Desempleo
En varias ocasiones, en este invierno, hemos podido presenciar en dos de los grandes países de Europa occidental movilizaciones sobre el problema del paro ([1]). En Francia, en varios meses se han ido sucediendo manifestaciones callejeras en las grandes ciudades del país así como ocupaciones de locales públicos (en particular los de los organismos encargados de los subsidios a los desempleados). En Alemania, el 5 de febrero hubo una serie de manifestaciones por todo el país, convocada por las organizaciones de parados y los sindicatos. La movilización no tuvo aquí la misma amplitud que en Francia pero sí fue ampliamente referida por los medios. ¿Habrá que ver en esas movilizaciones una manifestación auténtica de la combatividad obrera?. Veremos más adelante que no es así. La cuestión del paro es sin embargo fundamental para la clase obrera, puesto que ésta es una de las formas más importantes de los ataques que debe soportar del capital en crisis. Además, el incremento constante y la permanencia del desempleo es una de las mejores pruebas de la quiebra del sistema capitalista. Y es precisamente la importancia de esta cuestión lo que está en la base de las movilizaciones que hoy conocemos.
Antes de poder analizar el significado de estas movilizaciones, debemos situar la importancia del fenómeno del paro para la clase obrera mundial y las perspectivas de este fenómeno.
El paro afecta hoy a amplísimos sectores de la clase obrera en la mayoría de los países del mundo. En el Tercer mundo, la proporción de la población sin empleo varía a menudo entre el 30 y el 50%. E incluso en un país como China, que en los últimos años los «expertos» presentaban como uno de los campeones del crecimiento, habrá como mínimo 200 millones de desempleados dentro de dos años ([2]). En los países de Europa del Este, los que pertenecieron al antiguo bloque ruso, el hundimiento económico ha echado a la calle a millones de trabajadores y aunque haya escasos países, como Polonia, en donde una tasa de crecimiento sostenida ha permitido, a costa de salarios de miseria, limitar los estragos, en la mayoría de ellos, especialmente en Rusia, a lo que se está asistiendo es a una transformación en pordioseros de masas enormes de obreros obligados para sobrevivir a hacer «chapuzas» sórdidas como vender bolsas de plástico en los pasillos del metro ([3]).
En los países más desarrollados, aunque la situación no es tan trágica como la de los mencionados, el desempleo masivo se ha convertido en llaga abierta de la sociedad. Así, para el conjunto de la Unión Europea, la tasa oficial de parados con relación a la población en edad de trabajar es del 11 % cuando era de 8 % en 1990, o sea cuando el presidente de EEUU, Bush prometía, con el hundimiento del bloque ruso, una «era de prosperidad».
Las siguientes cifras dan una idea de la importancia actual de la plaga que es el paro:
Tasa Tasa
País de finales de finales
de 1996 de 1997
Alemania 9,3 11,7
Francia 12,4 12,3
Italia 11,9 12,3
Reino Unido 7,5 5,0
España 21,6 20,5
Holanda 6,4 5,3
Bélgica 9,5
Suecia 10,6 8,4
Canadá 9,7 9,2
Estados Unidos 5,3 4,6
Fuentes OCDE y ONU.
Esas cifras exigen algunos comentarios.
Primero: se trata de cifras oficiales calculadas según criterios que ocultan una proporción considerable del desempleo. Entre otras cosas, no tienen en cuenta:
– a los jóvenes que prosiguen su escolaridad al no conseguir encontrar un empleo;
– a los desempleados a quienes se obliga a aceptar empleos infrapagados so pena de perder sus subsidios;
– a quienes se manda a capacitaciones y cursillos que deberían servirles para encontrar empleo, pero que, en realidad, no sirven para nada;
– a los trabajadores mayores, en jubilación anticipada a la edad legal de salida de la vida activa;
Tampoco esas cifras tienen en cuenta del paro parcial, o sea del de todos los trabajadores que no logran encontrar un empleo estable de plena jornada, por ejemplo los interinos cuya progresión en cifras es continua desde hace más de diez años.
Esa realidad, es, por cierto, bien conocida de los «expertos» de la OCDE, los cuales, en su revista para especialistas, se ven obligados a reconocer que «la tasa clásica de desempleo (...) no mide la totalidad del subempleo» ([4]).
Segundo: debe comprenderse el significado de las cifras relativas a los «primeros de la clase» que son Estados Unidos y Gran Bretaña. Para muchos expertos, esas cifras serían la prueba de la superioridad del «modelo anglosajón» sobre otros modelos de política económica. Por eso nos dan la tabarra con que en EEUU el paro estaría hoy en los niveles más bajos desde hace veinticinco años. Es cierto que la economía estadounidense conoce hoy una tasa de crecimiento de la producción superior a la de los demás países desarrollados y que ha creado durante los últimos cinco años 11 millones de empleos. Sin embargo, debe precisarse que la mayoría de ellos son empleos tipo «MacDonald», o sea toda clase de trabajillos precarios muy mal pagados, lo cual hace que la miseria se mantenga en niveles nunca antes vistos desde los años 30 con su séquito de cientos de miles de personas sin techo y millones de pobres sin la menor protección social.
Todo eso lo ha reconocido alguien de quien no puede uno sospechar de denigrar a EEUU, pues se trata del ministro de Trabajo del primer mandato de Clinton y amigo de siempre de éste: «Desde hace veinte años, gran parte de la población americana conoce el estancamiento o la reducción de salarios reales teniendo en cuenta la inflación. Para la mayoría de los trabajadores, la baja ha continuado a pesar de la recuperación. En 1996, el salario real medio estaba por debajo de su nivel de 1989, o sea antes de la última recesión. Entre mediados del 96 y mediados del 97, sólo aumentó en 0,3 % mientras que las rentas más bajas seguían cayendo. La proporción de americanos considerados pobres, según la definición y las estadísticas oficiales es hoy superior a la de 1989» ([5]).
Dicho esto, lo que los alabadores del «modelo» made in USA se olvidan de precisar también es que los 11 millones de empleos nuevos creados por la economía norteamericana corresponden a un aumento de 9 millones de la población en edad de trabajar. Así, una gran parte de los resultados «milagrosos» de esa economía en el desempleo procede del uso a gran escala de artificios, ya señalados, que permiten ocultarlo. En los propios Estados Unidos, por lo demás, ese hecho lo reconocen tanto las revistas económicas de mayor prestigio como las autoridades políticas: «La tasa de paro oficial en EEUU se ha hecho cada vez menos descriptiva de la verdadera situación que prevalece en el mercado de trabajo» ([6]). Este artículo demuestra que «en la población masculina de 16 a 55 años, la tasa de desempleo oficial consigue hacer constar como «desempleados» únicamente al 37 % de quienes están sin empleo; el 63 % restante, aún estando en la fuerza de la edad, son clasificados como «no empleo», «fuera de la población activa» ([7]).
Asimismo, la publicación oficial del ministerio de Trabajo de EEUU explicaba: «La tasa de paro oficial es cómoda y bien conocida; sin embargo, si nos concentramos demasiado en esa única medida, podremos obtener una visión deformada de la economía de los demás países comparada con la de Estados Unidos [...] Son necesarios otros indicadores si se quiere interpretar de manera inteligente las situaciones respectivas en los diferentes mercados de trabajo» ([8]).
En realidad, basándose en estudios que no tienen nada de «subversivos» puede considerarse que en EEUU una tasa de paro de 13% está más cerca de la verdad que la de menos del 5% de la que tanto se alardea como prueba del «milagro americano». ¡Cómo no va a ser así cuando sólo se considera como parados, según los criterios del BIT (Buró Internacional del Trabajo) a quienes:
– han trabajado menos de una hora durante la semana de referencia;
– han buscado activamente un empleo durante esa semana;
– están inmediatamente disponibles para un empleo!.
Así, en Estados Unidos, en donde la mayoría de los jóvenes tienen un pequeño «job», ya no será considerado como desempleado quien, por unos cuantos dólares, ha cortado el césped del vecino o le ha guardado los niños las semana anterior. Y lo mismo será para quienes acaban desanimados tras meses o años entre empleos hipotéticos y fracasos reales o de la madre soltera que no está «inmediatamente disponible» puesto que no existen prácticamente guarderías colectivas.
La «succes story» de la burguesía británica es todavía más falsa que la de su hermana mayor de ultramar. El observador ingenuo se ve ante una paradoja: entre 1990 y 1997, el nivel de empleo ha disminuido 4 % y, sin embargo, durante el mismo período, la tasa oficial de desempleo oficial ha pasado de 10 % a 5 %. En realidad, como lo reconoce en sordina una institución financiera internacional de lo más «seria»: «el retroceso del paro británico parece deberse en totalidad al incremento de la proporción de inactivos» ([9]).
Para comprender el misterio de esa transformación de los parados en «inactivos», puede leerse lo que dice un periodista de The Guardian, diario inglés que mal podría tildarse de revolucionario: «Cuando Margaret Thacher ganó su primera elección en 1979, el Reino Unido tenía 1,3 millones de desempleados oficiales. Si el método de cálculo no hubiera cambiado, habría hoy un poco más de 3 millones. Un informe de la Middland's Bank, publicado hace poco, estimaba incluso la cantidad en 4 millones, o sea 14 % de la población activa, más que en Francia o en Alemania.
[...] el gobierno británico ya no contabiliza a los subempleados, sino únicamente a los beneficiarios de un subsidio de paro cada vez más restringido. Después de haber cambiado 32 veces el método para hacer el censo de los parados, ha decidido excluir a cientos de miles de ellos de las estadísticas gracias a la nueva reglamentación del subsidio de paro, que suprime el derecho a él tras seis meses en lugar de doce.
La mayoría de los empleos creados son empleos a tiempo parcial y, para muchos de ellos, no escogidos. Según la Inspección de trabajo, 43 % de los empleos creados entre el invierno de 1992-93 y el otoño de 1996 serían de tiempo parcial. Casi una cuarta parte de los 28 millones de trabajadores son contratados para un empleo de ese tipo. La proporción es de un trabajador de cada seis en Francia y en Alemania» ([10]).
Las trampas a gran escala que permiten alardear a la burguesía de esos dos «campeones del empleo» anglosajones son cuidadosamente ocultadas por buena parte de los «especialistas», economistas y políticos de todos los signos, especialmente por los medios de comunicación de masas. Sólo en las publicaciones relativamente confidenciales se destapa la manipulación. La razón es muy sencilla: hay que meter en las mentes la idea de que las políticas practicadas en esos dos países en la última década, con una brutalidad sin descanso, para reducir los salarios y la protección social, para desarrollar la «flexibilidad», son eficaces para limitar los estragos del desempleo masivo. En otras palabras, hay que convencer a los obreros de que los sacrificios «rinden» y que es de su interés el aceptar los dictados del capital.
Y como la burguesía no se lo juega todo a la misma carta, como pretende, a pesar de todo, para sembrar más confusión todavía en las mentes obreras, darles algún consuelo diciéndoles que puede existir un «capitalismo de rostro humano», algunos de sus hombres de confianza se reivindican hoy del ejemplo holandés ([11]). Es pues conveniente decir algo sobre ese «buen alumno» de la clase europea que sería Holanda.
Tampoco en ese país las cifras oficiales de paro quieren decir nada. Como en Gran Bretaña, la baja de la tasa de desempleo ha venido acompañada de... una baja del empleo. Así, la tasa de empleo (porcentaje de la población en edad activa que ocupa un trabajo) ha pasado de 60 % en 1970 a 50,7 % en 1994.
El misterio desaparece cuando se comprueba que: «La parte de puestos a tiempo parcial en la cantidad total de empleos ha pasado en veinte años, de 15 % a 36 %. Y el fenómeno se está acelerando, pues [...] nueve de cada diez empleos creados desde hace diez años totalizan entre 12 y 36 horas por semana» ([12]). Por otra parte, una proporción considerable de la fuerza de trabajo excedentaria ha sido sacada de las cifras del paro para ser metidas en las de invalidez, más elevadas todavía. Eso es lo que constata la OCDE cuando escribe que: «Las estimaciones de ese componente “desempleo disfrazado” en la cantidad de personas inválidas varían enormemente, yendo de un poco más del 10 % al 50 %» ([13]).
Como lo dice el artículo de le Monde diplomatique citado arriba: «A no ser que hubiera una debilidad genética que afectara a la gente de aquí, y sólo a la de aquí, ¿cómo podrá explicarse que el país tenga más inadaptados para el trabajo que desempleados?». Evidentemente, un método así, que permite a los patronos «modernizar» con poco gasto sus empresas, echando a la calle a un personal maduro y poco «maleable», no ha podido aplicarse sino gracias a un sistema de seguro social entre los más «generosos» del mundo. Pero ahora que precisamente ese sistema se está poniendo en entredicho (como en el resto de los países avanzados), le será cada vez más difícil a la burguesía seguir disfrazando de esa manera el paro. Las nuevas leyes, por cierto, exigen que sean las empresas las que paguen durante cinco años las pensiones de invalidez, lo cual va a disuadirlas de declarar «inválidos» a los trabajadores que quieran echar a la calle. En realidad, desde ahora, el mito del «paraíso social» que sería Holanda está quedando malparado cuando se sabe que, según una encuesta europea (citada por The Guardian del 28 de abril de 1997), el 16% de los niños holandeses pertenecen a familias pobres, contra 12 % en Francia. En cuanto a Gran Bretaña, país del «milagro», esa cifra es de ¡32 %!.
No existe pues la menor excepción al incremento del desempleo masivo en los países más desarrollados. Desde ahora, en esos países, la tasa real de paro (que debe tener en cuenta, entre otras cosas, todos los tiempos parciales no deseados así como a quienes han renunciado a buscar trabajo) está entre el 13 y el 30 % de la población activa. Son cifras que se van acercando cada día más a las que conocieron los países avanzados cuando la gran depresión de los años 30. Durante este período, las tasas de desempleo alcanzaron cotas de 24 % en Estados Unidos, 17,5 en Alemania y 15 % en Gran Bretaña. Dejando aparte el caso de EEUU, se comprueba que los demás países no están lejos de alcanzar tan siniestros «récords». En algunos países, el nivel de paro ha superado incluso el de los años 30. Así ocurre con España, Suecia (8 % en 1933), Italia (7 % en 1933), Francia (5 % en 1936, cifra sin duda subestimada) ([14]).
En fin, tampoco hay que dejarse engañar por el ligero retroceso de las tasas de desempleo para 1997, hoy tan pregonado por la burguesía (ver cuadro más arriba). Como hemos visto, las cifras oficiales no significan gran cosa y, además, ese retroceso, que se explica gracias a la «recuperación» de la producción mundial de los últimos tiempos, va a cambiarse pronto en un nuevo incremento, en cuanto la economía mundial se vea de nuevo enfrentada a una nueva recesión abierta como la que conocimos en 1974, en 1978, a principios de los años 80 y a principios de los 90. Una recesión abierta inevitable, pues el modo de producción capitalista es totalmente incapaz de superar la causa de todas las convulsiones que conoce desde hace treinta años: la sobreproducción generalizada, su incapacidad histórica para encontrar mercados en cantidades suficientes para su producción ([15]).
El amigo de Clinton citado anteriormente lo deja muy claro: «La expansión es un fenómeno temporal. Estados Unidos se está beneficiando por ahora de un crecimiento muy elevado, que arrastra con él a buena parte de Europa. Pero las convulsiones ocurridas en Asia, al igual que el endeudamiento creciente de los consumidores americanos, dan a pensar que la vitalidad de esta fase del ciclo podría no durar mucho tiempo».
Efectivamente, ese «perito» señala, sin atreverse naturalmente a ir hasta el fondo de su razonamiento, los factores esenciales de la situación actual de la economía mundial:
– el capitalismo no ha podido proseguir su «expansión» desde hace treinta años más que a costa de una deuda cada vez más astronómica de todos los compradores posibles: las familias y las empresas, los países subdesarrollados en los años 70; los Estados, y especialmente el de Estados Unidos, durante los años 80; los «países emergentes» de Asia a principios de los años 90...;
– la quiebra de estos últimos, desde finales del verano de 1997, tiene un alcance que va mucho más allá de sus fronteras; es expresión de la quiebra del conjunto del sistema capitalista que a su vez ha venido a agravar.
Así, el paro masivo, resultado directo de la incapacidad del sistema para superar las contradicciones que le imponen sus propias leyes, ni podrá desaparecer, ni siquiera retroceder. Sólo podrá agravarse sin remedio, sean cuales sean los artificios que va a desplegar la burguesía para intentar ocultarlo. Va a seguir echando a masas cada vez mayores de proletarios a la miseria y a la más insoportable indigencia.
El paro es una plaga para toda la clase obrera. No sólo afecta a quienes están sin empleo, sino a todos los obreros. Por un lado lleva al empobrecimiento radical de las familias obreras – cada vez más numerosas – que tienen un parado en su seno cuando no son más. Por otro lado, repercute en todos los salarios, con los aumentos de los descuentos para indemnizar a quienes están sin empleo. Y, en fin, los capitalistas lo utilizan para ejercer sobre los obreros un chantaje brutal sobre el salario y sobre sus condiciones de trabajo. De hecho, durante estas últimas décadas, desde que la crisis abierta acabó con la «prosperidad» ilusoria del capitalismo de los años que en algunos países llaman «los treinta gloriosos», ha sido sobre todo con el desempleo con lo que la burguesía de los países más desarrollados ha golpeado las condiciones de vida del proletariado. Sabía perfectamente, desde las grandes huelgas que sacudieron Europa y el mundo a partir de 1968, que las reducciones del salario directo provocarían inevitablemente reacciones violentas y masivas del proletariado. Así pues, ha concentrado sus ataques contra el salario indirecto que paga el llamado «Estado del bienestar», reduciendo cada día más todas las prestaciones sociales, a veces además en nombre de la «solidaridad con los desempleados», reduciendo radicalmente la masa salarial al echar a la calle a millones de obreros.
Pero el paro no es sólo la punta de lanza de los ataques que el capitalismo en crisis está obligado a asestar a quienes explota. En cuanto se instala de modo masivo y duradero y, sin remisión, expulsa de la situación asalariada a proporciones ingentes de la clase obrera, es el signo más evidente de la quiebra definitiva, del callejón sin salida de un modo de producción cuya tarea histórica había sido precisamente la de transformar una masa creciente de habitantes del planeta en asalariados. Por eso, aún cuando es para millones de proletarios una verdadera tragedia, en la que el desamparo económico se agrava con el moral en un mundo en el que el trabajo es el medio principal de integración y de reconocimiento social, el paro puede ser un poderoso factor de toma de conciencia para la clase obrera de la necesidad de derribar al capitalismo. Del mismo modo, aunque el desempleo priva a los proletarios de la posibilidad de usar la huelga como medio de lucha, no por eso están condenados a la impotencia. La lucha de clase del proletariado contra los ataques que le asesta el capitalismo en crisis es el medio esencial que le permite agrupar sus fuerzas y tomar conciencia para derribar el sistema. Y la lucha de clases puede usar otros medios además de la huelga. Las manifestaciones de calle en donde los proletarios se encuentran juntos por encima de sus empresas y sus divisiones sectoriales son otro de los más importantes, ampliamente utilizado en los períodos revolucionarios. Y ahí, los obreros en paro pueden ocupar plenamente su lugar. Y también pueden éstos, a condición de que sean capaces de agruparse fuera de los órganos que la burguesía posee para encuadrarlos, movilizarse en la calle para impedir expulsiones de domicilio o cortes de suministros, para ocupar alcaldías u otros espacios públicos, para exigir el pago de indemnizaciones de urgencia. Nosotros hemos escrito a menudo que «al perder la fábrica los parados ganan la calle» ([16]) y al hacer esto, pueden superar más fácilmente las categorías que la burguesía cultiva en el seno de la clase obrera, sobre todo gracias a los sindicatos. No se trata en absoluto aquí de elucubraciones abstractas, sino de experiencias ya vividas por la clase obrera, especialmente durante los años30 en Estados Unidos, en donde se formaron comités de desempleados fuera del control sindical.
Sin embargo, a pesar de la aparición de un paro masivo durante los años 80, en ninguna parte pudimos ver que surgieran comités de parados importantes (excepto algún que otro intento embrionario pronto vaciado de su contenido por los izquierdistas y que acabó en nada) y menos todavía movilizaciones de obreros en paro. Y eso que los 80 fueron años en los que hubo grandes luchas obreras que se iban haciendo cada día más capaces de quitarse de encima la garra sindical. La ausencia de verdadera movilización de obreros en paro, hasta hoy, contrariamente a lo vivido en los años 30, se explica por razones diferentes.
Por un lado, el incremento del desempleo a partir de los años 70 ha sido mucho más escalonado que cuando la «gran depresión». En los años 30, se asistió, con el desbarajuste típico de los inicios de la crisis, a una explosión nunca vista de la cantidad de parados (en EEUU, por ejemplo, la tasa de paro pasó del 3 % en 1929 al 24 % en 1932). En la crisis aguda actual, aunque asistamos a incrementos rápidos de esa plaga (especialmente a mediados de los años 80 y durante estos últimos años), la capacidad de la burguesía para aminorar el ritmo del hundimiento de su economía le ha permitido enfrentar el problema del desempleo más hábilmente que en el pasado. Por ejemplo, limitando los despidos «a secas», sustituidos por «planes sociales» que mandan durante algún tiempo a los obreros a una «reconversión» antes de mandarlos a la calle sin retorno, otorgándoles indemnizaciones temporales que les permitirán ir tirando al principio. La burguesía ha desactivado en buena parte la bomba del desempleo. Hoy, en la mayoría de los países industrializados, es sólo al cabo de seis meses o un año cuando el obrero que ha perdido su empleo se encuentra sin el menor recurso. En ese momento, tras haberse hundido en el aislamiento y la atomización, difícilmente podrá agruparse con sus hermanos de clase para llevar a cabo acciones colectivas. En fin, la incapacidad, a pesar de ser masivos, de los sectores de la clase obrera en paro para agruparse se debe al contexto general de descomposición de la sociedad capitalista que cultiva la tendencia de «cada uno para sí» y la desesperanza:
«Uno de los factores que está agravando esa situación es evidentemente que una gran proporción de jóvenes generaciones obreras está recibiendo en pleno rostro el latigazo del desempleo, incluso antes de que muchos hayan tenido ocasión, en lugares de producción, junto a los compañeros de trabajo y lucha, de hacer la experiencia de una vida colectiva de clase. De hecho, el desempleo, resultado directo de la crisis económica, aunque en sí no es una expresión de la descomposición, acaba teniendo, en esta fase particular de la decadencia, consecuencias que lo transforman en aspecto singular de la descomposición. Aunque, en general, sirve para poner al desnudo la incapacidad del capitalismo para asegurar un futuro a los proletarios, también es, hoy, un poderoso factor de «lumpenización» de ciertos sectores de la clase obrera, sobre todo entre los más jóvenes, lo que debilita de otro tanto las capacidades políticas actuales y futuras de ella, lo cual ha implicado, a lo largo de los años 80, que han conocido un aumento considerable del desempleo, una ausencia de movimientos significativos o de intentos reales de organización por parte de obreros sin empleo» ([17]).
Cabe decir que la CCI no ha considerado en ningún momento que los desempleados no podrían integrarse nunca en el combate de su clase. En realidad, como ya lo escribíamos en 1993: «El despliegue masivo de los combates obreros va a ser un eficaz antídoto contra los miasmas de la descomposición, permitiendo superar progresivamente, mediante la solidaridad de clase que esos combates llevan en sí, la atomización, el “cada uno para sí” y todas las divisiones que lastran al proletariado entre categorías, gremios, ramos, entre emigrantes y “del país”, entre desempleados y quienes tienen un empleo. A causa de los efectos de la descomposición, los obreros en paro no pudieron, con pocas excepciones, entrar en lucha durante la década pasada, contrariamente a lo que sucedió en los años 30. Y contrariamente a lo podía preverse, tampoco podrán en el futuro desempeñar un papel de vanguardia comparable al de los soldados en la Rusia de 1917. Pero el desarrollo masivo de las luchas proletarias sí permitirá que los obreros en paro, sobre todo en las manifestaciones callejeras, se unan al combate general de su clase. Y esto será tanto más posible porque, entre ellos, la proporción de quienes ya han tenido una experiencia de trabajo asociado y de lucha en el lugar de trabajo será cada día mayor. Más en general, el desempleo ya no es un problema “particular” de quienes carecen de trabajo, sino que es algo que está afectando y que concierne a la clase obrera entera pues aparece como la trágica expresión de la evidencia cotidiana que es la bancarrota histórica del capitalismo. Por eso, los combates venideros permitirán al proletariado, como un todo, tomar plena conciencia de esa bancarrota» ([18]).
Y es precisamente porque la burguesía ha comprendido esa amenaza por lo que hoy está promocionando las movilizaciones de parados.
Para entender lo que ha pasado en estos últimos meses, hay que decir de entrada algo que nos parece esencial: esos «movimientos» no han sido en absoluto la expresión de una auténtica movilización del proletariado en su terreno de clase. Para convencerse de ello, basta con comprobar cómo han tratado esas movilizaciones los media de la burguesía: un máximo de medios llegando incluso a inflar la importancia de aquellas. Y esto no sólo en el país en que ocurrían, sino también a escala internacional. Desde principios de los años 80, en particular cuando volvieron a reanudarse los combates de clase con la huelga del sector público en Bélgica en el otoño de 1983, la experiencia ha demostrado que cuando la clase obrera entra en lucha en su propio terreno de clase, o sea en combates que amenazan de verdad los intereses de la burguesía, ésta ejerce sobre ellos el silencio mediático total. Cuando se ve en los telediarios cuánto tiempo se ha dedicado a esas manifestaciones, cuando la televisión alemana muestra a parados franceses desfilando y la de Francia hace más o menos lo mismo con los alemanes, puede uno estar seguro de que la burguesía tiene interés en dar la mayor publicidad a esos acontecimientos. En realidad, hemos asistido durante este invierno a un pequeño «remake» de lo que ocurrió en Francia en el otoño de 1995 con las huelgas del sector público, las cuales también se beneficiaron de un amplio eco mediático en todos los rincones del mundo. Se trataba entonces de encarrilar una maniobra internacional con vistas a prestigiar a los sindicatos antes de que éstos tuvieran que intervenir de «bomberos sociales» en cuanto se desarrollen las luchas masivas de la clase. La realidad de la maniobra apareció rápidamente con la copia exacta de las huelgas del diciembre del 95 en Francia que los sindicatos belgas organizaron refiriéndose claramente al «ejemplo francés». Se confirmó unos meses después, en mayo-junio del 96 en Alemania, en donde los dirigentes sindicales también llamaron abiertamente, en el momento en que estaban preparando «la mayor manifestación de la posguerra» (15 de junio de 1996) a «hacer como en Francia» ([19]). Esta vez también, los sindicatos y organizaciones de desempleados de Alemania se han apoyado explícitamente en el «ejemplo francés» yendo a las manifestaciones del 6 de febrero de 1998 con... banderas tricolores.
Lo que se plantea no es saber si los movimientos de los desempleados habidos en Francia y Alemania corresponden a una verdadera movilización de la clase, sino cuál es el objetivo que busca la burguesía popularizándolos.
Pues es la burguesía quien está detrás de la organización de esos movimientos. ¿Una prueba? En Francia, uno de los principales organizadores de las manifestaciones es la CGT, central sindical dirigida por el Partido «comunista», el cual tiene tres ministros en el gobierno encargado de gestionar y defender los intereses del capital nacional. En Alemania, los sindicatos tradicionales, cuya colaboración con la patronal es abierta, también estaban en el asunto. A su lado había organizaciones más «radicales» como por ejemplo, en Francia, el movimiento AC (Action contre le chômage), controlada principalmente por la Ligue communiste révolutionnaire, organización trotskista que se presenta como oposición «leal» al gobierno socialista.
¿Cuál ha sido el objetivo de la clase dominante al patrocinar esos movimientos? ¿Se trataba de tomar la delantera frente a la amenaza inmediata de los obreros en paro? De hecho, como ya hemos visto, ese tipo de movilizaciones no están hoy al orden del día. En realidad, la burguesía tenía un doble objetivo.
Por un lado, frente a los obreros con empleo, cuyo descontento acabará manifestándose frente a los ataques cada vez más duros que deben soportar, se trataba de crear una diversión para culpabilizarlos ante los obreros «que no tienen la suerte de ocupar un trabajo». En el caso de Francia, esa agitación sobre el tema del desempleo ha sido un excelente medio para interesar a la clase obrera (que no acaba de creérselo) por los proyectos gubernamentales de las 35 horas por semana, que supuestamente habrían de crear cantidad de empleos, pero que sobre todo sí que permitirán congelar los salarios y aumentar la intensidad del trabajo.
Por otro lado, se trataba para la burguesía, como ya lo hizo en 1995, de tomar la delantera ante una situación que deberá enfrentar en el futuro. En efecto, aunque hoy no haya, como en los años 30, movilizaciones y luchas de obreros en paro, eso no significa que las condiciones del combate proletario sean menos favorables que entonces. Muy al contrario. Toda la combatividad expresada por la clase obrera en los años 30 (por ejemplo en mayo-junio de 1936 en Francia, en julio de 1936 en España) estaba en la imposibilidad de levantar la pesada losa de la contrarrevolución que se había abatido sobre el proletariado mundial. Esa combatividad estaba condenada a ser desviada al terreno del antifascismo y de la «defensa de la democracia» en que se estaba preparando la guerra mundial. Hoy, al contrario, el proletariado mundial ya salió de la contrarrevolución ([20]), y aunque haya sufrido tras el hundimiento de los pretendidos regímenes «comunistas», un retroceso político muy serio, la burguesía no ha logrado sin embargo infligirle una derrota decisiva que ponga en entredicho el curso histórico hacia enfrentamientos de clase.
Eso, la clase dominante lo sabe muy bien. Sabe que deberá encarar nuevos combates de clase en réplica a los ataques cada día más duros que deberá organizar contra los explotados. Y sabe que los futuros combates que van a entablar los obreros con empleo podrían arrastrar a los obreros desempleados. Y hasta ahora, este sector de la clase obrera está muy débilmente encuadrado por las organizaciones de tipo sindical. Es de suma importancia para la burguesía que cuando estos sectores entren en lucha, siguiendo los pasos de los sectores con empleo, en los movimientos sociales, no se salgan fuera del control de los órganos cuya función es encuadrar a la clase obrera y sabotear sus luchas, o sea, los sindicatos de todo pelaje, incluidos los «radicales».
Le importa, en particular, que el gran potencial de combatividad que albergan los sectores desempleados de la clase obrera, las pocas ilusiones que se hacen sobre el capitalismo (y que por ahora se plasma en un sentimiento de desesperación) no vengan a «contaminar» a los obreros con trabajo cuando éstos entren en lucha. Con las movilizaciones de este invierno, la burguesía ha empezado la política de desarrollo de su control sobre los desempleados por medio de los sindicatos y otras organizaciones más o menos nuevas.
Aunque sean el resultado de maniobras burguesas, esas movilizaciones son, sin embargo, un indicio suplementario no sólo de que la clase dominante misma no se hace la menor ilusión en cuanto a su capacidad para reducir el desempleo, menos todavía para superar su crisis, sino de que está anticipando combates cada día más fuertes de la clase obrera.
Fabienne
[1] «Paro» o «desempleo» es como «chômage» en francés o «unemployment» en inglés, la misma lacra del capitalismo con diferentes nombres. Sin entrar en disquisiciones de diccionario, nosotros usamos aquí indistintamente «desempleo» y «paro», «desempleado» y «parado», términos usados en los diferentes países de lengua castellana.
[2] «... la mano de obra sobrante en los campos oscila entre 100 y 150 millones de personas. En las ciudades entre 30 y 40 millones de personas están en paro, total o parcial. Sin contar, claro está, la muchedumbre de jóvenes que se preparan para entrar en el mercado de trabajo» («Paradójica modernización de China», le Monde diplomatique, marzo de 1997).
[3] Las estadísticas del desempleo en esos países no quieren decir nada en absoluto. Así, la cifra oficial era de 9,3 % en 1996 cuando entre 1986 y 1996, el PNB de Rusia habría retrocedido un 45 %. En realidad, muchos obreros se pasan la jornada en su lugar de trabajo sin hacer nada (por falta de pedidos a las empresas) a cambio de unos salarios misérrimos (comparativamente mucho más bajos que los subsidios por desempleo en los países occidentales) que les obligan a ocupar otro empleo clandestino para poder sobrevivir.
[4] Perspectivas del empleo, julio de 1993.
[5] Robert B. Reich, «Une économie ouverte peut-elle préserver la cohésion sociale ?», en Bilan du Monde, edición de 1998.
[6] «Unemployment and non-employement», American Economic Review, mayo de 1997.
[7] «Les sans emploi aux Etats-Unis», L'état du monde, 1998, Ediciones la Découverte, París.
[8] «International Comparisons of Unemployment Indicators», Monthly Labor Review, Washington, marzo de 1993.
[9] Banco de Pagos Internacionales, Informe anual, Basilea, junio de 1997.
[10] Seumas Milne, «Comment Londres manipule les statistiques», le Monde diplomatique, mayo de 1997.
[11] «Francia debería inspirarse del modelo económico holandés» (Jean-Claude Trichet, gobernador del Banco de Francia, citado por le Monde diplomatique de septiembre de 1997). «El ejemplo de Dinamarca y el de Holanda demuestran que es posible reducir el desempleo aún con salarios relativos estables» (Banco de Pagos Internacionales, Informe anual, Basilea, junio de 1997).
[12] «Miracle ou mirage aux Pays-Bas» (Milagro o espejismo en Holanda), le Monde diplomatique, julio de 1997.
[13] «Pays-Bas 1995-1996», Etudes économiques de l'OCDE, París, 1996.
[14] Fuentes: Encyclopaedia Universalis, artículo sobre las crisis económicas y Maddison, Economic growth in the West, 1981.
[15] Ver Revista internacional nº 92, «Informe sobre la crisis económica del XIIº congreso de la CCI».
[16] Ver nuestro suplemento El capitalismo no tiene solución al paro, mayo de 1994.
[17] «La descomposición, fase última de la decadencia del capitalismo», Revista internacional nº 62.
[18] «Resolución sobre la situación internacional del Xº congreso de la CCI», punto 21, Revista internacional nº 74, 3º trimestre de 1993.
[19] Ver al respecto nuestros artículos en los números 84, 85 y 86 de la Revista internacional.
[20] Ver el artículo sobre Mayo de 1968 en este mismo número.
Irak
El 23 de febrero último, el acuerdo entre Sadam Husein y el Secretario general de la ONU sobre la continuación de la misión para el desarme de Irak, era la concreción del callejón sin salida en el que se había metido Estados Unidos. Clinton se veía obligado a dejar la operación «Trueno del desierto» cuyo mortífero objetivo era bombardear una vez más masivamente a Irak. Esta operación militar habría debido servir para reafirmar el liderazgo estadounidense ante el mundo entero, especialmente ante las demás grandes potencias imperialistas como Francia, Rusia, Alemania, etc. Ese revés norteamericano no debe extrañarnos.
«Frente a un mundo dominado por la tendencia a “cada uno para sí”, en el que los antiguos vasallos del gendarme estadounidense aspiran a quitarse de encima la pesada tutela que hubieron de soportar ante la amenaza del bloque enemigo [el bloque del Este regentado por la URSS], el único medio decisivo de EEUU para imponer su autoridad es el de usar el instrumento que les otorga una superioridad aplastante sobre todos los demás Estados: la fuerza militar. Pero en esto, EEUU está metido en una contradicción:
– por un lado, si renuncia a aplicar o a hacer alarde de su superioridad militar, eso no puede sino animar a los países que discuten su autoridad a ir todavía más lejos;
– por otro lado, cuando utilizan la fuerza bruta, incluso, y sobre todo, cuando ese medio consigue momentáneamente hacer tragar sus veleidades a los adversarios, ello lo único que hace es empujarlos a aprovechar la menor ocasión para tomarse el desquite e intentar quitarse de encima la tutela americana» ([1]).
Al intentar reeditar la guerra del Golfo de 1990-91, la burguesía americana se ha encontrado aislada. Excepto Gran Bretaña, ninguna potencia significativa ha venido a apoyar plenamente la iniciativa de Estados Unidos ([2]). En 1990, la invasión de Kuwait dio a EEUU un argumento aplastante para obligar a todos los demás países a apoyarle en la guerra. En 1996, Estados Unidos volvió a lograr imponer el lanzamiento de sus misiles sobre Irak, a pesar de la oposición de la mayoría de las demás potencias y de los principales países árabes. En 1998, la amenaza y los preparativos de los bombardeos han aparecido como algo totalmente desproporcionado en relación con las limitaciones irakíes a las inspecciones de la ONU. El pretexto era de fácil rechazo. Pero, además, Clinton y su equipo se ataron las manos dejando esta vez –contrariamente a 1990– un margen de maniobra considerable tanto a Sadam como a los imperialismos rivales. Aprovechándose del aislamiento americano, Sadam podía aceptar en el día y en las condiciones de su conveniencia la reanudación de la misión de desarme de los inspectores de Naciones Unidas. Antes incluso de la firma del acuerdo entre la ONU e Irak, ya había partes de la clase dominante americana que empezaban a darse cuenta del atolladero en que se había metido Clinton. Como así lo dijo la prensa de EEUU después del acuerdo: «Al presidente Clinton no le quedaba otra opción» ([3]).
No ha sido Sadam Husein quien ha infligido ese revés a EEUU. Ni mucho menos. Sin el apoyo interesado y los consejos prodigados a Sadam por Rusia y Francia, sin la actitud aprobadora de la mayoría de los países europeos, de China y de Japón a la política antiamericana de aquellas dos potencias, la población irakí –que ya tiene que soportar a diario el yugo de Sadam y entre la que cada seis minutos muere un niño a causa del embargo económico– ([4]) hubiera debido soportar una vez más el terror aéreo norteamericano y británico.
Las reacciones oficiales y de los medios, han sido reveladoras del revés de EEUU. En lugar de las declaraciones exaltadas sobre la salvaguarda de la paz y de lo bueno que es el mundo civilizado, hemos oído dos discursos: uno satisfecho y victorioso por parte de Francia y Rusia y el otro agrio y vengativo por parte de la burguesía norteamericana. A la autosatisfacción de la burguesía francesa, expresada en términos diplomáticos por un antiguo ministro gaullista, el cual decía que Francia «ha ayudado [a Clinton] a evitar un terrible traspiés, dejando abierta la opción diplomática» ([5]), ha respondido la amargura y las amenazas de la estadounidense: «si el acuerdo ha sido un éxito hasta el punto de que los franceses están sacando los beneficios de él, éstos tendrán una responsabilidad especial para asegurar que se aplique estrictamente en las semanas venideras» ([6]).
Esta vez la burguesía americana ha tenido que echarse atrás y abandonar sus «tempestades del desierto»: «La negociación [con el secretario general de la ONU, Kofi Annan] hace imposible para Clinton la continuación con bombardeos. Por eso, EEUU no quería que K. Annan fuera [a Bagdad]» ([7]). Por eso Francia y Rusia animaron y apadrinaron el viaje del secretario general de la ONU. Varios hechos significativos y muy simbólicos lo demuestran: los viajes de Kofi Annan entre Nueva York y París en el Concorde francés, entre París y Bagdad en el avión presidencial de Chirac y sobre todo, a la ida como a la vuelta, entrevistas «preferentes» de aquél con éste. Las condiciones de esa gira han sido como una bofetada para Estados Unidos y el acuerdo obtenido es un fracaso de la burguesía americana.
Esta situación lo único que va a provocar es una agravación de los antagonismos imperialistas y las tensiones guerreras, pues Estados Unidos no va a conformarse y aceptar que su autoridad sea puesta en solfa sin reaccionar.
Lo que acaba de ocurrir es la última ilustración de la tendencia a «cada uno para sí» propia del período histórico actual del capitalismo decadente, su período de descomposición. Si Sadam Husein ha sido esta vez capaz de hacer tropezar a EEUU ha sido sobre todo por la dificultad creciente de este país para mantener su autoridad y una disciplina tras su política imperialista. Esto no sólo pasa con los pequeños imperialismos locales – como los países árabes (Arabia Saudí, por ejemplo, se ha negado a que las tropas estadounidenses usen sus bases aéreas) o Israel, que está poniendo en peligro la Pax Americana en Oriente Medio, sino y sobre todo con las grandes potencias rivales.
La burguesía americana no va a dejar sin respuesta la afrenta. Está en peligro su hegemonía en todos los continentes, especialmente en Oriente Medio y el conflicto palestino-israelí. Ya está preparando la «próxima crisis» en Irak: «Pocos creen en Washington que se ha escrito el último capítulo de esta historia» ([8]). La rivalidad entre imperialismos en Irak se va a centrar en la cuestión de las inspecciones de la ONU, de su control, en si se va a levantar o no el embargo económico contra Irak. En este último aspecto, Rusia y Francia son duramente combatidas por un EEUU que basa su fuerza en el mantenimiento de su impresionante flota en el golfo Pérsico cual enorme cañón apuntando a la sien de Irak.
La burguesía estadounidense se está preparando ya para la «próxima crisis» en la ex Yugoslavia, en Oriente Medio y en África. Ya ha anunciado claramente que va a proseguir su ofensiva en este ya tan martirizado continente, ofensiva que va hacer tambalearse la presencia francesa en primer lugar y la influencia europea en general. Se propone no dejar a los europeos, sobre todo a Francia y Alemania, inmiscuirse más todavía en los conflictos de Oriente Medio. Se propone mantener su presencia militar en Macedonia ahora que las tensiones aumentan en el vecino Kósovo. En esta región, está claro que los recientes enfrentamientos entre la población albanesa y las fuerzas de policía serbias tienen unas repercusiones que sobrepasan con mucho los límites de la zona. Detrás de las camarillas nacionalistas albanesas está, naturalmente, Albania y, en cierta medida, otros países musulmanes como Bosnia y Turquía, país éste que ha sido siempre uno de los puntos de apoyo del imperialismo alemán en los Balcanes. Detrás de la soldadesca serbia está el «hermano mayor» ruso y, más discretos, los aliados tradicionales de Serbia, Francia y Gran Bretaña, una Serbia advertida solemnemente por el gendarme americano. Así, a pesar de los acuerdos de Dayton en 1995, la paz no podrá ser definitiva en los Balcanes. Esta región sigue siendo un polvorín en el que los diferentes imperialismos, y especialmente el más poderoso de ellos, no cesarán en su esfuerzo por imponer sus intereses estratégicos como lo vimos entre 1991 y 1995.
Así, el revés que ha sufrido EEUU lo único que anuncia es un incremento y una agudización de los diferentes conflictos imperialistas en todos los rincones del mundo.
Para todas esas regiones, eso significa el hundimiento irreversible en la barbarie guerrera y para sus poblaciones, más matanzas y más terror.
El atolladero histórico del capitalismo es la causa de los conflictos sangrientos que hoy se están multiplicando pero también de la intensificación de los que ya existían desde hace tiempo. Los discursos sobre la paz y las virtudes de la democracia sólo sirven para adormecer a las poblaciones y, sobre todo, para limitar al máximo la menor toma de conciencia en el proletariado internacional de la realidad guerrera del capitalismo. Y esta realidad es que cada imperialismo no cesa un instante en prepararse para la próxima crisis que no dejará de surgir.
RL
14 de marzo de 1998
[1] «Resolución sobre la situación internacional del XIIº Congreso de la CCI», en Revista Internacional nº 90.
[2] El que Kohl haya afirmado a principios de febrero, en la «conferencia sobre la seguridad» de Munich, que Alemania ponía sus bases aéreas a disposición de EEUU (lo cual, hace algunos años, ni necesitaba decirse) no debe comprenderse como un apoyo de verdad a este país. Por un lado, hacer despegar los aviones desde Alemania para ir a bombardear a Irak no es desde luego la solución más cómoda a causa de la distancia y los países «neutros» que tendrían que sobrevolar. La propuesta alemana era de lo más platónico. Por otro lado, la política del imperialismo alemán consiste en avanzar sus peones evitando desafiar abiertamente a Estados Unidos. Tras haberse opuesto al gran padrino durante la conferencia, dando su apoyo a la posición francesa sobre la cuestión de las industrias europeas de armamento (a las que los americanos son hostiles), la diplomacia alemana tenía que dar pruebas de «buena voluntad» sobre algo que no la comprometía mucho.
[3] International Herald Tribune, 25/02/98.
[4] Le Monde diplomatique, marzo de 1998.
[5] Idem.
[6] Le Figaro, citado por el International Herald Tribune del 25/02/98.
[7] The Telegraph, 24/02/98.
[8] New York Times, citado por el International Herald Tribune, 25/02/98.
Hace treinta años se desarrolló en Francia un gran movimiento de luchas que movilizó nada menos que diez millones de obreros durante casi un mes. Es difícil para los jóvenes compañeros que hoy se acercan a las posiciones revolucionarias saber exactamente lo que ocurrió durante aquel tan lejano Mayo del 68. No es culpa de ellos. En realidad, la burguesía siempre ha deformado el significado profundo de aquellos acontecimientos, y eso tanto por las derechas como por las izquierdas. Siempre los ha presentado como el producto de una «revuelta estudiantil», cuando en realidad fueron la fase más importante de un movimiento que también se desarrolló en Italia, en Estados Unidos y en la mayoría de los países industrializados. No ha de extrañarnos si la clase dominante siempre intenta ocultar al proletariado las luchas pasadas de éste. Y cuando no lo logra, lo hace todo por desvirtuarlas, por disfrazar lo que son en realidad, o sea manifestaciones del antagonismo histórico e irreducible entre la principal clase explotada de nuestros tiempos por un lado y por el otro la clase dominante responsable de esa explotación. Hoy, la burguesía intenta proseguir su obra de mistificación de la historia intentando desvirtuar la Revolución de octubre, presentándola como un golpe de unos bolcheviques sedientos de sangre y de poder, cuando en realidad fue un intento grandioso de la clase obrera de «asalto al cielo», tomando el poder político para empezar la transformación de la sociedad en un sentido comunista, es decir hacia la abolición de todo tipo de explotación del hombre por el hombre. La burguesía hace eso porque tiene que exorcizar el peligro que representa esa arma del proletariado que es su memoria histórica. Es precisamente porque la conciencia de sus propias experiencias pasadas le es indispensable a la clase obrera para preparar sus batallas de hoy y de mañana por lo que los grupos revolucionarios, la vanguardia de esta clase, tienen la responsabilidad de recordarlas permanentemente.
Hace treinta años, el 3 de mayo, un mitin convocado por la UNEF (sindicato de estudiantes) y el «Movimiento del 22 de marzo» (que se había formado en la facultad de Nanterre, en los alrededores de París, unas semanas antes) reunió unos cuantos cientos de estudiantes en la Sorbona, en París. Los discursos de los líderes izquierdistas no tenían nada de especialmente exaltante pero corría un rumor: «Occident nos va a atacar». Este movimiento de ultraderecha dio el pretexto que buscaba la policía para intervenir, para «interponerse» entre manifestantes. Ante todo se trataba para ella de acabar con la agitación estudiantil que no cesaba en Nanterre desde hacía unas cuantas semanas y que no era sino una manifestación más del hastío estudiantil, con razones tan diferentes como el cuestionamiento de los profesores «mandarines» o la reivindicación de una mayor libertad individual y sexual en la vida interna de la universidad.
Sin embargo «se realizó lo imposible»; durante varios días la agitación proseguirá en el Barrio latino (barrio estudiantil de París). E irá aumentando cada día. Cada manifestación, cada mitin reúnen más muchedumbres: diez, treinta, cincuenta mil personas. Los enfrentamientos con la policía también son cada día más violentos. Y se unen a los combates jóvenes obreros en la calle y a pesar de la hostilidad abierta del Partido comunista francés, el cual no cesa en sus críticas a los «enragés» y al «anarquista alemán» Daniel Cohn-Bendit, la CGT (sindicato estalinista) se ve obligada, para no verse totalmente desbordada, a «reconocer» el movimiento de huelgas obreras que surge espontáneamente y se generaliza como un reguero de pólvora: diez millones de huelguistas zarandean a entumecida Vª República, dando, y de qué excepcional modo, la señal del despertar del proletariado mundial.
La huelga desencadenada el 14 de mayo en Sud-Aviation y que se extiende espontáneamente toma desde su principio un carácter radical con respecto a lo que hasta entonces habían sido las «acciones» orquestadas por los sindicatos. En sectores esenciales de la metalurgia y del transporte, la huelga es casi general. Los sindicatos se ven sobrepasados por una agitación que se diferencia de su política tradicional y desbordados por un movimiento que adopta de entrada un carácter extensivo y a menudo bastante impreciso debido a la inquietud profunda que lo animaba, aunque poco «consciente».
En los enfrentamientos, un papel importante fue el de los parados, a aquellos que la burguesía llamaba «desclasados». Sin embargo, aquellos «desclasados», aquellos «extraviados» no eran sino proletarios. No son proletarios únicamente los trabajadores o los parados que han conocido la fábrica, sino también los que sin haber tenido la ocasión de trabajar, ya están en el paro. Son la consecuencia perfecta de la decadencia del capitalismo: en el paro masivo de la juventud vemos uno de los límites históricos del capitalismo, incapaz de integrar a las nuevas generaciones en el proceso de producción, a causa de la sobreproducción generalizada. Pero los sindicatos lo van a hacer todo para tomar el control de un movimiento iniciado sin ellos y en cierto modo contra ellos pues rompía con todos los métodos de lucha que habían preconizado hasta aquel entonces.
Ya desde el día viernes 17 de mayo, la CGT difunde una hoja en la que precisa los límites que quiere dar a su acción: por un lado las reivindicaciones tradicionales para llegar a acuerdos del tipo de Matignon en 1936, que garanticen la existencia de secciones sindicales en las fábricas, y por otro, el llamamiento a un cambio de gobierno, es decir a elecciones. Aun desconfiando de los sindicatos antes de la huelga, desencadenándola fuera de ellos y extendiéndola por iniciativa propia, los obreros actuaron sin embargo durante la huelga como si les pareciese normal que aquéllos se encargasen de conducirla hasta su conclusión.
Forzado a seguir el movimiento para poder controlarlo, el sindicato lo logra finalmente y realiza un trabajo doble con al ayuda del PCF: por un lado proseguir las negociaciones con el gobierno, y por otro llamar a los obreros a la calma, para no entorpecer la perspectiva de las nuevas elecciones que reclaman tanto el PCF como los socialistas, haciendo correr la voz sobre un posible golpe y movimientos del ejército en la periferia de la capital. Aunque sorprendida por el movimiento y espantada por su radicalismo, la burguesía, sin embargo, no tiene la menor intención de utilizar la represión militar. Sabe muy bien que las posibles consecuencias de ello serían las de dar nuevas alas al movimiento al poner fuera de juego a los «conciliadores» sindicales y que un baño de sangre sería una respuesta inadecuada con graves consecuencias en el porvenir. En realidad, la burguesía ya ha desencadenado sus fuerzas represivas. Estas no son tanto los CRS (fuerzas de policía especializadas) que atacan y dispersan las manifestaciones y barricadas, sino la policía sindical de las empresas mucho más hábil y peligrosa, al realizar su sucia faena de división en las filas obreras.
Los sindicatos realizan su primera operación de ese tipo al llamar y favorecer la ocupación de fábricas, logrando encerrar a los obreros en las empresas, y, por lo tanto, quitándoles toda posibilidad de reunirse, discutir, confrontarse en la calle.
El día 27 de mayo, por la mañana, los sindicatos se presentan ante los obreros con un compromiso firmado con el gobierno (los acuerdos de Grenelle). En Renault, la mayor empresa del país y «termómetro» de la clase obrera, los obreros abuchean al Secretario general de la CGT, acusándole de haber vendido su combate. Los obreros de las demás empresas hacen lo mismo. Aumenta el número de huelguistas. Muchos obreros rompen su carné sindical. Entonces es cuando sindicatos y gobierno se reparten la faena para acabar con el movimiento. La CGT denuncia inmediatamente unos acuerdos de Grenelle que acababa sin embargo de firmar, para declarar que «las negociaciones se han de hacer por ramo para mejorarlas». Gobierno y patronal van en el mismo sentido, al hacer concesiones importantes en unos cuantos sectores, lo que permite que se inicie entonces un movimiento de vuelta al trabajo; De Gaulle (Presidente de la República en aquel entonces) disuelve la cámara de diputados el 30 de mayo y convoca elecciones. Ese mismo día, varias centenas de miles de sus partidarios manifiestan en los Campos Elíseos, una aglomeración heteróclita de todos aquellos que albergan un odio visceral contra la clase obrera y los «comunistas»: burgueses de los barrios ricos y militares retirados, monjas y conserjes, modestos comerciantes y chulos desfilan tras los ministros de De Gaulle con André Malraux (conocido escritor «antifascista») a la cabeza.
Los sindicatos se reparten también el trabajo: a la CFDT (sindicato católico), minoritaria, le toca vestirse de «radical» para guardar el control sobre los obreros más combativos. La CGT por su parte se distingue en su papel de rompehuelgas: en las fábricas, propone que se acabe la huelga con el falso pretexto de que los obreros de la fábrica vecina ya han vuelto al trabajo; en coro con el PCF, llama «a la calma», a una «actitud responsable» para no perturbar las elecciones que se han de celebrar los 23 y 30 de junio, agitando el fantasma de la guerra civil y de la represión por parte del ejército. Esas elecciones se concluyen por un maremoto de derechas, lo que acaba de asquear a los obreros más combativos que prosiguen la huelga hasta aquel entonces.
A pesar de sus límites, la huelga general contribuyó por su ímpetu inmenso a la reanudación mundial de la lucha de clases. Tras una serie ininterrumpida de retrocesos, después de la derrota de la oleada revolucionaria de 1917-23, los acontecimientos de mayo-junio del 68 significan el cambio decisivo no solo en Francia, sino también en Europa y en el mundo entero. Las huelgas no solo zarandearon el poder, sino también a sus representantes más eficaces y difíciles de derrotar: la izquierda y los sindicatos.
Tras la sorpresa y el pánico, la burguesía intentó explicarse unos acontecimientos que tanto perturbaron su tranquilidad. No hay por qué asombrarse entonces si las izquierdas han utilizado el fenómeno de la agitación estudiantil para exorcizar el espectro que se alza ante la burguesía acobardada – el proletariado –, o restringe los acontecimientos sociales a una pelea ideológica entre generaciones, presentando Mayo del 68 como el resultado de la ociosidad de una juventud frente a las inadaptaciones creadas por el mundo moderno.
Es muy cierto que Mayo del 68 estuvo marcado por una descomposición real de los valores de la clase dominante y sin embargo esa revuelta «cultural» en nada puede verse como la causa real del conflicto. Marx ya señaló, en su Prólogo a la Crítica de la economía política, que «los cambios en las bases económicas van acompañados de un trastorno más o menos rápido de todo ese enorme edificio. Al considerar estos trastornos, siempre se han de distinguir dos órdenes de cosas. Hay trastorno material de las condiciones de producción económicas. Se ha de constatar con el rigor propio de las ciencias naturales. Sin embargo también están las formas jurídicas, políticas, religiosas, en resumen, las formas ideológicas en las que los hombres toman conciencia de ese conflicto y lo llevan hasta sus últimas consecuencias».
Todas las manifestaciones de crisis ideológica tienen sus raíces en la crisis económica, no lo contrario. Es el estado de la crisis lo que determina el curso de las cosas, y el movimiento estudiantil fue entonces una expresión de la descomposición de la ideología burguesa, anunciador de un movimiento social de más amplitud. Pero por el lugar particular de la universidad en el sistema de producción, ésta no tiene ningún vínculo, si no es excepcionalmente, con la lucha de clases.
Mayo del 68 no es un movimiento de estudiantes y de jóvenes, ante todo es un movimiento de la clase obrera que resurge tras decenios de contrarrevolución. El movimiento estudiantil se radicaliza debido a la presencia de la clase obrera. Los estudiantes no son una clase como tampoco son una capa social revolucionaria. Al contrario, son específicamente los transmisores de la peor ideología burguesa. Si miles de jóvenes fueron en el 68 influenciados por las ideas revolucionarias, fue precisamente porque la única clase revolucionaria de nuestra época, la clase obrera, estaba en la calle.
Con aquel resurgir, la clase obrera también acabó con todas las teorías que habían decretado su «muerte» por «emburguesamiento», por su «integración» en el sistema capitalista. ¿Cómo explicar, si no, que todas aquellas teorías que hasta entonces eran ampliamente compartidas precisamente por el medio universitario en el que surgieron gracias a Marcuse, Adorno y compañía, fueran tan fácilmente rechazadas por los mismos estudiantes que se volcaron hacia la clase obrera como moscas?. Y ¿cómo explicar también que durante los años siguientes, aunque animados por la misma agitación, los estudiantes dejaran de proclamarse revolucionarios?.
¡No!, Mayo del 68 nunca fue una revuelta de la juventud contra «las inadecuaciones del mundo moderno», una revuelta de las conciencias, sino el primer síntoma de unas convulsiones sociales que tienen raíces mucho más hondas que el mundo de las superestructuras, raíces que profundizan hasta en la crisis misma del modo de producción capitalista. Lejos de ser un triunfo de las teorías marcusianas, Mayo del 68 al contrario firmó su sentencia, sepulturándolas en el mundo de fantasías de la ideología burguesa en la que habían nacido
La huelga general de diez millones de obreros en un país del centro del capitalismo significó el final del período de contrarrevolución que había empezado con la derrota de la oleada revolucionaria de los años 20, que prosiguió y se profundizó con al acción simultánea del fascismo y del estalinismo. A mediados de los sesenta se acaba el período de reconstrucción tras la Segunda Guerra mundial, y empieza una nueva crisis abierta del sistema capitalista.
Los primeros golpes de esta crisis caen sobre una generación obrera que no había conocido la desmoralización de la derrota de los años 20 y que había crecido durante el «boom» económico. Aunque la crisis golpea todavía ligeramente, la clase obrera empieza, sin embargo, a notar el cambio: «Un sentimiento de inseguridad en cuanto al porvenir se desarrolla entre los obreros y en particular los jóvenes. Ese sentimiento es tanto más vivo que los obreros en Francia lo desconocían prácticamente desde la guerra. (...) Las masas se dan cuenta cada día más de que la prosperidad se está acabando. La indiferencia y el “pasotismo” de los obreros, tan característicos durante las décadas pasadas, dejan el sitio a una inquietud sorda y creciente. (...) Se ha de admitir que una explosión semejante se basa en una larga acumulación de descontento real de la situación económica y laboral directamente sensible entre las masas, a pesar de que un observador superficial no lo viese» ([1]).
Y efectivamente un observador superficial no puede lograr entender lo que se está tejiendo en las profundidades del mundo capitalista. No es por casualidad si un grupo tan radical, y tan flojo en marxismo, como la Internacional situacionista escribe a propósito de Mayo del 68: «no se pudo observar la menor tendencia a la crisis económica (...) La erupción revolucionaria no vino de la crisis económica. (...) Lo que se atacó de frente en Mayo, fue la economía capitalista en buen funcionamiento» ([2]). La realidad era muy diferente y los obreros empezaban a vivirlo en carne propia.
Tras 1945, la ayuda de Estados Unidos había permitido el relanzamiento de la producción en Europa, que pagó en parte su deuda traspasando sus empresas a compañías norteamericanas. Después de 1955, EE.UU. cesó su ayuda «gratuita». La balanza comercial norteamericana era excedentaria, cuando la de los demás países seguía siendo deficitaria. Los capitales norteamericanos seguían invirtiéndose más rápidamente en Europa que en el resto del mundo, lo que permitió que se equilibrara la balanza de pagos de Europa pero desequilibrando la de Estados Unidos. Semejante situación condujo a un endeudamiento creciente del Tesoro norteamericano, puesto que los dólares invertidos en Europa o en el resto del mundo constituían una deuda con respecto al poseedor de esa moneda. A partir de los años 60, esa deuda exterior sobrepasaba las reservas de oro del Tesoro norteamericano, sin que tal ausencia de garantía del dólar bastase para poner en dificultad a Estados Unidos puesto que los demás países estaban endeudados con respecto a este país. Estados Unidos pudo entonces seguir apropiándose el capital del resto del mundo pagando con papel. Semejante situación cambia cuando se acaba la reconstrucción en los países europeos. Esta se manifiesta por la capacidad lograda por las economías europeas a proponer productos en el mercado mundial que compiten con los productos norteamericanos: a mediados de los 60, las balanzas comerciales de la mayoría de países asistidos se vuelven positivas, cuando después de 1964, la de Estados Unidos no cesa de deteriorarse. En cuanto se acaba la reconstrucción de la economía de los países europeos, el aparato productivo resulta pletórico y el mercado mundial aparece sobresaturado, lo que obliga a las burguesías nacionales a aumentar la explotación de su proletariado para poder enfrentarse con la competencia internacional.
Francia no escapa a tal situación y en 1967, su situación económica la obliga a encarar la inevitable reestructuración capitalista: racionalización, productividad mejorada, no pueden sino provocar un crecimiento del paro. Así es como a principios del 68, el número de parados sobrepasaba el medio millón, cifra muy importante en aquel entonces. El paro parcial aparece en varias fábricas y provoca reacciones obreras. Estallan huelgas que aunque limitadas y encuadradas por los sindicatos revelan un malestar evidente. Este fenómeno es tanto más evidente porque las nuevas generaciones nacidas de la explosión demográfica de posguerra están entrando en el mercado del trabajo.
La patronal se esfuerza por todos los medios de atacar a los obreros, un ataque en regla contra las condiciones de vida y de trabajo, llevado a cabo por la burguesía y su gobierno. En todos los países industrializados se incrementa sensiblemente el número de parados, se oscurecen las perspectivas económicas, se agudiza la competencia internacional. Para aumentar la competitividad de sus productos en el mercado, Gran Bretaña devalúa la libra a finales del 67. Esta operación no obtiene los resultados previstos porque una serie de países devalúan a su vez sus monedas. La política de austeridad impuesta por el gobierno laborista en aquel entonces es particularmente brutal: reducción masiva del gasto público, retirada de las tropas británicas de Asia, bloqueo de los sueldos, primeras medidas proteccionistas...
Estados Unidos, principal víctima de la ofensiva europea, reacciona evidentemente con brutalidad y, a principios de enero del 68, son anunciadas medidas económicas por el presidente Johnson y, para dar la respuesta a la devaluación de las monedas competidoras, el dólar también se devalúa. Este es el telón de fondo de la situación económica antes de Mayo del 68.
Vemos entonces que los acontecimientos de Mayo del 68 se desarrollan en el marco de una situación económica deteriorada, que provoca una reacción de la clase obrera.
Claro está que otros factores contribuyen a la radicalización de la situación: la represión violenta contra los estudiantes y las manifestaciones obreras, la Guerra de Vietnam. Todos los mitos del capitalismo de posguerra entran en crisis simultáneamente: el mito de la democracia, de la prosperidad económica, de la paz. Esta situación es la que provoca una crisis social que conduce a la clase obrera a dar una primera respuesta.
Es una respuesta en el plano económico, pero va más allá. Los demás elementos de la crisis social, el desprestigio de los sindicatos y de las fuerzas tradicionales de izquierdas, hacen que miles de obreros y jóvenes se planteen problemas más generales, busquen respuestas a las causas profundas de su descontento y desilusión.
Así es como nació una generación de militantes en búsqueda de las posiciones revolucionarias. Leen a Marx, a Lenin, estudian el movimiento obrero del pasado. La clase obrera no demuestra solo su dimensión luchadora como clase explotada sino que muestra también su carácter revolucionario. Sin embargo, la mayor parte de esta generación de militantes es atraída por las falsas perspectivas propuestas por las fuerzas izquierdistas, perdiéndose para la clase obrera: si bien el sindicalismo es el arma con que la burguesía logra engañar al movimiento masivo de los obreros, el izquierdismo es el arma con la que se quema a la mayoría de militantes formados en la lucha.
Pero muchos otros logran reanudar con las organizaciones auténticamente revolucionarias, las que forman la continuidad histórica con el pasado del movimiento obrero, los grupos de la Izquierda comunista. Aunque ninguno de éstos logró entender en todas sus consecuencias el significado de los acontecimientos de Mayo, quedándose al margen del movimiento (y dejando el camino abierto al izquierdismo), aparecen núcleos que son capaces de agrupar las nuevas energías revolucionarias, formando a su vez nuevas organizaciones y poniendo las bases de un nuevo esfuerzo de agrupamiento de los revolucionarios, base del Partido revolucionario de mañana.
Los acontecimientos de Mayo de 68 son el comienzo de la reanudación histórica de la lucha de clases, son la ruptura con el período de contrarrevolución y la apertura de une nuevo curso histórico hacia los enfrentamientos decisivos entre ambas clases antagónicas de nuestra época: el proletariado y la burguesía. Una reanudación de gran alcance que momentáneamente se enfrenta a una burguesía impreparada, pero que rápidamente va a dar la cara y aprovecharse de la inexperiencia de la nueva generación obrera que ha vuelto al primer plano del escenario de la historia. Este nuevo curso histórico es confirmado por los acontecimientos internacionales que siguen el Mayo francés.
En 1969 estalla en Italia el gran movimiento de huelgas llamado «otoño caliente», una época de luchas que durará años, en la que los obreros irán quitando progresivamente la careta a los sindicatos y tenderán a dar vida a organismos con los que dirigir sus luchas. Una oleada de luchas cuya límite para la clase fue el haber quedado aislada en las fábricas, con la ilusión de que una lucha «dura» en las empresas podía «someter a la patronal». Esto permitió que los sindicatos volvieran a ocupar su lugar en la fábrica, disfrazados con nuevos collares de «organismos de base», en los que participaban todos los elementos izquierdistas que se las daban de revolucionarios durante el período ascendente del movimiento y que después acabaron colocándose de jefezuelos sindicales.
Otros movimientos de lucha obrera se manifiestan durante los 70 en el conjunto del mundo industrializado: en Italia (ferroviarios y hospitalarios), en Francia (Lip, Renault, metalúrgicos en Denain y Longwi), en España, Portugal..., los obreros ajustan sus cuentas a los sindicatos los cuales, a pesar de sus nuevos collares «más de base», siguen siendo vistos por lo que son, defensores de los intereses capitalistas y saboteadores de las luchas proletarias.
En Polonia en 1980, la clase obrera sabe sacar lecciones de la experiencia sangrienta de los enfrentamientos anteriores, los del 70 y del 76, organizando una huelga que paraliza el país. El formidable movimiento de los obreros polacos, que muestra al mundo entero la fuerza del proletariado, su capacidad para apropiarse de sus luchas, para organizarse por sí mismo en asambleas generales (los MKS) para extender la lucha al país entero, aquel formidable movimiento fue un aliento para la clase obrera mundial. La burguesía, con la ayuda de los sindicatos occidentales, hará surgir al sindicato Solidarnosc, especialmente creado para encuadrar, controlar y desviar a los obreros, sometiéndolos finalmente con las manos atadas a la represión del gobierno de Jaruzelski. La derrota provocó entonces una profunda desmoralización en las filas del proletariado mundial. Serán necesarios más de dos años para digerirla.
Durante los 80, los obreros sacan lecciones de todas las experiencias de sabotaje sindical de la década precedente. De nuevo estallan luchas en los principales países y los trabajadores empiezan a apropiarse de sus luchas, haciendo surgir órganos específicos. Los ferroviarios en Francia, los trabajadores de la enseñanza en Italia luchan organizados en órganos controlados por los obreros, mediante asambleas generales de huelguistas.
Frente a tal madurez en la lucha, la burguesía se ve obligada a renovar su arma sindical: durante esos años desarrolla una nueva forma de sindicalismo «de base» (Coordinadoras en Francia, Cobas en Italia), sindicatos disfrazados que recuperan los órganos creados por los obreros en lucha para volverlos a llevar hacia el terreno sindical.
No hemos sino esbozado lo que ocurrió durante las dos décadas que siguieron al Mayo francés. Es suficiente para poner en evidencia que no fue un accidente de la historia específicamente francés, sino verdaderamente el comienzo de una nueva fase histórica en la que la clase obrera rompió con la fase de contrarrevolución y se fue afirmando en la escena de la historia para volver al largo camino de enfrentamiento con el capital.
Si por un lado las nuevas generaciones de la clase obrera de posguerra lograron romper con el período de contrarrevolución porque no habían conocido directamente la desmoralización de la derrota de los años 20, por otro carecían de experiencia y la reanudación histórica de la lucha sería larga y difícil. Ya hemos visto las dificultades para hacer la crítica de los sindicatos y de su papel de defensores del capital. Pero, sobre todo, un acontecimiento histórico de la mayor importancia, e imprevisto, va a hacer todavía más difícil la reanudación: el hundimiento del bloque del Este.
Manifestación de la erosión provocada por la crisis económica, ese hundimiento tendrá como consecuencia nefasta un reflujo en la conciencia del proletariado, que la burguesía sabrá explotar ampliamente para intentar ganar el terreno perdido los años precedentes.
Utilizando la identificación del estalinismo con el comunismo, la burguesía presenta el hundimiento del estalinismo como expresión de la «quiebra del comunismo», repitiendo este mensaje, simple pero eficaz, a la clase obrera: su lucha no tiene perspectiva, no existe alternativa posible al capitalismo. Éste tiene une montón de defectos, pero es lo único posible.
Esta campaña provoca en la conciencia de la clase obrera un reflujo de mayores consecuencias y más profundo que los que ya vividos tras las oleadas de luchas precedentes. No se trata efectivamente de la derrota difícil de un movimiento tras un sabotaje sindical, sino de un ataque contra la perspectiva misma a largo plazo de las luchas.
Sin embargo, la crisis que fue el factor detonante de la reanudación histórica de la lucha de clases ha seguido profundizándose, y con ella los ataques cada día más brutales contra las condiciones de vida de los obreros. Por esto en 1992 la clase obrera vuelve a la lucha abierta, como en las huelgas contra el gobierno de Amato en Italia, pero también en Bélgica, Alemania, Francia... Pero esta reanudación de la combatividad obrera sufre del retroceso en las conciencia, y no logra recuperar el nivel que había alcanzado a finales de los 80.
Desde entonces, la burguesía no desaprovecha la menor ocasión para impedir que el proletariado desarrolle sus luchas de forma autónoma y recupere la confianza en sí mismo. Al contrario, moviliza sus fuerzas y sus maniobras contra él, organizando en particular la huelga de la función pública durante el otoño 1995 en Francia: utilizándola en una gigantesca campaña internacional, intenta poner en evidencia la capacidad de los sindicatos para organizar la lucha obrera y defender sus intereses. Maniobra similar se desarrolla también en Bélgica y en Alemania, cuyo resultado es un nuevo prestigio internacional de los sindicatos para que éstos puedan cumplir con su papel, o sea, sabotear la combatividad obrera real.
La burguesía no limita sus maniobras a este plano. También lanza una serie de campañas para mantener a los obreros en el terreno podrido de la defensa de la democracia y del Estado burgués: «Mani pulite» en Italia, el caso Dutroux en Bélgica, las campañas antirracistas en Francia; cualquiera de estos acontecimientos es ampliado y utilizado por los «media» para convencer a los trabajadores del mundo entero que sus verdaderos problemas no son la defensa de vulgares intereses económicos, sino que han de apretarse el cinturón en sus respectivos Estados para defender la democracia, la justicia limpia y otras bobadas por el estilo.
Pero en estos dos años pasados se ha querido ir más lejos: intentar destruir la memoria histórica de la clase, desprestigiando la historia misma de la lucha de clases y a las organizaciones políticas que a ella se refieren. La burguesía ataca a la Izquierda comunista, presentándola como primera inspiradora del «negacionismo». También desvirtúa el significado profundo de la Revolución de octubre, presentándola como un golpe bolchevique, para borrar de las memorias la oleada revolucionaria de los años 20 en que la clase obrera demostró que era capaz de atacar al capitalismo como modo de producción y no solo de defenderse contra su explotación. Dos enormes libros escritos en Francia y Gran Bretaña han sido inmediatamente traducidos en varios idiomas, en los que se intenta identificar el estalinismo y el comunismo, atribuyéndole a éste los crímenes del estalinismo ([3]).
Si la burguesía está tan preocupada por desviar la lucha de la clase obrera, por deformar su historia, por desprestigiar a las organizaciones que siguen defendiendo la perspectiva revolucionaria de la clase obrera, es porque sabe que no ha vencido al proletariado y que, a pesar de sus actuales dificultades, la vía sigue abierta hacia enfrentamientos en los que la clase obrera podrá una vez más plantear su alternativa histórica contra el capitalismo. También sabe la burguesía que la agudización de la crisis y los sacrificios que impone a los obreros llevará a éstos a reanudar cada día más con sus luchas. Y es en éstas donde los proletarios recobrarán la confianza en sí mismos, criticarán radicalmente a los sindicatos y se organizarán de forma autónoma.
Una nueva fase se está abriendo, en la que la clase obrera volverá a emprender el camino abierto hace treinta años por el Mayo francés.
Helios
[1] Révolution internationale, antigua serie, no 2, 1969.
[2] Enragés et Situationnistes dans le mouvement des occupations, Internacional situacionista, 1969.
[3] Vease Revista internacional, no 92.
El Manifiesto comunista se escribió en un momento decisivo de la historia de la lucha de clases: el periodo en que la clase representante del proyecto comunista, el proletariado, comenzaba a constituirse en clase independiente en la sociedad. A partir del momento en que el proletariado desarrolló su propia lucha por sus condiciones de existencia, el comunismo dejó de ser un ideal abstracto elaborado por las corrientes utópicas, para convertirse en el movimiento social práctico que lleva a la abolición de la sociedad de clases y a la creación de una comunidad humana auténtica. Como tal, la principal tarea del Manifiesto comunista era la elaboración de la verdadera naturaleza del objetivo comunista de la lucha de clases así como los principales medios para alcanzarlo. Eso es lo que muestra la importancia del Manifiesto comunista en nuestros días frente a las falsificaciones burguesas del comunismo y la lucha de clases, su actualidad que la burguesía trata de ocultar. Hemos tratado el Manifiesto varias veces en nuestra prensa, recientemente en nuestros artículos «1848: el comunismo como programa político»([1]) en «El Manifiesto comunista de 1848, arma fundamental del combate de clase obrera contra el capitalismo» ([2]). En este artículo retomamos más particularmente un aspecto: el Manifiesto contiene ya la mayor parte de los argumentos para combatir el estalinismo.
«Un espectro recorre Europa: el espectro del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han reunido en una Santa Alianza para abatirlo: del Papa al Zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los policías alemanes».
Estas líneas que abren el Manifiesto comunista escrito hace ahora exactamente 150 años, son hoy más verdad que nunca antes lo habían sido. Uno siglo y medio después que la Liga de los Comunistas hubiera adoptado la famosa declaración de guerra del proletariado revolucionario contra el sistema capitalista, la clase dominante sigue estando extremadamente preocupada por el espectro del comunismo. El Papa, codo con codo con su amigo estalinista Fidel Castro, sigue en cruzada por la defensa del derecho otorgado por Dios a la clase dominante de vivir de la explotación del trabajo asalariado. El Libro negro del comunismo, última monstruosidad de los «radicales franceses», que acusa de forma mentirosa al marxismo de los crímenes de su enemigo estalinista, está siendo traducido al inglés, el alemán y el italiano ([3]). En cuanto a la policía alemana, movilizada como siempre contra las ideas revolucionarias, ha recibido oficialmente, mediante un cambio de la constitución democrática burguesa, el derecho a realizar electrónicamente encuestas y escuchas contra el proletariado en cualquier lugar y en cualquier momento ([4]).
1998, año del 150 aniversario del Manifiesto comunista, constituye una nueva cumbre en la lucha histórica que libran las clases dominantes contra el comunismo. Aprovechando todavía ampliamente el hundimiento en 1989 de los regímenes estalinistas europeos que presentan como el «fin del comunismo» y siguiendo las huellas del 80 aniversario de la Revolución de octubre, la burguesía alcanza nuevos records de producción en su propaganda anticomunista. Podríamos imaginarnos que la cuestión del Manifiesto comunista ofrecería una nueva ocasión para intensificar esa propaganda.
Sin embargo ha ocurrido justo lo contrario. Pese al evidente significado histórico de la fecha de enero de 1848 – el Manifiesto es, con la Biblia, el libro más veces publicado a nivel mundial en el siglo XX – la burguesía ha escogido la política de ignorar prácticamente el aniversario del primer programa verdaderamente comunista revolucionario de su enemigo de clase. ¿Cuál es la razón de ese silencio ensordecedor?
El 10 de enero de 1998 la burguesía alemana ha publicado en el Frankfurter Allgemeine Zeitung una toma de posición sobre el Manifiesto comunista. Tras proclamar que «los obreros del Este se habían desembarazado del comunismo» y de afirmar que «la dinámica flexibilidad del capitalismo permitirá superar todas las crisis», desmintiendo de esta forma a Marx, la toma de posición concluye: «150 años después de la aparición del Manifiesto no tenemos que tener miedo de ningún espectro».
Este artículo, relegado a la página 13 del suplemento económico y bursátil, no es una tentativa demasiado feliz de la clase dominante para acreditarse: junto a él, en la misma página, hay un artículo sobre la terrible crisis económica en Asia y otro sobre un nuevo récord oficial en la tasa de paro en Alemania rozando ya los 4,5 millones. Las páginas de la prensa burguesa demuestran por sí mismas la falsedad de la pretendida refutación del marxismo por la historia. En realidad, no existe hoy documento que perturbe más profundamente a la burguesía que el Manifiesto comunista, y ello por dos razones. La primera porque su demostración del carácter históricamente limitado del modo de producción capitalista, de la naturaleza insoluble de sus contradicciones internas que confirma la realidad presente, continúa inquietando a la clase dominante. La segunda porque, ya precisamente en la época, el Manifiesto fue escrito para disipar las confusiones existentes en la clase obrera sobre la naturaleza del comunismo. Desde un punto de vista actual, podemos leerlo como una denuncia moderna de la mentira según la cual el estalinismo habría tenido algo que ver con el socialismo. Esta mentira es hoy una de las principales cartas de la clase dominante contra el proletariado.
Por estas dos razones la burguesía tiene un interés vital en evitar todo tipo de publicidad que pudiera atraer la atención sobre el Manifiesto comunista y sobre lo que contiene realmente este célebre documento. En particular, no quiere que nada sea hecho o dicho que pudiera agudizar la curiosidad de los obreros y llevarlos a leerlo ellos mismos. Basándose sobre el impacto histórico del hundimiento del estalinismo, la burguesía va a seguir proclamando que la historia ha refutado el marxismo. Sin embargo, evitará prudentemente todo examen público del objetivo comunista, tal y como lo ha definido el marxismo, y del método materialista histórico utilizado con este fin. Como el Manifiesto comunista refuta por adelantado la idea del «socialismo en un solo país» (inventada por Stalin) y como ha estallado en mil pedazos su pretendida superación de la crisis del capitalismo, la burguesía continuará todo el tiempo que le sea posible ignorando la poderosa argumentación de este documento. Se sentirá más segura de sí misma combatiendo el espectro burgués del «socialismo en un solo país» de Stalin, presentado como la espantosa puesta en práctica del marxismo por la Revolución rusa.
En cambio para el proletariado, el Manifiesto comunista es la brújula para el porvenir de la especie humana que muestra la salida al callejón sin salida mortal en el cual el capitalismo decadente entrampa a la humanidad.
La referencia al «espectro del comunismo» al comienzo del Manifiesto del Partido comunista de 1848 se ha convertido en una de las expresiones más célebres de la literatura mundial. Sin embargo no se sabe generalmente a qué hace referencia verdaderamente ese pasaje. En realidad, la atención del público de la época no se centraba tanto en el comunismo del proletariado sino sobre el comunismo falso y reaccionario de las otras capas sociales e incluso de la misma clase dominante. Lo que quería decir realmente es que la burguesía, no osando combatir abiertamente y por tanto reconocer públicamente las tendencias comunistas que estaban actuando entonces en la lucha proletaria, utilizaba esta confusión para luchar contra el desarrollo de una lucha obrera autónoma. «¿Qué partido de oposición no ha sido tildado de comunista por sus adversarios en el poder?» se pregunta el Manifiesto, «¿Qué partido de la oposición no ha lanzado la acusación oprobiosa de comunista al más oposicional que exista, lo mismo que contra sus adversarios reaccionarios?».
Ya en 1848 este «espectro del comunismo» impostor estaba en el centro de la controversia pública lo cual hacía particularmente difícil al joven proletariado tomar conciencia de que el comunismo, lejos de ser una cosa separada u opuesta a la lucha de clase cotidiana, no era otra cosa que su misma naturaleza, la significación histórica y el objetivo final de la misma. Eso es lo que permitía enmascarar que, como decía el Manifiesto, «las concepciones teóricas de los comunistas (...) no hacen sino expresar, en términos generales, las condiciones reales de una lucha de clases existente, un movimiento histórico que se desarrolla ante nuestros ojos».
Ahí reside la dramática actualidad del Manifiesto comunista. Hace siglo y medio, de la misma forma que hoy, muestra la vía al refutar todas las distorsiones antiproletarias del comunismo. Frente a un fenómeno histórico enteramente nuevo –el paro masivo y la pauperización de las masas en la Inglaterra industrializada y la alteración de Europa, todavía semifeudal, por crisis comerciales periódicas, la extensión internacional del descontento revolucionario de las masas en las vísperas de 1848– los sectores más conscientes de la clase obrera buscaban balbuceando una comprensión más clara del hecho de que al crear una clase de productores desposeídos, enlazados internacionalmente en el trabajo asociado por la industria moderna, el capitalismo había creado su propio sepulturero potencial. Las primeras grandes huelgas obreras colectivas en Francia y en otros lugares, la aparición del primer movimiento político proletario masivo en Gran Bretaña (el Cartismo) y los esfuerzos por elaborar un programa socialista por las organizaciones obreras, sobre todo alemanas (de Weitling a la Liga de los Comunistas) expresaban estos avances. Pero para que el proletariado estableciera su lucha sobre una base de clase sólida, era preciso aclarar ante todo el objetivo comunista de este movimiento y combatir por tanto conscientemente el «socialismo» de las demás clases. La clarificación de esta cuestión era urgente puesto que la Europa de 1848 estaba al borde de movimientos revolucionarios que iban a alcanzar su apogeo en Francia con el primer cara a cara masivo entre la burguesía y el proletariado durante las jornadas de junio de 1848.
Por ello el Manifiesto comunista dedica todo un capítulo a denunciar el carácter reaccionario del socialismo no proletario. Incluye especialmente las expresiones verdaderas de la clase dominante opuesta a la clase obrera:
– el socialismo feudal que tiene en parte como objetivo movilizar a los obreros detrás de la resistencia reaccionaria de la nobleza contra la burguesía;
– el socialismo burgués «una parte de la burguesía busca paliar las taras sociales a fin de consolidar la sociedad burguesa».
Era ante todo y sobre todo para combatir esos «espectros del comunismo» por lo que el Manifiesto fue escrito. Como declara a continuación «ha llegado el momento de que los comunistas expongan públicamente, ante todo el mundo, sus concepciones, sus objetivos y sus tendencias; que opongan a la leyenda del espectro un manifiesto del partido».
Los elementos esenciales de esta exposición eran la concepción materialista de la historia y de la sociedad comunista sin clases destinada a reemplazar el capitalismo. Es la resolución brillante de esta tarea histórica lo que hace hoy del Manifiesto comunista el punto de partida indispensable de la lucha proletaria contra los absurdos ideológicos de la burguesía legados por la contrarrevolución estalinista. El Manifiesto comunista, lejos de ser un producto caduco del pasado, estaba ya muy adelantado a su época en 1848. En el momento de su publicación se pensaba erróneamente que estaba próxima la caída del capitalismo y la victoria de la revolución proletaria, pero solo con la llegada del siglo XX el cumplimiento de la visión revolucionaria del marxismo se puso al orden del día. Al leer hoy el Manifiesto se tiene la impresión de que acaba de ser escrito por lo precisa que es su formulación de las contradicciones de la sociedad burguesa actual y la necesidad de su resolución por la lucha de clases del proletariado. Esta actualidad verdaderamente subyugante del Manifiesto es la prueba de que constituye una emanación de una clase auténticamente revolucionaria teniendo en sus manos el destino de la humanidad, dotada de una visión a largo plazo a la vez gigantesca y realista de la historia humana.
Evidentemente sería un error comparar el ingenuo socialismo feudal y burgués de 1848 con la contrarrevolución estalinista de los años 30 que, en nombre del marxismo, destruyó la primera revolución proletaria victoriosa de la historia, liquidó físicamente la vanguardia comunista de la clase obrera y sometió al proletariado a la explotación capitalista más bestial. Sin embargo, el Manifiesto comunista había desenmascarado el denominador común del «socialismo» de las clases explotadoras. Lo que Marx y Engels describen del socialismo «conservador y burgués» de la época se aplica plenamente al estalinismo del siglo XX.
«Por transformación de las condiciones materiales de vida, este socialismo no entiende en manera alguna la abolición de las relaciones de producción burguesas, la cual no puede ser alcanzada más que por medios revolucionarios; pretende hacerlo únicamente por la implantación de reformas administrativas que se realizan sobre la base misma de esas relaciones de producción sin afectar, por tanto, las relaciones entre capital y trabajo asalariado y que, en el mejor de los casos, permiten a la burguesía disminuir los gastos de su explotación y aligerar el presupuesto estatal».
El estalinismo ha proclamado que pese a la persistencia de lo que ha llamado trabajo asalariado «socialista» el producto de su trabajo pertenecía a la clase productora porque la explotación personal por capitalistas individuales había sido sustituida por la propiedad del Estado. Como respuesta, el Manifiesto comunista se pregunta: «¿Es que el trabajo asalariado, el trabajo de los proletarios, crea un determinado tipo de propiedad?» y responde: «En manera alguna. Crea el Capital, es decir, la propiedad que explota el trabajo asalariado y que no puede crecer más que a condición de producir un excedente de trabajo asalariado con el fin de explotarlo de nuevo. En su forma actual, la propiedad evoluciona en el antagonismo entre capital y trabajo (...) Ser capitalista es ocupar no solamente una posición personal sino sobre todo una posición social. El capital es un producto colectivo y no puede ser puesto en movimiento más que por la actividad común de un gran número de miembros de la sociedad, en última instancia, de todos sus miembros. Consecuentemente, el capital no es una potencia personal sino una potencia social».
Esta comprensión fundamental, a saber, que la sustitución jurídica de los capitalistas individuales por la propiedad del Estado no cambia para nada –contrariamente a la mentira estalinista– la naturaleza capitalista de la explotación del trabajo asalariado, fue formulada de forma aún más explícita por Engels.
«Sin embargo, ni la transformación en sociedades por acciones, ni la transformación en propiedad del Estado, suprimen la naturaleza como Capital de las fuerzas productivas (...) El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista: el Estado de los capitalistas, el capitalista colectivo ideal. Cuantas más fuerzas productivas coloca bajo su propiedad, más se convierte en capitalista colectivo y más explota a los ciudadanos. Los obreros siguen siendo asalariados, proletarios. La relación capitalista no es suprimida sino que es llevada a su colmo».
Sin embargo, al definir la diferencia fundamental entre capitalismo y comunismo, el Manifiesto anticipa claramente el carácter burgués de los antiguos países estalinistas.
«En la sociedad burguesa, el trabajo vivo no más que un medio de aumentar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado no es más que un medio de ampliar, enriquecer y estimular la vida de los trabajadores. En la sociedad burguesa el pasado domina al presente, en la sociedad comunista el presente domina al pasado».
Por ello el éxito de la industrialización estalinista en Rusia durante los años 30 a expensas de las condiciones de vida de los obreros y mediante una reducción drástica de las mismas, constituye la mejor prueba de la naturaleza de ese régimen. El desarrollo de las fuerzas productivas en detrimento del consumo de los productores es la tarea histórica del capitalismo. La humanidad ha debido pasar por el infierno de la acumulación del capital con el fin de que sean creadas las precondiciones materiales de una sociedad sin clases. El socialismo, por el contrario, en cada uno de sus pasos, en cada etapa hacia ese objetivo, se caracteriza ante todo y sobre todo, por un crecimiento cuantitativo y cualitativo del consumo, en particular de los alimentos, el vestido y la vivienda. Por ello, el Manifiesto identifica la pauperización absoluta y relativa del proletariado como la característica primordial del capitalismo: «La burguesía es incapaz de mantenerse como clase dirigente y de imponer a la sociedad, como ley suprema, las condiciones de vida de su clase. No puede reinar porque no puede asegurar la existencia del esclavo en el interior mismo de su esclavitud: se ve forzada a dejarla caer tan bajo que se ve obligada a alimentarlo en lugar de ser alimentado por ella. La sociedad no puede vivir bajo la burguesía: la existencia de la burguesía y la existencia de la sociedad se han hecho incompatibles».
Esto quiere decir dos cosas: el empobrecimiento lleva al proletariado a la revolución; este empobrecimiento significa que la expansión de los mercados capitalistas no puede seguir la de la producción. Resultado: el modo de producción se rebela contra el modo de intercambio; las fuerzas productivas se rebelan contra un modo de producción que han superado; el proletariado se rebela contra la burguesía; el trabajo vivo contra la dominación del trabajo muerto. El porvenir de la humanidad se afirma contra la dominación del presente por el pasado.
De hecho, el capitalismo ha creado las precondiciones de una sociedad sin clases que puede dar a la humanidad, por primera vez en la historia, la posibilidad de superar la lucha del hombre contra el hombre por la supervivencia, produciendo una abundancia de medios materiales de subsistencia y de cultura humana. Pero estas precondiciones –particularmente, el proletariado mundial y el mercado mundial– no existen más que a escala mundial. La forma más alta de concurrencia capitalista (que no es más que una versión moderna de la lucha secular del hombre contra el hombre en condiciones de penuria) es la lucha económica y militar por la supervivencia entre Estados nacionales. Por ello la superación de la concurrencia capitalista y el establecimiento de una sociedad verdaderamente colectiva y humana no pueden realizarse más que mediante la superación del Estado nacional, a través de una revolución proletaria mundial. Solo el proletariado puede cumplir esa tarea puesto que, como dice el Manifiesto, «los obreros no tienen patria». La dominación del proletariado hará desaparecer cada vez más las demarcaciones y los antagonismos entre los pueblos. «Una de las primeras condiciones de su emancipación es la acción unificada, al menos de los trabajadores de los países civilizados».
Antes del Manifiesto comunista, en los Principios del comunismo, Engels había respondido a la cuestión ¿Esta revolución será posible en un solo país?.
«No. La gran industria, al crear el mercado mundial, ha unido tan estrechamente a los pueblos de la Tierra y sobre todo a los más civilizados que cada pueblo depende de lo que pasa en los demás (...) La revolución comunista, por consiguiente, no será una revolución puramente nacional; se producirá al mismo tiempo en todos los países civilizados, es decir, al menos en Gran Bretaña, América, Francia y Alemania».
He aquí el último golpe mortal del Manifiesto comunista a la ideología burguesa de la contrarrevolución estalinista: la llamada teoría del socialismo en un solo país. El Manifiesto comunista es la brújula que ha guiado la oleada revolucionaria mundial de 1917-23. Es la consigna gloriosa de «Proletarios de todos los países !Uníos!» que ha guiado al proletariado ruso y a los bolcheviques en su lucha heroica contra la guerra imperialista de la patria capitalista, en la toma del poder por el proletariado para comenzar la revolución mundial. Es el Manifiesto comunista el que ha servido de punto de referencia al famoso discurso de Rosa Luxemburgo sobre el programa, en el congreso de fundación del Partido comunista alemán (KPD), en el corazón de la revolución alemana, y en el congreso de fundación de la Internacional comunista. Del mismo modo, ha sido el internacionalismo proletario sin compromisos del Manifiesto y del conjunto de la tradición marxista lo que inspiró a Trotski en su lucha contra el «socialismo en un solo país» y el que inspiró a la Izquierda comunista en su lucha de más de medio siglo contra la contrarrevolución estalinista.
La Izquierda comunista rinde hoy homenaje al Manifiesto comunista de 1848 no como un vestigio de un pasado lejano, sino como un arma poderosa contra la mentira del estalinismo y como guía indispensable para el necesario porvenir revolucionario de la humanidad.
Krespel
[1] Serie «El comunismo no es un bello ideal sino una necesidad material», Revista internacional no 72, primer trimestre 1993.
[2] Révolution internationale no 276.
[3] El Libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión.
[4] Es lo que se llama «Grosse Lauschangriff», es decir, «Gran ataque de las escuchas», de la burguesía alemana el cual tiene como supuesto objetivo el crimen organizado pero que especifica 50 infracciones diferentes, incluidas formas diversas de subversión.
La clase dominante no puede enterrar totalmente la memoria de la Revolución de octubre 1917 en Rusia, donde por primera vez en la historia la clase explotada tomó el poder en un inmenso país. En lugar de ello, como hemos tenido ocasión de mostrar en esta Revista en numerosas ocasiones ([1]) utiliza los considerables medios de que dispone para distorsionar el significado de ese acontecimiento histórico echando mano de una gigantesca artillería de mentiras y calumnias.
Las cosas son completamente diferentes respecto a la revolución en Alemania acontecida entre 1918-23. Sobre ella aplica una política de completa censura. Así por ejemplo, si tomamos una muestra de lo que se enseña en las escuelas en los libros de historia encontraremos que la Revolución de octubre tiene al menos un apartado (eso sí, insistiendo fuertemente en sus peculiaridades rusas). Sin embargo, la Revolución alemana se la restringe a unas poquitas líneas y es despachada como unas «revueltas del hambre» al final de la Primera Guerra mundial o, a lo sumo, nos hablan de los esfuerzos de una oscura banda llamada «los espartaquistas» para tomar el poder aquí y allá. El silencio será probablemente más espeso cuando este año se cumpla el 80º aniversario del derrocamiento del Káiser alemán por la revolución el 8 de noviembre. La mayoría de la clase obrera mundial jamás habrá oído que en Alemania hubo por esas fechas una revolución de la clase obrera y la burguesía está muy interesada en mantenerla en la ignorancia. Sin embargo, los comunistas no tenemos la menor duda en afirmar, como herederos de los «fanáticos espartaquistas», que esos acontecimientos «desconocidos» fueron muy importantes y determinaron de forma crucial la historia subsiguiente del siglo XX.
Cuando los bolcheviques animaron a la clase obrera rusa a tomar el poder en octubre de 1917 no fue con la intención de hacer únicamente la revolución en Rusia. Ellos entendían que la revolución sería posible en Rusia únicamente como producto de un movimiento mundial de la clase obrera contra la guerra imperialista que abriría una época de revolución social a escala mundial. La insurrección en Rusia se consideró únicamente como el primer acto de la revolución proletaria mundial.
Lejos de ser una vaga perspectiva para un futuro distante, la revolución mundial se vio como inminente, madurando palpablemente en una Europa desgarrada por la guerra. Alemania fue vista desde el principio como la clave en la extensión de la revolución desde Rusia a la industrializada Europa occidental. Alemania era la nación industrial más poderosa de Europa. Su proletariado era el más concentrado. Las tradiciones políticas del movimiento obrero en Alemania estaban entre las más avanzadas del mundo. Era también el país donde el proletariado había sufrido más duramente los estragos de la guerra y donde, junto a Rusia, se habían producido las protestas más importantes desde las revueltas proletarias de 1916. No era por tanto un deseo piadoso que los bolcheviques vieran en la extensión de la revolución a Alemania la salvación de la revolución en Rusia. Cuando la revolución estalló en Alemania a partir de la revuelta de los marineros en la ciudad norteña de Kiel y la rápida formación de Consejos de obreros y soldados en numerosas ciudades, los obreros rusos lo celebraron con enorme entusiasmo, plenamente conscientes de que ello sería lo único que podía librarles del terrible asedio que todo el capitalismo mundial había organizado desde el momento mismo en que tomaron el poder.
La revolución en Alemania fue, por tanto, la prueba de que la revolución proletaria solo podía ser una revolución mundial. La clase dominante lo entendió muy bien: si Alemania caía en el «bolchevismo» la terrible epidemia se extendería por toda Europa. Fue la prueba de que la lucha de la clase obrera no conoce los límites impuestos por las fronteras nacionales y que es el mejor antídoto contra el nacionalismo y el frenesí imperialista que impone la burguesía.
El logro «mínimo» de la revolución en Alemania fue que acabó con la horrible carnicería que estaba constituyendo la Primera Guerra mundial, porque tan pronto como estalló el movimiento revolucionario, el conjunto de la burguesía mundial reconoció que era el momento de parar la guerra y unirse contra un enemigo mucho más peligroso, la clase obrera revolucionaria. La burguesía alemana detuvo rápidamente la guerra – aceptando a regañadientes los duros términos impuestos por el tratado de paz – obtuvo de las demás burguesías todos los medios para enfrentar a su enemigo dentro de casa.
Y al contrario, la derrota de la revolución en Alemania acreditó la tesis marxista –defendida de la forma más lúcida por los comunistas alemanes, tales como Rosa Luxemburgo– que en ausencia de una alternativa proletaria, el capitalismo decadente solo puede conducir a la humanidad a la barbarie. Todos los horrores que se abalanzaron sobre el mundo en las décadas siguientes fueron el resultado directo de la derrota en Alemania, la cual propició por un lado la degeneración de la revolución en Rusia y, de otro lado, el que la acción internacional de las fuerzas combinadas de la burguesía hiciera que el bastión proletario en Rusia fuera sustituido por un régimen contrarrevolucionario de nuevo tipo –el cual ahogó en sangre la revolución en nombre de la revolución, construyó una economía de guerra capitalista en nombre del socialismo y desarrolló una guerra imperialista en nombre del internacionalismo proletario. En Alemania la ferocidad de la contrarrevolución, encarnada por el terror nazi, estuvo a la altura, como en Rusia, de la amenaza revolucionaria que la había precedido. Tanto estalinismo como nazismo, con su militarización extrema de la vida social, fueron la expresión más obvia de que la derrota del proletariado abre la vía a la guerra imperialista mundial.
El comunismo era necesario y posible en 1917. Si el movimiento comunista hubiera triunfado entonces, no cabe la menor duda de que el proletariado mundial hubiera tenido ante sí gigantescas tareas que cumplir en la construcción de la nueva sociedad. Sin duda habría cometido errores que las posteriores generaciones proletarias habrían evitado a costa de su amarga experiencia. Sin embargo, se hubiera evitado vivir bajo los efectos acumulativos del capitalismo decadente, con su espantoso legado de terror y destrucción, de envenenamiento material e ideológico.
Una nueva sociedad humana habría podido emerger de las ruinas de la Primera Guerra mundial; en su lugar, la derrota de la revolución engendró un siglo de monstruosidades y pesadillas. Alemania fue el punto clave. Hace ahora 80 años, un lapso muy corto si se habla en términos históricos, obreros armados tomaron las calles de Berlín, Hamburgo, Bremen, Munich, proclamando su solidaridad con los obreros rusos y expresando su intención de seguir su ejemplo. Por unos breves pero gloriosos años, la clase dominante tembló de la cabeza a los pies ante el espectro del comunismo. Por ello no cabe cuestionarse por qué la burguesía se afana tanto en enterrar la memoria de aquellos hechos, en impedir a las actuales generaciones de proletarios comprender que forman parte de una clase internacional cuya lucha determina el curso de la historia; que la revolución proletaria mundial no es una utopía sino una posibilidad concreta que surge de la desintegración interna del modo capitalista de producción.
La grandeza y la tragedia de la revolución alemana se resumen en el discurso de Rosa Luxemburgo ante el Congreso de fundación del Partido comunista de Alemania (KPD) celebrado a finales de diciembre de 1918.
En nuestra serie sobre la revolución en Alemania ([2]), hemos escrito sobre la importancia de este congreso sobre las cuestiones de organización que tenía que abordar el nuevo partido – sobre todo, la necesidad de una organización centralizada capaz de hablar con una sola voz en toda Alemania. También abordamos algunas cuestiones programáticas que fueron acaloradamente debatidas en el congreso, notablemente las cuestiones parlamentaria y sindical. También vimos que si bien Rosa Luxemburgo y el grupo Espartaco –el verdadero núcleo del KPD– no defendieron la posición más clara en esas cuestiones, seguían sin embargo una posición marxista en materia de organización, en oposición a las tendencias más de izquierdas que expresaban una postura de desconfianza hacia la centralización.
En el discurso de Rosa Luxemburgo –a propósito de la adopción del programa del partido– aparece esa misma claridad pese a debilidades secundarias que podemos encontrar en él. El contenido más profundo de su discurso es una reflexión sobre la fuerza del proletariado en Alemania como vanguardia de un movimiento mundial de su clase. Al mismo tiempo, el hecho de que ese magnífico discurso fuera el último que pronunciara y que el joven partido se viera decapitado como resultado del fracaso de la insurrección de Berlín apenas dos semanas después, también expresa la tragedia del proletariado alemán, su incapacidad para asumir la gigantesca tarea histórica que recaía sobre sus hombros.
Las razones de dicha tragedia no corresponden al objetivo de este artículo. Lo que pretendemos en esta serie es mostrar cómo la experiencia histórica de nuestra clase ha profundizado su comprensión tanto de la naturaleza del comunismo como del camino para alcanzarlo. En otras palabras, el propósito de la serie es trazar una historia del programa comunista. El programa del KPD, más generalmente conocido como Programa de Espartaco, desde que fuera originalmente publicado bajo el título de «¿Qué quiere la Liga Espartaquista?» en el periódico Die Rote Fahne (la bandera roja) el 4 de diciembre de 1918 ([3]) fue un hito muy significativo en esta historia y no fue accidental que la tarea de presentarlo al congreso fuera confiada a Rosa Luxemburgo dada su trayectoria como teórica marxista. Sus palabras iniciales afirman plenamente la importancia para el nuevo partido de adoptar un programa revolucionario claro en una coyuntura histórica que era claramente revolucionaria: «¡Camaradas! Hoy tenemos la tarea de discutir y aprobar un programa. Al emprender esta tarea no nos motiva únicamente el hecho de que ayer fundamos un partido nuevo y que un partido nuevo debe formular un programa. En la base de las deliberaciones de hoy están grandes acontecimientos históricos. Ha llegado el momento de fundar todo el programa socialista del proletariado sobre bases nuevas» ([4]).
Para establecer cómo deben ser esas «bases nuevas», Rosa Luxemburgo examina los esfuerzos anteriores del movimiento obrero para establecer dicho programa. Argumentando que «nos encontramos en una situación similar a la de Marx y Engels cuando escribieron el Manifiesto comunista hace 70 años» (ídem), recuerda que, en ese momento, los fundadores del socialismo científico habían considerado que la revolución proletaria era inminente pero que el desarrollo y expansión posteriores del capitalismo habían demostrado que tal pronóstico era erróneo y que, dado que se habían equivocado y que su socialismo era científico, Marx y Engels habían comprendido que un largo período de organización, de educación, de lucha por reformas, de construcción del ejército proletario, era necesario antes de que la revolución comunista pudiera estar a la orden del día de la historia. De esa comprensión vino el período de la socialdemocracia, en el cual se estableció una distinción entre el programa máximo de revolución social y el programa mínimo de reformas alcanzables dentro de la sociedad capitalista. Sin embargo, como la socialdemocracia se fue acomodando a una situación que aparecía como de ascenso perpetuo de la sociedad burguesa, el programa mínimo se separó primeramente del programa máximo y cada vez más se convirtió para la socialdemocracia en el único programa. Este divorcio entre los objetivos inmediatos e históricos del proletariado tuvo una expresión dentro del Programa de Erfurt de 1891 y –precisamente cuando las posibilidades de obtención de reformas dentro de la sociedad capitalista se iban reduciendo cada vez más– las ilusiones reformistas fueron ganando un espacio cada vez mayor dentro del partido obrero. Así, como hemos puesto de manifiesto en un artículo anterior de esta serie ([5]), en su discurso Rosa Luxemburgo demuestra que el mismo Engels no fue inmune a esa creciente tentación consistente en pensar que la conquista del sufragio universal supondría para la clase obrera la posibilidad de tomar el poder a través del proceso electoral burgués.
La guerra imperialista y el estallido de la revolución proletaria en Rusia y Alemania habían puesto fin a todas esas ilusiones sobre una transición gradual y pacífica entre el capitalismo y el socialismo. Esos fueron los «grandes acontecimientos históricos» que exigían que el programa socialista se estableciera sobre «nuevas bases». La rueda había dado una vuelta completa: «Permítaseme repetir que la evolución del proceso histórico nos ha conducido de vuelta a la ubicación de Marx y Engels en 1848, cuando enarbolaron por primera vez la bandera del socialismo internacional. Estamos donde estuvieron ellos, pero con la ventaja adicional de setenta años de desarrollo capitalista a nuestras espaldas. Hace setenta años, para quienes revisaron los errores e ilusiones de 1848, parecía que al proletariado le aguardaba un camino interminable por recorrer antes de tener la esperanza, siquiera, de realizar el socialismo. Casi no es necesario que diga que a ningún pensador serio se le ha ocurrido jamás ponerle fecha a la caída del capitalismo; pero después de las derrotas de 1848 esta caída parecía estar en un futuro distante... Estamos ahora en condiciones de hacer el balance y podemos ver que el lapso ha sido breve si lo comparamos con el curso de la lucha de clases a través de la historia. El desarrollo capitalista en gran escala ha llegado tan lejos en setenta años, que hoy podemos seriamente liquidar el capitalismo de una vez por todas. No sólo estamos en condiciones de cumplir esta tarea, no solo es un deber para el proletariado, sino que nuestra solución le ofrece a la humanidad la única vía para escapar a la destrucción... Las cosas han llegado a un punto tal que a la humanidad sólo se le plantean dos alternativas: perecer en el caos o encontrar su salvación en el socialismo. El resultado de la Gran guerra es que a las clases capitalistas les es imposible salir de sus dificultades mientras sigan en el poder. Comprendemos ahora la verdad que encerraba la frase que formularon por primera vez Marx y Engels como base científica del socialismo en la gran carta de nuestro movimiento, el Manifiesto comunista. El socialismo, dijeron, se volverá una necesidad histórica. El socialismo es inevitable, no solo porque los proletarios ya no están dispuestos a vivir bajo las condiciones que les impone la clase capitalista, sino también porque si el proletariado no cumple con sus deberes de clase, si no construye el socialismo, nos hundiremos todos juntos» ([6]).
El comienzo del capitalismo decadente, señalado por la gran guerra imperialista y por la respuesta del proletariado contra la misma, necesitaba una ruptura definitiva con el viejo programa de la socialdemocracia: «Nuestro programa se opone deliberadamente al principio rector del Programa de Erfurt: se opone tajantemente a la separación entre consignas inmediatas, llamadas mínimas, formuladas para la lucha económica y política, del objetivo socialista formulado como programa máximo. En oposición deliberada al Programa de Erfurt liquidamos los resultados de un proceso de 70 años, liquidamos, sobre todo, los resultados primarios de la guerra, declarando que no conocemos los programas máximos y mínimos; sólo conocemos una cosa, el socialismo; esto es lo mínimo que vamos a conseguir» (ídem).
En el resto de su discurso, Rosa Luxemburgo no entra en detalles acerca de las medidas a adoptar en el proyecto de programa. En vez de ello, se focaliza sobre la tarea más urgente de analizar: cómo el proletariado puede rellenar el lapso que hay entre la revuelta espontánea inicial contra las privaciones de la guerra y la elaboración consciente de un programa comunista. Ello requiere por encima de todo una crítica despiadada de las debilidades del movimiento revolucionario de masas de noviembre 1918.
Esta crítica no pretendía en modo alguno desconsiderar los esfuerzos heroicos de obreros y soldados que habían logrado paralizar la máquina guerrera imperialista. Rosa Luxemburgo reconoce la importancia crucial de la formación de Consejos de obreros y soldados a lo largo y lo ancho del territorio alemán en noviembre de 1918. Este hecho basta por sí mismo para incluir la Revolución de noviembre entre «las más destacadas entre las revoluciones socialistas del proletariado». El llamamiento a la formación de consejos de obreros y soldados fue tomado de los obreros rusos, su naturaleza internacional e internacionalista quedó patente porque «la Revolución rusa creó las primeras llamas de la revolución mundial». Contrariamente a lo que dicen muchos de sus críticos, incluso entre los camaradas que le eran más próximos, Rosa Luxemburgo distaba mucho de ser una adoradora de la espontaneidad instintiva de las masas. Sin una conciencia de clase clara, la resistencia espontánea inicial puede sucumbir bajo las maniobras y vilezas de la clase enemiga: «Pero es característico de los rasgos contradictorios de nuestra revolución, característico de las contradicciones que acompañan a toda revolución, que en el momento de lanzarse este poderoso, conmovedor e instintivo grito, la revolución era tan insuficiente, tan débil, tan falta de iniciativa, tan falta de claridad sobre sus propios objetivos, que el 10 de noviembre nuestros revolucionarios permitieron que escaparan de sus manos casi la mitad de los instrumentos de poder que habían tomado el 9 de noviembre» (idem).
Rosa Luxemburgo critica sobre todo las ilusiones obreras sobre la consigna de la «unidad socialista». Una idea según la cual el SPD, los Independientes y el KPD deberían enterrar sus divergencias para trabajar juntos por la causa común. Esta ideología oscurecía el hecho de que el SPD había sido colocado en el gobierno por la burguesía alemana precisamente porque había demostrado su lealtad al capitalismo durante la Primera Guerra mundial y era en realidad el único partido capaz de encarar el peligro revolucionario. También oscurecía el pérfido papel de los Independientes que servían en realidad como escudo radical del SPD y hacían todo lo posible para evitar una ruptura de las masas con este último. El resultado neto de esas ilusiones es que los consejos se vieron dominados por sus peores enemigos, los Ebert, Noske y Scheidemann, que se habían vestido con los rojos ropajes del socialismo y se habían proclamado como los más seguros defensores de los Consejos.
La clase obrera tenía que despertarse frente a tales ilusiones y aprender a distinguir entre sus amigos y sus enemigos. La política represiva y rompehuelgas del nuevo gobierno «socialista» resultó ser muy pedagógica en ese aspecto y dio paso a un conflicto abierto entre la clase obrera y el gobierno pretendidamente «obrero». Pero sería igualmente ilusorio pensar que el mero derrocamiento de ese gobierno aseguraba automáticamente la victoria de la revolución socialista. La clase obrera no estaba todavía preparada para asumir el poder político y tenía que pasar por un intenso proceso de autoeducación a través de su propia experiencia, a través de una tenaz defensa de sus intereses económicos, de movimientos masivos de huelga, de la movilización de las masas rurales, de la regeneración y la extensión de los Consejos obreros, de un tenaz y paciente combate para ganar a los obreros que creían en la nefasta influencia de la socialdemocracia y pensaban que era un instrumento del poder proletario. El desarrollo de esa maduración revolucionaria sería tan fuerte que: «la caída del gobierno Ebert-Schedidemann o de cualquier otro gobierno similar será el último acto del drama» (idem).
La parte del discurso de Rosa Luxemburgo sobre la perspectiva de la revolución en Alemania ha sido frecuentemente criticada por hacer concesiones al economicismo y al gradualismo. Estas críticas no carecen enteramente de fundamento. El economicismo –la subordinación de las tareas políticas a la lucha por los intereses económicos inmediatos– se evidenció como una debilidad real del movimiento comunista en Alemania ([7]) y puede verse su influencia en algunos pasajes del discurso de Rosa Luxemburgo, como por ejemplo cuando alega que en el desarrollo del movimiento revolucionario «las huelgas pasarán a ser el rasgo central y el factor decisivo de la revolución y las cuestiones puramente políticas pasarán a segundo plano» ([8]). Rosa Luxemburgo tiene razón cuando señala que la politización inmediata de las luchas de noviembre no había garantizado una auténtica maduración del proletariado y que su lucha debía retomar el terreno económico antes de alcanzar un nivel más alto en el terreno político. Sin embargo, la experiencia de la Revolución rusa había demostrado precisamente que cuando la cuestión de la toma del poder político se plantea claramente para los batallones más importantes del proletariado las huelgas «pasaban a un segundo plano» a favor de las cuestiones «puramente políticas». En este caso, Rosa Luxemburgo olvida su propio análisis sobre la dinámica de la huelga de masas, análisis según el cual el movimiento pasa del terreno político al económico y viceversa en un constante flujo y reflujo.
Más seria es la crítica que se le hace de gradualismo. En su texto Alemania: de 1800 a 1917-23, los años rojos, publicado en diciembre de 1997, Robert Camoin escribe que «el programa del KPD elude gravemente la cuestión de la insurrección; la destrucción del Estado es formulada en términos localistas. La conquista del poder es presentada como resultado de una acción gradual, poco a poco se irían ganando parcelas del poder de Estado». Y para ello cita una parte del discurso de Rosa Luxemburgo, quien señala que «para nosotros, la conquista del poder no será fruto de un solo golpe. Será un acto progresivo porque iremos ocupando progresivamente las instituciones del Estado burgués defendiendo con uñas y dientes las que tomemos» (ídem).
No puede negarse que se trata de una manera errónea de presentar la conquista del poder. Es evidente que los consejos obreros para romper la influencia y la autoridad del Estado no pueden realizar la toma del poder sin focalizarla en un momento clave planeado y organizado de una forma centralizada. De la misma forma, el desmantelamiento del Estado burgués no puede prescindir en manera alguna del momento crucial de la insurrección.
Sin embargo, Camoin y otros críticos de Rosa Luxemburgo se equivocan cuando alegan que ella «lo basaba todo en el concepto de espontaneidad de las masas» y que ignoraba el papel del partido. Si Rosa Luxemburgo va demasiado lejos en su insistencia sobre que la revolución no es un acto único sino que es un proceso, su intención fundamental es perfectamente válida: es necesario para la revolución que exista una maduración del movimiento de clase, es necesario que emerja una situación de «doble poder», es necesario que la conciencia revolucionaria se generalice. Sin esos requisitos el movimiento puede ser conducido a la derrota. Los acontecimientos probaron trágicamente que ella tenía razón. El fracaso de la insurrección de Berlín –que arrastró consigo el asesinato de Rosa Luxemburgo– fue precisamente el producto de la ilusión de que existían condiciones suficientes para derribar al gobierno en la capital sin haber construido primero la confianza, la autoorganización y la conciencia de las masas. Esta ilusión afectó poderosamente a la vanguardia misma, especialmente a un revolucionario de entre los primeros como Karl Liebchneck, quien cayó de lleno en la trampa tendida por la burguesía de empujar a los obreros a un enfrentamiento prematuro. Rosa Luxemburgo se opuso desde el principio a esta aventura y sus críticas a Liebchneck nada tienen que ver con el «espontaneismo». Todo lo contrario, ella había sacado lecciones de la experiencia de los bolcheviques que habían mostrado en la práctica cual es el papel del partido comunista en el proceso revolucionario: mantener sólidamente la brújula política del movimiento en sus diferentes etapas, actuando dentro de los órganos proletarios de masas con el propósito de ganarlos para el programa revolucionario, alertando a los obreros para no caer en las provocaciones burguesas, identificando el momento más apropiado para dar el golpe insurreccional. En la cumbre de la oleada revolucionaria, entre Rosa Luxemburgo y Lenin lo que destaca no son las diferencias sino una profunda convergencia.
Un partido revolucionario necesita un programa revolucionario. Un pequeño grupo comunista o una fracción, que no tienen un impacto decisivo en la lucha de clases, pueden definirse en torno a una plataforma que resume las posiciones generales de su clase. Aunque el partido necesita esos principios como cimiento de su política, le es necesario también un programa que traduzca esos principios generales en propuestas prácticas para el derrocamiento de la burguesía, el establecimiento de la dictadura del proletariado y los primeros pasos hacia la nueva sociedad. En una situación revolucionaria las medidas inmediatas del poder proletario adquieren una importancia primordial. Como Lenin escribió en su Saludo a la República soviética de Baviera en abril de 1919:
«Expresamos nuestro agradecimiento por el saludo recibido y, por nuestra parte, saludamos de todo corazón a la República de los consejos de Baviera. Les rogamos encarecidamente que nos comuniquen más a menudo y de modo más concreto qué medidas han adoptado para luchar contra los sicarios burgueses Scheidemann y cia, si han formado los Consejos de obreros, soldados y criados en los diferentes sectores de la ciudad, si han armado a los obreros, si han desarmado a la burguesía, si han aprovechado los almacenes de ropa y otros artículos y productos para ayudar inmediata y ampliamente a los obreros, sobre todo a los braceros y a los campesinos pobres, si han expropiado las fábricas y las riquezas a los capitalistas en Munich, asimismo las haciendas agrícolas de los alrededores, si han abolido las hipotecas y el pago de los arriendos para los pequeños campesinos, si han duplicado o triplicado los salarios de los braceros y los peones, si han confiscado todo el papel y todas las imprentas con objeto de editar octavillas populares y periódicos para las masas, si han implantado la jornada de seis horas para que los obreros dediquen dos o tres a la gestión pública, si han estrechado a la burguesía de Munich para alojar inmediatamente a los obreros en las casas ricas, si han tomado en sus manos todos los bancos, si han tomado rehenes de la burguesía, si han fijado una ración de comestibles más elevada para los obreros que para la burguesía, si han movilizado totalmente a los obreros para la defensa y para hacer propaganda ideológica por las aldeas de los contornos. La aplicación con la mayor prontitud y en la mayor escala, de estas y otras medidas semejantes, conservando los consejos de obreros y braceros y, en organismos aparte, los de los pequeños campesinos, su iniciativa propia, debe reforzar su situación. Es necesario establecer un impuesto extraordinario para la burguesía y conceder a los obreros, a los braceros y a los pequeños campesinos, enseguida y a toda costa, una mejoría real de su situación» ([9]).
El documento «¿Qué quiere la Liga Espartaco?», ofrece un proyecto de programa para el nuevo KPD y va en la misma dirección que las recomendaciones de Lenin. Es presentado por un Preámbulo que reafirma el análisis marxista de la situación histórica ante la clase obrera: la guerra imperialista obliga a la humanidad a elegir entre la revolución proletaria mundial, la abolición del trabajo asalariado y la creación del nuevo orden comunista, o el descenso hacia el caos y la barbarie. El texto no subestima la magnitud de la tarea que tiene ante sí el proletariado: «el establecimiento del orden socialista es la tarea más grande que jamás haya recaído sobre una clase y sobre una revolución en el curso de la historia humana. Esta tarea supone una completa reconstrucción del Estado y una reorganización de los fundamentos económicos y políticos de la sociedad». Este cambio no se puede realizar «por decretos emitidos por algunos políticos, comités o parlamentos». Las revoluciones anteriores en la historia podían ser conducidas por una minoría, pero «la revolución socialista es la primera que solo puede asegurar su victoria a través de la gran mayoría de los trabajadores mismos». Los trabajadores, organizados en consejos, han de tomar en sus propias manos esta inmensa transformación política, económica y social.
Además, aunque llama a actuar con «mano de hierro» a una clase obrera autoorganizada y en armas para abortar los complots y la resistencia de la contrarrevolución, el preámbulo señala que el terror es un método ajeno al proletariado: «La revolución proletaria no requiere el terror para la realización de sus objetivos: ve las carnicerías humanas con odio y aversión, no necesita semejantes medios porque su lucha no va dirigida contra los individuos sino contra las instituciones». Esta crítica del «Terror rojo» había sido muy criticada a su vez por otros comunistas y ahora, Rosa Luxemburgo, que escribió el proyecto de programa, realiza críticas similares al Terror rojo que en ese momento imperaba en Rusia, viéndose acusada de pacifismo, de abogar por unas políticas que podrían desarmar al proletariado frente a la contrarrevolución. Sin embargo, el Preámbulo no se hace la menor ilusión sobre la posibilidad de realizar la revolución sin enfrentar y, consiguientemente, suprimir, la feroz resistencia de la vieja clase dominante, la cual «preferiría convertir el país en un montón de ruinas humeantes antes de entregar voluntariamente el poder que detenta a la clase trabajadora». El proyecto de programa nos proporciona una clara distinción entre la violencia de clase –basada en la autoorganización masiva del proletariado– y el terror estatal, el cual necesariamente es ejecutado por cuerpos especializados minoritarios que, como tales, contienen siempre el peligro de volverse contra el proletariado. Volveremos sobre esta cuestión más adelante, pero lo que aquí queremos decir, en coherencia con los argumentos desarrollados en nuestro texto «Terrorismo, terror y violencia de clase» ([10]), es que la experiencia de la Revolución rusa ha confirmado la validez de esta distinción.
Las medidas inmediatas que siguen al Preámbulo son la concreción de esa perspectiva. Los publicamos en su integridad:
«I. Medidas inmediatas para asegurar la revolución:
1. Desarme de todas las fuerzas de policía, de todos los oficiales y soldados no proletarios
2. Expropiación de todos los depósitos de armas y municiones, así como de todas las industrias de guerra, por parte de los Consejos de obreros y soldados.
3. Armamento de toda la población masculina en una Milicia obrera. Formación de una Guardia roja de trabajadores como una parte activa de dicha milicia, para proporcionar una protección efectiva de la revolución contra los complots y amenazas;
4. Abolición del poder de mando de los oficiales y suboficiales. Sustitución de la brutal disciplina cuartelera por la disciplina voluntaria de los soldados. Elección de todos los jefes por la base, con el derecho incluido de revocarlos en cualquier momento. Abolición de las cortes marciales.
5. Expulsión de todos los oficiales y ex oficiales de los consejos de soldados
6. Sustitución de todos los órganos políticos y autoridades del viejo régimen por los representantes autorizados de los Consejos de obreros y soldados
7. Creación de un Tribunal revolucionario que investigue y determine los altos responsables de la guerra y su prolongación, entre otros, los dos Hohenzollerns, Ludendorff, Hindenberg, Tirpits y sus criminales compañeros de armas, así como todos los conspiradores de la contrarrevolución.
8. Inmediato control de los medios de subsistencia para asegurar el abastecimiento a toda la población.
II. Medidas en el campo político y social:
1. Abolición de todos los Estados regionales, creación de una República socialista alemana
2. Destitución de todos los parlamentos y ayuntamientos. Sus poderes deben ser ejercidos por los Consejos de obreros y soldados y por comités y órganos emanados de estos cuerpos;
3. Elección de Consejos obreros en toda Alemania a través de la participación de toda la población adulta de la clase trabajadora de ambos sexos, en todas las ciudades y distritos rurales, de todos los sectores industriales y elección de Consejos de soldados, excluyendo oficiales y ex oficiales. Derecho de todos los trabajadores y soldados a revocar a sus delegados en todo momento.
4. Elección en toda Alemania de delegados de los Consejos de obreros y soldados para la formación de un Consejo general de todos los Consejos de obreros y soldados; el Consejo central debe elegir un Consejo ejecutivo constituido como el órgano más elevado del poder ejecutivo y legislativo. Por el momento dicho Consejo central debe convocarse al menos cada 3 meses siendo los delegados reelegidos cada vez para asegurar el control constante de la actividad del Consejo ejecutivo y establecer un contacto vivo del conjunto de los Consejos de obreros y soldados con sus órganos más elevados de gobierno. Los Consejos de obreros y soldados tienen derecho a revocar a cualquiera de sus delegados si juzgan que no actúan de acuerdo a sus decisiones y a enviar nuevos delegados. Del mismo modo, el Consejo ejecutivo tiene derecho a confirmar o a destituir a los representantes del pueblo como autoridades centrales del territorio.
5. Abolición de todas las distinciones de clase, títulos y órdenes, completa igualdad legal y social de sexos
6. Legislación social radical, reducción de las horas de trabajo para evitar el desempleo y aliviar el agotamiento físico de los trabajadores ocasionado por la guerra; limitación de la jornada laboral a 6 horas.
7. Cambio inmediato de la política de alimentación, vivienda, salud y educación adecuándola al espíritu de la revolución.
III. Otras medidas económicas
1. Confiscación de todas las rentas de la corona en beneficio del pueblo
2. Anulación de todas las deudas del Estado y otras formas de deuda pública así como los arrendamientos de tierras, excepto aquellos suscritos con límites determinados, los cuales deben ser determinados por el Consejo central de los Consejos de obreros y soldados
3. Expropiación de la tierra detentada por los grandes y medianos propietarios; establecimiento de Cooperativas socialistas agrícolas bajo una administración central uniforme en todo el país. Los pequeños agricultores podrán conservar sus propiedades agrarias hasta que voluntariamente decidan adscribirse a las cooperativas socialistas.
4. Nacionalización por la República de los Consejos de todos los bancos, minas de oro así como de los grandes establecimientos industriales y comerciales
5. Confiscación de todas las propiedades que excedan un cierto límite, el cual deberá ser determinado por el Consejo Central
6. La República de los Consejos debe tomar en sus manos todos los medios públicos de transporte y comunicación
7. Elección de Consejos administrativos en las empresas. Estos consejos regularán los asuntos internos de las empresas de acuerdo con los Consejos obreros: condiciones de trabajo, control de la producción y, finalmente, control de la administración de la empresa
8. Establecimiento del Comité central de huelga quien, en constante cooperación con los consejos industriales, asegurará al movimiento de huelga en todo el país una administración uniforme, una dirección socialista y efectivo apoyo de los Consejos de obreros y soldados
IV. Problemas internacionales
Establecimiento inmediato de cone-xiones con los partidos hermanos del extranjero con vistas a colocar la revolución socialista sobre bases internacionales y asegurar el mantenimiento de la paz a través de la fraternidad internacional y el impulso revolucionario de la clase obrera internacional».
Estas medidas, en lo esencial, son guías adecuadas para los períodos revolucionarios del futuro, cuando el proletariado se plantee de nuevo la toma del poder. El programa es perfectamente correcto al enfatizar la prioridad de las tareas políticas de la revolución y, entre ellas, el armamento de los trabajadores y el desarme de la contrarrevolución. Igualmente importante es la insistencia en el papel fundamental de los Consejos obreros como órganos del poder político proletario y en el carácter centralizado de dicho poder. Al llamar al poder de los Consejos y al desmantelamiento del poder burgués, el programa es el fruto directo de la gigantesca experiencia proletaria en Rusia; al mismo tiempo, en la cuestión del parlamento y los ayuntamientos, el KPD va más lejos que los bolcheviques en 1917, cuando existía dentro del partido una confusión sobre la posible coexistencia de los sóviets y la Asamblea constituyente y las «dumas» municipales. En el programa del KPD tales órganos del Estado burgués deben ser desmantelados sin dilación. Del mismo modo, el programa del KPD no adjudica ningún papel a los sindicatos, pues junto a los Consejos de obreros y soldados solo concibe la Guardia roja y los Comités de fábrica. Aunque dentro del partido existirán diferencias sobre esas dos cuestiones, el programa de 1918 era una emanación directa del impulso revolucionario que animaba el movimiento de clase en ese momento.
El programa es también muy claro sobre las medidas inmediatas sociales y económicas del poder proletario: expropiación del aparato básico de producción, distribución y comunicación; organización del abastecimiento de la población; reducción de la jornada de trabajo etc. Aunque estas tareas son eminentemente políticas, el proletariado victorioso es capaz de ir directamente al terreno económico y social para salvar a la sociedad de la desintegración y el caos que resultan del colapso del capitalismo.
Inevitablemente, algunos de los elementos del programa respondían a la forma específica que dicho colapso tomó en 1918: la guerra imperialista y la posguerra. Por ello tienen una importancia crucial las cuestiones de los Consejos de soldados y la reorganización del ejército etc. Estas cuestiones no tendrán el mismo significado en una situación en la que el movimiento revolucionario es resultado de la crisis económica.
De todas formas, era inevitable que el programa, formulado en los comienzos de una gran experiencia revolucionaria, tuviera debilidades y lagunas, precisamente porque muchas de las lecciones más cruciales podían ser aprendidas a través de la propia experiencia y, por otra parte, muchas de esas debilidades eran comunes al conjunto del movimiento internacional de los trabajadores y no, como muy frecuentemente se atribuye, limitadas al partido bolchevique, el cual se vio solo en la confrontación con los problemas concretos de organización de la dictadura del proletariado, sufriendo cruelmente las consecuencias de dichas debilidades.
Así, aunque el programa habla de «nacionalización» y el discurso introductorio de Rosa Luxemburgo da a entender que ese aspecto del Manifiesto comunista sigue siendo válido para el arranque de la transformación socialista ([11]), ello es ciertamente porque la amarga experiencia de la Revolución rusa aún no había desmentido la ilusión de que con el capitalismo de Estado se pudiera dar un paso válido hacia el socialismo. Tampoco el programa podía resolver el problema de la relación entre los Consejos obreros y los órganos del Estado en el período de transición. La necesidad de establecer una clara distinción entre ambos fue el producto de una reflexión de las fracciones comunistas de izquierda ante las lecciones de la degeneración de la revolución. Lo mismo en lo concerniente a la cuestión del partido. Contrariamente al aserto de Robert Camoin citado más arriba, el programa no ignora el papel del partido. Para empezar desde el lado más positivo se trata de un documento político del partido desde el principio hasta el fin, expresando un entendimiento real, práctico, del papel del partido en la revolución. Y desde el lado negativo, pese a que el programa repite con énfasis que la dictadura del proletariado y la construcción del socialismo solo pueden ser obra de las masas mismas, la sección final del programa muestra que el KPD, como pasaba también con los bolcheviques, no había superado la noción parlamentaria según la cual el partido toma el poder en nombre de la clase: «La Liga Espartaco se niega a compartir el gobierno con los lacayos de la clase capitalista, los Scheidemann-Ebert y cía... La Liga Espartaco rechazará igualmente tomar el poder porque los Scheidemann-Ebert y cía se han desacreditado ellos mismos completamente y el Partido socialista independiente al cooperar con ellos se ha convertido en su más ciego aliado. La Liga Espartaco no tomará el poder más que a través de una clara manifestación de la incuestionable voluntad de la gran mayoría de la masa proletaria de Alemania. Solo tomará el poder bajo la consciente aprobación de la masa de los trabajadores de los principios, objetivos y tácticas de la Liga Espartaco».
Este pasaje está imbuido del mismo espíritu proletario que el que expresa Lenin entre abril y octubre de 1917: rechazo del golpismo, insistencia absoluta en que el partido no puede tomar el poder sin que las masas hayan sido convencidas por su programa. Pero tanto bolcheviques como espartaquistas comparten el mismo punto de vista erróneo según el cual cuando el partido gana la mayoría en los consejos se convierte en un partido de gobierno – una concepción que tiene graves consecuencias cuando la ola revolucionaria entre en un reflujo. Sin embargo, lo más sorprendente es la pobreza de la parte que aborda los «Problemas internacionales» casi tratada de pasada y extremadamente vaga acerca de la actitud del proletariado frente a la guerra imperialista y ante la extensión internacional de la revolución, dado que sin esa extensión todo avance revolucionario en un país es condenado a la derrota ([12]).
Pese a su importancia ninguna de esas debilidades era crítica y podía haber sido subsanada por la dinámica revolucionaria y su avance. Lo que fue crítico fue la inmadurez de la revolución en Alemania, el que fuera vulnerable a los cantos de sirena de la socialdemocracia y que cayera en una serie de insurrecciones aisladas en lugar de concentrar sus fuerzas en un asalto centralizado al poder burgués. Pero esta cuestión debe abordarse en otros documentos.
El próximo artículo de la serie abordará el año 1919, el cenit de la revolución mundial y examinará la plataforma de la Internacional comunista y el programa del Partido comunista de Rusia donde la dictadura del proletariado no era simplemente una aspiración sino una realidad.
CDW
[1] Ver, por ejemplo, «La gran mentira: comunismo = estalinismo = nazismo» en Revista internacional nº 92.
[2] Ver la serie «La Revolución alemana» en nuestra Revista internacional nºs 81, 82, 83, 85, 86, 88, 89, 90 y en este mismo número.
[3] El texto fue presentado como proyecto al congreso de fundación y adoptado formalmente por el de Berlín de diciembre de 1919.
[4] «Discurso ante el Congreso de fundación del Partido comunista alemán» en Obras escogidas de Rosa Luxemburgo, tomo II, edición en español.
[5] Ver «1895-1905: las ilusiones parlamentarias oscurecen la perspectiva de la revolución» en la Revista internacional nº 88.
[6] «Discurso ante el Congreso de fundación del Partido comunista alemán» en Obras escogidas de Rosa Luxemburgo, tomo II.
[7] Ver por ejemplo el libro que hemos escrito sobre la Izquierda comunista germano-holandesa (en francés e inglés).
[8] «Discurso ante el Congreso de fundación del Partido comunista alemán» en Obras escogidas de Rosa Luxemburgo, tomo II.
[9] Lenin, Obras completas, tomo 38, edición en español.
[10] Revista internacional nº 15.
[11] Para un análisis de las limitaciones, impuestas por la situación histórica, en ambos aspectos del Manifiesto comunista ver Revista internacional nº 72 el artículo de esta serie.
[12] Hay que subrayar que esa debilidad y otras fueron subsanadas en el programa de 1920 elaborado por el KAPD: su sección de medidas revolucionarias comienza con una propuesta de que la República de consejos de Alemania se fusione inmediatamente con la Rusia soviética.
En el artículo anterior de esta serie ([1]), que trataba del golpe de Kapp en 1920, decíamos de qué modo había vuelto la clase obrera a la ofensiva tras haber sufrido las derrotas de 1919. Sin embargo, en el plano internacional, el empuje revolucionario estaba declinando.
El final de la guerra había calmado ya en muchos países la fiebre revolucionaria. Había permitido sobre todo a la burguesía utilizar la división entre los obreros de los «países vencedores» y los de «los vencidos». Las fuerzas del capital están además logrando aislar cada día más el movimiento revolucionario en Rusia. Las victorias del Ejército rojo sobre los ejércitos blancos, fuertemente apoyados por las democracias burguesas, no impiden que la burguesía prosiga su contraofensiva a nivel internacional.
En Rusia misma, el aislamiento de la revolución y la creciente integración del Partido bolchevique en el Estado ruso empiezan a hacer notar sus efectos. En marzo de 1921, los obreros y los marinos de Cronstadt se rebelan.
Con ese telón de fondo, el proletariado en Alemania da pruebas de una mayor combatividad que en los demás países. Por todas partes, los revolucionarios se ven ante el problema siguiente: ¿cómo reaccionar frente a la ofensiva de la burguesía ahora que la oleada revolucionaria mundial está en reflujo?.
En el seno de la Internacional comunista (IC) está produciéndose un giro político. Las 21 condiciones de admisión adoptadas por el IIº Congreso de la IC de enero de 1920 lo expresan claramente. Éstas imponen, en particular, el trabajo en los sindicatos al igual que la participación en las elecciones parlamentarias. La IC vuelve así a los viejos métodos utilizados en el período ascendente del capitalismo, con la esperanza de tener una influencia más amplia en la clase obrera.
Ese giro oportunista se plasma en Alemania, entre otras cosas, en la Carta abierta dirigida por el KPD en enero de 1921, a los sindicatos, al SPD y a la FAU (anarco-
sindicalistas), al KAPD y al USPD, proponiendo «al conjunto de los partidos socialistas y de las organizaciones sindicales, llevar a cabo acciones comunes para imponer las reivindicaciones políticas y económicas más urgentes de la clase obrera». Este llamamiento, que se dirige más especialmente a los sindicatos y al SPD, va a engendrar «el frente único obrero en las fábricas». «El VKPD quiere dejar de lado el recuerdo de la responsabilidad sangrienta de los dirigentes socialdemócratas mayoritarios. Quiere dejar de lado el recuerdo de los servicios prestados por la burocracia sindical a los capitalistas durante la guerra y en la revolución» («Offener Brief», Die Rote Fahne, 8/01/1921). Mediante lisonjerías oportunistas, el Partido comunista intenta atraer a su lado a partes de la socialdemocracia. Simultáneamente, teoriza, por vez primera, la necesidad de una ofensiva proletaria: «Si los partidos y los sindicatos a los que nos dirigimos se negaran a entablar la lucha, el Partido comunista alemán unificado se consideraría entonces obligado a llevarla a cabo solo y está convencido de que las masas le seguirían» (Ibidem).
Con la unificación entre el KPD y el USPD, realizada en diciembre de 1920 y que permitió la fundación del VKPD, volvió a resurgir el concepto de partido de masas. Esto queda reforzado por el hecho de que ahora el partido cuenta con más de 500 000 miembros. Y es así como en VKPD se deja deslumbrar por el porcentaje de votos obtenidos en las elecciones del Parlamento regional de Prusia en febrero de 1921, casi el 30 % de sufragios ([2]).
Se extiende así en su seno la idea de que es capaz de «poner candente» la situación en Alemania. Muchos se ponen a imaginarse un nuevo golpe de la extrema derecha, como el se produjo un año antes, que provocaría un levantamiento obrero con perspectivas de toma del poder. Estos planteamientos se deben, en lo esencial, a la influencia reforzada de la pequeña burguesía en el partido tras la reunificación del KPD y del USPD. Éste, al igual que toda corriente centrista en el movimiento obrero, está muy influenciado por las ideas y los comportamientos de la pequeña burguesía. Además, el crecimiento numérico del partido tiende a acelerar el peso del oportunismo así como el del inmediatismo y la impaciencia típicos de la pequeña burguesía.
Es en ese contexto de reflujo de la oleada revolucionaria a nivel internacional, acompañado en Alemania de la mayor confusión en el seno del movimiento revolucionario, cuando la burguesía lanza una nueva ofensiva contra el proletariado en marzo de 1921. Son los obreros de la Alemania central los que van a ser el blanco principal del ataque. Durante la guerra, se había formado una gran concentración proletaria en esa región en torno a las factorías Leuna en Bitterfeld y de la cuenca de Mansfeld. La mayoría de los obreros son relativamente jóvenes y combativos pero no posee una gran experiencia organizativa. El VKPD, ya sólo él, cuenta en la zona con 66000 miembros, el KAPD con 3200. En las factorías Leuna 2000 de los 20 000 obreros forman parte de las uniones obreras.
La burguesía tiene la intención de pacificar la región, pues numerosos obreros, tras los enfrentamientos de 1919 y el putsch de Kapp, se han guardado las armas.
El 19 de marzo de 1921, fuertes tropas de policía ocupan Mansfeld para llevar a cabo el desarme de los obreros.
Esa orden no procede del ala de extrema derecha de la clase dominante (presente en el ejército o en los partidos de derechas), sino del gobierno elegido democráticamente. Una vez más, va a ser la democracia la encargada de hacer de verdugo de la clase obrera, intentando aplastarla por todos los medios.
Para la burguesía se trata, mediante el desarme y la derrota de una fracción relativamente joven y muy combativa del proletariado alemán, de debilitar y desmoralizar a la clase obrera en su conjunto. Más particularmente, la clase dominante prosigue su objetivo de asestar un rudo golpe a la vanguardia de la clase obrera, a sus organizaciones revolucionarias. Obligar a entrar en una lucha decisiva prematura en la Alemania central dará la ocasión al Estado de aislar a los comunistas del conjunto de la clase obrera. Intenta desprestigiarlos para luego someterlos a la represión. Para el Estado se trata de quitarle al VKPD recién fundado toda posibilidad de consolidarse, así como impedir el acercamiento que se está produciendo entre el VKPD y el KAPD. Además de su propio interés, el capital alemán actúa en realidad en nombre de toda la burguesía mundial para acentuar el aislamiento de la revolución rusa y de la IC.
La Internacional, en esos momentos, espera impaciente que se produzcan movimientos de lucha que vengan a apoyar desde fuera la Revolución rusa. Se espera en cierto modo que se produzca una ofensiva de la burguesía para que la clase obrera, metida en una situación difícil, reaccione con fuerza. Atentados como el perpetrado por el KAPD contra la columna de la Victoria en Berlín el 13 de marzo se proponen claramente incitar a un desarrollo de la combatividad.
Paul Levi refiere así la intervención del enviado de Moscú, Rakosi, durante una sesión de la Central: «El camarada explicaba: Rusia está en una situación dificilísima. Sería de lo más necesario que Rusia sea aliviada por movimientos en Occidente y, en base a esto, el Partido alemán debería pasar inmediatamente a la acción. El VKPD tiene hoy 50 000 afiliados mediante los cuales se podrían alzar 1 500 000 proletarios, lo suficiente para echar abajo al gobierno. Era pues favorable a entablar un combate inmediato con la consigna de derribar al gobierno» (P. Levi, Carta a Lenin, 27/03/1921).
«El 17 de marzo se organiza una sesión del Comité Central del KPD durante la cual la impulsión o las directivas del camarada enviado de Moscú fueron adoptadas como tesis de orientación. El 18 de marzo Die Rote Fahne se alinea con la nueva resolución, llamando a la lucha armada sin decir previamente por qué objetivos y manteniendo el mismo tono durante algunos días» (Ibidem).
La tan esperada ofensiva del gobierno se entabla en marzo de 1921 con la entrada de las tropas de policía en la Alemania central.
Las fuerzas de policía enviadas el 19 de marzo a Alemania central por el ministro socialdemócrata Hörsing tenían la orden de hacer pesquisas en las casas para desarmar a toda costa a los obreros. La experiencia del golpe de Kapp ha disuadido al gobierno de alistar a soldados del ejército (Reichswehr).
La misma noche se decide la huelga general en la región a partir del 21 de marzo. El 23 de marzo se producen los primeros enfrentamientos entre las tropas de la policía de seguridad del Reich (SiPo) y los obreros. Ese mismo día, los obreros de la fábrica Leuna de Merseburg declaran la huelga general. El 24 de marzo, el KAPD y el VKPD lanzan un llamamiento conjunto a la huelga general en toda Alemania. Siguiendo ese llamamiento, se producen manifestaciones y tiroteos esporádicos entre huelguistas y la policía en varias ciudades de Alemania. Unos 300000 obreros participan en la huelga en todo el país.
La zona principal de enfrentamiento sigue siendo, sin embargo, la región industrial de la Alemania central, en donde unos 40000 obreros y 17000 soldados de la Reichswehr y de la policía se hacen frente. En las factorías Leuna se organizan 17 centurias proletarias armadas. Las tropas de policía lo hacen todo para asaltarlas. Sólo después de varios días lograrán conquistar la fábrica. Para ello, el gobierno ha echado mano incluso de la aviación que bombardea las fábricas. Todo vale contra la clase obrera.
Por iniciativa del KAPD y del VKPD se cometen atentados en Dresde, Freiberg,
Leipzig, Plauen y otros lugares. Los diarios Hallische Zeitung y Saale Zeitung, que actúan de manera especialmente provocadora contra los obreros son reducidos al silencio mediante explosivos.
Mientras que la represión en la Alemania central arrastra espontáneamente a los obreros a la resistencia armada, estos no logran, sin embargo, oponer una resistencia coordinada a los esbirros del gobierno. Los grupos de combate organizados por el VKPD y dirigidos por E. Eberlein están mal preparados tanto en lo militar como en el organizativo. Max Hölz, a la cabeza de una tropa obrera de combate de 2500 hombres, consigue llegar a unos kilómetros de la fábrica Leuna sitiada por las tropas gubernamentales e intenta reorganizar sus fuerzas. Sus tropas son exterminadas el 1º de abril, dos días antes de la toma por asalto de las factorías Leuna. Aunque no se ha expresado ninguna combatividad en otras ciudades, el VKPD y el KAPD llaman a la respuesta armada contra las fuerzas de policía: «Llamamos a la clase obrera a entrar en lucha activa por los objetivos siguientes:
1) el derrocamiento del gobierno (...)
2) el desarme de la contrarrevolución y el armamento de los obreros» (Llamamiento del 17 de marzo de 1921).
En otro llamamiento del 24 de marzo, la Central del VKPD dice a los obreros: «Pensad que el año pasado habéis derrotado en cinco días a los guardias blancos y a la chusma de los Cuerpos francos del Báltico gracias a la huelga general y a la sublevación armada. ¡Luchad con nosotros como el año pasado, codo con codo, para echar abajo la contrarrevolución! ¡Declarad por todas partes la huelga general! ¡Quebrad por la violencia la violencia de la contrarrevolución! ¡Desarme de la contrarrevolución, armamento y formación de las milicias locales a partir de las células de obreros, de empleados y de los funcionarios organizados!.
¡Formad inmediatamente milicias locales proletarias! ¡Aseguraos del poder en las fábricas! ¡Organizad el poder a través de los consejos de fábrica y de los sindicatos! ¡Cread trabajo para los desempleados!».
Sin embargo, localmente, las organizaciones de combate del VKPD así como los obreros que se han armado espontáneamente no solo están mal preparados, sino que las instancias locales del partido están sin contacto con la Central. Los diferentes grupos de combate, los más conocidos son los de Max Hölz y Karl Plättner, combaten en diferentes lugares de la zona de insurrección, aislados unos de otros. En ninguna parte existen consejos obreros que puedan coordinar las acciones. En cambio, las tropas gubernamentales de la burguesía ¡sí que se encuentran en estrecho contacto con el gran cuartel general que las dirige!
Tras la caída de las fábricas Leuna, el VKPD retira su llamamiento a la huelga general el 31 de marzo. El 1º de abril, los últimos grupos obreros armados de Alemania central se disuelven.
¡El orden burgués reina de nuevo! De nuevo, la represión se desencadena. De nuevo, cantidad de obreros son sometidos a las brutalidades de la policía. Cientos de ellos son pasados por las armas, más de seis mil son detenidos.
Se ha hundido la esperanza de la gran mayoría del VKPD y del KAPD, según la cual una acción provocadora por parte del aparato de represión del Estado desataría una dinámica y fuerte respuesta en las filas obreras. Los obreros de la Alemania central quedan aislados.
Parece evidente que el VKPD y el KAPD han llamado al combate sin haber tenido en cuenta el conjunto de la situación, distanciándose totalmente de los obreros vacilantes, de quienes no estaban todavía preparados para entrar en acción, creando una división en la clase obrera con la adopción de la consigna «Quien no está conmigo está en contra de mí» (editorial de Die Rote Fahne del 20 de marzo)
En lugar de reconocer que la situación no es favorable, Die Rote Fahne escribe: «No solo vuestros dirigentes, sino cada uno de vosotros es responsable cuando tolera, en silencio o protestando sin actuar, que los Ebert, Severing, Hörsing puedan ejercer el terror y la justicia blancos sobre los obreros. (...) Vergüenza e ignominia para el obrero que se queda al margen, vergüenza e ignominia para el obrero que no sabe cuál es su sitio».
Para provocar artificialmente la combatividad, se intenta alistar a desempleados como punta de lanza. «Los desempleados han sido enviados delante como destacamento de asalto. Han ocupado las puertas de las fábricas. Les forzaron a entrar al interior, apagaron los fuegos aquí y allá e intentaron hacer salir a los obreros a puñetazos fuera de las fábricas (...) ¡Qué espectáculo espantoso ver a los desempleados hacerse expulsar de las fábricas, llorando bajo los golpes recibidos y ver huir después a quienes los habían enviado allá».
Que el VKPD, desde el inicio de las luchas, hiciera una falsa apreciación de la relación de fuerzas y que después del estallido de las luchas no hubiera sido capaz de revisar su análisis es ya algo trágico. Por desgracia lo hace todavía peor cuando lanza la consigna «Vida o muerte» según el falso principio de que los comunistas no retroceden nunca...
«En ningún caso un comunista, incluso en minoría, debe acudir al trabajo. Los comunistas han dejado las fábricas. Por grupos de 200, de 300 hombres, a veces más, otras menos, han salido de las fábricas: la fábrica sigue funcionando. Hoy están sin trabajo, pues los patronos se han aprovechado de la ocasión para depurar las fábricas de comunistas en un momento en que tenían a una gran parte de los obreros a su lado» (Levi, ibídem).
¿Qué balance de las luchas de marzo?
Ahora que la clase obrera comprueba cómo la burguesía le ha impuesto esta lucha y que le era imposible evitarla, el VKPD «comete una serie de errores, y el principal fue que en lugar de hacer resaltar claramente el carácter defensivo de esta lucha, con su grito de ofensiva, da a los enemigos sin escrúpulos del proletariado, a la burguesía, al partido socialdemócrata y al partido independiente, un pretexto para denunciar al partido unificado como golpista. Ese error ha sido incrementado por cierto número de camaradas del partido, que han presentado la ofensiva como el método de lucha esencial del Partido comunista unificado de Alemania en la situación actual» («Tesis sobre la táctica», IIIer Congreso de la IC, junio de 1921, Manifiestos, Tesis y Resoluciones de los cuatro primeros congresos de la Internacional comunista).
Que los comunistas intervengan para reforzar la combatividad es uno de sus primeros deberes. Pero no deben hacerlo a cualquier precio.
«En la práctica, los comunistas son pues la fracción más decidida de los partidos obreros de todos los países, la fracción que lleva tras sí a las demás: teóricamente, poseen sobre el resto del proletariado la ventaja de una comprensión clara de las condiciones, de la marcha y de los fines generales del movimiento proletario» (Marx y Engels, Manifiesto del Partido comunista, 1848). Por eso los comunistas deben caracterizarse respecto a su clase en su conjunto por su capacidad para analizar correctamente la relación de fuerzas entre las clases, para poner a la luz del día la estrategia del enemigo de clase. Animar a una clase débil o insuficientemente preparada para los combates decisivos así como hacerla caer en las trampas montadas por la burguesía, es de lo más irresponsable que los revolucionarios pueden realizar. Su primera responsabilidad es desarrollar su capacidad de análisis del estado de la conciencia y de la combatividad en la clase obrera así como de la estrategia adoptada por la clase dominante. Sólo así podrán desempeñar las organizaciones revolucionarias su verdadero papel dirigente de la clase.
Inmediatamente después de la Acción de marzo, se desarrollan fuertes combates en el seno del VKPD y del KAPD.
En un artículo de orientación del 4-6 de abril de 1921, Die Rote Fahne afirma que «El VKPD ha inaugurado una ofensiva revolucionaria» y que la Acción de marzo es «el principio, el primer episodio de las luchas decisivas por el poder».
El 7 y 8 de abril su Comité central se reúne y en lugar de entablar un análisis crítico de la intervención, Heinrich Brandler intenta ante todo justificar la política del partido. Para él la debilidad principal reside en una falta de disciplina de los militantes locales del VKPD y en los fallos de la organización militar. Declara: «Nosotros no hemos sufrido ninguna derrota, era una ofensiva».
Paul Levi hace la crítica más virulenta contra la actitud del partido durante la Acción de marzo.
Tras haber dimitido del Comité central en febrero de 1921 junto a Clara Zetkin, a causa, entre otras razones, de las divergencias sobre la fundación del Partido comunista de Italia, Paul Levi será una vez más incapaz de hacer avanzar a la organización mediante la crítica. Lo más trágico «es que Levi tenía en el fondo razón en muchos aspectos de su crítica a la Acción de marzo de 1921 en Alemania» (Lenin, «Carta a los comunistas alemanes», 14 de agosto de 1921, Obras, T. 32). Pero en lugar de hacer su crítica en el marco de la organización, según las reglas y principios de ésta, él redacta un folleto el 3-4 de abril que publica en el exterior a partir del 12 de abril sin someterlo previamente a debate en el partido ([3]).
En ese folleto, no sólo conculca la disciplina organizativa, sino que expone también detalles referentes a la vida interna del partido. Al hacer esto, está rompiendo un principio proletario e incluso está poniendo en peligro la organización al exponer públicamente su modo de funcionamiento. Y es excluido del partido el 15 de abril por comportamiento peligroso para su seguridad ([4]).
Levi, quien tenía tendencia, como lo expusimos en un artículo precedente sobre el Congreso del KPD de Heilderberg en octubre de 1919, a concebir cualquier crítica como un ataque contra la organización e incluso contra su propia persona, ahora sabotea todo funcionamiento colectivo. Su punto de vista lo expresa bien: «O bien la Acción de marzo era válida y entonces es lógico que se me expulse [del Partido], o bien la Acción de marzo era un error y entonces mi folleto está plenamente justificado» (Levi, Carta a la Central del VKPD). Esta actitud perjudicial para la organización es criticada en varias ocasiones por Lenin. Tras el anuncio de la dimisión de Levi de la Central del VKPD en febrero, escribe al respecto: «¡¿Y la dimisión del comité central!? Ése es, en todos los casos, el mayor error. Si se toleran esa tipo de actitudes, como la de que los miembros del Comité central dimitan de éste en cuanto están en minoría, el desarrollo y la decantación en los partidos comunistas no seguirán nunca un curso normal. En lugar de dimitir, más vale discutir varias veces los problemas en litigio junto con el Comité ejecutivo. [...] Es imprescindible hacer todo lo posible e incluso lo imposible, pero, cueste lo que cueste, evitar las dimisiones y no agravar las divergencias» (Lenin, «Carta a Clara Zetkin y a Paul Levi», 16 de abril de 1921, Obras, tomo 45).
Las acusaciones, en parte exageradas, con que Levi carga al VKPD (al que ve casi como el único culpable, dejando de lado la responsabilidad de la burguesía en el estallido de las luchas de marzo) se basan en una visión bastante deformada de la realidad.
Tras su exclusión del partido, Levi edita durante un corto período la revista El Soviet que se convierte en portavoz de quienes se oponen al rumbo tomado por el VKPD.
Levi intenta exponer su crítica a la táctica del VKPD ante el Comité central, el cual se niega a admitirlo en sus sesiones. Es Clara Zetkin quien lo hace en su lugar. Defiende que «los comunistas no tienen la posibilidad (...) de emprender acciones en lugar del proletariado, sin el proletariado y, en fin de cuentas, incluso contra el proletariado» (Levi, ibídem) Clara Zetkin propone entonces una contrarresolución a la toma de posición del partido. Pero la sesión del Comité central rechaza mayoritariamente la crítica, subrayando que «Zafarse ante la acción (...) era imposible para un partido revolucionario y hubiera sido una renuncia pura y simple de su vocación para dirigir la revolución». El VKPD «debe, si quiere cumplir con su tarea histórica, mantenerse firme en la línea de la ofensiva revolucionaria, la cual es la base de la Acción de marzo y caminar por esa vía con decisión y confianza» («Leitsätze über Märzaktion», Die Internationale nº 4, abril de 1921).
La Central persiste en la continuación de la ofensiva en la que se ha comprometido y rechaza todas las críticas. En una proclama del 6 de abril de 1921, el Comité ejecutivo de la Internacional comunista (CEIC) aprueba la actitud del KPD afirmando: «La Internacional comunista os dice: “Habéis actuado bien” (...) Preparaos para nuevos combates» (publicado en Die Rote Fahne del 14 de abril de 1921).
Y es así como en el IIIer Congreso mundial de la IC aparecen los desacuerdos sobre el análisis de los acontecimientos de Alemania. Especialmente, el grupo en torno a Zetkin en el VKPD es fuertemente atacado en la primera parte de la discusión. Serán las intervenciones y la autoridad de Lenin y Trotski las que darán una vuelta a los debates calmando los ánimos.
Lenin, ocupado por los acontecimientos de Cronstadt y la dirección de los asuntos del Estado, no ha tenido tiempo de seguir los acontecimientos en Alemania como tampoco los debates sobre el balance que debe sacarse de ellos. Empieza apenas a interesarse por ellos. Por un lado, rechaza la ruptura de la disciplina de Levi con la mayor firmeza, y por otro, anuncia que la Acción de marzo por «su importancia de significado internacional, debe ser sometida al IIIer Congreso de la Internacional comunista». La preocupación de Lenin es que la discusión en el partido sea lo más amplia posible y sin trabas.
W. Koenen, representante del VKPD en el CEIC, es enviado a Alemania por éste para que el Comité central del partido no tome una decisión definitiva contra la oposición. En la prensa del partido, las críticas a la Acción de marzo vuelven a poder publicarse. La discusión sobre la táctica prosigue.
Sin embargo, la mayoría de la Central sigue defendiendo la toma de posición adoptada en marzo. Arkadi Maslov exige una nueva aprobación de la Acción de marzo. Guralski, un enviado del CEIC declara incluso: «No nos preocupemos por el pasado. las próximas luchas políticas del Partido serán la mejor respuesta a la tendencia Levi». En la sesión del Comité central de los 3 y 4 de mayo, Thalheimer interviene para que se vuelva a la unidad de acción de los obreros. F. Heckert aboga por un reforzamiento del trabajo en los sindicatos.
El 13 de mayo, Die Rote Fahne publica unas Tesis que desarrollan el objetivo de acelerar artificialmente el proceso revolucionario. Se cita como ejemplo la Acción de marzo. Los comunistas «deben, en situaciones particularmente graves en las que los intereses esenciales del proletariado están amenazados, ir un paso delante de las masas e intentar, con su iniciativa, hacerlas entrar en lucha, aún a riesgo de no ser seguido más que por una parte de la clase obrera». W. Piek, quien en enero de 1919 se había lanzado a la insurrección con K. Liebknecht en contra de las decisiones del Partido, piensa que los enfrentamientos en el seno de la clase obrera «se volverán a producir con más frecuencia todavía. Los comunistas deben volverse contra los obreros cuando éstos no siguen nuestros llamamientos».
Si el VKPD y el KAPD han dado un paso adelante queriendo por vez primera emprender acciones comunes, por desgracia éstas se desarrollan en condiciones muy desfavorables. El denominador común de la actitud del VKPD y del KAPD en la Acción de marzo es la de ayudar a la clase obrera en Rusia. El KAPD todavía defiende en esa época la Revolución rusa. Los consejistas, surgidos de él, tomarán una posición opuesta.
Sin embargo, la intervención del KAPD sufre de contradicciones internas. Por un lado, la dirección lanza un llamamiento común a la huelga general con el VKPD y envía a dos representantes de la Central a Alemania central, F. Jung y F. Rasch, para apoyar la coordinación de las acciones de combate, y, del otro, los dirigentes locales del KAPD, Utzelmann y Prenzlow, basándose en su conocimiento de la situación de la cuenca industrial de la Alemania central, consideran insensato cualquier intento de alzamiento y no quieren que se vaya más lejos que la huelga general. Han intervenido, por otra parte, ante los obreros de Leuna para que permanezcan en las factorías y se preparen a entablar una lucha defensiva. La dirección del KAPD reacciona sin concertarse con las instancias locales del partido.
En cuanto termina el movimiento, el KAPD apenas si hace un principio de análisis crítico de su propia intervención. Desarrolla además un análisis contradictorio sobre su propia intervención. En una respuesta al folleto de P. Levi, pone de relieve la problemática errónea de los planteamientos de la Central de VKPD. H. Gorter escribe:
«El VKPD, con su acción parlamentaria (que en las condiciones del capitalismo en quiebra no es otra cosa que engaño a las masas), ha desviado al proletariado de la acción revolucionaria. Ha reunido a cientos de miles de no comunistas para convertirse en “partido de masas”. El VKPD ha apoyado a los sindicatos con su táctica de creación de células en éstos (...) cuando la revolución alemana, cada vez más impotente, retrocedió, cuando los mejores elementos del VKPD cada vez más insatisfechos, empezaron a exigir que se entrara en acción, el VKPD decidió entonces, de repente, intentar conquistar el poder político. ¿En qué consistió ese intento?: antes de la provocación de Hörsting y de la SiPo, el VKPD decidió una acción artificial desde arriba, sin impulso espontáneo de las grandes masas; o sea que adoptó la táctica del golpe.
El Comité ejecutivo y sus representantes en Alemania habían insistido desde hace tiempo para que el Partido golpeara y demostrara que era un partido revolucionario de verdad. ¡Como si lo esencial de una táctica revolucionaria consistiera solamente en golpear con todas sus fuerzas!. Al contrario, cuando en lugar de dar firmeza a la fuerza revolucionaria del proletariado, un partido mina esa misma fuerza y debilita al proletariado con su apoyo al parlamento y a los sindicatos y, después (¡de semejantes preparativos!) se decide de repente a golpear lanzando una gran acción ofensiva en favor de ese mismo proletariado que acaba de debilitar de esa manera, lo único de lo que se trata es de un putsch. Es decir, de una acción decretada desde arriba, que no se arraiga en las masas mismas y que por consiguiente está abocada al fracaso desde el principio. Y tal intento de golpe no tiene nada de revolucionario; es tan oportunista como el parlamentarismo o la táctica de las células sindicales. Sí, esa táctica es el envés inevitable del parlamentarismo y de la táctica de las células sindicales, del «enganche» fácil de elementos no comunistas, de la política de jefes que sustituye a la de las masas, o peor todavía, a la política de clase. Esa táctica débil, intrínsecamente corrompida, acaba fatalmente llevando al golpe» (Hermann Gorter, «Lecciones de la Acción de marzo», Conclusión a la carta abierta al camarada Lenin, Der Proletarier, mayo de 1921).
Este texto del KAPD señala con toda justicia la contradicción entre la táctica del frente único, que refuerza las ilusiones de los obreros hacia los sindicatos y la socialdemocracia y el llamamiento simultáneo y repentino al asalto contra el Estado. Pero, al mismo tiempo, en su propio análisis, se encuentran contradicciones: mientras que por un lado se habla de acción defensiva de los obreros, por otro lado, se caracteriza la acción de marzo como «la primera ofensiva consciente de los proletarios alemanes contra el poder del Estado burgués» (F. Kool, Die Linke gegen die Parteiherrschaft). A este respecto, el KAPD hace la misma constatación: «las amplias masas obreras se han mantenido neutrales, cuando no hostiles, respecto a la vanguardia combativa». En el Congreso extraordinario del KAPD de septiembre de 1921, no se irá más lejos en lo que a lecciones de la Acción de marzo se refiere.
Con ese telón de fondo, los virulentos debates en el VKPD y los análisis contradictorios del KAPD, tiene lugar, a partir de junio de 1921, el IIIer Congreso de la Internacional comunista.
En la Internacional, el proceso de formación de tendencias se ha puesto en marcha. El propio CEIC no tiene, sobre los acontecimientos de Alemania, una posición unitaria y no habla con una sola voz. Desde hace tiempo el CEIC está dividido sobre el análisis de la situación en Alemania. Radek, sobre las posiciones y el comportamiento de Levi, hace numerosas críticas que han hecho suyas otros miembros de la Central. En el seno del VKPD, esas críticas no se expresan pública y abiertamente, ni en el congreso del partido ni en ningún otro sitio.
En lugar de debatir públicamente sobre el análisis de la situación, Radek ha causado profundos estragos en el funcionamiento del Partido. A menudo, las críticas no son expuestas de manera fraterna con la mayor claridad, sino solapadamente. A menudo, el centro del debate no son los errores políticos sino los individuos responsables de ellos. Se va imponiendo la tendencia a la personalización de las posiciones políticas. En lugar de construir la unidad en torno a una posición y a un método, en lugar de luchar como un cuerpo que funciona colectivamente, se va destruyendo de un modo totalmente irresponsable el tejido organizativo.
Más en general, ocurre que los comunistas en Alemania están profundamente divididos. Ya, de entrada, en esos momentos, hay dos partidos, el VKPD y el KAPD, que forman parte ambos de la IC, y que se enfrentan del modo más violento sobre el rumbo que debe tomar la organización.
Antes de la Acción de marzo, hay partes del VKPD que ocultan informaciones sobre la situación a la IC; ocurre también que las divergencias de análisis no se dan a conocer a la IC en toda su amplitud.
En la IC misma, no hay una reacción verdaderamente común ni de planteamiento unitario de la situación. El levantamiento de Cronstadt monopoliza totalmente la atención de la dirección del partido bolchevique, impidiéndole seguir más detalladamente la situación en Alemania. Además, la manera con la que se toman las decisiones en el CEIC es a menudo poco clara y lo mismo ocurre con los mandatos dados a las delegaciones. Por ejemplo, los mandatos dados a Radek y a otros delegados del CEIC para Alemania no parecen haber sido definidos con la suficiente claridad ([5]).
Así, en esa situación de división creciente, especialmente en el VKPD, los miembros del CEIC (especialmente Radek) han entrado oficiosamente en contacto con tendencias en el seno de los dos partidos, VKPD y KAPD, para acordar, sin saberlo los órganos centrales de ambas organizaciones, una serie de preparativos de tipo golpista. En lugar de animar a las organizaciones hacia la unidad, hacia la movilización y la clarificación, se favorece de ese modo su división, acentuando en su seno la tendencia a tomar decisiones fuera de las instancias responsables. Esta actitud, tomada en nombre del CEIC favorece en el KAPD y en el VKPD los comportamientos perjudiciales para la organización.
P. Levi critica así esa actitud: «Era cada vez más frecuente que los enviados del CEIC fueran más allá de sus plenos poderes y, después, apareciera que esos enviados, uno u otro de entre ellos, no habían recibido ningún pleno poder» (Levi, Unser weg, wider den Putschismus, 3 de abril de 1921).
Se evitan las estructuras de funcionamiento y decisión definidas en los estatutos, tanto en la IC como en el VKPD y el KAPD. En la Acción de marzo, en los dos partidos, el llamamiento a la huelga general se hace sin que el conjunto de la organización esté involucrada en la reflexión y en la decisión. En realidad son los camaradas del CEIC quienes han tomado contacto con elementos o algunas tendencias existentes en el seno de cada organización y han impulsado a pasar a la acción. Así, en realidad es... ¡el propio partido como tal el que es «evitado»!.
De ese modo es imposible llegar a un planteamiento unitario por parte de cada partido y menos todavía, a una acción común de ambos partidos.
En parte, el activismo y el golpismo se imponen en cada una de las dos organizaciones, acompañados de comportamientos individuales muy destructivos para el partido y la clase en su conjunto. Cada tendencia empieza a llevar su propia política y a crear sus propios canales informales y paralelos. La preocupación por la unidad del partido, por un funcionamiento conforme con los estatutos se ha ido perdiendo en gran parte.
Aunque la IC se ha ido debilitando a causa de la identificación creciente del partido bolchevique con los intereses del Estado ruso y por el viraje oportunista de la adopción de la táctica de Frente único, el IIIer Congreso mundial va a ser, sin embargo, un momento de crítica colectiva, proletaria, de la Acción de marzo.
Para el Congreso, el CEIC, por una preocupación política justa propugnada por Lenin, impone la presencia de una delegación de representantes de la oposición existente en el VKPD. Mientras que la delegación de la Central del VKPD sigue intentando amordazar todas las críticas a la Acción de marzo, el Buró político del PCR(b), por propuesta de Lenin, decide: «Como base a esta resolución, se debe adoptar un estado de ánimo de detallar lo mejor posible, hacer resaltar los errores concretos cometidos por el VKPD durante la Acción de marzo y estar tanto más alerta contra su repetición».
En el discurso introductorio a la discusión sobre «La crisis económica y las nuevas tareas de la Internacional comunista» Trotski subraya: «Hoy, por vez primera, vemos y sentimos que no estamos tan cerca de la meta, la conquista del poder, la revolución mundial. En 1919, decíamos: “Es cuestión de meses”. Hoy decimos: “Será, sin duda, cuestión de años” (...) El combate será quizás largo, no progresará tan febrilmente como sería de desear, será muy difícil y exigirá múltiples sacrificios» (Trotski, Actas del IIIer Congreso).
Lenin: «Por eso el Congreso debía acabar con las ilusiones de izquierda según las cuales el desarrollo de la revolución mundial iba a seguir a gran velocidad con su impetuoso ritmo inicial y sin interrupción íbamos a ser transportados por una segunda oleada revolucionaria y que la victoria depende únicamente de la voluntad del partido y de su acción» (C. Zetkin, Recuerdos de Lenin).
La Central del VKPD, bajo la responsabilidad de A. Thalheimer y de Bela Kun, envía para el Congreso, un proyecto de Tesis sobre la táctica que impulsa a la IC a entrar en una nueva fase de acción. En una carta a Zinoviev del 10 de junio de 1921, Lenin considera que: «Las tesis de Thalheimer y de Bela Kun son en el plano político, radicalmente falsas» (Lenin, Cartas).
Los partidos comunistas no han conquistado en ninguna parte a la mayoría de la clase obrera, no solo como organización sino también en cuanto a los principios del comunismo. Por eso, la táctica de la IC es la siguiente: «hay que luchar sin pausa y sistemáticamente para ganarse a la mayoría de la clase obrera, y primero en el interior de los viejos sindicatos» (Ibídem).
Frente al delegado Heckert, Lenin piensa que: «La provocación era clara como la luz del sol. Y en lugar de movilizar con un objetivo defensivo a las masas obreras para repeler los ataques de la burguesía y dar la prueba que teníais el derecho de vuestro lado, os habéis inventado vuestra “teoría de la ofensiva”, teoría absurda que brinda a todas las autoridades policiacas y reaccionarias la posibilidad de presentaros como los que han tomado la iniciativa de la agresión contra la que había que defender al pueblo!» (Heckert, «Mis encuentros con Lenin», en Lenin tal como era).
Aunque antes Radek había apoyado la Acción de marzo, en su informe presentado en nombre del CEIC, habla del carácter contradictorio de la Acción de marzo: encomia el heroísmo de los obreros que han combatido y critica por otro lado la política de la Central de VKPD. Trotski caracteriza la Acción de marzo como una tentativa totalmente desafortunada que «si se repitiera, acabaría llevando al partido a su perdición». Subraya que: «Es nuestro deber decir claramente a los obreros alemanes que nosotros consideramos esta idea de la ofensiva como el mayor de los peligros y que, en su aplicación práctica, es el peor de los crímenes políticos» (Actas del IIIer Congreso).
La delegación del VKPD y los delegados de la oposición en el VKPD, especialmente invitados, se enfrentan en el Congreso.
El Congreso es consciente de las amenazas que se ciernen sobre la unidad del partido. Por eso impulsa a un compromiso entre la dirección y la oposición del VKPD. Se obtiene el compromiso siguiente: «El Congreso estima que toda fragmentación de las fuerzas en el seno del Partido comunista unificado de Alemania, toda formación de fracciones, por no hablar de escisión, es un gran peligro para el conjunto del movimiento». Al mismo tiempo, la resolución adoptada pone en guardia contra toda actitud revanchista: «El Congreso espera de la dirección central del Partido comunista unificado de Alemania una actitud tolerante para con la antigua oposición, con tal de que ésta aplique lealmente las decisiones tomadas por el IIIer Congreso (...)» («Resolución sobre la Acción de marzo y sobre el Partido comunista unificado de Alemania», IIIer Congreso de la IC, junio de 1921, Manifiestos, Tesis y Resoluciones de los cuatro primeros congresos mundiales de la Internacional comunista).
Durante los debates del IIIer Congreso, la delegación de KAPD apenas si expresa una autocrítica sobre la Acción de marzo. Parece más bien concentrar sus esfuerzos sobre cuestiones de principio referentes al trabajo en los sindicatos y en el parlamento.
A la vez que el IIIer Congreso consigue ser muy autocrítico frente a los peligros golpistas aparecidos en la Acción de marzo, poniendo en guardia contra ellos y arrancando de raíz el «activismo ciego», en cambio, por desgracia, se mete por el camino trágico y nefasto del Frente único. Rechaza el peligro del golpismo, pero se confirma y acelera el viraje oportunista iniciado por la adopción de las 21 condiciones de admisión. No se han corregido los graves errores, puestos de relieve por Gorter en nombre del KAPD, de la vuelta atrás de la IC con lo del trabajo en los sindicatos y la vía parlamentaria.
Animado por los resultados del IIIer Congreso, el VKPD, en otoño de 1921, adopta la táctica del Frente único. Al mismo tiempo, ese Congreso plantea un ultimátum al KAPD: o fusión con el VKPD o exclusión de la IC. En septiembre de 1921, el KAPD abandona la IC. Una parte se precipita a la aventura de fundar inmediatamente una Internacional comunista obrera. Y unos cuantos meses más tarde se produce una escisión en su seno.
El KPD (que ha vuelto a cambiar de nombre en agosto de 1921) abre cada día más las puertas a los malos vientos del oportunismo. La burguesía, por su parte, ha alcanzado sus objetivos: otra vez, gracias a la Acción de marzo, ha logrado afianzar su ofensiva y debilitar todavía más a la clase obrera.
Si las consecuencias de la actitud golpista son ya asoladoras para la clase obrera en su conjunto, lo son todavía más para los comunistas: éstos vuelven a ser las primeras víctimas de la represión. Se refuerza más todavía la caza al comunista. Una ola de dimisiones golpea al KPD. Muchos militantes están desmoralizados tras el fracaso del alzamiento. A principios de 1921, el VKPD tenía entre 350 000 y 400 000 miembros. A finales de agosto, ya solo tiene 160 000. En noviembre, entre 135 000 y 150 000 militantes.
La clase obrera en Alemania ha vuelto a luchar sin tener tampoco esta vez con ella a un partido fuerte y consecuente.
DV
[1] Los artículos anteriores de esta serie se han publicado en las Revista Internacional nos 81, 82, 83, 85, 86, 88, 89 y 90.
[2] En las elecciones al Landtag de Prusia de febrero del 21, el VKPD obtuvo más de 1 millón de votos; el USPD, la misma cantidad; el SPD más de 4 millones. En Berlín el VKPD y el USPD obtuvieron juntos más votos que el SPD.
[3] C. Zetkin, que está de acuerdo con las críticas de Levi, le exhorta en varias cartas para que no adopte un comportamiento perjudicial para la organización. Así, el 11 de abril le escribe: «Debe usted retirar la nota personal del prefacio. Me parece políticamente benéfico que no pronuncie ningún juicio personal sobre la Central y sus miembros a quienes usted considera aptos para el manicomio y de quienes pedía la revocación, etc. Es más razonable que se atenga únicamente a la política de la Central, dejando fuera de juego a quienes sólo son sus portavoces (...) Solo los excesos personales deben ser suprimidos». Levi no se deja convencer. Su orgullo y su tendencia a querer llevar siempre la razón, al igual que su idea monolítica, tendrán consecuencias funestas.
[4] «Paul Levi no ha informado a la dirección del Partido de su intención de publicar un folleto, ni le ha dado a conocer los principales argumentos de su contenido.
Ha hecho imprimir su folleto el 3 de abril, en un momento en el que la lucha seguía en algunas partes del país, con miles de obreros ante los tribunales especiales, a los cuales Levi excita así para que dicten las condenas más duras. La Central reconoce el pleno derecho a la crítica al Partido antes y después de las acciones que lleva a cabo. La crítica en el terreno de la lucha y la completa solidaridad en el combate es una necesidad vital para el Partido y el deber revolucionario. La actitud de Paul Levi (...) no va en el sentido de reforzar al Partido, sino en el de su dislocación y destrucción» (central del VKPD, 16 de abril de 1921).
[5] La delegación del CEIC está compuesta por B. Kun, Pogany y Guralski. Desde la fundación del KPD, K. Radek desempeña la función de «hombre de enlace» entre el KPD y la IC. A menudo sin un mandato claro, Radek practica sobre todo la política de los canales «informales» y paralelos.
Debates entre grupos «bordiguistas»
La ofensiva desarrollada por la burguesía contra el comunismo y contra las minorías revolucionarias aún dispersas que existen hoy, es para la clase dominante cuestión de vida o muerte. La supervivencia de este sistema sometido a convulsiones internas siempre más profundas depende de la eliminación de toda posibilidad de maduración del movimiento revolucionario –en la reanudación de la lucha del proletariado– que tiende a destruirlo para instaurar el comunismo. Para alcanzar ese objetivo, la burguesía ha de desprestigiar, aislar y en consecuencia aniquilar política cuando no físicamente, a las vanguardias revolucionarias indispensables para el éxito del proyecto revolucionario del proletariado.
Para hacer frente a esa ofensiva y poder seguir defendiendo la perspectiva revolucionaria, el esfuerzo unitario de todos los componentes políticos que se reivindican auténticamente de la clase obrera es indispensable. En la historia del movimiento obrero, la existencia de varios partidos revolucionarios –hasta en el mismo país– no es una novedad; pero hoy, las vanguardias revolucionarias están llegando a la cita con la historia en una situación de dispersión organizativa, lo que no actúa a favor de la perspectiva revolucionara sino más bien a favor de los intereses de la burguesía. Tal dispersión no puede ser superada de forma voluntarista y oportunista, en agrupamientos en nombre de la «necesidad de construir el partido». Solo puede reabsorberse progresivamente mediante la discusión abierta entre las organizaciones revolucionarias actuales, en un debate que permita hacer salir a la luz las diferentes cuestiones y alcanzar una convergencia creciente, política primero y luego organizativa, de gran parte de esas organizaciones. Por otro lado, la existencia de un debate público entre las organizaciones revolucionarias, por la prensa o directamente en reuniones, es una necesidad imperiosa para la orientación de las nuevas fuerzas que están surgiendo en este período. Y, en fin, refuerza el campo revolucionario que, a pesar de todas las variedades posibles e imaginables, se presentaría ante los proletarios como una fuerza solidaria que combate a la burguesía.
Se han de notar al respecto avances importantes y significativos, realizados desde hace unos meses por varias formaciones políticas. Citaremos dos como ejemplo, aunque ya hemos hablado de ellos en nuestra prensa:
– la denuncia por parte de todos los componentes significativos del medio proletario de la campaña burguesa de mistificación contra el folleto Auschwitz ou le grand alibi, acusado de negar la realidad de las cámaras de gas cuando precisamente este folleto denuncia tanto al nazismo y a la democracia como las dos caras de una misma moneda ([1]);
– la defensa común de la Revolución rusa y de las lecciones que sacar de ésta en la reunión publica común de la CCI y de la CWO (Communist Workers Organisation) en octubre del 97 ([2]).
Aunque los grupos que se reivindican de Amadeo Bordiga y que son conocidos como bordiguistas ([3]) no reconozcan la existencia de un medio político proletario –a pesar de que implícitamente lo reconozcan de vez en cuando ([4])–, son, por su propia historia, un componente importante de aquél. Esa parte del campo revolucionario, la más importante hasta principios de los años 80, fue afectada en 1982 por una explosión totalmente inédita en la historia del movimiento obrero, dando origen a nuevas formaciones también de inspiración bordiguista que han venido a añadirse a las escisiones bordiguistas ya existentes, reivindicándose todas de la raíz original y que se llaman todas más o menos Partido comunista internacional. Semejante homonimia, añadida al hecho de que los grupos que surgieron de la explosión del antiguo Partido jamás han analizado seriamente las causas de la crisis del 82, es hasta hoy una debilidad importante para el conjunto del medio político proletario.
Pero esto ya está cambiando. Se va manifestando una apertura en el campo bordiguista, puesto que se han publicado, en sus prensas, sobre el tema de las razones de la crisis explosiva de 1982, varios artículos de polémica con otros grupos del campo proletario, en particular con grupos de la misma tendencia. Resulta esto muy importante puesto que rompe con la tradicional actitud de cerrazón sectaria típica del bordiguismo de posguerra según la cual había que adherirse al «Partido» por un acto de fe, ignorando cualquier otra formación proletaria. El hecho de existir hoy varios partidos con «denominación de origen» ha impuesto a cada uno la necesidad de demostrarlo en los hechos, de ahí la necesidad de hacer el balance de la historia reciente del bordiguismo y de las posiciones políticas defendidas por los demás grupos del mismo movimiento. Esto es positivo para esos mismos grupos como también para todos aquellos elementos en búsqueda de una referencia política y que se preguntarán desde hace tiempo cuáles pueden ser las diferencias entre Programma comunista, il Comunista, le Prolétaire, Programme communiste o il Partito comunista (llamado Partido de Florencia), para no hablar sino de los grupos más importantes entre los que forman parte de la Izquierda comunista. El debate franco y abierto actual, severo y riguroso cuando se realiza, es la única vía que por fin permitirá eliminar los errores del pasado y trazar perspectivas para el porvenir.
En este artículo, no nos meteremos en todos los elementos del debate que promete ser rico e interesante, pues hasta incluye un grupo exterior al movimiento bordiguista, el Partito comunista internazionalista (que publica Battaglia comunista), en la medida en que ese debate tiene su origen en los años 43-45, es decir antes de la escisión de 1952 entre el ala bordiguista propiamente dicha y el grupo que, siguiendo a Onorato Damen, se ha mantenido hasta hoy con el nombre de Battaglia Comunista ([5]). Resulta sin embargo importante señalar unos cuantos elementos que le dan todo su valor a este debate.
El primer aspecto es que la cuestión organizativa es el meollo mismo de la discusión: leer los diferentes artículos de estos grupos pone en evidencia hasta qué punto están animados por esta preocupación. Sin entrar en el fondo de la polémica entre Il Comunista-le Prolétaire y Programma Comunista, tema sobre el cual no podemos honradamente pronunciarnos categóricamente de momento, ambos grupos al evocar lo que ocurría en el viejo Programma comunista antes del 52 ponen en evidencia una confrontación entre un componente inmediatista y voluntarista por un lado ([6]), y por otro un componente más ligado al largo plazo de la maduración de la lucha de clases. Y ambos también ponen en evidencia la importancia central de la cuestión organizativa: organización de tipo «partidista» en contra de cualquier veleidad «movimentista» según la cual el movimiento propio de la clase sería en sí necesario y suficiente para que triunfe la revolución.
En su publicación de enero del 97, Programma comunista hace referencia a la necesidad de entender la importancia de la paciencia, de no caer en el inmediatismo, lo que no puede sino ser compartido como principio general.
Il Comunista-le Prolétaire contesta: «El partido de entonces (...) abrió las puertas a los impacientes y los apresurados, haciendo surgir secciones de la nada, animando a las secciones a que construyeran grupos comunistas de fábrica en todos los lugares así como comités por la defensa de los sindicatos de clase, buscando y aceptando el crecimiento numérico de las secciones a costa de un laxismo organizativo político y teórico». También insiste en la necesidad de defender la organización y el militantismo de cada compañero, que nosotros compartimos plenamente y con lo cual nos solidarizamos:
«¿De qué os sirve, ex camaradas del Partido, hablar tanto de una paciencia que jamás habéis tenido?. A la hora de defender política, teórica y prácticamente el patrimonio de las batallas de clase de la Izquierda comunista, cuando se trató de llevar a cabo un combate político en el terreno, en contra de los liquidadores de todo pelaje del partido, asumiendo la responsabilidad de esa batalla y siendo un polo de referencia para todos aquellos compañeros desorientados y aislados por la explosión del partido, tanto en Italia como en Francia, Grecia, España, Latinoamérica, Alemania, Africa o Medio Oriente, ¿en donde estabais?. Habíais desertado, habíais abandonado ese partido que os enorgullecéis hoy de representar y de cuya gloria os apropiáis. ¿Dónde estaba vuestra paciencia tan necesaria para seguir interviniendo dentro de la organización y explicar sin descanso a la mayoría de los camaradas cuáles eran los peligros en aquellos períodos de tan grandes dificultades?» (Il Comunista, no 55, junio de 1997).
El segundo aspecto que le da valor al debate es la tendencia a encarar, por fin, el problema de las raíces políticas de la crisis : «[hemos de trabajar] sobre el balance de la crisis del partido, sacando conclusiones de todas las cuestiones que dejó abiertas en particular la crisis explosiva pasada : la cuestión sindical, la cuestión nacional, la cuestión del partido y de sus relaciones con los demás grupos políticos y con la clase, la cuestión de la organización interna del partido, la cuestión del terrorismo, la cuestión de la reanudación de la lucha de clases y de las organizaciones inmediatas del proletariado (...), la cuestión del curso del imperialismo» (ibid.).
Sobre esta cuestión, el grupo Le Prolétaire-Il Comunista dedica una larga parte de su revista teórica en francés, Programme communiste, a la crítica de Programma comunista (el grupo italiano) en un artículo sobre la cuestión kurda, a propósito de un artículo escrito en 1994 sobre el tema y en el que Programma defiende al PKK, aunque sea de forma crítica : «Esta fantasía nos recuerda las ilusiones en las que cayeron muchos camaradas, incluidos miembros del centro internacional del partido, cuando la invasión de Líbano en 1982 y que fueron el detonador de la crisis que hizo estallar a nuestra organización (...) Programma llega a caer en el mismo error que cometieron en aquel entonces los liquidadores de nuestro partido, El Oumami o Combat. Si hubiese hecho un balance serio de la crisis del partido y de sus causas en vez de esconderse en la ilusión de que siempre tiene la razón, quizás Programma hubiese entonces tenido la ocasión histórica de hacer un verdadero salto cualitativo: superar su desorientación teórica, política y practica, para recobrar la intervención correcta y no hubiese conocido semejante desventura» (Programme communiste, no 95).
Resulta particularmente importante esta polémica, porque, además de defender una posición clara en cuanto a las luchas de liberación nacional, por fin se reconoce que esta cuestión fue la clave del estallido de Programme communiste en 1982 ([7]). Este reconocimiento nos permite ser optimistas en cuanto al porvenir, porque como lo pone en evidencia el carácter del debate, ya no les será posible a los bordiguistas seguir como si nada y tendrán que sacar las lecciones del pasado. No es posible, sin embargo, fecharlo arbitrariamente en un período determinado.
Ya hemos aludido al hecho de que, en la polémica, los diferentes grupos han retrocedido hasta la constitución de la primera organización en los años 1943-45. Así, Programma Communista nº 94 abordaba la cuestión: «el partido reconstituido (...) no salió indemne de la influencia de las posiciones de la Resistencia antifascista y de un antiestalinismo rebelde (...). Esas debilidades condujeron a la escisión de 1951-52; pero fue una crisis benéfica, de maduración política y teórica». Se encuentra ese tipo de críticas hacia el partido de los años 50 en la otra rama de la escisión de la época, es decir en Battaglia comunista (ver nuestro artículo sobre la historia de Battaglia comunista en la Revista internacional nº 91).
En el mismo número, Programme communiste se refiere también a las dificultades encontradas por el grupo después de mayo de 1968: «Los efectos negativos de después del 68 afectaron a nuestro partido (...) hasta hacerlo estallar (...) El partido sufría la agresión de posiciones que eran una mezcolanza de obrerismo, de guerrillerismo, de voluntarismo, de activismo (...) La ilusión se extendía de que el partido (después de 1975 y la previsión de Bordiga de una “crisis revolucionaria” para el año 1975) podría, en breve plazo, salir de su aislamiento y adquirir cierta influencia».
Programme communiste no se quedó ahí, y en un notable esfuerzo de reflexión sobre sus dificultades pasadas, volvía en otro artículo ([8]) sobre el mismo período, artículo que merece ser examinado: «Cuanto más se encontraba el partido frente a problemas políticos y prácticos diferentes por su naturaleza, su dimensión o su urgencia (como la cuestión femenina, del alojamiento, de los desempleados, la aparición de nuevas organizaciones fuera de los grandes sindicatos tradicionales o los problemas planteados por el peso de cuestiones de tipo nacional en ciertos países) tanto más aparecían las tendencias a atrincherarse en un marco o en declaraciones de principio, en una rigidez ideológica».
Hay que saludar esa observación, que es signo de una vitalidad política y revolucionaria que intenta dar una respuesta a los nuevos problemas de la lucha de clases. Esa reflexión sobre el pasado del viejo Partido comunista internacional y, en particular, sobre la cuestión de organización, hecha por los camaradas que siguieron con una actividad después del estallido de los años 80, es muy importante para la izquierda comunista.
No vamos a extendernos más en este artículo. Queremos simplemente saludar y subrayar la importancia de este debate que se está desarrollando en el campo bordiguista. En artículos anteriores hemos procurado analizar los orígenes de las corrientes políticas que hoy forman el medio político proletario, abordando dos cuestiones políticas fundamentales. Esos artículos son: «La fracción italiana y la Izquierda comunista de Francia» (en la Revista internacional nº 90) y «La formación del Partito comunista internazionalista» (Revista internacional nº 91). Estamos convencidos de que el conjunto del medio político proletario debe abordar estas cuestiones históricas y salir de repliegue que la contrarrevolución de los años 50 le impuso. El porvenir de la construcción del partido de clase y de la revolución misma dependen en gran parte de ello.
Ezechiele
[1] Véase por ejemplo «Frente a las calumnias de la burguesía, solidaridad con le Prolétaire», Révolution internationale, no 273, noviembre del 97.
[2] Véase «Reunión publica de la Izquierda comunista en defensa de la Revolución de octubre», Révolution internationale, no 275 (y en otras publicaciones territoriales de la CCI, en particular Word Revolution no 210), así como en el órgano de la CWO Revolutionary Perspectives no 9.
[3] Las principales formaciones bordiguistas que existen hoy y a las cuales nos referimos en este articulo son, con sus principales publicaciones : El Partido comunista internacional que publica le Prolétaire en Francia, Il Comunista en Italia ; el Partido comunista internacional que publica Il Programma Comunista en Italia, Cahiers internationalistes en Francia e Internationalist Papers en Gran Bretaña ; Il Partito Comunista Internazionale que publica Il Partito Comunista en Italia.
[4] Programme communiste nº 95 por ejemplo ha tomado la defensa de la Izquierda comunista cuando fue criticado nuestro libro La Izquierda comunista de Italia por una revista trotskista inglesa Revolutionary History.
[5] Existe un folleto de Battaglia comunista sobre la escisión de 1952 y otro, más reciente, titulado Entre las sombras del bordiguismo y de sus epígonos, que interviene explícitamente en el debate reciente entre grupos bordiguistas.
[6] Dos de los grupos que en cierto modo son asimilables a este componente del antiguo Programme communiste acabaron en el izquierdismo –Combate en Italia y El Oumami en Francia. Felizmente desaparecieron de la escena social y política.
[7] Véase los artículos que hemos dedicado a la crisis de Programme Communiste en 1982 y que la CCI analizó como la expresión de una crisis más general del medio político proletario, en particular en las Revista internacional del no 32 al 36.
[8] Programme Communiste nº 94, «A la mémoire d'un camarade de la vieille garde: Riccardo Salvador».
Enlaces
[1] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/crisis-economica
[2] https://es.internationalism.org/tag/geografia/irak
[3] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/irak
[4] https://es.internationalism.org/tag/geografia/francia
[5] https://es.internationalism.org/tag/21/380/mayo-de-1968
[6] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1968-mayo-frances
[7] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1848
[8] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/la-liga-de-los-comunistas
[9] https://es.internationalism.org/tag/3/42/comunismo
[10] https://es.internationalism.org/tag/geografia/alemania
[11] https://es.internationalism.org/tag/21/364/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-que-esta-al-orden-del-dia-de-la-historia
[12] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1919-la-revolucion-alemana
[13] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/la-izquierda-germano-holandesa
[14] https://es.internationalism.org/tag/21/367/revolucion-alemana
[15] https://es.internationalism.org/tag/2/37/la-oleada-revolucionaria-de-1917-1923
[16] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/bordiguismo