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Hace 100 años, la humanidad estaba al borde del abismo, a punto de hundirse en la sangría más espantosa que nunca haya conocido la historia. Durante generaciones después de la Gran Guerra, los años 1914-1918 fueron sinónimos de matanza absurda, de abominable desperdicio de vidas en el horror de las trincheras. Las poblaciones damnificadas por semejante barbarie hicieron responsables de todo ello a los Gobiernos y las clases dirigentes.
Cien años después, conmemorar la guerra resulta por lo tanto bastante molesto para esas mismas clases dirigentes. Y por ello se preparan para ahogarnos en un océano de futilidades y de himnos a la unidad nacional ante el sufrimiento de la guerra. Evitarán a toda costa cualquier mención de las verdaderas causas de la guerra: la extensión imperialista inexorable del capitalismo por el planeta entero. Evitarán también cualquier sugerencia sobre quién fue realmente responsable de la guerra.
Y, sobre todo, evitarán toda mención a la idea de que la única fuerza que hubiese podido impedir la guerra, tanto en 1914 como hoy, es el proletariado.
2014 no será entonces un año de conmemoración, sino de olvido.
2014: año del olvido
En la actualidad, aún se sigue llamando “Gran Guerra” a la que comenzó en agosto de 1914. Y eso que la Segunda Guerra Mundial hizo más del doble de víctimas, por no mencionar las interminables guerras que, desde 1945, han sembrado todavía más muertes y provocado aún más destrucciones.
Para entender por qué la guerra de 14-18 sigue todavía siendo “la Gran Guerra”, basta con visitar cualquier pueblo de Francia, incluso el más aislado y perdido en los prados alpestres; allí se pueden ver familias enteras con sus nombres grabados en un hito conmemorativo: hermanos, padres, tíos, hijos. Estos testigos mudos del horror no solamente se pueden ver en las ciudades y los pueblos de las naciones beligerantes europeas, sino incluso en el otro extremo del mundo: en la pequeña aldea de Ross, en la isla australiana de Tasmania, el monumento lleva los nombres de 16 muertos y 44 supervivientes, resultantes, sin duda, de la batalla de Galípoli (Turquía).
Durante dos generaciones tras el final de la guerra, 1914-1918 fue sinónimo de matanza absurda, impulsada por la estupidez ciega e irreflexiva de una casta aristocrática dominante, por la avidez insaciable de los imperialistas, de los aprovechadores de guerra y de los fabricantes de armas. A pesar de todas las ceremonias oficiales, todas las coronas depositadas en los monumentos a los caídos y, en Gran Bretaña, la ostentación simbólica de amapolas en el ojal el día de la conmemoración anual, aquella visión de la Primera Guerra Mundial se integró en la cultura popular de las naciones beligerantes. En Francia, la novela autobiográfica de Gabriel Chevalier, La peur (el miedo), publicada en 1930, conoció un éxito tan grande que las autoridades prohibieron el libro, tildándolo de antipatriota. En 1937, la película contra la guerra de Jean Renoir, La Grande Illusion, se proyectó ininterrumpidamente en el cine Marivaux desde las 10 hasta las 2 de la mañana y batió todos los records de entradas; en Nueva York, permaneció 36 semanas en cartelera([1]).
En la Alemania de los años veinte, los dibujos satíricos de George Grosz apaleaban a generales, a políticos y a todos aquellos que habían sacado tajada de la guerra. El libro de E.M. Remarque, Sin novedad en el frente (“Im Westen Nichts Neues”) se publicó en 1929: 18 meses después de su publicación, se habían vendido 2 millones y medio de ejemplares y se tradujo a 22 idiomas; la versión cinematográfica de Universal Studios en 1930 tuvo un éxito estrepitoso en Estados Unidos, donde ganó el Oscar a la mejor película ([2]).
Tras su desmoronamiento, el Imperio austrohúngaro legó al mundo una de las novelas antiguerra más importantes: El buen soldado Švejk (“Osudy dobrélo vojáka Švejk za světové války”) de Jaroslav Hašek, publicado en 1923 y desde entonces traducido en 58 idiomas –más que cualquier otra obra en checo.
La aversión causada por el recuerdo de la Primera Guerra Mundial sobrevivió a la sangría aún más terrible de la Segunda. Comparada con los horrores de Auschwitz e Hiroshima, la crueldad del militarismo prusiano y de la opresión zarista –por no hablar del colonialismo francés o británico– que sirvieron de justificación a la guerra en 1914, casi podían parecer como insignificantes y, sin embargo, la matanza en las trincheras parecía todavía más absurda y monstruosa: de este modo, la burguesía podía presentar la Segunda Guerra Mundial sino ya como una “buena” guerra, al menos como una “guerra justa” y necesaria. Esta contradicción en ningún país es más patente que en Gran Bretaña, donde toda una serie de películas enaltecedoras de la “causa justa” en el más puro estilo patriotero (Dambusters en 1955, 633 Squadron en 1964, etc.) se podían ver en las pantallas de los cines durante los años 50 y 60, a la vez que los escritos contra la guerra de los “poetas de la guerra” Wilfred Owen, Siegfried Sassoon y Robert Graves formaban parte del curso obligatorio de los colegios ([3]). Quizá la obra más grande de Benjamin Britten, el compositor británico más famoso del siglo XX, sea su Réquiem de Guerra (1961) que musicalizó la poesía de Owen, mientras que en 1969 salieron dos películas muy diferentes: en el registro patriótico, Battle of Britain por un lado, y por el otro la sátira corrosiva Oh! What a Lovely War (¡Ah, qué hermosa es la guerra!) que realiza una denuncia musical de la Primera Guerra Mundial, sirviéndose de las canciones creadas por los soldados en las trincheras.
Dos generaciones más tarde, estamos hoy en vísperas del 100º aniversario del estallido de la guerra (4 de agosto de 1914). Dada la importancia de las décadas para los aniversarios y más aún de los centenarios, se han puesto en marcha grandes preparativos para conmemorar (“celebrar” no es precisamente la palabra más conveniente) la guerra. En Francia y Gran Bretaña, se asignaron presupuestos de varias decenas de millones en euros o en libras esterlinas; en Alemania, por razones evidentes, los preparativos son más discretos y no han recibido la bendición gubernamental ([4]).
“El que paga la fiesta, decide la orquesta”: ¿qué, van a recibir entonces las clases dominantes a cambio de las decenas de millones gastadas para “conmemorar la Guerra”?
Si observamos las páginas web de los organismos responsables de la conmemoración (en Francia, el Gobierno constituyó un organismo especial, en Gran Bretaña se ha encargado el Imperial War Museum) la respuesta parece bastante clara: están comprando una de las cortinas de humo ideológico más costosas de la historia. En Gran Bretaña, el Imperial War Museum se da por tarea recoger las historias de los individuos que vivieron la guerra para transformarlas en podcast ([5]). La página web del Centenary Project (1914.org) nos propone acontecimientos de importancia tan crucial como la exposición del revólver utilizado durante la guerra por JRR Tolkien (¡vaya!, es de suponer que lo que quieren es aprovecharse del éxito de las películas El Señor de los Anillos, inspiradas en los libros de Tolkien); la conmemoración de un dramaturgo del Surrey, la colecta por el Museo de Transportes de Londres de la historia de los autobuses durante la Gran Guerra (¡sin broma!) ; en Nottingham, “un gran programa de acontecimientos y actividades (...) sacarán a la luz cómo el conflicto catalizó cambios sociales y económicos inmensos en las comunidades de Nottinghamshire”. La BBC produjo un “documental innovador”: “La Primera Guerra Mundial vista desde arriba”, con fotografías y películas sacadas desde los globos cautivos de la artillería. Se rendirá homenaje a los pacifistas con conmemoraciones sobre los objetores de conciencia. En resumen, van a ahogarnos en un océano de futilidades. Según el Director General del Imperial War Museum, “nuestra ambición es que mucha más gente comprenda que no se puede entender el mundo de hoy sin entender las causas, el curso y las consecuencias de la Primera Guerra Mundial” ([6]) y estamos de acuerdo al 100 % con eso. Pero en realidad, todo está hecho, incluso por parte del honorable Director General, para impedirnos entender sus verdaderas causas y sus verdaderas consecuencias.
En Francia, el sitio internet del centenario anuncia el muy oficial Informe al Presidente de la República para conmemorar la Gran Guerra con fecha de septiembre de 2011 ([7]) y que comienza con estas palabras del discurso del general De Gaulle en el cincuentenario de la guerra en 1964: “El 2 de agosto de 1914, día de la movilización, el conjunto del pueblo francés se puso de pie en su unidad. Eso nunca había ocurrido. Todas las regiones, todas las localidades, todas las categorías, todas las familias, todas las almas, se pusieron repentinamente de acuerdo. En un momento, se borraron las múltiples peleas, políticas, sociales, religiosas, que mantenían dividido el país. De un extremo al otro del suelo nacional, las palabras, las canciones, las lágrimas y, sobre todo, los silencios no expresaron ya sino una única resolución". En el propio informe leemos que “Aunque suscite el pavor de los contemporáneos ante la muerte de masas y los inmensos sacrificios hechos, el Centenario también hará que un estremecimiento recorra la sociedad francesa, recordando la unidad y la cohesión nacional mostrada por los franceses durante la prueba de la Primera Guerra Mundial”. Parece pues poco probable que la burguesía francesa tenga la intención de hablarnos de la represión policial brutal de las manifestaciones de trabajadores contra la guerra durante julio de 1914, ni del notorio Cuaderno B (lista del Gobierno con los militantes antimilitaristas socialistas y sindicalistas que había que detener, internar o enviar al frente a partir del estallido de la guerra –los británicos poseían algo equivalente), y menos aún de las circunstancias del asesinato del dirigente socialista antiguerra Jean Jaurès en vísperas del conflicto como tampoco de los motines en las trincheras ([8])…
Como siempre, los propagandistas pueden contar con el apoyo de los doctos universitarios para proporcionar en material sus documentales y entrevistas. Tomaremos aquí un único ejemplo que nos parece emblemático: The Sleepwalkers, por el historiador Christopher Clark de la Universidad de Cambridge, publicado en 2012 y en 2013 en libro de bolsillo, y ya traducido al francés (Les Somnambules), alemán (Die Schlafwandler) y castellano (Sonámbulos) ([9]). Clark es un empirista sin complejos, su introducción anuncia muy claramente su intención: “Este libro (…) trata menos de por qué estalló la guerra que de cómo ocurrió. Las preguntas del porqué y del cómo son inseparables en la lógica, pero nos llevan en direcciones diferentes. La pregunta de cómo nos invita a observar atentamente las secuencias de interacciones que produjeron unos resultados. La pregunta del porqué, por el contrario, nos invita a ir buscando causas distantes y categóricas: el imperialismo, el nacionalismo, los armamentos, las alianzas, las finanzas, las ideas de honor nacional, los mecanismos de la movilización” ([10]). Lo que falta en la lista de Clark es, obviamente, el capitalismo. ¿Es posible que el capitalismo sea generador de guerras? ¿Es posible que la guerra no sea solamente “la política por otros medios”, retomando la famosa expresión de von Clausewitz, sino más bien la expresión última de la competencia inherente al modo de producción capitalista? ¡Oh no, por favor, eso nunca! Clark pues, se dedica a suministrarnos “los hechos” que llevaron a la guerra, lo que hace con una inmensa erudición y con el menor detalle, hasta el color de las plumas de avestruz sobre el casco de Francisco Fernando de Austria el día de su asesinato (eran verdes). Si alguien se hubiera dado la molestia de anotar el color de los calzoncillos de su asesino, Gavrilo Princip, ese día, también estaría en este libro.
La longitud del libro, su control del detalle, hacen tanto más notable una omisión. A pesar del que dedique secciones enteras a la cuestión “de la opinión pública”, Clark no tiene absolutamente nada que decir sobre la única parte “de la opinión pública” que de verdad importaba: la posición adoptada por la clase obrera organizada. Clark cita ampliamente diarios como el Manchester Guardian, el Daily Mail, o le Matin, y muchos otros sumidos desde hace mucho tiempo en un olvido bien merecido, pero ni siquiera cita una única vez el Vorwärts, ni l'Humanité (los diarios respectivamente de los partidos socialistas alemán y francés), ni la Vie ouvrière, el órgano semioficial de la CGT francesa ([11]), ni la Bataille syndicaliste. ¡Y eran publicaciones importantes! El Vorwärts era uno entre los 91 diarios del SPD con una difusión total de 1 millón y medio de ejemplares (como comparación, el Daily Mail reivindicaba una difusión de 900 mil) ([12]), y el propio SPD era el partido más importante de Alemania. Clark menciona el congreso de Jena en 1905 donde el SPD se negó a llamar a la huelga general en caso de guerra, pero no dice una palabra sobre las resoluciones contra la guerra adoptadas por los congresos de la Internacional Socialista en Stuttgart (1907) y en Basilea (1912). El único dirigente del SPD que merece mención en el libro es Albert Südekum, un personaje relativamente menor de la derecha del SPD, cuyo papel de figurante tranquiliza al canciller alemán Bethmann-Hollweg el 28 de julio, destacando que el SPD no se opondrá a una guerra “defensiva”.
Sobre la lucha entre izquierda y derecha en el movimiento socialista y más ampliamente obrero: silencio absoluto. Sobre el combate político de Rosa Luxemburg, Karl Liebknecht, Anton Pannekoek, Herman Gorter, Domela Nieuwenhuis, John MacLean, Vladimir Ilyich Lenin, Pierre Monatte, y tantos más, ídem de ídem. Sobre el asesinato de Jean Jaurès, más silencio, sólo silencio…
Es evidente que los proletarios no pueden contar con la historiografía burguesa para entender verdaderamente las causas de la Gran Guerra. Miremos pues más bien hacia dos destacados militantes de la clase obrera: Rosa Luxemburg, sin duda alguna la teórica más importante de la Socialdemocracia alemana y Alfred Rosmer, un militante fiel de la CGT francesa de la preguerra. Vamos a basarnos en particular en La Crisis de la Socialdemocracia de Rosa Luxemburg (más conocido con el nombre de Folleto de Junius ([13])) y El movimiento obrero durante la Primera Guerra Mundial ([14]). Ambas obras son muy diferentes: el folleto de Luxemburg fue escrito en la cárcel en 1916 (y al no poder disponer del menor acceso privilegiado a bibliotecas y archivos gubernamentales, el vigor y la claridad de su análisis son tanto más impresionantes); el primer volumen ([15]) de la obra de Rosmer, donde trata del período que condujo a la guerra, fue publicado en 1936 y es el fruto tanto de su dedicación meticulosa a la verdad histórica como de su defensa apasionada de los principios internacionalistas.
La Primera Guerra Mundial: su importancia y sus causas
Podría preguntársenos si todo eso es realmente importante. Fue hace mucho tiempo, el mundo ha cambiado, ¿qué podemos aprender realmente de esos escritos de otros tiempos?
Contestaremos que es primordial entender la Primera Guerra Mundial por tres razones.
La primera, porque la Primera Guerra abrió una nueva época: seguimos viviendo en un mundo modelado por las consecuencias de aquella guerra.
La segunda, porque las causas subyacentes de la guerra siguen presentes y operativas: existe una similitud clarísima entre el auge de la nueva potencia alemana antes de 1914, y el actual de China.
Y la tercera –y quizá la más importante porque eso es precisamente lo que los propagandistas del Gobierno y sus historiadores a sueldo quieren ocultar– sólo hay una y única fuerza capaz de poner fin a la guerra imperialista: la clase obrera mundial. Como dice Rosmer: “los Gobiernos saben que no pueden lanzarse en la peligrosa aventura que es la guerra –y sobre todo ésta– sino a condición de tener tras ellos la práctica unanimidad de la opinión y, especialmente, la de la clase obrera; para eso, les es necesario equivocarla, engañarla, extraviarla, excitarla” ([16]). Luxemburg cita la frase de Von Bülow, que decía que era sobre todo por temor a la Socialdemocracia por lo que, en la medida de lo posible, “se hacían esfuerzos por diferir toda guerra”; cita también el Vom Heutigen Krieg (Una guerra de hoy) del general Bernhardi: “Cuando las grandes masas compactas se quitan de encima a sus dirigentes, cuando se difunde el espíritu de pánico, cuando se hace sentir la falta de víveres, cuando el espíritu de rebelión se posesiona de las masas del ejército, éste se vuelve no sólo ineficaz respecto del enemigo sino también una amenaza para sí y para sus dirigentes. Cuando el ejército rompe los límites de la disciplina, cuando interrumpe voluntariamente el curso del operativo militar, crea problemas que sus dirigentes son incapaces de solucionar. Y Luxemburg sigue: “Así, tanto los políticos capitalistas como las autoridades militares creen que la guerra, con sus ejércitos de masas modernos, es un juego peligroso. Y esto daba a la socialdemocracia la mejor oportunidad de impedir que los gobernantes del momento precipitasen la guerra y obligarlos a ponerle fin lo antes posible. Pero la posición de la socialdemocracia ante esta guerra barrió todas las dudas, derribó los diques de contención de la marea militarista. (…). Y así, las miles de víctimas que han caído en los últimos meses en los campos de batalla pesan sobre nuestra conciencia” ([17]).
El estallido de una guerra imperialista mundial y generalizada (aquí no hablamos de los conflictos localizados, incluso de grandes conflictos como las guerras de Corea o Vietnam) viene determinado por dos fuerzas que se enfrentan: el empuje hacia la guerra, hacia una nueva división del mundo entre las grandes potencias imperialistas, y la lucha por la defensa de su propia existencia por las clases trabajadoras que deben proporcionar a la vez la carne de cañón y el ejército industrial, sin las cuales la guerra moderna es imposible. La Crisis en la Socialdemocracia, y sobre todo en su fracción más poderosa, la socialdemocracia alemana – crisis que silenciaron sistemáticamente los historiadores universitarios a sueldo – es pues el factor crítico que hizo posible la guerra en 1914.
Trataremos de ello con más detalle en un artículo posterior, pero aquí nos proponemos retomar el análisis de Luxemburg de las rivalidades y de las alianzas movedizas que empujaron inexorablemente a las grandes potencias hacia la sangría de 1914.
“Hay dos procesos en la historia reciente que conducen directamente a la actual guerra. Uno se origina en el período en que se constituyeron por primera vez los llamados Estados nacionales, es decir, los Estados modernos, a partir de la guerra bismarquiana contra Francia. La guerra de 1870 que, con la anexión de Alsacia y Lorena, arrojó a la República Francesa en brazos de Rusia, dividió a Europa en dos bandos contrarios e inició un periodo armamentista competitivo frenético, encendió la chispa de la actual conflagración mundial (…)
Así la guerra de 1870 trajo como consecuencia el agrupamiento político formal de Europa en torno a los ejes del antagonismo franco-germano, e impuso el reinado del militarismo sobre las vidas de los pueblos europeos. El proceso histórico le ha otorgado a este agrupamiento y a este reinado un contenido enteramente nuevo. El segundo proceso que conduce a la actual guerra mundial, que confirma nuevamente y en forma brillante la profecía de Marx ([18]), se origina en acontecimientos internacionales acaecidos luego de la muerte de Marx: el desarrollo imperialista de los últimos veinticinco años ([19]).
Los treinta últimos años del siglo XIX vieron pues una extensión rápida del capitalismo a través del mundo, y también la aparición de un nuevo capitalismo, dinámico, en expansión y henchido de confianza, en el mismo corazón de Europa: el Imperio alemán, reconocido en el palacio de Versalles en 1871 después de la derrota francesa en la guerra franco-prusiana, en la que Prusia emergió como territorio más poderoso entre una multitud de principados y pequeños Estados alemanes, para surgir como el componente dominante de una Alemania nueva y unificada.“(…) se podía, entonces, prever”, añade Luxemburg, “que ese imperialismo joven rebosante de energía y sin obstáculos de ninguna clase, que debutaba en el escenario mundial con enormes apetitos, cuando el mundo se encontraba, por así decirlo, ya repartido, debía convertirse rápidamente en el factor incalculable de agitación general” ([20]).
Por una de esas peculiaridades de la historia que nos permiten tomar una única fecha como símbolo de una modificación de la dinámica de la historia, el año 1898 fue testigo de tres acontecimientos que señalaron tal cambio.
El primero fue “el Incidente de Fachoda”, una confrontación tensa entre tropas francesas y británicas que se disputaban el control de Sudán. En aquel entonces, parecía haber un verdadero peligro de guerra entre ambos países por el control de Egipto y el Canal de Suez, y más en general la soberanía sobre África. Finalmente, el incidente se acabó con una mejora de las relaciones franco-británicas, formalizada en 1904 por “la Entente Cordial”, una tendencia cada vez más marcada, por parte de Gran Bretaña, de apoyar a Francia contra una Alemania que ambos veían como una amenaza. Las dos “Crisis marroquíes” de 1905 y 1911 ([21]) pusieron de manifiesto que en adelante, Gran Bretaña se opondría a las ambiciones alemanas en el norte de África (estaba sin embargo dispuesta a dejar algunas migajas a Alemania: las posesiones coloniales de Portugal).
El segundo acontecimiento fue la toma por Alemania del puerto chino de Kiao-Chau ([22]), que anunciaba la entrada de Alemania en la arena imperialista como potencia con aspiraciones mundiales y no solamente europeas –una Weltpolitik, como en aquel entonces se decía en Alemania. Fue pues bastante oportuno que en 1898 ocurriera también la muerte de Otto von Bismarck, gran canciller que había guiado a Alemania por la vía de su unificación e industrialización rápida. Bismarck siempre se había opuesto al colonialismo y a la construcción naval, al ser su preocupación principal en política exterior la de impedir la aparición de una alianza antigermánica entre las demás potencias recelosas –o preocupadas– por el auge alemán. Al iniciarse el siglo, Alemania se había convertido en una potencia industrial de primer orden, sólo sobrepasada por Estados Unidos, con las ambiciones mundiales que eso conllevaba. Luxemburgo cita al Ministro de Asuntos Exteriores de entonces, von Bülow, en un discurso del 11 de diciembre de 1899: “cuando los ingleses hablan de una “Gran Inglaterra”, cuando los franceses hablan de la “Nueva Francia”, cuando los rusos abren Asia central para su penetración, también nosotros tenemos derecho a aspirar a una Alemania más grande. Si no creamos una marina apta para defender nuestro comercio, nuestros nativos en tierras extranjeras, nuestras misiones y la seguridad de nuestras costas, amenazamos los intereses vitales de nuestra nación. En el próximo siglo el pueblo alemán será el martillo o el yunque.” Y Luxemburg añade: “Despojemos esto de la frase ornamental sobre la defensa de nuestras costas, y queda el programa colosal: la gran Alemania que cae como un martillo sobre las demás naciones” ([23]).
A principios del siglo XX, dotarse de una Weltpolitik exigía una marina de guerra a la altura de sus ambiciones. Luxemburg demuestra claramente que Alemania no necesitaba económicamente de forma urgente una armada: nadie iba a arrancarle sus posesiones en África o China. La armada era sobre todo una cuestión de prestigio: para poder proseguir su extensión, Alemania debía aparecer como una potencia seria, una potencia con la cual era necesario contar, y para eso una “flota ofensiva de primera calidad” era un requisito previo. En las palabras inolvidables de Luxemburg, ésta era “un desafío no sólo a la clase obrera alemana, sino también a otras naciones capitalistas, desafío dirigido a nadie en particular, un guantelete que se agitaba ante el mundo entero”.
El paralelo entre el auge de Alemania al filo de los siglos xix y xx, y el de China cien años más tarde es evidente. Como la de Bismarck, la política exterior de Deng Xiaoping procuró no preocupar a los vecinos de China, como tampoco a la potencia hegemónica mundial, Estados Unidos. Pero con su ascenso al estatuto de segunda potencia económica mundial, el “prestigio” de China exige que pueda, como mínimo, controlar sus fronteras y proteger sus vías marítimas: de ahí su programa de construcción naval, de submarinos y de un portaviones, con su reciente declaración de un área de identificación de su defensa aérea (ADIZ) que cubre las islas Senkaku-Daioyu.
Se trata, por supuesto, de un paralelo no de una igualdad, por dos razones en particular: en primer lugar, la Alemania de principios del siglo xx no sólo era la segunda potencia industrial después de Estados Unidos, sino que también estaba en la vanguardia del progreso técnico y de la innovación (como se puede apreciar, por ejemplo, en la cantidad de Premios Nobel alemanes y en la innovación alemana en las industrias siderúrgicas, eléctricas y químicas); en segundo lugar, Alemania tenía la capacidad de transportar su fuerza militar por el mundo entero.
Así como Estados Unidos hoy ha de oponerse a la amenaza china respecto a su propio “estatus” y a la seguridad de sus aliados (Japón, Corea del Sur y Filipinas en particular), también Gran Bretaña vio como una amenaza el auge de la marina alemana, y lo que todavía era peor: una amenaza existencial contra la vía marítima vital del canal de la Mancha y sus propias defensas costeras ([24]).
Sin embargo, cualesquiera que hubieran sido sus ambiciones navales, la dirección natural para la extensión de una potencia terrestre como Alemania era hacia el Este, más específicamente hacia el Imperio otomano en descomposición; eso era tanto más evidente por cuanto sus ambiciones en África y en el Mediterráneo occidental estaban bloqueadas por los franceses y los británicos. El dinero y el militarismo iban de la mano, y el capital alemán fluyó a Turquía ([25]), abriéndose paso a codazos con sus competidores británicos y franceses. Se dedicó gran parte de ese capital a financiar el ferrocarril Berlín-Bagdad: en realidad, se trataba de una red de ferrocarriles que debía conectar Berlín con Estambul, para luego seguir hacia el sur de Anatolia, Siria y Bagdad, y también Palestina, el Hiyaz y La Meca. En una época en la que los movimientos de tropas dependían de los ferrocarriles, eso daba la posibilidad al ejército turco, equipado con armas alemanas y entrenado por militares alemanes, de mandar tropas que habrían amenazado tanto la refinería británica de Abadan (en Persia, hoy Irán) ([26]), como el control británico de Egipto, del canal de Suez: ésta era una amenaza alemana directa contra los intereses estratégicos de Gran Bretaña. Durante gran parte del siglo xix, la extensión rusa en Asia Central, que suponía una amenaza sobre la frontera persa y sobre India, era el principal peligro para la seguridad del Imperio británico; la derrota de Rusia por Japón en 1905 había calmado sus pretensiones orientales hasta el punto que en 1907 un convenio anglo-ruso podía –temporalmente al menos– solucionar los conflictos entre los dos países en Afganistán, Persia y Tíbet. Alemania era ahora el rival que enfrentar.
Inevitablemente, la política oriental de Alemania implicaba para ella un interés estratégico en los Balcanes, el Bósforo y los Dardanelos. El que el ferrocarril entre Berlín y Estambul debiera pasar por Viena y Belgrado hacía que el control, o al menos la neutralidad de Serbia, pasaba de golpe a ser de gran importancia estratégica para Alemania. Esto a su vez la ponía en conflicto con un país que –en los tiempos de Bismarck– había sido el bastión de la reacción y de la solidaridad autocrática, o sea el principal aliado de Prusia y de la Alemania imperial: Rusia.
Desde el reino de Catalina la Grande, Rusia se había afirmado (en los años 1770) como potencia dominante del Mar Negro, eliminando a los otomanos. El comercio cada día más importante de la industria y agricultura rusas dependía de la libertad de navegación por el estrecho del Bósforo. La ambición rusa apuntaba a los Dardanelos y el control del tráfico marítimo entre el mar Negro y el Mediterráneo (los objetivos rusos en los Dardanelos ya habían llevado a la guerra con Gran Bretaña y Francia en Crimea, en 1853). Luxemburg resume así la dinámica de la sociedad rusa que impulsaba su política imperialista: “Por un lado, en las tendencias de conquista del zarismo se manifiesta la expansión tradicional de un poderoso imperio, cuya población abarca hoy 170 millones de hombres y que trata de alcanzar, por motivos tanto económicos como estratégicos, el acceso libre a los mares, al océano Pacífico en el Oriente, y al Mediterráneo en el Sur. Por otro lado, la pervivencia del absolutismo exige la necesidad de mantener una posición que imponga respeto en la concurrencia general de los grandes Estados a nivel de la política mundial para asegurarse el crédito financiero del capitalismo extranjero, sin el cual el zarismo no puede vivir. (…) Sin embargo, cobran cada vez más importancia los intereses burgueses modernos como factor del imperialismo en el imperio zarista. El joven capitalismo ruso, que bajo el régimen absolutista no puede alcanzar, como es natural, su completo desarrollo ni salir, en general, de la fase del primitivo sistema de saqueo, ve ante sí un brillante futuro por las inconmensurables fuentes naturales de este gigantesco imperio. (…) Es la previsión de ese futuro y, por decirlo así, como adelanto de la avidez de acumulación, lo que llena a la burguesía rusa de un ímpetu marcadamente imperialista y que la hace manifestar con ardor sus pretensiones en el reparto del mundo” ([27]). La rivalidad entre Alemania y Rusia por el control del Bósforo se topó pues ineluctablemente con su punto neurálgico en los Balcanes, donde la progresión de la ideología nacionalista característica de un capitalismo en vías de desarrollo creaba una situación de tensión permanente y guerra sangrienta intermitente entre los tres Estados que nacieron del Imperio otomano en descomposición: Grecia, Bulgaria y Serbia. Estos tres países se aliaron contra los otomanos en la Primera Guerra de los Balcanes, y se pelearon luego unos contra otros para repartirse el botín –en particular en Albania y Macedonia– durante la Segunda Guerra de los Balcanes ([28]).
El auge de esos nuevos Estados nacionales agresivos en los Balcanes no podía dejar indiferente al otro imperio declinante de la región: Austria-Hungría. Para Luxemburgo, “la monarquía de los Habsburgo no es la organización política de un Estado burgués, sino únicamente un sindicato inconexo de unas cuantas camarillas de parásitos sociales que quieren recoger a manos llenas, utilizando los medios de poder estatales, mientras se mantenga el podrido tinglado de la monarquía”, y Austria-Hungría estaba constantemente bajo la amenaza de las nuevas naciones que la rodeaban y todas estaban compuestas de las mismas etnias que ciertas partes del Imperio: de ahí la anexión por Austria-Hungría de Bosnia y Herzegovina, con el objetivo de impedir a Serbia un acceso al Mediterráneo.
En 1914, la situación en Europa se asemejaba a un cubo de Rubik mortal, sus distintas piezas estaban tan estrechamente imbricadas que desplazar una de ellas significaba necesariamente desplazarlas todas.
Los sonámbulos despiertos
¿Quiere decir eso que las clases dominantes, los Gobiernos, no sabían lo que hacían, que en cierto modo –según el título del libro de Christopher Clark, Sonámbulos–, entraron en guerra por accidente, que la Primera Guerra Mundial no fue sino un terrible error?
Ni mucho menos. Sin lugar a dudas las fuerzas históricas descritas por Luxemburg, en el análisis sin duda más profundo nunca escrito de la entrada en guerra, mantenían a la sociedad atenazada: en este sentido, la guerra era el resultado de unas rivalidades imperialistas imbricadas. Las situaciones históricas llaman al poder a los hombres que les corresponden y los gobiernos que arrastraron a Europa y al mundo a la guerra sabían muy bien lo que hacían y lo hicieron deliberadamente. Los años del cambio de siglo hasta el estallido de la guerra se caracterizaron por alertas repetidas, cada una más grave que la anterior: la crisis de Tánger en 1905, el incidente de Agadir en 1911, las Primera y Segunda Guerra de los Balcanes. Cada incidente impulsaba hacia adelante la fracción proguerra de cada burguesía, reforzando la idea de que la guerra era de todos modos inevitable. El resultado fue una carrera de armamentos absurda: Alemania puso en marcha su programa de construcción naval y Gran Bretaña le siguió los pasos; Francia aumentó la duración del servicio militar a tres años; enormes empréstitos franceses financiaron la modernización de los ferrocarriles rusos para transportar las tropas hacia el frente occidental, así como la modernización del pequeño pero eficaz ejército serbio. Todas las potencias continentales aumentaron el número de hombres llamados a filas.
Cada día más convencidos de que la guerra era inevitable, la pregunta para los Gobiernos europeos ya fue simplemente: “¿cuándo?”. ¿Cuándo estarían al máximo los preparativos de cada uno con relación a los de sus rivales? Ése sería el “buen” momento para la guerra.
Si Luxemburg veía en Alemania el nuevo “factor imprevisible” de la situación europea, ¿significaba eso que las potencias de la Triple Alianza (Gran Bretaña, Francia y Rusia) no eran sino las víctimas inocentes de la agresión expansionista alemana? Esa es la tesis de algunos historiadores revisionistas actuales: no solamente que la lucha contra el expansionismo alemán se justificaba en 1914, sino que básicamente, 1914 era el precursor de la “buena guerra” de 1939. Esto es sin duda verdad, pero los países de la Triple Alianza serían lo que se quiera, pero no desde luego víctimas inocentes. Y la idea de que únicamente Alemania era “expansionista” es risible cuando comparamos el tamaño del Imperio británico –fruto de la agresión expansionista británica– con el de Alemania: curiosamente, esto nunca parece pasarles por la cabeza a los historiadores ingleses domesticados ([29]).
En realidad la Triple Alianza preparaba desde hacía años una política de cerco de Alemania (así como Estados Unidos desarrolló una política de cerco a la URSS durante la Guerra Fría e intenta hoy hacer lo mismo con China). Rosmer lo demuestra con una nitidez irrecusable, basándose en las correspondencias secretas entre los embajadores belgas de las distintas capitales europeas ([30]).
En mayo de 1907, el embajador en Londres escribía: “Queda claro que la Inglaterra oficial prosigue una política calladamente hostil, que tiende a conseguir el aislamiento de Alemania, y que el rey Eduardo no vaciló en poner su influencia personal al servicio de esta idea” ([31]). En febrero de 1909, tenemos noticias del embajador en Berlín: “El rey de Inglaterra afirma que la conservación de la paz siempre ha sido el objetivo de sus esfuerzos; es lo que no dejó de decir desde el principio de la campaña diplomática que llevó a cabo, con el fin de aislar Alemania; pero no puede uno impedirse observar que la paz del mundo nunca estuvo tan comprometida que cuando el rey de Inglaterra se puso a consolidarla” ([32]). De Berlín de nuevo, leemos en abril de 1913: “La arrogancia y el menosprecio con que éstos [los Serbios] reciben las reclamaciones del gabinete de Viena sólo se explican por el apoyo que piensan encontrar en San Petersburgo. El encargado de negocios de Serbia decía aquí recientemente que su Gobierno no habría dado pasos adelante desde hace seis meses, haciendo caso omiso de las amenazas austríacas, si no le hubiera alentado el ministro de Rusia, el Sr. Hartwig…” ([33]).
En Francia, el desarrollo consciente de una política agresiva y chauvinista quedó perfectamente claro para el embajador belga en París (enero de 1914): “Ya me complació informarles que son los Sres. Poincaré, Delcassé, Millerand y sus amigos quienes inventaron y prosiguieron la política nacionalista, patriotera y chauvinista cuyo renacimiento constatamos (…) Veo en ello un gran peligro que amenaza hoy la paz de Europa (…) porque la actitud adoptada por el gabinete Barthou es, a mi modo de ver, la causa determinante de un incremento de las tendencias militaristas en Alemania” ([34]).
La reintroducción en Francia de un servicio militar de tres años no era una política de defensa, sino un preparativo deliberado para la guerra. Citemos de nuevo al embajador en París (junio de 1913): “Las cargas de la nueva ley serán tan pesadas para la población, los gastos que implicará serán tan exorbitantes, que el país protestará pronto, y Francia se encontrará ante este dilema: una renuncia que no podrá soportar o la guerra a corto plazo” ([35]).
¿Cómo declarar la guerra?
Dos factores se tomaron en cuenta en los cálculos de los estadistas y políticos en los años que condujeron a la guerra: en primer lugar, la evaluación de sus propios preparativos militares y de los de sus adversarios, en segundo lugar –igualmente importante, incluso en la Rusia zarista y autocrática–, la necesidad de aparecer ante del mundo y ante sus propias poblaciones, sobre todo los obreros, como la parte ofendida, que sólo actuaba para defenderse. Todos los poderes querían entrar en una guerra que otro había causado: “El juego consiste en llevar al adversario a realizar un acto que se podrá explotar contra él o a aprovechar una decisión ya tomada” ([36]).
El asesinato de Francisco-Fernando, la chispa que encendió la mecha, no fue obra de un individuo aislado: Gavrilo Princip disparó el tiro mortal, pero no era sino un miembro más de un grupo de asesinos organizado y armado por una de las redes organizadas por los grupos serbios ultranacionalistas “la Mano Negra” y Narodna Odbrana (“la Defensa Nacional”), que casi era un estado en el Estado y cuyas actividades eran perfectamente conocidas por el Gobierno serbio y más concretamente por su Primer Ministro, Nicolas Pasič. Serbia mantenía estrechas relaciones con Rusia y nunca habría emprendido tal provocación si no hubiera estado segura del apoyo ruso contra una reacción austrohúngara.
El Gobierno austrohúngaro no podía dejar pasar la ocasión de meter en cintura a Serbia ([37]). La investigación policial no se anduvo con rodeos para señalar a Serbia con el dedo, confiando los austríacos en que el choque causado entre las clases dirigentes europeas les iba a otorgar el apoyo de éstas, o al menos su neutralismo, cuando atacaron a Serbia. Y en efecto, a Austria-Hungría no le quedaba otra opción que la de atacar y humillar a Serbia; hacer menos hubiera significado un golpe devastador para su “imagen” y su influencia en la crítica región de los Balcanes, dejándola completamente a merced de su rival ruso.
Para el Gobierno francés, una “guerra de los Balcanes” era la situación ideal para lanzar un ataque contra Alemania: en caso de que Alemania pudiera ser arrastrada hacia una guerra para defender a Austria-Hungría, y Rusia acudiera en defensa de los serbios, la movilización francesa podría presentarse como una medida de defensa preventiva contra el peligro de un ataque alemán. Más aún, era muy poco probable que Italia, en principio aliada de Alemania pero con intereses propios en los Balcanes, entrara en guerra para defender a Austria-Hungría en Bosnia-Herzegovina.
Dada la alianza a la que se enfrentaba, Alemania estaba en posición de debilidad, contando como único aliado a Austria-Hungría, ese “montón de descomposición organizada” como decía Rosa Luxemburg. Los preparativos militares en Francia y Rusia, el desarrollo de su “Entente” con Gran Bretaña, llevaron a los estrategas alemanes a la conclusión que más valía enfrentarse lo antes posible, antes de que sus adversarios estuvieran enteramente preparados. De ahí una observación en 1914: “Es absolutamente necesario que si se extiende el conflicto [entre Serbia y Austria-Hungría] (…) sea Rusia la que lleve la responsabilidad” ([38]).
La población británica no estaba muy animada para entrar en guerra para defender a Serbia, lo mismo que la de Francia. Gran Bretaña también necesitaba un “pretexto para intentar convencer a una parte importante de su opinión pública. Alemania le proporcionó uno, excelente, al invadir Bélgica con sus ejércitos”. Rosmer cita el Tragedy of Lord Kitchener del Viscount Esher, a tal efecto: “El episodio belga fue un golpe de suerte que llegó a punto para dar a nuestra entrada en guerra el pretexto moral necesario para preservar la unidad de la nación, o al menos la del Gobierno” ([39]). En realidad, los planes británicos para un ataque contra Alemania, preparados desde hacía mucho tiempo en colaboración con los militares franceses, preveían desde años atrás la violación de la neutralidad belga…
Todos los Gobiernos de los países beligerantes debían pues engañar a su “opinión pública” haciéndole creer que se les había impuesto una guerra que ya estaban preparando y buscando desde hacía años. El elemento crítico de esta “opinión pública” era la clase obrera organizada, con sus sindicatos y partidos socialistas, que afirmaban claramente desde hacía años su oposición a la guerra. El factor principal que abriría el camino a la guerra había de ser pues la traición de la socialdemocracia y su apoyo otorgado a lo que la clase dominante llamó cínicamente una “guerra defensiva”.
Las causas subyacentes de tamaña y monstruosa traición al deber internacionalista más elemental por parte de la socialdemocracia serán objeto de un próximo artículo. Basta con decir aquí que la pretensión actual de la burguesía francesa que afirma que “en un instante se borraron las múltiples peleas políticas, sociales, religiosas, que tenían dividido al país” no son sino mentiras groseras. Al contrario, contada por Rosmer, la historia de los días precedentes al estallido de la guerra es la de manifestaciones constantes contra la guerra, brutalmente reprimidas por la policía. El 27 de julio, la CGT llamó a una manifestación, y “de las 9 a la doce de la noche (…), una muchedumbre enorme afluyó sin cesar a los bulevares. Se movilizó a enormes fuerzas de policía (…) Pero son tan numerosos los obreros que bajan de los suburbios hacia el centro que la táctica policial [de separar a los manifestantes en pequeños grupos] consigue un resultado imprevisto: pronto se cuentan tantas manifestaciones como calles. Las violencias y las brutalidades policiales no pueden con la combatividad de esta muchedumbre; toda la tarde, el grito de “¡Abajo la guerra!” resonará desde la Ópera hasta la Plaza de la República” ([40]). Las manifestaciones continuaron al día siguiente, extendiéndose a las principales ciudades de provincias.
La burguesía francesa aún tenía otro problema: la actitud del dirigente socialista Jean Jaurès. Jaurès era un reformista, en un momento de la historia en el que el reformismo se situaba entre burguesía y proletariado, pero profundamente comprometido en la defensa de la clase obrera (precisamente por eso su influencia entre los obreros era muy grande) y apasionadamente opuesto a la guerra. El 25 de julio, cuando la prensa informa del rechazo por parte de Serbia del ultimátum austrohúngaro, Jaurès debía hablar en un mitin electoral a Vaise, cerca de Lyón: su discurso se centró no en las elecciones sino en el temible peligro de guerra “Nunca, desde hace cuarenta años, Europa estuvo en una situación de amenaza tan trágica. (…) Actualmente tenemos contra nosotros, contra la paz, contra la vida de los hombres, unas eventualidades terribles y contra las que será necesario que los proletarios de Europa realicen los esfuerzos de solidaridad suprema que estén en sus manos” ([41]).
Al principio, Jaurès se creyó los garantías fraudulentas del Gobierno francés según los cuales éste trabajaba por la paz, pero el 31 de julio ya había perdido sus ilusiones y en el Parlamento, pidió una vez más a los obreros hacer lo posible para oponerse a la guerra. Rosmer dice: “Corre el rumor de que el artículo que va a escribir próximamente para el número del sábado de l’Humanité será un nuevo “¡Yo acuso!” ([42]), que denunciará las intrigas y las mentiras que han puesto al mundo en el umbral de la guerra. Por la tarde (…) encabeza una delegación del grupo socialista al Quai d'Orsay [el Ministerio de Asuntos Exteriores]. Viviani no está allí. Es el Subsecretario de Estado el que recibe a la delegación. Después de haber escuchado a Jaurès, le pregunta qué piensan hacer los socialistas ante la situación: “¡Seguir nuestra campaña contra la guerra!”, contesta Jaurès. A lo cual Abel Ferry replica: “¡Ni se atreva!, pues lo matarán a la vuelta de la esquina!” ([43]). Dos horas más tarde, cuando Jaurès regresa a su oficina de L'Humanité para escribir el temido artículo, el asesino Raoul Villain lo mata de dos tiros de pistola a quemarropa que provocaron una muerte casi inmediata” ([44]).
En definitiva, la clase burguesa francesa no dejó ni un cabo suelto, cuando se trataba de garantizar “¡la unidad y la cohesión nacional”!
No hay guerra sin los obreros
Cuando se depositan ofrendas florales y cuando los grandes de este mundo se inclinan ante el soldado desconocido en las conmemoraciones, cuando nuestros dirigentes pagan millones de euros o libras, cuando suena el clarín por las muertes tras las ceremonias solemnes, cuando los documentales fluyen en las pantallas de televisión y que los cultos historiadores nos cuentan las causas de la guerra, excepto las verdaderas, así como todos los factores que habrían podido impedirla, excepto los que de verdad hubieran podido pesar en la balanza, los proletarios del mundo entero, sí que deben recordar.
Recordar que la causa de la Primera Guerra Mundial no fueron las casualidades históricas, sino los mecanismos despiadados del capitalismo y del imperialismo, que la Gran Guerra abrió un nuevo período de la historia, una “era de guerras y revoluciones” como lo dijo la Internacional Comunista. Este período sigue siendo hoy el nuestro, y las mismas fuerzas que llevaron el mundo a la guerra en 1914 son responsables hoy de las masacres sin fin en Oriente Medio y África, alimentando tensiones cada día más peligrosas entre China y sus vecinos en el mar de China meridional.
Recordar que la guerra no puede hacerse sin los obreros, como carne de cañón y carne de fábrica. Recordar que las clases dominantes deben garantizarse la unidad para la guerra y que nada las detendrá para obtenerla, desde la represión brutal hasta el asesinato sangriento.
Acordarse de que son los mismos partidos “socialistas” que se ponen hoy a la cabeza de cualquier campaña pacifista y humanitaria, los que traicionaron la confianza de sus antepasados en 1914, dejándolos desorganizados y sin defensa ante la máquina de guerra capitalista.
Recordar, en fin, que si la clase dominante tuvo que hacer tal esfuerzo para neutralizar al proletariado en 1914, fue porque el proletariado es la única fuerza que puede levantar una barrera fiable contra la guerra. Sólo el proletariado mundial lleva en sí mismo la esperanza de echar abajo el capitalismo y el peligro de guerra, de una vez para siempre.
Hace cien años, la humanidad estaba ante un dilema cuya solución sigue estando, única y exclusivamente, en manos del proletariado: socialismo o barbarie. Este dilema sigue hoy ante nosotros.
Jens
[1] Es irónico constatar que el título de la película fue sacado de un libro de antes de la guerra escrito por el economista británico Norman Angell, que pretendía que la guerra entre potencias capitalistas avanzadas, al estar sus economías estrechamente ligadas e interdependientes, se había hecho imposible. Ese tipo de argumentos son los que hoy se pueden oír sobre China y Estados Unidos.
[2] Ni que decir tiene que, al igual que otras obras aquí mencionadas, Sin novedad en el frente fue prohibida por los nazis tras 1933. También fue prohibida entre 1930 y 1941 por la censura australiana.
[3] Es sorprendente, por el contrario, que el poeta de guerra patriótico inglés más famoso, Rupert Brooke no conociera nunca el combate, puesto que se murió de enfermedad yendo al asalto de Galípoli.
[4] Esto fue objeto de una polémica en la prensa alemana.
[5] Proyecto quizás muy encomiable, pero que no servirá en casi nada para comprender las causas de la Gran Guerra.
[7] Conmemorar la Gran Guerra (2014-2020): propuestas para un centenario internacional, por Joseph Zimet, de la “Dirección de la memoria, del patrimonio y de los archivos”, https://centenaire.org/sites/default/files/references-files/rapport_jz.pdf.
[8] Es sorprendente ver que la gran mayoría de las ejecuciones por desobediencia militar en el ejército francés ocurrió durante los primeros meses de la guerra, lo que sugiere una falta de entusiasmo que debía cortarse de raíz inmediatamente (véase el informe al Ministro de Excombatientes, Kader Arif, de octubre de 2013):
https://centenaire.org/sites/default/files/references-files/rapport_fusi...
[9] Vale la pena mencionar aquí que el título Sonámbulos se extrae de la trilogía del mismo nombre escrita por Hermann Broch en 1932. Broch nació en 1886 en Viena, de una familia judía, pero se convirtió en 1909 al catolicismo. En 1938, tras la anexión de Austria, fue detenido por la Gestapo. Sin embargo, gracias a la ayuda de amigos (entre los cuales James Joyce, Albert Einstein y Thomas Mann), pudo emigrar a Estados Unidos donde vivió hasta su muerte en 1951. Die Schlafwandler cuenta la historia de tres individuos durante, respectivamente, los años 1888, 1905 y 1918, y examina las cuestiones planteadas por la descomposición de los valores y la subordinación de la moral a las leyes de la ganancia.
[10] Traducción nuestra…
[12] Cf. Hew Strachan, The First World War, tomo 1.
[14] Le Mouvement Ouvrier pendant la guerre, Éditions d'Avron, mayo de 1993.
[15] El segundo tomo fue publicado tras la Segunda Guerra Mundial. Es mucho más resumido, ya que Rosmer tuvo que huir Paris durante la Ocupación alemana y sus archivos fueron confiscados y destruidos durante la guerra.
[16] Rosmer, op. cit., p. 84.
[17] Folleto de Junius, capítulo VI.
[18] Luxemburg cita aquí una carta de Marx al Braunschweiger Ausschuss: “Quien no se ensordezca con el clamor momentáneo, y no desee ensordecer al pueblo alemán, debe comprender que la guerra de 1870 lleva necesariamente consigo los gérmenes de la guerra de Alemania contra Rusia, así como la guerra de 1866 engendró la de 1870. Digo necesariamente, a menos que ocurra lo improbable, o sea que estalle antes una revolución en Rusia. Si eso no ocurre, puede considerarse que la guerra entre Alemania y Rusia es ya un hecho consumado. El que esta guerra haya sido útil o peligrosa depende enteramente de la actitud del vencedor alemán. Si toman Alsacia-Lorena, Francia y Rusia tomarán las armas contra Alemania. Sería superfluo señalar las desastrosas consecuencias.”
[20] Idem.
[21] La primera crisis marroquí de 1905 fue provocada por una visita del Káiser a Tánger, formalmente para apoyar la independencia marroquí, pero en realidad para contrarrestar la influencia francesa. La tensión militar era de suma importancia: Francia canceló los permisos militares y avanzó sus tropas hasta la frontera alemana, mientras que Alemania comenzó a llamar a los reservistas a filas. Finalmente, los franceses cedieron y aceptaron la propuesta alemana de una Conferencia internacional, que se celebró en Algeciras en 1906. Pero los alemanes se llevaron un chasco cuando comprobaron que todas las potencias europeas les habían abandonado, particularmente los británicos, y sólo se beneficiaron del apoyo de Austria-Hungría. La segunda crisis marroquí ocurrió en 1911 cuando una rebelión contra el sultán Abd al-Hafid dio a Francia el pretexto para mandar tropas a Marruecos so pretexto de proteger a los ciudadanos europeos. Los alemanes, por su parte, aprovecharon el mismo pretexto para mandar la cañonera Panther al puerto atlántico de Agadir. Los británicos sospecharon que eso era el preludio a la instalación de una base naval alemana en la costa atlántica, que amenazaría directamente a Gibraltar. El discurso de Lloyd George en la Mansion House (citado por Rosmer) fue una amenaza de declaración de guerra apenas disimulada si Alemania no cedía. Finalmente, Alemania reconoció el protectorado francés en Marruecos, y recibió a cambio de unas cuantas marismas en la desembocadura del Congo.
[22] Actual Qingdao, en donde los alemanes implantaron la fábrica de cerveza que fabrica hoy la cerveza “Tsingtao”.
[23] Folleto de Junius, op. cit.
[24] La idea de Clark, y también de Niall Fergusson en The Pity of War, de que Alemania se había quedado muy rezagada respecto a Gran Bretaña en la carrera marítima de armamentos, es absurda: contrariamente a la armada alemana, la británica debía proteger un comercio mundial, y no se entiende bien cómo Gran Bretaña no se habría sentido amenazada por la construcción de una flota poderosa situada a menos de 800 kilómetros de su capital y todavía más cerca de sus costas.
[25] Aunque, en los textos europeos de aquel entonces, los términos “Turquía” y “Imperio otomano” se usaban indistintamente, es importante recordar que el más apropiado es el segundo: a principios del siglo XIX, el Imperio otomano cubría no sólo Turquía sino también lo que hoy es Libia, Siria, Irak, la península de Arabia, más gran parte de Grecia y de los Balcanes.
[26] Esta refinería era sobre todo importante por razones militares: la flota británica acababa de sustituir el carbón por el gasóleo. Gran Bretaña poseía carbón en abundancia pero no tenía petróleo. La búsqueda del petróleo en Persia fue sobre todo impulsada por las necesidades de la Armada Real con fin de asegurarse sus suministros en fuel.
[27] Junius, op. cit., capítulo 4.
[28] La Primera Guerra de los Balcanes estalló en 1912 cuando los miembros de la Liga de los Balcanes (Serbia, Bulgaria y Montenegro) lucharon contra el Imperio otomano con el apoyo tácito de Rusia. Aunque no formaba parte de la Liga, Grecia se unió a los combates, al final de los cuales los ejércitos otomanos fueron derrotados por los cuatro costados: el Imperio otomano se vio privado, por primera vez en 500 años, de la mayoría de sus territorios europeos. La Segunda Guerra de los Balcanes estalló inmediatamente después, en 1913, cuando Bulgaria combatió a Serbia, la cual había ocupado, con la complicidad de Grecia, gran parte de Macedonia que se había prometido a Bulgaria.
[30] Estos documentos fueron captados por los alemanes que publicaron largos extractos después de la guerra. Como Rosmer lo indica: “Las valoraciones de los representantes de Bélgica en Berlín, París y Londres, tienen un valor particular. Bélgica es neutral. Tienen pues la mente más libre que los implicados para apreciar los acontecimientos; además, no ignoran que en caso de guerra entre los dos grandes grupos de beligerantes, su pequeño país correrá grandes riesgos, en particular, el de ser un campo de batalla” (op. cit., p. 68).
[31] Idem, p. 69.
[32] Idem, p. 70.
[33] Ibidem.
[34] Idem, p. 73.
[35] Idem, p. 72.
[36] Idem, p. 87.
[37] Por otra parte, el Gobierno austrohúngaro ya había intentado presionar a Serbia al revelar al historiador Heinrich Friedjung documentos fraudulentos que supuestamente eran la prueba de una conspiración serbia contra Bosnia y Herzegovina (véase Clark, p. 88, edición Kindle).
[38] Citado por Rosmer, op. cit., p. 8, a partir de documentos alemanes publicados después de la guerra.
[39] Idem, p. 87.
[40] Idem, p. 102.
[41] Idem, p. 84.
[42] En referencia al ataque sin concesiones de Emile Zola contra el Gobierno cuando el affaire Dreyfus.
[43] Rosmer, op. cit., p. 91. La conversación está relatada en la biografía de Jaurès por Charles Rappoport y en los propios papeles de Abel Ferry (véase Alexandre Croix, Jaurès et ses détracteurs (Jaurès y sus detractores), Ediciones Spartacus, p. 313.
[44] Jaurès fue asesinado mientras comía en el Café du Croissant, frente a las oficinas de l'Humanité. Su asesino, Raoul Villain, tenía muchas semejanzas con Gavrilo Princip: inestable, emocionalmente frágil, dedicado al misticismo político o religioso –en resumen, exactamente el tipo de personaje que los servicios secretos utilizan como provocador y a quien pueden sacrificar sin el menor escrúpulo. Tras el asesinato, Villain fue detenido y pasó la guerra tranquilo, casi cómodamente instalado en una prisión. Tras su juicio fue liberado, y la esposa de Jaurès tuvo que pagar los gastos de justicia.