Decadencia del capitalismo (XI) - El boom de la posguerra no cambió el curso en el declive del capitalismo

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En los artículos anteriores de esta serie, mostramos que los marxistas (e incluso algunos anarquistas) compartían en gran medida la misma visión sobre la etapa histórica alcanzada por el capitalismo a mediados del siglo XX. La guerra imperialista devastadora de 1914-18, la oleada revolucionaria internacional que se levantó tras ella y la depresión económica mundial sin precedentes que marcó los años 1930, todos esos acontecimientos se consideraron como la prueba irrefutable de que el modo de producción burgués había entrado en su fase de declive, en la época de la revolución proletaria mundial. La experiencia de la segunda carnicería imperialista no puso, evidentemente, en entredicho ese diagnóstico, sino que, al contrario, fue una prueba todavía más patente de que el sistema había consumido su tiempo. Víctor Serge ya había escrito que los años 1930 eran “medianoche en el siglo”, una década en la que la contrarrevolución venció en todos los frentes en el momento mismo en que las condiciones objetivas para derribar el sistema estaban más maduras que nunca. Pero lo sucedido entre 1939 y 1945 demostró que la noche del siglo podía ser todavía más oscura.

Como escribíamos en el primer artículo de esta serie ([1]):

El cuadro de Picasso, Guernica, es célebre, con razón, por ser una representación sin parangón de los horrores de la guerra moderna. El bombardeo ciego de la población civil de la ciudad de Guernica por la aviación alemana que apoyaba al ejército de Franco, provocó una enorme conmoción pues era un fenómeno relativamente nuevo. El bombardeo aéreo de objetivos civiles fue muy limitado durante la Iª Guerra mundial y muy ineficaz. La gran mayoría de los muertos de esa guerra eran soldados en los campos de batalla. La IIª Guerra mundial mostró hasta qué punto la barbarie del capitalismo en decadencia se había incrementado, pues esta vez la mayoría de los muertos eran civiles: “El cálculo total de vidas humanas perdidas a causa de la Segunda Guerra mundial, dejando de lado el campo al que pertenecían, es alrededor de 72 millones. La cantidad de civiles alcanza los 47 millones, incluidos los muertos por hambre y enfermedad causadas por la guerra. Las pérdidas militares ascienden a unos 25 millones, incluidos 5 millones de prisioneros de guerra” ([2]). La expresión más aterradora y en la que se concentra el horror fue la matanza industrial de millones de judíos y de otras minorías por el régimen nazi, fusilados por paquetes en los guetos y los bosques de Europa del Este, hambrientos y explotados en el trabajo como esclavos, hasta la muerte, gaseados por cientos de miles en los campos de Auschwitz, Bergen-Belsen o Treblinka. La cantidad de muertos civiles, víctimas de los bombardeos de ciudades por las acciones bélicas de ambos bandos es la prueba de que el holocausto, el asesinato sistemático de inocentes, fue una característica general de esa guerra. Y en este aspecto, las democracias incluso sobrepasaron sin duda a las potencias fascistas, pues el manto de bombas, especialmente las incendiarias, que cubrieron las ciudades alemanas y japonesas dan, por comparación, un aspecto un poco “aficionado” al Blitz alemán sobre el Reino Unido. El punto álgido y simbólico de ese nuevo método de matanza de masas fue el bombardeo atómico de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki; pero en lo que a muertos civiles se refiere, el bombardeo “convencional” de ciudades como Tokio, Hamburgo y Dresde fue todavía más mortífero.

Contrariamente a la Primera Guerra mundial a la que puso fin el estallido de las luchas revolucionarias en Rusia y Alemania, el proletariado no se deshizo de sus cadenas al término de la Segunda. No sólo había sido aplastado físicamente, en especial por el mazo del estalinismo y del fascismo, sino que además fue alistado ideológica y físicamente tras las banderas de la burguesía, sobre todo gracias a la mistificación del antifascismo y de la defensa de la democracia. Hubo explosiones de lucha de clases y de revueltas al final de la guerra, en el norte Italia en particular, que poseían claramente una conciencia internacionalista. Pero la clase dominante se había preparado para tales explosiones, tratándolas con una crueldad despiadada, especialmente en Italia donde las fuerzas aliadas, dirigidas con maestría por Churchill, permitieron que las fuerzas nazis reprimieran la revuelta obrera mientras que aquéllas bombardeaban las ciudades del norte afectadas por las huelgas; mientras tanto, los estalinistas lo hacían todo por reclutar a los obreros combativos en la resistencia patriótica. En Alemania, el terror de los bombardeos de las ciudades eliminó toda posibilidad de que la derrota militar del país permitiera una repetición de las luchas revolucionarias como en 1918 ([3])

O sea que la esperanza que había animado a los pequeños grupos revolucionarios que habían sobrevivido al naufragio de los años 1920 y 30 (que una nueva guerra provocara un nuevo surgimiento revolucionario) se esfumó rápidamente.

El estado del movimiento político proletario tras la Segunda Guerra mundial

En esas condiciones, el exiguo movimiento revolucionario que se mantuvo en posiciones internacionalistas durante la guerra, después de un breve período de revitalización tras el desmoronamiento de los regimenes fascistas en Europa, se vio ante las peores condiciones cuando emprendió la tarea de analizar la nueva fase de la vida del capitalismo después de seis años de carnicería y destrucción. La mayoría de los grupos trotskistas habían firmado su sentencia de muerte como corrientes proletarias al haber apoyado durante la guerra al campo Aliado, en nombre de la defensa de la “democracia” contra el fascismo; tal traición quedó confirmada con su apoyo abierto al imperialismo ruso y sus anexiones en Europa del Este después de la guerra. Quedaba todavía una serie de grupos que habían roto con el trotskismo, manteniendo una posición internacionalista contra la guerra, como los RKD de Austria, el grupo en torno a Munis, y la Unión comunista internacionalista en Grecia animada por Agis Stinas y Cornelius Castoriadis, el cual, más tarde, formaría en Francia el grupo Socialismo o Barbarie. Los RKD, en su apresuramiento por analizar lo que condujo el trotskismo a la muerte, empezaron por rechazar el bolchevismo, acabando por abandonar totalmente el marxismo. Munis evolucionó hacia posiciones comunistas de izquierda y tuvo durante toda su vida el convencimiento de que la civilización capitalista era decadente hasta los tuétanos, aplicando ese concepto con la mayor claridad a cuestiones clave como la sindical y la nacional. Pero parece que no logró comprender de qué manera estaba relacionada la decadencia al atolladero económico del sistema: en los años 1970, su organización, Fomento Obrero Revolucionario (FOR), abandonó las Conferencias de la Izquierda comunista porque los demás grupos participantes pensaban que había una crisis económica abierta del sistema, una idea que Munis rechazaba. Como veremos más adelante, a Socialismo o Barbarie lo engañó el boom iniciado en los años 1950, acabando por poner en entredicho también las bases de la teoría marxista. O sea que ninguno de los antiguos grupos trotskistas parece haber aportado contribuciones duraderas para la comprensión marxista de las condiciones históricas a las que estaba ya enfrentado el capitalismo mundial.

La evolución de la Izquierda comunista holandesa después de la guerra nos da también indicaciones sobre la trayectoria del movimiento. Hubo un breve rebrote político y organizativo con la formación de Spartacusbond en Holanda. Como lo explicamos en nuestro libro La Izquierda comunista holandesa, ese grupo reanudó momentáneamente con la clarividencia del KAPD, no solo porque confirmó el declive del sistema, sino también porque perdió el miedo consejista al partido. La apertura a otras corrientes revolucionarias, especialmente hacia la Izquierda comunista de Francia, facilitó esa actitud. Pero no duró mucho. La mayoría de la Izquierda holandesa, en especial el grupo en torno a Cajo Brendel, dio marcha atrás hacia ideas anarquizantes de la organización y métodos obreristas que veían poco interés en situar las luchas obreras en su contexto histórico general.

Los debates en la Izquierda comunista de Italia

La corriente revolucionaria que había sido más clarividente sobre la trayectoria del capitalismo en los años 1930 – la Izquierda comunista de Italia – no pudo evitar la desesperanza que afectó al movimiento revolucionario al final de la guerra. Al principio, la mayor parte de sus miembros consideró el estallido de una revuelta proletaria significativa en la Italia del norte en 1943, como expresión de un cambio del curso histórico, como el incipiente preludio de la revolución comunista que esperaban. Los camaradas de la Fracción francesa de la Izquierda comunista internacional, que se había formado durante la guerra en la clandestinidad bajo la Francia de Vichy, compartían al principio esa idea, pero pronto consideraron que la burguesía, aprovechándose de toda la experiencia de 1917, estaba preparada para tales explosiones y utilizaría todo su arsenal de armas para aplastar sin piedad a los proletarios. En cambio, la mayoría de los camaradas que habían permanecido en Italia, a la que se unieron los miembros de la Fracción italiana de vuelta del exilio, proclamó la constitución del Partido comunista internacionalista (que designaremos PCInt, para distinguirlo de los “Partido Comunista Internacional” posteriores). La nueva organización tenía una posición claramente internacionalista contra los dos campos imperialistas, pero se había formado a toda prisa y reunía a toda una serie de elementos políticamente heterogéneos y en gran parte discordantes; eso acabaría acarreando muchas dificultades en los años siguientes. La mayoría de los camaradas de la Fracción francesa se opuso a la disolución de la Fracción italiana y a la incorporación de sus miembros en el nuevo partido. Aquélla puso rápidamente en guardia a éste contra la adopción de posiciones que significaban una regresión patente en relación con las de la Fracción italiana. En temas tan centrales como las relaciones entre partido y sindicatos, la voluntad de participar en las elecciones y la práctica organizativa interna, la Fracción francesa veía manifestarse claramente un deslizamiento hacia el oportunismo ([4]). El resultado de esas críticas fue que la Fracción francesa fue excluida de la Izquierda comunista internacional, constituyéndose en Gauche communiste de France (GCF) (Izquierda comunista de Francia, ICF).

Uno de los componentes del PCInt era la “Fracción de Socialistas y Comunistas” de Nápoles en torno a Amadeo Bordiga; el proyecto de formar el partido con Bordiga, que había desempeñado un papel incomparable en la formación del Partido comunista de Italia a principios de los años 1920 y en la lucha contra la degeneración de la Internacional comunista después, fue un factor fundamental en la decisión de proclamar el partido. Bordiga había sido el primero en criticar abiertamente a Stalin en las sesiones de la IC, denunciándole a la cara como el enterrador de la revolución que Stalin era. Pero desde principios de los años 1930 y durante los primeros años de la guerra, Bordiga se retiró de la vida política a pesar de los numerosos llamamientos de sus compañeros para que volviera a la actividad. Por consiguiente, las adquisiciones políticas desarrolladas por la Fracción italiana – sobre la relación entre fracción y partido, las lecciones que se habían extraído de la revolución rusa, sobre el declive del capitalismo y sus repercusiones sobre problemas como la cuestión sindical y la nacional – a Bordiga le eran, en gran parte, ajenas, quedándose parado en las posiciones de los años 1920. Determinado a combatir todas las formas de oportunismo y de revisionismo plasmados en los constantes “nuevos rumbos” de los partidos “comunistas” oficiales, Bordiga empezó a desarrollar la teoría de “la invariabilidad histórica del marxismo”: según esa idea, lo que distingue al programa comunista, es su carácter básicamente inmutable, lo cual significa que los grandes cambios habidos en las posiciones de la IC o de la Izquierda comunista, cuando rompieron con la socialdemocracia, no fueron sino una “restauración” del programa de origen, personificado en el Manifiesto del Partido Comunista de 1848 ([5]). La consecuencia lógica de tal modo de ver es que no hubo cambio de época en la vida del capitalismo en el siglo XX; el argumento principal de Bordiga contra la noción de decadencia del capitalismo está en la polémica contra lo que él llamaba “la teoría de la curva descendente”:

La teoría de la curva descendente compara el desarrollo histórico a una sinusoide: todo régimen, por ejemplo el burgués, empieza por una fase ascendente, alcanza un punto máximo, tras lo cual otro régimen asciende. Esta visión es la de un reformismo gradualista: no hay saltos, ni sacudidas. (...) La visión marxista puede representarse esquemáticamente mediante unas serie de curvas siempre ascendentes hasta unas cimas (en geometría “puntos singulares” o “puntos de ruptura”) seguidos de una caída casi vertical, y, después, abajo del todo, otra rama histórica ascendente, o sea un nuevo régimen social (...) La afirmación corriente de que el capitalismo está en su fase descendente y que ya no puede volver a subir, contiene dos errores: el fatalismo y el gradualismo” (Reunión de Roma, abril 1951 ([6])).

Bordiga escribió también: “Para Marx el capitalismo crece sin cesar más allá de todo límite…” ([7]). El capitalismo estaría formado por una serie de ciclos en los cuales cada crisis, tras un periodo de expansión “ilimitada”, es más profunda que la precedente, planteándose la necesidad de una ruptura completa y repentina con el viejo sistema.

Ya hemos contestado a esos argumentos en las Revista Internacional números 48 y 55 ([8]), rechazando la acusación de Bordiga de que la noción de declive del capitalismo acabaría deslizándose hacia una idea gradualista y fatalista; explicábamos por qué las sociedades nuevas no nacen hasta que los seres humanos no hayan hecho una larga experiencia de la incompatibilidad del viejo sistema con sus necesidades. Pero ya en el propio PCInt se hicieron oír voces contra la teoría de Bordiga. No toda la labor de la Fracción se había perdido entre las fuerzas que habían constituido el PCInt. Ante la realidad de la posguerra,  marcada sobre todo por un aislamiento creciente de los revolucionarios respecto a su clase, una realidad que, inevitablemente, había hecho de una organización, que pudo haberse tomado por un partido, un pequeño grupo comunista, surgieron dos tendencias principales en el PCInt, preparando el terreno a la escisión de 1952. La corriente en torno a Onorato Damen, antepasado de la actual Tendencia Comunista Internacionalista (TCI), mantuvo la noción de decadencia del capitalismo. Precisamente esa corriente fue el blanco principal de la polémica de Bordiga sobre la “curva descendente”. El haber mantenido la noción de decadencia permitió a la Fracción seguir siendo clarividentes sobre cuestiones como: la caracterización de Rusia como una forma de capitalismo de Estado; el acuerdo con Rosa Luxemburgo sobre la cuestión nacional; y la comprensión de la naturaleza capitalista de los sindicatos (esta posición la defendió de manera especialmente clara Stefanini, quien había sido uno de los primeros de la Fracción en el exilio en comprender su integración en el Estado capitalista).

Le numero del verano 2011 de Revolutionary Perspectives, publicación de la Communist Workers’ Organisation (grupo afiliado a la TCI en Gran Bretaña), ha vuelto a publicar la introducción de Damen a su correspondencia con Bordiga en la época de la escisión. Damen, refiriéndose a la idea de Lenin de un capitalismo moribundo y al enfoque de Rosa Luxemburgo sobre el imperialismo como proceso que precipita el hundimiento del capitalismo, refuta la polémica de Bordiga contra la teoría de la curva descendente:

“Es cierto que el imperialismo acrecienta enormemente y proporciona los medios para prolongar la vida del capital pero, al mismo tiempo, es el medio más seguro para abreviarla. Ese esquema de una curva siempre ascendente no sólo no muestra eso sino que, en cierto modo, lo niega” ([9]).

Además, como Damen lo subraya, la idea de un capitalismo en perpetuo ascenso, por decirlo así, permite a Bordiga dejar ambigüedades sobre la naturaleza de la URSS:

“Ante la alternativa de seguir siendo lo que siempre hemos sido, o deslizarse hacia una actitud de aversión platónica e intelectualista hacia el capitalismo americano y de neutralidad indulgente hacia el capitalismo ruso porque éste no estaría todavía maduro desde un punto de vista capitalista, nosotros no vacilamos en reafirmar la posición clásica que los comunistas internacionalistas han defendido contra todos los protagonistas del segundo conflicto imperialista, que no es la de esperar la victoria de uno o del otro de los adversarios sino la de buscar una solución revolucionaria a la crisis capitalista.”

Podríamos nosotros añadir que esa idea de que las áreas menos desarrolladas de le economía mundial podrían beneficiarse de una especie de “juventud” del capitalismo y por lo tanto poseer un carácter progresista llevó a la corriente bordiguista a una dilución más explícita todavía de los principios internacionalistas con su apoyo a los “pueblos de color” en las antiguas colonias.

El repliegue de la Izquierda italiana dentro de las fronteras de Italia después de la guerra hizo que la mayor parte del debate entre las dos tendencias en el PCInt fuera inaccesible durante mucho tiempo para quienes, en el resto del mundo, no conocían la lengua italiana. Nos parece, sin embargo, que aunque la corriente de Damen era de manera general mucho más clara sobre las posiciones de clase básicas, ninguna de las dos corrientes tenía el monopolio de la clarividencia. Bordiga, Maffi y otros tenían razón cuando intuyeron que el período que se abría, caracterizado por el triunfo de la contrarrevolución, significaba inevitablemente que les tareas teóricas iban a ser prioritarias con relación a una labor de agitación amplia. La tendencia de Damen, en cambio, comprendía menos todavía que un verdadero partido de clase, capaz de desarrollar una presencia efectiva en el seno de la clase obrera, no estaba sencillamente al orden del día en aquel período. En esto, la tendencia de Damen perdió totalmente de vista las clarificaciones cruciales realizadas por la Fracción italiana, precisamente sobre la cuestión de la Fracción como puente entre el antiguo partido degenerado y el nuevo partido que el resurgir renovado de la lucha de clases hace posible. De hecho, sin verdadera elaboración, Damen estableció un lazo injustificado entre el esquema de Bordiga de una curva siempre ascendente –esquema indiscutiblemente falso– y la teoría de “la inutilidad de crear un partido en un período contrarrevolucionario” teoría que, a nuestro parecer, era esencialmente válida. Contra esa idea, Damen propone la siguiente:

“el nacimiento del partido no depende, y en eso estamos de acuerdo, “de la genialidad o la valía de un líder o de una vanguardia”, sino que es la existencia histórica del proletariado como clase, lo que plantea, no de manera simplemente episódica en el tiempo y el espacio, la necesidad de la existencia de su partido.”

También podría decirse que el proletariado “necesita” permanentemente la revolución comunista: cierto, pero eso no nos lleva a ningún sitio para comprender si la relación de fuerzas entre las clases hace que la revolución sea algo tangible, a su alcance, o si es una perspectiva para un futuro más lejano. Si, además, ponemos en relación ese problema general con lo que es específico de la época de decadencia del capitalismo, la lógica de Damen aparece todavía más discordante: las condiciones reales de la clase obrera en el período de decadencia, especialmente la absorción de sus organizaciones permanentes de masas por el capitalismo de Estado, han hecho que para el partido de clase sea mucho más difícil mantenerse, y no lo contrario, fuera de las fases en que el proletariado surge con fuerza.

La contribución de la Izquierda comunista de Francia

La ICF, aunque formalmente excluida de la rama italiana de la Izquierda comunista, se mantuvo mucho más fiel a la idea desarrollada por la antigua Fracción italiana sobre la función de la minoría revolucionaria en un período de derrota y de contrarrevolución. Fue también el grupo que dio los pasos más importantes para comprender las características del período de decadencia. No se contentó con repetir lo que ya se había comprendido en los años 1930, sino que se dio el objetivo de alcanzar una síntesis más profunda: sus debates con la Izquierda holandesa le permitieron superar algunos errores de la Izquierda italiana sobre el papel del partido en la revolución y mejoraron su comprensión de la naturaleza capitalista de los sindicatos. Sus reflexiones sobre la organización del capitalismo en el período de decadencia le permitieron desarrollar una visión más clara sobre los cambios profundos en la función de la guerra y en la organización de la vida económica y social que marcaron ese período. Esos avances quedaron plasmados en dos textos clave: el “Informe sobre la situación Internacional” de la Conferencia de julio de 1945 de la ICF ([10]) y “La evolución del capitalismo y la nueva perspectiva” ([11]).

El informe de 1945 se centraba en cómo había cambiado la función de la guerra capitalista entre el período de ascendencia y el de decadencia. La guerra imperialista era la expresión más concentrada del declive del sistema:

“No existe una oposición fundamental en régimen capitalista entre guerra y paz, pero sí existe una diferencia entre las dos fases ascendente y decadente de la sociedad capitalista y, por lo tanto, una diferencia en la función de la guerra (en la relación entre guerra y paz), en esas dos fases. En la primera, la función de la guerra es asegurar una ampliación del mercado, para una mayor producción y consumo, en la segunda fase la producción está esencialmente centrada en la producción de medios de destrucción, o sea producción para la guerra. La decadencia de la sociedad capitalista se plasma de manera patente en que las guerras se hacen para el desarrollo económico en el periodo ascendente, y, en cambio, en el período de decadencia, es la actividad económica la que se dedica esencialmente a la guerra.

Eso no significa que la guerra se haya convertido en el objetivo de la producción capitalista, pues el objetivo siempre será para el capitalismo la producción de plusvalía, lo que eso significa es que la guerra, al haberse hecho permanente, se ha convertido en modo de vida del capitalismo decadente([12]).

En respuesta a quienes defendían que el carácter destructor de la guerra era ni más ni menos que una continuación del ciclo clásico de la acumulación capitalista y que, por lo tanto, era un fenómeno perfectamente “racional”, la ICF afirmaba el carácter profundamente irracional de la guerra imperialista, no sólo ya desde el punto de vista de la humanidad, sino incluso del propio capital:

El objetivo de la producción de guerra no es solucionar un problema económico. En su origen, la guerra viene de la necesidad del Estado capitalista de defenderse, por un lado, contra las clases desposeídas y mantener por la fuerza la explotación, y asegurar por la fuerza sus posiciones económicas y ampliarlas en detrimento de otros Estados imperialistas. (…) La crisis permanente hace ineluctable, inevitable, que los desacuerdos imperialistas se diriman mediante la lucha armada. La guerra misma y la amenaza de guerra son los aspectos latentes o patentes de una situación de guerra permanente en la sociedad. La guerra moderna es esencialmente una guerra de material. Para esa guerra es necesaria una movilización monstruosa de todos los recursos técnicos y económicos de los países. La producción de guerra se convierte así en el eje de la producción industrial y el principal campo económico de la sociedad.

¿Pero acaso representa la masa de productos un crecimiento de la riqueza social? A esa pregunta hay que responder categóricamente que no, que la producción de guerra, todos los valores que materializa, está destinada a salir de la producción, a no reintegrarse en el proceso de producción, a ser destruida. Tras cada ciclo de producción, la sociedad no registra un crecimiento de su patrimonio social, sino una contracción, un empobrecimiento, en la totalidad ([13]).

La ICF consideraba así la guerra imperialista como una expresión de la tendencia del capitalismo senil a autodestruirse. Podría decirse lo mismo del modo de organización que se ha vuelto dominante en la nueva época: el capitalismo de Estado.

En “La evolución del capitalismo y la nueva perspectiva”, la ICF analizó el papel del Estado en la supervivencia del sistema en el período de decadencia; también aquí, la distorsión de sus propias leyes por parte del capitalismo es típica de la agonía que lleva a su desmoronamiento:

Ante la imposibilidad de abrirse nuevos mercados, cada país se cierra y tiende, a partir de ahora, a vivir hacia dentro. La universalización de la economía capitalista, alcanzada a través del mercado mundial, se rompe: es la autarquía. Cada país tiende a hacerse autosuficiente; se crea un sector no rentable de producción, cuyo objetivo es paliar las consecuencias de la ruptura del mercado. Ese paliativo mismo agrava todavía más la dislocación del mercado mundial.

“La rentabilidad, mediante el mercado, era antes de 1914 la pauta, medida y estimulante, de la producción capitalista. El período actual conculca esa ley de la rentabilidad: ésta ya no se realiza a nivel de empresa sino al más global del Estado. La perecuación se hace en un plano contable, a escala nacional; ya no con la intermediación del mercado mundial. O el Estado subvenciona la parte deficitaria de la economía, o el Estado se apropia de toda la economía.

“De lo anterior no se puede concluir que la ley del valor haya desaparecido. Lo que de hecho ocurre es que una unidad de la producción parece separada de la ley del valor al efectuarse dicha producción sin tener aparentemente en cuenta su rentabilidad.

“La superganancia monopolística se obtiene mediante precios “artificiales”, pero en el plano global de la producción, ésta sigue estando vinculada a la ley del valor. La suma de los precios para el conjunto de los productos, no expresa sino el valor global de los productos. Sólo se transforma el reparto de las ganancias entre diferentes grupos capitalistas: los monopolios se atribuyen una superganancia en detrimento de los capitalistas menos armados. De igual modo puede decirse que la ley del valor actúa a nivel de la producción nacional. La ley del valor ya no actúa sobre un producto tomado individualmente, sino sobre el conjunto de los productos. Se asiste a una restricción del campo de aplicación de la ley del valor. La masa total de la ganancia tiende a disminuir por el peso que acarrea el mantenimiento de los sectores deficitarios sobre los demás sectores de la economía.”

Hemos dicho que nadie poseía el monopolio de la claridad en los debates en el seno del PCInt; se puede decir lo mismo respecto a la ICF. Ante la sombría situación del movimiento obrero al término de guerra, la ICF concluyó que no sólo las antiguas instituciones del movimiento obrero, partidos y sindicatos, se habían integrado irreversiblemente en el Leviatán del Estado capitalista, sino que incluso la propia lucha defensiva había perdido su carácter de clase:

Las luchas económicas de los obreros sólo pueden desembocar en fracasos – en el mejor de los casos en el hábil mantenimiento de unas condiciones de vida ya muy degradadas. Éstas atan al proletariado a los explotadores llevándolo a considerarse solidario del sistema a cambio de un plato de sopa suplementario (y que no obtendrá, al fin y al cabo, sino es mejorando su “productividad”” ([14]).

Es justo sin duda que les luchas económicas no permitían obtener conquistas duraderas en el nuevo período, pero la idea de que sólo servían para atar el proletariado a sus explotadores no era, ni mucho menos, correcta: al contrario, esas luchas seguían siendo una condición previa indispensable para romper esa “solidaridad con el sistema”.

La ICF tampoco veía posibilidad alguna de que el capitalismo pudiera conocer un relanzamiento después de la guerra. Pensaba, por un lado, que había una falta absoluta de mercados extracapitalistas que permitieran un verdadero ciclo de reproducción ampliada. En su legítima polémica contra la idea de Trotski que veía en los movimientos nacionalistas de las colonias o de las antiguas colonias una posibilidad de minar el sistema imperialista mundial, la ICF defendía:

“Las colonias han dejado de ser un mercado extracapitalista para la metrópoli, se han convertido, en realidad, en nuevos países capitalistas. Pierden pues su carácter de salidas mercantiles, lo que hace que sea menos enérgica la resistencia de los viejos imperialismos a las reivindicaciones de las burguesías coloniales. A esto hay que añadir que las dificultades propias a esos imperialismos han favorecido la expansión económica de las colonias durante las dos guerras mundiales. El capital constante iba menguando en Europa, mientras que aumentaba la capacidad de producción de las colonias o semicolonias, desembocando todo ello en una explosión del nacionalismo (África del Sur, India, etc.). Es significativo constatar que esos nuevos países capitalistas han pasado, desde su creación como naciones independientes, a la fase de capitalismo de Estado con los mismos rasgos de una economía volcada hacia la guerra que se observa en otras partes.

“La teoría de Lenin y de Trotski se desmorona. Las colonias se integran en un mundo capitalista y, por lo tanto, lo refuerzan. Ya no hay “eslabón más débil”: la dominación del capital está repartida por igual por toda la superficie del globo.”

Es cierto que la guerra permitió a algunas colonias situadas fuera del espacio principal del conflicto desarrollarse en un sentido capitalista y que, globalmente, les mercados extracapitalistas se habían vuelto cada día menos satisfactorios para proporcionar salidas mercantiles a la producción capitalista. Pero era prematuro anunciar su desaparición total. La expulsión de las viejas potencias como Francia y Gran Bretaña de sus antiguas colonias, con sus relaciones en gran parte parasitarias con sus imperios, permitió al gran vencedor de la contienda –Estados Unidos– encontrar nuevos territorios lucrativos de expansión, especialmente en Extremo Oriente ([15]). En esa misma época existían mercados extracapitalistas no agotados todavía en algunos países europeos (en Francia, por ejemplo) formados en gran parte por ese sector del pequeño campesinado que no había sido integrado todavía en los mecanismos de la economía capitalista.

La supervivencia de algunos mercados solventes exteriores a la economía capitalista fue uno de los factores que permitió que el capitalismo se reavivara en la posguerra durante un período de una duración inesperada. Pero esa revitalización se debió en gran parte a la reorganización política y económica más general del sistema capitalista. En el informe de 1945, la ICF reconoció que aunque el balance global de la guerra fue una catástrofe, algunas potencias imperialistas pudieron, sin embargo, reforzarse gracias a su victoria en la guerra. Así, Estados Unidos salió de la guerra en una situación de fuerza sin precedentes en la historia, lo que le permitió financiar la reconstrucción de las potencias europeas y Japón arruinadas por la guerra, evidentemente por sus propios intereses imperialistas y económicos. Y los mecanismos usados para revivificar y extender la producción durante esa fase fueron precisamente los que la ICF había establecido: el capitalismo de Estado, en especial bajo su forma keynesiana, lo que permitió cierta “armonización” forzada entre la producción y el consumo, no sólo a nivel nacional sino también internacional, mediante la formación de enormes bloques imperialistas; y, acompañándola, se inició un proceso de distorsión total de la ley del valor, en la forma de préstamos masivos y hasta de “regalos” por parte de unos Estados Unidos triunfantes, a las potencias vencidas y arruinadas. Todo ello permitió que se reanudara la producción y que hubiera un crecimiento, eso sí gracias a que entonces, paulatinamente al principio, empezara a incrementarse de manera irreversible, una deuda que nunca será reembolsada, a diferencia del desarrollo del capitalismo ascendente.

Así, haciendo arreglos a escala mundial, le capitalismo conoció, por vez primera desde la llamada “Belle Epoque” de principios del siglo XX, un período de boom. No era todavía visible en 1952 cuando predominaba la austeridad de posguerra. Habiendo analizado con razón que no había habido revitalización del proletariado tras la guerra, la ICF concluyó, erróneamente, que lo que estaba al orden del día era una muy próxima tercera guerra mundial. Este error contribuyó a acelerar la desaparición del grupo que se disolvió en 1952 – año en que se produjo la escisión en el PCInt. Esos dos hechos confirmaron que el movimiento obrero estaba todavía viviendo bajo la sombría y profunda reacción consecutiva a la derrota de la oleada revolucionaria de 1917-23.

 

“El gran boom keynesiano”

A mediados de los años 1950, cuando la fase de austeridad absoluta estaba acabándose en los países capitalistas centrales, se fue haciendo claro que el capitalismo iba a conocer un boom sin precedentes. En Francia, a ese período se le conoce por los “Treinta Gloriosos”; otros lo llaman “el gran boom keynesiano”. La primera expresión es más bien poco exacta. Es dudoso que ese período haya durado treinta años ([16]), y no fue ni mucho menos glorioso para gran parte de la población. Sin embargo se alcanzaron tasas de crecimiento muy rápidas en los países occidentales. Incluso en los países del Este, mucho más letárgicos y económicamente atrasados, hubo un desarrollo tecnológico que suscitó discusiones sobre la capacidad de Rusia para “alcanzar” al Oeste como parecían sugerirlo de manera espectacular los iniciales éxitos rusos en la carrera espacial. El “desarrollo” de la URSS seguía basándose en la economía de guerra, como en los años 1930. Y aunque el sector armamentístico seguía teniendo mucho peso en el Oeste, los salarios reales de los obreros de los principales países industrializados aumentaron de manera importante (sobre todo comparados con las condiciones muy duras del período de reconstrucción de la economía) y el “consumismo” de masas se convirtió en parte de la vida de la clase obrera, combinado con programas sociales importantes (salud, vacaciones, bajas por enfermedad pagadas) y una tasa de desempleo muy baja. Lo cual permitió al Primer ministro conservador británico, Harold Macmillan, proclamar, en tono paternalista, que “la mayor parte de nuestra población nunca había vivido tan bien([17]).

Un economista universitario resume así le desarrollo económico durante ese período:

“Basta con echar un rápido vistazo a las cifras y a las tasas de crecimiento para que aparezca que el crecimiento y la reanudación tras la Segunda Guerra mundial fueron asombrosamente rápidos. Si se observa a las tres economías más importantes de Europa occidental –Gran Bretaña, Francia y Alemania– la Segunda Guerra mundial les infligió muchos más daños y destrucciones que la Primera. Y (excepto para Francia) las pérdidas humanas fueron también mucho mayores durante la Segunda. Al final de la guerra, el 24   % de alemanes nacidos en 1924 habían muerto o desaparecido, 31 % mutilados; después de la guerra había 26   % más de mujeres que de hombres. En 1946, al año siguiente de la Segunda Guerra mundial, el PNB per cápita en las tres economías más importantes de Europa había caído una cuarta parte en relación con el nivel de preguerra de 1938. Era equivalente a la mitad de la caída de la producción per cápita en 1919 comparado con el nivel de preguerra de 1913.

“Sin embargo, el ritmo de reanudación en la posguerra de la Segunda superó rápidamente al de la Primera. En 1949, el PNB medio per cápita en esos tres grandes países había vuelto a alcanzar prácticamente el de la preguerra y, comparativamente, la reanudación tenía dos años de adelanto con relación a su ritmo durante la posguerra de la Primera. En 1951, seis años después de la guerra, el PNB per cápita era superior en más de 10% al de preguerra, un nivel de reanudación nunca alcanzado durante once años después de la Primera Guerra, antes de que comenzara la Gran Depresión. Lo realizado en seis años después de la Segunda Guerra, había durado dieciséis tras la Primera.

“La restauración de la estabilidad financiera y el libre juego de las fuerzas del mercado permitieron a la economía europea conocer dos décadas con un crecimiento  rápido nunca antes visto. El crecimiento económico europeo entre 1953 y 1973 fue dos veces más rápido que todo lo que hasta entonces se había visto y que hemos visto desde entonces para un período equivalente. La tasa de crecimiento del PNB fue de 2 % por año entre 1870 y 1913, de 2,5 % por año entre 1922 y 1937. En comparación, el crecimiento se aceleró asombrosamente hasta 4,8 % por año entre 1953 y 1973, antes de caer a la mitad de esa tasa entre 1973 y 1979” ([18]).

 

Socialismo o Barbarie: teorizar el boom

Bajo el peso de esa avalancha de hechos, la visión marxista del capitalismo como sistema sometido a crisis y entrado en su período de declive desde hacía casi medio siglo, se encontró puesto en entredicho a todos los niveles. Y, además, teniendo en cuenta la ausencia de movimientos de clase generalizados (con algunas excepciones notables como las luchas masivas en el bloque del Este en 1953 y en 1956), la sociología oficial se puso a hablar del “aburguesamiento” de la clase obrera, de la captación del proletariado por la “sociedad de consumo” que parecía haber solucionado los problemas de gestión de la economía. La puesta en entredicho de los principios fundamentales del marxismo afectó inevitablemente a quienes se consideraban revolucionarios. Marcuse aceptó la idea de que la clase obrera de los países avanzados se había integrado más o menos en el sistema, considerando que el sujeto revolucionario estaba formado desde entonces por las minorías étnicas oprimidas, los estudiantes rebeldes de los países avanzados y los campesinos del “Tercer Mundo”. Pero la elaboración más coherente contra las categorías marxistas “tradicionales” provino del grupo Socialismo o Barbarie (SoB) de Francia, un grupo cuya ruptura con el trotskismo oficial había sido saludada por los comunistas de izquierda de la ICF.

En “El movimiento revolucionario bajo el capitalismo moderno” redactado por el teórico principal del grupo, Paul Cardan (seudónimo de Cornelius Castoriadis), éste analiza los principales países capitalistas a mediados de los años 1960, concluyendo que el capitalismo “burocrático” “moderno” había logrado eliminar las crisis económicas pudiendo por lo tanto proseguir indefinidamente su expansión.

“El capitalismo ha logrado controlar el nivel de la actividad económica hasta tal punto que las fluctuaciones de la producción y de la demanda se mantienen en límites estrechos, excluyéndose desde ahora en adelante las depresiones como la que se produjo en la preguerra (…)

“Hay una intervención consciente continua del Estado para mantener la expansión económica. Aunque la política del Estado capitalista es incapaz de evitar a la economía la alternancia de fases de recesión y de inflación, y menos todavía asegurar el desarrollo racional óptimo, sí está obligada a asumir la responsabilidad del mantenimiento de un “pleno empleo” relativo y de la eliminación de las grandes depresiones. La situación de 1933, que hoy significaría que habría 30 millones de desempleados en Estados Unidos, es totalmente inconcebible, o acabaría desembocando en una explosión del sistema en veinticuatro horas; ni los obreros, ni los capitalistas lo tolerarían por mucho tiempo” ([19]).

De ese modo, la visión del capitalismo de Marx, o sea la de un sistema sometido a crisis sólo se aplicaría al siglo XIX y no a nuestros tiempos. No habría contradicciones económicas “objetivas” y las crisis económicas, cuando ocurren, solo serían de ahora en adelante accidentes (existe una introducción fechada en 1974 a ese libro, que describe precisamente la recesión de ese período como producto de un “accidente”: el aumento del precio del petróleo ([20])). La tendencia al desmoronamiento resultante de las contradicciones económicas internas –o sea, el declive del sistema– ya no sería la base de una revolución socialista, y habría pues que buscar otras raíces. Cardan defiende la idea siguiente: las convulsiones económicas y la pobreza material pueden superarse, de lo que, en cambio, el capitalismo burocrático no puede desembarazarse, es del incremento de la alienación en el trabajo y el ocio, la privatización creciente de la vida cotidiana ([21]) y, en particular, la contradicción entre la necesidad del sistema de tratar a los obreros como objetos estúpidos únicamente capaces de obedecer a unas órdenes y la necesidad de un aparato tecnológico cada vez más sofisticado que se apoya en la iniciativa y la inteligencia de las masas para que pueda funcionar.

Este modo de ver reconocía que el sistema burocrático había incorporado a los antiguos partidos obreros y a los sindicatos ([22]), acentuando así la falta de interés de las masas por la política tradicional. Criticaba ferozmente el vacío de la visión del socialismo defendida por la “izquierda tradicional” cuya defensa de una economía totalmente nacionalizada (aderezada con un pizca de control obrero si se toma la versión trotskista) lo único que ofrecía a las masas era más de lo mismo en las condiciones del momento. Contra esas instituciones fosilizadas, contra la burocratización embrutecedora que afectaba a todos las prácticas sociales y a las organizaciones de la sociedad capitalista, SoB defendía la necesidad de la propia actividad de los obreros en la lucha cotidiana pero también como único medio para alcanzar el socialismo. SoB insistía en que el socialismo debía centrarse en lo esencial: quién controla verdaderamente la producción en la sociedad, lo cual proporcionaba una base mucho más sólida para la construcción de una sociedad socialista que la visión “objetivista” de los marxistas tradicionales que esperaban el próximo gran derrumbamiento para entrar en escena y conducir a los obreros a la tierra prometida, no gracias a una verdadera elevación de la conciencia, sino simplemente gracias a una especie de reacción biológica contra el empobrecimiento. Tal esquema de la revolución, diciéndolo brevemente, no podría llevar nunca a una comprensión verdadera de las relaciones humanas.

“¿Cuál es el origen de las contradicciones del capitalismo, de sus crisis y de su crisis histórica? Es la “apropiación privada”, o sea la propiedad privada y el mercado. Eso es un obstáculo al “desarrollo de las fuerzas productivas”, que es, por otra parte, el único, verdadero y eterno objetivo de las sociedades humanas. La crítica del capitalismo consiste finalmente en decir que no desarrolla con la rapidez necesaria las fuerzas productivas (que es como decir que no es lo bastante capitalista). Para hacer más rápido ese desarrollo, sería necesario y suficiente que se eliminaran la propiedad privada y el mercado: nacionalización de los medios de producción y planificación ofrecerían entonces la solución a la crisis de la sociedad contemporánea.

“Eso, por cierto, los obreros ni lo saben ni pueden saberlo. Su situación les hace soportar las consecuencias de las contradicciones del capitalismo, pero no les lleva, ni mucho menos, a comprender las causas. Conocer esas causas no es el resultado de la experiencia de la producción, sino del saber teórico sobre el funcionamiento de la economía capitalista, saber accesible, sin duda, para obreros individuales, pero no para el proletariado como tal proletariado. Empujado por su revuelta contra la miseria, pero incapaz de dirigirse a sí mismo puesto que su experiencia no le proporciona ningún observatorio privilegiado de la realidad; el proletariado no puede ser, en ese modo de ver, más que la infantería al servicio de un estado mayor de especialistas, los  cuales sí saben, a partir de otras consideraciones a las que el proletariado como tal no tiene acceso, lo que no funciona en la sociedad actual y cómo hay que modificarla. La idea tradicional sobre la economía y la perspectiva revolucionaria no puede fundar, y efectivamente no ha fundado en la historia, sino una política burocrática.

“El propio Marx no sacó, claro está, esas consecuencias de su teoría económica; sus posiciones políticas iban, las más de las veces, en un sentido diametralmente opuesto. Pero son esas consecuencias las que objetivamente se derivan de dichas teorías, y son las que se han afirmado de manera cada vez más clara en el movimiento histórico efectivo, desembocando finalmente en el estalinismo. La visión “objetivista” de le economía y de la historia es forzosamente la base de una política burocrática, o sea de una política que, salvaguardando lo esencial del capitalismo, intenta mejorar su funcionamiento” ([23]).

En ese texto, está claro que Cardan no intenta distinguir la “izquierda tradicional” – o sea y hablando claro, el ala izquierda del capital – de las corrientes marxistas auténticas que sobrevivieron a la captación por el capitalismo de los antiguos partidos y que defendieron vigorosamente la propia actividad de la clase obrera, a pesar de su adhesión a la crítica hecha por Marx de la economía política. Esas corrientes no son casi nunca mencionadas, a pesar de las discusiones habidas en la posguerra entre SoB y la ICF; pero, yendo al centro del problema, a pesar del apego a Marx que aparece en ese pasaje, Cardan no explica para nada por qué Marx no sacó conclusiones “burocráticas” de su economía “objetivista”, como tampoco intenta echar luz al abismo que separa la idea del socialismo de Marx y la de estalinistas y trotskistas. De hecho, en otro pasaje del mismo texto, Cardan acusa de objetivismo el método de Marx, de que erige unas leyes económicas implacables ante las cuales los seres humanos no pueden hacer nada, de que cae en la misma cosificación de la fuerza de trabajo que él mismo criticaba. Y, a pesar de su asentimiento pasajero a los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Cardan nunca aceptó que la critica de la alienación es la base de toda la obra de Marx, una obra que es ante todo una protesta contra la reducción del poder creador de la persona humana a una mercancía, a la vez que reconoce que la generalización de las relaciones mercantiles como la base “objetiva” del declive definitivo del sistema. Y, a pesar de que Cardan reconoce que Marx vio un aspecto “subjetivo” en la determinación del valor de la fuerza de trabajo, eso no le impide sacar la conclusión de que:

“Marx, que descubrió la lucha des clases, escribió una obra monumental en la que analiza el desarrollo del capitalismo, obra en la que la lucha des clases está totalmente ausente” ([24]).

Además, las contradicciones económicas que Cardan desdeña son presentadas de manera muy superficial. Cardan se alinea con la escuela “neoarmonista” (Otto Bauer, Tugan-Baranovski, etc.) que intentó aplicar los esquemas de Marx en le IIº libro de El Capital para probar que el capitalismo podía proseguir la acumulación sin crisis: para Cardan, el capitalismo regulado del período de posguerra aportó finalmente el equilibrio necesario entre la producción y el consumo, eliminando para siempre el problema del “mercado”. Es ni más ni menos que una simple copia del keynesianismo, y los límites inherentes para establecer un “equilibrio” entre producción y mercado iban a aparecer muy rápidamente. Cardan menciona en un apéndice, desdeñándolo, el problema de la tendencia decreciente de la cuota de ganancia. Lo más sobresaliente de esa parte de su texto es cuando escribe:

“El argumento en su conjunto  está, además, fuera de lugar: es una escapatoria. Si lo hemos discutido ha sido porque se ha vuelto una obsesión en las mentes de muchos revolucionarios honrados, que no pueden librarse de las cadenas de la teoría tradicional. ¿Qué diferencia habrá para el capitalismo en su conjunto que las ganancias sean hoy, pongamos por caso, de 12 % de media, mientras que eran de 15 % hace un siglo? ¿Frenaría eso la acumulación y, por lo tanto, la expansión de la producción capitalista como se dice a veces en esas discusiones? E incluso suponiendo que así fuera, ¿Y qué pues? ¿Cuándo y cuánto? (…) E incluso si esa “ley” fuera exacta, ¿por qué dejaría de serlo bajo el socialismo?

El único “fundamento” de esa “ley” en Marx es algo que no tiene nada que ver con el capitalismo mismo; es el hecho técnico de que hay cada vez más máquinas y menos hombres (para accionarlas, NDLR). Bajo el socialismo, las cosas serían “peor todavía”. Se aceleraría el progreso técnico y lo que, según el razonamiento de Marx, se opone a la tendencia decreciente de la cuota de ganancia bajo el capitalismo, o sea, el aumento de la tasa de explotación, bajo el socialismo no podría haber algo equivalente. ¿Conocería una economía socialista un bloqueo a causa de la penuria de capital que acumular?” ([25]).

Así, para Cardan, une contradicción fundamental arraigada en la producción del propio valor no tiene importancia porque el capitalismo atraviesa un período de acumulación acelerado. Peor todavía: siempre habrá (¿por qué no?) producción de valor en el socialismo puesto que la propia producción de mercancías no desemboca ineluctablemente en la crisis y el desmoronamiento. De hecho, el uso de herramientas capitalistas de base como el valor y la moneda podría incluso ser una manera racional de reparto del producto social, como lo explica Cardan en su folleto Sur le contenu del socialisme ([26]).

Esa superficialidad impidió a Cardan captar lo contingente y temporal del boom de posguerra. 1973 no fue un accidente, y su primer causante no fue el aumento de los precios petroleros, sino la reaparición patente de las contradicciones fundamentales del capitalismo que tanto había intentado negar la burguesía y tanto ha procurado conjurar durante los 40 últimos años, con mayor o menor efecto. Hoy, más que nunca, la afirmación de Cardan de que una nueva depresión era impensable parece ridículamente caduca. No es de extrañar que SoB y su sucesor en Gran Bretaña, Solidarity, desaparecieran entre los años 1960 y 90, cuando la realidad de la crisis económica se reveló cada día más dura para la clase obrera y sus minorías políticas. Sin embargo, muchas ideas de Cardan – como su rechazo del “marxismo clásico” por “objetivista” y negador de la dimensión subjetiva de la lucha revolucionaria – han resistido al tiempo permaneciendo con fuerza, como veremos en otro artículo.

Gerrard


[1]) “Decadencia del capitalismo - La revolución es necesaria y posible desde hace un siglo”, Revista Internacional n° 132, 1er trimestre de 2008, https://es.internationalism.org/book/export/html/2188

[4]) Ver nuestro libro (en francés) la Gauche communiste d’Italie (La Izquierda comunista de Italia) para otros datos sobre cómo se fundó el PCInt. Para las críticas que la ICF (Izquierda comunista de Francia) hizo a la plataforma del partido, léase “El Segundo Congreso del PCInt en Italia” (en francés) en Internationalisme no 36, julio de 1948, republicado en la Revista Internacional no 36, https://fr.internationalism.org/rinte36/pci.htm.

[5]) La “invariabilidad” bordiguista, como a menudo hemos demostrado, es, en realidad, muy variable. Así, aún insistiendo en el carácter íntegro del programa comunista desde 1848 y, por lo tanto, en la posibilidad del comunismo desde entonces, Bordiga, por lealtad a los congresos de fundación de la IC, tenía que admitir que la guerra marcó la apertura de una crisis histórica general del sistema. Como lo escribe el propio Bordiga en las “Tesis características del partido” en 1951 : “Les guerras imperialistas mundiales demuestran que la crisis de desmoronamiento del capitalismo es inevitable pues éste ha entrado definitivamente en el período en que su expansión ya no es históricamente un acicate para el crecimiento de las fuerzas productivas, sino que vincula su acumulación a destrucciones repetidas y crecientes.

https://www.sinistra.net/lib/bas/progra/vami/vamimfebif.html.

Hemos escrito más ampliamente sobre  la ambigüedad de los bordiguistas sobre el problema de la decadencia del capitalismo en la Revista Internacional no 77, 1994 : “Polémica con “Programme communiste” sobre la guerra imperialista - Negar la noción de decadencia equivale a desmovilizar al proletariado frente a la guerra”.

[7]) “Diálogo con los muertos”, 1956, https://www.sinistra.net/lib/bas/progra/vale/valeecicif.html

[8]) “Comprender la decadencia del capitalismo” (1 y 5), https://es.internationalism.org/series/227

[9]) Traducido del inglés por nosotros.

 

[10]) Republicado en parte en la Revista Internacional n° 59, dentro del artículo “Hace 50 años: las verdaderas causas de la IIª Guerra mundial”, https://es.internationalism.org/node/2140

[11]) publicado en Internationalisme no 46 en 1952. Republicado en la Revista Internacional no 21,

https://fr.internationalism.org/rinte21/evolution.htm

[12]) “Informe sobre la situación internacional” de la Conferencia de julio de 1945.

[13]) Ídem.

[14]) “La evolución del capitalismo y la nueva perspectiva”, op. cit.

[15]) En sus artículos “Crisis y ciclos en la economía del capitalismo agonizante”, publicados en 1934 en los números 10 y 11 de Bilan (traducidos y publicados en los nos 102 y 103 de la Revista Internacional), que hemos examinado en el artículo anterior de esta serie, Mitchell afirmaba que los mercados asiáticos eran uno de los elementos en juego de la guerra venidera. No desarrolló esa afirmación, y sí que valdría la pena interesarse por ese tema si se tiene en cuenta que, en los años 1930, Asia, y en particular el Extremo Oriente, era una región del globo donde permanecían importantes vestigios de civilizaciones precapitalistas, y, además, por la importancia de la capitalización de esa región en el desarrollo del capitalismo durante las últimas décadas.

 

[16]) El final de los años 1940 fue un período de austeridad y de privaciones en la mayoría de los países europeos. Sólo sería a medidos de los 50 cuando la “prosperidad” empezó a hacerse notar en sectores de la clase obrera. Los primeros signos de una nueva fase de crisis económica aparecieron hacia 1966-67, haciéndose evidente a nivel global a principios de los años 70.

[17]) Discurso en Bedford, julio de 1957.

[18]) Traducido del inglés por nosotros. Slouching Towards Utopia? The Economic History of the Twentieth Century – cap. XX “The Great Keynesian Boom : ‘Thirty Glorious Years’”, J.Bradford DeLong, Universidad de California, Berkeley y NBER, febrero de 1997

[19]) Cornelius Castoriadis. Folleto no 10, le Mouvement révolutionnaire sous le capitalisme moderne. Cap. I : “Quelques traits importants du capitalisme contemporain”.

https://www.magmaweb.fr

[20]) Esta introducción a la reedición inglesa de 1974 está disponible en el folleto no 9.

[21]) Los situacionistas, suya visión de la “economía” estaba muy influida por Cardan, fueron mucho más lejos en la crítica a la esterilidad de la cultura capitalista moderna y a la vida cotidiana.

[22]) La crítica a los sindicatos es, sin embargo, muy corta: el grupo se hacía muchas ilusiones sobre el sistema de los shop-stewards británicos que en realidad ya había hecho desde hacía tiempo las paces con la estructura sindical oficial.

[23]) Cornelius Castoriadis, op. cit., Cap. II : “La perspective révolutionnaire dans le marxisme traditionnel”.

[24]) Ídem.

[25]) Ibid. Traducción nuestra a partir de la versión inglesa de la obra mencionada de Castoriadis, Modern Capitalism and Revolution ; Appendix – The “Falling Rate of Profit” ; https://libcom.org/library/modern-capitalism-revolution-paul-cardan.

[26]) “Sobre el contenido del socialismo”, publicado en el verano de 1957 en Socialismo o Barbarie no 22.

 

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