Cuestiones de organización, III - El Congreso de La Haya en 1872 - La lucha contra el parasitismo político

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En los dos primeros artículos de esta serie abordamos los orígenes y el desarrollo de la Alianza de Bakunin, y cómo la burguesía apoyó y utilizó esta secta como una auténtica máquina de guerra contra la Iª Internacional. Hemos visto, también, la enorme importancia que Marx, Engels, y los elementos obreros más sanos de la Internacional, concedían a la defensa de los principios proletarios de funcionamiento, frente al anarquismo en materia de organización. En el presente artículo trataremos de las lecciones del Congreso de La Haya, uno de los momentos más importantes de la lucha del marxismo contra el parasitismo político. Las sectas socialistas que ya no tenían su sitio en el joven movimiento proletario en pleno desarrollo, orientaban entonces lo principal de su actividad a luchar no ya contra la burguesía sino contra las organizaciones revolucionarias mismas. Todos esos elementos parásitos, a pesar de las divergencias políticas entre ellos, se unieron a los intentos de Bakunin por destruir la internacional.

Las lecciones de la lucha contra el parasitismo en el Congreso de la Haya son especialmente válidas hoy. A causa de la ruptura de la continuidad orgánica con el movimiento obrero del pasado, pueden hacerse muchos paralelos entre el desarrollo del medio revolucionario después de 1968 y el de los inicios del movimiento obrero; existe, en particular, no una identidad pero sí una gran similitud entre el papel del parasitismo político en la época de Bakunin y el que hoy desempeña.

Las tareas de los revolucionarios tras la Comuna de Paris

El Congreso de La Haya de la Primera Internacional en 1872, es uno de los más famosos en la historia del movimiento obrero. Fue en él donde tuvo lugar el histórico “enfrentamiento” entre marxismo y anarquismo. Este Congreso fue un momento decisivo en la superación de la fase de “sectas”, que había marcado los primeros pasos del movimiento obrero. En este Congreso se pusieron las bases para superar la separación que existía entre, por un lado, las organizaciones socialistas, y por otro, los movimientos de masas de la lucha obrera.

El Congreso condenó enérgicamente el “rechazo de la política” anarquista y pequeñoburgués, así como sus “reticencias” respecto a las luchas defensivas cotidianas de los trabajadores. Y, sobre todo, declaró que la emancipación del proletariado exige su organización en “un partido político de clase, autónomo, contrario a todos los partidos formados por las clases dominantes” (Resolución sobre los Estatutos del Congreso de La Haya).

No es casualidad que tales cuestiones se suscitaran precisamente en aquel momento, ya que el Congreso de La Haya fue el primer congreso internacional que se celebraba tras la derrota de la Comuna de París en 1871, cuando contra el movimiento obrero se lanzaba una oleada internacional de terror reaccionario. La Comuna de París había mostrado el carácter político de la lucha de la clase obrera, había puesto de manifiesto la necesidad y la capacidad de la clase revolucionaria para organizar su confrontación con el Estado burgués, la tendencia histórica a la destrucción de ese estado y su sustitución por la dictadura del proletariado como condición previa del socialismo. Los acontecimientos de París mostraron a los obreros que el socialismo no se conseguiría a través de experimentos cooperativos de tipo proudhoniano, ni con pactos con las clases explotadoras como preconizaban los lassalleanos, ni tampoco mediante audaces acciones de una minoría selecta como pretendía el blanquismo. Y, sobre todo, la Comuna de París enseñó a los obreros verdaderamente revolucionarios, que la revolución socialista no tiene nada que ver con una orgía de anarquía y destrucción, sino que se trata de un proceso centralizado y organizado; que la insurrección obrera no desemboca en una “abolición” inmediata de las clases, del Estado y de la “autoridad”, sino que exige imperativamente la autoridad de la dictadura del proletariado. En resumen: la Comuna de París dio absolutamente la razón a la posición marxista, y desautorizó por completo las “teorías” bakuninistas.

De hecho, en el momento del Congreso de La Haya, los mejores representantes del movimiento obrero tomaban conciencia de cómo el peso en la dirección de la insurrección de las concepciones proudhonianas, bakuninistas, blanquistas, y de otras sectas había sido la principal debilidad política de la Comuna. Y donde, además, la Internacional había sido incapaz de intervenir en los acontecimientos centralizada y coordinadamente, como debe hacerlo un partido de clase.

Por ello, tras la derrota de la Comuna de Paris, liberarse del peso de su propio pasado sectario y poder superar así la influencia del socialismo pequeño burgués, era ya la prioridad absoluta para el movimiento obrero.

Este es el contexto político que explica porqué la cuestión central del Congreso de La Haya no fue la Comuna de París en sí misma, sino la defensa de los Estatutos de la Internacional, contra el complot de Bakunin y sus aliados. Los historiadores burgueses, desconcertados por este hecho, concluyen que este congreso habría sido una expresión de ese mismo sectarismo, ya que la Internacional habría “preferido” dedicarse a sus asuntos internos, en vez de a los resultados de un acontecimiento histórico en la lucha de clases. Lo que la burguesía no puede entender es que la respuesta que la Comuna de París pedía a los revolucionarios era, precisamente, la defensa de los principios políticos y organizativos del proletariado, la erradicación de sus filas de las teorías y actitudes organizativas pequeño burguesas.

Así pues, los delegados de la Internacional acudieron a La Haya no sólo para replicar a la represión internacional y las difamaciones contra la AIT, sino ante todo, para hacer frente al ataque que, desde dentro, se había lanzado contra ella. Este ataque interno estaba dirigido por Bakunin que llamaba, ya abiertamente, a abolir la centralización internacional, incumplir los estatutos, no pagar las cuotas al Consejo General, y rechazar la lucha política. Bakunin se oponía, sobre todo, a las decisiones de la Conferencia de Londres de 1871, en las que, sacando las lecciones de la Comuna de París, se defendía la necesidad de que la Internacional desempeñara su papel de partido de clase. En el terreno organizativo, esta conferencia había exigido al Consejo general que asumiera, sin vacilaciones, su papel de centralización, de representante de la unidad de la Internacional entre congreso y congreso. En Londres, se condenó también la existencia, dentro de la Internacional, de sociedades secretas, y se ordenó la preparación de un informe sobre las escandalosas actividades que, en nombre de la Internacional, Bakunin y Nechaiev habían realizado en Rusia.

A todo ello Bakunin respondió con una “huida hacia delante”, ya que poco a poco se iban descubriendo sus actividades contra la Internacional. Pero se trataba, en realidad, de una estrategia calculada que contaba con explotar, en su propio provecho, la debilidad y desorientación de muchas partes de la organización tras la derrota de la Comuna de París, para intentar aniquilar la Internacional, en el propio Congreso de La Haya, ante los expectantes ojos de todo el mundo. El ataque de Bakunin contra la “dictadura del Consejo general” estaba ya contenido en la Circular de Sonvilliers de noviembre de 1871, que había sido enviada a todas las secciones, y con la que trataba, arteramente, de ganarse a todos los elementos pequeño burgueses, que se sentían amenazados por la proletarización de los métodos organizativos de la Internacional impulsados por los órganos centrales. La prensa burguesa reprodujo amplios extractos de esta circular de Sonvillier (“El monstruo de la Internacional se devora a sí mismo”) y, “en Francia, donde todo lo que, de cualquier forma, estuviera relacionado con la Internacional, era salvajemente perseguido, fue sin embargo pegado en las paredes” (Nicolaievsky, Karl Marx, traducido del inglés por nosotros).

La complicidad del parasitismo con las clases dominantes

Podemos decir que, en términos generales, tanto la Comuna de París como la fundación de la Internacional, son expresiones de un mismo proceso histórico, cuya esencia es la maduración de la lucha por la emancipación del proletariado. Desde mediados de los años 1860, el movimiento obrero había empezado a superar sus “infantilismos”. Sacando lecciones de las revoluciones de 1848, el proletariado se negaba a aceptar el liderazgo del ala radical de la burguesía, luchando ya por establecer su propia autonomía de clase. Pero esta autonomía exigía que la clase obrera supe­ rase la dominación que ejercían, sobre sus propias organizaciones, las teorías y las concepciones organizativas de la pequeña burguesía, la bohemia y los elementos desclasados, etc.

Pero esa lucha por imponer los postulados del proletariado en sus organizaciones, esa lucha que tras la Comuna de París llegaba a una nueva etapa, debía desarrollarse no sólo frente al exterior, contra los ataques de la burguesía, sino también dentro de la propia Internacional. En las filas de ésta, los elementos pequeñoburgueses y desclasados desataron una feroz resistencia contra la aplicación de estos principios políticos y organizativos del proletariado, pues ello significaba la desaparición de su influencia en la organización obrera.

Y así estas sectas “palancas del movimiento, en sus inicios, pasan a ser trabas cuando éste las supera, convirtiéndose entonces en reaccionarias” (Marx/Engels, Las pretendidas escisiones en la Internacional).

El Congreso de La Haya tenía pues como objetivo, eliminar el sabotaje de la maduración y la autonomización del proletariado, que ejercían los sectarios. Un mes antes del Congreso, el Consejo general había declarado, en una circular a todos los miembros de la Internacional, que había llegado el momento de acabar, de una vez por todas, con las luchas internas causadas “por la presencia de un cuerpo parásito”, y señalaba que “paralizando la actividad de la Internacional contra los enemigos de la clase obrera, la Alianza sirve espléndidamente a la burguesía y sus gobiernos”.

El Congreso de La Haya mostró cómo esos sectarios que ya no servían de palanca al movimiento, que se habían transformado en parásitos que vivían a expensas de las organizaciones proletarias, se habían organizado y coordinado a escala internacional para hacer la guerra a la Internacional. Y que preferían la destrucción del partido obrero antes que aceptar que el proletariado se liberase de su influencia. Se demostró también que el parasitismo político, para tratar de evitar ser arrojado al famoso “basurero de la historia” donde debería estar, había preparado la formación de una alianza con la burguesía, cuya base era el odio que tanto unos como otros, si bien cada uno por razones distintas, compartían contra el proletariado. Uno de los principales logros del Congreso de La Haya fue, precisamente que fue capaz de desvelar la esencia de este parasitismo político, que presta sus servicios a la burguesía participando en la guerra de las clases explotadoras contra las organizaciones comunistas.

Los delegados contra Bakunin

Las declaraciones escritas enviadas a La Haya por las diferentes secciones, especialmente por las de Francia (donde la AIT trabajaba en la clandestinidad, y muchos de sus delegados no podían acudir al Congreso) muestra el estado de ánimo que reinaba en la Internacional en vísperas del Congreso. Los principales temas de esas declaraciones se referían a la propuesta de ampliación de los poderes del Consejo general, a la orientación hacia un partido político de clase, y a la confrontación contra la Alianza bakuninista y otras flagrantes violaciones de los estatutos.

La decisión de Marx de asistir personalmente al Congreso, era una prueba más de la determinación que existía en la Internacional, para desenmascarar y destruir los diferentes complots que se estaban urdiendo contra la Asociación, todos ellos centrados en torno a la Alianza de Bakunin. Esta Alianza, una organización clandestina en el seno de la propia organización, era una sociedad secreta desarrollada según el modelo burgués de la francmasonería. Los delegados eran muy conscientes de que detrás de las maniobras sectarias de Bakunin, se escondía la conspiración de la clase dominante.

“... Ciudadanos: nunca antes un Congreso fue tan solemne y más importante como el que os ha reunido en La Haya. Lo que deberá discutirse no es tal o cual insignificante cuestión de forma, tal o cual trillado artículo de los Reglamentos, sino la supervivencia misma de la Asociación.
Manos impuras, manchadas de sangre republicana, intentan, desde hace tiempo, sembrar la discordia entre nosotros, lo que solo puede servir al más criminal de los monstruos: Luis Bonaparte. Intrigantes expulsados vergonzosamente de nuestras filas -los Bakunin, Malon, Gaspard Blanc y Richard- intentan fundar una no sabemos bien qué clase de ridícula federación, para servir a su ambicioso proyecto de destrozar la Asociación. Pues bien, ciudadanos, esta es la raíz de las discordias, grotesca por sus arrogantes designios, pero peligrosa por sus audaces maniobras, que deben ser aniquiladas a toda costa. Su existencia es incompatible con la nuestra y dependemos de vuestra implacable energía para alcanzar un éxito decisivo y brillante. Sed implacables, luchad sin vacilaciones, pues si sois débiles y temerosos, seréis responsables no sólo del desastre que sufra la Asociación, sino además de las terribles consecuencias que ello supondría para la causa del proletariado” (“De la sección Ferré de París a los delegados de La Haya”) ([1]).

Contra la demanda de Bakunin que abogaba por una autonomización de las secciones y la casi completa abolición del Consejo general -el órgano central que representaba la unidad de la Internacional:
“Si pretendéis que el Consejo general sea un cuerpo inútil, que las federaciones puedan actuar sin él, sólo a través de correspondencia entre ellas, (...) entonces la Asociación Internacional se dislocará. El proletariado retrocederá al período de las corporaciones, (...). Pues bien, nosotros los parisinos, declaramos que no hemos derramado nuestra sangre a raudales, generación tras generación, para satisfacer intereses de capilla. Afirmamos que no habéis entendido absolutamente nada sobre el carácter y la misión de la Asociación internacional” (Declaración de las secciones parisinas a los delegados de la Asociación internacional reunidos en Congreso, leída en la XIIª sesión del Congreso, el 7/9/1872, p. 235). Las secciones declararon: “No queremos ser transformadas en una sociedad secreta, como tampoco queremos empantanarnos en una simple evolución económica. Pues una sociedad secreta lleva a aventuras en las que el pueblo siempre es la víctima” (p. 232).

La cuestión de los mandatos

Que la infiltración del parasitismo político en las organizaciones proletarias es un peligro real, queda rotundamente demostrado por el hecho de que, de los 6 días que duró el Congreso de la Haya (del 2 al 7 de septiembre de 1872), dos jornadas completas estuvieron dedicadas a la comprobación de los mandatos de los delegados. O sea que no siempre estaba claro si tal o cual delegado tenía verdaderamente un mandato y de quién. En algunos casos, ni siquiera estaba claro que el delegado fuera miembro de la organización, o si la sección que le enviaba existía en ese momento.

Y así, Serraillier, que era el secretario del Consejo general para Francia, jamás había oído hablar de las secciones de Marsella, que habían enviado a un delegado que resultó ser miembro de la Alianza. Tampoco se habían recibido jamás cotizaciones de sus miembros. “Es más, se le había informado de que se habían formado recientemente secciones, con el único propósito de enviar delegados al Congreso” (p. 124). ¡El Congreso hubo de votar incluso si tales secciones existían o no!

Al encontrarse en minoría en el Congreso, los seguidores de Bakunin intentaron, por su parte, impugnar varios mandatos, lo que hizo perder mucho tiempo.

Alerini, miembro de la Alianza, exigió que los autores de Las pretendidas escisiones..., es decir el Consejo general, debía ser excluido. ¿Por qué razón?, pues... ¡por haber defendido los Estatutos de la Asociación!. La Alianza pretendió, igualmente, violar las normas de votación existentes, prohibiendo a los miembros del Consejo general que votaran como delegados mandatados por las secciones.

Otro enemigo de los órganos centrales, Mottershead, “preguntó por qué Barry, que no era uno de los líderes ingleses, y al que se le tenía por alguien insignificante, era, sin embargo, delegado al Congreso por la sección alemana”. Marx le replicó que “dice mucho a favor de Barry que no sea uno de los llamados líderes de los trabajadores ingleses, ya que éstos están en mayor o menor medida, vendidos a la burguesía y el gobierno. Si se ataca a Barry es sólo porque se niega a ser un instrumento de Hales” (p. 124). Mottershead y Hales, apoyaban las tendencias antiorganizativas de Bakunin.

Al carecer de la mayoría, la Alianza trató de perpetrar, en mitad de las sesiones del Congreso, un auténtico golpe contra las normas de la Internacional, ya que según su punto de vista, las normas son para los demás, que no para la élite bakuninista.

Así, los aliancistas españoles plantearon (proposición nº 4 al Congreso), que sólo podían ser contabilizados en el Congreso los votos de aquellos delegados que hubieran recibido un “mandato imperativo” de sus secciones. Los votos de los demás delegados sólo podrían contabilizarse, una vez que sus secciones hubieran debatido y votado las mociones del Congreso. De ello resultaría que las resoluciones adoptadas en el Congreso, sólo tendrían validez dos meses después de éste. Tal propuesta suponía, ni más ni menos, aniquilar el Congreso como máxima instancia de la organización.

Morago anunció entonces “que los delegados españoles habían recibido órdenes precisas para abstenerse hasta que no se estableciera un sistema de voto acorde con el número de electores que representaba cada delegado”. La respuesta de Lafargue, tal y como la recogen las actas fue: “Lafargue dijo que él era un delegado de España, y que no había recibido tales instrucciones”. Todo ello resulta revelador de cómo funcionaba verdaderamente la Alianza. Entre los delegados de diferentes secciones, algunos decían tener un mandato “imperativo” de sus secciones, cuando en realidad estaban obedeciendo a las instrucciones secretas de la Alianza, una dirección alternativa y secreta, opuesta al Consejo general y a los Estatutos.

Para reforzar su estrategia, los aliancistas pasaron luego a chantajear pura y simplemente al Congreso. El brazo derecho de Bakunin, Guillaume, dada la negativa del Congreso a saltarse sus propias normas para complacer a los bakuninistas españoles “anunció que a partir de ese momento, la Federación del Jura dejaría de tomar parte de las votaciones” (p. 143). Y no contento con ello, amenazó incluso con abandonar el Congreso.

En respuesta a este burdo chantaje. “El Presidente del Congreso explicó que las normas habían sido establecidas no por el Consejo general, ni por tal o cual persona, sino por la AIT y sus Congresos, y que por tanto quienquiera que atacara las normas, estaba en realidad atacando a la AIT y a su existencia”.

Tal y como señaló Engels: “No es culpa nuestra si los españoles se encuentran en una posición comprometida y son incapaces de votar. Tampoco es culpa de los obreros españoles, sino del Consejo federal español, que está formado de miembros de la Alianza” (pp. 142-143). Frente al sabotaje de la Alianza, Engels formuló la alternativa a la que se confrontaba el Congreso: “Debemos decidir si la AIT va a continuar rigiéndose de manera democrática, o si va a ser gobernada por una camarilla (gritos y protestas por el término “camarilla”) organizada secretamente y violando los Estatutos” (p. 122).

“Ranvier protesta contra la amenaza lanzada por Splingard, Guillaume y otros de abandonar la sala, que prueba que son únicamente ELLOS y no nosotros, quienes DE ANTEMANO se han pronunciado sobre la cuestión que se discute. Ya le gustaría a él que todos los policías del mundo se marcharan así” (p. 129).

“Morago, que tanto se irrita ante un eventual despotismo por parte del Consejo general, debería darse cuenta de que su conducta y la de sus camaradas aquí, es mucho más tiránica, puesto que pretende obligarnos a ceder ante ellos, bajo la amenaza de su separación” (Intervención de Lafargue, p. 153).

El Congreso también respondió a la cuestión de los mandatos imperativos, que equivalían a transformar el Congreso en una simple urna, en la que las delegaciones depositarían un voto que ya habrían tomado. Habría resultado más barato evitarse el Congreso y enviar los votos por correo. El Congreso ya no sería pues la más alta instancia de la unidad de la organización, que toma sus decisiones soberanamente, como una entidad.

“Serrailler dice que él no se encuentra aquí atado, a diferencia de Guillaume y sus camaradas, que ya tienen de antemano establecido un parecer sobre todas las cuestiones, puesto que han aceptado un mandato imperativo que les obliga a votar de una manera determinada o a retirarse”.

La verdadera función del “mandato imperativo” en la estrategia de la Alianza, fue desenmascarada por Engels en su artículo: “El mandato imperativo y el Congreso de La Haya”:

“¿Por qué los aliancistas, ellos que son tan acérrimos enemigos de cualquier principio de autoridad, insisten tan tercamente sobre la autoridad del mandato imperativo? Porque para una sociedad secreta como la suya, infiltrada en una sociedad pública como la Internacional, nada hay más cómodo que el mandato imperativo. El mandato de sus aliados será idéntico. Aquellas secciones que no estén bajo la influencia de la Alianza, o que se rebelen contra ella, tendrán discrepancias unas con otras, de manera que frecuentemente la mayoría absoluta, y siempre la mayoría relativa, queda en manos de la sociedad secreta. Mientras que en un Congreso sin mandatos imperativos, el sentido común de los delegados independientes se unirá prontamente a un partido común, contra el partido de la sociedad secreta. El mandato imperativo es un instrumento de dominación sumamente efectivo, y por ello la Alianza, a pesar de su anarquismo, preconiza su autoridad” (traducido del inglés por nosotros).

La cuestión de las finanzas: el “nervio de la guerra”

Dado que las finanzas, como base material para el trabajo político, son vitales para la construcción y la defensa de la organización revolucionaria, es lógico que el sabotaje de las finanzas fuera uno de los principales instrumentos del parasitismo para socavar la Internacional.

Antes del congreso de La Haya, había habido ya intentos de boicotear o sabotear el pago de las cuotas que, según los estatutos, los miembros debían pagar al Consejo general. Refiriéndose a la política que llevaban aquellos que en las secciones norteamericanas, se rebelaban contra el Consejo general, Marx declaró que: “Negarse a pagar las cuotas, e incluso las reclamaciones de la sección al Consejo general, corresponden al llamamiento efectuado por la Federación del Jura que dice que si tanto Europa como América se niegan a pagar sus cuotas, el Consejo general se quedará sin blanca” (p. 27).

Con respecto a la “rebelde” Segunda sección de Nueva York, “Ranvier es de la opinión que los Reglamentos han quedado ‘en papel mojado’. La sección nº 2 se separó del Consejo federal, cayendo en una profunda letargia, pero al acercarse el congreso mundial, ha querido estar representada en él para protestar contra los que han mantenido la actividad. Y ¿cómo, por cierto, ha regularizado esta sección su situación con el Consejo general? Pues pagando sus cuotas sólo el 26 de agosto. Tal conducta es casi cómica e intolerable. Estas pequeñas camarillas, estas sectas, estos grupos que quieren estar al margen, sin ningún vínculo con los demás recuerdan a la masonería, y no pueden ser tolerados en la Internacional” (p. 45).

El Congreso insistió justamente en que sólo las delegaciones de las secciones que hubieran pagado sus deudas, podrían participar en el Congreso. He aquí como Farga Pellicer “explicó” que los aliancistas españoles no hubieran pagado: “Respecto a las cuotas, explicó: la situación es difícil, han tenido que luchar contra la burguesía y además todos los trabajadores pertenecen a sindicatos. Quieren unir a todos los trabajadores contra el capital. La Internacional ha hecho grandes progresos en España, pero la lucha es costosa. No han pagado sus cuotas, pero lo harán”. En resumidas cuentas: se habían guardado el dinero de la organización para ellos mismos. A lo que el tesorero de la Internacional les respondió: “Engels, secretario para España, se sorprende de que los delegados hayan llegado con dinero en los bolsillos, y aún no hayan pagado. En la Conferencia de Londres, todos los delegados rindieron cuentas inmediatamente, y los españoles deben hacer lo mismo aquí, ya que es indispensable para dar validez a sus mandatos” (p. 128). Dos páginas más adelante, leemos en las actas: “Farga Pellicer, finalmente se levantó y entregó al Presidente las cuentas de tesorería y las cuotas de la Federación española, excepto las del último trimestre”. Es decir, el dinero que alegaban no tener.

No puede sorprendernos que, con vistas a debilitar a la organización, la Alianza y sus acólitos propusieran entonces la reducción de las cuotas de los miembros, cuando la propuesta del Congreso era el aumentarlas: “Brismee esta a favor de una disminución de las cuotas, ya que los obreros deben pagar a sus secciones, al Consejo federal, y resulta muy costoso para ellos entregar además diez céntimos anuales al Consejo general”. A lo que Frankel, en defensa de la organización contestó que “él mismo es un trabajador asalariado y sin embargo piensa que, en interés de la Internacional, las cuotas deben ser, sin duda, aumentadas. Hay federaciones que sólo pagan en el último momento y lo menos que pueden. El Consejo no tiene un céntimo en caja. (...) Frankel opina que con los medios de propaganda que se lograran con un aumento de las cuotas, cesarían las divisiones en la Internacional, y que éstas no existirían hoy si el Consejo general hubiera podido enviar sus emisarios a los diferentes países donde se daban esas disensiones” (p. 95).

Sobre esta cuestión, la Alianza obtuvo una victoria parcial: las cuotas se dejaron al mismo nivel que estaban.

Finalmente el Congreso rechazó vehementemente las difamaciones que tanto la Alianza, como la prensa burguesa habían lanzado sobre esta cuestión: “Marx señaló que, cuando en realidad, los miembros del Consejo habían adelantado dinero de sus propios bolsillos para sufragar los gastos de la Internacional, los calumniadores les acusaban de vivir del Consejo, que vivían de los peniques de los obreros (...). Lafargue indicó que la Federación del Jura era una de las pregoneras de esa calumnia” (pp. 58 y 169).

La defensa del Consejo general como eje central de la defensa de la Internacional

“El Consejo general (...) plantea en el orden del día, como cuestión más importante a discutir en el Congreso de La Haya, la revisión de los estatutos generales y los reglamentos” (Resolución del Consejo general sobre el orden del día del Congreso de La Haya, pp. 23-24).

En cuanto al funcionamiento, la cuestión central fue la siguiente modificación de los Estatutos generales:

“Artículo 2. El Consejo general está obligado a ejecutar las Resoluciones del Congreso, y a vigilar que en cada país se cumplan estrictamente los principios, los Estatutos generales y los Reglamentos de la Internacional.

“Artículo 6. El Consejo general tiene igualmente derecho a suspender ramas, secciones, consejos o comités federales, y federaciones de la Internacional, hasta que se reúna el siguiente Congreso” (Resoluciones sobre los Reglamentos, p. 283).

En vez de esto, los adversarios del desarrollo de la Internacional, anhelaban la destrucción de esta unidad centralizada. Y pretender que esa oposición venía motivada por una “negativa, por principios, a la centralización”, se contradice abiertamente con el hecho de que, en los propios estatutos secretos de la Alianza, esa “centralización” era sustituida por la dictadura personal de un sólo hombre: el “ciudadano B.” (Bakunin). Tras el amor arrebatado de los bakuninistas por el federalismo, lo que en realidad se ocultaba era su comprensión de que la centralización era uno de los principales instrumentos con los que la Internacional podía resistir a su destrucción, evitando verse fragmentada. Con objeto de lograr esa “sagrada destrucción”, los bakuninistas movilizaron los prejuicios federalistas de los elementos pequeñoburgueses de la organización.

“Brismee pide que antes se discutan los Estatutos, pues quizá deje de existir el Consejo General, y por tanto ya no necesitaría poderes. Los belgas rechazan la ampliación de poderes para el Consejo General. Antes bien, han venido aquí para recuperar la corona (soberanía) que les fue usurpada” (p. 141). Sauva de Estados Unidos) dice: “Quienes le han mandatado, quieren que se mantenga el Consejo general, pero que no tenga ningún derecho, y que su soberanía no le permita dar órdenes a sus criados (risas)”.

El Congreso rechazó esos intentos por destruir la unidad de la organización, aprobando, por el contrario, el reforzamiento del Consejo general, algo por lo que los marxistas habían estado luchando hasta ese momento. Como señaló Hepner durante el debate: “Ayer tarde se mencionaron dos grandes ideas: centralización y federación. Esta última se expresa a través del abstencionismo, pero abstenerse de actividad política acaba llevando a la comisaría de policía”. Y Marx añadió: “Sauva ha cambiado de opinión desde (la Conferencia de) Londres. En cuanto a la autoridad, en Londres apoyó la autoridad del Consejo general... aquí defiende lo contrario” (p. 89).

“Marx declara: No pedimos estos poderes para nosotros, sino para la institución. Marx ha señalado que preferiría la abolición del Consejo general, antes que verlo reducido al papel de un simple buzón de correspondencia” (p. 73).

Y cuando los bakuninistas se dedicaron a azuzar el temor pequeñoburgués a la “dictadura”, Marx argumentó que: “Aunque diéramos al Consejo general los poderes de un Príncipe Negro o del Zar de Rusia, sus poderes serían ficticios si dejara de representar a la mayoría de la AIT. El Consejo general no dispone de ejército, ni de presupuesto; no es más que una fuerza moral, y dejaría de tener poder en cuanto dejara de contar con el apoyo de toda la Asociación” (p. 154).

El Congreso supo relacionar este reforzamiento de la centralización, con otra importante modificación que se aprobó para los estatutos: la necesidad de un partido político de clase, y la defensa de los principios proletarios de funcionamiento. Ambas cuestiones tenían en común la lucha contra el “antiautoritarismo” que ataca tanto al partido como a la disciplina de partido.

“Se ha hablado aquí contra la autoridad. Nosotros también estamos contra cualquier tipo de abuso. Pero una cierta autoridad, un cierto prestigio, siempre serán necesarios para cohesionar el partido. Si fueran coherentes, esos antiautoritarios, deberían reclamar también la abolición de los Consejos federales, las federaciones y los comités, e incluso las secciones, pues todas ellas ejercen un mayor o menor grado de autoridad, Deberían instaurar la anarquía absoluta, en todas partes. Es decir, convertir la militancia de la Internacional, en un partido pequeño burgués en bata y zapatillas. ¿Cómo es posible cuestionar la autoridad, tras la Comuna? Al menos nosotros, los obreros alemanes, estamos convencidos de que la Comuna fracasó, principalmente, ¡por no ejercer la suficiente autoridad!” (p. 161).

La investigación sobre la Alianza

El último día del Congreso fue presentado y discutido el Informe de la Comisión de investigación sobre la Alianza.

Cuno declaró: “No hay ninguna duda de que en el seno de la AIT han tenido lugar maquinaciones, mentiras, calumnias y supercherías, cuya existencia ha quedado probada. La Comisión ha realizado un trabajo sobrehumano, hoy ha estado reunida trece horas seguidas. Os pedimos ahora un voto de confianza, con la aceptación de las peticiones formuladas en el informe”.

En efecto, el trabajo de esta Comisión había sido extraordinario a los largo de todo el Congreso, examinando un montón de documentos, y escuchando los testimonios que solicitaron para esclarecer los diferentes aspectos de la cuestión. Engels leyó el Informe del Consejo general sobre la Alianza. Es muy significativo, que uno de los documentos presentados por el Consejo general a la Comisión fueran los “Estatutos generales de la Asociación internacional de trabajadores, tras el Congreso de Ginebra de 1866”, lo que pone de manifiesto que lo que amenazaba a la Internacional, no era la existencia de divergencias políticas que pueden darse, con toda normalidad, en el marco previsto en los estatutos, sino la violación sistemática de esos mismos estatutos.

Saltarse los principios organizativos del proletariado constituye, siempre, un peligro mortal para la existencia y la reputación de las organizaciones comunistas. Los estatutos secretos de la Alianza, que el Consejo general facilitó a la Comisión, mostraban, precisamente, que era de eso de lo que se trataba.

La Comisión, que fue elegida por el Congreso, no se tomó su trabajo a la ligera. La documentación de su trabajo es más voluminosa que las mismas actas del Congreso. El documento más extenso, el informe que la Conferencia de Londres había encargado a Utín, consta de cerca de 100 páginas. Al final, el Congreso de La Haya mandató la publicación de un informe, aún más largo, el famoso “La Alianza de la democracia socialista y la Asociación internacional de trabajadores”. Las organizaciones revolucionarias, que nada tienen que ocultar a los obreros, siempre han querido informar al proletariado de este tipo de cuestiones, en la medida en que lo permita la seguridad de la organización.

La Comisión estableció, sin lugar a dudas, que Bakunin había disuelto y refundado la Alianza, al menos en tres ocasiones, para tratar de engañar a la Internacional. Que se trataba de una organización secreta dentro de la Asociación y que actuaba transgrediendo los estatutos y de espaldas a la organización, con objeto de hacerse con el control de esa entidad o destruirla.

La Comisión reconoció, igualmente, el carácter irracional y esotérico de esta formación: “Es evidente que dentro de esa organización existen tres grados, uno de los cuales lleva a los demás de la nariz. Todo este asunto resulta tan exagerado y excéntrico que a todos los de la Comisión, nos han entrado, constantemente, ganas de reírnos. Este tipo de misticismo sería normalmente considerado como una locura. El mayor de los absolutismos se manifestaba en el conjunto de la organización” (p. 339).

El trabajo de la Comisión se vio dificultado por varios factores. En primer lugar, la ausencia del propio Bakunin del Congreso. A pesar de haber pregonado, con su habitual pomposidad, que acudiría al congreso para defender su honor, prefirió dejar esta defensa en manos de sus discípulos, a los que sin embargo aleccionó en la estrategia a utilizar para sabotear las investigaciones. Ante todo, sus seguidores se negaron a facilitar información alguna sobre la Alianza y sobre las sociedades secretas en general, aduciendo “motivos de seguridad”, como si sus actividades se hubieran dirigido contra la burguesía cuando, en realidad, atacaban a la Asociación. Guillaume repitió lo que ya había dicho en el Congreso de la Suiza romande (abril de 1870): “Todo miembro de la Internacional tiene todo el derecho a unirse a cualquier sociedad secreta, incluso a la masonería. Cualquier investigación sobre una sociedad secreta equivaldría simplemente a una denuncia ante la policía” (Nicolaievsky, Karl Marx).

En segundo lugar, los mandatos imperativos escritos para los delegados jurasianos establecían que: “los delegados del Jura se abstendrán de cualquier cuestión personal, participando en discusiones de ese tipo, sólo si ven obligados a ello. En ese caso, propondrán al congreso olvidar el pasado, y establecer para el futuro tribunales de honor, que deberán decidir cada vez que se acuse a un miembro de la Internacional” (p. 325).

Es ése un ejemplo de documento de cómo escurrir el bulto en política. La clarificación del papel jugado por Bakunin como líder de un complot contra la Internacional, pasa a ser una cuestión personal y no una cuestión enteramente política. En cuanto a las investigaciones... deberán dejarse “para el futuro”, y a través de una especie de institución permanente para arreglar disputas, como si se tratara de un tribunal burgués. De este modo se desnaturalizaba completamente el verdadero sentido de las comisiones proletarias de investigación, o los auténticos tribunales de honor.

En tercer lugar, la Alianza se presentó como la “víctima” de la organización. Guillaume protestó “porque el Consejo general actúa como una Inquisición en la Internacional” (p. 84), afirmando que “todo este asunto no es más que un proceso político y se quiere reducir al silencio a la minoría, que es en realidad, la mayoría (...). Lo que en realidad se ha condenado aquí es el principio federalista” (p. 172). “Alerini estima que la Comisión no dispone más que de pruebas morales, que no materiales. El ha sido miembro de la Alianza, y está orgulloso de ello (...). Pero vosotros no sois más que una Inquisición. Nosotros os exigimos una investigación pública, y pruebas tangibles y concluyentes” (p. 170).

El Congreso eligió a un simpatizante de Bakunin, Splingard, como miembro de la Comisión. Este Splingard hubo de admitir que la Alianza había existido como una sociedad secreta en el interior de la Internacional, aunque demostrara no entender la función que debía cumplir la Comisión, pues se comportó en ella como una especie de “abogado defensor” de Bakunin (que ya era bastante mayorcito para defenderse a sí mismo) en vez de participar en un trabajo colectivo de investigación: “Marx declara que Splingard se ha portado como un abogado de la Alianza, pero no como un juez imparcial”.

Marx y Lucain tuvieron que refutar la acusación de que “carecían de pruebas”: “Splingard sabe muy bien que Marx había entregado casi todos los documentos a Engels. El Consejo federal español ha aportado igualmente pruebas. Él (Marx) ha presentado otras de Rusia, pero no puede, evidentemente, revelar quién se las ha enviado. En general sobre esta cuestión, los miembros de la Comisión han dado su palabra de honor de no divulgar nada sobre estas deliberaciones, y sobre todo no dar ningún nombre. Su decisión sobre esta cuestión es inquebrantable”.

Lucain “pregunta si debemos aguardar a que la Alianza haya reventado y desorganizado a la Internacional, para presentar pruebas. ¡Nosotros no! No podemos esperar hasta entonces. Nosotros atacamos el mal, allí donde lo encontramos, y cumplimos así nuestro deber” (p. 171).

El Congreso –a excepción de la minoría bakuninista– apoyó rotundamente las conclusiones de la Comisión. En realidad, la Comisión sólo solicitó tres expulsiones: las de Bakunin, Guillaume y Schwitzguebel, y sólo las dos primeras fueron aceptadas por el Congreso, desmintiendo así la falacia de que la Internacional pretendía eliminar, por medios disciplinarios, una minoría incómoda. Las organizaciones revolucionarias, en contra de las acusaciones que lanzan anarquistas y consejistas, no tienen ninguna necesidad de tales medidas, y no temen, sino que, por el contrario, tienen el máximo interés en la más completa clarificación a través del debate. De hecho sólo recurren a las expulsiones en casos muy excepcionales de grave indisciplina y deslealtad. Como señaló Johannard en La Haya: “la expulsión de la AIT es la condena más grave y deshonrosa que pueda caer sobre un hombre; los expulsados ya no podrán pertenecer jamás a una asociación honorable” (p. 171).

El frente parásito contra la Internacional

No entraremos aquí en otra de las dramáticas decisiones adoptadas en el Congreso: el traslado del Consejo general de Londres a Nueva York. Propuesta que venía motivada porque, si bien los bakuninistas habían sido derrotados, el Consejo general en Londres podría haber caído en las manos de otra secta: los blanquistas. Estos, que se negaban a reconocer el retroceso internacional de la lucha de clases causado por la derrota de la Comuna de París, arriesgaban la destrucción del movimiento obrero desangrado en un rosario de absurdas confrontaciones de barricadas. De hecho, aunque Marx y Engels confiaran en poder volver a traer el Consejo general a Europa, más adelante, la derrota de París marca el comienzo del fin de la Iª Internacional (véase la parte IIª de esta serie en la Revista internacional anterior).

Concluiremos este artículo, eso sí, con una de las principales adquisiciones para la historia, de este Congreso de La Haya. Esta adquisición, que desgraciadamente luego quedó relegada o completamente incomprendida (por ejemplo por Franz Mehring en su biografía de Marx), fue la identificación del papel del parasitismo político contra las organizaciones obreras.

El Congreso de La Haya demostró que la Alianza bakuninista no actuaba por su cuenta, sino como un auténtico centro coordinador de toda la oposición parásita, que apoyada por la burguesía, actuaba contra el movimiento obrero.

Uno de los principales aliados de la Alianza en su lucha contra la Internacional, era el grupo americano en torno a Woodhull-West, que difícilmente podían pasar por “anarquistas”.

“El mandato de West está firmado por Victoria Woodhull quien, desde hace años, intriga para conseguir la presidencia de los Estados Unidos, es la presidente de los espiritistas, predica el amor libre, tiene negocios bancarios, etc. (...) Publicó el famoso llamamiento a los ciudadanos norteamericanos de lengua inglesa, en el que se acusaba a la AIT de un sinfín de atrocidades, y que provocó la creación, en dicho país, de varias secciones sobre unas bases similares. En éste (llamamiento) se habla, entre otras muchas cosas, de libertad personal, libertad social (amor libre), moda en el vestir, sufragio femenino, lengua universal, etc. (...) Estima que la cuestión de la mujer debe tener prioridad sobre la cuestión obrera, y se niega a reconocer a la AIT como una organización de trabajadores” (intervención de Marx, p. 133).

Sorge reveló además las conexiones de todos estos elementos del parasitismo internacional:

“La sección nº 12 ha recibido la correspondencia de la Federación del Jura, y del Consejo federalista universal de Londres. Se han dedicado a intrigas y maniobras desleales, para conseguir el liderazgo supremo de la AIT, y tienen aún la desvergüenza de publicar e interpretar como favorables a ellos, las decisiones del Consejo general que, en realidad, les son adversas. Más tarde condenaron a los communards franceses y a los ateos alemanes. Pedimos aquí disciplina y sumisión, no a las personas sino a los principios y a la organización. Para ganar en América, necesitamos a los irlandeses, pero nunca nos los podremos ganar si antes no rompemos con la sección nº 12 y los ‘free lovers’” (p. 136).

Las discusiones del congreso dejaron aún más clara esta coordinación internacional –a través de los bakuninistas– de los ataques contra la Internacional:

“Le Moussu leyó del Boletín de la Federación del Jura, una reproducción de una carta dirigida a él por el Consejo de Spring Street, en respuesta a las instrucciones para suspender a la sección nº 12 (...) (que concluye) promoviendo la formación de una nueva Asociación que integre a los elementos disidentes de España, Suiza y Londres. Así pues, no contentos con hacer caso omiso de la autoridad conferida al Consejo general por el Congreso, y en vez de postergar la exposición de sus quejas, tal y como preveen los Estatutos, hasta hoy, estos individuos se dedican a formar una nueva sociedad, en abierta ruptura con la Internacional”.

“Le Moussu quiere llamar la atención del Congreso, sobre la coincidencia que existe entre los ataques del Boletín de la Federación del Jura contra el Consejo general y sus miembros, y los lanzados por su publicación hermana ‘La Federación’, editada por los Sres. Vesinier y Landeck. Esta publicación ha sido denunciada como ‘portavoz’ de la policía, y sus editores expulsados de la Sociedad de refugiados de la Comuna en Londres, por ser, precisamente, agentes de la policía. Sus falacias pretenden desprestigiar a los miembros de la Comuna que están en el Consejo general, presentándolos como admiradores del régimen de Bonaparte, mientras que, sobre los restantes miembros, estos miserables siguen insinuando que son agentes de Bismarck. ¡Como si los verdaderos agentes de Bonaparte y Bismarck no fueran quienes, como es el caso de algunos ‘plumíferos’ de distintas federaciones, se arrastran ante los sabuesos de todos los gobiernos, para insultar a los verdaderos héroes del proletariado! Por todo ello, yo les digo a esos viles difamadores: vosotros sois los peores secuaces de las policías de Bismarck, Bonaparte y Thiers” (pp. 50-51). Respecto a los vínculos entre la Alianza y Landeck: “Dereure informó al Congreso que, apenas una hora antes, Alerini le había dicho ser íntimo amigo de Landeck, a quien se le conocía en Londres como espía de la policía” (p. 472).

También el parasitismo alemán, es decir los lassalleanos que habían sido expulsados de la Asociación para la educación de los obreros alemanes de Londres, se sumaron a esta red internacional del parasitismo, a través del mencionado Consejo universal federalista de Londres, en el que participaban junto a otros enemigos del movimiento obrero tales como los masones radicales franceses, y los mazzinistas de Italia.

“El partido bakuninista de Alemania era la Asociación general de obreros alemanes, dirigida por Schweitzer, quien, finalmente, fue desenmascarado como agente de la policía” (Intervención de Hepner, p. 160). El Congreso mostró, del mismo modo, la colaboración existente entre los bakuninistas suizos y los reformistas británicos de la Federación británica que dirigía Hales.

En realidad, junto a la infiltración y la manipulación de sectas degeneradas que, en el pasado, habían pertenecido a la clase obrera, la burguesía puso también en marcha sus propias organizaciones, con las que enfrentarse a la Internacional. Tal fue el caso de los “filadelfianos” y los mazzinistas residentes en Londres, que ya intentaron hacerse con el control del Consejo general, pero fueron derrotados al ser destituidos sus miembros del subcomité del Consejo general en septiembre de 1865.

“El principal enemigo de los “filadelfianos”, el hombre que impidió que hicieran de la Internacional un centro de sus actividades, fue Karl Marx” (Nicolaevsky, Las sociedades secretas y la Primera internacional, traducido del inglés por nosotros). Es más que probable, como afirma Nicolaevsky, que existieran vínculos directos entre este medio y los bakuninistas, pues éstos se identificaban abiertamente con los métodos y la organización de la francmasonería.

La actividad destructiva de este medio, tuvo su continuidad en las provocaciones terroristas de la sociedad secreta de Felix Pyatt (la Comuna republicana revolucionaria). Este grupo que había sido expulsado y condenado públicamente por la Internacional, continuó actuando en su nombre y atacando constantemente al Consejo general.

En Italia, por ejemplo, la burguesía puso en marcha la Societa universale dei razionalisti que, bajo la dirección de Stefanoni, se dedicó a atacar a la Internacional en dicho país. Su prensa publicó las calumnias de Vogt y los lassalleanos alemanes contra Marx, y defendió ardientemente a la Alianza de Bakunin.

El objetivo de toda esta red de falsos revolucionarios no era otro que “difamar a los miembros de la Internacional, como hace la prensa burguesa, a la que ellos mismos inspiran. Y, para mayor ver­güenza, lo hacen apelando a la unidad de los trabajadores” (Intervención de Duval, p. 99).

Todo ello explica que la preocupación central de las intervenciones de Marx en este congreso fuera, precisamente, la necesidad vital de defender a la organización de tales ataques.

Esa vigilancia y determinación debe igualmente guiarnos hoy, frente a ataques parecidos.

“Quien se sonría cuando mencionamos la existencia de secciones policiales, debería saber que tales secciones han sido creadas en Francia, Austria, y otros países. De Austria nos ha llegado una petición al Consejo general, para que no se reconozca ninguna sección que no haya sido formada por delegados del Consejo general o por organizaciones locales. Vesinier y sus camaradas, recientemente expulsados del grupo de los refugiados franceses, son evidentemente partidarios de la Federación del Jura (...) Individuos como Vésinier, Landeck y otros, forman, así creo, primero un Consejo federal, luego una Federación y las secciones, y los agentes de Bismarck pueden hacer otro tanto. Razón por la cual, el Consejo general debe tener el derecho de disolver o suspender un Consejo federal o una Federación. (...) En Austria, unos cuantos energúmenos, ultrarradicales y provocadores, formaron secciones destinadas a desprestigiar a la AIT. En Francia, el jefe de la policía formó una sección” (pp. 154-155).

“Ya hubo un caso en que tuvimos que suspender un Consejo federal en Nueva York. Puede que, en otros países, sociedades secretas consigan influenciar a consejos federales, y entonces deberán ser igualmente suspendidos. No podemos permitir la facilidad con la que Vesinier, Landeck y un confidente de la policía alemana, han podido libremente formar federaciones. El Sr. Thiers se ha convertido en el servidor de todos los gobiernos contra la Internacional, y el Consejo debe tener los poderes para erradicar a todos estos elementos corrosivos (...) Vuestras expresiones de ansiedad no son más que un ardid, porque pertenecéis a esas sociedades que actúan en secreto y son de lo más autoritarias” (pp. 47 y 45).

En la cuarta y última parte de esta serie, volveremos a tratar la cuestión de Bakunin, el aventurero político, sacando lecciones generales de la historia del movimiento obrero.

Kr


 

[1] Actas y Documentos del Congreso de La Haya, ed. Progreso, Moscú. Estas Actas son retomadas de las Actas del Congreso escritas en francés por Benjamin Le Moussu (proscrito de la Comuna de París y miembro del Consejo general desde el 5 de septiembre de 1871) retraducidas del ruso y traducidas del inglés por nosotros. Serán señaladas a lo largo del artículo por la referencia de página

 

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