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Rev. Internacional nº 118, 3er trimestre 2004

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De Marx a la Izquierda Comunista

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En el primer artículo de esta serie recordaremos, contra los que afirman que el concepto y que el término mismo de “decadencia” estarían ausentes o no tendrían valor científico en Marx y Engels, que esta teoría es la médula misma del materialismo histórico. Demostraremos que este marco teórico, así como el término de “decadencia”, estaba muy presente en Marx y Engels a lo largo y ancho de su obra. Detrás de la crítica o el abandono de la noción de decadencia, lo que está en juego es el rechazo de lo que constituye el corazón mismo del marxismo. Que la visión del mundo actual en decadencia sea negada por las fuerzas de la burguesía, es de lo más normal. El problema es que, contra ese esfuerzo por esclarecer los retos ante los cuales la decadencia de este sistema pone a la clase obrera y a la humanidad, las corrientes que se pretenden marxistas rechacen las herramientas que nos ha proporcionado el método marxista para comprender la realidad (1).

La teoría de la decadencia en la obra de los fundadores del materialismo histórico

Contrariamente a lo que se ha afirmado, los descubrimientos principales de los trabajos de Marx y Engels no residen en la existencia de las clases sociales, ni en la lucha de clases, ni en la ley del valor-trabajo o de la plusvalía. Todos estos conceptos, los historiadores y economistas los habían puesto en evidencia cuando la burguesía era todavía una clase revolucionaria frente a la resistencia feudal. El carácter fundamentalmente novedoso de los trabajos de Marx y Engels reside en la puesta en evidencia el carácter histórico de la división en clases, de la sucesión de modos de producción y del carácter transitorio del modo de producción capitalista y de la necesaria dictadura del proletariado como fase intermedia hacia una sociedad sin clases. Dicho de otra manera, el núcleo de sus descubrimientos no es otra cosa que el materialismo histórico:

“Por lo tanto, en lo que me concierne, no es a mí a quien se debe el mérito de haber descubierto ni la existencia de clases en la sociedad moderna, ni la lucha entre ellas. Mucho tiempo antes de mí, los historiadores burgueses habían narrado la evolución histórica de esas luchas de clases, y los economistas burgueses habían sacado a la luz la anatomía económica. Lo novedoso de mi trabajo ha consistido en demostrar: 1) que la existencia de clases está exclusivamente unida a las fases históricas determinadas por el desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; 3) que esta dictadura misma no representa más que una transición hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases” (carta de Marx del 5 de mayo de 1852 a J. Weydemeyer).

Según nuestros censores, la noción de decadencia no tendría nada de marxista y estaría ausente de la obra de Marx y Engels. Una simple lectura de sus principales escritos muestra, al contrario, que esta noción está en el centro mismo del materialismo histórico. Hasta tal punto, que en el Anti-Duhring (2) (1877) se nos dice que lo que hay esencialmente común entre la visión de la historia de Fourier y el materialismo histórico, son las nociones de ascendencia y de decadencia de un modo de producción, válidos para toda la historia de la humanidad, a los que Marx y Engels se refieren:

“Pero donde Fourier aparece como el más grande, es en su concepción de la historia de la sociedad (...) Fourier manejó la dialéctica con la misma maestría que su contemporáneo Hegel. Con una misma dialéctica, resalta que, contrariamente a la charlatanería sobre la perfectibilidad del hombre, toda fase histórica tiene su parte ascendente, pero también su parte descendente y él aplica además esta concepción al porvenir de la humanidad en su conjunto”.

Es quizás en el pasaje de Principios de la crítica de la economía política citado en la introducción, donde Marx da la definición más clara de una fase de decadencia. Fase que identifica una etapa particular en la vida de un modo de producción –“A partir de un cierto punto”– en el que las relaciones de producción se convierten en obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas –“el sistema capitalista se convierte en obstáculo para la expansión de las fuerzas productivas del trabajo”. A partir de ese momento determinado por el desarrollo económico, la persistencia de relaciones sociales de producción -salariado, vasallaje feudal, esclavitud- es un obstáculo irremediable para el desarrollo de las fuerzas productivas; tal es el mecanismo fundamental de la evolución de todos los modos de producción:

“Llegado a ese punto, el capital, o más exactamente el trabajo asalariado, entra en la misma relación con el desarrollo de la riqueza social y de las fuerzas productivas que el sistema de las gremios, el vasallaje, la esclavitud, y es necesariamente rechazado como un “estorbo”.

El propio Marx define muy precisamente las características:

“Es por los conflictos agudos, las crisis y las convulsiones que se traduce la incompatibilidad creciente entre el desarrollo creador de la sociedad y las relaciones de producción establecidas”.

Esta definición teórica general de la decadencia será utilizada por Marx y Engels como “verdadero concepto científicamente operativo” en el análisis concreto de la evolución de los modos de producción.

El concepto de decadencia en el análisis de modos anteriores de producción

Habiendo dedicado una buena parte de sus energías a describir los mecanismos y contradicciones del capitalismo, es lógico que Marx y Engels se sintieran atraídos de forma sustancial por su nacimiento en el seno de las entrañas del feudalismo. Así, Engels redactó en 1884 un suplemento a su estudio sobre La guerra de los campesinos en Alemania, que tiene por objeto construir el marco histórico global del período en el que se insertan los hechos que analiza. Tituló ese suplemento muy explícitamente: La decadencia del feudalismo y el auge de la burguesía del que algunos extractos no pueden ser más significativos:

“Mientras que las luchas salvajes de la nobleza feudal reinante llenaban la Edad Media con su estrépito, en toda Europa occidental, el trabajo silencioso de las clases oprimidas había minado el sistema feudal; había creado las condiciones en las cuales quedaba cada vez menos espacio a los señores feudales (...) Mientras que la nobleza era cada vez más superflua y entorpecía permanentemente la evolución, la burguesía de las ciudades se convertía en la clase que personificaba el progreso de la producción y del comercio, de la cultura y de las instituciones políticas y sociales.

“Todos estos progresos de la producción y del cambio eran, de hecho, para nuestras concepciones actuales, de naturaleza muy limitada. La producción estaba unida a la forma del puro artesanado corporativo, encerraba todavía ella misma un carácter feudal; el comercio no rebasaba los mares europeos y no fue más lejos de las ciudades de la costa de Levante, donde se procuraban por intercambio los productos del Extremo Oriente. Pero a pesar de lo mezquinas y limitadas que eran las actividades y con ellas la burguesía que las practicaba, fueron suficientes para transformar la sociedad feudal y estaban al menos en desarrollo mientras que la nobleza se estancaba (...) En el siglo XV, el feudalismo estaba entonces en plena decadencia en toda Europa Occidental (...) Por todos los sitios –tanto en las ciudades como en el campo- aumentaban los elementos de la población que reclamaban ante todo que cesara el eterno y absurdo enfrentamiento, las querellas entre señores feudales que estaban en permanente guerra interior, lo mismo que cuando el enemigo exterior estaba dentro del país... (...)

“Hemos visto cómo, en el plano económico, la nobleza feudal comienza a ser superflua, incluso un estorbo en la sociedad de fines de la Edad Media; como también, en el plano político, es ya un estorbo para el desarrollo de las ciudades y del estado nacional, posible en esta época solamente bajo la forma monárquica. Había sido mantenida a pesar de todo por la circunstancia de que poseía todavía el monopolio de las armas, de modo que había que contar con ella para hacer la guerra o librar cualquier batalla. Esto debía cambiar también; el último paso fue hacer ver a la nobleza feudal que el período de la sociedad y del estado que ella dominaba tocaba a su fin, que, en su cualidad de caballero, incluso en el campo de batalla, ya no servía para nada”.

Esos largos párrafos de Engels son particularmente interesantes en el sentido que nos restituye a la vez el proceso de “decadencia del feudalismo” y, en el seno mismo de éste, del “auge de la burguesía” así como la transición al capitalismo. En algunas frases, nos enuncia las cuatro principales características de todo período de decadencia de un modo de producción y de transición a otro:

a) La lenta y progresiva emergencia de una nueva clase revolucionaria portadora de nuevas relaciones sociales de producción en el seno mismo de la antigua sociedad en decadencia:

“Mientras que la nobleza se volvía cada vez más superflua y estorbaba permanentemente la evolución, la burguesía de las ciudades se convertía en la clase que personificaba el progreso de la producción y el comercio, de la cultura y de las instituciones políticas y sociales”.

La burguesía representaba la renovación y la nobleza el Antiguo Régimen; no será hasta que su poder económico se consolida en el seno del modo de producción feudal y, apoyándose en él, cuando la burguesía se sintió a su vez fuerte para disputarle el poder a la aristocracia. Señalemos que el pasaje desmiente formalmente la versión bordiguista de la historia que nos presenta una visión particularmente deformada del materialismo histórico postulando que cada modo de producción no conoce más que un movimiento perpetuamente ascendente al que sólo un hecho brutal (¿una revolución?, ¿un crisis?) haría bruscamente caer, casi verticalmente. A la salida de esta catástrofe “salvadora” un nuevo régimen social surgirá del fondo del abismo:

“La visión marxista se puede representar en tantas ramas y curvas todas ascendentes hasta que en su cima sucede una violenta caída brusca, casi vertical, y, al final un nuevo régimen social surge en otra rama histórica en ascenso” (Bordiga, reunión de Roma 1951, publicado en Invariance nº 4) (3).

b) La dialéctica de lo antiguo y de lo nuevo al nivel de la infraestructura:

“Todos estos progresos de la producción y del cambio eran, de hecho, para nuestras concepciones actuales, de naturaleza muy limitada. La producción estaba unida a la forma del puro artesanado corporativo, encerraba todavía ella misma un carácter feudal; el comercio no rebasaba los mares europeos y no fue más lejos de las ciudades de la costa de Levante, donde se adquirían por intercambio los productos del Extremo Oriente. Pero a pesar de lo mezquinas y limitadas que eran las actividades y con ellas la burguesía que las practicaba, fueron suficientes para transformar la sociedad feudal y estaban al menos en desarrollo mientras que la nobleza se estancaba (...) En el siglo XV, el feudalismo estaba entonces en plena decadencia en toda Europa Occidental”.

Cualquiera que sea el carácter todavía limitado (“mezquino”) de los progresos materiales de la burguesía, son suficientes para transformar una sociedad feudal “estancada” y “en plena decadencia en toda Europa Occidental” nos dice Engels. Esto desmiente formalmente esa otra versión totalmente extravagante e inventada de arriba abajo según la cual el feudalismo murió solamente porque tenía frente a él a un modo de producción más eficaz que lo superó en una carrera de velocidad:

 “Nosotros hemos visto, a lo largo de las páginas que preceden, que hay muchas maneras para que desaparezca un modo de producción determinado. (...) Puede ser vencido abriendo una brecha en su propio seno por una forma de producción ascendente hasta que el movimiento cualitativo se transforma en salto cualitativo y la nueva forma cambia a la antigua. Es el caso del feudalismo que da nacimiento al modo de producción capitalista” (RIMC) (4);

“El feudalismo desapareció a causa del éxito de la economía de mercado. Contrariamente a la esclavitud, no desapareció a causa de una falta de productividad... Al contrario: el nacimiento y el desarrollo de la producción capitalista llegó a ser posible por el aumento de la productividad de la agricultura feudal, que generó masas de campesinos superfluas de modo que pudieron transformarse en proletarios, y crear la suficiente plusvalía para nutrir la población creciente de las ciudades. El capitalismo superó al feudalismo, no porque la productividad de este último se estancase, sino porque era inferior a la productividad de la producción capitalista” (Perspectives Internationalistes, “16 tesis sobre la historia y el estado de la economía capitalista” (5).

Marx, por el contrario, habla claramente “de un régimen corporativo con las trabas que pone al libre desarrollo de la producción” y de un “poder señorial con sus prerrogativas indignantes”: “En cuanto a los capitalistas emprendedores, los nuevos potentados tenían no solamente que desplazar a los maestros de los talleres, sino también a los poseedores feudales de las fuentes de riqueza. Su aparición se presenta de esta manera como el resultado de una lucha victoriosa contra el poder señorial, con sus prerrogativas indignantes, y contra el régimen corporativo con las trabas que ponía al libre desarrollo de la producción y a la libre explotación del hombre por el hombre” (Marx, El Capital).

El análisis de los fundadores del materialismo histórico, ampliamente confirmado en el plano empírico por los estudios históricos (6), está a 180º de las elucubraciones de los detractores de la teoría de la decadencia. El análisis de la decadencia del feudalismo y de la transición al capitalismo está además ya claramente enunciado en el Manifiesto comunista donde Marx nos dice que:

“La sociedad burguesa moderna, surgida de las ruinas de la sociedad feudal... (...) (el comercio mundial, los mercados coloniales) aumentaron el desarrollo del elemento revolucionario dentro de la sociedad feudal en descomposición. El antiguo modo de producción feudal o corporativo, ya no bastaba para satisfacer las necesidades crecientes de los nuevos mercados. (...) Hemos visto, pues, que los medios de producción y de comunicación en los que se basó la creación de la burguesía se engendraron en la sociedad feudal. En determinada etapa de la evolución de estos medios de producción y comunicación, las condiciones en las que la sociedad feudal producía y traficaba, la organización feudal de la agricultura y la manufactura, en una palabra, las relaciones de propiedad feudales, ya no correspondían a las fuerzas productivas ya desarrolladas. Las mismas inhibían la producción, en lugar de estimularla. Se convirtieron en otras tantas ataduras. Había que romperlas, y se las rompió”.

Marx lo deja pues muy claro, habla de una “sociedad feudal en descomposición”. ¿Por qué el feudalismo está en decadencia? Porque “las relaciones de propiedad feudales ya no correspondían a las fuerzas productivas ya desarrolladas. Aquellas inhibían la producción, en lugar de estimularla”. Fue dentro de ese feudalismo en ruinas donde comenzó la transición al capitalismo:

“La sociedad burguesa moderna, surgida de las ruinas de la sociedad feudal”. Marx desarrollará otra vez este análisis en los Principios de la crítica de la economía política:

“Fue solamente en los tiempos de hundimiento del feudalismo, cuando las luchas eran todavía intestinas –así en la Inglaterra del siglo XIV y en la primera mitad del siglo XV–, donde se puede situar la edad de oro del trabajo hacia su emancipación”.

Para caracterizar la decadencia feudal que se despliega desde el comienzo del siglo XIV hasta el siglo XVIII, Marx y Engels emplean múltiples términos que no tienen ninguna ambigüedad para quien dispone de un mínimo de honradez política:

“Feudalismo en plena decadencia en toda la Europa Occidental”, “nobleza en estancamiento”, “sociedad feudal en ruinas”, “sociedad feudal en descomposición”, “las relaciones feudales entorpecen la producción” y “el hundimiento del feudalismo, el régimen corporativo con las trabas que ponen al libre desarrollo de la producción” (7).

c) El desarrollo de los conflictos entre diferentes fracciones de la clase dominante:

“Mientras que las luchas salvajes de la nobleza feudal reinante llenaban la Edad Media con su estrépito (...) el eterno y absurdo enfrentamiento, las querellas entre señores feudales que estaban en permanente guerra interior, lo mismo que cuando el enemigo exterior estaba dentro del país...”.

La nobleza feudal tiene que obtener la dominación económico-política sobre el campesinado, y la obtiene mediante la violencia. Confrontada a las dificultades crecientes para extraer el suficiente sobretrabajo para la renta feudal, la nobleza se va a desgarrar en interminables conflictos que traerían como consecuencia arruinar todavía un poco más a la sociedad entera. La guerra de los cien años que dividió en dos la población europea y las guerras monárquicas incesantes son los ejemplos más destacables.

d) El desarrollo de las luchas de la clase explotada:

“...en toda la Europa Occidental el trabajo silencioso de las clases oprimidas había minado el sistema feudal; había creado las condiciones en las cuales quedaba cada vez menos espacio para los señores feudales”.

Bajo el dominio de las relaciones sociales, la decadencia de un modo de producción se manifiesta por un desarrollo cuantitativo y cualitativo de las luchas entre clases antagónicas: lucha de la clase explotada que experimenta cada vez más la miseria ya que la explotación es llevada a su extremo por una clase explotadora desesperada; luchas de la clase portadora de la nueva sociedad que choca con las fuerzas del antiguo orden social (en las sociedades pasadas, siempre se trata de una nueva clase explotadora, en el capitalismo, en cambio, el proletariado es a la vez clase explotada y clase revolucionaria).

Estas largas citas sobre el fin del modo de producción feudal y la transición al capitalismo demuestran ya ampliamente que el concepto de decadencia está no solamente definido teóricamente por Marx y Engels, sino que se trata además de un verdadero concepto científico operativo para describir la dinámica de sucesión de modos de producción que ellos pudieron identificar durante su vida. Es entonces lógico también que utilizaran este concepto cuando estudian las sociedades primitivas, asiáticas o antiguas. Analizando la evolución del modo de producción esclavista, Marx y Engels ponen en evidencia ya en La ideología alemana (1845-46), las características generales de la decadencia del modo de producción antiguo:

“Los últimos siglos del Imperio romano en declive y la conquista de los bárbaros aniquilaron una masa de fuerzas productivas: la agricultura había retrocedido, la industria estaba también en decadencia por falta de mercados, el comercio estaba paralizado o interrumpido por la violencia, la población tanto rural como urbana, había disminuido”.

Igualmente, en el análisis de las sociedades primitivas, nos encontramos con el meollo mismo de la definición de Marx y Engels de la decadencia de un modo de producción:

“La historia de la decadencia de las sociedades primitivas (...) está todavía por hacer. Hasta ahora se nos han proporcionado escasos bocetos (...) De forma secundaria, las causas de su decadencia derivan de hechos económicos que le impedían superar cierto grado de desarrollo...” (primer borrador de la carta de Marx a Vera Zasulich, 1881).

En fin, para las sociedades del modo de producción asiático (8) he aquí lo que dice Marx en El Capital donde compara el estancamiento de las sociedades asiáticas con la transición al capitalismo en Europa:

“En todos los sistemas de producción precapitalistas, la usura no hace otra obra revolucionaria que la de destruir y disolver las formas de propiedad, que se reproducen sin cesar bajo las mismas formas y sobre la base de aquellas reposa sólidamente la estructura política. Es solamente cuando se reúnen las condiciones del sistema de producción capitalista cuando la usura aparece como uno de los medios que contribuyen a hacer nacer el nuevo modo de producción, arruinando, por un lado, a los señores feudales y a los pequeños productores, y, por otro lado, centralizando las condiciones de trabajo creando el capital”.

La decadencia del capitalismo en Marx y Engels

Algunos con mentalidad cerril, que saben perfectamente bien que Marx y Engels utilizaron con asiduidad el concepto de decadencia para los modos de producción anteriores al capitalismo, pretenden sin embargo que:

“Marx se limitó a dar del capitalismo una definición progresista solamente para la fase histórica en la cual eliminó el mundo económico del feudalismo engendrando un vigoroso período de desarrollo de las fuerzas productivas que estaban inhibidas por la forma económica precedente, pero jamás avanzó una definición de la decadencia más que puntualmente en la famosa introducción a la Crítica de la economía política...” (Prometeo nº 8, 2003).

¡Nada es tan falso! Durante toda su existencia, Marx y Engels analizaron la evolución del capitalismo y constantemente trataron de determinar los criterios y el momento de su entrada en decadencia. Así, desde el Manifiesto comunista, pensaban que había cumplido su misión histórica y que los tiempos estaban maduros para el paso al comunismo:

“Las fuerzas productivas de que ella dispone no funcionan ya a favor de la propiedad burguesa; son, al contrario, demasiado pujantes para las instituciones burguesas que no hacen más que entorpecer (...) Las instituciones burguesas son demasiado estrechas para contener las riquezas que han creado (...) La sociedad no puede ya vivir bajo la burguesía; es decir que la existencia de la burguesía y la existencia de la sociedad son incompatibles” (9).

Marx y Engels reconocieron más tarde haber hecho un diagnóstico prematuro. Así, desde finales del año 1850, Marx escribió en la Neue Rheinische Zeitung:

“En presencia de esta prosperidad general de las fuerzas productivas de la sociedad burguesa, que se están extendiendo con toda la magnificencia posible dentro del marco burgués, no es el momento de una verdadera revolución”.

Y, en una carta muy interesante a Engels del 8 de octubre de 1858, Marx precisará los criterios cualitativos para determinar el momento del paso a la fase de decadencia del capitalismo, a saber, la creación del “mercado mundial, al menos en sus grandes líneas, así como una producción condicionada por el mercado mundial”. A su parecer estos dos criterios están ya desarrollados para Europa –en 1858 piensa que la revolución socialista está madura en el continente–, pero no todavía para el resto del globo que estima que está aún en su fase ascendente:

“La verdadera misión de la sociedad burguesa, es la de crear el mercado mundial, al menos en sus grandes líneas, así como una producción condicionada por el mercado mundial. Como el mundo es limitado, esta misión parece acabada después de la colonización de California y de Australia y la apertura de Japón y de China. Para nosotros la cuestión difícil es ésta: ¿es inminente la revolución en el continente (europeo), y tomará con rapidez un carácter socialista? ¿pero no será forzosamente sofocada en este pequeño rincón, ya que, en un territorio mucho más grande, el movimiento de la sociedad burguesa está todavía en su fase ascendente?”.

En El Capital, Marx dirá que “Por este medio el capitalismo prueba simplemente, una vez más, que entra en su período senil en el que va sobreviviendo”. En 1881 otra vez, Marx, en el segundo borrador de carta a Vera Zasulich, pensaba que el capitalismo había entrado en su fase de decadencia en Occidente: “El sistema capitalista ha superado su apogeo en el Oeste, aproximándose el momento en que ya no será sino un sistema social regresivo”. De nuevo, y si se lee con un mínimo de honradez política, los términos utilizados por Marx para hablar de la decadencia del capitalismo no tienen ambigüedad: “período de senilidad, sistema social regresivo, trabas al desarrollo de las fuerzas productivas, sistema que va sobreviviendo, etc.”

En fin, Engels continuará esta búsqueda en 1895:

“La historia nos ha desmentido, a nosotros como a todos los que pensaban de la misma manera. Ha mostrado claramente que el estado del desarrollo económico en el continente distaba mucho de estar maduro para la eliminación de la producción capitalista; ha sido probado por la revolución económica que, después de 1848, ha alcanzado a todo el continente (...) esto prueba de una vez por todas que también era imposible en 1848 hacer la conquista de la transformación social por un simple golpe de mano”.

Los escritos de Marx y Engels “desmienten de una vez por todas” las majaderías repetidas en páginas y páginas por elementos parásitos sobre la posibilidad de la revolución comunista desde 1848: “Nosotros hemos defendido muchas veces la tesis de que a partir de 1848, el comunismo es posible” (Robin Goodfellow, El comunismo como necesidad histórica, 01/02/2004) (10). Estupideces por desgracia compartidas ampliamente por los bordiguistas del PCI, quienes, en una muy mala polémica, nos reprochan haber afirmado –como Marx y Engels– que “las condiciones de su derrocamiento no existen en el momento de apogeo de una forma social” para declarar

“He aquí tirado al cubo de la basura un siglo de existencia de la lucha del proletariado y de su partido (...) De golpe ni el nacimiento de la teoría comunista, ni el sentido ni las enseñanzas de las revoluciones del siglo XIX pueden ser comprendidas...” (Folleto nº29 del PCI: La Corriente comunista internacional: a contra corriente del marxismo y de la lucha de clases).

¿Por qué este argumento es totalmente necio? Porque cuando Marx y Engels escribieron el Manifiesto comunista, había estancamientos periódicos del crecimiento por las crisis cíclicas y que a lo largo de estas crisis, podían ya analizar todas las manifestaciones de las contradicciones fundamentales del capitalismo. Pero “estas revueltas de las fuerzas productivas contra las relaciones modernas de producción” no eran sino revueltas de juventud. El resultado de aquellas explosiones regulares no era otro que el fortalecimiento del sistema, el cual, en una vigorosa ascensión, se desprendía de sus ropas infantiles y de los últimos estorbos feudales que encontraba en su camino. En 1850, solamente el 10% de la población mundial estaba integrada en las relaciones de producción capitalistas. El sistema del salariado tenía todo un futuro ante sí. Marx y Engels tuvieron la genial perspicacia de despejar de las crisis de crecimiento del capitalismo la esencia de todas sus crisis y de anunciar así a la historia futura los fundamentos de sus convulsiones más profundas. Si ellos lo pudieron hacer es porque, desde su nacimiento, una forma social lleva en germen todas las contradicciones que provocarán su muerte. Pero mientras esas contradicciones no se hayan desarrollado hasta el punto de parar de forma permanente su crecimiento, son el motor mismo de éste. Los estancamientos periódicos que conoció la economía capitalista a lo largo del siglo XIX no tienen nada que ver con las crisis permanentes y crecientes. Así, inspirándose en la intuición de Marx sobre el momento de la entrada en decadencia del capitalismo por “la creación del mercado mundial en sus grandes líneas” así “como una producción condicionada por el mercado mundial” (Marx), Rosa Luxemburgo despejará claramente la dinámica y el momento:

“Las crisis tal y como nosotros las hemos conocido hasta el presente (revisten) de alguna manera el carácter de crisis juveniles. Nosotros no por ello hemos llegado al grado de desarrollo y de agotamiento del mercado mundial que podría provocar el asalto fatal y periódico de las fuerzas productivas contra las barreras de los mercados, asalto que constituirá el tipo mismo de la crisis de senilidad del capitalismo... Una vez el mercado mundial desarrollado y constituido en sus grandes líneas hasta que no se pueda agrandar más gracias a bruscos crecimientos expansionistas; la productividad del trabajo continuará incrementándose de una manera irresistible; es entonces cuando comenzará, a mayor o menor plazo, el asalto periódico de las fuerzas productivas contra las barreras que obstaculizan los cambios, asalto cuya repetición será cada vez más ruda e imperiosa”.

La noción de decadencia en El Capital de Marx

Hemos visto que Marx y Engels utilizaron en muchas ocasiones la noción de decadencia en sus escritos principales sobre el materialismo histórico y la crítica de la economía política (La Ideología alemana, El Manifiesto, el Anti-Duhring, los Principios de una crítica de la economía política, la nota final a La Guerra campesina en Alemania), pero también en varias cartas de sus Correspondencias, diferentes prefacios, etc. ¿Y en El Capital, considerada como la obra maestra de Marx por el BIPR, pues para éste el término de decadencia “...mismo no aparece nunca en los tres volúmenes que componen El Capital” (11)? Al parecer, el BIPR no se ha leído bien El Capital pues en todas las partes en las que Marx aborda, ya sea el nacimiento del capitalismo, ya su final, la noción de decadencia está bien presente

Marx confirma su análisis de la decadencia del feudalismo y, dentro de esa decadencia, la transición al capitalismo en las páginas mismas de El Capital:

“La estructura económica capitalista surgió de las entrañas del orden económico feudal. La disolución de éste despejó los elementos constitutivos de aquél (...) Aunque los primeros esbozos de la producción capitalista se hicieron muy temprano en algunas ciudades del Mediterráneo, la era capitalista se inicia en el siglo XVI. Por todas las partes donde florece hacía ya tiempo que la servidumbre se había abolido y el régimen de las ciudades soberanas, gloria de la Edad Media estaba ya en plena decadencia. (...) La revolución que iba a poner los primeros cimientos del régimen capitalista tuvo su preludio en el último tercio del siglo XV y principios del XVI.”

De igual modo, cuando Marx aborda las contradicciones insuperables en las que se hunde el capitalismo y cuando considera su superación por el comunismo, dice claramente “entrada del capitalismo en un período senil durante el cual va sobreviviendo”:

“Aquí el sistema de producción capitalista cae en una nueva contradicción. Su misión histórica es desarrollar, hacer avanzar radicalmente, en progresión geométrica, la productividad del trabajo humano. Es infiel a su vocación en cuanto, como en este caso, pone trabas al desarrollo de la productividad. Ahí, sencillamente, prueba, una vez más, que entra en su período senil y que va sobreviviendo” (Marx, El Capital).

Notemos de paso que Marx considera el período de senilidad del capitalismo como una fase en la que va sobreviviendo y durante la cual es un obstáculo al desarrollo de la productividad. Esto desmiente una vez más esa otra teoría inventada por el grupo Perspective Internationaliste según la cual la decadencia del capitalismo (y también la del feudalismo, ver más abajo) se caracterizarían por ¡un desarrollo pleno de las fuerzas productivas y de la productividad del trabajo (12)!

En fin, en otro pasaje de El Capital en el que Marx recuerda el proceso general de sucesión de las formas históricas de producción:

“Toda forma histórica determinada de ese proceso (de trabajo) sigue desarrollando las bases materiales y las formas sociales de éste. Cuando ha llegado a cierto grado de madurez, esa forma histórica determinada es despojada para dejar el sitio a una forma superior. Se aprecia entonces que ha llegado el momento de una crisis de ese tipo cuando se agudizan la contradicción y la oposición entre las relaciones de distribución y por lo tanto el aspecto histórico definido de las relaciones de producción correspondientes y las fuerzas productivas, la capacidad de producción, y el desarrollo de sus agentes. El desarrollo material de la producción y su forma social entre entonces en conflicto” (Marx, El Capital).

Recoge aquí la definición que ya había dado en la Crítica de la economía política que vamos ahora a examinar. Antes, señalemos que lo que es cierto para El Capital lo es también para cantidad de trabajos preparatorios de su redacción en los cuales la noción de decadencia está ampliamente representada (13) y para que se convenza de ello, el mejor consejo que podemos dar al BIPR es que se lea su propia Biblia... o volver a los pupitres de la escuela para aprender a leer.

La noción de decadencia definida por Marx en la Crítica de la economía política

Así expone Marx sintéticamente los resultados principales de sus investigaciones en 1859 en la Crítica de la economía política:

“He aquí, en pocas palabras, el resultado final al que llegué y que, una vez obtenido, me sirvió de hilo conductor en mis estudios. En la producción social de su existencia, los hombres establecen vínculos determinados, necesarios, independientes de su voluntad; esas relaciones de producción corresponden a un grado determinado del desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de esos vínculos forma la estructura económica de la sociedad, los cimientos reales sobre los que se alza la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se alza un edificio jurídico y político y a la que corresponden formas determinadas de la conciencia social. El modo de producción de la vida material domina en general el desarrollo de la vida social, política e intelectual. No es la conciencia de los hombres lo que determina su existencia, es, al contrario, su existencia social lo que determina su conciencia. En cierto grado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan con las relaciones de producción existentes, o con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se habían movido hasta entonces y que no son más que su expresión jurídica. Formas, ayer todavía, de desarrollo de las fuerzas productivas, esas condiciones se vuelven pesadas trabas. Empieza entonces una era de revolución social. El cambio en las bases económicas viene acompañado de un trastorno más o menos rápido en todo ese enorme edificio. Cuando se analizan esos trastornos, hay que distinguir siempre dos órdenes de cosas. Hay un trastorno material de las condiciones de producción económica. Debe ser constatado con la mentalidad rigurosa de las ciencias naturales. Pero también hay formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas, filosóficas, en resumen, las formas ideológicas en las que los hombres toman conciencia de ese conflicto y lo llevan hasta el final. No se juzga a un individuo por la idea que de sí mismo tiene. No se juzga una época de revolución según la conciencia que tal época tiene de sí misma. Esta conciencia se explicará más bien por las contrariedades de la vida material, por el conflicto que opone las fuerzas productivas sociales y las relaciones de producción. Nunca expira una sociedad antes de haber desarrollado todas las fuerzas productivas que es capaz de contener; nunca se instauran relaciones superiores de producción antes de que las condiciones materiales de su existencia hayan aparecido en el seno mismo de la vieja sociedad. Por eso es por lo que la humanidad solo se plantea las tareas que puede realizar: puestos a considerar mejor las cosas, siempre se verá que la tarea surge allí donde las condiciones materiales de su realización ya están realizadas o está realizándose. Reducidos a sus grandes rasgos, los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno aparecen como épocas progresivas de la formación económica de la sociedad. Las relaciones de producción burguesas son la última forma antagónica del proceso social de producción. No se trata aquí de un antagonismo individual; nosotros lo entendemos más bien como el producto de las condiciones sociales de la existencia de los individuos; pero las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean al mismo tiempo las condiciones materiales capaces de resolver ese antagonismo. Con este sistema social es la prehistoria de la humanidad lo que se cierra”.

Nuestros censores, con muy poca honradez, suelen evitar la cuestión de la decadencia transformando o reinterpretando sistemáticamente los escritos de Marx y Engels. Así ocurre en especial con esa cita de Crítica de la economía política en donde ellos creen, sin razón como hemos visto, que sería el único lugar en que Marx hablaría de decadencia. Para Battaglia communista, por ejemplo, Marx, en ese pasaje, no hablaría de dos fases bien diferenciadas en la evolución histórica del modo de producción capitalista, sino del fenómeno recurrente de la crisis económica:

“Es lo mismo para lo que anima a los defensores de ese análisis (de la decadencia) a citar la frase de Marx según la cual, en cierto grado de desarrollo del capitalismo, las fuerzas productivas entran en contradicción con las relaciones de producción, desarrollándose así el proceso de decadencia. Aparte de que la expresión en cuestión se refiere al fenómeno de la crisis general y a la ruptura de la relación entre estructura económica y las superestructuras ideológicas que puede generar acciones de clase en el sentido revolucionario y no a la cuestión que se discute...” (Prometeo n° 8, diciembre 2003).

En sí misma, la cita de Marx no sufre ambigüedad alguna. Es clara, transparente, inscribiéndose en la misma lógica que todas las demás transcritas en este artículo. Desde su carta a J. Wedemeyer, se sabe muy bien hasta qué punto consideraba Marx el materialismo histórico como su verdadero aporte teórico y cuando resume diciendo: “en pocas palabras, el resultado final al que llegué y que, una vez obtenido, me sirvió de hilo conductor en mis estudios”, está hablando, sin lugar a dudas, de la evolución de los modos de producción, de sus dinámicas y contradicciones que se articulan en torno a la relación dialéctica entre las relaciones sociales de producción y las fuerzas productivas. Marx sintetiza en unas cuantas frases todo el arco histórico de la evolución humana:

“Reducidos a sus grandes rasgos, los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno aparecen como épocas progresivas de la formación económica de la sociedad. Las relaciones de producción burguesas son la última forma antagónica del proceso social de producción (...) Con este sistema social es la prehistoria de la humanidad lo que se cierra”.

En ningún sitio, como pretende el BIPR, Marx evoca los ciclos recurrentes de crisis, las colisiones periódicas entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción o los grandes períodos de la evolución de la cuota de ganancia; Marx se sitúa aquí en otra escala, en la escala de las grandes fases de la evolución de los modos de producción, en la escala de las “eras” históricas. En esa cita, como en las demás, Marx define dos grandes fases en la evolución histórica de un modo de producción: una ascendente durante la cual las relaciones sociales de producción impulsan y favorecen el desarrollo de las fuerzas productivas, “las relaciones de propiedad… Ayer todavía formas de desarrollo de las fuerzas productivas”, y después, “En cierto grado de su desarrollo” llega una fase decadente en la que “las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan con las relaciones de producción existentes”, o sea, durante la cual las relaciones sociales de producción dejan de ser un estímulo de las fuerzas productivas, transformándose en “pesadas trabas”. Marx precisa que ese vuelco ocurre en un momento dado “en un cierto grado de desarrollo “ y no habla para nada de “colisiones recurrentes y mayores cada día” según la interpretación abusiva del BIPR. Además, Marx emplea en varias ocasiones en El Capital fórmulas idénticas a las de su Crítica de la economía política y cuando se refiere al carácter históricamente limitado del capitalismo, dice claramente que hay dos fases bien diferenciadas en su evolución:

“... en el desarrollo de las fuerzas productivas, el modo de producción capitalista encuentra un límite que no tiene nada que ver con la producción de riqueza en sí; y esa limitación tan particular es testimonio del carácter limitado y puramente histórico, transitorio, del sistema de producción capitalista. Es testimonio de que no existe un modo absoluto de producción de la riqueza, sino que al contrario, entra en conflicto con el desarrollo de ésta en una determinada etapa de la evolución” (Marx, El Capital) o “Ahí, sencillamente, prueba, una vez más, que entra en su período senil y va sobreviviendo”.

El BIPR podrá tener dificultades de lectura para comprender la Crítica de la economía política de Marx, pues todo el mundo hace errores, pero cuando se repiten, incluso en las citas de lo que considera su biblia (El Capital), da la impresión de que ya no se trata de fallos puntuales.

A nuestros censores parásitos, por su parte, parece que les gusta hacer análisis sintácticos. Para RIMC, por ejemplo,

“La CCI se da el trabajo de subrayar el trozo de frase “Empieza entonces”, sin duda para insistir, como buen gradualista que es, en el carácter progresivo del movimiento que cree así designar. Ahora bien, también podría subrayarse la palabra “revolución social”, que precisamente significa lo contrario, al ser una revolución el trastorno violento del orden existente, o sea, una ruptura cualitativa brutal en el ordenamiento de las cosas y de los acontecimientos” (RIMC, “Dialectique...”).

Para quien sabe leer, sin embargo, Marx habla de la apertura de una “era de revolución social” (una era es un época durante la cual se establece un nuevo orden social de las cosas), hablando de cambio y de duración, puesto que nos dice que ese “cambio en los cimientos económicos viene acompañado de un trastorno más o menos rápido”... ¡Nada de “violenta y brusca caída, casi vertical, y, desde el fondo surge un nuevo régimen social” de Bordiga que RIMC recupera! Marx no confunde, como éstos, el “cambio en los cimientos económicos” y la revolución política. Aquél es lento en su proceso de separación de la antigua sociedad, y ésta es más breve, más limitada en el tiempo, aunque, en general, suele también extenderse durante cierto periodo, pues el derrocamiento del poder político de una antigua clase dominante por una nueva, no se hace en dos días tras un primer ensayo. El advenimiento político de una nueva clase dominante suele ocurrir a través de múltiples intentonas malogradas, fracasos prematuros, incluso restauraciones momentáneas tras breves victorias.

El significado político de las críticas de nuestros censores

Por lo que se refiere a los grupúsculos parásitos cuya función esencial es enredar la claridad política, oponiendo Marx a la Izquierda Comunista, corriendo así una cortina de humo entre los nuevos elementos en búsqueda y los grupos revolucionarios, las cosas están claras. Recordar sencillamente la noción central de decadencia en la obra de Marx y Engels aniquila todas sus alegaciones recurrentes con las que pretenden que es una “... teoría totalmente desviacionista en relación con el programa comunista (...) ese método de análisis no tiene nada que ver con la teoría comunista (...) desde el punto de vista del materialismo histórico el concepto de decadencia no tiene coherencia alguna. No forma parte del arsenal teórico del programa comunista. Y como tal debe ser rechazado. (...) Nadie duda por qué la CCI utiliza esa cita (primer borrador de la carta de Marx a V. Zasulich) pues consta en ella dos veces la palabra ‘decadencia’, lo cual es extraño en Marx, para quien ese término nunca tuvo valor de concepto científico” (RIMC, “Dialectique...”) poniendo semejantes alegaciones en el baúl de los trastos inútiles. Esas alegaciones, dichas con la única preocupación enfermiza y parásita de ir contra la CCI, tienen un solo punto común: negar que el origen del concepto de decadencia está en Marx y Engels. Pero cuando se trata de dar bases a sus análisis, cada cual se saca su pequeñita idea a partir de vagas y muy imprecisas nociones de historia del movimiento revolucionario. Para Aufheben (14), por ejemplo, “La teoría del declive capitalista apareció por primera vez en la IIª  internacional”; mientras que para RIMC (Dialectique...) habría nacido tras la Primera Guerra mundial:

“El objetivo de este trabajo es hacer una crítica global y definitiva del concepto de “decadencia” que emponzoña la teoría comunista como una de las desviaciones principales nacidas en la primera posguerra, e impide todo trabajo científico de restauración de la teoría comunista por su carácter fundamentalmente ideológico”,

y, en fin, para Perspective internationaliste (Hacia una nueva teoría de la decadencia del capitalismo), habría sido Trotski el inventor de ese concepto “El concepto de decadencia del capitalismo surgió en la IIIa Internacional, en donde fue desarrollado sobre todo por Trotski” ... ¡Cualquiera entiende! Si hay algo que el lector podrá haber comprobado tras este examen de citas significativas de la obra de Marx y Engels, es que la noción de decadencia tiene en esa obra su verdadero origen. No solo esa noción está en el centro del materialismo histórico y muy precisamente definida en el plano teórico y conceptual, sino que también es una herramienta científica operativa en el análisis concreto de la evolución de los diferentes modos de producción. Y si tantas organizaciones del movimiento obrero han desarrollado esa noción de decadencia, como lo reconocen involuntariamente esos grupos parásitos en sus escritos, es desde luego porque esa noción forma parte de la médula del marxismo.

Los bordiguistas del PCI nunca aceptaron el análisis de la decadencia desarrollado por la Izquierda comunista de Italia en el exilio entre 1928 y 1945 (15), a pesar de que reivindican su filiación histórica con ella. Su acta de nacimiento en 1952 fue precisamente un rechazo de ese concepto (16); mientras que Battaglia communista (17) mantuvo los principios adquiridos de la Izquierda comunista de Italia, los elementos en torno a Bordiga se separarán para fundar el PCI (Partido comunista internacional). A pesar de su importante regresión teórica, el PCI se ha mantenido siempre en el campo internacionalista de la Izquierda comunista. Sigue profundamente enraizado en el materialismo histórico y, por ello, sea cual sea la conciencia que de ello tiene, siempre ha defendido las grandes líneas del marco de análisis de la decadencia. Para probarlo, basta con citar sus propias posiciones de base que aparecen al dorso de todas sus publicaciones:

“Las guerras imperialistas mundiales demuestran que la crisis de desintegración del capitalismo es inevitable por el hecho de que éste entró definitivamente en el periodo en el que su expansión ya no estimula el crecimiento de las fuerzas productivas, sino que supedita su acumulación a unas destrucciones repetidas y crecientes” (en el fondo y en lo esencial, ¡la CCI viene a decir lo mismo!) (18).

Podríamos citar muchos pasajes parecidos de sus propios textos en los que, a veces, no vacila en reconocer implícita o explícitamente la noción misma de “decadencia del capitalismo”:

“Es verdad que si insistimos nosotros en el carácter cíclico de las crisis y catástrofes del capitalismo mundial, eso no menoscaba en nada la definición general de su fase actual, una fase de decadencia en la cual “las premisas objetivas de la revolución proletaria no solo están ya maduras, sino que incluso ya han empezado a pudrirse” como decía Trotski” (Programme Communiste n° 81, p. 15).

Mientras que hoy, en su folleto de crítica a nuestras posiciones, intenta en varias páginas hacer una crítica muy mediocre de la decadencia... sin darse cuenta de que, una vez más, contradice sus propias afirmaciones:

“Puesto que desde 1914, la revolución, y solo la revolución, se ha puesto por todas partes y en todo momento al orden del día, es decir que las condiciones objetivas están presentes por todas partes, solo es posible explicar la ausencia de esta revolución recurriendo a los factores subjetivos: lo único que falta para que estalle la revolución es la conciencia del proletariado. Esta situación parece un eco deformado de las posiciones falsas del gran Trotski de finales de los años 30. Trotski también pensaba entonces que las fuerzas productivas habían alcanzado el máximo posible bajo el régimen capitalista y por consiguiente todas las condiciones objetivas para la revolución estaban maduras (y que incluso empezaban a “pudrirse”); el único obstáculo eran las condiciones subjetivas...” (folleto n° 29 del PCI, p. 9). ¡Misterios de la invariabilidad!

En cuanto a Battaglia communista, obligados estamos a constatar que, a pesar de la afirmación de su continuidad política con las posiciones de la Fracción italiana de la Izquierda Comunista Internacional (19), está volviendo a sus orígenes bordiguistas. Después de haber rechazado las posiciones de Bordiga en 1952 y haberse reapropiado algunas lecciones de la Izquierda italiana en el exilio, hoy, su abandono explícito de la teoría de la decadencia tal como justamente la desarrolló la Fracción (20), hace volver a Battaglia communista junto a los bordiguistas del Partido comunista internacional (Programa comunista). Es un retorno a los orígenes, pues tanto en su plataforma constitutiva de 1946 como en la de 1952, la noción de decadencia está ausente. Le imprecisión política de esos dos documentos programáticos sobre el marco de comprensión del período que abrió la Primera Guerra mundial ha sido siempre la matriz de las debilidades y oscilaciones de BC en la defensa de las posiciones de clase.

Este examen nos ha permitido también comprobar que los escritos de los fundadores del marxismo están muy lejos de las diferentes versiones deformadas del materialismo histórico que defienden nuestros censores. Por nuestra parte esperamos que éstos nos demuestren, basándose en los escritos de Marx y Engels, como lo hemos hecho nosotros aquí sobre la noción de decadencia, la validez de su propia visión de la sucesión de los modos de producción. En espera de ello, sus pretensiones un tanto arrogantes de ser doctores en marxismo nos harán más bien sonreír, pues conociendo los escritos de Marx y Engels, estamos seguros de lo que decimos.

Cuando la adulación servil sirve de línea política

En páginas y más páginas, la denominada Ficci (21) pretende luchar contra la “degeneración” de nuestra organización a causa de nuestro análisis de la relación de fuerzas entre las clases, nuestra orientación para la intervención en la lucha de la clase, nuestra teoría de la descomposición del capitalismo, nuestra actitud y método de agrupamiento de las fuerzas revolucionarias, nuestro funcionamiento interno, etc. Más incluso, esa Fecci afirma que la CCI estaría en la agonía, por no decir casi muerta, y que sería el BIPR quien sería el polo de clarificación y agrupamiento: “con el inicio de la trayectoria oportunista, sectaria y derrotista que está hoy viviendo la CCI oficial, el BIPR ocupa el centro de la dinámica hacia la construcción del partido”. Esta declaración de amor está acompañada incluso de un alineamiento político puro y simple en las posiciones del BIPR: “Somos conscientes de que existen divergencias entre esa organización y nosotros, especialmente sobre las cuestiones de método de análisis más que sobre las posiciones políticas” (Boletín n°23). Así, de un plumazo, ahí está la Ficci, esforzada defensora de la ortodoxia de la plataforma de la CCI, eliminando todas las divergencias políticas importantes entre la CCI y el BIPR. ¡Pero hay algo más significativo todavía! Aún cuando la decadencia está en el corazón mismo de la plataforma de la CCI y ahora está siendo veladamente puesta en entredicho por parte del BIPR desde hace más de dos años (22) y recibiendo una crítica indigna por parte del PCI (Programa comunista)... la Ficci no ha encontrado mejor cosa que callarse e incluso lamentar que nosotros defendiéramos el marco de análisis de la decadencia contra las derivas izquierdistas del PCI y del BIPR:

“... y ahora ponen en entredicho el carácter proletario de esa organización así como del BIPR, o al menos las ponen a ambas en los márgenes del campo proletario! (Revista internacional n° 115...)” (Presentación del Boletín n°22)…

Hasta hoy, la Ficci ha logrado escribir cuatro artículos sobre el tema de la decadencia del capitalismo (boletín n° 19, 20, 22 y 24). Esos artículos llevan el pomposo título de “Debate en el campo proletario”, pero el lector no verá la menor evocación del abandono del concepto de decadencia por el BIPR. Encontrará en cambio la acostumbrada diatriba contra nuestra organización con la pretensión ridícula de que seríamos nosotros quienes estaríamos abandonando la teoría de la decadencia. Ni una palabra sobre el BIPR que está poniendo explícitamente en entredicho la cuestión de la teoría de la decadencia y, en cambio, escritos ridículos sobre la CCI que defiende este análisis de manera intransigente.

Cuatro meses después de la publicación por le BIPR de un nuevo y largo artículo para explicar por qué cuestiona la teoría de la decadencia tal como la elaboró la Izquierda comunista (Prometeo n° 8, diciembre de 2003), la Ficci, en la presentación de su boletín n° 24 de abril de 2004, en una sola línea no encuentra nada mejor que aplaudir esa “contribución fundamental” “Saludamos ese trabajo de los camaradas del PCI que indica la preocupación por esclarecer la cuestión. Tendremos, sin duda, ocasión de volver sobre ello”. El artículo del BIPR no es visto evidentemente por lo que es realmente, o sea, un grave retroceso oportunista en el plano programático, sino que es alabado como una contribución que habría sido escrita para combatir nuestra pretendida deriva política:

“La crisis en la que se hunde cada vez más la CCI incita a los grupos del campo proletario a revisar esta cuestión de la decadencia; lo cual es una implicación de esos grupos en el combate contra la deriva oportunista de un grupo del medio político proletario y es su participación en el combate para intentar salvar lo que pueda serlo del desastre de la deriva oportunista de nuestra organización. Nosotros saludamos este esfuerzo...”.

Cuando la adulación servil sirve de línea política, ya no es oportunismo, es ya ponerse a hacer zalamerías a quienes se lisonjea. En efecto, para encubrir sus comportamientos chulescos de delatores con un barniz político, la Ficci se ha puesto frenéticamente a “descubrir” importantísimas divergencias con la CCI, despojándose, por ejemplo, de nuestro análisis de la descomposición del capitalismo (23). La Ficci tenía que eliminar lo que es políticamente menos “popular’ entre los grupos del medio revolucionario para así poder acercarse mejor e influir en ellos. Y así empieza a hacer genuflexiones ante quienes lisonjea... pero éstos parece que no se dejan engañar del todo:

“Nosotros no excluimos que algunos individuos puedan salir de la CCI para unirse a nosotros, pero es imposible que surjan en su seno grupos o fracciones que, en el debate con su propia organización, llegaran en bloque a desarrollar posiciones convergentes con las nuestras... Un resultado así solo podría venir, en efecto, de un cuestionamiento completo, más todavía, de una ruptura con las posiciones prácticas, políticas y programáticas generales y no de una simple modificación o mejora...” (Folleto n°29 del PCI : 4).

¡Difícil decirlo mejor! Tras haberse despojado de la teoría de descomposición, la Ficci está hoy dispuesta a reducir todas las divergencias políticas entre la CCI y el BIPR a unos cuantos problemillas de “método de análisis” y, mañana, estará dispuesta a quitarse de encima, en un tentador strip-tease, la teoría de la decadencia para embelesar a los grupos hostiles a esos dos conceptos, para así poder seguir haciendo la sucia labor que consiste en intentar por todos los medios aislar a la CCI de los demás grupos del medio político proletario.

C. Mcl.

 

1) En el artículo “La crisis económica confirma la quiebra de las relaciones sociales de producción capitalistas” de la Revista internacional n°115, pudimos ya demostrar que la negativa del BIPR y del PCI (Programa comunista) a apoyarse en el marco de análisis de la decadencia del capitalismo es la razón de sus escarceos izquierdistas y altermundialistas en el análisis marxista de la crisis y del encuadramiento social de la clase obrera.

2) A quienes quieran oponer Marx a Engels, recordemos “Una anotación de paso: las bases y el desarrollo de los conceptos expuestos en este libro se deben en su mayor parte a Marx y a mí en una más pequeña medida, era evidente para nosotros que mi exposición no se escribiría sin que él tuviera conocimiento de ella. Le leí todo el manuscrito antes de ser impreso y fue él quien, en la parte sobre la economía, redactó el capítulo décimo...” (Prefacio de Engels del 23 septiembre de 1885 a la segunda edición).

3) Para una crítica del concepto bordiguista de la evolución histórica, proponemos al lector nuestro artículo en la Revista internacional n°54).

4) “Dialectique des forces productives et des rapports de production dans la théorie communiste” publicado en la Revue internationale du Mouvement communiste, escrito en común por Communisme ou Civilisation, Communismo y la Union prolétarienne, disponible en la dirección siguiente: https://membres.lycos.fr/rgood/formprod.htm [1].

5) https://users.skynet.be/ippi/4discus1tex.htm [2]

6) Es sumamente interesante el libro de Guy Bois, La grande dépression médiévale XIVe et XVe siècle, PUF (París).

7) Solo con recordar los análisis de Marx y Engels es ya suficiente para contestar a esas insondables majaderías históricas que sueltan grupos parásitos como Perspectives Internationalistes, Robin Goodfellow (ex de Communisme ou Civilisation y RIMC), etc., que acaban afirmando lo contrario exacto de los fundadores del materialismo histórico y de elementos históricos incontestables. Tendremos ocasión de volver más ampliamente sobre sus divagaciones en los próximos artículos, ya que, por desgracia, consiguen influir negativamente en jóvenes elementos poco seguros todavía de sus posiciones marxistas.

8) Este tipo de modo de producción fue identificado por Marx en Asia, y de ahí su nombre, pero no queda limitado a ese continente. Históricamente, corresponde a las sociedades megalíticas, egipcias, etc. que existen entre los años 4000 y 500 antes de J.C. y que fueron el remate de un lento proceso de división en clases de la sociedad. Las diferenciaciones sociales que se desarrollaron desde que apareció el acopio y la riqueza material, dieron como resultado el poder político constituido en Estado con la forma de un poder regio. La esclavitud solía existir, incluso en grandes cantidades (dependientes, servidores, obreros para las grandes obras, etc.), pero solo en raras ocasiones había esclavos en la producción agrícola, pues no era todavía la esclavitud el modo de producción dominante. Marx dio de ese sistema una definición clara en El Capital: “Cuando los productores directos no tienen nada que ver con propietarios particulares, sino directamente con el Estado, como en Asia, en donde el propietario era a la vez el soberano, la renta coincide con el impuesto o, más bien, no existe entonces un impuesto que sea diferente de esa forma de renta. En esas condiciones, la relación de dependencia económica y política no necesita ser más dura que la propia sujeción al Estado que es la ley para todo el mundo. Aquí, es el Estado el propietario soberano de la tierra y la soberanía no es otra cosa que la concentración a escala nacional de la propiedad” (Marx, El Capital). Todas esas sociedades desaparecerán, en la mayoría de los casos, entre los años 1000 y 500 antes de J.C. Sus decadencias se expresan en revueltas campesinas recurrentes, un desarrollo gigantesco de los gastos estatales improductivos y guerras incesantes entre sociedades monárquicas que, mediante el pillaje de riquezas, buscan una solución a los bloqueos productivos internos. Los conflictos políticos y las rivalidades intestinas en la casta dominante agotan los recursos de esas sociedades en interminables conflictos y los límites de la expansión geográfica son la prueba de que se ha alcanzado el máximo de desarrollo compatible con esas relaciones de producción.

9) Esa misma gente, para limitar el significado de esa sentencia de El Manifiesto, afirma que ese trozo se referiría no al proceso general del paso de un modo de producción a otro, sino al regreso periódico de crisis coyunturales de sobreproducción que abren el camino a una posible salida revolucionaria. Nada más erróneo, el contexto de ese trozo no tiene ambigüedad alguna, viene justo después de la mención por Marx del proceso histórico de transición entre el feudalismo y el capitalismo. Además afirmar eso es equivocarse sobre cuál era el objetivo de El Manifiesto, cuya preocupación es demostrar el carácter transitorio de los modos de producción y, por lo tanto, del capitalismo y no, como así será en El Capital, la de detallar el funcionamiento del capitalismo y de sus crisis periódicas.

10) Y también que la teoría de la decadencia mandaría “...a toda la teoría comunista al limbo de la ideología y de la utopía, puesto que se habría planteado fuera de toda base material (en fase ascendente, ndlr). La humanidad se habría planteado problemas que no podía resolver en la práctica. En esas condiciones, ¿por qué reivindicar las posiciones de Marx y de Engels? Habría que aplicarles la misma crítica que ellos hacían a los socialistas utópicos. El socialismo científico no sería una ruptura con el socialismo utópico, sino un nuevo capítulo de éste” (Robin Goodfellow, https://membres.lycos.fr/resdisint [3]).

11) “¿Qué papel desempeña el concepto de decadencia en el terreno de la crítica de la economía política militante, es decir del análisis profundizado de los fenómenos y de la dinámica del capitalismo en el período en que vivimos? Ninguno. La palabra misma no aparece nunca en los tres volúmenes que componen El Capital. No es con el concepto de decadencia con lo que pueden explicarse los mecanismos de la crisis” (“Elementos de reflexión sobre las crisis de la CCI”, en la revista central, en inglés, del BIPR, Internationalist Communist nº 21).

12) “Así la propensión del capital a incrementar su productividad y, por lo tanto, a desarrollar las fuerzas productivas no disminuye en su fase de decadencia (…) La existencia del capitalismo en su fase de decadencia, ligada a la producción de plusvalía extraída del trabajo vivo, pero enfrentada al hecho de que la masa de plusvalía tiende a disminuir a medida que el nivel de sobretrabajo aumenta, le obliga a acelerar el desarrollo de las fuerzas productivas a un ritmo cada vez más frenético” (Perspective Internationaliste, “Valor, decadencia y tecnología, 12 tesis”, https://users.skynet.be/ippi/3thdecad.htm [4]).

13) “Las relaciones de dominación y de servidumbre (...) son un fermento necesario para el desarrollo y el declive de todas las relaciones de propiedad y de producción originales, de igual modo que expresan su carácter limitado. Mientras tanto, esas relaciones se reproducen en el capital -bajo una forma mediatizada– y son también un fermento de su disolución, siendo la expresión misma de su propio carácter limitado”. (Marx, Grundrisse), y un poco más lejos: “Desde un enfoque ideal, la disolución de una forma de conciencia determinada bastaría para destruir una época entera. Desde un enfoque real, ese límite de la conciencia corresponde a un grado determinado de desarrollo de las fuerzas productivas materiales y, por lo tanto, de riqueza. El desarrollo no se ha producido sobre las antiguas bases, sino que ha habido desarrollo de esa base misma. El desarrollo máximo de esa base misma (...) es el punto en el que ella misma ha sido elaborada hasta tomar la forma en la que es compatible con el desarrollo máximo de las fuerzas productivas, y por lo tanto también del desarrollo más rico de los individuos. En cuanto ese punto se ha alcanzado, la continuación del desarrollo aparece como un declive, y el nuevo desarrollo se inicia sobre nuevas bases” (Grundrisse). Y también, en 1857, en La Introducción general a la crítica de la economía política, hablando de la evolución histórica de los modos de producción y de su posibilidad de ser comprendidos y criticados, Marx nos dice que: “La pretendida evolución histórica se basa en general en que la última formación social considera las formas pasadas como otras tantas etapas hacia ella misma, concibiéndolas siempre desde un punto de vista parcial. En efecto, es raras veces capaz –y solo en condiciones muy determinadas– de hacer su propia crítica. No estamos aquí pensando en los períodos históricos que se consideran a sí mismos como una era de decadencia”.

14) “Sobre la decadencia. Teoría del declive o declive de la teoría” es un texto del grupo inglés Aufheben. Ese texto y su traducción francesa puede leerse en la dirección siguiente: https://www.geocities.com/Paris/Opera/3542/TC15-3.html [5].

15) Véase nuestro libro La Izquierda comunista de Italia.

16) Léanse las consideraciones críticas de Bordiga sobre la teoría de la decadencia escritas en 1951: “La doctrina del diablo en el cuerpo” y vueltas a publicar en Le Prolétaire n°464 (periódico del PCI en francés), “La alteración de la praxis en la teoría marxista”, publicada en Programme Communiste n° 56 (revista teórica del PCI en francés) y las actas de la reunión de Roma en 1951 publicadas en Invariance n° 4.

17) BC (Battaglia communista) es una de las dos organizaciones, junto con la CWO (Communist Workers Organisation), que hoy forman el BIPR.

18) En un folleto reciente, dedicado por entero a criticar nuestras posiciones (La Corriente comunista internacional: a contracorriente del marxismo y de la lucha de clases, folleto n°29, del PCI-Le Prolétaire)), el PCI, arrebatado por su propia prosa no vacila en contradecir sus propias posiciones de base cuando afirma: “La CCI ve toda una serie de fenómenos como (...) la necesidad para el capital de autodestruirse periódicamente como condición de una nueva fase de acumulación (...). Para la CCI esos fenómenos pretendidamente nuevos son interpretados como manifestaciones de la decadencia (...) y no como la expresión del desarrollo y del fortalecimiento del modo de producción capitalista” (p. 8). ¿Podrá decirnos el PCI si, como así lo indican sus posiciones de base: “Las guerras imperialistas mundiales demuestran que la crisis de desintegración del capitalismo es inevitable por el hecho de que éste entró definitivamente en el periodo en el que su expansión ya no estimula el crecimiento de las fuerzas productivas, sino que supedita su acumulación a unas destrucciones repetidas y crecientes” o si, como lo afirma en su polémica contra nuestras posiciones, “la necesidad para el capital de autodestruirse periódicamente” no son “manifestaciones de la decadencia” sino “ la expresión del desarrollo y del fortalecimiento del modo de producción capitalista”? Al parecer la argumentación y la invariabilidad (invariance) programática se orientan según el viento que sopla.

19) “En conclusión, aunque no fuera la emigración política, la cual llevó todo el peso de la labor de la Fracción de izquierda que tuvo la iniciativa de la constitución del Partido comunista internacionalista en 1943, fue, sin embargo, con las bases que defendió entre 1927 y la guerra sobre las que se construyó aquella fundación” (“Introducción a la plataforma política del PCI”, publicación de la Izquierda comunista internacional, 1946, p.12).

20) “IV. El reto histórico en el capitalismo decadente. Desde el inicio de la fase imperialista del capitalismo a principios de este siglo, la evolución oscila entre la guerra imperialista y la revolución proletaria. En la época del crecimiento del capitalismo, las guerras abrían el camino a la expansión de las fuerzas productivas por la destrucción de unas relaciones de producción trasnochadas. En la fase de decadencia capitalista, les guerras no tienen otra función que la de llevar a cabo la destrucción del excedente de las riquezas...” (Resolución sobre la constitución del “Buró internacional de las Fracciones de la Izquierda comunista”, Octobre no 1, febrero de 1938, p. 4 et 5). “La guerra de 1914-18 ha marcado el final extremo de la fase de expansión del régimen capitalista (...) En la última fase del capitalismo, la de su declive, es el reto fundamental de la lucha de clases lo que determina la evolución histórica...” (“Manifiesto del Buró internacional de las Fracciones de la Izquierda comunista”, Octobre n°3, abril de 1938).

21) Es una pretendida y autoproclamada “Fracción interna” de nuestra organización que agrupa a unos cuantos ex miembros a los que tuvimos que excluir por su comportamiento de “soplones” (lo cual se añadía a robos de dinero y material así como a diversas calumnias a nuestra organización). Léase al respecto nuestra toma de posición “Los métodos policíacos de la FICCI” en nuestro sitio Internet.

22) Por parte nuestra, ya en octubre de 2002, reaccionamos ante la aparición de los primeros elementos (en marzo de 2002) que indicaban un abandono de la noción de decadencia por el BIPR (cf. nuestra Revista internacional n° 111), y un año después con una crítica en el n° 115.

23) Análisis que esos individuos compartían cuando todavía eran miembros de la CCI (cf. nuestro artículo "Comprender la descomposición del capitalismo" en el numero 117 de la Revista internacional).

Series: 

  • Las fracciones de Izquierda [6]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • El marxismo: la teoría revolucionaria [7]
  • La decadencia del capitalismo [8]

Desembarco en Normandía 1944: matanzas y manipulaciones capitalistas

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En eso, la burguesía no ha inventado nada. Ha desarrollado y sofisticado ese tipo de espectáculos con todos los medios que le dan tanto la experiencia de las antiguas clases explotadoras como el dominio de la ciencia y la tecnología que la sociedad capitalista le ha permitido.

En lo de todos los días, gracias especialmente a la televisión, el «pueblo llano» disfruta de toda clase de “reality shows”, torneos deportivos y demás celebraciones fastuosas de la sociedad actual (incluidas bodas principescas, ¡varios siglos después del derrocamiento del poder político de la aristocracia!). Y cuando el calendario se presta a ello, se celebran entonces los grandes acontecimientos históricos para, no sólo ya “divertir al pueblo”, sino llenarle la mollera de la mayor cantidad de patrañas y de falsas lecciones sobre esos sucesos. El 60 aniversario del desembarco aliado del 6 de junio de 1944 ha sido un nuevo ejemplo de todo eso, un ejemplo muy significativo.

Todos los periodistas presentes en el “acontecimiento” lo han podido constatar: las ceremonias del 60 aniversario del desembarco han sobrepasado en fastuosidad, en participación de “personalidades”, en “cobertura mediática” y “fervor popular” las del cincuentenario. Ha sido una paradoja que los propios periodistas intentaron comprender. Las explicaciones han sido de lo más variado y algunas algo sorprendentes: sería porque estas ceremonias de ahora permitirían sellar la amistad recobrada entre Francia y Estados Unidos tras el enfado por la guerra de Irak; o, también, porque era la última vez que participarían en ellos los supervivientes de aquel episodio de la historia, esos pobres ancianitos cubiertos de medallas que una vez en sus vidas (de minero en los Apalaches, de campesino de Oklahoma o de recadero en Londres) recibirían la gratitud universal siendo considerados como invitados de honor.

Los comunistas no celebran el desembarco de junio de 1944, como lo harían por la Comuna de París de 1871 o la Revolución de octubre de 1917. Les incumbe, eso sí, con ocasión de este aniversario y de las ceremonias que lo han exaltado, recordar lo que en verdad fueron los hechos, cuál fue su significado para con ello oponerse a la oleada de mentiras burguesas, un pequeño dique, cierto es, que pueda servir a la pequeña minoría que hoy pueda oírles.

La mayor operación militar de la historia

Nunca antes del 6 de junio de 1944, a pesar de las múltiples guerras habidas, había realizado la especie humana una operación militar de la envergadura del desembarco aliado en Normandía. 6939 navíos atravesaron el canal de la Mancha la noche del 5 al 6 de junio, de los cuales 1213 buques de guerra, 4126 barcos de desembarco, 736 de servicios y 864 de mercancías. Por encima de semejante armada, 11 590 aparatos cruzaron los cielos: 5050 cazas, 5110 bombarderos, 2310 aviones de transporte, 2600 planeadores y 700 aviones de reconocimiento. En cuanto a los efectivos, fueron 132 715 hombres los que desembarcaron el “Día D”, además de los 15 000 norteamericanos y 7000 británicos lanzados en paracaídas la víspera tras las líneas enemigas desde 2395 aviones.

A pesar de su magnitud, esas cifras distan mucho, sin embargo, de dar su pleno significado a la amplitud de la operación militar. Antes ya del desembarco, los dragaminas habían limpiado cinco inmensos pasillos para permitir el paso de la armada aliada. El desembarco, por sí mismo, para lo único que debía servir era para establecer una cabeza de puente que permitiera desembarcar tropas y medios materiales en cantidades mucho más importantes. Y fue así como en menos de un mes, un millón y medio de soldados aliados fueron desembarcados con todo su equipo, especialmente decenas de miles de vehículos blindados (solo del tanque Sherman se construyeron 150 000 unidades).

Para todo ello, se movilizaron medios materiales y humanos descomunales. Para que los buques pudieran descargar la carga y los pasajeros, los aliados necesitaban un puerto en aguas profundas como el de Cherburgo o Le Havre. Pero como estas dos ciudades no han sido tomadas de inmediato, fabrican pieza a pieza frente a las dos pequeñas poblaciones de Arromanches y Saint-Laurent, dos puertos artificiales trayendo desde Inglaterra cientos de encofrados flotantes de hormigón que después serían sumergidos para que sirvieran de diques y de muelles (operación “Mulberry”). Durante algunas semanas, Arromanches fue el mayor puerto del mundo antes de pasar el relevo a Cherburgo, ciudad tomada por los Aliados un mes después del desembarco y cuyo tráfico duplicó entonces el del puerto de Nueva York en 1939. En fin, a partir del 12 de agosto, los Aliados podrán empezar a usar PLUTO (Pipe Line Under The Ocean), un oleoducto submarino para el aprovisionamiento en carburante entre la isla de Wight y Cherburgo.

Esos medios materiales y humanos descomunales son ya de por sí un símbolo patente de lo que se ha convertido el sistema capitalista, un sistema que engulle para la destrucción cantidades fenomenales de medios tecnológicos y de trabajo humano. Pero además de lo desmesurado hay que recordar, sobre todo, que la operación “Neptuno” (nombre secreto del desembarco en Normandía), era en realidad la preparación de una de las mayores matanzas de la historia: la operación “Overlord”, conjunto de planes militares en Europa occidental a mediados de 1944. A lo largo de las costas de Normandía pueden verse esas interminables filas de cruces blancas testigos del cruel tributo que pagó toda una generación de jóvenes norteamericanos, ingleses, canadienses, alemanes, etc. con apenas 16 años algunos de ellos. Y esos cementerios militares no cuentan los civiles, mujeres, niños y ancianos muertos durante las batallas que, en algunos casos, son casi tantos como la de los soldados caídos en combate.. La batalla de Normandía, durante la cual las tropas alemanas intentaron impedir a las tropas aliadas pisar Francia y luego penetrar tierra adentro, terminó con cientos de miles de muertos en total.

Las verdades que la burguesía quiere ocultar

Los discursos y los comentarios de los medios burgueses no ocultan esos datos ni mucho menos. Da incluso la impresión de que los comentaristas los exageran cuando evocan la terrible carnicería de aquel verano de 1944. Es, sin embargo, en la interpretación de los hechos donde está la mentira.

Los soldados que desembarcaron el 6 de junio de 1944 y los días siguientes se presentan como los de la “libertad” y de la “civilización”. Eso fue lo que les dijeron antes del Desembarco para convencerlos de dar sus vidas, fue lo que dijeron a las madres de aquellos a los que la muerte se llevó al poco de salir de la infancia; eso han vuelto a declarar una vez más los políticos que, en gran cantidad, acudieron a las playas normandas el 6 de junio de 2004, los Bush, Blair, Putin, Schröder, Chirac… Y los comentaristas añadían: “¿dónde estaríamos ahora si esos soldados no hubieran hecho esos terribles sacrificios? ¡Estaríamos bajo la bota del nazismo!” Ahí queda todo dicho: aquella carnicería, por muy espantosa que fuera, fue un “mal necesario” para “salvar a la civilización y la democracia”.

Ante tales patrañas, unánimemente compartidas por todos, amigos y enemigos de ayer (el canciller alemán fue invitado a las ceremonias), y que hacen suyas prácticamente todas las fuerzas políticas, desde la derecha más reaccionaria hasta los trotskistas, es indispensable reafirmar unas cuantas verdades elementales.

La primera verdad es que no hubo en la Segunda Guerra mundial un “campo de la democracia” contra un “campo del totalitarismo”, a no ser que se siga considerando que Stalin era un gran campeón de democracia. En aquel entonces era lo que pretendían los partidos llamados “comunistas”, y los demás partidos tampoco hacían grandes esfuerzos por desmentirlos. Los verdaderos comunistas, por su parte, denunciaban desde hacía años el régimen estalinista, sepulturero de la revolución de Octubre de 1917 y punta de lanza de la contrarrevolución mundial. En realidad, en el Segunda Guerra mundial hubo, igual que en la Primera, dos campos imperialistas que se peleaban por los mercados, las materias primas y las áreas de influencia en el mundo. Y si Alemania, como en la Primera Guerra mundial, apareció como la potencia agresora, “la causante de la guerra”, fue porque era la peor dotada en el reparto del pastel imperialista tras el tratado de Versalles con el que concluyó la primera carnicería imperialista, tratado que agravó más todavía, en detrimento de ese país, el reparto que ya le era desfavorable antes de 1914 a causa de su llegada “con retraso” al ruedo imperialista (países pequeños como Holanda o Bélgica poseían un imperio colonial mayor que el de Alemania).

La segunda verdad es ésta: a pesar de todos los discursos sobre “la defensa de la civilización”, eso era lo que menos preocupaba a los dirigentes aliados, que revelaron entonces una barbarie comparable a la de los países del Eje. No solo nos referimos aquí al Gulag estaliniano, comparable a los campos nazis. También los países “democráticos” se ilustraron en ese ámbito. No vamos ahora a pasar revista a todos los crímenes y actos de barbarie perpetrados por esos valerosos “defensores de la civilización” (puede leerse al respecto nuestro artículo “Las matanzas y los crímenes de las ‘grandes democracias’” en la Revista internacional n° 66). Baste recordar que durante la propia Segunda Guerra mundial, e incluso antes de la llegada al poder de los nazis, esos países habían “exportado” su “civilización” hacia las colonias no sólo con la cruz sino y sobre todo con la espada, las bombas y las ametralladoras, por no mencionar los gases asfixiantes y la tortura. En cuanto a las pruebas indiscutibles de la “civilización” de que hicieron gala los Aliados durante la Segunda Guerra mundial, hemos de recordar algunas de sus heroicidades. Las primeras que nos vienen a la mente son, claro está, los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y el 9 de agosto de 1945 en donde se empleó por primera y única vez en la historia el arma atómica que mató en un segundo a más de cien mil civiles y a otros cien mil más en los meses y años siguientes en un sufrimiento indecible.

El terrible balance de los bombardeos no solo se debió al uso de esa arma nueva, poco conocida todavía. Fue con medios de lo más “clásico” con los que esos adalides de la civilización aplastaron a poblaciones exclusivamente civiles:

–  bombardeos de Hamburgo, julio de 1943 : 50 000 muertos;

– bombardeo de Tokio en marzo de 1945 : 80 000 muertos ;

– bombardeo de Dresde, 13 y 14 de febrero de 1945 : 250 000 muertos.

Este último bombardeo es muy significativo. En Dresde no había ni concentración militar, ni objetivo económico o industrial alguno. Había sobre todo refugiados procedentes de otras ciudades que ya habían sido arrasadas. La guerra estaba ya ganada por los Aliados. Pero para éstos se trataba entonces de provocar el terror en la población alemana, especialmente entre los obreros, para que ni por asomo les viniera la idea de repetir lo que habían realizado al final de la Primera Guerra mundial, o sea, lanzarse al combate revolucionario para echar abajo el capitalismo.

En el juicio de Nuremberg de después de la guerra se juzgó a los “criminales de guerra” nazis. En realidad lo que los condenó no fue tanto la multitud de sus crímenes sino el pertenecer al campo de los vencidos. Pues, si no, a su lado había que haber colocado a Churchill y a Truman, principales responsables de las masacres mencionadas.

En fin, hay que afirmar una última verdad contra el argumento de que la humanidad hubiera vivido con sufrimientos mucho peores si los Aliados no hubieran acudido a liberar Europa.

En primer lugar, rehacer la historia suele ser un ejercicio inútil. Es mucho más útil y fecundo comprender por qué la historia fue por tal camino y no por otro. Como en el caso que nos ocupa, (“si los Aliados hubieran perdido la guerra…”), ese ejercicio lo practican, en general, quienes quieren justificar el orden existente, que sería, al fin y al cabo, el “menos malo” (“La Democracia es la peor forma de gobierno exceptuando a todas las demás”, como decía Churchill).

La victoria de la “democracia” y de la “civilización” en la Segunda Guerra mundial no acabó, ni mucho menos, con la barbarie del mundo capitalista. Desde 1945, ha habido tantas víctimas de la guerra como durante las dos guerras mundiales juntas. Además, el mantenimiento de un modo de producción, el capitalismo (un sistema ya caduco como lo demuestran las dos guerras mundiales, la crisis económica de los años 30 y la crisis actual), le ha costado a la humanidad la continuación, y hoy la agravación, de toda clase de calamidades de lo más mortífero (hambres, epidemias, catástrofes “naturales” cuyas consecuencias dramáticas podrían eliminarse, etc.). Y eso sin olvidar que el sistema capitalista, al perpetuarse, está amenazando el futuro de la propia especie humana al destruir de manera irreversible el entorno e ir preparando nuevas catástrofes naturales, especialmente las climáticas, con unas consecuencias aterradoras. Si el sistema capitalista ha podido sobrevivir durante más de medio siglo tras la Segunda Guerra mundial, ha sido porque la “victoria de la democracia” significó una terrible derrota para la clase obrera; una derrota ideológica que vino a rematar la contrarrevolución que se abatió sobre ella tras el fracaso de la oleada revolucionaria de los años 1917-1923.

Porque la burguesía, sobre todo gracias a todos sus partidos supuestamente “obreros” (desde los “socialistas” hasta los trotskistas, Pasando por los “comunistas”), logró hacer creer a los obreros de los principales países capitalistas, especialmente los de las grandes concentraciones industriales de Europa occidental, que la victoria de la Democracia era “su victoria”, de tal modo que los obreros no entablaron ningún combate revolucionario ni durante ni al final de la Segunda Guerra mundial como sí lo habían hecho en la Primera. En otras palabras, la “victoria” de la Democracia, y en particular ese Desembarco tan encomiado estos días, dio un respiro al capitalismo decadente, permitiéndole proseguir durante más de medio siglo su curso catastrófico y bestial.

Esa es una verdad que no dirá ningún medio de comunicación por la cuenta que les trae. Muy al contrario, el celo tan agudo con el que todos los poderosos de este mundo y sus secuaces han celebrado ese “gran momento de la Libertad” ha estado a la altura de la nueva inquietud que la clase dominante empieza a vivir ante la perspectiva de una reanudación de los combates de la clase obrera a medida que el capitalismo siga dando cada día más la prueba de la quiebra histórica del sistema y de la necesidad de echarlo abajo.

Esta es, justamente, otra de las ricas enseñanzas que la operación “Neptuno” y “Overlord” aportan a la clase obrera : las grandes dotes de la burguesía para hacer colar sus mentiras.

La sarta de mentiras

En la Conferencia de Teherán, que reunió a los principales dirigentes aliados en Diciembre de 1943, Churchill dijo a Stalin : “En tiempos de guerra la verdad es tan valiosa que siempre debería estar protegida por una sarta de mentiras”. La verdad es que semejante afirmación no es ninguna novedad. En el siglo VI antes de nuestra era, el estratega chino Sunzi definía así las principales reglas del arte de la guerra: “Imponer su voluntad al adversario, obligarle a dispersarse, empezar fuerte para ir reduciendo después, actuar en secreto para conocer perfectamente al adversario, mentir porque todo acto de guerra está basado en el engaño” (El Arte de la guerra). Para garantizar el éxito de la mayor operación militar de la historia, la operación “Neptuno”, era necesario poner en marcha una campaña de mistificación de una amplitud sin precedentes. Su contraseña era “Fortitude” y su objetivo inducir al error a los dirigentes alemanes en el momento del desembarco. De su diseño se encargó la Sección de control de Londres (LCS), un ente secreto creado por Churchill en el que colaboraban los principales responsables de las agencias de información inglesas y americanas. No vamos a enumerar ahora todos los medios que emplearon para engañar al estado mayor alemán, solo citaremos los más significativos.

La evolución de la guerra durante la primera mitad del año 1944 hizo que los dirigentes alemanes comprendieran que los aliados podían abrir un frente en Europa Occidental. En otras palabras que iban a desembarcar en esa zona. Es más, los Aliados sabían que no podían engañar a su adversario. Por tanto la cuestión clave era escoger el momento y lugar preciso del desembarco utilizando esos “medios especiales” (como les llamaban los británicos) para hacer creer al enemigo que sería antes del 6 de junio de 1944 y no en las playas normandas. En teoría se podía hacer en cualquier sitio entre el golfo de Vizcaya y Noruega (es decir en una línea de varios miles de kilómetros). Sin embargo ya que los Aliados habían instalado lo esencial de su dispositivo militar en Inglaterra, parecía lógico que el desembarco fuera en algún sitio de la costa entre Bretaña y Holanda. Hitler estaba convencido de que sería en el Paso de Calais, ya que es donde está más cerca la costa inglesa del continente y donde los cazas ingleses –cuyo radio de acción era limitado- podrían participar en los combates.

Los Aliados, gracias a sus servicios de inteligencia, sabían lo que los alemanes pensaban, por eso el objetivo central de “Fortitude” era que siguiesen pensando lo mismo el mayor tiempo posible, incluso después del desembarco en Normandía que debía pasar por una operación de distracción que preparase el verdadero desembarco en el Paso de Calais. De hecho, Hitler siguió esperándolo y por eso se negó a enviar a Normandía los enormes medios militares con los que contaba en sus bases del norte de Francia y Bélgica. Cuando se dio cuenta del engaño era demasiado tarde: los Aliados habían logrado desembarcar suficientes medios humanos y materiales para librar la batalla de Normandía y comenzar la ofensiva, hacia París primero y luego hacia la propia Alemania.

Los Aliados no escatimaron medios para engañar a su adversario. Incluso los más rocambolescos, así un actor de segunda en la vida civil, protagonizó en mayo de 1944 el papel de su vida al hacerse pasar por el mariscal Montgomery (el militar inglés más prestigioso de la Segunda Guerra mundial y jefe de las operaciones del desembarco), al ser su doble casi perfecto y con unos retoques de maquillaje realizados por especialistas, el falso “Monty”, se dejó caer por Gibraltar antes de volver a Argel con el objetivo de inducir que el desembarco aliado sería en el sur de Francia (lo que finalmente ocurrió el 15 de Agosto) como precursor del desembarco en el Noroeste (1).

Hay un montón de episodios de este tipo, aunque quizá no tan folclóricos. Sin embargo lo más decisivo para convencer a los dirigentes alemanes de que el desembarco sería en el Paso de Calais fue la creación del FUSAG (primer cuerpo de ejército americano) comandado por Patton uno de los militares americanos de alto rango más reputado que fue a instalarse en el sureste de Inglaterra, es decir frente al Paso de Calais. Lo especial de este cuerpo de ejército formado por un millón de hombres es que era totalmente ficticio. Lo que los aviones de reconocimiento alemán habían fotografiado eran en realidad lanchas hinchables, aviones de madera, barracones de cartón, etc, y los mensajes radiados que emitía ese complejo militar eran la voz de actores de confianza americanos y canadienses (2).

Entre los medios empleados para reforzar la convicción alemana sobre el desembarco en el norte de Francia, destacan algunos por el cinismo del que es capaz la clase dominante. Así agentes de la «Francia libre» que trabajaban para los británicos fueron enviados para sabotear los cañones alemanes que defendían esa parte de la costa, lo que no sabían es que en realidad se les enviaba para que los capturase la Gestapo y que cuando fueran torturados comunicasen esa información “sensible” que creían cierta (3).

Lo más impresionante de los “medios especiales” empleados por ambos campos durante la Segunda Guerra Mundial, especialmente por los Aliados, es el increíble maquiavelismo desplegado para engañar al enemigo. Uno de los capítulos del libro La guerra secreta, de Anthony Cave Brown, que cuenta las operaciones de intoxicación en la Segunda Guerra mundial se titula, no por casualidad, “Fortitude Norte, las estratagemas maquiavélicas”.

El gobierno norteamericano durante mucho tiempo se ha ocupado en silenciarlas (mediante el memorándum del 28 de agosto de 1945 el presidente Truman prohibió que se divulgara cualquier información al respecto). A las esferas dirigentes de la clase dominante no les interesa para nada que se sospeche el grado de maquiavelismo del que son capaces, sobre todo en un periodo histórico en que la guerra es un hecho permanente. A fin de cuentas si una estrategia no se ha desenmascarado, aún puede emplearse. De hecho el ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor, en diciembre de 1941, había sido algo buscado y favorecido por los dirigentes ingleses y americanos para “convencer” a la población americana y a sectores de la burguesía que eran hostiles a que Estados Unidos entrara en la guerra. Las autoridades americanas han negado sistemáticamente esa realidad (envuelta siempre en una “sarta de mentiras”). Esa mentira de Pearl Harbor sigue siendo útil hoy día como se ha podido comprobar con el ataque contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, ya que es más que probable que los servicios del estado norteamericano “dejasen hacer” a Al Qaeda para preparar la guerra de Irak (4).

La clase obrera no debe hacerse la más mínima ilusión: la clase dominante no dudará en emplear contra los explotados el mismo maquiavelismo del que hace gala cuando va a la guerra. De hecho alcanza sus más altas cotas de sofisticación cuando se trata de mistificar a la clase obrera, pues en ese caso lo que está en juego no es una cuestión de supremacía militar sino una cuestión de vida o muerte. Más aún que en la guerra entre fracciones nacionales de de la clase burguesa, en la guerra de clases que libra la burguesía contra el proletariado le es a ésa necesario “proteger la verdad con una sarta de mentiras”.

Los oropeles de la celebración del desembarco del 6 de Junio se han retirado, pero la clase obrera no debe olvidar jamás las verdaderas lecciones de esos acontecimientos:

–  el capitalismo decadente no puede acabar con las guerras, solo puede acumular ruinas sobre ruinas sembrando la muerte a gran escala;

– la burguesía esta dispuesta a las mayores infamias y mentiras para preservar su dominio sobre la sociedad;

– para el proletariado sería suicida subestimar la inteligencia de la clase explotadora y su capacidad para poner en pie las mistificaciones más sofisticadas para mantener sus privilegios.

Fabienne

1) A este nivel hay que señalar igualmente la operación "Carne picada" ("Mincemeat") para hacer creer al estado mayor alemán que el desembarco en Sicilia de julio de 1943 solo era una maniobra de distracción para tapar un desembarco a mayor escala en Grecia y Cerdeña. Para ello hicieron aparecer cerca de las costas españolas el cadáver del supuesto Mayor William Martin, que nunca existió, con documentos que acreditaban la patraña urdida por los Aliados. Las autoridades franquistas habían devuelto a los ingleses dichos documentos, eso sí una vez fotografiados para los servicios secretos alemanes. La operación "Mincemeat", junto a otras maniobras similares lograron plenamente su objetivo ya que Hitler mandó a su flamante oficial superior Rommel a Atenas para dirigir personalmente un operativo que nunca se puso en acción.

(2) La FUSAG se completaba con el 4º ejército británico, con 350 000 hombres, con base en Escocia que supuestamente preparaba el desembarco en Noruega, también ficticio. Lo cual no impidió que al comienzo del desembarco en Normandía se desplazase hacía el sur para unirse al FUSAG para un futuro desembarco en el Paso de Calais…

(3) Este episodio poco glorioso de los "Medios especiales" lo cuenta en clave de novela el escritor y periodista americano Larry Collins en su libro "Fortitude". Evidentemente este episodio no es el único en el que se ve el cinismo de los dirigentes Aliados. Vale la pena recordar el desembarco ee el 19 de Agosto de 1942. Esta operación puso en suelo francés a 5000 soldados canadienses y

2000 británicos con el único objetivo de medir "en vivo" la capacidad de defensa de Alemania y obtener información sobre los problemas con lo que se encontraría el verdadero Desembarco. Eran plenamente conscientes de que para eso enviaban a todos esos jóvenes soldados a una muerte segura.

(4) Sobre esto ver el artículo de la Revista internacional nº 108 "Pearl Harbor 1941, las 'Torres Gemelas' 2001, El maquiavelismo de la burguesía". A todos esos que critican nuestros artículos en los que evidenciamos el maquiavelismo de la clase dominante so pretexto de que no es capaz de hacer semejantes cosas, les aconsejamos que lean La guerra secreta o por lo menos El espía que vino del frío escrito por el ex agente secreto John Le Carré. Son dos excelentes remedios contra la ingenuidad de la que hacen gala nuestros detractores.

Series: 

  • Fascismo y antifascismo [9]

Acontecimientos históricos: 

  • IIª Guerra mundial [10]

Cuestiones teóricas: 

  • Imperialismo [11]

El nacimiento del bolchevismo (III): la polémica entre Lenin y Rosa Luxemburgo

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En el precedente artículo de esta serie, vimos cómo el futuro bolchevique Trotski no había entendido el significado del nacimiento del bolchevismo y salió en defensa de los mencheviques en contra de Lenin. Examinaremos en este artículo cómo otra gran figura del ala izquierda de la socialdemocracia, Rosa Luxemburg –la que luego afirmaría en 1918 que “el porvenir pertenece al bolchevismo”– también puso su gran talento polémico al servicio de los mencheviques en contra del pretendido “ultracentralismo” de Lenin.

La respuesta de Rosa Luxemburg al libro de Lenin Un paso hacia delante, dos pasos atrás fue publicada en Neue Zeit (y en la nueva Iskra) con el título “Cuestiones de organización en la socialdemocracia rusa”. Esta obra se publicará más tarde con el título Centralismo y democracia y ha sido una referencia (seleccionando a menudo las citas) para consejistas, anarquistas, socialdemócratas de izquierda y demás “anti-leninistas” durante decenios. Por fuertes que sean sus críticas, Rosa Luxemburg no tenía la menor intención de situar a Lenin fuera del marxismo o del movimiento obrero: hizo sus críticas animada por un espíritu de polémica vigorosa pero fraterna. El artículo no contiene el menor ataque personal contrariamente a los textos de Trotski del mismo período.

Además, Rosa Luxemburg empieza su artículo apoyando la contribución de Iskra antes del Congreso, en particular su defensa coherente de la necesidad de sobrepasar la fase de los círculos:

“La tarea en la que tropieza la socialdemocracia rusa desde hace varios años es la transición del tipo de organización de la fase preparatoria durante la cual la propaganda era la forma principal de actividad, manteniéndose los grupos locales y los pequeños círculos sin vínculos entre sí, a la unidad de una organización más amplia, tal como lo exige una acción política concertada en todo el Estado. Y al haber sido la autonomía total y el aislamiento los rasgos más acusados de la forma de organización ahora ya superada, era lógico que la consigna de la nueva tendencia que proponía una amplia unión fuese la del centralismo. La idea del centralismo ha sido el tema dominante de la brillante campaña llevada a cabo por lskra que desembocó en el congreso de agosto de 1903, el cual, aunque constara como Segundo congreso del partido socialdemócrata, ha sido, en realidad, su asamblea constituyente. La joven élite de la socialdemocracia en Rusia hizo suya esa misma idea”.

Sin embargo Luxemburg no duda, cuando se trató de tomar partido, en hacerlo a favor de los mencheviques en la controversia que surge en el Segundo congreso. Y así, el resto del texto es una crítica del “ala ultracentralista del partido” dirigida por Lenin. Varios factores se pueden invocar para explicar esto: existían ciertamente diferencias tanto de planteamiento como teóricas entre Luxemburg y Lenin, en particular sobre la cuestión central de la conciencia de clase, tema que trataremos más lejos. Luxemburg ya se había confrontado a Lenin sobre la cuestión nacional, lo que quizás la predispuso a cuestionar el método de éste, considerando aquélla que el pensamiento de Lenin era a menudo rígido y escolástico. Además, como lo demuestra su texto, empezaba ya en aquel entonces a examinar la cuestión de la huelga de masas y de la espontaneidad de la clase obrera. Las insistencias de Lenin sobre los límites de esta espontaneidad debían aparecerle como totalmente contraproducentes cuando ella estaba combatiendo duramente en el partido alemán para defender la acción espontánea de las masas en contra del enfoque burocrático y rígido del ala derecha de la socialdemocracia y de los dirigentes sindicales que temían más el levantamiento incontrolado de las masas que el propio capitalismo. Como veremos, ciertas polémicas de Luxemburg tienen tendencia a proyectar la experiencia del partido alemán en la situación en Rusia, lo que la condujo sin duda a interpretar mal el significado real de las divergencias en el Partido obrero socialdemócrata ruso (POSDR).

Para terminar, también se ha de tomar en cuenta cierta forma de conservadurismo con respecto a la autoridad. Ya lo pudimos observar en las reacciones de Trotski con la escisión. En efecto, los mencheviques llevaron muy rápidamente a cabo una campaña personalizada en contra de Lenin para ganar a su causa al partido alemán: “La cuestión es de saber cómo triunfar sobre Lenin... Ante todo, hemos de movilizar contra él a autoridades como Kautsky y Rosa Luxemburg” (citado por P. Nettl). Y no cabe la menor duda de que Kautsky y demás “jefes” alemanes tenían tendencia a pensar que Lenin no era sino un ambicioso advenedizo. Cuando Liadov viajó a Alemania para explicar la situación de los bolcheviques, Kautsky le dijo:

“No conocemos a vuestro Lenin. Nos es desconocido, pero conocemos muy bien a Plejánov y a Axelrod. Ellos son los que nos han permitido conocer un poco lo que ocurre en Rusia. Sencillamente, no podemos aceptar vuestra declaración que afirma que Plejánov y Axelrod se habrían transformado de repente en oportunistas” (Ibid).

En aquel entonces, Luxemburg había orientado principalmente su polémica en el partido alemán contra el ala abiertamente revisionista de Bernstein; a pesar de que quizás tuviese dudas en cuanto a la dirección “ortodoxa”, seguía confiando en ella para luchar contre la derecha; quizás todo eso influyó en ella sobre la escisión en Rusia, y su visión se basaba más en una falsa “confianza” en la vieja guardia del POSDR que en un verdadero análisis político. Será más tarde cuando comprenderá la deriva de la dirección alemana hacia el oportunismo, nada menos que sobre la cuestión de la huelga de masas y de la espontaneidad de la clase.

Sea como sea, Luxemburg al igual que Trotski, echó mano de las fórmulas de Lenin en Un paso adelante, dos pasos atrás sobre el jacobinismo (el revolucionario socialdemócrata, escribía Lenin, es “el jacobino indisolublemente vinculado a la organización del proletariado consciente de sus intereses de clase “) para argumentar que su “ultracentralismo” era una regresión hacia un método superado de la actividad revolucionaria, heredado de una fase todavía inmadura del movimiento obrero:

“Establecer el centralismo basado en esos dos principios: la subordinación ciega de todas las organizaciones hasta el menor detalle respecto al centro, el único que piensa, trabaja y decide por todos, y la separación rigurosa del núcleo organizado respecto al entorno revolucionario, tal como lo entiende Lenin — nos parece trasponer mecánicamente los principios de organización blanquistas y sus círculos de conjurados, al movimiento socialista de las masas obreras”.

Como Trotski, ella también rechaza el llamamiento de Lenin a la disciplina proletaria de fábrica, para atajar el anarquismo de “gran señor” de los intelectuales:

“La disciplina en la que piensa Lenin le ha sido inculcada al proletariado no solo por la fábrica, sino también por el cuartel y por la burocracia actual, o sea por todo el mecanismo del Estado burgués centralizado.”

Luxemburg se opone a la visión de Lenin sobre las relaciones entre el partido y la clase en el pasaje siguiente, sobre cuyo significado volveremos más adelante:

“En verdad, la socialdemocracia no es que esté vinculada a la organización de la clase obrera, sino que es el propio movimiento de la clase obrera. El centralismo de la socialdemocracia debe pues ser de una naturaleza esencialmente diferente a la del centralismo blanquista. No podrá ser otra cosa sino la concentración imperiosa de la voluntad de la vanguardia consciente y militante de la clase obrera respecto a sus grupos e individuos. Es, por decirlo así, un “autocentralismo” de la capa dirigente del proletariado, es el reino de la mayoría dentro de su propio partido “.

El combate contra el oportunismo

Rosa Luxemburg expresa también su desacuerdo con la explicación de Lenin sobre el oportunismo y los métodos que él propone que se apliquen en contra. Dice ella que él da demasiada importancia a los intelectuales como origen principal de las tendencias oportunistas en la socialdemocracia y, por lo tanto, plantea la cuestión fuera del contexto histórico. Luxemburg está de acuerdo con que el oportunismo puede ser fuerte entre los intelectuales de los partidos occidentales, pero lo ve como algo inseparable de las influencias del parlamentarismo y la lucha por reformas y, más en general, por la condiciones históricas en las que trabaja la socialdemocracia en occidente. Apunta ella también que el oportunismo no está necesariamente vinculado a las formas, centralizadas o descentralizadas, de organización, porque lo que lo define es precisamente la ausencia de principios. Rosa Luxemburg va incluso más lejos, subrayando que en las primeras fases de su existencia, ante las condiciones de atraso político y económico, la tendencia oportunista en el partido alemán, el ala lassalliana estaba a favor de un ultracentralismo contrario a la tendencia marxista de Eisenach, lo cual venía a significar que en la atrasada Rusia, el oportunismo debía sin duda identificarse con ese mismo afán ultracentralista.

Como un eco a una intervención de Trotski durante el IIº congreso, Luxemburg defiende que aunque las reglas y los estatutos precisos son imprescindibles, no por ello son una garantía contra el desarrollo del oportunismo, el cual es producto de las condiciones mismas en las que se desarrolla la lucha de clases: la tensión entre la necesidad de luchar día a día para defenderse y los fines históricos del movimiento. Tras haber planteado así el problema en un contexto histórico más amplio, Luxemburg se burla sin contemplaciones de la idea de Lenin de que “unos rigurosos párrafos puestos en el papel” podrían, en la batalla contra el oportunismo, sustituir la ausencia de una mayoría revolucionaria en el partido. En última instancia, nada, ni unos órganos centrales estrictos, ni la mejor constitución (estatutos) del partido, podrá sustituir la creatividad de las masas cuando se trata de mantener un curso revolucionario contra los embates del oportunismo. De ahí la tantas veces citada conclusión de su artículo:

“…digámoslo sin rodeos: los errores cometidos por un movimiento obrero verdaderamente revolucionario son históricamente mucho más fecundos y valiosos que la infalibilidad del mejor ‘comité central’.”

La respuesta de Lenin a Luxemburg

Lenin contestó a Luxemburg en el artículo “Un paso adelante, dos pasos atrás, respuesta de N. Lenin a Rosa Luxemburg”, escrito en septiembre de 1904 y propuesto al Neue Zeit. Kautsky, sin embargo, se negó a publicarlo. Hasta 1930 no se publicaría. Lenin saluda en él la intervención de los camaradas alemanes en el debate, pero lamenta que el artículo de Luxemburg “no dé a conocer mi libro al lector y hable en realidad de otra cosa”. Al considerar que Rosa Luxemburg se enzarzó en una polémica totalmente fuera de lugar, Lenin no discute sobre los temas generales que aquélla plantea, sino que se limita a recordar los hechos principales que ocasionaron la escisión. Tranquilamente le agradece a Rosa que “haya explicado la idea profunda de que la sumisión servil es dañina para el partido”, subrayando que él no defiende una forma particular de centralismo, sino, sencillamente, “los principios elementales de cualquier sistema de partido concebible”, pues lo que en el congreso del POSDR se planteó no fue la sumisión servil a un órgano central, sino la dominación de una minoría, de un círculo en el seno de partido sobre lo que debería haber sido un congreso soberano. También afirma que su analogía con el jacobinismo es perfectamente válida y que, de todas maneras, ya había sido empleada a menudo por Iskra y Axelrod en particular. Comparar las divisiones en el partido proletario y las que hubo entre la derecha y la izquierda en la revolución francesa, insistía Lenin, no significa que se establezca una identidad entre la socialdemocracia y el jacobinismo. Lenin rechaza también la acusación de que su modelo de partido se basara en la fábrica capitalista:

“La camarada Luxemburg declara que yo ensalzo la influencia educadora de la fábrica. No es así. Son mis adversarios quienes dicen que yo describo el partido como si fuera una fábrica. Los he ridiculizado mostrando con sus propias palabras que mezclaban dos aspectos diferentes de la disciplina de fábrica, y esto, lamentablemente, le ocurre también a la camarada Luxemburg”.

En realidad, el que Trotski y Luxemburg se escandalizaran por la expresión “disciplina de fábrica” ocultó un importante elemento de verdad en el uso que Lenin hizo de esa expresión. Para Lenin, lo positivo de lo que el proletariado aprende a través de la “disciplina” de la producción en la fábrica, es precisamente la superioridad de lo colectivo sobre lo individual, la necesidad, de hecho, de la asociación de los obreros, la imposibilidad para los obreros de defenderse como individuos cada uno por su lado. Ese es el aspecto de la “la disciplina de fábrica” que debe reflejarse no solo en las organizaciones generales de la clase obrera sino también en sus organizaciones políticas, gracias al triunfo del espíritu de partido sobre el de círculo y el anarquismo de “gran señor” de los intelectuales.

Esto nos lleva a la tesis central de Lenin: la crítica al oportunismo por parte de Rosa es demasiado abstracta y general. Tiene mucha razón cuando explica las raíces del oportunismo en las condiciones históricas de la lucha de clases; pero el oportunismo adopta muchas formas y las formas propiamente rusas que aparecieron en el congreso eran las de la revuelta anarquista contra la centralización, un retorno de una parte de la antigua Iskra a unas ideas con las que el Congreso quería, precisamente, acabar. En primer lugar, acabar con la expresión propiamente rusa, o sea el economicismo, de las posiciones del estilo Bernstein como “el movimiento lo es todo, el objetivo final no es nada”. Es de notar que Rosa no dijo nada sobre estos temas, y por eso Lenin dedica la segunda parte de su artículo a dar concisa cuenta de cómo se produjo en el Congreso esa vuelta atrás.

Lenin da un escobazo a las “declamaciones grandilocuentes” de Luxemburg sobre la imposibilidad de combatir el oportunismo con reglas y reglamentos “por sí solos”; los estatutos no pueden tener una existencia autónoma; son, sin embargo, un arma indispensable para luchar contra las expresiones concretas del oportunismo. “Nunca, en ningún sitio, he afirmado una absurdez como que las reglas del partido serían armas ‘por sí solas’”. Lo que sí afirma Lenin es, en cambio, la defensa consciente de las reglas organizativas del partido y la necesidad de codificarlas en unos estatutos sin ambigüedad. Los llamamientos abstractos a la lucha creativa de las masas para superar el peligro oportunista no pueden sustituir esa tarea específica que es propia de los revolucionarios.

La conciencia de clase y el partido

Como ya hemos dicho, Lenin prefirió no entrar en otros temas más profundos planteados por Rosa en su texto: sus errores sobre la conciencia de clase y la identificación que hace ella entre partido y clase. Aunque brevemente, es necesario hablar aquí de esto.

En los argumentos de Luxemburg, las cuestiones de la conciencia de clase, del centralismo y de las relaciones entre el partido y la clase están inextricablemente relacionadas.

“Es evidente que la ausencia de las condiciones más imprescindibles para la realización completa del centralismo en le movimiento ruso podrían ser un gran obstáculo. Nos parece, sin embargo, que sería un error grosero creer que el poder absoluto de un comité central, que actuaría en cierto modo por “delegación” tácita, podría “provisionalmente” sustituir la dominación en el partido, todavía irrealizable, de la mayoría de los obreros conscientes, sustituir el control público que las masas obreras deben ejercer sobre los órganos del partido por el control inverso por parte de un comité central sobre la actividad del proletariado revolucionario. La historia misma del movimiento obrero en Rusia nos ofrece cantidad de pruebas del valor problemático de un centralismo así. Un centro todopoderoso, investido con un derecho sin límites de control y de ingerencia según el ideal de Lenin, acabaría en lo absurdo si sus competencias quedaran reducidas a las funciones puramente técnicas como la administración de la caja, el reparto del trabajo entre propagandistas y agitadores, el transporte clandestino de lo impreso, la difusión de la prensa, las circulares, los carteles. No se entendería el objetivo político de una institución con tales poderes si sus fuerzas estuvieran dedicadas a la elaboración de una táctica de combate uniforme y si asumiera la iniciativa de una amplia acción revolucionaria. Pero ¿qué nos enseñan las vicisitudes por las que ha pasado hasta hoy el movimiento socialista en Rusia? Los cambios de táctica más importantes y fecundos no han sido inventos de unos cuantos dirigentes y menos todavía de órganos centrales, sino que han sido cada vez el fruto espontáneo del movimiento en efervescencia.

“Así ocurrió con la primera etapa del movimiento auténticamente proletario en Rusia al que podemos fechar en 1896 con la huelga general espontánea de San Petersburgo que inició toda una era de luchas económicas entabladas por las masas obreras. Lo mismo fue con la segunda fase de la lucha, la de las manifestaciones callejeras, cuya señal fue dada por la agitación espontánea de los estudiantes de San Petersburgo en marzo de 1901. El siguiente gran giro de una táctica que abrió nuevos horizontes lo marcó, en 1903, la huelga general de Rostov del Don: una explosión espontánea una vez más, pues la huelga se transformó “desde sí misma” en manifestaciones políticas con agitación callejera, grandes mítines populares al aire libre y discursos públicos, algo que ni el más entusiasta de los revolucionarios hubiera soñado unos años antes.

“Sea como sea, nuestra causa ha hecho progresos inmensos. La iniciativa y la dirección consciente de las organizaciones socialdemócratas no han tenido en ellos sino un papel insignificante. Esto no se explica porque esas organizaciones no estuvieran especialmente preparadas para tales acontecimientos (aunque este hecho habrá contado sin duda alguna); menos todavía porque no hubiera aparato central y todopoderoso como lo preconiza Lenin. Al contrario, es de lo más probable que la existencia de tal centro de dirección habría aumentado el desconcierto de los comités locales acentuando el contraste entre el asalto impetuoso de las masas y la postura prudente de la socialdemocracia. Puede afirmarse en realidad que ese mismo fenómeno –el papel insignificante de la iniciativa consciente de los órganos centrales en al elaboración de la táctica- es observable en Alemania también y en todas partes. En sus grandes líneas, la táctica de la lucha de la socialdemocracia no está, en general, “por inventar”, sino que es el resultado de una serie interrumpida de grandes momentos creadores de la lucha de clases, a menudo espontánea, que busca su camino.

“El inconsciente precede el consciente y la lógica del proceso histórico objetivo precede la lógica subjetiva de sus protagonistas. El papel de los órganos directores del partido socialista tiene en gran medida un carácter conservador: como la experiencia lo ha demostrado, cada vez que le movimiento obrero conquista un nuevo espacio, esos órganos lo labran hasta sus límites más extremos, pero también lo transforman en un bastión contra progresos posteriores de mayor envergadura “.

El desarrollo histórico del programa comunista ha pasado muy a menudo por la polémica entre revolucionarios, por unos debates porfiados entre diferentes corrientes en el seno del movimiento. Y así fue sin duda en los debates entre Lenin y Luxemburg.

Si observamos el debate sobre la organización de principios del siglo XX, podemos comprobar esas idas y vueltas de la dialéctica. El largo pasaje citado arriba contiene gran parte del armazón del brillante texto de Rosa Luxemburg Huelga de masas, partido y sindicatos en el que analiza las condiciones de la lucha de clases al iniciarse el nuevo período. Luxemburg, mucho antes que ningún otro revolucionario de entonces, vislumbró que en este período, el proletariado se vería obligado a desarrollar una táctica, unos métodos y unas formas organizativas en el fuego mismo de la lucha de clases; y no podrían preverse de antemano, ni ser organizadas en su menor detalle por la minoría revolucionaria, ni ningún otro organismo preexistente. En 1904, Rosa Luxemburg avanzaba ya hacia esas conclusiones mediante la observación de los movimientos de masas recientes en Rusia; las huelgas y los levantamientos de 1905 le darían definitivamente la razón. Siguiendo el diagnóstico de Luxemburg, el movimiento de 1905 fue una explosión social general durante la cual la clase obrera pasó de la noche a la mañana de una situación en la que dirigía con la “debida humildad” peticiones al Zar a la huelga de masas y la insurrección armada; igualmente, en coherencia con su enfoque, la vanguardia revolucionaria se encontró a menudo a la cola del movimiento. Especialmente cuando el proletariado descubrió espontáneamente la forma de organización idónea para la época de la revolución proletaria –los consejos obreros, los soviets– muchos de quienes pensaban aplicar la teoría de Lenin empezaron exigiendo que esas creaciones no previstas de la espontaneidad obrera o adoptaran el programa bolchevique, o se disolvieran, lo cual llevó al propio Lenin a alzarse contra el formalismo rígido de sus camaradas bolcheviques, defendiendo una cosa y la otra, o sea, los soviets y el partido. ¿Qué otro ejemplo podría darse de la tendencia de la “la dirección revolucionaria” a desempeñar un papel conservador? Recordemos que la controversia llevada a cabo por Luxemburg para convencer a la socialdemocracia alemana de la importancia de la espontaneidad, iba sobre todo dirigida contra el ala derechista del partido, concentrada en la fracción parlamentaria y en la jerarquía sindical, que no podían ni imaginarse siquiera una lucha que no estuviera rígidamente planificada y dirigida por el centro del partido y de los sindicatos. Casi no es de extrañar que Luxemburg tendiera a considerar el centralismo de Lenin como una variante “rusa” de esa visión burocrática de la guerra de clases.

Y, sin embargo, exactamente como ya lo vimos en la polémica con Trotski, a pesar de la gran perspicacia de Luxemburg, hay dos grandes defectos en el pasaje citado, defectos que confirman que sobre la cuestión de la organización revolucionaria, de su papel y de su posición en los levantamientos masivos del nuevo período, fue Lenin y no Luxemburg quien captó lo esencial.

El primer defecto se relaciona con una frase de ese pasaje citada a menudo: “El inconsciente precede el consciente y la lógica del proceso histórico objetivo precede la lógica subjetiva de sus protagonistas”. Como planteamiento histórico general es, claro está, de lo más justo; como decía Marx, son los hombres quienes hacen la historia, pero en condiciones no escogidas por ellos. Hasta hoy, han vivido a la merced de fuerzas inconscientes de la naturaleza y de la economía que han dominado su voluntad consciente y han hecho que los planes mejor diseñados acaben dando resultados muy diferentes de lo que se esperaba. Por esas mismas razones, la comprensión de la humanidad de su lugar en el mundo sigue sometida al imperio de la ideología – los mitos, evasiones, ilusiones constantemente reproducidas por sus propias divisiones tanto en el plano individual como en el colectivo. En resumen, el inconsciente precede y domina necesariamente el consciente. Pero esa manera de ver ignora una característica fundamental de la actividad consciente del hombre: su capacidad para prever, construir el porvenir, someter las fuerzas inconscientes a su control deliberado. Y con el proletariado y la revolución proletaria, esa característica humana fundamental puede y debe darle la vuelta a la fórmula de Luxemburg sometiendo el conjunto de la vida social a su control consciente. Es cierto que solo bajo el comunismo podrá realizarse plenamente, una vez que el propio proletariado se haya disuelto; es cierto que en sus luchas elementales de defensa, su conciencia también es elemental. Ello no quita, sin embargo, de que tiende a ser cada vez más consciente de sus fines históricos, lo cual implica el desarrollo de una conciencia capaz de prever y dar forma al futuro. Este dominio del consciente sobre el inconsciente sólo en el comunismo podrá florecer plenamente, pero la revolución es ya un paso cualitativo hacia ese dominio. De ahí el papel totalmente indispensable de la organización revolucionaria, pues su tarea específica es analizar las lecciones del pasado y desarrollar la capacidad de prever, como así lo dijeron Marx et Engels en el Manifiesto comunista, “la marcha general del movimiento”, en resumen, mostrar la vía hacia el futuro.

Luxemburg, enmarañada en una argumentación que la llevaba a insistir en el domino del inconsciente, ve el papel de la organización como algo esencialmente conservador: preservar lo adquirido del pasado, actuar como memoria de la clase obrera. Pero por muy vital que sea esta función, su objetivo final no deja de ser “conservador”: la anticipación de la verdadera dirección del movimiento futuro y la influencia activa sobre el proceso que lleva a él. Los ejemplos no faltan en la historia del movimiento revolucionario. Fue esa capacidad lo que permitió a Marx, por ejemplo, vislumbrar en unas cuantas modestas escaramuzas, limitadas y aparentemente anacrónicas, de los tejedores de Silesia en una Alemania semifeudal, la señal de una futura guerra de clases, la primera evidencia tangible de la naturaleza revolucionaria del proletariado. Podemos también citar igualmente la intervención decisiva de Lenin en abril de 1917, el cual, incluso en contra de los elementos conservadores que “dirigían” su propio partido, fue capaz de anunciar y por lo tanto preparar el enfrentamiento revolucionario venidero entre la clase obrera rusa y el gobierno provisional “democrático”. Fue esa tendencia en Luxemburg a reducir la conciencia a un reflejo pasivo de un movimiento objetivo, lo que llevó a la Izquierda comunista de Francia –la cual, por otra parte, no tuvo ningún reparo en tomar el partido de Luxemburg contre Lenin sobre otras cuestiones cruciales como el imperialismo y la cuestión nacional- a defender que el método de Lenin sobre el problema de la conciencia de clase era más acertado que el de Rosa :

“La tesis de Lenin sobre la “conciencia socialista inyectada en el partido” en oposición a la tesis de Rosa sobre la “espontaneidad” de la toma de conciencia, engendrada durante un movimiento que surge de las luchas económicas y culmina en una lucha socialista revolucionaria es sin duda más precisa. La tesis de la “espontaneidad” con su apariencia democrática, hace aparecer, en su base, una tendencia mecanicista con un riguroso determinismo económico. Está basada en la relación de causa-efecto, como si la conciencia fuera solo un efecto, el resultado de un movimiento inicial, o sea de la lucha económica de los obreros que la haría emerger. En esa visión, la conciencia es básicamente pasiva comparada con las luchas económicas, vistas como factor activo. El concepto de Lenin da a la conciencia socialista y al partido que la concreta su carácter de factor y de principio esencialmente activos. No está separada de la vida y del movimiento, sino que está incluida dentro de éste” (Internationalisme n° 38, “Sobre la naturaleza y la función del partido político del proletariado”).

Los camaradas de la Izquierda comunista de Francia (GCF) evitan aquí criticar las exageraciones polémicas de los argumentos de Lenin –el kautskysmo con el que presenta explícitamente la conciencia socialista como una creación de los intelectuales (la llamada intelligentsia). A pesar de que la mayor parte de ese artículo esté dedicado a rechazar el concepto sustitucionista-militarista del partido, la crítica de los errores de Lenin sobre la conciencia de clase era, para la GCF, algo secundario en ese aspecto. Pues de lo que se trataba era sobre todo de insistir en el papel activo de la conciencia de clase contra toda tendencia a reducirla a un reflejo pasivo de las luchas de resistencia inmediata de los obreros.

Otro error en las ideas expuestas por Rosa Luxemburg sobre la tendencia conservadora por esencia de la dirección del partido es que, al no situar esa tendencia en un contexto histórico, la transforma en una especie de pecado original propio de todas las organizaciones centralizadas (un sentimiento plenamente compartido por los anarquistas). Como hemos dicho antes, Luxemburg argumentó con mucha razón que había que buscar las raíces del oportunismo en las condiciones mismas de la vida del proletariado en la sociedad burguesa. De ello deduce que puesto que todas las organizaciones políticas proletarias deben actuar en esta sociedad, están por lo tanto sometidas a la presión constante de la ideología dominante, hay un peligro “invariable” de conservadurismo, de adaptación oportunista a lo inmediato, de resistencia a enfrentarse a los retos que requiere la evolución del movimiento real. Pero quedarse en eso es algo insuficiente. Para empezar, hay que decir que esos peligros en ningún caso amenazan únicamente a los órganos centrales, pues pueden aparecer perfectamente en las ramas locales (del partido). Así ocurrió en el caso del SPD alemán, que fue, en algunas regiones (Baviera, por ejemplo) de lo más “permeable” a las más variadas expresiones de revisionismo. Además, la amenaza oportunista, aún siendo permanente, es, en unas condiciones históricas, más fuerte que en otras. En el caso de la Internacional Comunista, fue sin lugar a dudas, el aislamiento del régimen proletario en Rusia lo que reforzó esa amenaza hasta el punto de condenar irreversiblemente a esos partidos a la degeneración y la traición. Y en el período en que Luxemburg elabora su polémica contra Lenin, el creciente conservadurismo de los partidos socialdemócratas era precisamente el reflejo de condiciones históricas precisas: el paso del capitalismo de su período ascendente a su fase de decadencia que, aún no estando totalmente rematada, revelaba ya la inadaptación de las antiguas formas de las organizaciones de la clase, a la vez las generales (los sindicatos) y las políticas (el partido “de masas”). En esas circunstancias, toda crítica seria a las tendencias conservadoras de la socialdemocracia tenía que estar acompañada de un nuevo concepto del partido. Lo irónico del caso es que el análisis de Luxemburg de las nuevas formas y métodos de la lucha de clases estaba preparando el terreno para el nuevo concepto, como ya señalábamos en el primer artículo de esta serie. Esto es particularmente cierto en el folleto sobre La Huelga de masas, en el que Rosa subraya el papel de dirección política que el partido debe desempeñar en el movimiento de masas. De hecho, la hostilidad total que provocó ese texto en el centro “ortodoxo” del partido, ya es por sí sola la prueba de que las antiguas formas socialdemócratas estaban relacionadas con métodos de lucha que se habían vuelto inadaptados para la época nueva. Fue, sin embargo, Lenin quien puso la pieza que faltaba en el puzzle al insistir en la necesidad de un “partido revolucionario de nuevo tipo”. Este salto teórico de Lenin no quedó plenamente elaborado y bien sabemos que los antiguos conceptos socialdemócratas siguieron contaminando el movimiento obrero mucho más tarde, en la “época de guerras y de revoluciones”. Lo cual no quita que la brillante intuición de Lenin surgió de las entrañas mismas de la realidad nueva: los antiguos partidos de masas ya no podían, por definición, ejercer la función de orientación política de la lucha revolucionaria de la clase obrera, como tampoco los sindicatos podían proporcionarle un marco organizativo global.

El partido no es la clase

En varias ocasiones, la polémica de Luxemburg contra Lenin vuelve borrosa la distinción entre la dirección del partido, el partido en su conjunto, y la clase. En particular, el argumento de que son las masas mismas (o las “masas” dentro del partido) las que deben llevar a cabo la lucha contra el conservadurismo y el oportunismo es una generalización que elude el papel indispensable que en esa lucha debe desempeñar la vanguardia política organizada. En la raíz de tal argumento está la falsa equivalencia entre partido y clase, evocada ya antes:

“En verdad, la socialdemocracia no es que esté vinculada a la organización de la clase obrera, sino que, en realidad, es el movimiento propio de la clase obrera”.

Es cierto que la socialdemocracia, la fracción, el grupo o el partido político del proletariado, no están fuera del movimiento de la clase, es un producto orgánico del proletariado. Pero es un producto particular y único; toda tendencia a identificarlo con “el movimiento en general” es perjudicial tanto para la minoría política como para el movimiento como un todo. En ciertas circunstancias, la identificación errónea entre partido y clase puede servir para justificar las teorías y la práctica substitucionistas: fue una tendencia muy acentuada en la fase de declive de la Revolución en Rusia, cuando algunos bolcheviques se pusieron a teorizar la idea de que la clase debía someterse incondicionalmente a las directivas del partido (del partido-Estado, en realidad) porque el partido no podía ser otra cosa sino el representante de los intereses del proletariado en toda circunstancia y condición. Pero en la polémica de Luxemburg contra Lenin, vemos el error simétrico, la vida y las tareas particulares de la organización política están anegadas en el movimiento de masas- a lo que precisamente Lenin se oponía en su lucha contra el economicismo y el menchevismo. En realidad, la oposición de Luxemburg a “la separación rigurosa entre el núcleo organizado y el ámbito revolucionario como así lo entiende Lenin”, la insistencia de aquélla en que “no puede haber compartimentos estancos entre el núcleo proletario consciente, sólidamente encuadrado en el partido, y las capas del proletariado del entorno, que ya han sido atraídas a la lucha de clases” eso, en las circunstancias del momento, no hacía más que apuntalar los argumentos de Martov que decía que sería todo perfecto si “cada huelguista se declaraba socialdemócrata”. Como ya vimos en el artículo precedente, el peligro mayor al que se enfrentaban los revolucionarios de entonces no era, como creía Trotski, el substitucionismo, sino su hermano gemelo anarquista, “democratista” y economicista.

Y así Rosa Luxemburg –que había sido acusada repetidas veces de “autoritarismo” en el SPD y en la socialdemocracia polaca precisamente por su defensa de la centralización– se dejaba, en ese momento particular de la historia, influir por el contragolpe “democrático”, en contra de la defensa rigurosa por parte de Lenin de la centralización organizativa. Rosa, que había estado en el centro de la lucha contra el oportunismo dentro de su propio partido, se iba a equivocar al identificar mal el origen del peligro oportunista en el partido ruso. La historia no iba a hacerse esperar largo tiempo –menos de un año en realidad- para demostrar que Lenin tenía razón al ver a los mencheviques como la cristalización del oportunismo en el POSDR y el bolchevismo como la expresión de la “tendencia revolucionaria” en el partido.

Amos

Series: 

  • El nacimiento del bolchevismo [12]

Historia del Movimiento obrero: 

  • 1903 - fundación del partido bolchevique [13]

Guerra sin fin en Oriente Medio: el verdadero responsable es el capitalismo

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Todos los grandes burgueses de este mundo capitalista nos han invitado a conmemorar con ellos el 60 aniversario del desembarco en Normandía del 6 de junio de 1944. Los Bush, Schröder, Chirac, Blair, Poutine…, en un mismo arrebato, aliados o enemigos de ayer, en una pretendida unidad que quisiera parecer muy emotiva, nos han invitado a no olvidar lo que, según ellos, fue una epopeya heroica por la defensa de la libertad y de la democracia. Según el discurso ideológico dominante, esa unidad de la que alardeaban aliados y enemigos de ayer debería llevarnos a pensar que si se reflexiona en los «errores» del pasado, corrigiéndolos, será entonces posible construir un mundo de paz, un mundo estable y controlado. Un mundo de paz, algo así como aquel “nuevo orden mundial” que ya nos prometieron tras el desmoronamiento del bloque de la URSS en 1989.

Y, sin embargo, los años 90 conocieron no sólo el incremento de la barbarie bélica, sino la creciente inestabilidad de toda la sociedad capitalista. El hundimiento del bloque del Este, más o menos la sexta parte de la economía mundial, significó la entrada de lleno del capitalismo en su fase de descomposición. Las tensiones imperialistas que dejaron de polarizarse en el enfrentamiento entre dos bloques imperialistas rivales que se repartían el mundo no por eso desparecieron, ni mucho menos. Han tomado la forma de la guerra de cada uno contra todos de tal modo que los conflictos guerreros han alcanzado unos niveles desconocidos desde la Segunda Guerra mundial. La perspectiva de paz y de prosperidad anunciada por el líder mundial norteamericano acabó en agua de borrajas, y en su lugar lo que se ha instalado es la pesadilla de una sociedad que se desagarra a escala mundial y el riesgo de arrastrar a la humanidad entera al abismo. La primera guerra del Golfo de 1991 no permitió que apareciera a las claras ese aspecto de “todos contra todos”, que ya era, sin embargo, determinante, al haber logrado Estados Unidos unir tras sí a las grandes potencias, sobre todo gracias a lo que le quedaba de autoridad sobre sus antiguos aliados. En cambio, en Ruanda, en la antigua Yugoslavia, en el ex Zaire, por solo citar estos conflictos, la tendencia a «cada uno para sí», la defensa por cada uno de ellos de sus propios intereses imperialistas en detrimento de los de los demás, quedó más explícita. Y el inicio del nuevo milenio ha visto cómo ha ido creciendo esa dinámica de conflictos imperialistas. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos anunció solemnemente que haría la guerra al terrorismo, que liberaría Afganistán del atraso de los talibanes y que luego aportaría prosperidad y democracia a Irak. El resultado es hoy una inestabilidad en constante aumento, una inestabilidad mortífera que se extiende no sólo en Irak, sino por toda aquella región. Puede comprobarse, y es un fenómeno nuevo, que la situación tiende a írsele de las manos incluso a la potencia principal del planeta. Los objetivos que se dio la burguesía estadounidense se le escapan. Las imágenes triunfales tras la entrada de las tropas americanas en Bagdad, con el derribo de una estatua de Sadam Husein, han sido sustituidas por las de matanzas casi diarias, lo que demuestra la incapacidad de EE.UU. para estabilizar la situación, dejando a la población de aquel país en unas condiciones de vida espantosas.

Las luchas encarnizadas entre “señores de la guerra”, más o menos enfeudados a potencias regionales o mundiales, que predominan ya en Irak y en Afganistán, empiezan a extenderse a Arabia Saudí, con su ola de atentados contra los extranjeros, las instalaciones petroleras y el gobierno. La inestabilidad de este país está poniendo en peligro la principal fuente de petróleo del mundo (25 % de las reservas mundiales), haciendo planear un riesgo suplementario en una situación económica ya depresiva: el despegue de los precios del crudo que ya están hoy por encima de los 40 $ por barril. En una dinámica así, las propias grandes potencias pierden más y más toda capacidad de orientar, como quisieran, la marcha de la sociedad en su conjunto y están, evidentemente, incapacitadas para darle la menor perspectiva.

Tampoco el corazón de Europa se libra de esa irrupción del caos, como así lo han ilustrado los atentados del 11 de marzo de 2004 en España. Todo eso plasma esa “entrada del mundo en un período de inestabilidad nunca antes visto” (Introducción a las “Tesis sobre la Descomposición”, 1990, Revista internacional n° 107) y que hoy se está acelerando. En realidad, lo que ya la guerra del Golfo nos mostró fue que desde principios del año 1991, “ante el caos generalizado propio de la fase de descomposición, a la que ha dado un acelerón considerable el desmoronamiento del bloque del Este, no le queda otra salida al capitalismo, en sus intentos de mantener en su sitio las diferentes partes de un cuerpo que tiende a desmembrarse, que imponer el férreo corsé que es la fuerza de las armas. Pero resulta que los medios mismos que utiliza para intentar frenar un caos cada día más bestial son un factor agravante de la barbarie guerrera en la que está hundiéndose el capitalismo” (“Militarismo y descomposición”, Revista internacional n° 64.)

¿Es el gobierno de Bush la causa profunda del desastre iraquí?

Los manifestantes antiBush, los consabidos discursos de representantes de potencias como Francia y Alemania en la ONU, incluso los desesperados gritos de algunas fracciones de la burguesía de EE.UU., ven todos la posibilidad de invertir la tendencia y volver a encontrar una estabilidad en el mundo gracias a unos gobernantes menos aprovechados, menos cínicos, más generosos e inteligentes.

La burguesía quisiera hacernos creer que la paz y la estabilidad dependerían de quienes nos gobiernan.  Por eso, el argumento preferido de las diferentes burguesías que se opusieron a la guerra (porque no tenían en ésta el menor interés, sino todo lo contrario) era que si Bush hubiera respetado el “derecho internacional”, si hubiera respetado la legalidad de la ONU, Irak no sería ahora la ciénaga sanguinolenta que es y EE.UU. no estaría en semejante atolladero. En el seno de la burguesía norteamericana, la cual era globalmente favorable a la guerra, cada vez se alzan más voces diciendo que la situación actual es resultado de la incompetencia y de la estupidez de Bush y de su administración, incapaces de estabilizar Irak. Esos dos tipos de argumento son una falacia. Su único objetivo, para la burguesía, es la necesidad de embaucar y embaucarse a sí misma. La situación de inestabilidad anárquica que se expande, es producto  directo de la situación histórica en la que se encuentra metida la sociedad capitalista de hoy. No depende de la mayor o menor capacidad de una persona, como tampoco de la propia personalidad de ésta. Porque:

“En lo que a la política internacional de Estados Unidos se refiere, el alarde y el empleo de la fuerza armada no sólo forman parte de sus métodos desde hace tiempo, sino que es ya el principal instrumento de defensa de sus intereses imperialistas, como así lo ha puesto de relieve la CCI desde 1990, antes incluso de la guerra del Golfo. Frente a un mundo dominado por la tendencia a «cada uno para sí», en el que los antiguos vasallos del gendarme estadounidense aspiran a quitarse de encima la pesada tutela que hubieron de soportar ante la amenaza del bloque enemigo, el único medio decisivo de EE.UU. para imponer su autoridad es el de usar el instrumento que les otorga una superioridad aplastante sobre todos los demás Estados: la fuerza militar. Pero en esto, EE.UU. está metido en una contradicción:

“– por un lado, si renuncia a aplicar o a hacer alarde de su superioridad militar, eso no puede sino animar a los países que discuten su autoridad a ir todavía más lejos;

“– por otro lado, cuando utilizan la fuerza bruta, incluso, y sobre todo, cuando ese medio consigue momentáneamente hacer tragar sus veleidades a los adversarios, ello lo único que hace es empujarlos a aprovechar la menor ocasión para tomarse el desquite e intentar quitarse de encima la tutela americana.”

(Resolución sobre la situación internacional del XIIº Congreso de la CCI, Revista internacional n° 90, 1997).

Invocar la incompetencia de tal o cual jefe de Estado para explicar la causa de las guerras permite a la burguesía enmascarar la realidad, ocultar la aterradora responsabilidad del capitalismo decadente y, con éste, la de toda la clase burguesa mundial. Esa lógica permite, en efecto, absolver a ese sistema de todos los crímenes encontrando excusas: la locura de Hitler, su desequilibrio, serían la causa de la IIª Guerra Mundial; y, de igual modo, la inhumanidad o la incompetencia de Bush serían la causa de la guerra y de los horrores actuales en Irak. En esos dos casos significativos, en realidad, esos dos individuos, con sus temperamentos y sus particularidades, corresponden a las necesidades de la clase que los llevó al poder. En ambos casos, lo único que han hecho es aplicar la política que su clase quería, la de la defensa de los intereses del capital nacional. A Hitler lo apoyó la burguesía alemana en su conjunto porque se mostró capaz de preparar una guerra que se había hecho inevitable por la crisis del capitalismo y la derrota de la oleada revolucionaria que siguió a Octubre 1917. El programa alemán de rearme en los años 30, seguido por la guerra mundial contra la URSS y los aliados fue una empresa a la vez inevitable, a causa de la situación de Alemania tras el Tratado de Versalles de 1919, y destinada al fracaso. Fue, en cierto modo, profundamente irracional. La locura de un tipo como Hitler –o más bien, el haber puesto a semejante insensato a la cabeza del Estado– no fue sino la expresión misma de la irracionalidad de la guerra a la que se lanzaba la burguesía alemana. Y lo mismo es con Bush y su administración. Están llevando a cabo la única política hoy posible, desde el punto de vista capitalista, para defender los intereses imperialistas de EE.UU, su liderazgo mundial, o sea, la guerra, la huida ciega en el militarismo. La incompetencia del gobierno de Bush, especialmente a causa de la influencia que en él haya podido ejercer una fracción belicosa y ultra representada entre otros por Rumsfeld, Wolfowitz y demás, su incapacidad para actuar basándose en una visión a largo plazo, lo que pone de relieve es que la política exterior de la Casa Blanca es, a la vez, la única posible y destinada al fracaso. El que alguien como Colin Powell, perteneciente a la misma administración y que sabe lo que es dirigir una guerra, hiciera tantas advertencias, sin ser escuchado, sobre la falta de preparación del conflicto en el que se metía EE.UU, es una confirmación de esa tendencia hacia lo irracional. Ha sido el conjunto de la burguesía norteamericana quien ha apoyado una política militarista, pues ésta es la única posible para la defensa de sus intereses imperialistas. De hecho, las divergencias en su seno, ante la catástrofe que es hoy Irak para la credibilidad de EE.UU. y el mantenimiento de su liderazgo mundial, sólo existen por cuestiones tácticas y, en ningún caso, por reprobación de la guerra misma. Esto es tan cierto que John Kerry, que se presenta como adversario demócrata de Bush para las próximas elecciones presidenciales, no tiene la menor alternativa que proponer sino es la de reforzar los efectivos militares estadounidenses en Irak. Si las políticas que deben hacerse y su éxito dependieran únicamente de las cualidades de quienes gobiernan, por ejemplo de su inteligencia, ¿cómo se explica entonces que la política imperialista de un Reagan, sin duda no mucho más dotado que Bush, obtuviera los reconocidos éxitos contra el imperialismo ruso, en Afganistán en particular? La razón está en las condiciones diferentes entre una y otra situación: el estar a la cabeza de uno de los dos bloques imperialistas rivales que dominaban el mundo, en cuyo seno había una disciplina respecto al jefe de bloque,  confería a Estados Unidos una autoridad mucho mayor. En cuanto a los “defensores de la paz “ en Irak, como Schröder o Chirac, su actitud hacia el conflicto no tiene nada que ver con no se sabe qué mayores cualidades humanas de las que sus almas estarían adornadas en comparación con su rival Bush, sino porque esta guerra amenazaba directamente sus intereses imperialistas respectivos. Para Alemania, la instalación de Estados Unidos en Irak es un obstáculo para sus perspectivas de avance hacia esa parte del mundo, hacia la que se han orientado tradicionalmente sus esfuerzos de expansión. Para Francia, le quita la influencia que le quedaba en ese país merced a su apoyo, más o menos encubierto, a Sadam Husein. Acabar con la guerra no se debe, en primer lugar, a las capacidades propias de unos hombres políticos influyentes en el aparato de Estado, ni mucho menos a su buena o mala voluntad, sino a la lucha de clases.

La política de la burguesía en cada país está determinada, de forma única e implacable, por la defensa del capital nacional. Para ello pone en el poder a los hombres que se muestran más capaces de responder a esas necesidades. Si Kerry acaba sustituyendo a Bush en la presidencia estadounidense, sería para intentar dar un nuevo impulso a una política que seguiría siendo básicamente la misma. Para que haya un mundo sin guerras no hay que cambiar de gobiernos, sino destruir el capitalismo.

Ni la prevista transferencia de soberanía en manos de un gobierno autóctono en Irak, ni la votación unánime de la resolución de la ONU a favor de las modalidades de esa transferencia, van a desembocar en una mayor estabilidad. Ni tampoco el proyecto de Gran Oriente Medio. Menos todavía la celebración con gran boato del desembarco de Normandía del 6 de junio de 1944 y las declaraciones de las mejores intenciones que la han acompañado.

Europa : ¿antídoto contra el desorden mundial?

¿Podría ser Europa un antídoto contra ese desorden y esa anarquía o al menos limitar su extensión? Francia y Alemania, como se pudo ver con ocasión de la ampliación de la Unión, el 1º de mayo de 2004, y también con las últimas elecciones europeas, han alardeado presentando la construcción de Europa como un factor de paz y de estabilidad en el mundo. Nos cuentan que si lograra alcanzar la unidad política, sería una garantía de paz. Mentira. Suponiendo que los estados de Europa se entiendan para andar al mismo paso, un bloque europeo sería también un factor de conflictos mundiales, al ser un rival de Estados Unidos. El proyecto de constitución europea no expresa otra cosa, en términos sibilinos, sino la voluntad de algunos Estados de desempeñar, gracias a Europa, un papel en el ruedo imperialista mundial:

“Los Estados miembros apoyan activamente y sin reservas la política exterior y de seguridad común de la Unión, con un espíritu de lealtad y de solidaridad mutua, absteniéndose de toda acción contraria a los intereses de la Unión o que pudiera menoscabar su eficacia…” (Capítulo I-15).

Esta orientación es una amenaza para el liderazgo de EE.UU., y por esto es por lo que este país no ha cesado de poner zancadillas a la construcción de toda unidad europea, por ejemplo, últimamente, apoyando la candidatura de Turquía a su ingreso en la Unión. Sin embargo, la unidad europea sólo existe en la propaganda. Para darse cuenta de lo absurda que es la noción “bloque europeo”, basta con observar a fondo lo que es hoy la realidad de la Unión europea: el presupuesto europeo alcanza un mísero 4% del PNB de la UE, cuya mayor parte está destinada no a lo militar sino a la Política agrícola común; no existe una fuerza militar bajo mando europeo capaz de competir con la OTAN o el ejército americano. Tampoco existe una superpotencia militar en la UE capaz de imponer su voluntad a las demás (esto quedó muy patente con la cacofonía que acompañó la adopción de la Constitución europea) (1). Además, la política de una de las principales potencias miembro de la UE, el Reino Unido, consiste en mantener su objetivo (el mismo desde hace 400 años) de dividir a las demás potencias europeas, sus “socios” de la UE. En esas condiciones, cualquier alianza europea no será más que un acuerdo temporal y forzosamente inestable. Las guerras en Yugoslavia e Irak sacaron a la luz hasta qué punto se revienta la unidad política de Europa en cuanto los intereses imperialistas de las diferentes burguesías que la componen entran en danza. Aunque actualmente, países como España e incluso Polonia y otros países centroeuropeos, se están inclinando hacia Alemania, es esa una tendencia limitada en el tiempo como así fue antes y después de 1990 en otros casos como el de los altibajos en la pareja franco-alemana. Sin embargo, ya sea con la tendencia hacia la unidad política o ya sea con la desunión patente, no podrán reducirse nunca las tensiones entre países europeos. En el contexto actual de quiebra del capitalismo y de descomposición de la sociedad burguesa, la realidad nos muestra que la única política posible de cada gran potencia es la de meter a las demás en dificultades para poder imponerse ella. Esa es la ley del capitalismo.

La inestabilidad, la creciente anarquía y el caos que se están propagando no es algo específico de una u otra región exótica y atrasada, sino que es el producto del capitalismo en su fase actual, irreversible, de descomposición. Y como el capitalismo domina el planeta, es el planeta entero lo que está cada día más dominado por el caos.

¿Qué perspectiva para el porvenir de la humanidad?

Sólo el proletariado lleva en sí una perspectiva, pues no sólo es la clase explotada sino y sobre todo la clase revolucionaria de esta sociedad, o sea la clase portadora de otras relaciones sociales libradas de la explotación, de la guerra, de la miseria. Al concentrar en sí mismo todas las miserias, todas las injusticias y toda la explotación, posee potencialmente la fuerza de echar abajo el capitalismo e instaurar el verdadero comunismo. Pero para ponerse a la altura de ese reto histórico, deberá comprender que la guerra es un producto del capitalismo en quiebra, que la burguesía es una clase cínica de explotadores y de mentirosos. Una clase que lo que más teme es que el proletariado acabe percibiendo la realidad como es y no como quieren que se la crea sus explotadores. Sólo el desarrollo de la lucha de clases, por la defensa de sus condiciones de vida, hasta el derrocamiento del capitalismo, podrá permitirle al proletariado paralizar el brazo asesino de la burguesía. Recordemos que fue gracias a la lucha de clases si la generación proletaria de principios del siglo XX pudo poner término a la Primera Guerra mundial. El proletariado tiene ante sí una gran responsabilidad histórica. El progreso de la conciencia de los retos que ante sí tiene, así como su unidad de clase, serán factores determinantes. De ello depende el porvenir de la humanidad entera.

G 15/06/04

1) La propia constitución es un fracaso para los “federalistas” que esperaban que se plasmara una mayor unidad europea, pues está ausente de aquélla cualquier idea de verdadero “gobierno europeo”, manteniéndose en vigor la jaula de grillos intergubernamental de siempre.

Geografía: 

  • Oriente Medio [14]

Historia del movimiento obrero: lo que distingue al sindicalismo revolucionario

  • 19131 lecturas

Desde del 68 y mas precisamente desde que se hundió el bloque del Este, muchas personas con ganas de militar por la revolución han dado la espalda a la experiencia de la revolución rusa y de la Tercera internacional (IC) para ir en busca de enseñanzas para la lucha y la organización del proletariado en otra tradición, la del “sindicalismo revolucionario” (que a menudo se asimila con el anarcosindicalismo) (1).

Esta corriente, que apareció entre el siglo XIX y el XX y que desempeñó un papel importante en ciertos países hasta los años 30, tiene como característica principal la de rechazar (o por lo menos subestimar considerablemente) la necesidad para el proletariado de dotarse de un partido político, tanto en sus luchas en el capitalismo como para el derrocamiento revolucionario de éste, pues, según aquella, la forma de organización sindical sería la única posible. Y efectivamente, el proceso por el que pasan esas personas que se acercan al sindicalismo revolucionario deriva en gran parte de que la idea misma de organización política ha quedado muy desprestigiada por la experiencia contrarrevolucionaria del estalinismo: la represión brutal en la misma URSS y tras las revueltas obreras en Alemania del Este y en Hungría en los años 50, la invasión de Checoslovaquia en 1968, el sabotaje por parte del PC estalinista de las luchas obreras en Francia en 1968, la represión, una vez más, de las luchas en Polonia a principios de los 70, etc. Esta situación es todavía peor tras la caída del muro de Berlín en 1989, con las innobles campañas de la burguesía que asimilan el hundimiento del estalinismo con la quiebra del comunismo y del marxismo, dando así una cornada suplementaria a cualquier idea de agrupamiento político basado en principios marxistas.

Sacar las lecciones de la historia

Una de las fuerzas mayores del proletariado está en su capacidad de volver sin cesar sobre sus derrotas y errores pasados para entenderlos y sacar lecciones para la lucha presente y por venir.

“Las revoluciones proletarias (...) se critican a sí mismas constantemente, interrumpen a cada instante su propio curso, regresan a lo que ya parecía realizado para volver a empezar, critican sin piedad sus vacilaciones, las debilidades y las miserias de sus primeras tentativas …” (Marx, El 18 de Brumario de Louis Napoleón Bonaparte).

Esta parte de la experiencia del movimiento obrero, el sindicalismo revolucionario, no podrá ser una excepción en esa necesidad de examen crítico para sacar lecciones. Para ello, es necesario poner las ideas y la acción del sindicalismo revolucionario en su contexto histórico, único método que nos permitirá entender sus orígenes en relación con la historia del movimiento obrero.

Por todo ello, hemos decidido emprender una serie de artículos, de la que éste es la introducción, sobre la historia del sindicalismo revolucionario y del anarcosindicalismo. En esta serie intentaremos contestar a estas preguntas:

– ¿qué distingue la corriente sindicalista revolucionaria en el plano de los métodos y de los principios?

- ¿ha dejado esta corriente lecciones útiles para la lucha histórica de la clase obrera?

– ¿qué conclusiones se han de sacar de las traiciones, y en particular la de 1914 (cuando la CGT francesa se pasó a la Unión sagrada desde principios de la Primera guerra imperialista mundial) y la de 1937 (participación de la CNT española en el gobierno de la Generalidad de Cataluña durante la guerra civil, y en el gobierno central)?

– ¿puede la corriente sindicalista revolucionaria dar hoy una perspectiva a la clase obrera?

Nuestras respuestas se basarán en la experiencia concreta que ha hecho la clase obrera del sindicalismo revolucionario, analizando varios períodos importantes de la vida del proletariado:

– la historia de la Confédération générale du travail en Francia, muy influenciada sino dominada por los anarcosindicalistas, desde su formación hasta la guerra del 14;

– la historia de los Industrial Workers of the World (IWW) en Estados Unidos hasta los años 20,

– la historia del movimiento de los “shop-stewards” (delegados de taller) en Gran Bretaña, antes y durante la Primera Guerra mundial,

– la historia de la Confederación nacional del trabajo (CNT) española durante la oleada revolucionaria que siguió a la Revolución rusa hasta su descalabro durante la guerra civil en 1936-37;

– por fin, concluiremos con un examen de la realidad concreta del sindicalismo revolucionario hoy en día, así como de las posiciones defendidas por las corrientes que se reivindican de esa tradición.

No nos proponemos con esta serie hacer la cronología detallada de las diversas organizaciones sindicalistas revolucionarias, sino poner en evidencia en qué los principios del sindicalismo revolucionario no solo han demostrado que no sirven para orientar la acción del proletariado en la lucha por su emancipación, sino que han participado además en llevarlo, en determinadas circunstancias, al terreno de la burguesía. Este enfoque histórico, materialista, demostrará la profunda deferencia entre anarquismo y marxismo, que se expresa en particular en la diferencia de actitud hacia las traiciones en el movimiento socialista y en el movimiento anarquista.

A los anarquistas les gusta señalar y poner en evidencia las grandes traiciones del movimiento socialista y comunista: la participación a la guerra de los Partidos socialistas en 1914 y la contrarrevolución estalinista de los años 20-30. Pretenden con ello mostrar una filiación fatal, inevitable, entre el Marx “autoritario” y Stalin, sin olvidar a Lenin, une especie de pecado original (cantinela que no desafina con la de la propaganda burguesa sobre la “muerte del comunismo”). Con respecto a las traiciones cometidas por anarquistas, por el contrario, su actitud es muy diferente: el patriotismo antialemán de un Kropotkin o de un Guillaume en 1914, el apoyo indefectible que prestó la CGT francesa al gobierno de Unión sagrada durante la guerra del 14-18, la participación de ministros de la CNT en los gobiernos burgueses de la República española, nada de todo ello puede cuestionar desde su punto de vista los “principios eternos” del anarquismo.

En cambio, hemos de señalar que las traiciones en el movimiento marxista siempre han sido analizadas y combatidas por las corrientes de izquierda antes y después de que ocurrieran (2).

Esa lucha llevada a cabo por las corrientes de izquierda no se limitó a “recordar” meramente los principios, sino que engendró un esfuerzo teórico y práctico para entender y mostrar de dónde procedía la traición, cuáles eran las modificaciones en la situación histórica, material, del capitalismo que la explicaban, volviendo caducos los análisis y medios de lucha hasta entonces adaptados al combate de la clase obrera.

Nada de esto en los anarquistas o anarcosindicalistas. Echan la culpa de la traición a los “jefes”, lo que en nada ayuda a entender el por qué de la traición de los jefes. Siguen dando a los principios un valor eterno, meramente moral, vaciado de su contenido histórico. Ante la traición, no les queda más que reafirmar los mismos valores eternos, y es por eso por lo que los anarquistas, contrariamente al marxismo, jamás han hecho surgir fracciones de izquierda en sus filas. Por eso también es por lo que los revolucionarios auténticos en el movimiento sindicalista revolucionario francés de 1914 (Rosmer, Monate) no intentaron constituir una corriente de izquierda en el movimiento sindicalista revolucionario, sino que se orientaron hacia el bolchevismo.

El contexto histórico

Como ya hemos visto, en el mismo centro de la divergencia entre la corriente sindicalista revolucionaria y el marxismo está la cuestión de la forma de organización que adopta la clase obrera para luchar contra el capitalismo. La comprensión de esta cuestión no se hizo del día a la mañana. El proletariado, a pesar de ser la clase revolucionaria llamada a derribar el capitalismo, no apareció en la sociedad capitalista listo ya para la revolución, algo así como Atenea de la cabeza de Zeus. Muy al contrario, la clase obrera no ganó en conciencia política y en capacidad organizativa sino gracias a una serie de esfuerzos enormes y de trágicas derrotas. En ese largo proceso del proletariado hacia su emancipación, surgieron inmediatamente dos necesidades fundamentales:

– la necesidad para el conjunto de los obreros de luchar colectivamente para defender sus intereses (en la misma sociedad capitalista primero y luego para echarla abajo);

– la de tener una reflexión sobre los fines generales de la lucha y sobre los medios para alcanzarlos.

Y de hecho, toda la historia del proletariado durante el siglo XIX estuvo marcada por sus esfuerzos incansables para dotarse de formas de organización adecuadas para llevar a cabo ambas necesidades fundamentales, concretamente para darse una organización general con vistas a agrupar a todos los obreros en lucha y de una organización política cuyas tareas esenciales eran clarificar las perspectivas de aquellas luchas.

El período que parte de la formación de la clase obrera hasta la Comuna de París se señala por una serie de esfuerzos y de intentos de organización del proletariado, fuertemente marcados en general por la historia específica del movimiento obrero en cada país. Durante aquel período, una de las tareas esenciales de la clase obrera y de sus esfuerzos de organización era la necesidad de afirmarse como clase específica ante las demás clases de la sociedad (burguesía y pequeña burguesía) con las que había compartido objetivos comunes (tales como la destrucción del orden feudal).

En aquel contexto histórico marcado por la inmadurez de un proletariado en formación, y sin experiencia propia, las dos necesidades fundamentales de la clase obrera se expresaban o en formas de organización aún fuertemente marcadas por el pasado (como los gremios procedentes de la Edad Media), o en la dificultad para comprender la necesidad de una organización general de la clase para llevar a cabo la lucha contra el orden capitalista del que hacían, sin embargo, una crítica muy radical.

En las primeras organizaciones de masas de la clase obrera, se suele ver a veces la expresión de una tendencia a buscar una ilusoria vuelta hacia el pasado, como también intuiciones del porvenir de la clase que iban mucho más allá de sus capacidades del momento: por ejemplo, los esfuerzos de organización sindical clandestina en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII (conocida con el nombre de “Army of Redressors” bajo el mando del mítico general Ludd) expresaban a menudo el deseo de volver al tiempo de la producción artesana; por otro lado, la meta que se da el “Grand National Consolidated Union” a principios del siglo XIX (3), o sea reunir los diferentes movimientos corporativistas en una huelga general revolucionaria prefigura de forma utópica la organización de los soviets de un siglo más tarde.

La burguesía supo reconocer muy rápidamente el peligro que representaba la organización masiva de los obreros: en Francia, la ley “Le Chapelier” prohibió ya desde 1793, en pleno período revolucionario, cualquier forma de asociación obrera, hasta las simples asociaciones de ayuda económica frente al paro o la enfermedad.

Según se va desarrollando, el proletariado se va afirmando como clase autónoma frente a las demás clases de la sociedad. En el chartismo inglés hay ya un embrión del partido político de clase y también se expresa en él la primera separación del proletariado de la pequeña burguesía radical. La oleada de luchas que se acabó con la derrota de las revoluciones de 1848 (y también la del chartismo) nos legó los principios elaborados en el Manifiesto comunista. Sin embargo, la idea de un verdadero partido político del proletariado tardará mucho tiempo en nacer, puesto que se hubo que esperar a la Primera internacional de principios de 1860 para ver reunidas las características a la vez de un partido político y de una organización unitaria de masas.

La Comuna de París de 1871, y el Congreso de La Haya de la Primera internacional en 1872, fueron un punto de ruptura para el movimiento obrero sobre la cuestión del desarrollo de su organización. La capacidad de las masas obreras para superar en su organización las ideas y la práctica conspiradora de los blanquistas ya había sido ampliamente demostrada, tanto por los éxitos en las luchas económicas de los obreros organizados en la Primera internacional como por el primer poder histórico de la clase obrera que fue la Comuna de París. En adelante, sólo los anarquistas fieles a la idea del “acto ejemplar”, y en particular los adeptos de Bakunin (4), segurían siendo partidarios de la conspiración ultraminoritaria como medio de acción. La Comuna había demostrado además lo absurdo de la idea de que los obreros podrían desdeñar la actividad política (o sea la acción reivindicativa con respecto al Estado en lo inmediato, y la toma del poder político en una perspectiva revolucionaria).

El reflujo de la lucha y de la conciencia de clase tras la derrota de la Comuna hizo que no se pudieran sacar esas lecciones en lo inmediato. Pero en los treinta años siguientes se produjo una decantación en el proletariado sobre la forma de organizarse: por un lado, las organizaciones sindicales para la defensa de los intereses económicos de cada corporación (5) y, por otro, la organización en partidos políticos parlamentarios (lucha por imponer un límite legal al trabajo de los niños y de las mujeres así como el límite de la jornada laboral, por ejemplo), así como para la preparación y la propaganda por el “programa máximo”, o sea la destrucción del capitalismo y la transformación socialista de la sociedad.

Al estar todavía el capitalismo en su conjunto en su fase ascendente, con una expansión sin precedentes del desarrollo de las fuerzas productivas (los treinta últimos años del siglo XIX conocieron a la vez esa expansión y la extensión de las relaciones de producción capitalistas por el mundo entero), aún era posible para la clase obrera arrancarle reformas duraderas a la burguesía (6). La presión sobre los partidos burgueses en el marco parlamentario permitía que se adoptaran leyes favorables a la clase obrera y retrocedieran las “leyes inicuas” que prohibían que la clase se organizara en sindicatos y partidos políticos.

Sin embargo, aquellos éxitos de la acción de los partidos obreros dentro del propio capitalismo contenían peligros muy graves para el proletariado. La corriente reformista consideraba, por ejemplo, que ese desarrollo de la influencia de las organizaciones obreras gracias a la obtención de reformas reales a favor de la clase obrera era algo definitivo, cuando, en realidad, era algo temporal. Esa corriente, para la cual “el movimiento lo es todo y la meta no es nada”, se plasma a finales del siglo XIX principalmente, según los países, ya sea en los partidos políticos ya en los sindicatos. En Alemania, por ejemplo, el intento de la corriente en torno a Bernstein de oficializar una política oportunista de abandono de la perspectiva revolucionaria, fue fuertemente combatida en el partido socialdemócrata por la resistencia de la izquierda en torno a Rosa Luxemburg y Anton Pannekoek. En cambio, ganaron mucho más fácilmente una fuerte influencia en los grandes aparatos sindicales. En Francia, en donde el partido socialista estaba mucho más influenciado por la ideología reformista y oportunista, la situación es totalmente la contraria. Así es como el gobierno Waldeck-Rousseau de 1899 a 1901 contaba con un ministro socialista, Alexandre Millerand (7). Esta participación ministerial fue rechazada por el conjunto de la socialdemocracia en los congresos de la Segunda internacional, rechazo que los socialistas franceses aceptaron a regañadientes y muchos de ellos con gran pesar. No es pues por casualidad si en 1914, cuando se produjo la ruptura entre las organizaciones obreras pasadas al enemigo (partidos socialistas y sindicatos) y la Izquierda internacionalista, ésta procedía del partido alemán (el grupo Spartakus en torno a Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht) y de los sindicatos franceses (la tendencia internacionalista representada por Rosmer, Monatte y Merheim entre otros).

De forma general, fue en las fracciones parlamentarias de los partidos socialistas y en el aparato comprometido en el trabajo parlamentario donde estuvo más presente el oportunismo. También era en el parlamento adonde salían acudir presurosos los elementos arribistas deseosos de aprovecharse de la influencia creciente del movimiento obrero, y que, claro está, no tenían la menor preocupación por la destrucción revolucionaria del orden existente. Por eso se desarrolló en la clase obrera una tendencia a identificar el trabajo político con la actividad parlamentaria, ésta con el oportunismo y el arribismo, éstos con la intelligentsia pequeño burguesa de abogados y periodistas, y en fin de cuentas, con la noción misma de partido político.

Contra el desarrollo del oportunismo, muchos obreros contestaron rechazando la actividad política en su conjunto, replegándose por así decirlo en la actividad sindical. Por eso fue por lo que el movimiento sindicalista revolucionario, corriente realmente obrera, se propuso la meta de construir sindicatos que fueran órganos unitarios de la clase obrera capaces tanto de agruparla para la defensa de sus intereses económicos como de prepararla para tomar el poder por la huelga general, y también de ser la estructura organizativa de la sociedad comunista del mañana. Estos sindicatos debían ser sindicatos de clase –librados del arribismo de una intelligentzia que intentaba aprovecharse del movimiento obrero para entrar en el Parlamento– independientes de cualquier partido político, como lo puso en evidencia el congreso de Amiens de 1906 de la CGT francesa.

Como decía Lenin,

“En muchos países de Europa del Este, el sindicalismo revolucionario ha sido el resultado directo e inevitable del oportunismo, del reformismo y del cretinismo parlamentario. También en nuestro país los primeros pasos de la “actividad en la Duma” han reforzado mucho el oportunismo, reduciendo a los mencheviques al servilismo ante los demócratas liberales. (...) El sindicalismo revolucionario se desarrollará en Rusia como reacción a esa conducta vergonzante de los “distinguidos” socialdemócratas” (8).

Las principales características de las corrientes sindicalistas revolucionarias

¿En qué consiste entonces ese sindicalismo revolucionario del que Lenin preveía que se iba a desarrollar? Sus diversos componentes comparten ya una misma visión de lo que ha de ser un sindicato. Nada mejor para resumir esta concepción que citar el preámbulo de la Constitución de International Workers of the World (IWW), adoptada en Chicago en 1908:

“La misión histórica de la clase obrera es suprimir el capitalismo (9). El ejército de los productores ha de organizarse no solo para su lucha cotidiana contra los capitalistas, sino también para hacerse cargo de la producción cuando el capitalismo haya sido derrocado. Organizándonos por industrias, formamos la estructura de la nueva sociedad en el interior mismo de la antigua” (10).

El sindicato ha de ser entonces el órgano unitario de la clase tanto para la defensa de sus intereses inmediatos como para la toma revolucionaria del poder y para la organización futura de la sociedad comunista. Esta visión considera a los partidos políticos, en el mejor de los casos, como algo inútil (Bill Haywood consideraba que IWW era “el socialismo en mono de obrero”) y en el peor un criadero de burócratas en ciernes.

Esta visión propia del sindicalismo revolucionario suscita dos críticas, sobre las que volveremos más tarde.

La primera crítica es sobre la idea según la cual se podría “formar la estructura de la nueva sociedad dentro de la antigua”. Pensar que sería posible empezar a construir la nueva sociedad en la antigua viene de una incomprensión profunda del antagonismo entre la última de las sociedades de explotación, el capitalismo, y la sociedad sin clases que se pretende instaurar. Es un error grave que lleva a subestimar la profundidad de la transformación social necesaria para operar la transición entre ambas formas sociales y, también, a subestimar la resistencia de la clase dominante contra la toma de poder por la clase obrera.

De hecho, cualquier concesión inmediatista o reformista que tienda a querer librarse artificialmente de las coacciones y leyes que rigen la transición del capitalismo hacia la sociedad sin clases, le está haciendo la cama a ideas tan reaccionarias como la autogestión (o sea la autoexplotación) o la construcción del socialismo en un solo país tan querida por Stalin. Cuando nuestros anarcosindicalistas contemporáneos hacen a los bolcheviques la crítica de no haber adoptado medidas radicales de transformación social ya desde 1917, aún cuando el capitalismo dominaba económicamente el conjunto del planeta, Rusia incluida, demuestran de hecho su visión reformista de la revolución y de la nueva sociedad a la que debe dar luz.

No puede uno extrañarse de eso, puesto que el sindicalismo revolucionario, en fin de cuentas, lo que hace es preconizar la continuidad de la propiedad privada por parte de los obreros, convirtiéndose la propiedad privada del capitalista en propiedad privada de un grupo de obreros, en la que cada taller, cada empresa guarda su autonomía respecto a las demás. La transformación social es así tan poco radical que los mismos obreros seguirán trabajando en las mismas industrias y, necesariamente, en las mismas condiciones.

La segunda crítica que se ha de hacer al sindicalismo revolucionario es la de mantenerse ajeno a la experiencia revolucionaria real de la clase. Para los marxistas, la Revolución rusa de 1905, con el surgimiento espontáneo de los consejos obreros, fue un momento crucial. Para Lenin, los soviets eran “la forma por fin encontrada de la dictadura del proletariado”. Rosa Luxemburg, Trotski, Pannekoek, toda la izquierda de la socialdemocracia que formaría más tarde la Internacional comunista examinaron y analizaron aquel acontecimiento además de otros, como las grandes huelgas de Holanda en 1903. Así fue cómo la experiencia política de 1905 se convirtió, gracias a la lucha y la propaganda de las corrientes de izquierda de la Segunda internacional, en elemento vital de la conciencia obrera, que dará sus frutos en Octubre del 17 en Rusia (en donde, por cierto, los anarquistas desempeñaron un exiguo papel) y durante toda la oleada revolucionaria que verá surgir consejos obreros en Finlandia, Alemania y Hungría. Los sindicalistas “revolucionarios”, por el contrario, quedaron petrificados en sus esquemas abstractos que, por haber sido construidos basándose en la experiencia de la lucha sindical reformista durante el período ascendente del capitalismo, se revelaron perfectamente inadecuados para la lucha revolucionaria en el período de capitalismo decadente. También es verdad que a los anarquistas les place pretender que la “revolución española” fue más profunda que la Revolución rusa en términos de cambio social, pero ya veremos que en realidad no fue así, ni por asomo.

Los sindicalistas revolucionarios actuales han continuado la misma “tradición”, dejando totalmente de lado la experiencia real de las luchas obreras desde el 68. En particular, no tienen en cuenta para nada que la forma de organización de aquellas luchas no fue la sindical sino la de las asambleas generales soberanas con delegados elegidos y revocables (11), mientras que el Estado burgués, por su parte, fue incorporando directamente a los sindicatos en su seno (12).

Hemos visto que tanto sindicalistas revolucionarios como anarcosindicalistas comparten una visión del sindicato como lugar de organización de la clase obrera. Veamos ahora tres elementos clave de esta corriente que se pueden ver en las diversas organizaciones, y que examinaremos más en detalle en los próximos artículos.

La acción directa

Podría uno imaginarse que la cuestión de la acción directa la resolvió la historia. En los tiempos de ascenso del sindicalismo revolucionario, la acción directa se predicaba en oposición a la acción de los “jefes”, o sea, en general, de los dirigentes parlamentarios de los partidos socialistas o los burócratas sindicales. Ahora bien, desde la entrada del capitalismo en su fase de decadencia, no solo los partidos “socialistas” y “comunistas” traicionaron definitivamente a la clase obrera, sino que las mismas condiciones de la lucha de clases hacen que cualquier acción en el terreno parlamentario o de la conquista de “derechos” políticos se haya vuelto caduca. El debate entre “acción directa” y “acción política” ya no tiene entonces razón de ser. No por esto se ha de suponer que la historia ha resuelto el problema y que marxistas como anarquistas estarían ahora defendiendo de común acuerdo la acción directa de la clase obrera en sus luchas.

La realidad es muy diferente. Sobre el tema de la acción directa queda en evidencia la divergencia entre marxistas y anarquistas sobre la función de las minorías revolucionarias. Para los marxistas, la acción de las minorías revolucionarias es la de una vanguardia política de la clase obrera y no tiene nada que ver con la acción minoritaria heredada del “acto ejemplar” anarquista, con el que se intenta sustituir la acción de la clase entera. Las orientaciones que da la organización marxista a su clase dependen en permanencia del nivel de la lucha de clases, de la capacidad más o menos importante en un momento dado, del conjunto del proletariado para actuar como clase contra la burguesía, para asimilar los principios y los análisis de los comunistas en la lucha (para “apoderarse del arma de la teoría”, tal como lo expresaba Marx). El anarcosindicalismo, en cambio, sigue contagiado por la visión fundamentalmente moral y minoritaria de los anarquistas. Para esta corriente, la “acción directa” de las masas obreras no se distingue de la de las minorías, por pequeñas que sean.

La huelga general

La idea de huelga general no es específica del anarcosindicalismo, puesto que ya se puede encontrar en los escritos del socialista utopista Robert Owen a principios del siglo XIX y se convertiría en una de las características principales de la teoría sindicalista revolucionaria. Podemos destacar en ella varios aspectos fundamentales (13):

– el éxito, la preparación de la clase obrera para llevar a cabo la huelga general dependen del crecimiento en número y en potencia de las organizaciones sindicales (revolucionarias, claro está);

– la revolución no es un problema político: en la visión anarcosindicalista, la huelga general paralizará el Estado burgués, el cual dejará que los obreros se ocupen tranquilamente de la “transformación social”;

– la teoría de la huelga general está estrechamente ligada a la de autogestión, que se proclama esencialmente al nivel de la fábrica, del lugar de trabajo.

En los hechos, ninguna de esas ideas ha sobrevivido a la prueba de la experiencia concreta del proletariado. Para empezar, la teoría que considera que el período revolucionario viene precedido por un desarrollo continuo de la fuerza de los sindicatos se ha revelado totalmente falsa. Ni en la Revolución rusa, como tampoco en Alemania, los sindicatos fueron órganos de lucha o de poder del proletariado. Al contrario, no fueron, en el mejor de los casos, sino frenos o elementos conservadores (por ejemplo, el sindicato de los ferroviarios en Rusia se opuso abiertamente a la Revolución de 1917). Y esa es la razón por la que en todos los países implicados en la Primera Guerra mundial, el sindicato desempeñó para el Estado burgués un papel de alistamiento de la clase obrera, para así asegurar la producción de guerra y para impedir cualquier desarrollo de resistencia obrera contra la matanza. Un ejemplo de eso es cómo la dirección de la CGT anarcosindicalista asumió sin vacilar en 1914 ese papel de alistador con la entrada de Francia en la guerra mundial.

El rechazo de la “política” por el sindicalismo revolucionario tuvo como consecuencia la de desarmar totalmente a los obreros frente a las cuestiones que se plantearon en la realidad de los hechos, en los momentos críticos de la guerra y la revolución. Todas las cuestiones que se plantean entre 1914 y 1936 son cuestiones políticas: la guerra que estalla en 1914 ¿es una guerra imperialista o una guerra por la defensa de los derechos democráticos contra el militarismo alemán? ¿Qué postura tomar respecto a la “democratización” de los Estados absolutistas en febrero del 17 en Rusia o en 1918 en Alemania? ¿Qué postura tomar respecto al Estado democrático en España del 36: enemigo burgués o aliado antifascista? En cualquier caso, el anarcosindicalismo es incapaz de contestar y acaba cayendo en la alianza de hecho con la burguesía.

La experiencia de la huelga de masas en Rusia de 1905 cuestionó las teorías enunciadas hasta aquel entonces tanto por los anarquistas como por los socialdemócratas (marxistas en aquél entonces). Pero solo el ala izquierda del marxismo demostró la capacidad de sacar lecciones de aquella experiencia crucial:

“La Revolución rusa [de 1905], esa misma revolución que fue la primera experiencia histórica de la huelga general, no solo no rehabilita al anarquismo, sino que incluso ha significado la liquidación histórica del anarquismo (…) Así, la dialéctica de la historia, la base sólida en la que se apoya toda la doctrina del socialismo marxista, ha desembocado en el hecho de que el anarquismo, al que estaba indisolublemente ligada la idea de la huelga de masas, ha entrado en contradicción con la huelga de masas misma; en cambio, la huelga de masas combatida antaño como contraria a la acción del proletariado, aparece hoy como el arma más poderosa de la lucha política por la conquista de derechos políticos. Aunque es cierto que la revolución rusa obliga a revisar fundamentalmente el antiguo enfoque marxista respecto a la huelga de masas, sin embargo, únicamente el marxismo, con sus métodos, sus enfoques generales, sale victorioso con nuevos ímpetus. ‘La mujer amada por el Moro sólo podrá morir a manos del Moro’” (Rosa Luxemburg, Huelga de masas, partido y sindicatos; la cita final es una alusión a Othello, de Shakespeare).

Internacionalismo o antimilitarismo

Puede a primera vista parecer algo académico distinguir entre el internacionalismo y el antimilitarismo. ¿No será favorable a la fraternidad entre pueblos el que se opone a los ejércitos? ¿No se trata en el fondo del mismo combate? No. Existe entre ambos una diferencia de enfoque. El internacionalismo se basa en la comprensión de que a pesar de ser el capitalismo un sistema mundial, es incapaz, no obstante, de sobrepasar el marco nacional y la competencia cada vez más desenfrenada entre naciones. En 1848, la primera consigna del movimiento obrero no es antimilitarista, sino internacionalista: “Obreros de todos los países, ¡uníos!”. Para el ala izquierda marxista revolucionaria de la socialdemocracia antes de 1914, la lucha contra el militarismo no era sino un aspecto de una lucha mucho más amplia:

“Conforme a su concepción de la esencia del militarismo, la socialdemocracia considera que la abolición total del militarismo en sí es imposible: el militarismo no puede desaparecer más que cuando desaparezca el capitalismo, último sistema de sociedad de clases (…) la finalidad de la propaganda antimilitarista socialdemócrata no es combatir el sistema como fenómeno aislado, como tampoco su meta final es la abolición del militarismo en sí” (Karl Liebknecht, Militarismus und anti-militarismus, traducido por nosotros).

El antimilitarismo, en cambio, no es necesariamente internacionalista puesto que tiene tendencia a considerar que el enemigo principal no es el capitalismo como tal sino una aspecto de éste. Para el anarcosindicalismo de la CGT francesa de antes de 1914, la propaganda antimilitarista tenía sobre todo como motivo la experiencia inmediata del uso del ejército contra los huelguistas. Consideraba que era necesario apoyar moralmente a los jóvenes proletarios mientras hacían su “mili” y, a la vez, convencer a la tropa para que se negara a utilizar las armas contra los huelguistas. Esta meta no es criticable en sí. Pero el anarcosindicalismo seguía siendo incapaz de entender el militarismo como fenómeno íntegramente vinculado al capitalismo, un fenómeno que no cesó de fortalecerse en los años que precedieron 1914, en los que las grandes potencias se preparaban para la Primera Guerra mundial. La idea de que el militarismo no es sino un pretexto para mantener una fuerza represiva antiobrera es típica de esa incomprensión, y así la expresaron claramente los dirigentes anarcosindicalistas Pouget y Pataud:

“A los gobiernos les interesaba conservar la guerra – porque la guerra es para ellos el mejor artificio de dominación. Gracias al miedo a la guerra, hábilmente mantenido, podían llenar el país de ejércitos permanentes que, so pretexto de proteger las fronteras, no amenazaban en realidad más que al pueblo y no protegían más que a la clase dominante” (Cómo haremos la revolución).

De hecho, el antimilitarismo de la CGT se parece al pacifismo en su facultad para dar un giro de 180 grados cuando “la patria está en peligro”. En 1914, los antimilitaristas descubrieron del día a la mañana que la burguesía francesa era “menos militarista” que la alemana, y que había entonces que defender la “tradición revolucionaria” francesa de 1789 contra la brutalidad inculta de los militaristas prusianos y no “transformar la guerra imperialista en guerra civil”, citando la fórmula de Lenin.

La cuestión del militarismo no podía plantearse de la misma manera después de la espantosa matanza de 1914-18, que sobrepasó en horror todo lo que hubiesen podido imaginarse los antimilitaristas de antes del 14. La ideología antimilitarista tuvo, en cierto modo, un sucesor en la ideología antifascista, como podremos ver cuando tratemos el papel de la CNT durante la guerra de España en los años 30. En ambos casos, los anarcosindicalistas escogieron apoyar un campo de la burguesía, el más democrático, contra el más autoritario y dictatorial.

Distinguir el anarcosindicalismo del sindicalismo revolucionario

Distinguir entre ambas corrientes muy relacionadas entre sí no era nada sencillo para sus contemporáneos. Antes de 1914, por ejemplo, se puede decir que la CGT francesa sirvió, en cierto modo, de guía para otras corrientes sindicalistas revolucionarias en el sentido más amplio, algo parecido al SPD alemán que había sido la organización guía para los demás partidos de la Segunda internacional.

No obstante, con la distancia que nos permite la historia, es necesario distinguir entre las posiciones anarcosindicalistas y las sindicalistas revolucionarias. Esta distinción cubre, en gran parte, la diferencia entre los países menos industrialmente desarrollados (Francia y España) y los países capitalistas más avanzados e importantes del siglo XIX (Gran Bretaña) y del XX (Estados Unidos). Está estrechamente ligada a la influencia mayor que tuvo el anarquismo, característico de la pequeña burguesía y de los artesanos en vías de proletarización en los países en que el movimiento obrero era más atrasado, mientras que el sindicalismo revolucionario fue una respuesta más adaptada a la problemática de un proletariado muy concentrado en la gran industria.

Examinemos brevemente cuatro elementos importantes que nos permiten diferenciar ambas corrientes.

En contra o a favor de la centralización

El anarcosindicalismo siempre ha sido federalista, considerando que la federación sindical no es sino un agrupamiento de sindicatos independientes: la confederación no dispone de la menor autoridad a nivel de cada sindicato. En la CGT en particular, esta posición convenía perfectamente a los anarcosindicalistas que dominaban sobre todo en los pequeños sindicatos, debido a que el sistema de toma de decisión (una voto por sindicato) en el plano confederal les otorgaba un peso en la CGT que iba mucho más allá de su importancia numérica real.

El sindicalismo revolucionario de IWW, en cambio, se funda implícita y explícitamente en la centralización internacional de la clase obrera. No es casualidad si una de las consignas de IWW es “One big Union” (un solo gran sindicato). El nombre mismo del sindicato (Obreros industriales del mundo) anuncia claramente su intención –a pesar de que la realidad jamás estuvo a la altura de sus ambiciones– de agrupar a los obreros del mundo entero en una única organización. Los estatutos de IWW adoptados en Chicago en 1905 ratificaban la autoridad del órgano central de esta forma:

“Las subdivisiones internacionales y nacionales de los sindicatos tendrán una autonomía completa en lo que toca a sus asuntos internos respectivos con una condición: el consejo ejecutivo general ha de controlar esos sindicatos en aras del interés general” (14).

La actitud respecto a la acción política

Esa actitud es muy diferente entre anarcosindicalistas y sindicalistas revolucionarios. A pesar de que había miembros de los partidos socialistas en ciertos sindicatos de la CGT, los anarcosindicalistas eran “apolíticos”, no viendo en los partidos más que chanchullos parlamentarios o “de jefes”. La famosa Carta de Amiens de 1906 afirma la independencia total de la CGT con respecto a los partidos o “sectas” (en referencia a los grupos anarquistas). El rechazo de toda visión política (que se entendía entonces exclusivamente con el enfoque de la actividad parlamentaria) fue lo que impidió a la CGT estar un mínimo armada ante al guerra de 14, pues la guerra no correspondía a los esquemas previstos por la huelga general, pues ésta sólo era considerada en el terreno puramente “económico”. El rechazo anarquista de la “política” no tenía el mismo eco en IWW, aunque esta organización también quería ser una organización unitaria de la clase obrera y mantener su entera libertad de acción con respecto a las organizaciones políticas. Al contrario, los fundadores o dirigentes más famosos de IWW eran a menudo miembros de un partido político: Big Bill Haywood no solo era secretario de la Western Federation of Miners, sino también miembro del SPA (Socialist Party of America), así como A. Simons. Daniel De Leon, del SLP (Socialist Labor Party), también desempeñó un papel de primer orden en la formación de IWW. En el contexto más bien particular de Estados Unidos, IWW solía ser considerado por la burguesía y el sindicato reformista AFL (American Federation of Labour) como la expresión sindical del socialismo político. Aún después de la escisión de 1908, en el Congreso en el que IWW modificó su constitución para negar todo apoyo a la acción política (o sea esencialmente electoral), habrá miembros del SPA que seguirán teniendo un papel fundamental en IWW. Haywood en particular será elegido para el comité ejecutivo del SPA en 1911: su elección fue para los revolucionarios una victoria contra el reformismo en el propio partido socialista.

Del mismo modo resultaría imposible explicar la influencia del sindicalismo revolucionario en les shop-stewards de Gran Bretaña, por no mencionar el papel desempeñado por John MacLean y el SLP escocés. Tampoco es una casualidad si los bastiones del movimiento de los shop-stewards (la siderurgia y las minas de carbón del sur del País de Gales, la cuenca industrial de la Clyde en Escocia, la región de Sheffield en Inglaterra) también serán los bastiones del Partido comunista en los años que siguieron a la Revolución rusa.

El posicionamiento de ambas corrientes ante la guerra

La diferencia es aquí muy importante. Si situamos entre 1900 y 1940 el período de auge del sindicalismo, se evidencia una diferencia importante entre el anarcosindicalismo y el sindicalismo revolucionario sobre la actitud de ambas corrientes ante la guerra imperialista:

– el anarcosindicalismo se fue al garete con armas y equipo con su apoyo a la guerra imperialista: la CGT en 1914 alistó a los obreros franceses para la guerra, y la CNT española, con su caída en el antifascismo y su participación en el gobierno, se convirtió en uno de los principales apoyos de la república burguesa;

– por su parte, el sindicalismo revolucionario mantuvo posiciones internacionalistas: IWW en Estados Unidos y los shop-stewards en Gran Bretaña integraron las filas de la resistencia obrera a la guerra.

Es evidente que esa distinción ha de ser matizada: el sindicalismo revolucionario tuvo varias debilidades (en particular su fuerte tendencia a no ver la cuestión de la guerra más que desde el limitado enfoque de la lucha económica contra sus efectos). Pero la distinción es válida en lo que a organizaciones se refiere.

A pesar de sus debilidades, el sindicalismo revolucionario hizo surgir una parte de los militantes obreros más determinados en la lucha contra la guerra, mientras que el anarcosindicalismo dio ministros a los gobiernos de Unión sagrada en las Repúblicas francesa y española.

Conclusión

“Tiene perfectamente razón el compañero Voinov cuando llama a los socialdemócratas a sacar lecciones de los ejemplos del oportunismo y del sindicalismo revolucionario. El trabajo revolucionario en los sindicatos, al hacer hincapié no en la marrullería parlamentaria sino en la educación del proletariado, en la adhesión a las organizaciones enteramente clasistas, en la lucha fuera del parlamento, en la capacidad de utilizar la huelga general (y también en la preparación de las masas para utilizarla con éxito), así como las “formas de lucha de diciembre” (15) en la Revolución rusa, todo esto es, sin la menor duda, la tarea de la tendencia bolchevique. Y la experiencia de la Revolución rusa nos facilita esta tarea, nos proporciona muchas y ricas enseñanzas en términos de orientación práctica y de elementos históricos, que nos dan la posibilidad de evaluar concretamente los nuevos métodos de lucha, la huelga de masas y la utilización de la fuerza directa. Estos métodos de lucha no son nuevos para los bolcheviques rusos o para el proletariado en Rusia. Son “nuevos” para los oportunistas que hacen lo que pueden para erradicar de las mentes obreras en Occidente el recuerdo de la Comuna de París como de las mentes de los obreros rusos el recuerdo de diciembre de 1905. Para fortalecer estos recuerdos, hacer un estudio científico de esa gran experiencia, difundir sus lecciones entre las masas, así como la comprensión de lo inexorable de su repetición a otra escala –esa tarea de los socialdemócratas en Rusia nos abre perspectivas inmensamente más fuertes que el “antioportunismo” y el “antiparlamentarismo” unilateral de los sindicalistas revolucionarios” (16).

Para Lenin, el sindicalismo revolucionario era una respuesta proletaria al oportunismo y al cretinismo parlamentario de la socialdemocracia, pero una respuesta parcial y esquemática, incapaz de entender en toda su complejidad el período bisagra de principios del siglo XX. A pesar de las diferencias históricas que hicieron surgir las diferentes corrientes sindicalistas revolucionarias, todas ellas tenían ese defecto común. Como veremos en los próximos artículos, esa debilidad les fue fatal: en el mejor de los casos, la corriente sindicalista revolucionaria no supo contribuir plenamente al desarrollo de la oleada revolucionaria de 1917-23; en el peor, se hundió en el apoyo abierto al capitalismo imperialista que había creído combatir durante años.

Jens, 04/07/04

 

(1) Veremos más adelante las diferencias entre el sindicalismo revolucionario y el anarcosindicalismo. Brevemente, se puede decir que el anarcosindicalismo es una rama del sindicalismo revolucionario. Todos los anarcosindicalistas se consideran sindicalistas revolucionarios, pero no todos los sindicalistas revolucionarios se consideran anarcosindicalistas.

(2) La traición de los partidos socialistas en 1914 fue combatida por la izquierda de esos partidos (Rosa Luxemburg, Pannekoek, Gorter, Lenin, Trotski...) desde principios del siglo XX; durante los años 20-30, la traición de los partidos comunistas (que se pusieron a la cabeza de la contrarrevolución) así como la de la corriente trotskista durante la Segunda Guerra mundial fueron combatidas por los comunistas de izquierda (KAPD en Alemania, GIK en Holanda, Izquierda del PC italiano en torno a Bordiga, las fracciones de la Izquierda internacional Bilan e Internationalisme).

(3) El “Grand National Consolidated Union” se creó en 1833, con la participación activa de Robert Owen, bien conocido por sus escritos socialistas utópicos; según la prensa de la época, habría logrado alistar a unos 800 000 obreros ingleses (vease Preparing for Power, de J.T. Murphy).

(4) A los anarquistas les gusta oponer el “libertario” y “democrático” Bakunin al “autoritario” Marx. El aristócrata Bakunin tenía en realidad un profundo desprecio por el “pueblo” que según él debía ser dirigido por la mano invisible de la conspiración secreta: “Para la verdadera revolución se necesitan, no individuos situados a la cabeza de las masas, sino hombres ocultos invisiblemente en medio de ellas, que establezcan vínculos ocultos entre unas masas y otras, y que también de manera invisible den así una sola e idéntica dirección, un solo y mismo espíritu y carácter al movimiento. La organización secreta preparatoria no tiene más sentido que éste, y solo para ello es necesaria” (Bakunin, Los Principios de la revolución). Para más detalles sobre las ideas organizativas de Bakunin, véase la Revista internacional nº 88 y la excelente biografía de E.H. Carr.

(5) Los sindicatos en aquel entonces estaban organizados por gremios, y la organización a menudo limitada únicamente a los obreros cualificados.

(6) Como ejemplo de la diferencia entre el período ascendente y el decadente del capitalismo, se puede señalar la evolución de la duración de la jornada laboral, que de 16 a 17 horas a principios del siglo XIX tiende hacia 10 horas, e incluso 8 en ciertas industrias, a principios del siglo XX. Desde entonces, la jornada laboral efectiva (dejando de lado esas estafas como la de las 35 horas en Francia, que además está hoy cuestionando la burguesía) se quedó bloqueada en torno a unas ocho horas cotidianas a pesar del brutal aumento de la productividad. En ciertos países como Gran Bretaña, la tendencia es al alza en estos veinte últimos años: la típica jornada de nueve a cinco de la tarde se ha ido sustituyendo por una jornada de nueve a seis y más incluso.

(7) Millerand era un abogado muy estimado en el movimiento obrero francés debido a sus cualidades de defensor de los sindicalistas. Protegido por Jaurès, entró en el Parlamento en 1885 como socialista independiente. Pero su participación en el gobierno de Waldeck-Rousseau provocó la oposición de los socialistas, de los que se alejó progresivamente a partir de 1905. Fue ministro de Obras públicas (1909-1910) y de la Guerra (1914-1915).

(8) En el prefacio al folleto de Voinov (Lunacharsky) sobre la actitud del partido respecto a los sindicatos (1907). Traducido por nosotros. En los hechos, si, al fin y al cabo, el sindicalismo revolucionario en Rusia se desarrolló tan poco, fue porque los obreros rusos se volcaron hacia un partido político marxista verdaderamente revolucionario, el Partido bolchevique.

(9) Se ha de señalar aquí que la idea de la misión histórica de la clase obrera es algo que pertenece totalmente a la tradición marxista y escasamente a la anarquista.

(10) Todas las citas de IWW están sacadas del libro de Larry Portis, IWW y el sindicalismo revolucionario en Estados Unidos.

(11) Léanse también nuestros artículos sobre las huelgas de Polonia en 1980.

(12) Para los escépticos, basta con ver hasta qué punto los sindicatos de los países “democráticos” están financiados por el Estado. El periódico francés La Tribune del 23 de febrero del 2004 indica que 2500 funcionarios están pagados por el ministerio de Educación por su labor sindical. Ese periódico también habla de subvenciones a los sindicatos como los 35 millones de euros otorgados anualmente para el “funcionamiento del sistema paritario”.

(13) El concepto anarcosindicalista de la huelga general está expuesto de forma bastante detallada, aunque un tanto adornada, en el libro escrito por Pouget y Pataud (ambos eran dirigentes de la CGT en 1914), Comment nous ferons la révolution (Cómo haremos la revolución). Hemos de volver sobre este tema.

(14) Se ha de señalar aquí un nivel de centralización que iba mucho más allá del que existía en la Segunda internacional.

(15) O sea los Soviets.

(16) Lenin, op. cit., traducido por nosotros.

Series: 

  • Sindicalismo revolucionario [15]

Corrientes políticas y referencias: 

  • sindicalismo revolucionario [16]

La teoría de la decadencia en la médula del materialismo histórico (I)

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Emprendemos una nueva serie dedicada a la teoría de la decadencia (1). Desde hace algún tiempo no han cesado las críticas sobre ella. Algunas procedían sobre todo de grupúsculos académicos o parásitos. Otras, expresión  de ciertas incomprensiones, procedían del medio revolucionario (2). También de elementos en búsqueda que se interrogan sobre la evolución histórica del capitalismo. Hemos respondido a la mayor parte y a las principales de entre ellas (3). Sin embargo hoy asistimos a un giro en la naturaleza de las críticas que se le hacen. No son únicamente dudas o incomprensiones, sino que estamos asistiendo desde la puesta en cuestión de partes concretas de esta teoría, pasando por su rechazo total, hasta la crítica en toda regla e incluso a la execración del marxismo.

La teoría de la decadencia es la  plasmación del materialismo histórico a la hora de analizar la evolución de los medios de producción. Es el marco indispensable para entender el periodo histórico en el que vivimos. Saber si la sociedad, históricamente hablando, avanza o se ha estancado es determinante para comprender todo lo que está en juego y para actuar en consecuencia. Como en el caso de todas las sociedades del pasado, la fase ascendente del capitalismo traduce el carácter históricamente necesario de las relaciones de producción que este sistema de explotación encarna; es decir, de su naturaleza indispensable para el pleno desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. La fase decadente, al contrario traduce la transformación de esas relaciones en un estorbo, cada día que transcurre mayor para ese mismo desarrollo. Así está planteado en uno de los aportes teóricos fundamentales que nos legaron K. Marx y F. Engels.

El siglo XX ha sido el siglo más sangriento de toda la historia de la humanidad, tanto por el grado, la frecuencia y la amplitud de las guerras que lo han ocupado como por la magnitud incomparable de las catástrofes humanas que han sucedido en este periodo: desde las mayores hambres de la historia hasta los genocidios sistemáticos, pasando por crisis económicas que quebrantaron el planeta y dejaron a decenas de millones de proletarios y de otros muchos seres humanos sumidos en la más absoluta de las miserias. Entre el siglo XIX y el XX la comparación es inapelable. En su “Belle Epoque” el modo de producción burgués había alcanzado cotas sin precedentes: había unificado el planeta, había alcanzado cotas de productividad y de sofisticación tecnológica con los que apenas si se había soñado en el pasado. Pese a la acumulación de tensiones en los cimientos de la sociedad, los veinte últimos años de la ascendencia del capitalismo (1894-1914) son los más prósperos, el capitalismo parece invencible y los conflictos armados quedan confinados en su periferia. A diferencia del “largo siglo XIX” que fue un periodo de progreso material, intelectual y moral casi ininterrumpido, se asiste desde 1914  a una acentuada regresión en todos los niveles. El carácter crecientemente apocalíptico que adquiere la vida económica y social en el conjunto del planeta y la amenaza de autodestrucción de éste, metido en una serie de conflictos sin fin y de catástrofes ecológicas cada vez más graves, no son ni una fatalidad natural ni el resultado de una pretendida locura humana, tampoco una característica propia del capitalismo desde sus orígenes. Es una manifestación de la decadencia del modo de producción capitalista el cual, tras haber sido, desde el siglo XVI hasta la Primera Guerra mundial (4), un potente factor de desarrollo económico, social y  político se ha transformado en un obstáculo para el avance de ese desarrollo hasta tal punto que amenaza la supervivencia misma del planeta en el que estamos.

¿Por qué la humanidad tiene que estar permanentemente dudando sobre su futuro a la vista de las amenazas que penden sobre su porvenir, cuando ha alcanzado un grado tal de desarrollo de las fuerzas productivas que le permitiría entrar en el camino de la realización de un mundo sin penuria material y de una sociedad unificada capaz de modelar su vida de acuerdo a sus necesidades, su conciencia, sus deseos, por primera vez en su historia? ¿Es el proletariado mundial, verdaderamente, la fuerza revolucionaria capaz de sacar a la humanidad del atolladero en el que el capitalismo la ha encajonado? ¿Por qué la mayor parte de las formas de lucha de la clase obrera en nuestra época no pueden ser como lo fueron en  el siglo XIX, es decir, luchas por reformas graduales a través del sindicalismo, del parlamentarismo, del apoyo a la constitución de ciertos Estados nacionales, del apoyo circunstancial a ciertas fracciones progresistas de la burguesía, etc.? Es imposible pretender guiarse en la situación actual y menos aún asumir funciones de vanguardia si no se tiene una visión global, coherente, que permita contestar a preguntas tan elementales como cruciales. El marxismo –el materialismo histórico– es la única concepción del mundo que permite responder a las preguntas formuladas aquí. Su respuesta, clara y sencilla, puede ser resumida en pocas palabras: igual que los sistemas que le han precedido, el capitalismo no es un sistema eterno:

“Llegado a un cierto punto, el desarrollo de las fuerzas productivas acaba convirtiéndose en un obstáculo para el capital; en otros términos, el sistema capitalista acaba siendo un obstáculo para la expansión de las fuerzas productivas del trabajo. Llegado a este punto, el capital, o más exactamente el trabajo asalariado, entra en la misma relación con respecto al desarrollo de la riqueza social y de las fuerzas productivas que el sistema de los gremios, de la servidumbre, del esclavismo y es necesariamente rechazado como un obstáculo más. La última forma de servidumbre que toma la actividad  humana –el trabajo asalariado por un lado y el capital por otro– queda entonces al desnudo, desnudez que es ella misma resultado del modo de producción que corresponde al capital. Ellos mismos negación de las formas anteriores de la producción social sojuzgada, el trabajo asalariado y el capital son a su vez negados por las condiciones materiales y espirituales surgidas de su propio proceso de producción. La incompatibilidad creciente entre el desarrollo creador de la sociedad y las relaciones de producción establecidas se traduce en agudos conflictos, crisis, y convulsiones” (Principios de una Crítica de la economía política).

Mientras el capitalismo cumplía una función históricamente progresista y el proletariado no estuvo suficientemente desarrollado, las luchas proletarias no podían llegar a transformarse en una revolución mundial triunfante pero sí que permitían a la clase obrera reconocerse y afirmarse como clase, a través de la lucha sindical y parlamentaria, para obtener verdaderas reformas y mejoras duraderas de sus condiciones de existencia. A partir del momento en que el sistema capitalista entra en decadencia, la revolución comunista mundial se plantea ya como posibilidad y como necesidad, en el orden del día de la historia. Esto trastorna totalmente las formas del combate proletario, incluso en el plano inmediato de las luchas reivindicativas, que no se expresan, ni en sus contenidos ni en sus formas, por los medios de lucha que se forjaron en el siglo XIX, como el sindicalismo y la representación parlamentaria de sus organizaciones políticas.

Resultado de los movimientos revolucionarios que acabaron poniendo fin a la Primera Guerra mundial, la constitución de la IIIa Internacional (1919) se apoyaba en la constatación del final del papel históricamente progresista de la burguesía:

“II. El período de decadencia del capitalismo. Tras haber analizado la situación económica mundial,. el tercer Congreso pudo comprobar con absoluta precisión que el capitalismo, después de haber realizado su misión de desarrollar las fuerzas productivas, cayó en la contradicción más irreductible con las necesidades no sólo de la evolución histórica actual sino también con las condiciones más elementales de existencia humana. Esta contradicción fundamental se reflejó particularmente en la última guerra imperialista y fue agravada por esa guerra que conmovió del modo más profundo el régimen de la producción y de la circulación. El capitalismo, que de ese modo sobrevivió a sí mismo, entró en una fase en la que la acción destructora de sus de sus fuerzas desencadenadas arruina y paraliza las conquistas económicas creadoras ya realizadas por el proletariado encadenado a la esclavitud capitalista. (…) Lo que hoy atraviesa el capitalismo no es otra cosa que su agonía.” (“Resolución sobre la táctica” del IIº Congreso de la Internacional comunista, junio 1921. Cuadernos de PyP nº 47). Desde entonces, el hecho de considerar la guerra mundial como hito de la entrada del sistema capitalista en su fase de decadencia, se convierte en parte del patrimonio común de la mayoría de los grupos de la Izquierda comunista, que han sabido, gracias a esta brújula histórica, mantenerse en un terreno de clase intransigente y coherente. La CCI no ha hecho sino retomar y desarrollar ese patrimonio tal y como fue trasmitido y enriquecido por el trabajo de las corrientes de las Izquierdas germano-holandesa e Italiana durante los años 30 y 40 y después por la Izquierda comunista de Francia en los años 40 y 50.

En vista de los combates de clase decisivos que se preparan, es hoy más que nunca indispensable para el proletariado reapropiarse de su concepción del mundo, desarrollada a lo largo de más de doscientos años de luchas obreras y de elaboración teórica de sus organizaciones políticas. Más que nunca es indispensable que el proletariado comprenda que la actual aceleración de la barbarie y la exacerbación ininterrumpida de su explotación no son “desastres naturales” sino las consecuencias de las leyes económicas y sociales capitalistas, históricamente caducas desde principios del siglo XX, que continúan rigiendo el mundo. Más que nunca es indispensable que la clase obrera comprenda que las formas de lucha que aprendió en el siglo XIX (programa mínimo de luchas por reformas, apoyo a las fracciones progresistas de la burguesía, etc.), si tenían sentido cuando el capitalismo se encontraba en plena fase ascendente y éste podía “tolerar” la existencia de un proletariado organizado en el seno de la sociedad, esas mismas formas no pueden conducirle, a la hora de la decadencia de este sistema, sino a la impotencia y a la ineficacia. Más que nunca es crucial que el proletariado comprenda que la revolución comunista, de la que él es portador, no es un sueño quimérico, una utopía sino una necesidad y una posibilidad, que encuentran sus fundamentos científicos en la comprensión de la decadencia misma del modo de producción capitalista.

El objeto de esta nueva serie de artículos sobre la teoría de la decadencia es responder a todas las objeciones que esa teoría plantea, objeciones que obstaculizan la clarificación de las nuevas fuerzas revolucionarias que se aproximan a las posiciones de la Izquierda comunista. Objeciones que gangrenan la claridad política entre los grupos del medio revolucionario.

 

1) Leer con interés la serie precedente formada por ocho artículos titulados “Comprender la decadencia” en la Revista internacional nos 48, 49, 50, 54, 55, 56, 58 y 60.

2) Leer nuestros artículos en la Revista internacional nos 77 y 78 sobre “El rechazo de la decadencia y la guerra” referentes al PCInt (Parti communiste international) y los artículos en los nos 79, 82, 83 y 86 sobre la guerra, la crisis histórica del capitalismo y la mundialización que conciernen al BIPR (Buró internacional por el Partido revolucionario).

3) Revista internacional nos 105 y 106 en repuesta a los nuevos elementos revolucionarios que están surgiendo en Rusia.

4) Desde el siglo XVI hasta las revoluciones burguesas en el marco de la decadencia feudal, y desde las revoluciones burguesas hasta 1914 como fase ascendente del capitalismo propiamente hablando.

Series: 

  • La teoría de la decadencia en la médula del materialismo histórico [17]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • El marxismo: la teoría revolucionaria [7]
  • La decadencia del capitalismo [8]

Notas sobre los conflictos imperialistas en Oriente Medio (III)

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Los dos primeros artículos de esta serie sobre los conflictos imperialistas en Oriente Medio ponían en evidencia la manipulación por parte de las grandes potencias, de Gran Bretaña en especial, de los nacionalismos sionista y árabe para dominar la región. Pero también fueron utilizados de arma contra la amenaza que la clase obrera representaba en el período que siguió a la Revolución rusa. Este artículo prosigue hoy el estudio de las rivalidades imperialistas en la región durante el período precedente a la IIª Guerra mundial y durante la guerra misma poniendo en evidencia el insondable cinismo de la política imperialista y de todas las fracciones de la burguesía.

Los nacionalistas sionistas y los árabes eligieron su bando en la guerra imperialista

Se emplazó a los campesinos y obreros palestinos, al igual que a los obreros judíos ante la falsa alternativa de tomar posición por una fracción o la otra de la burguesía (palestina o judía). Esta falsa alternativa significó el alistamiento de los obreros en el terreno de los enfrentamientos militares en aras de un único interés, el de la burguesía. Durante los años 20 hubo violentos enfrentamientos entre judíos y árabes y entre árabes y fuerzas británicas de ocupación.

Esos enfrentamientos se intensificaron con la crisis económica mundial de 1929. Esto se debió, entre otras cosas, al incremento de los refugiados judíos que huían de los efectos de la crisis económica mundial y de la represión contra ellos desatada por los nazis y el estalinismo. Se duplicó, entre 1920 y 1930, la cantidad de inmigrantes. Entre 1933 y 1939, llegaron a Palestina 200 000 nuevos inmigrantes. En 1939, los judíos ya eran el 30 % de la población.

En el plano histórico e internacional, se agudizan por el mundo entero los conflictos imperialistas. Palestina y todos los países de Oriente Medio estaban directamente afectados por el posicionamiento de las fuerzas en el ruedo mundial de los años 30.

Por un lado, la trágica derrota del proletariado (victoria del estalinismo contrarrevolucionario en Rusia; la del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania; el alistamiento de los obreros tras los estandartes del antifascismo y el Frente único en 1936 Francia y España) hizo prácticamente imposible, tanto para los obreros judíos como para los árabes, el oponer un frente de clase internacionalista a las luchas cada vez más feroces que oponían a las burguesías judía y palestina. La derrota mundial de la clase obrera había dejado las manos libres a la burguesía, quedando así la vía libre para una nueva guerra generalizada. Al mismo tiempo, la cantidad cada día mayor de judíos que huían de la represión y de los pogromos en Europa agudizaba los conflictos entre árabes y judíos en Palestina.

Por otro lado, las rivalidades imperialistas tradicionales, entre franceses e ingleses, se iban reduciendo, a la vez que otros nuevos bandidos, tanto o más peligrosos, irrumpían en la región. Italia, presente ya en Libia, tras la guerra de 1911 contra Turquía, invadió Abisinia (hoy Etiopía) en 1936, amenazando con rodear Egipto y el estratégico canal de Suez. Alemania, el miembro más poderoso del Eje fascista, trabajaba subterráneamente para ampliar su influencia, dando su apoyo a las ambiciones de los imperialismos locales, especialmente en Turquía, en Irak et en Irán (1).

El curso histórico a la guerra generalizada estaba anegando Oriente Medio.

Desde finales de la Primera Guerra mundial, los sionistas habían exigido el armamento general de los judíos. En realidad, tal armamento había empezado ya en secreto. El Hagan, organización sionista de “autodefensa” fundada durante la Primera Guerra mundial, se había convertido en auténtica unidad militar. En 1935, se fundó un grupo terrorista independiente, el Irun Zwai Leumi, conocido con el nombre de Ezel, compuesto de 3 a 5 mil hombres. Se estableció la “conscripción” general en la comunidad judía; todos los jóvenes, muchachos y muchachas entre 17 y 18 años debían hacer el servicio militar clandestino.

Por su parte, la burguesía palestina recibía el apoyo armado de los países vecinos. En 1936, hubo una escalada en la lucha entre nacionalistas sionistas y árabes. En abril, la burguesía palestina convocó una huelga general contra los dirigentes británicos para forzarlos a abandonar su postura pro-sionista. Los nacionalistas árabes, con Amin Husein a su cabeza, llamaron a los obreros y campesinos a apoyar su lucha contra los judíos y los ingleses. La huelga general duró hasta octubre de 1936 y sólo terminó tras el llamamiento de los países vecinos, Cisjordania, Arabia Saudí e Irak, que habían empezado a armar la guerrilla palestina.

Los violentos enfrentamientos siguieron hasta 1938. Los “protectores” británicos movilizaron 25 000 hombres de sus tropas para defender su posición estratégica en Palestina.

En 1937, ante la agravación de la situación, la burguesía inglesa propuso que se dividiera Palestina en dos partes (Informe de la Comisión Peel). Los judíos recibirían la fértil región del norte de Palestina, los palestinos la del Sureste, menos fértil; la ciudad de Jerusalén quedaría bajo control de un mandato internacional y unida al Mediterráneo mediante un corredor.

El plan de la Comisión Peel fue rechazado tanto por los nacionalistas judíos como por los palestinos. Una rama de sionistas exigió la independencia total respecto a los ingleses, siguió armándose e intensificó su guerrilla contra las fuerzas británicas de ocupación.

Con ese plan de división de Palestina en dos, el Reino Unido esperaba mantener su dominio sobre esa área del mundo estratégica y vital, en la cual había ya además una extrema aceleración de las tensiones imperialistas, sobre todo con Alemania e Italia, que intentaban penetrar en la región.

Aunque el Frente Popular francés había acordado la independencia a Siria (una independencia que solo debería verificarse tres años después, en 1939), Francia declaraba ahora que Siria volvía a estar bajo “protectorado” francés.

El nuevo alineamiento de las fuerzas imperialistas significaba un incremento de dificultades para la burguesía inglesa, la cual tenía el mayor interés en calmar la situación en Palestina y estar vigilante para que ninguno de los grupos en conflicto buscara apoyo en los imperialismos rivales del Reino Unido. Pero como el conflicto entre los inmigrantes judíos y los árabes era cada vez más enconado, los partidarios de la antigua política de “divide y vencerás” revisaron sus proyectos.

Gran Bretaña debía intentar “neutralizar” a los nacionalistas árabes y forzar a los sionistas a limitar su reivindicación de una “patria” para los judíos. Adoptó un Libro Blanco en el que se declaraba que los territorios ocupados por los judíos eran su “patria” y, tras un período de 5 años durante el cual la inmigración judía no debería superar las 75 000 personas por año, ésta tenía que cesar por completo (justo en el momento mismo en que en Europa se mataba a los judíos por millones…). De igual modo, debía limitarse la compra de tierras por los judíos. Estas declaraciones debían servir para limitar las protestas de los árabes e impedir que éstos se inclinaran hacia los enemigos de Inglaterra.

En vista de la violencia creciente entre sionistas y árabes, la única causa que hizo que la escalada en el conflicto entre nacionalistas sionistas y árabes bajara de intensidad y pasara a segundo plano durante una década, fue la aparición de otro conflicto “preponderante”, o sea, el enfrentamiento entre el Eje formado por Alemania e Italia y sus enemigos.

La inminencia de la guerra mundial iba, de nuevo, a llevar a los nacionalistas de ambos bandos, a los nacionalistas árabes y a los sionistas, a escoger su campo imperialista.

Con el estallido de la Segunda Guerra mundial, los sionistas decidieron ponerse del lado del Reino Unido, tomando posición contra el imperialismo alemán. Pusieron sordina a su reivindicación de un verdadero Estado judío, mientras Gran Bretaña estuviera bajo las amenazas de los ataques alemanes. La guerra provocó la división en la burguesía árabe, pues algunas fracciones tomaron partido por los ingleses y otras por los alemanes.

El papel de Oriente Medio en la Segunda Guerra mundial

Aunque los principales campos de batalla de la Segunda Guerra mundial fueron Europa y Extremo Oriente, Oriente Medio tuvo un papel crucial en los proyectos estratégicos a largo plazo tanto de Inglaterra como de Alemania.

Para el Reino Unido, defender sus posiciones en Oriente Medio era una cuestión de vida o muerte para mantener su imperio colonial, pues si perdía Egipto, India podía acabar cayendo en manos de Alemania o Japón. Justo antes de la tentativa de invasión alemana en 1941, Inglaterra llegó a movilizar a 250 000 hombres para defender el canal de Suez.

Los proyectos militares alemanes en Oriente Medio conocieron varios cambios de rumbo. Durante algún tiempo, al iniciarse la guerra, la estrategia de Alemania fue firmar un acuerdo secreto con Rusia sobre el oriente de la península de Anatolia, parecido al establecido en secreto entre Stalin y Hitler sobre el reparto de Polonia entre Alemania y Rusia. En noviembre de 1940, Ribbentrop, ministro alemán de Exteriores, sugirió a Stalin que Rusia y Alemania se repartieran sus zonas de interés en la frontera iraní y a lo largo de las áreas norte y sureste de Anatolia. La invasión de Rusia por parte de Alemania en el verano de 1941 acabó, claro está, con esos planes.

Uno de los objetivos militares a largo plazo de Alemania, tal como lo habían elaborado en los estados mayores del Reichswehr en 1941, era que una vez asegurada la derrota rusa, Alemania expulsaría a Inglaterra de Oriente Medio y de India. Nada más rematarse la esperada derrota de Rusia, el Reichswehr había planificado una ofensiva general para ocupar Irak, y así acceder al petróleo iraquí y amenazar las posiciones británicas en Oriente Medio e India.

Alemania, sin embargo, no podía desencadenar semejante ofensiva sola. Para poder llegar a Irak, debía superar unos cuantos obstáculos; tenía que ganarse a Turquía, la cual vacilaba entre Inglaterra y Alemania. Las tropas alemanas debían pasar por Siria (todavía bajo ocupación francesa) y Líbano. O sea que Alemania tenía que obtener el acuerdo del régimen de Vichy antes de que su ejército pudiera atravesar esos dos países. Y tenía que contar con la ayuda de sus aliados más débiles, o sea Italia, cuyas reservas militares eran insuficientes para enfrentar a Inglaterra.

Mientras Alemania tuviera que dar prioridad a la movilización de tropas en Rusia, le era imposible hacer un mayor despliegue en el Mediterráneo. Tras haber derrotado Inglaterra a las topas italianas en Libia en 1940-41, el Africa-Korps alemán, bajo el mando de Rommel, tuvo que intervenir, en contra de lo previsto, en 1942 para intentar expulsar al ejército británico de Egipto y conquistar el canal de Suez. Pero Alemania no disponía de medios para mantener otro frente en África y Oriente Medio, al menos mientras no hubiera rematado su ofensiva rusa.

Al mismo tiempo, el capital alemán estaba ante contradicciones insuperables. Por un lado, proseguía el Endlösung (o sea el holocausto: programa de deportación y exterminio de todos les judíos), lo cual significaba que el capital alemán, al obligar a los judíos a huir, lo que hacía era mandar a muchos de ellos a Palestina. La política nazi contribuyó así ampliamente en el incremento de los refugiados judíos en Palestina: una situación que puso los intereses del capital alemán en contradicción con los de Palestina y de la burguesía árabe.

Por otras parte, el imperialismo alemán tenía que intentar granjearse aliados en la burguesía árabe para combatir a los ingleses. Fue por esto por lo que les dirigentes nazis apoyaron el llamamiento a la unidad nacional lanzado por la burguesía árabe y dieron su apoyo al rechazo de una patria para los judíos (2). En varios países, el imperialismo alemán intentó poner de su lado a fracciones de la burguesía árabe.

En abril de 1941, una parte del ejército iraquí derribó el gobierno para formar, bajo el mando de Rachid Ali al Kailani, un gobierno de defensa nacional. Este gobierno deportó a todos a los que se les consideraba como pro británicos. Los nacionalistas palestinos exiliados en Irak, formaron brigadas de voluntarios bajo el mando de Al Husein y esas unidades participaron en el combate contra los ingleses.

Cuando el ejército británico intervino contra el gobierno pro-alemán en Irak, Alemania envió dos escuadrillas aéreas. Pero al no disponer de la logística apropiada para dar apoyo a sus tropas a semejante distancia, Alemania tuvo que repatriar sus escuadrillas con la gran decepción del gobierno iraquí pro-alemán. Inglaterra, por su parte, no sólo movilizó a sus propias tropas, sino que también utilizó Unidad especial sionista contra Alemania.

Gran Bretaña liberó de la cárcel al terrorista David Raziel, un de los jefes de la organización sionista Irgun Zvai Leumi, confiándole una misión especial: su unidad tenía que hacer estallar los campos petrolíferos de Irak y asesinar a los miembros del gobierno pro-alemán.

De hecho, una escuadrilla de bombarderos alemana derribó el avión inglés en el que estaba el terrorista sionista. Este incidente –aún no siendo significativo en lo militar- revela por qué intereses fundamentales se batían Gran Bretaña, superpotencia del momento pero en declive, y Alemania, su retadora, los límites con los que chocaban, pero también con qué aliados podían contar una y otra en la región.

Amin al Husein, el muftí de Jerusalén que había huido a Irak y Ali al Kailani, jefe del gobierno pro-alemán tuvieron que huir de Irak esta vez. Por Turquía e Italia llegaron a Berlín donde permanecieron en el exilio. Los nacionalistas palestinos e iraquíes se beneficiaron así de la protección y el exilio ofrecidos por los  nazis…

Mientras tanto, las fracciones pro-alemanas de la burguesía árabe solo estuvieron del lado del imperialismo alemán mientras éste estuvo a la ofensiva. Cuando a partir de 1943, tras la derrota de El Alamein y Stalingrado, cambiaron las tornas para el imperialismo alemán, las fracciones pro-alemanas o cambiaron de campo o fueron desalojadas por las pro-inglesas de la burguesía local.

La derrota alemana también obligó a los sionistas a revisar su táctica. Tras haber apoyado a Inglaterra, mientras este poder colonial estuvo bajo la amenaza nazi, reanudaron entonces su campaña de terror, que duró hasta 1948, contra los ingleses en Palestina. Entre los terroristas sionistas se destaca la figura de Menahem Beguin, el que más tarde sería Primer ministro de Israel, y que junto con Yásir Arafat recibiría el… ¡Premio Nóbel de la Paz! Entre otros, el ministro inglés Lord Moyne fue asesinado en El Cairo por los sionistas.

Para granjearse la simpatía de los árabes e impedirles acercarse más a su rival imperialista alemán, los británicos instauraron un bloqueo marítimo de Palestina para frenar la llegada de refugiados judíos. La voluntad de la democracia occidental de reglamentar el flujo de refugiados era la de servir sus propios intereses imperialistas. Muchos judíos podían  haberse librado de la muerte de los campos de concentración nazis, pero la burguesía británica les impidió que se establecieran en Palestina pues en ese momento su llegada allá iba en contra de los planes del imperialismo inglés (3).

El parecido entre la situación de la Primera Guerra mundial y la de la Segunda es sorprendente.

Todas las fracciones imperialistas locales presentes tuvieron que escoger entre un campo imperialista u otro. Retada por Alemania, Inglaterra defendió su poder con uñas y dientes. Alemania, sin embargo,  estaba en esa región ante obstáculos insalvables: capacidad militar más débil (al estar obligada a intervenir a tan grandes distancias se le agotaban sus recursos militares y logísticos), ausencia de aliados firmes y sólidos. Alemania no tenía recompensas que ofrecer a sus aliados, ni siquiera los medios militares para obligar a un país a integrar su bloque u ofrecerle protección contra el otro bloque.

No podía desempeñar un papel de “competidor” contra el Reino Unido, potencia todavía dominante en aquel entonces. Incapaz de mantener una posición estratégica sólida ella sola, o conservar firmemente un país en su órbita, poco más podía hacer Alemania que socavar las posiciones inglesas.

La modificación del orden imperialista mundial en Oriente Medio

Al mismo tiempo, el equilibrio de fuerzas en los Aliados iba a cambiar el curso de la Segunda Guerra mundial. Estados Unidos consolida sus posiciones a expensas de Inglaterra, la cual, exangüe a causa de la guerra y al borde de la quiebra, se convertía en deudora de EEUU. Y como tras cualquier otra guerra, la jerarquía imperialista quedó trastocada.

De modo que, a partir de 1942, las organizaciones sionistas se inclinaron hacia Estados Unidos para que este país apoyara su proyecto de creación de una patria judía en Palestina. En noviembre, le Consejo de Urgencia judío, reunido en Nueva York, rechazó el Libro Blanco británico de 1936. La primera exigencia era que Palestina se transformara en Estado sionista independiente, lo cual era totalmente contrario a los intereses de Gran Bretaña.

Hasta la Segunda Guerra mundial fueron, sobre todo, las potencias europeas occidentales las que se enfrentaron en Oriente Medio (Reino Unido, Francia, Italia, Alemania). Mientras que Francia y Reino Unido habían sido los beneficiarios principales de la caída del Imperio Otomano después de la Primera Guerra mundial, a esos dos países se les pusieron por encima los imperialismos americano y ruso, pues ambos tenían en común la voluntad de reducir la influencia colonial francesa y británica.

Rusia lo hizo todo por dar su apoyo a toda potencia interesada en debilitar la posición inglesa. Abastecía en armas a la guerrilla sionista por medio de Checoslovaquia. También EEUU entregó armas y dinero a los sionistas aún combatiendo éstos al aliado de guerra británico.

Mientras que Extremo Oriente acabó siendo el segundo frente bélico de la Segunda Guerra mundial y Oriente Medio siguió siendo un área periférica en los enfrentamientos imperialistas mundiales, la Guerra fría, desde sus inicios, iba a situar a Oriente Medio en el centro de las rivalidades imperialistas. La Guerra de Corea (1950-53) fue el primer gran enfrentamiento entre el bloque del Este y el del Oeste, pero la formación del Estado de Israel, el 15 de mayo de 1948, iba a inaugurar un nuevo escenario bélico que habría de permanecer como el núcleo de los enfrentamientos Este-Oeste durante décadas.

La primera mitad del siglo XX, en Oriente Medio, demostró que la liberación nacional se ha hecho imposible y que todas las fracciones de las burguesías locales están implicadas en conflictos globales entre rivales imperialistas más poderosos. El proletariado no deberá escoger, desde entonces menos que nunca, entre un campo imperialista contra otro.

La formación del Estado de Israel en 1948 marcó la apertura de otro período de enfrentamientos sangrientos que dura más de medio siglo. Más de cien años de conflictos en Oriente Medio han ilustrado de manera incuestionable que el sistema capitalista en declive lo único que puede ofrecer es guerras y exterminio.

DE

 

1) El Sha de Irán (padre del que fue derribado por Jomeini) fue destituido en 1941 por Gran Bretaña por su supuesta simpatía por los nazis.

2) Ya durante la Primera Guerra mundial, por razones estratégicas, el imperialismo alemán había alentado la idea de una Yihad árabe contra Inglaterra, esperando que así se debilitara la dominación británica en Oriente Medio, aunque eso fomentaba una contradicción insuperable, pues toda Yihad árabe se hubiera vuelto contra el imperialismo turco, aliado de Alemania en la región.

3) Gran Bretaña, por ejemplo, impidió el atraque en los puertos palestinos de un barco con más de 5000 refugiados judíos, pues eso iba en contra de sus intereses imperialistas. En su odisea, ese navío con todos sus pasajeros fue obligado a singlar hacia el mar Negro en donde fue hundido por la Armada rusa, ahogándose los más de 5 mil pasajeros. En 1939, el St Louis, un vapor de la Hapag-Lloyd, que navegaba hacia Cuba con 930 refugiados judíos a bordo, fue rechazado por los guardacostas norteamericanos (eso a pesar de los llamamientos de cantidad de “personalidades”). Finalmente, obligaron al barco a volver hacia Europa en donde prácticamente todos los refugiados judíos fueron aniquilados en el holocausto. Incluso después de la IIª Guerra mundial, el navío Exodus con 4500 refugiados a bordo, intentó romper el bloqueo que imponían los barcos ingleses delante de los puertos de Palestina. Las fuerzas de ocupación inglesas negaron al navío su acceso a Haifa. La organización terrorista judía, la Haganah, quería utilizar el Exodus como medio para forzar el bloqueo inglés: todos los pasajeros fueron deportados a Hamburgo por los ingleses. El cinismo de la burguesía occidental hacia los judíos fue denunciado por el PCI-Le Prolétaire, en su texto Auschwitz ou le Grand alibi.

Geografía: 

  • Oriente Medio [14]

Cuestiones teóricas: 

  • Imperialismo [11]

URL de origen:https://es.internationalism.org/revista-internacional/200510/175/rev-internacional-n-118-3er-trimestre-2004

Enlaces
[1] https://membres.lycos.fr/rgood/formprod.htm [2] https://users.skynet.be/ippi/4discus1tex.htm [3] https://membres.lycos.fr/resdisint [4] https://users.skynet.be/ippi/3thdecad.htm [5] https://www.geocities.com/Paris/Opera/3542/TC15-3.html [6] https://es.internationalism.org/tag/21/514/las-fracciones-de-izquierda [7] https://es.internationalism.org/tag/2/24/el-marxismo-la-teoria-revolucionaria [8] https://es.internationalism.org/tag/2/25/la-decadencia-del-capitalismo [9] https://es.internationalism.org/tag/21/564/fascismo-y-antifascismo [10] https://es.internationalism.org/tag/acontecimientos-historicos/iia-guerra-mundial [11] https://es.internationalism.org/tag/3/48/imperialismo [12] https://es.internationalism.org/tag/21/476/el-nacimiento-del-bolchevismo [13] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1903-fundacion-del-partido-bolchevique [14] https://es.internationalism.org/tag/geografia/oriente-medio [15] https://es.internationalism.org/tag/21/218/sindicalismo-revolucionario [16] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/sindicalismo-revolucionario [17] https://es.internationalism.org/tag/21/535/la-teoria-de-la-decadencia-en-la-medula-del-materialismo-historico