y los soldados en desbandada. Los propios ejércitos aliados se encargarán de hacer reinar el orden en toda Alemania y por un tiempo indeterminado (quedándose en fin de cuentas hasta 1994, pero por otras razones), justificando su estancia mediante la sistemática fabricación de una de las patrañas más groseras de este siglo: la de la «culpabilidad colectiva del pueblo alemán».

3. Hacia la «liberación»

En los últimos meses de la guerra, Alemania está atravesada por una serie de motines, deserciones, huelgas. Pero ninguna falta hace de una marioneta democrática de la calaña de Badoglio en medio del infierno de los bombardeos. Aterrorizada, la clase obrera alemana está entre la espada y la pared y entre los ejércitos aliados y la soldadesca rusa que se va expandiendo. A lo largo del camino de la derrota del ejército alemán, los mandos van ahorcando a los desertores para dar ejemplo a los demás.

La situación hubiera llegado a inquietar si la burguesía no hubiera continuado a marcar bien el terreno de miseria en la inmediata posguerra. La represión será suficiente y la paz social quedará garantizada por el reparto de Alemania. Aunque sí podían alegrarse con razón de las reacciones del proletariado en Alemania, nuestros camaradas de aquella época las sobrevaloraban:

«Cuando los soldados se niegan a luchar, se anuncia la guerra civil, cuando los marineros manifiestan empuñando las armas contra la guerra, cuando las amas de casa, la Volksturm, los refugiados vienen a incrementar el nerviosismo en la situación alemana, la máquina militar y policiaca mejor del mundo se rompe y la revuelta es la perspectiva inmediata. Von Rundstedt repite la política de Ebert en 1918, espera que con la paz se evite la guerra civil. Los aliados sí que han comprendido la amenaza revolucionaria de lo ocurrido en Italia en 1943. La paz será ahora la de encontrarse frente a la crisis que se cierne sobre Europa con mayor intensidad, sin armas, para encubrir las contradicciones que solo se solucionarán mediante la guerra de clases. El esfuerzo de guerra, la peste parda, los cuarteles ya no van a servir de pretextos ya sea para alimentar las industrias hipertrofiadas ya sea para seguir manteniendo a la clase obrera en el actual estado de esclavitud y de hambre. Pero, lo que es más grave, es la perspectiva del retorno de los soldados alemanes a sus hogares destruidos y la repetición de 1918 que será inevitable (...) Ante los grandes males, medios “heroicos”: destruir, asesinar, matar de hambre a la clase obrera alemana. Lejos estamos de la peste parda y de su castigo, lejos estamos de las promesas de paz de los capitalistas. La democracia está demostrando que era más apta para defender los intereses burgueses que la dictadura fascista.»(8)

En realidad, en los países vencidos, Alemania especialmente, se asiste a una marea de los ejércitos norteamericanos y rusos que no van a dejar ni un resquicio ni tierra de nadie en las ciudades conquistadas ahogando la más mínima resistencia proletaria. En los países vencedores se despliega un patrioterismo inaudito, mucho peor que durante la Iª Guerra mundial. Como lo sospechaba la minoría revolucionaria, la burguesía democrática, por miedo al contagio de los soldados alemanes desmovilizados que expresaban abiertamente su alegría, tiraban sus gorras y sus cascos, decide internarlos en Francia e Inglaterra. Una parte del ejército alemán desintegrado es mantenido en el extranjero; 400 000 soldados, mantenidos prisioneros, son enviados a Inglaterra durante años después de terminada la guerra para así evitar que como sus padres no se dediquen a fomentar una revolución una vez de vuelta al país en medio de la miseria europea de la inmediata posguerra(9).

La mayoría de los grupos revolucionarios se entusiasmaron con esos acontecimientos calcando el esquema de la revolución victoriosa en Rusia con el surgimiento del proletariado contra la guerra. Sin embargo, del mismo modo que no se baña uno dos veces en las mismas aguas de un río, tampoco las condiciones de 1917 iban a reproducirse pues la burguesía había sacado lecciones de entonces.

Tras el impresionante movimiento de los obreros de Italia en 1943, habrán de pasar dos años antes de que la minoría revolucionaria más clarividente saque lecciones de aquel fracaso obrero. A nivel internacional, la burguesía supo guardar la iniciativa y se benefició de la ausencia de de partidos revolucionarios, sin que la clase obrera pudiese aprovecharse otra vez de las condiciones impuestas por la guerra mundial para orientarse hacia la revolución.

«Enriquecido por la experiencia de la primera guerra, incomparablemente mejor preparado ante la eventualidad de la amenaza revolucionaria, el capitalismo internacional reaccionó solidariamente con una extrema habilidad y prudencia contra un proletariado decapitado además de su vanguardia. A partir de 1943, la guerra se transforma en guerra civil. Al afirmar esto, nosotros no queríamos decir, en absoluto, que los antagonismos interimperialistas hubieran desaparecido, o que hubieran dejado de desarro­llarse en la continuación de la guerra. Estos antagonismos subsistían y no hacían más que aumentar, pero en menor medida y con carácter secundario, en comparación con la gravedad que presentaba para el mundo capitalista la amenaza de una explosión revolucionaria.

La amenaza revolucionaria iba a ser el centro de los planteamientos y las preocupaciones del capitalismo en los dos bloques: es la que iba a determinar en primer lugar el curso de las operaciones militares, su estrategia y el sentido de su desarrollo. (...) Contrariamente a la primera guerra imperialista en la cual el proletariado, una vez iniciado el curso revolucionario, guardó la iniciativa, imponiendo al capitalismo mundial el final de la guerra, en esta guerra, en cambio, es el capitalismo quien se adueñará de la iniciativa ante los primeros signos de revolución en Italia, en julio de 1943, y proseguirá implacable la guerra civil contra el proletariado, impidiendo por la fuerza cualquier concentración de fuerzas proletarias, no detendrá la guerra ni siquiera cuando, tras el hundimiento y la desaparición del gobierno de Hitler, Alemania pide con insistencia el armisticio, para asegurarse mediante una mostruosa carnicería y una masacre preventiva increíble que al proletariado alemán no le quedaba ninguna veleidad de amenaza revolucionaria. (...) La revuelta de los obreros y soldados, quienes en algunas ciudades habían conseguido neutralizar y detener a los fascistas, ha obligado a los aliados a precipitar el fin de esta guerra de exterminio antes de lo previsto.»(10)

La acción de las minorías revolucionarias

Si la guerra se produjo fue, como ya hemos visto, porque se había rematado el proceso de degeneración de la IIIª Internacional y del paso al campo de la burguesía de los partidos comunistas. Habían sido derrotadas las minorías revolucionarias que lucharon con un enfoque de clase contra el estalinismo y el fascismo, habían sido perseguidas y expulsadas de los países democráticos, eliminadas y deportadas en Rusia y en Alemania. De la unidad mundial que habían sido las Internacionales cada una de su época, no quedaban más que retazos, fracciones, minorías dispersas a menudo sin vínculos entre sí. El movimiento de la Oposición de izquierda con Trotski, que había sido una corriente de combate contra la degeneración de la revolución en Rusia, acabó enfangándose en posiciones oportunistas sobre el Frente único (posibilidad de alianza con los partidos de izquierda de la burguesía) y el heredero de ese Frente, el «antifascismo». Trotski muere asesinado como Jaurès, porque para la burguesía mundial simbolizaba, al iniciarse el segundo holocausto mundial, el peligro proletario con mucha mayor intensidad que el tribuno francés de la IIª Internacional. En cambio, sus partidarios no valen más que los socialpatrioteros de principios de siglo pues también ellos toman partido por un campo imperialista: el de Rusia y el de la Resistencia.

Casi todas las minorías revolucionarias, frágiles embarcaciones en medio de la mayor desesperanza del proletariado, se habían ido rompiendo antes de iniciarse la guerra. La única que se mantuvo es la Fracción italiana, en torno a la revista Bilan, que desde los primeros años 30 venía afirmando que el movimiento obrero había entrado en un período de derrotas que desembocaría en la guerra(11).

El paso a la clandestinidad acarreó primero la dispersión, la pérdida de valiosísimos vínculos contraídos durante años. En Italia no quedó ningún grupo organizado. En Francia sólo será en 1942, en plena guerra imperialista, cuando se agruparán militantes que habían luchado en las filas de la Fracción italiana refugiada en aquel país y que habían dejado bien definidas las posiciones políticas de clase contra el oportunismo de las organizaciones trotskistas. Se llamará el Núcleo (Noyau) francés de la Izquierda comunista. Aquellos valerosos militantes redactaron una declaración de principios con el rechazo sin concesiones de la «defensa de la URSS»:

«El Estado soviético, instrumento de la burguesía internacional, ejerce una función contrarrevolucionaria. La defensa de la URSS en nombre de lo que queda de las conquistas de Octubre debe ser por lo tanto rechazada y, al contrario, lo que debe hacerse es luchar sin concesiones contra los agentes estalinistas de la burguesía (...) La democracia y el fascismo son dos caras de la dictadura de la burguesía que corresponden a sus necesidades económicas y políticas en momentos determinados. Por consiguiente, la clase obrera, que debe instaurar su propia dictadura una vez que haya destruido el Estado capitalista, no tiene que tomar partido por una u otra de sus formas.»

Se establecen contactos con elementos de la corriente revolucionaria en Bélgica, Holanda y con revolucionarios austriacos refugiados en Francia. En las peligrosas condiciones de la clandestinidad, a partir de Marsella, se organizan debates importantes sobre las razones del nuevo fracaso del movimiento obrero, sobre la nueva delimitación de las «fronteras de clase». Esta minoría revolucionaria seguirá a pesar de todo interviniendo contra la guerra capitalista, por la emancipación del proletariado, en perfecta continuidad con el combate de la IIIª Internacional en sus principios. Otros grupos habrán de surgir, con mayor o menor claridad, del ámbito trotskista, negándose también a apoyar a la URSS imperialista y contra todos los chovinismos: el grupo español de Munis, los Revolutionäre kommunisten Deutschlands y grupos consejistas holandeses. Los panfletos de esos grupos contra la guerra, difundidos clandestinamente, en los asientos de los trenes y otros lugares, son agriamente insultados por la burguesía «resistente», desde los estalinistas a los demócratas, tratados de «hitlero-trotskistas». Y encima quienes difunden esos panfletos corren el riesgo de ser fusilados in situ. (véase documentos publicados abajo y su presentación).

En Italia, tras el poderoso movimiento de lucha de 1943, los elementos de la Izquierda dispersos se agrupan en torno a Damen y después en torno a la figura mítica de Bordiga, personalidad de la izquierda de la IIª y la IIIª Internacionales. Forman, en julio de 1943, el Partito comunista internazionalista, pero, creyendo como la mayoría de los revolucionarios que iba a generarse un nuevo ímpetu insurreccional en la clase obrera, acabarán teniendo que tragar la llamada Liberación capitalista y, a pesar de su valor tendrán las mayores dificultades para defender posiciones claras ante unos obreros arrastrados por los cantos de sirena burgueses(12). Serán incapaces de favorecer el agrupamiento de los revolucionarios a nivel internacional y se encontrarán en el estado de ínfima minoría después de la guerra. Y se negarán a todo trabajo serio con el núcleo francés que empezó entonces a llamarse Izquierda comunista de Francia(13).

De hecho, a pesar de todo el valor que pusieron, los grupos revolucionarios que defendieron posiciones de clase, internacionalistas, durante la Segunda Guerra mundial, no podían influir en el curso de los acontecimientos, debido a la terrible derrota que había sufrido el proletariado y a la capacidad de la burguesía en adelantarse sistemáticamente para impedir que se desarrollara cualquier movimiento de clase verdaderamente amenazador. Pero su contribución al combate histórico del proletariado no podía quedar ahí. Era urgente una reflexión que permitiera sacar las enseñanzas de los considerables acontecimientos que acababan de desarrollarse, una reflexión que había que proseguir hasta nuestros tiempos.

¿Qué enseñanzas para los revolucionarios?

Respetar la tradición marxista que esos grupos del pasado mantuvieron es ser capaces de seguir con su método crítico, pasar por el tamiz nosotros también sus errores. En eso consiste ser fiel al combate que llevaron a cabo. Si la Izquierda comunista de Francia supo corregir su error de análisis sobre la posibilidad de una inversión del curso a la guerra mundial, sin haber sacado necesariamente todas las implicaciones de que la guerra ya no favorece la revolución, los demás grupos, especialmente en Italia, mantuvieron la visión esquemática del «derrotismo revolucionario».

Al formar de modo voluntarista y aventurista un partido en Italia en torno a personalidades de la IC como Bordiga y Damen, los revolucionarios italianos no se dieron realmente los medios de «restaurar los principios», y menos todavía de sacar las verdaderas enseñanzas de la experiencia pasada. Ese Partido comunista internacionalista no sólo iba a fracasar, transformándose rápidamente en secta, sino que acabaría favoreciendo el rechazo al método de análisis marxista con un dogmatismo estéril, repitiendo los esquemas del pasado, sobre la cuestión de la guerra en particular. El PCInt persiste, en la Liberación, en creer en la apertura de un ciclo revolucionario, parodiando a Lenin: «La transformación de la guerra imperialista en guerra civil comienza después de terminada aquélla»(14). Retomar el análisis de Lenin según el cual cada proletariado debía «desear la derrota de su propia burguesía» como palanca de la revolución, que ya era una posición errónea en aquella época, pues podía dar a entender que los obreros de los países vencedores no tendrían a su disposición una palanca así, basar el éxito de la revolución en el fracaso de su propia burguesía era hacer análisis con abstracciones automáticas. En realidad, ya en la primera ola revolucionaria misma, la guerra, tras haber sido un fermento importantísimo en la movilización del proletariado, había desembocado en una división de éste, entre obreros de países vencidos, más combativos y más lúcidos, y los de los países vencedores sobre los que la burguesía logró hacer pasar la euforia de la «victoria» para así paralizar su combate y anegar su toma de conciencia. Además, la experiencia de los años 17 y 18 había demostrado que, frente a un movimiento revolucionario que se desarrolla a partir de la guerra mundial, la burguesía dispone siempre de una baza que desde luego jugó en noviembre de 1918 cuando se estaba desarrollando la revolución en Alemania, la baza de poner fin a la guerra, o sea, suprimir la base principal de la acción y de la toma de conciencia del proletariado.

En su tiempo, nuestros compañeros de la Izquierda comunista se equivocaron cuando, basándose en el único ejemplo de la revolución rusa, habían subestimado las consecuencias paralizadoras de la guerra imperialista mundial para el proletariado. La IIª Guerra mundial proporcionaría los elementos para analizar mejor esta cuestión crucial. Por eso, repetir hoy los errores del pasado, es entorpecer el verdadero camino hacia los enfrentamientos de clase, siendo incapaces de enriquecer el método marxista, no sabiendo ser la dirección que el proletariado necesita. Eso es lo que demuestran desgraciadamente quienes pretenden ser los únicos herederos de la Izquierda comunista italiana(15). La cuestión de la guerra siempre ha sido una cuestión de primer plano en el movimiento obrero. Al igual que la explotación y las agresiones resultantes de la crisis económica, la guerra imperialista moderna sigue siendo un factor de la mayor importancia en la toma de conciencia de la necesidad de la revolución. Es evidente que la permanencia de las guerras en la fase de decadencia del capitalismo debe ser un valioso factor de reflexión. Hoy, cuando el desmoronamiento del diabolizado bloque del Este ha dejado momentáneamente de lado la posibilidad de una nueva guerra mundial, esa reflexión no debe agotarse. Las guerras que hoy estamos viviendo en los confines de Europa deben servir de acicate para recordar al proletariado que «quien olvida la guerra la sufrirá algún día»(16). Es de la más alta responsabilidad del proletariado el alzarse contra esta sociedad en descomposición. La perspectiva de otra sociedad dirigida por el proletariado pasa necesariamente por su toma de conciencia de que debe luchar en su terreno de social y encontrar su fuerza. La lucha del proletariado consciente es una lucha en el extremo opuesto al Estado y por lo tanto radicalmente opuesta a los objetivos militares de la burguesía.

Pese a los cánticos ensalzadores del «nuevo orden mundial» instaurado en 1989, la clase obrera de los países industrializados no debe hacerse la menor ilusión sobre el respiro que le prometen en espera de una próxima destrucción de la humanidad. Es éste un destino que el capital nos depararía de manera ineluctable, ya sea como resultado de una tercera guerra mundial, en caso de que se formara un nuevo sistema de bloques imperialistas, ya sea de la putrefacción de la sociedad acompañada de hambres, epidemias y de una multiplicación de conflictos guerreros en los cuales las armas nucleares, que hoy se diseminan por todas partes, volverían a ser usadas.

La alternativa sigue siendo: o revolución comunista o destrucción de la humanidad. Unidos y determinados, los proletarios pueden desarmar a la minoría que maneja el mundo e incluso desactivar las bombas atómicas. Debemos pues combatir con firmeza el argumento pacifista burgués, que no ha cambiado, de que esas técnicas modernas de armamento impediría desde ahora en adelante toda revolución proletaria. La técnica es producto de los hombres, obedece a una política determinada. La política imperialista viene estrechamente determinada, como nos lo demuestra el desarrollo de la IIª Guerra mundial, por la sumisión de la clase obrera. Y, desde la reanudación histórica del proletariado, a finales de los años 60, todo lo que está en juego se plantea simultáneamente, aunque el proletariado no saque todas les lecciones de la situación. Allí donde la guerra no causa estragos, la crisis económica se ahonda, duplicando la miseria, poniendo al desnudo la quiebra del capitalismo.

Las minorías revolucionarias deben pasar por el tamiz la experiencia anterior. Era «medianoche en el siglo» en medio del crimen más monstruoso que la humanidad haya conocido, pero todavía sería más criminal creer que habrían desaparecido los riesgos de destrucción total de la humanidad. Denunciar las guerras actuales no basta, las minorías revolucionarias deben ser capaces de analizar los entresijos de la política imperialista de la burguesía mundial, no con la pretensión de acabar con un militarismo que está asolando todas las partes del mundo, sino para indicar al proletariado que la lucha, mucho más que «en el frente» debe llevarse a cabo «en la retaguardia».

Combatir la guerra imperialista omnipresente, luchar contra los ataques de la crisis económica burguesa, significa desarrollar toda una serie de luchas y de experiencias que desembocarán en la etapa de guerra civil revolucionaria allí donde la burguesía cree tener la paz. Un largo período de combates de clase es todavía necesario, nada será fácil.

El proletariado no tiene opción. El capitalismo sólo a la destrucción de la humanidad conduce, si el proletariado fuera incapaz una vez más de destruirlo.

Damien


[1] Sobre Italia y su Estado puede leerse los artículos de la serie titulada «Cómo está organizada la burguesía» en la Revista internacional, nº 76 y 77.

Series: 

  • Las conmemoraciones de 1944 [23]

Acontecimientos históricos: 

  • IIª Guerra mundial [24]

Cuestiones teóricas: 

  • Fascismo [25]
  • Guerra [26]

Documentos - La Izquierda comunista de Francia, 1944

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Publicamos a continuación un panfleto de la Fracción francesa de la Izquierda comunista que fue pegado en los muros de Paris en agosto de 1944 para oponerse a la orden de movilización general lanzada por los F.F.I. (Fuerzas francesas del interior) el día 18 de agosto. También publicamos el artículo aparecido en la primera página de L’Etincelle (La Chispa), periódico del mismo grupo, publicado igualmente en Agosto de 1944.

La Fracción francesa de la Izquierda comunista había nacido en Marsella a principios de ese mismo año. Anteriormente, en el año 1942, una decena de elementos franceses se había puesto en contacto con la Fracción italiana de la Izquierda comunista[1] reconstituida en Marsella. Entre estos elementos, algunos acababan de romper con el trotskismo y otros, aún muy jóvenes, se acercaban por primera vez a posiciones políticas revolucionarias.

Un poco de historia

La Izquierda comunista italiana (ICI) es bien conocida por nuestros lectores. Sin embargo queremos señalar, una vez más, que la Izquierda italiana posee una larga tradición política, teórica y de lucha, en el seno del movimiento obrero italiano e internacional. Su existencia se remonta a algunos años antes de la 1ª Guerra mundial (al combate de las juventudes del Partido Socialista Italiano contra la guerra colonial en Tripolitania[2], (1910-1912). La ICI es el principal actor de la creación en Livorno del Partido comunista italiano en 1921. A mitad de los años 20, la ICI mantuvo siempre posiciones revolucionarias contra la Internacional comunista, en proceso de degeneración, y se batió en su seno hasta 1928, fecha de su exclusión definitiva, así como otras corrientes de Izquierda, como la Oposición de izquierdas rusa, con Trotski a la cabeza. Con la llegada del fascismo en Italia, muchos de sus miembros se encontraron en prisión o exiliados en islas del mar Mediterráneo. Desde esa fecha, el combate político e internacionalista de la ICI se da en la emigración, especialmente en Francia y Bélgica, en un primer tiempo en la Oposición de izquierdas internacional, cuando aún no era trotskista, y posteriormente casi en solitario tras su exclusión de esta última.

En los años 30, la oleada revolucionaria había terminado, la revolución rusa estaba aislada y definitivamente vencida, la clase obrera estaba derrotada. A medida que pasaban los años los revolucionarios se encontraban cada vez más solos y aislados de su clase. «Es media noche en el siglo» como dijo Victor Serge. Pero la voluntad comunista de la ICI no se debilitó. Durante todo ese período la ICI mantuvo los principios comunistas e internacionalistas. Fue la única organización que comprendió que el curso histórico no era favorable a la clase obrera y que el curso histórico estaba abierto a la guerra imperialista mundial.

Esta comprensión de la situación política e histórica le permitió comprender que la guerra de España en 1936, así como la guerra de Etiopía o Manchuria no eran más que los preludios de la futura guerra imperialista generalizada. En aquellas circunstancias la ICI supo seguir defendiendo su análisis de que el proletariado estaba derrotado y que por tanto el período no era favorable para la formación de nuevos partidos revolucionarios. Desde ese momento su papel, en tanto que Fracción de un futuro partido comunista, será el de mantener los «principios comunistas» y preparar a «los dirigentes revolucionarios» del futuro partido que nacerá con el resurgimiento del proletariado en otro período histórico.

El inicio de la IIª Guerra mundial dio un golpe definitivo a la ICI, provocando la dispersión de sus miembros. Desapareció en Agosto de 1939, coincidiendo con la declaración de la guerra, momento en el que el Buró Internacional de Bruselas fue disuelto.

Pero, los elementos salidos de la Izquierda italiana se reagruparon en Marsella y decidieron continuar el combate por el internacionalismo proletario, siendo los únicos que solos y a contracorriente denunciaron la guerra imperialista. Llamaron a los proletarios de todos los países de Europa a luchar contra todos los Estados capitalistas: democráticos, fascistas o estalinistas[3].

Una sobrestimación del período histórico

Cuando se desarrollaron importantes movimientos de huelgas en Italia en 1943, en Turín, Milán, etc.[4], al fin se abre una nueva perspectiva ante estos revolucionarios. Estiman que el curso histórico que llevaba a la clase obrera de derrota en derrota se había invertido. «Tras tres años de guerra, Alemania y de hecho, Europa presentan los primeros signos de debilidad... Podemos decir que las condiciones objetivas abren la era de la revolución...» («Proyecto de resolución sobre las perspectivas y las tareas del período transitorio», Conferencia de Julio de 1943)[5].

Los acontecimientos insurreccionales que ocurrieron en Italia eran sin duda muy importantes, pero la burguesía vigilaba y no estaba dispuesta en modo alguno a repetir los mismos errores que había cometido al final de la Iª Guerra mundial y que desembocaron en la revolución en Rusia y Alemania.

Los revolucionarios, por su parte, cometieron un doble error:

  • subestimaron a la burguesía (ver artículo anterior), pensando que de la guerra imperialista surgiría la revolución proletaria como en 1871, 1905 y sobre todo 1917;
  • subestimaron la derrota sufrida por la clase obrera que fue batida ideológicamente a finales de los años 20, después físicamente para al fin ser masacrada y asesinada en la guerra imperialista.

Los documentos que reproducimos a continuación demuestran esta sobrestimación: las consignas llaman a los obreros a no seguir a la Resistencia y organizar sus «Comités de Acción» para seguir el ejemplo de los obreros italianos.

Tras la traición de los partidos comunistas y de los grupos trotskistas pasados con «armas y equipo» a un campo imperialista, el de las «democracias» y el estalinismo, los grupos surgidos de las Izquierdas comunistas fueron, y este es su gran mérito, la expresión de la clase obrera y la única llama revolucionaria e internacionalista frente a toda la histeria nacionalista, patriotera y «revanchista» de la «Liberación». Contra la corriente y contra la unión nacional reforzada: de la derecha a los trotskistas pasando por los estalinistas, estos obreros apátridas de la Izquierda comunista de Francia pegaban y difundían sus panfletos, carteles y periódicos. Era necesario un valor excepcional para oponerse a todos y llamar a los obreros a desertar del encuadramiento de los partisanos, y pasar por entre las redes de la Gestapo, de la policía de Vichy, de los gaullistas o de los matones estalinistas.

Rx

Panfleto

¡ OBREROS !

Las tropas anglo-americanas acaban de reemplazar al gendarme alemán en la labor de represión de la clase obrera y de reintegración en la guerra imperialista.
La Resistencia os empuja hacia la insurrección, pero bajo su dirección y con objetivos capitalistas.
El Partido comunista, tras haber abandonado la causa del proletariado, ha sumido en el patriotismo más funesto a la clase obrera.

Más que nunca vuestra única arma es la lucha de clases sin consideración de fronteras o naciones. Más que nunca vuestro lugar no es ni junto al fascismo, ni junto a la democracia burguesa.

Más que nunca el capitalismo anglo-americano, ruso y alemán son los explotadores de la clase obrera.

La huelga que se ha desencadenado ha sido provocada por la burguesía y por sus inte­ reses.

Mañana para luchar contra el desempleo que ella no puede resolver, seréis movilizados y enviados al frente imperialista.

¡ OBREROS !
- No respondáis a la insurrección porque se hará con vuestra sangre y para el bien del capitalismo internacional.
- Actuad como proletarios y no como franceses vengativos.
- Negaos a ser reintegrados en la guerra imperialista.

¡ OBREROS !
- Organizad vuestros comités de acción y cuando las condiciones lo permitan, seguid el ejemplo de los obreros italianos.

El capitalismo internacional no puede vivir más que en la guerra.

¡ Los ejércitos anglo-americanos os lo harán comprender del mismo modo que os lo ha hecho sentir el ejército alemán !

¡ Sólo saldréis de la guerra imperialista con la guerra civil !

¡ PROLETARIADO CONTRA CAPITALISMO!

Izquierda comunista francesa

L’Etincelle (La Chispa) - Agosto de 1944

Obreros,

Tras cinco años de guerra, con su corolario de miseria, muertes y carnicería, la burguesía se debilita por los golpes de una crisis que abre las puertas de la guerra civil. Europa sera mañana un vasto campo en erupción en el que los Ejércitos contrarrevolucionarios ingleses, americanos y rusos, intentaran implacablemente ahogar los movimientos revolucionarios de la clase obrera.

La labor de represión ya se ha repartido entre los beligerantes. Italia, vasto campo de experimentación, ha enseñado al capitalismo el peligro de dejar subsistir en el camino de la guerra a concentraciones obreras susceptibles siempre de reaparecer como clase independiente, como lo han demostrado los obreros italianos.

Por eso, desde hace dos años Alemania os almacena en enormes fábricas donde, codo a codo, los proletarios europeos se desloman y revientan fabricando armas para la guerra imperialista. Por eso desde hace dos años los patrioteros a sueldo del capitalismo os empujan hacia el maquis para haceros perder vuestra conciencia de clase intentando transformaros en vengativos patriotas. Todos los grandes centros industriales importantes de Francia son vaciados sistemáticamente para disminuir los riesgos de la guerra civil y conseguir la reducción de los focos revolucionarios que brotarían de esta guerra.

El desgaste de todas las energías obreras se hace con el espíritu político de debilitar vuestra conciencia para encerraros como animales, para controlaros y abatiros en cuanto expreséis vuestros primeros murmullos.

Actualmente la guerra no se juega entre los imperialismos beligerantes, sino entre el capitalismo consciente de su voluntad de continuar en el poder a pesar de la imposibilidad que le impone la Historia, y el proletariado, cegado hoy por la demagogia, pero que surgirá espontáneamente de los marcos del sistema burgués.

Las armas demagógicas y represivas del capitalismo ya están actuando.

A los campos de concentración, al maquis, a la feroz explotación de todos los obreros en Alemania se están ahora añadiendo los bombardeos de las ciudades, sobre todo aquellas en las que hay movimientos huelguísticos, como Milán, Nápoles o Marsella. Por la radio, el engaño burgués alimenta un discurso y un lenguaje protegiéndose con la aureola de la Revolución de Octubre, y que desde 1933, fecha de la muerte de la Internacional Comunista, os ha conducido de derrota en derrota a la guerra imperialista.

El Ejército Rojo, usurpando el glorioso nombre de un ejército obrero que luchaba revolucionariamente por la dictadura del proletariado, va a continuar la obra de muerte del fascismo, con su etiqueta de Soviets para disfrazar bajo una unanimidad creada a golpe de fuerza, la explotación capitalista.

De Gaulle, «ese negrero» como lo llamaban antes de 1941 los estalinistas, en un abrazo angloamericano y ruso os ahogará bajo el uniforme kaki de vuestra nueva movilización.

Europa está madura para la guerra civil, el capitalismo está dispuesto a reaccionar para conduciros hacia la guerra imperialista.

Obreros, cada arma del capitalismo contiene en sí misma un arma peligrosa para él.

A la reducción de los focos revolucionarios, la situación responde con una concentración más densa de la clase obrera en un punto neurálgico del capitalismo.

Ante la política patriotera, la solidaridad proletaria se crea en las fábricas alemanas y se reforzará por la necesidad ineluctable para los obreros de defenderse en tanto que obreros en una Europa precipitada mañana en el hambre y el desempleo.

La crisis que se desencadenará después de la transformación de la guerra imperialista en guerra civil no librará a los ejércitos imperialistas de los sobresaltos sociales de su retaguardia, así como de la contaminación revolucionaria que vendrá de las insurrecciones del proletariado europeo que los ejércitos deberán aplastar. La causa del proletariado francés esta irremediablemente ligada a la causa del proletariado europeo tras cuatro años de concentración y centralización económicas. Los enemigos más peligrosos para la clase obrera europea y mundial son los capitalistas anglo-americanos y rusos que no van a dejarse desposeer.

Obreros, sea el que sea el nombre que deis a vuestros organismos unitarios, el ejemplo de los Soviets rusos de la Revolución de Octubre de 1917 debe mostraros el camino, sin compromisos ni oportunismos, del poder.

Ni la democracia, ni el estalinismo con su demagogia de «Pan, Paz y Libertad» podrán liberaros del hambre que despunta, en un mundo donde el capitalismo no puede aportar más que la guerra.

La sociedad se encuentra en un atolladero infranqueable sin la Revolución proletaria.

El primer paso que dar es quebrantar la guerra imperialista con una clara conciencia de clase que proclame ante todo la lucha de clases en todas partes y siempre. La crisis en la burguesía mundial, que se ha abierto en Alemania e Italia, crea las condiciones y las armas favorables para la guerra civil, inicio espontáneo de la Revolución.

¡Obreros!, romped con toda esa anglolocura, americanolocura y rusolocura.

Rechazad todo patriotismo con el, que ni siquiera el mismo capitalismo sabe que hacer.

Proclamad vuestra solidaridad de clase y organizadla para poder resistir victoriosamente el día de la Revolución.

Romped con todos los partidos que han traicionado la causa de la clase obrera porque os han conducido a esta guerra imperialista y en ella os quieren mantener. El gaullismo, la socialdemocracia, el trotskismo, el estalinismo, son todos ellos los disfraces tras los que el enemigo de clase intentará penetrar en vuestras filas para derrotaros.

¡Obreros! La salvación no puede venir más que de vosotros porque la Historia os ha dado todas las posibilidades de comprender vuestra misión histórica y las armas para cumplirla.

¡De ahora en adelante por la transformación de la guerra imperialista en guerra civil!.

¡Los obreros italianos os han mostrado el camino, debéis responder golpe por golpe a la contra-revolución que se esconde en vuestras filas!.

La Fracción francesa
de la Izquierda comunista


[1] Ver La Izquierda comunista italiana, folleto de la CCI.

[2]  En la actualidad, Libia.

[3] Ver «Manifiesto de la Izquierda comunista a los proletarios de Europa» en el folleto citado.

[4] Ver Revista internacional nº 75, 1993.

[5] Ver Internationalisme, publicación de la Izquierda comunista en Francia, nº 5, año 1945.

 

Series: 

  • La Izquierda Comunista de Francia [28]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Izquierda Comunista [29]

desarrollo de la conciencia y la organización proletaria: 

  • Izquierda comunista francesa [30]

Polémica con Prometeo y Communist Review - La concepción del BIPR sobre la decadencia del capitalismo

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¿Es la guerra imperialista una solución
a la crisis de los ciclos de acumulación del capitalismo?

El futuro Partido comunista mundial, la nueva Internacional, se constituirá sobre posiciones políticas que superen los errores, insuficiencias o cuestiones no resueltas, del anterior partido, la Internacional Comunista. Por esa razón es vital que prosiga el debate sobre las posiciones de base de las organizaciones que se reivindican de la Izquierda comunista. Entre esas posiciones, consideramos fundamental la noción de decadencia del capitalismo. Hemos demostrado, en los números precedentes de la Revista Internacional que la ignorancia de esta noción por parte de la corriente bordiguista la lleva a aberraciones teóricas sobre la cuestión de la guerra imperialista y, por consiguiente, a un desarme político de la clase obrera[1].

Abordamos en este artículo las posiciones del Partito comunista internazionalista y de la Communist Workers’ Organisation (CWO), que forman el Buró internacional para el partido revolucionario (BIPR)[2], organizaciones que sí defienden claramente la necesidad de la Revolución comunista y la fundamentan en el análisis de que el capitalismo, desde la Iª Guerra mundial, ha entrado en su fase de decadencia.

Sin embargo, aún distinguiéndose así de los grupos bordiguistas que rechazan la noción de decadencia del capitalismo, tanto Battaglia Comunista (BC) como el BIPR, defienden toda una serie de análisis que suponen, a nuestro juicio, una relativización o incluso, una negación, de la noción de decadencia del capitalismo.

En este artículo, examinaremos una serie de argumentos que defienden esas organizaciones sobre el papel de las guerras mundiales y sobre la naturaleza del imperialismo, que, a nuestro juicio, les dificultan para defender hasta al fondo y hasta el final, en todas sus implicaciones, la posición comunista sobre la decadencia del capitalismo.

La naturaleza de la guerra imperialista

El BIPR explica la guerra imperialista generalizada, fenómeno esencial del capitalismo decadente, de la manera siguiente: «Y de la misma forma que en el siglo XIX las crisis del capitalismo conducían a la devaluación del capital existente (por medio de las quiebras), abriendo así un nuevo ciclo de acumulación fundado sobre la concentración y la fusión, en el siglo XX, las crisis del imperialismo mundial no pueden resolverse más que por una devaluación comparativamente más grande todavia del capital existente, por la quiebra económica de países enteros. Tal es precisamente la función de la guerra mundial. Como ocurrió en 1914 y 1939, es la “solución” inexorable del imperialismo a la crisis de la economía mundial»[3].

Esta visión de la «función económica de la guerra mundial», «quiebra económica de países enteros» por analogía con las quiebras del siglo pasado, significa, de hecho, concebir la guerra imperialista como «solución» que encuentra el capitalismo para relanzar «un nuevo ciclo de acumulación» lo que significa atribuir a la guerra mundial una racionalidad económica.

Las guerras del siglo pasado tenían esa racionalidad: permitían, en el caso de las guerras nacionales (como la italiana o la franco-prusiana) constituir grandes unidades nacionales que significaban un avance real en el desarrollo del capitalismo, y, en el caso de las guerras coloniales, extender las relaciones de producción capitalistas a las más remotas regiones del globo, contribuyendo a la formación del mercado mundial.

No ocurre lo mismo en el siglo XX, en la época de decadencia del capitalismo. La guerra imperialista no tiene una racionalidad económica. Aunque la «función económica» de la guerra mundial de destrucción de capital puede parecerse a lo que ocurría en el siglo pasado, son sólo apariencias. Como lo presiente confusamente el BIPR escribiendo la palabra «solución», así entre comillas, la función de la guerra en el siglo XX es radicalmente diferente. No es ni mucho menos una solución a una crisis cíclica «que abriría un nuevo ciclo de acumulación», sino que es la expresión más aguda de la crisis permanente del capitalismo, expresa la tendencia al caos y a la desintegración que se ha apoderado del capitalismo mundial y es, más aún, un potente acelerador de esa tendencia.

Los últimos 80 años han confirmado plenamente este análisis. Las guerras imperialistas son la expresión más acabada del engranaje infernal de caos y desintegración en el que está atrapado el capitalismo en su época de decadencia. Ya no se trata de un ciclo que pasa de una fase de expansión a una fase de crisis, de guerras nacionales y coloniales, para desembocar en un nueva expansión que expresa el desarrollo global del modo de producción capitalista, sino de un ciclo que pasa de la crisis a la guerra imperialista generalizada por el reparto del mercado mundial, y luego de la reconstrucción de la posguerra a una nueva crisis más amplia, como así ha ocurrido en dos ocasiones en este siglo.

La naturaleza de la reconstrucción tras la IIª Guerra mundial

Para el BIPR «el capitalismo ha vivido, desde luego, las dos crisis precedentes (se refiere a la Iª y la IIª Guerra mundial) de una manera dramática, pero tenía todavía por delante márgenes suficientemente vastos donde obtener un desarrollo ulterior incluso en el marco general de la decadencia»[4].

El BIPR se da cuenta de la gravedad de las destrucciones, de los sufrimientos, que causan las guerras imperialistas y por eso dicen que son algo «dramático». Pero también las guerras en el período ascendente eran «dramáticas»: causaban destrucciones, hambre, sufrimientos incontables. El capitalismo nació como decía Marx «en el lodo y en la sangre».

Sin embargo, hay una diferencia abismal entre las guerras del período ascendente y las guerras del período decadente: en las primeras «el capitalismo tenía aún márgenes suficientemente vastos de desarrollo» por decirlo en palabras del BIPR, en las segundas esos márgenes se han reducido dramáticamente y no ofrecen un campo suficiente para la acumulación de capital.

Ahí reside la diferencia esencial entre las guerras de uno y otro período, entre ascendencia y decadencia del capitalismo. Por tanto, pensar que tras la Iª y la IIª Guerra mundial, el capitalismo «tenía aún márgenes suficientemente vastos de desarrollo» es echar por tierra la esencia del período decadente del capitalismo.

Es evidente que este análisis sobre los «márgenes de desarrollo del capitalismo» en la decadencia está muy ligado a las explicaciones del BIPR sobre la crisis basadas únicamente en la teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, sin tener en cuenta la teoría desarrollada por Rosa Luxemburgo sobre la saturación del mercado mundial; sin embargo, sin entrar aquí en esta discusión, un simple balance de la reconstrucción que siguió a la IIª Guerra mundial desmiente esos pretendidos «márgenes de desarrollo».

Según las apariencias tras el cataclismo de la guerra, en 1945 la economía mundial no solo habría «vuelto a la normalidad» sino que incluso habría superado los niveles de crecimiento precedentes. Sin embargo, no podemos deslumbrarnos ante las cifras apabullantes de crecimiento que dan las estadísticas. Dejando de lado el problema de la manipulación de las mismas por los gobiernos y los agentes económicos, fenómeno que existe pero que es totalmente secundario para el caso que nos ocupa, tenemos la obligación de analizar la naturaleza y la composición de ese crecimiento.

Si procedemos a ese análisis vemos que una parte importante del mismo la componen, por una parte, la producción de armas y los gastos de defensa, y, por otra, toda una serie de gastos (burocracia estatal, marketing y publicidad, medios de «comunicación») que son totalmente improductivos desde el punto de vista de la producción global.

Empecemos por la cuestión del armamento. A diferencia del periodo posterior a la Iª Guerra mundial, en 1945, los ejércitos no se desmovilizan totalmente y los gastos de armamento aumentan de forma prácticamente ininterrumpida hasta finales de los años 80.

Los gastos militares representaban para USA antes del derrumbe de la URSS un 10% del producto nacional bruto. En esta última constituían un 20-25%, en los países de la Unión Europea alcanzan actualmente un 3-4%, en países del «Tercer mundo» llegan en muchos casos al 25 %.

La producción de armamentos aumenta en un primer momento el volumen de producción, sin embargo, en la medida en que esos valores creados no «vuelven» al proceso productivo sino que su destino es o la destrucción, o la oxidación abarrotando cuarteles o silos nucleares, a la larga representan una esterilización, la destrucción de una parte de la producción global: con la producción de armas y los gastos militares «una parte cada vez más grande de esta producción va a productos que no aparecen en el ciclo siguiente. El producto deja la esfera de la producción y ya no vuelve a ella. Un tractor vuelve a la producción bajo la forma de gavillas de trigo, un tanque no»[5].

Del mismo modo, el período de posguerra significó un incremento formidable de los gastos improductivos: el Estado ha desarrollado una inmensa burocracia, las empresas han seguido la pauta aumentando de forma desproporcionada los sistema de control y administración de la producción, la comercialización de los productos, ante las dificultades de su venta en el mercado, ha tomado proporciones cada vez más grandes hasta el extremo de representar hasta el 50 % del precio de las mercancías. Las estadísticas capitalistas atribuyen a esta masa formidable de gastos un signo positivo, contabilizándolos como «sector terciario». Sin embargo, esa masa creciente de gastos improductivos constituye más bien una sustracción para el capital global. «En cuanto las relaciones de producción capitalistas dejan de ser portadoras de un desarrollo de las fuerzas productivas para convertirse en estorbos de ese mismo desarrollo, todos los “gastos accesorios” que ocasionan se convierten en un simple derroche. Es importante darse cuenta que esta inflación de gastos accesorios ha sido un fenómeno inevitable que le ha venido impuesto al capitalismo con tanta violencia como sus contradicciones. La historia de las naciones capitalistas del último medio siglo está llena de “políticas de austeridad”, de intentos de dar marcha atrás, de luchas contra la expansión intolerable de los gastos del Estado, de los gastos improductivos en general... Todas esas tentativas se transforman sistemáticamente en fracasos... (pues) cuanto mayores son las dificultades que se presentan al capitalismo, más tiene que desarrollar los gastos accesorios. Este círculo vicioso, esta gangrena que va consumiendo al sistema no es más que uno de los síntomas de una sola enfermedad: la decadencia»[6].

Una vez vista la naturaleza del crecimiento tras la IIª Carnicería imperialista, veamos ahora su distribución en las distintas áreas del capitalismo mundial.

Empezando por la ex-URSS y los países que constituyeron su bloque, una porción nada despreciable de la «reconstrucción» en la URSS consistió en el traslado de fábricas enteras desde Checoslovaquia, Polonia, Hungría, la ex-RDA, Manchuria etc. al territorio de la URSS, con lo que no tenemos globalmente un verdadero crecimiento sino un simple cambio de ubicación geográfica.

Por otro lado, como hemos puesto en evidencia desde hace años[7], la economía de los regímenes estalinistas producía mercancías de una calidad más que dudosa, de tal forma que en una gran proporción eran inservibles. Sobre el papel la producción ha podido crecer a niveles «formidables» y los compañeros del BIPR se lo creen a pies juntillas[8], pero en realidad, el crecimiento ha sido en gran parte ficticio.

Referente a los países salidos de las sucesivas oleadas de «descolonización», en el artículo «Naciones nacidas muertas»[9] pusimos en evidencia el fraude de esas «tasas de crecimiento mayores que en el mundo industrializado». Hoy podemos ver que un gran número de esos países ha entrado en un proceso acelerado de caos y descomposición, de hambre, epidemias, destrucciones y guerras. En estos países la guerra imperialista como modo de vida permanente del capitalismo decadente se ha impuesto desde el principio como una plaga devastadora constituyendo un terreno de enfrentamiento permanente de las grandes potencias con la complicidad activa de las burguesías locales.

Desde un punto de vista estrictamente económico la inmensa mayoría de esos países está atascada desde hace más de un decenio en una situación de marasmo total. Y hoy, por ejemplo, las «altísimas» tasas de crecimiento de los famosos «cuatro dragones asiáticos» no deben engañarnos. Esos países se han hecho un pequeño hueco en el mercado mundial a base de vender a precios irrisorios ciertos productos de consumo y algunos elementos auxiliares de la industria electrónica. Esos precios salen, por una parte, de la sobreexplotación de la mano de obra[10], y, sobre todo, del recurso sistemático a los créditos estatales a la exportación y al dumping (venta por debajo del valor).

Estos países no pueden escapar, como los demás, a una ley implacable que opera sobre todas las naciones que han llegado demasiado tarde al mercado mundial: «la ley de la oferta y la demanda va en contra de cualquier desarrollo de nuevos países. En un mundo en donde los mercados se hallan saturados, la oferta supera a la demanda y los precios están determinados por los costes de producción más bajos. Por esto, los países que tienen los costes de producción más elevados se ven obligados a vender sus mercancías con beneficios reducidos cuando no lo hacen con pérdidas. Esto reduce su tasa de acumulación a un nivel bajísimo y, aún con una mano de obra muy barata, no consiguen realizar las inversiones necesarias para la adquisición masiva de una tecnología moderna, lo que por consiguiente ensancha aún más la zanja que separa a esos países de las grandes potencias industriales»[11].

En cuanto a los países industrializados es cierto que han experimentado entre 1945 y 1967, un auténtico crecimiento económico (del que debe descontarse el volumen enorme de los gastos militares e improductivos).

Sin embargo debemos hacer como mínimo dos precisiones. En primer lugar «algunas tasas de crecimiento alcanzadas desde la IIª Guerra mundial se acercan, y a veces superan, las de la fase ascendente del capitalismo antes de 1913. Así ocurre con países como Francia y Japón... no es ni mucho menos el caso de la primera potencia industrial, los USA (la mitad de la producción mundial a finales de los 50) cuya tasa de crecimiento anual medio entre 1957-65 era del 4,6% contra el 6,9% de media entre 1850-1880»[12]. Abundando más, nuestro folleto pone en evidencia que la producción mundial entre 1913 y 1959 (incluyendo la fabricación de armamentos) creció un 250%, en cambio si lo hubiera hecho al ritmo medio de 1880-90, período de apogeo del capitalismo, habría crecido un 450%[13].

En segundo lugar, el crecimiento de estos países se ha hecho a expensas del empobrecimiento creciente del resto del mundo. Durante los años 70 el sistema de créditos masivos a los países del «tercer mundo» por parte de los grandes países industrializados para que absorbieran sus enormes stocks de mercancías invendibles, dio la apariencia de un «gran crecimiento» en toda la economía mundial. La crisis de la deuda que estalló desde 1982 deshinchó este enorme globo poniendo en evidencia un problema gravísimo para el capital: «durante años una buena parte de la producción mundial no se ha vendido sino que, sencillamente, se ha regalado. Esta producción, que puede corresponder a bienes realmente fabricados, no es pues una producción de valor, que es lo único que interesa al capitalismo. No ha permitido una auténtica acumulación de capital. El capital global se ha reproducido sobre bases cada vez más exiguas. O sea que, considerado como un todo, el capitalismo no se ha enriquecido, al contrario se ha empobrecido»[14].

Es significativo que tras la crisis de la deuda en el Tercer mundo cuyo período álgido fue 1982-85, la «solución» haya sido el endeudamiento masivo de Estados Unidos que entre 1982 a 1988 pasó de ser un país acreedor a convertirse en el primer deudor mundial.

Esto muestra el callejón sin salida en el que se encuentra el capitalismo allí donde es más fuerte: en las grandes metrópolis industrializadas de Occidente.

Desde ese punto de vista la explicación que da Battaglia comunista de la crisis de la deuda americana es errónea y encierra una fuerte subestimación: «pero la verdadera palanca que se utilizó para drenar riquezas desde todos los rincones de la tierra hacia Estados Unidos fue la política de elevación de las tasas de interés». Esta política la caracteriza BC como «apropiación de plusvalía mediante el control de la renta financiera» señalando que «de la expansión de las ganancias por medio de la expansión de la producción industrial se ha pasado a la expansión de las ganancias mediante la expansión de la renta financiera»[15].

BC debería plantearse por qué se pasa de «la expansión de las ganancias por medio de la expansión industrial» a «la expansión de las ganancias mediante la expansión de la renta financiera» y la respuesta es evidente: mientras en los años 60 todavía era posible una expansión industrial para los grandes países capitalistas, mientras en los 70 los créditos masivos a los países del «Tercer mundo» y del Este permitieron mantener a flote esa «expansión», en los 80 esos grifos se habían cerrado definitivamente y fueron los EEUU los que con sus gastos inmensos en armamento aportaron una nueva huida hacia adelante.

Por eso BC se confunde conceptuando como «lucha por la renta financiera» el proceso de endeudamiento masivo de Estados Unidos y se incapacita para comprender la situación de los años 90 donde las posibilidades de un endeudamiento de las proporciones en que USA lo hizo en los años 80 ya no existen y con ellos el capitalismo «más desarrollado» se ha cerrado otras de sus puertas falsas frente a la crisis[16].

La relación entre guerra imperialista y crisis capitalista

Para los compañeros del BIPR la guerra «se pone al orden del día de la historia cuando las contradicciones del proceso de acumulación del capital se desarrollan hasta determinar una sobreproducción de capital y una caída de la tasa de ganancia»[17]. Históricamente, y sólo desde este punto de vista, esa posición es justa. La era del imperialismo, la guerra imperialista generalizada, nace de la situación de callejón sin salida en que se encuentra el capitalismo en su fase de decadencia donde no puede proseguir su acumulación debido a la penuria de nuevos mercados que le permitían hasta entonces expandir sus relaciones de producción.

BC intenta demostrar, a partir de una serie de datos sobre desempleo antes de la Iª Guerra mundial, y sobre el desempleo y la utilización de la capacidad productiva antes de la IIª que «los datos (...) muestran sin equívocos el lazo estrecho que existe entre el curso del ciclo económico y las dos guerras mundiales»[18].

Además de que esos datos quedan limitados a EEUU, remitimos aquí sin repetirla a la argumentación que desarrolla nuestra serie de la Revista Internacional (nº 77 y 78) antes citada en respuesta a Programa Comunista que enuncia la misma idea. El desencadenamiento de la guerra requiere, además de las condiciones económicas, una condición decisiva: el alistamiento del proletariado en los grandes países industrializados para la guerra imperialista. Sin esa condición, aunque existan todas las condiciones «objetivas», la guerra no puede desencadenarse.

Aquí no vamos a entrar en esa posición fundamental que BC niega[19].Digamos sencillamente que ese lazo mecánico entre guerra y crisis económica que el BIPR pretenden establecer (coincidiendo en esta posición con el bordiguismo que rechaza la noción de decadencia), entraña una seria subestimación del problema de la guerra en el capitalismo decadente.

Rosa Luxemburgo en su libro sobre la acumulación de capital subraya que «cuanto más violentamente acabe el capitalismo con la existencia de capas no capitalistas, fuera y dentro de casa, y cuanto más rebaje las condiciones de vida de todas las capas trabajadoras, tanto más transformará la historia de la acumulación de capital en el mundo en una cadena ininterrumpida de catástrofes y convulsiones políticas y sociales, que, junto con las catástrofes periódicas económicas que se presentan bajo la forma de crisis, harán imposible la prosecución de la acumulación y harán imprescindible la rebelión de la clase obrera internacional contra el régimen capitalista»[20].

En general la guerra y la crisis económica no son fenómenos vinculados de una manera mecánica. En el capitalismo ascendente, la guerra está al servicio de la economía. En el capitalismo decadente es lo contrario: al surgir de la crisis histórica del capitalismo, la guerra imperialista tiene su propia dinámica y se transforma progresivamente en el modo de vida mismo del capitalismo decadente. La guerra, el militarismo, la producción de armamentos, tienden a poner a su servicio la actividad económica, provocando deformaciones monstruosas de las propias leyes de la acumulación capitalista y generando convulsiones suplementarias en la esfera económica.

Esto es lo que planteó con lucidez en IIº congreso de la Internacional comunista: «la guerra provocó una evolución en el capitalismo... le acostumbró, como si se tratara de actos sin importancia, a reducir al hambre mediante el bloqueo de países enteros, a bombardear e incendiar ciudades y pueblos pacíficos, a infectar las fuentes y los ríos arrojando cultivos de cólera, a transportar dinamita en valijas diplomáticas, a emitir billetes de banco falsos imitando a los del enemigo, a emplear la corrupción, el espionaje y el contrabando en proporciones hasta ahora inusitadas. Los medios de acción aplicados en la guerra siguieron en vigor en el mundo comercial luego de ser firmada la paz. Las operaciones comerciales de cierta importancia se efectúan bajo la égida del Estado. Este se ha convertido en algo semejante a una asociación de malhechores armados hasta los dientes»[21].

La naturaleza de los «ciclos de acumulación» en la decadencia capitalista

Según BC «cada vez que el sistema no puede contrarrestar mediante un impulso antagónico las causas que provocan la caída de la tasa de ganancia se plantean entonces dos órdenes de problemas: a) la destrucción del capital en exceso; b) la extensión del dominio imperialista sobre el mercado internacional»[22].

Aclaremos antes que nada que los compañeros van con un siglo de retraso: la cuestión de «la extensión del dominio imperialista sobre el mundo» se empezó a plantear de forma cada vez más aguda en la última década del siglo pasado. Desde 1914 ya no se plantea esa cuestión por la sencilla razón de que todo el mundo está envuelto, y bien envuelto, en las redes sangrientas del imperialismo. La cuestión que se repite y agrava desde 1914 no es la extensión del imperialismo sino el reparto del mundo entre los distintos buitres imperialistas.

La otra «misión» que BC asigna a la guerra imperialista -«la destrucción del capital en exceso»- tiende a equiparar las periódicas destrucciones de fuerzas productivas que se producían en el siglo XIX como consecuencia de las crisis cíclicas del sistema con las destrucciones causadas por las guerras imperialistas de este siglo. Cierto que BC reconoce una diferencia cualitativa entre esas destrucciones: «mientras entonces se trataba del coste doloroso de una desarrollo ‘necesario’ de las fuerzas productivas, hoy estamos en presencia de una obra de devastación sistemática proyectada a escala planetaria. Hoy en el sentido económico, mañana en el sentido físico, hundiendo a la humanidad en el abismo de la guerra»[23]. Pero BC no va hasta el final, persistiendo en relativizar esa diferencia e insistiendo en la identidad de funcionamiento del capitalismo en su fase ascendente y en su fase de decadencia: «toda la historia del capitalismo es una carrera sin fin hacia un equilibrio imposible, solo las crisis, que quieren decir hambre, paro, guerra y muerte para los trabajadores, son los momentos a través de los cuales las relaciones de producción crean de nuevo las condiciones para un ulterior ciclo de acumulación que tendrá como línea de llegada otra crisis todavía más profunda y más vasta»[24].

Es cierto que tanto en el capitalismo ascendente como en el decadente el sistema no puede librarse de crisis periódicas que le llevan al bloqueo y la parálisis, sin embargo, constatar eso nos deja en el terreno de los economistas burgueses que nos confortan repitiendo «después de una recesión viene una recuperación y asi sucesivamente».

Cierto que BC no recoge esas adormideras y señala claramente la necesidad de destruir el capitalismo y hacer la revolución, sin embargo sigua encerrada en el esquema del «ciclo de la acumulación».

En realidad:

  • las crisis cíclicas del período ascendente son diferentes de las crisis del período decadente;
  • que la raíz de la guerra imperialista no se sitúa en la crisis de cada ciclo de acumulación, no es una especie de dilema que se reproduce cada vez que un ciclo de acumulación entra en crisis, sino que se inscribe en una situación histórica permanente que domina toda la decadencia capitalista.

Mientras que en el período ascendente las crisis eran de corta duración y sobrevenían de manera bastante regular cada 7-10 años, en los 80 años transcurridos desde 1914 hemos tenido, limitándonos exclusivamente a los grandes países industrializados:

  • 10 años de guerras imperialistas (1914-18 y 1939-45) con 80 millones de muertos;
  • ¡46 años de crisis abierta!: 1918-22, 1929-39, 1945-50, 1967-94 (no tomamos en cuenta los cortos momentos entre 1929-39 y 1967-94 de «recuperación drogada» que se han intercalado entre ellos);
  • únicamente 24 años (apenas la cuarta parte del período) de recuperación económica: 1922-29 y 1950-67.

Todo esto muestra que el simple esquema de la acumulación no basta para explicar la realidad del capitalismo decadente y entorpece la comprensión de sus fenómenos.

Aunque BC reconoce el fenómeno del capitalismo de Estado, esencial en la decadencia, no saca todas sus consecuencias[25]. Porque una característica esencial de la decadencia y que afecta de forma decisiva a la manifestación de las «crisis cíclicas» es la intervención masiva del Estado (estrechamente vinculada a la formación de una economía de guerra) mediante toda una serie de mecanismos que los economistas llaman «política económica». Esta intervención altera profundamente la ley del valor provocando deformaciones monstruosas en el conjunto de la economía mundial que agravan y agudizan sistemáticamente las contradicciones del sistema, conduciendo a convulsiones brutales no sólo en el aparato económico sino en todas las esferas de la sociedad.

Así pues el peso permanente de la guerra en toda la vida social y, por otro lado, el capitalismo de Estado, transforman radicalmente la sustancia y la dinámica de los ciclos económicos: «Las coyunturas ya no están determinadas por la relación entre la capacidad de producción y el tamaño del mercado existente en un momento dado, sino por causas esencialmente políticas... En este marco no son de ningún modo los problemas de amortización del capital los que determinan la duración de las fases del desarrollo económico, sino, en gran parte, la amplitud de las destrucciones sufridas durante la guerra anterior... Al contrario del siglo pasado la amplitud de las recesiones en el siglo XX está limitada por medidas artificiales instauradas por los Estados y sus instituciones de investigación para retrasar la crisis general... con toda una serie de medidas políticas que tienden a romper con el estricto funcionamiento económico del capitalismo»[26].

El problema de la guerra no se puede situar en la dinámica de «los ciclos de acumulación» que, por otra parte, BC ensancha a su antojo para el período de decadencia identificándolos con los ciclos «crisis-guerra-reconstrucción», cuando, como hemos visto, estos ciclos no tienen una naturaleza estrictamente económica.

Rosa Luxemburgo aclara que «es, sin embargo, muy importante determinar de antemano que si bien la periodicidad de coyunturas de prosperidad y de crisis representa un elemento importante de la reproducción, no constituye el problema de la reproducción capitalista en su esencia. Las alternativas periódicas de coyuntura o de prosperidad y de crisis son las formas específicas que adopta el movimiento en el sistema económico pero no el movimiento mismo»[27].

El problema de la guerra en el capitalismo decadente, hay que situarlo fuera de las estrictas oscilaciones del ciclo económico, fuera de los vaivenes y coyunturas de la cuota de ganancia.

«En esta era, no solamente la burguesía no puede desarrollar más las fuerzas productivas, sino que sólo subsiste a condición de lanzarse a la destrucción aniquilando las riquezas acumuladas, fruto del trabajo social de los siglos pasados. La guerra imperialista generalizada es la manifestación principal de este proceso de descomposición y destrucción en el cual ha entrado la sociedad capitalista»[28].

El BIPR, atados de pies y manos por sus teorías sobre los ciclos de acumulación según la tendencia decreciente de la tasa o cuota de ganancia, explica la guerra a través del burdo «determinismo económico» de las crisis de los ciclos de acumulación.

Está claro que nosotros como marxistas sabemos muy bien que «la infraestructura económica determina toda la superestructura de la sociedad», pero no lo entendemos de una forma abstracta como un calco que hay que aplicar mecánicamente a cada situación, sino desde un punto de vista histórico-mundial y por ello comprendemos que el capitalismo decadente cuyo marasmo y caos tiene un origen económico, los ha agravado de tal forma que no se pueden comprender limitados a un estricto economicismo.

«El otro aspecto de la acumulación de capital se realiza entre el capital y las formas de producción no capitalistas. Este proceso se desarrolla en la escena mundial. Aqui reinan, como métodos, la política colonial, el sistema de empréstitos internacionales, la política de intereses privados, la guerra. Aparecen aquí, sin disimulo, la violencia, el engaño, la opresión, la rapiña. Por eso cuesta trabajo descubrir las leyes severas del proceso económico en esta confusión de actos políticos de violencia, y en esta lucha de fuerzas.

La teoría burguesa liberal no abarca más que un aspecto: el dominio de la “competencia pacífica”, de las maravillas técnicas y del puro tráfico de mercancías. Aparte está el otro dominio económico del capital: el campo de las estrepitosas violencias consideradas como manifestaciones más o menos casuales de la “política exterior”»[29].

El BIPR denuncia con rigor la barbarie del capitalismo, las consecuencias catastróficas de sus políticas, de sus guerras. Sin embargo, no acaban de tener, como debe corresponder a una teoría consecuente de la decadencia, una visión unitaria y global de la guerra y de la evolución económica. La ceguera y la irresponsabilidad que implica esa debilidad se ponen de manifiesto en esta formulación: «Desde las primeras manifestaciones de la crisis económica mundial nuestro partido ha sostenido que la salida era obligatoria. La alternativa que se plantea es neta: o superación burguesa de la crisis a través de la guerra mundial hacia un capitalismo monopolista concentrado ulteriormente en las manos de un pequeño número de grupos de potencias, o revolución proletaria»[30].

El BIPR no es demasiado consciente de lo que significaría una tercera Guerra mundial: pura y simplemente la aniquilación completa del planeta. Incluso hoy, cuando el hundimiento de la URSS y la desaparición posterior del bloque occidental, hace difícil la reconstitución de nuevos bloques, los riesgos de destrucción de la humanidad bajo la forma de una sucesión caótica de guerras locales siguen siendo gravísimos.

El grado de putrefacción del capitalismo, la gravedad de sus contradicciones ha alcanzado tal nivel, que en esas condiciones una IIIª Guerra mundial conduciría a la destrucción de la humanidad.

Es una burda ensoñación, un juego ridículo con esquemas y «teorías» que no responden a la realidad histórica, suponer que tras una IIIª Guerra mundial aparecería «un capitalismo monopolista concentrado en un pequeño número de potencias». Eso es ciencia-ficción... pero anclada lamentablemente en fenómenos de finales del siglo pasado.

El debate entre los revolucionarios debe partir del nivel más elevado alcanzado por anterior partido, la Internacional comunista, la cual dijo muy claramente a la salida de la Primera Guerra mundial:

«Las contradicciones del régimen capitalista se revelaron a la humanidad una vez finalizada la guerra bajo la forma de sufrimientos físicos: el hambre, el frío, las enfermedades epidémicas y un recrudecimiento de la barbarie. Así es dirimida la vieja querella académica de los socialistas sobre la teoría de la pauperización y del paso progresivo del capitalismo al socialismo ... Ahora ya no se trata solamente de la pauperización social sino de un empobrecimiento fisiológico, biológico, que se presenta ante nosotros en toda su odiosa realidad»[31].

El final de la IIª Guerra mundial confirmó, llevándolo mucho más lejos, este análisis crucial de la IC; la vida capitalista desde entonces, en la «paz» como en la guerra, ha agravado a niveles que los revolucionarios de entonces no podían imaginar, las tendencias que predijeron. ¿A qué viene andar jugando con hipótesis ridículas sobre un «capitalismo monopolista» después de una IIIª Guerra mundial?. La alternativa no es «revolución proletaria o guerra para alumbrar un capitalismo monopolista» sino revolución proletaria o destrucción de la humanidad.

Adalen 1-9-1994


 

[1] Ver en Revista internacional nº 77 y 78 nuestra polémica con Programa comunista sobre su rechazo de la noción de decadencia.

[2] El Partito comunista internazionalista (PCInt) publica el periódico Battaglia Comunista (BC) y la revista teórica Prometeo. La Comunist workers organisation (CWO) publica el periódico Workers’ Voice. La Communist Review es publicada conjuntamente por ambas organizaciones, con artículos del BIPR como tal y traducciones de artículos de Prometeo.

[3]“Crisis del capitalismo y perspectivas del BIPR” en Comunist Review nº 4, otoño 1985.

[4]Communist Review nº 1, página 22, “Crisis e imperialismo”.

[5] Internationalisme nº 46, órgano de la Gauche communiste de France, verano 1952.

[6] De nuestro folleto La decadencia del capitalismo, página 28.

[7] Ver “La crisis económica en la RDA” en Revista Internacional nº 22, otoño 1980. Ver igualmente “La crisis en los países del Este” Revista Internacional nº 23.

[8] En 1988, cuando habían evidencias aplastantes del caos y el derrumbe de la economía soviética, nos decían que “en los años 70 las tasas de crecimiento de Rusia eran todavía el doble que las de occidente e iguales a las de Japón. Incluso en la crisis de principios de los 80 la tasa rusa de crecimiento era un 2-3% más grande que la de cualquier potencia occidental. En esos años Rusia ha alcanzado ampliamente la capacidad militar USA, ha sobrepasado su tecnología espacial y puede acometer los proyectos de construcción más grandes desde 1945” (Communist Review nº 6 p. 10).

[9] Revista Internacional nº 69, 3ª parte de nuestra serie “Balance de 70 años de liberación nacional”.

[10] Hay que subrayar la importancia que tiene en China el trabajo forzado prácticamente gratuito de los presos. Un estudio de Asian-Watch (organización americana de “defensa de los derechos humanos”) ha revelado la existencia de esos gulaguis chinos que emplean a 20 millones de trabajadores. En esos “campos de reeducación” se hacen trabajos subcontratados para empresas occidentales (francesas, americanas etc.). Los fallos de calidad que detectan los contratistas occidentales son inmediatamente repercutidos al preso causante del “error” mediante castigos brutales delante de todos sus compañeros.

[11] Revista Internacional nº 23, página 34, artículo “El proletariado en el capitalismo decadente”.

[12] La decadencia del capitalismo, p. 17.

[13] Ídem.

[14] Revista Internacional nº 59 “La situación internacional” p. 10.

[15] Prometeo nº 6 “Los Estados Unidos y el dominio del mundo”.

[16] BC, puesto a especular sobre su teoría de la “lucha por el reparto de la renta financiera”, se mete en terreno peligroso afirmando que aquella “siendo una forma de apropiación parásita, el control de la renta excluye la posibilidad de la redistribución de la riqueza entre las diferentes categorías y clases sociales por medio del crecimiento de la producción y la circulación de mercancías” (op. cit., nota 21). ¿Desde cuándo el incremento de la producción y la distribución de mercancías tiende a redistribuir la riqueza social?. Nosotros, como marxistas, teníamos entendido que el crecimiento de la producción capitalista tiende a “redistribuir” la riqueza en beneficio de los capitalistas y en perjuicio de los obreros, pero BC descubre lo contrario cayendo en el terreno de la izquierda del Capital y los sindicatos que piden inversiones “para que haya trabajo y bienestar”. Ante semejante “teoría” habría que recordar lo que le dijo Marx al ciudadano Weston en Salario, precio y ganancia: “El ciudadano Weston se olvida de que la sopera de la que comen los obreros contiene todo el producto del trabajo nacional y que lo que les impide sacar de ella una ración mayor no es la pequeñez de la sopera ni la escasez de su contenido sino sencillamente el reducido tamaño de sus cucharas”.

[17]Prometeo nº 6, diciembre 1993, p. 25, artículo “Los Estados Unidos y el dominio del mundo”.

[18] Del artículo “Crisis e imperialismo” publicado en la Communist Review nº 1.

[19] Ver Revista Internacional nº 36, artículo “La visión de BC del curso histórico”.

[20] Rosa Luxemburgo. La Acumulación de capital, p. 389.

[21] El mundo capitalista y la Internacional comunista, manifiesto del IIº Congreso.

[22] Prometeo nº 6, diciembre 1993, artículo “Los Estados Unidos y el dominio del mundo” p. 25.

[23] En Battaglia Communista nº 10 (octubre 1993).

[24] IIª Conferencia de los grupos de la Izquierda comunista, Textos Preparatorios, volumen Iº, “Sobre la teoría de las crisis en general”, contribución del PCInt-BC p. 9.

[25] De manera explicita, BC identifica capitalismo decadente con “capitalismo de los monopolios”: “Es precisamente en esta fase histórica cuando el capitalismo entra en su fase decadente. La libre concurrencia exasperada por la caída de la tasa de ganancias crea su contrario, el monopolio, que es la forma de organización que el capitalismo se da para contener la amenaza de una ulterior caída de la ganancia” (IIª Conferencia Internacional, texto citado página 9). Los monopolios sobreviven en la decadencia pero no constituyen ni de lejos lo esencial de la misma. Esta visión está muy ligada a la teoría del imperialismo y a la insistencia de BC sobre el “reparto de la renta financiera”. Debe quedar claro que esa teoría dificulta comprender a fondo la tendencia universal (no solo en los países estalinistas) al capitalismo de Estado.

[26] “La lucha del proletariado en el capitalismo decadente” Revista Internacional nº 23 p. 35.

[27] Rosa Luxemburgo. La acumulación de capital, p. 17.

[28] “Notre réponse [a Vercesi]” (Nuestra respuesta a Vercesi), texto de la Gauche communiste de France publicado en el Bulletin international de discussion de la Fracción italiana de Izquierda comunista, nº 5, mayo 1944.

[29] Rosa Luxemburgo, La acumulación de capital, p. 351

[30] Communist Review nº 1, artículo “Crisis e imperialismo” p. 24.

[31] “Manifiesto de la Internacional comunista a todos los proletarios del mundo”, Primer congreso de la IC, marzo 1919.

 

Series: 

  • Polémica en el medio político: sobre la decadencia [31]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Tendencia Comunista Internacionalista (antes BIPR) [6]
  • Battaglia Comunista [7]
  • Communist Workers Organisation [8]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La decadencia del capitalismo [18]

X - ¿Anarquismo o comunismo?

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En el último artículo de esta serie, tratamos del combate que emprendió la tendencia marxista en la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) contra las ideologías reformistas y «socialistas de Estado» en el movimiento obrero, particularmente en el partido alemán. Y a pesar de eso, según la corriente anarquista o «antiautoritaria» encabezada por Mijáil Bakunin, Marx y Engels representaron e incluso inspiraron la tendencia socialista de Estado, fueron los más destacados impulsores de ese «socialismo alemán» que quería sustituir al capitalismo, no por una sociedad libre y sin Estado, sino por una terrible tiranía burocrática de la que ellos mismos serían guardianes.

Hasta ahora, los anarquistas y liberales por el estilo, presentan las críticas de Bakunin a Marx como una profunda visión de la verdadera naturaleza del marxismo, una explicación profética de por qué las teorías de Marx conducirían inevitablemente a las prácticas de Stalin.

Pero como trataremos de demostrar en este artículo, la «crítica radical» de Bakunin del marxismo, como todas las siguientes, solamente es radical en apariencia. La respuesta que Marx y su corriente hicieron a este pseudoradicalismo acompañó necesariamente la lucha contra el reformismo, puesto que ambas ideologías representaban la penetración de posiciones de clase ajenas en las filas del proletariado.

El núcleo pequeño burgués del anarquismo

El crecimiento del anarquismo en la segunda mitad del siglo XIX fue el producto de la resistencia de las capas pequeño burguesas –artesanos, intelectuales, tenderos, pequeños campesinos– a la marcha triunfal del capital, una resistencia al proceso de proletarización que los privaba de su «independencia» social original. Fue más fuerte en aquellos países donde el capital industrial llegó tarde, en los países de la periferia en el Este y el Sur de Europa, y expresaba, tanto la rebelión de estas capas contra el capitalismo, como su incapacidad para ver más allá, al futuro comunista; en lugar de eso, el anarquismo se hizo portavoz de su anhelo por un pasado semi mítico de comunidades locales libres y productores estrictamente independientes, sin el estorbo de la opresión del capital industrial ni de la centralización del Estado burgués.

El «padre» del anarquismo, Pierre-Joseph Proudhon, era la encarnación clásica de esta actitud, con su odio feroz, no sólo al Estado y los grandes capitalistas, sino al colectivismo en todas sus formas, incluyendo los sindicatos, las huelgas, y expresiones similares de colectividad de la clase obrera. El ideal de Proudhon, contra las tendencias que se desarrollaban en la sociedad capitalista, era una sociedad «mutualista», fundada en la producción artesana individual, vinculada entre sí por el libre intercambio y el libre crédito.

Marx ya había destrozado las posiciones de Proudhon en su libro Miseria de la filosofía, publicado en 1847, y la evolución del capital en la segunda mitad del siglo, confirmó prácticamente la inadecuación de las ideas de Proudhon. Para el «obrero masificado» de la industria capitalista, cada vez era más evidente que, para resistir a la explotación capitalista y para poder abolirla, sólo había esperanza en una lucha colectiva, y en una apropiación colectiva de los medios de producción.

Frente a esto, la corriente bakuninista, que desde 1860 en adelante intentó combinar el antiautoritarismo de Proudhon con una visión colectivista e incluso comunista de las cuestiones sociales, parecía un claro avance respecto al proudhonismo clásico. Bakunin incluso escribió a Marx expresándole su admiración por su trabajo científico, declarándose su discípulo y ofreciéndose para traducir El Capital al ruso. Sin embargo, a pesar de su atraso ideológico, la corriente proudhonista había desempeñado en ciertos momentos un papel constructivo en la formación del movimiento obrero: Proudhon mismo había sido un factor en la evolución de Marx hacia el comunismo durante la década de 1840, y los proudhonianos contribuyeron a fundar la AIT. Por el contrario, la historia del bakuninismo es casi enteramente una crónica del trabajo negativo y destructivo que dicha corriente llevó a cabo contra la Internacional. Incluso la admiración que Bakunin profesaba a Marx era parte de este síndrome: el propio Bakunin confesaba que había «elogiado y honrado a Marx por razones tácticas y por política personal», cuyo fin último era romper la «falange» marxista que dominaba la Internacional (citado por Nicolaevsky, Karl Marx: Man and Fighter, cap 18, pag 308, ed. Penguin -traducido por nosotros).

La razón esencial de esto es que, mientras que el proudhonismo precedió al marxismo, y los grupos proudhonistas a la Iª Internacional, el bakuninismo se desarrolló en gran medida en reacción contra el marxismo y contra el desarrollo de una organización proletaria internacional centralizada. Marx y Engels explican esta evolución poniéndola en relación con al problema general de las «sectas», pero el objetivo era sobre todo los bakuninistas, como muestra el pasaje que citamos aquí de «Las pretendidas escisiones en la Internacional» (1872), que era la respuesta del Consejo General a las intrigas de Bakunin contra la AIT:

«La primera fase en la lucha del proletariado contra la burguesía está marcada por el movimiento sectario. Tiene su razón de ser en una época en que el proletariado no está aún bastante desarrollado como para actuar como clase. Algunos pensadores individuales hacen la crítica de los antagonistas sociales, y le dan soluciones fantásticas que la masa de los obreros no tiene más que aceptar, propagar y llevar a la práctica. Por su naturaleza misma, las sectas formadas por estos pioneros son abstencionistas, ajenas a toda acción real en política, en huelgas, en coaliciones; en una palabra, en todo movimiento de conjunto. La masa del proletariado permanece siempre indiferente o incluso hostil a su propaganda. Los obreros de París y Lyon no querían más saint-simonianos, fourrieristas, icarianos; como los cartistas y trade-unionistas ingleses no querían owenistas. Estas sectas, levaduras del movimiento en su origen, les son un obstáculo cuando las superan» (en La Primera Internacional, Jacques Freymond, ed. Zero, Bilbao, 1973, pags. 332-333).

Organización proletaria contra intrigas pequeño-burguesas

El principal tema de la lucha entre marxistas y bakuninistas fue la propia Internacional: nada demostraba más claramente la esencia pequeño burguesa del anarquismo que su forma de abordar la cuestión organizativa, y no es ninguna casualidad que la cuestión que llevó a una clara escisión entre estas dos corrientes no fuera un debate abstracto sobre la sociedad futura, sino sobre el funcionamiento de la organización proletaria, su modo interno de operar. Pero como veremos, estas diferencias organizativas también estaban conectadas a diferentes visiones de la sociedad futura y los medios para crearla.

Desde cuando se adhirieron a la Internacional a finales de la década de 1860, pero sobre todo después de la derrota de la Comuna, los bakuninistas protestaron enérgicamente contra el Consejo General, el órgano central de la Internacional, establecido en Londres y fuertemente influenciado por Marx y Engels. Para Bakunin, el Consejo General era una mera cobertura para la dictadura de Marx y su «banda»; por eso se erigió en campeón de la libertad y la autonomía de las secciones locales contra las pretensiones tiránicas de los «socialistas alemanes». Esta campaña estaba deliberadamente vinculada a la cuestión de la sociedad futura, puesto que los bakuninistas argumentaban que la Internacional tenía que ser el embrión del nuevo mundo, el precedente de una federación descentralizada de comunas autónomas. Y siguiendo con el mismo razonamiento, el gobierno autoritario de los marxistas dentro de la Internacional, no podía sino tener otra visión del futuro: la una nueva burocracia estatal despótica dominadora de los obreros en nombre del socialismo.

Es totalmente cierto que la organización proletaria, tanto en su estructura interna como en su función externa, está determinada por la naturaleza de la sociedad comunista por la que lucha, y por la naturaleza de la clase que es portadora de esa sociedad. Pero contrariamente a lo que pretende la visión anarquista, el proletariado no tiene nada que temer de la centralización en sí misma: en realidad el comunismo es la centralización de las fuerzas productivas mundiales para reemplazar la competitividad anárquica del capitalismo. Y para alcanzar esa fase, el proletariado tiene que centralizar sus propias fuerzas de combate para enfrentarse a un enemigo que ha demostrado muy a menudo su capacidad para unirse contra él. Por eso los marxistas replicaron a los insultos de Bakunin señalando que su programa de autonomía local completa para las secciones, significaba el fin de la Internacional como cuerpo unificado. Como organización de la vanguardia proletaria «la Internacional es la organización real y militante de la clase proletaria en todos los países, aliados los unos con los otros, en su lucha común contra los capitalistas, los propietarios de la tierra y su poder de clase organizado en el Estado» (Ídem, Pág. 333), la Internacional no podía hablar con cientos de voces en conflicto: tenía que ser capaz de formular los objetivos de la clase obrera de forma clara y sin ambigüedad. Y para que esto fuera así, la Internacional necesitaba órganos centrales efectivos -no fachadas que encubrieran las ambiciones de dictadores y de trepones, sino cuerpos elegidos y responsables encargados de mantener la unidad de la organización entre sus congresos.

Los bakuninistas, por su parte, pretendían reducir el Consejo general a «un simple buró de correspondencia y estadística. Al cesar sus funciones administrativas, sus correspondencias se reducirían necesariamente a la reproducción de los informes ya publicados en los periódicos de la Asociación. El buró de correspondencia sería así desechado. En cuanto a la estadística, es un trabajo irrealizable sin una organización potente, y, sobre todo, como expresamente lo dicen los estatutos originales, sin una dirección común. Por tanto, como todo esto huele fuertemente a “autoritarismo”, habría quizá un buró, pero ciertamente no de estadística. En una palabra, el Consejo general desaparecería. La misma lógica cae sobre los Consejos federales, comités locales y demás centros “autoritarios”. Quedan solamente las secciones autónomas» (Ídem Pág. 339).

Más adelante, en el mismo texto, Marx y Engels argumentaban que si anarquía significaba sólo el fin último del movimiento de clase -la abolición de las clases sociales y por tanto del Estado que custodia las divisiones de clase, entonces todos los socialistas eran favorables. Pero la corriente bakuninista quería decir algo diferente con su práctica habitual, puesto que «proclama la anarquía en las filas proletarias como el medio más infalible de quebrantar la poderosa concentración de fuerzas sociales y políticas en manos de los explotadores. Bajo este pretexto, pide a la Internacional, en el momento en que el viejo mundo intenta destruirla, que reemplace su organización por la anarquía. La policía internacional no pide otra cosa para eternizar la república Thiers, cubriéndola con el manto imperial» (Ídem Págs. 346-347).

Pero en el proyecto de Bakunin había mucho más que una oposición abstracta a todas las formas de autoridad y centralización. De hecho Bakunin estaba sobre todo en contra la «autoridad» de Marx y su corriente; y sus diatribas contra las pretendidas maniobras secretas y los complots eran fundamentalmente la proyección de su propia concepción profundamente jerárquica y elitista de la organización. Su guerra de guerrillas contra el Consejo general estaba motivada realmente por una determinación de implantar un centro de poder alternativo y oculto.

Cuando Marx y Engels evocaban la historia de las organizaciones «sectarias», no se referían sólo a las confusas ideas utópicas que a menudo caracterizaban a tales grupos, sino también a su práctica política, a su funcionamiento, heredado de las sociedades secretas burguesas y pequeño burguesas, con sus tradiciones clandestinas de juramentos ocultos y rituales, combinados a veces con una propensión al terrorismo y el asesinato. Como hemos visto en un artículo previo de esta serie (ver Revista Internacional nº 72), la formación de la Liga de los Comunistas en 1847, ya marcaba una ruptura definitiva con esas tradiciones. Bakunin sin embargo estaba impregnado de esas prácticas, y nunca las abandonó. A lo largo de su trayectoria política, su política siempre fue la de formar grupos secretos bajo su control directo, grupos basados, más en la «afinidad» personal que en cualquier criterio político, y usar esos canales ocultos de influencia para ganar la hegemonía de organizaciones más amplias.

Habiendo fracasado en su intento de convertir la liberal Liga de la Paz y la Libertad en su versión de una organización revolucionaria socialista, Bakunin formó la Alianza de la Democracia Socialista en 1868. Tenía secciones en Barcelona, Madrid, Lyón, Marsella, Nápoles y Sicilia; la principal sección estaba en Ginebra, con un Buró central bajo el control personal de Bakunin. La parte «socialista» de la Alianza era muy vaga y confusa, pues definía su objetivo como «la equiparación económica y social de las clases» (en lugar de su abolición), y tenía una fijación obsesiva por «la abolición del derecho de herencia», que veía como la clave para superar la propiedad privada.

Poco después de su formación, la Alianza solicitó ser miembro de la Internacional. El Consejo General criticó las confusiones de su programa, e insistió en que no podía ser admitida en la Internacional como una organización internacional paralela; tenía que disolverse y convertir sus secciones en secciones de la Internacional.

Bakunin se mostró de acuerdo de buena gana con esos términos, por la simple razón de que la Alianza era para él sólo la fachada de un montón de sociedades secretas a cual más esotérica, algunas ficticias y algunas reales; la fachada de una jerarquía bizantina, de la cual el máximo responsable no era otro que el propio «ciudadano B.». La historia completa de las sociedades secretas de Bakunin todavía está por descubrir, pero con toda certidumbre, detrás de la Alianza (que en cualquier caso no se disolvió realmente al entrar en la AIT) estaba la Hermandad internacional, que era un círculo interno que ya había estado operando dentro de la Liga por la Paz y la Libertad. También había una obscura Hermandad nacional a mitad de camino entre la Alianza y la Hermandad internacional. Pueden haber existido otras. La cuestión es que tales formaciones implicaban un modo de funcionamiento completamente ajeno al proletariado. Mientras que las organizaciones proletarias funcionan por medio de órganos centrales elegidos y responsables ante los Congresos, Bakunin no tenía que rendir cuentas mas que a sí mismo en su intrincada jerarquía. Mientras que las organizaciones proletarias, aún en la clandestinidad, actúan a las claras ante sus propios camaradas, Bakunin consideraba a los miembros «corrientes» de su organización como meros soldados rasos que son manipulados a voluntad, y que no son conscientes de los propósitos a los que realmente están sirviendo.

Por tanto no es ninguna sorpresa encontrar que esta concepción elitista de las relaciones dentro de la organización proletaria se reproduce en la visión bakuninista de la función de la organización revolucionaria en el conjunto de la clase. La polémica del Consejo general contra los bakuninistas, La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores, escrita en 1873, pone en evidencia las siguientes «perlas» de los escritos de Bakunin: «es necesario que en medio de la anarquía popular, que constituirá la vida misma y la energía toda de la revolución, la unidad de pensamiento y de la acción revolucionaria, haya un órgano. Este órgano debe ser la asociación secreta y universal de los hermanos internacionales». Admitiendo que sean los individuos o las sociedades secretas quienes hacen las revoluciones, tienen que «organizar no el ejército de la revolución -el ejército debe ser siempre el pueblo (la carne de cañón)-, sino un estado mayor revolucionario compuesto de individuos entregados, ambiciosos, enérgicos, inteligentes y, sobre todo, amigos sinceros y no ambiciosos ni vanidosos, del pueblo, capaces de servir de intermediarios entre la idea revolucionaria (monopolizada por ellos) y los instintos populares... El número de estos individuos no debe ser muy grande. Para la organización internacional en toda Europa, bastan cien revolucionarios seria y fuertemente unidos...» (Ídem, Págs. 462-3).

Marx y Engels, que escribieron el texto en colaboración con Paul Lafargue, continúan luego: «Así pues, todo se transforma. La anarquía, la “vida popular desencadenada, las malas pasiones” y lo demás no son suficientes. Para asegurar el éxito de la revolución se necesita la unidad de pensamiento y de acción. Los internacionales intentan crear dicha unidad por la propaganda, la discusión, la organización pública del proletariado; para Bakunin no es preciso más que una organización secreta de cien hombres, representantes privilegiados de la idea revolucionaria, estado mayor en disponibilidad de la revolución, designado por él mismo y dirigido por el permanente “ciudadano B”. La unidad de pensamiento y de acción no quiere decir otra cosa más que ortodoxia y obediencia ciega. Perinde ac cadáver. Estamos en plena Compañía de Jesús» (Ídem, Pág. 463).

El odio real de Bakunin a la explotación capitalista y a la opresión no se discute. Pero las actividades que emprendió eran profundamente peligrosas para el movimiento obrero. Incapaz de arrebatar el control de la Internacional, se vio reducido a un trabajo de sabotaje y desorganización, a la provocación de disputas internas sin fin que sólo podían debilitar la Internacional. Su afición por la conspiración y la fraseología sanguinaria hicieron de él una víctima complaciente de un elemento claramente patológico como Nechaiev, cuyas acciones criminales amenazaban con acarrear el descrédito a toda la Internacional.

Estos riesgos se hicieron mayores en el periodo que siguió a la Comuna, cuando el movimiento proletario estaba derrotado y la burguesía, que estaba convencida de que la Internacional había «creado» el alzamiento de los obreros de París, perseguía a sus miembros por todas partes y pretendía destruir su organización. La Internacional, dirigida por el Consejo general, tuvo que reaccionar muy firmemente contra las intrigas de Bakunin, afirmando el principio de la organización abierta contra el secreto y la conspiración: «contra todas estas intrigas sólo hay un medio, pero es de una eficacia fulminante: la publicidad más completa. Desvelar estas intrigas en su conjunto es hacerlas impotentes» (Ídem, Pág. 453). El Consejo también pidió y obtuvo, en el Congreso de La Haya en 1872, la expulsión de Bakunin y su compadre Guillaume –no a causa de las múltiples diferencias ideológicas que indudablemente tenían, sino porque sus actividades políticas habían puesto en peligro la propia existencia de la Internacional.

De hecho, la lucha por la preservación de la Internacional en este momento tenía una significación histórica más que inmediata. Las fuerzas de la contrarrevolución estaban en auge, y las intrigas bakuninistas sólo aceleraban un proceso de fragmentación que se imponía por las condiciones generales que la clase tenía que encarar. En la medida en que eran conscientes de esas condiciones desfavorables, los marxistas consideraron que era preferible que la Internacional fuera (al menos temporalmente) desmantelada, a que cayera en manos de corrientes políticas que hubieran socavado sus posiciones esenciales y desprestigiado su propio nombre. Por eso –también en el Congreso de La Haya– Marx y Engels pidieron que el Consejo general se transfiriera a Nueva York. Fue el fin de la Iª Internacional, pero cuando el resurgimiento de la lucha de clases permitió la formación de la Segunda, casi dos décadas después, se hizo sobre bases políticas mucho más claras.

Materialismo histórico contra idealismo ahistórico

La cuestión organizativa fue el asunto inmediato que causó la escisión en la Internacional. Pero íntimamente conectadas a las diferencias sobre las cuestiones de organización entre los marxistas y los anarquistas había toda una serie de cuestiones teóricas más generales que de nuevo revelaban los diferentes orígenes de clase de las dos corrientes.

En el terreno más «abstracto», Bakunin, a pesar de reivindicar el materialismo contra el idealismo, rechazaba abiertamente el método materialista histórico de Marx. En este tema el punto de partida era la cuestión del Estado. En un texto escrito en 1872, Bakunin establece claramente las diferencias: «Los sociólogos marxistas, hombres como Engels y Lasalle, poniendo en cuestión nuestras posiciones, sostienen que el Estado no es en absoluto la causa de la miseria, la degradación, y la servidumbre de las masas; que tanto la condición miserable de las masas como el poder despótico del Estado son, al contrario, el efecto de una causa subyacente más general. En particular, se nos dice que ambos son producto de una fase inevitable en la evolución económica de la sociedad; una fase que, considerada históricamente, constituye un inmenso paso adelante hacia lo que ellos llaman la “revolución social”» (citado en Bakunin on the anarchy, ed. Sam Dolgoff, New York 1971 –traducido por nosotros–).

Bakunin, por su parte, no solamente defiende la posición de que el Estado es la «causa» del sufrimiento de las masas, y su abolición inmediata la condición para su liberación, también da el paso lógico de rechazar la visión materialista de la historia, que considera que el comunismo sólo es posible como resultado de una serie de desarrollos en la organización social y las fuerzas productivas de los hombres -desarrollos que incluyen la disolución de las comunidades humanas originarias, y la ascendencia y caída de una sucesión de sociedades de clase. Contra esta forma científica de plantear el problema, Bakunin plantea un tratamiento moral: «Nosotros que, como el propio Sr. Marx, somos materialistas y deterministas, también reconocemos la vinculación inevitable entre los hechos económicos y políticos en la historia. Reconocemos ciertamente la necesidad y el carácter inevitable de todos los hechos que ocurren, pero aparte de eso no nos postramos ante ellos indiferentemente, y sobre todo tenemos mucho cuidado de no adorarlos cuando, por su naturaleza, los hechos se muestran en flagrante contradicción con el fin supremo de la historia. Se trata de un ideal completamente humano que se encuentra en forma más o menos reconocible en los instintos y aspiraciones del pueblo y en todos los símbolos religiosos de todas las épocas, porque es inherente a la raza humana, la más social de todas las especies animales sobre la tierra. Este ideal, hoy mejor entendido que nunca, es el triunfo de la humanidad, la más completa conquista y establecimiento de la libertad y el desarrollo personal –material, intelectual y moral– para cada individuo, por medio de una organización absolutamente no restringida y espontánea, de la solidaridad económica y social.

Todo lo que en la historia esté de acuerdo con ese objetivo del punto de vista humano -y no podemos tener otro- es bueno; y todo lo que está en contra es malo» (Ídem).

Es cierto, y lo hemos puesto de manifiesto en esta serie, que el «ideal» del comunismo ha aparecido en los anhelos de las clases oprimidas y explotadas a través de la historia, y este anhelo corresponde a las necesidades humanas más fundamentales. Pero el marxismo ha demostrado por qué, hasta la época capitalista, semejantes aspiraciones estaban condenadas a seguir siendo ideales, por qué por ejemplo, no sólo los sueños comunistas de la revuelta de esclavos de Espartaco, sino también la nueva forma feudal de explotación que sacó a la sociedad del estancamiento del esclavismo, fueron momentos necesarios en la evolución de las condiciones que hacen del comunismo una posibilidad real hoy. Para Bakunin sin embargo, mientras la primera podría considerarse «buena», la segunda sólo podría considerarse «mala», puesto que, como continúa argumentando el texto que hemos citado antes, mientras el «nivel de libertad humana comparativamente alto» en la Antigua Grecia era bueno, la posterior conquista de Grecia por los romanos, que eran más bárbaros, era mala, y así sucesivamente a lo largo de los siglos.

Desde ese punto de partida, es imposible juzgar si una formación social o una clase social juega un papel progresivo o regresivo en el proceso histórico; en vez de eso, todas las cosas se miden por un ideal abstracto, un absoluto moral que permanece invariable a través de la historia.

En los márgenes del movimiento revolucionario actual hay ciertas corrientes «modernistas» que se especializan en rechazar la noción de decadencia del capitalismo: las más consistentes de ellas en cuanto a la lógica de sus argumentos (por ej. el Grupo comunista internacionalista, o Wildcat en Gran Bretaña), han llegado a cargarse simplemente la concepción marxista de progreso, puesto que argumentar que un sistema social está en declive actualmente, obviamente implica aceptar que alguna vez estuvo en una fase ascendente. Concluyen pues que «progreso» es una noción completamente burguesa, y que el comunismo ha sido posible en cualquier momento de la historia.

Según parece, estos modernistas no son tan modernos después de todo: son los fieles epígonos de Bakunin, quien también llegó a rechazar cualquier idea de progreso, e insistió en que la revolución social era posible en cualquier momento. En su obra básica, Estatismo y Anarquía (1873), argumenta que las dos condiciones esenciales de una revolución social son: sufrimientos extremos, casi hasta el punto de la desesperación, y la inspiración de un «ideal universal». Por esto, en el mismo pasaje argumenta que el lugar que está más maduro para una revolución es Italia, a diferencia de los países más desarrollados industrialmente, donde los trabajadores son «relativamente numerosos» y «están tan impregnados de prejuicios burgueses que, excepto por sus ingresos, no se diferencian en nada de la burguesía».

Pero el «proletariado» revolucionario italiano de Bakunin consiste en «dos o tres millones de obreros urbanos, principalmente de las fábricas y las pequeñas tiendas, y aproximadamente veinte millones de campesinos totalmente desposeídos». En otras palabras, el proletariado de Bakunin es realmente un nuevo nombre para la noción burguesa del «pueblo» –todos los que sufren, sin tener en cuenta el lugar que ocupan en las relaciones de producción, su capacidad para organizarse, para hacerse conscientes de sí mismos como una fuerza social. En otras partes, Bakunin alaba el potencial revolucionario de los pueblos eslavos o latinos (a diferencia de los germanos, hacia los cuales Bakunin mantuvo toda su vida un odio chovinista); incluso, como señala el Consejo General en La Alianza de la Democracia Socialista y la AIT, Bakunin argumenta que en Rusia, «el bandolero es el verdadero y único revolucionario».

Todo esto es plenamente consistente con el rechazo de Bakunin del materialismo: si la revolución social es posible en cualquier momento, entonces cualquier fuerza oprimida podría provocarla, sean los campesinos o los bandoleros. Realmente, no sólo la clase obrera en sentido marxista no tiene ningún papel particular que jugar en este proceso, Bakunin se queja amargamente de los marxistas porque insisten en que la clase obrera tiene que ejercer su dictadura sobre la sociedad: «Preguntémonos, si el proletariado tiene que ser la clase dominante, ¿sobre quién va a gobernar?. En pocas palabras, quedará otro proletariado que estará subyugado a este nuevo gobierno, a este nuevo Estado. Por ejemplo, la “chusma” campesina que, como se sabe, no disfruta de la simpatía de los marxistas, que consideran que representan un nivel más bajo de cultura, probablemente será gobernada por el proletariado industrial de las ciudades» (Estatismo y Anarquía, traducido por nosotros).

Este no es el lugar para tratar de la relación entre la clase obrera y el campesinado en la revolución comunista. Es suficiente decir que la clase obrera no tiene ningún interés en construir un nuevo sistema de explotación después de derrocar a la burguesía. Pero lo que revelan los temores de Bakunin precisamente es el hecho de que él no vislumbra este problema desde el punto de vista de la clase obrera, sino del de los «oprimidos en general» -para ser precisos, desde el punto de vista de la pequeña burguesía.

Incapaz de comprender que el proletariado es la clase revolucionaria en la sociedad capitalista no únicamente porque sufre, sino porque contiene en sí mismo las semillas de una nueva y más avanzada organización social, Bakunin también es incapaz de considerar la revolución como algo mas que una «gigantesca hoguera», una efusión de «pasiones demoníacas», un acto de destrucción mas que de creación: «Una insurrección popular, por su propia naturaleza, es instintiva, caótica y destructiva... las masas siempre están dispuestas a sacrificarse y eso es lo que les convierte en hordas brutales y salvajes, capaces de acometer estallidos heroicos y aparentemente imposibles... Esta pasión negativa, es cierto, está lejos de ser suficiente para alcanzar las cumbres de la causa revolucionaria; pero sin ella la revolución sería imposible. La revolución requiere una amplia destrucción, una destrucción fecunda y renovadora, puesto que de esta forma, y sólo de esta forma, nacen los nuevos mundos» (Ídem).

Semejantes pasajes, no sólo confirman la visión no proletaria de Bakunin en general; también nos permiten comprender por qué no rompió nunca con una visión elitista del papel de la organización revolucionaria. Mientras que para el marxismo la vanguardia revolucionaria es el producto de una clase que se esfuerza por tomar conciencia de sí misma, para Bakunin las masas populares nunca pueden ir más allá del nivel de rebelión caótica e instintiva; consecuentemente, si se tiene que conseguir algo más que eso, se requiere el trabajo de un «estado mayor» que actúa entre bastidores. En suma, es la vieja noción idealista del Espíritu Santo que desciende sobre la materia inconsciente. Los anarquistas, que nunca dejan de atacar la formula errónea de Lenin sobre la conciencia revolucionaria que se introduce en el proletariado desde fuera, curiosamente guardan silencio sobre la versión de Bakunin de la misma noción.

Lucha política contra indiferencia política

Íntimamente conectado a la cuestión organizacional, el otro gran punto de confrontación entre los marxistas y los anarquistas era la cuestión de la «política». El Congreso de La Haya fue un campo de batalla sobre este tema: la victoria de la corriente marxista (apoyada en esta ocasión por los blanquistas) tomó cuerpo en una resolución, que insistía en que «El proletariado sólo puede actuar como una clase constituyéndose en un partido político distinto y opuesto a todos los viejos partidos formados por las clases poseedoras», y que «la conquista del poder político se convierte en la gran tarea del proletariado» en su lucha por la emancipación.

Esta disputa tenía dos dimensiones. La primera era un eco del argumento sobre la necesidad material. Puesto que para Bakunin la revolución era posible en cualquier momento, cualquier lucha por reformas era esencialmente una diversión de este gran objetivo; y si esta lucha iba más allá de la esfera estrictamente económica (que los bakuninistas admitían de mala gana, sin comprender nunca su significado) entrando en el terreno de la política burguesa -el parlamento, las elecciones, las campañas para cambiar las leyes- sólo podía significar capitular ante la burguesía. Así, en palabras de Bakunin, «la Alianza, fiel al programa de la Internacional, rechazaba desdeñosamente toda colaboración con la política burguesa, por mucho que se disfrazara de radical y socialista. Avisaba al proletariado de que la única emancipación real, la única política verdadera beneficiosa para él, es la política exclusivamente negativa de demoler las instituciones políticas, el poder político, el gobierno en general, y el Estado» (Bakunin on the anarchy, Pág. 289).

Detrás de estas frases tan radicales, yace la incapacidad de los anarquistas para comprender que la revolución proletaria, la lucha directa por el comunismo, todavía no estaba al orden del día porque el sistema capitalista todavía no había agotado su misión progresiva, y que el proletariado estaba enfrentado a la necesidad de consolidarse como una clase, de arrebatar todas las reformas que pudiera a la burguesía, sobre todo para reforzarse para la futura lucha revolucionaria. En un periodo en que el parlamento era un terreno real de lucha entre fracciones de la burguesía, el proletariado tenía la oportunidad de entrar en este terreno sin subordinarse a la clase dominante; esta estrategia dejó de ser posible cuando el capitalismo entró en su fase decadente y totalitaria. Por supuesto, la precondición para esto era que la clase obrera tuviera su propio partido político, distinto y opuesto a todos los partidos de la clase dirigente, como planteaba la resolución de la Internacional, de otra forma, actuaría meramente como un apéndice de los partidos de la burguesía más progresiva, en lugar de apoyarlos tácticamente en ciertos momentos. Nada de esto tenía sentido para los anarquistas, pero su oposición «purista» a cualquier intervención en el juego político de la burguesía, no los armaba para defender la autonomía del proletariado en las situaciones reales y concretas: el artículo de Engels «Los bakuninistas en acción», escrito en 1873, da un ejemplo clave. Analizando los alzamientos en España, que ciertamente no podían tener un carácter proletario socialista, teniendo en cuenta el atraso del país, Engels muestra de qué modo la oposición de los anarquistas a la reivindicación de la república, sus frases altisonantes sobre el establecimiento inmediato de la Comuna revolucionaria, no impidieron en la práctica que se pusieran a la cola de la burguesía. Los acerbos comentarios de Engels son realmente casi una predicción de lo que los anarquistas iban a hacer en España en 1936, aunque en un contexto histórico diferente:

«Apenas enfrentados con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a lanzar por la borda todo su programa tradicional. Para empezar, sacrificaron la doctrina según la cual es un deber la abstención política, principalmente la electoral. A ello siguió el sacrificio de la anarquía, de la doctrina de la supresión del Estado; en vez de suprimir el Estado, intentaron más bien crear gran número de nuevos Estados más pequeños. Luego abandonaron el principio de que los trabajadores no deben tomar parte en ninguna revolución que no tenga como objetivo la emancipación inmediata y plena del proletariado, y tomaron parte en un movimiento reconocidamente burgués. Finalmente destruyeron su dogma apenas proclamado de que la instauración de un gobierno revolucionario es una nueva estafa y una traición a la clase obrera, figurando tranquilamente en las juntas de las diversas ciudades, y casi en todas partes con absoluta impotencia, como minoría dominada y políticamente explotada por la burguesía» (en Revolución en España, ed. Ariel, Barcelona 1970, Pág. 213).

La segunda dimensión de esta disputa sobre la acción política era la cuestión del poder. Ya hemos visto que para los marxistas, el Estado era el producto de la explotación, no su causa. Era la emanación inevitable de una sociedad dividida en clases, y sólo se podría acabar con él de una vez por todas cuando las clases dejaran de existir. Pero al contrario de lo que pensaban los anarquistas, esto no podía ser resultado de una grandiosa «liquidación social» de la noche a la mañana. Requería un periodo de transición más o menos largo en que el proletariado primero tendría que tomar el poder político, y usar este poder para iniciar la transformación económica y social.

Pero al argumentar, en nombre de la libertad y la oposición a cualquier forma de autoridad, que la clase obrera debería abstenerse de conquistar el poder político, los anarquistas evitaban que la clase obrera pudiera establecer sus primeras bases. Para reorganizar la vida social, la clase obrera primero tenía que derrotar a la burguesía, que derrocarla. Esto era necesariamente un acto «autoritario». Según las famosas palabras de Engels: «¿Han visto alguna vez estos caballeros una revolución? Una revolución es ciertamente la cosa más autoritaria que hay; es el acto por el cual una parte de la población impone su voluntad sobre otra parte por medio de rifles, bayonetas y cañones -medios autoritarios donde los haya; y si el partido victorioso no quiere haber luchado en vano, tiene que imponer su gobierno por medio del terror que sus armas inspiran en los reaccionarios ¿Hubiera durado un sólo día la Comuna de París si no hubiera hecho uso de esta autoridad del pueblo armado contra la burguesía? ¿No deberíamos reprocharle al contrario no haberla usado más ampliamente? Por lo tanto, una de dos: o los antiautoritarios no saben de qué hablan, en cuyo caso sólo están creando confusión; o lo saben, y en ese caso están traicionando el movimiento del proletariado. En ambos casos sirven a la reacción» (Sobre la autoridad, 1873 –traducido por nosotros–)

En otra parte, Engels señaló que la reivindicación de Bakunin de la abolición inmediata del Estado había mostrado su auténtico valor en la farsa de Lyón en 1870 (es decir, poco antes del verdadero alzamiento de los obreros de París). Bakunin y un puñado de sus acólitos se levantaron en las escaleras del Ayuntamiento de Lyón y declararon la abolición del Estado y su sustitución por una federación de comunas; desgraciadamente «dos compañías de guardias nacionales burgueses bastaron por el contrario, para destruir este brillante sueño y poner a toda prisa a Bakunin en la ruta de Ginebra con el magnífico decreto en su bolsillo» («La Alianza y la AIT» en La Primera Internacional, op. cit., pag. 461).

Pero por mucho que los marxistas negaran que el Estado pudiera abolirse por decreto, eso no significaba que pretendieran establecer una nueva dictadura sobre las masas: la autoridad que querían implantar era la del proletariado en armas, no la de una facción o banda particular. Y después de los escritos de Marx sobre la Comuna, era simplemente una calumnia (que Bakunin difundió) que los marxistas quisieran tomar el control del Estado existente, o que, de acuerdo con los lasallanos, estuvieran a favor de «Estado del pueblo» –una noción que Marx atacó en su Crítica del Programa de Gotha (ver artículo de esta serie en Revista Internacional nº 78). La Comuna había clarificado que el primer acto de la clase obrera revolucionaria era la destrucción del Estado burgués y la creación de nuevos órganos de poder cuya forma correspondiera a las necesidades y objetivos de la revolución. Por supuesto que es una leyenda anarquista el proclamar que, inmediatamente después de la Comuna, de manera oportunista, Marx habría abandonado unos conceptos autoritarios que nunca había tenido y habría adaptado las posiciones de Bakunin y que la experiencia de la Comuna habría confirmado los principios anarquistas y desechado los marxistas. De hecho cuando se lee a Bakunin sobre la Comuna (particularmente en El imperio knouto-germánico y la revolución social), llama la atención lo abstractas que son sus reflexiones, lo poco que intenta asimilar y transmitir las lecciones esenciales de este gigantesco acontecimiento, por la forma en que, en lugar de eso, desvaría sobre Dios y la religión. De hecho sus escritos no pueden compararse en absoluto a las lecciones concretas que Marx sacó de la Comuna, lecciones sobre la forma real de la dictadura del proletariado (armamento de los trabajadores, delegados revocables, centralización «desde abajo» –ver el artículo de esta serie en la Revista Internacional nº 77). De hecho, incluso después de la Comuna, Bakunin fue incapaz de ver cómo podía organizarse el proletariado como una fuerza política unificada. En Estatismo y anarquía, Bakunin argumenta contra la idea de la dictadura del proletariado con preguntas en plan ingenuo del estilo de «¿Quizás es el conjunto del proletariado quien va a encabezar el gobierno?» a lo que Marx replicaba, en las notas que escribió sobre el libro de Bakunin (conocido como «Resumen del libro de Bakunin Estatismo y anarquía», escrito en 1874-75 pero no publicado hasta 1926): «En un sindicato por ejemplo, ¿el comité ejecutivo son todos sus miembros?». O cuando Bakunin escribe «los alemanes son cerca de 40 millones ¿Serán los 40 millones miembros del gobierno?», Marx responde «sin lugar a dudas, ya que la cosa empieza con el autogobierno de la Comuna». En otras palabras, Bakunin fue totalmente incapaz de ver el significado de la Comuna como una nueva forma de poder político que no estaba basada en el divorcio entre una minoría de gobernantes y una mayoría de gobernados, sino que permitía a la mayoría explotada ejercer un poder real sobre la minoría de explotadores, participar en el proceso revolucionario y asegurar que los nuevos órganos de poder no se fueran de su control. Este inmenso descubrimiento práctico de la clase obrera pareció una respuesta realista a la cuestión tantas veces planteada sobre las revoluciones: ¿Cómo evitar que un nuevo grupo privilegiado usurpe el poder en nombre de la revolución? Los marxistas fueron capaces de sacar esta lección, incluso aunque eso requería corregir su posición previa sobre la posibilidad de tomar el Estado existente. Los anarquistas, por otra parte, sólo fueron capaces de ver la Comuna como la confirmación de su principio eterno, indistinguible de los prejuicios del liberalismo burgués: que el poder corrompe y es mejor no tener nada que ver con él -una concepción que no sirve de nada para una clase que pretende hacer la revolución más radical de todos los tiempos.

La sociedad futura: la visión artesana del anarquismo

Sería un error ridiculizar simplemente a los anarquistas, o negar que alguna vez hayan tenido intuiciones justas. Si se busca en los escritos de Bakunin o de su estrecho colaborador James Guillaume, se pueden encontrar ciertamente imágenes de gran fuerza junto con arrebatos de inspiración acerca de la naturaleza del proceso revolucionario, en particular su insistencia constante en que «la revolución tiene que hacerse, no para el pueblo, sino por el pueblo, y nunca puede tener éxito si no involucra de modo entusiasta a las masas del pueblo...» (Catecismo nacional, 1866). Incluso podemos conjeturar que las ideas de los bakuninistas –que hablaban de comunas revolucionarias basadas en «mandatos revocables, imperativos y responsables» ya en 1869 (en el «Programa de la Hermandad Internacional», que Marx y Engels citaron ampliamente en «La Alianza de la Democracia Socialista y la AIT») tuvo un impacto directo en la Comuna de París especialmente, puesto que algunos de sus dirigentes eran seguidores de Bakunin (Varlin por ejemplo).

Pero como se ha dicho en varias ocasiones, las intuiciones del anarquismo son comparables a un reloj parado que marca la hora exacta dos veces al día. Sus principios eternos son realmente un reloj parado; lo que falta sin embargo es un método consistente que permita comprender una realidad en movimiento desde el punto de vista de clase del proletariado.

Ya hemos visto que así ocurre cuando el anarquismo trata de la cuestión de la organización y el poder político. No es menos cierto cuando se trata de sus prescripciones para la sociedad futura, que en ciertos textos (El catecismo revolucionario de Bakunin, 1866, o el texto de Guillaume sobre La construcción del nuevo orden social, 1876, publicado en: Textos de Bakunin sobre la anarquía) son verdaderas «recetas para las marmitas del futuro» de ese estilo que Marx siempre se negó a escribir. Sin embargo esos textos son útiles para demostrar que los «padres» del anarquismo nunca comprendieron los problemas de base del comunismo -sobre todo la necesidad de abolir el caos de las relaciones mercantiles y poner las fuerzas productivas del mundo en manos de una comunidad unificada mundial. En la descripción de los anarquistas del futuro, para todas sus referencias al colectivismo y al comunismo, nunca se trasciende el punto de vista del artesanado. En el texto de Guillaume, por ejemplo, se plantea como algo bueno que la tierra sea cultivada en común, pero la cuestión crucial es que los productores agrícolas ganen su independencia; que la obtengan por medio de la propiedad colectiva o individual «es algo secundario»; de igual modo, los trabajadores se convertirán en propietarios de los medios de producción por medio de cooperativas de comercio separadas, y el conjunto de la sociedad estará organizada como una federación de comunas autónomas. En otras palabras, se trata todavía de un mundo dividido en una multitud de propietarios independientes (individuales o en cooperativas) que sólo pueden relacionarse entre sí por medio del intercambio, por medio de las relaciones mercantiles. En el texto de Guillaume esto es perfectamente explícito: las distintas comunas y asociaciones productivas tienen que conectarse entre sí a través de los buenos oficios de un «Banco de Comercio» que organizará los negocios de compraventa en nombre de la sociedad.

Eventualmente, argumenta Guillaume, la sociedad será capaz de producir una abundancia de bienes y el intercambio entonces se sustituirá por la simple distribución. Pero al no tener ninguna teoría del capital, ni de sus leyes de funcionamiento, los anarquistas son incapaces de ver que una sociedad de abundancia sólo puede llegar a existir a través de una lucha sin tregua contra la producción mercantil y la ley del valor, puesto que ésta última es la que mantiene en la esclavitud las fuerzas productivas de la humanidad. Una vuelta a un sistema de producción simple de mercancías no puede traer una sociedad de abundancia. De hecho semejante sistema no puede existir de manera estable, puesto que la producción simple de mercancías inevitablemente da lugar a una producción ampliada -a toda la dinámica de la acumulación capitalista. Así, mientras el marxismo, que expresa el punto de vista de la única clase de la sociedad capitalista que tiene un futuro real, mira hacia adelante, hacia la emancipación de las fuerzas productivas como la base para un desarrollo ilimitado del potencial humano, el anarquismo, con su punto de vista artesanal, se ve atrapado en la visión de un orden estático de intercambio libre y justo. Esto no es una verdadera anticipación del futuro, sino nostalgia por un pasado que nunca existió.

CDW

En la parte siguiente de esta serie, comenzaremos a ver cómo el movimiento marxista del siglo XIX consideró la «cuestión social» planteada por la revolución comunista -cuestiones como la familia, la religión y las relaciones entre la ciudad y el campo.

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [9]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Anarquismo "Oficial" [19]

desarrollo de la conciencia y la organización proletaria: 

  • Primera Internacional [21]

URL de origen:https://es.internationalism.org/revista-internacional/199401/1838/1994-76-a-79

Enlaces
[1] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/lucha-de-clases [2] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/crisis-economica [3] https://es.internationalism.org/tag/21/503/como-esta-organizada-la-burguesia [4] https://es.internationalism.org/tag/6/504/democracia [5] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/bordiguismo [6] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/tendencia-comunista-internacionalista-antes-bipr [7] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/battaglia-comunista [8] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/communist-workers-organisation [9] https://es.internationalism.org/tag/21/365/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-una-necesidad-material [10] https://es.internationalism.org/tag/2/24/el-marxismo-la-teoria-revolucionaria [11] https://es.internationalism.org/tag/3/41/alienacion [12] https://es.internationalism.org/tag/3/42/comunismo [13] https://es.internationalism.org/tag/3/46/economia [14] https://es.internationalism.org/tag/geografia/balcanes [15] https://es.internationalism.org/tag/acontecimientos-historicos/caos-de-los-balcanes [16] https://es.internationalism.org/tag/geografia/mexico [17] https://es.internationalism.org/tag/21/374/polemica-en-el-medio-politico-sobre-la-guerra [18] https://es.internationalism.org/tag/2/25/la-decadencia-del-capitalismo [19] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/anarquismo-oficial [20] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1871-la-comuna-de-paris [21] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/primera-internacional [22] https://es.internationalism.org/tag/geografia/ruanda [23] https://es.internationalism.org/tag/21/505/las-conmemoraciones-de-1944 [24] https://es.internationalism.org/tag/acontecimientos-historicos/iia-guerra-mundial [25] https://es.internationalism.org/tag/cuestiones-teoricas/fascismo [26] https://es.internationalism.org/tag/3/47/guerra [27] https://es.internationalism.org/tag/2/27/el-capitalismo-de-estado [28] https://es.internationalism.org/tag/21/510/la-izquierda-comunista-de-francia [29] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/izquierda-comunista [30] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/izquierda-comunista-francesa [31] https://es.internationalism.org/tag/21/366/polemica-en-el-medio-politico-sobre-la-decadencia