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“En Europa occidental, el sindicalismo revolucionario ha surgido en muchos países como resultado directo e inevitable del oportunismo, del reformismo, del cretinismo parlamentario. En nuestro país también, los primeros pasos de la “actividad parlamentaria” han fortalecido el oportunismo hasta el extremo, llevando a los mencheviques a arrastrarse ante los Cadetes (…) El sindicalismo revolucionario se desarrollará por necesidad en suelo ruso como reacción contra esa conducta vergonzante de socialdemócratas ‘famosos’” (1). Ese texto de Lenin, citado ya en el artículo anterior de esta serie, se puede muy bien aplicar a la Francia de principios del siglo XX. Para muchos militantes, asqueados por “el oportunismo, el reformismo, y el cretinismo parlamentario”, la Confederación general del trabajo (CGT) francesa fue en gran medida la organización faro del nuevo sindicalismo “revolucionario”, que “se basta a sí mismo” (según la expresión de Pierre Monatte) (2). Sin embargo, aunque el desarrollo del sindicalismo revolucionario es un fenómeno internacional en el proletariado de entonces, lo específico de la situación política y social en Francia permitió que el anarquismo desempeñara un papel muy importante en el desarrollo de la CGT. La conjunción entre una auténtica reacción proletaria contra el oportunismo de la IIª Internacional y de los viejos sindicatos y la influencia de las ideas anarquistas, típicas de la pequeña burguesía artesana, fue el origen de lo que desde entonces se llama anarco-sindicalismo.
El papel desempeñado por la CGT, ejemplo concreto de las ideas anarco-sindicalistas, quedaría más tarde eclipsado por el que tuvo la Confederación nacional de trabajadores (CNT) durante la pretendida revolución española, la cual puede ser en cierto modo considerada como verdadero prototipo de organización anarco-sindicalista (3). Eso no quita que la CGT, fundada quince años antes que la CNT española, estuviera muy influida, y hasta dominada por la corriente anarco-sindicalista durante el período anterior a 1914. Por eso, la experiencia de las luchas llevadas a cabo por la CGT durante ese período y. sobre todo, su reacción al estallido de la primera gran escabechina imperialista en 1914, son una prueba teórica y práctica para el anarco-sindicalismo. Por eso, este artículo (segundo de la serie iniciada en el anterior número de esta Revista), lo dedicamos al período que va desde la fundación de la CGT en el congreso de Limoges en 1895, hasta la catastrófica traición de 1914 cuando pudo verse a la práctica totalidad de los sindicatos de los países beligerantes hundirse en un apoyo sin fisuras al esfuerzo de guerra del Estado burgués.
¿Por qué hablamos del “anarco-sindicalismo” de la CGT? Recordemos que en el artículo introductivo de esta serie (ver la Revista internacional n° 118), distinguíamos varias diferencias importantes entre el sindicalismo revolucionario propiamente dicho y el anarco-sindicalismo:
• Sobre la cuestión del internacionalismo: las dos organizaciones dominadas por el anarco-sindicalismo (la CGT francesa y la CNT española) va a enfangarse en la defensa de la Unión Sagrada, en 1914 y 1936 respectivamente, mientras que los sindicalistas revolucionarios (las IWW (4) sobre todo), duramente reprimidos a causa de su oposición a la guerra de 1914) se mantuvieron, a pesar de sus debilidades, en un terreno de clase. Por lo que especialmente a la CGT se refiere, como veremos luego, su oposición al militarismo y a la guerra antes de 1914, se parece más al pacifismo que al internacionalismo proletario para el cual “los obreros no tienen patria”. Los anarco-sindicalistas de la CGT iban a “descubrir” en 1914 que los proletarios franceses debían, pese a todo, defender la patria de la Revolución francesa de 1789 contra el yugo del militarismo prusiano.
• En el plano de la acción política, el sindicalismo revolucionario se mantuvo abierto a la actividad de las organizaciones políticas (Socialist Party of America y Socialist Labor Party en Estados Unidos; SLP y después de la guerra de 1914-18, la Internacional comunista en Gran Bretaña).
• En el plano de la centralización, el anarco-sindicalismo tiene una visión de principio federalista: cada sindicato es independiente de los demás, mientras que el sindicalismo revolucionario es favorable a la tendencia a una mayor unidad política y organizativa de la clase.
Esa diferencia no era evidente para los protagonistas de la época: compartían hasta cierto punto, el mismo lenguaje e ideas similares. Sin embargo, en unos y en otros, las mismas palabras no significaban lo mismo ni en las ideas ni en la práctica. Encima, no había –como sí la había en el movimiento socialista- una Internacional en la que se dirimieran las diferencias y alcanzar una mayor clarificación. Se puede decir, someramente, que el movimiento hacia el sindicalismo revolucionario fue un auténtico esfuerzo en el seno del proletariado por encontrar una respuesta al oportunismo de los partidos socialistas y de los sindicatos, el anarco-sindicalismo fue la expresión de la influencia del anarquismo en el seno de ese movimiento. No es casualidad si esta influencia del anarquismo es más fuerte en los países menos desarrollados en el plano industrial, más marcados por el peso del pequeño artesanado y el campesinado: Francia y España. No es posible, en un artículo, dar detallada cuenta de la historia de aquel período complejo y tumultuoso y hay que precaverse del peligro del esquematismo. Dicho lo cual, la distinción es válida en sus grandes líneas y nuestra intención, en este artículo, es examinar si los principios del anarco-sindicalismo, tal como se expresaron en la CGT de antes de 1914, eran los más idóneos ante los acontecimientos (5).
La Comuna y la AIT
Durante el período que va desde finales del siglo xix hasta la guerra de 1914, el movimiento obrero estuvo profundamente marcado por la Comuna de París y la influencia de la Asociación internacional de los trabajadores (AIT). La experiencia de la Comuna, primer intento de toma del poder por la clase obrera, anegado en sangre por el gobierno versallesco en 1871, legó a los obreros franceses una enorme desconfianza hacia el Estado burgués. En cuanto a la AIT, la CGT se reivindica de ella explícitamente, como en este texto de Emile Pouget (6) :
“La expresión orgánica del Partido del trabajo es la Confederación general del trabajo (...), el Partido del trabajo procede, en línea recta, de la Asociación general de trabajadores, cuya prolongación histórica es aquél” (7).
Más específicamente, para Pouget, uno de los propagandistas principales de la CGT, la Confederación se reivindica de los federalistas (o sea de los aliados de Bakunin) en la AIT, así como de la consigna “la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los trabajadores mismos”, en contra de los “autoritarios” aliados de Marx. A Pouget, como a todos los anarquistas desde entonces, se le pasa totalmente por alto lo irónico de esta afiliación. Esa tan famosa expresión citada no es del anarquista Bakunin, sino del primer Considerando de los Estatutos de la AIT redactado por ese horrible autoritario de Karl Marx varios años antes de que Bakunin se adhiriera a la Internacional. En cambio, este último, que era la referencia de los anarquistas de la CGT, prefería la dictadura secreta de la organización, la cual debía ser un “cuartel general de la revolución” (8):
“Puesto que rechazamos todo poder, ¿mediante qué fuerzas dirigiremos la revolución del pueblo? Una fuerza invisible –reconocida por nadie, impuesta por nadie– gracias a la cual, la dictadura colectiva de nuestra organización será tanto más poderosa cuanto más invisible y desconocida sea…” (9).
Es necesario insistir aquí sobre la diferencia entre al visión marxista de la organización y la del anarquista Bakunin: es la diferencia entre una organización abierta, una organización de la fuerza proletaria por la propia masa de los proletarios, y la visión del “pueblo” amorfo, que debe ser guiado por la mano invisible de una “dictadura secreta” de revolucionarios.
El contexto histórico
El marco en que se desarrolla el anarco-sindicalismo en Francia es un período muy particular. Los años que van desde el inicio del siglo XX hasta 1914 son un período bisagra durante el cual el capitalismo en pleno apogeo acaba enfangándose en la espantosa carnicería de la Primera Guerra mundial, que fue la señal de la entrada en la decadencia de ese sistema. Desde el incidente de Fachoda en 1898 (cuando las tropas francesas y británicas, en competencia por dominar África, se las vieron frente a frente en Sudán), hasta el de Agadir (cuando se presentó el acorazado Panther enviado por Alemania en su intento de aprovecharse de las dificultades francesas en Marruecos), y la guerra de los Balcanes en 1912 y 1913, las alarmas ante una posible guerra generalizada en Europa se hicieron cada día más insistentes y angustiantes. Cuando estalla la guerra en 1914, nadie se lleva la menor sorpresa: ni la burguesía, comprometida desde hacía años en una carrera armamentística desenfrenada, ni el movimiento obrero internacional (resoluciones de los congresos de Stuttgart y Basilea de la Segunda Internacional, y también el congreso de CGT contra la amenaza de guerra).
La guerra imperialista generalizada es la competencia capitalista llevada a su extremo más álgido. Exige la organización de todas las fuerzas de la nación para poder realizarse. La burguesía está entonces obligada a modificar su organización social: es el Estado el que toma el control de todos los recursos económicos y sociales de la nación para dirigir la lucha a muerte contra el imperialismo enemigo (nacionalizaciones de la industrias clave, reglamentación de la industria, etc.). La mano de obra debe ser organizada para hacer funcionar la industria de guerra. Los obreros deben estar dispuestos a aceptar los sacrificios consiguientes. Para ello es necesario encuadrar a la clase obrera en la defensa de la nación y mediante la Unión sagrada. Por ello, el aparato de control social se desarrolla enormemente, integrando también a las organizaciones sindicales. Este desarrollo del capitalismo de Estado, una de las características básicas de su período de decadencia, significó pues una mutación cualitativa de la sociedad capitalista.
La burguesía, claro está, no entendió en absoluto que el trastorno que se estaba produciendo abiertamente con la guerra de 1914 era un momento fatídico para su sistema. En cambio, lo que sí entendió muy bien –especialmente la burguesía francesa gracias a su experiencia de la Comuna– es que hay que doblegar y a la vez ablandar las organizaciones obreras antes de que el poder se lance a aventuras militares. Los años anteriores a 1914 conocieron así la preparación de la integración de los sindicatos en el Estado.
El período de preguerra aparece como el del auge imparable del movimiento proletario, pero es solo apariencia. El objetivo de las reformas votadas en el parlamento, presuntamente para mejorar la condición obrera, es enganchar a los obreros al carro del Estado, especialmente haciendo partícipes a los sindicatos en su gestión.
Tras la derrota de la Comuna había entre los obreros una gran desconfianza hacia todo intento de intrusión del Estado en sus asuntos. Así, el primer congreso de las cámaras sindicales habido desde 1871 (el congreso de París de 1876) rechaza una oferta de subvención gubernamental de 100 000 francos; el delegado Calvinhac declara:
«¡Oh! Aprendamos a arreglárnoslas sin ese elemento como nos las arreglamos sin la burguesía para la cual el gubernamentalismo es un ideal. Es nuestro enemigo. Sólo puede inmiscuirse en nuestros asuntos para reglamentar, y debéis estar seguros que todos los reglamentos los hará en provecho de los dirigentes. Pidamos únicamente la libertad completa y realizaremos nuestros sueños cuando estemos plenamente decididos a resolver nuestros asuntos nosotros mismos” (citado en l’Histoire des Bourses de travail de Pelloutier).
En principio, esa posición debería haber recabado el apoyo indefectible de los anarquistas, opuestos sin concesiones a toda acción “política” (o sea, según sus ideas, parlamentaria o municipal). Sin embargo, la realidad es mucho más matizada. Así, la primera de las Bolsas de Trabajo (10), en cuyo desarrollo Fernand Pelloutier (11) y los anarco-sindicalistas iban a desempeñar un papel importante y cuya Federación iba a ser un elemento constitutivo de la CGT, se funda en París en 1886 tras un informe favorable no ya de las organizaciones obreras, sino del Ayuntamiento (Informe Mesureur del 5/11/1886). Durante toda sus existencia, y hasta que las Bolsas quedaran totalmente fundidas en la CGT, la relación entre ellas y los ayuntamientos fue bastante agitado: unas veces estaban apoyadas y hasta subvencionas por el Estado en ciertos períodos, otras eran reprimidas (la Bolsa de trabajo de París fue, en 1893 por ejemplo, clausurada por el ejército). Georges Yvetot (12) (sucesor de Pelloutier a la muerte de éste) acaba incluso confesando que su sueldo de secretario de la Federación nacional de Bolsas se paga con subvenciones del Estado.
Esa actitud ambigua de los anarco-sindicalistas respecto al Estado se aprecia de manera más visible todavía en el debate en la CGT sobre qué actitud adoptar hacia la nueva ley votada por el Parlamento en 1910, sobre la “Jubilación obrera y campesina” (Retraite ouvrière et paysanne, ROP). Surgen dos tendencias: una rechaza la ROP por la oposición de principio a toda interferencia del Estado en asuntos de la clase obrera, incluso en el tema de las pensiones; la otra que intenta alcanzar una reforma inmediata arreglándoselas con el Estado. Las dificultades de la CGT para tomar posición sobre esa ley es un presagio de la desbandada de 1914. Para muchos militantes de la CGT, la traición está simbolizada no tanto en el llamamiento a defender la Francia de las tradiciones revolucionarias, sino en la participación del “revolucionario” Jouhaux (13), e incluso, a pesar de sus dudas, del internacionalista Merrheim (14), en el “Comité permanente para el estudio y la prevención del desempleo” establecido por el gobierno francés para poner remedio a la desorganización económica provocada, en un primer tiempo, por la movilización de la industria francesa para la guerra.
¿Cómo se pasó la CGT de una defensa intransigente de su independencia respecto al Estado a la participación en los intentos de ese mismo Estado burgués para arrastrar a los obreros a la guerra imperialista, aún cuando los principios del anarco-sindicalismo habían tenido una influencia tan grande en su seno?
El papel de los anarquistas en la CGT
Aunque a la CGT se la consideró como una “organización faro” de los sindicalistas revolucionarios, hay que decir que no era “sindicalista revolucionaria” ni siquiera “anarco-sindicalista” como tal. En Francia, la CGT es la única organización que reúne a varios cientos de federaciones sindicales. Entre esos sindicatos, algunos son claramente reformistas (como el sindicato del Libro dirigido por Auguste Keufer, primer tesorero de la CGT, o el sindicato de Ferroviarios), o muy influidos por los militantes revolucionarios “guesdistas” (15) del Partido obrero francés (o SFIO (16) desde la unificación de los partidos socialistas franceses en 1905). También hay otros sindicatos importantes, como el “viejo sindicato” reformista de la minería, dirigido por Emile Basly, que no está en la Confederación.
Los anarquistas no desempeñaron en realidad sino un papel reducido en el despertar del movimiento obrero en la Francia de después de la derrota de la Comuna. Para empezar existe una marcada desconfianza en la clase obrera hacia todo lo que de cerca o de lejos recuerda la política pretendidamente “utopista”, como puede comprobarse en el informe del Comité de iniciativa del congreso obrero de 1876:
“Hemos querido que el congreso sea exclusivamente obrero (…) No hay que olvidar que todos los sistemas, todas las utopías que se reprochan a los trabajadores nunca han procedido de ellos. Todos vienen de burgueses, con las mejores intenciones sin duda, pero que iban a buscar los remedios a nuestros males en ideas y elucubraciones, en lugar de tomar consejo de nuestras necesidades y de la realidad» (citado en l’Histoire des Bourses du travail).
Es sin duda ese poco radicalismo de la clase obrera lo que empuja a los anarquistas (excepto algunos como Pelloutier) a abandonar las organizaciones obreras y volcarse hacia la propaganda del «acto ejemplar»: atentados, atracos a bancos, asesinatos (cuyo ejemplo clásico es el anarquista Ravachol (17)).
Durante los veinte años que siguen al congreso de 1876, no son los anarquistas sino les socialistas, especialmente los militantes del Partido obrero francés (POF) de Jules Guesde, quienes tendrán la actuación política más importante en el movimiento obrero. Los congresos obreros de Lyón y Marsella conocen la victoria de las tesis revolucionarias del POF contra las tendencias “pro gobierno” propuestas por Barberet, y en 1886 es también el POF el que propone y da base a una Federación nacional de Sindicatos (FNS). Nuestro propósito, aquí, no es cantar alabanzas a Guesde y al POF. La rigidez de Guesde –unida a una torpe comprensión de lo que es el movimiento obrero y a un gran oportunismo– hizo que el POF quisiera limitar el papel de la FNS a apoyar las campañas parlamentarias del partido. Además, y contra la voluntad de los dirigentes del POF, hay militantes del partido que apoyan resoluciones, en los congresos de Bouscat, Calais, y Marseille (1888, 89 y 90) en las que se afirma que “la huelga general, o sea el cese total de todo trabajo, o la revolución pueden llevar a los trabajadores a su emancipación”. Está claro que el resurgimiento del movimiento obrero en Francia después de la Comuna debe más a los marxistas, con todas sus debilidades, que a los anarquistas. Otro ejemplo en el mismo sentido (sin por ello quitarle valor alguno a la porfiada labor del anarquista Fernand Pelloutier) fue la creación de la Federación nacional de Bolsas del trabajo, pues esa creación le debe mucho a los socialistas –y, entre ellos, a los dos primeros secretarios de la FNB, miembros del Comité revolucionario central animado por Edouard Vaillant (18).
Hasta 1894, y el asesinato del presidente de la República Sadi Carnot por el anarquista Caserio, los militantes anarquistas poco se habían preocupado por el sindicalismo, y mucho más por la “propaganda por los hechos”, aprobada en el Congreso internacional anarquista de Londres de 1881. El propio Pelloutier lo reconoce más o menos explícitamente en su famosa Carta a los anarquistas (19) de 1899 :
“Hasta ahora, nosotros, anarquistas, hemos realizado lo que llamaría yo la propaganda práctica (…) sin que haya habido la menor unidad de enfoques. La mayoría de nosotros han ido saltando de un método a otro, sin reflexionar previamente, sin análisis de las consecuencias, al albur de las circunstancias. Aquél que la víspera había tratado sobre arte, daba hoy una conferencia sobre acción económica y meditaba para el día siguiente sobre una campaña antimilitarista. Muy pocos, tras haberse dado sistemáticamente una regla de conducta, han sabido atenerse a ella y, mediante la continuidad en el esfuerzo, obtener en una dirección determinada el máximo de resultados sensibles y presentes. Así, a nuestra propaganda por la escritura (que es ciertamente maravillosa y de la que ninguna colectividad –si no es la cristiana en los albores de nuestra era– da un modelo semejante), no podemos oponerle sino una propaganda de acción de lo más mediocre (…)
“No propongo yo (…) ni un método nuevo ni un asentimiento unánime a ese método. Lo que únicamente creo es que, en primer lugar, para acelerar la “revolución social” y hacer que el proletariado sea capaz de sacar el mejor provecho deseable, debemos no sólo predicar a los cuatro vientos el gobierno de sí mismo por sí mismo, sino además dar prueba a la muchedumbre obrera, en el seno de sus propias instituciones, que un gobierno así es posible y también armarlo, instruyéndolo sobre la necesidad de la revolución, contra las irritantes sugestiones del capitalismo (…)
“Los sindicatos tienen desde hace algunos años una alta y muy noble ambición. Creen tener una misión social que cumplir y, en lugar de considerarse ya como simples instrumentos de resistencia a la depresión económica ya como simples “cuadros” del ejército revolucionario, pretenden además, sembrar en la sociedad capitalista el germen de unos grupos libres de productores mediante los cuales parece poder realizarse nuestra idea comunista y anarquista. ¿Debemos pues nosotros, absteniéndonos de cooperar con su tarea, correr el riesgo de que un día los desanimen las dificultades y acaben echándose en brazos de la política?”.
La misma preocupación la expresa de manera más cruda Emile Pouget en su Père peinard de 1897:
“Si existe una agrupación en la que los anarcos deben meterse es, evidentemente, la cámara sindical (…) hemos cometido el enorme error de limitarnos a los grupos afines » (20).
Esos pasajes son reveladores de las diferencias entre anarquismo y marxismo. Para los marxistas, no hay separación alguna entre la clase obrera y los comunistas. Estos forman parte del proletariado, expresan los intereses de éste como clase diferenciada de la sociedad. Como ya lo expresaba así en 1848 el Manifiesto comunista:
“Los comunistas (...) no tienen intereses separados de los intereses de todo el proletariado. No establecen principios especiales según los cuales pretendan moldear el movimiento proletario. (…) Los postulados teóricos del comunismo no se fundan en modo alguno en ideas o principios que hayan sido inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo. Sólo son expresiones generales de los hechos reales de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que transcurre ante nuestra vista”.
El comunismo (21) es indisociable de la existencia del proletariado en el capitalismo: primero porque el comunismo no se vuelve posibilidad material sino a partir del momento en que el capitalismo unificó el planeta en un solo mercado mundial; después, porque el capitalismo creó una clase revolucionaria única capaz de echar abajo el viejo orden y construir una sociedad nueva basada en el trabajo asociado a escala mundial.
Para los anarquistas, lo que cuenta son sus ideas, las cuales no tienen ningún lazo con ninguna clase en particular. Para ellos, el proletariado solo es útil si los anarquistas pueden “realizar” sus ideas mediante aquél y tener una influencia en su acción, pero si el proletariado aparece momentáneamente adormecido, entonces cualquier otra agrupación podrá servir: los campesinos, evidentemente, pero también los pequeños artesanos, los estudiantes, las “naciones oprimidas”, las mujeres, las minorías… o, sencillamente, el “pueblo” de manera general, al cual hay que estimular mediante el “acto ejemplar”.
La visión anarquista del proletariado como simple “medio” hizo que muchos anarquistas vieran el progreso del sindicalismo revolucionario con bastante desconfianza. Así, en el Congreso Internacional anarquista de Ámsterdam en 1907, Enrico Malatesta contesta a la intervención de Monatte, que teoriza el sindicalismo revolucionario, diciendo:
“El movimiento obrero para mí no es más que un medio –el mejor medio entre todos que se nos haya ofrecido (…) Los sindicalistas tienden a hacer de ese medio un fin (…) y así el sindicalismo está convirtiéndose en nueva doctrina que amenaza al anarquismo en su propia existencia (…) Ahora bien, incluso adornándose con el epíteto tan inútil de revolucionario, el sindicalismo no será nunca otra cosa que un movimiento legalista y conservador, sin otra finalidad accesible– ¡y ni siquiera! – que la mejora de las condiciones de trabajo (…) Lo repito: los anarquistas deben acudir a las uniones obreras. Primero para hacer en ellas propaganda anarquista; después, porque es el único medio para, llegado el día, tener a nuestra disposición grupos capaces de tomar en nuestras manos la dirección de la producción” (22).
El retorno de los anarquistas hacia los sindicatos obreros, y por lo tanto el desarrollo de lo que se llamará anarco-sindicalismo, corresponde, en el tiempo, al incremento de la insatisfacción en las filas obreras respecto al oportunismo parlamentario de los partidos socialistas, y la incapacidad de estos para laborar por una unificación real de las organizaciones sindicales en la lucha de clases. Y fue así cómo, en las propias filas de la FNS, hasta entonces patrocinada por el POF de Guesde, surgió el deseo de crear una verdadera organización unitaria que debía actuar independientemente del partido: la CGT fue creada en el congreso de Limoges de 1895. A lo largo de los años, la influencia anarco-sindicalista va a ir en aumento: en 1901 Victor Griffuelhes (23) llega a ser secretario de la CGT, a la vez que Emile Pouget es secretario adjunto del nuevo semanario de la CGT, la Voix du peuple (la Voz del pueblo). Los otros dos principales periódicos de la CGT serán La Vie ouvrière, lanzado por Monatte en 1909, y La Bataille syndicaliste lanzado con muchas dificultades y un éxito muy limitado por Griffuelhes en 1911. Podemos pues decir que l’anarco-sindicalismo poseía una influencia preponderante en las instancias dirigentes de la CGT.
Veamos ahora funcionando, en la teoría y en la práctica, al anarco-sindicalismo en y a través de la CGT.
¿Qué es el anarco-sindicalismo en la CGT?
Los anarco-sindicalistas en la CGT se presentan sobre todo como partidarios de la acción, considerada como lo contrario de las elucubraciones teóricas. Así Emile Pouget en le Parti du travail:
“Lo que diferencia el sindicalismo de las diferentes escuelas socialistas – y hace que sea superior– es su sobriedad doctrinal. En los sindicatos, se hace poca filosofía. Se hace algo mejor: ¡se actúa! Ahí, en el terreno neutral que es el terreno económico, los elementos que afluyen impregnados de las enseñanzas de tal o cual escuela (filosófica, política, religiosa, etc.), pierden, gracias al contacto, su rugosidad particular, para no seguir conservando más que los principios comunes a todos: la voluntad de mejora y de emancipación íntegra”.
Pierre Monatte interviene en el mismo sentido en el congreso anarquista de Ámsterdam:
“Mi anhelo no es tanto el dictaros una exposición teórica de sindicalismo revolucionario, sino la de mostrároslo en acción y, por eso, hacer que hablen los hechos. El sindicalismo revolucionario, a diferencia del socialismo y del anarquismo que le han precedido en la carrera, se ha afirmado menos con teorías que con actos y es más en la acción que en los libros donde debemos buscar” (24).
En su folleto El sindicalismo revolucionario, Victor Griffuelhes nos resume una visión de la acción sindical:
“El sindicalismo proclama el deber del obrero de actuar él mismo, luchar por sí mismo, combatir por sí mismo, únicas condiciones que podrán permitirle llevar a cabo su liberación total. De igual modo que el campesino no cosecha el grano sino gracias a su trabajo, así el proletario no disfrutará de derechos sino gracias al precio de su trabajo hecho de esfuerzos personales (…) El sindicalismo, repitámoslo, es el movimiento, la acción de la clase obrera; no es la clase obrera misma. Es decir que el productor, al organizarse con productores como él, para luchar contra un enemigo común, la patronal, al combatir por el sindicato y en el sindicato por la conquista de mejoras, está creando la acción y está formando el movimiento obrero (…)
“[Para el Partido socialista] el Sindicato es el órgano que balbucea las aspiraciones de los obreros, es el Partido el que las formula, las traduce y las defiende, pues, para el Partido, la vida económica se concentra en el Parlamento; hacia éste debe converger todo, de éste debe venir todo (…)
“Puesto que el sindicalismo es el movimiento de la clase obrera (…) o sea que las agrupaciones surgidas de ella solo pueden estar compuestas de asalariados (…) por eso mismo, esas agrupaciones excluyen a individuos que disfrutan de una situación económica diferente de la del trabajador”.
En su intervención en el congreso de Ámsterdam, Pierre Monatte considera que el sindicato hace desaparecer los desacuerdos políticos en la clase obrera:
“En el sindicato, las divergencias de opinión, a menudo tan sutiles, tan artificiales, pasan a segundo plano; y gracias a esto es posible el entendimiento. En la vida práctica, los intereses se anteponen a las ideas: ahora bien, ninguna discordia entre escuelas y sectas conseguirá que los obreros, por el mismo hecho de estar sometidos por igual a las leyes del salariado, dejen de tener intereses idénticos. Ese es el secreto del entendimiento que se ha fraguado entre ellos, ésa es la fuerza del sindicalismo y lo que le permitió, el año pasado, en el Congreso de Amiens [en 1906, ndlr], afirmar con orgullo que se bastaba a sí mismo» (25).
Hay que resaltar que, aquí, Monatte mete a los grupos anarquistas en el mismo saco que a los socialistas. ¿Qué se destaca de esas citas? Cuatro ideas que vamos a poner aquí de relieve.
El sindicato no reconoce tendencias políticas; es políticamente “neutro”. Es una idea que se encuentra una y otra vez en los textos de los anarco-sindicalistas de la CGT: los partidos políticos, vienen a decir, no representan sino “las trifulcas entre escuelas o sectas rivales”; el trabajo sindical, la asociación de los obreros en la lucha sindical, no conocen luchas de tendencias, o sea, “políticas”. Ahora bien, esa idea no tiene nada que ver con la realidad. No existe ningún automatismo en la lucha obrera, la cual, necesariamente, se construye mediante decisiones y de una acción realizada en función de esas decisiones: éstas son actos políticos. Esto es todavía más cierto para la lucha obrera que para las luchas de las demás clases revolucionarias de la historia anterior. Al ser forzosamente la revolución proletaria el acto consciente de la gran masa de la clase obrera, la toma de decisión necesita constantemente una capacidad de reflexión, de debate, de la clase obrera, tanto como su capacidad de acción: ambas son indisociables. La historia de la CGT misma es un testimonio de las luchas incesantes entre tendencias diferentes. Primero fue la lucha contra los socialistas que querían acercar la CGT a la SFIO, lo cual se terminó en derrota de ésta en el congreso de Amiens. Por otro lado, para asegurar la independencia del sindicato respecto al partido, los anarco-sindicalistas no vacilaron en aliarse con los reformistas, los cuales insistían no sólo en la independencia del sindicato respecto al partido, sino en la autonomía de cada sindicato, para así poder mantener la política reformista en el seno de las Federaciones que dominaban. Hubo después luchas entre reformistas y revolucionarios sobre la sucesión de Griffuelhes, que dimitió en 1909 y fue sustituido por el reformista Niel, sustituido éste a su vez unos meses más tarde por el candidato revolucionario Jouhaux, el mismo que cargó con una enorme responsabilidad por la traición de 1914.
La política, es el parlamento. Esta idea, aunque le debe mucho al incurable cretinismo parlamentario (recogiendo la expresión de Lenin) de los socialistas franceses, no tiene nada que ver con el marxismo. Ya en 1872, Marx y Engels habían sacado esta lección de la Comuna de París,
“... en la cual el proletariado ostentó el poder político, por primera vez, durante dos meses”: “la clase obrera no puede tomar simplemente posesión de la máquina estatal ya acabada, y ponerla en movimiento para sus propios fines” (Prólogo a la edición alemana de 1872 del Manifiesto comunista).
En la Segunda internacional, el principio del siglo xx se caracterizó por una lucha política en el seno de los partidos socialistas y los sindicatos, entre, por un lado, los reformistas que querían integrar el movimiento obrero en la sociedad capitalista, y, por otro, la izquierda que defendía sus fines revolucionarios, apoyándose en las nuevas lecciones surgidas de la experiencia de las huelgas de masas en 1903 en Holanda y de 1905 en Rusia.
Debe prohibirse la presencia de no-obreros en la lucha. Esta idea la recoge también Pouget (le Parti du travail):
“esta labor de reorganización social solo podrá elaborarse y llevarse a cabo en un medio indemne de toda contaminación burguesa (…) [el Partido del Trabajo es] el único organismo que en virtud de su propia constitución, elimina de su seno todas las escorias sociales”.
Esta noción es, sencillamente, un disparate: la historia está llena de ejemplos de obreros que han traicionado a su clase (empezando por varios dirigentes anarco-sindicalistas de la CGT), así como también de otros que, aunque no fueran obreros, se mantuvieron fieles al proletariado y lo pagaron con sus vidas: el abogado Karl Liebknecht y la intelectual Rosa Luxemburg por sólo nombrar a estos dos.
Es la acción y no la “filosofía”, la esencia de la lucha. Digamos primero que los marxistas no esperaron a los anarquistas para insistir en que “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de diferentes maneras, se trata ahora de transformarlo” (26). Lo que caracteriza al anarco-sindicalismo no es solo el hecho de “actuar”, sino la idea de que la acción no necesita apoyarse en la reflexión teórica; que bastaría, en cierto modo, con eliminar de las organizaciones obreras a los elementos “ajenos” para que surgiera la “acción” idónea. Esta ideología se resume en una de las consignas típicas del sindicalismo revolucionario: “la acción directa”.
¿Acción directa o huelga de masas política?
Así describe Pouget “Los métodos de acción sindical” en le Parti du travail:
“[éstos] no son la expresión de la aprobación de las mayorías que se manifiestan por el procedimiento empírico del sufragio universal, sino que se inspiran de medios gracias a los cuales, en la naturaleza, se manifiesta y se desarrolla la vida, en sus numerosas formas y aspectos. De igual modo que la vida apareció primero en un punto, una célula, de igual modo que a lo largo del tiempo siempre es una célula el elemento de fermentación, así, también en el ámbito sindicalista, el impulso lo dan las minorías conscientes que, con su ejemplo, su ánimo (y no con órdenes autoritarias) atraen hacia sí y arrastran a la acción a la masa menos ardiente» (op. cit.).
Aparece hay la vieja monserga anarquista: la actividad revolucionaria se realiza gracias al acto ejemplar de la “minoría consciente”, quedando relegada la masa de la clase obrera al estatuto de borrego. Eso queda más claro todavía en el libro de Pouget sobre la CGT :
“... si el mecanismo democrático fuera practicado por las organizaciones obreras, el “no-querer” de la mayoría inconsciente y no sindicada paralizaría toda acción. Pero la minoría no está dispuesta a abdicar de sus reivindicaciones y sus aspiraciones ante la inercia de una masa que no está todavía animada ni vivificada por el espíritu de rebelión. Por consiguiente, para la minoría consciente hay una obligación, la de la acción, sin tener en cuenta la masa reacia, si no, se verá obligada a doblegar el espinazo, lo mismo que los inconscientes” (op. cit.).
Es cierto que la clase obrera no es homogénea en su toma de conciencia: siempre hay elementos de la clase que ven más lejos que sus camaradas. Por eso es precisamente por lo que los comunistas insisten en la necesidad de organizarse, de agrupar la minoría de vanguardia en una organización política capaz de intervenir en las luchas, de participar en el desarrollo de la conciencia del conjunto de la clase de manera a poder lograr que el conjunto de la clase obrera sea capaz de actuar de modo consciente y unificado, en resumen, hacer que “la emancipación de la clase obrera” sea de verdad “la obra de los obreros mismos”. Esa capacidad de “ver más allá” no procede, sin embargo, de no se sabe qué “espíritu de rebeldía” individual que surgiría no se sabe de dónde ni cómo, sino que se inscribe en el ser mismo de la clase obrera como clase histórica e internacional, la única clase en la sociedad capitalista que está obligada a alcanzar la comprensión de la naturaleza del capitalismo y de su propia naturaleza de enterrador de la vieja sociedad. Una reflexión profunda sobre la acción obrera, para con ella sacar las lecciones de las victorias y –las más de las veces– de las derrotas, forma parte, evidentemente, de tal comprensión, pero no es su único componente: a la clase que va a emprender la revolución más radical que la humanidad haya conocido, la destrucción de la dominación de unas clases sobre otras para sustituirla por la primera sociedad mundial y sin clases, le es necesaria una conciencia de sí misma y de su misión histórica que va mucho más allá de la mera experiencia inmediata.
Esta visión, está a años luz del desprecio por la “masa reacia” de que hacía gala el anarquista Pouget:
“¿Quién podría recriminar la iniciativa desinteresada de la minoría? No van a ser los inconscientes, a quienes los militantes apenas si los consideran como ceros humanos a la izquierda de la cifra” (op. cit.).
Así pues, la “teoría” anarquista de la acción directa procede en línea recta de la visión bakuninista de las masas como fuerza elemental y, sobre todo, no consciente, que, por ello mismo, necesita ese “cuartel general secreto” para dirigir su “revuelta”.
Otros militantes insisten más bien en la acción independiente de los obreros mismos: Griffuelhes, por ejemplo, escribe que
“... el asalariado, dueño en todo momento de su acción, ejerciéndola a la hora que a él le parece mejor, intensificándola o reduciéndola según su voluntad, o bajo la influencia de sus medios y medidas, al no dejar nunca a nadie el derecho de decidir en su lugar, al guardar como un bien inestimable la posibilidad y la facultad de decir en todo momento la palabra que abre la acción y la que la cierra, se está inspirando de esa idea tan antigua y tan criticada llamada acción directa, la cual es ni más ni menos que la forma propia de actuar y de combatir del sindicalismo”.
Por otro lado, Griffuelhes compara la acción directa a una “herramienta” que el obrero debe aprender a manejar. Esta visión de la acción obrera, aunque no ostente ese altanero desprecio de un Pouget por los “ceros humanos”, poco tiene de interesante. Primero, en Griffuelhes, hay una clara tendencia individualista, al ver la acción de la clase como una simple suma de actos individuales de cada obrero. Es pues de lo más lógico que sea incapaz de comprender que existe una relación de fuerzas no ya entre los individuos, sino entre las clases sociales. La posibilidad de realizar con éxito una lucha de envergadura –y más todavía, claro está, la revolución– depende, no de un simple aprendizaje del uso de una “herramienta”, sino de una relación de fuerzas más global entre burguesía y proletariado. Lo que Griffuelhes, y el sindicalismo revolucionario en general, son totalmente incapaces de ver es que el principio del siglo xx es un período bisagra en el que el contexto histórico de la lucha obrera se está trastornando de arriba abajo. En el apogeo del capitalismo, entre 1870 y 1900, era todavía posible para los obreros alcanzar victorias duraderas gremio a gremio y hasta factoría por factoría, primero porque la expansión sin precedentes del capitalismo lo permitía, y, segundo, porque la organización de la propia clase dominante no había tomado todavía la forma del capitalismo de Estado (27). Fue en ese período, que favoreció el desarrollo cada día más importante de las organizaciones sindicales mediante las luchas reivindicativas, cuando adquirieron su experiencia los militantes de la CGT. El sindicalismo revolucionario, fuertemente influido por el anarquismo en el caso de la CGT, significa teorizar las condiciones y la experiencia de un período ya pretérito, una teoría inapropiada en el nuevo período que se está iniciando, en el cual el proletariado se va a encarar a la opción de guerra o revolución, y va a tener que batirse en un terreno que va mucho más allá que la lucha reivindicativa.
En este nuevo período de la vida del capitalismo, el de su decadencia, la realidad es diferente. Primero, no es el proletariado el que puede decidir luchar por tal o cual mejora, sino lo contrario: 99 veces de cada cien, los obreros entran en lucha para defenderse frente a un ataque (despidos, bajas de salario, cierres de fábricas, ataques contra el “salario social”). En segundo lugar, el proletariado no tiene ante sí a una materia bruta con la que se pueda trabajar o moldear con una herramienta. Muy al contrario, la clase enemiga burguesa va a tomar la iniciativa, mientras lo pueda, hacerlo todo por pelear en su propio terreno, con sus propias herramientas, que son la provocación, la violencia, las trampas, las promesas falaces y demás. La acción directa no proporciona el menor antídoto mágico que permita al proletariado inmunizarse contra esos medios. Lo que sí es indispensable, en cambio, para llevar a buen puerto la lucha de clases, es una comprensión política de todo lo que condiciona la lucha de clases: cuál es la situación del capitalismo, de la lucha de clases a nivel mundial, en qué medida los cambios del contexto en el que el proletariado desarrolla sus luchas determinan los cambios en sus medios de lucha. Desarrollar esa comprensión, que es la tarea que incumbe específicamente a la minoría revolucionaria de la clase, era tanto más necesario en un período que iba a conocer no, desde luego, un desarrollo sindical más o menos lineal, sino, al contrario, una ofensiva burguesa que no retrocederá ante nada para meter en cintura al proletariado, para corromper sus organizaciones, y arrastrar la clase hacia la guerra imperialista. Una tarea, la de aquella comprensión, que el anarco-sindicalismo de la CGT fue radicalmente incapaz de realizar.
La razón fundamental de esa incapacidad fue que, a pesar de la insistencia de los anarco-sindicalistas en la importancia de la experiencia obrera que hemos citado, la teoría de la acción directa limita esa experiencia a las lecciones inmediatas que cada obrero o grupo de obreros pueda sacar de la suya propia. Fueron así totalmente incapaces de sacar lecciones de lo que, sin lugar a dudas, fue la experiencia de lucha más importante de entonces: la revolución rusa de 1905. No es éste el lugar para desarrollar cómo trataron los marxistas aquella extraordinaria experiencia para sacar de ella el máximo de enseñanzas para la lucha obrera. Lo que sí podemos afirmar, en cambio, es que en la CGT casi ni se enteraron y cuando los anarco-sindicalistas se dieron cuenta de ella fue para comprenderla al revés. Así, en Cómo haremos la revolución, Pouget y Pataud (28) sólo hacen referencia a 1905 para hablar del papel desempeñado por… los sindicatos amarillos:
“cada vez que la burguesía (…) favoreció la eclosión de grupos obreros, con la esperanza de tenerlos por las riendas utilizándolos como instrumentos, tuvo problemas. El ejemplo más típico fue el de la formación en Rusia, bajo influencia de la policía y la dirección del cura Gapón, de sindicatos amarillos que pronto evolucionaron del conservadurismo a la lucha de clases. Fueron esos sindicatos los que, en enero de 1905, tomaron la iniciativa de la manifestación ante el Palacio de Invierno en San Petersburgo – punto de partida de la revolución que, aunque no logró echar abajo el zarismo, sí consiguió atenuar la autocracia”.
Según estas líneas, la huelga se habría lanzado ¡gracias a los sindicatos amarillos!. En realidad, la manifestación organizada por el cura Gapón acudió ante Palacio para implorar humildemente al “padrecito”, el Zar, una mejora de las condiciones de vida de la clase obrera: fue la réplica bestial de las tropas lo que hizo que brotara la sublevación espontánea en la que quien desempeñó el papel principal en su dinámica y organizó la acción obrera, no fueron los sindicatos sino un nuevo organismo, el soviet (consejo obrero) (29).
¿Hacia la huelga general?
La noción de huelga general, como ya hemos visto, no procede, como tal, de los anarco-sindicalistas, pues existe desde los albores del movimiento obrero (30) y ya había sido propuesta por la FNS guesdista antes de la creación de la CGT. En sí, la huelga general puede aparecer como una ampliación natural de una situación en la que las luchas se van desarrollando poco a poco. ¿No es de lo más lógico suponer que los obreros se van volviendo cada día más conscientes y las huelgas se van extendiendo para acabar en huelga general de toda la clase obrera? Y ésa es en efecto la visión de la CGT expresada por Griffuelhes:
“La huelga general (…) es el remate lógico de la acción constante del proletariado con anhelos de emancipación; es la multiplicación de las luchas declaradas contra la patronal. Al ser el acto final, exige un sentido muy desarrollado de la lucha y una práctica superior de la acción. Es una etapa de una evolución marcada y acelerada por sobresaltos, que (…) serán huelgas generales corporativas.
“Estas son la gimnasia necesaria, de igual modo que las grandes maniobras son la gimnasia de la guerra” (31)..
Otra consecuencia lógica del razonamiento de los sindicalistas revolucionarios es que la huelga transformada en general no podrá ser otra cosa sino el movimiento revolucionario. Griffuelhes cita la Voix du Peuple del 8 de mayo de 1904:
“la huelga general sólo puede ser la Revolución misma, pues comprendida de otra manera sería una nueva engañifa. Las huelgas generales corporativas o regionales la precederán y la prepararán” (ídem).
Es evidente que los sindicalistas revolucionarios no solo dijeron cosas falsas sobre el progreso de la lucha hacia la acción revolucionaria (32). Pero también es evidente que la perspectiva sindicalista de una progresión casi lineal de las luchas obreras hacia la toma del poder por una minoría dirigente agrupada en los sindicatos no corresponde a la realidad histórica. Y eso no es casualidad. Incluso dejando de lado que –en la realidad- los sindicatos se pasaron del lado de la burguesía apareciendo como los peores enemigos de la clase obrera en sus intentos revolucionarios (Rusia 1917 y Alemania 1919), hay una contradicción básica entre sindicatos y poder revolucionario. Los sindicatos existen en la sociedad capitalista y están inevitablemente marcados por el combate en el seno del capitalismo, la revolución, en cambio, se alza en contra de la sociedad capitalista. Los sindicatos están organizados por oficios o industrias y, en la visión anarco-sindicalista cada sindicato conserva celosamente sus prerrogativas de organizarse a su manera y para defender los intereses específicos del ramo. Hay pues una incoherencia evidente en la idea de que el sindicato permita a todos obreros reunirse independientemente de su adhesión política y, de ahí, pensar que el sindicato podría reunir al conjunto de la clase, mientras que, a la vez, los sindicatos mantienen la división de los obreros por ramo o industria.
La revolución, al contrario, no es solo cosa de las minorías más avanzadas, sino que atañe a toda la clase obrera incluidas sus fracciones hasta entonces más atrasadas en la conciencia. La revolución debe permitir a todos los obreros ver y actuar más allá de las divisiones que le impone la organización de la economía capitalista; debe dar con los medios organizativos para que todas las partes de la clase se expresen, decidan, actúen, desde las más avanzadas a las más atrasadas. El poder obrero revolucionario es pues algo muy diferente de la organización sindical. Trotski, elegido presidente del soviet de Petrogrado en 1905, así lo expresó:
“El consejo [soviet] organizaba las masas, dirigía las huelgas políticas y las manifestaciones, armaba a los obreros...
“Otras organizaciones revolucionarias, sin embargo, lo habían hecho ya antes que el consejo, lo seguían haciendo al mismo tiempo que éste y seguirían haciéndolo tras su disolución. La diferencia es que era, o al menos aspiraba a ser un órgano de poder (...)
“Si el consejo ha llevado a diferentes huelgas hasta la victoria, si ha arreglado con éxito conflictos varios entre obreros y patronos, no es, ni mucho menos, que existiera exactamente con esa finalidad, sino al contrario, allí donde había un sindicato poderoso, éste se mostró con mayor capacidad que el consejo para dirigir la lucha sindical; la intervención del consejo solo tenía peso gracias a la autoridad universal de que disponía. Y esa autoridad se debía a que cumplía sus tareas fundamentales, las tareas de la revolución, que iban mucho más allá de los límites de cada oficio o cada ciudad y asignaban al proletariado como clase un lugar en las primeras filas de combatientes”. (33)
Esas líneas fueron escritas en un tiempo en el que los sindicatos podían todavía ser considerados como órganos de la clase obrera: las lecciones que en ellas se saca de la experiencia son hoy todavía más válidas. Si observamos el movimiento más importante que la clase obrera ha conocido desde que 1968 marcó el final de la contrarrevolución, o sea la huelga de masas en Polonia en 1980, podemos constatar inmediatamente que los obreros, lejos de usar la forma del «sindicato amarillo» (los sindicatos en Polonia estaban totalmente integrados en el Estado estaliniano), adoptaron una forma muy diferente de organización, una forma anticipadora de los soviets revolucionarios: la asamblea de delegados elegidos y revocables (34).
1906 : la huelga general puesta a prueba
La teoría de la huelga general de los anarco-sindicalistas de la CGT se verá puesta a prueba cuando la Confederación decide lanzar una gran campaña por la reducción de la jornada laboral, mediante la huelga general (35). La CGT llama a los trabajadores, a partir del 1º de mayo de 1906 (36), a que impongan ellos mismos la nueva jornada abandonando el trabajo al término de las 8 horas. La adhesión a la CGT seguía siendo muy minoritaria: de un total de 13 millones de obreros potencialmente “sindicables” en 1912 (37), la CGT solo agrupa a 108 000 en 1902, cantidad que sube hasta 331 000 en 1910 (38). Será pues una verdadera prueba de la verdad para la visión anarco-sindicalista: la minoría, con su ejemplo, debía arrastrar a toda la clase obrera en un enfrentamiento general con la burguesía gracias a algo tan simple en apariencia como el cese de trabajo a la hora decidida por el obrero y no por el patrón. A partir de 1905, la CGT crea una comisión especial encargada de la propaganda, que va a multiplicar octavillas, folletos, periódicos y reuniones de propaganda (¡más de 250 reuniones sólo en París!).
Toda esa preparación se vio seriamente zarandeada por un acontecimiento inesperado: la terrible catástrofe de Courrières, el 10 de marzo de 1906, cuando más de 1200 mineros mueren a causa de una enorme explosión subterránea. La rabia se extiende muy rápidamente y el 16 de marzo hay 40 000 mineros metidos en una huelga que ni fue prevista ni deseada, ni por el “viejo sindicato” reformista de Emile Basly, ni por el “joven sindicato” revolucionario dirigido por Benoît Broutchoux (39). La situación social es explosiva: si bien vuelven al trabajo los mineros, tras una dura lucha salpicada de enfrentamientos violentos con la tropa, otros sectores, en cambio, entran en lucha – en abril 200 000 obreros están en huelga. En un ambiente de casi guerra civil, el ministro del Interior, Clemenceau, se prepara para un Primero de Mayo mezclando provocación y represión, con el arresto de Griffuelhes y de Levy, tesorero de la CGT, incluido. La huelga obtiene poco éxito en provincias, y los 250 000 huelguistas parisinos se quedan aislados y obligados a reanudar el trabajo a las dos semanas y sin haber alcanzado sus fines. Cuando se lee lo ocurrido, se da uno perfecta cuenta de que la CGT estaba muy poco preparada para llevar a cabo una huelga en la que ni el gobierno ni los obreros actúan según lo previsto. En fin de cuentas, la huelga de 1906 confirma en negativo lo que el 1905 ruso había confirmado en positivo:
“Y es que la huelga de masas ni se ‘fabrica’ artificialmente, ni se ‘decide’, o ‘propaga’, en el éter inmaterial y abstracto, sino que es un fenómeno histórico resultante, en cierto momento, de una situación social a partir de una necesidad histórica.
“El problema se resolverá, no con especulaciones abstractas sobre la posibilidad o la imposibilidad, sobre la utilidad o el peligro de la huelga de masas, sino mediante el estudio de los factores y de la situación social que la provocan en la fase actual de la lucha de clases; ese problema no se comprenderá ni se podrá discutir a partir de una apreciación subjetiva de la huelga general considerando lo que es deseable o lo que no lo es, sino a partir de un examen objetivo de los orígenes de la huelga de masas, y planteándose la pregunta de si es o no es históricamente necesaria” (40).
Colmo de la ironía, en el Congreso de Amiens de junio de 1906 de una CGT que por lo visto debía permitir a los obreros aprender de sus experiencias e ignorar la política, no se discute para nada de la experiencia del mes anterior, sino que se pasa el tiempo discutiendo de la cuestión tan política de la relación entre la Confederación y la SFIO…
La CGT ante la guerra: un internacionalismo vacilante
Ya dijimos que la guerra de 1914 no fue una sorpresa para nadie: ni para la burguesía de las grandes potencias imperialistas, inmersas en una frenética carrera de armamentos, ni para las organizaciones obreras. Al igual que los partidos socialistas de la IIª Internacional en los congresos de Basilea y de Stuttgart, la CGT adoptó varias resoluciones de oposición a la guerra, especialmente en su congreso de Marsella de 1908 el cual
“... declara que es necesario, con un enfoque internacional, instruir a los trabajadores para que en caso de guerra entre potencias, los trabajadores repliquen a la declaración de guerra con una declaración de huelga general revolucionaria” (41).
Y, sin embargo, cuando comienza la guerra, la Bataille syndicaliste de Griffuelhes se reivindica de Bakunin para llamar a
“... Salvar a Francia de una esclavitud de cincuenta años (…) Haciendo patriotismo, salvaremos la libertad universal”,
y Jouhaux, secretario otrora «revolucionario» de la CGT declara en el entierro de Jaurès que
“no es el odio al pueblo alemán lo que nos animará a ir a los campos de batalla, ¡sino el odio al imperialismo alemán!” (42).
La traición de la CGT anarco-sindicalista fue pues algo tan asqueroso como la de los socialistas a los que aquella tanto había vapuleado anteriormente, pudiendo decir incluso el ex anarquista Jouhaux que Jaurès “era nuestra viva doctrina” (43).
¿Cómo llegó la CGT a semejante extremo? En realidad, y a pesar de sus llamamientos al internacionalismo, la CGT era más antimilitarista que internacionalista, es decir que ve el problema desde un enfoque de la experiencia inmediata de los obreros frente a un ejército que la burguesía francesa no vacila en usar para romper las huelgas. La problemática de la CGT es francesa, nacional, y la guerra es considerada como “una desviación ante las reclamaciones en aumento del proletariado” (44). Bajo unas apariencias revolucionarias, el antimilitarismo de la CGT es, en realidad, algo más próximo al pacifismo, como pudo verse en la declaración del Congreso de Amiens de 1906:
“Se quiere meter al pueblo en la obligación de desfilar, con el pretexto del honor nacional, de la guerra inevitable por ser defensiva (…) la clase obrera quiere la paz a toda costa” (45).
Se crea así una amalgama – típica del anarquismo por cierto– entre la clase obrera y “el pueblo”, y queriendo “la paz a toda costa”, se preparan a echarse en brazos de un gobierno que pretende buscar la paz de buena fe: es así como el pacifismo se convierte en el peor partidario de la guerra, cuando se trata de defenderse contra el militarismo adverso (46).
La lectura del libro de Pouget y Pataud (Comment nous ferons la révolution), que ya citamos, es muy instructiva al respecto, pues en él describen una revolución puramente nacional. Los dos autores anarco-sindicalistas no esperaron a Stalin para considerar la posibilidad de una construcción del “anarquismo en un solo país”: una vez realizada con éxito la revolución en Francia, todo un pasaje del libro está dedicado a la descripción del comercio exterior que sigue operando según el sistema comercial, mientras que dentro de las fronteras nacionales se produce de modo comunista. Mientras que para los marxistas, la afirmación de que “los trabajadores no tienen patria” no es un principio moral, sino la expresión del propio ser del proletariado mientras el capitalismo no haya sido derribado a escala planetaria, para los anarquistas eso no es más que un deseo piadoso. Esa visión nacional de la revolución estaba fuertemente vinculada a la historia francesa y a una tendencia de muchos anarquistas, incluso de socialistas franceses, a considerarse herederos de la revolución burguesa de 1789: no es de extrañar que Pouget y Pataud se inspiraran no en la experiencia rusa de 1905, sino sobre todo en la experiencia francesa de 1789, en los ejércitos revolucionarios de 1792, y en la lucha del “pueblo” francés contra el invasor alemán y reaccionario. En ese libro de anticipación llama la atención el contraste entre la estrategia imaginada del régimen revolucionario victorioso en Francia y la estrategia real de los bolcheviques tras la toma del poder en 1917. Para los bolcheviques, la tarea esencial es hacer la mayor propaganda en el extranjero (por ejemplo, desde los primeros días de la revolución con la emisión por radio de los tratados secretos de la diplomacia rusa), y ganar tiempo para permitir lo más posible la confraternización con las tropas alemanas en el frente. El nuevo poder sindical en Francia, en cambio, apenas si se preocupa de lo que pasa más allá de las fronteras, preparándose para repeler la invasión de los ejércitos capitalistas, no mediante la confraternización y la propaganda, sino con amenazas primero, seguidas del uso de lo que en un libro de ciencia-ficción de principios del siglo xx podía ser equivalente a las armas nucleares y bacteriológicas.
Esa falta de interés por lo que ocurre fuera del “hexágono francés” no solo era algo propio de un libro de anticipación social, sino que se puede comprobar en el poco entusiasmo de la CGT por los vínculos internacionales. La CGT se adhiere a la Secretaría internacional de sindicatos, pero apenas si se lo toma en serio: Griffuelhes, delegado en el congreso sindical de 1902 en Stuttgart, es incapaz de seguir unos debates que son en su mayoría en alemán y ni siquiera se preocupa por saber si la moción por él presentada ha sido traducida. En 1905, la CGT quiere proponer a los sindicatos alemanes que se organicen manifestaciones contra el peligro de guerra ante la crisis de Marruecos. Pero al insistir los alemanes para que toda acción se lleve a cabo de consuno con los partidos socialistas alemán y francés, lo cual va en contra de la doctrina sindicalista, la CGT abandona su iniciativa. Poco antes de la guerra hay un intento en Londres de constituir una internacional sindicalista revolucionaria, pero la CGT no envía delegado alguno.
La quiebra del anarco-sindicalismo
La ruina de la CGT, la traición a sus principios y a la clase obrera, su participación en la Unión sagrada en 1914, no fueron menos repugnantes que la traición de los sindicatos alemanes o británicos, y no vamos a describirla aquí. El anarco-sindicalismo francés, igual que el sindicalismo alemán vinculado al partido socialista o el sindicalismo inglés, el cual, por su parte, acababa de crear su propio partido (47), no supo mantenerse fiel a sus principios y combatir contra una guerra que todo el mundo estaba viendo llegar. En el seno de la CGT, sin embargo, surgió con enormes dificultades a causa de la represión, una pequeña minoría internacionalista, de la que es Pierre Monatte uno de sus miembros más preclaros. Lo que es significativo, sin embargo, es que cuando Monatte dimite del Comité confederal en diciembre de 1914 (48) para protestar contra la actitud de la CGT en la guerra, cita, entre sus razones, la negativa de la CGT a contestar al llamamiento de los partidos socialistas de los países neutrales para una conferencia de paz en Copenhague. Llama a la CGT a seguir el ejemplo de Keir Hardie (49) en Gran Bretaña y de Liebknecht en Alemania (50). O sea que Monatte no encuentra en ninguna parte, en 1914, la menor referencia sindicalista revolucionaria internacionalista en la que poder apoyarse. Se ve obligado a apoyarse sobre todo, en aquel inicio de la guerra, en los socialistas centristas.
El anarco-sindicalismo se resquebrajó por partida doble ante su primera gran prueba: el sindicato se precipitó, desmoronado, en la Unión sagrada patriotera. Por primera vez, pero no la última, serán los anarquistas antimilitaristas del día anterior quienes, al día siguiente, van a empujar a la clase obrera hacia la carnicería de las trincheras. En cuanto a la minoría internacionalista, no encuentra el menor apoyo en el movimiento anarquista o anarcosindicalista internacional. En un primer tiempo tiene que mirar hacia los socialistas centristas de los países “neutrales”; después, hará alianza con el internacionalismo revolucionario que se expresa en las izquierdas de los partidos socialistas, y que va a emerger en las conferencias de Zimmerwald y sobre todo de Kienthal, para dirigirse hacia la creación de la Internacional comunista.
Jens, 30/09/2004
Lenin, “Prefacio al folleto de Voinov (Lunacharski) sobre “La actitud del partido hacia los sindicatos” (1907), Obras.
2) Pierre Monatte: nació en 1860, iniciando su vida política como dreyfusard –defensor del capitán Dreyfus contra la acusación de traición– y socialista haciéndose después sindicalista. Él se define a sí mismo como anarquista, pero pertenece en realidad a la nueva generación de sindicalistas revolucionarios. Fundó la revista la Vie ouvrière en 1909. Internacionalista en 1914, participó en la labor de agrupamiento iniciada por la Conferencia de Zimmerwald ingresando en el Partido comunista, del cual acabó siendo excluido en 1924 durante el proceso de degeneración de la Internacional comunista, consecuencia del aislamiento y derrota de la Revolución rusa.
En un próximo artículo de esta serie trataremos la historia de la CNT.
4) Industrial Workers of the World.
5) Para la cronología, puede leerse (en francés) l’Histoire des Bourses du travail de Fernand Pelloutier (ediciones Gramma), l’Histoire de la CGT de Michel Dreyfus (ediciones Complexe), así como el encomiable trabajo de Alfred Rosmer (miembro de la CGT y muy vinculado a Monatte) le Mouvement ouvrier pendant la Première Guerre mondiale (ediciones de Avron).6)Émile Pouget. Nacido en 1860, contemporáneo de Monatte, Pouget trabaja primero en un almacén y participa en la creación del sindicato de dependientes. Próximo de los bakuninistas, es detenido en 1883 tras una manifestación y condenado a 8 años de cárcel (es liberado al cabo de tres años). Se hace periodista y funda le Père Peinard, periódico que se hace conocer por su lenguaje “popular”. Llega a ser secretario de redacción del periódico de la CGT, la Voix du peuple. Es, pues, en cierto modo, responsable del posicionamiento oficial del sindicato. Abandona la CGT por la vida personal en 1909, se vuelve patriota durante la guerra, contribuyendo mediante artículos patrioteros en la propaganda burguesa de entonces.
7) Ver la Confederation générale du Travail de Émile Pouget (reeditado por la CNT de la región parisina).
8) Programa de la Hermandad internacional de 1869.
9) Bakunin, Carta a Nechaiev, 2/06/1870 (traducido del inglés por nosotros).
10) Las Bolsas del trabajo se inspiran en buena parte de las antiguas tradiciones del “compagnonnage” (el sistema gremial en Francia de origen medieval), cuya finalidad era a la vez encontrar trabajo, instruirse y organizarse. Hay en ellas bibliotecas, salas de reunión para las organizaciones sindicales, informaciones de ofertas de trabajo y también sobre las luchas del momento de modo que los obreros no se conviertan en “esquiroles” sin saberlo. También organizan el viaticum, un sistema de ayuda a los obreros de paso en busca de trabajo. En 1902, la Federación nacional de Bolsas de trabajo (FNB) se fusiona con la CGT en el congreso de Montpellier, cuando, debido al desarrollo de la gran industria, ya está decayendo el trabajo artesano. La Bolsa, como organización separada del sindicato, pierde cada día más su función, y la doble estructura de la CGT (Bolsas y sindicatos) desaparece en 1914.
11) Fernand Pelloutier (1867-1901): procedente de una familia monárquica, Pelloutier revela desde muy joven un gran talento de periodista y espíritu crítico. En 1892, se adhiere al Partido obrero francés, creando su primera sección en la ciudad portuaria de Saint-Nazaire. Escribe, junto con Aristide Briand, un folleto titulado De la révolution par la grève générale, que plantea el triunfo de los obreros de manera no violenta, por la simple asfixia de los dirigentes. Pero pronto Pelloutier, conquistado por las ideas anarquistas y de regreso a París, se dedica plenamente a la actividad y la propaganda. Elegido secretario de la Federación nacional de Bolsas de trabajo en 1895, critica duramente “las gesticulaciones irresponsables de la secta ravacholiana” así como las discusiones “bizantinas” de los gropúsculos anarquistas. Todo el resto de su vida trabaja sin descanso, con una entrega admirable por la causa proletaria, por el desarrollo de la FNB. Muere prematuramente tras una larga y dolorosa enfermedad en 1901.
12) Georges Yvetot (1868-1942) : tipógrafo, anarquista, sucedió a Pelloutier de secretario de la FNB de 1901 a 1918. Desempeñó un papel en el movimiento antimilitarista antes de 1914, pero desapareció, ante lo cual Merrheim expresó su repulsión (carta de Merrheim a Monatte, diciembre de 1914: “Yvetot está en Étretat y no da nunca la menor noticia. Es algo repugnante, te lo aseguro. ¡Será cobarde!”).
13) Léon Jouhaux (1879-1954): nacido en París, hijo de un obrero combatiente de la Comuna (communard), Jouhaux trabaja primero en una manufactura de fósforos de Aubervilliers (región parisina), en donde se adhiere al sindicato. Vinculado al anarquismo, entra en el Comité nacional de la CGT como representante de la Bolsa de trabajo de de Angers en 1905. Considerado como “portavoz” de Griffuelhes, es el candidato de los revolucionarios en la elección del nuevo secretario de la CGT, tras su dimisión en 1909. En 1914, acepta el título de “comisario de la nación” por petición de Jules Guesde, el cual ha entrado en el gobierno. Jouhaux permanecerá a la cabeza de la CGT hasta 1947.
14) Alphonse Merrheim (1871-1925): hijo de obrero, calderero como su padre. Es “guedista”, luego “allemanista”, antes de hacerse sindicalista revolucionario. Se instala en París en 1904. Es secretario de la Federación del metal, lo que hace de él uno de los dirigentes principales de la CGT. Hostil a la Unión sagrada, no sigue los pasos de Monatte con la dimisión, estimando que debe continuar luchando por las ideas internacionalistas en el seno del comité confederal. Aunque participaría en el movimiento de Zimmerwald, acabó separándose de los revolucionarios a partir de 1916, y apoyando a Jouhaux contra los revolucionarios en 1918.
15) Jules Guesde (1845-1922) estuvo a favor de la Comuna, refugiándose en Suiza e Italia, pasando de un republicanismo radical al anarquismo y, después, al socialismo. Una vez vuelto a Francia, funda el periódico l’Egalité y entra en contacto con Marx, quien redactará los “Considerandos” (preámbulo teórico) del Partido obrero francés fundado en noviembre de 1880. Guesde se presenta en la política francesa como defensor de la “línea revolucionaria” y marxista, hasta el punto de ser el único diputado de la SFIO en el parlamento que votó en contra la ley sobre la Jubilación obrera y campesina. Su pretensión apenas está justificada como puede comprobarse en una carta que Engels escribió a Bernstein el 25 de octubre de 1881 : “Cierto es que Guesde vino aquí cuando se trató de la elaboración del proyecto de programa para el Partido obrero francés. En presencia de Lafargue y de mí mismo, Marx le fue dictando los considerandos del programa, Guesde con la pluma en la mano (…) Luego se discutió el contenido del programa: introdujimos o quitamos algunos puntos, pero en muy poco era Guesde el portavoz de Marx y eso se comprueba en que en ese programa, Guesde acabó introduciendo su insensata teoría del ‘mínimo de salario’. Como no era nuestra responsabilidad, sino la de los franceses, acabamos dejándole hacer (…) [Nosotros] tenemos la misma actitud hacia los franceses que hacia los demás movimientos nacionales. Estamos en relación constante con ellos, si es algo importante y la ocasión se presenta, pero cualquier intento de influir en la gente contra su voluntad no haría más que dañar y arruinar la vieja confianza que viene de los tiempos de la Internacional” (citado en le Mouvement ouvrier français, Tomo II, ediciones Maspero, París). Jules Guesde acabaría entrando en la Unión sagrada en 1914.
16) Sección francesa de la Internacional obrera (o sea la IIª Internacional).
17) François Koenigstein, alias Ravachol (1859-1892). Obrero tintorero, convertido en antirreligioso, después anarquista por rebeldía contra la injusticia de la sociedad. Resistiendo a su sino, decide robar. El 18 de junio de 1891, en Chambles, roba a un viejo solitario muy rico; éste se rebela y Ravachol lo mata. Llega a París tras haber hecho creer que se había suicidado. Indignado por el proceso a que se somete a los anarquistas Decamps y Dardare, decide vengarlos. Ayudado por unos compañeros, roba dinamita en una obra. El 11 de marzo de 1892, hace saltar el domicilio del juez Benoît. Será arrestado tras una conversación indiscreta en un restaurante. Recibe su condena a muerte dando “Vivas a la anarquía”. Lo guillotinaron en Montbrison el 11 de julio de 1892.
18) Médico, blanquista bajo el Imperio (de Napoleón III), exiliado en Londres después de la Comuna, durante la cual fue delegado para la Enseñanza. Formó parte del Consejo general de la Primera internacional, que abandonó después del Congreso de La Haya (1872). Fundó, a su retorno a Francia, el Comité revolucionario central, que será un componente esencial de la izquierda socialista de finales del siglo xix, sobre todo en el momento del asunto Millerand (ver el artículo anterior de esta serie). Se integró en la Unión sagrada en 1914.
19) Ver https://kropot.free.fr/Pelloutier-Lettre.htm
20) Citado en la presentación de Comment nous ferons la révolution, ediciones Syllepse, París.
21) Hablamos aquí del comunismo como posibilidad materialmente realizable y no en el sentido mucho más limitado de los “sueños” de las clases oprimidas de las sociedades anteriores al capitalismo (ver nuestra serie “El comunismo no es un bello ideal…”, en particular el primer artículo en la Revista internacional n°68.)
22) En Anarco-sindicalismo y sindicalismo revolucionario, ediciones Spartacus, París (subrayado nuestro)
23) Griffuelhes no procede del anarquismo, sino del Partido socialista revolucionario de Édouard Vaillant. Militó en la Alianza comunista revolucionaria y fue candidato en las elecciones municipales de mayo de 1900. Paralelamente era miembro activo del Sindicato general de zapateros del departamento del Sena (es obrero zapatero), convirtiéndose en secretario de la Unión de sindicatos del Sena en 1899 y secretario de la Federación nacional del cuero en 1900, con 26 años. Griffuelhes será secretario de la CGT hasta 1909. En 1914 aceptará, con Jouhaux, el nombramiento de “comisario de la nación”, participando así en la Unión sagrada. Las biografías contrastadas de Griffuelhes y de Monatte hacen resaltar el peligro de establecer clasificaciones demasiado esquemáticas. Aunque Griffuelhes ne procede del anarquismo, sus ideas políticas están marcadas por ese fuerte individualismo típico del pequeño artesanado, tierra de cultivo del anarquismo, acabando por encontrarse junto al anarquista Jouhaux en 1914. Monatte, en cambio, se dice anarquista pero su visión política parece a menudo estar más cerca de la de los comunistas: la Vie ouvrière, de la que es uno de los principales animadores, se da como objetivo principal la formación de los militantes y su mentalidad está muy alejada del elitismo anarquista de un Pouget. No fue, sin duda, por casualidad si, en parte por mediación de Rosmer, está cerca de Trotski y de los socialdemócratas rusos exiliados, y sigue siendo internacionalista en 1914, para acabar integrándose en la IC después de la guerra.
24) En Anarcho-syndicalisme et syndicalisme révolutionnaire, ediciones Spartacus, París.
25) Ídem.
26) Marx, Tesis sobre Feuerbach, 1845.
27) Ver nuestros artículos sobre las luchas obreras en los períodos de ascendencia y de decadencia del capitalismo en Revista internacional nos 25 y 26.
28) Émile Pataud (1869-1935) : nació en París, a los 15 años tuvo que dejar sus estudios para ir a trabajar a la fábrica. Se alista en la Marina de la que sale hecho un antimilitarista. A partir de 1902, se vuelca en la actividad sindical como empleado de la Cia. Parisina de Electricidad. El 8-9 de marzo de 1907, organiza una huelga muy mediatizada que deja a París en la oscuridad. Un intento de huelga en 1908 es desbaratado por el ejército. En 1911, Pataud participa en un mitin antisemita, tras haberse acercado a Acción francesa (grupo monárquico de extrema derecha). En 1913 es excluido de la CGT por haber agredido a los redactores de la Bataille syndicaliste. Trabajará después de contramaestre. Cuando sale la novela Comment nous ferons la révolution en 1909, sus autores forman parte de los dirigentes más conocidos de la CGT. Las ideas expresadas en ese libro dan una buena idea de cómo ve las cosas los anarco-sindicalistas.
29) Ver en esta misma Revista “Hace cien años: la revolución de 1905 en Rusia”.
30) Ya citamos, en el artículo precedente, el ejemplo de la Grand National Consolidated Union inglesa, de principios del siglo XIX.
31) L’Action syndicaliste, https://bibliolib.net/Griffuelhes-ActionSynd.htm
32) Cualquier marxista estaría de acuerdo con, por ejemplo, la idea de que la huelga “es pues para nosotros imprescindible, porque golpea al adversario, estimula al obrero, lo educa, lo hace fuerte gracias a la entrega esforzada y mantenida, le enseña la práctica de la solidaridad y lo prepara para movimientos generales que engloben a toda o a parte de la clase obrera” (Griffuelhes).
33) Texto inédito en francés y castellano (disponible en marxists.org) traducido del alemán a partir de un artículo publicado en Neue Zeit en 1907. Debe saberse que el conjunto de ese texto fue recogido y argumentado por Trotski, en la conclusión de su obra 1905. El subrayado es nuestro.
34) Véanse nuestros artículos sobre las luchas en Polonia 1980 en varias Revista internacional, especialmente “Huelga de masas en Polonia 1980: se ha abierto una nueva brecha” (nº 23), “La dimensión internacional de las luchas obreras en Polonia” (nº 24), “Un año de luchas obreras en Polonia” y “Notas sobre la huelga de masas” (nº 27).
35) Cabe señalar que Keufer, del sindicato de Impresores (“Livre”) estaba en contra del movimiento por una reivindicación que él consideraba perdida de antemano, prefiriendo limitar la reivindicación a la jornada de 9 horas.
36) No fue, claro está, un invento de los anarco-sindicalistas, pues la idea de una lucha con manifestaciones anuales a escala internacional, el Primero de Mayo, había sido lanzada por la IIª Internacional desde su creación en 1889.
37) Obreros agrícolas y pequeños campesinos incluidos.
38) Cifradas sacadas del libro de Michel Dreyfus.
39) Ni uno ni el otro pertenecen a la CGT.
40) Rosa Luxemburg, Huelga de masas, partido y sindicato.
41) Citado en Rosmer, le Mouvement ouvrier pendant la Première Guerre mondiale.
42) Citado en Hirou, Parti socialiste ou CGT ?.
43) Cita del discurso de Jouhaux en el entierro de Jaurès. Fue en ese sepelio, ante una asistencia masiva, donde los dirigentes de la SFIO y de la CGT se declararon abiertamente partidarios de la Unión sagrada. Jaurès fue asesinado el viernes 31 de julio de 1914, unos días antes del inicio de la guerra. Esto es lo que escribió Rosmer sobre ese asesinato: “… circula el rumor de que el artículo que va a escribir [Jaurès] hoy para el número del sábado de l’Humanité será un nuevo J’accuse! [Referencia al artículo de Zola en el asunto Dreyfus] denunciador de las intrigas y las mentiras que han puesto al mundo al borde de la guerra. Ya por la noche, Jaurès quiere hacer un nuevo intento ante el Presidente del Consejo. Dirige una delegación del grupo socialista… Es recibida por el subsecretario de Estado Abel Ferry. Tras haber escuchado a Jaurès, le pregunta qué es lo que piensan hacer los socialistas ante la situación: ‘Seguir nuestra campaña contra la guerra’ contesta Jaurès. A esto, Abel Ferry replica: ‘Ni se atreva, pues lo matarán en la primera esquina!’ Dos horas más tarde, cuando acude Jaurès a su despacho de l’Humanité para escribir el temido artículo, el asesino Villain lo mata…” (op. cit.). Raoul Villain, fue juzgado en abril de 1919. Fue declarado inocente y la mujer de Jaurès tuvo que pagar los gastos del juicio.
44) Congreso de Bourges, 1904, sobre la guerra ruso-japonesa, citado por Rosmer.
45) Citado en Hirou, p. 247.
46) Se puede comprobar fácilmente que las justificaciones de la CGT para participar en la guerra contra el “militarismo alemán” son casi las mismas que las que sirvieron para alistar a los obreros en la guerra “antifascista”.
47) El Labour Party (Partido Laborista) de Gran Bretaña procedía del Labour Representation Committee creado en 1900.
48) El texto de su carta de dimisión se encuentra en una recopilación de sus artículos titulada la Lutte syndicale y también en Internet: https://increvablesanarchistes.org/articles/1914_20/monatte_demis1914.htm.49)Keir Hardie (1856-1915) : nacido en Escocia, aprendiz de panadero a los 8 años, minero después a los 11 años. Hardie entra en el combate sindical y dirige, en 1881, la primera huelga de los mineros del Lanarkshire. Está entre los fundadoresdel Independent Labour Party (no confundir con el Labour Party creado por los sindicatos ingleses), en 1893. Elegido en el Parlamento diputado por Merthyr Tydfil en 1900, toma posición contra la guerra en 1914, e intenta organizar una huelga nacional en contra. Enfermo, participa, sin embargo, a las manifestaciones contra la guerra. Muere en 1915. Su oposición a la guerra se basaba más en un pacifismo cristiano que en el internacionalismo revolucionario.
50) Hay, claro está, una diferencia básica entre el pacifista Hardie y Liebknecht, el cual murió combatiendo por la revolución alemana y mundial.