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En 1904, el imperio ruso se encontraba al borde de la revolución. La aparatosa maquinaria de guerra del Zar sufría una humillante derrota a manos del imperialismo japonés, mucho más dinámico. La debacle militar alimentaba el descontento de todas las capas de la población. En su folleto Huelga de masas, partido y sindicatos, Rosa Luxemburg narra cómo durante el verano de 1903, mientras el Partido obrero socialdemócrata ruso (POSDR) celebraba su famoso IIº Congreso, el sur de Rusia se veía sacudido por una “gigantesca huelga general”. Y si la guerra supuso un paréntesis temporal al movimiento de la clase obrera, y durante algún tiempo fue la burguesía liberal la que cobró protagonismo con sus “banquetes de protesta” contra la guerra, a finales de 1904 el Cáucaso se vio nuevamente sacudido por huelgas masivas contra el desempleo. Rusia entera era un polvorín y la chispa que desataría el incendio no tardaría en encenderse: la masacre del Domingo sangriento en enero de 1905, cuando los obreros que suplicaban humildemente al Zar que aliviase sus espantosas condiciones de vida, fueron abatidos a cientos por los cosacos del “Padrecito del pueblo”.
Como mostramos en la primera parte del este artículo, el partido proletario, el POSDR, se enfrentaba a esta situación poco después de la grave escisión que les había dividido en dos fracciones: bolcheviques y mencheviques.
En su folleto Nuestras tareas políticas, Trotski ofrece su punto de vista sobre el IIº Congreso del POSDR, en el que había tenido lugar dicha escisión, calificándolo de “pesadilla” que había llevado al enfrentamiento de quienes antes eran camaradas, y que hizo que los revolucionarios marxistas se dedicaran a agrias polémicas sobre la organización interna del partido, sus reglas de funcionamiento y la composición de los órganos centrales, mientras la clase obrera se enfrentaba a la guerra, a la huelga de masas y a las manifestaciones en la calle. En dicho folleto Trotski carga la responsabilidad de esta situación al hombre con quien había trabajado estrechamente en el grupo de exiliados de Iskra, pero al que ahora califica como “el jefe del ala reaccionaria de nuestro partido” y desorganizador del POSDR; es decir Lenin.
Muchos obreros en Rusia se lamentaban del hecho de que el partido parecía estar perdido en querellas internas e incapaz de responder a las exigencias del momento, por lo que la realidad inmediata parecía darle la razón a Trotski. Pero con la distancia que da el paso de la historia podemos ver que, aunque cometiera importantes errores, era Lenin quien defendía la visión más avanzada del partido, la tendencia revolucionaria; mientras Trotski, así como otros destacados militantes, cayeron en una visión reaccionaria. En realidad, las cuestiones organizativas planteadas en la escisión no eran problemas abstractos sin relación alguna con las necesidades de la clase obrera, sino que tenían su origen en las cuestiones suscitadas por el levantamiento político y social que se desarrollaba en Rusia. Las huelgas de masas y los levantamientos obreros que sacudieron Rusia en 1905 eran los signos anunciadores de una nueva época en la historia del capitalismo y de la lucha del proletariado: el fin del período del capitalismo ascendente y la apertura de su período de decadencia (ver nuestro artículo: “1905: La huelga de masas abre el camino a la revolución proletaria” en Revista internacional nº 90), lo que exigía que la clase obrera superara sus formas de organización tradicionales adaptadas más bien a las luchas por reformas en el sistema capitalista, y que descubriera nuevas formas de organización capaces de unificar al conjunto de la clase obrera y de preparar la destrucción revolucionaria de ese sistema. En resumen, esta transición se manifestaba en el plano de las organizaciones de masas de la clase obrera en el paso de la forma sindical de organización a la forma del soviet que nació, precisamente, en 1905.
Pero este cambio profundo en las formas y los métodos de organización de la clase tenía igualmente implicaciones en las organizaciones políticas de la clase. Como intentamos demostrar en la primera parte de este artículo, la cuestión fundamental que se planteaba en el IIº Congreso del POSDR era la necesidad de prepararse para el período revolucionario que se avecinaba y rompiendo con el viejo modelo socialdemócrata de partido – un partido amplio que ponía énfasis en la “democracia” y en la lucha por mejorar las condiciones de la clase obrera en la sociedad capitalista – construyendo, en cambio, lo que Lenin llamaba un partido revolucionario de nuevo tipo, más cohesionado, más centralizado, armado de un programa socialista por el derrocamiento del capitalismo, compuesto por revolucionarios firmemente comprometidos.
En los dos artículos que continuarán esta serie entraremos más en detalle en esta cuestión abordando las polémicas que enfrentaron a Lenin por un lado, y por otro a Trotski y Rosa Luxemburg. En este período, como a lo largo de la mayor parte de su vida política, Lenin hubo de hacer frente a un amplio abanico de críticas en el movimiento obrero. No únicamente los dirigentes mencheviques como Martov, Axelrod, y más tarde Plejanov, le acusaron de comportarse, en el mejor de los casos, como Robespierre, y en el peor como Napoleón; no sólo los dirigentes más reconocidos de la socialdemocracia internacional, como Kautsky y Bebel, se pusieron instintivamente de parte de los mencheviques contra este advenedizo en cierta medida desconocido; sino que incluso aquellos que se situaban a la izquierda del movimiento obrero mundial – casos de Trotski y R. Luxemburg – profundamente influenciados ambos por el mar de fondo de la revolución rusa y que iban a realizar contribuciones fundamentales a la comprensión de los métodos y formas adecuadas al nuevo período, demostraron no comprender absolutamente nada del combate organizativo que emprendió Lenin.
A diferencia de muchos revolucionarios actuales, tanto Trotski como Luxemburg comprendían un aspecto muy importante de la cuestión, y es que entendían que la cuestión organizativa es una cuestión completamente política, y un tema que debía ser debatido entre los revolucionarios. Al publicar sus críticas a Lenin, ambos participaban en una confrontación de ideas intensa e importante a escala internacional. Es más, sus contribuciones a este debate nos han legado brillantes muestras de un análisis muy perspicaz, aunque los argumentos de estos dos militantes no dejaran de ser equivocados.
Trotski toma partido por los mencheviques
En su obra autobiográfica Mi vida, Trotsky narra cómo en 1902, llegaron a su lugar de exilio en Siberia, tanto el libro de Lenin, ¿Qué hacer?, como la publicación Iskra:
“Supimos que había sido fundado en el extranjero un periódico marxista, Iskra (La Chispa), cuya misión era servir de órgano central a los revolucionarios profesionales, unidos por la disciplina férrea de la acción”.
Fueron sobre todo estas expectativas las que le movieron a evadirse para tratar de encontrar al grupo de exiliados que publicaban este periódico. Se trataba de una decisión sumamente importante ya que debía abandonar a su esposa y sus dos pequeñas hijas (es verdad que su mujer era camarada del partido y estuvo de acuerdo con su partida), y aventurarse en un viaje sumamente arriesgado a través de las estepas de Rusia hasta Europa.
Trotski dice, cuando llega a Londres, donde vivían Lenin, Martov y Vera Zasulich: “me enamoré verdaderamente de Iskra”, y se puso inmediatamente a trabajar con ellos. El comité de redacción del Iskra contaba seis miembros: Lenin, Martov, Zasulich, Plejanov, Axelrod y Potressov. Lenin propuso rápidamente que Trotski se convirtiera en el séptimo miembro, en parte porque seis votos a veces hacían difícil la toma de decisiones, pero sobre todo porque entendía quizás que la vieja generación, sobre todo Zasulich y Axelrod, empezaban a convertirse en una traba para el progreso del partido y pretendía inyectar la pasión revolucionaria de la nueva generación. Esta proposición fue bloqueada por Plejanov que se opuso a ella, en gran parte, por motivos personales.
En el IIº Congreso del POSDR, Trotski se comportó como uno de los más coherentes valedores de la línea del Iskra, defendiéndola con toda firmeza – sobre todo las posiciones de Lenin – contra la oposición matizada o total de los militantes del Bund, de los economicistas o semieconomicistas. Sin embargo cuando acabó el congreso, Trotski se sumó en 1904 a las filas de los “antileninistas”, escribiendo dos de las polémicas más encarnizadas contra Lenin: el Informe de la delegación siberiana, y Nuestras tareas políticas, y se sumó a la “nueva Iskra”, donde se habían encastillado los mencheviques tras el cambio de chaqueta de Plejanov y la dimisión de Lenin de Iskra. Entremos ahora en las reflexiones de Trotski para comprender esta extraordinaria transformación.
Debemos recordar que la escisión no se originó por la famosa divergencia sobre los estatutos del partido, sino a partir de la propuesta hecha por Lenin de cambiar la composición del comité de redacción de Iskra. En Mi vida, Trotski confirma que ésta había sido la cuestión crucial:
“¿Cómo se explica que yo me pusiera en el congreso del lado de los ‘blandos’? Téngase en cuenta que me unían grandes vínculos a tres redactores: Martov, Zasulich y Axelrod. Estos tres influían en mí de un modo indiscutible. En el seno de la redacción se producían, antes del Congreso, diferentes matices de opinión, pero sin que llegaran nunca a manifestarse diferencias acusadas. Con quien menos afinidad tenía era con Plejanov, que no podía soportarme desde que había surgido entre nosotros la primera colisión, muy leve, a decir verdad. Lenin estaba conmigo en excelentes relaciones. Pero sobre él pesaba, a mis ojos, la responsabilidad de aquel atentado contra la redacción de un periódico que, a mi modo de ver, formaba una unidad y que tenía aquel nombre fascinador de Iskra. El solo hecho de pensar que pudiera malograrse aquella unión me parecía un crimen intolerable. En los movimientos revolucionarios el centralismo es un principio duro, imperioso, absorbente, que no pocas veces adopta formas despiadadas, contra personas y grupos enteros que ayer todavía luchaban a nuestro lado. No en vano en el vocabulario de Lenin abundan tanto las palabras ‘despiadado’ e ‘irreconciliable’. Esta crueldad sólo puede tener justificación cuando la imponen los altos ideales revolucionarios, exentos de todo interés mezquino, personal. En 1903 no había otra salida que eliminar de la redacción de Iskra a Axelrod y a Zasulich. Yo sentía por ellos no sólo respeto, sino simpatía. También Lenin les había tenido aprecio, en consideración a su pasado. Pero habiendo llegado al convencimiento de que eran un estorbo cada vez más molesto en la senda del provenir, sacó la conclusión lógica de esta premisa y creyó necesario separarlos del puesto directivo que ocupaban. Yo no podía avenirme a ello. Todo mi ser se rebelaba contra esta mutilación despiadada de viejos luchadores que habían llegado hasta el umbral de nuestro partido. Este sentimiento de indignación me hizo romper con Lenin en el segundo congreso. Su conducta me parecía intolerable, indignante, espantosa. Y, sin embargo, era políticamente acertada y, por consiguiente, necesaria para la organización. No había más remedio que romper con los viejos, que se obstinaban en seguir aferrados a la fase preparatoria. Lenin supo comprenderlo antes que nadie. Quiso ver si aún era posible retener a Plejanov, separándolo de los otros dos. Pero los hechos se encargaron de demostrar muy pronto que no podía ser.
“Me separé, pues, de Lenin por motivos que tenían mucho de ‘morales’ y hasta de personales. Sin embargo, aunque aparentemente fuese así, en el fondo la divergencia tenía una carácter político que se reflejaba en el campo organizativo.
“Yo me contaba entre los centralistas. Pero es indudable que por entonces no podía darme clara cuenta del centralismo severo e imperioso que había de reclamar un partido revolucionario creado para lanzar a millones de hombres a combatir a la vieja sociedad. Hay que tener en cuenta que había pasado los primeros años de mi juventud en la penumbra de la reacción, pues en Odessa había un retraso de un siglo; Lenin, en cambio, convivió en su juventud con el movimiento liberal de la Narodnaia Volia (Libertad del Pueblo). Quienes tenían unos cuantos años menos que yo se habían formado ya en un ambiente de progreso político. Al celebrarse el congreso de Londres, en el año 1903, la revolución tenía para mí, todavía, mucho de abstracción teórica. El centralismo leninista no surgía aún en mi cerebro de una concepción revolucionaria, clara y definitiva, a la que hubiera llegado por mi cuenta. Y si no me equivoco, mi vida intelectual ha estado presidida siempre, imperiosamente, por la tendencia a comprender por mi cuenta los problemas, sacando de ellos todas las consecuencias lógicas y necesarias” (Mi vida).
El peso del espíritu de círculo
En un pasaje del libro “Un paso adelante, dos pasos atrás”, que ya citamos en el anterior artículo de esta serie, a propósito de la diferencia entre el espíritu de partido y el espíritu de círculo, Lenin veía también a Iskra como un círculo, y aunque en ese círculo existiera una tendencia que defendía de manera clara y coherente el centralismo proletario, el peso de las diferencias personales, de la mentalidad de los exiliados, etc., era aún muy fuerte. Lenin era muy consciente de la “blandura” de Martov, de su tendencia a la vacilación, a la conciliación. Por su parte también Martov sabía de la intransigencia de Lenin que frecuentemente le incomodaba. Como todo esto no se planteaba en un terreno político daba lugar a numerosas tensiones y malentendidos. Plejanov, el padre del marxismo ruso, cuyas posturas estuvieron muy próximas a las de Lenin en multitud de cuestiones claves hasta el congreso, estaba muy preocupado por su reputación, pero al mismo tiempo se daba cuenta que empezaba a ser superado por una nueva generación (en la que figuraba Lenin). Por ello reaccionó contra la “intrusión” de Trotski en el círculo de Iskra, con tal hostilidad que todos la consideraron indigna de él. Pero ¿y Trotski? A pesar del respeto que éste sentía por Lenin, no hay que olvidar que había vivido en Londres en la misma casa en la que lo hacían Martov y Zasulich, y que sintió una amistad más fuerte aún hacia Axelrod en Zurich, al que incluso dedicó (“A mi querido maestro, Pavel Bortsovich Axelrod”) su libro Nuestras tareas políticas. Debido a esto “(se separó) pues de Lenin por motivos que tenían mucho de ‘morales’ y hasta de personales”. Si tomó partido por Martov y Cía. fue porque se sentía más amigo de ellos que de Lenin, y rehuía aparecer en el mismo bando que Plejanov dada la antipatía que éste le manifestaba. Y, quizás lo más importante: se dejó llevar por un sentimentalismo verdaderamente conservador hacia la “vieja guardia” que había servido al movimiento revolucionario en Rusia durante muchísimo tiempo. De hecho su reacción personal contra Lenin en aquel momento fue tan extrema que muchos se sorprendieron de la rudeza y la falta de camaradería que aparecía en el tono de sus polémicas con Lenin (en su biografía de Trotski, Deutscher cuenta que los lectores de Iskra en Rusia, en el momento en que los mencheviques controlaban el periódico, protestaron enérgicamente contra el tono de las diatribas que Trotski dirigió contra Lenin).
Pero señala al mismo tiempo: “en el fondo la divergencia tenía un carácter político que se reflejaba en el campo organizativo”. Dicha así, esta formulación sigue quedando ambigua ya que induce a pensar que “el campo organizativo” no deja de ser algo secundario, cuando en realidad la preponderancia de los vínculos personales y de los antagonismos de los antiguos círculos constituían, precisamente, el problema político que Lenin quiso plantear cuando defendió el espíritu de partido. En definitiva todas las polémicas de Trotski en 1904 responden al mismo guión: presentan algunas divergencias políticas muy generales, para concentrarse de inmediato en las cuestiones relativas a los métodos organizativos, o a las relaciones entre la organización revolucionaria y la clase obrera en su conjunto.
En el Informe de la delegación siberiana, Trotski plantea de entrada la principal cuestión organizativa y al mismo tiempo demuestra no haber comprendido lo que se jugaba el congreso, puesto que insiste en que “el Congreso registra, controla, pero no es un creador”, lo que indica que por mucho que Trotski afirme que el partido “no sea la suma aritmética de los comités locales” y que “es un todo orgánico” (Ibíd.), no ve al Congreso como la más alta, y más concreta expresión de la unidad del partido. Lenin, por su parte, escribe en Un paso adelante, dos pasos atrás:
“En el momento del restablecimiento de la verdadera unidad del Partido, y de la disolución en esta unidad de los círculos que ya cumplieron su papel, esto debe culminarse necesariamente en el congreso del Partido, instancia suprema de éste”.
Y además:
“La controversia se centra pues es la disyuntiva ¿espíritu de círculo o espíritu de partido? Limitación de los derechos de los delegados para el Congreso para salvaguardar los derechos y los reglamentos imaginarios de todo tipo de compadreos o círculos o bien la disolución completa, y no solo de boquilla sino efectiva, ante el congreso, de todas las instancias inferiores, de las antiguas capillas...”.
O sea que cuando se acusaba a Lenin de tener concepciones centralistas, de su supuesto deseo de concentrar todo el poder en manos de un comité central sin mandato alguno o incluso en sus propias manos, de querer convertirse en el Robespierre de la futura revolución, etc. resulta que Lenin defiende con meridiana claridad que, en un partido revolucionario del proletariado, la instancia suprema sólo puede ser el congreso, el verdadero centro, al que quedaban subordinadas las demás partes de la organización, sea el comité central o las organizaciones locales, y esto lo postula frente a las visiones “democratistas” para las que el congreso no debía ser más que una especie de “junta” de representantes de las secciones locales con un mandato imperativo, lo que implica que estos deben limitarse a ser simples portavoces de sus secciones. Esto es lo que denunció Lenin como revuelta anarquista de los mencheviques que se negaban a plegarse a las decisiones del Congreso.
Trotski lleva razón cuando reconoce que en el momento del Congreso, él no había acabado de comprender la cuestión de la centralización. Esto también se aprecia en otro tema, como es la vieja pelea entre Iskra y los economicistas. En el Informe de la delegación siberiana Trotski utiliza el argumento de que muchos bolcheviques eran en realidad antiguos economicistas que se habían cambiado de bando adoptando concepciones ultra centralistas, repitiendo como cotorras los “proyectos” organizativos de Lenin (en ese momento Trotski veía a Lenin como el único y verdadero “cerebro” de una mayoría que le sigue como borregos, mientras que la minoría, es decir los mencheviques a los que Trotski se había unido, defendían el verdadero espíritu crítico). Pero esta falacia es completamente opuesta a la realidad. Si al principio del congreso los mencheviques estaban todos alineados con Lenin contra los economicistas, luego cambiaron de chaqueta e hicieron suyas las críticas de los economicistas (Martinov, Akimov y sus acólitos) a Lenin; incluso la idea de que la visión de Lenin sobre el partido preparaba el terreno a una dictadura sobre el proletariado (de hecho Martinov volvió al redil una vez Lenin hubo dimitido de Iskra). De igual modo que los economicistas defendían la idea de que debía ser la burguesía quien asumiera la revolución política contra el zarismo mientras que los socialdemócratas debían encargarse de la lucha cotidiana de la clase obrera por sus necesidades inmediatas, destacados dirigentes mencheviques como Dan o Zasulich, empezaron en 1904 a defender cada vez más abiertamente que había que aliarse con la burguesía en la futura revolución. Incluso el propio Trotski –que muy pronto rompería con los mencheviques a propósito de esta cuestión, formulando su teoría de la revolución permanente según la cual incluso en la revolución rusa que se avecinaba el papel dirigente le correspondería al proletariado– al tomar parte por los mencheviques en 1903-1904, asumió inicialmente la defensa de estas posiciones economicistas.
Todo esto se ve con bastante claridad en ambos textos, en los que Trotski dedica páginas enteras a ironizar sobre el tiempo perdido en discutir minuciosamente de detalles organizativos, mientras las masas en Rusia iban a plantearse cuestiones tan candentes como las huelgas y las manifestaciones de masas. Como hiciera Axelrod, Trotski se dedica a ridiculizar la tesis de Lenin de la existencia de un oportunismo sobre cuestiones organizativas:
“Como nuestro intrépido polemista no se atreve a incluir a Axelrod y a Martov en la categoría de los oportunistas en general (lo que sería de agradecer en aras a la claridad y la simplificación), crea para ellos la calificación de ‘oportunismo en materia de organización’. Esto es el ‘coco’ con el que se asusta a los niños... ¡Oportunismo en materia de organización! ¡Girondismo en la cuestión de la cooptación por dos tercios cuando falta un voto motivado! ¡Jauresismo en cuanto al derecho del Comité central de poder fijar la ubicación de la administración de la Liga!...”
Más allá de los sarcasmos, esta argumentación representa en realidad un deslizamiento hacia el economicismo ya que minimiza el papel específico y la necesidad de la organización política, y de su forma de organizarse, lo cual es una cuestión política que no es posible eludir ni diluir en consideraciones sobre la lucha de clases en general. Las cuestiones organizativas también son cuestiones de principios y, bajo la presión de la ideología burguesa, pueden verse sometidas a interpretaciones oportunistas.
El retorno al economicismo
De hecho los textos de Trotski ponen abiertamente en entredicho el trabajo de Iskra que antes tanto le atrajera, es decir su reivindicación de un partido centralizado con reglas formales de funcionamiento, su denodado esfuerzo por erradicar del movimiento revolucionario las confusiones sobre el terrorismo, el populismo, el economicismo y otras formas de oportunismo. Trotski veía en ese momento a los economicistas como militantes que, desde luego, habían cometido errores pero que, por lo menos, tenían una práctica real en la clase, mientras Iskra se preocupaba en cambio por ganar a la intelectualidad para el marxismo, mediante vagas “proclamas” o centrándose casi exclusivamente en la difusión de la prensa.
Antes del Congreso, Trotski señalaba que:
“la organización oscila entre dos tipos: se concibe tan pronto como una aparato técnico dedicado a difundir masivamente la literatura editada tanto en el lugar como en el extranjero, y por otro lado también una “palanca” capaz de impulsar a las masas en un movimiento finalizado, es decir desarrollar en ellas las capacidades preexistentes de actividad autónoma. La organización ‘artesanal’ de los economicistas era particularmente cercana a este segundo tipo. Buena o mala, ella contribuirá directamente a disciplinar y a unir a los obreros en el marco de la lucha ‘económica’, es decir esencialmente huelguística”.
Trotski elude así el problema fundamental de tal concepción que es reducir la organización revolucionaria a un organismo de tipo sindical. Poco importa si se trata de una buena o una mala organización, ya que evidentemente la clase obrera necesita desarrollar organizaciones generales para luchar por defenderse contra el capital. El problema es que, por su propia naturaleza, la minoría revolucionaria no puede desempeñar ese papel y si trata de hacerlo, abandonaría su papel central de dirección política del movimiento.
Pero Iskra, insiste Trotski en su texto, a diferencia de los economicistas, no estaba presente en el movimiento:
“La verdad es que ahora, por primera vez el partido al menos se aproxima al proletariado. En la etapa del ‘economicismo’, el trabajo estaba dirigido hacia el proletariado, pero, esencialmente, no se trataba de un trabajo político socialdemócrata. Durante la etapa de Iskra, el trabajo toma un carácter socialdemócrata, pero no se dirige directamente hacia el proletariado”.
En otras palabras, que el objetivo principal de Iskra no era la intervención en las luchas inmediatas de la clase obrera sino las polémicas entre intelectuales. Trotski recomienda pues a sus lectores reconocer las limitaciones históricas de Iskra:
“No basta con reconocer los méritos históricos de Iskra, y menos aún enumerar sus afirmaciones erróneas o ambiguas. Hay que ver más allá. Hay que comprender el carácter históricamente limitado del papel que ha jugado Iskra. Ha contribuido mucho al proceso de diferenciación de los intelectuales revolucionarios, pero al mismo tiempo ha dificultado su libre desarrollo. Los debates de salón, las polémicas literarias, las disputas intelectuales alrededor de una taza de té, todo eso ha sido traducido por Iskra a programa político. De forma materialista ha encaminado multitud de afinidades filosóficas y teóricas hacia unos intereses de clase determinados, y empleando este método ‘sectario’ de diferenciación ha sido como ha conseguido, efectivamente, conquistar para el proletariado a una parte muy importante de la intelectualidad; y finalmente ha consolidado su ‘botín’ a través de las distintas resoluciones del IIº Congreso en materia de programa, táctica y organización”.
Las referencias de Trotski a “los debates de salón”, y a las “disputas de intelectuales alrededor de una taza de té” le ponen en evidencia en su momentánea conversión a una visión marcada por una desconfianza inmediatista, activista y obrerista frente a las tareas de la organización política. Al valorar por igual a Iskra y a los economicistas, viéndolos simplemente como dos momentos de la historia del partido, está subestimando en realidad el papel decisivo que tuvo Iskra en la lucha por una organización revolucionaria capaz de desempeñar un papel dirigente en las luchas masivas de la clase obrera, un papel dirigente y no únicamente “asistente” de los movimientos huelguísticos.
Más que una simple observación sobre la composición sociológica de Iskra o un coqueteo con el obrerismo, esta visión está ligada a una teoría que viene de lejos: la noción según la cual la vanguardia política representa esencialmente a los intelectuales que tratan de aprovecharse de la clase obrera. Evidentemente el momento culminante de esta visión se dio en la crítica consejista al bolchevismo tras la derrota de la revolución rusa, pero sus antecedentes son las ideas del “querido maestro” de Trotski, Axelrod, que defendía que la reivindicación de un funcionamiento ultra centralista por parte de Lenin mostraba en realidad que los bolcheviques serían expresión de la burguesía rusa, puesto que ésta tendría también necesidad de un fuerte centralismo para llevar adelante sus tareas políticas.
Trotski y el sustitucionismo
La reinterpretación por parte de Trotski de la verdadera contribución de Iskra, tiene también mucho que ver con sus críticas al supuesto sustitucionismo y jacobinismo de Iskra y que ocupan una gran parte de la obra Nuestras tareas políticas. Según el punto de vista de Trotski, toda la concepción política de Iskra, la insistencia de ésta en las polémicas políticas contra las falsas corrientes revolucionarias, partía de la base de que Iskra pretendía actuar en nombre del proletariado:
“Pero ¿cómo explicarse que el pensamiento ‘sustitucionista’ – en lugar del proletariado – practicado en sus formas más variadas (...) durante la etapa de Iskra no haya suscitado (o apenas lo ha hecho) la autocrítica en las filas de los propios ‘iskristas’? Este hecho se explica por lo que se ha expuesto en las páginas precedentes: sobre todo el trabajo de Iskra ha pesado la tarea de batirse en pro del proletariado, por sus principios, por su objetivo final – en los ambientes de los intelectuales revolucionarios”.
En Nuestras tareas políticas es donde Trotski escribe la célebre frase ‘profética’ sobre el sustitucionismo:
“En la política interna del partido, estos métodos conducen como veremos más adelante a que el aparato del partido sustituya al partido, el comité central al aparato, y finalmente al dictador a sustituir al comité central”.
Aquí, según reseñaría Deutscher en su libro El profeta armado, Trotski parece intuir la futura degeneración del partido bolchevique. Trotski muestra también esa percepción cuando subraya el peligro del sustitucionismo respecto al conjunto de la clase obrera en la futura revolución (peligro al que él también sucumbió, e incluso mucho más que Lenin en ciertos momentos):
“Las tareas del nuevo régimen serán tan sumamente complejas que no podrán ser resueltas más que por una confrontación entre diferentes modelos de construcción económica y política, a través de largas ‘disputas’, mediante una lucha sistemática no sólo entre diferentes corrientes en el seno del socialismo, corrientes éstas que emergerán inevitablemente cuando la dictadura del proletariado planteará decenas de nuevos problemas. Ninguna organización ‘dominante’ fuerte será capaz de suprimir tales corrientes y tales controversias (...). Un proletariado capaz de ejercer su dictadura sobre la sociedad no tolerará ninguna dictadura sobre sí mismo”.
Trotski también realizó críticas válidas a la analogía que planteaba Lenin en el libro ¿Qué hacer? entre los revolucionarios proletarios y los jacobinos, mostrando las diferencias esenciales que existen entre las revoluciones burguesas y la revolución proletaria. Además muestra que al polemizar con los economicistas que veían la conciencia de clase como un simple reflejo o un producto pasivo de la lucha inmediata, Lenin había recurrido a la “idea absurda” de Kautsky de que la conciencia socialista tendría su origen en la intelectualidad burguesa. Habida cuenta de que sobre muchas de estas cuestiones Lenin admitió haber “torcido la barra” en su ataque al economicismo y el localismo organizativo, no resulta sorprendente que ciertas polémicas de Trotski muestren una gran perspicacia y sean contribuciones teóricas que pueden ser útiles incluso hoy.
Pero sí sería un error, como hacen los consejistas, tratar esta visión fuera de su contexto global, ya que se trataba de una argumentación, en esencia errónea, que ponía de manifiesto la incapacidad de Trotski para comprender lo que se jugaba verdaderamente en este debate.
En cuanto a las intuiciones de Trotski sobre el sustitucionismo en particular, debemos tener presente ante todo que él partía de la idea de que la lucha que llevaba Lenin por la centralización estaba motivada no por un combate por los principios sino por un “afán de poder” maquiavélico por parte de éste, e interpretaba pues todas las acciones y las propuestas de Lenin durante el Congreso como partes de una gran maniobra destinada a garantizarse su dictadura única sobre el partido y, quizás, sobre el conjunto de la clase.
La segunda debilidad de la crítica que hace Trotski al sustitucionismo es que no ve las raíces de éste en la presión general de la ideología burguesa que puede afectar al proletariado lo mismo que a la pequeña burguesía intelectual. Por el contrario se apoya en un análisis sociológico y obrerista según el cual las razones del fracaso de Iskra residirían en que estaba compuesta fundamentalmente de intelectuales, y que orientaba la mayor parte de su actividad hacia los intelectuales. Y, en último lugar pero no por ello menos importante, si bien es cierto que el sustitucionismo se convertiría en un peligro real, tanto en la teoría como en la práctica, a causa del aislamiento y declive de la revolución rusa, en cambio, en vísperas de 1905, en pleno auge de la marea de la lucha de clases, no era, ni mucho menos, el peligro principal. El verdadero peligro que fue denunciado en el IIº Congreso, y que iba a ser el obstáculo principal al desarrollo del movimiento revolucionario en Rusia, no era que el partido actuara sustituyendo a las masas obreras; sino la subestimación del papel diferenciado del partido (algo intrínseco a la visión de economicistas y mencheviques), que impedía la formación de un partido capaz de desempeñar su función en los levantamientos sociales y políticos que se avecinaban. En ese sentido, las advertencias de Trotski sobre el sustitucionismo suponen una falsa alarma.
En cierta medida se puede comparar con la fase de la lucha de clases que se abrió en 1968. Durante todo este período, caracterizado por una curva ascendente de la lucha de clases y la debilidad extrema de las minorías revolucionarias, el mayor peligro para el movimiento de la clase obrera no es que las minorías revolucionarias violen, por decirlo de alguna forma, la virginidad de la clase obrera; sino y sobre todo que el proletariado se lance a enfrentamientos masivos contra el Estado burgués, en un contexto en que la organización revolucionaria es demasiado pequeña y está demasiado aislada para poder influir en el curso de los acontecimientos. Por esta razón la CCI ha defendido, desde mediados de los años 80, que el principal peligro no viene del sustitucionismo sino del consejismo; no la exageración del papel y las capacidades del partido sino su subestimación o su negligencia.
El flirteo de Trotski con los mencheviques en 1903, fue un error y condujo a una ruptura entre Lenin y él que duraría hasta los prolegómenos de la revolución de Octubre. Sin embargo, poco iba a durar ese coqueteo. A finales de 1904 Trotski se enfrentó a los mencheviques sobre todo a propósito del análisis de la inminente revolución, pues Trotski jamás pudo aceptar la visión de que la clase obrera debía subordinar su lucha a las necesidades de la burguesía liberal. El carácter fundamentalmente proletario de la respuesta de Trotski se confirmaría durante los acontecimientos de 1905 durante los cuales él desempeñó un papel absolutamente crucial como presidente del Soviet de Petrogrado. Pero aún más importantes, si cabe, son las conclusiones teóricas que sacó de esta experiencia, en particular, la teoría de la revolución permanente y la clarificación del papel histórico de la forma organizativa de los Soviets como organización de la clase.
Trotski se unió a Lenin y al partido bolchevique en 1917 y reconoció, como vimos, que Lenin llevaba razón en 1903 sobre la cuestión de la organización. Sin embargo jamás reexaminó a fondo sobre esta cuestión ni, sobre todo, los errores contenidos en estas dos importantes contribuciones (nos referimos al Informe de la delegación siberiana y a Nuestras tareas políticas) que hemos analizado.
Pero a pesar de la importancia que le dio a estos problemas organizativos continuó subestimándolos a lo largo de toda su vida política posterior, contrariamente a lo que hicieron otras corrientes de oposición al estalinismo, como, por ejemplo, la Izquierda italiana. Con la distancia que da el paso de la historia, el examen de estos desacuerdos puede todavía aleccionarnos mucho no sólo sobre las cuestiones que se discutieron, sino cómo llevar a cabo estas polémicas entre verdaderos representantes del pensamiento marxista, para que se abra paso una clarificación que vaya más allá de las contribuciones individuales de los propios pensadores. Como veremos en el próximo artículo de esta serie, esto también se pudo ver en el debate que sobre cuestiones organizativas mantuvieron Lenin y Rosa Luxemburg.
Amos