Antisemitismo, sionismo, anti-sionismo: todos son enemigos del proletariado, Parte 1

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Ideologías de la guerra imperialista.

Antisemitismo, sionismo, anti-sionismo: todos son enemigos del proletariado, Parte 1

Prefacio

Desde el 7 de octubre de 2023, la barbarie de la guerra en Oriente Medio ha ascendido a niveles sin precedentes. Antes de esa fecha, había habido numerosos ataques de terroristas nacionalistas contra la población de Israel, pero nada se compara con la ferocidad y la escala de las atrocidades perpetradas por Hamás el 7 de octubre. Y aunque las fuerzas armadas israelíes han llevado a cabo en el pasado numerosas y brutales represalias contra la población de Gaza, nada es comparable a la destrucción sistemática de hogares, hospitales, escuelas y otras infraestructuras vitales en toda Gaza, ni a las espeluznantes cifras de muertos y heridos resultantes de la campaña de Israel como venganza del 7 de octubre, una campaña que está asumiendo cada vez más abiertamente la forma de limpieza étnica de toda la zona, un proyecto que ahora cuenta con el apoyo abierto de la administración Trump en EEUU. El conflicto entre Israel y Hamás no solo se ha extendido a la aniquilación de Hezbolá en Líbano, a los ataques contra los hutíes en Yemen y a las operaciones militares contra el propio Irán, sino que la región está también convulsionada por conflictos paralelos que no parecen menos irresolubles: entre turcos y kurdos en Siria, por ejemplo, o entre Arabia Saudita e Irán y sus agentes hutíes por el control de Yemen. Oriente Medio, una de las principales cunas de la civilización, se ha erigido en presagio de su futura destrucción.

En el artículo “Espiral de atrocidades en Oriente Medio, aterradora realidad del capitalismo en descomposición” de la Revista Internacional 171, ofrecimos una visión histórica del conflicto «Israel-Palestina» con el trasfondo de las luchas imperialistas más amplias por el control de Oriente Medio. En los dos artículos que siguen, nos centraremos en las justificaciones ideológicas que utilizan los campos imperialistas enfrentados para justificar esta «espiral de atrocidades». Así, el Estado de Israel no cesa de apelar a la memoria de anteriores oleadas de persecuciones antijudías, y sobre todo al Holocausto nazi, para presentar la colonización sionista de Palestina como un movimiento legítimo de liberación nacional, y sobre todo para justificar sus ofensivas asesinas como si no fueran más que la defensa del pueblo judío contra un futuro Holocausto. Mientras tanto, el nacionalismo palestino y sus partidarios izquierdistas presentan la masacre del 7 de octubre de civiles israelíes y de otros países como un acto legítimo de resistencia contra décadas de opresión y desplazamiento que se remontan a la fundación del Estado israelí. Y en su consigna «Del río al mar, Palestina será libre», el nacionalismo palestino ofrece una siniestra imagen tipo espejo de la exigencia de la derecha sionista de establecer un Gran Israel: en la oscura utopía imaginada por la primera consigna, la tierra estará libre de judíos, mientras que el proyecto de un Gran Israel se logrará mediante el desplazamiento masivo de las poblaciones árabes de Gaza y Cisjordania.

Estas ideologías no son meros reflejos pasivos de las necesidades «materiales» de la guerra: sirven activamente para movilizar a las poblaciones de la región, y de todo el mundo, tras los diferentes bandos beligerantes.  Su análisis y desmitificación es, por tanto, una tarea necesaria para quienes sostienen una oposición internacionalista a todas las guerras imperialistas. Y nuestra intención es producir más contribuciones que expongan las raíces de otras ideologías que desempeñan un papel similar en la región, como el islamismo y el nacionalismo kurdo.

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Primera parte: El antisemitismo y los orígenes del sionismo

La revolución burguesa contra el feudalismo en la Europa de finales del siglo XVIII y principios del XIX adoptó generalmente la forma de luchas por la unificación o la independencia nacional contra los pequeños reinos y los grandes imperios dominados por monarquías y aristocracias en decadencia. La reivindicación de la autodeterminación nacional (por ejemplo de Polonia frente al imperio zarista) podía contener así un elemento claramente progresista que Marx y Engels apoyaron firmemente, por ejemplo en el Manifiesto Comunista. No porque vieran esta reivindicación como la concretización de un «derecho» abstracto de todos los grupos nacionales o étnicos, sino porque podía acelerar los cambios políticos necesarios para el desarrollo de las relaciones de producción burguesas en un periodo en el que el capitalismo aún no había completado su misión histórica. Sin embargo, a raíz de la Comuna de París de 1871, el primer ejemplo de toma del poder por el proletariado, Marx ya había empezado a cuestionarse si podría haber más guerras verdaderamente nacionales, al menos en los centros del sistema capitalista mundial. Esto se debía a que las clases dominantes de Prusia y Francia habían demostrado que, frente a la revolución proletaria, las burguesías nacionales estaban dispuestas a enterrar sus diferencias para sofocar el peligro de la clase explotada, y utilizaban así la «defensa de la nación» como pretexto para aplastar al proletariado. En la época de la Primera Guerra Mundial, que marcó la entrada del capitalismo en su época de decadencia, Rosa Luxemburgo, escribiendo en el Folleto de Junius, había llegado a la conclusión de que las luchas de liberación nacional habían perdido por completo todo contenido progresista, enredadas como estaban en las maquinaciones de las potencias imperialistas rivales. No sólo eso: las naciones pequeñas se habían convertido ellas mismas en imperialistas, y la nación «oprimida» de ayer se había convertido en opresora de naciones aún más pequeñas, sometiéndolas a las mismas políticas de saqueo, expulsión y masacre que ellas mismas habían experimentado. La historia del sionismo ha confirmado totalmente el análisis de Rosa Luxemburgo. Se había convertido en un importante movimiento nacional en respuesta al «retorno» del antisemitismo en la última parte del siglo XIX; y así, no menos que esta nueva ola de antisemitismo, era esencialmente un producto de una sociedad capitalista que ya se acercaba a su decadencia. Como mostraremos en los artículos que siguen, ha demostrado una y otra vez que es un «falso Mesías»[1], que como todos los nacionalismos no sólo ha actuado siempre como actor en juegos imperialistas más amplios, sino que ha instrumentalizado sistemáticamente la horrible opresión y matanza de poblaciones judías en Europa y Oriente Medio para justificar la expulsión y masacre de la población «nativa» de Palestina.

Pero el rechazo de Luxemburgo a todas las formas de nacionalismo queda igualmente confirmado por la historia de las diversas expresiones del «antisionismo». Ya lleve la bandera verde del yihadismo o la roja del ala izquierda del capitalismo, esta ideología supuestamente «antiimperialista» es tan reaccionaria como el propio sionismo y sirve para arrastrar a sus seguidores a los frentes de guerra del capital, detrás de otras potencias imperialistas que no tienen solución para la terrible situación de la población palestina. Volveremos sobre ello en la segunda parte del artículo.

El resurgimiento del antisemitismo en Europa occidental a finales del siglo XIX

El Arbeiter-Zeitung, nº 19, del 9 de mayo de 1890 publicó la siguiente carta de Engels, escrita originalmente a un miembro del Partido Socialdemócrata Alemán, Isidor Ehrenfreund. Formaba parte de un reconocimiento más general por parte del ala marxista del movimiento obrero de que era necesario combatir el auge del antisemitismo, que estaba teniendo un impacto en la clase obrera, e incluso en partes de su vanguardia política, los partidos socialdemócratas[2].

«Pero si no estáis haciendo más mal que bien con vuestro antisemitismo es algo que os pediría que considerarais. Porque el antisemitismo es sinónimo de una cultura retardataria, y por eso sólo existe en Prusia y Austria, y también en Rusia. Cualquiera que se atreviera con el antisemitismo, tanto en Inglaterra como en América, sería sencillamente ridiculizado, mientras que en París la única impresión creada por los escritos de M. Drumont -mucho más ingeniosos que los de los antisemitas alemanes- fue la de un destello un tanto ineficaz.

Además, ahora que se presenta como candidato al Consejo Municipal, ha tenido que declararse opositor al capital cristiano, no menos que al judío. Y M. Drumont sería leído incluso si adoptara el punto de vista opuesto.

En Prusia es la nobleza menor, los Junkers, con unos ingresos de 10.000 marcos y unos gastos de 20.000, y por lo tanto sujetos a la usura, los que se complacen en el antisemitismo, mientras que tanto en Prusia como en Austria un coro vociferante lo proporcionan aquellos a los que la competencia del gran capital ha arruinado: la pequeña burguesía, los artesanos cualificados y los pequeños comerciantes. Pero en la medida en que el capital, semita o ario, circuncidado o bautizado, destruye estas clases de la sociedad que son reaccionarias hasta la médula, no hace más que lo que corresponde a su función, y lo hace bien; contribuye a impulsar hacia adelante a los retrasados prusianos y austriacos hasta que alcanzan finalmente el nivel actual en el que todas las viejas distinciones sociales se resuelven en una gran antítesis: capitalistas y asalariados. Sólo en los lugares donde esto aún no ha sucedido, donde no existe una clase capitalista fuerte y, por tanto, tampoco una clase de asalariados fuerte, donde el capital aún no es lo suficientemente fuerte como para hacerse con el control de la producción nacional en su conjunto, de modo que sus actividades se limitan principalmente a la Bolsa -en otras palabras, donde la producción sigue en manos de los agricultores, terratenientes, artesanos y clases similares que sobreviven de la Edad Media-, allí, y sólo allí, el capital es principalmente judío, y sólo allí el antisemitismo hace estragos.

En Norteamérica no se encuentra ni un solo judío entre los millonarios cuya riqueza, en algunos casos, apenas puede expresarse en términos de nuestros míseros marcos, gulden o francos y, en comparación con estos norteamericanos, los Rothschild son auténticos indigentes. E incluso en Inglaterra, Rothschild es un hombre de medios modestos cuando se le compara, por ejemplo, con el Duque de Westminster. Incluso en nuestra propia Renania, de donde, con la ayuda de los franceses, expulsamos a la aristocracia hace 95 años y donde hemos establecido la industria moderna, se puede buscar en vano a los judíos.

Así pues, el antisemitismo no es más que la reacción de capas sociales medievales en decadencia contra una sociedad moderna constituida esencialmente por capitalistas y asalariados, de modo que sólo sirve a fines reaccionarios bajo un manto supuestamente socialista; es una forma degenerada de socialismo feudal y no podemos tener nada que ver con ello. El hecho mismo de su existencia en una región es la prueba de que allí no hay todavía suficiente capital. El capital y el trabajo asalariado son hoy indivisibles. Cuanto más fuerte sea el capital y, por tanto, también la clase asalariada, más cerca estará la desaparición de la dominación capitalista. Así pues, lo que yo desearía para nosotros, los alemanes, entre los que cuento también a los vieneses, es que la economía capitalista se desarrolle a un ritmo verdaderamente vertiginoso en lugar de decaer lentamente hacia el estancamiento.

Además, el antisemita presenta los hechos bajo una luz totalmente falsa. Ni siquiera conoce a los judíos que deplora, de lo contrario sería consciente de que, gracias al antisemitismo en Europa del Este y a la Inquisición española en Turquía, hay aquí en Inglaterra y en América miles y miles de proletarios judíos; y precisamente, estos trabajadores judíos son los más explotados y los más empobrecidos. En Inglaterra, durante los últimos doce meses, hemos tenido tres huelgas de trabajadores judíos. ¿Se espera entonces que practiquemos el antisemitismo en nuestra lucha contra el capital?

Además, estamos demasiado en deuda con los judíos. Dejando de lado a Heine y Börne, Marx era judío de pura cepa; Lassalle era judío. Muchos de nuestros mejores hombres son judíos. Mi amigo Victor Adler, que ahora está expiando en una prisión vienesa su devoción a la causa del proletariado, Eduard Bernstein, editor del Sozialdemokrat de Londres, Paul Singer, uno de nuestros mejores hombres en el Reichstag... ¡gente a la que me enorgullece llamar amigos, y todos ellos judíos! Después de todo, yo mismo fui apodado judío por el Gartenlaube y, de hecho, si me dieran a elegir, ¡mejor sería judío que 'Herr von'!».

No era la primera vez que el movimiento obrero, y sobre todo sus flecos pequeñoburgueses, se veían infectados por lo que August Bebel denominó en su momento «el socialismo de los imbéciles»: esencialmente, el desvío de un anticapitalismo embrionario hacia el chivo expiatorio de los judíos y, en particular, de las «finanzas judías», vistas como la única fuente de las miserias engendradas por la sociedad capitalista. El antisemitismo de Proudhon era despiadado y manifiesto[3], y el de Bakunin no iba a la zaga. Y de hecho, ni siquiera los propios Marx y Engels eran totalmente inmunes a la enfermedad. La obra de Marx Sobre la Cuestión Judía de 1843 fue escrita explícitamente a favor de la emancipación política de los judíos en Alemania contra los sofismas de Bruno Bauer, al tiempo que señalaba las limitaciones de una emancipación puramente política dentro de los límites de la sociedad burguesa[4].  Y sin embargo, al mismo tiempo, el ensayo contenía algunas concesiones a motivos antisemitas que han sido utilizados por los enemigos del marxismo desde entonces; y la correspondencia privada de Marx y Engels, especialmente sobre el tema de Ferdinand Lassalle, contiene una serie de «bromas» sobre su judaísmo (e incluso sus rasgos «negroides») que -en el mejor de los casos- sólo pueden inspirar un sentimiento de vergüenza. Y en algunos de sus primeros escritos públicos Engels parece más o menos inconsciente de algunas de las difamaciones antisemitas en publicaciones con las que colaboraba activamente[5]. Retomaremos algunas de las cuestiones que plantean estas cicatrices en un futuro artículo.

Sin embargo, cuando Engels escribió la carta a Ehrenfreund, su comprensión de toda la cuestión había experimentado una evolución fundamental. Había una serie de factores detrás de esta evolución, algunos de ellos reflejados en la carta.

En primer lugar, Engels había pasado por una serie de batallas políticas, en el periodo de la Primera Internacional y después, en las que los oponentes de la corriente marxista no habían dudado en utilizar ataques antisemitas contra el propio Marx -Bakunin en particular, que situaba el «autoritarismo» de Marx en la observación de que era judío y alemán[6]-. Y en Alemania, Eugene Dühring, cuyo supuesto «sistema alternativo» al marco teórico marxista suscitó la famosa polémica de Engels, el Anti-Dühring, expresó un profundo odio hacia los judíos, que en escritos posteriores se anticipó a los nazis pidiendo su exterminio literal[7]. Así, Engels pudo ver que el «socialismo de los imbéciles» era algo más que un producto de la estupidez o de un error teórico: era un arma contra la corriente revolucionaria que él pretendía desarrollar. Así, termina la carta con una clara expresión de solidaridad contra los ataques racistas publicados en la prensa antisemita contra los numerosos revolucionarios de origen judío.

Al mismo tiempo, como explica Engels en la carta, a finales del siglo XIX había surgido un proletariado judío en las ciudades de Europa occidental «gracias al antisemitismo de Europa oriental». En otras palabras, el creciente empobrecimiento de los judíos en el imperio ruso y el recurso cada vez más frecuente a los pogromos por parte de un régimen zarista en declive habían empujado a cientos de miles de judíos a buscar refugio en Europa occidental y EEUU, la mayoría de ellos llegados con poco más que la ropa que llevaban puesta y sin otra alternativa que unirse a las filas del proletariado, especialmente en las industrias de la confección textil. Esta afluencia fue, al igual que la actual «avalancha» de refugiados hacia Occidente, un elemento clave en el auge de los partidos racistas, pero para Engels no hubo ni un momento de vacilación a la hora de apoyar las luchas de estos proletarios inmigrantes, que, como decía la carta, habían demostrado su espíritu combativo en una serie de huelgas (y podríamos añadir, mediante un nivel de politización bastante alto). De hecho, Engels, en asociación con la hija de Marx, Eleonor, había adquirido experiencia de primera mano de los movimientos huelguísticos de los trabajadores judíos en el East End de Londres. Así pues, era perfectamente evidente que los revolucionarios no podían en ningún caso «incurrir en el antisemitismo en nuestra lucha contra el capital».

La principal debilidad de la carta es la idea de que el antisemitismo estaba esencialmente ligado a la persistencia de las relaciones feudales y que el desarrollo ulterior del capitalismo socavaría sus cimientos, e incluso lo haría irrisorio.

Por supuesto, era cierto que el antisemitismo tenía profundas raíces en las formaciones sociales precapitalistas. Se remonta al menos a la antigua Grecia y Roma, alimentado por la persistente tendencia de la población de Israel a rebelarse contra los dictados políticos y religiosos de los imperios griego y romano. Y desempeñó un papel aún más importante en el feudalismo. La ideología central de la Europa feudal, el cristianismo católico, se basaba en la estigmatización de los judíos como asesinos de Cristo, un pueblo maldito que siempre conspiraba para traer desgracias a los cristianos, ya fuera mediante el envenenamiento de pozos, la propagación de la peste o el sacrificio de niños cristianos en sus rituales de Pascua. El desarrollo del mito de la conspiración judía mundial, al que se dio alas tras la publicación de la falsificación por la Ojrana de Los Protocolos de los Sabios de Sión en los primeros años del siglo XX, tenía sin duda sus raíces en estas oscuras mitologías medievales.

Además, en el plano material, este odio persistente hacia los judíos debe entenderse en relación con el papel económico impuesto a los judíos en el sistema feudal, sobre todo como usureros, una práctica formalmente prohibida a los cristianos. Si bien este papel los convertía en útiles adjuntos de los monarcas feudales (que a menudo se presentaban como «protectores de los judíos»), también los exponía a masacres periódicas que convenientemente traían consigo la anulación de las deudas reales o aristocráticas - y, finalmente, a la expulsión de muchos países de Europa occidental a medida que la lenta aparición del capitalismo producía una élite financiera «nativa» que necesitaba eliminar la competencia de las finanzas judías[8].

También era cierto que los principales exponentes del antisemitismo eran los restos de las clases condenadas por el avance del capital: la aristocracia en decadencia, la pequeña burguesía, etcétera. Estos eran, en gran medida, los estratos a los que apelaba la nueva generación de demagogos antisemitas: Dühring y Marr en Alemania (a este último se le atribuye la invención del término antisemitismo, como una insignia que hay que llevar con orgullo), Drumont en Francia, Karl Lueger, que se convirtió en alcalde de Viena en 1897, etc. Y finalmente, Engels tenía razón al señalar que el avance de la revolución burguesa en Europa había traído consigo, a principios de siglo, un cierto avance en la emancipación política de los judíos. Pero la opinión de Engels de que la «economía capitalista debía desarrollarse a un ritmo verdaderamente vertiginoso» y, por tanto, relegar al basurero de la historia todos los restos feudales en descomposición, y con ellos todas las formas de «socialismo feudal» como el antisemitismo, subestimaba el grado en que el capital se precipitaba hacia su propio período de decadencia. De hecho, esto ya se insinúa en la carta, donde Engels dice que cuanto más fuerte se haga el capitalismo, «más cerca estará la desaparición de la dominación capitalista».  Y en otros escritos Engels había desarrollado las ideas más profundas sobre la forma que tomaría esta desaparición:

- En el plano económico, la propia conquista del globo y el afán por integrar todas sus regiones precapitalistas en la órbita de las relaciones sociales capitalistas abrirían las compuertas de la sobreproducción mundial, y esta perspectiva se perfilaba ya con el fin del ciclo decenal de «auge y caída» y el comienzo de la «larga depresión» de la década de 1880. Hay que añadir que el impacto de la depresión también contribuyó al aumento de la agitación antisemita en Europa, que a menudo se centraba en culpar a los «reyes judíos del dinero» de los males económicos que ahora se hacían patentes[9].

- En el plano militar, Engels era muy consciente de que esta conquista del globo, la caza de colonias, no sería un proceso pacífico, y en una de sus predicciones más notables previó que la competencia interimperialista acabaría desembocando en una devastadora guerra europea[10]. El imperialismo también proporcionó una forma más «moderna» de racismo, utilizando un darwinismo deformado para justificar la dominación de la «raza blanca» sobre las «razas inferiores», entre las que los judíos eran vistos como una fuerza particularmente malévola.

- En el plano de la organización del capital, Engels ya veía que el Estado asumía un papel central en la gestión de las economías nacionales, tendencia que iba a alcanzar su pleno desarrollo en el periodo de decadencia capitalista[11].

Así pues, lejos de relegar el antisemitismo al basurero de la historia, el desarrollo ulterior del capital mundial, su carrera acelerada hacia una era de crisis histórica, daría un nuevo aliento al racismo y a la persecución antijudía, sobre todo a raíz de la derrota de las revoluciones proletarias de 1917-23.

Así,

- En la revolución de 1905 en Rusia -que ya presagiaba la proximidad de la época de la revolución proletaria-, el régimen zarista adoptó el pogromo como método directo para aplastar la revolución y crear divisiones en el seno de la clase obrera. Esta estrategia contrarrevolucionaria fue utilizada a una escala aún mayor por los ejércitos blancos en Rusia como arma contra la revolución. De ahí la intransigente oposición de Lenin y los bolcheviques a cualquier forma de antisemitismo, veneno para la lucha obrera.  En Alemania, la derrota en la Primera Guerra Mundial se explicó con la leyenda de la «puñalada por la espalda» de una camarilla de marxistas y judíos, dando un gran impulso al crecimiento de grupos y partidos fascistas, sobre todo el Partido Nacional Socialista Obrero de Hitler. Sobra decir que estas bandas estaban íntimamente ligadas a las formaciones militares que, a instancias del gobierno socialdemócrata, habían llevado a cabo la brutal represión de las revueltas obreras en Berlín, Múnich y otros lugares. En otros países europeos durante la década de 1920, como Polonia y Hungría, la derrota de la revolución se consolidó con una legislación antisemita que prefiguraba lo que sucedería en Alemania bajo los nazis.

- La crisis económica mundial de la década de 1930, producto de contradicciones capitalistas impersonales raramente visibles y difíciles de comprender, también fue explotada al máximo por los partidos fascista y nazi para ofrecer una explicación «más simple», con un chivo expiatorio fácilmente identificable: el rico financiero judío, aliado al sanguinario bolchevique en una siniestra conspiración contra la civilización aria.

A la luz de estos horribles acontecimientos, un joven miembro del movimiento trotskista, Avram Leon, tratando de desarrollar en la Bélgica ocupada por los nazis algunas ideas de Marx en una comprensión histórica de la cuestión judía[12], llegó a la conclusión de que ésta era una cuestión que el capitalismo decadente sería totalmente incapaz de resolver.  Esto también era válido en el caso de los llamados regímenes «socialistas» de la URSS y su bloque. Bajo el reinado de Stalin, las campañas antisemitas se utilizaron a menudo para ajustar cuentas dentro de la burocracia y proporcionar un chivo expiatorio para las miserias del sistema estalinista. El «complot médico» de 1953 es particularmente notorio, con sus ecos de la vieja historia de los judíos como envenenadores secretos. Mientras tanto, la versión estalinista de la «autodeterminación judía» tomó la forma de la «región autónoma» de Birobidzhan en Siberia, que Trotsky calificó acertadamente de «farsa burocrática». Estas persecuciones, a menudo bajo la bandera del «antisionismo», continuaron en el periodo posterior a Stalin, provocando la emigración masiva de judíos rusos a Israel.

Si el auge del antisemitismo moderno, y la reinvención de mitologías totalmente reaccionarias heredadas del feudalismo, fue un signo de la próxima senilidad del capitalismo, lo mismo puede decirse del sionismo moderno, que surgió en la década de 1890 como reacción directa a la marea antijudía.

Dreyfus, Herzl y la evolución del sionismo

Como señalamos en la introducción de este artículo, el sionismo fue el producto de un desarrollo más general del nacionalismo en el siglo XIX, el reflejo ideológico de la burguesía ascendente y su sustitución de la fragmentación feudal por Estados nacionales más unificados. La unificación de Italia y la emancipación de la hegemonía austriaca fue uno de los logros heroicos de este periodo que tuvo un impacto definitivo en los primeros teóricos del sionismo (Moses Hess, por ejemplo - véase más adelante). Pero los judíos no se ajustaban a las principales tendencias del nacionalismo burgués, ya que carecían de un territorio unificado e incluso de una lengua común. Éste fue uno de los factores que impidieron que el sionismo tuviera un atractivo de masas hasta que fue impulsado por el creciente antisemitismo de finales del siglo XIX.

La ideología sionista también se basó en las «peculiaridades» de larga data de las poblaciones judías, cuya existencia separada estaba estructurada tanto por el papel económico específico desempeñado por los judíos en la economía feudal como por poderosos factores políticos e ideológicos: por un lado, la guetización de los judíos impuesta por el Estado y su exclusión de ámbitos clave de la sociedad feudal; por otro, la propia visión de los judíos de sí mismos como el «pueblo Elegido», que sólo podía ser «luz para las naciones» permaneciendo distinto respecto de ellas, al menos hasta la llegada del Mesías y el Reino de Dios en la Tierra; estas ideas estaban enmarcadas, por supuesto, por la mitología del exilio y el prometido retorno a Sión que impregna el trasfondo bíblico de la historia judía.

Sin embargo, durante siglos, aunque muchos judíos ortodoxos de la «diáspora» realizaron peregrinaciones individuales a la tierra de Israel, la principal enseñanza de los rabinos era que la reconstrucción del Templo y la formación de un Estado judío sólo podrían lograrse mediante la venida del Mesías. Algunas sectas judías ortodoxas, como Neturei Karta, siguen manteniendo estas ideas en la actualidad y son ferozmente antisionistas, incluso las que viven en Israel.

El desarrollo del laicismo a lo largo del siglo XIX hizo posible que una forma no religiosa del «Retorno» ganara adeptos entre las poblaciones judías. Pero el resultado dominante del declive del judaísmo ortodoxo y su sustitución por ideologías más modernas como el liberalismo y el racionalismo fue que los judíos de los países capitalistas avanzados empezaron a perder sus características únicas y a asimilarse a la sociedad burguesa. Algunos marxistas, en particular Kautsky[13], vieron incluso en el proceso de asimilación la posibilidad de resolver el problema del antisemitismo dentro de los confines del capitalismo[14].  Sin embargo, el resurgimiento del antisemitismo en la última parte del siglo iba a poner en tela de juicio tales supuestos y, al mismo tiempo, dar un impulso decisivo a la capacidad del sionismo político moderno para ofrecer otra alternativa a la persecución de los judíos y a la realización de las aspiraciones nacionales de la burguesía judía.

El título de «padre fundador» de este tipo de sionismo suele atribuirse a Theodor Herzl, que convocó el primer Congreso Sionista en 1897. Pero hubo precursores. En 1882, Leon Pinsker, un médico judío que vivía en Odessa, en el Imperio ruso, había publicado Self-Emancipation. Una advertencia dirigida a sus hermanos. Por un judío ruso, abogando por la emigración judía a Palestina. Pinsker había sido un asimilacionista hasta que su creencia en la posibilidad de que los judíos encontraran seguridad y dignidad en la sociedad «gentil» se hizo añicos al presenciar un brutal pogromo en Odessa en 1881.

Quizá más curiosa fue la evolución de Moses Hess, que a principios de la década de 1840 había sido camarada de Marx y Engels y, de hecho, desempeñó un papel importante en su propia transición de la democracia radical al comunismo y en su reconocimiento del carácter revolucionario del proletariado. Pero cuando se produjo el Manifiesto Comunista sus caminos se habían separado, y Marx y Engels situaban a Hess entre los socialistas «alemanes» o «verdaderos» (véase el apartado sobre “el socialismo reaccionario”). Ciertamente, en la década de 1860, Hess había emprendido una dirección muy diferente. Una vez más, probablemente influido por los primeros signos de reacción antisemita contra la emancipación formal de los judíos en Alemania, Hess se inclinó cada vez más por la idea de que los conflictos nacionales e incluso raciales no eran menos importantes que la lucha de clases como determinantes sociales, y en su libro Roma y Jerusalén, la última cuestión nacional (1862) defendió una forma temprana de sionismo que soñaba con establecer una mancomunidad socialista judía en Palestina. Significativamente, Hess ya había comprendido que tal proyecto necesitaría el respaldo de una de las grandes potencias del mundo, y para él esta tarea recaería en la Francia republicana.

Al igual que Pinsker, Herzl era un judío más o menos asimilado, un abogado austriaco que había presenciado de primera mano el nuevo amanecer de la judeofobia y la elección de Karl Lueger como alcalde de la ciudad.  Pero probablemente fue el asunto Dreyfus en Francia el que tuvo mayor impacto en Herzl, convenciéndole de que no podía haber solución a la persecución de los judíos hasta que tuvieran su propio Estado. En 1894, la Francia republicana, donde la revolución había concedido derechos civiles a los judíos, fue escenario de un juicio inventado por traición a un oficial judío, Alfred Dreyfus, que fue condenado a cadena perpetua y desterrado a la colonia penal de la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa, donde pasó los cinco años siguientes en condiciones muy duras. Las pruebas posteriores de que Dreyfus había sido incriminado tramposamente fueron suprimidas por el ejército, y el asunto produjo una fuerte división en la sociedad francesa, enfrentando a la derecha católica, el ejército y los seguidores de Drumont contra los partidarios de Dreyfus, entre cuyas figuras destacadas se encontraban Emile Zola y Georges Clemenceau. Finalmente (pero no hasta 1906) Dreyfus fue exonerado, pero las divisiones en el seno de la burguesía francesa no desaparecieron, volviendo a la superficie con el ascenso del fascismo en la década de 1930 y en la «Revolución Nacional» petainista tras la caída de Francia en manos de la Alemania nazi en 1941.

El sionismo de Herzl era totalmente laico, aunque se basaba en los antiguos motivos bíblicos del exilio y el retorno a la Tierra Prometida, que, como reconocía la mayoría de los sionistas, tenía mucha más fuerza ideológica que otras posibles «patrias» que se estaban debatiendo en aquella época (Uganda, Sudamérica, Australia, etc.)

Por encima de todo, Herzl comprendió la necesidad de vender su utopía a los ricos y poderosos de la época. Así, acudió con la gorra en la mano no sólo a la burguesía judía, algunos de los cuales ya habían estado financiando la emigración judía a Palestina y otros lugares, sino también a gobernantes como el sultán otomano y el káiser alemán; en 1903 incluso tuvo una audiencia con el ministro del Interior Plehve, notoriamente antisemita en Rusia, que había estado implicado en la provocación del horrible pogromo de Kishinev ese mismo año. Plehve le dijo a Herzl que los sionistas podían operar libremente en Rusia siempre que se limitaran a animar a los judíos a marcharse a Palestina. Después de todo, ¿no había declarado el ministro del zar Pobedonostsev que el objetivo de su gobierno con respecto a los judíos era que «un tercio se extinguiera, un tercio abandonara el país y un tercio se disolviera completamente en la población circundante»? Y aquí estaban los sionistas ofreciéndose a poner en práctica la cláusula de «abandonar el país».... Así pues, esta reciprocidad de intereses entre el sionismo y las formas más extremas de antisemitismo se entretejió en el movimiento desde sus inicios y se repetiría a lo largo de toda su historia. Y Herzl era categórico en su creencia de que luchar contra el antisemitismo era una pérdida de tiempo, sobre todo porque, en cierto modo, consideraba que los antisemitas tenían razón al ver a los judíos como un cuerpo extraño entre ellos[15].

«En París adquirí una actitud más libre hacia el antisemitismo, que ahora empiezo a comprender históricamente y a tener en cuenta. Por encima de todo, reconozco la vacuidad e inutilidad de los esfuerzos por 'combatir el antisemitismo'». Diarios, vol. 1, p. 6, mayo-junio de 1895.

Así, desde el principio:

- El antisemitismo fue un factor central en el surgimiento y desarrollo de un importante movimiento sionista, pero se basaba en la creencia de que era imposible superar el odio a los judíos hasta que éstos no tuvieran su propio Estado, o al menos su propia «patria nacional».

- Por tanto, el sionismo propuso no centrar sus energías en la lucha contra el antisemitismo en la «diáspora», e incluso abogó por la cooperación con sus principales defensores.

- Desde el principio, el proyecto sionista requirió el apoyo de las potencias imperialistas dominantes, como quedaría aún más claro en 1917, cuando Gran Bretaña emitió la Declaración Balfour. Esto fue una prefiguración de lo que se convertiría en la realidad de todos los movimientos nacionales en la época de decadencia del capitalismo: sólo podrían avanzar atándose a una u otra de las potencias imperialistas que dominan el planeta en esta época.

La búsqueda del respaldo de las potencias imperialistas era totalmente lógica en la medida en que el sionismo nació en la época en que el imperialismo estaba aún muy empeñado en la adquisición de nuevas colonias en las regiones periféricas del globo, y se veía a sí mismo como un intento de crear una colonia en una zona que, o bien estaba declarada deshabitada (el lema de dudoso origen «tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra»), o bien, habitada por tribus atrasadas que sólo podrían beneficiarse de una nueva misión civilizadora por parte de una población occidental más avanzada[16]. El propio Herzl escribió una especie de novela utópica llamada Alt-Neuland, en la que los terratenientes palestinos venden parte de sus tierras a los judíos, invierten en maquinaria agrícola moderna y elevan así el nivel de vida de los campesinos palestinos. ¡Problema resuelto!

«Trabajadores de Sión": la fusión imposible de marxismo y sionismo

El sionismo político de Herzl era claramente un fenómeno burgués, una expresión del nacionalismo en un momento en que el capitalismo se acercaba a su era de decadencia y, por tanto, el carácter progresista de los movimientos nacionales estaba llegando a su fin. Y sin embargo, particularmente en Rusia, otras formas de separatismo judío penetraban en el movimiento obrero durante el mismo periodo, en forma de bundismo, por un lado, y de «sionismo socialista», por otro. Esto era consecuencia de la segregación material e ideológica de la clase obrera judía bajo el zarismo.

«La estructura de la clase obrera judía correspondía a una débil composición orgánica del capital dentro de las zonas de asentamiento, lo que implicaba una concentración en las fases finales de la producción. Las especificidades culturales del proletariado judío, vinculadas en primer lugar a su religión y su lengua, se vieron reforzadas por la separación estructural del proletariado ruso. La concentración de trabajadores judíos en una especie de gueto socioeconómico fue el origen material del nacimiento de un movimiento obrero judío específico"[17].

El Bund -Unión General de Trabajadores Judíos en Rusia y Polonia- se fundó en 1897 como partido explícitamente socialista y desempeñó un papel importante en el desarrollo del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, del que se consideraba parte. Rechazaba la ideología religiosa y sionista y defendía una especie de «autonomía cultural nacional» para las masas judías de Rusia y Polonia, como parte de un programa socialista más amplio. También aspiraba a ser el único representante de los obreros judíos en Rusia, y fue este aspecto de su política el más duramente criticado por Lenin, ya que implicaba una visión federalista, una especie de «partido dentro del partido» que socavaría el esfuerzo por construir una organización revolucionaria centralizada en todo el Imperio[18]. Esta divergencia condujo a una escisión en el II Congreso del POSDR en 1903, aunque no fue el final de la cooperación e incluso de los intentos de reunificación en los años siguientes. Los trabajadores del Bund estuvieron a menudo en la vanguardia de la revolución de 1905 en Rusia. Pero la capacidad de los obreros judíos y no judíos para unirse en los soviets y luchar unos junto a los otros -incluso en la defensa de los barrios judíos contra los pogromos- ya apuntaba más allá de toda forma de separatismo y hacia la futura unificación de todo el proletariado, tanto en sus organizaciones generales y unitarias como en su vanguardia política.

En cuanto al «sionismo socialista», ya hemos mencionado las opiniones de Moses Hess. Dentro de Rusia, existía el grupo en torno a Najman Syrkin, el Partido Socialista Obrero Sionista, cuyas posiciones estaban próximas a las de los Socialistas Revolucionarios. Syrkin fue uno de los primeros defensores de los asentamientos colectivos -los kibbutzim- en Palestina. Pero fue el grupo Poale Zion (Trabajadores de Sión), en torno a Ber Borochov, el que intentó justificar el sionismo utilizando conceptos teóricos marxistas. Según Borochov, la cuestión judía sólo podría resolverse una vez que las poblaciones judías del globo tuvieran una estructura de clases «normal», acabando con la «pirámide invertida» en la que los estratos intermedios tenían un peso preponderante; y esto sólo podría lograrse mediante la «conquista del trabajo» en Palestina. Este proyecto debía plasmarse en la idea de «sólo mano de obra judía» en los nuevos asentamientos agrícolas e industriales, que, a diferencia de otras formas de colonialismo, no se basarían directamente en la explotación de la mano de obra nativa. Así, con el tiempo, un proletariado judío se enfrentaría a una burguesía judía y estaría listo para pasar a la revolución socialista en Palestina. Esto era en esencia una forma de menchevismo, una «teoría de las etapas» en la que cada nación tenía que pasar primero por una fase burguesa para establecer las condiciones de una revolución proletaria, cuando en realidad el mundo se acercaba rápidamente a una nueva época en la que la única revolución en la agenda de la historia era la revolución proletaria mundial, incluso si numerosas regiones no habían entrado todavía en la fase burguesa de desarrollo. Además, la política de “solo mano de obra judía” se convirtió, en realidad, en el trampolín de una nueva forma de colonialismo en la que la población nativa debía ser progresivamente expropiada y expulsada. Y de hecho, si Borochov consideraba en absoluto a la población árabe existente en Palestina, mostraba la misma actitud colonialista que los sionistas dominantes. «Los nativos de Palestina se asimilarán económica y culturalmente con quienquiera que ponga orden en el país y emprenda el desarrollo de las fuerzas de producción de Palestina"[19].

El borochovismo era, por tanto, un callejón sin salida, y esto se expresó en el destino final de Poale Sion. Aunque su ala izquierda había demostrado su carácter proletario en 1914-20, oponiéndose a la guerra imperialista y apoyando la revolución obrera en Rusia, e incluso solicitando, sin éxito, unirse a la Comintern en sus primeros años, la realidad de la vida en Palestina condujo a divisiones irreconciliables, con la mayoría de la izquierda rompiendo con el sionismo y formando el Partido Comunista Palestino en 1923[20]. El ala derecha (que incluía al futuro Primer Ministro de Israel David Ben Gurion) se orientó hacia la socialdemocracia y desempeñaría un papel destacado en la gestión del proto-Estado Yishuv antes de 1948, y del Estado de Israel después de la «Guerra de Independencia».

A principios de los años 70, el borochovismo, más o menos desaparecido, conoció una especie de renacimiento, como instrumento de propaganda del Estado israelí. Frente a una nueva generación de jóvenes judíos occidentales críticos con la política israelí, sobre todo después de la guerra de 1967 y de la ocupación de Cisjordania y Gaza, los partidos sionistas de izquierda que tenían sus orígenes ancestrales en Poale Zion se esforzaron por ganarse a esos jóvenes judíos atraídos por el antisionismo de la «Nueva Izquierda», con el cebo de asegurar que se podía ser marxista y sionista al mismo tiempo, y que el sionismo era un movimiento de liberación nacional tan válido como los movimientos de liberación vietnamita o palestino.

En esta parte del artículo hemos argumentado todo lo contrario: que el sionismo, nacido en un periodo en el que la «liberación nacional» era cada vez más imposible, no podía evitar vincularse a las potencias imperialistas dominantes de la época. En la segunda parte, mostraremos no sólo que toda su historia estuvo marcada por esta realidad, sino también que inevitablemente engendró sus propios proyectos imperialistas. Pero también argumentaremos, en contraste con el ala izquierda del capital que presenta al sionismo como una especie de mal único, que éste iba a ser el destino de todos los proyectos nacionalistas en la época de la decadencia capitalista, y que los nacionalismos antisionistas que también engendró no han sido una excepción a esta regla general.

Amos, febrero de 2025

 

 

[1] Sionismo, Falso Mesías es el título de un libro de Nathan Weinstock publicado por primera vez en 1969. Contiene una historia muy detallada del sionismo y demuestra ampliamente la realidad del título. Pero también está escrito desde un punto de partida trotskista que proporciona un sofisticado argumento a favor de las luchas nacionales «antiimperialistas». Volveremos sobre ello en el segundo artículo. Irónicamente, Weinstock ha renegado de sus puntos de vista anteriores y ahora se describe a sí mismo como sionista, como señala alegremente el Jewish Chronicle. Meet the Trotskyist anti-Zionist who saw the errors of his ways, Jewish Chronicle 4 December 2014

[2] En su libro The Socialist Response to Anti-Semitism in Imperial Germany [La respuesta socialista al antisemitismo en la Alemania imperial] (Cambridge, 2007), Lars Fischer proporciona abundante material que demuestra que incluso los dirigentes más capaces del Partido Socialdemócrata Alemán -incluidos Bebel, Kautsky, Liebknecht y Mehring- mostraron cierto nivel de confusión sobre esta cuestión. Curiosamente, destaca a Rosa Luxemburgo por mantener la posición más clara e intransigente sobre el auge del odio a los judíos y su papel anti proletario.

[3] Por ejemplo: «Hay que exigir la expulsión [de los judíos] de Francia, excepto de los casados con francesas; hay que proscribir la religión porque el judío es el enemigo de la humanidad, hay que devolver esta raza a Asia o exterminarla. Heine, (Alexandre) Weill y otros sólo son espías; Rothschild, (Adolph) Crémieux, Marx, (Achille) Fould son seres malvados, imprevisibles y envidiosos que nos odian». Dreyfus, François-Georges. 1981. «Antisemitismus in der Dritten Franzö Republik». En Bernd Marin y Ernst Schulin, eds., Die Juden als Minderh der Geschichte. München: DTV

[4] Véase: 160 años después: Marx y la cuestión judía, Revista Internacional 114

[5] Véase, por ejemplo, Mario Kessler, «Engels' position on anti-Semitism in the context of contemporary socialist discussions», Science & Society, Vol. 62, nº 1, primavera de 1998, 127-144, para algunos ejemplos, así como algunas declaraciones cuestionables del propio Engels sobre los judíos en sus escritos sobre la cuestión nacional.

[6] Por ejemplo, en «A los hermanos de la Alianza en España», 1872. Véase también la « Traducción de la sección antisemita de la «Carta a los camaradas de la Federación del Jura» de Bakunin, disponible en Libcom.org»: https://libcom.org/article/translation-antisemitic-section-bakunins-letter-comrades-jura-federation  

[7] Véase Kessler, obra citada.

[8] Esto no excluía el hecho de que más tarde, especialmente tras la «emancipación» política de los judíos europeos como resultado de la revolución burguesa, surgiera en Europa una verdadera burguesía judía, especialmente en el campo de las finanzas. Los Rothschild son el ejemplo más evidente.

[9] Véase nuestro artículo, “Decadencia del capitalismo (VI) - La teoría del declive del capitalismo y la lucha contra el revisionismo, Revista Internacional 140 La implicación de ciertos banqueros judíos en el crack bursátil que precipitó la depresión alimentó esta demagogia.

[10] Ibíd.

[12] Avram Leon: La cuestión judía - Una interpretación marxista (1946). https://www.marxists.org/subject/jewish/leon/. Véase también, Marx y la cuestión judía, Revista Internacional 114.

[13] Véase en inglés: «Are the Jews a Race», https://www.marxists.org/archive/kautsky/1914/jewsrace/index.htm

[14] En los años 30 Trotsky concedió una entrevista en la que dijo «Durante mi juventud me inclinaba más bien por el pronóstico de que los judíos de los diferentes países serían asimilados y que la cuestión judía desaparecería así de forma casi automática. El desarrollo histórico del último cuarto de siglo no ha confirmado esta perspectiva. El capitalismo en decadencia ha virado en todas partes hacia un nacionalismo exacerbado, una parte del cual es el antisemitismo. La cuestión judía ha cobrado mayor importancia en el país capitalista más desarrollado de Europa, en Alemania» https://www.marxists.org/archive/trotsky/1940/xx/jewish.htm . En base a su marco político más general, esto llevó a Trotsky a argumentar que sólo el socialismo podía ofrecer una verdadera «autodeterminación nacional» a los judíos (y a los árabes).

[15] Esta perspectiva es aún más explícita en una declaración del sionista político alemán Jacob Klatzkin, quien escribió que «Si no admitimos la legitimidad del antisemitismo, negamos la legitimidad de nuestro propio nacionalismo. Si nuestro propio pueblo merece y quiere vivir su propia vida nacional, entonces es un cuerpo extraño empujado a las naciones entre las que vive, un cuerpo extraño que insiste en su propia identidad distintiva... Es justo, por tanto, que luchen contra nosotros por su integridad nacional» (citado en Lenni Brenner, Zionism in the Age of the Dictators: A Reappraisal, Londres 1983).

[16] Hubo algunas excepciones en el movimiento sionista a esta actitud paternalista. Asher Ginsberg, más conocido por su seudónimo Ahad Ha'am, fue de hecho muy crítico con esta actitud «colonizadora» hacia los habitantes locales, y en lugar de un Estado judío propuso una especie de red de comunidades locales tanto judías como árabes. En resumen, una especie de utopía anarquista.

[17] Enzo Traverso, The Marxists and the Jewish Question, The History of a Debate, 1843-1943, edición inglesa de 1994, p. 96.

[18] Véase en particular Lenin, «La posición del Bund en el Partido», Iskra 51, 22 de octubre de 1903, disponible en Marxist Internet Archive. Véase también: https://es.internationalism.org/revista-internacional/200401/1875/el-nacimiento-del-bolchevismo-i-1903-1904, Revista Internacional 116

[19] Borochov, «On the Question of Zion and Territory, 1905» [Sobre la cuestión de Sión y el territorio, 1905], citado en The Other Israel, The Radical Case against Zionism [El otro Israel, el caso radical contra el sionismo], editado por Arie Bober 1972.

[20] Esto tuvo lugar después de un complejo proceso de división y reunificación, esencialmente en torno a la actitud ante el sionismo y el nacionalismo árabe, al que seguirían más adelante otras escisiones en torno a las mismas cuestiones. Cabe señalar aquí que la adopción de la posición del Comintern sobre la cuestión nacional -rechazo del sionismo en favor del apoyo al naciente nacionalismo árabe- no significó un paso hacia un auténtico internacionalismo. Como relatamos en nuestro artículo sobre nuestro camarada Marc Chirik: https://es.internationalism.org/revista-internacional/200608/1053/marc-de-la-revolucion-de-octubre-1917-a-la-ii-guerra-mundial, Revista Internacional 65). Marc, cuya familia había huido a Palestina para evitar los pogromos que se estaban levantando contra la revolución proletaria en Rusia, ayudó, a la edad de 12 años, a formar la sección juvenil del PC en Palestina, pero pronto fue expulsado por su oposición al nacionalismo en todas sus formas...

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Ideologías de la guerra imperialista