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En la primera parte de esta serie de artículos, publicada con ocasión del aniversario de la tentativa revolucionaria en Alemania, examinamos el contexto histórico mundial en el que se desarrolló la revolución. Ese contexto era el de la Primera Guerra mundial y la incapacidad de la clase obrera y de su dirección política para prevenir su estallido. Aunque los primeros años del siglo xx estuvieron marcados por las primeras expresiones de una tendencia general a la huelga de masas, estos movimientos no fueron lo bastante fuertes, salvo en Rusia, para reducir el peso de las ilusiones reformistas. Y el movimiento obrero internacionalista organizado, por su parte, apareció teórica, organizativa y moralmente sin preparación ante una guerra mundial que, sin embargo, había previsto desde hacía años. Prisionero de esquemas del pasado según los cuales la revolución proletaria sería el resultado, más o menos ineluctable, del desarrollo económico del capitalismo, consideraba que la tarea primordial de los socialistas era evitar enfrentamientos prematuros y dejar pasivamente que las condiciones objetivas fueran madurando. Excepto su oposición revolucionaria de izquierdas, la Internacional socialista no logró comprender (o se negó a ello) la posibilidad de que el primer acto del período de declive del capitalismo fuera la guerra mundial y no la crisis económica mundial. Y, sobre todo, al ignorar las señales de la historia, la urgencia del acercamiento de la alternativa socialismo o barbarie, la Internacional subestimó por completo el factor subjetivo de la historia, en especial su propio papel y responsabilidad. El resultado fue la quiebra de la Internacional ante el estallido de la guerra y los arrebatos patrioteros de su dirección, y especialmente de los sindicatos. Las condiciones de la primera tentativa revolucionaria proletaria mundial estuvieron así determinadas por el paso relativamente brusco y repentino del capitalismo a su fase de decadencia a través de una guerra imperialista mundial pero también por una crisis catastrófica sin precedentes del movimiento obrero.
Pronto apareció claramente que no podía haber respuesta revolucionaria a la guerra sin que se restaurara la convicción de que el internacionalismo proletario no era una cuestión táctica, sino el principio más "sagrado" del socialismo, la sola y única "patria" de la clase obrera (como lo escribió Rosa Luxemburg). Ya vimos en el artículo precedente lo indispensable que fue para dar el giro hacia la revolución, la declaración pública de Karl Liebknecht contra la guerra, el Primero de Mayo de 1916 en Berlín - al igual que las conferencias socialistas internacionalistas que hubo en ese período, como las de Zimmerwald y Kienthal - y la solidaridad que aquélla suscitó. Frente a los horrores de la guerra en las trincheras y el empobrecimiento y la explotación forzada de la clase obrera en el "frente interior", que había barrido de golpe décadas de experiencias de lucha, se desarrolló, como ya vimos, la huelga de masas y empezó a haber una maduración en las capas politizadas y en los lugares centrales de la clase obrera capaces de llevar a cabo un asalto revolucionario.
La responsabilidad del proletariado para acabar con la guerra
Comprender las causas del fracaso del movimiento socialista ante la guerra era el objetivo del artículo anterior, como había sido la primera preocupación de los revolucionarios durante la primera fase de la guerra. El texto de Rosa Luxemburg, la Crisis de la Socialdemocracia - llamado "Folleto de Junius" - fue una de las expresiones más clarividentes de esa preocupación. En el meollo de los acontecimientos que vamos a tratar en este segundo artículo, se plantea una cuestión decisiva, consecuencia de la primera: ¿Qué fuerza social acabará con la guerra y cómo lo hará?
Richard Müller, uno de los líderes de los "delegados revolucionarios", los Obleute, de Berlín y, más tarde, uno de los principales historiadores de la revolución en Alemania, formuló así la responsabilidad de la revolución: impedir "el desmoronamiento de la cultura, la liquidación del proletariado y del movimiento socialista como tales" ([1]).
Como ocurría a menudo, fue Rosa Luxemburg la que planteó con mayor claridad la cuestión histórica del momento: "Lo que habrá después de la guerra, cuáles serán las condiciones y qué papel le espera a la clase obrera, todo eso depende enteramente de cómo habrá llegado la paz. Si ésta es el resultado del agotamiento mutuo de las potencias militares o incluso -y eso sería lo peor- de la victoria de uno de los beligerantes, en otras palabras, si llega la paz sin participación alguna del proletariado, con la calma social en el seno de los diferentes Estados, entonces semejante paz sellaría la derrota histórica mundial del socialismo por la guerra. (...) Tras la bancarrota del 4 de agosto de 1914, la segunda prueba decisiva para la misión histórica del proletariado es la siguiente: ¿será capaz de poner fin a una guerra que fue incapaz de impedir, no recibiendo la paz de las manos de la burguesía imperialista como resultado de la diplomacia de gabinetes, sino conquistándola, imponiéndola a la burguesía?" ([2]).
Rosa Luxemburg describe aquí tres guiones posibles sobre cómo podría terminarse la guerra. El primero: la ruina y el agotamiento de los beligerantes de ambos campos. Rosa reconoce de entrada la posibilidad de que el atolladero de la competencia capitalista, en su período de decadencia histórica, acabe en un proceso de putrefacción y desintegración - si el proletariado es incapaz de imponer su propia solución. Esa tendencia a la descomposición de la sociedad capitalista no debería hacerse manifiesta sino muchas décadas más tarde con la "implosión", en 1989, del bloque del Este y de los regímenes estalinistas y el declive resultante del liderazgo de la superpotencia restante, Estados Unidos. Rosa Luxemburg ya había comprendido que esa dinámica, por sí sola, no es favorable al desarrollo de una alternativa revolucionaria.
El segundo guión era que la guerra fuera hasta su límite y acabara en derrota de uno de los dos bloques opuestos. En ese caso, el resultado sería la inevitable separación en el seno del campo victorioso que produciría un nuevo alineamiento para una segunda guerra mundial más destructora todavía, contra la que la clase obrera sería todavía menos capaz de oponerse.
En ambos casos, el resultado no sería una derrota momentánea sino una derrota histórica mundial del socialismo durante una generación como mínimo, lo que, en última instancia podría suponer la desaparición misma de una alternativa proletaria a la barbarie capitalista. Los revolucionarios de entonces ya entendieron que la "Gran guerra" había abierto un proceso que podría minar la confianza de la clase obrera en su misión histórica. Como tal, "la crisis de la Socialdemocracia" era una crisis de la especie humana misma, pues, en el capitalismo, solo proletariado es portador de una sociedad alternativa.
La Revolución rusa y la huelga de masas de enero 1918
¿Cómo ponerle fin a la guerra imperialista con medios revolucionarios? Los verdaderos socialistas del mundo entero contaban con Alemania para dar cumplida respuesta a esa pregunta. Alemania era la potencia continental principal de Europa, el líder - de hecho la única potencia importante - de uno de los dos bloques imperialistas enfrentados. Era además un país que contaba con la mayor cantidad de obreros educados, formados en el socialismo, con conciencia de clase y que, durante la guerra, fueron uniéndose de manera creciente a la causa de la solidaridad internacional.
Pero el movimiento proletario es internacional por naturaleza. Y la primera respuesta al problema planteado antes no se dio en Alemania sino en Rusia. La revolución rusa de 1917 significó un giro en la historia mundial. Y participó en el cambio de la situación en Alemania. Hasta febrero de 1917 y el inicio del levantamiento en Rusia, los obreros alemanes con conciencia de clase se propusieron la meta de desarrollar la lucha para obligar a los gobiernos a exigir la paz. Ni siquiera en el seno de la Liga Espartaquista (Spartakusbund), en el momento de su fundación en el Primero de año de 1916, nadie creía en la posibilidad de una revolución inminente. Con la experiencia rusa de abril de 1917, los círculos revolucionarios clandestinos de Alemania adoptaron el planteamiento de que la finalidad no era sólo acabar con la guerra, sino, al mismo tiempo, derribar el capitalismo. Muy pronto, la victoria de la revolución en Petrogrado y Moscú en octubre de 1917 esclareció, para esos círculos de Berlín y Hamburgo, no ya la meta sino los medios para alcanzarla: la insurrección armada organizada y realizada por los consejos obreros.
Paradójicamente, el efecto inmediato del Octubre rojo ruso en las grandes masas de Alemania iba en un sentido más bien contrario. Una especie de euforia inocente estalló ante la idea de que se acercaba la paz, basada en la hipótesis de que al gobierno alemán no le quedaría más remedio que aceptar la mano tendida desde el frente oriental por "una paz sin anexiones". Esta reacción muestra hasta qué punto la propaganda de lo que había sido el SPD, ahora partido "socialista" fautor de guerra, según el cual la guerra le habría sido impuesta a una Alemania que se negaba a hacerla, seguía teniendo influencia. El cambio de las masas populares en su actitud hacia la guerra influida por la Revolución rusa, se produciría tres meses más tarde con ocasión de las negociaciones de paz entre Rusia y Alemania en Brest-Litovsk ([3]). Esas negociaciones fueron intensamente seguidas por los obreros en toda Alemania y el imperio Austrohúngaro. Su resultado: el diktat imperialista de Alemania y la ocupación por este país de amplias comarcas de las regiones occidentales de lo que era ahora la República soviética, y la represión sin miramientos de los movimientos revolucionarios allí ocurridos, convenció a millones de obreros sobre lo justo que era el lema de Spartakusbund: el enemigo principal está en nuestro propio país, es el propio sistema. Brest-Litovsk dio lugar a una huelga de masas gigantesca que arrancó en Austria-Hungría, en Viena. Se extendió rápidamente a Alemania, paralizando la vida económica en más de veinte ciudades principales, con medio millón de obreros en huelga solo en Berlín. Las reivindicaciones eran las mismas que las de la delegación soviética en Brest: cese inmediato de la guerra, sin anexiones. Los obreros se organizaron mediante un sistema de delegados elegidos, siguiendo en general las propuestas muy concretas de una octavilla de Spartakusbund que sacaba las lecciones de Rusia.
Un testimonio referido en el diario del SPD, Vorwärts, en su número del 28 de enero de 1918, describe las calles de Berlín, desiertas aquella mañana, desdibujadas en medio de una niebla que deformaba los edificios y la ciudad entera. Y cuando las masas se echaron a las calles con una silenciosa determinación, salió el sol y se desvaneció la niebla, según refiere el periodista.
Divisiones y divergencias en el seno de la dirección de la huelga
La huelga provocó un debate en la dirección revolucionaria sobre los fines inmediatos del movimiento; pero era un debate que se iba acercando cada vez más al meollo de la cuestión: ¿cómo podrá el proletariado acabar con la guerra? El centro de gravedad de la dirección era, entonces, el ala izquierda de la Socialdemocracia, un ala izquierda que tras haber sido excluida del SPD a causa de su oposición a la guerra, había formado un nuevo partido, el USPD (el SPD "independiente"). Ese partido, que agrupaba a la mayoría de los dirigentes más conocidos que se habían opuesto a la traición al internacionalismo por parte del SPD, incluidos muchos elementos indecisos y vacilantes, más bien pequeño burgueses que proletarios, también contenía una oposición revolucionaria radical, la Spartakusbund, fracción que disponía de una estructura y plataforma propias. Ya durante el verano y el otoño de 1917, Spartakusbund y otras corrientes en el seno del USPD habían convocado a manifestaciones de protesta y de profundo descontento, en las que se testimoniaba el creciente entusiasmo por la Revolución rusa. Los Obleute, "delegados revolucionarios" de fábrica se oponían a esa orientación; su influencia era especialmente grande en las fábricas de armas de Berlín. Poniendo de relieve las ilusiones de las masas sobre la "voluntad de paz" del gobierno alemán, esos círculos querían esperar a que el descontento fuera más intenso y general para que pudiera entonces expresarse en una acción de masas única y unificada. Cuando, en los primeros días de 1918, los llamamientos a la huelga de masas en toda Alemania alcanzaron Berlín, los Obleute decidieron no invitar a la Spartakusbund a las reuniones en las que se estaba organizando esa acción masiva central. Tenían miedo a lo que ellos llamaban el "activismo" y la "precipitación" de los espartaquistas - los cuales, según ellos, dominaban el grupo desde que su principal animadora y teórica, Rosa Luxemburg, había sido encarcelada - pusieran en peligro el lanzamiento de una acción unificada en toda Alemania. Cuando se enteraron de eso los espartaquistas, lanzaron su propio llamamiento a la lucha sin esperar la decisión de los Obleute.
Esa falta de confianza recíproca se incrementó entonces sobre la actitud que tomar hacia el SPD. Cuando los sindicatos descubrieron que un comité de huelga secreto se había formado sin ningún miembro del SPD, este partido exigió inmediatamente estar representado en él. El día antes de la huelga del 28 de enero, una reunión clandestina de delegados de fábrica en Berlín votó mayoritariamente en contra de la presencia de delegados del SPD. Sin embargo, los Obleute que dominaban el comité de huelga, decidieron admitir a delegados del SPD con el argumento de que los socialdemócratas ya no tenían la capacidad de impedir la huelga, pero, en cambio, su exclusión podría dar un tono de discordia y, por lo tanto, minar la unidad de acción en el futuro. Spartakusbund condenó enérgicamente esa decisión.
El debate alcanzó una alta tensión durante la huelga misma. Ante la fuerza elemental de esa acción, Spartakusbund empezó a defender la orientación de intensificar la agitación para entrar en guerra civil. El grupo pensaba que había llegado el momento de poner fin a la guerra por medios revolucionarios. Los Obleute se opusieron a eso de manera frontal, prefiriendo tomar la responsabilidad de poner fin, de manera organizada, al movimiento una vez que éste, al parecer de ellos, había alcanzado su punto culminante. Su argumento principal era que un movimiento insurreccional, aunque triunfara, se quedaría limitado a Berlín y que lo soldados no habían sido todavía ganados para la revolución.
El lugar de Rusia y de Alemania en la revolución mundial
Tras esa divergencia sobre la táctica había dos cuestiones más generales y profundas. Una de ellas es el criterio que permite juzgar si las condiciones están maduras para una insurrección revolucionaria. Volveremos más tarde en esta serie sobre ese tema.
La otra, es el papel del proletariado ruso en la revolución mundial. ¿Podía ser el derrocamiento de la dominación burguesa en Rusia un factor inmediato que desatara el levantamiento revolucionario en la Europa central y occidental o, al menos, obligar a los principales protagonistas del imperialismo a hacer cesar la guerra?
Esa misma discusión se produjo en el Partido bolchevique en Rusia en vísperas de la insurrección de Octubre de 1917, y luego con ocasión de las negociaciones de paz con el gobierno imperial alemán en Brest-Litovsk. En el partido bolchevique, los opuestos a la firma del tratado con Alemania, conducidos por Bujarin, defendían que la motivación principal del proletariado al tomar el poder en Octubre del 17 en Rusia, era la de desencadenar la revolución en Alemania y en Occidente y firmar una tratado con Alemania en ese momento significaba abandonar esa orientación. Trotski adoptó una posición intermedia para temporizar que no resolvía el problema. Quienes defendían la necesidad de firmar ese tratado, Lenin por ejemplo, no ponían en absoluto en entredicho la motivación internacionalista de la insurrección de Octubre. Lo que sí discutían era que la decisión de tomar el poder se habría basado en la idea de que la revolución se iba a extender inmediatamente a Alemania. Al contrario: quienes eran favorables a la insurrección ya habían planteado, en aquel entonces, que la extensión inmediata de la revolución no era algo seguro de modo que el proletariado ruso corría el riesgo de quedar aislado y vivir sufrimientos horribles al tomar la iniciativa de comenzar la revolución mundial. Ese riesgo, argumentaba Lenin entre otros, se justificaba porque lo que estaba en juego era el porvenir no solo del proletariado ruso, sino del proletariado mundial; y no solo del proletariado sino el futuro de toda la humanidad. La decisión debía pues tomarse con plena conciencia y de la manera más responsable. Lenin repetía esos argumentos respecto a Brest: la firma del tratado, incluso el más desfavorable, por el proletariado ruso con la burguesía alemana se justificaba moralmente para ganar tiempo pues no era nada seguro que la revolución en Alemania empezara inmediatamente.
Aislada del mundo en la cárcel, Rosa Luxemburg intervino en ese debate con tres artículos - "La responsabilidad histórica", "Hacia la catástrofe" y "La tragedia rusa", redactados respectivamente en enero, junio y septiembre de 1918 (tres de las más importantes entre las conocidas "Cartas de Espartaco", difundidas clandestinamente durante la guerra). En ellas pone claramente en evidencia que no se puede echar en cara ni al partido bolchevique, ni al proletariado ruso el haberse visto obligados a firmar un tratado con el imperialismo alemán. Esta situación era el resultado de la ausencia de revolución en otros lugares y, ante todo, en Alemania. Basándose en esa comprensión, Rosa puso de relieve la trágica paradoja siguiente: aunque la revolución rusa haya sido la cumbre más alta conquistada por la humanidad hasta hoy y, como tal, haya significado un verdadero giro en la historia, su primera consecuencia, en lo inmediato, no fue la de disminuir sino prolongar los horrores de guerra mundial. Y eso por la sencilla razón de que la revolución libró al imperialismo alemán de la obligación de hacer la guerra en dos frentes.
Trotski cree en la posibilidad de una paz inmediata bajo la presión de las masas en el Oeste, y Rosa Luxemburg escribe en 1918, "habrá que echar mucha agua en el vino espumoso de Trotski". Y sigue ella: "Primera consecuencia del armisticio en el Este: las tropas alemanas serán sencillamente transferidas del Este al Oeste. Diría más: ya lo han hecho" ([4]). En junio saca una segunda conclusión de esa dinámica: Alemania se ha convertido en el gendarme de la contrarrevolución en Europa oriental, aplastando a las fuerzas revolucionarias desde Finlandia hasta Ucrania. Paralizado por esta evolución, el proletariado "se hacía el muerto". En septiembre de 1918, explica ella que la guerra mundial amenaza con sepultar a la propia Rusia revolucionaria:
"El grillete de hierro de la guerra mundial que parecía haberse quebrado en el Este se está volviendo a apretar en torno a Rusia y el mundo entero sin la menor grieta: la "Entente" avanza en el Norte y en el Este con los checoslovacos y los japoneses -consecuencia natural e inevitable del avance de Alemania por el Oeste y el Sur. Las llamaradas de la guerra mundial ya están lamiendo el suelo ruso y se concentrarán pronto sobre la revolución rusa. En fin de cuentas, se ha revelado como algo imposible para Rusia aislarse de la guerra mundial, incluso a costa de los mayores sacrificios" ([5]).
Para Rosa Luxemburg, estaba claro que la ventaja militar inmediata conseguida por Alemania, a causa de la revolución en Rusia, iba a permitir durante algunos meses cambiar la relación de fuerzas en Alemania en favor de la burguesía. A pesar de los ánimos que la revolución rusa había inspirado en los obreros alemanes y aunque la "paz de bandolero" impuesta por el imperialismo alemán después de Brest les quitara muchas ilusiones, se necesitaría casi un año para que todo volviera a madurar y se transformara en rebelión abierta contra el imperialismo.
Todo ello se debe a lo peculiar de una revolución que surge en un contexto de guerra mundial. "La Gran Guerra" de 1914 no solo fue una espantosa carnicería a una escala nunca antes vista. También fue la organización de la más gigantesca operación económica, material y humana que la historia hubiera conocido hasta entonces. Literalmente, millones de seres humanos así como todos los recursos de la sociedad se habían transformado en mecanismos de una máquina infernal cuya dimensión misma desafiaba la imaginación más delirante. Eso provocó dos sentimientos de una gran intensidad en el proletariado: el odio a la guerra y un sentimiento de impotencia. En esas circunstancias, tuvieron que pasar sufrimientos y sacrificios desmesurados antes de que la clase obrera se reconociera que sólo ella podía poner fin a la guerra. Ese proceso llevó tiempo, se desarrolló con altibajos y fue muy heterogéneo. Dos de sus aspectos más importantes fue la toma de conciencia de que las verdaderas motivaciones del esfuerzo de guerra imperialista eran motivaciones de bandoleros criminales y que la burguesía misma no controlaba la máquina de guerra, la cual, producto del capitalismo, se había vuelto independiente de la voluntad humana. En Rusia en 1917, como en Alemania y Austria-Hungría en 1918, la comprensión de que la burguesía era incapaz de poner fin a la guerra, incluso yendo a la derrota, fue decisiva.
Lo que Brest-Litovsk y los límites de la huelga de masas en Alemania y en Austria-Hungría en enero de 1918 pusieron, ante todo, de relieve era que la revolución mundial podía comenzar en Rusia pero sólo una acción proletaria decisiva en uno de los principales países protagonistas - Alemania, Gran Bretaña o Francia - podía hacer cesar la guerra.
La carrera por hacer cesar la guerra
Aunque el proletariado alemán "se hubiera hecho el muerto", como decía Rosa Luxemburg, su conciencia de clase siguió madurando durante la primera mitad de 1918. Además, a partir del verano de 1918, los soldados empezaron por primera vez a verse infectados por el virus de la revolución. Dos factores contribuyeron en ello. En Rusia, los prisioneros alemanes que eran soldados rasos, fueron liberados con la opción de quedarse en Rusia y participar en la revolución, o regresar a Alemania. Quienes optaron por volver fueron obvia e inmediatamente mandados al frente como carne de cañón para los ejércitos alemanes. Pero esos soldados traían noticias de la revolución rusa. En Alemania misma, en represalias por su acción, miles de dirigentes de la huelga de masas de enero fueron enviados al frente adonde llevaron las noticias de la creciente revuelta de la clase obrera contra la guerra. Pero lo decisivo en el cambio de atmósfera en el ejército fue la creciente toma de conciencia de la inutilidad de la guerra y de lo inevitable que era la derrota de Alemania.
En otoño se inició algo inimaginable unos cuantos meses antes: una carrera contra reloj entre proletariado consciente y burguesía alemana, para determinar cuál de las dos clases fundamentales de la sociedad moderna pondría fin a la guerra.
Del lado de la clase dominante alemana, había primero que resolver dos importantes problemas en sus propias filas. Uno de ellos era la incapacidad total de muchos de sus representantes principales para encarar la posibilidad de la derrota, una derrota que, sin embargo, les saltaba a la vista. El otro era cómo hacer la paz sin desprestigiar el aparato de Estado de manera irreparable. Debemos, en esto, no olvidar que en Alemania, la burguesía llegó al poder y el país se unificó no gracias a una revolución desde abajo sino gracias a los militares, y, sobre todo, del ejército real prusiano. ¿Cómo poner fin a la guerra sin poner en entredicho a ese pilar, a ese símbolo de la fuerza y la unidad nacionales?
15 de septiembre de 1918: las potencias aliadas rompen el frente austrohúngaro en los Balcanes.
27 septiembre: Bulgaria, importante aliada de Berlín, capitula.
29 de septiembre: el comandante en jefe del ejército alemán, Erich Ludendorff, informa al alto mando que la guerra está perdida, que sólo es cosa de días, de horas incluso, antes de que se desmorone todo el frente.
En realidad, la descripción que hizo Ludendorff de la situación inmediata era más bien exagerada. No se sabe si le entró pánico y describió la realidad más negra todavía de lo que era para que los dirigentes del país aceptaran sus propuestas. Sea como sea, se adoptaron sus propuestas: capitulación e instauración de un gobierno parlamentario.
De ese modo, Ludendorff quería evitar una derrota total de Alemania y hacer que amainaran los vientos de la revolución. Pero también buscaba otro objetivo: quería que la capitulación fuera cosa de un gobierno civil, de modo que los militares pudieran seguir negando la derrota públicamente. Preparaba así el terreno para la Dolchstosslegende, "la leyenda de la puñalada por la espalda", según la cual el ejército alemán victorioso habría sido vencido por los traidores del interior. Pero este enemigo, el proletariado, no podía, evidentemente, ser llamado por su nombre, pues así se habría ensanchado el enorme y creciente abismo que separaba burguesía y clase obrera. Por esa razón, había que encontrar un chivo expiatorio al que echar todas las culpas por haber "engañado" a los obreros. La historia de la civilización occidental desde hace dos mil años había puesto en bandeja a la víctima más idónea para desempeñar el papel de chivo expiatorio: los judíos. Y así fue como el antisemitismo, cuya influencia había vuelto a aumentar, sobre todo en el imperio Ruso, durante los años anteriores a la guerra, volvió al centro de la política europea. El camino que lleva a Auschwitz se emprendió entonces.
1º de octubre de 1918: Ludendorff y Hindenburg proponen la paz inmediata a la "Entente". En ese mismo momento, una conferencia de grupos revolucionarios más intransigentes, la Spartakusbund y la Izquierda de Bremen, llaman a la agitación entre los soldados y a la formación de consejos obreros. En el mismo momento también, cientos de miles de desertores huyen del frente. Y, como lo escribiría más tarde el revolucionario Paul Frölich (en su biografía de Rosa Luxemburg), el cambio de actitud de las masas se leía en sus ojos.
En el campo de la burguesía, la voluntad de terminar la guerra se retrasaba por dos nuevos factores. Por un lado, ninguno de los despiadados dirigentes del Estado alemán que no habían tenido la menor vacilación en enviar a sus "súbditos" por millones de una muerte segura y absurda tenía ahora el valor de informar al Káiser Guillermo IIº que tenía que renunciar al trono. Por otra parte, el otro campo imperialista seguía buscando razones para retrasar el armisticio, pues no estaba convencido de que una revolución fuera probable en lo inmediato, ni de que pudiera significar un peligro para su propia dominación. La burguesía perdía tiempo.
Todo eso no le impidió, sin embargo, preparar la represión sangrienta de las fuerzas revolucionarias. Había escogido, en particular, las partes del ejército que, de vuelta del frente, deberían ocupar las ciudades principales. En el campo del proletariado, los revolucionarios preparaban con cada día mayor intensidad el levantamiento armado para acabar con la guerra. Los Obleute en Berlín fijaron para 4 de noviembre, después para el 11, el día de la insurrección.
Pero, mientras tanto, los acontecimientos dieron un giro que ni la burguesía ni el proletariado se esperaban y que iba a tener una influencia determinante en el curso de la revolución.
Amotinamientos en la marina, disolución del ejército
Para cumplir con las condiciones del armisticio impuestas por el campo militar adverso, el gobierno de Berlín puso fin, el 20 de octubre, a toda operación militar naval, especialmente a la guerra submarina. Una semana más tarde, declaraba el alto el fuego sin condiciones.
Ante ese "principio del fin", los oficiales de la flota de la costa norte de Alemania perdieron el juicio. O más bien les entró la "locura" de su rancia casta militar - y su defensa del "honor", sus tradiciones del duelo... - la locura de la guerra imperialista moderna hizo surgir la suya propia. A espaldas de su propio gobierno, decidieron lanzar la armada a la gran batalla naval contra la flota británica a la que habían estado esperando vanamente durante toda la guerra. Preferían morir con honor antes que capitular sin lucha. Y se creían que los marinos y la tripulación - 80 000 personas en total - estaban listos para seguirles bajo su mando ([6]).
Pero no fue así, ni mucho menos. Las tripulaciones se amotinaron contra el motín de sus jefes. O, al menos, bastantes de ellas. Durante unos momentos dramáticos, los navíos cuya tripulación había tomado el control y aquellos en donde eso no había ocurrido (todavía) se apuntaron mutuamente sus cañones. Las tripulaciones amotinadas capitularon entonces, sin duda para evitar disparar contra sus hermanos de clase.
Pero no fue todavía eso lo que desencadenó la revolución en Alemania. Lo decisivo fue que las tripulaciones arrestadas fueron llevadas presas a Kiel donde se les iba sin duda a condenar a muerte como traidores. Los marineros que no habían tenido valor para unirse a la primera rebelión en alta mar, ahora expresaban sin miedo su solidaridad con esas tripulaciones. Y, sobre todo, la clase obrera entera de Kiel salió de las fábricas, movilizándose en las calles en solidaridad, confraternizando con los marineros. El socialdemócrata Noske, enviado para aplastar sin piedad el levantamiento, llegó a Kiel el 4 de noviembre, encontrándose con la ciudad en manos de obreros, marineros y soldados armados. Además, ya habían salido de Kiel unas delegaciones masivas en todas direcciones para animar a la población a hacer la revolución, a sabiendas de que se había franqueado una línea sin posible retorno: o victoria o muerte segura. Noske quedó totalmente desconcertado tanto por la rapidez de los acontecimientos como por el hecho de que los rebeldes de Kiel lo acogieron como un héroe ([7]).
Bajo los golpes de ariete de esos acontecimientos, el poderoso aparato militar alemán acabó desmoronándose por completo. Las divisiones que volvían de Bélgica y que el gobierno pensaba utilizar para "restablecer el orden" en Colonia, desertaron. La noche del 8 de noviembre, todas las miradas convergían hacia Berlín, sede del gobierno, donde estaban concentradas las principales fuerzas armadas contrarrevolucionarias. Circulaba el rumor de que la batalla decisiva iba a verificarse al día siguiente en la capital.
Richard Müller, dirigente de los Obleute en Berlín, referiría más tarde:
"El 8 de noviembre, yo estaba en Hallisches Tor ([8]). En filas interminables avanzaban hacia el centro ciudad columnas de infantería fuertemente armadas, ametralladoras y artillería ligera. Los hombres parecían unos golfantes. Tipos de esta calaña ya habían servido, con "éxito", para aplastar a los obreros y campesinos en Rusia y Finlandia. No cabía la menor duda de que iban a ser utilizados en Berlín para ahogar en sangre la revolución" (obra citada).
Müller cuenta después que el Partido socialista (SPD) mandaba mensajes a todos sus funcionarios, pidiéndoles que se opusieran por todos los medios al estallido de la revolución. Y prosigue:
"Yo he estado a la cabeza del movimiento revolucionario desde que estalló la guerra. Nunca, incluso ante los peores contratiempos, he dudado de la victoria del proletariado. Pero ahora que se acerca la hora decisiva, me asalta un sentimiento de aprehensión, una gran inquietud por mis camaradas de clase, por el proletariado. Yo mismo, ante la grandeza del momento, me encontraba vergonzosamente pequeño y débil" (ídem).
La revolución de noviembre: le proletariado pone fin a la guerra
Se dice a menudo que el proletariado alemán, modelado por valores culturales tradicionales de obediencia y sumisión que, por razones históricas, le habrían inculcado las clases dominantes de ese país durante varios siglos, era incapaz de hacer una revolución.
El 9 de noviembre de 1918 demostró lo contrario. Por la mañana de ese día, cientos de miles de manifestantes procedentes de los grandes arrabales obreros que rodean los barrios gubernamentales y de negocios por tres costados de la capital, caminaban hacia el centro de Berlín. Habían organizado los itinerarios para pasar delante de los cuarteles principales para ganarse a los soldados a su causa, y ante las cárceles principales para liberar a sus camaradas. Estaban equipados de fusiles y granadas. Y estaban dispuestos a morir por la revolución. La organización se había ido haciendo sobre la marcha, de manera espontánea.
Aquel día sólo murieron 15 personas. La revolución de noviembre de 1918 en Alemania fue tan poco cruenta como la de Octubre 1917 en Rusia. Pero nadie lo sabía de antemano ni podía suponerlo. El proletariado de Berlín mostró ese día una gran valentía y una determinación inquebrantable.
A mediodía, los dirigentes del SPD, Ebert y Scheidemann, estaban comiendo en el Reichstag, sede del Parlamento. Friedrich Ebert estaba de lo más orgulloso, pues acababan de llamarle representantes de los ricos y la nobleza para formar un gobierno que salvara el capitalismo. Al oír ruido fuera, Ebert, continuó solo su almuerzo sin hacer caso de la muchedumbre; Scheidemann, acompañado de funcionarios alarmados ante la posibilidad de que el edificio fuera tomado por asalto, salió al balcón para ver lo que estaba pasando. Lo que vio fue algo así como un millón de manifestantes en el césped entre el Reichstag y la Puerta de Brandeburgo. La muchedumbre se calló al ver a Scheidemann asomado al balcón, suponiendo que iba a echar un discurso. Obligado a improvisar, proclamó "la República alemana libre". Cuando volvió a contarle a Ebert lo que había hecho, este se puso furioso pues su intención era no sólo salvar el capitalismo sino incluso la monarquía ([9]).
Más o menos en el mismo momento, Karl Liebknecht, que se encontraba en el balcón de un palacio de esa misma monarquía, proclamaba la república socialista y llamaba a la clase obrera de todos los países a la revolución mundial. Unas horas más tarde, los Obleute revolucionarios ocupaban una de las principales salas de reunión del Reichstag. Allí se formuló el llamamiento a que se organizaran asambleas generales masivas al día siguiente para elegir a los delegados y formar consejos revolucionarios de obreros y de soldados.
La guerra había terminado, la monarquía derrocada, pero el imperio de la burguesía distaba mucho de haber terminado.
Tras la victoria, la guerra civil
Al principio de este artículo, recordábamos los retos de la historia tal como los había expuesto Rosa Luxemburg, resumidos en esta pregunta: ¿qué clase podrá poner fin a la guerra? Recordemos los tres guiones posibles para que se terminara la guerra: por la acción del proletariado, por decisión de la burguesía o por el agotamiento mutuo entre los beligerantes. Los acontecimientos demostraron claramente que, en fin de cuentas, fue el proletariado el que desempeñó el papel principal para poner fin a "la Gran Guerra". Ese hecho ilustra la fuerza potencial que posee el proletariado revolucionario. Y explica por qué la burguesía, todavía hoy, lo hace todo para que quede en el olvido y el silencio la revolución de noviembre de 1918.
Pero no es esa toda la historia. En cierto modo, los acontecimientos de noviembre combinaron los tres guiones planteados por Rosa Luxemburg. Esos acontecimientos fueron también, en alguna medida, el resultado de la derrota militar de Alemania. A principios de noviembre del 18, ese país estaba sin lugar a dudas en vísperas de una derrota militar total. Irónicamente sólo el levantamiento proletario evitó a la burguesía alemana la fatalidad de una ocupación militar, al obligar a sus enemigos imperialistas a terminar la guerra e impedir así la extensión de la revolución. Noviembre de 1918 reveló también los elementos de la "ruina mutua" y el agotamiento, sobre todo en Alemania, pero también en Francia y Gran Bretaña. De hecho, fue la intervención de Estados Unidos al lado de los aliados occidentales a partir de 1917 lo que hizo inclinar la balanza a favor de éstos y permitió salir del callejón mortal en que se habían encerrado las potencias europeas.
Si mencionamos el papel de esos otros factores no es, ni mucho menos, para minimizar el del proletariado. Importa, sin embargo, tenerlos en cuenta pues ayudan a comprender la naturaleza de los acontecimientos. La revolución de noviembre obtuvo una victoria como una fuerza contra la cual ninguna verdadera resistencia es posible. Pero también se obtuvo porque el imperialismo alemán ya había perdido la guerra, porque su ejército estaba en plena descomposición y porque no sólo la clase obrera, sino amplios sectores de la pequeña burguesía e incluso de la burguesía querían ahora la paz.
Tras su gran triunfo, la población de Berlín eligió consejos obreros y de soldados. Estos, a su vez, nombraron, al mismo tiempo que su propia organización, lo que se consideraba como una especie de gobierno provisional socialista, formado por el SPD y el USPD, bajo la dirección de Friedrich Ebert. Ese mismo día, Ebert firmaba un acuerdo secreto con el nuevo mando militar para aplastar la revolución.
En el próximo artículo examinaremos las fuerzas de la vanguardia revolucionaria en el contexto del inicio de la guerra civil y en vísperas de acontecimientos decisivos para la revolución mundial.
Steinklopfer
[1]) Richard Müller, Vom Kaiserreich Zur Republik ("Del Imperio a la República"), primera parte de su trilogía sobre la revolución alemana.
[2]) Rosa Luxemburg, "Liebknecht", Spartakusbriefe n° 1, septiembre de 1916.
[3]) El tratado de de Brest-Litovsk se firmó el 3 de marzo de 1918 entre Alemania, sus aliados y la recién creada República de los Sóviets. Las negociaciones duraron 3 meses. Leer sobre este acontecimiento nuestro artículo "La Izquierda comunista en Rusia: 1918 - 1930 (1ª parte)" en Revista internacional n° 8.
[4]) Spartakusbriefe n° 8, enero de 1918, "Die geschichtliche Verantwortung" (La responsabilidad historica).
[5]) Spartakusbriefe n° 11, septiembre 1918, "Die russische Tragödie" ("La tragedia rusa").
[6]) Las acciones de kamikaze de la aviación japonesa durante la Segunda Guerra mundial y los atentados suicidas de los fundamentalistas islámicos tienen precursores europeos.
[7]) Ver el análisis de esos acontecimientos del historiador alemán Sebastian Haffner en 1918/19, Eine deutsche Revolución (1918/19, une revolución alemana).
[8]) "Puerta de Halle", estación del metro aéreo de Berlín, al sur del centro ciudad.
[9]) Hay anécdotas de ese estilo, procedentes del interior de la contrarrevolución, en las memorias de los dirigentes de la Socialdemocracia. Philipp Scheidemann: Memoiren eines Sozialdemokraten ("Memorias de un socialdemócrata"), 1928 - Gustav Noske : Von Kiel bis Kapp - Zur Geschichte der deutschen Revolution "De Kiel a Kapp - Sobre la historia de revolución alemana"), 1920.