Lucha de clases
En nuestro artículo «El proletariado no debe subestimar a su enemigo de clase» publicado en nuestra Revista internacional nº 86, afirmábamos en conclusión: «Es así, a escala internacional, como la burguesía organiza su estrategia contra la clase obrera. La historia nos ha enseñado que todas las oposiciones de intereses entre burguesías nacionales, las rivalidades comerciales, los antagonismos imperialistas que pueden acabar en guerra, quedan borrados momentáneamente cuando se trata para la clase dominante de enfrentarse a la única fuerza de la sociedad que representa un peligro mortal para ella, el proletariado. Contra éste, la burguesía prepara sus planes de manera coordinada. Hoy en día, frente a los combates obreros que se preparan, la clase dominante deberá desplegar mil trampas para intentar sabotearlos, agotarlos, derrotarlos, para evitar que sirvan para una toma de conciencia por el proletariado de las perspectivas finales de esos combates, la revolución comunista».
Debemos comprender la situación actual de la lucha de clases dentro de un curso hacia enfrentamientos de clase. El proletariado ha cedido, sin duda, terreno, pero no ha sido derrotado, a pesar del retroceso profundo que sufrió tras el hundimiento del estalinismo en 1989 y el consiguiente machaconeo ideológico intenso sobre la «muerte del comunismo» dirigido mundialmente por la burguesía, a pesar de las numerosas campañas que han seguido con el objetivo de crear un sentimiento de impotencia. Demostró que no está derrotado volviendo a la lucha ya en 1992 en Italia para defender sus condiciones de existencia contra los ataques redoblados que, por todas partes, la clase dominante sigue asestándole.
Para de hacer frente a esa amenaza peligrosa para ella y su sistema, la burguesía, sobre todo la de los principales países europeos, no ha cesado de multiplicar las maniobras para sabotear la reanudación de las luchas, procurando reforzar, paralelamente, sus principales armas antiobreras.
La reanudación de la luchas ha puesto tanto más en alerta a la clase dominante porque ha hecho surgir, en un primer tiempo, los «demonios» que ella creía haber enterrado después de 1989. Así, los obreros en Italia expresaron con fuerza en 1992, en manifestaciones de masas, su desconfianza persistente hacia los sindicatos, recordando al conjunto de su clase lo que ésta ya había logrado inscribir cada vez más claramente en su conciencia, especialmente en los años 80, o sea que esos organismos no le pertenecen y que detrás de su careta y su lenguaje «proletarios», se esconden unos defensores redomados de los intereses del capital. Por otra parte, en 1993, durante las huelgas en las minas que se extendieron por el Rhur, los obreros de Alemania no sólo ignoraron e incluso rechazaron las consignas sindicales (actitud a la que no nos tenían acostumbrados hasta entonces) sino que expresaron, en sus manifestaciones callejeras, su unidad por encima del sector, de la corporación y de la empresa, uniéndose a sus hermanos de clase desempleados.
Así, dos tendencias fundamentales que se habían manifestado y desarrollado en las luchas obreras durante los años 80:
- la desconfianza creciente de los obreros hacia los sindicatos que los anima a separarse progresivamente de su control,
- y la dinámica hacia la unidad cada día más amplia, significativa de la confianza de la clase obrera en sí misma y del incremento de sus capacidades para asumir sus propias luchas,
han vuelto a expresarse en cuanto el proletariado volvió al camino de las luchas y ello a pesar del importante retroceso que acababa de sufrir.
Por eso la burguesía ha desarrollado desde entonces y a nivel internacional toda una estrategia cuyo objetivo central ha sido volver a dar prestigio a los sindicatos. Y el punto culminante de esa estrategia ha sido la gran maniobra que se ha montado en Francia a finales de 1995 con las «huelgas» en el sector público.
Esa estrategia para volver a dar lustre a esos organismos de encuadramiento de la clase obrera no debía solo servir para atajar el desgaste que conocen desde hace décadas y que se estaba comprobando una vez más en las primeras luchas de la reanudación obrera; debía servir también para que los proletarios volvieran a otorgarles su confianza. Esto ya empezó a concretarse en el año 1994 en Alemania y en Italia sobre todo, con una nueva toma de control de las luchas por los sindicatos, que ha conocido un pleno éxito en Francia a finales del 95. A pesar del desprestigio importante de los sindicatos en ese país, éstos han conseguido, gracias a un «poderoso movimiento» en el sector público, movimiento provocado y manipulado, a volver a darse una imagen «obrera». Y esto, no sólo porque pudieron adoptar con facilidad una imagen «radical y combativa», sino también porque, aprovechándose de la debilidad momentánea de los obreros, consiguieron hacer creer que eran capaces de proponer todo lo que es verdaderamente necesario en una lucha obrera, algo que tantas veces habían saboteado, o sea, las asambleas generales soberanas, los comités de huelga elegidos y revocables, la extensión de la lucha con el envío de delegaciones masivas, etc. A través de ese «movimiento», presentado al mundo entero como «ejemplar», que bloqueó el país durante casi un mes y que, pretendidamente, habría hecho retroceder al gobierno, la burguesía también consiguió hacer creer a los obreros que habían recobrado todas sus fuerzas, sus capacidades de lucha y su confianza... gracias a los sindicatos.
Gracias a esa maniobra, con la que volvía a instalar a los sindicatos, la clase dominante contrarrestaba, por un lado, lo que se había producido en Italia violentamente (desbordamiento y rechazo por parte de los obreros de los órganos de encuadramiento del Estado burgués) y, por otro lado, lo que la clase obrera había expresado en la lucha de los mineros del Rhur (tendencia a la unificación que expresa su capacidad para concebirse como clase y asumir sus luchas de modo autónomo, pero también significativa de la confianza que en sí misma tiene). Se terminaba así el año 95 con una victoria incontestable de la burguesía sobre el proletariado, victoria que le ha permitido borrar por el momento de la conciencia obrera las principales lecciones heredadas de los combates de los años 80 especialmente.
La burguesía va a hacerlo todo por extender su victoria a otros países, a otras franjas del proletariado. En un primer tiempo, y casi simultáneamente, reprodujo estrictamente la misma maniobra en Bélgica con, por un lado, un gobierno que adoptaba el «método Juppé», asestando con brutalidad y arrogancia ataques violentos e incluso provocadores, contra las condiciones de vida de la clase obrera y, por otro lado, unos sindicatos que volvían a ser «combativos», llamando a una réplica «masiva», «unitaria», arrastrando a los obreros de varias empresas del sector público detrás de ellos. Como en Francia, la pantomima del retroceso del gobierno vino a rematar la maniobra, rubricando así una victoria de la burguesía de la que los sindicatos han sido los principales beneficiados.
En la primavera del 96, le tocó a la clase dominante alemana recoger la antorcha y atacar casi del mismo modo a los proletarios del país para reforzar a los sindicatos. La diferencia con lo de Francia y Bélgica estribaba sobre todo en el problema que debía resolver. En efecto, en Alemania, el objetivo de la burguesía no era tanto el de volver a dar a sus sindicatos una credibilidad perdida ante los obreros, sino más bien la de permitirles mejorar su imagen. Ante la perspectiva inevitable de un incremento de las luchas obreras, la imagen que tenían tradicionalmente de ser sindicatos del «consenso», especialistas de la negociación «en frío» ya no es suficiente. Por ello era necesaria una limpieza de fachada que les permitiera aparecer como sindicatos de «lucha». Ya habían empezado esa limpieza cuando sus principales dirigentes otorgaron «su mayor simpatía a los huelguistas franceses» en diciembre de 1995, limpieza reforzada cuando, en las luchas y manifestaciones por ellos convocadas y organizadas en la primavera de 1996, se mostraron de lo más «intransigente» en la defensa de los intereses obreros. Y no han cesado de dar más lustre a esa imagen desde entonces en todas y cada una de las «movilizaciones» por ellos montadas.
Durante la mayor parte de este año, en la mayoría de los países de Europa, la burguesía lo ha hecho todo por prepararse a los enfrentamientos futuros inevitables con el proletariado; ha multiplicado las «movilizaciones» para reforzar a sus sindicatos e incluso ampliar la influencia del sindicalismo en el medio obrero. El fortalecido retorno de las grandes centrales sindicales ha venido acompañado, sobre todo en algunos países como Francia e Italia, por el desarrollo de organizaciones sindicales de base (SUD, FSU, Cobas, etc.), animadas por izquierdistas, y cuyo papel esencial es el de servir de complemento, eso sí «crítico» respecto a las centrales, pero complemento indispensable para cubrir todo el terreno de la lucha obrera, para controlar a los obreros que tenderían, si no, a desbordar a los sindicatos clásicos, arreglándoselas, en fin de cuentas, para llevarlos al redil de éstos. La clase obrera ya se enfrentó, en los años 80, a organizaciones de ese tipo montadas por la burguesía, las llamadas coordinadoras. Pero, mientras que éstas se presentaban como «antisindicales» y tenían la sucia tarea que a los sindicatos les costaba cada vez más asumir a causa del profundo desprestigio que tenían ante los obreros, los sindicatos de «base» o de «combate» actuales, que no son otra cosa sino emanaciones directas (a menudo a causa de «escisiones») de las grandes centrales, no tienen más objetivo esencial que el reforzar e incrementar la influencia del sindicalismo y no el de «oponerse» a dichas centrales, pues esto no es, actualmente, una necesidad.
Paralelamente a las maniobras que no ha cesado de desarrollar, desde hace un año, en el terreno de las luchas, la burguesía ha desplegado toda una serie de campañas ideológicas contra la clase obrera. Atacar la conciencia del proletariado es un objetivo primordial y permanente de la clase dominante.
En estos últimos años, aquélla no ha ahorrado esfuerzos en ese aspecto. Ya hemos desarrollado en nuestras columnas esta cuestión, especialmente sobre las campañas ideológicas insistentes con el objetivo de confundir hundimiento del estalinismo con «muerte del comunismo» e incluso con «fin de la lucha de clases». Paralelamente, la burguesía no ha cesado de pregonar «la victoria histórica del capitalismo», aunque tenga muchas dificultades para hacer tragar esta segunda patraña al ser incapaz de ocultar la cruel realidad cotidiana de su sistema. En ese contexto, desde hace más de un año, la burguesía está desarrollando, por aquí y por allá, múltiples campañas en pro de «la defensa de la democracia».
Eso es lo que hace cuando, a base de campañas mediáticas, anima a la movilización contra el pretendido «auge del fascismo» en Europa. Eso es lo que también está haciendo en los último meses, en los principales países, con su cruzada contra «el negacionismo», mediante la cual intenta, por un lado, disculpar al llamado campo democrático de las matanzas monstruosas que también él, como el campo fascista, cometió durante la IIª Guerra mundial y, por otro lado, atacar a los únicos y verdaderos defensores del internacionalismo proletario, los grupos revolucionarios surgidos de la Izquierda comunista, intentando hacer de ellos algo así como cómplices ocultos de la extrema derecha del capital. En fin, eso es lo que hace cuando suscita y monta amplias movilizaciones para «mejorar el sistema democrático», «hacerlo más humano» y luchar contra sus «fallos». Esto es lo que acaban de servir a los proletarios en Bélgica cuando, a través de la ensordecedora campaña organizada con el caso Dutroux, han sido animados a reivindicar una «justicia limpia», «una justicia para el pueblo» en manifestaciones gigantescas (300 000 personas en Bruselas el 20 de octubre último), del brazo de demócratas burgueses de todo pelaje. Desde hace ya algunos años, los obreros italianos soportan un tratamiento parecido con la campaña «manos limpias».
Al multiplicar así las matracas ideológicas, la burguesía procura evidentemente desviar la reflexión de la clase obrera, separándola de sus preocupaciones de clase. Eso ha quedado muy patente en Bélgica, en donde todo el ruido en torno al caso Dutroux ha permitido desviar en gran parte la preocupación de los obreros de las medidas de austeridad draconiana que el gobierno ha anunciado para 1997. Todo ello en beneficio de la burguesía, la cual logra hacer pasar sus ataques antiobreros, aplazar los enfrentamientos con el proletariado, ganando así tiempo para preparar nuevos obstáculos, nuevas trampas.
Además, esa experiencia que la clase dominante ha practicado en Bélgica, con huelgas y paros en varias empresas -suscitados por sindicatos e izquierdistas- en las que las reivindicaciones obreras daban paso a la de «una justicia limpia», tenía evidentemente otro objetivo: el de llevar al proletariado en lucha hacia el terreno de aquélla. No sólo es la combatividad en aumento de los obreros lo que la clase dominante intenta desviar sino también su conciencia.
Esa evolución en la actitud de la burguesía es rica de enseñanzas y nos permite comprender:
– primero, que la combatividad obrera está desarrollándose y extendiéndose, contrariamente a la situación prevaleciente a finales del 95 y principios del 96. Fue, en efecto, la debilidad relativa de los obreros en ese aspecto lo que la clase dominante utilizó cuando inició y acabó con éxito la maniobra preventiva de la que hemos hablado. Fue esa debilidad lo que permitió a los sindicatos efectuar su retorno y organizar, sin riesgos de desbordamientos, sus «grandes luchas unitarias»;
– segundo, que la maniobra, iniciada en Francia y repetida en varios países de Europa, a pesar de su éxito en algunos aspectos (especialmente en el reforzamiento de los sindicatos), también deja aparecer sus propios límites. Aunque haya ocasionado cierto agotamiento entre los obreros, sobre todo en Francia en donde fue de gran amplitud, tampoco podrá aplazar las cosas durante mucho tiempo e impedir que el descontento se incremente y vuelva a expresarse. De igual modo, las pretendidas «concesiones» de Juppé o de otros gobiernos aparecen hoy como lo que son: puro cuento. En lo esencial, las medidas antiobreras contra las que los obreros fueron covocados a luchar, han entrado en vigor. De la pretendida «victoria» obtenida gracias a los sindicatos, a los obreros sólo les está quedando un doloroso recuerdo, un regusto amargo y el sentimiento difuso de que se les ha tomado el pelo.
Porque es consciente de esa situación, la burguesía ha modificado algo su estrategia:
– por un lado, sus sindicatos tienden a limitar la amplitud de sus «movilizaciones» cuando se sitúan en el terreno de la lucha reivindicativa, como se ha visto en Francia en 17 de octubre pasado y más todavía en la «semana de acción» del 12 al 16 de noviembre; y a la «unidad sindical» de la que tanto se enorgullecían ayer, ha dejado paso hoy a una política de división entre las diferentes covachuelas sindicaleras para que así se disperse una cólera y una combatividad que están madurando peligrosamente. En el caso de España, tomando otro ejemplo, la táctica sindical de división no se plasma por ahora en peleas entre las diferentes centrales. En ese país, casi todos los sindicatos, excepto la «radical» CNT, han convocado juntos a una «campaña de movilización» («marcha a Madrid» del 23 de noviembre, huelga general de la función pública el 11 de diciembre) contra la congelación de salarios de los funcionarios anunciada por el gobierno de la derecha (sindicatos que, en cambio, no habían hecho nada desde 1994 cuando esa política era regularmente impuesta por el PSOE). Aquí, «la unidad» que proclaman los sindicatos, necesaria para no acabar desprestigiados, lo que de verdad encubre es la división que manipulan entre trabajadores del sector público y los del sector privado, división completada por paros parciales, en diferentes fechas, según las provincias y las comunidades autónomas, reforzando así de paso los mitos nacionalistas.
– Por otra parte, la burguesía no sólo utiliza sus campañas ideológicas permanentes para enturbiar las conciencias obreras. Con ellas, lo que busca es sacar a los proletarios de su terreno de clase, para que liberen una combatividad ascendente, que aquélla no ha logrado ahogar, con reivindicaciones burguesas y movilizaciones interclasistas. Eso es lo que ha hecho en Bélgica e Italia con lo de la exigencia de una «justicia limpia». Eso es lo que hace también por ejemplo en España cuando intenta movilizar a los obreros contra los crímenes de ETA.
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Contrariamente a lo que pretenden algunos despechados, con peor o mejor intención, la CCI ni subestima ni, menos todavía, desprecia los esfuerzos actuales de la clase obrera para desarrollar su combate de resistencia contra los ataques a repetición, más o menos violentos y masivos que la clase dominante le está asestando. Al revés, nuestra insistencia en poner al descubierto las numerosas trampas que le tiende la burguesía, además de que es una responsabilidad fundamental de los revolucionarios cabales, se basa, ante todo, en un análisis del período actual, marcado, desde 1992, por una reanudación de las luchas obreras.
Para nosotros, la maniobra de 1995-96, orquestada a nivel internacional, no fue otra cosa sino un montaje de la clase dominante para atajar ese renacer. Y su política actual, con su multiplicación de obstáculos de todo tipo, es la prueba de que para ella el peligro proletario es algo presente que no hace además sino incrementarse. Cuando afirmamos esa realidad, no lo hacemos cediendo a la euforia, actitud que además de estúpida sólo serviría para debilitarse, ni desconsideramos al enemigo, ni negamos las dificultades y las derrotas o retrocesos parciales de nuestra clase.
Elfe, 16/12/1996
Entre las armas que despliega la burguesía actualmente contra el desarrollo de los combates y de la conciencia de la clase obrera, la burguesía de algunos países, especialmente en Francia, está usando el tema del «negacionismo». Se llama «negacionismo» a las «teorías» de una serie de ensayistas que ponen en cuestión la existencia de las cámaras de gas en los campos de concentración nazis. Volveremos sobre este tema más en detalle en nuestro próximo número de la Revista internacional. Nos limitaremos aquí a dar unos cuantos datos de esta campaña para así poner de relieve el interés del artículo que en 1945 publicaron nuestros camaradas de la Izquierda comunista de Francia (GCF) en l’Etincelle (la Chispa) sobre ese mismo tema.
La tesis de la no existencia de cámaras de gas y, por ende, de que no habría habido voluntad de exterminio por parte del régimen nazi de algunas poblaciones europeas, especialmente la judía, ha sido propagada especialmente por el grupo «Vieille taupe», el cual se reivindicaba de la «ultraizquierda» (que no hay que confundir con la Izquierda comunista, de la cual esa ultraizquierda ha recogido algunas cosas). Para la «Vieille taupe» y otros grupos de esas mismas esferas, la existencia de cámaras de gas era una pura mentira de las burguesías aliadas que les sirvió para reforzar sus campañas antifascistas después de la IIª Guerra mundial. Esos grupos se daban la misión, al denunciar lo que ellos consideraban como mentira, de desenmascarar la función antiobrera de la ideología antifascista. Pero arrastrados por su pasión «negacionista» (¿o por otras fuerzas?) algunos elementos acabaron colaborando con sectores de la extrema derecha antisemita. Estos también consideraban que las cámaras de gas eran un invento, pero un invento del «lobby judío internacional». Eso fue agua de mayo para los sectores «democráticos» y «antifascistas» de la burguesía que han dado una gran publicidad a las tesis «negacionistas» para así reforzar sus propias campañas, estigmatizando esas tentativas de «rehabilitación del régimen nazi». Pero estos sectores no se limitaron a eso. Las referencias hechas por los «negacionistas de izquierda» a las posiciones de la Izquierda comunista que denuncian la ideología antifascista y especialmente al texto perfectamente válido que publicó a principios de los años 60 el Partido comunista internacional y titulado Auschwitz ou le grand alibi (Auschwitz o la gran coartada) han servido de pretexto a los diferentes apoyos de la democracia burguesa (incluidos algunos trotskistas) para desencadenar una campaña de denuncia de la corriente de la Izquierda comunista con expresiones del estilo de: «Ultraizquierda y ultraderecha, mismo combate» o «como siempre, los extremos se tocan».
Por su parte, la CCI, como todos los verdaderos grupos de la Izquierda comunista, no ha tenido nunca nada que ver con las aberraciones «negacionistas». Pretender relativizar la barbarie del régimen nazi, incluso para denunciar la mistificación antifascista, significa en fin de cuentas, relativizar la barbarie del sistema capitalista decadente, de la que ese régimen es una de las expresiones. Ello nos permite denunciar con tanta más firmeza las campañas actuales cuyo objetivo es desprestigiar ante la clase obrera a la Izquierda comunista, la única corriente política que defiende realmente sus intereses y su perspectiva revolucionaria. Ello nos permite entablar con tanta más energía el combate contra las mentiras antifascistas, las cuales se apoyan en la barbarie nazi para encadenar mejor a los proletarios al sistema que la engendró, un sistema, el capitalista, incapaz de engendrar otra cosa que la barbarie. Es el mismo combate que llevaron a cabo nuestros camaradas de la GCF cuando publicaron el artículo aquí reproducido.
Cuando se escribió el artículo, en junio de 1945, la burguesía aliada no había tenido todavía la ocasión de desplegar por completo su propaganda sobre los «campos de la muerte». El campo de Auschwitz, que se encontraba en la zona bajo control ruso, no se había ganado todavía la siniestra fama que después conoció. Tampoco las bombas atómicas «democráticas» y «al servicio de la civilización» habían arrasado todavía Hiroshima y Nagasaki. Ello no impidió a nuestros compañeros el hacer una denuncia muy contundente de la utilización ideológica, contra el proletariado, de los crímenes nazis por los criminales aliados.
L’Etincelle nº 6, junio de 1945
El papel desempeñado por los SS, los nazis y su campo de la muerte industrial, fue el de exterminar en general a todos aquellos que se opusieron al régimen fascista y sobre todo a los militantes revolucionarios que siempre han estado en la vanguardia del combate contra la burguesía capitalista, sea cual sea su forma: autocrática, monárquica o «democrática», cualquiera que sea su jefe: Hitler, Mussolini, Stalin, Lopoldo III, Jorge V, Victor Manuel, Chruchill, Roosvelt, Daladier o De Gaulle.
La burguesía internacional que, cuando la Revolución rusa de octubre estalló en 1917, usó todos los medios posibles e imaginables para aplastarla, que quebró la revolución alemana en 1919 mediante una represión de una bestialidad inaudita, que ahogó en sangre la insurrección proletaria de China; la misma burguesía financió en Italia la propaganda fascista y después, en Alemania, la de Hitler; la misma burguesía puso en el poder en Alemania a ése que ella había designado, por sus intereses, para ser el gendarme de Europa; la misma burguesía se gasta hoy millones para «financiar la exposición de los crímenes hitlerianos», la filmación y la presentación al público de filmes sobre las «atrocidades alemanas», mientras las víctimas de esas atrocidades siguen muriendo a veces sin cuidados y los supervivientes no tienen ningún medio de vida.
Esa misma burguesía es la que por un lado pagó el rearme de Alemania y, por otro, engañó al proletariado arrastrándolo a la guerra con la ideología antifascista; fue ella la que de esa manera, tras haber favorecido la llegada al poder de Hitler, se sirvió hasta el final de él para aplastar al proletariado alemán y arrastrarlo a la guerra más sangrienta, a la carnicería más abominable que imaginarse pueda.
Es esa misma burguesía la que manda representantes con coronas de flores a inclinarse hipócritamente ante las tumbas de los muertos que ella misma ha provocado, porque es incapaz de dirigir la sociedad, porque la guerra es su única forma de vida.
¡ES A ELLA A QUIEN ACUSAMOS!
Es a ella a quien acusamos, pues los millones de muertos por ella asesinados no son más que el suma y sigue de una lista interminable de mártires de la «civilización», de la sociedad capitalista en descomposición.
Los responsables de los crímenes hitlerianos no son los alemanes, quienes, los primeros, en 1934, pagaron con 450000 vidas humanas la represión burguesa hitleriana y que siguieron soportando esa despiadada represión cuando, al mismo tiempo, empezó a ejercerse en el extranjero. Como tampoco los franceses, ni los ingleses, ni los americanos, ni los rusos, ni los chinos son responsables de los horrores de la guerra que ellos no han querido pero que sus burguesías respectivas les han impuesto.
En cambio, los millones de hombres, de mujeres asesinados en los campos de concentración nazis, salvajemente torturados y cuyos cuerpos se pudren por doquier, aquellos que han sido aplastados durante esta guerra en el combate, aquellos que han sido sorprendidos en medio de un bombardeo «liberador», los millones de cadáveres mutilados, amputados, destrozados, desfigurados, pudriéndose bajo tierra o al sol, los millones de cuerpos de soldados, mujeres, ancianos, niños... todos esos millones de muertos claman venganza. No claman venganza contra el pueblo alemán, el cual sigue sufriendo, sino contra esa infame burguesía, hipócrita y sin escrúpulos, la cual no ha pagado sino que se ha aprovechado y sigue burlándose, como un cerdo cebado, de los esclavos hambrientos.
La única postura para el proletariado no es la de contestar a los llamamientos demagógicos que tienden a continuar y acentuar el chovinismo a través de los comités antifascistas, sino la lucha directa de clase por la defensa de sus intereses, de su derecho a la vida, lucha de cada día, de cada instante hasta la destrucción del monstruoso régimen, del capitalismo.
Rivalidades imperialistas
Durante estas últimas semanas, el intenso tira y afloja diplomático y las declaraciones contradictorias que se han multiplicado en torno a la «fuerza de ayuda a los refugiados» de la región de los Grandes Lagos, ha acabado en farsa macabra: ¿se desplegará?, ¿se efectuarán lanzamientos de víveres? ¿quedarán todavía refugiados?. Esa comedia hipócrita y repugnante sobre la «ayuda humanitaria» no sirve, una vez más, sino de cortina de humo con la que ocultar las intervenciones de las grandes potencias en la defensa de sus sórdidos intereses imperialistas y ajustar sus cuentas sobre los cuerpos de las poblaciones locales. Las atrocidades en el este de Zaire no tienen nada de «exóticas», nada tienen que ver con no se sabe qué costumbres tribales, como tampoco los bombardeos y las matanzas a repetición en Oriente Medio son «algo típico» de la región. No son más que otras ilustraciones de un mundo capitalista que se agrieta por todas partes. Desde Oriente Medio a África, desde la ex Yugoslavia a la ex URSS, el «nuevo orden mundial» tan cacareado hace seis años por los «grandes» no es sino el terreno de maniobras de la lucha a muerte entre potencias imperialistas y un gigantesco depósito de cadáveres para partes cada vez mayores de la población mundial.
Varios artículos en la Revista internacional (por ejemplo, las nº 85 y 87) han descrito ya ampliamente el triunfo creciente de las tendencias centrífugas («cada uno para sí»), aún subrayando los intentos cada vez más brutales del padrino estadounidense por preservar su dominación y enderezar la situación allí donde esté comprometida. El marco adecuado para comprender el estallido de las rivalidades entre tiburones imperialistas y la crisis ineluctable del liderazgo americano, por muchas reacciones en contra que tenga el gendarme mundial, lo recordábamos el la «Resolución sobre la situación internacional del XIIº congreso de Révolution internationale»: «Estas amenazas [sobre el liderazgo de Estados Unidos] provienen fundamentalmente (...) de las tendencias centrífugas («cada uno para sí»), del hecho de que hoy falta la condición principal para una verdadera solidez y estabilidad de las alianzas entre Estados burgueses en la arena imperialista, o sea, que no existe un enemigo común que amenace su seguridad. Puede que las diferentes potencias del ex bloque occidental se vean obligadas a someterse, golpe a golpe, a los dictados de Washington, pero lo que descartan es mantener una fidelidad duradera. Al contrario, todas las ocasiones son buenas para sabotear, en cuanto pueden, las orientaciones y las disposiciones impuestas por EEUU» (Revista internacional, nº 86).
Desde la interminable guerra civil entre fracciones afganas «patrocinadas» por las diferentes potencias imperialistas hasta las sordas tensiones que se intensifican en la antigua Yugoslavia, a pesar de la «pax americana» de Dayton, los acontecimientos recientes confirman plenamente la validez de ese análisis. Vamos a desarrollar más en particular, aquí, la situación en Oriente Medio y la de la región de los Grandes Lagos pues ilustran muy claramente cómo esas rivalidades provocan una extensión aterradora de la descomposición y del caos en zonas cada día más amplias del planeta.
La elección de Netanyahu fue ya un serio revés para Estados Unidos en una región de la mayor importancia estratégica y desde hace años «coto de caza» de EEUU. Esa elección pone también de relieve, incluso en un país tan dependiente de Estados Unidos como lo es Israel, las fuerzas centrífugas y las veleidades de hacer políticas independientes contra toda política de estabilización regional, incluso bajo la batuta del gendarme mundial.
Desde entonces, las provocaciones del gobierno de Netanyahu, con su secuela de enfrentamientos entre colonos judíos y policía de la nueva «autoridad palestina», los muertos de Gaza y Cisjordania, todo ello ha permitido justificar el endurecimiento brusco de las posturas israelíes en todas las negociaciones, llegando incluso, en nombre de la seguridad de Israel, a poner en cuestión los ya mínimos acuerdos firmados por Peres y Arafat en Oslo. En frente, las mismas tendencias centrífugas triunfan en las capitales árabes de la región: los «enemigos hereditarios» de Israel, sirios y palestinos a la cabeza, se han reconciliado, mientras que Egipto y Arabia Saudí, hasta ahora sólidos aliados de EEUU, acentúan su política de cuestionamiento abierto del imperialismo americano. El hecho de que Egipto, partícipe del acuerdo histórico de Camp David, se haya negado en redondo a participar en la cumbre de Washington convocada por Clinton para intentar arreglar las cosas, da una idea de la pérdida acelerada de control de la situación en Oriente Medio por Estados Unidos. Lo que todo eso significa es que el dominio de este país sobre toda la región, construido pacientemente durante los veinte últimos años, puede acabar desmoronándose.
El declive de la influencia de Estados Unidos hoy es necesariamente paralelo al incremento de la influencia de sus rivales imperialistas. Las ambiciones de éstos aumentan en la misma proporción que los reveses norteamericanos. El gran beneficiario de los recientes acontecimientos en Oriente Medio es, sin lugar a dudas, Francia, la cual se ha puesto inmediatamente a reunir tras ella a todos los descontentos de la zona, presentándose como portavoz de todas las quejas antiamericanas y antiisralíes, como lo demostró la gira de Chirac por la región en octubre. Éste se dedicó, por todas partes, a ser el promotor del «copadrinazgo del proceso de paz», dando claramente a entender la intención de Francia de echar leña al fuego y sabotear por todos los medios la política de Washington. De lo que se trata, más que de «paz», es de inspirar abiertamente una unión sagrada de Estados árabes contra el enemigo común israelí y... americano, o, dicho de otra manera, animar a más guerra y más caos.
La primera potencia militar del mundo, cuyo liderazgo se ve zarandeado en el ruedo internacional por las tendencias centrífugas, está obligada a replicar ante las amenazas a su mando; y esas réplicas son cada vez menos «pacíficas», como lo demostró ya la advertencia de los misiles lanzados sobre Irak (ver Revista internacional nº 87). De hecho, Estados Unidos quiere mostrar su determinación para mantenerse en su postura de dueños militares del mundo y, a la vez, sembrar cizaña entre las grandes potencias europeas manipulando sus intereses divergentes. En este contexto, no es de extrañar que los golpes de EEUU vayan en primer término dirigidos contra el imperialismo francés que pretende imponerse como dirigente de la cruzada antiamericana ([1]). El que para esto, EEUU tenga que recurrir cada vez más a la fuerza bruta y extender la barbarie y el caos con ganancias cada vez más limitadas y temporales da idea de su declive histórico.
Lo que está verdaderamente en juego en las matanzas de la región de los Grandes Lagos no es, contrariamente a lo que dice la prensa, la lucha por el poder entre hutus y tutsis, sino entre EEUU y Francia por el control de la región. Aquí, la que lleva la batuta es la burguesía americana y puede decirse que ha logrado, hasta ahora, debilitar considerablemente las posiciones de su rival francesa en África gracias a una hábil estrategia de desestabilización.
Tras haber puesto en el poder a la camarilla proamericana del Frente patriótico ruandés (FPR) en Kigali en 1994, EEUU ha seguido adelantando sus peones en la región de los Grandes Lagos. Primero consolidaron el FPR gracias a un apoyo económico y militar incrementado. Después, remataron su táctica de asedio a las posiciones francesas, ejerciendo la mayor presión sobre Burundi, mediante un embargo impuesto a ese país por todos sus vecinos anglófonos proamericanos, tras el golpe de Estado profrancés de Buyoya. Esta táctica ha dado sus frutos, pues el gobierno burundés se ha asociado sin mayores problemas a la alianza antifrancesa con Ruanda y Uganda en cuanto empezaron los enfrentamientos en Kivu. Y, por fin, con el pretexto de acabar con las incursiones de las antiguas Fuerzas armadas ruandesas (FAR) agrupadas solapadamente por Francia en los campos de refugiados (frontera entre Zaire y Ruanda), Estados Unidos ha llevado la guerra más lejos, a Zaire, fomentando la «revuelta» de los benyamunlenge (tutsis de Zaire) de Kivu, con el éxito que hoy conocemos.
La ofensiva de Washington ha conseguido efectivamente aislar cada día más al imperialismo francés, poniéndolo en una situación de extrema debilidad. El Zaire de Mobutu, en el que Francia se ve obligada a apoyarse, es una ruina en lo militar, en lo político y en lo económico. Tras haber sido un eslabón primordial de la zona en el dispositivo de defensa antisoviética del bloque occidental en la época de la confrontación Este-Oeste, Zaire es hoy una de las zonas estratégicas del mundo más frágiles y un foco de descomposición de lo más avanzado. Y precisamente EEUU ha sacado partido del marasmo que allí reina, agravado por la enfermedad de Mobutu y de las luchas intestinas resultantes, con un ejército hecho una ruina, dando un último toque a su operación estratégica actual en la región. Y así, EEUU ha podido adelantarse al imperialismo francés, el cual tenía la intención en la cumbre franco-africana de Uagadugu, a la que habían sido invitadas por primera vez Uganda y Tanzania, de presionar a Ruanda mediante una propuesta de conferencia sobre la región de los Grandes Lagos.
Pero las dificultades de la burguesía francesa no se quedan ahí, pues su adversario estadounidense está ganando la partida en varios planos. Clinton ha frenado brutalmente las pretensiones de Francia de ponerse a la cabeza de una cruzada antiamericana, rebajando su prestigio ante las demás grandes potencias. Los llamamientos desesperados del imperialismo francés, reiterados con fuerza por su candidato a la ONU, Butros-Ghali, para que los «aliados» europeos e incluso sus tradicionales aliados africanos intervinieran «urgentemente» sólo han obtenido respuestas evasivas. En primer lugar, porque ninguno de esos defensores del «humanitarismo» tiene la menor gana de meterse en ese barrizal por darle gusto a Francia, pero además porque la presión americana en Africa es un claro mensaje de amenaza dirigido a todos los países del mundo. Excepto España, que expresó un apoyo menos reservado a las peticiones francesas, Italia, Bélgica y Alemania encontraron todos los pretextos para abstenerse. Pero fue sobre todo la actitud británica la que ha sido significativa del debilitamiento de la alianza franco-británica en Africa, alianza que parecía, sin embargo, reforzarse en estos últimos meses. A pesar del acuerdo «de principio» para intervenir, el gobierno de Major mantuvo la mayor ambigüedad en sus compromisos concretos, o sea una respuesta negativa a Francia, que se encuentra en este caso sola frente a una superpotencia norteamericana con mejores bazas en la mano.
Rechazada y denunciada por Ruanda y por los «rebeldes zaireños», víctimas de sus aventuras imperialistas, Francia tuvo que acabar proponiendo una intervención estadounidense en la que ella ocuparía el lugar que le corresponde. La burguesía americana utilizó esta situación de fuerza para hacer pasar por el aro a Francia. Se puso a dar largas al asunto, diciendo que sí que estaba dispuesta a intervenir a condición de que se tratase de verdad de una operación «humanitaria» y no militar, de que nadie se involucrara en un conflicto local (lo cual no era un problema para Estados Unidos, al ser sus secuaces quienes, por ahora, han salido victoriosos) y diciendo cínicamente que «Estados Unidos no es el Ejército de Salvación». Además, la Casa Blanca se da el lujo de señalar con el dedo al imperialismo francés, acusándolo de ser el primer responsable del caos imperante en los Grandes Lagos. Los focos de la campaña orquestada sobre la venta de armas por parte de varios países a Ruanda durante el genocida de 1994, dirigida sobre todo contra el Estado francés, se han centrado en el papel sórdido desempeñado por Francia. El Big Boss ha sacado así a la luz la mezquindad y la codicia de un gobierno francés que «apoyaba a regímenes decadentes» y «que ya no es capaz de imponerse» (declaraciones de Daniel Simpson, embajador USA en Kinshasa) y que sólo pide ayuda a la llamada comunidad internacional para defender sus intereses imperialistas particulares.
Así, el imperialismo francés ha perdido posiciones frente a una ofensiva minuciosamente preparada por los estrategas del Pentágono. Se ve excluido de Africa del Este, empujado hacia el oeste, en una posición cada día más débil, con un «coto de caza» cada vez más reducido. Esta situación va a atizar las rivalidades, pues Francia intentará reaccionar como lo demuestra ya su intento de «recuperación» de Burundi durante la cumbre franco-africana, pidiendo que se levantara el embargo, a la vez que el caos que reinaba ya en la región de los Grandes Lagos se va ahora propagando hacia un Zaire ya tan gangrenado por la descomposición general. Su situación geográfica central en Africa, su enorme tamaño, así como sus impresionantes riquezas mineras hacen de Zaire una presa de primera categoría para los apetitos imperialistas. La perspectiva de su hundimiento acelerado y su dislocación, consecuencia del actual desplazamiento hacia ese país de las tensiones guerreras, conlleva la amenaza de una nueva explosión del caos, no ya sólo en ese país sino en todos sus vecinos, especialmente los del norte (Congo, República Centroafricana, Sudán) y los más cercanos como Gabón o Camerún, pertenecientes todos ellos al «coto privado» de Francia, lo cual nos da idea de la gran inquietud que hoy alberga la burguesía francesa en cuanto a la posibilidad de mantener sus prebendas africanas. Y este nuevo avance del caos imperialista no hará sino agravar en extensión y en profundidad la pavorosa miseria y la barbarie que ya imperan en la mayor parte del continente africano.
Todos estos hechos hacen aparecer claramente que la hipócrita «ayuda humanitaria» y los «discursos de paz» sólo sirven para que los tiburones imperialistas puedan ocultar sus nuevas aventuras guerreras; sólo sirven, pues, para acentuar el caos y la barbarie. Con un cinismo abominable, todas las burguesías nacionales echan lágrimas de cocodrilo sobre el trágico destino de las poblaciones locales o de los refugiados, cuando, en realidad, éstos y aquéllas, reducidos al estado de rehenes impotentes, son fríamente utilizados como arma de guerra en los enfrentamientos imperialistas entre las grandes potencias. Esta inmensa y cínica puesta en escena es montada con el concurso cómplice, sean o no conscientes de ello, de las asociaciones humanitarias, esas ONG, que han sido quienes han pedido ayuda a los gobiernos, exigiendo a voz en grito su intervención militar.
Esa constatación no es nueva. ¡Recordemos todas las «intervenciones por la paz» precedentes!. En 1992, en Somalia, la operación «humanitaria» ni acabó con las hambres crónicas ni con la guerra de clanes. En Bosnia, el envío entre 1993 y 1994 de todos los «soldados de la paz» franceses, ingleses o americanos, bajo las banderas de la ONU o de la OTAN, sólo sirvió para justificar cínicamente la presencia militar de las potencias imperialistas in situ y para «proteger» así, apoyando cada una a facciones particulares, los desmanes de los beligerantes. En 1994, en Ruanda, las grandes potencias fueron ya directamente responsables del desencadenamiento de las matanzas. Con la excusa de una intervención militar para «poner fin al genocidio», provocaron un éxodo masivo de poblaciones, creando precarios campos de refugiados. Después, apostaron por una degradación de la situación, presentada hoy como resultado de la fatalidad, para tramar nuevas intrigas asesinas.
En la escalada de sus rivalidades y en el cumplimiento de su rastrera labor por preservar o ganar posiciones en el terreno, todos esos gángsteres imperialistas, lejos de «restablecer el orden», lo único que hacen es incrementar el caos. Expresión de un capitalismo agonizante, precipitan en su barbarie guerrera a zonas cada vez más amplias del planeta, arrastran cada día más poblaciones hacia la muerte, en un ciclo infernal de matanzas, éxodos, hambres y epidemias.
Jos, 12/12/1996.
[1] En numerosos textos, ya hemos puesto de relieve que, en última instancia, el principal rival imperialista de Estados Unidos es Alemania, única potencia capaz de encabezar un posible nuevo bloque opuesto al que encabezaría aquél país. Sin embargo, y es ésa una de las características del caos actual, estamos muy lejos de semejante «ordenación» de los antagonismos imperialistas, lo cual deja cancha abierta a todo tipo de situaciones en las que los «segundones» como Francia intentan hacer su propio juego.
Crisis económica
Tras el hundimiento de los regímenes estalinistas, la burguesía es su gran campaña ideológica contra la clase obrera sobre la «superioridad del capitalismo» y la «imposibilidad del comunismo», anunciaba la llegada de un «nuevo orden mundial»: el fin de los bloques militares, la reducción de los presupuestos en armamento y la apertura de «nuevos mercados» en el Este iban a desembocar en una era de paz y de prosperidad. Desde entonces, los tales «dividendos de la paz» se han transformado en matanzas y conflictos más mortíferos unos que otros, y la perspectiva de «prosperidad» se ha transformado en agravación de la crisis y austeridad duplicada. En cuanto a la «apertura de nuevos mercados» en los países del Este, la realidad se ha encargado también de barrer las mentiras: el hundimiento económico y social de esos países durante los años 90 ha sido un agrio mentís a esa campaña de la burguesía.
Por eso, estamos hoy asistiendo a una multiplicación de informes de «expertos» y artículos en los media con los que se intenta reavivar algo el rescoldo de las ilusiones. Por eso hoy nos quieren hacer creer que «un período necesario y difícil se imponía para sanear la economía», que la larga transición se debería a la «pesada herencia del pasado» y así. Si se les hace caso, el futuro de la «nueva economía de mercado» volvería a ser radiante y los países del Este estarían en el camino de la estabilización y del enderezamiento económico. Del – 10% en 1994 a – 2,1% en 1995, la tasa de crecimiento pasaría ahora a +2,6% para el conjunto de la zona. Excepto algunas repúblicas de la antigua URSS, el retorno a tasas positivas de crecimiento sería general en 1996. «Después del temporal, la bonanza», ése vendría a ser el nuevo mensaje que la burguesía y sus medios de comunicación intentan hacer tragar, completando con la mentira propalada desde 1989 sobre «la victoria del capitalismo sobre el comunismo».
Demócratas y estalinistas se han puesto siempre de acuerdo para identificar estalinismo y comunismo, para así hacer creer a la clase obrera que era éste lo que imperaba en el Este. Esto permitió asociar hundimiento del régimen estalinista a muerte del comunismo, a quiebra del marxismo. Comunismo significa, en realidad, fin de la explotación del hombre por el hombre, fin del salario y fin de la división de la sociedad en clases antagónicas; es el reino de la abundancia en el cual «el gobierno sobre los hombres deja el sitio a la administración de las cosas» y todo eso sólo es posible a escala mundial. El Estado totalitario, la penuria generalizada, el reino de la mercancía y del salariado y las numerosas revueltas obreras resultantes, son testimonio del carácter plenamente capitalista y explotador de los regímenes que imperaron en esos países. De hecho, la forma estaliniana del capitalismo de Estado, herencia, no de la Revolución de octubre de 1917 sino de la contrarrevolución que la asesinó en un baño de sangre, se hundió arruinando por completo las formas de la economía capitalista que engendró en esos países pretendidamente «socialistas». No fue el comunismo lo que se desmoronó en el Este, sino una variante particularmente frágil y militarizada del capitalismo de Estado.
Que una constelación imperialista se haya desmoronado desde dentro, sin lucha, bajo el peso de la crisis y de sus propias contradicciones, es una situación totalmente inédita en la historia del capitalismo. Si hoy es la crisis la que ha originado la desaparición de un bloque imperialista y no, como había ocurrido en el pasado, una derrota militar o una revolución, ello se debe a que el sistema como un todo ha entrado en su fase terminal: su fase de descomposición. Esta fase se caracteriza por una situación en la que las dos clases fundamentales y antagónicas de la sociedad se enfrentan sin conseguir imponer su propia respuesta a las contradicciones insuperables del capitalismo: la guerra generaliza para la burguesía, el desarrollo de una dinámica hacia la revolución para el proletariado. Ahora que la contradicciones del capitalismo en crisis no hacen sino agravarse, la incapacidad de la burguesía para ofrecer la menor perspectiva para el conjunto de la sociedad y las dificultades del proletariado para afirmar abiertamente la suya en lo inmediato, no pueden sino desembocar en una descomposición generalizada, de putrefacción de raíz de la sociedad. Son esas condiciones históricas nuevas, inéditas – la situación momentánea de atolladero de la sociedad –las que explican por qué la crisis del capitalismo ha tenido y sigue teniendo consecuencias tan arrasadoras y de tal amplitud y gravedad.
En efecto, la caída de la producción en los países del Este después de 1989 ha sido la más importante de toda la historia del capitalismo, mucho más grave que durante la crisis de los años 1930 o cuando la entrada en guerra durante el segundo conflicto mundial. En la mayoría de esos países, la producción ha caído más abajo de los – 30% que tuvo Estados Unidos entre 1929 y 1933. Después de 1989, el hundimiento de la producción ha alcanzado – 40% en Rusia y casi – 60% en antiguas repúblicas de la extinta URSS como Ucrania, Kazajistán o Lituania, retrocesos mucho mayores que en el momento de la derrota soviética de 1942 ante la invasión alemana (– 25%). La producción de Rumania ha bajado 30%, las de Hungría y Polonia 20%. Esta gigantesca destrucción de fuerzas productivas, esa brutal y repentina degradación de las condiciones de vida de partes enteras de la población mundial son ante todo el resultado de la crisis mundial e histórica del sistema capitalista. Esos fenómenos, análogos por su significado y amplitud a las decadencias de los modos de producción del pasado no tienen, sin embargo, parangón en cuanto a su violencia. Son la expresión de lo que puede engendrar un sistema en su fase final: precipitar en la miseria casi absoluta, y eso del día a la mañana, a decenas cuando no a centenas de millones de seres humanos.
Tras semejante caída de la producción, tras semejante degradación en las condiciones de vida de toda una parte del planeta, es un poco indecente hablar de tasas de crecimiento positivas. Partiendo de cero, matemáticamente, ¡el crecimiento es infinito! En efecto, la tasa de crecimiento es tanto más elevada cuanto más débil es la base de partida: incrementar en una sola unidad (producir un camión suplementario, por ejemplo) que se añade a dos producidas anteriormente es una tasa de crecimiento de 50%. En cambio, aumentar en 10 unidades con una base de 100 corresponde a una tasa de crecimiento más débil, 10%. En ese contexto, las tasas positivas de crecimiento anunciadas no significan gran cosa.
Hablar de «retorno a futuros florecientes» es, casi como la expresión lo indica, una estafa siniestra. Tanto en el plano de la evolución de la producción y de los ingresos como de la dinámica general del sistema capitalista, todo no hace sino cerrar todavía más el callejón sin salida en que están metidas esas partes del mundo. Recurrir masivamente al crédito y a los déficits presupuestarios, como así fue con la reunificación alemana, o el empobrecimiento brutal y generalizado en los demás países del Este, no ofrecen ninguna base sólida para prever una mejora en la situación económica y social.
El ejemplo de la reunificación alemana es significativo en muchos aspectos. Obligada políticamente a asumir una unificación que se le imponía, la burguesía alemana tuvo que recurrir a medios excepcionales para evitar ser sumergida por un éxodo de población y por una poderosa marea de descontento social. En efecto, la reunificación sólo ha sido posible gracias a una transferencia masiva de capitales del Oeste al Este para financiar inversiones y programas sociales: unos 200 mil millones de marcos por año, equivalentes al 7% de PIB del Oeste, pero equivalentes al 60% del PIB del Este. La integración de la RDA en la «gran familia alemana» nos ha sido presentada como ejemplo de transición exitosa: la tasa de crecimiento en los territorios de la antigua RDA en 1994 ascendió a cerca del 20%.
Pero como decía Lenin, «los hechos son testarudos»: las regiones del Este produjeron 382 mil millones de marcos de riquezas en 1995... con 83 mil millones de exportaciones y 311 mil millones de importaciones, o sea, un déficit comercial de 228 mil millones, o sea, lo equivalente al 60% del PIB de esos länder orientales. Así es como se explican esas asombrosas tasas de crecimiento que nos presentan. En realidad, ese impresionante apoyo a la actividad económica del Este se ha realizado apostando por un porvenir de lo más incierto y sólo ha sido posible mediante un aumento de la deuda pública de Alemania, que ha pasado del 43% del PIB en 1989 al 55% en 1994, o sea un incremento del 12% en cinco años. Esa estrategia de incrementar la deuda pública para mantener la actividad ha dejado los problemas para más tarde y cierta actividad ha podido mantenerse en las regiones orientales, se han podido renovar ciertas infraestructuras y las transferencias de ingresos han mantenido el nivel de compra de bienes en las empresas del Oeste. Sin embargo, el mantenimiento de las actividades en el Este se ha hecho sobre todo en el sector de la construcción y de obras públicas con el objeto de restablecer las infraestructuras, objetivo estratégico esencial para la burguesía alemana. En realidad, ese sector no podrá servir para un despegue duradero de la actividad del Este de Alemania. Apenas apagadas las luces del séptimo aniversario de la reunificación, una sombría perspectiva se perfila con el agotamiento de las actividades en construcción y obras públicas, la baja progresiva de las transferencias masivas hacia lo que fue RDA y una austeridad creciente. Habrá algunas actividades a las que les costará despegar habida cuenta de la recesión general y de la saturación de los mercados a nivel mundial. Desde 1993, el Estado alemán pasa la factura de la reunificación a la clase obrera, primero, mediante un importante aumento de impuestos y después con una austeridad implacable: incremento de la jornada de trabajo en el sector público, cierre de equipamientos, subidas brutales de tarifas públicas, reducciones masivas de plantillas en las administraciones.
Si la situación en lo que fue RDA podría dar ilusiones, pues para Alemania alcanzar cierta estabilidad en esa parte del país era una baza geoestratégica de la primera importancia, para quien quiere ver más allá de los discursos embaucadores, la situación económica y social en los demás países del Europa del Este sigue siendo catastrófica. Excepto Croacia, Eslovenia y República Checa, países que ya han pasado a crecimientos positivos (y ya hemos visto antes lo que cabía pensar al respecto), los demás se estancan o recaen; el globo se está deshinchando: la tasa de crecimiento de Albania ha caído a 6% en 1995 tras haber subido 11% en 1993, el de Bulgaria (3%) y el de Armenia (7%) han tocado techo desde el año pasado, el de Hungría ha pasado de 2,5% en el 94 a 2% en el 96, el de Polonia de 7% en 1995 al 6% en 1996, el de Eslovaquia de 7% en 1995 a 6% en 1996, el de Rumanía de 7% en 1995 a 4% en 1996 y el de los tres países bálticos de 5% en 1994 a 3,2% en 1996. Los otros datos económicos no son más brillantes.
Cierto es que la hiperinflación ha sido contenida, pero con pócimas como las administradas al Tercer mundo. Planes drásticos de austeridad, despidos y recortes a mansalva en los presupuestos sociales del Estado han bajado las tasas de infación a niveles más «aceptables», pero siempre muy elevados y, en bastantes países, superiores incluso a los de hace cinco años.
Inflación (%)
País 1990 1995
Bulgaria 22 62
R. Checa ........... 11 ....... 9
Hungría ............. 29 ..... 28
Polonia ............ 586 ..... 28
Rumanía .............. 5 ..... 32
Eslovaquia ........ 11 ..... 10
Rusia ................... 6 ... 190
Ucrania ............... 4 ... 375
Otros muchos aspectos económicos, típicos de la tercermundización creciente de esos países aparecen más y más. Casi todas las actividades están orientadas hacia la ganancia a corto plazo, los capitales se invierten en el extranjero o se colocan prioritariamente en actividades especulativas y sólo de manera marginal son reinyectados en el sector productivo. Cuando la ganancia «oficial», «legal» es insuficiente por lo mucho que se ha degradado la situación económica, los ingresos de origen criminal se incrementan. Éstos, muy infravalorados, representarían ya el 5% del PIB en Rusia y aumentan fuertemente (1% en 1993) situándose por encima del doble de la media mundial (2%).
Típico igualmente de los países subdesarrollados es el crecimiento espectacular de la economía subterránea y del autoconsumo para compensar en lo posible la caída drástica de los ingresos oficiales. Esto se comprueba en la separación que se aprecia entre la caída de los ingresos por salario, que es enorme, y la del consumo, que es menor. De hecho, el consumo lo mantiene una minoría entre el 5 y el 15 % de la población que está sacando provecho de la «transición» y, por otro lado está cada día más compuesto de bienes de origen no monetario (actividades agrícolas privadas). En Bulgaria, por ejemplo, en donde los salarios reales han bajado 42% en 1991 y 15% en 1993, la parte de ingresos oficiales ha disminuido 10% en dos años en el total de ingresos familiares (44,8% en 1990 a 35,3 en 1992) y, en cambio, la parte de ingresos agrícolas no monetarios aumentan 16% (21,3% a 37,3%). O sea que para sobrevivir, los trabajadores de esos países deben buscar ingresos suplementarios para compensar unos salarios cada día más bajos, cobrados por un trabajo cada día más duro y en condiciones cada día más degradadas. Resultado: una brutal pauperización para la inmensa mayoría de la población. El Unicef ha establecido un umbral de la pobreza correspondiente a un nivel de 40 a 50% por debajo de los ingresos reales medios de 1989 (antes de la «reformas»).
A los datos les sobran comentarios: multiplicación por un factor entre dos y seis de la cantidad de hogares que viven por debajo del umbral de pobreza. En Bulgaria, más de la mitad de las familias del país viven por debajo de ese umbral, 44% en Rumanía y una tercera parte en Eslovaquia y Polonia.
Porcentaje de hogares por debajo del umbral de pobreza (estimación)
País 1989 90 92 93
Bulgaria 13,8 57
R. Checa 4,2 25,3
Hungría (*) 14,5 19,4
Polonia 22,9 37,7
Rumanía 30 44,3
Eslovaquia 5,7 34,5
(*) en porcentaje de la población
Fuente: Unicef, Crisis in Mortality, Helth and Nutrition, MONEE Database, agosto de 1994, p. 2.
Estimación del PNB por habitante en relación
con el poder adquisitivo
(Estados Unidos = 100)
País 1987 94 94/87
Tayikistán 12,1 3,7 31%
Azerbaiyán 21,7 5,8 27%
Kirguizistán 13,5 6,7 50%
Armenia 26,5 8,3 31%
Uzbekistán 15,5 9,2 74%
Bolivia 9,3
Ukrania 20,4 10,1 50%
Kazajistán 24,2 10,9 45%
Letonia 24, 12,4 51%
Lituania 33,8 12,7 38%
Rumanía 22,7 15,8 70%
Bielorrusia 25,1 16,7 67%
Bulgaria 23,5 16,9 72%
Estonia 29,9 17,4 58%
Rusia 30,6 17,8 58%
Túnez 19,4
Hungría 29,9 23,5 81%
Eslovenia 33,3 24,1 72%
México 27,2
R. Checa 44,1 34,4 78%
Este cuadro ilustra la caída de los antiguos países del bloque estalinista a niveles tercermundistas y permite evaluar la degradación del nivel de vida de la población en esos países: la segunda columna de cifras indica el poder adquisitivo medio en 1994 comparado con Estados Unidos (=100) y la tercera expresa este nivel comparado con el de 1987. Además, este cálculo subestima la realidad de la deterioración de las condiciones de vida de la clase obrera, puesto que mide la evolución de un poder adquisitivo medio. Da, sin embargo, una primera idea de la profundidad de la caída, caída tanto más dolorosa porque ya el nivel de partida era bajísimo: un nivel de vida tres veces más bajo para los habitantes de buena cantidad de repúblicas de la extinta URSS, un nivel casi dos veces menor en Rusia y una disminución media de 30% en los demás países. Comparando el nivel de esos países con otros, se comprueba que forman plenamente parte del Tercer mundo: Rusia (17,8%) ocupa un rango comparable a Túnez (19,4%) o Argelia, por debajo incluso de Brasil (21), la mayoría de aquellas repúblicas están a la altura de Bolivia (9,3) y, para los menos desfavorecidos, a la de México (27,2%). Puede apreciarse con esos datos toda la vacuidad mentirosa de los discursos sobre las perspectivas de desarrollo y de porvenires radiantes.
A medida que la realidad es mejor conocida, las últimas esperanzas y todas las teorías sobre una posible mejora de la situación se esfuman. Los hechos hablan por sí solos: es imposible que la economía de esos países se enderece. No hay mayores esperanzas para los países del antiguo bloque del Este que las que hay desde hace más de 100 años para los países del Tercer mundo. Ni el antiguo orden reformado, ni la variante «liberal» del capitalismo occidental, que también es capitalismo de Estado pero con una forma mucho más sofisticada, podrán ser una solución de recambio. Lo que está en crisis es el sistema capitalista como un todo. La ausencia de mercados, la austeridad no son algo típico de los países del Este arruinados o del Tercer mundo agónico; esos mecanismos están en el corazón del capitalismo más desarrollado y golpean a todos los países.
C. Mcl
Fuentes:
- L’économie mondiale en 1997, CEPII, Ed. La découverte, col. Repères nº 200.
- «Transition démocratique à l’Est», la Documentation française nº 5023.
- Rapport sur le développement dans le monde 1996: «De l’économie planifiée à l’économie de marché», Banco mundial.
En el artículo precedente vimos que el KPD se funda en Alemania a finales de diciembre de 1918 al calor de las luchas. Aunque los espartaquistas habían cumplido una excelente labor de propaganda contra la guerra y habían intervenido con determinación y gran claridad en el movimiento revolucionario mismo, el KPD no era todavía un partido sólido. La construcción de la organización acababa de iniciarse, su tejido organizativo era todavía un entramado flojo. Durante su Congreso de fundación, el Partido está marcado por una gran heterogeneidad. Se enfrentan posiciones diferentes no sólo sobre la cuestión del trabajo en los sindicatos y la de la participación en el parlamento sino, y ello es más grave todavía, hay, sobre la cuestión organizativa, grandes divergencias. Sobre esto, el ala marxista en torno a R. Luxemburg y L. Jogiches es minoritaria.
La experiencia de este partido «por terminar» muestra que no basta con proclamar el partido para que éste exista y actúe como tal. Un partido digno de tal nombre debe disponer de una estructura organizativa sólida que debe apoyarse en un mismo concepto de la unidad de la organización en cuanto a su función y a su funcionamiento.
La inmadurez del KPD a este nivel hizo que no pudiera desempeñar de verdad su papel respecto a la clase obrera.
Fue una tragedia para la clase obrera en Alemania (y por consiguiente para el proletariado mundial), la cual, durante esta fase tan decisiva de la posguerra, no pudo beneficiarse, en su combate, de un apoyo eficaz del partido.
Una semana después del congreso de fundación del KPD, la burguesía alemana, a principios de enero de 1919, manipula el levantamiento de enero (ver Revista internacional nº 83). El KPD pone inmediatamente en guardia contra esa insurrección prematura. La Central subraya que no es todavía la hora del asalto contra el Estado burgués.
Ahora que la burguesía monta una provocación contra los obreros, ahora que la cólera y las ganas de pelea se extienden por la clase obrera, una de las figuras del KPD, Karl Liebknecht se lanza a la batalla junto a los «hombres de confianza revolucionarios», en contra de las decisiones y haciendo caso omiso de las advertencias del Partido.
No sólo la clase obrera en su conjunto sufre una trágica derrota, sino que además los golpes de la represión alcanzan muy especial y duramente a los militantes revolucionarios. Además de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, son pasados por las armas cantidad de ellos, como Leo Jogiches, asesinado en marzo de 1919. Y es así como el KPD queda decapitado.
No es casualidad si es precisamente el ala marxista, en torno a Rosa y a Jogiches, el blanco de la represión. Esa ala, que de siempre se había preocupado por la cohesión del partido, aparece en todo instante como la defensora más resuelta de la organización.
El KPD se ve luego obligado a vivir en la ilegalidad durante meses, con algunas interrupciones. De enero a marzo de 1919, Die Röte Fahne no puede aparecer y tampoco después, de mayo a diciembre. Así, en las oleadas de huelgas de febrero y abril (ver Revista internacional nº 83) no podrá desempeñar el papel que le corresponde. Su voz queda prácticamente ahogada por el Capital.
Si el KPD hubiera sido un partido lo bastante fuerte, disciplinado e influyente para desenmascarar la provocación de la burguesía de la semana de enero, e impedir que los obreros cayeran en la trampa, el movimiento habría conocido otros derroteros.
La clase obrera pagaba así muy caras las debilidades organizativas del partido, el cual se convierte en blanco de la represión más brutal. Se abre la veda de los comunistas por todas partes. Quedan a menudo rotas las comunicaciones entre lo que queda de la Central y los distritos del partido. En la Conferencia nacional del 29 de marzo de 1919 se constata que «las organizaciones locales están anegadas de agentes provocadores».
«En lo que al tema sindical se refiere, la conferencia piensa que la consigna «¡Fuera de los sindicatos!» no se adapta por ahora (...). La agitación sindicalista productora de confusión debe ser combatida no con medidas de coerción, sino mediante la clarificación sistemática de las divergencias de concepción y de táctica» (central del KPD, Conferencia nacional del 29.03.19). Sobre las cuestiones programáticas, se trata en un primer tiempo, y ello es justo, de ir al fondo de las divergencias mediante la discusión.
Durante la Conferencia celebrada el 14 y 15 de junio de 1919 en Berlín, en KPD adopta sus estatutos, los cuales afirman la necesidad de un partido estrictamente centralizado. Y, aunque el partido toma posición claramente contra el sindicalismo, se recomienda que no se tome ninguna medida contra aquellos miembros que pertenecieran a los sindicatos.
Durante la Conferencia de agosto de 1919, se decide nombrar un delegado por distrito del partido (hay 22), sin tener en cuenta su tamaño. En cambio, cada miembro de la Central posee un voto. Durante el Congreso de fundación de enero de 1918, no se había establecido ningún modo de nombramiento de los delegados y tampoco se había precisado la cuestión de la centralización. En agosto de 1919, la Central tiene demasiados votos, mientras que la voz y el voto de las secciones locales son limitadas. Existe así un peligro de que la Central se autonomice, lo cual refuerza la desconfianza ya existente respecto a ella. Sin embargo, el punto de vista de la Central y de Levi (elegido entonces dirigente de ella) consistente en defender la necesidad de seguir en los sindicatos y en el parlamento, no consigue imponerse en la medida en que la mayoría de los delegados se inclina hacia las posiciones de la Izquierda.
Como ya mostramos en la Revista internacional 83, las numerosas oleadas de lucha que sacuden Alemania en la primera mitad del año 1919 y en las que apenas si se oye la voz del KPD, arrojan fuera de los sindicatos a cantidad de obreros. Los obreros se dan cuenta de que los sindicatos, como órganos clásicos de reivindicación ya no pueden cumplir su papel de defensa de los intereses obreros desde que, durante la guerra mundial, junto a la burguesía, impusieron la Unión sagrada y que, de nuevo, en esta situación revolucionaria, vuelven a estar junto a ella. Además, tampoco hay la misma ebullición que en el mes de noviembre y diciembre de 1918 cuando los obreros se habían unificado en los consejos obreros y habían pusto en entredicho el Estado burgués.
En esta situación, muchos obreros crean «organizaciones de fábrica» que deberían agrupar a todos los obreros combativos en «Uniones». Éstas redactan plataformas en parte políticas con vistas al derrocamiento del sistema capitalista. Muchos obreros piensan entonces que las Uniones deben ser el lugar exclusivo de reunión de las fuerzas proletarias y que el partido debe disolverse en su seno. Es ése el período durante el cual las ideas anarcosindicalistas, al igual que las del comunismo de consejos, encuentran un amplio eco. Más de 100 000 obreros se juntan en las Uniones. En agosto de 1919 se funda en Essen la Allgemeine Arbeiter Union (AAU, Unión general de obreros).
Mientras tanto, la posguerra acarrea una rápida deterioración de las condiciones de vida de la clase obrera. Si ya durante la guerra, tuvo que derramar su sangre y soportar hambre, y el invierno de 1918-19 la ha dejado totalmente agotada, la clase obrera debe ahora seguir pagando el precio de la derrota del imperialismo alemán en la guerra. En efecto, durante el verano de 1919 se firma el tratado de Versalles, el cual impone al Capital alemán -y sobre todo a la clase obrera del país- la carga del pago de las reparaciones de guerra.
En esta situación, la burguesía alemana, que tiene el mayor interés en reducir al máximo el peso del castigo, intenta hacer al proletariado su aliado frente a las «exigencias» de los imperialismos vencedores. Y así apoya todas las voces que van en ese sentido, especialmente las de algunos dirigentes del partido en Hamburgo. Ciertas fracciones del ejército se ponen en contacto con Wolffheim y Laufenberg, quienes, a partir del invierno de 1919-20, van a defender la «guerra nacional popular», en la cual la clase obrera debería hacer causa común con la clase dominante alemana, «luchando contra la opresión nacional».
Es en un contexto de reflujo de las luchas obreras, tras las derrotas sufridas en la primera mitad del 1919, cuando tiene lugar, del 20 al 24 de octubre, el IIº Congreso del KPD en Heidelberg. La situación política y el informe de administración son los primeros puntos del orden del día. En el análisis de la situación política se abordan sobre todo el aspecto económico y el imperialista, y, especialmente, la posición de Alemania. No se dice casi nada de la relación de fuerzas entre las clases a nivel internacional. El debilitamiento y la crisis del partido parecen haber suplantado el análisis del estado de la lucha de clases a nivel internacional. Por otra parte, cuando de lo que se trata en prioridad es de hacerlo todo por agrupar el conjunto de las fuerzas revolucionarias, de entrada la Central propone sus «Tesis sobre los principios comunistas y la táctica», procurando imponerlas. Ciertos aspectos de esas Tesis van a tener importantes consecuencias para el partido y abrir la puerta a escisiones múltiples.
Las Tesis subrayan que «la revolución es una lucha política de las masas proletarias por el poder político. Esta lucha se lleva a cabo por todos los medios políticos y económicos (...) El KPD no puede renunciar por principio a ningún medio político al servicio de la preparación de esas grandes luchas. La participación en las elecciones debe tenerse en cuenta como uno de esos medios». Más adelante, las Tesis abordan la cuestión de la labor de los comunistas en los sindicatos para «no aislarse de las masas».
Esa labor en los sindicatos y en el parlamento no se plantea como una cuestión de principio, sino como algo táctico.
En el plano organizativo, las tesis rechazan, con razón, el federalismo, subrayando la necesidad de la más rigurosa centralización.
El último punto, sin embargo, cierra las puertas a toda discusión al afirmar que :«los miembros del KPD que no compartan estas ideas sobre la naturaleza, la organización y la acción del partido deberán separarse de él».
Verdad es que desde el principio, son profundas las divergencias en el seno del KPD sobre problemas fundamentales como son la labor en los sindicatos y la participación en las elecciones al parlamento.En el congreso de fundación del partido, la primera Central elegida defendía una posición minoritaria sobre esas cuestiones y procuraba no imponerlas. Esto reflejaba una comprensión justa sobre la cuestión de la organización, especialmente en los miembros de la dirección, los cuales no abandonaron el partido a causa de esta divergencia, sino que la concebían como algo que debía esclarecerse en futuras discusiones ([1]).
Hay que tener en cuenta que la clase obrera, sobre todo desde el inicio de la Iª Guerra mundial, había ido adquiriendo una experiencia importante para empezar a despejar un punto de vista claro contra los sindicatos y contra las elecciones parlamentarias burguesas. A pesar de estas clarificaciones, las posturas sobre esos temas no eran todavía entonces fronteras de clase ni tampoco razones suficientes para hacer escisión. Ninguna parte del movimiento revolucionario había podido todavía plantear, global y coherentemente, las consecuencias del cambio de período histórico que se estaba produciendo, o sea la entrada del capitalismo en su fase de decadencia. Predominaba todavía entre los comunistas la mayor heterogeneidad, y, en la mayoría de los países hay divergencias sobre esas cuestiones. Es el mérito de los comunistas de Alemania el haber abierto la vía a la clarificación, haber formulado las primeras posiciones de clase sobre esas cuestiones. Además, a nivel internacional, están en minoría por entonces. Al insistir en los consejos obreros como única arma del combate revolucionario, en el momento de su fundación en marzo de 1919, la Internacional comunista muestra que toda su orientación va en el sentido de rechazar los sindicatos y el parlamento. Pero la IC no tiene todavía una postura zanjada cimentada teóricamente para definir claramente su actitud. En su congreso de fundación, el KPD adopta una posición justa, pero sin que sus bases teóricas se hayan desarrollado lo suficiente. Todo eso refleja la heterogeneidad y sobre todo la inmadurez del movimiento revolucionario en aquel entonces. Se ve enfrentado a una situación objetiva que ha cambiado fundamentalmente con un retraso en su conciencia y en la elaboración teórica de sus posiciones. En todo caso, está claro que el debate sobre esas cuestiones es indispensable, que debe ser impulsado y que es no se puede evitar. Por todas esas razones, las divergencias programáticas sobre la cuestión sindical y sobre la participación en las elecciones no pueden ser, en ese momento, motivo de exclusión del partido o de escisión por quienes defienden una o la otra de las posturas en presencia. Adoptar la actitud opuesta hubiera significado la exclusión de R. Luxemburg y de K. Liebknecht, los cuales, en el Congreso de fundación habían sido elegidos para la Central sin la menor oposición aún perteneciendo a la minoría sobre la cuestión sindical y la participación en las elecciones.
Pero es sobre la cuestión de la organización sobre lo que el KPD está más profundamente dividido. En su Congreso de fundación, no es más que una agrupación, situada a la izquierda del USPD, dividida en varias alas sobre todo sobre la cuestión de la organización. El ala marxista en torno a Rosa Luxemburg y Leo Jogiches, defensores más determinados de la organización, de su unidad y centralización, se enfrenta a quienes subestiman la necesidad de la organización o sienten desconfianza hacia ella, cuando no hostilidad.
Por eso es por lo que el primer reto al que se enfrenta el IIº Congreso del partido es el de la defensa y la construcción de la organización.
Pero las condiciones objetivas ya no le son muy favorables. En efecto:
Al mismo tiempo, se arraigan las ideas consejistas y anarcosindicalistas. Los partidarios de las Uniones son favorables a la disolución del partido en ellas, otros están a favor de retirarse de las luchas reivindicativas. Insinuaciones como «partido de jefes», «dictadura de jefes» empiezan a circular, lo cual muestra que las tendencias antiorganización ganan terreno.
Durante ese congreso, los conceptos organizativos erróneos que lo atraviesan van a ser la causa de un verdadero desastre.
Ya para el nombramiento de los delegados, Levi se las arregla para que el reparto de votos se establezca en beneficio de la Central. Echa así por la borda los principios políticos que habían prevalecido en el Congreso de fundación, incluso si en este Congreso no se logró redactar los estatutos ni definir el reparto preciso de las delegaciones. En lugar de tener la preocupación de la representatividad de los delegados locales que expresan, por muy heterogéneas que sean, las posiciones políticas en las secciones, aquél empuja, como lo hizo en agosto de 1919 en Francfort, para que la posición de la Central sea siempre la mayoritaria.
Así pues, desde el principio, la actitud de la Central agudiza las divisiones y prepara la exclusión de la verdadera mayoría.
Por otra parte, al igual que los demás debates que se están desarrollando en todos los partidos comunistas sobre la cuestión del parlamento y de los sindicatos, la Central hubiera debido presentar sus Tesis como contribución a la discusión, como medio de proseguir la clarificación y no como medio de ahogarla y expulsar del partido a los defensores de la postura contraria. El primer punto de las Tesis, que prevé la exclusión de todos aquellos que tengan divergencias, refleja un enfoque organizativo erróneo, el del monolitismo, en contradicción con la concepción marxista del ala que se había agrupado en torno a Luxemburg y Jogiches, quienes siempre habían preconizado la discusión más amplia posible en el conjunto de la organización.
Mientras que en el Congreso de fundación, la Central elegida adoptó el punto de vista político justo de no considerar motivos de exclusión o de escisión las divergencias existentes, incluso en cuestiones fundamentales como la de los sindicatos y la participación en las elecciones, la elegida en el IIº Congreso, apoyándose en un falso concepto de la organización, contribuye a la disgregación fatal del partido.
Los delegados que representan la posición mayoritaria surgida del Congreso de fundación, conscientes del peligro, exigen la posibilidad de consultar a sus secciones respectivas y de «no precipitar la decisión de una escisión».
Pero la Central del partido exige una decisión inmediata. Treinta y uno de los participantes que disponen de voto lo hacen en favor de las Tesis y 18 en contra. Estos 18 delegados, que representan en su mayoría a los distritos del partido más importantes en número y delegados casi todos ellos de las ex ISD/IKD, son desde ahora considerados como excluidos.
Para tratar con responsabilidad una discusión en una situación de divergencia, es necesario que cada posición pueda ser presentada y debatida ampliamente y sin restricciones. Además, Levi, en su ataque contra el ala marxista, hace amalgama de todas las divergencias y utiliza el arma de la deformación pura y simple.
Pues existen, en efecto, en este Congreso las más diversas divergencias. Otto Rühle, por ejemplo, toma abiertamente postura contra el trabajo en el parlamento y en los sindicatos, pero sobre la base de una orientación consejista. Y ataca sin concesiones «la política de los jefes».
Los camaradas de Bremen, adversarios también de todo trabajo en el parlamento y en los sindicatos, no rechazan el partido, sino al contrario. Sin embargo, en el Congreso, no defienden ni enérgica ni claramente su punto de vista dejando cancha libre a las actuaciones destructoras de aventureros como Wolffheim y Laufenberg así como a federalistas y unionistas.
Reina también una confusión general. Los diferentes puntos de vista no aparecen claramente. Especialmente sobre la cuestión organizativa, en la que debería efectuarse una ruptura clara entre partidarios y adversarios del partido, todo está revuelto.
La postura de rechazo de los sindicatos y de las elecciones parlamentarias no puede ponerse en el mismo plano de igualdad que la del rechazo, por principio, del partido. Por desgracia, lo que hace Levi es lo contrario, cuando define a todos aquellos que están en contra del trabajo en los sindicatos y en el parlamento, como enemigos del partido. Así deforma totalmente las posiciones y falsea por completo lo que está en juego.
Frente a esta manera de proceder de la Central hay diferentes reacciones. Únicamente Laufenberg y Wolffheim, y otros dos delegados, consideran la escisión como inevitable y la sancionan proclamando esa misma noche la fundación de un nuevo partido. Antes, esos dos individuos se había dedicado a propalar la desconfianza llamando a retirar la confianza en la Central diciendo que había problemas en el informe de finanzas. En una maniobra turbia, intentaron incluso evitar todo debate abierto sobre la cuestión de la organización.
Los delegados de Bremen adoptan en cambio una actitud responsable. No quieren que se les expulse. Vuelven al día siguiente para proseguir su actividad de delegados. Pero la Central hace mudar de sitio la reunión a un lugar secreto impidiendo así la presencia de esa minoría. Se quita así de encima a una parte importante de la organización no sólo gracias a maniobras en el modo de designación de los delegados sino excluyéndolos del Congreso.
El Congreso está impregnado de ideas falsas sobre la organización. La Central de Levi tiene un concepto monolítico de la organización, según el cual no habría sitio para posturas minoritarias en el partido. Exceptuando a los camaradas de Bremen, los cuales, a pesar de las divergencias, luchan por quedarse en la organización, la propia oposición comparte la idea monolítica pues si lo pudiera también ella excluiría a la Central. Por otro lado, se está yendo a toda velocidad hacia la escisión con las bases más confusas. El ala que representa el marxismo en las cuestiones organizativas no ha logrado imponer su punto de vista.
Se instala así entre los comunistas de Alemania una tradición que se repetirá después sistemáticamente: cada divergencia acaba en escisión.
Como decíamos arriba, las Tesis, que sólo ven todavía el trabajo en el parlamento y los sindicatos desde un enfoque más bien táctico, expresan una dificultad extendida entonces en el conjunto del movimiento comunista: la de sacar las lecciones de la decadencia del capitalismo y reconocer que ésta ha hecho surgir nuevas condiciones que vuelven caducos los antiguos medios de lucha.
El parlamento y los sindicatos se han convertido en engranajes del aparato de Estado. La izquierda ha percibido ese proceso más que haberlo comprendido teóricamente.
En cambio, la orientación táctica tomada por la dirección del KPD, al basarse en une visión confusa de esas cuestiones, va a participar en el rumbo oportunista que ha tomado el partido y que, con el pretexto de no «separarse de las masas», lo lleva a hacer cada vez más concesiones respecto a quienes han traicionado al proletariado. Esta deriva va a ilustrarse también en la tendencia a buscar entendimientos con el USPD centrista para así convertirse en «partido de masas». Por desgracia, al excluir masivamente a todos aquéllos que tienen divergencias con la orientación de la dirección, el KPD elimina de sus filas a una cantidad importante de militante fieles al partido y se priva así del indispensable oxígeno de la crítica, único capaz de frenar esta gangrena oportunista.
La base de esa tragedia es la incomprensión de la cuestión de la organización y de su importancia. Una lección esencial que hoy debemos sacar es que toda escisión o exclusión es un acto demasiado serio y de grandes consecuencias que no debe tomarse a la ligera. Una decisión así sólo es posible al cabo de una clarificación previa en profundidad y concluyente. Por eso, esa comprensión política fundamental debe constar en los estatutos de toda organización revolucionaria con la mayor claridad.
La Internacional Comunista misma, la cual por un lado apoya la posición de Levi sobre la cuestión sindical y parlamentaria, insiste, por otro lado, en la necesidad de que siga el debate de fondo y rechaza cualquier ruptura causada por esas divergencias. En el Congreso de Heidelberg, la dirección del KPD actuó por cuenta propia sin tomar en consideración la opinión de la IC.
En reacción a su exclusión del partido, los militantes de Bremen crean un Buró de información para el conjunto de la oposición con el fin de mantener los contactos entre los comunistas de izquierda de Alemania. Tienen una comprensión justa de cuál es la labor de fracción. Preocupados por evitar el estallido del partido, mediante intentos de compromiso sobre los puntos en litigio más importantes de la política de la organización (las cuestiones sindical y parlamentaria), aquellos luchan por mantener la unidad del KPD. Con este fin, el 23 de diciembre de 1919, el «Buró de Información» lanza el siguiente llamamiento:
«1. Convocatoria de una nueva conferencia nacional a finales de enero.
2. Admisión de todos los distritos que pertenecían al KPD antes de la conferencia nacional, reconozcan o no las Tesis.
3. Discusión inmediata de las Tesis y de las propuestas con vistas a la conferencia nacional.
4. La Central se compromete, hasta la convocatoria de una nueva conferencia, a cesar toda actividad escisionista» (Kommunistische Arbeiter Zeitung nº 197).
Al proponer, para el IIIer Congreso, enmiendas a las Tesis y al reivindicar su reintegración en el partido, los militantes de Bremen asumen una verdadera labor de fracción. En el plano organizativo, sus propuestas de enmienda tienen el objetivo de reforzar la posición de los grupos locales del partido respecto a la Central, mientras que en las cuestiones sindical y parlamentaria hacen concesiones a las Tesis de la Central. En cambio, ésta última, en los distritos de donde proceden los delegados excluidos (Hamburgo, Bremen, Hannover, Berlín y Dresde) sigue con su política escisionista organizando nuevos grupos locales.
En el IIIer Congreso que se verifica el 25 y 26 de febrero de 1920 aparecen claramente las pérdidas. Mientras que en octubre de 1919, el KPD tenía más de 100000 miembros, ya sólo le quedan ahora unos 40000. Además, la decisión del Congreso de octubre de 1919 ha dejado una falta de claridad tal que en el Congreso de febrero reina la mayor confusión sobre la pertenencia o no al KPD de los militantes de Bremen. Sólo será en ese IIIer Congreso cuando se tome la decisión definitiva de exclusión, aunque de hecho ya había entrado en vigor en octubre de 1919.
Tras el golpe de Kapp que acaba de producirse, en una conferencia nacional de la oposición del 14 de marzo de 1920, el Buró de información de Bremen declara que no puede tomar a su cargo la responsabilidad de crear un nuevo partido comunista y se disuelve. A finales de marzo, después del IIIer congreso, los militantes de Bremen vuelven al KPD.
En cambio, los delegados de Hamburgo, Laufenberg y Wolfheim, inmediatamente después de su exclusión, habían anunciado la fundación de un nuevo partido. Ese modo de hacer no tiene nada que ver con el enfoque marxista sobre la cuestión organizativa. Toda su actitud, después de su exclusión, revela intenciones destructoras para con las organizaciones revolucionarias. En efecto, desde ese momento desarrollan abierta y frenéticamente su posición nacional-bolchevique. Ya durante la guerra habían hecho propaganda por la «guerra popular revolucionaria». Contrariamente a los espartaquistas, no adoptaron una postura internacionalista sino que llamaron a la clase obrera a subordinarse al ejército «para poner fin al dominio del capital anglo-americano». Acusaron incluso a los espartaquistas de haber animado a la desintegración del ejército y de haberle dado «una puñalada trapera». Esas acusaciones se pusieron perfectamente al unísono con los ataques de la extrema derecha tras la firma del Tratado de Versalles. Mientras que durante el año 1919, Laufenberg y Wolfheim se ponían una careta radical con su agitación contra los sindicatos, después de su exclusión del KPD, en cambio, lo que defienden es el llamado «nacional-bolchevismo». Sin embargo su política no obtiene el menor eco ante los obreros de Hamburgo. Pero lo que sí saben hacer esos dos individuos es maniobrar y logran que se publique su punto de vista como suplemento al Kommunistische Arbeiter Zeitung sin el acuerdo del Partido. Cuanto más aislados van a encontrarse en el KPD más ataques abiertos antisemitas van a lanzar contra el dirigente del KPD, tratándolo de «judío, agente inglés». Más tarde se descubrirá que Wolfheim era el secretario del oficial Lettow-Vorbeck y será denunciado como agente provocador de la policía. Wolfheim no actuaba, pues, por cuenta propia, y el objetivo consciente y sistemático de su acción era la destrucción del partido, con el apoyo de camarillas que operaban entre bastidores.
El drama de la oposición es el no haber sabido desmarcarse a tiempo y con suficiente determinación de esos individuos. La consecuencia es que cada día hay más militantes asqueados por las actividades de Laufenberg y Wolfheim y muchos de ellos dejan de ir a la reuniones del partido y acaban retirándose (ver las actas del IIIer Congreso del KPD, p. 23).
Por otra parte, la burguesía, procurando sacar partido de la serie de derrotas que ha infligido al proletariado durante el año 1919, va a desplegar una ofensiva contra él en la primavera de 1920. El 13 de marzo, las tropas de Kapp y de Lüttwitz lanzan una ofensiva militar para restablecer el orden. Ese putsch va claramente contra la clase obrera, por mucho que las apariencias hagan creer que va dirigido contra el gobierno SPD. Ante la alternativa de replicar a las ofensivas del ejército o sufrir una represión sangrienta, los obreros, en casi todas las ciudades, se sublevan para resistir. No les queda otra alternativa que la de defenderse. Es en el Ruhr, con la creación de un Ejército rojo, donde el movimiento de réplica es más fuerte.
Frente a esa acción del ejército, la Central del KPD está totalmente desorientada. Si bien al principio apoya la respuesta proletaria, cuando las fuerzas del Capital van a proponer un gobierno SPD-USPD «para salvar la democracia», va a considerar a ésta como «un mal menor» e incluso ofrecerle «su leal oposición».
Esa situación de ebullición en la clase obrera así como la actitud del KPD van a proporcionar a todos los que han sido excluidos de él, el pretexto para fundar un nuevo partido.
DV
[1] «Ante todo, en lo que a la cuestión de la no participación en las elecciones se refiere, tú aprecias exageradamente el alcance de esta decisión. Nuestra «derrota» [o sea la derrota en la votación en el congreso de la futura Central sobre esta cuestión] no ha sido sino la victoria de un extremismo un tanto infantil, en plena fermentación, sin matices. (...) No olvides que los espartaquistas son, en buena parte, une generación nueva sobre la que pesan las tradiciones embrutecedoras del «viejo» partido y hay que aceptar las cosas con sus luces y sus sombras. Hemos decidido todos unánimemente no hacer de ello un asunto de estado y no tomárnoslo por la trágica» (Rosa Luxemburgo, Carta a Clara Zetkin, 11 de enero de 1919).
En los tres primeros artículos de esta serie hemos mostrado cómo el bakuninismo, apoyado y manipulado por las clases dominantes, y utilizando toda una red de parásitos políticos, desató una lucha secreta contra la Iª Internacional. El objetivo fundamental de ese sabotaje fue impedir que en la Internacional se establecieran principios y reglas de funcionamiento verdaderamente proletarios. Y así, mientras los Estatutos de la Asociación internacional de trabajadores defendían un modo de funcionamiento unitario, colectivo, centralizado, transparente y disciplinado, lo que suponía un importante avance respecto a la fase sectaria, jerarquizada y conspirativa que en el pasado había dominado el movimiento obrero, la Alianza de Bakunin movilizó a todos los elementos no proletarios que se negaban a aceptar ese trascendental paso adelante. Tras la derrota de la Comuna de París en 1871, y el consecuente reflujo internacional de la lucha de clases, la burguesía redobló sus esfuerzos para destruir la Internacional y, sobre todo, para desprestigiar la visión marxista del partido obrero y de sus principios organizativos, que ganaban cada vez más adeptos en las filas del proletariado. Por ello, la Internacional se consagró a una confrontación abierta y decisiva contra el bakuninismo, en su Congreso de la Haya de 1872. Conscientes de la imposibilidad de mantener la Internacional tras una de las mayores derrotas sufridas por el proletariado mundial, la principal preocupación que guió a los marxistas en el Congreso fue que los principios políticos y organizacionales que defendieron contra el bakuninismo, pudieran quedar para las sucesivas generaciones de revolucionarios, para que sirvieran de base a las futuras Internacionales. Por ello, el Congreso de La Haya decidió hacer públicas las revelaciones sobre la conspiración bakuninista que, desde dentro mismo de la organización, intentaba destruir la Internacional. Al actuar así, el Congreso ponía esas lecciones de la lucha contra la Alianza bakuninista al alcance de toda la clase obrera.
Y quizá la más importante de esas lecciones legadas por la Iª Internacional es el peligro que para las organizaciones comunistas representan los elementos desclasados en general, y el aventurerismo político en especial. Y, sin embargo, es ésa también la enseñanza que más han olvidado o que más subestiman muchos de los grupos del actual medio revolucionario. Por ello dedicamos a esta cuestión la última parte de nuestra serie de artículos contra el bakuninismo.
¿Por qué la Iª Internacional no trató su lucha contra el bakuninismo como un asunto meramente interno, sin que trascendiera a quienes no formaban parte de la organización? ¿Por qué insistieron tanto en legar estas lecciones para el futuro? La base de la concepción marxista de la organización es la convicción de que las organizaciones revolucionarias comunistas son un producto del proletariado, que por ello tienen, históricamente hablando, un mandato de la clase obrera, y que, por tanto, deben justificar sus acciones ante la clase en su conjunto, y en particular ante otras organizaciones políticas y expresiones del proletariado, es decir, ante el medio político proletario. Se trata pues de un mandato válido, no sólo para el presente, sino también ante la propia historia del movimiento obrero. Del mismo modo, la responsabilidad de las futuras generaciones de revolucionarios es asumir ese mandato legado por la historia, aprender de él, y tomar posición sobre la lucha que desarrollaron sus predecesores.
Sólo así puede entenderse que el último gran combate de la Primera Internacional se dedicara a revelar, ante el proletariado mundial y ante la historia, el complot urdido por Bakunin y sus seguidores contra el partido de los trabajadores. Y también, por eso mismo, que el deber de las actuales organizaciones marxistas sea reapropiarse de esas lecciones del pasado para armarse en la lucha contra el bakuninismo de nuestros días, contra las expresiones actuales del aventurerismo político.
La burguesía que comprendió, desde su punto de vista lógicamente, el peligro histórico que para sus intereses de clase representaban las lecciones sacadas por la Primera Internacional, respondió a las revelaciones del Congreso de La Haya, haciendo todo lo posible por desprestigiar ese esfuerzo. Y así, la prensa y los políticos de la burguesía señalaron que la lucha contra el bakuninismo no era una lucha de principios, sino una sórdida disputa por el poder dentro de la Internacional, acusando a Marx de haber eliminado a su rival, Bakunin, mediante una campaña de falsificaciones. Lo que, en otras palabras, la burguesía intentaba inculcar a los trabajadores es que las organizaciones obreras utilizaban los mismos métodos, y no eran por tanto mejores, que las organizaciones de sus explotadores. El hecho de que la inmensa mayoría de la Internacional apoyase a Marx fue atribuído al “triunfo del autoritarismo” en sus filas, y a la supuesta tendencia de sus miembros a ver enemigos de la Asociación acechando por todas partes. Bakuninistas y lassalleanos llegaron incluso a difundir rumores de que el propio Marx era un agente de Bismark.
Y esas son también, como sabemos, exactamente las mismas acusaciones que hoy lanza la burguesía, a través del parasitismo político, contra la CCI.
Esas denigraciones, lanzadas por la burguesía y difundidas por el parasitismo político, acompañan inevitablemente cada lucha proletaria por la organización. Lo que resulta más serio y mucho más peligroso es que tales infamias encuentren un cierto eco en las filas del propio medio revolucionario. Tal fue el caso, por ejemplo, de la biografía de Marx escrita por Franz Mehring. En este libro, Mehring, que perteneció a la combativa ala izquierda de la IIª Internacional, declara que el folleto del Congreso de La Haya sobre la Alianza resultaba “imperdonable” e “indigno de la Internacional”. En su libro, Mehring defiende no solo a Bakunin, sino también a Lassalle y Schweitzer, contra las acusaciones de Marx y los marxistas. El principal reproche de Mehring a Marx es que éste habría abandonado el método marxista en sus escritos contra Bakunin, de tal manera que, mientras que en sus restantes obras Marx siempre partió de un análisis materialista de clases de los hechos, respecto a la Alianza de Bakunin se habría dejado llevar, según Mehring, por una explicación de los problemas a partir de la personalidad y las acciones del pequeño número de individuos que eran los líderes de la Alianza. En otras palabras, acusa a Marx de haber caído, según Mehring, en una visión “personalista” y “conspirativa” en lugar de hacer un análisis de clase. Atrapado por esa visión, siempre según Mehring, Marx se habría visto obligado a exagerar las faltas y la acción de sabotaje de Bakunin, y también de los líderes de lassalleanismo en Alemania ([1]).
De hecho Mehring que se había negado,“por principios”, a examinar el material que Marx y Engels le presentaron sobre Bakunin, declaró: “Que ha perdido de sus restantes escritos polémicos, el peculiar atractivo, la perdurable vigencia, la búsqueda de nuevos enfoques que ven la luz a través de la crítica negativa, todo ello se ha perdido por completo en este trabajo” ([2]).
Es decir, de nuevo la misma crítica que desde el medio revolucionario se lanza hoy contra la CCI. Para contestar a esas críticas queremos demostrar que la posición de Marx sobre Bakunin estaba, por supuesto, basada en una análisis materialista de clase: el análisis sobre el aventurerismo político y el papel de los desclasados. Es este “nuevo enfoque” de “vigencia perdurable”, lo que Mehring ([3]), y con él la mayoría de los grupos revolucionarios actuales, ignoran o no entienden.
Contrariamente a lo que pensó Mehring, la Iª Internacional sí partió, por descontado, de un análisis de clase de los orígenes y las bases sociales de la Alianza bakuninista:
“Sus fundadores, y los representantes de las organizaciones obreras del Viejo y del Nuevo Mundo, que en los congresos internacionales han aprobado los Estatutos generales de la Asociación, olvidaron que la misma amplitud de su programa permitiría a elementos desclasados infiltrarse en su seno, y fundar organizaciones secretas cuyos esfuerzos no irían dirigidos contra los gobiernos, sino contra la propia Internacional. Tal es el caso de la Alianza de la democracia socialista” ([4]).
La conclusión de este mismo documento establece los aspectos esenciales del programa político de Bakunin en cuatro puntos. Dos de ellos insisten, una vez más, en el papel decisivo de los desclasados:
“1. Todas las depravaciones características de la vida de los desclasados que han sido arrojados de las capas altas de la sociedad, se convierten inevitablemente y se proclaman, como otras tantas virtudes ultrarevolucionarias (...)
4. La lucha económica y política del proletariado por su emancipación, es reemplazada por los actos pandestructivos de los hampones, última encarnación de la revolución. En una palabra, que hay que dejarse llevar por los granujas, que han sido suprimidos por los propios trabajadores en las ‘revoluciones del modelo clásico occidental’, poniendo así, gratuitamente, a disposición de los reaccionarios, una bien disciplinada banda de agentes provocadores” ([5]).
Y las conclusiones añaden:
“Con las resoluciones adoptadas por el Congreso de La Haya contra la Alianza, cumplimos lo que es, estrictamente, nuestro deber. El Congreso no puede permitir que la Internacional, esa gran creación del proletariado, caiga en las redes urdidas por esa escoria de las clases dominantes” ([6]).
Es decir que la base social de la Alianza consistía en esa escoria de las clases dominantes, los desclasados, que a su vez intentaban movilizar a elementos del lumpenproletariado, con objeto de intrigar contra las organizaciones comunistas.
El propio Bakunin es el prototipo del aristócrata desclasado:
“... habiendo adquirido en su juventud todos los vicios de los oficiales imperiales del pasado (pues él mismo fue un oficial), aplicó a la revolución todos los funestos instintos propios de sus orígenes tártaros y señoriales. Es bien conocido este tipo de señor tártaro, en quién se reunían todas las bajas pasiones: jugador, matón y torturador de sus siervos, violador de mujeres, borracho de la mañana a la noche... deleitándose, con la perfidia característica de los bárbaros, en todas las formas posibles de profanación abyecta de la naturaleza y la dignidad humanas,... esa es la vida, agitada y revolucionaria, de estos señores. Y ¿no aplicó el señor tártaro Horostratus a la revolución, por amor a sus siervos feudales, todos esos primitivos instintos, todas esas perversas pasiones de su estirpe?” ([7]).
Es precisamente esa fascinación mutua entre canallas de las diferentes clases de la sociedad, lo que explica que Bakunin, el aristócrata desclasado, se sintiera seducido por los ambientes criminales y del lumpenproletariado. El “teórico” Bakunin necesitaba las energías criminales del hampa, del lumpenproletariado para llevar adelante su programa. Este papel lo cumplió Nechayev en Rusia, poniendo en práctica lo que Bakunin predicaba, manipulando y falseando la correspondencia entre los miembros de su Comité, y ejecutando a aquellos que intentaron abandonarlo. Bakunin no dudó en teorizar esta alianza entre los “héroes” desclasados y los criminales:
“El bandidaje es una de las formas más honorables de la vida del pueblo ruso. El bandido es el héroe, el defensor, el vengador del pueblo, el enemigo irreconciliable del Estado y de todo el orden social y civil establecido por el Estado, el que lucha a muerte contra toda esta civilización de los funcionarios, nobles, curas, de la corona... Quien no comprenda el bandolerismo no entenderá nada de la historia del pueblo ruso. Quien no simpatiza con él, no simpatiza con la vida del pueblo ruso, y no tiene corazón para sus inmensos sufrimientos seculares; y pertenece, por tanto, al campo de los enemigos, de los partidarios del Estado” ([8]).
La principal motivación que lleva a estos desclasados a meterse en política no es que se identifiquen con la causa del proletariado, ni que les seduzca el objetivo final del comunismo, sino el inflamado odio y el ansia de venganza que estos desarraigados sienten contra la sociedad. Así lo expresa Bakunin en su Catecismo revolucionario:
“No es revolucionario quien siente consideración por algo de este mundo. No debe dudar ante la destrucción de cualquier posición, de un vínculo o de un hombre, pertenecientes a este mundo. Debe odiarlo todo y a todos por igual” ([9]).
Carentes de cualquier vínculo o lealtad hacia ninguna de las clases sociales, incapaces de creer en otra perspectiva que no sea la de su propio provecho, los desclasados pseudorevolucionarios no luchan por una futura sociedad más progresista, sino por actúan movidos por un puro deseo nihilista de destrucción:
“No reconocemos más actividad que la destrucción, aunque admitimos que esta actividad pueda manifestarse en múltiples formas: el veneno, el puñal, la soga... La revolución lo santifica todo sin distinción” ([10]).
Este tipo de mentalidad y este ambiente social constituyen, por supuesto, un fértil caldo de cultivo para la acción de los provocadores políticos. Pero si bien los provocadores, los confidentes policiales y los aventureros políticos, es decir los enemigos más peligrosos de las organizaciones revolucionarias, son utilizados por las clases dominantes, no surgen espontáneamente del proceso de desclasamiento que, continuamente, se produce en el capitalismo. Algunas citas del Catecismo revolucionario de Bakunin, nos servirán para ilustrar esta cuestión:
El 10º párrafo instruye al “verdadero militante” para explotar a sus camaradas:
“Cada compañero debe tener bajo su dirección a varios revolucionarios de segundo y tercer grado; es decir, de los que no están todavía completamente iniciados. Debe considerarlos como una parte del capital revolucionario general puesta a su disposición. Debe gastar económicamente su parte de capital, procurando sacar de ella el máximo provecho que le sea posible”.
El punto 18º enseña cómo vivir a costa de los ricos: “Hay que explotarlos de todas las formas posibles, asediarlos, confundirlos, y, cuando sea posible, adueñarnos, nosotros mismos, de sus más repugnantes secretos, haciéndolos así nuestros esclavos. De esa manera, su poder, sus relaciones, sus influencias y su riqueza se convertirán en una inagotable riqueza y en una ayuda inestimable para nuestros propósitos”
El 19º, propone infiltrar a los liberales y otros partidos: “Con éstos se puede conspirar según su propio programa, simulando seguirles ciegamente. Hemos de conseguir tenerlos en nuestras manos, así como los secretos que les comprometan completamente, de tal manera que la retirada les resulte imposible; y servirse de ellos para provocar perturbaciones en el Estado”.
El epígrafe 20º habla, verdaderamente, por sí mismo: “La quinta categoría está formada por doctrinarios, conspiradores, revolucionarios de los que parlotean en las reuniones y en los periódicos. A estos debemos de presionarles continuamente y embaucarles en demostraciones prácticas y peligrosas, que consigan eliminar su mayoría, y convertir a algunos de ellos en verdaderos revolucionarios.
Párrafo 21º: «La sexta categoría es muy importante: son las mujeres, que deben ser divididas en tres categorías: una, las mujeres frívolas, sin ingenio ni corazón, a las que hay que utilizar del mismo modo que a la tercera y cuarta categorías de hombres; en segundo lugar las mujeres fervientes, capaces y entregadas, pero que, sin embargo, aún no son de las nuestras porque todavía no han alcanzado una conciencia práctica y sin palabrería, y que deben ser utilizadas del mismo modo que los hombres de la quinta categoría. Finalmente, las mujeres que están completamente con nosotros, es decir que han sido completamente iniciadas y que aceptan, enteramente, nuestro programa. Debemos tratarlas como el más valioso de nuestros tesoros, pues sin su ayuda, nada podríamos hacer» ([11]).
Llama poderosamente la atención la similitud entre los métodos expuestos por Bakunin, y los que actualmente emplean las sectas religiosas que, aunque en general son controladas por el Estado, han sido frecuentemente fundadas en torno a aventureros desclasados. No en vano, como ya vimos en los anteriores artículos de esta serie, el modelo organizativo de Bakunin era la masonería, o sea los precursores del fenómeno actual de las sectas religiosas.
Las actividades de estos aventureros políticos desclasados resultan especialmente peligrosas para el movimiento obrero. Las organizaciones revolucionarias del proletariado sólo pueden subsistir y funcionar correctamente, sobre la base de una profunda confianza mutua entre los militantes, y entre los grupos del medio comunista. El éxito del parasitismo político en general, y de los aventureros en particular, depende, por el contrario, de su capacidad de minar la confianza mutua y de destruir los principios políticos de comportamiento de los revolucionarios en que se basan.
En su carta a Nechayev de junio de 1870, Bakunin revela claramente sus intenciones respecto a la Internacional: “Respecto a aquellas sociedades cuyos objetivos son cercanos a los nuestros, debemos hacer que se unan a nosotros, o al menos, que se sometan a nosotros, incluso sin que se den cuenta de ello. Para ello, las personas poco fiables deben ser destituidas. En cuanto a las sociedades hostiles o nocivas para nosotros, deben ser destruidas. Finalmente debe ser destituido el gobierno. Todo esto no puede lograrse únicamente a través de la verdad. Es imposible actuar sin recurrir a trucos, astucias y mentiras” ([12]).
Uno de esos clásicos “trucos”, consistió en acusar a las organizaciones obreras de emplear los mismos métodos que utilizaban los aventureros. Así en su Carta a los Hermanos en España Bakunin se queja de que la resolución de la Conferencia de Londres (1872) contra las sociedades secretas, fue, en realidad, adoptada por la Internacional con objeto de “despejar el camino a su propia conspiración, a la de la sociedad secreta que, bajo el liderazgo de Marx, existe desde 1848, habiendo sido fundada por Marx, Engels y el fallecido Wolf, y que resulta ser la más impenetrable sociedad alemana de comunistas autoritarios (...) Hay que reconocer que la lucha que se ha entablado en el seno de la Internacional, no es más que una lucha entre dos sociedades secretas” ([13]).
En la edición alemana de este texto aparece una nota a pie de página del historiador anarquista Max Nettlau, un ferviente admirador de Bakunin, que reconoce, sin embargo, que tales acusaciones contra Marx carecen por completo de veracidad ([14]). Recordemos también el texto antisemita de Bakunin: relaciones personales con Marx, en la que presenta el marxismo como parte de la conspiración judía, presuntamente relacionada con la familia Rothschild, de la que hablamos en nuestro artículo “El marxismo contra la francmasonería” de la Revista internacional nº 87.
Los métodos de Bakunin son los característicos de la chusma de los desclasados. Pero ¿a qué interés servían? La única preocupación política de Bakunin fue... el propio Bakunin, que si se incorporó al movimiento obrero fue para buscar su propio provecho personal.
La Internacional fue muy clara a este respecto. El primero de los principales textos del Consejo general sobre la Alianza, la circular interna llamada Las pretendidas escisiones en la Internacional, ya declaró que el objetivo de Bakunin era reemplazar “el Consejo general por su propia dictadura personal”. El Informe del Congreso de La Haya sobre la Alianza desarrolló aún más esta cuestión: “La Internacional se encontraba ya firmemente establecida, cuando a Mihail Bakunin se le metió en la cabeza jugar el papel de libertador del proletariado (...). Para hacerse reconocer como jefe de la Internacional le era preciso presentarse a sí mismo como el jefe de otro ejército, cuya devoción ciega hacia él , vendría garantizada mediante una sociedad secreta. Tras implantar su sociedad en el seno de la Internacional, contaba con extender sus ramificaciones en todas las secciones, acaparando así el control absoluto”.
Bakunin albergaba ya este proyecto personal mucho antes de que pensara unirse a la Internacional. Cuando tras escapar de Siberia regresó a Londres en 1861, Bakunin sacó un balance negativo de sus primeros intentos de establecerse en los círculos revolucionarios de Europa occidental, durante las revoluciones de 1848-49: “Me es difícil actuar en un país extranjero. He podido experimentar esto durante los años revolucionarios: ni en Francia, ni en Alemania, conseguí obtener una base de apoyo. Y, aunque conservo toda mi ferviente simpatía por el movimiento progresista en todo el mundo, para no malgastar el resto de mi vida, debo, de ahora en adelante, limitar mi actividad directa a Rusia, Polonia y a los eslavos” ([15]).
Aquí vemos claramente cómo lo que motiva a Bakunin en su cambio de orientación no es el bien de la causa sino “conseguir una base de apoyo”, lo que constituye la primera característica de los aventureros políticos.
En este texto, también conocido como el Manifiesto paneslavista, Bakunin se remitía al emperador ruso Nicolás: “Se dice que, poco antes de su muerte, el mismo emperador Nicolás que se disponía a declarar la guerra a Austria, concibió la idea de llamar a un levantamiento general de los eslavos de Austria y Turquía, de los magiares y de los italianos. Habiendo despertado contra él una auténtica tormenta de todo el Oriente, y para defenderse de ella, quiso transformarse de emperador déspota en emperador revolucionario” ([16]).
En su folleto La causa de los pueblos, de 1862, Bakunin declaró a propósito del zar de su época -Alejandro II- que “sólo él podría acometer en Rusia la más seria y benefactora de las revoluciones sin derramar una gota de sangre. Todavía ahora puede emprenderla (...). Es imposible detener el movimiento del pueblo que despierta después de un sueño de mil años. Pero si el zar se pusiera firme y resueltamente a la cabeza del movimiento, su poder en favor del bien y la gloria de Rusia, no tendría límites” ([17]).
Y en ese mismo tono, Bakunin pedía al zar que invadiera Europa occidental: “Tiempo es de que los alemanes se marchen a Alemania. Si el zar se hubiera dado cuenta de que debía ser el jefe no de un centralismo impuesto sino de una libre federación de pueblos libres, apoyándose en una fuerza sólida y regeneradora, aliándose con Polonia y Ucrania, rompiendo las odiosas alianzas con Alemania, y levantando resueltamente la bandera paneslava, se habría convertido en el salvador del mundo eslavo”.
A lo que la Internacional respondió: “El paneslavismo es una invención del gabinete de San Petersburgo y no tiene más objetivo que extender las fronteras de Rusia hacia el oeste y el sur. Pero como no se atreve a decirles a los eslavos austriacos, prusianos y turcos que su destino es quedar absorbidos por el gran imperio ruso, les presenta a Rusia como la potencia que les liberará del yugo extranjero, y que los reunirá en una gran y libre federación” ([18]).
Pero, además de su archidemostrado odio hacia los alemanes, ¿qué otra cosa movía a Bakunin a apoyar descaradamente al principal bastión contrarrevolucionario en Europa que era la autocracia de Moscú?. En realidad Bakunin pretendía ganarse el apoyo del zar en beneficio de sus propias ambiciones políticas en Europa occidental. El ambiente de los políticos radicales occidentales se encontraba atestado de agentes zaristas, de grupos y de periódicos, en los que se defendía ese mismo paneslavismo, entre otras muchas causas pseudorevolucionarias. La corte zarista tenía sus agentes muy bien situados, como prueba el caso de Lord Palmerston, uno de los políticos británicos más influyentes de ese momento. Indudablemente la protección de Moscú resultaba una ayuda inestimable para la realización de las ambiciones personales de Bakunin.
Bakunin creyó poder persuadir al zar para que éste diera a su política interna, mediante la convocatoria de una asamblea nacional, un tinte democrático occidental, lo que permitiría a Bakunin organizar a los movimientos radicales polacos y de los emigrados en Europa Occidental, como un auténtico caballo de Troya ultraizquierdista en la Europa Occidental: “Desgraciadamente, el zar no consideró conveniente convocar la Asamblea nacional, a la que Bakunin presentó, a través del citado folleto, su candidatura. No consiguió más que su manifiesto electoral y sus genuflexiones ante Romanov. Humillado y engañado en su cándida confianza, no le quedó más salida que tirarse de cabeza a la anarquía pandestructiva” ([19]).
Decepcionado por el zarismo, pero decidido a conseguir su propio liderazgo personal sobre los movimientos revolucionarios europeos, Bakunin gravitó entonces en torno a la francmasonería en la Italia de los años 1860, fundando diferentes sociedades secretas (ver el primer artículo de esta serie en la Revista internacional nº 84). Utilizando estos métodos, Bakunin infiltró en primer lugar la burguesa Liga por la Paz a la que, bajo su dirección, trató de unir “de igual a igual” a la Internacional (ver segunda parte en la Revista internacional nº 85). Cuando también hubo fracasado en esto, se infiltró y trató de hacerse con el control de la propia Internacional, a través de su Alianza secreta. En este proyecto, que suponía la destrucción completa de la organización política internacional de la clase obrera, Bakunin contó con el más completo y decidido apoyo de las clases dominantes: “Toda la prensa liberal y policíaca tomó abiertamente partido por ellos (por la Alianza). En sus calumnias personales contra el Consejo general, se han visto secundados por los supuestos reformadores de todos los países” ([20]).
Aunque buscara su apoyo, Bakunin nunca llegó a ser un agente del zarismo, de la masonería, la Liga por la Paz, o de la prensa de la policía occidental. Como buen desclasado, Bakunin jamás se sintió vinculado ni con las clases dominantes ni con las clases explotadas de la sociedad. Antes bien, lo que pretendía era manipular y engañar tanto al proletariado como a las clases dominantes, para lograr sus ambiciones personales y vengarse así de la sociedad en su conjunto. Esto explica el hecho de que las clases dominantes, que se dieron perfecta cuenta de ello, utilizaran a Bakunin mientras les convino, pero sin jamás tenerle en consideración y abandonándolo en cuanto dejó de serles de utilidad. Así, en cuanto la Internacional denunció públicamente a Bakunin, éste vio concluida su carrera política.
Bakunin sentía un auténtico e incendiario odio contra las clases dominantes feudales y capitalistas. Pero aborrecía aún más a la clase obrera, despreciando, en general, a todos los explotados. El veía la revolución como un cambio social resultante de la acción de un pequeño pero decidido grupo de desclasados sin escrúpulos, que él mismo dirigiría. Pero esta visión de la transformación social es una elucubración mística y absurda, pues no se basa en ninguna clase firmemente enraizada en la realidad social, sino en la fantasía vengativa de un marginal ajeno al proletariado.
Ante todo Bakunin, como todos los aventureros políticos, creía que el cambio social no sería el resultado de la lucha de clases sino de las capacidades de manipulación que tuviera su Hermandad internacional: “Para la verdadera revolución se necesitan, no individuos situados a la cabeza de las masas, sino hombres ocultos invisiblemente en medio de ella, que establezcan vínculos ocultos entre unas masas y otras, y que también de manera invisible den así una sola e idéntica dirección, un solo y mismo espíritu y carácter al movimiento. La organización secreta preparatoria no tiene más sentido que éste, y solo para ello es necesaria” ([21]).
Pero esta visión no resulta nada novedosa sino que ya se encontraba en los “Iluminados”, un ala de la francmasonería en la época de la Revolución francesa que, por cierto, más tarde se especializó en la infiltración del movimiento obrero. Bakunin compartía esa misma idea aventurera de la política, y, especialmente, de la creencia en la más completa y anárquica “liberación” personal a través de la maquiavélica política de infiltrarse en las diferentes clases en que se halla dividida la sociedad. Por ello, podemos decir que el proyecto de la Alianza era infiltrar y adueñarse no sólo de la Internacional, sino también de las organizaciones de la clase dominante. Así en el párrafo 14 del Catecismo revolucionario, nos explica que “Un revolucionario debe penetrar en todas partes, tanto en la clase alta como en la media, en el comercio del mercader, en la iglesia, en el palacio aristocrático, en el mundo burocrático, militar y literario, en la Tercera sección (servicio secreto) e incluso en el palacio imperial”.
Los Estatutos secretos de la Alianza proclamaban: “Todos los hermanos internacionales se conocen unos a otros. No debe existir jamás secreto político entre ellos. Ninguno podrá formar parte de sociedad secreta alguna, sin el consentimiento de su comité, y en caso necesario, cuando éste lo exiga, sin el del Comité central. Y no podrá formar parte de la misma más que a condición de descubrirles todos los secretos que puedan interesarles, bien directa o indirectamente”.
A lo que la Comisión del Congreso de la Haya añadía como comentario: «Los Pietri y los Stiber no emplean como soplones más que a gentes de la peor calaña. Al enviar a sus falsos hermanos a las sociedades secretas para que sustraigan sus secretos, la Alianza impone el papel de espía a los mismos hombres que, según sus planes, deberían dirigir la ‘revolución mundial’».
A lo largo de su historia, la clase obrera ha sufrido la acción de reformistas y oportunistas pequeñoburgueses, e, incluso a veces, de arribistas descarados, que no creían sino que más bien despreciaban la perspectiva que encierra el movimiento obrero. El aventurero político, por el contrario, sí está convencido de la importancia histórica del movimiento obrero. En este punto, el aventurero toma a cuenta propia esa idea esencial del marxismo revolucionario. Por esa misma razón, el aventurero se suma al movimiento obrero. Un aventurero no se siente atraído por la acción gris del reformismo, ni por la mediocridad de un buen trabajo. Al contrario, se siente decidido a jugar, él mismo, un papel histórico. Es esa ambición la que distingue al aventurero del pequeño oportunista o del arribista.
Pero mientras que los revolucionarios se suman al movimiento obrero para contribuir al desarrollo de la misión histórica de la clase obrera, los aventureros lo hacen para que el movimiento obrero les sirva para cumplir su propia misión “histórica”. Esta es la neta separación que existe entre el aventurero y el revolucionario proletario. El aventurero no es más revolucionario que el arribista o que el pequeño burgués reformista. La diferencia estriba en que el aventurero sí es capaz de captar la importancia histórica del movimiento obrero. Pero se vincula a él de una manera completamente parásita.
El aventurero es, por lo general, un desclasado. Hay mucha gente así en la sociedad burguesa, gente ambiciosa y con una desmesurada autoestima de sus propias capacidades, pero que, sin embargo, se ven imposibilitados de realizar sus ambiciones personales en el seno de la clase dominante. Entonces, rebosantes de amargura y cinismo, muchos de ellos se dejan caer en el lumpenproletariado, en una vida bohemia y criminal. Otros encuentran su “lugar al sol” trabajando para el Estado como confidentes y agentes provocadores. Pero, dentro de este magma de desclasados, existe también un reducido grupo de individuos, con talento político suficiente como para ver en el movimiento obrero aquello que puede darles una segunda oportunidad, e intentan, entonces, utilizarlo como un trampolín para lograr una relevancia que les permita vengarse de la clase dominante, que es a la que, en realidad, están destinados sus esfuerzos y ambiciones. Este tipo de gente se halla constantemente resentido contra una sociedad que no supo reconocerles su “valía”. Al mismo tiempo, lo que les fascina no es el marxismo y el movimiento obrero, sino el poder de la clase dominante y sus métodos de manipulación.
El comportamiento del aventurero está condicionado por el hecho de que no comparte el objetivo del movimiento al que se ha sumado. Evidentemente debe ocultar su verdadero proyecto personal al conjunto del movimiento, y tan sólo a sus discípulos más allegados les permite tener una cierta noción de cuál es, en realidad, su actitud frente a ese movimiento.
Como hemos visto en el caso de Bakunin, los aventureros políticos muestran, inherentemente, una tendencia a la colaboración secreta con las clases dominantes. En realidad esa colaboración es intrínseca a la esencia del aventurerismo, pues de otra manera, el aventurero no podría jugar su “papel histórico”, ni valorizarse ante la clase de la que se siente rechazado e ignorado. De hecho sólo la burguesía puede darle al aventurero la admiración y el reconocimiento que va buscando, y que los trabajadores nunca le proporcionarán.
Algunos de los aventureros más conocidos en la historia del movimiento obrero fueron, también, agentes de la policía. Tal fue el caso de Malinovsky. Pero, por lo general, los aventureros no trabajan para el Estado sino para ellos mismos. Cuando los bolcheviques pudieron acceder a los archivos de la Ojrana (la policía política rusa), encontraron pruebas de que el tal Malinovsky era un agente de la policía. Pero nunca pudo probarse que Bakunin lo fuera. Por ello Marx y Engels jamás acusaron ni a Bakunin ni a Lassalle de estar a sueldo de la policía, sin que, hasta hoy, se hayan encontrado pruebas de ello.
Pero como Marx y Engels comprendieron, el aventurero político es un enemigo más peligroso aún que los policías, pues mientras que los agentes encubiertos de la policía que actuaban en la Internacional, fueron rápidamente expulsados y denunciados, sin que ello supusiera una alteración del trabajo de la organización, el desenmascaramiento de las actividades de Bakunin costó varios años, y amenazó verdaderamente la existencia de la AIT. A los comunistas no les es difícil de ver un enemigo en un policía. Pero el aventurero, por el contrario, y dado que trabaja para sí mismo, siempre puede encontrar abogados defensores que se dejen llevar por el sentimentalismo pequeñoburgués, como desgraciadamente, le sucedió a Mehring.
La historia prueba lo peligroso que puede resultar ese sentimentalismo. Recordemos, si no, cómo otros de la misma calaña que Bakunin y Lassalle, los partidarios del llamado “nacional-bolchevismo”, reunidos en Hamburgo, en torno a Laufenberg y Wolfheim, a finales de la Iª Guerra Mundial, pactaban en secreto con la clase dominante contra la clase obrera. Recordemos también cómo otros “grandes” aventureros -Parvus, Mussolini, Pilsudski, Stalin y otros- acabaron entrando claramente en las filas de a la burguesía.
Mucho antes de que se fundase la Primera Internacional, el movimiento marxista ya había detallado un análisis exhaustivo del aventurerismo político como fenómeno de la clase dominante. Este análisis fue desarrollado, especialmente, a propósito de Luís Bonaparte, el “emperador” de Francia en los años 1850-1860. En la lucha contra Bakunin, el marxismo analizó todos los elementos esenciales de este fenómeno, esta vez en el movimiento obrero, sin utilizar, sin embargo, esa terminología. En el movimiento obrero alemán, el concepto de aventurerismo fue empleado en la lucha contra el líder lassalleano Schweitzer que, en colaboración con Bismark, intentaba mantener la división en el partido obrero. En la década de los 80 del siglo pasado, Engels y otros marxistas denunciaron el aventurerismo político del líder de la Federación socialdemócrata en Gran Bretaña, comparando su comportamiento con el de los bakuninistas. Después, el movimiento obrero empezó a asimilar este concepto, muy a pesar de la existencia de una resistencia oportunista a hacerlo. En el movimiento trotskista, antes de la IIª Guerra mundial, constituyó igualmente un importante instrumento para la defensa de la organización, aplicándose correctamente en el caso de Molinier y otros.
En nuestros días, en la fase de descomposición del capitalismo y de una aceleración sin precedentes del proceso de desclasamiento y lumpenización, ante la ofensiva de la burguesía contra el medio revolucionario a través, sobre todo, del parasitismo, es, para las organizaciones políticas del proletariado, una cuestión vital el recuperar el concepto marxista del aventurerismo para así estar mejor armados para desenmascararlo y combatirlo.
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[1] Ese desprestigio de la lucha marxista contra el bakuninismo y el lassalleanismo, por parte de Mehring, tuvo efectos devastadores para el movimiento obrero en las siguientes décadas, pues no sólo condujo a una cierta rehabilitación de aventureros políticos como Bakunin y Lassalle, sino que, sobre todo, permitió al ala oportunista de la socialdemocracia antes de 1914 borrar las lecciones de las grandes luchas por la defensa de la organización revolucionaria de los años 1860 y 1870. Fue un factor decisivo de la estrategia oportunista para aislar a los bolcheviques en la IIª Internacional, cuando en realidad su lucha contra el menchevismo pertenece a la mejor tradición de la clase obrera. La IIIª Internacional sufrió también el legado de Mehring, y así en 1921, un artículo de Stoecker (“Sobre el bakuninismo”), se basó igualmente en las críticas de Mehring a Marx, para justificar los aspectos más peligrosos y aventureros de la llamada Acción de marzo de 1921 del KPD (Partido comunista alemán) en Alemania.
[2] Karl Marx, Mehring.
[3] En los últimos años de su vida, durante la Iª Guerra mundial, Mehring se convirtió en uno de los más apasionados defensores de los bolcheviques, en el seno de la Izquierda alemana, revisando así, al menos implícitamente, sus críticas anteriores a Marx sobre cuestiones organizativas.
[4] La Alianza de la democracia socialista y la Asociación internacional de trabajadores, Informe y Documentos publicados por orden del Congreso de La Haya. Tomado del libro de Jacques Freymond: la Primera internacional, tomo II.
[5] Ídem.
[6] Ídem.
[7] Informe de Utin al Congreso de La Haya, traducido del inglés por nosotros.
[8] Bakunin, «Fórmula del problema revolucionario», citado en el Informe sobre la Alianza.
[9] Ídem.
[10] Bakunin, «Principios de la revolución», ídem.
[11] Ídem.
[12] Traducido del inglés por nosotros.
[13] Traducido del inglés por nosotros.
[14] Bakunin, Gott und der Staat, etc.
[15] Bakunin: «A los hermanos rusos, polacos y a todos los eslavos», 1862, citado en el Apéndice al informe del Congreso de La Haya.
[16] Ídem.
[17] Ídem.
[18] Apéndice al Informe del Congreso de La Haya.
[19] Ídem.
[20] Ídem.
[21] «Los principios de la revolución», citado en el Informe del Congreso de La Haya.
Al final del último artículo de esta serie, examinábamos el principal peligro que acechaba a los partidos socialdemócratas que intervenían en el período cumbre del desarrollo histórico del capitalismo: el divorcio entre el combate por las reformas inmediatas y por el objetivo final del comunismo. El creciente éxito de estos partidos, tanto en el aumento del número de obreros afiliados a su causa, como en arrancar concesiones a la burguesía a través de la lucha parlamentaria y sindical, se acompañó – y en parte hay que decir que también fue esto lo que contribuyó a lo anterior – del desarrollo de la ideología del reformismo – la limitación del partido de los obreros a la defensa inmediata y la mejora de las condiciones de vida del proletariado –, y del gradualismo, la noción de que el capitalismo podría abolirse por un proceso completamente pacífico de evolución social. Por otra parte, la reacción contra esta amenaza reformista por parte de ciertas corrientes revolucionarias, fue una retirada hacia erróneas concepciones sectarias y utopistas, que apenas veían conexión – o no la veían en absoluto – entre la lucha defensiva de la clase obrera y sus objetivos revolucionarios finales.
Este artículo, con el que concluimos una primera parte que ha tratado del desarrollo del programa comunista en el periodo ascendente del capitalismo, examina en detalle cómo llegó a oscurecerse la perspectiva de la revolución comunista durante este período, centrándose en la cuestión clave de la conquista del poder por el proletariado, y en un país clave, Alemania, donde existía el mayor partido socialdemócrata del mundo.
Ya hemos mostrado, en varias ocasiones en esta serie, que la lucha contra esa forma de oportunismo conocida como reformismo, fue un elemento constante de la lucha marxista por un programa revolucionario y una organización que lo defendiera. Este fue particularmente el caso del partido alemán, fundado en 1875 como resultado de la fusión entre las fracciones de los lasallianos y los marxistas en el movimiento obrero. Ese mismo año Marx había escrito la Crítica del Programa de Gotha ([1]) para combatir las concesiones que los marxistas habían hecho a los lasallianos.
Al escribir la Crítica, Marx contaba con la experiencia de la Comuna de París, que había arrojado una brillante luz sobre el problema de cómo el proletariado debía asumir el poder político, no por la conquista pacífica del viejo Estado, sino a través de su destrucción, y el establecimiento de nuevos órganos de poder directamente controlados por los obreros en armas.
Esto no significaba sin embargo que de 1871 en adelante la corriente marxista hubiera alcanzado una claridad completa sobre esta cuestión. Desde los inicios de esta corriente, la lucha por el sufragio universal, por la representación de la clase obrera en el parlamento, había sido un objetivo esencial del movimiento organizado – después de todo había sido la meta de los Cartistas en Gran Bretaña, a los que Marx consideró como el primer partido político de la clase obrera. Y además se había luchado por el sufragio universal contra la resistencia de la burguesía, que en ese momento lo veía como una amenaza para su gobierno; así que era totalmente comprensible que los propios revolucionarios sostuvieran la noción de que, puesto que la clase obrera forma la mayoría de la población, podría llegar al poder a través de las instituciones parlamentarias. En el Congreso de La Haya de la Internacional en 1872, Marx hizo un discurso en el que todavía se mostraba dispuesto a considerar la posibilidad de que en países con las constituciones más democráticas, como Gran Bretaña, Estados Unidos y Holanda, la clase obrera «pueda alcanzar sus fines por medios pacíficos».
Sin embargo, Marx añadió rápidamente que «en la mayoría de los países del continente, la palanca de la revolución tendrá que ser la fuerza; el recurso a la fuerza será necesario para implantar el gobierno del trabajo». Además, Engels argumentó en su introducción al volumen primero de el Capital, que aunque los obreros llegaran al poder por la vía parlamentaria, casi seguro que tendrían que enfrentarse con una «revuelta de los propietarios de esclavos», lo que lleva de nuevo al uso de la «palanca de la fuerza». En Alemania, durante el periodo de las leyes antisocialistas de Bismark (1878), prevalecía una visión revolucionaria de la conquista del poder sobre los atractivos del socialpacifismo. Ya hemos demostrado ampliamente la concepción radical del socialismo que contenía el libro de Bebel: Mujer y Socialismo ([2]). En 1881, en un artículo en Der Sozialdemokrat (06/04/1881) Karl Kautsky defendía la necesidad de «destruir el Estado burgués» y de «crear el nuevo Estado» ([3]). Diez años después, en 1891, Engels escribió su Introducción a la guerra civil en Francia, que termina con un mensaje sin ambigüedades a todos los elementos no revolucionarios que habían empezado a infiltrar el partido:
«Últimamente, las palabras «dictadura del proletariado» han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿Queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!». El mismo año, causa una escisión al publicar finalmente la Crítica del Programa de Gotha, que Marx y él habían decidido no publicar en 1875. El partido estaba a punto de adoptar un nuevo programa (que se conocía como el programa de Erfurt), y Engels quería asegurarse de que el nuevo documento se viera finalmente libre de cualquier influencia lasalliana ([4]).
Las preocupaciones de Engels en 1891 muestran que en el partido estaba arraigando un ala oportunista «filistea» (en realidad había arraigado desde el principio). Pero si la corriente revolucionaria y las condiciones de ilegalidad impuestas por las leyes antisocialistas mantuvieron a raya esta corriente durante la década de 1880, en la década siguiente iba a ganar cada vez más influencia y aplomo. La primera expresión importante de esto fue la campaña que Vollmar y el ala bávara del SPD llevaron a comienzos de la década de 1890, pidiendo una política «práctica» sobre la cuestión agraria que se reducía a una política de «socialismo de Estado» , es decir que pedía al Estado de los junker que introdujera una legislación en beneficio del campesinado. Sus llamamientos en favor del campesinado, comprometían el carácter de clase proletario del partido. Esta «revuelta desde la derecha» fue derrotada en gran parte por las vigorosas polémicas de Karl Kautsky. Pero hacia 1896, Edward Bernstein había publicado sus tesis «revisionistas», que rechazaban abiertamente la teoría marxista de la crisis, y llamaban al partido a abandonar sus pretensiones y declararse «el partido democrático de la reforma social». Sus artículos se publicaron al principio en Die Neue Zeit, la revista teórica del partido; después se publicaron en un libro cuyo título en inglés es Evolutionary Socialism. Para Bernstein, la sociedad capitalista podía crecer pacíficamente y gradualmente hacia el socialismo, ¿qué necesidad había pues de los violentos sobresaltos de la revolución o de un partido que abogara por la intensificación de la lucha de clases?
Poco después de esto se produjo el caso Millerand en Francia; por primera vez un diputado socialista entraba en un gobierno capitalista...
Este no es el lugar para un profundo análisis de las razones del crecimiento del reformismo durante este período. Había un cierto número de factores que actuaban al mismo tiempo:
Todos estos factores tuvieron su importancia, pero fundamentalmente el reformismo fue el producto de las presiones que emanaban de la sociedad burguesa en un período de impresionante desarrollo económico y prosperidad, en el que la perspectiva del colapso capitalista y de la revolución proletaria parecía posponerse a un horizonte remoto. En suma, la socialdemocracia se estaba transformando gradualmente de ser un órgano orientado esencialmente hacia el futuro revolucionario, a ser otro anclado en el presente, en la conquista de mejoras inmediatas en las condiciones de vida de la clase obrera. El hecho de que tales mejoras fueran posibles todavía, podía hacer aparecer como algo razonable que el socialismo llegara casi a hurtadillas, a través de la acumulación de mejoras y la democratización gradual de la sociedad burguesa.
Bernstein no estaba equivocado del todo cuando decía que sus ideas eran precisamente un reconocimiento de lo que el partido era en realidad. Pero estaba equivocado cuando argumentaba que eso es lo que era o podía ser todo el partido. Esto se demostró por el hecho de que sus intentos de arrojar por la borda el marxismo fueron atajados vigorosamente por las corrientes revolucionarias, que tuvieron la fuerza de insistir en que un partido proletario, por mucho que tuviera que luchar por la defensa inmediata de los intereses de la clase obrera, solo podía mantener su carácter proletario si perseguía activamente el destino revolucionario de esa clase. La respuesta de Luxemburg a Bernstein, Reforma o revolución, se reconoce justamente como la mejor de todas las polémicas suscitadas por el asalto de Bernstein contra el marxismo. Pero Rosa no estaba sola en absoluto. Todas las grandes figuras del partido, incluyendo a Kautsky y Bebel, hicieron sus propias contribuciones a la lucha para preservar al partido del peligro revisionista.
En apariencia, esas respuestas derrotaron a los revisionistas; todo el partido confirmaría el rechazo de las tesis de Bernstein en la Conferencia de Dresde de 1903. Pero como demostraría la historia tan trágicamente en 1914, las fuerzas que actuaban en la socialdemocracia eran más fuertes que las más claras resoluciones de los Congresos. Y una medida de su fuerza fue el hecho de que los propios revolucionarios, incluso los más claros, no fueron inmunes a las ilusiones democráticas que vendían los reformistas. En sus respuestas a estos últimos, los marxistas cometieron muchos errores, que fueron otras tantas grietas en la armadura del partido proletario; grietas a través de las que el oportunismo podía expandir su insidiosa influencia.
En 1895 Engels publicó en el periódico del SPD, el Vorwarts, una Introducción a la Lucha de clases en Francia de Marx, el célebre análisis de este último sobre los acontecimientos de 1848. En este artículo, Engels argumenta correctamente que han terminado los días en que las revoluciones podían ser hechas sólo por minorías de la clase explotada, usando únicamente métodos de lucha en las calles y las barricadas, y que la futura conquista del poder, no podía ser obra más que de la clase obrera consciente y masivamente organizada. Esto no quería decir que Engels considerara que la lucha en las calles y las barricadas tuvieran que descartarse como parte de una estrategia revolucionaria más amplia, pero los editores del Vorwarts suprimieron estas precisiones; Engels protestó enérgicamente en una carta a Kautsky: «Para mi sorpresa he visto hoy en el Vorwarts un extracto de mi «introducción», impreso sin mi conocimiento y recortado de tal forma que se me hace aparecer como amante de la paz y adorador de la legalidad a cualquier precio» ([5]).
La jugarreta que se le hizo a Engels funcionó bien: su carta de protesta no se publicó hasta 1924, y entonces los oportunistas ya habían hecho pleno uso de la «Introducción» para presentar a Engels como su mentor político. Otros, normalmente elementos que se presentaban como revolucionarios furibundos, habían usado el mismo artículo para justificar su teoría de que Engels se había convertido en un viejo reformista en el último tramo de su vida, y de que existiría un abismo entre las posiciones de Marx y Engels en este asunto y en muchos otros.
Pero dejando aparte la manipulación oportunista del texto, subsiste un problema, que fue reconocido por la gran revolucionaria Luxemburg en el último discurso de su vida, una apasionada intervención en el Congreso de fundación del KPD en 1918. Es cierto que en ese momento Luxemburg no sabía que los oportunistas habían distorsionado las palabras de Engels. Pero aún así encontró ciertas debilidades importantes en los artículos, que en su estilo característico, no dudó en someter a una detallada crítica marxista.
El problema que planteó Rosa Luxemburg era éste: el nuevo partido comunista se estaba formando; la revolución estaba en las calles; el ejército se estaba desintegrando; por todo el país surgían consejos obreros y de soldados; y el marxismo «oficial» del partido socialdemócrata, que todavía tenía una enorme influencia entre la clase a pesar del papel que había jugado su dirección oportunista durante la guerra, apelaba a la autoridad de Engels para justificar el uso contra-revolucionario de la democracia parlamentaria como antídoto contra la dictadura del proletariado.
Como ya hemos dicho, Engels no se equivocaba cuando argumentaba que las viejas tácticas de 1848, del combate callejero más o menos desorganizado ya no podían ser la vía del proletariado hacia el poder. El mostró que para una minoría determinada de proletarios era imposible enfrentarse a los ejércitos modernos de la clase gobernante; en realidad era la propia burguesía la que estaba interesada en provocar tales escaramuzas para justificar la represión masiva contra el conjunto de la clase obrera (en realidad ésa fue la táctica que usó contra la revolución alemana pocas semanas después del congreso del KPD, empujando a los obreros de Berlín a la insurrección prematura que condujo a la decapitación de las fuerzas revolucionarias, incluyendo a la propia Rosa Luxemburg). Consecuentemente, Engels insistió en que «... una futura lucha de calles sólo podrá vencer si esta desventaja de la situación se compensa con otros factores. Por eso se producirá con menos frecuencia en los comienzos de una gran revolución que en el transcurso ulterior de ésta y deberá emprenderse con fuerzas más considerables. Y éstas deberán, indudablemente, como ocurrió en toda la gran revolución francesa, así como el 4 de septiembre y el 31 de octubre de 1870 en París, preferir el ataque abierto a la táctica pasiva de barricadas» ([6]). En cierto sentido esto es precisamente lo que consiguió la revolución rusa: el proletariado, constituyéndose en una fuerza organizada irresistible, fue capaz de derribar el estado burgués por medio de una insurrección bien planificada y relativamente sin derramamiento de sangre en octubre de 1917.
El verdadero problema es la forma en la que Engels veía ese proceso. Rosa Luxemburg tenía ante sus ojos el ejemplo vivo de la revolución rusa y su contrapartida en Alemania, donde el proletariado había desarrollado su autoorganización a través del proceso de la huelga de masas y de la formación de soviets. Estas eran formas de organización que no sólo correspondían a la nueva época de guerras y revoluciones, sino que también, en un sentido más profundo, expresaban la naturaleza subyacente del proletariado como una clase que solo puede hacer valer su fuerza revolucionaria echando abajo los engranajes y las instituciones de la sociedad de clases. El error fatal en la argumentación de Engels en 1895 era el énfasis que ponía en que el proletariado construiría su fuerza mediante el uso de las instituciones parlamentarias, es decir, a través de organismos específicos de la propia sociedad burguesa que tenía que destruir. Sobre este asunto, Luxemburg parte lo que de verdad dijo Engels, criticando lo inadecuado que era:
«Después de repasar los cambios ocurridos en el periodo en curso, Engels pasa a considerar las tareas inmediatas del partido socialdemócrata alemán: «Como Marx predijo», escribía, «la guerra de 1870-71 y la derrota de la Comuna desplazaron por el momento de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero europeo. En Francia, naturalmente, necesitaba años para reponerse de la sangría de mayo de 1871. En cambio en Alemania, donde la industria (impulsada como una planta de invernadero por el maná de aquellos cinco mil millones pagados por Francia) se desarrollaba cada vez más rápidamente, la socialdemocracia crecía todavía más de prisa y con más persistencia. Gracias a la inteligencia con que los obreros alemanes supieron utilizar el sufragio universal, implantado en 1866, el crecimiento asombroso del partido aparece en cifras indiscutibles a los ojos del mundo entero».
«Después sigue la famosa enumeración, que muestra el crecimiento de los votos del partido elección tras elección, hasta que las cifras llegan a los millones. Engels saca la siguiente conclusión de este progreso: «Pero con este eficaz empleo del sufragio universal entraba en acción un método de lucha del proletariado totalmente nuevo, método de lucha que se siguió desarrollando rápidamente. Se vio que las instituciones estatales en las que se organiza la dominación de la burguesía ofrecen nuevas posibilidades a la clase obrera para luchar contra esas mismas instituciones. Y se tomó parte en las elecciones a las dietas provinciales, a los organismos municipales, a los tribunales industriales, se le disputó a la burguesía cada puesto, en cuya provisión mezclaba su voz una parte suficiente del proletariado. Y así se dio el caso de que la burguesía y el gobierno llegasen a temer mucho más la actuación legal que la actuación ilegal del partido obrero, más los éxitos electorales que los éxitos insurreccionales”» ([7]).
Luxemburg, que comprendía el rechazo de Engels de la vieja táctica de la lucha callejera, no hace sin embargo concesiones sobre los peligros inherentes a su punto de vista:
«De este razonamiento se sacaban dos importantes conclusiones. En primer lugar, se contraponía la lucha parlamentaria a la acción revolucionaria directa del proletariado, y se indicaba que la primera era la única forma práctica de conducir la lucha de clases. El parlamentarismo, y nada más que el parlamentarismo era la secuela lógica de esta crítica. En segundo lugar, toda la máquina militar, la organización más poderosa del Estado, todo el cuerpo de proletarios en uniforme, se declaraba a priori completamente inaccesible a las influencias socialistas. Cuando el prefacio de Engels declara que, debido al moderno desarrollo de ejércitos gigantescos, es totalmente absurdo suponer que el proletariado puede levantarse contra soldados armados con metralletas y equipados con los últimos adelantos técnicos, la afirmación se basa obviamente en el supuesto de que cualquiera que llega a ser soldado, se convierte por ello de una vez por todas en soporte de la clase dirigente. Este error juzgado desde el enfoque de nuestras experiencias de hoy, sería incomprensible en un hombre con tal responsabilidad a la cabeza de nuestro movimiento, si no supiéramos en qué circunstancias se redactó ese documento histórico» ([8]).
La experiencia de la oleada revolucionaria refutó definitivamente la visión de Engels: lejos de alarmarse de la acción «constitucional» del proletariado, la burguesía había comprendido que la democracia parlamentaria era su más fiel aliado contra el poder de los consejos obreros; toda la actividad de los socialdemócratas traidores (dirigidos por los eminentes parlamentarios que habían sido los más receptivos a las influencias burguesas) se había orientado a persuadir a los obreros de que subordinaran sus propios órganos de clase, los consejos, a la asamblea nacional, supuestamente más «representativa». Y tanto la revolución rusa como la alemana habían demostrado claramente la capacidad del proletariado, a través de su acción revolucionaria determinada y su propaganda, de desintegrar los ejércitos de la burguesía y ganar a las masas de soldados para la revolución.
Así pues, Luxemburg no dudó en tachar de «disparate» la visión de Engels. Pero de ninguna manera concluía por eso que Engels hubiera dejado de ser un revolucionario. Estaba convencida de que, al contrario, hubiera reconocido su error a la luz de la experiencia ulterior: «Los que conocen las obras de Marx y Engels, los que están familiarizados con el espíritu genuinamente revolucionario que inspiró todas sus enseñanzas y sus escritos, tendrán la absoluta certeza de que Engels habría sido uno de los primeros en protestar contra la perversión del parlamentarismo, contra el despilfarro de las energías del movimiento obrero que fue característico de Alemania en las décadas previas a la guerra».
Luxemburg continúa proponiendo un marco para comprender el error que cometió Engels: «Hace setenta años, a los que revisaban los errores y las ilusiones de 1848, les parecía que el proletariado todavía tenía que recorrer una distancia interminable antes de poder realizar el socialismo... esa creencia también puede leerse en cada línea del prefacio que Engels escribió en 1895». En otras palabras, Engels escribía en un período en el que la lucha directa por la revolución no estaba todavía al orden del día; el colapso de la sociedad capitalista aún no era la realidad palpable que sería en 1917. En esas condiciones, para el movimiento obrero no era posible desarrollar una visión totalmente lúcida de su camino al poder. En particular, la división necesaria entre el programa mínimo de reformas económicas y políticas, y el programa máximo del socialismo, consagrada en el Programa de Erfurt, contenía en sí el peligro de que el último se subordinara al primero, de manera que el uso del parlamentarismo, que había sido una táctica válida en la lucha por reformas, se convirtiera en un fin en sí mismo.
Luxemburg muestra que incluso Engels no fue inmune a la confusión en este punto. Pero también reconoce que el verdadero problema estaba en las corrientes políticas que representaban activamente los peligros a los que se confrontaba la socialdemocracia en ese período, o sea los oportunistas y quienes los protegían en la dirección del partido. En particular fueron estos últimos los que manipularon conscientemente a Engels para conseguir un resultado que estaba muy lejos de sus intenciones: «Tengo que recordarles el hecho bien conocido de que el prefacio en cuestión fue escrito por Engels bajo la fuerte presión del grupo parlamentario. En esa época en Alemania, durante los primeros años de la década de 1890, después de que se hubiera anulado la ley antisocialista, había un fuerte movimiento hacia la izquierda, el movimiento de los que querían salvar al partido de ser completamente absorbido por la lucha parlamentaria. Bebel y sus asociados buscaban con todas sus fuerzas argumentos convincentes, que fueran respaldados por la gran autoridad de Engels; buscaban una declaración que les permitiera mantener el control de los elementos revolucionarios» ([9]). Como hemos dicho al principio, la lucha por un programa revolucionario es siempre la lucha contra el oportunismo en las filas del proletariado; por eso mismo, el oportunismo siempre está dispuesto a colarse por el más mínimo desliz en la vigilancia y concentración de los revolucionarios, y a usar sus errores para sus propósitos.
«Después de la muerte de Engels en 1895, en el campo teórico el liderazgo del partido pasó a Kautsky. El resultado de este cambio fue que en cada congreso anual las enérgicas protestas del ala izquierda contra una política puramente parlamentaria, sus avisos urgentes contra la esterilidad y el peligro de esa política, se estigmatizaban como anarquismo, socialismo anarquizante, o por lo menos como antimarxismo. Lo que pasaba oficialmente por marxismo se convirtió en una cloaca para todas las clases posibles de oportunismo, para el desentendimiento persistente de la lucha de clase revolucionaria, para todas las medias tintas concebibles. Así la socialdemocracia alemana y el movimiento obrero, y también el movimiento sindical, se vieron condenados a consumirse en el marco de la sociedad capitalista. Los socialistas alemanes y los sindicalistas ya no hicieron nunca más intentos serios de derrocar las instituciones capitalistas, ni de desmontar la máquina capitalista» ([10]).
No somos de esa escuela modernista de pensamiento a la que le gusta presentar a Karl Kautsky como la causa de todos los errores de los partidos socialdemócratas. Es completamente cierto que ese nombre se asocia a menudo con profundas falsedades teóricas, como su teoría de la conciencia socialista producto de los intelectuales, o su concepto del ultraimperialismo. Y realmente, para usar los términos de Lenin, Kautsky finalmente se convirtió en un renegado del marxismo, sobre todo por su repudio de la revolución de Octubre. Aquellos errores hacen, a veces, difícil recordar que Kautsky fue realmente un marxista antes de convertirse en un renegado. Igual que Bebel, había defendido la continuidad del marxismo en varios momentos cruciales de la vida del partido. Pero igual que Bebel y muchos otros de su generación, su comprensión del marxismo se reveló más tarde que sufría de debilidades significativas, que a su vez reflejaban debilidades de más alcance en el conjunto del movimiento. En el caso de Kausty, su «destino» fue convertirse en campeón de un método que, en lugar de someter los errores contingentes del movimiento revolucionario pasado a una crítica enriquecedora a la luz de los cambios en las condiciones materiales, congeló esos errores en una «ortodoxia» inalterable.
Como hemos visto, a menudo Kautsky se levantó en armas contra la derecha revisionista del partido: de ahí su reputación como bastión del marxismo «ortodoxo». Pero si miramos más de cerca la forma en que libró la batalla contra el revisionismo, veremos también por qué esa ortodoxia era en realidad una forma de centrismo, una manera de conciliación con el oportunismo; y esto fue así mucho antes de que Kautsky se ganara la etiqueta de centrista como descripción de sus «medias tintas» entre lo que veía como excesos de la derecha y de la izquierda. Las dudas de Kautsky para entablar un combate intransigente contra el revisionismo, se expresaron inicialmente desde el momento mismo en que los artículos de Bernstein hacían furor; su amistad personal con este último le hizo vacilar por algún tiempo, antes de contestarle políticamente. Pero la tendencia de Kautsky a la conciliación con el reformismo fue mucho más lejos que esto, como apuntó Lenin en el Estado y la revolución:
«Pero aún encierra una significación mucho mayor (que las vacilaciones de Kautsky para tomar a cargo el combate contra Bernstein) la circunstancia de que en su misma polémica con los oportunistas, en su planteamiento de la cuestión, y en su modo de tratarla advertimos hoy, cuando estudiamos la historia de la más reciente traición al marxismo cometida por Kautsky, una propensión sistemática al oportunismo, precisamente en el problema del Estado» ([11]). Una de las obras que Lenin eligió para ilustrar esas desviaciones, fue la Revolución social, publicada en 1902, cuya forma es la de una refutación en regla contra el oportunismo, pero cuyo contenido real revela la creciente tendencia de Kautsky a acomodarse a ese mismo oportunismo.
En este libro, Kautsky ofrece algunos argumentos marxistas muy sonados contra las principales «revisiones» planteadas por Bernstein y sus seguidores. Contra sus argumentos (que tenían tanto gancho en aquellos días) de que el crecimiento de las clases medias llevaba a una suavización del enfrentamiento de clases, de forma que el enfrentamiento entre el proletariado y la burguesía podría solucionarse en el marco de la sociedad capitalista, Kautksky respondía insistiendo, como lo había hecho Marx, que la explotación de la clase obrera crecía en intensidad, que el Estado capitalista se hacía más, y no menos, opresivo; y que esto acentuaba, en lugar de atenuar, los antagonismos de clase: «cuanto más se apoyan las clases dirigentes en la máquina estatal y haciendo mal uso de ella la emplean con el propósito de la explotación y la opresión, tanto más debe aumentar la amargura del proletariado contra ellas, crecer el odio de clase, y aumentar la intensidad de los esfuerzos por conquistar el aparato de Estado» ([12]).
De igual forma, Kautsky refutaba el argumento de que el desarrollo de las instituciones democráticas hacía innecesaria la revolución social, criticaba que «la sociedad capitalista crece gradualmente y sin ningún shock hacia el socialismo a través del ejercicio de los derechos democráticos sobre las bases existentes. Consecuentemente, la conquista del poder político por el proletariado no es necesaria, y los esfuerzos en ese sentido son directamente nocivos, puesto que operan en el sentido de alterar este proceso lento, pero seguro» ([13]). Kautsky argumenta que esto era una ilusión, porque, si era cierto que el número de representantes socialistas en el parlamento había aumentado, «simultáneamente a esto, la democracia burguesa se cae a trozos» ([14]); «el Parlamento, que originariamente fue un medio de presionar al gobierno por la vía del progreso, se convierte cada vez más en un medio para anular los pequeños progresos que las condiciones materiales imponen al gobierno. En la medida en que la clase que gobierna a través del parlamento se ha hecho superflua y dañina, la maquinaria parlamentaria pierde su significado» ([15]). Aquí había una claridad real sobre las condiciones que se desarrollaban a medida que el capitalismo se aproximaba a su época de decadencia: el declive del parlamento incluso como un foro de los conflictos interburgueses (que a veces el partido obrero podía aprovechar en su propio beneficio), su conversión en una hoja de parra que cubría la creciente burocratización y militarización de la máquina del Estado. Kautsky reconocía incluso que, teniendo cuenta la vacuidad de las instituciones «democráticas» de la burguesía, el arma de la huelga – incluso la huelga política de masas cuya importancia se vislumbraba es Francia y Bélgica – «tendrá un papel importante en las batallas revolucionarias del futuro» ([16]).
Con todo, Kautsky nunca fue capaz de llevar estos argumentos a sus conclusiones lógicas. Si el parlamentarismo burgués estaba en declive, si los obreros desarrollaban nuevas formas de acción como la huelga de masas, es que estaban apareciendo todos los signos del advenimiento de una nueva época revolucionaria en la que el centro de la lucha de clases se desplazaba de la arena parlamentaria y «volvía» al terreno específico de clase del proletariado, las fábricas y las calles. En realidad, lejos de ver las implicaciones revolucionarias del declive del parlamentarismo, Kautsky deducía de esto la conclusión más conservadora: que la misión del proletariado era salvar y resucitar esta democracia burguesa agonizante. «El parlamentarismo cada día está más senil y desvalido, y sólo podrá despertar a una nueva juventud y dotarse de nuevos bríos, cuando, junto con todo el poder gubernamental, sea conquistado y tomado a cargo para sus propósitos por el proletariado insurgente. Lejos de hacer la revolución inútil y superflua, el parlamentarismo necesita de una revolución para revivir» ([17]).
Estas posiciones no estaban – como en el caso de Engels – en contradicción con otras, donde al contrario, se expresaba lo mismo mucho más claramente. Expresaban una fibra constante en el pensamiento de Kautsky, que se remontaba al menos a sus comentarios sobre el Programa de Erfurt a principios de la década de 1890, y se proyectaba en su conocida obra el Camino al poder en 1910. Esta última obra escandalizó a los abiertamente reformistas por su rotunda afirmación de que «la era revolucionaria está comenzando», pero sostenía la misma posición conservadora sobre la toma del poder. Lenin, en sus comentarios sobre esos dos trabajos en el Estado y la Revolución, estaba especialmente indignado por el hecho de que Kautsky no defendiera en ninguna parte en esos libros la clásica afirmación marxista de la necesidad de derribar la máquina del Estado burgués y sustituirla por el Estado-Comuna: «En este folleto se habla a cada momento de la conquista del Poder estatal, y sólo de esto; es decir, se elige una fórmula que constituye una concesión a los oportunistas, toda vez que admite la conquista del poder sin destruir la máquina del Estado. Kautsky resucita en 1902 precisamente lo que Marx declaró «anticuado», en 1872, en el programa del Manifiesto comunista»
Con Kautsky, y por tanto con el marxismo oficial de la IIª Internacional, el parlamentarismo se había convertido en un dogma inmutable.
La creciente tendencia del partido socialdemócrata a presentarse como candidato al gobierno, a hacerse cargo de las riendas del estado burgués, iba a tener profundas implicaciones para su programa económico también; lógicamente, este último aparecía cada vez más ya no como un programa de destrucción del capital, de socavamiento de las bases de la producción capitalista, sino como una serie de propuestas realistas para hacerse cargo de la economía burguesa y gestionarla «en beneficio» del proletariado. No era ningún accidente que el desarrollo de esta visión, que contrasta crudamente con las ideas de la transformación socialista que defendían militantes como Engels, Bebel y Morris ([18]), coincidiera con las primeras expresiones del capitalismo de Estado que acompañaron el auge del imperialismo y el militarismo. Cierto que Kautsky criticó la desviación «socialista de estado», que defendían gente como Vollmar, pero su crítica no fue a la raiz del problema. La polémica de Kautsky se oponía a los programas que llamaban a los gobiernos de la burguesía y absolutistas a introducir medidas «socialistas» como la nacionalización de la tierra. Pero no veía que un programa de estatización llevado a cabo por un gobierno socialdemócrata quedaría igualmente atrapado en las fronteras del capitalismo. En La revolución social, se nos dice que «la dominación política del proletariado y la continuación del sistema capitalista de producción son irreconciliables» ([19]). Pero los pasajes que siguen esta rotunda frase dan una medida más real de la visión de Kautsky sobre las «transformaciones socialistas»: «la cuestión se suscita respecto a qué compradores están a disposición de los capitalistas cuando quieren vender sus empresas. Una porción de las fábricas, las minas, etc, podría venderse directamente a los obreros que las trabajan, y a partir de aquí podría gestionarse como cooperativa; otra porción podría venderse a las cooperativas de distribución, y otra a los ayuntamientos o a los Estados. Está claro sin embargo que los mayores compradores del capital y los más generosos serían los Estados y los Ayuntamientos, y por esta misma razón, la mayoría de industrias pasarían a ser propiedad de los Estados y Ayuntamientos. Está claro que la socialdemocracia luchará conscientemente por esta solución cuando llegue a tomar el control» ([20]). Después Kautsky continúa explicando que las industrias más maduras para la nacionalización son aquellas en que más se ha desarrollado la monopolización y que «la socialización (como puede designarse en pocas palabras la transferencia a la propiedad nacional, municipal o cooperativa) llevará consigo la socialización de la mayor parte del capital moneda. Cuando se nacionaliza la propiedad de las fábricas o la tierra, sus deudas también se nacionalizan, y las deudas privadas se convierten en deudas públicas. En el caso de una corporación, los accionistas se convertirán en poseedores de bonos del gobierno» ([21]).
De pasajes como estos puede verse que en la «transformación socialista» de Kautsky, persisten todas las categorías esenciales del capital: los medios de producción se «venden» a los obreros o al Estado, el capital moneda se centraliza en manos del gobierno, los monopolios «privados» dejan paso a monopolios municipales y nacionales, y así sucesivamente. En otra parte del mismo texto, Kautsky argumenta explícitamente sobre el mantenimiento de la relación del trabajo asalariado en un régimen proletario.
«Yo hablo aquí de los salarios del trabajo. ¡¿Qué?! se dirá, ¿habrá salarios en la nueva sociedad? ¿No habremos abolido el trabajo asalariado y el dinero? ¿Cómo se puede hablar entonces de salarios del trabajo? Estas objeciones se escucharían si la revolución social propusiera abolir inmediatamente el dinero. Sostengo que eso sería imposible. El dinero es el medio más simple que se conoce hasta ahora que hace posible, en un mecanismo tan complicado como el de las modernas fuerzas productivas, con su tremenda división del trabajo que se ha llevado muy lejos, que se asegure la circulación de los productos y su distribución a los miembros individuales de la sociedad. Es el medio que hace posible que cada uno satisfaga sus necesidades de acuerdo a su inclinación individual...Hasta que se encuentre algo mejor, el dinero será indispensable como medio de esa circulación» ([22]).
Por supuesto es cierto que el trabajo asalariado no puede abolirse de la noche a la mañana. Pero es falso argumentar, como hace Kautsky en este y otros pasajes, que los salarios y el dinero son formas neutrales que pueden persistir en el «socialismo» hasta el momento en que el incremento de la producción lleve a la abundancia. Con las bases del trabajo asalariado y la producción de mercancías, el incremento de la producción será un eufemismo para la acumulación del capital, y la acumulación de capital, tanto si está dirigida por el Estado o en manos privadas, significa necesariamente la desposesión y la explotación de los productores. Por esto Marx, en su Crítica al Programa de Gotha, argumentó que la dictadura del proletariado tendría que tomar medidas inmediatas respecto a la lógica global de la acumulación, reemplazando los salarios y el dinero con el sistema de bonos sobre el tiempo de trabajo.
En otra parte, Kautsky insiste en que esos salarios «socialistas» son fundamentalmente diferentes de los salarios capitalistas, porque bajo el nuevo sistema, la fuerza de trabajo ya no es una mercancía, presuponiendo que, puesto que los medios de producción se han convertido en propiedad del Estado, ya no hay mercado para la fuerza de trabajo. Este argumento – que han empleado a menudo los diferentes apologistas del modelo estalinista para probar que la URSS y sus vástagos no podían ser capitalistas – tiene un defecto fundamental: ignora la realidad del mercado mundial, que hace de cada economía nacional una unidad capitalista competitiva, independientemente del grado en que los mecanismos del mercado se hayan suprimido dentro de esa unidad.
Es verdad, como ya hemos señalado antes en esta serie, que el propio Marx hizo afirmaciones que implicaban que la producción socialista podría existir en los límites de la nación-estado. El problema es que las ideas que desarrolló la socialdemocracia «oficial» en los primeros años del siglo XX – a diferencia de la postura resueltamente internacionalista de Marx – se veían cada vez más como parte de un programa «práctico» para cada nación por separado. Esta visión «nacional» del socialismo llegó incluso a defenderse programáticamente. Así encontramos la siguiente formulación en otro trabajo de Kautsky del mismo periodo, La república socialista ([23]): «...una comunidad capaz de satisfacer todas sus necesidades y que contenga todas las industrias que se requieren para ello, ha de tener dimensiones muy diferentes de las de las colonias socialistas que fueron planificadas a comienzos de nuestro siglo. Entre las organizaciones sociales que existen actualmente, sólo hay una que tenga las dimensiones requeridas, que pueda usarse como el terreno requerido para el establecimiento y el desarrollo de la República socialista o cooperativa: la Nación».
Pero quizás lo más significativo sobre la visión de Kautsky de la transformación socialista es hasta qué punto todo ocurre de forma legal y ordenada. Emplea varias páginas de La revolución social argumentando que sería mucho mejor compensar a los capitalistas, comprándoselos, que simplemente confiscar su propiedad. Aunque sus escritos sobre el proceso revolucionario reconocen el uso de las huelgas y otras acciones llevadas a cabo por los propios obreros, su preocupación primordial parece ser que la revolución no incomode demasiado a los capitalistas. Uno de los oponentes reformistas de Kautsky en el Congreso de Dresde de 1903, Kollo, puso el dedo en la llaga con astucia cuando planteó que Kautsky quería una revolución social... sin violencia. Pero ni el derrocamiento del poder político de la clase capitalista, ni la expropiación de los expropiadores puede llevarse a cabo sin la indómita, violenta, y sin embargo creativa irrupción de las masas en la escena de la historia.
Repetimos. No es cuestión de demonizar a Kautsky. El era la expresión de un proceso más profundo (la gangrena oportunista de los partidos socialdemócratas, su incorporación gradual en la sociedad burguesa), de y las dificultades que tenían los marxistas para comprender y combatir este peligro. Ciertamente sobre el problema del parlamentarismo, no se encontrará una claridad acabada en todo el periodo que hemos estudiado. Por ejemplo en Reforma o revolución, Luxemburg ataca enérgicamente las ilusiones parlamentarias de Bernstein, pero también ella deja abiertas ciertas grietas sobre la cuestión (por ejemplo, en ese momento no reconoce el «disparate» en la introducción de Engels a la Lucha de clases en Francia, que después atacó en 1918). Otro caso instructivo es el de William Morris. En la década de 1880 Morris hizo varias advertencias clarificadoras sobre el poder corruptor del parlamento; pero esas percepciones se vieron lastradas por su tendencia al purismo, su incapacidad para comprender la necesidad de que los socialistas intervinieran en la lucha cotidiana de la clase, y –en esa época– usaran las elecciones y el parlamento como un foco de su lucha. Como muchos otros del ala izquierda que criticaban el parlamentarismo en esa época, Morris era muy permeable a las actitudes parlamentarias ahistóricas de los anarquistas. Y hacia el final de su vida, en reacción al daño que el anarquismo había hecho a sus esfuerzos por construir una organización revolucionaria, el propio Morris se desorientó y coqueteó con la visión de la vía parlamentaria al poder.
Lo que «se echaba de menos» durante esos años era el movimiento palpable de la clase. El cataclismo de 1905 en Rusia permitió a los mejores elementos del movimiento obrero discernir los verdaderos contornos de la revolución proletaria y superar las concepciones erróneas y desfasadas que hasta entonces habían nublado su visión. El verdadero crimen de Kautsky fue entonces luchar con uñas y dientes contra esas clarificaciones, presentándose cada vez más como un «centrista», cuya verdadera pesadilla, no era la derecha revisionista, sino la izquierda revolucionaria, personificada en figuras como Luxemburg y Pannekoek. Pero eso es otra parte de la historia.
CDW
[1] Ver Revista internacional nº 79. Un tema central de la Crítica era la defensa de la posición sobre la dictadura del proletariado contra la idea de Lasalle del «Estado del pueblo» que era el envoltorio de su querencia por acomodarse al Estado de Bismark.
[2] Ver Revista internacional, nos 83, 85 y 86.
[3] Citado por Massimo Salvadori en Karl Kautsky and the socialist revolution, 1880-1938, Londres 1979.
[4] Hay que decir que los esfuerzos de Engels por compensar las debilidades del Programa de Erfurt no tuvieron el éxito esperado. Engels reconocía claramente que el peligro oportunista se había codificado en el Programa; su crítica del esbozo de programa (carta a Kautsky, 29 de junio de 1891), contiene la definición más clara del oportunismo que pueda encontrarse en los escritos de Marx y Engels, y su preocupación central era el hecho de que, si el programa contenía una buena introducción general marxista acerca de la inevitable crisis del capitalismo y la necesidad del socialismo, era sin embargo completamente ambiguo respecto a cómo el proletariado llegaría al poder. Engels es particularmente crítico sobre la implicación de que los obreros alemanes pudieran usar la versión «prusiana» del parlamento («una hoja de parra del absolutismo») para ganar el poder pacíficamente. Por otra parte, en el mismo texto, Engels repite la noción de que en los países más democráticos, el proletariado podría llegar al poder a través del proceso electoral, y no hace una distinción suficientemente clara entre la república democrática y el Estado de la Comuna. Al final, el documento de Erfurt, en vez de mostrar la conexión entre los programas mínimo y máximo, abre una brecha entre ellos. Por eso Luxemburg, en su discurso al Congreso de fundación del KPD, en 1918, habla del programa de Spartakus como «deliberadamente opuesto» al Programa de Erfurt.
[5] Engels, Selected correspondence.
[6] Introducción a la Lucha de clases en Francia.
[7] R. Luxemburg, «Discurso sobre el Programa del Congreso de fundación del KPD».
[8] Ídem.
[9] Traducido del inglés por nosotros.
[10] Luxemburg, «Discurso sobre el programa del Congreso de fundación del KPD».
[11] El Estado y la revolución, VI, 2: «La polémica de Kautsky con los oportunistas».
[12] The Social Revolution, Chicago, 1916, traducido del inglés por nosotros.
[13] Ídem.
[14] Ídem.
[15] Ídem.
[16] Ídem.
[17] Ídem.
[18] Ver artículos de esta serie en la Revista internacional, nos 83, 85 y 86.
[19] The social revolution, Chicago, 1916, traducido del inglés por nosotros
[20] Ídem.
[21] Ídem.
[22] Ídem.
[23] Este pasaje está tomado de una versión inglesa, «traducida y adaptada para América» de Daniel De León (Nueva York, 1900); por eso no estamos seguros de qué es lo original de Kautsky. Sin embargo la cita nos da una muestra de las ideas que se desarrollaban en el movimiento internacional en esa época.
Enlaces
[1] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/lucha-de-clases
[2] https://es.internationalism.org/tag/21/564/fascismo-y-antifascismo
[3] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/izquierda-comunista-francesa
[4] https://es.internationalism.org/tag/acontecimientos-historicos/iia-guerra-mundial
[5] https://es.internationalism.org/tag/cuestiones-teoricas/fascismo
[6] https://es.internationalism.org/tag/geografia/africa
[7] https://es.internationalism.org/tag/geografia/oriente-medio
[8] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/crisis-economica
[9] https://es.internationalism.org/tag/acontecimientos-historicos/hundimiento-del-bloque-del-este
[10] https://es.internationalism.org/tag/21/367/revolucion-alemana
[11] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1919-la-revolucion-alemana
[12] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/la-izquierda-germano-holandesa
[13] https://es.internationalism.org/tag/21/516/cuestiones-de-organizacion
[14] https://es.internationalism.org/tag/20/518/bakunin
[15] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/primera-internacional
[16] https://es.internationalism.org/tag/21/365/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-una-necesidad-material
[17] https://es.internationalism.org/tag/personalidades/rosa-luxemburgo
[18] https://es.internationalism.org/tag/20/517/kautsky
[19] https://es.internationalism.org/tag/2/31/el-engano-del-parlamentarismo
[20] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/segunda-internacional