XVIº Congreso de la CCI: Resolución sobre la situación internacional

Printer-friendly version

1. En 1916, en el capítulo introductorio del Folleto de Junius, Rosa Luxemburg explicaba el significado histórico de la Primera Guerra mundial:

Federico Engels dijo una vez: “La sociedad capitalista se halla ante un dilema: avance al socialismo o regresión a la barbarie”. Pero ¿qué significa “regresión a la barbarie” en la etapa actual de la civilización europea? Hasta ahora leíamos estas palabras sin reflexionar y las repetíamos sin darnos cuenta de su terrible gravedad. En este momento basta mirar a nuestro alrededor para comprender qué significa la regresión a la barbarie en la sociedad capitalista. El triunfo del imperialismo conduce a la liquidación de la civilización; de manera esporádica durante una de las guerras modernas, pero definitivamente si el período de guerras mundiales que ahora se inicia se mantiene imparable hasta sus últimas consecuencias. Es exactamente lo que Federico Engels pronosticó, una generación antes que nosotros, hace cuarenta años. Hoy nos encontramos ante esa alternativa: o triunfo del imperialismo y con ello decadencia de toda civilización lo que, como en la antigua Roma, conlleva la despoblación, la desolación, la degeneración, en definitiva un enorme cementerio; o victoria del socialismo, es decir de la lucha consciente del proletariado contra el imperialismo y contra su método de actuación: la guerra. Ese es el dilema en que se encuentra la historia de la humanidad, una disyuntiva que aún debe resolverse según actúe el proletariado consciente. El proletariado debe inclinar decisivamente la balanza mediante su combate revolucionario. De ello depende el porvenir de la civilización y de la humanidad.»

La guerra en el capitalismo decadente

2. Casi noventa años más tarde el laboratorio de la historia ha demostrado sobradamente la claridad y la precisión del diagnóstico efectuado por Rosa Luxemburg, esto es, que el conflicto que estalló en 1914 inauguró un “periodo de guerras ilimitadas” que conducirían, si no encontraban respuesta, a la destrucción de la civilización.

Sólo veinte años después de que la rebelión del proletariado pusiera fin a la Primera Guerra mundial pero no lograra acabar con el capitalismo, estallaba la Segunda Guerra mundial imperialista que superó con creces la profundidad y la extensión de la barbarie alcanzada durante la primera. Esta nueva carnicería se caracterizó no sólo por el exterminio masivo y sistemático de seres humanos en los campos de batalla; sino, ante todo y sobre todo, por el genocidio de pueblos enteros, por la masacre de millones de civiles en los campos de la muerte de Auschwitz o Treblinka o machacados por los bombardeos que arrasaron ciudades enteras desde Coventry, Hamburgo y Dresde, hasta Hiroshima y Nagasaki.

Por si mismo, el período 1914-1945 ya habría bastado para confirmar que el sistema capitalista se había adentrado, de manera irreversible, en una etapa de decadencia; que se había convertido ya en un obstáculo fundamental para las necesidades de la humanidad.

3. Los 60 años transcurridos desde 1945 no han puesto en absoluto en entredicho esa conclusión, por mucho que la propaganda burguesa se empeñe en proclamar lo contrario, como sí el capitalismo pudiera vivir su declive histórico durante una década, y salir milagrosamente de él en la década siguiente. Antes incluso de que acabase la segunda carnicería imperialista, dos nuevos bloques imperialistas empezaron ya a actuar para hacerse con el control del planeta. Tanto es así que los Estados Unidos llegaron incluso a retrasar la finalización de la guerra contra Japón, no para ahorrar víctimas entre sus propias tropas sino para poder hacer una espectacular demostración de su terrorífico poderío militar borrando del mapa Hiroshima y Nagasaki. El destinatario de tal exhibición no era desde luego un Japón ya derrotado sino el nuevo rival ruso. Pero es que, pocos años más tarde, los dos nuevos bloques imperialistas se habían dotado ya de suficiente armamento no ya para destruir la civilización, sino para acabar con cualquier signo de vida en el planeta. Durante los cincuenta años siguientes a 1945 la humanidad ha vivido acogotada por el Equilibrio del Terror (cuyas siglas en inglés: MAD – Mutual Assured Destruction – también pueden traducirse por “el loco”). En las regiones subdesarrolladas de la Tierra millones de personas sufrieron terribles hambrunas, mientras la maquinaria de guerra de las grandes potencias imperialistas acaparaba todos los recursos del trabajo humano y de las innovaciones científicas que exigía su insaciable apetito. Además otros tantos millones de seres humanos murieron en las llamadas “guerras de liberación nacional” que eran en realidad la expresión de las sangrientas rivalidades entre las grandes superpotencias en Corea, Vietnam, el subcontinente indio, África y Oriente Medio.

4. El discurso de la burguesía dice que fue ese Equilibrio del Terror lo que “salvó” al mundo de un tercer, y probablemente definitivo, holocausto imperialista. Por ello debíamos estarle agradecidos a la bomba. Pero si una tercera Guerra mundial no acabó por estallar se debió en realidad a que:

– en un primer momento, los dos nuevos bloques imperialistas que se habían formado necesitaban organizarse y condicionar con nuevos lemas ideológicos a la población para poder movilizarla contra un nuevo enemigo. Por otro lado, el boom de la reconstrucción (financiada por el plan Mar­shall) de las economías destruidas durante la Segunda Guerra mundial, permitió un cierto sosiego de las tensiones imperialistas.

– posteriormente, a finales de los años 60, cuando ya el “boom” económico de a reconstrucción tocaba a su fin, el capitalismo no tenía ya enfrente a un proletariado derrotado como durante la crisis de los años 30, sino a una nueva generación de trabajadores dispuestos a defender sus intereses de clase frente a las exigencias de sus explotadores. En el capitalismo decadente, la guerra mundial requiere la movilización activa y completa del proletariado. Por ello, las oleadas internacionales de huelgas obreras que comenzaron con la huelga general en Francia en mayo de 1968, pusieron en evidencia que, durante los años 1970 y 80, que no existían las condiciones de esa movilización para la guerra.

5. El desenlace definitivo de la larga rivalidad que sostuvieron el bloque ruso y el norteamericano no fue pues una guerra mundial, sino el hundimiento del bloque ruso. Incapaz de competir económicamente con la potencia americana muchísimo más avanzada, así como de reformar sus rígidas instituciones políticas; cercada militarmente por su rival, y – como pusieron de manifiesto las huelgas de masas en Polonia en 1980 – incapaz también de alistar al proletariado para la guerra, el bloque imperialista ruso hizo implosión en 1989. Este triunfo de Occidente fue rápidamente presentado como el signo anunciador de un nuevo período de paz mundial y prosperidad. Pero igualmente sin tardanza estallaron nuevos conflictos imperialistas que tomaron una nueva forma pues ya no existía la conocida unidad del bloque occidental sino que entre los antaño aliados surgían ahora feroces rivalidades imperialistas, y la Alemania recién reunificada planteaba su candidatura para ser la principal potencia mundial capaz de rivalizar con los Estados Unidos. No obstante, en esta nueva etapa de los conflictos imperialistas es menos posible aún que antes el estallido de una guerra mundial, ya que:

– la formación de nuevos bloques se ve retrasada por la por las divisiones internas entre las potencias que, lógicamente, deberían formar un nuevo bloque rival frente a los Estados Unidos, en especial, las potencias europeas más importantes: Alemania, Francia y Gran Bretaña.. La Gran Bretaña no ha abandonado su tradicional política de impedir que otra potencia mayor domine Europa, mientras sigue teniendo muy buenas razones históricas para limitar en lo posible su eventual subordinación a Alemania. Tras la ruptura de la vieja disciplina debida a la existencia de dos bloques imperialistas antagónicos, lo que prevalece en las relaciones internacionales es “el cada uno a la suya”.

– la aplastante superioridad militar de los Estados Unidos, sobre todo si se les compara con Alemania, hace imposible cualquier enfrentamiento directo contra EE.UU. por parte de sus rivales.

– el proletariado no está derrotado. Es verdad que el período abierto con el hundimiento del bloque del Este ha sumido al proletariado en una importante desorientación (sobre todo por el impacto de las campañas ideológicas a propósito de la “muerte del comunismo” y el “fin de la lucha de clases”), pero la clase obrera de las principales potencias capitalistas aún no está predispuesta para dejarse sacrificar en una nueva carnicería mundial.

Por todo ello, los principales conflictos militares del período post-1989 han tomado en la mayoría de las ocasiones la forma de “guerras indirectas”, caracterizadas por que en ellas la potencia mundial dominante ha intentado contrarrestar al creciente desafío a su autoridad, mediante espectaculares demostraciones de fuerza contra potencias de cuarta categoría. Tales han sido los casos de la primera Guerra del Golfo en 1991, del bombardeo de Serbia en 1999, o de las “guerras contra el terrorismo” en Afganistán e Irak tras el atentado contra las Torres gemelas en 2001. En estas guerras se ha ido viendo cada vez más claro cuál es la estrategia global y precisa que persiguen los Estados Unidos: conseguir un completo dominio de Oriente Medio y Asia Central para así cercar militarmente a sus principales rivales (Europa y Rusia), cerrándoles las salidas, y tener en su mano poder cortarles el acceso a las fuentes de energía.

Tras 1989, el mundo ha visto también el estallido de multitud de conflictos regionales y locales – a veces subordinados a la estrategia de EE.UU. y a veces, en cambio, contrariándola – que han extendido la muerte y la destrucción sobre continentes enteros. Tales conflictos han ocasionado millones de muertos, de mutilados y de desplazados, en países africanos como Congo, Sudán, Somalia, Liberia, Sierra Leona y, ahora, amenazan con sumergir a países de Oriente Medio y Asia Central en una situación de guerra civil permanente. En ese proceso asistimos también al alza del fenómeno del terrorismo, que frecuentemente es producto de la acción de fracciones de la burguesía no controladas por ningún estado en particular, y que constituye un elemento suplementario de inestabilidad, llevando además estos mortíferos conflictos al corazón mismo del mundo capitalista (11 de Septiembre, atentados de Madrid…).

6. Aunque la guerra mundial no sea hoy una amenaza tangible para la humanidad como si lo ha sido durante la mayor parte del siglo xx, no por ello la alternativa socialismo o barbarie ha perdido urgencia. En cierta forma es aún más urgente, pues la guerra mundial exigiría una movilización activa del proletariado, mientras que hoy la clase obrera hace frente al peligro de verse progresiva e insidiosamente empantanada en la barbarie:

– la proliferación de guerras locales y regionales podría devastar regiones enteras del planeta haciendo con ello imposible que el proletariado de esas regiones pueda contribuir a la guerra de clases. Eso atañe muy claramente a las muy peligrosas rivalidades que enfrentan a las dos grandes potencias militares del subcontinente indio (India y Pakistán). Y no le van a la zaga la espiral de aventuras militares llevadas a cabo por Estados Unidos. Por mucho que estos pretendan crear un nuevo orden mundial bajo sus auspicios, lo cierto es que el resultado de tales aventuras ha sido no sólo agravar el caos y los antagonismos ya existentes, sino incluso acentuar y agravar la propia crisis histórica del liderazgo norteamericano. La situación actual en Irak así lo confirma con rotundidad. Y sin aspirar siquiera a la reconstrucción de Irak, los Estados Unidos se ven empujados a lanzar nuevas amenazas contra Siria e Irán. Las recientes iniciativas de la diplomacia norteamericana para establecer un diálogo con las potencias europeas sobre la situación de Siria, de Irán o del mismo Irak, no debe hacernos pensar que se rebaja el nivel de tales amenazas. Lo que demuestra la crisis que hoy se vive en Líbano es que los Estados Unidos no tienen tiempo que perder en su afán por lograr un completo dominio de Oriente Medio, objetivo éste que ha de conducir a una fuerte exacerbación de las tensiones imperialistas en general, ya que ninguna de las principales potencias imperialistas puede permitirse dejarles el terreno libre en esta región de una importancia estratégica vital. Esta perspectiva también se dibuja en las intervenciones norteamericanas cada vez más descaradas contra la influencia rusa en países de la antigua URSS (Georgia, Ucrania, Kirguizistán), así como en los importantes desacuerdos que han surgido respecto a la venta de armas a China. En un momento en que precisamente China está afirmando cada vez más sus ambiciones imperialistas, amenazando militarmente a Taiwán y azuzando las tensiones con Japón; resulta que Francia y Alemania se ponen a la vanguardia del movimiento para levantar el embargo de venta de armas a China, decretado tras la matanza de la plaza Tian’anmen en 1989.

– si hay una filosofía que marca el período actual esa es la del “cada uno a la suya”, pero ésta no afecta únicamente a las rivalidades imperialistas, sino también al funcionamiento vital mismo de la sociedad. La aceleración de la atomización social y de todos los venenos ideológicos que de ello se derivan (la gangsterización, la huida hacia el suicidio, la irracionalidad y la desesperación) plantea el riesgo de hacer definitivamente imposible que la clase obrera recupere su identidad de clase y, con ello, la única perspectiva posible de un mundo diferente basado, no en la desintegración social, sino en una verdadera comunidad y en la solidaridad.

– la pervivencia del modo de producción capitalista ya caduco añade al peligro de la guerra imperialista, una nueva amenaza a la posibilidad de construir una nueva sociedad humana. Nos referimos al imparable deterioro del medio ambiente del planeta. Por mucho que varias conferencias científicas hayan alertado sobre ese riesgo, lo cierto es que la burguesía es incapaz de poner en marcha las medidas mínimas para reducir, por ejemplo, el efecto invernadero. El “tsunami” que asoló el sudeste asiático ha demostrado cómo la burguesía es incapaz de mover un solo dedo para proteger a la especie humana de la potencia devastadora e incontrolada de la naturaleza. Y hay que pensar que los efectos del calentamiento global de la Tierra serán aún mucho más devastadores y extensos. Además, el hecho de que las consecuencias más catastróficas de este deterioro puedan parecer aún muy lejanas, hace extremadamente difícil que el proletariado pueda ver en él hoy un motivo de lucha contra el sistema capitalista.

7. Por todas estas razones, los marxistas tienen razón no sólo cuando concluyen que la alternativa socialismo o barbarie sigue teniendo hoy la misma vigencia que en 1916, sino también al afirmar que el avance de la barbarie puede arruinar las bases futuras del socialismo. La historia les confirma no únicamente que el capitalismo es desde hace mucho tiempo una formación social históricamente superada, sino también que esa decadencia que se inició nítidamente con la Primera Guerra mundial, se ha adentrado ya en su fase terminal: la fase de descomposición. Pero no se trata de la descomposición de un organismo ya muerto sino de un pudrimiento en vida, de una gangrena creciente del capitalismo, que se aferra a una prolongada y dolorosa agonía cuyas convulsiones mortales amenazan con arrastrar con él a la muerte al conjunto del género humano.

La crisis

8. La clase capitalista no tiene futuro alguno que ofrecer a la humanidad. Ha sido ya condenada por la historia. Precisamente por ello debe recurrir a todos los medios a su alcance para tratar de ocultar o de negar tal veredicto, para tratar de desprestigiar las previsiones realizadas por el marxismo de que el capitalismo como, por otra parte, todos los anteriores modos de producción está abocado a entrar en una etapa de decadencia y a desaparecer. La clase capitalista se esfuerza pues en segregar a modo de anticuerpos ideológicos con objeto de refutar esta conclusión fundamental del método del materialismo histórico:

– ya antes incluso de la definitiva entrada del capitalismo en su etapa de decadencia, el ala revisionista de la socialdemocracia empezó a poner en duda la visión “catastrofista” de Marx, y a postular, en cambio, que el capitalismo podría continuar existiendo indefinidamente, de lo que deducía que el socialismo no podría alcanzarse a través de la violencia revolucionaria, sino a través de un proceso de cambios pacíficos y democráticos;

– en los años 20, las destacadas tasas de crecimiento industrial en los Estados Unidos llevaron a un “genio” como Calvin Coolidge a proclamar el triunfo del capitalismo, y eso en vísperas nada más y nada menos que del gran “crac” de 1929;

– durante el período de reconstrucción que siguió a la Segunda Guerra mundial, afamados burgueses como Macmillan les refregaban a los obreros eso del “nunca habéis estado mejor”, mientras los sociólogos elucubraban teorías sobre la “sociedad de consumo”, el “aburguesamiento de los trabajadores”, e incluso los más radicales como Marcuse se afanaban en buscar “nuevas vanguardias” con las que sustituir a los apáticos proletarios;

– tras 1989 hemos asistido a una verdadera crisis de sobreproducción de nuevas teorías, esforzándose todas ellas en explicar que la situación presente no se parecía en nada a lo anterior, y hasta qué punto las teorías de Marx habían quedado anticuadas: la del “final de la historia”, la de la “muerte del comunismo”, la de la “desaparición de la clase obrera”, la globalización, la revolución de los microprocesadores, la economía Internet, la aparición en Oriente de nuevos gigantes económicos cuyos más modernos exponentes serían India o China, etc., etc. Estas teorías resultaban tan persuasivas que acabaron deslumbrando a una nueva generación que se planteaba preguntas sobre el futuro que el capitalismo podría deparar al mundo. Y hay que decir que no sólo a ellos sino que también, y esto es aún más preocupante, tales teorías fueron retomadas, recubiertas con un envoltorio marxista, incluso por elementos de la Izquierda comunista.

En resumidas cuentas que el marxismo ha debido llevar siempre una batalla contra quienes, al menor signo de vida del capitalismo, se han apresurado a proclamar que este tenía ante sí un brillante porvenir. Ante cada florecimiento de este tipo de “teorías” el marxismo ha sabido no capitular ante las apariencias más inmediatas sino mantener una visión histórica y a largo plazo. Las grandes sacudidas de la historia han terminado dándole siempre la razón en esa batalla:

– el “optimismo” plácido de los revisionistas se vino abajo con los acontecimientos verdaderamente catastróficos de 1914-1918, y la respuesta revolucionaria del proletariado que éstos provocaron;

– Calvin Coolidge y sus cofrades quedaron reducidos al silencio por la crisis económica más profunda de la historia del capitalismo que desembocó en el desastre absoluto de la Segunda Guerra mundial imperialista;

– la reaparición de las crisis a finales de los años 1960 “tapó” las bocas de quienes pocos años antes decían que ésta era prácticamente una reliquia del pasado. De igual modo la reanudación de las luchas obreras en respuesta a esta crisis tampoco les permitió mantener mucho más tiempo la patraña de que la clase obrera estaba aburguesada.

El mismo fin ha corrido la proliferación de teorías sobre “el nuevo capitalismo”, “la sociedad post-industrial”, etc. Gran parte de la base sobre la que se sustentaban ha quedado ya desenmascarada por el imparable avance de la crisis. Así las esperanzas que se depositaron en las economías de los Tigres o de los Dragones asiáticos quedaron defraudadas por el repentino batacazo de estos países en 1997; en cuanto a la revolución de las “empresas.com”, Internet, etc. se reveló, más pronto que tarde, como un auténtico fiasco. Otro tanto cabe decir de las “nuevas industrias” en los sectores de informática, comunicaciones, que se han mostrado tan vulnerables a la recesión como la “vieja industria” siderúrgica o los astilleros. Y aunque en multitud de ocasiones le hayan dado por muerta, lo cierto es que la clase obrera sigue levantando la cabeza como vimos por ejemplo en los movimientos en Austria y Francia en 2003, o en las luchas en España, Gran Bretaña y Alemania en 2004.

9. No obstante no podemos caer en el error de subestimar la capacidad mistificadora de tales ideologías en el momento actual, ya que, como todas las mistificaciones, se apoya en toda una serie de “medias verdades”, como que:

– a causa de la crisis de sobreproducción y de las implacables leyes de la competencia el capitalismo ha crea­do, en las últimas décadas, y en los principales centros de sus sistema, gigantescos desiertos industriales y ha arrojado a millones de trabajadores al desempleo permanente o a un empleo improductivo y mal pagado en el sector “servicios”. Por esas mismas causas una gran cantidad de empleos industriales han sido deslocalizados hacia regiones del “Tercer Mundo” donde se pagan salarios más bajos. Muchos de los sectores tradicionales de la clase obrera se han visto diezmados en ese proceso lo que, sin duda, ha agravado las dificultades del proletariado;

– el desarrollo de nuevas tecnologías ha permitido aumentar tanto la tasa de explotación, como también la velocidad de circulación a escala mundial de capitales y mercancías;

– el retroceso padecido por la lucha de clase en las dos últimas décadas hace difícil que la nueva generación de trabajadores pueda concebir al proletariado como único sujeto capaz de protagonizar el cambio social;

– la clase capitalista ha demostrado una importante capacidad para gestionar la crisis del sistema manipulando, e incluso trampeando, sus propias leyes de funcionamiento.

Podríamos hablar de otros ejemplos, pero ninguno podría servir de base para poner en entredicho la senilidad fundamental del sistema capitalista.

10. La decadencia del capitalismo, en contra de lo que pronosticaron algunos elementos de la Izquierda comunista alemana en los años 1920, nunca ha podido interpretarse como un derrumbe repentino del sistema. Tampoco como el bloqueo absoluto del desarrollo de las fuerzas productivas que erróneamente planteó Trotski en los años 30. Como ya subrayó Marx, la burguesía se hace inteligente en tiempos de crisis y es capaz de aprender de sus propios errores. Durante la década de 1920 fue la última ocasión en que la burguesía creyó realmente poder retornar al ­liberalismo, al “laissez-faire” del siglo xix. Esto se explica porque la Primera Guerra mundial, aunque resultado en última instancia de las contradicciones económicas del sistema, estalló sin embargo antes de que esas contradicciones pudieran manifestarse en términos “puramente” económicos. La crisis de 1929 fue pues la primera crisis económica mundial del período de la decadencia. Tras esa experiencia la burguesía reconoció la necesidad de un cambio fundamental. Pese a las pretensiones ideológicas contrarias, ninguna fracción de la burguesía pondrá jamás en entredicho la necesidad de que el Estado ejerza su control sobre la economía en general; la necesidad de abandonar la idea de “equilibrio contable” y apostar por el déficit y por todo tipo de manipulaciones ; la necesidad de contar con un enorme sector de armamento en el centro de la actividad económica. Esa misma razón lleva al capitalismo a emplear todos los medios a su alcance para evitar la autarquía que dominó la economía en los años 30. Y aunque se acentúe la tentación de la guerra comercial y de liquidar los organismos internacionales heredados del período de los bloques imperialistas, lo cierto es que una gran parte de estos han sobrevivido debido a que las principales potencias capitalistas entienden la necesidad de poner ciertos límites a la desenfrenada concurrencia económica entre los distintos capitales nacionales.

El capitalismo se mantiene pues en vida gracias a la intervención consciente de la burguesía que ya no puede permitirse verse sometida a la “invisible mano del mercado”. Pero también es verdad, por otra parte, que las soluciones adoptadas se convierten en sí mismas en mayores problemas:

– el recurso al endeudamiento acumula en realidad enormes problemas para el futuro;

– la desmesurada hinchazón del aparato estatal y del sector armamentístico genera tremendas tensiones inflacionistas.

Para enfrentar estos problemas, desde los años 1970, se han puesto en práctica diferentes políticas económicas, unas veces de tipo “keynesiano” y otras “neo-liberales”, pero como ninguna de ellas podía atacar las verdaderas causas de la crisis, tampoco han servido para superarla. Sí es, en cambio, muy significativo el empeño que ha puesto la burguesía para seguir proporcionándole el aire que le falta a la economía y frenar así, mediante un gigantesco endeudamiento, su tendencia a la quiebra. En este aspecto, y durante los años 90, fue la economía norteamericana la que marcó la pauta a seguir, y hoy cuando el “crecimiento” artificial de ésta empieza a desfallecer, le toca a la burguesía china convertirse en el nuevo “el Dorado”. Es verdad que en comparación con la ineptitud de la URSS y de los estados estalinistas de la Europa del Este para adaptarse políticamente a la necesidad de “reformas económicas”, la burocracia china (mascarón de proa del actual “boom”) sí ha conseguido asombrosamente la hazaña de mantenerse con vida. Algunas de las críticas que se hacen a la noción de decadencia del capitalismo presentan precisamente esto como la demostración de que el sistema capitalista tiene aún capacidad de desarrollarse y de lograr un crecimiento real.

La verdad es que el actual “boom” chino no pone en entredicho el declive general de la economía capitalista mundial, puesto que a diferencia de lo que sucedía en el período ascendente del capitalismo:

– el actual crecimiento industrial de China no forma parte de un proceso global de expansión. Todo lo contrario ya que tiene como corolario directo la desindustrialización y el estancamiento de las economías más avanzadas, que deslocalizan hacia China en busca de menores costes laborales;

– el proletariado chino no tiene ante sí la perspectiva de una mejora significativa de sus condiciones de vida, sino que es previsible que sufra cada vez más ataques contra sus condiciones de vida y trabajo, y una acrecentada pauperización de enormes masas de trabajadores y campesinos fuera de las principales zonas de crecimiento;

– ese crecimiento frenético no contribuirá a una expansión global del mercado internacional, sino a profundizar la crisis mundial de sobreproducción pues dado que la capacidad de consumo de las masas chinas es sumamente restringida, la mayor parte de los producido allí se dirige hacia la exportación a los países capitalistas más desarrollados;

– la irracionalidad fundamental del “despegue” chino aparece en toda su magnitud cuando se ven los brutales niveles de contaminación que engendra, lo que evidencia claramente cómo la presión imperativa que sufre cada capital nacional para explotar a mansalva sus recursos naturales para poder ser competitivo en el mercado mundial conduce a una terrible degradación del medio ambiente planetario;

– a imagen y semejanza del sistema capitalista en su conjunto, la totalidad del crecimiento de China está basado en una montaña de deudas que jamás podrá compensar con una verdadera expansión en el mercado mundial.

Hasta la propia burguesía reconoce la fragilidad de este tipo de “boom”, y no esconde la alarma que le inspira la “burbuja” de la economía china. Y no porque le disgusten los niveles bestiales de explotación sobre los que está fundamentada, ni mucho menos, ya que son precisamente estos lo que hace atractivo invertir en China, sino por la excesiva dependencia del conjunto de la economía mundial respecto al mercado chino, y por tanto por las catastróficas consecuencia de un hundimiento de esta economía no sólo para China (que reviviría una situación de violenta anarquía como la de los años 1930), sino para toda la economía mundial.

11. El crecimiento económico actual del capitalismo lejos de desmentir la realidad de la decadencia, la confirma plenamente, puesto que no tiene nada que ver con los ciclos de crecimiento del siglo xix, basados en una verdadera expansión en los sectores periféricos de la producción, en la conquista de los mercados extra-capitalistas. Es cierto que el capitalismo entró en su fase de decadencia bastante antes de que tales mercados se agotasen, como también que el capitalismo ha tratado de utilizar de la mejor forma posible lo que ha ido quedando de estas áreas económicas, como salida para su producción. Ahí están los ejemplos del crecimiento de Rusia durante los años 1930, o la integración de lo que quedaba en el sector agrario durante la reconstrucción que siguió a la Segunda Guerra mundial. Pero la tendencia dominante en el capitalismo decadente es, desde luego, el recurso a un mercado artificial basado en el endeudamiento.

Hoy no puede negarse que el frenético “consumo” de las dos últimas décadas se ha basado completamente en un endeudamiento de los hogares, que alcanza ya proporciones escalofriantes: billones de libras esterlinas en el caso de Gran Bretaña; el 25 % del Producto interior bruto en EE.UU., etc. No es de extrañar, ya que los gobiernos no sólo fomentan este descomunal endeudamiento de las familias, sino que ellos mismos practican esa misma política a una escala aún mayor.

12. Por otra parte, el crecimiento económico capitalista actual es un ejemplo de lo que Marx llamaba “el crecimiento del declive” (Grundisse), ya que es uno de los factores más importantes de la destrucción del medio ambiente. Los incontrolables niveles de contaminación en China, la enorme aportación de Estados Unidos al aumento de los gases que provocan el “efecto invernadero”, la explotación sin freno de lo que queda de masas forestales…, cuanto presuntamente más “crece” el capitalismo, tanto más se pone de manifiesto que no puede solucionar la crisis de la ecología, que sólo podrá resolverse verdaderamente planteando unas nuevas bases para la producción, es decir con “un plan para la vida de la especie humana” (Bordi­ga) en armonía con su entorno natural.

13. Con “boom” o con “recesión”, lo cierto es que la realidad que subyace sigue siendo la misma: el capitalismo es incapaz de regenerarse espontáneamente. Los ciclos naturales de acumulación han pasado a la historia. En la primera etapa de la decadencia, entre 1914 y 1968, el ciclo crisis-guerra-reconstrucción reemplazó al ya obsoleto ciclo de expansión y recesión. Pero en 1945, la Izquierda comunista francesa ya demostró tener razón al afirmar que tras la ruina de la guerra mundial no habría una marcha automática hacia la reconstrucción. Lo bien cierto es que si la burguesía norteamericana se dedicó a relanzar las economías europeas y japonesa mediante el Plan Marshall, fue sobre todo debido a la necesidad de anexionar estos países en su área de influencia imperialista, impidiéndoles así la tentación de caer en brazos del bloque rival. Así pues el “boom” económico más importante del siglo xx fue en realidad el resultado de la pugna interimperialista.

14. En su etapa de decadencia, las contradicciones económicas del capitalismo le empujan a la guerra, pero ésta no resuelve tales contradicciones, sino que más bien las agudiza. En todo caso hoy no cabe ya hablar de un ciclo crisis-guerra-reconstrucción y sí, en cambio, de cómo la crisis actual, dada la incapacidad del capitalismo para darle salida a través de una Guerra mundial, constituye el factor primordial de la descomposición del sistema, es decir de su marcha hacia la autodestrucción.

15. Muchas de las críticas que se hacen a la afirmación de que el capitalismo es hoy un sistema decadente, parten de que este análisis supondría una visión fatalista, ya que tanto un hundimiento automático del sistema como su destrucción espontánea por parte del proletariado, haría innece­saria la intervención de un partido revolucionario. Por supuesto que la burguesía ha demostrado ya sobradamente que no va a permitir que su economía se hunda sin más. Sin embargo, abandonado a su propia suerte, el capitalismo sí se encamina a una devastación completa a través de guerras y otros tantos desastres. En ese sentido puede afirmarse que está “condenado” a desaparecer. No existe, en cambio, certeza alguna de que la respuesta del proletariado esté a la altura de ese reto. No hay “fatalidad” alguna predestinada en el libro de la historia. Como Rosa Luxemburg escribió en el capítulo introductorio del Folleto de Junius:

El socialismo es el primer movimiento popular en la historia que se impone como objetivo y que tiene como mandato histórico dar a la acción social de los hombres un sentido consciente, introducir en la historia un pensamiento metódico y, consecuentemente una voluntad libre. He aquí por que Federico Engels decía que la victoria definitiva del proletariado socialista supone un salto para la humanidad del reino animal al reino de la libertad. Pero este “salto” se inscribe igualmente en las leyes inalterables de la historia, sucediendo a los miles de escalones precedentes de una evolución lenta y tortuosa. Pero jamás se logrará si, del conjunto de premisas materiales acumuladas por la evolución, no surge la chispa de la voluntad consciente de la gran masa popular. La victoria del socialismo no caerá del cielo como una bendición del destino. Sólo se ganará a través de una larga serie de enfrentamientos entre las viejas y las nuevas fuerzas, y en el transcurso de esos enfrentamientos el proletariado internacional realizará su aprendizaje bajo la dirección de la socialdemocracia, intentará tener en sus manos su propio destino y adueñarse del timón de la vida de la sociedad, para dejar de ser el juguete pasivo de la historia e intentar convertirse en su guía consciente.”

El comunismo es pues la primera sociedad en la que la humanidad tendrá el dominio consciente de su capacidad productiva. Y dado que en la lucha proletaria los objetivos y los medios no pueden estar en contradicción, el movimiento hacia el comunismo ha de ser “el movimiento consciente de la inmensa mayoría” (Manifiesto comunista), es decir que la profundización y la extensión de la conciencia de clase representan la medida indispensable del progreso hacia la revolución y la superación definitiva del capitalismo. Ese proceso es, necesariamente, difícil, desigual y heterogéneo porque emana de una clase explotada que carece de todo poder económico en la vieja sociedad, y que se ve sometida constantemente a la dominación y a las manipulaciones ideológicas de la clase dominante. Carece por tanto de cualquier tipo de garantía a priori. Todo lo contrario, pues es perfectamente posible que el proletariado, ante la inmensidad sin precedentes de su tarea histórica, no logre estar a la altura de su responsabilidad histórica, con las terribles consecuencias que eso supondría para la humanidad.

La lucha de clases

16. El nivel más alto hasta ahora alcanzado por la conciencia de clase ha sido la insurrección de Octubre de 1917. Aunque la historiografía burguesa así como sus pálidos reflejos anarquistas y otras ideologías de la misma ralea, han tratado de negarlo diciendo que Octubre de 1917 fue en realidad un golpe de Estado perpetrado por unos bolcheviques ávidos de poder, lo cierto es que Octubre significó que el proletariado se daba cuenta de que la humanidad no tenía más alternativa que hacer la revolución en todos los países. Pero esta comprensión no arraigó con la necesaria profundidad ni se extendió lo suficiente en el conjunto de la clase obrera. Por ello fracasó la oleada revolucionaria, ya que el resto de los trabajadores del mundo, y sobre todo los de Europa, fueron incapaces de desarrollar una comprensión política global que les habría permitido responder conforme a lo que requería el nuevo período de guerras y revoluciones abierto en 1914. Este fracaso trajo como consecuencia, a partir de finales de los años 20, el advenimiento del retroceso más largo y más profundo que el proletariado haya conocido jamás. Este retroceso no se plasmó tanto en la combatividad de los trabajadores –de hecho durante las décadas de 1930 y 1940 aparecieron puntualmente explosiones de combatividad de clase–, sino sobre todo en lo tocante a la conciencia, ya que, políticamente, la clase obrera se adhirió activamente a los programas antifascistas de la burguesía, como fue el caso en España en 1936-39 y en Francia en 1936, o a los de defensa de la democracia y de la “patria” estalinista durante la Segunda Guerra mundial. Este profundo retroceso en su conciencia también pudo apreciarse en la práctica desaparición de las minorías revolucionarias en los años 1950.

17. Pero de nuevo el resurgimiento histórico de las luchas en 1968 volvió a plantear la perspectiva, a largo plazo, de la revolución proletaria, aunque esto no fue algo explícito y consciente más que para una minoría de la clase que originó un renacimiento del movimiento revolucionario a escala internacional. Las oleadas de luchas obreras entre 1968 y 1989 mostraron avances importantes en el terreno de la conciencia, pero tendían a situarse en el terreno de las luchas inmediatas sobre aspectos tales como la extensión y la organización de las luchas, etc. Su punto más débil fue, sin duda, la falta de profundización política, lo que frecuentemente se reflejaba en un rechazo a la política, consecuencia sobre todo de la contrarrevolución estalinista. Pero es que, en el terreno político, la burguesía demostró una sobrada capacidad para maniobrar y confundir a los trabajadores. En un primer momento a través de las ilusiones en el “cambio” encarnado por la llegada al poder de los gobiernos de izquierda en los años 70. Posteriormente, en los años 1980, jugando la baza de que esos mismos partidos de izquierda sabotearan desde dentro las propias luchas. Si bien puede decirse que esas oleadas de luchas consiguieron impedir la marcha a una nueva guerra mundial, también es verdad que su incapacidad para lograr una dimensión histórica y política ha supuesto la entrada de la sociedad en la fase de su descomposición.

El acontecimiento histórico con el que se inaugura esta nueva etapa, o sea el hundimiento del bloque del Este, constituyó tanto una consecuencia como un factor agravante de la propia descomposición. Las convulsiones que se vivieron a finales de los años 1980 fueron por un lado consecuencia de las dificultades políticas del proletariado pero también – puesto que dieron lugar a una incesante matraca propagandística sobre la muerte del comunismo y de la lucha de clases– han sido claves para ocasionar el severo retroceso experimentado por la conciencia en la clase, hasta el extremo de hacer que los trabajadores pierdan de vista su fundamental identidad de clase. Eso ha permitido que la burguesía pueda pues alardear de haber vencido a la clase obrera, sin que ésta, hasta el momento presente, haya sido capaz de evidenciar la fuerza suficiente con la que desmentir esta afirmación.

18. Pero a pesar de todas estas dificultades, este período de retroceso no ha significado, ni mucho menos, el “fin de la lucha de clases”. Incluso en los años 1990 hemos visto algunos movimientos (como los de 1992 y de 1997) que ponían de manifiesto que la clase obrera conservaba aún intactas reservas de combatividad. Ninguno de esos movimientos supuso, no obstante, un verdadero cambio en cuanto a la conciencia en la clase. De ahí la importancia de los movimientos que han aparecido más recientemente, que aún careciendo de la espectacularidad y notoriedad de los ocurridos por ejemplo en Francia en Mayo de 1968, sí representan, en cambio, un giro en la relación de fuerzas entre las clases. Las luchas de 2003-2005 se han caracterizado por que:

– implican a sectores muy significativos de la clase obrera de los países del centro del capitalismo (por ejemplo en Francia en 2003);

– manifiestan una mayor preocupación por problemas más explícitamente políticos. En particular los ataques a las pensiones de jubilación plantean la cuestión del futuro que la sociedad capitalista puede depararnos a todos;

– Alemania reaparece como foco central de las luchas obreras, lo que no sucedía desde la oleada revolucionaria de 1917-23;

– la cuestión de la solidaridad de clase se plantea de una forma mucho más amplia y más explícita de lo que se planteó en los años 1980, como hemos visto, sobre todo, en los movimientos más recientes en Alemania;

– se ven acompañadas del surgimiento de una nueva generación de elementos que tratan de encontrar claridad política. Esta nueva generación se expresa tanto en una nueva afluencia de elementos netamente politizados, como en nuevas capas de trabajadores que, por vez primera, se incorporan a las luchas. Como se ha podido comprobar en algunas de las manifestaciones más importantes, se están forjando las bases de una unidad entre esta nueva generación y la llamada “generación de 1968” en la que se incluyen tanto la minoría política que reconstruyó el movimiento comunista en los años 1960 y 1970, como sectores más amplios de trabajadores que vivieron la rica experiencia de luchas de la clase obrera entre 1968 y 1989.

19. Contradiciendo la percepción característica del empirismo que no ve más allá del aspecto superficial y que permanece ciega ante las tendencias subyacentes más profundas, lo cierto es que la maduración subterránea de la conciencia no quedó eliminada por el retroceso general de la conciencia en la clase tras 1989. Una de las características de ese proceso subterráneo es que, en sus inicios, se manifiesta sólo a través de una minoría, pero la ampliación de esa minoría expresa el avance y el desarrollo de un fenómeno más amplio en el seno de la clase obrera. Después de 1989 ya apareció una pequeña minoría de elementos politizados que se planteaban cuestiones respecto a las campañas de la burguesía sobre la “muerte del comunismo”. Esta pequeña minoría se ha visto hoy reforzada por una nueva generación que manifiesta abiertamente su inquietud ante la orientación global que va tomando la sociedad burguesa. El significado de este hecho es, en un plano más general, que el proletariado no está derrotado y que sigue estando vigente el curso histórico hacia masivos enfrentamientos de clase que se abrió en 1968. Pero, más concretamente, el “giro” del que antes hablábamos, conjugado con el surgimiento de una nueva generación de elementos que tratan de buscar clarificarse; evidencia que hoy la clase obrera se encuentra en los primeros momentos de un nuevo intento de asalto contra el capitalismo, tras el fracaso de la tentativa de 1968-89.

En el día a día, la clase obrera debe hacer frente a la tarea, aparentemente elemental, de reafirmar su identidad de clase. Pero no olvidemos que, tras esta cuestión, lo que se juega es la perspectiva de una imbricación mucho más estrecha entre la lucha inmediata y la lucha política. Lo que se plantean las luchas en el período de la descomposición puede parecer quizás más “abstracto”, cuando en realidad se trata de cuestiones más globales como son la necesidad de la solidaridad de clase frente a la atomización que reina en el ambiente, el desmantelamiento del Estado del bienestar, la omnipresencia de la guerra, la amenaza que se cierne sobre el medio ambiente del planeta. En definitiva la cuestión del porvenir que puede depararnos esta sociedad y, por tanto, la de una sociedad diferente.

20. En ese proceso de politización hay dos aspectos que hasta ahora han tendido más a inhibir la lucha de clase, pero que están llamados a jugar un papel cada vez más estimulante de los movimientos del futuro. Nos referimos al desempleo masivo y a la cuestión de la guerra.

En las luchas de los años 80, cuando ya el desempleo masivo se hacía cada vez más evidente, ni la lucha de los trabajadores en activo contra los despidos, ni la resistencia de los parados en la calle, alcanzaron niveles significativos. No vimos, desde luego un movimiento de los parados comparable al de los años 1930 en Estados Unidos aún cuando entonces la clase obrera vivía un período de profunda derrota. Durante las recesiones de los 80, los desempleados se vieron confrontados a una terrible atomización, sobre todo la joven generación de proletarios que carecía por completo de experiencia en el trabajo y en el combate colectivos. Pero es que cuando los trabajadores en activo llevaron a cabo grandes luchas contra los despidos (como en el caso de los mineros en Gran Bretaña), el fracaso de tales movilizaciones fue además utilizado por la clase dominante para acentuar los sentimientos de pasividad y de desesperanza. Aún hace poco hemos visto este tipo de reacciones, por ejemplo ante la quiebra de la empresa automovilística Rover en Gran Bretaña, donde la única “alternativa” que se presentaba a los trabajadores era la elección de los nuevos patrones que debían hacerse cargo de la empresa. Sin embargo, teniendo en cuenta la reducción del margen de maniobra de la burguesía, y su creciente dificultad para dar subsidios a los parados, la cuestión del desempleo está destinada a convertirse en un potente factor subversivo, favoreciendo la solidaridad de activos y parados, e impulsando en el conjunto de la clase obrera una reflexión más profunda y más activa sobre la quiebra del sistema.

Otro tanto puede decirse en lo concerniente a la guerra. A comienzos de los años 1990, las primeras guerras de la etapa de la descomposición capitalista (la guerra del Golfo, las guerras balcánicas) tendieron sobre todo a reforzar los sentimientos de impotencia inspirados por las campañas sobre el hundimiento del bloque del Este, en un momento en que las coartadas de la “intervención humanitaria” en África o en los Balcanes gozaban aún de una cierta credibilidad. Pero después de 2001, y la “guerra contra el terrorismo”, la naturaleza engañosa e hipócrita de las justificaciones de la burguesía para la guerra se han hecho, en cambio, cada vez más evidentes, por mucho que el despliegue de enormes movilizaciones pacifistas haya contribuido en gran medida a diluir el cuestionamiento político que tales guerras habían suscitado. Las guerras de hoy tienen además un impacto cada vez más directo sobre la clase obrera, aunque éste se limite especialmente a los países que se ven directamente implicados en tales conflictos. En Estados Unidos, por ejemplo, esto puede apreciarse en que cada vez son más las familias que cuentan entre sus miembros, a proletarios de uniforme muertos o heridos; pero, sobre todo, en el coste económico exorbitante de las aventuras militares que crece proporcionalmente a la disminución del salario social. Y puesto que las tendencias militaristas del capitalismo tienden a desarrollarse en una espiral en continuo aumento, que cada vez escapa más al control de la propia clase dominante, puede deducirse que los problemas de la guerra y su relación con la crisis van a conducir también a una reflexión, mucho más profunda y más amplia, sobre lo que está en juego hoy en la historia.

21. Paradójicamente, sin embar­go, la inmensidad de estas cuestiones es una de las principales causas de que la reanudación de las luchas a la que hoy asistimos, parezca mucho más limitada y menos espectacular, en comparación con los movimientos que marcaron la reaparición del proletariado a finales de los años 1960. Frente a problemas tan vastos como son la crisis económica mundial, la destrucción del medio ambiente o la espiral del militarismo, las luchas defensivas cotidianas pueden parecer ineficaces e impotentes. Hasta cierto punto este sentimiento refleja una verdadera comprensión de que no existe solución posible a las contradicciones que acosan al capitalismo. También hemos de ver que, mientras en los años 1970 la burguesía disponía aún de un arsenal de mistificaciones que supuestamente iban a mejorar nuestra existencia, los esfuerzos que la burguesía hace hoy por convencernos de que vivimos en una época de crecimiento y de prosperidad nunca antes vista, recuerdan más bien el empeño del hombre agonizante que se niega a admitir la cercanía de su defunción. Si la decadencia del capitalismo es la época de las revoluciones sociales es, precisamente, porque las luchas de los explotados no pueden conducirles ya a mejora alguna de sus condiciones de vida. Que las luchas pasen del nivel defensivo al ofensivo será desde luego una tarea muy difícil, pero la clase obrera no tendrá más opción que franquear este paso tan sumamente arduo, que la intimida. Como todos los saltos cualitativos habrá de estar precedido por multitud de pequeños pasos, desde huelgas por el pan, hasta la formación de pequeños grupos de discusión en el mundo entero.

22. Ante la perspectiva de la politización de la lucha, las organizaciones revolucionarias tienen un papel único e irremplazable. Sin embargo, la conjunción de los efectos cada vez mayores de la descompo­sición, con debilidades teóricas y organizativas que vienen de lejos y el oportunismo en la mayoría de las organizaciones políticas proletarias, hacen ver la incapacidad de la mayor parte de esos grupos para poder responder a las exigencias de la historia. El exponente más claro de esto es la dinámica negativa en la que, desde hace algún tiempo, se ve atrapado el BIPR (Buró internacional por el partido revolucionario); no sólo por su total incapacidad para comprender la nueva fase de la descomposición, conjugada además con su abandono de un concepto teórico clave como es el de la decadencia del capitalismo; sino, y esto es aún más desastroso, por su desprecio de los más elementales principios de solidaridad y de comportamiento proletarios, que pone de manifiesto con sus flirteos con el parasitismo y el aventurerismo. Esta regresión resulta más grave si se tiene en cuenta que hoy existen las premisas de la construcción del partido comunista mundial. Al mismo tiempo, el hecho de que los grupos del medio político proletario se descalifiquen ellos mismos en el proceso que lleva a la formación del partido de clase acentúa aún más el papel crucial que la CCI debe ocupar en ese proceso. Cada vez se ve más claro que el futuro partido no será el resultado de una suma “democrática” de los diferentes grupos del medio, sino que la CCI constituye ya el esqueleto del futuro partido. Pero para que el partido tome cuerpo la CCI debe demostrar que está a la altura de la tarea que el desarrollo de la lucha de clases y la emergencia de la nueva generación de elementos en búsqueda le impone.

Vida de la CCI: