Editorial – ¡Máscaras fuera!

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EDITORIAL

¡Máscaras fuera!

Los hechos desmienten sin piedad la propaganda de la clase dominante. Posiblemente nunca antes la realidad se ha encargado como ahora de poner al desnudo las mentiras que sueltan masivamente los medios de información hipertrofiados de la burguesía. La «nueva era de paz y de prosperidad» que anunciaban tras el hundimiento del bloque del Este, y que ha sido trovada en todos los tonos por los responsables políticos de los diferentes países, se ha quedado en un sueño apenas unos meses después. Este nuevo período aparece como el escenario histórico del desarrollo de un caos creciente, de un hundimiento en la crisis económica más grave que el capitalismo haya conocido, de la explosión de conflictos, desde la guerra del Golfo a la ex-Yugoslavia, en los que la barbarie militar alcanza cotas raramente igualadas.

sta agravación brutal de las tensiones en la escena internacional es expresión del atolladero en el que se hunde el capitalismo, de la crisis catastrófica y explosiva que sacude todos los aspectos de su existencia. La clase dominante evidentemente no puede reconocer esta realidad; eso sería admitir su propia impotencia, y aceptar la quiebra del sistema que representa. Todas las afirmaciones tranquilizadoras, todas las pretensiones voluntaristas de controlar la situación, se ven desmentidas ineluctablemente por el propio desarrollo de los acontecimientos. Cada vez más, los discursos de la clase dominante aparecen como lo que son: mentiras. Que sean a propósito, o producto de sus propias ilusiones, no cambia nada la cosa; nunca antes la contradicción entre la propaganda burguesa y la verdad de los hechos había sido tan escandalosa.

Bosnia: la mentira de un capitalismo pacifista y humanitario

Para las potencias occidentales, la guerra en Bosnia ha sido la ocasión de revolcarse en una orgía informativa en la que todos comulgaban con la defensa de la pequeña Bosnia contra el ogro serbio. Los hombres políticos de todos los horizontes no encontraban palabras bastante duras, imágenes suficientemente evocadoras, para denunciar la barbarie de el expansionismo serbio: los campos de prisioneros asimilados a los campos de exterminio nazis, la limpieza étnica, la violación de las mujeres musulmanas, los sufrimientos indecibles a los cuales se ha confrontado la población civil tomada como rehén. Una hermosa unanimidad de fachada en la que las demagogias humanitarias se han conjugado con los llamamientos repetidos y las amenazas de intervención militar.

Pero lo que se ha afirmado realmente detrás de esa homogeneidad informativa es la desunión. Los intereses contradictorios de las grandes potencias, no han determinado tanto su impotencia para acabar con el conflicto (cada una achacaba a las demás esa responsabilidad), sino que sobre todo han sido el factor esencial que ha determinado el conflicto. Por medio de Serbia, de Croacia y de Bosnia, Francia, Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos han jugado sus cartas imperialistas en el tablero de los Balcanes; sus lágrimas de cocodrilo sólo han servido para ocultar su papel activo en la continuación de la guerra.

Los recientes acuerdos de Washington, firmados por Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, España y Rusia, consagran la hipocresía de las campañas ideológicas que han marcado el ritmo de dos años de guerra y masacres. Los acuerdos reconocen en la práctica las conquistas territoriales serbias. Adiós al dogma de la «inviolabilidad de las fronteras reconocidas internacionalmente». Y la prensa, a disertar sin fin sobre la impotencia de la Europa de Maastrich, y los USA de Clinton, después de los de Bush, para meter a los serbios en cintura, y para imponer su voluntad «pacífica» al nuevo Hitler: Milosevic, que ha sustituido a Saddam Hussein en el bestiario de la propaganda. Una mentira más, destinada a mantener la idea de que las grandes potencias son pacíficas, que desean realmente acabar con los conflictos sangrientos que arrasan el planeta, que los principales promotores de la guerra son los pequeños déspotas de las potencias locales de tercer orden.

El capitalismo es la guerra. Esta verdad está inscrita con letras de sangre durante toda su historia. Desde la IIª Guerra mundial, no ha pasado un año, ni un mes, ni un día, sin que, en un lugar u otro del planeta, algún conflicto aportara su montón de masacres y de miseria atroces; sin que las grandes potencias no estuvieran presentes, en diversos grados, para atizar el fuego en nombre de la defensa de sus intereses estratégicos globales: guerras de descolonización en Indochina, guerra de Corea, guerra de Argelia, guerra de Vietnam, guerras árabe-israelís, guerra «civil» de Camboya, guerra Irán-Irak, guerra en Afganistán, etc. No ha habido ni un instante en que la prensa burguesa no se apiadara de las poblaciones mártires, de las atrocidades cometidas, de la barbarie de uno u otro bando, para justificar un apoyo a uno de los bandos en litigio. No ha habido ningún conflicto que no se terminara por la afirmación hipócrita de una vuelta a la paz eterna, mientras que en el secreto de los ministerios y de los estados mayores se preparaban los planes para una nueva guerra.

Con el hundimiento del bloque del Este, se ha desencadenado la propaganda occidental para pretender que, con la desaparición del antagonismo Este-Oeste, desaparecía la principal fuente de conflictos, y que se abría pues, una «nueva era de paz». Esta mentira ya se había utilizado tras la derrota de Alemania al final de la IIª Guerra mundial, hasta que, muy rápidamente, los aliados de entonces: la URSS estalinista y las democracias occidentales, estuvieron listos para destriparse por un nuevo reparto del mundo. La situación actual, a este nivel, no es fundamentalmente diferente. Aún si la URSS no ha sido vencida militarmente, su hundimiento ha dejado vía libre al desencadenamiento de las rivalidades entre los aliados de ayer por un nuevo reparto del mundo. La guerra del Golfo mostró cómo se proponen mantener la paz las grandes potencias: por la guerra. La masacre de cientos de miles de irakíes, soldados y civiles, no era para meter en vereda a un tirano local, Sadam Hussein, que por otra parte continúa en el poder, y que Occidente no ha dudado en armar abundantemente durante años, apoyándolo frente a Irán. Este conflicto fue consecuencia de la voluntad de la primera potencia mundial, USA, de advertir a sus antiguos aliados de los riesgos que corrían si, en un contexto en el que la desaparición del bloque del Este y de la amenaza rusa hacía perder el principal cimiento del bloque occidental, querían jugar sus propias bazas en el futuro.

El estallido de Yugoslavia es producto de la voluntad de Alemania de sacar provecho de la crisis yugoslava para recuperar una de sus antiguas zonas de influencia, y por medio de Croacia, poner un pie en las orillas del Mediterráneo. La guerra entre Serbia y Croacia es resultado de la voluntad de los «buenos amigos» de Alemania de no dejarle aprovecharse de los puertos croatas, y con ese objeto, han animado a Serbia a pelearse con Croacia. A continuación, USA ha animado a Bosnia a proclamar su independencia, esperando así poder beneficiarse de un aliado fiel en la región, cuestión que las potencias europeas, por razones en todo caso múltiples y contradictorias, no querían en absoluto, lo que se ha traducido por su parte en un doble lenguaje que en esta ocasión ha alcanzado las cumbres más altas. Mientras que todos proclaman vehementemente querer proteger a Bosnia, por bajo mano se han empleado a fondo para favorecer los avances serbios y croatas, y para sabotear las perspectivas de intervención militar americana que hubiera podido invertir la relación de fuerzas en el terreno. La expresión de esta realidad compleja se ha traducido en el plano de la propaganda. Mientras que todos comulgaban hipócritamente con la defensa de la pequeña Bosnia agredida, y practicaban la demagogia «pacifista» y «humanitaria», cuando se trataba de proponer medidas concretas reinaba la mayor cacofonía. Por una parte, USA empujaba en el sentido de una intervención contundente, mientras por otra, Francia y Gran Bretaña particularmente, empleaban todas las medidas dilatorias y las argucias diplomáticas posibles para evitar semejante salida.

Al final, todos los ardientes discursos humanitarios aparecen como lo que son: pura propaganda destinada a ocultar la realidad de las tensiones imperialistas que se exacerban entre las grandes potencias que antes eran aliados frente a la URSS, pero que tras el hundimiento y la implosión de ésta, se implican en un juego complejo de reorganización de sus alianzas. Alemania aspira a jugar de nuevo el papel de jefe de bloque que le fue arrebatado tras su derrota en la IIª Guerra mundial. Y ante la ausencia de la disciplina impuesta por los viejos bloques, que ya no existen, o por otros nuevos, que todavía no se han constituido, la dinámica de «cada uno a la suya» se refuerza y empuja a cada país a jugar prioritariamente su propia opción imperialista. En Bosnia pues, no se trata de la incapacidad de las grandes potencias imperialistas para restablecer la paz, sino mas bien al contrario, de la dinámica presente que empuja a los aliados de ayer a enfrentarse, aunque indirectamente y de forma oculta, en el terreno imperialista.

Sin embargo hay una potencia para la cual el conflicto en Bosnia aparece más particularmente como un fracaso, como una confesión de impotencia: USA. Después del alto el fuego entre Croacia y Serbia, conflicto que los USA habían aprovechado para poner de manifiesto la impotencia de la Europa de Maastrich y sus divisiones, USA ha apostado por Bosnia. Su incapacidad para asegurar la supervivencia de este Estado, deja sus pretensiones de ser un guardián más eficaz que los europeos a la altura de las baladronadas de un bravucón de teatro. USA ha practicado más que nadie la demagogia informativa, criticando la timidez de los acuerdos Vance-Owen, su parcialidad respecto a los serbios, y amenazando continuamente a estos últimos con una intervención masiva. Pero no ha podido llevar a cabo esa intervención. Esta incapacidad de USA para poner de acuerdo sus actos con sus palabras es un duro golpe asestado a su credibilidad internacional. Los beneficios que USA se granjeó con la intervención en el Golfo, se anulan en gran parte por el revés que ha sufrido en Bosnia. En consecuencia, las tendencias centrífugas de sus ex aliados a librarse de la tutela americana, a jugar sus propias bazas en la arena imperialista, se refuerzan y se aceleran. En cuanto a las fracciones de la burguesía que contaban con que las defendiera la potencia americana, se lo pensarán dos veces antes de actuar; la suerte de Bosnia les va a hacer meditar.

Los aliados de ayer aún comulgan con la ideología que los reagrupaba frente a la URSS, pero detrás de esta unidad, la cueva de bandidos se va llenando y las rivalidades se acentúan y anuncian, después de Bosnia, futuras guerras y masacres. Todos los preciosos discursos que se han hecho, y las lágrimas de cocodrilo que se han vertido abundantemente, sólo sirven para ocultar la naturaleza imperialista del conflicto que arrasa la ex-Yugoslavia y para justificar la guerra.

Crisis económica: la mentira de la recuperación

La guerra no es expresión de la impotencia de la burguesía, sino de la realidad intrínsecamente belicista del capitalismo. Pero la crisis económica, al contrario, es una expresión clara de la impotencia de la clase dominante para superar las contradicciones insolubles de la economía capitalista. Las proclamaciones pacifistas de la clase dominante son una puñetera mentira; la burguesía nunca ha sido pacífica; la guerra siempre ha sido un medio para que una fracción de la burguesía defendiera sus intereses contra otras, un medio ante el que la burguesía nunca se ha echado atrás. Sin embargo, todas las fracciones de la burguesía sueñan sinceramente con un capitalismo sin crisis, sin recesión, que prospere eternamente, que permita extraer beneficios cada vez más jugosos. La clase dominante no puede vislumbrar que la crisis es insuperable, que no tiene solución, ya que semejante punto de vista, semejante conciencia, significaría el reconocimiento de sus límites históricos, significaría su propia negación, que precisamente porque es una clase explotadora dominante, no puede ni contemplar ni aceptar.

Entre el sueño de un capitalismo sin crisis y la realidad de una economía mundial que no consigue salir de la recesión, hay un abismo que la burguesía ve aumentar día a día con angustia creciente. Hace muy poco tiempo, justo tras el hundimiento económico de la URSS, el capitalismo «liberal» a la occidental creía haber encontrado la prueba de su inquebrantable salud, de su capacidad para superar todos los obstáculos. ¿Qué nos contaba la clase dominante en aquellos momentos de euforia?. Una orgía propagandística de auto-satisfacción que nos prometía un futuro sin problemas. Cansada, la Historia ha tomado una revancha mordaz sobre estas ilusiones y no ha esperado mucho para oponer un desmentido brutal a estas mentiras.

La recesión vuelve a golpear con fuerza en el corazón de la primera potencia mundial: los EE.UU., antes incluso de que la URSS haya acabado de hundirse. Es más, la recesión se ha extendido como una epidemia al conjunto de la economía mundial. Japón y Alemania han sido fulminados por el mismo mal. Apenas firmado el Tratado de Maastrich, que prometía la renovación de Europa y la prosperidad económica, ¡cataplum!, el bello montaje se hunde, primero con la crisis del Sistema monetario europeo y después a golpe de recesión.

Ante la aceleración brutal de la crisis mundial que pone patas arriba la machacona propaganda sobre el relanzamiento, propaganda que sufrimos en todos los países desde hace más de dos años, la burguesía sigue repitiendo sin cesar la misma canción: «tenemos soluciones» y, proponiendo nuevos planes que habrían de sacar al capitalismo del marasmo. Pero, todas las medidas puestas en práctica no tienen ningún efecto. La burguesía no tiene tiempo de cantar victoria ante el estado de algunos índices económicos, porque los hechos se encargan de desmentir todas sus ilusiones. El último dato significativo de esta realidad es el crecimiento de la economía americana: recién llegado a la Casa Blanca el equipo de Clinton anunció pomposamente una tasa de crecimiento inesperada del + 4,7 % en el 4º trimestre de 1992, para predecir acto seguido el fin de la recesión. Pero la ilusión ha durado poco. Tras haber previsto un crecimiento del + 2,4 % para el 1er trimestre de 1993, el crecimiento real ha sido un pequeño + 0,9 %. La recesión mundial está presente, y mucho, sin que hasta ahora ninguna de las medidas empleadas por la clase dominante haya conseguido cambiar esta realidad. En las esferas dirigentes cunde el pánico y nadie sabe qué hacer. La actual situación en Francia es un hecho del todo significativo respecto del desconcierto y la improvisación con la que actúa la clase dominante: el nuevo gobierno de Balladur que había tenido mucho tiempo para preparar sus planes ya que la victoria electoral de la derecha estaba anunciada desde hace meses, ha presentado en el plazo de pocas semanas tres planes de medidas económicas contradictorios, y por supuesto en completa oposición a su programa electoral.

En la medida en que todas las medidas clásicas de relanzamiento se muestran ineficaces, la burguesía no puede emplear más que un solo argumento: «hay que aceptar sacrificios para que mañana todo vaya mejor». Este argumento se utiliza constantemente para justificar los programas de austeridad contra la clase obrera. Desde el retorno de la crisis histórica, a finales de los años 60, este tipo de argumento ha chocado evidentemente con el descontento de los trabajadores que siempre pagan los platos rotos pero, no es menos cierto que durante todos estos años ha mantenido una cierta credibilidad en la medida en que la alternancia entre los períodos de recesión y relanzamiento le daban un aire de validez. Pero la realidad de la miseria que no ha dejado de desarrollarse por todas partes, el pasar de un plan de rigor a un plan de austeridad, con el único resultado de la situación catastrófica presente, demuestra que todos los sacrificios pasados no han servido para nada.

A pesar de todos los planes «contra el paro» aplicados desde hace años con gran publicidad por todos los gobiernos de las metrópolis industriales, esta lacra no ha parado de crecer alcanzando, hoy día, siniestros récords. Cada día se anuncian nuevos planes de despidos. Ante la evidencia del aumento de impuestos, de los salarios que disminuyen o en todo caso aumentan menos rápido que la inflación, nadie puede creer que el nivel de vida progresa. En las grandes ciudades del mundo desarrollado, los pobres, sin hogar por no poder pagar un alquiler, reducidos a la mendicidad, son cada día más numerosos y un testimonio dramático de la ruina social que afecta al corazón del capitalismo.

Sacando provecho a la quiebra política, económica y social del «modelo» estalinista de capitalismo de Estado cínicamente identificado al comunismo, la burguesía ha repetido hasta la saciedad que solo el capitalismo «liberal» podía aportar prosperidad. Ahora debe cambiar de tono porque la crisis ha puesto las cosas en su sitio.

La verdad de la lucha de clases frente a las mentiras de la burguesía

Con la agravación brutal de la crisis, la burguesía ve perfilarse, con pavor, el espectro de una crisis social. A pesar de ello, hace poco tiempo, los ideólogos de la burguesía creían poder afirmar que la quiebra del estalinismo demostraba la muerte del marxismo y lo absurdo de la idea de la lucha de clases. La existencia misma de la clase obrera se ha negado y la perspectiva histórica del socialismo se nos ha presentado como un ideal generoso, pero imposible de realizar. Toda esta propaganda ha determinado una duda profunda en el seno de la clase obrera sobre la necesidad y la posibilidad de otro sistema, de otro modo de relaciones entre los hombres, para acabar con la barbarie capitalista.

Pero si bien es cierto que la clase obrera aún está profundamente desorientada por la rápida sucesión de acontecimientos y por la matraca ideológica intensa de las campañas de los medias, está también, bajo la presión de los acontecimientos empujada a reencontrar el camino de la lucha frente a los ataques sin fin, cada vez más duros, a sus condiciones de vida.

Desde el otoño de 1992, tras las manifestaciones masivas de los trabajadores italianos en respuesta al nuevo plan de austeridad aplicado por el Gobierno, los signos de una lenta recuperación de la combatividad del proletariado se han expresado en numerosos países: Alemania, Gran Bretaña, Francia, España, etc. En una situación en la que la agravación incesante de la crisis implica planes de austeridad cada vez más draconianos, esta dinámica de la lucha obrera no puede más que acelerarse y ampliarse. La clase dominante ve avanzar con inquietud creciente esta perspectiva ineluctable de desarrollo de la lucha de clases. Su margen de maniobra se reduce cada vez más. No puede retrasar tácticamente sus ataques contra la clase obrera y además todo su arsenal ideológico para hacer frente a la lucha de clases sufre una erosión acelerada.

La impotencia de todos los partidos de la burguesía para vencer la crisis, para aparecer como buenos gestores refuerza su descrédito. Ningún partido en el gobierno puede esperar en las condiciones presentes beneficiarse de gran popularidad, como lo demuestra en pocos meses la aceleración de la crisis. Mitterand en Francia, Major en Gran Bretaña e incluso el mismo Clinton en USA, han pagado ese precio con una caída vertiginosa en los sondeos de opinión. En todas partes la situación es la misma gobierne la derecha o la izquierda, los gestores del capital al mostrar su impotencia ponen, involuntariamente, al desnudo todas las mentiras que han contado durante años. La implicación de los partidos socialistas en la gestión estatal en Francia, España, Italia, etc., demuestra, internacionalmente que no son diferentes de los partidos de derecha de los que tanto se querían diferenciar. Los partidos estalinistas sufren de lleno el golpe de la quiebra del modelo ruso y los partidos socialistas lo sufren también. Del mismo modo, los sindicatos también están afectados por la situación ya que sus lazos con el estado y el aparato político, unido a la experiencia acumulada por los trabajadores sobre su papel de sabotaje de las luchas refuerza la desconfianza. Con el desarrollo de los «asuntos» que ponen en evidencia la corrupción generalizada reinante en el seno de la clase dominante y de su aparato político, el rechazo roza el asco. El conjunto del modelo «democrático» de gestión del capital y de la sociedad esta estremeciéndose. El desfase entre los discursos de la burguesía y la realidad se hace cada día más evidente. En consecuencia el divorcio entre el Estado y la sociedad civil no puede más que agrandarse. Resultado, hoy día, es una obviedad afirmar que los hombres políticos mienten, todos los explotados están profundamente convencidos.

Pero el hecho de constatar una mentira no significa que se esta automáticamente inmunizado contra nuevas mistificaciones, ni tampoco que se conozca la verdad. El proletariado está en esa situación en estos momentos. La constatación de que nada va bien, de que el mundo va camino de hundirse en la catástrofe y que todos los discursos tranquilizados son pura propaganda, de ello, la gran masa de trabajadores se da cuenta. Pero esta constatación, si no se acompaña de una reflexión en el sentido de la búsqueda de una alternativa, de una reapropiación por parte de la clase obrera de sus tradiciones revolucionarias, de la reafirmación en las luchas del papel central que ocupa en la sociedad y de su afirmación como clase revolucionaria portadora de un futuro para la humanidad, la perspectiva comunista, puede llevar también al desánimo y la resignación. La dinámica presente, con la crisis económica que actúa como revelador, lleva a la clase obrera hacia la reflexión, a la búsqueda de una solución que, para ella, conforme a su ser, no puede ser otra que la nueva sociedad de la que es portadora: el comunismo. Cada vez más, frente a la catástrofe que la clase dominante no puede esconder, se plantea como cuestión de vida o muerte, la necesidad de plantearse la perspectiva revolucionaria.

Ante esta situación la clase dominante no se queda pasiva. Aunque ese sistema se desmorone y se precipite en el caos, no por eso va abandonar. Al contrario, se agarra con todas sus fuerzas a su poder en la sociedad, para por todos los medios intentar dificultar y bloquear el proceso de toma de conciencia del proletariado porque sabe que eso significa su propia pérdida. Ante el desgaste de mistificaciones que viene usando desde hace años, inventa nuevas y las viejas las repite con fuerza renovada. Utiliza incluso la descomposición que corroe todo su sistema como nuevo instrumento de confusión contra el proletariado. La miseria en el «tercer mundo» y las atrocidades de las guerras sirven de excusa para reforzar la idea de que, allí donde la catástrofe no tiene tales dimensiones no hay razón para protestar y rebelarse. La aparición de los escándalos, de la corrupción de los políticos, como en Italia, se utiliza para desviar la atención sobre los ataques económicos y para justificar una renovación del aparato político en nombre del «Estado limpio»

 Incluso la miseria de los trabajadores se utiliza para engañar. El miedo al paro sirve para justificar bajadas de salarios en nombre de la «solidaridad». La «protección de los empleos» en cada país es el pretexto de las campañas chovinistas que hacen de los trabajadores «inmigrados» el chivo expiatorio para alimentar las divisiones en el seno de la clase obrera. En una situación en la que la burguesía no es portadora de ningún porvenir histórico, no puede sobrevivir más que con la mentira, es la clase de la mentira. Y cuando esto no le es suficiente, le queda el arma de la represión, que no mistifica, sino que muestra abiertamente la cara bestial del capitalismo.

Socialismo o barbarie. Esta alternativa planteada por los revolucionarios a principios de siglo está más que nunca a la orden del día. O bien la clase obrera se deja atar a las mistificaciones de la burguesía y el conjunto de la humanidad se condena entonces a hundirse con el capitalismo en su proceso de descomposición que a término significaría su fin. O bien el proletariado desarrolla su capacidad de luchar, su capacidad de poner en evidencia las mentiras de la burguesía, para avanzar hacia la perspectiva revolucionaria.

Tales son los dilemas que contiene el período presente. Los vientos de la historia empujan al proletariado hacia la afirmación de su ser revolucionario, pero el futuro nunca se gana de antemano. Incluso si las caretas de la burguesía caen cada vez más, ella forja constantemente otras nuevas para ocultar la horrible cara del capitalismo, por ello el proletariado debe arrancárselas definitivamente.

JJ.

 

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