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1993 - 72 a 75

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Revista internacional n° 72 - 1er trimestre de 1993

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sumario

Situación internacional - Encrucijada

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Situación internacional

Encrucijada

Desde Somalia a Angola, desde Venezuela a Yugoslavia, entre hambrunas y matanzas, entre golpes de Estado y guerras «civiles», el torbellino de la descomposición acelerada de todos los engranajes de la sociedad capitalista provoca cada día más estragos. Por todas partes, no sólo la prosperidad y la libertad prometidas no llegan nunca, sino que, además, el capitalismo instala su hierro y su fuego, desata el militarismo, reduce a las masas de la inmensa mayoría de la población mundial a la desesperación, a la miseria y a la muerte, y lleva a cabo ataques masivos contra las condiciones de existencia del proletariado en los grandes centros urbanos e industrializados.

Caos, mentiras y guerra imperialista

El llamado «nuevo orden mundial» es en realidad el caos generalizado. Esto están obligados a reconocerlo hasta los más acérrimos defensores del orden imperante. Incluso, al no poder ocultar el deterioro actual, los diarios, las radios y televisiones de todos los países, todos esos voceros de las clases dominantes, se han puesto ahora a rivalizar en «poner al desnudo» la realidad. Escándalos políticos, genocidios étnicos, deportaciones, represiones y persecuciones raciales, pogromos y catástrofes de toda índole, epidemias y hambrunas, de todo hay. Pero, evidentemente, esos acontecimientos tristemente reales, no nos los van a explicar por lo que son en sus raíces, o sea, consecuencia de la crisis mundial del capitalismo([1]), sino que son presentados cual fatalidad imparable.

Cuando la propaganda muestra las hambrunas en Somalia, las matanzas de la «purificación étnica» en la ex Yugoslavia, las deportaciones y torturas a las poblaciones en las repúblicas del Sur de la ex URSS, los chanchullos de políticos y demás, está dando cuenta de la realidad de la descomposición actual. Pero lo hacen sin establecer la más mínima relación entre esos fenómenos, inoculando así un sentimiento de impotencia, entorpeciendo la toma de conciencia de que es el modo de producción capitalista en su conjunto el responsable de la situación, en todos sus aspectos más corruptos, y que, en primera fila, se encuentran las burguesías de los grandes países.

La descomposición es el resultado del bloqueo de todos los engranajes de la sociedad: la crisis general de la economía mundial, abierta hace ya 25 años y la ausencia de la menor perspectiva de solución de esa crisis. Las grandes potencias, que, con el derrumbamiento del estalinismo, pretendían abrir una «era de paz y de prosperidad» para el capitalismo, se ven en realidad arrastradas cada una por sus intereses de una forma desordenada, lo cual a la vez nutre e incrementa la disgregación social tanto dentro de cada país como internacionalmente.

En el plano interior de los países industrializados, las burguesías nacionales se esfuerzan por contener las expresiones de la descomposición, a la vez que las utilizan para reforzar la autoridad del Estado([2]). Eso es lo que hizo la burguesía de EEUU durante las revueltas de Los Ángeles de la primavera del 92: se permitió el lujo de controlar su explosión y extensión([3]). Eso también lo está haciendo la burguesía alemana, la cual, desde el otoño, está desarrollando una campaña sobre la «caza de extranjeros». La burguesía alemana controla los acontecimientos, cuando no los provoca bajo mano, para así hacer pasar las medidas de reforzamiento del «control de la emigración», o sea su propia «caza a los extranjeros». Intenta encuadrar a la población en general y a la clase obrera en particular, en la política del Estado, mediante el montaje de manifestaciones en defensa de la «democracia».

En el plano internacional, desde que desapareció la disciplina del bloque occidental, impuesta frente al bloque imperialista ruso, con la aceleración de la crisis que los golpea de lleno, en el corazón de la economía mundial, los países industrializados son cada vez menos «aliados». Se ven arrastrados a un enfrentamiento encarnizado entre sus intereses capitalistas e imperialistas opuestos. No van hacia no se sabe qué «paz». Están, en realidad, afilando sus tensiones militares.

Somalia: preludio a intervenciones más difíciles

Desde hace año y medio, Alemania ha andado echando leña al fuego en Yugoslavia, rompiendo el statu quo que aseguraba el dominio americano en el Mediterráneo, con su apoyo a una Eslovenia y a una Croacia «independientes». Estados Unidos intenta, desde el inicio del conflicto, frenar la extensión de una zona de influencia dominada por Alemania. Después de haber apoyado veladamente a Serbia, saboteando las «iniciativas europeas» que habrían consagrado el debilitamiento relativo de su hegemonía, los Estados Unidos han acelerado la cadencia.

La intervención militar norteamericana no aportará la «paz» a Somalia, como tampoco atajará las hambres que tantos estragos están causando en ese país como en tantos otros, en una de las regiones más desheredadas del mundo. Somalia no es sino un campo de entrenamiento de operaciones militares de mayor envergadura que los Estados Unidos están preparando y que están dirigidas en primer término contra las grandes potencias que pudieran poner en entredicho su supremacía en el escenario mundial, y en primer término, Alemania.

La «acción humanitaria» de las grandes potencias no es más que un pretexto para «ocultar los sórdidos intereses imperialistas que fundamentan su acción y por los cuales se pelean. Para cubrir, pues, con una cortina de humo su propia responsabilidad en la barbarie actual y justificar nuevas escaladas»([4]). En el raid de las fuerzas armadas estadounidenses en Somalia la miseria es lo de menos, el hambre y las matanzas que abruman a ese país les importa un rábano, del mismo modo que en la Guerra del Golfo de hace dos años, guerra en la que el destino de las poblaciones locales no contaba para nada, cuya situación, por otra parte, no ha hecho más que empeorar desde esa primera «victoria» del «nuevo orden mundial».

Desde hace dos años se ha ido relajando la disciplina impuesta a todos por la «coalición» bajo la batuta norteamericana en la guerra del Golfo. Estados Unidos tiene cada día más dificultades para mantener su «orden mundial», orden que se parece cada vez más a un gallinero. Ahogada por el agotamiento y la quiebra de partes enteras de su economía, la burguesía estadounidense necesita de una nueva ofensiva de amplitud, que deje de nuevo bien clara su superioridad militar para así poder seguir imponiendo sus dictados a sus antiguos «aliados».

La primera fase de esta ofensiva consiste para los norteamericanos en darle un buen palo a las pretensiones del imperialismo francés, imponiendo un control total de las operaciones en Somalia, dejando a las tropas francesas de Yibuti el papel de extra de la película sin ninguna función de importancia en Mogadiscio. Esta primera fase no es, sin embargo, más un primer round de preparación comparada con las necesidades de la intervención en la ex Yugoslavia, en Bosnia, intervención que tendrá que ser masiva para ser eficaz como así lo han declarado desde el verano de 1992 los jefes de Estado mayor de los ejércitos estadounidenses, especialmente Colin Powell, uno de los jefes de la guerra del Golfo([5]). Aunque el cuerno de África es, por su situación geográfica, una zona estratégica de gran interés, la amplitud de la operación de los USA([6]) y su masiva publicidad, van sobre todo a servir para justificar y preparar operaciones más importantes, en los Balcanes, en Europa, que sigue siendo la clave de todo lo que se juega en el enfrentamiento imperialista, como lo han demostrado las dos guerras mundiales.

EEUU no tiene el objetivo de machacar a Somalia bajo una marea de bombas como hizo en Irak([7]), pero tampoco harán nada para que cesen las matanzas y atajar el hambre en la región. Su objetivo es primero intentar restablecer una imagen de «guerra limpia», necesaria para obtener la suficiente adhesión de la población para otras intervenciones difíciles, costosas y duraderas. En segundo lugar, intenta dar un aviso a la burguesía francesa, y por detrás de ésta, a la alemana y a la japonesa, sobre la determinación de los Estados Unidos en mantener su liderazgo. Por último, la operación en Somalia, prevista desde hace tiempo ya, sirve, como cualquier otra acción de «mantenimiento del orden» para reforzar los preparativos de guerra, y, más concretamente, el despliegue de la acción militar norteamericana en Europa.

Por algo la alianza franco-alemana exige, a través, por ejemplo, del presidente de la comisión de la CEE, Delors, que participen más tropas de los países de Europa en Yugoslavia, no para restablecer la paz como pretenden sino para estar presentes militarmente en el terreno frente a las iniciativas estadounidenses. Alemania, por primera vez desde la Segunda Guerra mundial, envía 1500 soldados fuera de sus fronteras. De hecho, so pretexto de «hacer llegar víveres» a Somalia, es un primer paso hacia una participación directa en los conflictos. Y es un mensaje a Estados Unidos sobre la voluntad de Alemania de que estará militarmente presente en el campo de batalla ex yugoslavo. Es una nueva etapa que la confrontación va a franquear, en especial en el plano militar, pero también en todos los aspectos de la política capitalista. La elección de Clinton en EEUU no modificará las principales opciones de la estrategia de la burguesía norteamericana; y además expresa los cambios que se están produciendo en la situación mundial.

Clinton: una política más dura

En 1991, unos meses después de la «victoria» de la «tempestad del desierto», pese a la baja de popularidad debida a la agravación de la crisis en EEUU, el futuro de Bush era una reelección sin problemas. Ha ganado finalmente Clinton, al haberse granjeado poco a poco el apoyo de fracciones de peso de la burguesía americana, el de medios de comunicación influyentes en particular y gracias también al sabotaje deliberado de la campaña de Bush por la candidatura de Perot. Ésta fue relanzada una segunda vez directamente contra Bush. Con las revelaciones del escándalo del «Irakgate»([8]), con las acusaciones a Bush, ante miles de televidentes, de haber animado a Irak a invadir Kuwait, la burguesía de EEUU le hacía entender al vencedor de la «tempestad del desierto» qué salida le quedaba: la puerta de la calle. El resultado relativamente confortable de Clinton frente a Bush, ha plasmado la voluntad de cambio ampliamente mayoritario en el seno de la burguesía americana.

Lo primero que decidió a la burguesía americana, después algunas vacilaciones, a dejar de lado su discurso ideológico basado en un liberalismo incapaz de atajar el declive económico y, lo que es peor, visto como responsable de éste, fue precisamente la amplitud de la catástrofe económica. Con la recesión abierta desde 1991, la burguesía se ha visto obligada a sentenciar la quiebra de tal ultraliberalismo, inadaptado para justificar la intervención creciente del Estado, necesaria para proteger los restos de un aparato productivo y financiero que está haciendo aguas por todas partes. En su gran mayoría se ha adherido al discurso sobre la necesidad de «más Estado» que Clinton propone, que se adapta mejor a la realidad de la situación que el discurso de Bush, basado en la continuidad de la «reaganomics»([9]).

En segundo lugar, la administración Bush no ha logrado mantener la iniciativa de EEUU en el ruedo mundial. Sí pudo, durante la guerra del Golfo, hacer la unanimidad en torno al papel incuestionado de superpotencia militar mundial desempeñado en el montaje y ejecución de esa guerra; pero, desde entonces, esa unanimidad se ha ido desmoronando sin haber podido encontrar los medios para organizar otra intervención tan espectacular y eficaz para imponerse frente a los rivales potenciales de EEUU.

En Yugoslavia, en un momento en que, ya en verano del 92, los Estados Unidos habían previsto una intervención aérea en Bosnia, los europeos les metieron la zancadilla. El viaje «sorpresa» de Mitterrand a Sarajevo permitió dar al traste con la campaña «humanitaria» norteamericana que estaba entonces sirviendo para preparar los bombardeos. Además, el inextricable ovillo de fracciones armadas y la geografía de la región hacen mucho más peligrosa cualquier operación militar, disminuyendo especialmente la eficacia de la aviación, pieza clave del ejército americano. La administración Bush no pudo desplegar los medios necesarios. Y aunque se montó una nueva acción en Irak, neutralizando una parte del espacio aéreo del país, tal acción no le dio la ocasión de hacer una nueva demostración de fuerza, al no haber caído esta vez Sadam Husein en la provocación.

Al perder las elecciones, Bush ha servido de chivo expiatorio de los reveses de la política de EEUU, tanto del balance económico más que alarmante como del mediano balance en el liderazgo militar mundial. Señalado como responsable, Bush rinde un último servicio al permitir que se oculte el hecho de que no puede existir una política diferente y que es el sistema mismo el que está definitivamente carcomido. Lo que es más, para una burguesía enfrentada a una «opinión pública» desilusionada por los resultados económicos y sociales desastrosos de los años 80 y más que escéptica sobre el «nuevo orden mundial», la alternancia con Clinton, tras doce años de Partido republicano, da oxígeno a la credibilidad de la «democracia» norteamericana.

Y en cuanto a asumir el incremento de intervenciones militares, la burguesía puede confiar plenamente en el Partido demócrata, el cual tiene en ello una experiencia todavía mayor que la del Partido republicano, pues fue aquél el que gobernaba el país antes y durante la Segunda Guerra mundial, el que desencadenó y llevó a cabo la guerra de Vietnam, el que relanzó la política de armamento con Carter a finales de los años 70.

Con Clinton, la burguesía de EEUU intenta encarar la encrucijada, primero frente la crisis económica y, para mantener su liderazgo mundial en el terreno imperialista mundial, frente a la tendencia a la formación de un bloque rival encabezado por Alemania.

La abortada « Europa del 93 »

Tras el hundimiento del bloque del Este, los diferentes acuerdos e instituciones que garantizaban cierto grado de unidad entre los diferentes países de Europa se basaban, debajo del «paraguas» de EEUU, en un interés común de esos países contra la amenaza del bloque imperialista ruso. Con la desaparición de esa amenaza, la «unidad europea» perdió sus cimientos y la famosa «Europa del 93» está resultando un aborto.

En lugar de la «unión económica y monetaria», de la que el Tratado de Maastricht iba a ser una epata decisiva, que agruparía primero a todos los países de la «Comunidad económica europea», para luego integrar a otros, lo que se vislumbra en el horizonte es una «Europa a dos velocidades». Por un lado, la alianza de Francia y Alemania, hacia la que se inclinan España, Bélgica, en parte Italia, alianza que presiona para que se tomen medidas con las que contrarrestar la competencia americana y japonesa, y está intentando librarse de la tutela militar americana([10]). Por otro lado, los demás países, con Gran Bretaña en cabeza, Holanda también, que se resisten al auge del poderío de Alemania en Europa, apostando por la alianza con Estados Unidos, país que, por su parte, está dispuesto a oponerse por todos los medios a que surja un bloque rival.

Entre conferencias y cumbres europeas, entre ratificaciones parlamentarias y referendos, no está dibujándose ni mucho menos esa gran unidad y armonía entre las burguesías nacionales de los diferentes países de Europa. A lo que sí asistimos es a un férreo pulso cada día más duro a causa de la necesidad de escoger entre la alianza con Estados Unidos, que siguen siendo la primera potencia mundial, y su challenger, Alemania, y todo ello con el telón de fondo de una crisis económica sin precedentes y una descomposición social que empiezan a hacer notar sus desastrosas consecuencias en el meollo mismo de los países desarrollados. Y por mucho que ese pulso tenga las apariencias de un reto entre «democracias» apegadas al método del «diálogo» para «encontrar terrenos de entendimiento», la guerra carnicera en la ex Yugoslavia, alimentada por el enfrentamiento entre las grandes potencias por detrás de las rivalidades entre los nuevos Estados «independientes»([11]), nos da ya una primera idea de la mentira de la «unidad» de las «grandes democracias» y de la barbarie de que son capaces para defender sus intereses imperialistas([12]). No sólo continúa la guerra en Bosnia, sino que corre el riesgo de alcanzar a Kosovo y a Macedonia en donde la población también se verá arrastrada por el torbellino de la barbarie.

Europa, a donde confluyen las rivalidades entre las principales potencias, es un continente evidentemente central en la tendencia a la formación de un bloque alemán, y la ex Yugoslavia es su «laboratorio» militar europeo. Pero es el planeta entero el escenario de las tensiones entre los nuevos polos imperialistas, tensiones alimentadas por los conflictos armados en el Tercer mundo y en el ex bloque soviético.

La multiplicación de los «conflictos locales»

Tras el desmoronamiento del antiguo «orden mundial», no sólo no han cesado los antiguos conflictos locales, como atestigua la situación en Afganistán o en Kurdistán por ejemplo, sino que además surgen otras nuevas «guerras civiles» entre fracciones locales de la burguesía, obligadas antes a colaborar por un mismo interés nacional. Sin embargo, el estallido de nuevos focos de tensión no queda nunca limitado a lo estrictamente local. Cualquier conflicto atrae inmediatamente la codicia de fracciones de la burguesía de países vecinos y, en nombre de las étnias, de disputas fronterizas, por querellas religiosas, aduciendo el «peligro de desorden» o con cualquier otro pretexto, desde el más pequeño sátrapa local hasta las grandes potencias, todos van corriendo a meterse en la espiral del enfrentamiento armado. La menor guerra «civil» o «local» desemboca inevitablemente en enfrentamiento entre grandes potencias.

No todas las tensiones se deben en su origen a los intereses de esas grandes potencias capitalistas. Pero éstas, por la imparable «lógica» misma de la guerra capitalista, acaban siempre metiéndose en ellas, aunque sólo sea por impedir que lo hagan sus competidores y marcar puntos que pudieran tener su importancia en la relación de fuerzas general.

Así, los Estados Unidos intervienen o siguen de cerca situaciones «locales» que pueden servir sus intereses frente a rivales potenciales. En África, en Liberia, la guerra, al principio entre bandas rivales, se ha transformado hoy en punta de lanza de la ofensiva estadounidense para acabar con la presencia francesa en sus «cotos de caza» que son Mauritania, Senegal y Costa de Marfil. En América del Sur, Estados Unidos ha mantenido una apacible neutralidad durante el intento de golpe de Estado en Venezuela contra Carlos Andrés Pérez, amigo de Mitterrand, González y del difunto Willy Brandt, miembros todos ellos de la Internacional socialista, y favorable al mantenimiento de la influencia de Francia, España y de Alemania. En Asia, EEUU se interesa muy de cerca por la política prochina de los Jemeres rojos, haciéndolo todo por mantener a China en su órbita antes que verla meterse en el juego de Japón.

Las grandes potencias se inmiscuyen también en enfrentamientos entre subimperialismos regionales que, por su situación geográfica, su dimensión y el armamento nuclear que poseen, pesan peligrosamente en la balanza de la relación de fuerzas imperialistas del mundo. Así ocurre con el subcontinente indio, en donde impera una situación desastrosa que acarrea todo tipo de rivalidades dentro de cada país entre fracciones de la burguesía, como lo atestiguan las recientes masacres de musulmanes en India. Esas rivalidades se han visto agudizadas por la permanente confrontación entre India y Pakistán, apoyando éste a los musulmanes de India, fomentando ésta la rebelión contra el gobierno pakistaní en Cachemira. La desaparición de las antiguas alianzas internacionales de India con la URSS y de Pakistán con China y USA, ha llevado a este último país, no ya a calmar los conflictos sino a correr el riesgo de alimentarlos.

Las grandes potencias se van aspiradas también por conflictos nuevos que, en un principio, ni deseaban ni han fomentado. En los países del Este, en el territorio de la ex URSS especialmente, las tensiones entre las repúblicas no han cesado de agravarse. Cada república se ve enfrentada a minorías nacionales que se proclaman «independientes» y forman milicias, recibiendo el apoyo abierto o solapado de otras repúblicas: los armenios de Azerbaiyán, los chechenos de Rusia, los rusos de Moldavia y Ucrania, las facciones de la guerra «civil» en Georgia, y un largo etcétera. A las grandes potencias les repugna el inmiscuirse en el barrizal de esas situaciones locales, pero el hecho de que otras potencias secundarias, como Turquía, Irán o Pakistán miren codiciosamente hacia esas zonas de la antigua URSS, o el hecho de que hoy sea la misma Rusia la que se está desgarrando en medio de una lucha feroz entre «conservadores» y «reformistas», todo eso está abriendo las puertas a la extensión de los conflictos.

Ante la descomposición que agudiza las contradicciones, engendra rivalidades y conflictos, las fracciones de la burguesía, desde las más pequeñas hasta las más poderosas, sólo tienen una respuesta: el militarismo y las guerras.

Guerra y crisis

Se han hundido los regímenes capitalistas de tipo estalinista, surgidos tras la contrarrevolución de los años 20-30 en Rusia, que habían instaurado una forma rígida y totalmente militarizada de capitalismo. Los burócratas de ayer han dado una nueva mano de pintura a su nacionalismo de siempre con la fraseología de la «independencia» y de la «democracia». Lo único que pueden ofrecer, hoy como ayer, es corrupción, gangsterismo y guerra.

En el proceso de desmoronamiento del sistema capitalista, les toca ahora hundirse a los regímenes capitalistas de tipo occidental, los que pretendían haber dado la prueba, gracias a su supremacía económica, de la «victoria del capitalismo»: freno sin precedentes de las economías, purga drástica de los beneficios, desempleo por millones de obreros y empleados, degradación en constante aumento de las condiciones de trabajo, alojamiento, educación, salud y seguridad.

Pero en estos países, contrariamente al del llamado Tercer mundo, o al del ex bloque del Este, el proletariado no está dispuesto a soportar sin reacción las consecuencias dramáticas de ese hundimiento para sus condiciones de vida, como así lo ha demostrado la formidable expresión de cólera de la clase obrera en Italia en otoño del 92.

Hacia una reanudación de las luchas de la clase obrera

Después de tres años de pasividad, las manifestaciones, los paros y las huelgas de cientos de miles de obreros y empleados en Italia, en otoño de 1992, han sido las primeras señales de un cambio de considerable importancia. La clase obrera respondió ante los ataques más brutales desde la Segunda Guerra mundial. En todos los sectores y en todas las regiones, durante algunas semanas, la clase obrera ha recordado que la crisis económica mide a todos los obreros por el mismo rasero atacando por todas partes sus condiciones de existencia; ha recordado, sobre todo, que todos juntos, por encima de las divisiones que el capitalismo impone, los obreros son la fuerza social que puede oponerse a las consecuencias de la crisis.

Las iniciativas obreras en las huelgas, la participación masiva en las manifestaciones de protesta contra el plan de austeridad del gobierno, y la bronca contra los sindicatos oficiales que apoyaban ese plan, han demostrado una capacidad de respuesta intacta por parte de los proletarios. Aunque la burguesía haya guardado la iniciativa y el movimiento masivo del principio se haya ido deshilachando después, es ya una experiencia de las primeras luchas importantes de los obreros desde 1989 en los países industrializados, es el retorno de la combatividad obrera.

Los acontecimientos en Italia han sido una etapa para que la clase obrera, con su vuelta a la lucha, en el terreno común de la resistencia a la crisis, tome confianza en su capacidad para responder a los ataques del capitalismo, y abrir una perspectiva.

La ausencia de información sobre los acontecimientos en Italia, tan en contraste con la publicidad que tuvieron la «huelga» de los siderúrgicos, la «huelga» de los transportes, la «huelga» del sector público durante las grandes maniobras sindicales en la primavera de 1992 en Alemania([13]), es, en cierto modo, reveladora de lo que ha significado ese auténtico avance obrero en el movimiento de Italia. Cuando la burguesía alemana logró en la primavera pasada ahogar la más mínima iniciativa obrera, sus maniobras obtuvieron espacios abiertos en todos los medios de comunicación de la clase dominante de todos los países. En otoño, la burguesía italiana obtuvo, gracias al black-out de esa misma propaganda, el apoyo de la burguesía internacional, ya que podía esperarse y temer la reacción de los obreros a las medidas de austeridad, que el Estado italiano no podía postergar por más tiempo.

Ese movimiento ha sido un primer paso hacia la reanudación de la lucha de clases internacional. Italia es el país del mundo en donde el proletariado tiene mayor experiencia de luchas obreras y mayor desconfianza hacia los sindicatos, lo cual no es ni mucho menos lo que ocurre en otros países europeos. Por ello las reacciones obreras en otros países europeos o en EEUU no tendrán de entrada un carácter tan radical y masivo como en Italia.

En Italia mismo, por lo demás, el movimiento topó con sus límites. Por un lado, el rechazo masivo de los sindicatos por la mayoría de los obreros en ese movimiento, ha demostrado que, a pesar de la ruptura de los tres últimos y largos años, la experiencia antigua de la clase obrera de su enfrentamiento con los sindicatos no se ha perdido. Pero, por otro lado, la burguesía se esperaba ese rechazo. Y lo ha hecho todo por focalizar la cólera obrera en acciones espectaculares, contra los dirigentes sindicales, evitándose así una respuesta más amplia contra las medidas y el conjunto del aparato de Estado y de todos sus apéndices sindicales.

En lugar de haber tomado el control de la lucha en las asambleas generales, en las que, colectivamente, los obreros pueden decidir los objetivos y los medios de acción, los organismos «radicales», de tipo sindicalista de base, organizaron un desahogo del descontento. Con las piedras y las tuercas lanzadas a la cabeza de los dirigentes sindicaleros, los «basistas» mantenían la trampa de la falsa oposición entre el sindicalismo de base y los sindicatos oficiales, sembrando así la desorientación y quebrando la movilización masiva y la unidad, que es lo único que permite que se desarrolle una eficaz resistencia contra los ataques del Estado.

Las luchas obreras en Italia han significado una reanudación de la combatividad a la vez que han plasmado las dificultades que por todas partes se presentan ante la clase obrera, y, en primer término, el sindicalismo, oficial o de base, y el corporativismo.

El ambiente de desconcierto y de confusión que se respira en los medios obreros a causa de las campañas ideológicas sobre la «quiebra del comunismo», el final del marxismo, el final de la lucha de clases, sigue todavía presente. La combatividad es sólo la condición previa para salir de ese ambiente. La clase obrera deberá tomar conciencia de que su lucha exige un cuestionamiento general, de que a quien se enfrenta es al capitalismo como sistema mundial que domina el planeta, un sistema en crisis, portador de miseria, guerra y destrucción.

Hoy, empieza a desaparecer la pasividad ante esas promesas de «paz» de un capitalismo triunfante. La «tempestad del desierto» ha contribuido a desvelar las mentiras de esa «paz».

Poner al desnudo lo que significa la participación de los ejércitos de los grandes países «democráticos» en guerras como la de Somalia y en la ex Yugoslavia es menos evidente. Pretenden intervenir para «proteger a la población» y «acompañar la ayuda alimenticia». Sin embargo, la lluvia de ataques que está cayendo sobre las condiciones de vida de la clase obrera pondrá al desnudo los pretextos «humanitarios» para mandar tropas pertrechadas con las armas más sofisticadas, costosas y asesinas, y va a contribuir a hacer comprender la mentira «humanitaria» y la verdad de la labor de los ejércitos «democráticos», labor tan sucia como la de todas las cuadrillas, bandas, milicias y ejércitos de todo pelaje y convicción que aquéllos pretenden combatir.

En cuanto a la promesa de «prosperidad», la catástrofe y la aceleración sin precedentes de la crisis económica están haciendo añicos los últimos ejemplos-refugio donde las condiciones de vida han estado relativamente protegidas, en países como Alemania, Suecia o Suiza. El desempleo masivo se extiende ahora por sectores de mano de obra altamente cualificada, las menos afectadas hasta ahora, que vienen a unirse al tropel de los millones de desempleados en las áreas del mundo en donde el proletariado es más numeroso y está más concentrado.

El despertar de la lucha de clases en Italia del otoño de 1992 ha marcado una reanudación de la combatividad obrera. El desarrollo de la crisis, con el militarismo cada día más presente en el clima social de los países industrializados, va a servir para que las próximas luchas de importancia, que acabarán necesariamente por surgir, desemboquen en un desarrollo de la conciencia en la clase obrera de la necesidad de reforzar su unidad, y, junto con las organizaciones revolucionarias, forjar así su perspectiva hacia un verdadero comunismo.

OF

 

[1] Ver artículo sobre la crisis económica en este número.

[2] La burguesía lo intenta todo por atajar la descomposición que afecta a su orden social. Pero es una clase totalmente incapaz de destruir su causa profunda, puesto que es su propio sistema de explotación y de ganancia la raíz de tal descomposición. Sería como si quisiera cortar de raíz la rama en la que está encaramada.

[3] Véase Revista Internacional nº 71.

[4] Revista internacional nº 71. Como lo menciona el diario francés Libération del 9/12/92 : «Y ha sido así como, protegiéndose con el anonimato, un muy alto responsable de la misión de Naciones unidas en Somalia (Onusom) dio rienda suelta a su modo profundo de pensar: “La intervención norteamericana apesta a arrogancia. No han consultado a nadie. El desembarco ha sido preparado muy de antemano, lo humanitario sólo es un pretexto. Lo que aquí vienen a hacer, de hecho, es un test, del mismo modo que se prueba una vacuna en un animal, para probar su doctrina sobre cómo resolver futuros conflictos locales. Ahora bien, esta operación costará como los propios EEUU lo han reconocido, entre 400 y 600 millones de dólares en su primera fase. Con la mitad de esa cantidad, sin un solo soldado, devolveríamos su próspera estabilidad a Somalia”».

[5] Colin Powell se ha declarado contrario a la intervención en Yugoslavia en septiembre de 1992.

[6] Según fuentes próximas a Butros Ghali, secretario general de la ONU, las necesidades de intervención para llevar alimentos sería de 5 000 hombres. Los EEUU han desplazado a 30 000.

[7] Cerca de 500 000 muertos y heridos bajo los bom­bardeos.

[8] Ese escándalo así nombrado por analogía con el de Watergate, que hizo caer a Nixon, y el Irangate, que desestabilizó a Reagan, ha revelado, entre otras cosas, la importancia de la ayuda financiera otorgada por EEUU a Irak, a través de un banco italiano, en el año anterior a la guerra del Golfo, ayuda utilizada por Irak para desarrollar sus investigaciones e infraestructuras con vistas a dotarse del arma atómica...

[9] Ver artículo sobre la crisis.

[10] Recuérdese la formación de un cuerpo de ejército franco-alemán así como el proyecto de formación de una fuerza naval italo-franco-española.

[11] Sobre la guerra en Yugoslavia y la responsabilidad de las grandes potencias, léanse los nº 70 y 71 de la Revista Internacional.

[12] En cuanto a los acuerdos económicos, en nada son una expresión de una verdadera cooperación, o de un entendimiento entre burguesías nacionales, de igual modo que la competencia económica no engendra mecáni­camente divergencias políticas y militares. Antes del hundimiento del bloque del Este, EEUU y Alemania eran ya serios competidores en lo económico, lo cual no les impedía ser perfectos aliados en el terreno político y militar. La URSS nunca fue un competidor serio de EEUU en el plano económico y sin embargo su rivalidad militar hizo que, durante cuarenta años, se cerniera sobre el planeta la amenaza de destrucción. Hoy, Alemania puede muy bien entablar acuerdos económicos con Gran Bretaña, en el marco europeo, incluso a veces contra los intereses de Francia, ello no impide que Gran Bretaña y Alemania estén en total oposición en el plano político y militar, mientras que Francia y Alemania hacen la misma política.

[13] Ver Revista internacional nº 70.

Crisis económica mundial - ¿Un poco más de Estado?

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Crisis económica mundial

¿Un poco más de Estado?

En lugar de vivir el «relanzamiento» tan cacareado, la economía mundial sigue hundiéndose en el marasmo. En el corazón del mundo industrializado, los estragos del capitalismo en crisis se plasman en millones de nuevos desempleados y en la degradación acelerada de las condiciones de vida de los proletarios que disponen todavía de un trabajo. Eso sí, ahora nos anuncian «novedades». Ante la impotencia de las antiguas recetas para relanzar la actividad productiva, los gobiernos de los grandes países industrializados (Clinton, en cabeza) han proclamado una «novísima» doctrina: el retorno a «más Estado». «Grandes obras», financiadas por los Estados nacionales, ésa sería la nueva poción mágica que debería dar nuevo impulso a la destartalada máquina de explotación capitalista. ¿Qué hay detrás de ese cambio de discurso de los gobiernos occidentales? ¿Qué expectativas de éxito van a tener políticas tan «originales»?

a deberíamos estar en plena reanudación de la economía mundial. Eso es al menos lo que desde hace dos años nos han venido prometiendo los «expertos» para «dentro de seis meses» ([1]). Sin embargo, el año 1992 termina en una situación catastrófica. En el centro del sistema, en esa parte del globo que hasta ahora ha podido librarse relativamente, la economía de los primeros países golpeados por la recesión desde 1990 (Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá) no logran salir realmente de ella ([2]), mientras se hunden las economías de las demás potencias, Japón y países europeos.

Desde 1990, la cantidad de desempleados se ha incrementado en EEUU en tres millones y medio. Un millón y medio en Gran Bretaña. En este país, que está viviendo la recesión más larga y profunda desde los años 30, la cantidad de quiebras durante este año de 1992 ha aumentado un 40 %. Japón acaba de entrar «oficialmente» en recesión, por primera vez desde hace 18 años ([3]). Y lo mismo ocurre con Alemania, en donde Kohl acaba de reconocer, también «oficialmente», la recesión. Las previsiones del gobierno anuncian para 1993 un aumento de medio millón de parados, a la vez que se calcula que en la ex Alemania del Este, el 40 % de la población activa no dispone de un empleo estable.

Pero, dejando de lado las previsiones oficiales, las perspectivas para los años venideros quedan muy claras con las supresiones masivas de empleos anunciadas en sectores de tanta importancia como la siderurgia y el automóvil y en sectores tan avanzados como la informática y la aeronáutica. Eurofer, organismo responsable de la siderurgia en la CEE, anuncia la supresión de 50 000 empleos en ese sector en los tres próximos años. General Motors, primera empresa industrial del mundo, que ya había anunciado el cierre de 21 de sus fábricas, acaba de anunciar que esta cantidad va a ser de 25. IBM, gigante de la informática mundial, ya suprimió 20 000 empleos en 1991 y había anunciado 20 000 más para principios del 92 y dice ahora que serán, en realidad, 60 000. Todos los grandes constructores de aviones civiles anuncian despidos (Boeing, uno de los más afectados por la crisis, tiene prevista la supresión de 9000 empleos sólo durante 1992).

En todos los países ([4]), en todos los sectores, antiguos o punteros, industriales o de servicios, por todas partes, la realidad de la crisis se impone brutalmente. El capitalismo mundial está viviendo una recesión sin precedentes por su profundidad, su extensión geográfica y su duración. Una recesión que, como ya lo hemos desarrollado en estas columnas, es cualitativamente diferente a las cuatro que la precedieron desde finales de los 60. Una recesión que expresa sin lugar a dudas la incapacidad crónica del capitalismo para superar sus propias contradicciones históricas (incapacidad para crear mercados suficientes para dar salida a su propia producción), y además dificultades nuevas engendradas por los «remedios» empleados durante dos décadas de huida ciega en el crédito y el endeudamiento masivo ([5]).

El gobierno de EEUU lo ha hecho todo desde hace dos años para volver a relanzar la máquina económica aplicando la conocida política de dar facilidades de crédito bajando los tipos de interés. Los tipos de interés del Banco federal ya han bajado 20 veces, hasta llegar a una situación en la que, debido a la inflación, un banco privado puede pedir préstamos sin pagar casi intereses en términos reales. Y a pesar de semejantes «novedades», el electrocardiograma del crecimiento sigue tan liso como antes. El estado de endeudamiento de la economía de EEUU es tal que los préstamos «gratuitos» han sido utilizados por la banca privada y las empresas no ya para invertir sino para... reembolsar sus deudas anteriores ([6]).

Las perspectivas económicas nunca habían sido antes tan sombrías para el capitalismo. Nunca antes la impotencia había aparecido tan evidente. Los milagritos de la «Reaganomics» (así se ha llamado a la economía de la década de Reagan en EEUU), los malabarismos del retorno al capitalismo «puro», un capitalismo triunfante sobre las ruinas del «comunismo», están terminado en bancarrota total.

¿Más Estado?

Y mire Vd. por donde, el nuevo y juvenil candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos se saca de la manga una nueva solución para este país y para el mundo entero.

«La única solución para el presidente Clinton es la que él ha mencionado a grandes rasgos durante toda su campaña. O sea, relanzamiento de la economía mediante el aumento del gasto público en las infraestructuras (red viaria, puertos, puentes), la investigación y la educación. Así se crearán empleos. Y lo que es tan importante, esos gastos contribuirán a la aceleración del crecimiento de la productividad a largo plazo y de los salarios reales» (Lester Thurow, uno de los consejeros económicos más escuchados por el partido demócrata de EEUU) ([7]). Clinton promete que el Estado inyectará entre 30 y 40 mil millones de $ en la economía.

En Gran Bretaña, el conservador Major, enfrentado a las primicias de la reanudación de la combatividad obrera, enfrentado también él a la bancarrota económica, abandona del día a la mañana su catecismo liberal, «antiestatal» y se pone a entonar también el himno keynesiano anunciando una «estrategia para el crecimiento» y la inyección de 1500 millones de dólares. Le toca luego a Delors, presidente de la Comisión de la Comunidad europea, insistir en la necesidad de acompañar la nueva política con una fuerte dosis de «cooperación entre los Estados»: «Esta iniciativa de crecimiento no es un relanzamiento keynesiano clásico. No se trata únicamente de inyectar dinero en el circuito. Queremos sobre todo dar la señal de que ha llegado la hora de la cooperación entre Estados» ([8]).

El gobierno japonés, por su parte, decide hacer entrega de una ayuda masiva a los principales sectores de la economía (90 000 millones de $, o sea lo equivalente del 2,5 % del PIB).

¿De qué se trata en realidad?

La propaganda demócrata en EEUU, al igual que la de algunos partidos de izquierda de Europa, presentan la cosa como un cambio respecto a las políticas demasiado «liberales» de la época de la «reaganomics». Tras el «menos Estado», le tocaría ahora el turno a una mayor justicia dejando que la institución estatal, supuesta representante de «los intereses comunes de toda la nación» actúe más todavía.

En realidad se trata de la continuación de la tendencia, propia del capitalismo decadente, de recurrir a la fuerza del Estado para hacer que funcione la máquina económica, la cual, si se la dejara actuar por libre y espontáneamente, estaría condenada a la parálisis a causa de sus propias contradicciones internas.

Propagandas burguesas aparte, desde la Primera Guerra mundial, desde que la supervivencia de cada nación depende de su capacidad para hacerse un sitio por la fuerza en un mercado mundial ya definitivamente limitado, la economía capitalista no ha hecho otra cosa sino estatalizarse permanentemente. En el capitalismo decadente, la tendencia al capitalismo de Estado es una tendencia universal. Según los países, según los períodos históricos, esa tendencia se ha ido concretando con ritmos y formas más o menos agudas. Pero no ha cesado de progresar hasta el punto de hacer de la máquina estatal el corazón mismo de la vida social y económica de todas las naciones.

El militarismo alemán de principios de siglo, el estalinismo, el fascismo de los años 30, las grandes obras del New Deal en los Estados Unidos tras la depresión económica de 1929, o el Frente popular en Francia en la misma época son otras tantas manifestaciones de un mismo movimiento de estatificación de la vida social. Y esa tendencia no dejó de evolucionar tras la Segunda Guerra. Muy al contrario. Y la economía al estilo Reagan o Thatcher, que pretendían ser una vuelta al «capitalismo liberal», menos estatal, no han interrumpido, ni mucho menos, esa tendencia. El «milagro» de la reanudación americana durante los años 80 no se ha basado en otra cosa sino en un déficit duplicado del Estado y en el aumento espectacular de los gastos de armamento. Y es así como, a principios de los 90, después de tres presidencias republicanas, la deuda pública bruta representa cerca del 60 % del PIB estadounidense (a principios de los 80 era de 40 %). Ya sólo financiar esa deuda cuesta la mitad del ahorro nacional ([9]).

Las políticas de «desregulación» y de «privatizaciones», aplicadas durante los 80 en los países industrializados, no significan ni mucho menos que el Estado haya retrocedido en la gestión de la economía ([10]). Han servido sobre todo de justificación para reorientar las ayudas del Estado hacia sectores más competitivos, para eliminar empresas menos rentables mediante la reducción de subvenciones públicas y llevar a cabo una concentración impresionante de capitales, lo cual ha acarreado inevitablemente una creciente fusión, en lo que a gestión se refiere, entre el Estado y el gran capital «privado».

En lo social, esas políticas han facilitado el recurso a los despidos, la sistematización del trabajo precario así como la reducción de los gastos llamados «sociales». Al cabo de una década de «liberalismo antiestatal», el control del Estado sobre la vida económica no ha disminuido, sino que se ha reforzado haciéndose todavía más eficaz.

O sea que el actual «más Estado» no es, desde luego, un cambio sino un fortalecimiento de la tendencia.

¿En qué consiste entonces el cambio propuesto?

La economía capitalista acaba de vivir, a lo largo de los años 80, el mayor delirio especulativo de su historia. Ahora que se está deshinchando «la burbuja» que tal delirio ha engendrado, esa economía necesita que se aprieten las tuercas burocráticas para intentar limitar los efectos de la resaca especulativa ([11]).

Pero también necesita que los Estados recurran más todavía a la máquina de billetes. Puesto que el sistema financiero «privado» no puede seguir asegurando la expansión del crédito a causa de su exagerado endeudamiento y del desinflamiento de los valores especulativos adquiridos por ese sector, el Estado se propone relanzar la máquina inyectando dinero, creando un mercado artificial. El Estado compraría «infraestructuras: red viaria, puertos, puentes, etc.», lo cual orientaría la actividad económica hacia sectores más productivos que la especulación. Y el Estado pagaría esas infraestructuras con... papel, con la moneda emitida por los bancos centrales sin ninguna cobertura.

De hecho, la política de «grandes obras» que hoy se propone es, en gran medida, la que lleva aplicando Alemania desde hace dos años en su esfuerzo por «reconstruir» la ex RDA. Nos podemos hacer así una idea de las consecuencias de semejante política fijándonos en lo que ha ocurrido en ese país. Son significativas en dos ámbitos: el de la inflación y el del comercio exterior. En 1989, Alemania federal tenía una de las tasas de inflación más bajas del mundo, en cabeza de los países industrializados. Hoy, la inflación en Alemania es la más alta de los siete grandes ([12]), exceptuando Italia. Hace dos años, la RFA tenía el mayor excedente comercial del mundo, superando incluso a Japón. Hoy se ha ido derritiendo bajo el peso de sus importaciones, incrementadas en un 50 %.

Y el ejemplo de Alemania es el de una de las economías más poderosas y, financieramente «sanas» del planeta ([13]). O sea que en países como EEUU, en especial, la misma política va a tener, a corto, a medio y al plazo que sea, efectos mucho más estragadores ([14]). El déficit del Estado y el déficit comercial, esas dos enfermedades crónicas de la economía norteamericana desde hace dos décadas, han alcanzado cotas mucho más altas que en Alemania. Aunque esos déficits son relativamente inferiores hoy a los del principio de las políticas «reaganianas», aumentarlos tendría repercusiones dramáticas no sólo para EEUU sino para toda la economía mundial, en especial en inflación y en aumento de la anarquía en los tipos de cambio de las monedas. Por otro lado, la fragilidad del aparato financiero norteamericano es tal que un aumento de los déficits estatales puede acabar de hundirlo del todo. Pues ha sido, en efecto, el Estado quien se ha hecho cargo sistemáticamente de las bancarrotas cada día más importantes y numerosas de las cajas de ahorro y de los bancos, incapaces de reembolsar sus deudas. Al relanzar una política de déficits del Estado, el gobierno va a debilitar el último y ya débil garantizador de un orden financiero que todo el mundo sabe que está resquebrajado por todas partes.

¿Mayor cooperación entre los Estados?

No es por casualidad si Delors ha expresado tantas veces su deseo de que esas políticas de grandes obras vengan acompañadas de una mayor «cooperación entre los Estados». Como lo ha demostrado la experiencia alemana, unos nuevos gastos del Estado acarrean inevitablemente un incremento de las importaciones y por tanto, una agravación de los desequilibrios comerciales. Durante los años 30, las políticas de grandes obras vinieron acompañadas de un brusco reforzamiento del proteccionismo, llegando incluso hasta la autarquía de la Alemania hitleriana. Ningún país tiene ganas de que aumenten sus déficits para relanzar la economía de sus vecinos y competidores. El lenguaje del presidente electo, Clinton, y de sus consejeros exigiendo un poderoso reforzamiento del proteccionismo americano es de lo más explícito al respecto.

El llamamiento de Delors es un deseo piadoso. Ante la agravación de la crisis económica mundial lo que está al orden del día, no es una mayor «cooperación entre Estados», sino, al contrario, la guerra de todos contra todos. Todas las políticas de cooperación, construidas en principio para establecer alianzas parciales para ser más capaces de enfrentar a otros competidores, chocan permanentemente contra fuerzas centrífugas internas. De esto son testimonio las convulsiones crecientes que desgarran la CEE y de las que la reciente explosión del Sistema monetario europeo ha sido una espectacular expresión. Lo mismo ocurre con las tensiones en el Tratado de libre cambio entre EEUU, Canadá y México o los abortados intentos de marcado común entre los países del cono Sur o de los países del «Pacto andino» en América del Sur.

El proteccionismo no ha cesado de propagarse a lo largo de los años 80. Por muchos discursos sobre «la libre circulación de las mercancías» principio en el que el capitalismo occidental defiende como más alta expresión de los «derechos humanos» (los humanos... burgueses, se supone), las trabas al comercio mundial no han cesado de multiplicarse ([15]). La guerra despiadada que enfrenta a las grandes potencias comerciales, y de las «negociaciones» del GATT no son sino un botón de muestra, no va a atenuarse sino todo lo contrario. Las tendencias al capitalismo de Estado van a fortalecerse y agudizarse estimuladas por las políticas de «grandes obras».

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*   *

Los gobiernos, claro está, no van a quedarse de brazos cruzados ante la situación catastrófica de su economía. Mientras el proletariado no haya logrado destruir para siempre el poder político de la burguesía mundial, ésta gestionará de un modo u otro la máquina de explotación capitalista por muy decadente que ésta sea, por muy descompuesta que esté. Las clases explotadoras no se suicidan. Pero las «soluciones» que encuentren tendrán inevitablemente dos características de primera importancia. La primera es que no les queda más remedio que recurrir cada día más a la acción del Estado, fuerza organizada del poder de la clase dominante, única capaz de imponer por la violencia la supervivencia de los mecanismos que espontáneamente tienden a la parálisis y a la autodestrucción. Ése es el «más Estado» que hoy proponen. La segunda característica es que esas «soluciones» siempre conllevan una parte, cada día mayor, de aberración y de absurdo. Y es así como hoy podemos ver a las diferentes fracciones del capital mundial enfrentarse en las negociaciones del GATT, agrupadas en torno a sus Estados respectivos, para decidir cuántas hectáreas de tierras cultivables deberán quedar baldías en Europa. Ésta es la «solución» al problema de «sobreproducción» agrícola que han encontrado, mientras, en el mismo momento, en todas las pantallas del mundo y a todas horas, nos muestran una de las tantas hambrunas que están asolando a las gentes africanas, la de Somalia, y todo ello por las necesidades de su indecente propaganda guerrera.

Durante décadas, las ideologías estalinistas y «socialistas» han inculcado entre los trabajadores la mentira de que la estatificación de la economía era sinónimo de mejora de la condición obrera. El Estado en una sociedad capitalista sólo puede ser el Estado del capital, el Estado de los capitalistas, sean éstos ricos propietarios o grandes burócratas. El inevitable reforzamiento del Estado que hoy nos anuncian no aportará nada a los proletarios, si no es más miseria, más represión y más guerras.

RV 

 

[1] En diciembre de 1991, podía leerse en el nº 50 de Perspectivas económicas de la OCDE: «Cada país debería comprobar cómo su demanda progresa ya que una expansión comparable tendrá lugar más o menos simultáneamente en los demás países: una reanudación del comercio mundial está despuntando... la aceleración de la actividad debería confirmarse en la primavera de 1992... Esta evolución traerá consigo un crecimiento progresivo del empleo y una reanudación de las inversiones de las empresas...». Cabe señalar que ya en esas fechas, los mismos «expertos» habían tenido que hacer constar que «el crecimiento de la actividad en la zona de la OCDE en el segundo semestre de 1991 aparece más floja de lo que había previsto el Perspectivas económicas de julio...».

[2] Los pocos signos de reanudación que han aparecido hasta ahora en los Estados Unidos son muy frágiles, y aparecen más como un freno momentáneo de la caída, efecto de los esfuerzos desesperados de Bush durante la campaña electoral, que como anuncio de un verdadero cambio de tendencia.

[3] La definición técnica de entrada en recesión, según los criterios estadounidenses, es de dos trimestres consecutivos de crecimiento negativo del PIB (Producto Interior Bruto: el conjunto de la producción, incluidos los salarios de la burocracia estatal supuesta productora de lo equivalente de su salario). En el 2o y 3er trimestres de 1992, el PIB japonés bajó 0,2 y 0,4 %. Pero, durante ese mismo período, la caída de la producción industrial con relación al año anterior fue de 6 %.

[4] No vamos a recordar aquí la evolución de la situación en los países del llamado Tercer mundo cuyas economías no han cesado de desmoronarse desde principios de los 80. Son, sin embargo, significativos algunos elementos de lo que ha sido la evolución en los países que antes se denominaban «comunistas» (o sea, para que nos entendamos, se trata de los países en los que dominaba la forma estalinista de capitalismo de Estado), esos países que han accedido a una «economía de mercado» que los iba a hacer prósperos, transformándolos en pingues mercados para las economías occidentales. La dislocación de la ex URSS ha venido acompañada de un desastre económico sin igual en la historia. A finales de este año de 1992, la cantidad de desempleados alcanza ya los 10 millones y la inflación avanza a un ritmo anual de 14 000 %. Sin comentarios. En cuanto a los demás países de Europa del Este, sus economías están todas en recesión y el más adelantado de ellos, Hungría, el primero en iniciar «las reformas capitalistas» y que con más facilidad debía ya estar disfrutando del maná del liberalismo, está siendo zarandeado por un terremoto de quiebras. La tasa de desempleo ya ha alcanzado oficialmente el 11 % y está previsto que se duplique de aquí a finales del año que viene. En cuanto al último bastión del pretendido «socialismo real», Cuba, la producción industrial ha descendido a la mitad de la de 1989. Únicamente China parece una excepción: partiendo de un nivel bajísimo (la producción industrial de la China popular es apenas superior a la de Bélgica) está conociendo ahora tasas de crecimiento relativamente altas debidas a la expansión de las «áreas abiertas a la economía capitalista» en las que se están consumiendo a toda máquina las masas de créditos que en ellas invierte Japón.

Los cuatro dragoncitos «capitalistas» de Asia (Corea el Sur, Taiwan, Hongkong y Singapur), por su parte, empiezan a comprobar que sus crecimientos excepcionales están bajando a su vez.

[5] Ver, en especial, «Una recesión peor que las anteriores» y «Catástrofe económica en el corazón del mundo capitalista» en Revista internacional, nº 70 y 71.

[6] La deuda total de la economía de EEUU (Gobierno, más empresas, más particulares) equivale a más de dos años de producción nacional.

[7] Del diario francés le Monde, 17/11/92.

[8] Del diario francés Libération, 24/11/92.

[9] Hablando concretamente, el desarrollo de la deuda pública, fenómeno que ha marcado esta década, quiere decir que el Estado toma a su cargo la responsabilidad de proporcionar una renta regular, una parte de la plusvalía social, en forma de intereses, a una cantidad creciente de capitales que se invierten en «Bonos del Tesoro». Eso quiere decir que una cantidad creciente de capitalistas saca sus rentas no ya de los resultados de la explotación de las empresas que le pertenecen sino de los impuestos que el Estado extrae.

Cabe señalar que en la CEE, el monto de la deuda pública, en porcentaje del PIB, es superior al de Estados Unidos (62 %).

[10] Incluso desde un enfoque puramente cuantitativo, si se mide el peso del Estado en la economía por el porcentaje que representan las administraciones públicas en el producto interior bruto, esa tasa es más alta a principios de los años 90 que lo era a principios de los 80. Cuando salió elegido Reagan, esa cifra era de unos 32 % y ahora que Bush deja la presidencia ya supera el 37 %.

[11] Las quiebras de cajas de ahorro y de bancos norteamericanos, las dificultades de los bancos japoneses, el hundimiento de la bolsa de Tokio (equivalente ya hoy al krach de 1929), la quiebra de una cantidad creciente de compañías gestoras de capitales en la bolsa, etc., son las primeras consecuencias directas de la resaca tras el delirio especulativo. Únicamente los Estados pueden pretender hacer frente a los desastres financieros resultantes.

[12] Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña y Canadá.

[13] Además, el gobierno ha financiado el déficit del Estado recurriendo a préstamos internacionales a la vez que se esforzaba en mantener controlada la inflación limitando, con cada vez menos eficacia, el incremento de la masa monetaria y manteniendo tipos de interés muy altos.

[14] En países como Italia, España o Bélgica, la deuda del Estado ha alcanzado tales cotas (más del 100 % del PIB en Italia, 120 % en Bélgica) que semejantes políticas son impensables.

[15] Esas trabas al comercio no se concretan en aranceles, sino claramente en restricciones: cuotas de importaciones, acuerdos de autorestricción, leyes «anti-dumping», reglamentos sobre calidad de los productos, etc., «...la parte de los intercambios que provoca medidas no arancelarias se ha incrementado no sólo en EEUU sino también en la Comunidad europea, bloques que representan juntos cerca del 75 % de las importaciones de la zona OCDE (excepto combustibles)» (OCDE, Progreso de la reforma estructural: visión de conjunto, 1992).

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [1]

V - 1848: el comunismo como programa político

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Los dos artículos previos de esta serie([1]), se han centrado en gran medida en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, porque son un rico filón de material sobre los problemas del trabajo alienado y sobre los objetivos finales del comunismo, tal y como Marx los veía cuando se adhirió por primera vez al movimiento proletario. Pero aunque Marx ya en 1843 había identificado el proletariado moderno como el agente de la transformación comunista, los Manuscritos todavía no son precisos respecto al movimiento práctico social que conducirá de la sociedad de la alienación a la auténtica comunidad humana mundial. Este desarrollo fundamental en el pensamiento de Marx, surgió de la convergencia de dos elementos vitales: la elaboración del método materialista histórico y la abierta politización del proyecto comunista.

El movimiento real de la historia

Los Manuscritos ya contienen varias reflexiones sobre las diferencias entre feudalismo y capitalismo, pero en algunas partes, presentan una cierta imagen estática de la sociedad capitalista. El capital, y sus alienaciones asociadas, a veces aparecen en el texto descritos tal y como existen, pero sin ninguna explicación de su génesis. Como resultado, el actual proceso de hundimiento del capitalismo también queda bastante nebuloso. Pero apenas un año después, en La ideología alemana, Marx y Engels habían expuesto una visión coherente de las bases prácticas y objetivas del movimiento de la historia (y así de las distintas etapas en la alienación de la humanidad). La historia se presentaba ahora claramente como una sucesión de modos de producción, de la comunidad tribal, pasando por la sociedad de la antigüedad, hasta el feudalismo y el capitalismo; y el elemento dinámico en este movimiento no eran las ideas o los sentimientos de los hombres sobre ellos sí mismos, sino la producción material de las necesidades vitales:

«... debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen, para “hacer historia”, en condiciones de poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, alojarse bajo un techo, vestirse y algunas cosas más. El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los medios indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir, la producción de la vida material misma...» (La ideología alemana, Pág. 28, Ed. Grijalbo, Barcelona 1972).

Esta simple verdad era la base para comprender el cambio de un tipo de sociedad a otra, para comprender que «... un determinado modo de producción o una determinada fase industrial, lleva siempre aparejado un determinado modo de cooperación o una determinada fase social, modo de cooperación que es, a su vez, una “fuerza productiva”; que la suma de las fuerzas productivas accesibles al hombre condiciona el estado social y que, por tanto, la “historia de la humanidad” debe estudiarse y elaborarse siempre en conexión con la historia de la industria y el intercambio» (ídem, Pág. 30).

Desde este punto de vista, las ideas y la lucha entre las ideas, la política, la moral y la religión cesan de ser factores determinantes en el desarrollo histórico:
«Totalmente al contrario de lo que ocurre en la filosofía alemana, que desciende del cielo sobre la tierra, aquí se asciende de la tierra al cielo. Es decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida... No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia» (ídem, Pág. 26).

En el punto final de este vasto movimiento histórico, La ideología alemana apunta que el capitalismo, como los anteriores modos de producción, está condenado a desaparecer, no por sus deficiencias morales, sino porque sus contradicciones internas lo empujan a su autodestrucción, y porque ha hecho surgir una clase capaz de reemplazarlo por una forma más alta de organización social:
«En el desarrollo de las fuerzas productivas se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las relaciones existentes, sólo pueden ser fuente de males, que no son ya tales fuerzas de producción, sino más bien fuerzas de destrucción (maquinaria y dinero); y, lo que se halla íntimamente relacionado con ello, surge una clase condenada a soportar todos los inconvenientes de la sociedad sin gozar de sus ventajas, que se ve expulsada de la sociedad y a colocarse en la más resuelta contraposición a todas las demás clases; una clase que forma la mayoría de todos los miembros de la sociedad y de la que nace la conciencia de que es necesaria una revolución radical, la conciencia comunista...» (ídem, Pág.81).

Como resultado, en completo contraste con todas las visiones utopistas, que veían el comunismo como un ideal estático que no guardaba relación con el proceso real de la evolución histórica: «Para nosotros el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual» (ídem, Pág. 37).

Habiendo establecido este cuadro y método general, Marx y Engels podían entonces proceder a un examen más detallado de las contradicciones específicas de la sociedad capitalista. De nuevo aquí, la crítica de la economía burguesa contenida en los Manuscritos había proporcionado mucho del trabajo de base para esto y Marx tuvo que volver a ellos una y otra vez. Pero el desarrollo del concepto de plusvalía marcó un paso decisivo, puesto que hizo posible enraizar la denuncia de la alienación capitalista en los más contundentes hechos económicos, en las cuentas de la explotación diaria. Este concepto preocupó a Marx en la mayoría de sus obras posteriores (Grundrisse, Capital, teorías de la plusvalía), que contenían importantes clarificaciones sobre el tema –en particular la distinción entre trabajo y fuerza de trabajo. Sin embargo lo esencial del concepto ya se señalaba en la Miseria de la filosofía y Trabajo asalariado y capital, escritos en 1847.

Los escritos posteriores también fueron para estudiar más profundamente la relación entre la extracción y la realización de la plusvalía, y las crisis periódicas de sobreproducción que sacudían hasta los cimientos la sociedad capitalista cada diez años o así. Pero Engels ya había comprendido el significado de las «crisis comerciales» en su Crítica de la economía política en 1844, y había convencido rápidamente a Marx de la necesidad de entenderlas como precursoras del hundimiento capitalista -la manifestación concreta de las contradicciones insolubles del capitalismo.

La elaboración del programa: la formación de la Liga de los comunistas

Puesto que ahora se había entendido el comunismo como un movimiento y no meramente como un objetivo -específicamente como el movimiento de la lucha de la clase proletaria-, sólo podía desarrollarse como un programa práctico por la emancipación del salariado -como un programa político revolucionario. Incluso antes de que hubiese adoptado una posición comunista, Marx rechazaba a todos esos intelectualillos «críticos» que se negaban a ensuciarse las manos con las sórdidas realidades de la lucha política. Como declaraba en su carta a Ruge en septiembre de 1843, «... de forma que nada nos impide ligar nuestra crítica a la crítica política, a la participación política y, consecuentemente, a las luchas políticas, e identificarnos con ellas». Y de hecho, la necesidad de comprometerse en luchas políticas para conseguir una transformación social completa estaba embebida en la propia naturaleza de la revolución proletaria: «No digáis que el movimiento social excluye el movimiento político» escribía Marx en su polémica con el «anti-político» Proudhon: «No existe jamás un movimiento político que al mismo tiempo no sea social. Solamente en un orden de cosas en el cual no existan clases ni antagonismos de clases las evoluciones sociales dejarán de ser revoluciones políticas» (Miseria de la filosofía, Pág. 245, ED Aguilar, Madrid, 1979).

Dicho de otra forma, el proletariado se diferenciaba de la burguesía en que, en tanto que clase desposeída y explotada, no podía construir las bases económicas de la nueva sociedad dentro de la cáscara de la vieja. La revolución que pondría fin a todas las formas de dominación de clase, sólo podía empezar como un asalto político al viejo orden; su primer acto tendría que ser la toma del poder político por la clase desposeída, que, sobre esa base, procedería a las transformaciones económicas y sociales que condujeran a la sociedad sin clases.

Pero la definición precisa del programa político de la revolución comunista no se hizo espontáneamente: tuvo que elaborarse por los elementos más avanzados del proletariado, que se habían organizado en distintas agrupaciones comunistas. Así, en los años 1845-48, Marx y Engels se implicaron incesantemente en la construcción de esa organización. En este tema, su posición de nuevo estaba dictada por su reconocimiento de la necesidad de insertarse en un «movimiento real» ya existente. Por eso, en vez de construir una organización de la nada, buscaron integrarse en las corrientes proletarias más avanzadas con el propósito de ganarlas a una concepción más científica del proyecto comunista. Concretamente esto les llevó a un grupo compuesto principalmente de trabajadores alemanes exilados: la Liga de los Justos. Para Marx y Engels, la importancia de este grupo estaba en que, a diferencia de las corrientes del «socialismo» de las clases medias, la Liga era una expresión real del proletariado combativo. Formada en París, en 1836, había estado conectada estrechamente con la «Société des Saisons» de Blanqui y había participado junto con ella en el fracasado alzamiento de 1839. Por tanto era una organización que reconocía la realidad de la guerra de clases y la necesidad de una batalla revolucionaria violenta por el poder. A decir verdad, junto con Blanqui, tendía a ver la revolución en términos conspirativos, como el acto de una minoría determinada, y su propia naturaleza de sociedad secreta reflejaba tales concepciones. También estuvo influenciada, especialmente a principios de los 40, por las concepciones semimesiánicas de Wilhelm Weitling.

Pero la Liga también había mostrado una capacidad de desarrollo teórico. Uno de los efectos de su carácter «de emigrados» fue confirmarla, en palabras de Engels, como «el primer movimiento internacional de obreros de todos los tiempos». Esto significaba que estaba abierta a los desarrollos internacionales más importantes de la lucha de clases. En la década de los 40 del siglo pasado, el principal centro de la Liga había emigrado a Londres, y a través de su contacto con el movimiento Cartista, sus miembros dirigentes habían empezado a alejarse de sus viejas concepciones conspirativas y a avanzar hacia una concepción de la lucha proletaria como un movimiento masivo, autoconsciente y organizado, donde los obreros industriales jugaban un papel clave.

Los conceptos de Marx y Engels cayeron así en suelo fértil en la Liga, aunque no sin un duro combate contra las influencias de Blanqui y Weitling. Pero en 1847, la Liga de los Justos se había convertido en la Liga de los Comunistas. Había cambiado su estructura organizativa de una secta conspirativa a una organización centralizada con estatutos claramente definidos y que funcionaba por comités elegidos. Y había delegado a Marx la tarea de esbozar la plataforma de principios políticos de la organización -el documento conocido como Manifiesto del Partido comunista([2]), publicado primero en alemán, en Londres en 1848, justo antes del estallido de la revolución de febrero en Francia.

El Manifiesto del Partido comunista

La ascendencia y caída de la burguesía

El Manifiesto del Partido comunista, junto con su primer esbozo, Los principios del comunismo, representa la primera exposición global del comunismo científico. Aunque escrito para una audiencia de masas, en un tono apasionado y de agitación, nunca resulta superficial o vulgar. Realmente vale la pena reexaminarlo continuamente, porque condensa en relativamente pocas páginas las líneas generales del pensamiento marxista sobre una serie de cuestiones interconectadas.

La primera parte del texto esboza la nueva teoría de la historia anunciada desde el mismo comienzo con la famosa frase: «La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases»([3]). Brevemente expone los diversos cambios en las relaciones de clase, la evolución desde la antigüedad al feudalismo y a la sociedad capitalista, para mostrar que «La burguesía moderna, como vemos, es por sí misma fruto de un largo proceso de desarrollo, de una serie de revoluciones en el modo de producción y de cambio». Renunciando a cualquier condena moral abstracta de la emergencia de la explotación capitalista, el texto enfatiza el papel eminentemente revolucionario de la burguesía por lo que concierne a la obra de barrer las viejas formas de sociedad, parroquiales, estrechas y rígidas, y reemplazarlas con el modo de producción más dinámico y expansivo jamás visto; un modo de producción que, al conquistar y unificar el mundo tan rápidamente, al poner en marcha inmensas fuerzas de producción, ponía los cimientos para una forma superior de sociedad que acabara finalmente con los antagonismos de clase. Igualmente desprovista de subjetivismo es la identificación que hace el texto de las contradicciones internas que conducirán al hundimiento del capitalismo.

Por una parte la crisis económica: «Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esa sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. Desde hace algunas décadas, la historia de la industria y el comercio no es más que la historia de la rebelión de las fuerzas productivas modernas contra las actuales relaciones de producción, contra las relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su dominación. Basta mencionar las crisis comerciales que, con su retorno periódico, plantean, en forma cada vez más amenazante, la cuestión de la existencia de toda la sociedad burguesa. Durante cada crisis comercial, se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la sociedad; la epidemia de la sobreproducción. La sociedad se encuentra súbitamente retrotraída a un estado de barbarie momentánea; diríase que el hambre, que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo esto ¿por qué?. Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio» (Manifiesto del Partido comunista, Marx/Engels, Obras escogidas, I, ED Akal, Madrid 1975, Págs. 27-28).

En los Principios del comunismo, se plantea que la tendencia innata del capitalismo a crisis de sobreproducción, no sólo indica el camino de su autodestrucción, sino que explica porqué al mismo tiempo, pone las condiciones para el comunismo, en el que «... en lugar de producir la miseria, la sobreproducción por encima de las necesidades más inmediatas de la sociedad asegurará la satisfacción de las necesidades de todos...» (Principios del comunismo, OME-9, Obras de Marx y Engels, ED Grijalbo, Barcelona 1978, Pág. 16).

Para el Manifiesto, las crisis de sobreproducción son por supuesto las crisis cíclicas que puntuaron la totalidad del período ascendente del capitalismo. Pero aunque el texto reconocía que esas crisis todavía podían superarse «por la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos» (ídem, Pág. 28), también tiende a esbozar la conclusión de que las relaciones burguesas ya se han convertido en una traba permanente para el desarrollo de las fuerzas productivas –en otras palabras, que la sociedad capitalista ya ha cumplido su misión histórica y ha entrado en su época de declive. Inmediatamente después del pasaje que describe las crisis periódicas, el texto continúa: «Las fuerzas productivas de que dispone la sociedad no sirven ya al desarrollo de la civilización burguesa y de las relaciones de propiedad burguesas; por el contrario, resultan ya demasiado poderosas para estas relaciones, que constituyen un obstáculo para su desarrollo... Las relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su seno» (ídem, Pág. 28).

Esta estimación del estado alcanzado por la sociedad burguesa, no es consistente con otras formulaciones del Manifiesto, especialmente las nociones tácticas que aparecen al final del texto. Pero tuvo una influencia muy importante en las expectativas y las intervenciones de la minoría comunista durante los grandes levantamientos de 1848, que se veían como los precursores de una revolución proletaria inminente. Únicamente después, al hacer un balance de estos levantamientos, Marx y Engels revisaron la idea de que el capitalismo ya había alcanzado los límites de su curva ascendente. Pero ya volveremos sobre este asunto en un artículo subsiguiente.

Los sepultureros de la burguesía

«Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios» (Pág. 28).

Aquí está en resumidas cuentas la segunda contradicción fundamental que conduce a la destrucción de la sociedad capitalista: la contradicción entre capital y trabajo. Y, en continuidad con el análisis materialista de la dinámica de la sociedad burguesa, el Manifiesto continúa esbozando la evolución histórica de la lucha de clase del proletariado, desde sus mismos orígenes hasta el presente y el futuro.

Hace la crónica de las etapas mayores en este proceso: la respuesta inicial al ascenso de la industria moderna, cuando los obreros aún estaban dispersos en pequeños talleres, y frecuentemente «... no se contentan con dirigir sus ataques contra las relaciones burguesas de producción, y los dirigen contra los mismos instrumentos de producción...»; el desarrollo de una organización de clase para la defensa de los intereses inmediatos de los trabajadores (Trade Unions), que ponía las condiciones para que la clase se homogeneizara y unificara; la participación de los trabajadores en las luchas de la burguesía contra el absolutismo, que proveían al proletariado de una educación política y de esa forma, de «armas para combatir a la burguesía»; el desarrollo de una lucha política proletaria diferenciada, dirigida al principio a reivindicar reformas como la ley de la jornada de 10 horas, pero que gradualmente iba asumiendo la forma de un desafío político a los mismos cimientos de la sociedad burguesa.

El Manifiesto sostiene que la situación revolucionaria se producirá porque las contradicciones económicas del capitalismo habrán alcanzado un punto de paroxismo, un punto en el que la burguesía ya no puede siquiera «asegurar a su esclavo la existencia, ni siquiera dentro del marco de la esclavitud, porque se ve obligada a dejarle decaer hasta el punto de tener que mantenerle, en lugar de ser mantenida por él» (Pág. 34). Al mismo tiempo, el texto prevee una incesante polarización de la sociedad entre una pequeña minoría de explotadores y una creciente mayoría de proletarios depauperados: «Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado» (Pág. 22), puesto que el desarrollo del capitalismo empuja cada vez más a la pequeña burguesía, al campesinado e incluso a parte de la propia burguesía a las filas del proletariado. La revolución es por tanto resultado de esta combinación de miseria económica y polarización social.

De nuevo el Manifiesto a veces deja entrever que esta gran simplificación de la sociedad ya se ha cumplido; que el proletariado ya es la abrumadora mayoría de la población. De hecho, cuando se escribió el texto, éste era el caso sólo para un país (Gran Bretaña). Y puesto que, como hemos visto, el texto deja traslucir igualmente la idea de que el capitalismo ya había alcanzado su apogeo, tiende a dar la impresión de que la confrontación final entre las «dos grandes clases» está realmente muy próxima. Considerando la evolución actual del capitalismo, esto estaba bien lejos de ser cierto. Pero a pesar de eso, el Manifiesto es una obra extraordinariamente profética. Sólo unos pocos meses después de su publicación, el desarrollo de una crisis económica global había engendrado una serie de levantamientos revolucionarios por toda Europa. Y aunque muchos de esos movimientos eran más el último aliento del combate de la burguesía contra el absolutismo feudal, que las primeras escaramuzas de la revolución proletaria, el proletariado de París, al hacer su propio alzamiento políticamente independiente contra la burguesía, demostró en la práctica todos los argumentos del Manifiesto sobre la naturaleza revolucionaria de la clase obrera como la negación viva de la sociedad capitalista. Del carácter profético del Manifiesto es testimonio la solidez fundamental, no tanto de los pronósticos inmediatos de Marx y Engels, sino del método general histórico con el que analizaron la realidad social. Y por esto es por lo que, contrariamente a todas las afirmaciones arrogantes de la burguesía sobre que la historia habría probado lo equivocado que estaba Marx, el Manifiesto comunista no pasa de moda.

De la dictadura del proletariado a la extinción del Estado

El Manifiesto plantea así, que el proletariado se ve empujado hacia la revolución por el azote de la miseria económica creciente. Como hemos señalado, el primer acto de esa revolución sería la toma del poder político por el proletariado. El proletariado tiene que constituirse en clase dirigente para llevar a cabo su programa social y económico.

El Manifiesto contempla explícitamente esta revolución como «el derrocamiento violento de la burguesía» (pag. 33), la culminación de «una guerra civil más o menos oculta» (ídem). Sin embargo, inevitablemente, los detalles sobre la forma en que la clase obrera derrocará a la burguesía, quedan vagos, puesto que el texto fue escrito antes de la primera aparición de la clase como una fuerza independientemente. El texto habla de que el proletariado tendrá que ganar la «batalla de la democracia»; los Principios dicen que la revolución «instaurará un ordenamiento estatal democrático y, con ello, directa o indirectamente, el dominio político del proletariado» (op. cit., Pág. 13). Si consideramos algunos de los escritos de Marx sobre los cartistas, o sobre la república burguesa, se puede ver que, incluso después de la experiencia de las revoluciones de 1848, aún sostenía la posibilidad de que el proletariado llegara al poder por el sufragio universal y el proceso parlamentario (por ejemplo en su artículo sobre los Cartistas en la New York Daily Tribune del 25 de agosto de 1852, donde Marx sostiene que el derecho al sufragio universal en Inglaterra significaría «la supremacía política de la clase obrera»). A su vez esto abría la puerta a especulaciones sobre una conquista totalmente pacífica del poder, al menos en algunos países. Como veremos, a esas especulaciones se agarrarían después los pacifistas y los reformistas en el movimiento obrero durante la última parte del siglo pasado, para justificar todo tipo de licencias ideológicas. Sin embargo, las líneas principales del pensamiento de Marx fueron en una dirección muy diferente después de la experiencia de 1848, y sobre todo, de la experiencia de la Comuna de París de 1871, que demostraron la necesidad de que el proletariado creara sus propios órganos de poder político y destruyera el Estado burgués en lugar de conquistarlo, tanto da que fuera violenta o «democráticamente». Realmente, en las últimas introducciones de Engels al Manifiesto, esta fue la alteración más importante que la experiencia histórica había aportado al programa comunista: «... dadas las experiencias, primero, de la revolución de Febrero, y después, en mayor grado aún, de la Comuna de París, que eleva por primera vez al proletariado, durante dos meses, al poder político, este programa ha envejecido en algunos de sus puntos. La Comuna ha demostrado, sobre todo, que “la clase obrera no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en marcha para sus propios fines”« (op. cit., Pág. 14).

Pero lo que sigue siendo válido en el Manifiesto es la afirmación de la naturaleza violenta de la toma del poder y de la necesidad que tiene la clase obrera de establecer su propia dominación política – «la dictadura del proletariado» como se refiere en otros escritos del mismo período.

La misma validez tiene hoy día la perspectiva de extinción del Estado. Desde sus primeros escritos como comunista, Marx había destacado que la verdadera emancipación de la humanidad no podía restringirse a la esfera política. «La emancipación política» había sido el mayor logro de la revolución burguesa, pero para el proletariado, esta «emancipación» sólo significaba una nueva forma de opresión. Para la clase explotada, la política era sólo un medio de llegar a un fin, a saber, la total emancipación social. El poder político y el Estado sólo eran necesarios en una sociedad dividida en clases; puesto que el proletariado no tenía ningún interés en constituirse como una nueva clase explotadora, sino que se veía abocado a luchar por la abolición de todas las divisiones de clase, se desprendía que el advenimiento del comunismo significaba el fin de la política como una esfera particular y el fin del Estado. Como plantea el Manifiesto:

«Una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados, el Poder público perderá su carácter político. El Poder político, hablando propiamente, es la violencia organizada de una clase para la opresión de otra. Si en la lucha contra la burguesía el proletariado se constituye indefectiblemente en clase; si mediante la revolución se convierte en clase dominante y, en cuanto clase dominante, suprime por la fuerza las viejas relaciones de producción, suprime al mismo tiempo que estas relaciones de producción las condiciones para la existencia del antagonismo de clase y de las clases en general, y, por tanto, su propia dominación como clase» (Pág. 43).

El carácter internacional de la revolución proletaria

La frase «una vasta asociación del conjunto de la nación» suscita una cuestión aquí: el Manifiesto ¿sostiene la posibilidad de la revolución, o incluso del comunismo en un solo país? Ciertamente es verdad que hay frases ambiguas aquí y allá en el texto; por ejemplo, cuando dice que «por cuanto el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués». Hoy la amarga experiencia histórica ha mostrado que sólo hay un significado burgués del término nacional, y que el proletariado por su parte es la negación de todas las naciones. Pero ésta es sobre todo la experiencia de la época de decadencia del capitalismo, cuando el nacionalismo y las luchas de liberación nacional han perdido el carácter progresivo que pudieron tener en los días de Marx, cuando el proletariado aún podía apoyar ciertos movimientos nacionales que eran parte de la lucha contra el absolutismo feudal y otros vestigios reaccionarios del pasado. En general, Marx y Engels fueron claros respecto a que tales movimientos eran de carácter burgués, pero inevitablemente se colaron ambigüedades en su lenguaje y su pensamiento, porque en ese período, la incompatibilidad total de los intereses nacionales y los intereses de clase, todavía no estaba en primer plano.

Dicho esto, la esencia del Manifiesto está contenida, no en la frase anterior, sino en la que la precede en el texto: «Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen»; y en las palabras finales del texto: «Trabajadores de todos los países, ¡uníos!». De manera similar, el Manifiesto insiste en que «...la acción común del proletariado, al menos el de los países civilizados, es una de las primeras condiciones de su emancipación» (pag. 40).

Los Principios son incluso más explícitos sobre esto:
«19ª P[regunta]: ¿Podrá producirse esta revolución en un solo país?
«R[espuesta]: No. Ya por el mero hecho de haber creado el mercado mundial, la gran industria ha establecido una vinculación mutua tal entre trodos los pueblos de la tierra, y en especial entre los civilizados, que cada pueblo individual depende de cuanto ocurra en el otro. Además ha equiparado a tal punto el desarrollo social en todos los países civilizados, que en todos esos países la burguesía y el proletariado se han convertido en las dos clases decisivas de la sociedad, que la lucha entre ambas se ha convertido en la lucha principal del momento. Por ello, la revolución comunista no será una revolución meramente nacional, sino una revolución que transcurrirá en todos los países civilizados en forma simultánea, es decir, cuando menos, en Inglaterra, Norteamérica, Francia y Alemania... Es una revolución universal y por ello se desarrollará también en un terreno universal» (op. cit., Pág. 15). Desde el principio pues, la revolución proletaria se vio como una revolución internacional. La idea de que el comunismo, o incluso la toma revolucionaria del poder, podría llegar a ser realidad dentro de los confines de un único país, estaba tan lejos de las mentes de Marx y Engels, como lo estaba de las mentes de los bolcheviques que condujeron la revolución de Octubre de 1917, y de las fracciones internacionalistas que dirigieron la resistencia a la contra-revolución estalinista, contrarrevolución que se autodefinió a sí misma precisamente en la monstruosa teoría del «socialismo en un solo país».

El comunismo y el camino que conduce a él

Como hemos visto en previos artículos, la corriente marxista fue bastante clara desde sus orígenes sobre las características de la sociedad comunista completamente desarrollada por la que luchaba. El Manifiesto la define breve, pero significativamente en el párrafo que sigue al que habla de la extinción del Estado: «En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos». Así pues, el comunismo no es solo una sociedad sin clases y sin Estado: también es una sociedad que ha superado (y esto no tiene precedentes en toda la historia humana hasta ahora) el conflicto entre las necesidades sociales y las necesidades del individuo, y que dedica conscientemente sus recursos al desarrollo ilimitado de todos sus miembros -todo esto es claramente un eco de las reflexiones sobre la naturaleza de la actividad genuinamente libre, que aparecían en los escritos de 1844 y 1845. Los pasajes del Manifiesto que ajustan cuentas a las objeciones de la burguesía al comunismo, también dejan claro que el comunismo significa el fin, no solo del trabajo asalariado, sino de todas las formas de compraventa. La misma sección insiste en que la familia burguesa, que caracteriza como una forma de prostitución legalizada, también está condenada a desaparecer.

Los Principios del comunismo ocupan más espacio que el Manifiesto para definir otros aspectos de la nueva sociedad. Por ejemplo, enfatizan que el comunismo reemplazará la anarquía de las fuerzas del mercado con la gestión de las fuerzas productivas de la humanidad «según un plan resultante de los medios existentes y de las necesidades de toda la sociedad» (op. cit., Pág. 16). Al mismo tiempo, el texto desarrolla el tema de que la abolición de las clases será posible en un futuro porque el comunismo será una sociedad de abundancia: «... mejoras y desarrollos científicos ya efectuados, tomarán un impulso completamente nuevo y pondrán a disposición de la sociedad una cantidad totalmente suficiente de productos. De esta manera, la sociedad elaborará suficiente cantidad de productos como para poder disponer la distribución de tal suerte que se satisfagan las necesidades de todos sus miembros. De ese modo se tornará superflua la división de la sociedad en clases diferentes, opuestas entre sí» (Pág. 16).

Por consiguiente, si el comunismo se dedica al «libre desarrollo de todos», tiene que ser una sociedad que ha abolido la división del trabajo que conocemos: «La explotación colectiva de la producción no puede efectuarse mediante personas como las actuales, cada una de las cuales se halla subordinada a un único ramo de la producción, está encadenada a él, es explotada por él, cada una de las cuales sólo ha desarrollado una sola de sus facultades a expensas de todas las demás, únicamente conoce un solo ramo, o sólo una subdivisión de un ramo de la producción global... La industria explotada colectiva y planificadamente por toda la sociedad, presupone en última instancia, seres humanos cuyas facultades se hayan desarrollado en todas las facetas, que estén en condiciones de poseer una visión panorámica de todo el sistema de la producción» (Pág. 17).

Otra división que tiene que ser liquidada es la que existe entre la ciudad y el campo: «La dispersión de la población agrícola en el campo, a la par del hacinamiento de la población industrial en las grandes urbes, es una situación que sólo responde a una fase aún poco desarrollada de la agricultura y de la industria, es un obstáculo a cualquier desarrollo ulterior, que ya se está tornando nítidamente palpable» (Pág. 17).

Este punto se consideró tan importante que la tarea de acabar con la división entre la ciudad y el campo se incluye como una de las medidas «de transición» al comunismo, tanto en los Principios como en el Manifiesto. Y es un asunto de acuciante importancia en el mundo actual de megaciudades infladas y polución en aumento (volveremos sobre esta cuestión con más detalle en un próximo artículo, cuando consideremos cómo se las arreglará la revolución comunista con la «crisis ecológica»).

Estas descripciones generales de la futura sociedad comunista están en continuidad con las que contenían los primeros escritos de Marx, y hoy no necesitan casi ninguna modificación. Al contrario, las medidas específicas económicas y sociales que se apuntan en el Manifiesto como los medios para alcanzar esos objetivos están –como Marx y Engels reconocieron en vida– mucho más ligadas a la época, por dos razones básicas entrelazadas:
– el hecho de que el capitalismo, en la época en que se escribió el Manifiesto, todavía estaba en su fase ascendente, y aún no había desarrollado todas las condiciones objetivas para la revolución comunista;
– el hecho de que la clase obrera no había tenido ninguna experiencia concreta de una situación revolucionaria, y por eso, no conocía ninguno de los medios por los que podría asumir el poder político, ni de las medidas iniciales económicas y sociales que tendría que tomar una vez que tuviera el poder.

Estas son las medidas que el Manifiesto contempla considerando que «en los países más avanzados podrán ser puestas en práctica casi en todas partes» cuando el proletariado haya tomado el poder:
«1. Expropiación de la propiedad territorial y empleo de la renta de la tierra para los gastos del estado.
2. Fuerte impuesto progresivo.
3. abolición del derecho de herencia.
4. Confiscación de la propiedad de todos los emigrados y sediciosos.
5. Centralización del crédito en manos del Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y monopolio exclusivo.
6. Centralización en manos del Estado de todos los medios de transporte.
7. Multiplicación de las empresas fabriles pertenecientes al Estado y de los instrumentos de producción, roturación de los terrenos incultos y mejoramiento de las tierras, según un plan general.
8. Obligación de trabajar para todos; organización de ejércitos industriales, particularmente para la agricultura.
9. Combinación de la agricultura y la industria; medidas encaminadas a hacer desaparecer gradualmente la oposición entre la ciudad y el campo.
10. Educación pública y gratuita de todos los niños; abolición del trabajo de estos en las fábricas tal como se practica hoy; régimen de educación combinado con la producción material, etc.»
(Págs. 42 y 43).

A primera vista es evidente que, en el período de decadencia del capitalismo, la mayoría de estas medidas han mostrado ser compatibles con la supervivencia del capitalismo -realmente muchas de ellas han sido adoptadas por el capitalismo precisamente para sobrevivir en esta época. El período decadente es el período de capitalismo de Estado universal: la centralización del crédito en manos del Estado, la formación de ejércitos industriales, la nacionalización de los transportes y las comunicaciones, educación gratuita en las escuelas del Estado... en mayor o menor medida, y en diferentes momentos, cualquier Estado capitalista ha adoptado tales medidas desde 1914, y los regímenes estalinistas, que se reivindicaban de llevar a cabo el programa del Manifiesto comunista, han adoptado todas ellas.

Los estalinistas basaban sus credenciales «marxistas» en parte en el hecho de que ellos habían puesto en práctica muchas de las medidas contempladas en el Manifiesto. Los anarquistas por su parte, también destacan esa continuidad, aunque en sentido completamente negativo, por supuesto, y así pueden apuntar algunas diatribas «proféticas» de Bakunin, para «probar» que Stalin realmente era el heredero lógico de Marx.

De hecho esta forma de ver las cosas es completamente superficial y solo sirve para justificar actitudes políticas burguesas particulares. Pero antes de explicar por qué las medidas económicas y sociales planteadas en el Manifiesto ya no son aplicables en general, tenemos que destacar la validez del método que subyace tras ellas.

La necesidad de un período de transición

Elementos tan arraigados de la sociedad capitalistas como el trabajo asalariado, las divisiones de clase, y el Estado, no podrían abolirse de la noche a la mañana, como pretendían los anarquistas contemporáneos de Marx, y como pretenden aún sus descendientes de estos últimos tiempos (las diferentes cuadrillas de consejistas y modernistas). El capitalismo ha creado un potencial de abundancia, pero eso no significa que la abundancia vaya a aparecer como por arte de magia el día después de la revolución. Por el contrario, la revolución es una respuesta a una profunda desorganización de la sociedad y, al menos durante una fase inicial, tenderá a intensificar más esta desorganización. Un inmenso trabajo de reconstrucción, educación y reorganización aguarda al proletariado victorioso. Siglos, milenios de hábitos arraigados, todos los escombros ideológicos del viejo mundo tendrán que limpiarse. La tarea es enorme y sin precedentes, y los vendedores de soluciones instantáneas son vendedores de ilusiones. Por esto el Manifiesto tiene razón cuando habla de que el proletariado victorioso necesita «aumentar con la mayor rapidez posible la suma de las fuerzas productivas», y hacerlo al principio mediante «una violación despótica del derecho de propiedad y de las relaciones burguesas de producción, es decir, por la adopción de medidas que desde el punto de vista económico parecerán insuficientes e insostenibles, pero que en el curso del movimiento se sobrepasarán a sí mismas y serán indispensables como medio para transformar radicalmente todo el modo de producción» (Pág. 42). Esta visión general del proletariado poniendo en marcha una dinámica hacia el comunismo mas que implantándolo por decreto, sigue siendo perfectamente correcta, incluso si podemos, con el beneficio de la retrospectiva, reconocer que esta dinámica no deriva de poner la acumulación de capital en manos del Estado, sino en el proletariado autoorganizado revolucionando los mismos principios de la acumulación capitalista (por ej. subordinando la producción al consumo; por la «violación despótica» de la economía mercantil y del trabajo asalariado; a través del control directo del proletariado del aparato productivo, etc.).

El principio de centralización

De nuevo, al contrario que los anarquistas, cuya adhesión al «federalismo» reflejaba el localismo pequeño burgués y el individualismo de esta corriente, el marxismo siempre ha insistido en que el caos capitalista y la competencia solo pueden superarse por medio de la más estricta centralización a escala global -centralización de las fuerzas productivas por el proletariado, centralización de los propios órganos políticos/económicos del proletariado. La experiencia ha mostrado que esta centralización es muy diferente de la centralización burocrática del Estado capitalista; incluso que el proletariado tiene que desconfiar del centralismo del Estado post-revolucionario. Pero ni puede derrocarse el aparato de Estado capitalista, ni se pueden resistir las tendencias contra-revolucionarias del Estado «de transición», a menos que el proletariado haya centralizado sus propias fuerzas. A este nivel, una vez más, la apreciación general que contiene el Manifiesto sigue siendo válida hoy.

Los limites impuestos por la historia

Si embargo, como dijo Engels en su introducción a la edición de 1872, mientras «... los principios generales expuestos en este Manifiesto siguen siendo hoy, en su conjunto, enteramente acertados... la aplicación práctica de estos principios dependerá siempre y en todas partes de las circunstancias históricas existentes, y que, por tanto, no se concede importancia exclusiva a las medidas enumeradas al final del capítulo II. Este pasaje tendría que ser redactado hoy de distinta manera, en más de un aspecto». Y luego continúa para mencionar «el desarrollo colosal de la gran industria en los últimos 25 años», y, como ya hemos visto, la experiencia revolucionaria de la clase obrera en 1848 y 1871.

La referencia al desarrollo de la industria moderna es particularmente relevante aquí porque indica que Marx y Engels, a través de las medidas económicas propuestas en el Manifiesto, tenían intención de empujar el desarrollo del capitalismo en una época en que muchos países todavía no habían completado su revolución burguesa. Esto puede verificarse al ver las Reivindicaciones del Partido comunista en Alemania, que la Liga comunista distribuyó como un panfleto durante los alzamientos revolucionarios en Alemania en 1848. Sabemos que Marx fue bastante explícito en esa época sobre la necesidad de que la burguesía llegara al poder en Alemania como una precondición para la revolución proletaria. Así pues, las medidas propuestas en ese panfleto, tenían el propósito de empujar a la burguesía alemana a salir de su atraso feudal, y de extender las relaciones burguesas de producción tan rápidamente como fuera posible: pero muchas de las medidas propuestas en el panfleto –importante aumento progresivo de los impuestos, un banco estatal, nacionalización de la tierra y el transporte, educación gratuita– son las que se plantean en el Manifiesto. Discutiremos en un próximo artículo hasta qué punto los hechos confirmarían o refutarían las perspectivas de Marx para la revolución en Alemania, pero el hecho es que, si ya Marx y Engels en vida vieron que las medidas propuestas en el Manifiesto estaban desfasadas, hay que darse cuenta de que tienen aún mucha menos relevancia en el período de decadencia, cuando el capitalismo ya hace tiempo que ha establecido su dominación mundial, e incluso ha sobrevivido más de lo necesario para el progreso en cualquier punto del mundo.

Esto no es para decir que en la época de Marx y Engels, o en el movimiento revolucionario que vino tras ellos, hubiera una claridad sobre el tipo de medidas que el proletariado victorioso tendría que tomar para iniciar una dinámica hacia el comunismo. Al contrario, las confusiones sobre la posibilidad de que la clase obrera usara las nacionalizaciones, el crédito estatal, y otras medidas de capitalismo de Estado como escalones hacia el comunismo, persistieron a lo largo del siglo XIX y jugaron un papel negativo durante el curso de la revolución en Rusia. Tuvo que ocurrir la derrota de esta revolución, la transformación del bastión proletario en un espantoso capitalismo de Estado tiránico, y un montón de reflexión y debates después entre los revolucionarios, para que se abandonaran finalmente tales ambigüedades. Pero ya volveremos también sobre eso en próximos artículos.

La prueba de la práctica

La parte final del Manifiesto concierne a las tácticas que tienen que seguir los comunistas en diferentes países, particularmente en aquellos en los que estaba, o parecía estar al orden del día la lucha contra el absolutismo feudal. En el próximo artículo de esta serie, examinaremos cómo la intervención práctica de los comunistas en los alzamientos paneuropeos de 1848, clarificó las perspectivas de la revolución proletaria y confirmó o desmintió las consideraciones tácticas contenidas en el Manifiesto.

CDW

 

[1] Ver « La alienación del trabajo es la premisa de su emancipación » en Revista Internacional nº 70, y « El Comunismo, el verdadero comienzo de la sociedad humana », en la Revista Internacional nº 71.

[2] El término « partido » aquí no se refiere a la Liga comunista: aunque el Manifiesto se asumía como un trabajo colectivo de esa organización, su nombre no aparecía en las primeras ediciones del texto, princi­palmente por razones de seguridad. El término « partido » en ese período, no se refería a ninguna organización específica, sino a una tendencia general o movimiento.

[3] En ediciones posteriores del texto, Engels tuvo que matizar esta afirmación, planteando que se aplicaba a « toda la historia escrita », pero no a las formas comunales de sociedad que habían precedido el surgimiento de las divisiones de clase.

 

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [2]

Historia del Movimiento obrero: 

  • 1848 [3]

Medio político proletario - Cómo no entender el desarrollo del caos y de los conflictos imperialistas

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Medio político proletario

Cómo no entender el desarrollo del caos y de los conflictos imperialistas

Hasta el hundimiento del bloque del Este, en 1989, la alternativa planteada por el movimiento obrero a principios de siglo –guerra o revolución– resumía claramente lo que estaba en juego en la situación histórica: sumidos en una vertiginosa carrera de armamentos, los dos bloques se preparaban para una nueva guerra mundial, «única» solución que el capitalismo puede aportar a su crisis económica. Hoy día, la humanidad se enfrenta a un desorden mundial creciente, en el que el caos y la barbarie se desarrollan incluso en las regiones que vivieron la primera revolución proletaria en 1917. Los militares de las grandes potencias «democráticas», preparados para la guerra con el bloque del Este, se instalan en los países devastados por guerras civiles en nombre de la «ayuda humanitaria».

Ante estos profundos cambios de la situación mundial y contra todas las campañas mentirosas que los acompañan, la responsabilidad de los comunistas es desgajar un análisis claro, una comprensión profunda de los nuevos envites que plantean los conflictos imperialistas. Desgraciadamente, como veremos a lo largo de este artículo, la mayor parte de las organizaciones del medio político distan mucho de estar a la altura de esta responsabilidad.

Es evidente que ante la confusión que la burguesía se encarga de mantener, la tarea de los revolucionarios es reafirmar que la única fuerza capaz de cambiar la sociedad es la clase obrera. Es también su responsabilidad, al mismo tiempo, demostrar que el capitalismo es incapaz de aportar paz a la humanidad y que el único «nuevo orden mundial» sin guerras, sin hambre, sin miseria, es el que puede instaurar el proletariado destruyendo el capitalismo: el comunismo. Sin embargo, el proletariado espera que sus organizaciones políticas, por pequeñas que estas sean, defienda algo más que simples declaraciones de principios. El proletariado debe contar con su capacidad de análisis para oponerse a toda la hipocresía de la propaganda burguesa y darse una visión clara de los verdaderos retos de la situación.

Ya demostramos en nuestra revista (ver nº 61) como los grupos políticos serios, que publican prensa regularmente como Battaglia Comunista, Workers Voice, Programma Comunista, Il Partito Internazionale, Le Prolétaire, reaccionaron con vigor ante la campaña sobre el «fin del comunismo» reafirmando la denuncia del carácter capitalista de la ex-URSS estalinista([1]). Del mismo modo, estos grupos respondieron al desencadenamiento de la Guerra del Golfo denunciando claramente cualquier tipo de apoyo a los bandos contendientes y llamaron a los trabajadores a desarrollar su combate contra el capitalismo, en cualquiera de sus formas, y en todos los países (ver Revista Internacional, nº 64). Sin embargo, más allá de estas declaraciones de principio, que es lo menos que se puede esperar de los grupos proletarios, es imposible encontrar en ellos un marco de comprensión y análisis de la situación actual. Mientras que nuestra organización, a finales del año 89, hizo el esfuerzo, cumpliendo una responsabilidad elemental, de elaborar un marco de análisis e intentar desarrollarlo ante los acontecimientos([2]), podemos observar que uno de los elementos de «análisis» de estos grupos ha sido la tendencia a zigzaguear de forma inconsecuente, a contradecirse de un mes para otro.

Los zigzagueos del medio político proletario

Para convencerse de la inconstancia de los grupos del medio político proletario, es suficiente haber seguido regularmente sus publicaciones en el período de la guerra del Golfo.

De este modo, un lector atento de Battaglia Comunista habrá podido leer en noviembre del 90, justo en el momento de los preparativos de la intervención militar que “esta (la guerra) no está provocada en modo alguno por la locura de Sadam Husein, es el producto del enfrentamiento entre la parte de la burguesía árabe que reivindica más poder para los países productores de petróleo y la burguesía occidental, en particular, la burguesía americana, que pretende dictar su ley en materia de precio del petróleo, como viene ocurriendo hasta el presente”. Debemos señalar, que en el mismo momento, desfilaban por Bagdad multitud de personalidades políticas occidentales (especialmente Willy Brandt por la RFA y numerosos ex-primer ministros japoneses) que querían negociar abiertamente, en contra del juego de Estados Unidos, la liberación de los rehenes. Desde entonces está claro que los USA y sus “aliados” occidentales no comparten los mismos objetivos. Lo que no podía ser más que una tendencia inmediatamente después del hundimiento del bloque del Este, el hecho de que ya no existía una convergencia de intereses en el seno de la “burguesía occidental”, se ha convertido claramente en una escalada de antagonismos imperialistas entre los antiguos “aliados” y, este hecho escapa completamente a el análisis “marxista” de Battaglia Comunista.

Por otra parte, en este mismo número, se afirma con buen criterio a poco menos de dos meses del estallido de una guerra anunciada que “el futuro, incluso el más inmediato, se caracterizará por un nuevo carrera de conflictos”. Sin embargo, esta perspectiva no es evocada ni desarrollada por el periódico de diciembre del 90.

En el número de enero de 1991, cuál no será la sorpresa del lector ¡al descubrir en primera página que “la tercera guerra mundial ha comenzado el 17 de enero”!. Sin embargo, el periódico no consagra ningún artículo a este acontecimiento y con razón podemos preguntarnos si los camaradas de BC están verdaderamente convencidos de lo que escriben en su prensa. En febrero, gran parte del periódico de BC está dedicada a la cuestión de la guerra: se reafirma que el capitalismo es la guerra y que se han reunido todas las condiciones para que la burguesía llegue a su “solución”, la tercera guerra mundial. “En ese sentido, afirmar que la guerra que ha comenzado el 17 de enero marca el inicio del tercer conflicto mundial no es un acceso de fantasía, sino tomar acta de que se ha abierto la fase en la que los conflictos comerciales, que se han acentuado desde principio de los años 70, no pueden solucionarse si no es con la guerra generalizada”.

En otro artículo, el autor es menos afirmativo y en un tercero que muestra “la fragilidad del frente anti-Sadam”, se interrogan sobre los protagonistas de futuros conflictos: “con o sin Gorbachov, Rusia ya no podrá tolerar la presencia militar americana a las puertas de su casa, cosa que se verificaría en el caso de una ocupación militar de Irak. Rusia, no podrá tolerar un trastorno de los actuales equilibrios en favor de la tradicional coalición árabe pro-americana”. Así, lo que ya era evidente desde los últimos meses de 1989, el fin del antagonismo entre los Estados Unidos y la URSS por el ko de esta última potencia, la incapacidad definitiva de ésta para cuestionar la superioridad aplastante de su ex-rival, particularmente en Oriente Medio, no aparece aún en el campo de visión de BC. Con perspectiva, ahora que el sucesor de Gorbachov se ha convertido en uno de los mejores aliados de los Estados Unidos, podemos constatar lo absurdo del análisis y las “previsiones” de BC. En descargo de BC, debemos señalar que en el mismo número, declara que la fidelidad de Alemania a los USA se convierte en absolutamente dudosa. Sin embargo, las razones que se dan para plantear este argumento, son cuando menos insuficientes: según BC sería porque Alemania estaría “implicada en la construcción de una nueva zona de influencia en el este y en el establecimiento de nuevas relaciones económicas con Rusia (gran productor de petróleo)”. Si el primer argumento es totalmente justo, el segundo, por el contrario, es muy débil: francamente, los antagonismos entre Alemania y los Estados Unidos van mucho más allá de la cuestión de quién podrá beneficiarse de las reservas de petróleo de Rusia.

En marzo, y ya teníamos ganas de decir “por fin” (el muro de Berlín había desaparecido hacía más de un año y medio), BC anuncia que con “el hundimiento del imperio ruso, el mundo entero se encamina hacia una situación de incertidumbre sin precedentes”. La guerra del Golfo ha engendrado nuevas tensiones. La inestabilidad se ha convertido en la regla. En lo inmediato, la guerra continúa en el Golfo con el mantenimiento de los USA en la zona. Pero, lo que se considera como una fuente de conflictos, son las rivalidades en torno al gigantesco “negocio” que sería la reconstrucción de Kuwait. Esta visión es simplemente una visión de miope: lo que está en juego en la Guerra del Golfo, como hemos demostrado en numerosas ocasiones, son de una dimensión enormemente superior a los del pequeño emirato o los mercados de su reconstrucción.

En el número de Prometeo (revista teórica de BC) de noviembre del 91, hay un artículo consagrado al análisis de la situación mundial después de “el fin de la guerra fría”. Este artículo muestra cómo el bloque del Este ya no puede cumplir su papel anterior y también, cómo vacila el bloque del Oeste. El artículo vuelve a reafirmar a propósito de la guerra del Golfo que esta fue una guerra por el petróleo y el control de la “renta petrolera”. Sin embargo el artículo señala: “pero esto como tal, no es suficiente para explicar el colosal despliegue de fuerzas y el cinismo criminal con el que USA ha machacado a Irak. A las razones económicas fundamentales, y a causa de ellas, debemos añadir motivos políticos. En esencia, para los USA se trata de afirmar su papel hegemónico gracias al instrumento de base de la política imperialista (la exhibición de la fuerza y la capacidad de destrucción) también frente a sus aliados occidentales, llamados simplemente a figurar de comparsas en una coalición de todos contra Sadam”. Así, si bien se reafirma en su “análisis del petróleo”, BC empieza a percibir con un año de retraso, lo que estaba en juego en la guerra del Golfo. ¡Nunca es tarde si la dicha es buena!.

En este mismo artículo, la tercera guerra mundial aparece siempre como inevitable, pero, por un lado, “la reconstrucción de nuevos frentes está en marcha sobre ejes aún confusos” y por otra parte, falta aún “la gran farsa que deberá justificar a los ojos de los pueblos el camino hacia nuevas masacres entre los Estados centrales, Estados que hoy día aparentan estar unidos y solidarios”. La emoción de la Guerra del Golfo pasó, la tercera guerra mundial que empezó el 17 de enero se convierte en una perspectiva en el horizonte. Después de haberse mojado imprudentemente en sus análisis de principios de 1991, BC ha decidido, sin decirlo, correr un tupido velo. Esto le evita tener que examinar de forma precisa en qué medida esa perspectiva está camino de concretarse en la evolución de la situación mundial y en particular en los conflictos que salpican al mundo y a la misma Europa. La relación entre el desarrollo del caos y los conflictos imperialistas esta muy lejos de ser analizada por BC, tal y como la CCI intenta hacerlo por su parte([3]).

En general los grupos del medio político proletario al no poder negar el desarrollo del caos creciente hacen descripciones justas del fenómeno, pero en vano encontraremos en sus análisis la afirmación de las tendencias generales que pueden llevar en el sentido de una agravación del caos, independientemente incluso de los conflictos imperialistas, o bien en el sentido de la organización de la sociedad en vista a la guerra.

Así, en noviembre del 91, Programma Comunista (PC) nº 6, en un largo artículo, afirma que los verdaderos «responsables» de lo que ocurre en Yugoslavia “no deben buscarse en Liubliana o en Belgrado, sino en el seno de las capitales de las naciones más desarrolladas. En Yugoslavia se enfrentan en realidad por personas interpuestas, las exigencias, las necesidades y las perspectivas del mercado europeo. Solo viendo en la guerra intestina un aspecto de la lucha por la conquista de mercados, en tanto que control financiero de vastas regiones, que explotación de zonas económicas, que necesidades de los países más avanzados desde el punto de vista capitalista, de encontrar siempre nuevas salidas económicas y militares, solo así no aparecerá como justificada a los ojos de los trabajadores una lucha para librarse del “bolchevique Milosevic” o del “ustachi Tudjman”.

En mayo del 92, en PC Nº 3, el artículo “En el marasmo del nuevo orden social capitalista», hace una constatación muy lúcida de las tendencias a “cada uno a la suya” y del hecho de que “nuevo orden mundial no es más que el terreno de explosión de conflictos a todo tren”, que “la disgregación de Yugoslavia ha sido un factor y un efecto de la gran pretensión expansionista de Alemania”.

En el número siguiente, PC reconoce que “una vez más, hemos asistido a la tentativa americana de hacer valer el viejo derecho de preferencia de compra sobre las posibilidades de defensa (o autodefensa) europea, en su propiedad desde el final de la Segunda Guerra mundial, y de una tentativa análoga (en sentido inverso) de Europa, o al menos de la Europa “que cuenta”, a actuar por ella misma, o –si verdaderamente no pudiera hacerlo– a no depender totalmente en cada movimiento de la voluntad de los USA”. Encontramos pues en este artículo los elementos esenciales de comprensión de los enfrentamientos en Yugoslavia: el caos resultante del hundimiento de los regímenes estalinistas de Europa y del bloque del Este, la agravación de los antagonismos imperialistas que dividen a las grandes potencias occidentales.

Desgraciadamente, PC no se ha sabido mantener sobre este análisis correcto. En el número posterior (septiembre 92), cuando una parte de la flota americana con base en el Mediterráneo navega a lo largo de las costas yugoeslavas, nos encontramos con una nueva versión: “Hace más de dos años que la guerra hace estragos en Yugoslavia: los USA manifiestan al respecto la más soberana de las indiferencias; la CEE lava su conciencia con el envío de ayudas humanitarias y el envío de algunos contingentes armados para proteger esta ayuda, con la convocatoria de encuentros periódicos, o algunas conferencias de paz, que dejan cada vez las cosas más o menos como estaban (...) ¿Hay que sorprenderse?. Basta recordar la carrera frenética, después del hundimiento soviético, de los mercaderes occidentales, en especial los austro-alemanes, para acaparar la soberanía económica y por tanto política, sobre Eslovenia y, si es posible, Croacia”. Es decir que después de dar un paso hacia la clarificación, PC vuelve a las andadas con el tema del “negocio” tan manido por el medio político para explicar las grandes cuestiones imperialistas del periodo actual.

Sobre este mismo tema, BC interviene a propósito de la guerra en Yugoslavia, para explicarnos profusamente las razones económicas que han impulsado a las diferentes fracciones de la burguesía yugoslava a asegurarse por las armas: “esas cuotas de plusvalía que antes se iban a la Federación». “La repartición de Yugoslavia beneficia sobre todo a la burguesía alemana por un lado, y por otro a la italiana. Incluso las destrucciones de una guerra pueden ser rentables cuando se trata inmediatamente de reconstruir; adjudicaciones lucrativas, pedidos jugosos que, ya se sabe, comienzan a escasear en Italia o Alemania”. “Por ello, aun contradictoriamente con los principios de la casa común europea, los Estados de la CEE han reconocido el “derecho de los pueblos” al mismo tiempo que han puesto en marcha sus operaciones económicas: Alemania en Croacia y en parte en Eslovenia, Italia en Eslovenia. Entre otras cosas la venta de armas y el aprovisionamiento de las municiones consumidas durante la guerra”. Desde luego, nos indica BC, que esto no place a los USA, que no ven con buenos ojos el reforzamiento de los países europeos (BC, nº 7/8 julio-agosto de 1992).

No podemos dejar de interrogarnos sobre cuáles son esos “formidables negocios” que el capitalismo podría realizar en Yugoslavia, en un país que se derrumbó al mismo tiempo que el bloque ruso, y que además ha sido devastado por la guerra. Ya pudimos ver en qué quedaron las “fabulosas ganancias” de la reconstrucción de Kuwait, cuando se perfilan en el horizonte las de la “reconstrucción de Yugoslavia” con, ante todo, un dardo lanzado a los innobles mercaderes de armas, fabricantes de guerra.

No podemos proseguir con una enumeración cronológica de las tomas de posición y los meandros del medio político proletario. Estos ejemplos son por sí mismos suficientemente elocuentes y preocupantes. El proletariado no puede conformarse para desarrollar su combate cotidiano con actos de fe, tales como: «a través de continuas sacudidas, y sin saber cuándo, llegaremos al resultado que nos indican la teoría marxista y el ejemplo de la revolución rusa» (Programma).

Tampoco podemos saludar que la mayoría de las organizaciones identifiquen los nuevos «frentes» potenciales de una tercera guerra mundial en torno por un lado a Alemania, y por otro a los USA. Como un reloj parado –que da dos veces al día la hora correcta– ellos han visto durante décadas como única situación posible la que precedía al estallido de las dos guerras mundiales anteriores. Y resulta que tras el hundimiento del bloque del Este, la situación tiende a presentarse así, pero es por pura casualidad que estas organizaciones dan la hora justa hoy. Las razones de este vuelco de la historia, la perspectiva abierta –o no– hacia la tercera guerra mundial o están borrosas o son simplemente ignoradas, lo que redunda en que las explicaciones dadas al desencadenamiento de las guerras resultan rematadamente incoherentes y variables de un mes para otro cuando no prácticamente surrealistas y desprovistas de la menor credibilidad.

Como dice Programma, es verdad que la teoría marxista debe guiarnos, ha de servirnos de brújula para comprender la evolución de un mundo que debemos transformar, y especialmente lo que está en juego en el período histórico. Sin embargo, desgraciadamente, para la mayoría de las organizaciones del medio político, el marxismo tal y como ellas lo entienden, parece mas una brújula a la que la proximidad de un imán volviera loca.

En realidad, el origen de la desorientación que sufren estos grupos, se halla en gran medida en una incomprensión de la cuestión del curso histórico, es decir de la relación de fuerzas entre las clases que determina el sentido de evolución de la sociedad inmersa en la crisis insoluble de su economía: o bien la «solución burguesa» -es decir, la guerra mundial- o bien la respuesta obrera que mediante la intensificación de los combates de clase desemboca en un período revolucionario. La experiencia de las fracciones revolucionarias en la víspera de la Segunda Guerra mundial nos muestra que la afirmación de los principios básicos no basta, ya que la cuestión del curso histórico y la de la naturaleza de la guerra imperialista sacudió y prácticamente paralizó a estas fracciones([4]). Para ir a la raíz de las incomprensiones del medio político, es necesario volver una vez más sobre la cuestión del curso histórico y las guerras en el período de decadencia capitalista.

El curso histórico

Resulta como mínimo sorprendente, que BC, que negó la posibilidad de una tercera guerra mundial cuando existían bloques militares constituidos, anuncie esta perspectiva como inminente desde el momento en que uno de estos bloques se hunde. Las incomprensiones de BC están en la base de esta pirueta. La CCI ha demostrado ya en numerosas ocasiones (ver Revista Internacional números 50 y 59) la debilidad de los análisis de esta organización e insistido sobre el peligro de llegar a perder toda perspectiva histórica.

Desde el final de los años 60, el hundimiento de la economía capitalista sólo podía impulsar a la burguesía hacia una nueva guerra mundial, más aún cuando los dos bloques imperialistas estaban ya constituidos. Desde hace más de dos décadas, la CCI defiende que la oleada de luchas obreras abierta en 1968 marca un nuevo período en la relación de fuerzas entre las clases, la apertura de un curso histórico de desarrollo de las luchas obreras. Para enviar al proletariado a la guerra el capitalismo necesita una situación caracterizada por: «la creciente adhesión de los obreros a los valores capitalistas, y una combatividad que tiende o a desaparecer o a aparecer en el seno de una perspectiva controlada por la burguesía» (Revista Internacional nº 30, «El curso histórico»).

Frente a la pregunta: ¿por qué no ha estallado la tercera guerra mundial aún estando presentes todas las condiciones objetivas?, la CCI ha puesto por delante, desde la aparición de la crisis abierta del capitalismo, la relación de fuerzas entre las clase, la incapacidad por parte de la burguesía de movilizar a los trabajadores de los países más avanzados tras las banderas nacionalistas. Pero ¿qué responde BC que, por otra parte, reconoce que «a nivel objetivo, todas las razones para el desencadenamiento de una nueva guerra generalizada, se hallan presentes»?. Al rechazar el tomar en consideración el curso histórico, esta organización se pierde en todo tipo de «análisis»: que si la crisis económica no estaría suficientemente desarrollada (en abierta contradicción con lo que afirman de que todas las «razones objetivas» están presentes); que si el marco de alianzas estaría «demasiado laxo y pleno de incógnitas»; que si, para rematar, los armamentos estarían... demasiado desarrollados, serían demasiado destructores. El desarme nuclear constituiría pues una de las condiciones necesarias para el estallido de la guerra mundial. Ya respondimos por nuestra parte, en su momento, a tales argumentos.

La realidad actual ¿confirma el análisis de BC, por el que nos anuncia que ahora sí, vamos hacia la guerra mundial? ¿Que la crisis no está suficientemente desarrollada? Ya advertimos entonces a BC contra su subestimación de la gravedad de la crisis mundial. Pero es que si bien BC ha reconocido que las dificultades del ex-bloque del Este se debían a la crisis del sistema, durante todo un tiempo y contra toda verosimilitud, BC se ilusionó sobre las oportunidades que se abrían en Este, sobre el «balón de oxigeno» que esto representaría para el capitalismo internacional... lo que no le impide, al mismo tiempo, ver posible hoy el estallido de la tercera guerra mundial. Para BC, cuanto mas se atenúa la crisis capitalista, mas se acerca la guerra mundial. Los meandros de la lógica de BC, como los caminos del Señor, son inescrutables.

En lo referente a los armamentos, ya hemos demostrado la falta de seriedad de esta afirmación, pero hoy, que el armamento nuclear sigue estando presente y, además, en manos de un número superior de Estados, resulta que, ahora sí, la guerra mundial es posible.

Cuando el mundo estaba completamente dividido en dos bloques, el cuadro de alianzas resultaba, para BC, «laxo». Hoy que esa partición ha finalizado, y que todavía estamos lejos de un nuevo reparto (aún cuando la tendencia a la reconstitución de nuevas constelaciones imperialistas, se afirma de manera creciente) las condiciones para una guerra mundial estarían ya maduras. ¡Un poco de rigor, compañeros de BC!

No pretendemos que BC diga siempre lo primero que se le ocurre (lo que, por otro lado, ocurre más de una vez) sino sobre todo queremos mostrar cómo, a pesar de la herencia del movimiento obrero (que reivindica esta organización), en ausencia de un método, de considerar la evolución del capitalismo y de la relación de fuerzas entre las clases, se llega a la incapacidad de proporcionar orientaciones a la clase obrera. No habiendo comprendido la razón esencial por la que no ha tenido lugar la guerra generalizada en el pasado período: el fin de la contrarrevolución, el curso histórico hacia los enfrentamientos de clase, y no siendo, en consecuencia, capaces de constatar que este curso no ha sido cuestionado ya que la clase obrera no ha sufrido una derrota decisiva, BC nos anuncia una tercera guerra mundial inminente, cuando precisamente los cambios de los últimos años, han alejado esa perspectiva.

Precisamente la incapacidad para tomar en consideración, el resurgir de la clase obrera desde finales de los 60, en el examen de las condiciones del estallido de la guerra mundial, es lo que impide ver lo que nos jugamos en el período actual, el bloqueo de la sociedad, y su pudrimiento en la raíz. «Si bien el proletariado ha tenido la fuerza de impedir el desencadenamiento de una nueva carnicería generalizada, no ha sido aún capaz de poner por delante su perspectiva propia: la destrucción del capitalismo y la edificación de la sociedad comunista. Por ello, no ha podido impedir que la decadencia capitalista haya hecho sentir cada vez mas sus efectos sobre el conjunto de la sociedad. En ese bloqueo momentáneo, la historia, sin embargo, no se detiene. Privada del más mínimo proyecto histórico capaz de movilizar sus fuerzas, incluso el mas suicida como la guerra mundial, la sociedad capitalista solo puede hundirse en un pudrimiento desde sus raíces, la descomposición social avanzada, la desesperación generalizada... Si subsiste el capitalismo acabará por, aún sin una tercera guerra mundial, destruir definitivamente a la humanidad a través de la acumulación de guerras locales, de epidemias, de la degradación del medio ambiente, de las hambrunas y de otras catástrofes supuestamente “naturales”« (Manifiesto del IXº Congreso de la CCI).

BC no tiene, desgraciadamente, la exclusiva en este completo desconocimiento de lo que nos jugamos en el período abierto con el hundimiento del bloque del Este. Le Prolétaire escribe claramente: «A pesar de lo que escriben , no sin un cierto toque de hipocresía, ciertas corrientes políticas sobre el hundimiento del capitalismo, el “caos”, la “descomposición”, etc., no estamos ahí». En efecto «aunque haya que esperar años para destruir su dominación (del capitalismo), su destino está escrito». Que Le Prolétaire necesite darse a sí mismo sensación de seguridad no deja de ser triste, pero que oculte al proletariado la gravedad de lo que hoy está en juego, es mucho más grave.

En efecto, el hecho de que hoy no sea posible la guerra mundial, no disminuye un ápice la gravedad de la situación. La descomposición de la sociedad, su pudrimiento de raíz, constituye una amenaza mortal para el proletariado, como hemos explicado en esta misma publicación([5]). Es responsabilidad de los revolucionarios poner en guardia a su clase contra esta amenaza, decirle que el tiempo no juega a su favor, y que si espera demasiado antes de emprender el combate por la destrucción del capitalismo, se arriesga a ser arrastrada por el pudrimiento del sistema. El proletariado espera otra cosa que una total incomprensión –rayana en la estúpida ironía– de lo que nos jugamos, de las organizaciones que quieren constituir su vanguardia.

Decadencia y naturaleza de las guerras

En la base de las incomprensiones por parte de la mayoría de los grupos del medio político de lo que está en juego en el período actual, no está únicamente su ignorancia sobre la cuestión del curso histórico. Se encuentra además una incapacidad para comprender todas las implicaciones de la decadencia del capitalismo sobre la cuestión de la guerra. En particular se sigue pensando que, al igual que en siglo pasado, la guerra tiene una racionalidad económica. Aun cuando en última instancia es desde luego la situación económica del capitalismo decadente lo que engendra las guerras, toda la historia de este período nos enseña hasta qué punto para la propia economía capitalista (y no solamente para los explotados convertidos en carne de cañón) la guerra se ha convertido en una verdadera catástrofe y no sólo para los países vencidos. De hecho los antagonismos imperialistas y militares no recubren las rivalidades comerciales entre los diferentes Estados.

No es casual que BC tienda a considerar, el reparto del mundo entre el bloque del Este y el occidental como «laxo», inacabado con vistas a una guerra, ya que las rivalidades comerciales más importantes no se establecen entre países de esos bloques, sino entre las principales potencias occidentales. Sin duda tampoco es casualidad que hoy cuando las rivalidades comerciales estallan entre USA y las grandes potencias ex-aliadas como Alemania y Japón, BC vea mucho más próxima la guerra. Al igual que los grupos que no reconocen la decadencia del capitalismo, BC –que no ve todas las implicaciones– identifica guerras comerciales y guerras militares.

Esta cuestión no es nueva y la historia se ha encargado de dar la razón a Trotski que, a principios de los años 20, combatía la tesis mayoritaria en la IC, según la cual la Segunda Guerra mundial tendría como cabezas de bloque a USA y Gran Bretaña, las dos grandes potencias comerciales concurrentes. Más tarde, a finales de la Segunda Guerra mundial, la Izquierda comunista de Francia hubo de reafirmar que «hay una diferencia entre las dos fases, ascendente y decadente, de la sociedad capitalista y, en consecuencia, una diferencia de funciones de la guerra entre ambas fases (...). La decadencia de la sociedad capitalista encuentra su más patente expresión en que hemos pasado de guerras para el desarrollo económico (período ascendente) a que la actividad económica se restrinja esencialmente con vistas a la guerra (período decadente)... La guerra toma un carácter permanente y queda convertida en el modo de vida del capitalismo» («Informe sobre la situación internacional», 1945, reeditado en la Revista internacional nº 59). A medida que el capitalismo se hunde en su crisis, la lógica del militarismo se le impone de forma creciente, irreversible e incontrolable, aún cuando este no es tampoco capaz, al igual que el resto de políticas, de aportar la más mínima solución a las contradicciones económicas del sistema([6]).

Al negarse a admitir que las guerras han cambiado su significación, del siglo pasado al actual, y por no ver el carácter cada vez más irracional y suicida de las guerras, queriendo ver a toda costa en las guerras, la lógica de las guerras comerciales..., los grupos del medio político proletario se privan de los medios para entender lo que sucede realmente en los conflictos en los que están implicados –abiertamente o no– las grandes potencias y , en un plano más general, la evolución de la situación internacional. Por el contrario, se ven impelidos a desarrollar posiciones extremadamente absurdas sobre la «carrera de beneficios», sobre los «fabulosos negocios» que representarían para los paises desarrollados regiones tan arruinadas, tan arrasadas por la guerra como pueden ser Yugoslavia o Somalia. Dado que la guerra es una de las cuestiones mas decisivas que ha de enfrentar el proletariado ya que él es la principal víctima, como carne de cañón y fuerza de trabajo sometida a una explotación sin precedente, pero también porque la guerra es uno de los elementos esenciales en la toma de conciencia de la quiebra del capitalismo, de la barbarie que entraña para la humanidad, es de la mayor importancia que los revolucionarios muestren la mayor claridad. La guerra constituye «la única consecuencia objetiva de la crisis, de la decadencia y de la descomposición, que el proletariado puede, desde ahora, limitar (a diferencia de las otras manifestaciones de la descomposición) en la medida en que, en los países centrales, el proletariado no está hoy encuadrado tras las banderas nacionalistas» («Militarismo y descomposición», Revista internacional nº 64).

El curso histórico no ha cambiado (aunque para darse cuenta de ello, tendrían que admitir que existen cursos históricos diferentes en distintos períodos). La clase obrera, a pesar de haber estado paralizada, desorientada, por los enormes cambios de los últimos años, se ve cada vez mas empujada a volver a retomar las luchas, como mostraron los combates de septiembre-octubre en Italia. El camino va a ser largo y difícil, y no podrá hacerse sin que el proletariado movilice todas sus fuerzas en un combate decisivo. La tarea de los revolucionarios es primordial pues sino no sólo serán barridos por la historia, sino que deberán asumir su parte de responsabilidad en la desaparición de toda perspectiva revolucionaria.

Me

 

[1] Para un análisis más detallado ver en la Revista internacional nº 61, el artículo « El viento del Este y la respuesta de los revolucionarios ».

[2] Para la CCI, « hay que afirmar claramente, en fin de cuentas, que el hundimiento del bloque del Este, las convulsiones económicas y políticas de los países que lo formaban, no son ni mucho menos signos de no se sabe qué mejora de la situación económica de la sociedad capitalista. La quiebra económica de los regímenes estalinistas, consecuencia de la crisis general de la economía mundial, no hace sino anticipar, anunciándolo, el hundimiento de los sectores más desarrollados de esta economía ». (...) « La agravación de las convulsiones de la economía mundial va a agudizar las peleas entre los diferentes Estados, incluso, y cada vez más, militarmente hablando. La diferencia con el período que acaba de terminar, es que esas peleas, esos antagonismos, contenidos antes y utilizados por los dos bloques imperialistas, van ahora a pasar a primer plano. (...) Esas rivalidades y enfrentamientos no podrán, por ahora, degenerar en conflicto mundial, incluso suponiendo que el proletariado no fuera capaz de oponerse a él. En cambio, con la desaparición de la disciplina impuesta por la presencia de los bloques, esos conflictos podrían ser más violentos y numerosos y, en especial, claro está, en la áreas en las que el proletariado es más débil » (« Tras el hundimiento del bloque del Este, inestabilidad y caos », Revista Internacional, nº 61, 2º trimestre del 90). La reali­dad ha confirmado ampliamente estos análisis.

[3] Para la CCI, la guerra del Golfo « a pesar de los enormes medios empleados, esa guerra habrá podido aminorar, pero no podrá en absoluto invertir las grandes tendencias que se han impuesto desde la desaparición del bloque ruso, o sea, la desaparición del bloque occidental, los primeros pasos hacia la formación de un nuevo bloque imperialista dirigido por Alemania, la agravación del caos en las relaciones imperialistas. La barbarie bélica que se ha desencadenado en Yugoslavia unos cuantos meses después de la Guerra del Golfo es una ilustración indiscutible de lo afirmado antes. En particular, los acontecimientos que han originado esa barbarie, la proclamación de la independencia de Eslovenia y Croacia, aunque ya de por si son expresión del caos y de la agudización de los nacionalismos característicos de las zonas del mundo dominadas por los regímenes estalinistas, sólo han podido realizarse porque esas naciones estaban seguras del apoyo de la primera potencia europea, Alemania. (...) La acción diplomática de la burguesía alemana en los Balcanes, que tenía el objetivo de abrirse un paso estratégico en el Mediterráneo mediante una Croacia « independiente « a sus órdenes, ha sido el primer acto decisivo en su candidatura para dirigir un nuevo bloque imperialista « (« Resolución sobre la situa­ción internacional » en Revista internacional,  nº 70).
« La burguesía norteamericana, consciente de la gravedad de lo que está en juego, y más allá de su aparente discreción, ha hecho todo lo que ha podido para frenar y quebrar, con la ayuda de Inglaterra y Holanda, ese intento de penetración del imperialismo alemán » (« Hacia el mayor caos de la historia », Revista internacional, nº  68). Ver las diferentes publicaciones territoriales de la CCI para un análisis más detallado.

[4] Ver nuestro folleto sobre la Historia de la Izquierda comunista de Italia, y el balance sacado por la Izquierda Comunista de Francia en 1945, publicado en nuestra Revista Internacional, nº 59.

[5] Ver en particular « La descomposición del capitalis­mo » y « La descomposición : fase última de la decadencia del capitalismo » en Revista Internacional nº 57 y 62 respectivamente.

[6] Ver los numerosos artículos consagrados a este tema en esta misma Revista internacional (nos 19, 52, 59).

Corrientes políticas y referencias: 

  • Tendencia Comunista Internacionalista (antes BIPR) [4]

Documento - Nacionalismo y antifascismo

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Publicamos aquí unos extractos del libro de A. Stinas, revolucionario comunista de Grecia([1]). Estos extractos son una denuncia de la resistencia antifascista de la Segunda Guerra mundial. Son una crítica sin compromisos de lo que han sido y siguen siendo la plasmación de tres mentiras especialmente destructoras para el proletariado: la «defensa de la URSS», el nacionalismo y el «antifascismo democrático».

La explosión de los nacionalismos en lo que fue la URSS y su imperio en Europa del Este, así como el desarrollo de las gigantescas campañas ideológicas «antifascistas» en los países de Europa occidental ponen muy de relieve la actualidad de estas líneas que fueron escritas a finales de los años 40([2]).

Es hoy cada día más difícil para el orden establecido, el justificar ideológicamente su dominación. Se lo impide el desastre que sus propias leyes están engendrando. Pero frente a la única fuerza capaz de derribar ese orden e instaurar otro tipo de sociedad, frente al proletariado, la clase dominante todavía dispone de armas ideológicas capaces de dividir a su enemigo y mantenerlo sometido a las fracciones nacionales del capital. El nacionalismo y el antifascismo forman hoy la primera línea del arsenal contrarrevolucionario de la burguesía.

A. Stinas recoge en estos extractos el análisis de Rosa Luxemburgo sobre la cuestión nacional, recordando que en el capitalismo, tras haber alcanzado su fase imperialista, «... la nación ha cumplido su misión histórica. Las guerras de liberación nacional y las revoluciones burguesas han dejado tener de ahora en adelante el menor sentido». A partir de esos cimientos, Stinas denuncia y destruye los argumentos de todos aquellos que llamaban a participar en la «resistencia antifascista» durante la Segunda Guerra mundial, so pretexto de que la propia dinámica de esa resistencia, «popular» y «antifascista», podía llevar a la revolución.

Stinas y la UCI (Unión comunista internacionalista) forman parte de aquel puñado de revolucionarios que, durante la Segunda Guerra mundial, supieron mantenerse contra la avasalladora corriente de todos nacionalismos, negándose a apoyar la «democracia» contra el fascismo y a abandonar el internacionalismo proletario en nombre de la «defensa de la URSS»(3[3]).

Poco conocidos, incluso en el medio revolucionario, en parte a causa de que sus textos están escritos en griego, no está de más dar aquí algunos elementos de su historia.

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Stinas pertenecía a la generación de comunistas que conocieron el gran período de la oleada revolucionaria internacional que logró poner fin a la Primera Guerra mundial.

Se mantuvo fiel durante toda su vida a las esperanzas que había abierto el Octubre revolucionario de 1917 y por la revolución alemana de 1919. Miembro del Partido comunista griego (en una época en que estos partidos no se habían pasado al campo capitalista) hasta su expulsión en 1931, fue después miembro de la Oposición leninista, que publicaba el semanario Bandera del Comunismo y que se reivindicaba de Trotski, símbolo internacional de la resistencia al estalinismo.

En 1933, Hindenburg da el poder a Hitler. El fascismo se convierte en Alemania en régimen oficial. Stinas sostiene que la victoria del fascismo significa la muerte de la Internacional comunista, del mismo modo que el 4 de agosto de 1914 había rubricado la muerte de la IIª Internacional, que sus secciones se han perdido para la clase obrera definitivamente y sin posible retorno, y de haber sido órganos de lucha en sus orígenes se han transformado en enemigas del proletariado. El deber de los revolucionarios en el mundo entero es pues formar nuevos partidos revolucionarios, fuera de la Internacional y contra ella.

Un fuerte debate provoca una crisis en la organización trotskista; Stinas se va de ella tras haber estado en minoría. En 1935, se unió a un grupo, El Bolchevique, que acabaría formando una nueva organización, basada en un marxismo renovado, llamada Unión comunista internacionalista. La UCI era entonces la única sección reconocida en Grecia de la Liga comunista internacionalista (LCI) (la IVª Internacional se constituiría en 1938).

La UCI, ya desde 1937, había rechazado la consigna, básica en la IVª Internacional, de «defensa de la URSS». Stinas y sus camaradas no adoptaron esa posición al cabo de un debate sobre la naturaleza social de la URSS, sino después de un examen crítico de las consignas y de la política ante la inminencia de la guerra. La UCI quería suprimir todos los aspectos de su programa a través de los cuales pudiera infiltrarse el socialpatriotismo so pretexto de defensa de la URSS.

Durante la segunda guerra imperialista, Stinas, como internacionalista intransigente que era, se mantuvo fiel a los principios del marxismo revolucionario tales como habían sido formulados por Lenin y Rosa Luxemburg y que se habían aplicado durante la Primera Guerra mundial.

La UCI era, desde 1934, la única sección de la corriente trotskista en Grecia. Durante todos los años de la guerra y de la ocupación, aislada de los demás países, estuvo convencida de que todos los trotskistas luchaban como ella, con las mismas ideas y contra la corriente.

Las primeras informaciones sobre las posturas de la Internacional trotskista dejaron boquiabiertos a Stinas y a sus compañeros. La lectura del folleto Los trotskistas en la lucha contra los nazis era la prueba fehaciente de que los trotskistas habían combatido a los alemanes como cualquier buen patriota. Después se enterarían de la vergonzosa actitud de la organización trotskista de Estados Unidos, el Socialist Workers Party (Partido Socialista de los Trabajadores) y de su dirigente Cannon.

La IVª Internacional durante la guerra, o sea en esas circunstancias que ponen a prueba a la organizaciones de la clase obrera, se había derrumbado. Sus secciones, unas abiertamente con lo de la «defensa de la patria», las otras con lo de la «defensa de la URSS», habían pasado al servicio de sus burguesías respectivas, contribuyendo, a su nivel, en la carnicería.

En 1947, la UCI rompió todos los lazos políticos y organizativos con la IVª Internacional. En los años siguientes, que fueron el peor período contrarrevolucionario en el plano político, en una época en la que los grupos revolucionarios eran minúsculas minorías y en que muchos de quienes se mantuvieron fieles a los principios de base del internacionalismo proletario y de la Revolución de Octubre estaban completamente aislados, Stinas será el principal representante en Grecia de la corriente Socialismo o Barbarie. Esta corriente, que no llegó nunca a esclarecer la naturaleza plenamente capitalista de las relaciones sociales en la URSS, desarrollando la teoría de una especie de segundo sistema de explotación basado en una nueva división entre «dirigentes» y «dirigidos», se fue separando cada vez más del marxismo para acabar dislocándose en los 60. Al final de su vida, Stinas dejó de dedicarse a una verdadera actividad política organizada, aproximándose a los anarquistas. Murió en 1987.

CR 

Marxismo y nación

La nación es un producto de la historia, como lo fue la tribu, la familia o la ciudad-Estado (la polis). Ha desempeñado un papel histórico necesario y deberá desaparecer una vez cumplido éste.

La clase portadora de esa organización social es la burguesía. El Estado nacional se confunde con el Estado de la burguesía, e históricamente, la obra progresista de la nación y la del capitalismo se confunden: crear, mediante el desarrollo de las fuerzas productivas, las condiciones materiales del socialismo.

Esa obra progresista ha llegado a su fin en la época del imperialismo, la época de las grandes potencias imperialistas, con sus antagonismos y sus guerras.

La nación ha cumplido su misión histórica. Las guerras de liberación nacional y las revoluciones burguesas han dejado tener de ahora en adelante el menor sentido.

La que ahora está al orden del día es la revolución proletaria. Ésta ni engendra naciones ni las mantiene, sino que lo que promulga es la abolición de ellas, de sus fronteras, uniendo a los pueblos de la tierra en una comunidad mundial.

Hoy, defender la nación y la patria no es ni más ni menos que defender el imperialismo, defender el sistema social que provoca las guerras, que no puede vivir sin guerras y que arrastra a la humanidad al caos y la barbarie. Y eso es tan cierto para las grandes potencias imperialistas como para las pequeñas naciones, cuyas clases dirigentes son y no pueden ser otra cosa que los cómplices y socios de las grandes potencias.

«El socialismo es ahora la única esperanza de la humanidad. Por encima de las murallas del mundo capitalista que se están al fin desmoronando, brillan en letras de fuego las palabras del Manifiesto comunista: socialismo o caída en la barbarie» (Rosa Luxemburg, 1918).

El socialismo es cosa de los obreros del mundo entero, y el terreno de su construcción es la del mundo entero. La lucha por derrocar al capitalismo y por edificar el socialismo une a los obreros del mundo entero. La geografía les reparte las tareas: el enemigo inmediato de los obreros de cada país es su propia clase dirigente. Ése es su sector en el frente internacional de lucha de los obreros para derribar al capitalismo mundial.

Si las masas trabajadoras de cada país no toman conciencia de que forman una parte de una clase mundial, nunca podrán emprender el camino de su emancipación social.

No es el sentimentalismo lo que hace que la lucha por el socialismo en un país determinado sea parte íntegra de la lucha por la sociedad socialista mundial, sino la imposibilidad del socialismo en un solo país. El único «socialismo» de colores nacionales y de ideología nacional que haya producido la historia es el de Hitler, y el único «comunismo» nacional es el de Stalin.

Lucha dentro del país contra la clase dirigente y solidaridad con las masas trabajadoras del mundo entero son, en nuestra época, los dos principios fundamentales del movimiento de las masas populares por su liberación económica, política y social. Eso es tan válido en la «paz» como en la guerra.

La guerra entre los pueblos es fratricida. La única guerra justa es la de los pueblos que confraternizan por encima de las naciones y de las fronteras contra sus explotadores.

La tarea de los revolucionarios, en tiempos de «paz» como en tiempos de guerra, es ayudar a las masas a que tomen conciencia de los fines y de los medios de su movimiento, a que se deshagan de sus burocracias políticas y sindicales, a que hagan propios sus propios asuntos, a que no pongan su confianza en ninguna otra «dirección» sino es a los órganos ejecutivos que ellas han elegido y que pueden revocar en cualquier momento, a adquirir la conciencia de su propia responsabilidad política, y ante todo a emanciparse intelectualmente de la mitología nacional y patriótica.

Son los principios del marxismo revolucionario tal como Rosa Luxemburgo los formuló y aplicó en la práctica y que guiaron su política y su acción en la Primera Guerra mundial. Esos principios son los que han guiado nuestra política y nuestra acción en la Segunda Guerra mundial.

La resistencia antifascista: un apéndice del imperialismo

El «movimiento de resistencia», o sea la lucha contra los alemanes en todas sus formas, desde el sabotaje a la guerra de partisanos, en los países ocupados, no puede ser considerado fuera del contexto de la guerra imperialista de la que ese movimiento forma plenamente parte. Su carácter progresista o reaccionario no puede estar determinado ni por la participación de las masas, ni por sus objetivos antifascistas ni por la opresión del imperialismo alemán, sino en función del carácter o reaccionario o progresista de la guerra.

Tanto el ELAS como el EDES([4]) eran ejércitos que continuaron, en el interior del país, la guerra contra los alemanes y los italianos. Eso es lo único que determina estrictamente nuestra postura para con ellos. Participar en el movimiento de resistencia, sean cuales sean las consignas y las justificaciones, significa participar en la guerra.

Independientemente de las disposiciones de las masas y de las intenciones de su dirección, ese movimiento, debido a la guerra que ha llevado a cabo en las condiciones de la Segunda matanza imperialista, es el órgano y el apéndice del campo imperialista aliado.

(...)

El patriotismo de las masas y su actitud ante la guerra, tan contraria a sus intereses históricos, son fenómenos muy conocidos desde la guerra precedente, y Trotski, en cantidad de textos, había advertido sin cesar del peligro de que los revolucionarios se dejaran sorprender, se dejaran arrastrar por la corriente. El deber de los revolucionarios internacionalistas es defender contra la corriente los intereses históricos del proletariado. Aquellos fenómenos no sólo se explican por los medios técnicos utilizados, la propaganda, la prensa, la radio, los desfiles, la atmósfera de exaltación creada al principio de la guerra, sino también por el estado de ánimo de las masas resultante de la evolución política anterior, de las derrotas de la clase obrera, de su desánimo, de la ruina de su confianza en su propia fuerza y en los medios de acción de la lucha, de la dispersión del movimiento internacional y de la política oportunista llevada a cabo por los partidos.

No existe ninguna ley histórica que fije un plazo en el cual las masas, arrastradas primero a la guerra, acabarían por recuperarse. Son las condiciones políticas concretas las que despiertan la conciencia de clase. Las consecuencias horribles de la guerra para las masas hacen desaparecer el entusiasmo patriótico. Con el aumento del descontento, su oposición a los imperialismos y a sus propios dirigentes, agentes de esos imperialismos, aumenta día tras día y despierta su conciencia de clase. Las dificultades de la clase dirigente aumentan, la situación evoluciona hacia una ruptura de la unidad interior, hacia el desmoronamiento del frente interior, hacia la revolución. Los revolucionarios internacionalistas contribuyen a la aceleración de los ritmos de ese proceso objetivo por la lucha intransigente contra todas las organizaciones patrióticas y socialpatrióticas, abiertas o encubiertas, por la aplicación consecuente de la política de derrotismo revolucionario.

Las consecuencias de la guerra, en las condiciones de la Ocupación, han tenido una influencia muy diferente en la psicología de las masas y en sus relaciones con la burguesía. Su conciencia de clase se ha desmoronado en el odio nacionalista, constantemente reforzado por la conducta bestial de los alemanes, la confusión ha ido en aumento, la idea de la nación y de su destino se han puesto por encima de las diferencias sociales, la unión nacional ha salido reforzada, y las masas han quedado sometidas más todavía a su burguesía, representada por las organizaciones de resistencia nacional. El proletariado industrial, quebrado por las derrotas anteriores, disminuido su peso específico, se ha encontrado preso de esta espantosa situación durante toda la duración de la guerra.

Si la cólera y el levantamiento de las masas contra el imperialismo alemán en los países ocupados eran «justas», los de las masas alemanas contra el imperialismo aliado, contra los bombardeos salvajes de los barrios obreros también lo serían. Pero esas cóleras justificadas, reforzada con todos los medios por los partidos de la burguesía de todo matiz, sirve únicamente a los imperialismos, quienes las explotan y utilizan en interés propio. La tarea de los revolucionarios que se han mantenido contra la corriente es la de dirigir esa cólera contra «su» burguesía. Únicamente el descontento contra nuestra «propia» burguesía podrá hacerse fuerza histórica, medio para que la humanidad acabe de una vez por todas con las guerras y las destrucciones.

Cuando el revolucionario, en la guerra, sólo hace alusión a la opresión del imperialismo «enemigo» en su propio país, se convierte en víctima de la mentalidad nacionalista obtusa y de la lógica socialpatriota, cortando así los lazos que unen al puñado de obreros revolucionarios que se han mantenido fieles a su estandarte en los diferentes países, en medio de este infierno en el que el capitalismo en descomposición ha sumido a la humanidad.

(...)

La lucha contra los nazis en los países ocupados por Alemania ha sido un engaño, uno de los medios utilizados por el imperialismo aliado para mantener a las masas encadenadas a su máquina de guerra. La lucha contra los nazis hubiera debido ser la tarea del proletariado alemán. Pero sólo habría sido posible si los obreros de todos los países hubieran combatido contra su propia burguesía. El obrero de los países ocupados que combatía a los nazis lo hacía por cuenta de sus explotadores, no por la suya, y quienes lo arrastraron y animaron a esta guerra eran, fueran cuales fueran sus intenciones y justificaciones, agentes de los imperialistas. El llamamiento a los soldados alemanes para que confraternizaran con los obreros de los países ocupados en la lucha común contra los nazis era, para el soldado alemán, un artificio engañoso del imperialismo aliado. Sólo el ejemplo de la lucha del proletariado griego contra su «propia» burguesía, lo cual, en las condiciones de la Ocupación, significaba luchar contra las organizaciones nacionalistas, hubiera podido despertar la conciencia de clase de los obreros alemanes militarizados y hacer posible la confraternización, y la lucha del proletariado alemán contra Hitler. La hipocresía y el engaño son medios tan indispensables para llevar a cabo la guerra como los tanques, los aviones o los cañones. La guerra no es posible sin haber antes convencido a las masas. Y para convencerlas, primero tienen ellas que creerse que luchan por la defensa de sus bienes. Eso es lo que buscan las promesas de «libertad, prosperidad, aplastamiento del fascismo, reformas socialistas, república popular, defensa de la URSS». Esta labor es la especialidad de los partidos «obreros», que utilizan su autoridad, su influencia, sus lazos con las masas trabajadoras y las tradiciones del movimiento obrero para éstas que se dejen engañar y aplastar mejor.

Por muchas ilusiones que las masas tengan puestas en la guerra, sin las cuales ésta es imposible, no la van a transformar en algo progresista, y únicamente los más hipócritas socialpatriotas podrán abusar de esas ilusiones para justificarla. Todas las promesas, todas las proclamas, todas las consignas de los PS y de los PC en esta guerra no han sido sino otras tantas patrañas.

(...)

La transformación de un movimiento en combate político contra el régimen capitalista no depende de nosotros y de la fuerza de convicción de nuestras ideas, sino de la naturaleza misma de ese movimiento. «Acelerar y facilitar la transformación del movimiento de resistencia en movimiento de lucha contra el capitalismo» habría sido posible si ese movimiento en su desarrollo hubiera podido por sí mismo crear permanentemente, tanto en las relaciones entre las clases como en las conciencias y en la psicología de las masas, unas condiciones más favorables para su transformación en lucha política general contra la burguesía, y, por lo tanto, en revolución proletaria.

La lucha de la clase obrera por sus reivindicaciones económicas y políticas inmediatas puede transformarse a lo largo de su crecimiento en lucha política de conjunto para derrocar a la burguesía. Pero esto es posible por la forma misma de la lucha: las masas, por su oposición a su burguesía y a su Estado y por la naturaleza de clase de sus reivindicaciones, se quitan de encima sus ilusiones nacionalistas, reformistas y democráticas, se liberan de la influencia de las clases enemigas, desarrollan su conciencia, su iniciativa, su espíritu crítico, su confianza en sí mismas. Al ampliarse el terreno de la lucha, las masas son cada vez más numerosas en participar en ella; y cuanto más profundo es el surco en el terreno social tanto más claramente se distinguen los frentes de clase, convirtiéndose el proletariado en eje principal de las masas en lucha. La importancia del partido revolucionario es enorme, tanto para acelerar el ritmo como para la toma de conciencia, la asimilación de las experiencias, la comprensión de la necesidad de la toma revolucionaria del poder por las masas para organizar el levantamiento y organizar su victoria. Pero es el movimiento mismo, por su naturaleza y su lógica interna, el que da la fuerza al partido. Es un proceso subjetivo cuya expresión consciente es la política del movimiento revolucionario. El crecimiento del «movimiento de resistencia» tuvo, también por su naturaleza misma, el resultado totalmente inverso: arruinó la conciencia de clase, reforzó las ilusiones y el odio nacionalistas, dispersó y atomizó todavía más al proletariado en la masa anónima de la nación, sometiéndolo más todavía a su burguesía nacional y sacó a la superficie y llevó a la dirección a los elementos más nacionalistas.

Hoy, lo que queda del movimiento de resistencia (el odio y los prejuicios nacionalistas, los recuerdos y las tradiciones de ese movimiento tan hábilmente utilizado por los estalinistas y los socialistas) es el obstáculo más serio ante una orientación de clase de las masas.

Si hubieran existido posibilidades objetivas de que ese movimiento se transformara en lucha política contra el capitalismo, ya se habrían manifestado sin participación nuestra. Pero en ningún sitio hemos visto la menor tendencia proletaria surgir de sus filas, ni la más confusa siquiera.

(...)

El desplazamiento de los frentes y la ocupación militar del país, como de casi toda Europa, por los ejércitos del Eje no cambian el carácter de la guerra, no crean «cuestión nacional» alguna, ni modifican nuestros objetivos estratégicos ni tareas fundamentales. La tarea del partido proletario en esas condiciones es la de acentuar su lucha contra las organizaciones nacionalistas y preservar a la clase obrera del odio antialemán y del veneno nacionalista.

Los revolucionarios internacionalistas participan en las luchas de las masas por sus reivindicaciones económicas y políticas inmediatas, intentan darles una clara orientación de clase y se oponen con todas sus fuerzas a la utilización nacionalista de esas luchas. En lugar de echar las culpas a los italianos y a los alemanes, explican por qué ha estallado la guerra, de la cual es consecuencia inevitable la barbarie en la que estamos viviendo, denuncian con valentía los crímenes de su «propio» campo imperialista y de la burguesía, representada por las diferentes organizaciones nacionalistas, llaman a las masas a confraternizar con los soldados italianos y alemanes por la lucha común por el socialismo. El partido proletario condena todas las luchas patrióticas, por muy masivas que éstas sean y sea cual sea su forma, y llama abiertamente a los obreros a no meterse en ellas.

El derrotismo revolucionario, en las condiciones de la Ocupación, se encontró con obstáculos espantosos, nunca antes vistos. Pero las dificultades no deben hacer cambiar nuestras tareas. Al contrario, cuanto más fuerte es la corriente, tanto más riguroso debe ser el apego del movimiento revolucionario a sus principios, con tanta más intransigencia debe oponerse a la corriente. Sólo una política así hará que el movimiento sea capaz de expresar los sentimientos de las masas revolucionarias en el mañana y ponerse en cabeza de ellas. La política de sumisión a la corriente, o sea la política de reforzamiento del movimiento de resistencia, habría añadido un obstáculo suplementario a los intentos de orientación de clase de los obreros y habría destruido el partido.

El derrotismo revolucionario, la política internacionalista justa contra la guerra y contra el movimiento de resistencia, está hoy mostrando y mostrará cada día más en los acontecimientos revolucionarios toda su fuerza y todo su valor.

A. Stinas  


[1] Estos extractos están sacados de Mémoires d’un révolutionnaire (Memorias de un revolucionario). Esta obra, que escribió en el último período de su vida, cubre esencialmente los acontecimientos de los años 1912 a 1950 en Grecia: desde las guerras balcánicas que anuncian la Primera Guerra imperialista de 1914-18 hasta la guerra civil en Grecia, prolongación del segundo holocausto mundial de 1939-45. La ironía de la historia es que han sido las ediciones «La Brèche» de París, ligadas a la IVª Internacional de Mandel, las que han editado en francés esas memorias. Su publicación se debe sin lugar a dudas al « papa de la IVª Internacional » de 1943 a 1961, Pablo, y, sin duda, a su... nacionalismo, pues él también era Griego. Y sin embargo, el libro denuncia sin la menor ambigüedad las acciones de los trotskistas durante la Segunda Guerra mundial.

[2] Grecia, país de Stinas, está siendo inundado en estos meses últimos, por una marea de nacionalismo orquestado por el gobierno y todos los grandes partidos « demo­cráticos ».  Éstos han conseguido, en diciembre de 1992, hacer desfilar a un millón de personas por las calles de Atenas para afirmar el carácter griego de Macedonia, región de la antigua Yugoslavia en vías de des­composición.

[3] Stinas ignoró que hubiera otros grupos que defendieran la misma actitud que el suyo en otros países: las corrientes de la Izquierda comunista, italiana (en Francia y Bélgica, especialmente), germano-holandesa (el Communisten­bond Spartacus en Holanda) ; grupos en ruptura con el trotskismo como el de Munis, exiliado en México, o los RKD, formados por militantes austriacos y franceses.

[4] Nombres de los ejércitos de resistencia, controlados esencialmente por los partidos estalinista y socialista.

 

Series: 

  • La Izquierda Comunista en Grecia [5]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Izquierda Comunista [6]
  • Anti-fascismo/racismo [7]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La cuestión nacional [8]

Cuestiones teóricas: 

  • Fascismo [9]
  • Internacionalismo [10]

Revista internacional n° 73 - 2o trimestre de 1993

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Editorial - El nuevo desorden mundial del capitalismo

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Editorial

El nuevo desorden mundial del capitalismo

«The new world (dis)order», así califica la prensa anglosajona al llamado «nuevo orden mundial» que Bush ha dejado en herencia a su sucesor. El panorama es aterrador. La lista de desdichas que abruman a la humanidad es larga. La prensa y la televisión lo dicen, pues resulta imposible ocultar los hechos y además si no lo contaran se desprestigiarían por completo. Además, lo que les importa precisamente es dar cuenta de unos acontecimientos trágicos que se van acumulando pero que no tendrían ninguna relación entre ellos, no tendrían, en su variedad, raíces comunes. En resumen, lo que les interesa cuando con tanta «libertad» nos hablan de todo lo que ocurre, es que no se vean las causas profundas de esos acontecimientos, o sea, el atolladero histórico en que está metido el capitalismo, su putrefacción. Eso es lo que relaciona la multiplicación de guerras imperialistas, la agravación brutal de la crisis económica mundial, los estragos que ésta provoca. Ser capaz de ver la íntima relación entre todas esas características del mundo capitalista de hoy, reconocer la influencia mutua en la agravación de cada una de ellas, significa poner al desnudo la barbarie sin límites a la que el capitalismo nos está arrastrando, el abismo sin fondo en el que hunde a la especie humana.
Reconocer el vínculo, la causa y la unidad entre esos diferentes elementos de la realidad del capital favorece además la toma de conciencia de los retos históricos que la humanidad tiene ante sí. Sólo existe una alternativa a la catástrofe irreversible. Es la de destruir la sociedad capitalista e instaurar otra radicalmente diferente. Sólo existe una fuerza social capaz de asumir esa tarea: el proletariado, el cual es a la vez clase explotada y clase revolucionaria. Sólo él podrá derrocar al capital, acabar con todas las catástrofes, hacer que surja el comunismo, una sociedad en la cual los hombre no se verán condicionados a lanzarse bestialmente a mutuo degüello y en la que podrán vivir sus contradicciones en armonía.

 

Poco peso tienen las palabras para  denunciar la barbarie y la multitud de  los mortíferos conflictos locales que salpican de sangre el planeta. Ni un sólo continente se salva. Y por mucho que se diga, esos conflictos no son el resultado de odios ancestrales que los harían fatales, inevitables, ni el resultado de una especie de ley natural según la cual el ser humano sería malo por definición, buscador ansioso de guerras y enfrentamientos. Este progresivo hundi­miento en la barbarie de las guerras impe­rialistas no se debe en absoluto a no se sabe qué sino natural. Es la plasmación del ato­lladero histórico en el que se encuentra el capitalismo. La descomposición que corroe la sociedad capitalista, la ausencia de perspectiva y de esperanza, si no es la de la supervivencia individual, en bandas armadas contra todos los demás, es la responsable de las guerras locales entre poblaciones que vivían muy a menudo en relativo buen entendimiento, poblaciones que llevaban conviviendo desde hace décadas o siglos.

La putrefacción del capitalismo es la responsable de los miles de muertos, de las viola­ciones y torturas, de las hambrunas y priva­ciones que afectan a las poblaciones, a mujeres, a hombres, jóvenes y ancianos. Es la responsable de los millones de refugiados aterrorizados, obligados a abandonar sus casas, sus aldeas y regiones y sin duda para siempre. Aquélla es responsable de la separa­ción de familias enlutadas, de los niños que enviados a otras partes suponiendo que así evitarán los horrores, las matanzas y la muerte, o el alistamiento forzado y a quienes ya nadie volverá a ver. Es responsable de la sima de sangre y venganzas que se ha abierto para largo tiempo entre pueblos, etnias, regiones, aldeas, vecinos, parientes. Es responsable de la pesadilla cotidiana en la que viven inmersos millones de seres humanos.

La descomposición del capitalismo es responsable también de la expulsión fuera de la producción capitalista, de toda producción, de cientos de miles de personas, mujeres y hom­bres, que por el ancho mundo se ven redu­cidos a hacinarse en los inmensos suburbios de las villasmiseria que rodean las megaló­polis. Quienes tienen más «suerte» logran a veces encontrar un trabajo sobreexplotado con el que intentar subalimentarse; los demás empujados por el hambre, obligados a pedir limosna, a robar, a dedicarse a tráficos de todo tipo, a buscar qué comer en los basureros, inexorablemente arrastrados a la delincuencia, a la droga y al alcohol, abandonan a sus hijos cuando no los venden todavía críos para trabajar como esclavos en las minas, en los incontables talleres, cuando no es para prosti­tuirlos desde la más tierna edad. ¿Con qué palabras decir esa multiplicación de raptos de niños a quienes se les extraen órganos, a aquél un riñón, al otro un ojo, a aquel los dos para la venta? ¿Cómo extrañarse después que semejante decrepitud moral y material, que afecta a millones de seres humanos, haya abastecido y siga abasteciendo cantidades de hombres, adolescentes, críos de 10 años listos para toda clase de horrores y bajezas, «libres» de todo tipo de moral, desprovistos de los valores más elementales, sin el menor respeto, para quienes la vida ajena vale menos que nada pues la suya propia no tiene el menor valor desde que nacieron, dispuestos a conver­tirse en mercenarios de cualquier ejército, guerrilla o banda armada, dirigida por cualquier jefezuelo, capo mafioso, general, sargento o caid, dispuestos a torturar a quien haga falta, a matar al primero que se ponga por delante, a violar, al servicio de la primera «limpieza étnica» que se presente y demás horrores.

Causa y responsable de tal creciente desbarajuste: el callejón sin salida histórico en que está metido el capitalismo.

La descomposición del capitalismo:
abono de guerras y conflictos locales

La descomposición del capitalismo es responsable de las aterradoras guerras que se pro­pagan como la pólvora por los territorios de la ex-URSS, en Tayikistán, en Armenia, en Georgia... Es responsable de la continuación interminable de los enfrentamientos entre milicias, ayer aliadas, en Afganistán, las cuales disparan a ciegas sus misiles, hoy una y mañana la otra, sobre Kabul. Es responsable de la continuación de la guerra en Camboya. Es responsable de la propagación dramática de las guerras y enfrentamientos interétnicos en todo el continente africano. Es responsable del resurgir de las «pequeñas» guerras entre ejércitos, guerrillas y mafias en Perú, Colombia, Centroamérica. Y si a la población le falta de todo, las bandas armadas, sean estatales o no, poseen existencias conside­rables de armas gracias a menudo al dinero del narcotráfico, en plena expansión mundial, que ellas controlan.

La descomposición del capitalismo es, en fin, responsable del estallido de Yugoslavia y del caos que en ella se ha instalado. Obreros que trabajaban en las mismas fábricas, que luchaban y hacían huelga juntos, contra el Estado capitalista yugoslavo, campesinos que cultivaban tierras vecinas, niños que iban a la misma escuela, muchas familas, fruto de matrimonios «mixtos», se ven hoy separados por un abismo de sangre, de matanzas, de torturas, de violaciones, de odio.

«Los combates entre serbios y croatas acarrearon unos 10 000 muertos. Los combates en Bosnia Herzegovina, varias decenas de miles (el presidente bosnio habla de 200 000), de los cuales 8000 en Sarajevo. (...) En el territorio de la ex Yugoslavia, se calcula en 2 millones la cantidad de refu­giados y de víctimas de la “limpieza étnica”»([1]).

Millones de mujeres, de hombres, de fami­lias, han visto sus vidas y sus esperanzas arruinadas, sin posible retorno. Sin ninguna otra perspectiva si no es la desesperanza o peor todavía, la venganza ciega.

Los antagonismos imperialistas agudizan los conflictos locales

Hay que denunciar con la mayor de las ener­gías las mentiras de la burguesía de que el período actual de caos sería pasajero. Sería el precio a pagar por la muerte del estalinismo en los países del Este. Nosotros, comunistas, afirmamos que el caos y las guerras van a seguir desarrollándose y multiplicándose. La fase de descomposición del capitalismo no va a ofrecer ni paz ni prosperidad. Muy al contra­rio, va a agudizar todavía más que en el pasado los apetitos imperialistas de todos los Estados capitalistas sean poderosos o más débiles. «Cada uno a por la suya» y «todos contra todos», esa es la ley que se impone a todos, pequeños o grandes. No hay ni un solo conflicto donde los intereses imperialistas estén ausentes. Al igual que la naturaleza, que como suele decirse no soporta el vacío, lo mismo le ocurre al imperialismo. Ningún Esta­do, sean cuales sean sus fuerzas, puede dejar abandonada a una región o a un país «a su alcance» so pena de ver cómo se apodera de ellos un rival. La lógica infernal del capi­talismo empuja inevitablemente a la inter­vención de los diferentes imperialismos.

Ningún Estado, sea cual sea, grande o pequeño, poderoso o débil, puede evitar la lógica implacable de las rivalidades y enfren­tamientos imperialistas. Lo que sencillamente ocurre es que los países más débiles, al pro­curar defender sus intereses particulares lo mejor que pueden, acaban alineándose, de grado o por la fuerza, en función de cómo evolu­cionan los grandes antagonismos mun­diales. Y así participan todos en la extensión devastadora de las guerras locales.

El actual período de caos no es pasajero. La evolución de los frentes imperialistas globales en torno a las principales potencias imperialistas del planeta, los Estados Unidos, claro está, pero también Alemania, Japón y, en menor medida, Francia, Gran Bretaña, Rusia([2]) y China, es la de seguir echando leña al fuego de las guerras locales. De hecho, es el corazón mismo del capitalismo mundial, especialmente las viejas potencias imperia­listas occidentales, el que está alimentando la hoguera de los enfrentamientos y de las guerras locales. Así ocurre en Afganistán, en las repúblicas asiáticas de la ex URSS, en Oriente Medio, en Africa (Angola, por ejemplo), en Rwanda, en Somalia, y, claro está, en ex Yugoslavia.

Yugoslavia o las dificultades crecientes del imperialismo americano
para imponer su liderazgo sobre las demás potencias

La ex Yugoslavia se ha convertido en punto central de las rivalidades imperialistas globales, el lugar en el cual, con la espantosa guerra que allí está desarrollándose, se cristalizan los principales choques imperialistas del período actual. El atolladero histórico en que se encuentra el capitalismo decadente, su fase de descomposición, es responsable del estallido de Yugoslavia (al igual que el de la URSS) y de la agravación de las tensiones entre los pueblos que formaban parte de ella. Pero son los intereses imperialistas de las grandes potencias los responsables del estallido y de la dramática agravación de la guerra. El reconocimiento de Eslovenia y de Croacia por Alemania provocó la guerra, como lo dice y repite, no sin segundas intenciones, la prensa anglosajona. Los Estados Unidos, pero tam­bién Francia y Gran Bretaña, animaron firmemente a Serbia, la cual no se hizo de rogar, a dar una corrección militar a Croacia. A partir de entonces, los intereses imperia­listas divergentes de las grandes potencias han sido determinantes en el incremento de la barbarie guerrera.

Las atrocidades perpetradas por unos y otros, especialmente la abominable «limpieza étnica» de la que son culpables las milicias serbias en Bosnia, son cínicamente utilizadas por la propaganda mediática de las potencias occidentales para justificar sus intervenciones políticas, diplomáticas y militares y ocultar sus intereses imperialistas divergentes. De hecho, tras los discursos humanitarios, las grandes potencias se enfrentan y mantienen encendida la hoguera mientras siguen haciendo de bomberos.

Desde que terminó la llamada guerra fría y desaparecieron los bloques imperialistas, la sumisión al imperialismo americano por parte de potencias como Alemania, Francia y Japón, por sólo citar a las más intrépidas, ha desapa­recido. Desde el final de la guerra del Golfo, esas potencias han venido defendiendo cada vez más sus propios intereses, poniendo en entredicho el liderazgo de EE.UU.

El estallido de Yugoslavia y la influencia creciente de Alemania en aquella zona, especialmente en Croacia, y por lo tanto en el Mediterráneo, significa un revés para la burguesía estadounidense en términos estraté­gicos([3]) y un mal ejemplo sobre sus capa­cidades de intervención política, diplomática y militar. Todo lo contrario de la lección que dio cuando la guerra del Golfo.

«Hemos fracasado» ha afirmado Eagel­burger, ex secretario de Estado de Bush. «Desde el principio hasta ahora, les digo que no conozco medio alguno para parar (la guerra) si no es el uso masivo de la fuerza militar»([4]). ¿Cómo es posible que el imperialismo americano, tan rápido para usar una impresionante armada contra Irak hace dos años, no haya recurrido hasta ahora al uso masivo de la fuerza militar?.

Desde el verano pasado, cada vez que los americanos estaban a punto de intervenir militarmente en Yugoslavia, cuando querían bombardear las posiciones y los aeropuertos serbios, sus rivales imperialistas europeos les ponían una oportuna zancadilla que frenaba la máquina de guerra norteamericana. En junio del año pasado el viaje de Mitterrand a Sarajevo hecho en nombre de la «ingerencia humanitaria», permitió a los serbios liberar el aeropuerto a la vez que salvaban la cara ante las amenazas de intervención de EEUU; el envío de fuerzas francesas y británicas entre los soldados de la ONU y su posterior reforza­miento, las negociaciones, después, del Plan Owen-Vance entre todas las partes en con­flicto, han ido desmontando las justificaciones y, sobre todo, han debilitado considerable­mente las posibilidades de éxito de una intervención militar estadounidense. Lo que sí han incrementado, en cambio, son los combates y las matanzas. Como así se ha visto cuando las negociaciones de Ginebra del Plan Owen-Vance, que aprovecharon los croatas para reanudar la guerra contra Serbia en Krajina.

Las vacilaciones de la nueva adminis­tración Clinton en el apoyo del Plan Owen-Vance, hecho en nombre de la CEE y de la ONU, ponen de relieve las dificultades ame­ricanas. Lee Hamilton, presidente demócrata del Comité de Asuntos exteriores de la Cámara de representantes, resume bien el problema al que está enfrentada la política imperialista de EEUU: «El hecho sobre­saliente aquí es que ningún líder está dispuesto a intervenir masivamente en la ex Yugoslavia con el tipo de medios que hemos utilizado en el Golfo para rechazar la agresión, y si no están dispuestos a intervenir de esta manera, tendrán ustedes entonces que arreglárselas con medios más débiles y trabajar en ese marco»([5]).

Siguiendo los consejos realistas de Hamilton, el gobierno de Clinton ha entrado en razón y ha acabado apoyando el Plan Owen-Vance. Igual que en una partida de póker, decidió acto seguido reanudar los convoyes humanitarios y mandar a su aviación a lanzar víveres en paracaídas a las poblaciones ham­brientas de Bosnia([6]). En el momento en que escribimos este artículo, los contenedores de alimentos lanzados «al paisaje» no han sido todavía encontrados...Por lo visto, los lanza­mientos «humanitarios» tienen tanta precisión como las bomas de la guerra «quirúrgica» en Irak. Lo que si han dado como resultado, en cambio, es que se haya reanudado la guerra en torno a las ciudades asediadas. El número de víctimas aumenta dramáticamente, los desmanes se multiplican, cada vez más ancianos, niños, mujeres y hombres se ven obligados a huir desesperadamente entre la nieve y el frío, bajo los bombardeos, los disparos de los «snipers» aislados. Lo que le importa a la burguesía americana es empezar a imponer su presencia en el terreno. Sus rivales no se engañan. «Ante el recrude­cimiento de los combates y a título humani­tario», claro está, las burguesías alemana y rusa ya hablan abiertamente de ­intervenir a su vez participando en el lanza­miento de víveres e incluso el envío de tropas al campo de batalla. La población podrá inquietarse aún más: sus penas distan mucho de haberse terminado.

El imperialismo lleva a los enfrentamientos militares

Todas las declaraciones de los dirigentes americanos lo confirman: Estados Unidos está obligado a hacer cada vez más uso de la fuerza militar. O lo que es lo mismo, a añadir leña al fuego de los conflictos y las guerras. Las cam­pañas humanitarias han sido la justificación de las demostraciones de fuerza que los EEUU han llevado a cabo en Somalia e Irak última­mente. Esas demostraciones «humanitarias» tenían como objetivo el reafirmar la potencia militar estadounidense ante el mundo entero y, por contraste, la impotencia europea en Yugoslavia. También tenían la finalidad de preparar la intervención militar en Yugoslavia respecto los demás imperialismos rivales (como ante la población norteamericana). Como ya hemos dicho, hasta ahora el resul­tado no ha estado ni mucho menos a la altura de las esperanzas de EEUU. En cambio, sí que continúan el hambre y los enfrentamientos militares entre fracciones rivales en Somalia. En cambio, sí que se están agudizando las tensiones imperialistas regionales en Oriente Medio y los kurdos y los shiíes siguen sopor­tando el terror de los Estados de la zona.

El incremento del uso de la fuerza militar por parte del imperialismo USA tiene la conse­cuencia de que sus rivales se ven arrastrados a desarrollar su fuerza militar. Así ocurre con Alemania y Japón, países que quieren cambiar sus constituciones respectivas, herencia de su derrota en 1945, que pone límites a sus capa­ci­dades de intervención militar. También tiene la consecuencia de la agudización de la riva­lidad entre EEUU y Europa. La formación del cuerpo de ejército franco-alemán ha sido ya una plasmación de esa agudización. En Yugoslavia, una verdadera controversia política se ha iniciado para saber si «la ingerencia humanitaria» debe realizarse bajo mado de la ONU o de la OTAN. De manera más general, «una situación crítica se está desarrollando entre el gobierno de Bonn y la OTAN»([7]), cosa que afirma también el antiguo presidente francés Giscard d'Estaing: «la defensa es el punto de bloqueo de las relaciones euro-norteamericanas»([8]).

La repugnante hipocresía de la burguesía no tiene límites. Todas las intervenciones militares norteamericanas o con tapadera onu­siana, en Somalia, Irak, Camboya, Yugos­lavia, se han hecho en nombre de la ayuda e ingerencia humanitarias. Y lo único que han acarreado es que se han incrementado el horror, las guerras, las matanzas, ha aumen­tado el número de refugiados que huyen de los combates, ha multiplicado la miseria y el hambre. Además han puesto de manifiesto agudizándolas todavía más, las rivalidades imperialistas entre pequeñas, medianas y sobre todo grandes potencias. Todas se ven acuciadas a desarrollar sus gastos de arma­mento, a reorganizar sus fuerzas militares en función de los nuevos antagonismos. Ese es el significado real del «deber de ingerencia humanitaria» que se otorga la burguesía, ésos son los resultados de las campañas sobre el humanitarismo y la defensa de los derechos del hombre.

La descomposición y las rivalidades imperialistas crecientes
son el resultado del atolladero económico del capitalismo

La razón básica del callejón sin salida en que está metido el capitalismo y que provoca la multiplicación y la horrible agravación de las matanzas imperialistas, es su incapacidad para superar y resolver las contradicciones de su economía. La burguesía es incapaz de resolver la crisis económica. Así presenta un economista burgués esa contradicción, expresando su preocupación por el futuro de los habitantes de Bangladesh:

«Incluso si, por no se sabe qué milagro de la ciencia [sic], pudieran producirse bas­tantes alimentos para que pudieran comer, ¿cómo encontrarían el empleo remunerado necesario para comprar esos alimentos?»([9]).

Para empezar, hay que tener más cara que espalda para afirmar semejantes cosas. Decir que hoy es imposible (sin un milagro, dice ese tipo) alimentar a la población de Bangladesh es indignante. Al mundo entero podría alimen­tarse hoy. Y de eso es el propio capital quien da la prueba, cuando incita y paga a los cam­pesinos de los países industriales para que autolimiten su producción y dejen en barbecho más y más tierras. No es desde luego una sobreproducción de bienes, especial­mente los nutritivos, respecto a las necesi­dades, sino, como el ilustre profesor de universidad citado (un inútil al no poder resolver la contradicción y un hipócrita pues hace como si no hubiera tal contradicción, como si no existieran hoy unas inmensas capacidades de producción) lo subraya, es una sobreproducción porque la mayoría de la población mundial no tiene la menor posi­bilidad de comprarla. Porque los mercados están saturados.

Hoy en día, el capitalismo mundial son millones de seres humanos que se mueren porque ni posibilidad tienen de procurarse alimentos, miles de millones están malnu­tridos mientras las principales potencias industriales, las mismas que gastan miles de millones de dólares en sus intervenciones militares imperialistas, a sus campesinos les imponen disminuir la producción. Ya no sólo es que el capitalismo sea un sistema brutal y asesino, es que además se ha vuelto totalmente absurdo e irracional. Por un lado, sobrepro­ducción que obliga a cerrar fábricas, a dejar baldías tierras de cultivo, a millones de obreros sin trabajo, por otro lado, millones de personas sin recursos y atenazados por el hambre.

El capitalismo no puede superar esa contradicción como lo hacía en el siglo pasado mediante la conquista de nuevos mercados. Ya no quedan mercados en el planeta. Tampoco puede el capitalismo, por ahora, meterse en la única perspectiva que pueda él «ofrecer» a la humanidad: una tercera guerra mundial, como así pudo hacerlo en dos ocasiones ya desde 1914, dos guerras mundiales con sus riadas de millones de muertos. Y no puede, primero porque han dejado de existir dos bloques constituidos, necesarios para semejante holocausto, desde que desaparecieron la URSS y el Pacto de Varsovia; por otro lado, la población, y muy especialmente el proletariado, de las principales potencias imperialistas de Occidente, no está dispuesta para tal sacrificio. Y así, el capitalismo se está hundiendo en una situa­ción sin salida pudriéndose en sus propias raíces.

En estas condiciones de atolladero histó­rico, las rivalidades económicas se agudizan tanto como las rivalidades imperialistas. La guerra comercial se agrava al igual que se agravan las guerras imperialistas. Y la descomposición de la URSS, etapa importante en el desarrollo dramático del caos general en el plano imperialista, también ha sido un acelerador importante de la compe­tencia entre las naciones capitalistas y muy especialmente entre las grandes potencias: «Con la desaparición de la amenaza soviética, las desigualdades y los conflictos económicos entre los países ricos son más difíciles de controlar»([10]). Por eso resulta impo­si­ble, hasta ahora, cerrar las negocia­ciones del GATT, por eso no cesan las querellas y las amenazas de proteccionismo entre EEUU, Europa y Japón.

El capitalismo está en bancarrota y la guerra comercial se ha desatado. La recesión hace estragos hasta en las economías más fuertes, Estados Unidos, Alemania, Japón, todos los Estados europeos. Ningún país está protegido contra ella. A cada uno la recesión obliga a defender con uñas y dientes sus intereses. Es un factor suplementario de tensiones entre las grandes potencias.

A partir de la descomposición del capi­talismo, del caos que le acompaña y, sobre todo, a partir de la explosión de la URSS, las guerras imperialistas se han vuelto más salvajes, más bestiales y al mismo tiempo más numerosas. Ningún continente se libra de ellas. Asimismo, hoy, la crisis económica toma un carácter más profundo, más irreversible que nunca, más dramático, y afecta a todos los países del globo. Uno y otro vienen a agravar dramá­ticamente la catástrofe generalizada que representa la supervivencia del capitalismo.

Cada día que pasa es una tragedia ­suple­mentaria para millones de seres humanos. Cada día que pasa es también un paso más hacia la caída irreversible del capitalismo en la destrucción de la humanidad. La alternativa es terrible: o caída definitiva en la barbarie, sin posible retorno, o revolución proletaria y apertura de una perspectiva de un mundo en el que los hombres vivirán en una auténtica comunidad. ¡Obreros de todos los países, listos para el combate contra el capitalismo!

RL
4/03/93

 

[1] Le Monde des débats, febrero de 1993.

[2] Después de haber visto el final de la URSS, ¿vamos a presenciar el de la Federación rusa?. En todo caso, la situación se está deteriorando rápidamente tanto en lo económico como en lo político. El caos despliega sus alas, la anarquía, las mafias, la violencia imperan, la recesión se instala, la miseria y la desesperación se hacen cotidianas. Yeltsin parece no gobernar nada, con un poder debilitado y puesto en constante entredicho. La agravación de la situación en Rusia tendrá inevitables consecuencias a nivel internacional.

[3] El interés directamente económico, el apoderarse de un mercado particular, es algo cada día más secundario en el desarrollo de las rivalidades imperialistas. El control de Oriente Medio, y por lo tanto del petróleo, por Estados Unidos, corresponde más a un interés estratégico respecto a otras potencias rivales, Alemania y Japón especialmente, las cuales dependen de esa región para su abastecimiento, que a los beneficios financieros que pudieran sacar de ese control.

[4] International Herald Tribune, 9/02/93.

[5] International Herald Tribune, 5/02/93.

[6] En el momento en que redactamos este artículo, el atentado del World Trade Center de Nueva York no ha sido todavía elucidado. Es muy probable que sea el resultado de agudización de las rivalidades imperialistas. Puede que sea obra de un Estado que intenta presionar en la clase dominante americana (como así ocurrió con los atentados terroristas de septiembre de 1976 en París), puede que sea una provocación. En cualquier caso, el crimen es utilizado por la burguesía americana para crear un sentimiento de miedo en la población, para que ésta cierre filas en torno al Estado y para justificar intervenciones militares en el futuro.

[7] Die Welt, 8 de febrero de 1993.

[8] Le Monde, 13 de febrero de 1993.

[9] M.F. Perutz, de la Universidad de Cambridge citado por el International Herald Tribune, 20/02/93.

[10] Washington Post, citado por International Herald Tribune, 15 febrero de 1993.

El despertar de la combatividad obrera - La crisis económica empuja al proletariado a luchar

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El despertar de la combatividad obrera

La crisis económica empuja al proletariado a luchar

La quiebra económica del capitalismo tiene consecuencias terribles para el proletariado mundial. Los cierres de empresas y los despidos se multiplican por todas partes. Especialmente en las principales potencias económicas e imperialistas, en Estados Unidos, en Europa, e incluso en Japón; en los sectores centrales como el automóvil, la construcción aeronáutica, la siderurgia, la informática, los bancos y los seguros, el sector público, etc. He aquí una pequeña muestra de lo que oficialmente se espera: 30 000 despidos en Volkswagen, 28 000 en Boeing, 40 000 en la siderurgia alemana, 25 000 en IBM donde ya hubo 43 000 en 1992... Esos despidos masivos, vienen acompañados de una baja de salarios, reducciones drásticas del « salario social » (seguridad social, ayudas y subsidios diversos), de las pensiones, etc. Las condiciones de trabajo para quienes tienen todavía la gran « suerte » de trabajar se están deteriorando gravemente. Se reducen los subsidios de desempleo y eso cuando existen. La cantidad de vagabundos sin techo, de familias obreras obligadas a tender el plato en los organismos de caridad, de pordioseros, se está incrementando a toda velocidad en todos los países industrializados. Obreros de Norteamérica y de Europa occidental empiezan a sufrir la pauperización absoluta como, antes que ellos, sus hermanos de clase de los países del llamado Tercer mundo y de Europa del Este.

Del mismo modo que los conflictos imperialistas estallan por todas partes a la vez, y con una bestialidad inaudita, los ataques contra los obreros caen con una dureza que hace poco tiempo ni siquiera podía imaginarse, en todos los sectores y en todos los países al mismo tiempo.

Pero a diferencia de los conflictos guerreros producto de la descomposición del capitalismo, la catástrofe económica de este sistema y sus consecuencias para la clase obrera, van a permitir que se despierte la esperanza y la perspectiva de una alternativa comunista a este mundo de espantosas miserias y crueles atrocidades.

Ya desde el otoño del 92 y la reacción obrera masiva en Italia, el proletariado ha vuelto a reanudar la lucha. A pesar de sus debilidades, las manifestaciones de los mineros en Gran Bretaña, los signos patentes de cólera en Francia o España, y las manifestaciones de los obreros de la siderurgia en Alemania, son expresiones del retorno de la combatividad obrera. Inevitablemente, el proletariado internacional deberá contestar a los ataques que está soportando. Inevitablemente deberá volver al camino de la lucha de clase. Pero le queda mucho trecho antes de que pueda presentar claramente ante una humanidad humillada, la perspectiva de la revolución proletaria y del comunismo. Deberá luchar, claro está, pero también deberá aprender cómo hacerlo. En la defensa de sus condiciones de vida, en sus luchas económicas, en la búsqueda de una unidad cada vez más amplia, deberá afrontar las manipulaciones y salvar las zancadillas de los sindicatos, tendrá que desmontar las trampas corporativistas, identificar como tales las siniestras farsas de división de los sindicalistas radicales, «de base», evitar esas ratoneras políticas falsamente radicales que arman los izquierdistas. Deberá desarrollar sus capacidades de organización, agruparse, mantener asambleas generales abiertas a todos, trabajadores activos o desempleados, formar comités de lucha, manifestarse en las calles llamando a la solidaridad activa. Resumiendo, deberá llevar a cabo un combate político, difícil y firme, por el desarrollo de sus luchas y la afirmación de su perspectiva revolucionaria. Para los obreros no hay otra opción sino la de la lucha y el combate político. De ese combate dependen sus condiciones generales de existencia. De ese combate depende su futuro. De esa lucha depende el futuro de la humanidad entera.

RL
5 de marzo de 1993

 

Crisis económica mundial - El capital alemán con el agua al cuello

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Crisis económica mundial

El capital alemán con el agua al cuello

Este texto está extraído de un Informe sobre la situación en Alemania, realizado por Weltrevolution, la sección de la CCI en ese país. Aunque trate la situación allí, la verdad es que traduce la situación generalizada de crisis capitalista que atraviesan todos los países del mundo. La economía alemana, antaño ejemplo de la «buena salud» del capitalismo que la propaganda burguesa nos refregaba continuamente, se ha convertido en un símbolo del hundimiento del sistema. Ese bastión esencial del capitalismo, que hace apenas unos años parecía de lo más sólido, cae hoy en la crisis más grave desde los años 30. Con ello se hacen patentes tanto la gravedad actual de la crisis económica mundial, como también la perspectiva de futuras tormentas que han de estremecer el conjunto del edificio económico capitalista. Ya no hay modelos de capitalismo en «buen estado de salud» que la burguesía pueda vendernos para hacernos creíble la ilusión de que para salir de la crisis, sería suficiente con aplicar una gestión rigurosa. La situación en Alemania muestra hoy que, incluso los países que se han distinguido por una gestión económica «intachable», y en los que los explotadores han felicitado a los obreros por su disciplina, no escapan sin embargo a la crisis. Quedan así ridiculizados los constantes llamamientos al rigor por parte de la clase dominante. Ninguna política económica de la burguesía puede solucionar la quiebra generalizada del sistema capitalista. Los sacrificios que en todas partes se imponen al proletariado no anuncian un futuro mejor, sino un crecimiento de la miseria sin que en el horizonte se perfile ninguna solución, ni siquiera en los países más industrializados.

La aceleración brutal de la crisis

La recesión en USA de finales de los años 80, aunque eclipsada por el hundimiento del Este y la celebración por parte de los medios de comunicación del «triunfo de la economía de mercado», no ha sido algo simplemente coyuntural, sino de una gran significación histórica. Tras el hundimiento definitivo del Tercer Mundo y del Este, llegaba el turno de la caída de uno de los tres principales motores de la economía mundial, paralizado por una montaña de deudas. Después, 1992 se ha revelado como un año verdaderamente histórico con el desplome económico, oficial y espectacular, de los dos gigantes que quedaban: Japón y Alemania.

Tras el «boom» puntual que produjo la unificación, ni siquiera el endeudamiento ha impedido la entrada de Alemania en la recesión. Esto significa que, como en USA, esta recesión es de una importancia sin precedentes. El incremento de la deuda pública impide a Alemania financiar una salida de su marasmo actual. Con ello no sólo se certifica su entrada oficial en la recesión, sino también su fracaso como polo de crecimiento de la economía mundial y como pilar de la estabilidad económica en Europa.

La burguesía alemana es la última y más espectacular víctima de la explosión del caos económico y de la crisis incontrolable.

La recesión en Alemania

En comparación con el boom de los tres últimos años, la economía alemana se hundió, literalmente, durante el tercer trimestre de 1992. El crecimiento anual del Producto nacional bruto (PNB), que a finales de 1990 se situaba en un 5 %, ha caído de repente a cerca de un 1 %, para los seis primeros meses de 1993. Si se preveía un crecimiento del 7 % en la ex RDA, la realidad depara un crecimiento negativo. Los pedidos de bienes y servicios han caído un 8 % en los últimos seis meses. La producción de un sector tan vital como el de maquina-herramientas cayó un 20 % en 1991 y un 25 % en 1992. La producción industrial total bajó el año pasado y se espera un descenso del 2 % para éste. La producción textil ha caído un 12 %. La exportación, motor tradicional de la economía alemana, habitualmente capaz de hacerla salir de los baches anteriores, ya no es ahora capaz de engendrar el menor efecto positivo, dada la restricción de exportaciones debidas a la recesión mundial y el crecimiento de la importaciones por las necesidades de la unificación. La balanza de pagos, que en 1989 presentaba un superávit de más de 57 mil millones de dólares, ha alcanzado en 1992 un déficit récord de 25 mil millones de dólares. La devaluación durante el pasado otoño de las divisas británica, italiana, española, portuguesa, sueca y noruega, ha hecho que en pocos días, las mercancías alemanas hayan pasado a ser casi unos 15 % más caras. El número de quiebras de empresas, aumentó el pasado año casi un 30 %. La industria automovilística ha planificado para este año una reducción de la producción de cerca del 7 %. Otras industrias básicas como el acero, la química, la electrónica y la mecánica prevén recortes similares. Uno de los más importantes productores de acero y maquinaria –Klöckner– está al borde de la bancarrota.

La consecuencia de todo ello es una brutal escalada de despidos. Así la Volkswagen, que prevé para este año una caída de las ventas de un 20 %, pretende despedir este año a 12 500 trabajadores, uno de cada diez empleados. La Daimler Benz (Mercedes, AEG, DASA Aeroespacial) despedirá a 11 800 obreros este año, y pretende liquidar 40 mil puestos de trabajo de aquí a 1996. Igualmente, en Correos-Telecomunicaciones (13 500 despidos), Veba (7000), MAN (4500), Lufthansa (6000), Siemens (4000), etc.

La cifra oficial del paro a finales de 1992 era de 3 126 000 trabajadores, el 6,6 % en Alemania occidental y del 13,5 % en la ex RDA (1,1 millones de obreros). Casi 650 mil trabajadores están empleados a tiempo parcial en el Oeste y  233 mil en el Este. En lo que fue la RDA, en estos tres últimos años, se han eliminado 4 millones de puestos de trabajo y cerca de medio millón de trabajadores se encuentra realizando cursos de reciclaje del Estado. Y esto no es más que el principio. Incluso las predicciones oficiales, prevén tres millones y medio de parados a finales de este año, en el conjunto de Alemania. En la parte oriental, para mantener el nivel de empleo actual, la producción de bienes y servicios debería aumentar este año un imposible 100 %. Según datos oficiales, en las ciudades alemanas faltan tres millones de viviendas, mientras 4,2 millones de personas viven por debajo del nivel del salario mínimo (es decir casi cincuenta veces más que en 1970). Según las previsiones de organizaciones semioficiales, el paro alcanzará este año la cifra de cinco millones y medio de trabajadores, y eso sin incluir a las 1,7 millones de personas que están haciendo cursos de aprendizaje en las nuevas regiones del Este, con contratos de creación de trabajo, en trabajo a tiempo parcial o jubilaciones anticipadas (que por sí solas cuestan 50 mil millones de marcos).

La explosión del endeudamiento

Cuando Kohl llegó a la cancillería en 1982, la deuda pública ascendía a 615 mil millones de marcos, el 39 % del PNB, es decir 10 mil marcos por habitante. Hoy, la deuda alcanza los 21 mil marcos por habitante, más del 42 % del Producto nacional bruto, y se espera que pronto supere el 50 % del PNB. Para devolver esta deuda, cada alemán debería trabajar sin cobrar seis meses. La deuda pública se sitúa hoy en 1,7 billones de marcos y se prevé que a finales de siglo supere los dos billones y medio de marcos. Ha habido que esperar cuarenta años para que en 1990 el Estado alemán se endeudara con un primer billón de marcos. El segundo billón se espera para finales de 1994, o 1995 como más tarde. El Estado alemán sustrae en impuestos 1,4 millones de marcos por minuto. En esa misma fracción de tiempo contrae nuevas deudas por valor de 217 mil marcos.

Las banca bajo control estatal (Kreditanstalt für Wiederaufbau, Deutsche Ausgleichsbank, Berliner Industriebank), han prestado mas de cien mil millones de marcos a las empresas de Alemania del Este de 1989 a 1991. La mayor parte de esos prestamos jamás se cobrarán, lo mismo que los 41 mil millones de marcos prestados a Rusia. En muy poco tiempo los enormes recursos financieros acumulados durante décadas, que hicieron de Alemania no sólo la potencia más solvente, sino la primera prestataria de capitales en los mercados mundiales, se han fundido como la nieve al sol. Los instrumentos esenciales para el control de la economía se han despilfarrado. Y la recesión va a agravar esta situación. Por cada 1 % de crecimiento del PNB que se pierde, la administración central deja de ingresar 10 mil millones de marcos y la de las regiones, municipios... 20 mil millones, sólo a causa de la disminución de entradas por impuestos. Y eso que los impuestos y las cotizaciones sociales han alcanzado un nivel récord. De cada dos marcos de ingresos, uno va al Estado o a los llamados «fondos sociales». A esto hay que añadir los nuevos impuestos: un brutal aumento del precio de la gasolina y una tasa especial para financiar la reconstrucción del Este. La parte del presupuesto federal destinada a pagar los intereses de la deuda, que en 1970 era el 18 %, pasó al 42 % en 1990. Para 1995 se espera que supere el 50 %.

El hundimiento de la economía alemana, la reducción de sus mercados, su ocaso como poder financiero internacional, constituyen una catástrofe flagrante, no sólo para Alemania sino para el mundo entero y más particularmente para la economía europea.

El caos económico, el capitalismo de Estado y la política económica

Es difícil encontrar un ejemplo más claro de cómo cada vez resulta más incontrolable la crisis económica mundial, que la política a la que se ve forzada la burguesía más potente de Europa. Una política que agrava la crisis y que le obliga a abandonar los principios a los que parecía más aferrada. Por ejemplo, la política inflacionista de endeudamiento público que financia un consumo improductivo, y que va a la par con un crecimiento constante de la masa monetaria en circulación -una política lanzada cuando la unificación con la RDA y que ha seguido después-. El aumento del índice de precios, tradicionalmente entre los más bajos de los países desarrollados, tiende a estar ahora entre los más altos, en torno al 4 y al 5 % incluso. Y si han conseguido frenarla ahí, ha sido gracias a la implacable política antiinflacionista de los tipos de interés del Busdenbank. La clásica política antiinflacionista alemana de los últimos cuarenta años (tanto la estabilidad de los precios, como la autonomía del Bundesbank, figuran en la Constitución) reflejaba no sólo los intereses económicos inmediatos, sino toda una «filosofía» política nacida de las experiencias de la gran inflación de 1923, del desastre económico de 1929, y de las inclinaciones típicas del «carácter alemán» al orden, la estabilidad y la seguridad. Mientras que en los países anglosajones se considera que los altos tipos de interés son la principal barrera a la expansión económica, la «escuela alemana» afirma que lo que pone en aprietos a las empresas rentables no son los tipos de interés sino la inflación. Igualmente, la fe profundamente enraizada en las ventajas de un «marco fuerte»  se sustenta en la tesis de que las ventajas de la devaluación para la exportación quedan contrarrestadas por la inflación que resulta de unas importaciones más caras. El hecho de que sea precisamente Alemania la que, más que otros países, practique una política inflacionista, es revelador de la pérdida de control sobre la crisis.

Lo mismo puede decirse de las convulsiones del SME (Sistema monetario europeo) que constituyen una verdadera catástrofe para los intereses alemanes. Para la industria alemana resultan cruciales unas relaciones estables entre las distintas divisas, puesto que tanto las grandes como las pequeñas industrias alemanas, no sólo exportan principalmente a los países de la Comunidad europea, sino que también realizan en ellos una parte de su producción. Sin esa estabilidad es imposible un cálculo de los precios, y la vida económica se ha mucho mas difícil. A ese nivel, el SME constituía todo un éxito para Alemania, ya que le hacía quedar más al margen de las fluctuaciones y las manipulaciones del dólar. Pero ni siquiera el Bundesbank con sus enormes reservas de divisas, fue capaz de hacer frente a un movimiento especulativo que movió diariamente entre 500 mil millones y 1 billón de dólares en el mercado de divisas. Alemania como potencia económica que opera a escala mundial, es más vulnerable frente a la fragilización de los mercados, incluido el financiero y el monetario. Y sin embargo, se ve igualmente forzada a llevar una política nacional que socava los cimientos de esos mercados.

La unificación y el papel del Estado

En USA con Clinton, en Japón, o en la Comunidad Europea con las propuestas de Delors..., las políticas de una más brutal y mas abierta intervención del Estado a través de financiación de obras públicas y programas de infraestructuras (que muchas veces ignoran las necesidades reales del mercado) vuelven a estar en boga en los países industrializados. Este cambio se acompaña también con el giro ideológico correspondiente. Las mistificaciones del liberalismo, del «laissez faire» de los años 80, especialmente desarrollados en los países anglosajones por Reagan y Thatcher, han sido abandonadas. Pero es que esa «nueva» política económica tampoco constituye una solución, ni siquiera un paliativo a medio plazo. Son simplemente la prueba de que la burguesía no va a suicidarse y se prepara para retrasar la gran catástrofe aunque ello implique que esa catástrofe será finalmente más dramática. El bestial nivel alcanzado tanto por las deudas como por la sobreproducción hacen imposible cualquier estímulo real a la economía capitalista.

El fiasco de tales políticas queda perfectamente ilustrado en el país que, por razones particulares, se vio obligado a poner antes en marcha tales políticas: Alemania. A través de su programa de reconstrucción del Este, Alemania ha destinado cada año decenas de billones de marcos a sus regiones orientales. El resultado está a la vista: explosión de la deuda, regreso de la inflación, despilfarro de reservas, déficit de la balanza de pagos y, finalmente, la recesión.

Pero si bien Alemania fue precursora de este movimiento de «más Estado», sus objetivos y motivaciones no son los mismos que en USA o Japón. En éstos la principal preocupación es la de detener la caída de la actividad económica, mientras que en Alemania no debemos perder de vista que el principal objetivo de esta política era de orden político (unificación, estabilización, extensión del poder del Estado alemán...). Por ello tiene una dinámica distinta a la política anunciada por ejemplo por Clinton en USA. De un lado en Alemania esas inversiones pueden ser «rentables» desde un punto de vista político aunque supongan importantes pérdidas económicas. Pero también implica que la burguesía alemana no puede dar marcha atrás a esta política aunque le resulte demasiado cara, como es efectivamente el caso, ni incluso ante el peligro de bancarrota. La burguesía alemana ha calculado mal, a nivel económico, el precio de la reunificación; ha subestimado tanto el coste general como el nivel de degradación de la industria de Alemania del Este. No preveía un hundimiento tan rápido de los mercados de exportación de la ex RDA en el Este. De hecho ha modificado su estrategia y el territorio de la ex RDA debe ser transformado en un trampolín para la conquista de los mercados del Oeste. Y esto no será posible si no consigue una ventaja en la competencia con sus rivales, especialmente los de la Comunidad Europea. Los tres pilares de esta estrategia son los siguientes:

• El programa de desarrollo de las infraestructuras del Estado. – En una época en que los métodos de producción y la tecnología son cada vez más uniformes, la infraestructura (los transportes, comunicaciones...) puede proporcionar una ventaja decisiva frente a los competidores. No cabe duda sobre la determinación de la burguesía alemana de equipar a las provincias del Este con la infraestructura mas moderna de Europa, de avanzar este programa a toda marcha, de finalizarlo antes de fin de siglo... si el capital alemán no se hunde antes.

• El bajo nivel de los salarios. – Según los acuerdos firmados, los salarios del Este deberían igualarse muy pronto con los del Oeste. Sin embargo, los sindicatos han pactado un acuerdo no oficial, por el que se mantiene el bajo nivel de los salarios en aquellas empresas que luchan por su supervivencia (o sea el 80 % del total).

• Las inversiones por razones políticas. – La anterior política económica hacia el Este partía de la base de que el Estado ponía las infraestructuras y las medidas económicas, mientras que los capitalistas privados ponían las inversiones. Sin embargo estos no han «cumplido» porque se han atenido a eso que se llama «economía de mercado». El resultado ha sido que nadie ha querido comprar la industria de la RDA que, en lo sustancial, ha desaparecido en la más rápida y espectacular desindustrialización de la historia. Al final deberá ser el Estado quien emprenda las inversiones directas a largo plazo, que los inversores privados han tenido pavor a realizar.

Los ataques contra la clase obrera

Toda la política del gobierno Kohl consistía en llevar a término la unificación sin lanzar brutales ataques contra la población, de forma que no desfalleciera el entusiasmo nacional. Pero eso ha conducido a un crecimiento masivo del endeudamiento en vez de un ataque masivo a los trabajadores. Hasta los impuestos especiales de «solidaridad con el Este» sobre los salarios fueron anulados. En los primeros momentos, la unificación se acompañó de impuestos y tributos especiales en el Oeste, pero se daban en un momento en que había un boom económico y un relativo descenso del paro.

Pero ahora asistimos a un giro total de la situación. El boom de la unificación ha quedado en agua de borrajas por la recesión mundial, y la deuda ha llegado a ser tan gigantesca que amenaza la estabilidad no sólo de Alemania, sino del mundo entero. Los altos tipos de interés alemanes amenazan el sistema monetario, y también otros sistemas de estabilización de Europa, de los que la propia Alemania depende. Y ahora que resulta evidente que nada puede detener el despegue del endeudamiento, llega el momento en que toda la población, y especialmente la clase obrera deberá pagar, directa y brutalmente, a través de ataques masivos, frontales y generalizados. Ya empezaron sobre los salarios en 1992, que en general han registrado subidas inferiores a la inflación, gracias a la maniobra de la lucha en el sector público.

Este ataque a los salarios va a continuar, ya que los sindicatos no cesan de proclamar su voluntad de moderación y su sentido de la responsabilidad en este sentido. El segundo frente de ataques es, sin duda, la explosión del paro, del trabajo a tiempo parcial, los despidos masivos, más particularmente en los sectores clave de la economía. Lo que ha estado sucediendo en el Este durante los últimos tres años, va a tomar un desarrollo nuevo y brutal en el Oeste. Se preparan ya suspensiones de empleo y «sacrificios particulares», incluso en el sector público. Last but not least (por último y no por ello menos importante): el gobierno ha preparado un gigantesco programa de recortes en los servicios sociales. No se conocen todavía los detalles de dicho plan, pero se habla de una reducción, para «empezar», del 3 % , en subsidios de paro, de vivienda, de prestaciones familiares.

Aunque no tengamos datos concretos, podemos sin embargo estar seguros de que 1993 significará un cambio cualitativo en las condiciones de vida del proletariado, una avalancha de ataques como no se han conocido desde la IIª Guerra mundial, a una escala, como mínimo, comparable a la de otros países de Europa Occidental.

Las condiciones de los obreros en el Este

Durante los últimos tres años, a nivel de despidos y del paro, los obreros de la ex-Alemania del Este han sido los más golpeados de Europa Occidental. La expulsión de 4 millones de personas (sobre una población de 17 millones) fuera del proceso de producción en un plazo tan corto, sobrepasa las dimensiones de la crisis económica mundial de los años 30. Esto se ha acompañado con un proceso de pauperización absoluta en particular entre las personas de edad o enfermas; de lumpenización, sobre todo entre los jóvenes; y, de manera general, con un desarrollo de la inseguridad.

Para los que todavía tienen un empleo o los que realizan cursos de formación, el nivel de ingresos a aumentado de manera relativa, siguiendo la política de reunificación que prevé al cabo la igualdad de sueldos entre Este y Oeste. Pero esos aumentos, que atañen a una parte solamente de los trabajadores (sobre todo los hombres, a condición que no sean jóvenes o viejos, y que no estén enfermos) quedan cortos frente a la meta de la igualdad de sueldos. En términos reales, se estima que el salario de los obreros del Este equivale a la mitad de los del Oeste. Además, la patronal acaba de anunciar que no podrá respetar los aumentos previstos en los contratos firmados con los sindicatos el año pasado, por causa de marasmo económico. Cuatro años después del derrumbe del muro de Berlín, los obreros de la ex-Alemania del Este siguen siendo extranjeros mal pagados en «su patria».

Como a menudo durante la historia del capitalismo decadente, Alemania constituye un lugar privilegiado de explosión de las contradicciones que desgarran al capitalismo mundial. La economía más «sana» del planeta sufre hoy las tormentas destructoras de la recesión económica mundial, del endeudamiento sin límites, de la perdida de control sobre la máquina económica, de la anarquía financiera y monetaria internacional. Y, como en todos los países, la clase dominante responde con el reforzamiento de su aparato de Estado y con inauditos ataques contra la clase obrera.

Más allá de las especificidades debidas a la reunificación, el problema en Alemania no es una cuestión alemana sino la de la bancarrota del capitalismo mundial.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [1]

Decadencia del capitalismo - La imposible unidad de Europa

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¿Será capaz la burguesía de dar aunque sólo sea un principio de respuesta al problema de la división del mundo en naciones, origen de los millones de muertos en las guerras mundiales y locales que han ensangrentado el planeta desde principios de siglo?. Eso es lo que nos quieren hacer creer, con diferentes matices y niveles, las variadas tendencias políticas proeuropeas. La realidad demuestra hoy, sin embargo, que una Europa unida, agrupadora en su seno de los países de la Comunidad Económica Europea (CEE) o incluso más allá, no era sino una utopía como lo demuestran las disensiones en todas las direcciones que enfrentan a esos países y su incapacidad para tener una influencia en acontecimientos internacionales tan trágicos como los de Yugoslavia, que tienen lugar tan cerca de los países industrializados de Europa. Lo cual no impedirá que la burguesía vuelva en el futuro, en otras circunstancias y en especial para las necesarias alianzas imperialistas, a poner de moda la idea de la unidad europea con otros contornos. La burguesía intentará entonces de nuevo como lo ha hecho en el pasado, utilizar las campañas sobre Europa para polarizar las preocupaciones de la clase obrera sobre un problema totalmente ajeno a sus intereses de clase, y sobre todo para dividirla haciéndole tomar partido en ese falso debate. Por eso es necesario demostrar por qué cualquier proyecto de construcción de la unidad europea no es sino participar en la instauración de alianzas en la despiadada guerra económica que tienen entablada todos los países del mundo, o en la formación de alianzas imperialistas para la guerra de las armas, única salida a la que les empuja la crisis económica.

Los diferentes intentos de construcción europea han sido a menudo presentados como etapas hacia la creación de una «nueva nación, Europa» con un peso político y económico considerable en el mundo. Cada una de esas etapas, especialmente la última, iba a ser, según sus propagandistas, factores de paz y de justicia en el mundo.

Semejante idea ha tenido gran impacto al haber ilusionado a amplios sectores de la burguesía que se transformaron a lo largo de los años en sus más porfiados portavoces. Algunos hasta han llegado a dar de su proyecto la forma de unos «Estados Unidos de Europa» como queriendo imitar a los otros Estados Unidos.

La imposibilidad de una nueva nación viable en la decadencia del capitalismo

De hecho, ese proyecto es una utopía pues no hace sino escamotear dos factores indispensables para su realización.

El primero de esos factores es que para que pueda constituirse una nueva nación digna de ese nombre debe existir un proceso que sólo es posible en ciertas circunstancias históricas. Y el período actual, contrariamente a ciertos períodos anteriores, es, en ese plano, totalmente desfavorable.

El segundo factor es el de la violencia. Esta violencia nunca podrá ser sustituida ni por la «voluntad política de los gobiernos» ni por la «aspiración de los pueblos», que es lo que pretende la propaganda de la burguesía. Al estar la existencia de la burguesía indisolublemente vinculada a la de la propiedad privada, individual o estatal, un proyecto semejante exige obligatoriamente la expropiación o la sumisión violenta de unas fracciones nacionales de la burguesía por otras.

La historia de la formación de las naciones desde la Edad media hasta nuestros días ilustra esa realidad.

En la Edad media, la situación social, económica y política puede resumirse en la definición de Rosa Luxemburgo: «En la Edad media, con un feudalismo dominante, los lazos entre las partes y regiones de un mismo Estado eran muy distendidas. Cada ciudad importante y sus alrededores producía, para satisfacer sus necesidades, la mayoría de los objetos de uso cotidiano; también cada ciudad tenía su propia legislación, su propio gobierno, su ejército; las ciudades mayores y prósperas, en el Oeste, a veces hacían guerras o establecían tratados con potencias exteriores. Del mismo modo, las comunidades más importantes tenían su propia vida aislada, y cada parcela del dominio de un señor feudal o incluso cada una de las propiedades de los caballeros eran por sí solas un pequeño Estado casi independiente»([1]).

Aunque a un ritmo y a una escala muy inferiores a lo que serían después, una vez que el modo de producción capitalista era dominante, ya está en marcha entonces el proceso de transformación de la sociedad: «La revolución en la producción y en las relaciones comerciales a finales de la Edad Media, el aumento de los medios de producción y el desarrollo de la economía basada en el dinero, junto con el desarrollo del comercio internacional y la revolución simultánea en el sistema militar, el declive de la realeza y el desarrollo de los ejércitos permanentes, ésos fueron los factores que, en las relaciones políticas, favorecieron el desarrollo del poder del monarca y el auge del absolutismo. La tendencia principal del absolutismo fue la de crear un aparato de Estado centralizado. Los siglos xvi y xvii fueron un período de luchas incesantes entre la tendencia centralizadora del absolutismo contra los restos de los particularismos feudales»([2]).

Le incumbió evidentemente a la burguesía el haber dado el impulso decisivo al proceso de formación de los Estados modernos y llevarlo a su remate: «La abolición de las aduanas y de las autonomías en materia de impuestos en los municipios y propiedades de la pequeña nobleza y en la administración de la justicia, fueron las primeras realizaciones de la nobleza moderna. Con ello vino la creación de un fuerte aparato estatal que combinaba todas las funciones: la administración en manos de un gobierno central; la legislación en manos de un órgano legislativo, el parlamento; las fuerzas armadas agrupadas en un ejército centralizado bajo las órdenes de un gobierno central; los derechos de aduana uniformizados frente al exterior; una moneda única en todo el estado, etc. En ese mismo sentido, el estado moderno introdujo, en el ámbito de la cultura, una homogeneización en la educación y en las escuelas, en el ámbito eclesiástico, etc., organizados según los mismos principios del estado en su conjunto. En resumen, la centralización más extensa posible es la tendencia dominante del capitalismo»([3]).

En ese proceso de formación de las naciones modernas, la guerra desempeñó un papel de primera importancia, para eliminar las resistencias interiores de los sectores reaccionarios de la sociedad, y frente a otros países para delimitar sus propias fronteras haciendo prevalecer por las armas el derecho a la existencia. Por esta razón, entre los Estados legados por la Edad media, no fueron viables sino los que poseían condiciones para un desarrollo económico suficiente que les permitiera asumir su independencia.

Alemania, por ejemplo, es una ilustración, entre otras, del papel de la violencia en la formación de un Estado fuerte: tras haber derrotado a Austria y haber sometido a los príncipes alemanes, fue la victoria contra Francia en 1871 lo que permitió a Prusia imponer de modo duradero la unidad alemana.

También la constitución de los Estados Unidos de América en 1776, aunque sus bases no se hubieran desarrollado en una sociedad feudal (pues la colonia había conquistado su independencia por las armas frente a Gran Bretaña) fue una buena ilustración de lo dicho: «El primer núcleo de la Unión de las colonias inglesas en América del Norte fue creado por la revolución, colonias que, sin embargo, habían sido hasta entonces independientes unas de otras, se diferenciaban en gran medida unas de otras social y políticamente y en muchos aspectos tenían intereses divergentes»([4]). Pero habrá que esperar a la victoria del Norte sobre el Sur con la guerra de Secesión en 1861, para que quede terminado, gracias a una constitución que permitiría la cohesión que hoy posee, el estado moderno que los Estados Unidos son: «Como abogados del centralismo actuaron los Estados del Norte, representando así el desarrollo del gran capital moderno, el maquinismo industrial, la libertad individual y la libertad ante la ley, o sea los verdaderos corolarios del trabajo asalariado, de la democracia y del progreso burgueses»([5]).

El siglo xix se caracteriza por la formación de nuevas naciones (Alemania, Italia) o por la lucha encarnizada por dicha formación (Polonia, Hungría). Eso «no es ni mucho menos algo fortuito, sino que corresponde al empuje ejercido por la economía capitalista en pleno auge y que encuentra en la nación el marco más apropiado para su desarrollo»([6]).

La entrada del capitalismo en su fase de decadencia, a principios de siglo, impide desde entonces la emergencia de nuevas naciones capaces de integrarse en el el pelotón de cabeza de las naciones más industrializadas y competir con ellas([7]). Y es así como las seis mayores potencias industriales de los años 1980 (EEUU, Japón, Rusia, Alemania, Francia e Inglaterra) ya lo eran, aunque en orden diferente, en vísperas de la Primera Guerra mundial. La saturación de los mercados solventes, causa primera de la decadencia del capitalismo, engendra la guerra comercial entre naciones, engendra el desarrollo del imperialismo que no es sino la huida ciega en el militarismo frente al callejón sin salida de la crisis económica. En este contexto, las naciones llegadas con retraso al ruedo mundial no podrán nunca superarlo, sino que, al contrario, la diferencia no hace sino aumentar. Ya Marx, en el siglo pasado, ponía de relieve el antagonismo permanente que existe entre las fracciones nacionales de la burguesía: «La burguesía vive en estado perpetuo de guerra: primero contra la aristocracia, después contra las fracciones de la burguesía misma con intereses contradictorios con los progresos de la industria, y siempre contra la burguesía de todos los países extranjeros»([8]). Si bien la contradicción que la oponía a los restos del feudalismo ha sido superada por el capitalismo, en cambio los antagonismos entre las naciones no ha cesado de agudizarse con la decadencia. Esto ya nos da idea de lo utópica, o hipócrita y embustera que es esa idea de la unión pacífica entre diferentes países, sean o no europeos.

Todas las naciones que surgirán en este período de decadencia serán el resultado de la modificación de fronteras, del descuartizamiento de los países vencidos o de sus imperios en las guerras mundiales. Así fue, por ejemplo, con Yugoslavia el 28 de octubre de 1918. En esas condiciones, esas naciones se verán privadas de entrada de todos los atributos de una gran nación.

La fase actual y postrera de la decadencia, la de la descomposición de la sociedad, no sólo sigue siendo tan desfavorable al surgimiento de nuevas naciones, sino lo que es peor, ejerce una presión hacia el estallido de las que tenían menor cohesión. El estallido de la URSS es resultado en parte de ese fenómeno y desde entonces sigue actuando como factor de desestabilización especialmente en las repúblicas surgidas de ese estallido, pero también a escala del continente europeo. Yugoslavia, entre otras, no ha resistido.

Europa no pudo constituirse como entidad nacional antes de este siglo, en una época favorable al resurgir de nuevas naciones, porque no reunía las condiciones de cohesión necesarias para ello. Después sería imposible. Sin embargo, teniendo en cuenta la importancia de esta región, la de mayor densidad industrial del mundo, y por lo tanto con un interés imperialista de primer orden, resultó inevitable que fuera el escenario en el que se ataron y desataron las alianzas imperialistas que han determinado la relación de fuerzas entre las naciones. Así, desde el final de la segunda guerra mundial hasta el hundimiento del bloque oriental, Europa fue, frente a este bloque, la avanzadilla del bloque occidental, dotado de una cohesión política y militar en relación con la amenaza de su enemigo. Y, desde el desmoronamiento del bloque del Este y la disolución del Occidental, Europa es el escenario de la lucha de influencia entre Alemania y Estados Unidos fundamentalmente, países que serían cabeza de los dos bloques imperialistas adversos en caso de que algún día pudieran éstos surgir.

Por encima de esas alianzas imperialistas, y no siempre en correlación con ellas, a veces incluso antagónicas, se han superpuesto coaliciones económicas de los países europeos para encarar la competencia internacional.

Europa: un instrumento del imperialismo americano

Tras la Segunda Guerra mundial, Europa, desestabilizada por la crisis económica y la desorganización social, fue una presa fácil para el imperialismo ruso. Por eso, el jefe del bloque adverso hizo todo lo que estuvo a su alcance para volver a poner en pie, en esta parte del mundo, una organización económica y social haciéndola así menos vulnerable a las pretensiones rusas: «La Europa occidental, sin haber soportado los inmensos estragos que habían afectado a la parte oriental del continente, sufría a los casi dos años de terminado el conflicto, de un marasmo del que parecía incapaz de salir (...) tomada en su conjunto (Europa occidental), se encuentra, en aquel principio de 1947, al borde del abismo... existe el riesgo de que todos esos factores provoquen, en breve plazo, un desmoronamiento general de las economías, a la vez que se acentúan las tensiones sociales que amenazan con hacer caer a Europa occidental en el campo de la URSS, bloque en vías de rápida formación»([9]).

El plan Marshall, votado en 1948, que prevé para el período de 1948-1952 una ayuda de 17 mil millones de dólares, sirvió plenamente para los objetivos imperialistas de EEUU([10]). Se inscribe así en la dinámica de reforzamiento de ambos bloques y del aumento de las tensiones entre ellos, tensiones que vienen a acentuarse con otros acontecimientos importantes. En favor del bloque del Oeste, se producen en el mismo año: la ruptura de Yugoslavia con Moscú (impidiendo así la creación, junto con Bulgaria y Albania, de una federación balcánica bajo influencia soviética); la creación del Pacto de Asistencia de Bruselas (para estrechar lazos militares entre los Estados del Benelux, Francia y Gran Bretaña), seguido al año siguiente por el Pacto Atlántico, el cual desemboca en la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 1950. El bloque del Este tampoco se queda inactivo, iniciando la «guerra fría» con el bloqueo de Berlín y el golpe de Estado prosoviético en Checoslovaquia en 1948; se forma el COMECON (Consejo de ayuda mutua económica) entre los países de ese bloque. Además el antagonismo entre los dos bloques no se limita a Europa sino que polariza todas las tensiones imperialistas del mundo. Y es así como entre 1946 y 1954 se desarrolla la primera fase de la guerra de Indochina que terminará con la capitulación de las tropas francesas en Dien Bien Phu.

La aplicación del plan Marshall va a ser un poderoso factor de estrechamiento de los lazos entre los países beneficiarios, y la estructura que se encarga de esa aplicación, la Organización Europea de Cooperación Económica, es la precursora de las coaliciones que más tarde surgirán. Y serán también las necesidades imperialistas los motores que pondrán en marcha esas coaliciones, especialmente de la siguiente, la Comunidad Europea del carbón y del acero (CECA). «El partido europeo que él (Robert Schumann) anima, cobra firmeza hacia 1949, 1950, en el momento en que más se teme una ofensiva de la URSS y en que más se desea consolidar la resistencia económica de Europa, mientras que en el ámbito político, se edifican el Consejo de Europa y la OTAN. Se va precisando así el deseo de renunciar a los particularismos y proceder a la puesta en común de los grandes recursos europeos, o sea de las bases de la potencia, que eran, en aquel entonces, el carbón y el acero»([11]). Y es así como en 1952 nace la CECA, mercado común para el carbón y el acero entre Francia, Alemania, Italia y Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo). Aunque formalmente más autónomo respecto a Estados Unidos que lo era la OECE, esta nueva comunidad sigue yendo en el sentido de los intereses de este país gracias al reforzamiento económico, y por lo tanto político, de esta parte del bloque occidental que se enfrenta directamente con el bloque ruso. Gran Bretaña no entra en la CECA, por razones que le son propias, debidas a una preocupación por su «independencia» respecto a los demás países europeos y de la integridad de la «zona de la libra esterlina», al ser entonces esta moneda la segunda moneda mundial. Esta excepción es perfectamente aceptable por el bloque occidental pues no debilita su cohesión, teniendo en cuenta la situación geográfica de Gran Bretaña y sus estrechos vínculos con EEUU.

La creación de la Comunidad económica europea (CEE) en 1957 que pretende «la supresión gradual de los aranceles, la armonización de las políticas económicas, monetarias, financieras y sociales, la libre circulación de la mano de obra y la libre competencia»([12]) va a ser una etapa suplementaria en el fortalecimiento de la cohesión europea y por lo tanto, de la del bloque occidental. Aunque en lo económico, la CEE es un competidor potencial de EEUU, durante cierto tiempo será, al contrario, un factor del propio desarrollo de este país: « El conjunto geográfico más favorecido por las inversiones directas norteamericanas desde 1950 es Europa, pues se multiplicaron por quince. El movimiento se mantuvo relativamente bajo hasta 1957 para luego acelerarse.

La unificación del mercado continental europeo indujo a los norteamericanos a replantear su estrategia en función de varios imperativos: la creación de tarifas económicas comunes podría acabar excluyéndolos si no estaban presentes en el terreno mismo. Las antiguas implantaciones se veían cuestionadas, pues, dentro del mercado unificado, las ventajas en mano de obra, impuestos o subvenciones podían salir ganando en Bélgica o en Italia, por ejemplo. Además, las duplicaciones entre dos países se volvían innecesarias. Y, en fin y sobre todo, el nuevo mercado europeo representaba un conjunto comparable, en población, en potencia industrial y, a medio plazo, de nivel de vida, al de Estados Unidos, todo lo cual conllevaba posibilidades nada desdeñables»([13]).

De hecho, el desarrollo de la Europa de la CEE fue tal (durante los años 60 se convirtió en la primera potencia comercial del globo) que sus productos acabaron por ir a competir directamente con los americanos en EEUU. Si embargo, y a pesar de sus éxitos económicos, la CEE no podía trascender las divisiones en su seno, surgiendo intereses económicos opuestos y opciones políticas diferentes que, sin llegar nunca a poner en entredicho la pertenenecia al bloque occidental, expresaban divergencias en cuanto a las modalidades de esa pertenencia. La oposición de intereses económicos se expresa, entre otros ejemplos, entre Alemania, la cual desearía, para dar salida a sus exportaciones, que la CEE se ampliara y un estrechamiento de los vínculos con EEUU, y, por otro lado, Francia, la cual, al contrario, estaba por una CEE más cerrada en sí misma para así proteger su industria de la competencia internacional. La oposición política se cristaliza entre Francia y los 6 otros países miembros a propósito de las repetidas demandas de adhesión de Gran Bretaña, país que antes se había negado a entrar en la CEE. El gobierno de De Gaulle, queriendo hacer menos pesada la tutela de Estados Unidos, alegaba en aquel entonces (años 60) la incompatibilidad entre formar parte de la Comunidad y las relaciones «privilegiadas» de Gran Bretaña con EEUU.

«La CEE no tuvo sino parcialmente el éxito esperado y no logró imponer una estrategia común. De ello son testimonio el fracaso del EURATOM, en 1969-1970, el limitado éxito del avión Concorde»([14]). Esto no fue por casualidad, pues una estrategia común y autónoma de Europa en el plano político y por lo tanto y en gran medida en el plano económico, chocaba de entrada con los límites impuestos por la disciplina del bloque dirigido por Estados Unidos.

Esa disciplina de bloque ha desaparecido con el desmoronamiento del bloque del Este y la disolución en los hechos del bloque del Oeste, despareciendo también lo que cimentaba principalmente la unidad europea, unidad que se debía sobre todo, como hemos visto, a la situación imperialista.

El único factor de cohesión de Europa, tal como ahora se presenta tras la desaparición de hecho del bloque del Oeste, es el económico, una coalición destinada a enfrentar en las mejores condiciones la competencia norteamericana y japonesa. Ahora bien, teniendo en cuenta el incremento de las tensiones imperialistas que atraviesan Europa desgarrándola, este factor de cohesión es, por sí solo, muy débil.

El terreno de la lucha de influencia de los grandes imperialismos

Los acuerdos que en el plano económico definen a la actual Comunidad europea conciernen esencialmente el libre cambio entre los países miembros de una gran cantidad de mercancías aunque con cláusulas especiales que permiten a ciertos países proteger una producción nacional durante cierto tiempo y en ciertas condiciones. A estos acuerdos se les unen medidas proteccionistas abiertas u ocultas hacia países que no pertenecen a la Comunidad. Incluso si esos acuerdos no eliminan evidentemente la competencia entre los países miembros, y tampoco es ésa su finalidad, son sin embargo bastante eficaces, por ejemplo, frente a la competencia estadounidense y japonesa. De esto son testimonio las trabas hipócritas impuestas a la importación de vehículos japoneses en algunos países de la CEE para así proteger la industria automovilística europea. Y, en el sentido contrario, es también testimonio el encarnizado empeño de Estados Unidos en las negociaciones del GATT, por hacer grietas en la unidad europea y, en particular, en el tema de la producción agrícola. Las medidas de libre cambio son completadas en el plano económico por la adopción de ciertas normas comunes sobre impuestos diversos cuya finalidad es facilitar los intercambios y la cooperación económica entre los países miembros.

Más allá de las medidas estrictamente económicas hay otras proyectadas o ya en vigor cuya finalidad evidente es la de estrechar vínculos entre los países de la Comunidad.

Así, para «protegerse de la inmigración masiva» y, aprovechando la ocasión, contra los «factores internos de desestabilización», fueron adoptados los acuerdos de Schengen firmados por Francia, Alemania, Italia, Bélgica, Luxemburgo y Holanda, a los cuales se unirán más tarde España y Portugal.

Del mismo modo, los acuerdos de Maastricht, a pesar de sus imprecisiones, han sido una tentativa para ir hacia adelante en el estrechamiento de lazos.

El alcance de esos acuerdos va más allá de la simple defensa común de ciertos intereses además de los económicos, puesto que el incremento de la dependencia mutua que esos acuerdos implican entre los países firmantes, abren las puertas a una mayor autonomía política respecto a Estados Unidos. Esta posibilidad cobra toda su importancia cuando entre los países europeos concernidos, se encuentra Alemania, el más poderoso de todos ellos, el único país que podría ser capaz de encabezar un futuro bloque imperialista opuesto a los EEUU. Esta es la única razón que explica por qué hoy estamos asistiendo, por parte de Holanda y sobre todo de Gran Bretaña, países que siguen siendo en Europa los más fieles aliados de Estados Unidos, a tentativas evidentes de sabotaje de la construcción de una Europa más «política».

La cuestión imperialista se afirma más claramente todavía cuando se establecen acuerdos de cooperación militar que implican a una cantidad restringida de países europeos, que son el núcleo central del proyecto de afirmarse cada día más claramente frente a la hegemonía norteamericana. Alemania y Francia han creado un cuerpo de ejército común. A un nivel menor, pero también significativo, Francia, Italia y España han firmado un acuerdo para un proyecto de fuerza aeronaval común([15]).

Las críticas de Gran Bretaña a la creación de un cuerpo de ejército franco-alemán, la reacción holandesa sobre ese tema, («Europa no debe someterse al consenso franco-alemán»), son también muy significativas de los antagonismos.

Del mismo modo, a pesar de alguna que otra declaración favorable y más bien discreta y puramente «diplomática», los Estados Unidos han sido de lo más reticente sobre la firma de los acuerdos de Maastricht, incluso si, gracias a su derecho de veto, sus aliados ingleses u holandeses podrán siempre paralizar las instituciones europeas([16]).

La tendencia es evidentemente que Francia y Alemania sigan intentando usar cada día más las estructuras comunitarias para hacer más autónoma a Europa respecto a EEUU. Y, en sentido contrario, Gran Bretaña y Holanda se verán obligadas a responder a esos intentos mediante la paralización de cualquier iniciativa.

Pero esas acciones por parte de Holanda y Gran Bretaña tienen sus límites que acabarían marginalizando a esos dos países en la estructura comunitaria.

Esa perspectiva, que iniciaría un proceso de ruptura de la Comunidad europea, tiene sus inconvenientes en el ámbito de las relaciones económicas de los países miembros. Pero, por otro lado, sería un acicate que reforzaría las bases de la formación de un bloque opuesto a Estados Unidos.

Un terreno propicio a las campañas ideológicas contra la clase obrera

En el «proyecto europeo», pura mitología que para lo único que podría servir es para dar cohesión a un bloque imperialista, la clase obrera no tiene por qué tomar partido en las peleas de la burguesía sobre las diferentes opciones imperialistas que se presentan. Debe rechazar tanto los llamamientos nacional-chovinistas, que se presentan como «garantizadores de la integridad nacional» y hasta como «defensores de los intereses de los obreros amenazados por la Europa del capital» como los llamamientos tan nacionalistas como los otros de los partidarios de la «construcción europea». La clase obrera tiene todas las de perder si se deja arrastrar a semejantes peleas que acabarían produciendo su propia división, minada por las peores ilusiones. Entre las mentiras que usa la burguesía para embaucar a los obreros hay cierta cantidad de mentiras «clásicas» que los obreros deberán aprender a desvelar.

Esas ideas que son otras tantas mentiras se formulan más o menos así: «La unión de una mayoría de países de Europa sería un factor de paz en el mundo o, al menos, en Europa». Esta burda trola se basa a menudo en la idea de que si Francia y Alemania son aliadas en la misma estructura, se evitaría así otra guerra mundial. Sin duda es ése un medio para evitar un conflicto entre esos dos países, y eso en caso de que Francia no acabe de decidirse por el campo alemán y se pase en el último momento al de EEUU. Pero eso no soluciona en nada el problema crucial de la guerra. En efecto, si los vínculos políticos entre algunos países europeos se hicieran más fuertes de lo que hasta ahora han ido, ello seria obligatoriamente el resultado de la tendencia a la formación de un nuevo bloque imperialista en torno a Alemania, opuesto a los Estados Unidos. Y si la clase obrera dejara a la burguesía las manos libres, el remate de esa dinámica no sería otro que el de una nueva guerra mundial.

«La Unión europea permitiría evitar a sus habitantes calamidades como la miseria, las guerras étnicas, las hambres, (...) que hacen estragos en una gran parte del resto del mundo». Esta idea es complementaria de la anterior. Además de la patraña con la que se pretende hacer creer que una parte del planeta podría evitar la crisis mundial del sistema, esa idea forma parte de una propaganda cuyo objetivo es llevar a la clase obrera de Europa a dejar en manos de sus burguesías el problema fundamental de su supervivencia, independientemente, y eso no se dice de manera abierta, y en detrimento de la clase obrera del resto del mundo. Tiene el objetivo de encadenar la clase obrera a la burguesía en la defensa de los intereses nacionales de ésta. No es otra cosa sino lo equivalente, a escala de un bloque imperialista en formación, de todas las campañas nacionalistas y chovinistas que despliega la burguesía en todos los países. Puede en esto compararse a las campañas desplegadas por el bloque occidental contra el bloque estalinista adverso cuando lo llamaba «el imperio del mal».

«La clase obrera sería de hecho, en gran parte, asimilable a las fracciones más nacionalistas de la burguesía, ya que, como ellas, se sitúa mayoritariamente contra la unión europea». Es cierto que ante la matraca mediática de la burguesía ha habido obreros que se han visto arrastrados, en ciertas circunstancias especialmente en el referéndum de 1992 en Francia sobre la ratificación de los acuerdos de Maastricht, y han tomado parte masivamente en el «debate sobre Europa». Eso es expresión evidente de una debilidad de la clase obrera. También es cierto que, en ese contexto, algunos obreros han sido sensibles a los argumentos que mezclaban, a diferentes niveles, la pretendida defensa de sus intereses con el nacionalismo, el chovinismo y la xenofobia. En realidad esta situación se debe sencillamente al hecho de que la clase obrera sufre globalmente el peso de la ideología dominante bajo todas sus formas y entre ellas el nacionalismo. Pero, además, esta situación la explota la burguesía para echar la culpa a la clase obrera de generar en su seno semejantes «monstruosidades», para dividirla entre fracciones pretendidamente «reaccionarias» contra otras que se denominan «progresistas».

Los obreros no tienen por qué escoger entre la mentira de la superación de las fronteras mediante la construcción europea o la de la Europa social y los llamamientos al repliegue nacionalista con la patraña de protegerse de los estragos sociales de la Unión europea, El único camino es el de la lucha intransigente contra todas las fracciones de la burguesía, por la defensa de sus condiciones de existencia y el desarrollo de la perspectiva revolucionaria, por el desarrollo de su solidaridad y unidad internacionales de clase. Su única salvación es la de poner en práctica el ya antiguo y tan actual lema del movimiento obrero: los obreros no tienen patria. Proletarios de todos los países, ¡uníos!

    M., 20 de febrero de 1993


[1] Rosa Luxemburg en La cuestión nacional.

[2] Ídem.

[3] Ídem.

[4] Ídem.

[5] Ídem.

[6] «La lucha del proletariado en la decadencia del capitalismo. El desarrollo de nuevas unidades capitalistas», Revista internacional, nº 23.

[7] Leer el artículo « Las nuevas naciones nacen moribundas » en Revista internacional nº 69.

[8] El Manifiesto comunista.

[9] «Le second XXe siècle» (El segundo siglo XX), Tomo 6, pág. 241; Pierre Léon, Histoire économique et sociale du monde.

[10] No es por casualidad si ese plan fue iniciado por Marshall, jefe de Estado mayor del ejército USA durante la Segunda Guerra mundial.

[11] Ídem.

[12] Ídem.

[13] Ídem.

[14] Ídem.

[15] Esa iniciativa también es reveladora de la necesidad de Francia, pero también de España e Italia, de no encontrarse debilitadas frente al poderoso vecino y aliado alemán.

[16] Los Estados Unidos, por su parte, lo hacen todo no sólo por hacer fracasar todos los intentos de Alemania y Francia de irse por su cuenta, sino que también organizan su propio mercado común para prepararse a una situación mundial más difícil. La ALENA, Asociación norteamericana de libre cambio, mercado común con México y Canadá, no es sólo una alianza económica, sino un intento por reforzar la estabilidad y la cohesión en su zona de inmediata influencia, tanto frente a la descomposición como frente a las «incursiones» posibles de las potencias europeas o de Japón.

 

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¿Quién podrá cambiar el mundo? I - El proletariado es la clase revolucionaria

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«¡El comunismo ha muerto! ¡El capitalismo ha vencido porque es el único sistema que puede funcionar. Es inútil y peligroso soñar con otro tipo de sociedad!». Estos mensajes forman parte de la gigantesca campaña con la que la burguesía nos atiza desde el hundimiento del bloque del Este y la caída de los regímenes supuestamente «comunistas». Al mismo tiempo, como colofón, la propaganda burguesa intenta, una vez más, desmoralizar a la clase obrera intentando persuadirla de que en lo sucesivo ya no será una fuerza en la sociedad, de que ya no tiene nada que decir, en definitiva de que ya no existe. Para ello, se apresura a poner de manifiesto la caída general de la combatividad en las filas obreras de estos últimos años, como resultado de la desorientación provocada entre los trabajadores por los grandes cambios históricos ocurridos. El resurgir de los combates de clase, que ya se anuncia, desmentirá en la práctica tales mentiras, pero aún así, la burguesía no cesará, incluso en el curso de grandes luchas obreras, de machacar la idea de que esas luchas en modo alguno podrán darse como objetivo el derrocamiento del capitalismo y la instauración de una sociedad que nos libre de las plagas que este sistema impone a la humanidad. Así las cosas, contra todas las mentiras de la burguesía, y también contra el escepticismo de algunos que pretenden ser combatientes de la revolución, la afirmación del carácter revolucionario del proletariado sigue siendo una responsabilidad de los comunistas. Es el objetivo de este artículo.

De entre las campañas que hemos sufrido en estos últimos años, uno de los temas mayores ha sido la «refutación» del marxismo. Según los ideólogos a sueldo de la burguesía el marxismo está en quiebra. Su puesta en práctica y su fracaso en los países del Este constituirían una ilustración mayor de esta quiebra. En nuestra Revista internacional, hemos puesto de manifiesto hasta qué punto el estalinismo no ha tenido nada que ver con el comunismo tal y como Marx y el conjunto del movimiento obrero lo han planteado([1]). Respecto a la capacidad revolucionaria de la clase obrera, la tarea de los comunistas es reafirmar la posición marxista sobre esta cuestión, y en primer lugar, recordar lo que el marxismo entiende por clase revolucionaria.

¿Que es una clase revolucionaria para el marxismo?

«La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases»([2]). Tal es el comienzo de uno de los textos más importantes del movimiento obrero: el Manifiesto comunista. Esta tesis no es propia del marxismo([3]), pero una de las aportaciones fundamentales de la teoría comunista es el haber establecido que el enfrentamiento de la clases en la sociedad capitalista tiene como perspectiva última al derrocamiento de la burguesía por el proletariado y la instauración del poder de este último sobre el conjunto de la sociedad, tesis que siempre ha sido rechazada, evidentemente, por los defensores del sistema capitalista. Sin embargo, si algunos burgueses del período ascendente de este sistema pudieron descubrir (de forma incompleta y mistificada, evidentemente) cierto numero de leyes de la sociedad([4]), este fenómeno no se va a reproducir hoy en día: la burguesía en la decadencia capitalista es totalmente incapaz de producir tales pensadores. Para los ideólogos de la clase dominante, la prioridad fundamental de todos sus esfuerzos de «pensamiento» es demostrar que la teoría marxista es errónea (incluso en el caso de reclamarse de tal o cual aportación de Marx). La piedra angular de sus «teorías» es la afirmación de que la lucha de clases no juega ningún papel en la historia, cuando no de negar, pura y simplemente, la existencia de tal lucha, o peor aún, la existencia de clases sociales.

Pero la defensa de tales ideas no sólo se limita a los defensores ciegos de la sociedad burguesa. Algunos «pensadores radicales», que hacen carrera de la contestación al orden establecido, se les han unido desde hace unas cuantas décadas. El gurú del grupo «Socialismo o Barbarie» (el inspirador del grupo Solidarity en Gran Bretaña), Cornelius Castoriadis, al mismo tiempo que preveía el recambio del capitalismo por un «tercer sistema», la «sociedad burocrática», anunció hace cerca de 40 años que el antagonismo entre burguesía y proletariado, entre explotadores y explotados, estaba destinado a ceder el lugar al antagonismo entre «dirigentes y dirigidos»([5]). Más recientemente, otros «pensadores» que conocieron su apogeo, como el profesor Marcuse, afirmaron que la clase obrera había sido «integrada» en la sociedad capitalista y que las únicas fuerzas de contestación a la misma se encontraban entre las categorías sociales marginadas tales como los negros en Estados Unidos, los estudiantes o los campesinos de los países subdesarrollados. Por tanto, las teorías sobre «el fin de la clase obrera» que vuelven a florecer hoy día, son en realidad muy viejas: una de las características del «pensamiento» de la burguesía decadente, que expresa muy bien la senilidad de esta clase social, es la incapacidad para producir la menor idea novedosa. Lo único que es capaz de hacer es rebuscar en la basura de la historia para sacar viejos tópicos que nos vende como «el descubrimiento del siglo».

Uno de los medios favoritos que utiliza hoy la burguesía para escamotear los antagonismos de clase, e incluso la realidad de las clases sociales, lo constituyen los «estudios» sociológicos. A golpe de estadísticas, han «demostrado» que las verdaderas separaciones sociales no tienen nada que ver con las diferencias de clase sino con criterios como el nivel de instrucción, el lugar donde se vive, la edad, el origen étnico, o la práctica religiosa([6]). En apoyo de este tipo de afirmaciones se empeñan en exhibir el hecho, por ejemplo, de que el voto «campesino» en favor de la derecha o de la izquierda depende menos de su situación económica que de otros criterios. En los Estados Unidos, la Nueva Inglaterra, los negros y los judíos votan tradicionalmente demócrata, en Francia, los católicos practicantes, los alsacianos y los habitantes de Lyón votan tradicionalmente a la derecha. Se olvidan, y no es por casualidad, de subrayar que la mayoría de los obreros americanos no vota jamás y que en las huelgas, los obreros franceses que van a la iglesia no son necesariamente los menos combativos. De manera general, la «ciencia» sociológica «olvida» siempre dar una dimensión histórica a sus afirmaciones. Así, se empeñan en olvidar que los mismos obreros rusos que se lanzaron a la primera revolución proletaria del siglo XX, la de 1905, comenzaron, el 9 de Enero (el «Domingo rojo») con una manifestación conducida por un sacerdote pidiendo benevolencia al zar para que los librara de la miseria([7]).

Cuando los expertos en sociología hacen referencia a la historia, es solo para afirmar que las cosas han cambiado radicalmente en el último siglo. En esa época, según ellos, el marxismo y la teoría de la lucha de clases podían tener cierto sentido cuando las condiciones de vida y trabajo de los asalariados de la industria eran efectivamente penosas. Pero, después, los obreros se han «aburguesado» y han accedido a la «sociedad de consumo» hasta el punto de perder su identidad. De la misma forma, los burgueses de alto nivel de vida y gruesas barrigas habrían cedido su lugar a los «directivos» asalariados. Todas estas consideraciones quieren ocultar que, fundamentalmente, las estructuras profundas de la sociedad no han cambiado. En realidad, las condiciones que en el siglo pasado dieron a la clase obrera su naturaleza revolucionaria, han estado y están siempre presentes. El hecho de que hoy en día el nivel de vida de los obreros sea superior al de sus hermanos de clase de generaciones pasadas no modifica en modo alguno su lugar en las relaciones de producción que dominan la sociedad capitalista. Las clases sociales siguen existiendo y la lucha entre ellas sigue siendo el motor fundamental del desarrollo histórico.

Es, ciertamente, una ironía de la historia que los ideólogos oficiales de la burguesía pretendan, de un lado, que las clases no juegan ningún papel específico (es decir que no existen) y reconozcan, por otra parte, que la situación económica del mundo es el problema esencial, crucial, al que se enfrenta esta misma burguesía.

En realidad la importancia fundamental de las clases sociales se desprende justamente del lugar preponderante que ocupa la actividad económica de los hombres. Una de las afirmaciones de base del materialismo histórico es que, en última instancia, la economía determina las otras esferas de la sociedad: las relaciones jurídicas, las formas de gobierno, los modos de pensar. Esta visión materialista de la historia da el traste con las filosofías que ven los acontecimientos históricos como el resultado del fruto del azar, la expresión de la voluntad divina, o el simple resultado de las pasiones y los pensamientos de los hombres. Pero como ya decía Marx en sus tiempos, «la crisis se encarga de hacer entrar la dialéctica en la cabeza de los burgueses». El hecho, hoy evidente, de esta preponderancia de la economía en la vida de la sociedad se encuentra justamente en la base de la importancia de las clases sociales porque éstas están determinadas, contrariamente a otras clasificaciones sociológicas, por el lugar que ocupan respecto de las relaciones económicas. Esto siempre ha sido cierto desde que existen sociedades de clase, pero en el capitalismo es una realidad que se expresa con mayor claridad.

En la sociedad feudal, por ejemplo, la diferenciación social estaba consignada en las leyes. Existía una diferencia jurídica fundamental entre los explotadores y los explotados: los nobles tenían, por ley, un estatuto oficial de privilegiados (dispensa de pagar impuestos, recepción de un tributo pagado por sus siervos, por ejemplo) mientras que los campesinos que estaban ligados a su tierra, estaban obligados a ceder una parte de sus ganancias al señor (o bien trabajar gratuitamente las tierras de éste). En tal sociedad, la explotación, que era fácilmente medible (por ejemplo bajo la forma de tributo pagado por el siervo) parecía desprenderse del estatuto jurídico. Sin embargo, en la sociedad capitalista, la abolición de los privilegios, la introducción del sufragio universal, la Igualdad y la Libertad proclamadas por sus constituciones, no permite a la explotación y a la división en clases esconderse tras las diferencias de estatuto jurídico. Es la posesión, o la no posesión, de los medios de producción([8]), así como el modo de su puesta en práctica, lo que determina, en esencia, el lugar en la sociedad de sus miembros y su acceso a las riquezas, es decir, la pertenencia a una clase social y la existencia de intereses comunes con otros miembros de la misma clase. De forma general, el hecho de poseer medios de producción y ponerlos a trabajar individualmente determina la pertenencia a la pequeña-burguesía (artesanos, explotaciones agrícolas, profesiones liberales, etc.)([9]). El hecho de estar privado de medios de producción y de estar obligado, para vivir, a vender su fuerza de trabajo a los que los detentan y los utilizan en su provecho para apropiarse de una plusvalía, determina la pertenencia a la clase obrera. En fin, forman parte de la burguesía, los que detentan (en el sentido jurídico o en el sentido global de su control, de manera colectiva o individual) medios de producción que para ponerlos en marcha utilizan el trabajo asalariado y que viven de la explotación de este último bajo la forma de la plusvalía que éste produce. En esencia, esta división en clases es hoy día tan presente como lo era en el siglo pasado. Del mismo modo que han subsistido los intereses de cada clase y los conflictos entre estos intereses. Por esta razón los antagonismos entre los principales componentes de la sociedad determinados por lo que constituye el armazón de la misma, la economía, continúan encontrándose en el centro de la vida social.

Dicho esto, hay que señalar que si bien los antagonismos entre explotadores y explotados constituyen uno de los motores principales de la historia de las sociedades, esto no se expresa de idéntica forma para todas ellas. En la sociedad feudal, las luchas, a menudo feroces y de gran envergadura, entre los siervos y los señores feudales no llevaron jamás a un cambio radical de la misma. El antagonismo de clase que condujo al derrocamiento del antiguo régimen, y abolió los privilegios de la nobleza, no fue el que oponía a esta y a la clase que explotaba, la población sierva, sino el enfrentamiento entre esta nobleza y otra clase explotadora, la burguesía (revolución inglesa de mitad del siglo XVII, revolución francesa a finales del siglo XVIII). Del mismo modo, la sociedad esclavista de la antigüedad romana no fue abolida por las clases de esclavos (a pesar de haber llevado a cabo algunos combates formidables, como la revuelta de Espartaco y su gente en el año 73 antes de Jesucristo), sino por la nobleza que llegó a dominar el Occidente cristiano durante más de un milenio.

En realidad, en las sociedades del pasado, las clases revolucionarias no fueron jamás clases explotadas sino nuevas clases explotadoras. Este hecho no se debe en modo alguno al azar, evidentemente. El marxismo distingue a las clases revolucionarias (que llama igualmente clases «históricas») de otras clases de la sociedad por el hecho de que, contrariamente a estas últimas, éstas tienen la capacidad de tomar la dirección de la sociedad. Y en tanto que el desarrollo de las fuerzas productivas era insuficiente para asegurar una abundancia de bienes al conjunto de la sociedad, imponía a éstas el mantenimiento de desigualdades económicas y por tanto de relaciones de explotación, solo una clase explotadora estaba en condiciones de imponerse a la cabeza del cuerpo social. Su papel histórico era el de favorecer la eclosión y el desarrollo de las relaciones de producción de las que era portadora y que tenía como vocación, suplantando las antiguas relaciones de producción vueltas caducas, resolver las contradicciones hasta entonces insuperables engendradas por estas últimas.

Así, la sociedad esclavista romana en decadencia estaba socavada por el hecho de que el «aprovisionamiento» de esclavos, basado en la conquista de nuevos territorios, chocaba con la dificultad que tenía Roma para controlar fronteras cada vez más alejadas y por la incapacidad de obtener de parte de los esclavos la capacidad exigida por la puesta en práctica de nuevas tecnologías agrícolas. En tal situación, las relaciones feudales, en las que los explotados no tenían un estatuto idéntico al del ganado (como era el caso de los esclavos)([10]), y estaban estrechamente interesados en una gran productividad del suelo que trabajaban porque de él vivían, se impusieron como las más aptas para hacer salir a la sociedad del marasmo en que vivía. Es por esto que estas relaciones se desarrollaron, fundamentalmente por una liberación creciente de los esclavos (lo que fue acelerado, en ciertos lugares, por la llegada de los «bárbaros» de entre los cuales ya algunos vivían desde hacia tiempo bajo una forma de sociedad feudal).

Del mismo modo, el marxismo (empezando por el Manifiesto comunista) ha insistido sobre el papel eminentemente revolucionario desempeñado por la burguesía a lo largo de la historia. Esta clase, que aparece y se desarrolla en el seno de la sociedad feudal, vio crecer su poder respecto a la nobleza y a una monarquía, cada vez más dependiente de ella tanto en lo que se refiere a sus fortunas en bienes de toda clase (telas, muebles, especias, armas) como a la financiación de sus gastos. Al agotarse las posibilidades de roturar los montes y extender las tierras cultivadas se fue secando una de las fuentes de la dinámica de las relaciones de producción feudales que, junto a la constitución de grandes reinos, el papel protector de las poblaciones -que había sido inicialmente la vocación principal de la nobleza- pierde su razón de ser, así el control de la sociedad por esta clase pierde sentido y se convierte en una traba al desarrollo de dicha sociedad. Esto se amplifica por el hecho de que ese desarrollo es cada vez más tributario del crecimiento del comercio, la banca y el artesanado de las grandes ciudades que logra un progreso considerable de las fuerzas productivas.

Así la burguesía, poniéndose a la cabeza del cuerpo social, primero en la esfera económica y después en la esfera política, libera a la sociedad de las trabas que la habían hundido en el marasmo y crea la condiciones de un crecimiento de las riquezas más formidable que la humanidad haya conocido. Y al mismo tiempo sustituye una forma de explotación, la servidumbre, por otra forma de explotación, el trabajo asalariado. Para ello, durante el período que Marx llama la acumulación primitiva, toma medidas de una barbarie tal que bien podían compararse a las impuestas a los esclavos, para que los campesinos se vieran obligados a vender su fuerza de trabajo en las ciudades (ver, a este respecto, las páginas admirables del libro Iº de El Capital). Esa barbarie es el anuncio de la barbarie que empleará el capital para explotar al proletariado (trabajo de niños pequeños, trabajo nocturno de mujeres y niños, jornadas de trabajo de hasta 18 horas, encierro a los trabajadores en las «Work-houses», etc.) hasta que las luchas de éste no logren obligar a los capitalistas a atenuar la brutalidad de sus métodos.

La clase obrera, desde su aparición, ha protagonizado revueltas contra la explotación. Asimismo, estas revueltas han puesto en evidencia un proyecto de cambio de la sociedad, de abolición de las desigualdades, de compartir los bienes sociales. En eso no se diferencia fundamentalmente de las clases explotadas precedentes, particularmente los siervos quienes, en algunas de sus revueltas, podían adherir a un proyecto de transformación social. Ese fue el caso durante la guerra de los campesinos en el siglo XVI, en Alemania, cuando los explotados adoptaron como portavoz a Tomas Münzer que preconizaba una forma de comunismo (ver el primer artículo de nuestra serie sobre el comunismo). Sin embargo, contrariamente al proyecto de transformación social de otras clases explotadas, el del proletariado no es una simple utopía irrealizable. El sueño de una sociedad igualitaria, sin amos y sin explotación, que podían albergar los esclavos o los siervos, era una quimera porque el grado de desarrollo económico alcanzado por la sociedad en aquel tiempo no permitía la abolición de la explotación. En cambio, el proyecto comunista del proletariado es perfectamente realizable, no solo porque el capitalismo ha creado las premisas para tal sociedad, sino porque es el único proyecto que puede sacar a la humanidad del marasmo en el que se hunde.

Por qué el proletariado es la clase revolucionaria de nuestra época

Desde que el proletariado empezó a proponer su propio proyecto, la burguesía lo ha despreciado considerándolo elucubraciones de profetas sin público. Cuando se toman la molestia de ir más allá del simple desprecio, lo único que pueden imaginar es que los obreros serían como las demás clases explotadas de épocas pasadas: que solo pueden soñar utopías imposibles. Evidentemente la historia parece dar la razón a la burguesía, cuya filosofía se reduce al «siempre ha habido pobres y ricos, y siempre los habrá. Los pobres no ganan nada rebelándose: lo que hay que hacer es que los ricos no abusen de su riqueza y se preocupen de aliviar la miseria de los más pobres». Los sacerdotes y las damas de caridad son de hecho los portavoces, y los practicantes, de esta «filosofía». Lo que la burguesía no quiere reconocer es que su sistema económico y social, ni más ni menos que los precedentes, no puede ser eterno, y que, al mismo nivel que el esclavismo o el feudalismo, está condenado a dejar su lugar a otro tipo de sociedad. Y del mismo modo que las características del capitalismo permitieron resolver las contradicciones que habían atenazado a la sociedad feudal (como había sido el caso de ésta ultima frente a la antigua sociedad), las característica de la sociedad llamada a resolver las mortales contradicciones del capitalismo se derivan del mismo tipo de necesidad. Por tanto, es posible definir las características de la futura sociedad partiendo de estas contradicciones.

No podemos, por razones obvias, en el contexto de este artículo tratar en detalle estas contradicciones. Hace más de un siglo que el marxismo de forma sistemática ha tratado sobre ellas, y nuestra propia organización le ha dedicado numerosos textos([11]). Sin embargo, podemos resumir las grandes líneas de los orígenes de esas contradicciones. Residen en las características esenciales del sistema capitalista: es un modo de producción que ha generalizado el intercambio mercantil a todos los bienes producidos, mientras que en las sociedades del pasado, solo una parte, a menudo muy pequeña, de estos bienes era transformados en mercancías. Esta colonización de la economía por la mercancía ha afectado incluso, en el capitalismo, a la fuerza de trabajo puesta en marcha por los hombres en su actividad productiva. Privado de medios de producción, el productor no tiene otra posibilidad para sobrevivir que vender su fuerza de trabajo a quienes detentan los medios de producción: la clase capitalista, mientras que en la sociedad feudal, por ejemplo, donde existía ya una economía mercantil, lo que vendían el artesano o el campesino era fruto de su trabajo. Es ciertamente esta generalización de la mercancía lo que está en la base de las contradicciones del capitalismo: la crisis de sobreproducción encuentra sus raíces en el hecho de que el sistema no produce valores de uso, sino valores de cambio que deben encontrar sus compradores. Es la incapacidad de la sociedad para comprar la totalidad de las mercancías producidas (mientras que las necesidades están muy lejos de satisfacerse) donde reside esta calamidad que aparece como un verdadero absurdo: el capitalismo se hunde no porque produce poco, sino porque produce demasiado([12]).

La primera característica del comunismo será pues la abolición de la mercancía, el desarrollo de la producción de valores de uso en lugar de valores de cambio.

Además el marxismo, y particularmente Rosa Luxemburgo, ha puesto en evidencia que el origen de la sobreproducción reside en la necesidad para el capital, considerado como un todo, de realizarse, por la venta fuera de sus propia esfera, de la parte de valores producidos correspondiente a la plusvalía extraída a los obreros y destinada a su acumulación. A medida que esta esfera extra-capitalista se reduce, la convulsiones de la economía toman formas cada vez más catastróficas.

Así, el único medio de superar las contradicciones del capitalismo reside en la abolición, al mismo tiempo que de todas las otras formas de mercancía, de la mercancía fuerza de trabajo, es decir del salariado.

La abolición del intercambio mercantil implica que sea abolida igualmente lo que constituye su base: la propiedad privada. Solo si las riquezas de la sociedad son apropiadas de forma colectiva podrá desaparecer la compra y la venta de estas riquezas (lo que ya existía, de forma embrionaria, en la comunidad primitiva). Tal apropiación colectiva por la sociedad de las riquezas que ella produce, y en primer lugar, de los medios de producción, significa que ya no es posible que una parte de esta sociedad, cualquier clase social (incluso bajo la forma de burocracia de Estado), pueda disponer de medios con los que explotar a otra parte. Así, la abolición del salariado no puede realizarse sobre la base de introducir otra forma de explotación. Únicamente puede darse bajo la abolición de la explotación en todas sus formas. Contrariamente al pasado el tipo de transformación que puede hoy salvar a la sociedad no puede basarse en nuevas relaciones de explotación. Es más, el capitalismo ha creado realmente las premisas materiales de una abundancia que permite la superación de la explotación. Estas condiciones de abundancia también las pone de manifiesto la existencia de crisis de sobreproducción (como lo señaló el Manifiesto comunista).

La cuestión planteada es ¿qué fuerza en la sociedad está en condiciones de operar esta transformación, de abolir la propiedad privada y de poner fin a toda forma de explotación?.

La primera característica de esta clase es ser explotada, porque solo una clase así está interesada en la abolición de la explotación. En las revoluciones del pasado la clase revolucionaria no podía ser, en modo alguno, una clase explotada, en la medida en que las nuevas relaciones de producción eran necesariamente relaciones de explotación, justo lo contrario de lo que pasa hoy. En su tiempo los socialistas utópicos (Fourier, Saint-Simon, Owen)([13]) albergaron la ilusión de que elementos de la propia burguesía podrían tomar a su cargo la revolución. Confiaban en que de la propia clase dominante, surgirían filántropos esclarecidos y adinerados que, al darse cuenta de la superioridad del comunismo sobre el capitalismo, estarían dispuestos a financiar proyectos de comunidades ideales, y que el ejemplo de estos «benefactores» se extendería como una mancha de aceite.

Pero no son los hombres los que hacen la historia, sino las clases, por lo que estas esperanzas quedaron prontamente defraudadas. Es verdad que existieron algunos escasísimos burgueses que simpatizaron con las ideas de los utopistas([14]), pero el conjunto de la clase dominante, como tal, se opuso, cuando no combatió abiertamente, esas tentativas que tenían como proyecto su desaparición.

Ser una clase explotada no basta pues -como hemos visto- para ser una clase revolucionaria. Existen, por ejemplo, aún hoy en el mundo, y especialmente en los países subdesarrollados, una multitud de campesinos pobres que sufren el expolio de una parte del fruto de su trabajo, que va a enriquecer a una parte de la clase dominante bien directamente o bien a través de los impuestos, o de los intereses que deben reembolsar a los bancos y usureros con los que han de endeudarse. Sobre esta miseria, a menudo insoportable de estas capas campesinas, se han levantado todas las mistificaciones de los tercermundistas, maoístas, guevaristas... Cuando esos campesinos han sido empujados a tomar las armas, lo han hecho como carne de cañón de tal o cual banda de la burguesía, que una vez llegada al poder se ha encargado de intensificar aún más esa explotación, y a menudo de manera más salvaje (por ejemplo la aventura de los «jémeres rojos» en Camboya, a mitad de los años 70). Que esas mistificaciones (difundidas tanto por estalinistas y trotskistas como por «intelectuales radicales», como Marcuse) anden hoy «de capa caída», es la prueba más evidente del fiasco en que ha acabado la pretendida «perspectiva revolucionaria» del campesinado pobre. En realidad los campesinos, a pesar de que son explotados de múltiples formas y que pueden emprender luchas -a menudo muy violentas- para limitar su explotación, no pueden nunca dar como objetivo a sus luchas la abolición de la propiedad privada, por la sencilla razón de que ellos mismos son pequeños propietarios, o viven junto a estos, por lo que aspiran a serlo algún día([15]). Aún cuando los campesinos se dotan de estructuras colectivas para aumentar sus ingresos, a través de una mejora de su productividad o de la comercialización de sus productos, éstas toman por lo general la forma de cooperativas lo que no cuestiona ni la propiedad privada, ni el intercambio de mercancías([16]). En resumen las clases y capas sociales que aparecen como residuos del pasado (explotadores agrícolas, artesanos, profesiones liberales...)([17]) que subsisten simplemente por el hecho de que el capitalismo, si bien domina totalmente la economía mundial, es incapaz de transformar a todos los productores en asalariados, no pueden tener ningún proyecto revolucionario. Al revés, lo único que pueden anhelar es la vuelta a una mítica «edad de oro» del pasado. Por ello la dinámica de sus luchas específicas es siempre reaccionaria.

En realidad al ser la abolición de la explotación sustancialmente idéntica a la abolición del asalariado, sólo la clase que sufre esa forma específica de explotación, es decir el proletariado, está en condiciones de desarrollar un proyecto revolucionario. Sólo la clase explotada en el seno de las relaciones de producción capitalistas, producto del desarrollo de esas relaciones de producción, es capaz de dotarse de una perspectiva de superación de éstas.

El proletariado es el producto del desarrollo de la gran industria, de una socialización del proceso productivo como nunca antes conoció la humanidad. Por ello el proletariado no puede soñar con ninguna vuelta atrás([18]). Por ejemplo, si bien la redistribución o el reparto de las tierras puede ser una reivindicación «realista» de los campesinos pobres, resultaría absurdo que los obreros que fabrican de manera asociada productos compuestos de piezas, de materias primas y de tecnología provenientes del mundo entero, se propusieran desmontar su empresa a trozos para repartírsela. Incluso las ilusiones sobre la autogestión, es decir una propiedad común de la empresa por los que trabajan en ella (versión moderna de la cooperativa obrera), comienzan a ser cosa del pasado. Después de múltiples experiencias, incluso recientes (como la de la fábrica LIP en Francia a comienzos de los 70) que han acabado por lo general en enfrentamientos entre los que trabajan y quienes habían sido nombrados gerentes, la mayoría de los trabajadores es bastante consciente de que, dada la necesidad de mantener la competitividad de la empresa en el mercado capitalista, la autogestión equivale a la autoexplotación. En el desarrollo de su lucha histórica, el proletariado sólo puede mirar hacia adelante: no hacia la partición de la propiedad y la producción capitalistas, sino llevar hasta el final el proceso de socialización de éstas, lo que el capitalismo ha hecho avanzar de manera considerable pero que por su propia naturaleza no puede acabar, aunque concentre la propiedad en las manos de un Estado nacional (caso por ejemplo de los regímenes estalinistas).

Para cumplir esta misión histórica, el proletariado cuenta con una formidable fuerza potencial. En primer lugar porque en la sociedad capitalista avanzada, lo esencial de la riqueza social es producido por el trabajo de la clase obrera. Incluso aunque hoy sea minoritaria en la población mundial. En los países industrializados, la parte del producto nacional que puede atribuirse a los trabajadores independientes (campesinos, artesanos...) es desdeñable. Y esto es válido también en el caso de los países atrasados donde, en cambio, la mayoría de la población vive (o sobrevive) del trabajo de la tierra.

Pero por otro lado, también por necesidad, el capital ha concentrado a la clase obrera en unidades de producción gigantes, que no tienen nada que ver con las que existían en tiempos de Marx. Además estas unidades de producción se encuentran por lo general concentradas en torno a ciudades cada vez más pobladas. Este reagrupamiento de la clase obrera, tanto en sus lugares de residencia como de trabajo, constituye una fuerza incomparable cuando saca provecho de ella, en particular mediante el desarrollo de su lucha colectiva y de su solidaridad.

Finalmente, una de las fuerzas esenciales del proletariado es su capacidad de tomar conciencia. Todas las clases, y especialmente las clases revolucionarias se han dotado de una forma de conciencia. Pero ésta era necesariamente mistificada bien por la inviabilidad de su proyecto (caso de las guerras campesinas en Alemania por ejemplo), bien porque se veía obligada a mentir, a ocultar la realidad a aquellos a los que empujaba a la acción, pero a los que seguiría explotando (tal es el caso de la burguesía y sus consignas de «libertad, fraternidad, igualdad»). El proletariado, al ser una clase explotada y portadora de un proyecto revolucionario que acabará con cualquier explotación, no ha de ocultar ni a las otras clases, ni a sí misma, los objetivos últimos de su acción, de tal moda que podrá desarrollar a lo largo de su combate histórico, una conciencia libre de mistificaciones. De hecho, esta conciencia puede elevarse a un nivel muy superior al que jamás haya podido llegar la burguesía. Lo que constituye la fuerza decisiva del proletariado, junto a su organización en clase, es justamente esa capacidad de tomar conciencia.

En la segunda parte de este artículo veremos cómo el proletariado actual conserva, a pesar de todas las campañas ideológicas que evocan su «desaparición» o su «integración», todas las características que la hacen la clase revolucionaria de nuestra época.

 FM


[1] Ver sobre todo el artículo «La experiencia rusa, propiedad privada y propiedad colectiva» en Revista internacional nº 61 y la serie de artículos «El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material»a partir de Revista internacional nº 68.

[2] Marx y Engels pusieron en entredicho esta afirmación, precisando que no era válida más que a partir de la disolución de la comunidad primitiva, cuando su existencia fue confirmada por los trabajos de etnología de la segunda parte del siglo xix, como los de Morgan sobre los indios de América.

[3] Algunos « pensadores » de la burguesía (como el político francés del siglo XIX Guizot, que fue jefe de gobierno bajo el reinado de Luis Felipe) también llegaron a esa idea.

[4] Es igualmente valido para los economistas «clásicos», tal como Smith o Ricardo, cuyo trabajo fue particularmente útil para el desarrollo de la teoría marxista.

[5] Hay que dar al Cesar lo que es del Cesar, y a Cornelius lo que le pertenece: con gran perseverancia, las previsiones de este último han sido desmentidas por los hechos: ¿no había «previsto» que desde ahora en adelante el capitalismo había superado sus crisis económicas (ver particularmente sus artículos sobre «La dinámica del capitalismo» a principios de los años 60 en Socialismo o Barbarie)?. ¿No había anunciado ante el mundo, en 1981 (ver su libro Ante la guerra del que todavía esperamos la segunda parte anunciada para otoño del 81), que la URSS había abandonado definitivamente «la guerra fría»? («desequilibrio masivo en favor de Rusia», «situación prácticamente imposible de recuperar por los americanos»). Tales fórmulas habrían sido verdaderamente bienvenidas en una época en la que Reagan y la CIA intentaban asustarnos a propósito del «imperio del mal». Todo esto no ha impedido a los medias seguir pidiendo el punto de vista del «experto» ante grandes acontecimientos de nuestra época: a pesar de su colección de errores, conserva la gratitud de la burguesía por sus convicciones y sus discursos infatigables contra el marxismo, convicciones que son el origen de sus fracasos crónicos.

[6] Es cierto que en muchos países estas características recubren parcialmente la pertenencia de clase. Así, en muchos países del Tercer Mundo, sobre todo en África, la clase dominante recluta la mayor parte de sus miembros en tal o cual etnia: esto no significa, sin embargo, que todos los miembros de esas etnias sean explotadores, muy al contrario. Del mismo modo en USA, los WASP («Anglosajones blancos protestantes») son proporcionalmente los más representados en la burguesía: esto no impide la existencia de una burguesía negra (Colin Powel, Jefe del Estado Mayor del Ejército, es negro), ni de una multitud de «pequeños blancos» que han de luchar contra la miseria.

[7] «Soberano, (...) hemos venido a verte para pedir tu justicia y protección (...) Ordena y jura [nuestra principales necesidades] satisfacerlas y harás a Rusia potente y gloriosa, imprimirás tu nombre en nuestros corazones, en los corazones de nuestros hijos para siempre». Es estos términos se dirigía la petición obrera al Zar de todas las Rusias. Hay que precisar, no obstante, que esta petición también afirmaba: «el límite de nuestra paciencia ha llegado, para nosotros ha llegado el terrible momento en que la muerte vale más que hundirse en tormentos insoportables. (...) Si rechazas atender nuestras súplicas, moriremos aquí, sobre esta plaza, ante tu palacio...».

[8] Esta posesión no toma necesariamente, como hemos visto con el desarrollo del capitalismo de Estado, en especial en su versión estalinista, la forma de propiedad individual, personal (y por ejemplo transferible en forma de herencia) es cada vez más colectivamente como la clase capitalista «posee» (en el sentido de disponer y controlar en su beneficio) los medios de producción, incluido cuando estos últimos son estatalizados.

[9] La pequeña burguesía no es una clase homogénea. Existe de múltiples formas, que no poseen, todas, medios materiales de producción. Así, los actores de cine, los escritores, los abogados, por ejemplo, pertenecen a esta categoría social sin que ello quiera decir que dispongan de herramientas específicas. Sus «medios de producción» residen en un saber o en un «talento» que ponen en práctica en su trabajo.

[10] El siervo no era una simple «cosa» del señor. Ligado a su tierra, era vendido con ella (lo que es común con el esclavo). Sin embargo existía al principio un «contrato» entre el siervo y el señor: esta último, que poseía las armas, le aseguraba protección en contrapartida del trabajo del siervo en tierras señoriales o a cambio de una parte de sus cosechas.

[11] Ver nuestro folleto La Decadencia del capitalismo.

[12] Sobre esta cuestión, ver en el artículo « El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material » de la Revista internacional nº 72 la forma en la que la crisis de sobreproducción expresa la quiebra del capitalismo.

[13] Ver «El comunismo no es un bello ideal...», 1ª parte, en la Revista internacional nº 68.

[14] Owen fue inicialmente un gran industrial textil e intentó en numerosas ocasiones, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, crear comunidades que se estrellaron contra las leyes capitalistas. Contribuyó, sin embargo, a la aparición de las Trade Unions, los sindicatos británicos. La suerte de las iniciativas de los utopistas franceses fue peor si cabe. Durante años, Fourier esperó en vano día a día en su despacho, que se presentara el mecenas que financiara su ciudad ideal. Los intentos de sus discípulos, sobre todo en Estados Unidos, de construcción de «falansterios», acabaron en desastrosas quiebras económicas. En cuanto a las doctrinas de Saint-Simon si tuvieron algo más de éxito, fue porque constituyeron el credo de una serie de hombres de la burguesía tales como los hermanos Pereire, fundadores de un banco, o Ferdinand de Lesseps, el constructor del canal de Suez.

[15] Existe un proletariado agrícola, cuyo único medio de subsistencia consiste en vender, a cambio de un salario, su fuerza de trabajo a los propietarios de tierras. Esta parte del campesinado pertenece a la clase obrera, y constituirá, en el momento de la revolución, la cabeza de puente del proletariado en el campo. Sin embargo al vivir su explotación como consecuencia de una «desgracia» que le ha privado de heredar un trozo de tierra o que le ha dejado una parcela demasiado pequeña, el proletariado agrícola, que muy a menudo es temporero o dependiente de una explotación familiar, tiende muchas veces a sumarse al sueño de acceder a una propiedad o de un mejor reparto de tierras. Sólo la lucha, en un estadio avanzado del proletariado urbano, le permitirá deshacerse de tales quimeras, proponiendo como alternativa la socialización de la tierra, al igual que el resto de medios de producción.

[16] Lo cual no es óbice para que, en el curso del periodo de transición del capitalismo al comunismo, el reagrupamiento de pequeños propietarios agrícolas en cooperativas, pueda constituir una etapa hacia la socialización de la tierra, sobre todo porque ello le permitirá superar el individualismo característico de su ámbito de trabajo.

[17] Lo que hemos dicho de los campesinos es aún más válido para los artesanos, cuyo papel en la sociedad se ha reducido todavía más drásticamente. En cuanto a las profesiones liberales (medicina privada, abogacía...) su status social y sus ingresos (que la burguesía envidia en muchos casos) no les incitan en manera alguna a cuestionar el orden existente. En cuanto a los estudiantes, que por definición no tienen todavía ningún lugar en la economía, su destino es el de escindirse entre las diferentes clases sociales de las que provienen por sus orígenes familiares, o a las que acaban integrándose.

[18] En el alba del desarrollo de la clase obrera, ciertos sectores de ésta, despedidos por la introducción de maquinaria, dirigieron su revuelta hacia la destrucción de esas máquinas. Este intento de vuelta atrás fue sin embargo una forma embrionaria de lucha, que desapareció con el desarrollo económico y político del proletariado.

 

Series: 

  • ¿Quién podrá cambiar el mundo? [14]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La lucha del proletariado [15]

VI - Las Revoluciones de 1848: la perspectiva comunista se hace más clara

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Como vimos en el último artículo, el Manifiesto comunista se escribió en anticipación de un inminente estallido revolucionario. Con estas expectativas, no era una voz clamando en el desierto:

«... la conciencia de una inminente revolución social... no estaba, y de forma significativa, confinada a los revolucionarios, que la expresaban con la mayor elaboración, ni a las clases dirigentes, cuyo miedo de las masas empobrecidas sale a la superficie en tiempos de cambio social. También los pobres la sentían. Los estratos ilustrados del pueblo la expresaban. Toda “persona bien informada”, escribía desde Amsterdam el cónsul americano durante la hambruna de 1847, informando sobre los sentimientos de los inmigrantes alemanes que pasaban a través de Holanda, “expresa la creencia de que la crisis presente está tan profundamente entretejida en los acontecimientos del período presente, que es el comienzo de esa gran revolución que ellos consideran que, tarde o temprano, va a disolver el estado actual de las cosas”»([1]).

Confiando en que se iban a producir grandes alzamientos sociales, pero con la conciencia de que las naciones de Europa estaban en diferentes estadios del desarrollo histórico, la última sección del Manifiesto comunista plantea ciertas consideraciones tácticas para la intervención de la minoría comunista.

El punto de vista general era el mismo en cualquier caso: «Los comunistas luchan por alcanzar los objetivos e intereses inmediatos de la clase obrera; pero, al mismo tiempo defienden también, dentro del movimiento actual, el porvenir de ese movimiento... En resumen, los comunistas apoyan por doquier todo movimiento revolucionario contra el régimen social y político existente. En todos estos movimientos ponen en primer término, como cuestión fundamental del movimiento, la cuestión de la propiedad, cualquiera que sea la forma más o menos desarrollada que ésta revista»([2]).

Más concretamente, reconociendo que la mayoría de países de Europa todavía no habían alcanzado el estadío de la democracia burguesa, que la independencia nacional y la unificación todavía era una cuestión central en países como Italia, Suiza y Polonia, los comunistas se comprometían a luchar junto con los partidos democráticos burgueses y los partidos de la pequeña burguesía radical, contra los vestigios del atraso feudal y el absolutismo.

La táctica se describió particularmente en detalle respecto a Alemania:
«Los comunistas fijan su principal atención en Alemania, porque Alemania se halla en vísperas de una revolución burguesa y porque llevará a cabo esta revolución bajo las condiciones más progresivas de la civilización europea en general, y con un proletariado mucho más desarrollado que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el siglo XVIII, y, por lo tanto, la revolución burguesa alemana no podrá ser sino el preludio inmediato de una revolución proletaria»([3]).

Así pues: la táctica era apoyar a la burguesía en la medida en que llevaba a cabo la revolución antifeudal, pero defendiendo siempre la autonomía del proletariado, sobre todo porque las expectativas eran las de «una revolución proletaria inmediatamente después». ¿Hasta qué punto confirman estos pronósticos los sucesos de 1848? ¿Qué lecciones sacaron Marx y su «partido» de los resultados de esos sucesos?.

Como hemos dicho, en 1848 Europa estaba a diferentes niveles políticos y sociales. Solamente en Gran Bretaña el capitalismo estaba completamente desarrollado y la clase obrera era la mayoría de la población. En Francia, la clase obrera había adquirido un fondo considerable de experiencia política por su participación en una serie de alzamientos revolucionarios desde 1789. Pero esta relativa madurez política estaba casi completamente restringida al proletariado parisino, e incluso en París, la producción industrial a gran escala todavía estaba en sus primeras etapas, lo que significaba que las fracciones políticas de la clase obrera (blanquistas, proudhonistas, etc.) tendían a reflejar el peso de los prejuicios y concepciones artesanales obsoletos. Por lo que concierne al resto de Europa –España, Italia, Alemania, las regiones centrales y orientales– las condiciones políticas y sociales todavía eran extremadamente atrasadas. Estas áreas estaban divididas en su mayor parte en un mosaico de pequeños reinos y no existían como naciones-Estado centralizadas. Los vestigios feudales de todo tipo pesaban mucho sobre la sociedad y las estructuras del Estado.

Así, en la mayoría de países, lo primero era completar la revolución burguesa, barrer los viejos residuos feudales, establecer naciones-Estado unificadas, instalar el régimen político de la democracia burguesa. Además habían cambiado muchas cosas desde los días de la revolución burguesa «clásica» de 1789, introduciendo una serie de complicaciones y contradicciones en la situación. Para empezar, los alzamientos revolucionarios de 1848 estuvieron provocados, no tanto por una crisis «feudal», sino por una de las grandes crisis cíclicas de juventud del capitalismo –la gran depresión de 1847, que, consecuencia de una serie de cosechas desastrosas, redujo las condiciones de vida de las masas a un nivel intolerable. En segundo lugar, quienes dirigieron los levantamientos contra el viejo orden fueron sobre todo las masas urbanas proletarias o semiproletarizadas de París, Berlín, Viena y otras ciudades. Y como había señalado el Manifiesto, el proletariado ya se había convertido en una fuerza mucho más destacada que en 1789; no sólo a nivel social, sino también a nivel político. El auge del movimiento Cartista en Gran Bretaña había confirmado esto. Pero, primero y principal, fue el gran alzamiento de Junio de 1848 en París lo que verificó la realidad del proletariado como se definía en el Manifiesto: como una fuerza política independiente irrevocablemente opuesta al gobierno del capital.

En Febrero de 1848, la clase obrera parisina había sido la principal fuerza social en las barricadas durante el alzamiento que derrocó la monarquía de Luís-Felipe e instauró la República. Pero en pocos meses, el antagonismo social entre el proletariado y la burguesía «democrática» se había hecho evidente y agudo, a medida que quedaba claro que ésta no era capaz de hacer nada para aliviar la insatisfacción económica de aquél. La resistencia del proletariado se expresaba en la reivindicación confusa de «el derecho al trabajo», cuando el gobierno cerró los talleres nacionales, que habían dado a los trabajadores un mínimo de desahogo ante el desempleo. Sin embargo, como argumentó Marx en La Lucha de clases en Francia, escrito en 1850, tras esta desafortunada consigna yacían los comienzos de un movimiento para la supresión de la propiedad privada. Ciertamente la propia burguesía era consciente del peligro; cuando los obreros parisinos levantaron las barricadas para defender los talleres nacionales, el alzamiento fue sofocado con la mayor ferocidad. «Es sabido cómo los obreros, con una valentía y una genialidad sin ejemplo, sin jefes, sin un plan común, sin medios, carentes de armas en su mayor parte, tuvieron en jaque durante cinco días al ejército, a la Guardia móvil, a la Guardia nacional de París y a la que acudió en tropel de las provincias. Y es sabido cómo la burguesía se vengó con una brutalidad inaudita del miedo mortal que había pasado, exterminando a más de 3000 prisioneros»([4]).

Este alzamiento confirmaba de hecho los peores temores de la burguesía en Europa, y su desenlace iba a tener un profundo efecto en el desarrollo posterior del movimiento revolucionario. Traumatizada por el espectro del proletariado, a la burguesía le fallaron los nervios y se encontró incapaz de llevar a cabo su propia revolución contra el orden establecido. Esto se amplificaba por factores materiales, por supuesto: en los países dominados por el absolutismo, el nerviosismo político de la burguesía también era resultado del atraso de su desarrollo económico y político. En cualquier caso, el resultado era que, más que apoyarse en las energías de las masas en su batalla contra el poder feudal, como había hecho en 1789, la burguesía se comprometía más y más con la reacción para contener la amenaza «de abajo». Este compromiso tomó varias formas. En Francia produjo la extraña anomalía del segundo Bonaparte, que subió a la recámara del poder porque los mecanismos «democráticos» de la burguesía parecía que sólo abrían la puerta a los fríos vientos del descontento social y la inestabilidad política. En Alemania, se encarnó en una burguesía particularmente tímida y falta de voluntad, cuya falta de resolución frente a la reacción absolutista Marx puso como un trapo varias veces, especialmente en el artículo publicado en La Nueva gaceta renana del 15 de Diciembre de 1848, «La burguesía y la contrarrevolución»: «La burguesía alemana se había desarrollado tan perezosamente, tan pusilánimemente, tan lentamente, que se vio amenazadoramente confrontada por el proletariado y por todos aquellos sectores de la población relacionados con el proletariado por lo que concierne a sus intereses y sus ideas, en el mismo momento de su propia confrontación amenazante con el feudalismo y el absolutismo». Esto la hizo «irrelevante contra cada uno de sus oponentes, tomados individualmente, porque siempre veía al otro enfrente de sí o por detrás; inclinada desde el comienzo a trampear con el pueblo y comprometerse con los representantes coronados de la vieja sociedad... sin fe en sí misma, sin fe en el pueblo, quejándose de los de arriba y temblando ante los de abajo... un infausto viejo condenado a conducir y estrellar los primeros impulsos de juventud de un pueblo robusto en sus propios intereses seniles –sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada– esta era la naturaleza de la burguesía prusiana que se encontró a sí misma a la cabeza del estado prusiano después de la revolución de Marzo».

Pero aunque la burguesía tuviera un «terror mortal» ante el proletariado, éste no estaba suficientemente maduro, históricamente hablando, para asumir la dirección política de las revoluciones. Ya la misma clase obrera británica, tan poderosa, se había aislado en cierta forma de los sucesos en el terreno europeo; y el Cartismo, a pesar de que existía una tendencia a la «fuerza física» en su ala izquierda, aspiraba sobre todo a encontrar un puesto para la clase obrera en la sociedad «democrática», o sea, burguesa. Ciertamente, la burguesía británica fue lo suficientemente inteligente para encontrar la forma de incorporar gradualmente la reivindicación del sufragio universal de tal modo que, lejos de constituir una amenaza para el reino político del capital, como el propio Marx había pensado, se convirtió cada vez más en uno de sus pilares. Además, en el mismo momento en que la Europa continental estaba en mitad de todos esos alzamientos, el capitalismo británico estaba ya en los albores de una nueva fase de expansión. En Francia, aunque la clase obrera había estado políticamente a la altura de las circunstancias, había sido incapaz de evitar las trampas de la burguesía, y aún menos de erigirse como portadora de un nuevo proyecto social. El levantamiento de Junio del 48 había sido provocado de cabo a rabo por la burguesía, y las aspiraciones comunistas que contenía eran más implícitas que explícitas. Como planteó Marx en La Lucha de clases en Francia («La derrota de Junio de 1848»): «El proletariado de París fue obligado por la burguesía a hacer la insurrección de Junio. Ya en esto iba implícita su condena al fracaso. Ni su necesidad directa y confesada le impulsaba a querer conseguir por la fuerza el derrocamiento de la burguesía, ni tenía aún fuerzas bastantes para imponerse esta misión. El Moniteur hubo de hacerle saber oficialmente que habían pasado los tiempos en que la república tenía que rendir honores a sus ilusiones, y fue su derrota la que le convenció de esta verdad: que hasta el más mínimo mejoramiento de su situación es, dentro de la república burguesa, una utopía; y una utopía que se convierte en crimen tan pronto como quiere transformarse en realidad...».

Así, lejos de evolucionar rápidamente a una revolución proletaria, como esperaba el Manifiesto, los movimientos de 1848 a duras penas resultaron en la conclusión por la burguesía de su propia revolución.

La intervención de la Liga de los comunistas

Las revoluciones de 1848 dieron muy temprano su bautismo de fuego a la Liga de los comunistas. Rara vez una organización comunista se ha visto recompensada, apenas tras su nacimiento, con la recompensa a veces tan incierta de verse metida en el torbellino de un gigantesco movimiento revolucionario. Marx y Engels, que habían optado por el exilio político lejos del ridículo régimen Junker, volvieron a Alemania para tomar parte en los sucesos hacia los que necesariamente los guiaban sus convicciones. Teniendo en cuenta la falta total de experiencia directa de la Liga de los comunistas en acontecimientos de tal escala, hubiera sido sorprendente que el trabajo que la organización desarrolló en esta fase –incluyendo el trabajo de sus elementos teóricos más avanzados– se viera libre de errores, a veces bastante serios. Pero la cuestión básica no es si la Liga de los comunistas cometió errores o no, sino si su intervención global fue consistente con las tareas fundamentales que ella misma se había dado en su plataforma de principios políticos y tácticas, el Manifiesto comunista.

Uno de los rasgos más sorprendentes de la intervención de la Liga de los comunistas en la revolución alemana de 1848 es su oposición al extremismo revolucionario fácil. Para la burguesía –o al menos en los órganos de propaganda– los comunistas eran el non plus ultra del fanatismo y el terrorismo, agentes feroces de la destrucción y la nivelación social forzada. El propio Marx durante este período era conocido como el «doctor del terror rojo» y era constantemente acusado de complots y maquinaciones tortuosas para asesinar a las cabezas coronadas de Europa. Sin embargo en la práctica, la actividad de el «partido de Marx» en este período es notoria por su sobriedad.

En primer lugar, durante los primeros días embriagadores de la revolución, Marx se opuso públicamente al romanticismo revolucionario de las «legiones» organizadas en Francia por expatriados revolucionarios y destinadas a exportar la revolución a Alemania a punta de bayoneta. Contra esto, Marx señaló que la revolución no era en principio una cuestión militar, sino política y social; también señaló secamente que la burguesía «democrática» francesa sólo estaba demasiado agradecida de ver a esos revolucionarios alemanes problemáticos marcharse para combatir a los tiranos feudales de Alemania -y que no había olvidado avisar a las autoridades alemanas de su llegada. En la misma onda, Marx se levantó contra un alzamiento aislado y a destiempo en Colonia en la fase de declive de la revolución, puesto que esto hubiera llevado de nuevo a las masas a los brazos abiertos de la reacción, que había tomado medidas explícitas para provocar el alzamiento.

A un nivel político más general, Marx también tuvo que combatir a esos comunistas que creían que la revolución de los obreros y el advenimiento del comunismo se planteaban a corto plazo; que desdeñaban la lucha por la democracia política burguesa y consideraban que los comunistas sólo deberían hablar de las condiciones de la clase obrera y de la necesidad del comunismo. En Colonia, donde Marx pasó la mayor parte del período revolucionario como editor del periódico radical democrático La Nueva gaceta renana, el principal defensor de esta visión era el buen Dr. Gotteschalk, que se consideraba a sí mismo un verdadero hombre del pueblo, y castigaba a Marx diciéndole que no era más que un teórico de salón, porque teorizaba tenazmente que Alemania todavía no estaba lista para el comunismo, que primero la burguesía tendría que llegar al poder y sacar a Alemania de su atraso feudal; y que consecuentemente, la tarea de los comunistas era apoyar a la burguesía «desde la izquierda», participando en el movimiento popular para garantizar que éste empuje continuamente a la burguesía hasta los límites de su oposición con el orden feudal.

En términos organizacionales prácticos, esto significaba participar en las Uniones democráticas que se crearon para, como su nombre indica, agrupar a todos los que estuvieran consistente y sinceramente luchando contra el absolutismo y por el establecimiento de estructuras políticas democráticas burguesas. Pero se puede decir que, reaccionando contra los excesos voluntaristas de aquellos que querían pasar por alto la fase democrática burguesa, Marx fue demasiado lejos en el otro sentido y olvidó algunos de los principios establecidos en el Manifiesto. En Colonia, la tendencia de Gotteschalk era la mayoría de la Liga, y para contrarrestar su influencia, Marx disolvió la Liga en un momento dado. Políticamente, la Nueva gaceta renana se pasó todo un período sin decir nada de las condiciones de los obreros, y en particular sobre la necesidad para los obreros de guardar su autonomía política frente a todas las facciones de la burguesía y la pequeña burguesía. Esto era malamente compatible con las nociones de independencia proletaria planteadas en el Manifiesto, y como veremos, Marx hizo una autocrítica a esta cuestión particular en los primeros intentos de sacar un balance de la actividad de la Liga de los comunistas en el movimiento. Pero hay un punto básico: lo que guiaba a Marx en este periodo, como a través de toda su vida, era el reconocimiento de que el comunismo tenía que ser más que una necesidad en términos de necesidad humana fundamental: también tenía que ser una posibilidad real teniendo en cuenta las condiciones objetivas alcanzadas por el desarrollo social e histórico. Este debate iba a reemerger en la Liga también en la resaca de la revolución.

Lecciones de la derrota: la necesidad de autonomía proletaria

En muchos aspectos, las contribuciones políticas más importantes de la Liga de los Comunistas, aparte por supuesto del propio Manifiesto, son los documentos escritos en el epílogo de los movimientos de 1848; el balance que sacó la propia organización de su participación en las revueltas. Esto es cierto incluso aunque los debates que esos documentos expresaban o provocaban iban a llevar a una escisión fundamental y a la disolución de la organización.

En la circular del comité central de la Liga de los comunistas, publicada en Marzo de 1850, hay una crítica -de hecho una autocrítica, puesto que fue el propio Marx quien escribió el texto- de las actividades de la Liga en los sucesos revolucionarios. Mientras que el documento afirma sin duda que los pronósticos políticos generales de la Liga se han confirmado ampliamente por los sucesos, y mientras que sus miembros han sido siempre los combatientes más determinados de la causa revolucionaria, el debilitamiento organizacional de la Liga –en efecto, su disolución durante los primeros estadios de la revolución en Alemania– había expuesto gravemente a la clase obrera a la dominación política de los demócratas pequeñoburgueses: «... la primitiva y sólida organización de la Liga se ha debilitado considerablemente. Gran parte de sus miembros –los que participaron directamente en el movimiento revolucionario– creían que ya había pasado la época de las sociedades secretas y que bastaba con la sola actividad pública. Algunos círculos y comunidades (las unidades básicas de la organización de la Liga) han ido debilitando sus conexiones con el Comité central y terminaron por romperlas poco a poco. Así pues, mientras el partido democrático, el partido de la pequeña burguesía, fortalecía su organización en Alemania, el partido obrero perdía su única base firme, a lo sumo conservaba su organización en algunas localidades, para fines puramente locales, y por eso, en el movimiento general, cayó por entero bajo la influencia y la dirección de los demócratas pequeñoburgueses. Hay que acabar con tal estado de cosas, hay que restablecer la independencia de los obreros»([5]). Y no hay duda de que el elemento más importante en este texto es aclarar la necesidad de luchar por la más completa independencia política y organizacional de la clase obrera, incluso durante revoluciones dirigidas por otras clases sociales.

Esto era una necesidad por dos razones.
Primero de todo si, como en Alemania, la burguesía se mostraba incapaz de cumplir sus propias tareas revolucionarias, el proletariado necesitaba actuar y organizarse independientemente para empujar hacia la revolución a pesar de las resistencias y el conservadurismo de la burguesía: aquí el modelo era hasta cierto punto la primera Comuna de París, la de 1793, cuando las masas populares se habían organizado en asambleas locales o secciones, centralizadas a nivel de ciudad en la Comuna, para empujar a la burguesía Jacobina a continuar el ímpetu de la revolución.
Al mismo tiempo, incluso si los elementos democráticos más radicales llegaran al poder, se verían obligados por la lógica de su posición a dar de lado a los obreros y someterlos al orden y la disciplina burguesa, tan pronto como se convirtieran en los nuevos timoneles del estado. Esto había sido cierto durante y después de 1793, cuando la burguesía empezó a descubrir más y más «enemigos a la izquierda»; se había demostrado con sangre en los sucesos de Junio de 1848 en París; y en opinión de Marx, sucedería de nuevo con el nuevo asalto de la revolución en Alemania. Marx predijo que, después de la caída de la burguesía liberal por su incapacidad para confrontar el poder absolutista, los demócratas pequeñoburgueses tendrían que acceder al liderazgo del próximo gobierno revolucionario, pero que también ellos intentarían en el acto desarmar y atacar a la clase obrera. Y que por esta misma razón, el proletariado sólo podría defenderse de tales ataques manteniendo su independencia de clase. Esta independencia tenía tres dimensiones:
• La existencia y acción de una organización comunista como la fracción política más avanzada de la clase:
«En los momentos presentes, cuando la pequeña burguesía democrática es oprimida en todas partes, ésta exhorta en general al proletariado a la unión y a la reconciliación, le tiende la mano y trata de crear un gran partido de oposición que abarque todas las tendencias del partido democrático, es decir, trata de arrastrar al proletariado a una organización de partido donde han de predominar las frases socialdemócratas de tipo general, tras las que se ocultarán los intereses particulares de la democracia pequeñoburguesa, y en la que las reivindicaciones especiales del proletariado han de mantenerse reservadas en aras de la tan deseada paz. Semejante unión sería hecha en exclusivo beneficio de la pequeña burguesía democrática y en indudable perjuicio del proletariado. Este habría perdido la posición independiente que conquistó a costa de tantos esfuerzos y habría caído una vez más en la situación de simple apéndice de la democracia burguesa oficial. Tal unión debe ser, por tanto, resueltamente rechazada. En vez de descender una vez más al papel de coro destinado a jalear a los demócratas burgueses, los obreros, y ante todo la Liga, deben procurar establecer junto a los demócratas oficiales una organización independiente del partido obrero, a la vez legal y secreta, y hacer de cada comunidad el centro y núcleo de sociedades obreras, en las que la actitud y los intereses del proletariado puedan discutirse independientemente de las influencias burguesas»([6]).
• El mantenimiento de reivindicaciones autónomas de clase, respaldadas por organizaciones unitarias de la clase, órganos que reagrupen a todos los trabajadores como obreros: «Durante la lucha y después de ella los obreros deben aprovechar todas las oportunidades para presentar sus propias demandas al lado de las demandas de los demócratas burgueses. Deben exigir garantías para los obreros tan pronto como los demócratas burgueses se dispongan a tomar el poder. Si fuere preciso, estas garantías deben ser arrancadas por la fuerza. En general, es preciso procurar que los nuevos gobernantes se obliguen a las mayores concesiones y promesas; es el medio más seguro de comprometerles. Los obreros deben contener por lo general y en la medida de lo posible el entusiasmo provocado por la nueva situación y la embriaguez del triunfo que sigue a toda lucha callejera victoriosa, oponiendo a todo esto una apreciación fría y serena de los acontecimientos y manifestando abiertamente su desconfianza hacia el nuevo gobierno. Al lado de los nuevos gobiernos oficiales, los obreros deberán constituir inmediatamente gobiernos obreros revolucionarios, ya sea en forma de comités o consejos municipales, ya en forma de clubes obreros o de comités obreros, de tal manera que los gobiernos democrático-burgueses no sólo pierdan inmediatamente el apoyo de los obreros, sino que se vean desde el primer momento vigilados y amenazados por autoridades tras las cuales se halla la masa entera de los obreros. En una palabra, desde el primer momento de la victoria es preciso encauzar la desconfianza no ya contra el partido reaccionario derrotado, sino contra los antiguos aliados, contra el partido que quiera explotar la victoria común en su exclusivo beneficio»([7]).
• Estos órganos tienen que ser armados; en ningún momento el proletariado tiene que ser seducido para capitular sus armas ante el gobierno oficial: «Pero para poder oponerse enérgica y amenazadoramente a este partido, cuya traición a los obreros comenzará desde los primeros momentos de la victoria, éstos deben estar armados y tener su organización. Se procederá inmediatamente a armar a todo el proletariado con fusiles, carabinas, cañones y municiones; es preciso oponerse al resurgimiento de la vieja Milicia burguesa dirigida contra los obreros. Donde no puedan ser tomadas estas medidas, los obreros deben tratar de organizarse independientemente como Guardia proletaria, con jefes y un Estado mayor central elegidos por ellos mismos, y ponerse a las órdenes, no del gobierno, sino de los Consejos municipales revolucionarios creados por los mismos obreros. Donde los obreros trabajen en empresas del Estado, deberán procurar su armamento y organización en cuerpos especiales con mandos elegidos por ellos mismos o bien como unidades que formen parte de la Guardia proletaria. Bajo ningún pretexto entregarán sus armas ni municiones; todo intento de desarme será rechazado en caso de necesidad, por la fuerza de las armas»([8]).

Estas conclusiones, estas definiciones de lo que implica prácticamente la independencia de clase en una situación revolucionaria, son importantes, no tanto como una prescripción inmediata para un tipo de revolución que ya no estaba en el orden del día, sino como anticipaciones históricas del futuro fácilmente reconocibles –de los conflictos revolucionarios de 1871, 1905 y 1917, cuando la clase obrera iba a formar sus propios órganos de combate político y a presentarse como un candidato viable al poder. Aquí, en la circular de la Liga, está la noción completa del doble poder, una situación social en la que la clase obrera empieza a ganar tal grado de autonomía política y organizacional que plantea una amenaza directa a la gestión burguesa de la sociedad; y más allá de la situación inherentemente inestable del doble poder, la noción de la dictadura del proletariado, la toma y el ejercicio del poder político por la clase obrera organizada. En el texto de la Liga, es evidente que las formas embrionarias de este poder proletario surgen fuera y en oposición a los órganos oficiales del estado burgués. Son (Marx se refiere específicamente aquí a los clubes obreros) «una unión del conjunto de la clase obrera contra el conjunto de la clase burguesa –la formación de un Estado obrero contra el Estado burgués»([9]). Consecuentemente estas líneas ya contienen la simiente de la posición de que la toma del poder por la clase obrera implica, no la toma del aparato de Estado existente, sino su violenta destrucción por los propios órganos de poder de los obreros. Sólo las simientes, porque esta posición no había sido clarificada en absoluto por experiencias históricas decisivas: aunque El 18 Brumario de Luís-Bonaparte hace una referencia explícita, de pasada, a la necesidad de destruir el Estado mas que tomar su control («todas las revoluciones políticas perfeccionaron esta máquina en lugar de destruirla»), durante el mismo período, Marx todavía estaba convencido de que los obreros podrían llegar al poder en algunos países (por ejemplo Gran Bretaña) por el sufragio universal. El asunto se trataba más respecto a las condiciones nacionales particulares que como un problema general de principios.

Esta cuestión no se aclaró finalmente hasta que el movimiento histórico real del proletariado intervino decisivamente en la discusión: la Comuna de París sentenció. Pero ya podemos ver la continuidad entre las conclusiones que se habían trazado y la Comuna –que el poder político proletario requiere la aparición de una nueva red de órganos de clase, un «Estado» revolucionario centralizado que no puede convivir con la máquina estatal existente. La visión «profética» de Marx es aquí evidente; pero esas predicciones no son meras especulaciones. Están sólidamente basadas en la realidad de la experiencia pasada: la experiencia de la primera Comuna de París, de los clubes revolucionarios y las secciones de 1789-95, y sobre todo de los días de Junio de 1848 en Francia, cuando el proletariado se armó y se erigió como una fuerza social distinta, pero fue aplastado porque estaba insuficientemente armado políticamente. Aparte de todas las limitaciones históricas en las cuales se escribieron los textos de la Liga, las lecciones que contienen sobre la necesidad de la acción y organización independientes de la clase obrera siguen siendo esenciales; sin ellas, la clase obrera nunca llegará al poder y el comunismo no será realmente más que un sueño.

La «revolución permanente»: permanentemente irrealizada

Sin embargo, no podemos ignorar el hecho de que esos llamamientos a la autonomía proletaria estaban enmarcados en una perspectiva histórica particular –la de la «revolución permanente».

El Manifiesto había previsto una transición rápida de la revolución burguesa a la revolución proletaria en Alemania. Como hemos visto, la experiencia de 1848 había convencido a Marx y su tendencia de que la burguesía alemana era congénitamente incapaz de hacer su propia revolución; de que en el próximo estallido revolucionario, que la circular de 1850 de Marx todavía consideraba una perspectiva a corto plazo, los demócratas pequeño-burgueses, los «socialdemócratas», como se les llamaba entonces a veces, llegarían al poder. Pero este estrato social también se mostraría incapaz de llevar a cabo una destrucción completa de las relaciones feudales, y en cualquier caso se vería forzado a atacar y desarmar al proletariado en cuanto hubiera asumido los oficios del gobierno. La tarea de realizar la revolución burguesa, pues, correspondería al proletariado, pero al realizarla, éste último se vería forzado a plantear su propia revolución comunista.

El propio Marx reconocería poco después, como veremos, que este esquema era inaplicable a las condiciones muy atrasadas de Alemania; cuando se dio cuenta de que el capitalismo europeo aún estaba, con mucho, en su fase ascendente. Esto también puede ser reconocido por comentaristas e historiadores izquierdistas. Pero de acuerdo con estos últimos, «la táctica de la revolución permanente, aunque era inaplicable en la Alemania de 1850, queda como un valioso legado político para el movimiento obrero. Trotski la propuso para Rusia en 1905, aunque Lenin todavía consideraba prematuro intentar convertir la revolución democrático-burguesa en una revolución proletaria. En 1917, sin embargo, en el contexto de la crisis que recorría toda Europa por la Guerra mundial, Lenin y el partido bolchevique fueron capaces de aplicar con éxito la táctica de la revolución permanente, conduciendo la revolución rusa de ese año del derrocamiento del zarismo al derrocamiento del propio capital»([10]).

En realidad, toda la noción de revolución permanente se basaba en un acertijo irresoluble: la idea de que mientras la revolución proletaria era posible en algunos países, otras partes del mundo todavía tenían (o tienen) tareas burguesas inacabadas, o estadios que recorrer. Este era un problema genuino para Marx, pero fue trascendido por la propia evolución histórica, que demostró que el capitalismo sólo podía poner las condiciones de la revolución proletaria a escala mundial. El capitalismo entraba en su fase de decadencia, su «época de guerras y revoluciones», como un único sistema internacional, con el estallido de la Iª Guerra mundial. La tarea que afrontaba el proletariado ruso en 1917 no era completar ningún estadio burgués, sino la toma del poder político como el primer paso de la revolución proletaria mundial. Contrariamente a las apariencias, Febrero de 1917 no fue una «revolución burguesa», o la ascensión al poder de algunos estratos intermedios sociales. Febrero de 1917 fue una revuelta proletaria, que todas las fuerzas de la burguesía hicieron todo lo que pudieron por que descarrilara y por destruirla; lo que probó, muy rápidamente, es que todas las fracciones de la burguesía, lejos de ser «revolucionarias», estaban totalmente ligadas a la guerra imperialista y a la contra-revolución, y que la pequeña burguesía y otros estratos intermedios, no tenían ningún programa político o social autónomo propio, sino que estaban condenados a seguir una u otra de las dos clases históricas de la sociedad.

Cuando Lenin escribió las Tesis de Abril, en 1917, liquidó todas las nociones pasadas de moda sobre la posibilidad de un estadio a mitad camino entre la revolución burguesa y la proletaria, todos los vestigios de concepciones puramente nacionales del cambio revolucionario. Las Tesis efectivamente despachaban con el concepto ambiguo de revolución permanente y afirmaban que la revolución de la clase obrera es comunista e internacional, o no es nada.

La clarificación de la perspectiva comunista: el concepto de decadencia capitalista

Las clarificaciones más importantes sobre la perspectiva del comunismo vinieron a través del debate que estalló en la Liga no mucho después de la publicación de su primera circular posrevolucionaria. Pronto quedó claro para Marx y los que estaban políticamente de acuerdo con él, que la contra-revolución había triunfado en toda Europa, y que no había ningún proyecto de una inminente lucha revolucionaria. Lo que le convenció más que nada de esto, no fueron simplemente las victorias políticas y militares de la reacción, sino su reconocimiento, basado en una concienzuda investigación económica en sus nuevas condiciones de exilio en Gran Bretaña, de que el capitalismo estaba entrando en un nuevo periodo de crecimiento. Como escribió en La Lucha de clases en Francia:
«Bajo esta prosperidad general, en que las fuerzas productivas de la sociedad burguesa se desenvuelven todo lo exuberantemente que pueden desenvolverse dentro de las condiciones burguesas, no puede ni hablarse de una verdadera revolución. Semejante revolución sólo puede darse en aquellos periodos en que estos dos factores, las modernas fuerzas productivas y las formas burguesas de producción incurren en mutua contradicción. Las distintas querellas a que ahora se dejan ir y en que se comprometen recíprocamente los representantes de las distintas fracciones del partido continental del orden no dan, ni mucho menos, pie para nuevas revoluciones; por el contrario, son posibles sólo porque la base de las relaciones sociales es, por el momento, tan segura y –cosa que la reacción ignora– tan burguesa. Contra ella rebotarán todos los intentos de la reacción por contener el desarrollo burgués, así como toda la indignación moral y todas las proclamas entusiastas de los demócratas. Una nueva revolución sólo es posible como consecuencia de una nueva crisis. Pero es también tan segura como ésta»([11]).

Consecuentemente, la tarea que enfrentaba la Liga no era la preparación inmediata para una revolución, sino sobre todo escrutar teóricamente la situación histórica objetiva, el destino real del capital, y así, las bases reales para una revolución comunista.

Esta perspectiva se encontró con la fiera oposición de los elementos más inmediatistas del partido, la tendencia Willich-Schapper que, en la fatídica reunión del Comité central de la Liga de Septiembre de 1850, defendían que la polémica estaba entre aquellos «que se organizan en el proletariado» (es decir, ellos mismos, los verdaderos comunistas obreros) y «aquellos cuya influencia deriva de sus plumas» (es decir, Marx y sus teóricos de salón). La verdadera cuestión la planteó Marx en su respuesta:
«Durante nuestro último debate en particular, sobre “la posición del proletariado alemán en la próxima revolución”, miembros de la minoría del Comité central expresaron ideas que contradicen abiertamente nuestra segunda circular hasta ahora, e incluso el Manifiesto. Un punto de vista nacional alemán ha reemplazado la concepción universal del Manifiesto, lisonjeando los sentimientos nacionales de los artesanos alemanes. Se destacaba como el principal factor de la revolución el deseo, más que las condiciones actuales. Nosotros decimos a los trabajadores: si queréis cambiar las condiciones y haceros capaces de gobernar, tendrán que pasar quince, veinte o cincuenta años de guerra civil. Ahora se les dice: tenéis que tomar el poder inmediatamente, o bien podéis iros a dormir»([12]).

Este debate ocasionó la disolución efectiva de la Liga. Marx propuso que su cuartel general se trasladara a Colonia y que las dos tendencias trabajaran en secciones locales separadas. La organización continuó existiendo hasta después del famoso Proceso de Colonia en 1852, pero cada vez con una existencia más formal. Los seguidores de Willich-Schapper se vieron implicados crecientemente en complots mentecatos y conspiraciones para desencadenar la tormenta proletaria. Marx, Engels y otros pocos se retiraron más y más de las actividades de la organización (excepto cuando salieron en defensa de sus camaradas en prisión en Colonia) y se dedicaron a la principal tarea del momento –elaborar una comprensión más profunda de las fuerzas y debilidades del modo capitalista de producción.

Esta fue la primera demostración clara del hecho de que un partido proletario no podía existir como tal en un período de reacción y derrota; de que en tales periodos los revolucionarios sólo pueden trabajar como una fracción. Pero la inexistencia de una fracción organizada en torno a Marx y Engels en el período siguiente no era un signo de fuerza; expresaba la inmadurez del movimiento político proletario, del concepto mismo de partido([13]).

Sin embargo, el debate con la tendencia Willich-Schapper nos ha dejado un legado perdurable: la clara afirmación por la «tendencia Marx» de que la revolución sólo podía venir cuando las «modernas fuerzas de producción “hubieran entrado en conflicto con” las formas burguesas de producción»; cuando el capitalismo se hubiera convertido en una traba para el desarrollo de las fuerzas productivas, en un sistema social decadente. Esta era la respuesta esencial a todos aquellos que, separándola de sus condiciones objetivas históricas, reducían la revolución comunista a una simple cuestión de deseo. Y es una respuesta que ha tenido que repetirse una y otra vez de nuevo en el movimiento obrero: contra los bakuninistas en la Iª Internacional, que mostraban la misma falta de interés por la cuestión de las condiciones materiales, y hacían depender la revolución del instinto y el entusiasmo de las masas (y de su autoproclamada vanguardia secreta); o contra los descendientes de Bakunin en estos tiempos en el medio político proletario actual –grupos como el Groupe communiste internationaliste (GCI), y Wildcat, que, empezando por rechazar la concepción marxista de la decadencia del capitalismo, terminan rechazando todas las nociones de progreso histórico y defienden que el comunismo ha sido posible desde los comienzos del capitalismo, o incluso desde los albores de la sociedad de clases.

Es cierto que el debate en 1850 no aclaró finalmente esta cuestión de la decadencia; de las palabras de Marx sobre «la próxima revolución que surgiría de la próxima crisis», se podría concluir que Marx veía la posibilidad de que emergiera la revolución proletaria, no tanto de un período en que las relaciones burguesas de producción se han convertido en una traba permanente para las fuerzas productivas, sino de una de las crisis cíclicas que temporalmente marcaban la vida del capitalismo en el siglo XIX. Algunas corrientes dentro del movimiento proletario –en particular los bordiguistas– han intentado ser consistentes con las críticas de Marx al voluntarismo mientras rechazan la noción de una crisis permanente del modo de producción capitalista, la noción de decadencia. Pero aunque el concepto de decadencia no pudiera clarificarse completamente hasta que el capitalismo no entró realmente en su fase decadente, sostenemos que quienes sostienen este concepto son los verdaderos herederos del método de Marx. Este será uno de los elementos que examinaremos en el próximo artículo, cuando consideremos el trabajo teórico de Marx en la década que siguió a la disolución de la Liga desde el ángulo que más importa en esta serie: como una clave para entender la necesidad y la posibilidad del comunismo.

CDW


[1] E.J. Hobsbawn, The Age of Revolution 1789-48.

[2] Marx-Engels, Obras escogidas, Akal 1975.

[3] Ídem.

[4] Las Luchas de clases en Francia de 1848 a 1850, Marx-Engels.

[5] «Mensaje del Comité central a la Liga de los comunistas», ídem.

[6] Ídem.

[7] Ídem.

[8] Ídem.

[9] «Las luchas de clases en Francia», op. cit.

[10] David Fernbach, Introduction to The Revolutions of 1848, Penguin Marx Library, 1973.

[11] IV, «La abolición del sufragio universal en 1850», op. cit.

[12] «Minutes of the CC meeting», in The Revolutions of 1848.

[13] Ver la serie «La relación Fracción-Partido en la tradición marxista», Revista internacional nos 59, 61, 64, 65, en particular «de Marx a la IIª Internacional», Revista internacional nº 64.

 

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [2]

Historia del Movimiento obrero: 

  • 1848 [3]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La lucha del proletariado [15]
  • La revolución proletaria [16]

desarrollo de la conciencia y la organización proletaria: 

  • Utopistas [17]
  • La Liga de los Comunistas [18]

Cuestiones teóricas: 

  • Comunismo [19]

Revista internacional n° 74 - 3er trimestre de 1993

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Editorial – ¡Máscaras fuera!

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EDITORIAL

¡Máscaras fuera!

Los hechos desmienten sin piedad la propaganda de la clase dominante. Posiblemente nunca antes la realidad se ha encargado como ahora de poner al desnudo las mentiras que sueltan masivamente los medios de información hipertrofiados de la burguesía. La «nueva era de paz y de prosperidad» que anunciaban tras el hundimiento del bloque del Este, y que ha sido trovada en todos los tonos por los responsables políticos de los diferentes países, se ha quedado en un sueño apenas unos meses después. Este nuevo período aparece como el escenario histórico del desarrollo de un caos creciente, de un hundimiento en la crisis económica más grave que el capitalismo haya conocido, de la explosión de conflictos, desde la guerra del Golfo a la ex-Yugoslavia, en los que la barbarie militar alcanza cotas raramente igualadas.

sta agravación brutal de las tensiones en la escena internacional es expresión del atolladero en el que se hunde el capitalismo, de la crisis catastrófica y explosiva que sacude todos los aspectos de su existencia. La clase dominante evidentemente no puede reconocer esta realidad; eso sería admitir su propia impotencia, y aceptar la quiebra del sistema que representa. Todas las afirmaciones tranquilizadoras, todas las pretensiones voluntaristas de controlar la situación, se ven desmentidas ineluctablemente por el propio desarrollo de los acontecimientos. Cada vez más, los discursos de la clase dominante aparecen como lo que son: mentiras. Que sean a propósito, o producto de sus propias ilusiones, no cambia nada la cosa; nunca antes la contradicción entre la propaganda burguesa y la verdad de los hechos había sido tan escandalosa.

Bosnia: la mentira de un capitalismo pacifista y humanitario

Para las potencias occidentales, la guerra en Bosnia ha sido la ocasión de revolcarse en una orgía informativa en la que todos comulgaban con la defensa de la pequeña Bosnia contra el ogro serbio. Los hombres políticos de todos los horizontes no encontraban palabras bastante duras, imágenes suficientemente evocadoras, para denunciar la barbarie de el expansionismo serbio: los campos de prisioneros asimilados a los campos de exterminio nazis, la limpieza étnica, la violación de las mujeres musulmanas, los sufrimientos indecibles a los cuales se ha confrontado la población civil tomada como rehén. Una hermosa unanimidad de fachada en la que las demagogias humanitarias se han conjugado con los llamamientos repetidos y las amenazas de intervención militar.

Pero lo que se ha afirmado realmente detrás de esa homogeneidad informativa es la desunión. Los intereses contradictorios de las grandes potencias, no han determinado tanto su impotencia para acabar con el conflicto (cada una achacaba a las demás esa responsabilidad), sino que sobre todo han sido el factor esencial que ha determinado el conflicto. Por medio de Serbia, de Croacia y de Bosnia, Francia, Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos han jugado sus cartas imperialistas en el tablero de los Balcanes; sus lágrimas de cocodrilo sólo han servido para ocultar su papel activo en la continuación de la guerra.

Los recientes acuerdos de Washington, firmados por Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, España y Rusia, consagran la hipocresía de las campañas ideológicas que han marcado el ritmo de dos años de guerra y masacres. Los acuerdos reconocen en la práctica las conquistas territoriales serbias. Adiós al dogma de la «inviolabilidad de las fronteras reconocidas internacionalmente». Y la prensa, a disertar sin fin sobre la impotencia de la Europa de Maastrich, y los USA de Clinton, después de los de Bush, para meter a los serbios en cintura, y para imponer su voluntad «pacífica» al nuevo Hitler: Milosevic, que ha sustituido a Saddam Hussein en el bestiario de la propaganda. Una mentira más, destinada a mantener la idea de que las grandes potencias son pacíficas, que desean realmente acabar con los conflictos sangrientos que arrasan el planeta, que los principales promotores de la guerra son los pequeños déspotas de las potencias locales de tercer orden.

El capitalismo es la guerra. Esta verdad está inscrita con letras de sangre durante toda su historia. Desde la IIª Guerra mundial, no ha pasado un año, ni un mes, ni un día, sin que, en un lugar u otro del planeta, algún conflicto aportara su montón de masacres y de miseria atroces; sin que las grandes potencias no estuvieran presentes, en diversos grados, para atizar el fuego en nombre de la defensa de sus intereses estratégicos globales: guerras de descolonización en Indochina, guerra de Corea, guerra de Argelia, guerra de Vietnam, guerras árabe-israelís, guerra «civil» de Camboya, guerra Irán-Irak, guerra en Afganistán, etc. No ha habido ni un instante en que la prensa burguesa no se apiadara de las poblaciones mártires, de las atrocidades cometidas, de la barbarie de uno u otro bando, para justificar un apoyo a uno de los bandos en litigio. No ha habido ningún conflicto que no se terminara por la afirmación hipócrita de una vuelta a la paz eterna, mientras que en el secreto de los ministerios y de los estados mayores se preparaban los planes para una nueva guerra.

Con el hundimiento del bloque del Este, se ha desencadenado la propaganda occidental para pretender que, con la desaparición del antagonismo Este-Oeste, desaparecía la principal fuente de conflictos, y que se abría pues, una «nueva era de paz». Esta mentira ya se había utilizado tras la derrota de Alemania al final de la IIª Guerra mundial, hasta que, muy rápidamente, los aliados de entonces: la URSS estalinista y las democracias occidentales, estuvieron listos para destriparse por un nuevo reparto del mundo. La situación actual, a este nivel, no es fundamentalmente diferente. Aún si la URSS no ha sido vencida militarmente, su hundimiento ha dejado vía libre al desencadenamiento de las rivalidades entre los aliados de ayer por un nuevo reparto del mundo. La guerra del Golfo mostró cómo se proponen mantener la paz las grandes potencias: por la guerra. La masacre de cientos de miles de irakíes, soldados y civiles, no era para meter en vereda a un tirano local, Sadam Hussein, que por otra parte continúa en el poder, y que Occidente no ha dudado en armar abundantemente durante años, apoyándolo frente a Irán. Este conflicto fue consecuencia de la voluntad de la primera potencia mundial, USA, de advertir a sus antiguos aliados de los riesgos que corrían si, en un contexto en el que la desaparición del bloque del Este y de la amenaza rusa hacía perder el principal cimiento del bloque occidental, querían jugar sus propias bazas en el futuro.

El estallido de Yugoslavia es producto de la voluntad de Alemania de sacar provecho de la crisis yugoslava para recuperar una de sus antiguas zonas de influencia, y por medio de Croacia, poner un pie en las orillas del Mediterráneo. La guerra entre Serbia y Croacia es resultado de la voluntad de los «buenos amigos» de Alemania de no dejarle aprovecharse de los puertos croatas, y con ese objeto, han animado a Serbia a pelearse con Croacia. A continuación, USA ha animado a Bosnia a proclamar su independencia, esperando así poder beneficiarse de un aliado fiel en la región, cuestión que las potencias europeas, por razones en todo caso múltiples y contradictorias, no querían en absoluto, lo que se ha traducido por su parte en un doble lenguaje que en esta ocasión ha alcanzado las cumbres más altas. Mientras que todos proclaman vehementemente querer proteger a Bosnia, por bajo mano se han empleado a fondo para favorecer los avances serbios y croatas, y para sabotear las perspectivas de intervención militar americana que hubiera podido invertir la relación de fuerzas en el terreno. La expresión de esta realidad compleja se ha traducido en el plano de la propaganda. Mientras que todos comulgaban hipócritamente con la defensa de la pequeña Bosnia agredida, y practicaban la demagogia «pacifista» y «humanitaria», cuando se trataba de proponer medidas concretas reinaba la mayor cacofonía. Por una parte, USA empujaba en el sentido de una intervención contundente, mientras por otra, Francia y Gran Bretaña particularmente, empleaban todas las medidas dilatorias y las argucias diplomáticas posibles para evitar semejante salida.

Al final, todos los ardientes discursos humanitarios aparecen como lo que son: pura propaganda destinada a ocultar la realidad de las tensiones imperialistas que se exacerban entre las grandes potencias que antes eran aliados frente a la URSS, pero que tras el hundimiento y la implosión de ésta, se implican en un juego complejo de reorganización de sus alianzas. Alemania aspira a jugar de nuevo el papel de jefe de bloque que le fue arrebatado tras su derrota en la IIª Guerra mundial. Y ante la ausencia de la disciplina impuesta por los viejos bloques, que ya no existen, o por otros nuevos, que todavía no se han constituido, la dinámica de «cada uno a la suya» se refuerza y empuja a cada país a jugar prioritariamente su propia opción imperialista. En Bosnia pues, no se trata de la incapacidad de las grandes potencias imperialistas para restablecer la paz, sino mas bien al contrario, de la dinámica presente que empuja a los aliados de ayer a enfrentarse, aunque indirectamente y de forma oculta, en el terreno imperialista.

Sin embargo hay una potencia para la cual el conflicto en Bosnia aparece más particularmente como un fracaso, como una confesión de impotencia: USA. Después del alto el fuego entre Croacia y Serbia, conflicto que los USA habían aprovechado para poner de manifiesto la impotencia de la Europa de Maastrich y sus divisiones, USA ha apostado por Bosnia. Su incapacidad para asegurar la supervivencia de este Estado, deja sus pretensiones de ser un guardián más eficaz que los europeos a la altura de las baladronadas de un bravucón de teatro. USA ha practicado más que nadie la demagogia informativa, criticando la timidez de los acuerdos Vance-Owen, su parcialidad respecto a los serbios, y amenazando continuamente a estos últimos con una intervención masiva. Pero no ha podido llevar a cabo esa intervención. Esta incapacidad de USA para poner de acuerdo sus actos con sus palabras es un duro golpe asestado a su credibilidad internacional. Los beneficios que USA se granjeó con la intervención en el Golfo, se anulan en gran parte por el revés que ha sufrido en Bosnia. En consecuencia, las tendencias centrífugas de sus ex aliados a librarse de la tutela americana, a jugar sus propias bazas en la arena imperialista, se refuerzan y se aceleran. En cuanto a las fracciones de la burguesía que contaban con que las defendiera la potencia americana, se lo pensarán dos veces antes de actuar; la suerte de Bosnia les va a hacer meditar.

Los aliados de ayer aún comulgan con la ideología que los reagrupaba frente a la URSS, pero detrás de esta unidad, la cueva de bandidos se va llenando y las rivalidades se acentúan y anuncian, después de Bosnia, futuras guerras y masacres. Todos los preciosos discursos que se han hecho, y las lágrimas de cocodrilo que se han vertido abundantemente, sólo sirven para ocultar la naturaleza imperialista del conflicto que arrasa la ex-Yugoslavia y para justificar la guerra.

Crisis económica: la mentira de la recuperación

La guerra no es expresión de la impotencia de la burguesía, sino de la realidad intrínsecamente belicista del capitalismo. Pero la crisis económica, al contrario, es una expresión clara de la impotencia de la clase dominante para superar las contradicciones insolubles de la economía capitalista. Las proclamaciones pacifistas de la clase dominante son una puñetera mentira; la burguesía nunca ha sido pacífica; la guerra siempre ha sido un medio para que una fracción de la burguesía defendiera sus intereses contra otras, un medio ante el que la burguesía nunca se ha echado atrás. Sin embargo, todas las fracciones de la burguesía sueñan sinceramente con un capitalismo sin crisis, sin recesión, que prospere eternamente, que permita extraer beneficios cada vez más jugosos. La clase dominante no puede vislumbrar que la crisis es insuperable, que no tiene solución, ya que semejante punto de vista, semejante conciencia, significaría el reconocimiento de sus límites históricos, significaría su propia negación, que precisamente porque es una clase explotadora dominante, no puede ni contemplar ni aceptar.

Entre el sueño de un capitalismo sin crisis y la realidad de una economía mundial que no consigue salir de la recesión, hay un abismo que la burguesía ve aumentar día a día con angustia creciente. Hace muy poco tiempo, justo tras el hundimiento económico de la URSS, el capitalismo «liberal» a la occidental creía haber encontrado la prueba de su inquebrantable salud, de su capacidad para superar todos los obstáculos. ¿Qué nos contaba la clase dominante en aquellos momentos de euforia?. Una orgía propagandística de auto-satisfacción que nos prometía un futuro sin problemas. Cansada, la Historia ha tomado una revancha mordaz sobre estas ilusiones y no ha esperado mucho para oponer un desmentido brutal a estas mentiras.

La recesión vuelve a golpear con fuerza en el corazón de la primera potencia mundial: los EE.UU., antes incluso de que la URSS haya acabado de hundirse. Es más, la recesión se ha extendido como una epidemia al conjunto de la economía mundial. Japón y Alemania han sido fulminados por el mismo mal. Apenas firmado el Tratado de Maastrich, que prometía la renovación de Europa y la prosperidad económica, ¡cataplum!, el bello montaje se hunde, primero con la crisis del Sistema monetario europeo y después a golpe de recesión.

Ante la aceleración brutal de la crisis mundial que pone patas arriba la machacona propaganda sobre el relanzamiento, propaganda que sufrimos en todos los países desde hace más de dos años, la burguesía sigue repitiendo sin cesar la misma canción: «tenemos soluciones» y, proponiendo nuevos planes que habrían de sacar al capitalismo del marasmo. Pero, todas las medidas puestas en práctica no tienen ningún efecto. La burguesía no tiene tiempo de cantar victoria ante el estado de algunos índices económicos, porque los hechos se encargan de desmentir todas sus ilusiones. El último dato significativo de esta realidad es el crecimiento de la economía americana: recién llegado a la Casa Blanca el equipo de Clinton anunció pomposamente una tasa de crecimiento inesperada del + 4,7 % en el 4º trimestre de 1992, para predecir acto seguido el fin de la recesión. Pero la ilusión ha durado poco. Tras haber previsto un crecimiento del + 2,4 % para el 1er trimestre de 1993, el crecimiento real ha sido un pequeño + 0,9 %. La recesión mundial está presente, y mucho, sin que hasta ahora ninguna de las medidas empleadas por la clase dominante haya conseguido cambiar esta realidad. En las esferas dirigentes cunde el pánico y nadie sabe qué hacer. La actual situación en Francia es un hecho del todo significativo respecto del desconcierto y la improvisación con la que actúa la clase dominante: el nuevo gobierno de Balladur que había tenido mucho tiempo para preparar sus planes ya que la victoria electoral de la derecha estaba anunciada desde hace meses, ha presentado en el plazo de pocas semanas tres planes de medidas económicas contradictorios, y por supuesto en completa oposición a su programa electoral.

En la medida en que todas las medidas clásicas de relanzamiento se muestran ineficaces, la burguesía no puede emplear más que un solo argumento: «hay que aceptar sacrificios para que mañana todo vaya mejor». Este argumento se utiliza constantemente para justificar los programas de austeridad contra la clase obrera. Desde el retorno de la crisis histórica, a finales de los años 60, este tipo de argumento ha chocado evidentemente con el descontento de los trabajadores que siempre pagan los platos rotos pero, no es menos cierto que durante todos estos años ha mantenido una cierta credibilidad en la medida en que la alternancia entre los períodos de recesión y relanzamiento le daban un aire de validez. Pero la realidad de la miseria que no ha dejado de desarrollarse por todas partes, el pasar de un plan de rigor a un plan de austeridad, con el único resultado de la situación catastrófica presente, demuestra que todos los sacrificios pasados no han servido para nada.

A pesar de todos los planes «contra el paro» aplicados desde hace años con gran publicidad por todos los gobiernos de las metrópolis industriales, esta lacra no ha parado de crecer alcanzando, hoy día, siniestros récords. Cada día se anuncian nuevos planes de despidos. Ante la evidencia del aumento de impuestos, de los salarios que disminuyen o en todo caso aumentan menos rápido que la inflación, nadie puede creer que el nivel de vida progresa. En las grandes ciudades del mundo desarrollado, los pobres, sin hogar por no poder pagar un alquiler, reducidos a la mendicidad, son cada día más numerosos y un testimonio dramático de la ruina social que afecta al corazón del capitalismo.

Sacando provecho a la quiebra política, económica y social del «modelo» estalinista de capitalismo de Estado cínicamente identificado al comunismo, la burguesía ha repetido hasta la saciedad que solo el capitalismo «liberal» podía aportar prosperidad. Ahora debe cambiar de tono porque la crisis ha puesto las cosas en su sitio.

La verdad de la lucha de clases frente a las mentiras de la burguesía

Con la agravación brutal de la crisis, la burguesía ve perfilarse, con pavor, el espectro de una crisis social. A pesar de ello, hace poco tiempo, los ideólogos de la burguesía creían poder afirmar que la quiebra del estalinismo demostraba la muerte del marxismo y lo absurdo de la idea de la lucha de clases. La existencia misma de la clase obrera se ha negado y la perspectiva histórica del socialismo se nos ha presentado como un ideal generoso, pero imposible de realizar. Toda esta propaganda ha determinado una duda profunda en el seno de la clase obrera sobre la necesidad y la posibilidad de otro sistema, de otro modo de relaciones entre los hombres, para acabar con la barbarie capitalista.

Pero si bien es cierto que la clase obrera aún está profundamente desorientada por la rápida sucesión de acontecimientos y por la matraca ideológica intensa de las campañas de los medias, está también, bajo la presión de los acontecimientos empujada a reencontrar el camino de la lucha frente a los ataques sin fin, cada vez más duros, a sus condiciones de vida.

Desde el otoño de 1992, tras las manifestaciones masivas de los trabajadores italianos en respuesta al nuevo plan de austeridad aplicado por el Gobierno, los signos de una lenta recuperación de la combatividad del proletariado se han expresado en numerosos países: Alemania, Gran Bretaña, Francia, España, etc. En una situación en la que la agravación incesante de la crisis implica planes de austeridad cada vez más draconianos, esta dinámica de la lucha obrera no puede más que acelerarse y ampliarse. La clase dominante ve avanzar con inquietud creciente esta perspectiva ineluctable de desarrollo de la lucha de clases. Su margen de maniobra se reduce cada vez más. No puede retrasar tácticamente sus ataques contra la clase obrera y además todo su arsenal ideológico para hacer frente a la lucha de clases sufre una erosión acelerada.

La impotencia de todos los partidos de la burguesía para vencer la crisis, para aparecer como buenos gestores refuerza su descrédito. Ningún partido en el gobierno puede esperar en las condiciones presentes beneficiarse de gran popularidad, como lo demuestra en pocos meses la aceleración de la crisis. Mitterand en Francia, Major en Gran Bretaña e incluso el mismo Clinton en USA, han pagado ese precio con una caída vertiginosa en los sondeos de opinión. En todas partes la situación es la misma gobierne la derecha o la izquierda, los gestores del capital al mostrar su impotencia ponen, involuntariamente, al desnudo todas las mentiras que han contado durante años. La implicación de los partidos socialistas en la gestión estatal en Francia, España, Italia, etc., demuestra, internacionalmente que no son diferentes de los partidos de derecha de los que tanto se querían diferenciar. Los partidos estalinistas sufren de lleno el golpe de la quiebra del modelo ruso y los partidos socialistas lo sufren también. Del mismo modo, los sindicatos también están afectados por la situación ya que sus lazos con el estado y el aparato político, unido a la experiencia acumulada por los trabajadores sobre su papel de sabotaje de las luchas refuerza la desconfianza. Con el desarrollo de los «asuntos» que ponen en evidencia la corrupción generalizada reinante en el seno de la clase dominante y de su aparato político, el rechazo roza el asco. El conjunto del modelo «democrático» de gestión del capital y de la sociedad esta estremeciéndose. El desfase entre los discursos de la burguesía y la realidad se hace cada día más evidente. En consecuencia el divorcio entre el Estado y la sociedad civil no puede más que agrandarse. Resultado, hoy día, es una obviedad afirmar que los hombres políticos mienten, todos los explotados están profundamente convencidos.

Pero el hecho de constatar una mentira no significa que se esta automáticamente inmunizado contra nuevas mistificaciones, ni tampoco que se conozca la verdad. El proletariado está en esa situación en estos momentos. La constatación de que nada va bien, de que el mundo va camino de hundirse en la catástrofe y que todos los discursos tranquilizados son pura propaganda, de ello, la gran masa de trabajadores se da cuenta. Pero esta constatación, si no se acompaña de una reflexión en el sentido de la búsqueda de una alternativa, de una reapropiación por parte de la clase obrera de sus tradiciones revolucionarias, de la reafirmación en las luchas del papel central que ocupa en la sociedad y de su afirmación como clase revolucionaria portadora de un futuro para la humanidad, la perspectiva comunista, puede llevar también al desánimo y la resignación. La dinámica presente, con la crisis económica que actúa como revelador, lleva a la clase obrera hacia la reflexión, a la búsqueda de una solución que, para ella, conforme a su ser, no puede ser otra que la nueva sociedad de la que es portadora: el comunismo. Cada vez más, frente a la catástrofe que la clase dominante no puede esconder, se plantea como cuestión de vida o muerte, la necesidad de plantearse la perspectiva revolucionaria.

Ante esta situación la clase dominante no se queda pasiva. Aunque ese sistema se desmorone y se precipite en el caos, no por eso va abandonar. Al contrario, se agarra con todas sus fuerzas a su poder en la sociedad, para por todos los medios intentar dificultar y bloquear el proceso de toma de conciencia del proletariado porque sabe que eso significa su propia pérdida. Ante el desgaste de mistificaciones que viene usando desde hace años, inventa nuevas y las viejas las repite con fuerza renovada. Utiliza incluso la descomposición que corroe todo su sistema como nuevo instrumento de confusión contra el proletariado. La miseria en el «tercer mundo» y las atrocidades de las guerras sirven de excusa para reforzar la idea de que, allí donde la catástrofe no tiene tales dimensiones no hay razón para protestar y rebelarse. La aparición de los escándalos, de la corrupción de los políticos, como en Italia, se utiliza para desviar la atención sobre los ataques económicos y para justificar una renovación del aparato político en nombre del «Estado limpio»

 Incluso la miseria de los trabajadores se utiliza para engañar. El miedo al paro sirve para justificar bajadas de salarios en nombre de la «solidaridad». La «protección de los empleos» en cada país es el pretexto de las campañas chovinistas que hacen de los trabajadores «inmigrados» el chivo expiatorio para alimentar las divisiones en el seno de la clase obrera. En una situación en la que la burguesía no es portadora de ningún porvenir histórico, no puede sobrevivir más que con la mentira, es la clase de la mentira. Y cuando esto no le es suficiente, le queda el arma de la represión, que no mistifica, sino que muestra abiertamente la cara bestial del capitalismo.

Socialismo o barbarie. Esta alternativa planteada por los revolucionarios a principios de siglo está más que nunca a la orden del día. O bien la clase obrera se deja atar a las mistificaciones de la burguesía y el conjunto de la humanidad se condena entonces a hundirse con el capitalismo en su proceso de descomposición que a término significaría su fin. O bien el proletariado desarrolla su capacidad de luchar, su capacidad de poner en evidencia las mentiras de la burguesía, para avanzar hacia la perspectiva revolucionaria.

Tales son los dilemas que contiene el período presente. Los vientos de la historia empujan al proletariado hacia la afirmación de su ser revolucionario, pero el futuro nunca se gana de antemano. Incluso si las caretas de la burguesía caen cada vez más, ella forja constantemente otras nuevas para ocultar la horrible cara del capitalismo, por ello el proletariado debe arrancárselas definitivamente.

JJ.

 

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [1]

Acontecimientos históricos: 

  • Caos de los Balcanes [20]

Xo Congreso de la CCI - Presentación

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Xo Congreso de la CCI

Presentación

La CCI acaba de celebrar su Xo Congreso, durante el cual nuestra organización hizo un balance de las actividades, tomas de posición y análisis de los últimos dos años, y ha trazado las perspectivas para los que vienen. El elemento central durante este Congreso ha sido el reconocimiento por la organización del cambio que se ha iniciado en la lucha de clases. Las luchas masivas del proletariado italiano del otoño de 1992, nos señalan que comienza a acabarse el período de reflujo que se inició en el 89 con el hundimiento del bloque ruso y del estalinismo. Este reflujo no sólo ha afectado a la combatividad que había manifestado el proletariado hasta esa fecha en su resistencia a las medidas de austeridad que impone la burguesía, sino también y de manera significativa al desarrollo de su conciencia de clase revolucionaria. Bajo esta perspectiva, el Congreso se dio como norte el trazar las perspectivas para una intervención en las luchas que se inician, con miras a que la CCI, como organización política del proletariado, esté lo mejor preparada para jugar su papel en este período de luchas decisivas para el proletariado y la humanidad en su conjunto.

s indudable que para trazar estas perspectivas es fundamental conocer si los análisis y posiciones defendidas por la organización en el período pasado se correspondieron con el desarrollo de los acontecimientos que dominaron la escena internacional. El Congreso cumplió con esta tarea, analizando el avance del caos y de los conflictos guerreros, la crisis, las tensiones interimperialistas, y, evidentemente, la lucha de clases. Asimismo, fueron analizadas las actividades realizadas en este período para adaptarlas al nuevo.

Acentuación del caos

El IXo Congreso de la CCI, del verano de 1991, había definido como fase de descomposición del capitalismo, la iniciada con la década de los 80. Tal descomposición ha sido la causa principal del derrumbe del bloque imperialista del Este, del estallido de la URSS y de la muerte del estalinismo.

El Xo Congreso ha constatado que han sido perfectamente correctos nuestros análisis sobre la fase de descomposición y sus consecuencias. No sólo ha continuado la explosión del ex-bloque del Este, sino que el ex-bloque occidental también ha entrado en un proceso similar, al romperse la «armonía» existente entre los países que lo conformaban, incluidos entre ellos los países más industrializados. Esta ruptura del sistema de bloques existente desde 1945 ha desatado una situación de caos, que en vez de aminorarse se extiende como gangrena a todo el planeta.

Un elemento acelerador del caos ha sido la acentuación de los antagonismos imperialistas entre las grandes potencias, quienes aprovechan cualquier conflicto entre fracciones de la burguesía de diferentes países o de un mismo país, para tratar de ganar posiciones estratégicas frente a las potencias contrarias, arrasando con las raquíticas economías de los países en conflicto, lo que pone en evidencia una vez más la irracionalidad de las guerras en el período de decadencia. En este sentido, no hay conflicto, sea grande o pequeño, sea armado o no, donde no esté presente la lucha de los grandes gángsteres imperialistas.

Otro elemento acelerador del caos es la tendencia a la formación de un nuevo sistema de bloques, y la lucha de EEUU por mantenerse como único «gendarme del mundo». Los avances estratégicos de Alemania en el conflicto de los Balcanes, mediante el apoyo sin tapujos a la independencia de Eslovenia y Croacia, unido a su fortaleza económica, la colocan como la primera potencia a encabezar el bloque rival a EE.UU. Sin embargo, cada vez más se cierra el camino para que pueda formarse ese nuevo bloque: por un lado está la confrontación que realizan Gran Bretaña y Holanda a la estrategia alemana, como principales aliados de EE.UU. en Europa; y por otra parte, los apetitos imperialistas propios de Alemania y Francia, impiden que se fortalezca una alianza en la que Francia vendría a compensar las limitaciones militares de Alemania.

Los EE.UU. ya no tienen las manos libres para sus acciones militares. Los despliegues militares y diplomáticos de sus potencias rivales en Yugoslavia han mostrado las limitaciones de la eficacia de la operación Tormenta del desierto de 1991, destinada a reafirmar el liderazgo de EE.UU. sobre el mundo. Por esta razón y por la oposición interna a desatar otro Vietnam, EE.UU. no ha tenido la misma capacidad y libertad de movilización en Yugoslavia; pero es indudable que no se ha quedado como espectador: ha iniciado una ofensiva mediante la ayuda «humanitaria» a Somalia y a las poblaciones musulmanas acorraladas por las milicias serbias en Bosnia-Herzegovina, la cual ha tomado un carácter de mayor envergadura con las movilizaciones aéreas sobre estos territorios.

Todo este contexto no hace más que confirmar una tendencia cada vez mayor al desarrollo de conflictos armados.

La crisis azota a los países centrales

En el plano de la crisis económica, el Congreso ha podido constatar que la crisis, expresada a través de la recesión económica, ha venido a ser una de las preocupaciones mayores de la burguesía de los países centrales.

Con la entrada en la década de los 90 se ha hecho evidente un agotamiento de los remedios utilizados por la burguesía para intentar paliar la crisis: ya no son sólo los EE.UU. quienes se encuentran en recesión abierta (la cual ya cuenta su tercer año consecutivo), sino que «la recesión abierta se ha generalizado hasta alcanzar a países que hasta ahora había evitado, como Francia y, entre los más sólidos, como Alemania e incluso Japón»([1]). El capital mundial está padeciendo una crisis de un grado cualitativamente mayor a todas las crisis vividas hasta el presente.

Ante la imposibilidad de obtener alguna salida con las políticas «neoliberales» aplicadas en la década de los 80, la burguesía de los países centrales inicia un giro estratégico hacia una mayor participación del Estado en la economía, lo cual ha sido una constante en el capitalismo decadente, incluso en la época de Reagan, como única forma de sobrevivir, haciendo trampas constantemente con sus propias leyes económicas. Con la elección de Clinton, la primera potencia mundial concreta esta estrategia.

Sin embargo, «sean cuales sean las medidas aplicadas, la burguesía estadounidense se ve ante un atolladero: en lugar de un relanzamiento de la economía y una reducción de la deuda (sobre todo la del Estado), está condenada, en un plazo que no podrá ser muy lejano, a un nuevo freno de la economía y a una agravación irreversible de su endeudamiento»([2]).

Pero no es sólo la recesión la que expresa la acentuación de la crisis, sino que la desaparición de los bloques imperialistas también viene a acentuar la crisis y el caos económico.

Las consecuencias de la acentuación de la crisis en los países más desarrollados se manifiestan de forma inmediata en un deterioro en las condiciones de vida del proletariado de estos países.

Pero el proletariado de los países centrales no está dispuesto a quedarse pasivo viéndose sumergido en la miseria y el desempleo. El proletariado en Italia en el otoño del 92 lo ha recordado: la crisis sigue siendo la mejor aliada del proletariado.

La reanudación de la combatividad obrera

La reanudación de las luchas obreras ha sido un elemento central, un eje de nuestro Xo Congreso. Después de tres años de reflujo, las luchas masivas del proletariado italiano en el otoño del 92([3]), así como las manifestaciones masivas de los mineros en Gran Bretaña ante el anuncio de cierre de la mayoría de las minas, las movilizaciones de los obreros alemanes en el invierno pasado, y demás manifestaciones de combatividad obrera en otros países de Europa y del resto del mundo, vienen a confirmar la posición defendida por la CCI de que el curso histórico va hacia confrontaciones masivas entre proletariado y burguesía.

Pero el hecho mas significativo de esta reanudación de las luchas del proletariado de los países centrales, es que marcan el inicio de un proceso de superación del reflujo en la conciencia que se abrió en el 89. Pero seríamos ilusos si pensáramos que este reinicio de las luchas se va a dar sin traumas y de manera lineal: los efectos negativos, las confusiones, las dudas sobre sus capacidades como clase revolucionaria, como consecuencia del reflujo de 1989, aún están lejos de superarse totalmente.

Junto a estos factores, se añaden los efectos nefastos de la descomposición del capitalismo sobre la clase obrera: la atomización, el «cada uno para sí», que socava la solidaridad entre los proletarios; la pérdida de perspectiva ante el caos reinante; el desempleo masivo y de larga duración, que tiende a separar a los proletarios desempleados del resto de la clase, y a muchos otros, en su mayoría jóvenes, a sumirse en la lumpenización; las campañas xenófobas y antirracistas, que tienden a dividir a los obreros; la putrefacción de la clase dominante y de su aparato político, que favorece las campañas de distracción de «lucha contra la corrupción»; las campañas «humanitarias» desatadas por la burguesía, ante la barbarie en que está sumido el Tercer Mundo, que tienden a culpabilizar a los obreros, para así justificar la degradación de sus condiciones de vida. Todos estos factores, junto a las guerras como las de ex Yugoslavia, donde no es evidente la participación y confrontación entre las grandes potencias, tienden a hacer difícil el proceso de toma de conciencia del proletariado y de reanudación de su combatividad.

Sin embargo, la gravedad de la crisis y la brutalidad de los ataques de la burguesía, así como el despliegue inevitable de guerras en que se van a involucrar de manera abierta los países centrales, mostrarán a los ojos de los obreros la quiebra del modo de producción capitalista.

La perspectiva entonces es hacia un despliegue masivo de luchas obreras. Esta reanudación de la combatividad del proletariado exige la intervención de los revolucionarios, y que sean partícipes de los combates para impulsar en ellos todas sus potencialidades y defender con decisión la perspectiva comunista.

Actividades

Para enfrentar los retos que presenta la reanudación de las luchas obreras, era una exigencia del Xo Congreso hacer el balance más objetivo de las actividades desde el Congreso pasado, verificar el cumplimiento de su orientación, conocer las dificultades que se presentaron, con miras a estar mejor preparados para el próximo período.

El Congreso ha sacado un balance positivo de las actividades realizadas por la organización: «La organización ha sido capaz de resistir ante el incremento de desorientación debido al relanzamiento de la campaña ideológica de la burguesía sobre el “final del marxismo y de la lucha de clases”; ha sido capaz de marcar perspectivas, confirmadas cada vez, sobre la aceleración de las tensiones interimperialistas y de la crisis, sobre la reanudación de la combatividad que el alud de ataques contra la clase obrera iba a acarrear obligatoriamente. Todo esto teniendo en cuenta lo específico de la fase actual de descomposición, desarrollando su actividad en función de las condiciones de la situación y del estado de sus fuerzas militantes»([4]).

El fortalecimiento teórico-político

Uno de los aspectos positivos de las actividades ha sido el proceso de profundización teórico-político al que se ha dedicado la organización debido a la necesidad de enfrentar las campañas de la burguesía que planteaban la «muerte del comunismo», lo que implicaba expresar de la manera más clara y elaborada, el carácter contrarrevolucionario del estalinismo; sin embargo, uno de los factores (el otro, al que había que responder rápidamente, era la aceleración de la historia) que nos ha llevado a esta tarea ha sido el desarrollo hacia los elementos revolucionarios con quienes ha estado en contacto la CCI. Esos contactos, a contracorriente del ambiente general, son la expresión de la maduración subterránea de la conciencia de la clase expresada a través de estas minorías.

Por otra parte, los nuevos acontecimientos nos han demostrado que no es suficiente el manejo del marco general. Se requiere también «hablar el marxismo» con propiedad para aplicarlo al análisis de los acontecimientos y situaciones particulares, lo que únicamente puede suceder si existe una profundización teórico-política. «La continuación de los esfuerzos de profundización teórico-política, junto con la vigilancia en el seguimiento de la situación internacional y de las situaciones nacionales, van a ser determinantes en la capacidad de la organización para ser factor activo en la clase obrera, en su contribución para sacar una perspectiva general de lucha y, al cabo, de la perspectiva comunista».

La centralización

«Desde el principio, desde los grupos que originaron la CCI hasta la CCI misma, la organización se concibió siempre como internacional. Pero la capacidad para hacer vivir la visión internacionalista, tan dinámica en la formación de la CCI, se ha ido aflojando. Hoy, la descomposición está incrementando considerablemente la presión hacia el individualismo, al “cada uno para sí”, al localismo, al espíritu de funcionario, más todavía que la ideología pequeño burguesa de después del 68 en los primeros años de vida de la organización». Con la voluntad de encarar y superar las nuevas dificultades, el Xo congreso ha discutido sobre la necesidad de reforzar la vida política y organizativa internacional de la CCI:
«En cada aspecto de nuestras actividades, a cada instante, en el funcionamiento y en la profundización política, en la intervención, en lo cotidiano, en cada tarea de las secciones locales, todas son tareas “internacionales”, las discusiones son “discusiones internacionales”, los contactos son “contactos internacionales”. El fortalecimiento del marco internacional es condición previa en el fortalecimiento de toda actividad local».

La centralización internacional es un requisito fundamental para poder desempeñar de manera efectiva el papel de vanguardia del proletariado:
«Nosotros no tenemos la visión de una organización cuyo órgano central dictaría las orientaciones que bastaría con aplicar, sino la de un tejido vivo en el que todos los componentes actúan constantemente como partes de un todo. (...) Que un órgano central sea el sustituto de la vida de la organización es algo totalmente ajeno a nuestro funcionamiento. La disciplina de la organización se basa en la convicción de un modo de funcionamiento internacional vivo en permanencia, e implica una responsabilidad a todos los niveles en la elaboración de las tomas de posición y en la actividad respecto a la organización en su conjunto».

La intervención

«El giro actual de la situación internacional abre unas perspectivas de intervención en las luchas como nunca las habíamos visto durante los últimos años».

A través de la prensa, nuestro principal instrumento de intervención, debemos iniciar los cambios para adaptarnos a la dinámica del nuevo período. Tendremos que intervenir simultáneamente en todos los planos: descomposición, crisis económica, imperialismo, lucha de clases.
«En tal contexto, los reflejos y la rapidez, el rigor en el seguimiento de los acontecimientos, la profundidad en la asimilación de las orientaciones, serán decisivos más todavía que en el pasado. (...) La prensa debe intervenir de manera decidida ante las primeras expresiones de la reanudación obrera, y al mismo tiempo tratar sobre la agudización de las tensiones imperialistas, las cuestiones de la guerra y de la descomposición, responder permanente y adecuadamente a lo que se desarrolla ante nosotros con toda la complejidad de la situación, denunciando sin descanso las maniobras y mentiras de la burguesía, mostrando las perspectivas al proletariado, (...) participando al desarrollo en la clase obrera de la conciencia de que es una clase histórica portadora de la única alternativa al capitalismo en descomposición, dimensión de su conciencia que ha quedado más dura y duraderamente afectada por las campañas ideológicas que han acompañado la quiebra histórica del estalinismo».

La intervención hacia los simpatizantes

La organización ha desarrollado una cantidad importante de contactos en sus diversas secciones, producto de la aproximación a las posiciones revolucionarias de una minoría de la clase obrera. Uno de los aspectos que hemos podido reconocer es que el desarrollo y número de contactos se va a incrementar con la intervención en las luchas, por lo que la organización debe estar muy decidida a intervenir ante ellos para permitir su incorporación real al movimiento revolucionario del proletariado. Por su parte, la CCI, a través de la intervención hacia los contactos, debe reafirmarse como el principal polo de reagrupamiento de las fuerzas revolucionarias en el momento actual.

La intervención en las luchas

«El cambio más importante para nuestra intervención en el período venidero, es la perspectiva de reanudación de las luchas obreras». La intervención en las luchas fue uno de los elementos centrales debatido en el Congreso. Después de tres años de reflujo de la lucha de clases, hemos insistido en la necesidad de que la organización reaccione rápidamente y esté preparada para intervenir, sin vacilaciones, en la nueva situación. Las líneas fundamentales que debe seguir nuestra intervención quedan expresadas así:
«Primero, nuestra capacidad para ser parte activa de la lucha, nuestra preocupación de intentar, cuando es posible, tener influencia en el discurrir de las luchas y hacer propuestas concretas de acción. Así es como asumiremos nuestra función de organización revolucionaria».

Uno de los aspectos principales de la intervención en las luchas es no dejar el terreno libre a la acción de la izquierda, izquierdistas y sindicatos, principalmente del sindicalismo de base. Como nos lo han mostrado las recientes luchas en Italia, todos ellos van a desempeñar un papel de primer orden en el intento de desviar y controlar las luchas, impidiendo que se desarrollen en su propio terreno de clase e intentando confundir y desmoralizar a los trabajadores.

Nuestra intervención debe orientarse a fortalecer la mayor unidad posible en el seno de la clase: «En toda la experiencia de lucha de la clase obrera, habrá que insistir en lo que de verdad defiende los intereses inmediatos de la clase, los intereses comunes a toda la clase. Eso es lo que permitirá la extensión, la unidad, el control de las luchas por la clase misma. Así es como la organización deberá llevar a cabo su intervención».

De igual manera, «en el contexto de debilidad de la clase obrera en el plano de su conciencia, insistir más todavía que antes en la quiebra histórica del sistema capitalista, en su crisis internacional y definitiva, en el hundimiento inevitable en la miseria, la barbarie y las guerras adónde la dominación de la burguesía arrastra a la humanidad, debe, junto con la perspectiva del comunismo, formar parte de la intervención que estamos llevando a cabo en las luchas obreras».

La intervención hacia el medio político proletario

La tendencia hacia la reanudación de las luchas a niveles nunca vistos desde la década de los 60, no sólo requiere un fortalecimiento de la CCI, sino de todo el medio político proletario. Por esta razón nuestro Xo Congreso dedicó particular atención a evaluar su intervención hacia él. Aunque haya que constatar el bajo nivel de respuestas del medio político proletario a nuestro llamamiento del IXo Congreso, no por ello debe desanimarse la CCI. Debemos desarrollar más todavía el seguimiento, la movilización y la intervención respecto a dicho medio.

Un elemento central para superar las debilidades frente a la intervención en el medio político proletario, del cual formamos parte, es reafirmar que es una expresión de la vida de la clase, de su proceso de toma de conciencia. El fortalecimiento de la intervención hacia el medio político proletario requiere que se desarrolle el debate mas abierto, riguroso y fraterno entre sus integrantes, que se rompa con el sectarismo y con la visión retorcida que expresan algunos grupos, quienes consideran que «todo cuestionamiento, cualquier divergencia o debate, no son expresión de un proceso de reflexión en la clase, sino una “traición a principios invariables”»([5]).

Estos debates permitirán, a su vez, tener una mejor claridad de los nuevos acontecimientos, tanto para la CCI como para el resto del medio, quien ha expresado ciertas confusiones para comprenderlos: «Esto quedó especialmente confirmado con los acontecimientos del Este y la Guerra del Golfo. Ante estas situaciones, esos grupos manifestaron confusiones muy importantes y un retraso considerable con relación a la CCI, y eso cuando lograron un mínimo de claridad. Tal constatación no la hacemos para contentarnos o dormirnos en nuestros laureles, sino, al contrario, para tomar la medida exacta de nuestras responsabilidades respecto al medio en su conjunto. Debe incitarnos a un incremento de atención, de movilización y de rigor en el cumplimiento de nuestras tareas de seguimiento del medio político proletario y de intervención en su seno»([6]).

La defensa del medio político proletario planteó al Congreso la necesidad de tener la mayor claridad con respecto a los grupos del medio parásito, quienes gravitan en torno al medio político proletario y derraman su veneno sobre éste. «Sea cual sea su plataforma (la cual puede ser formalmente aceptable), los grupos del medio parásito no expresan ni mucho menos un esfuerzo de la toma de conciencia del proletariado, aunque no por ello haya que considerarlos como pertenecientes al campo burgués, pues esa pertenencia está formalmente determinada por un programa burgués (defensa de la URSS, de la democracia, etc). Lo que los anima y determina su evolución (sea o no conscientemente por parte de sus miembros) no es la defensa de los principios revolucionarios en la clase, la clarificación de las posiciones políticas, sino el espíritu de secta, de “círculo de amistades”, la afirmación de su individualidad ante las organizaciones a las que parasitan, todo ello basado en reproches personales, resentimientos, frustraciones y demás preocupaciones mezquinas que se entroncan con las ideologías pequeño burguesas»([7]).

No debe haber la menor concesión a este medio parásito, pues es un factor de confusión y sobre todo de destrucción del medio político proletario. Y hoy menos que nunca, ahora que para responder a los retos del nuevo período, la defensa y el reforzamiento del medio político proletario es indispensable frente a todos los ataques que tendrá que soportar.

*
*   *

La CCI ha celebrado su Xo Congreso en un momento crucial de la historia: el proletariado retoma su camino de lucha contra el capital. Ya la monstruosa campaña desatada por la burguesía sobre la «muerte del comunismo», comienza a ceder frente a la brutal realidad de la barbarie de las guerras y el ataque despiadado a las condiciones de vida del proletariado de los países más desarrollados, como resultado de una mayor aceleración de la crisis de sobreproducción.

Nuestro Xo Congreso ha dejado mejor armada a la organización para enfrentar los retos del nuevo período: existe una homogeneización con respecto al giro que ha dado la situación internacional con el reinicio de la lucha de clases. Por otra parte, este Congreso ha consolidado nuestros análisis sobre las tensiones imperialistas y la crisis, aspectos que con su aceleración, eleva a niveles mayores la situación de caos producto de la descomposición del capitalismo.

También el Congreso ha constatado que este reinicio de luchas no será fácil, que el peso en el desarrollo de la conciencia que trajo el derrumbe del bloque del Este y la muerte del estalinismo, no se superarán fácilmente. Además, la burguesía utilizará todo lo que esté a su alcance para intentar evitar que el proletariado eleve sus luchas a niveles mayores de combatividad y conciencia. Por eso es por lo que nuestro Congreso ha elaborado las perspectivas para fortalecer la organización, fundamentalmente la centralización internacional, así como los medios para estar mejor armados para la intervención, no sólo en cuanto a la lucha de clases, sino también en las otras manifestaciones del desarrollo de la conciencia de la clase como lo son los contactos que emergen y ante el medio político proletario.

Con el Xo Congreso, la CCI se ubica al nivel de las exigencias del momento histórico, para asumir su papel como vanguardia del proletariado, y de esta manera contribuir a superar el reflujo en el desarrollo de la conciencia de la clase, para que ésta se reafirme y pueda plantear la única alternativa a la barbarie capitalista: el comunismo.

CCI

 

[1] Ver la «Resolución sobre la situación internacional», en este número.

[2] Ídem.

[3] Ver Revista internacional, no 72, 1er trimestre 1993.

[4] «Resolución de actividades». Todas las citas siguientes están sacadas de esta misma resolución.

[5] «Resolución sobre el medio político proletario».

[6] Ídem.

[7] Ídem.

Vida de la CCI: 

  • resoluciones de Congresos [21]

Resolución sobre la situación internacional 1993

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Resolución sobre la situación internacional

Desde hace cerca de diez años, la descomposición se cierne sobre toda la sociedad. El marco de la descomposición es, cada día más, la única manera de comprender lo que está ocurriendo en el mundo. Pero, además, la fase de descomposición forma parte del período de decadencia del capitalismo y las tendencias propias al conjunto de este período no desparecen, ni mucho menos. Por ello, cuando se examina la situación mundial, importa distinguir entre los fenómenos producto de la decadencia y los que pertenecen a su fase última, la descomposición, en la medida en que sus impactos respectivos en la clase obrera no son idénticos, pudiendo incluso actuar en sentido opuesto. Y esto es cierto tanto en el plano de los conflictos imperialistas como en el de la crisis económica, elementos esenciales que determinan el desarrollo de las luchas de la clase obrera y de su conciencia.

La evolución de los conflictos imperialistas

1. Raras veces desde la IIª Guerra mundial, el mundo había conocido tal multiplicación e intensificación de los conflictos militares como la que hoy estamos viviendo. Con la guerra del Golfo, de principios del 91, se pretendía instaurar un «nuevo orden mundial» basado en el «Derecho». Desde entonces, no ha parado de incrementarse y agudizarse el incesante pugilato iniciado tras el final del reparto del mundo entre dos mastodontes imperialistas. África y Asia del Sureste, canchas tradicionales de la pugna imperialista han seguido hundiéndose en guerras y convulsiones. Liberia, Rwanda, Angola, Somalia, Afganistán, Camboya: todos esos países siguen siendo sinónimo de choques armados y de desolación, a pesar de todos los «acuerdos de paz» y de todas las intervenciones de la «comunidad internacional» que organiza directa o indirectamente la ONU. Y a esas zonas de «turbulencias» han venido a añadírseles el Caucazo y Asia central, regiones que están pagando la desaparición de la URSS al alto precio de las matanzas interétnicas. En fin, el paraíso de estabilidad que había sido Europa desde la IIª Guerra mundial se ha enfangado en uno de los conflictos más asesinos y bestiales que imaginarse pueda. Esos enfrentamientos expresan trágicamente las características del mundo capitalista en descomposición. Son en gran parte el resultado de la situación creada por lo que hasta hoy ha sido la expresión más patente de tal descomposición, o sea, el desmoronamiento de los regímenes estalinistas y del bloque del Este entero. Pero, al mismo tiempo, los conflictos se han agravado más todavía a causa de la característica más general y básica de la decadencia, que es el antagonismo entre las diferentes potencias imperialistas. La pretendida «ayuda humanitaria» a Somalia no es más que un pretexto y un instrumento del enfrentamiento de las dos principales potencias que se oponen hoy en África: los Estados Unidos y Francia. Detrás de la ofensiva de los Jemeres rojos está China. Detrás de las diferentes pandillas que se pelean por el poder en Kabul se perfilan los intereses de potencias regionales como Pakistán, India, Irán, Turquía, Arabia Saudí, potencias que a su vez integran sus intereses y sus antagonismos dentro de los que oponen a los «grandes» como Estados Unidos o Alemania. Y, en fin, las convulsiones que han puesto a sangre y fuego a la ex Yugoslavia, a unos cientos de kilómetros de la Europa «desarrollada», también son expresión de los antagonismos que hoy dividen al planeta.

2. La antigua Yugoslavia es hoy la baza principal de lo que está en juego en las rivalidades entre las grandes potencias del mundo. Es posible que los enfrentamientos y las matanzas que allí están teniendo lugar desde hace dos años hayan encontrado un terreno favorable en los ancestrales antagonismos étnicos que el régimen de cuño estalinista había mantenido sujetos y que volvieron a surgir al hundirse dicho régimen. Pero lo que de verdad ha sido el factor determinante en la agudización de esos antagonismos han sido los sucios cálculos de las grandes potencias. Lo que de verdad abrió la caja de Pandora yugoslava fue el indefectible apoyo dado por Alemania a la secesión de las repúblicas del norte, Eslovenia y Croacia, con la intención de aquel país de abrirse camino hacia el Mediterráneo. Y lo que ha animado directa o indirectamente a Serbia y a sus milicias a dar rienda suelta a la «purificación étnica», en nombre de la «defensa de las minorías», no es otra cosa sino la oposición de los demás Estados europeos así como la de Estados Unidos a dicha ofensiva alemana. La ex Yugoslavia es de hecho una especie de resumen, una ilustración patente y trágica del conjunto de la situación mundial en lo que a conflictos imperialistas se refiere.

3. En primer lugar, los enfrentamientos que están hoy asolando esta parte del mundo son una nueva confirmación de la irracionalidad económica total de la guerra imperialista. Desde hace tiempo, y siguiendo los pasos a la Izquierda comunista de Francia, la Corriente comunista internacional ha puesto de relieve la diferencia fundamental que existe entre las guerras del período ascendente del capitalismo, que tenían una racionalidad real para el desarrollo del sistema, y las del período de decadencia, las cuales lo único que expresan es la absurdez económica total de un modo de producción en la agonía. La agravación de los antagonismos imperialistas se debe en última instancia a una huida ciega de cada burguesía nacional ante la situación totalmente bloqueada de la economía capitalista. Y los conflictos militares no van a aportar la más mínima «solución» a la crisis, ni a la economía mundial en general ni a la de ningún país en particular. Como ya lo decía Internationalisme en 1945, ya no es la guerra la que está al servicio de la economía, sino la economía la que se ha puesto al servicio de la guerra y de sus preparativos.

Este fenómeno no ha hecho más que intensificarse. En el caso de la ex Yugoslavia, ninguno de los protagonistas podrá esperar el menor beneficio económico de su participación en el conflicto. Eso es evidente para todas las repúblicas enfrentadas hoy en la guerra: las destrucciones masivas de medios de producción y de fuerza de trabajo, la parálisis de los transportes y de la actividad productiva, la enorme punción que son las armas en la economía local no van a beneficiar a ninguno de los Estados en presencia. Asimismo, contrariamente a la idea que incluso ha circulado en el medio político proletario, la economía ex Yugoslava totalmente destrozada no podrá transformarse ni mucho menos en mercado solvente para la producción excedentaria de los países industrializados. No son mercados lo que se disputan las grandes potencias en la ex Yugoslavia, sino posiciones estratégicas destinadas a preparar lo que ya es desde hace tiempo la principal actividad del capitalismo decadente: la guerra imperialista en una escala siempre más amplia.

4. La situación en la ex Yugoslavia también confirma un punto que la CCI ya puso de relieve hace tiempo: la fragilidad del edificio europeo. Con sus diferentes instituciones (Organización europea de cooperación económica, la encargada del plan Marshall, la Unión de la Europa occidental fundada en 1949, la Comunidad europea del carbón y del acero que entró en actividad en 1952 y que acabaría convirtiéndose, cinco años más tarde, en Mercado común europeo) el edificio europeo se fue construyendo como instrumento del bloque americano frente a la amenaza del bloque ruso. Ese interés común de los diferentes Estados de Europa occidental frente a esa amenaza (lo cual tampoco impidió los intentos por parte de algunos, como la Francia de De Gaulle, de limitar la hegemonía norteamericana) fue un factor muy poderoso para estimular la cooperación, la económica especialmente, entre esos Estados. Esta cooperación no podía, sin embargo, suprimir las rivalidades económicas entre ellos, pues eso es imposible bajo el capitalismo, pero sí permitió que reinara cierta «solidaridad» frente a la competencia comercial de Japón y de EE.UU. Con el hundimiento del bloque del Este, los cimientos del edificio europeo se han visto sacudidos. Desde entonces, la Unión europea, que el tratado de Maastricht de finales de 1991 declaraba sucesora de la Comunidad económica europea, ya no puede ser considerada instrumento de un bloque occidental que también ha desaparecido. Al contrario, esa estructura se ha convertido en cancha cerrada de los antagonismos imperialistas que hoy han aparecido o se han puesto en primer plano a causa de la desaparición de la antigua configuración del mundo. Eso es lo que han evidenciado los enfrentamientos en Yugoslavia cuando pudimos ver la profunda división entre los Estados europeos, incapaces de construir la más mínima política común frente a un conflicto que empezaba a desarrollarse a sus puertas. La Unión europea podrá quizás servir a sus participantes de muralla contra la competencia comercial de Japón o de EEUU, o de instrumento contra la emigración y contra los combates de la clase obrera. Pero lo que importa es que su componente diplomática y militar es ya objeto de una disputa que va a irse agudizando. Una disputa entre, por un lado, quienes (especialmente Francia y Alemania) quieren que la Unión europea sirva de estructura capaz de rivalizar con la potencia norteamericana (poniendo así las bases de un futuro bloque imperialista) y, por otro, los aliados de Estados Unidos (esencialmente Gran Bretaña y Holanda), los cuales conciben su presencia en las instancias de decisión como medio para frenar tal tendencia([1]).

5. La evolución del conflicto balcánico ha venido a ilustrar también otra de las características de la situación mundial: las dificultades para que se forme un nuevo sistema de bloques imperialistas. La tendencia hacia ese nuevo sistema ha aparecido desde que se desmoronó el bloque del Este, como la CCI lo ha venido afirmando desde entonces. La aparición de un candidato a la dirección de un nuevo bloque imperialista, rival del dirigido por EE.UU., se confirmó rápidamente con el avance por parte de Alemania de sus posiciones en Europa central y en los Balcanes, aun cuando su libertad de maniobra militar y diplomática está limitada por la herencia de la derrota en la IIª Guerra mundial. El ascenso de Alemania se ha apoyado ampliamente en su poder económico y financiero, pero también ha podido beneficiarse del apoyo de su viejo cómplice en la CEE, Francia (acción concertada respecto a la Unión europea, creación de un cuerpo de ejército común, etc). Yugoslavia ha puesto, sin embargo, de relieve la cantidad de contradicciones que dividen a ese tándem: mientras que Alemania ha otorgado un apoyo sin falla a Eslovenia y a Croacia, Francia ha mantenido durante largo tiempo una política pro serbia, alineándose en un principio con la postura de Gran Bretaña y de EEUU, lo que ha permitido a esta potencia meter una cuña en la alianza privilegiada entre los dos principales países europeos. Francia y Alemania han hecho todo lo posible para que el sangriento embrollo yugoslavo no acabe comprometiendo su cooperación como se ha visto con el apoyo del Bundesbank al franco francés cada vez que éste ha sufrido ataques especulativos. Pero resulta cada vez más evidente que Alemania y Francia no ponen las mismas esperanzas en su alianza. Alemania, por su potencia económica y su posición geográfica, aspira al liderazgo de una «Gran Europa», que sería el eje central de un nuevo bloque imperialista. La burguesía francesa, aunque esté de acuerdo para que la estructura europea desempeñe ese papel, no quiere contentarse con la plaza de segundón que en fin de cuentas le propone en su alianza su poderoso vecino del Este, cuya potencia ha podido comprobar desde el año 1870. Por eso Francia no está interesada en un desarrollo demasiado importante de la potencia militar de Alemania (acceso al Mediterráneo, adquisición del arma nuclear, en especial). Si Alemania siguiera aumentando su poderío militar, las bazas que Francia posee todavía para intentar mantener cierta igualdad con su vecina para dirigir Europa y atribuirse el mando de la oposición a la hegemonía norteamericana, perderían su valor. La reunión de París presidida por Mitterrand de marzo del 93 entre Vance, Owen y Milosevic ha ilustrado una vez más esta realidad. En resumen, el crecimiento significativo de las capacidades militares de Alemania es una de las condiciones para que vuelva a hacerse un nuevo reparto del mundo entre dos bloques imperialistas. Y esto significaría una seria amenaza de dificultades entre los dos países europeos candidatos al liderazgo de un nuevo bloque. El conflicto en lo que fue Yugoslavia ha venido a confirmar que la tendencia hacia la reconstitución de un nuevo bloque, que la desaparición del bloque del Este puso al orden del día en 1989, no es algo que pueda llegar a realizarse con toda seguridad: la situación geopolítica específica de las dos burguesías que pretenden ser los principales protagonistas de esa reconstitución viene a añadirse a las dificultades generales propias de este período de descomposición social, en el cual se agudizan las tendencias a «cada uno para sí» de cada Estado.

6. Y el conflicto en la ex Yugoslavia ha venido a confirmar otra de las características principales de la situación mundial: la eficacia limitada de la operación «Tempestad del desierto» de 1991, destinada a afirmar el liderazgo de los Estados Unidos sobre el mundo entero. Como la CCI lo afirmó en aquel entonces, el principal objetivo de esa operación de gran envergadura no era el régimen de Sadam Husein ni tampoco otros países de la periferia que hubieran tenido la tentación de imitar a Irak. Para EEUU se trataba ante todo de afianzar y recordar su papel de «gendarme del mundo» ante las convulsiones resultantes del hundimiento del bloque ruso y obtener la obediencia de las demás potencias occidentales, a las cuales, una vez desaparecida la amenaza del Este, se les subían los humos. Pocos meses después de la guerra del Golfo, el inicio de las hostilidades en Yugoslavia ha venido a ilustrar el hecho de que esas mismas potencias, especialmente Alemania, estaban decididas a hacer prevalecer sus intereses imperialistas a expensas de los de Estados Unidos. Este país ha conseguido, desde entonces, poner en evidencia la impotencia de la Unión europea en una situación que es incumbencia de ella, y el desconcierto que impera en sus filas, incluso entre los mejores aliados, Francia y Alemania. Pero no por ello, EEUU ha logrado contener realmente los avances de los demás imperialismos, especialmente el de Alemania, la cual ha alcanzado más o menos los fines que se había propuesto en la ex Yugoslavia. Este fracaso de Estados Unidos es, desde luego, muy grave para la primera potencia mundial, pues no hará sino animar a numerosos países, en todos los continentes, a aprovecharse de la nueva situación para soltar algo las amarras con las que los ha tenido sujetos el Tío Sam desde hace décadas. Por eso no ha cesado el activismo estadounidense en torno a Bosnia después de haber hecho alarde de su fuerza militar con su masivo y espectacular despliegue «humanitario» en Somalia y la prohibición del espacio aéreo del sur irakí.

7. Esa última operación militar ha venido a confirmar también una serie de realidades que la CCI ha puesto de relieve anteriormente. Ha ilustrado el hecho de que el verdadero objetivo de EEUU en esa parte del mundo no es ni mucho menos Irak, por la sencilla razón de que lo que los Estados Unidos han hecho es reforzar el régimen de Sadam tanto dentro como fuera del país. El verdadero objetivo de esa reciente operación en el sur irakí son los «aliados» de EEUU, a quienes ha intentado arrastrar una vez más en la aventura con mucho menos éxito que en 1991 (el tercer compinche de la «coalición», Francia, se ha limitado esta vez a mandar aviones de reconocimiento). Esa operación ha sido, además, un mensaje dirigido a Irán cuya potencia militar en ascenso viene acompañada de un estrechamiento de lazos con algunos países europeos, Francia especialmente. Y como Kuwait ya no tenía nada que ver en el asunto esta vez, la operación ha venido a confirmar también que la guerra del Golfo no se debió a un problema de precio de petróleo o de salvaguarda para EEUU de su «renta petrolera» como lo afirmaban los izquierdistas e incluso, en un momento dado, ciertos grupos del medio proletario. Si la potencia norteamericana está interesada en conservar y reforzar su imperio sobre Oriente Medio y sus campos petrolíferos no es fundamentalmente por razones comerciales o puramente económicas. Es ante todo para estar capacitado, por si acaso, para privar a sus rivales japonés y europeos de sus abastecimientos en una materia prima esencial para la economía desarrollada y más todavía para cualquier iniciativa militar (materia prima de la que, dicho sea de paso, dispone en abundancia el principal aliado de Estados Unidos, Gran Bretaña).

8. Y es así como los acontecimientos recientes han confirmado que, frente a un caos y una tendencia a «cada uno para sí» cada vez más agudos y al fortalecimiento de sus nuevos rivales imperialistas, la primera potencia mundial deberá echar mano cada día más de la fuerza militar para guardar su supremacía. No faltan los terrenos potenciales de enfrentamiento y se irán multiplicando. Ya hoy, el subcontinente indio, dominado por el antagonismo entre India y Pakistán, es cada día más uno de esos terrenos. De ello son testimonio los incesantes enfrentamientos entre comunidades religiosas en India, brutales choques que aunque son también testimonio de la descomposición, son azuzados por aquel antagonismo. De igual modo, Extremo Oriente es hoy escenario de maniobras imperialistas de amplitud como el acercamiento entre China y Japón (sellada por la visita del emperador a Pekín por primera vez en la historia). Es más que probable que esta tendencia se confirmará:
– al no existir ya contencioso alguno entre China y Japón;
–
porque ambos países tienen un contencioso con Rusia: trazado de la frontera ruso-china y el problema de las islas Kuriles;
– porque esta incrementándose la rivalidad entre EEUU y Japón en torno al Sureste de Asia y el Pacífico;
– por estar «condenada» Rusia, por mucho que eso avive las resistencias de los «conservadores» contra Yeltsin, a la alianza con EEUU a causa precisamente de la importancia de su armamento atómico, cuyo paso al servicio de otra alianza, Estados Unidos no toleraría.

Los antagonismos que enfrentan la primera potencia mundial a sus ex aliados ni siquiera dejan de lado al resto de las Américas. El objetivo de las repetidas intentonas golpistas contra Carlos Andrés Pérez en Venezuela, al igual que la creación de la ANALC (o NAFTA, Asociación norteamericana de libre cambio entre EEUU, México y Canadá), más allá de sus causas o implicaciones económicas y sociales, ha sido el de poner coto a las pretensiones de incremento de influencia de ciertos estados europeos. La perspectiva mundial está caracterizada por lo tanto, en el plano de las tensiones imperialistas, por un incremento ineluctable de éstas con el uso creciente de la fuerza militar por parte de EEUU. Y no será la reciente elección del demócrata Clinton lo que vaya a cambiar esa tendencia, sino todo lo contrario. Hasta ahora, las tensiones se han desarrollado esencialmente como consecuencia del desmoronamiento del antiguo bloque del Este. Pero cada día más se verán agravadas por la caída catastrófica en la crisis mortal de la economía capitalista.

La evolución de la crisis económica

9. El año 1992 se ha caracterizado por una agravación considerable de la situación económica mundial. En especial, la recesión abierta se ha ido generalizando hasta alcanzar a los países que la habían evitado en un primer tiempo, como Francia y entre los más sólidos como Alemania e incluso Japón. Si ya, como decíamos, la elección de Clinton significa continuación, e incluso acentuación, de la política de la primera potencia mundial en el ruedo imperialista, también es signo de que se ha acabado todo un período en la evolución de la crisis y de las políticas de la burguesía para encararla. La elección de Clinton rubrica la quiebra definitiva de las «reaganomics» que tan alocadas esperanzas había provocado en las filas de la clase dominante y bastantes ilusiones entre los proletarios. Hoy, en los discursos burgueses, ha desparecido la menor referencia a las míticas virtudes de la «desregulación» y del «menos Estado». Incluso hombres políticos pertenecientes a fuerzas políticas que habían sido las misioneras del catecismo «reaganomics», como Major en Gran Bretaña, admiten hoy, frente a la acumulación de dificultades de la economía, la necesidad de «más Estado» en ella.

10. Los «años Reagan», con la prórroga de los «años Bush» nunca significaron que se hubiera invertido de verdad la tendencia histórica propia de la decadencia del capitalismo, que es el reforzamiento del capitalismo de Estado. Durante todo ese período, medidas como el aumento masivo de los gastos militares, el rescate del sistema de cajas de ahorro por el Estado federal (que costó 1 billón de $ del presupuesto) o la baja voluntarista de los tipos de interés por debajo de la tasa de inflación no fueron ni más ni menos que un incremento significativo de la intervención del Estado en la economía de la primera potencia mundial. En realidad, sean cuales sean los temas ideológicos empleados o la manera de emplearlos, la burguesía no podrá nunca renunciar, en este período de decadencia, a echar mano del Estado para reunir los trozos de una economía que tiende a hacerse añicos por todas partes, para intentar hacer trampa con las propias leyes capitalistas, siendo además el Estado la única instancia que pueda hacerlo, especialmente mediante la máquina de billetes. Sin embargo, a causa de:
– la agravación de la crisis económica mundial;
– el nivel crítico alcanzado por el desmoronamiento de ciertos sectores cruciales de la economía norteamericana (sistemas de salud y de educación, infraestructuras y equipamiento, investigación...) favorecido por la política «liberal» a ultranza de Reagan y compañía;
– la explosión inverosímil de la especulación en detrimento de las inversiones productivas, animada también por las «reaganomics»;

el Estado federal está obligado a intervenir más abiertamente y sin tapujos, en la economía. Por eso, el significado de la llegada al poder ejecutivo estadounidense del demócrata Clinton no puede limitarse a puros imperativos ideológicos. Estos imperativos no son nada desdeñables, especialmente para favorecer una mayor adhesión de la población de Estados Unidos a la política imperialista de la burguesía. Pero, mucho más fundamentalmente, el «New Deal» clintoniano procede de la necesidad de reorientar significativamente la política de la burguesía del país, una reorientación que Bush, demasiado relacionado con la política anterior, tenía dificultades para llevarla a cabo.

11. Esa reorientación política, contrariamente a las promesas del candidato Clinton, no va a frenar, ni mucho menos, la degradación de las condiciones de vida de la clase obrera, a la cual las necesidades de la propaganda califica de «clase media». Los cientos de millones de dólares de economías que Clinton anunció a finales de febrero, son un aumento considerable de la austeridad destinada a aliviar el déficit federal colosal y a mejorar la competitividad de la producción norteamericana en el mercado mundial. Esta política se enfrenta, sin embargo, a límites infranqueables. La reducción del déficit presupuestario, y eso en caso de que consigan realizarla, no hará más que acentuar las tendencias al freno de una economía drogada por ese mismo déficit durante casi diez años. Ese freno, al reducir las entradas fiscales (a pesar del aumento previsto de impuestos) acabará agravando todavía más el déficit. Y así, sean cuales sean las medidas aplicadas, la burguesía estadounidense se ve ante un atolladero: en lugar de un relanzamiento de la economía y una reducción de la deuda (sobre todo la del Estado), está condenada, en un plazo que no podrá ser muy lejano, a un nuevo freno de la economía y a una agravación irreversible de su endeudamiento.

12. El callejón sin salida en que está metida la economía americana no es sino la expresión del que se encuentra el conjunto de la economía mundial. Todos los países están cada día más atenazados entre la caída de la producción, por un lado, y la explosión de la deuda por otro (especialmente la del Estado). Esa es la expresión más patente de la crisis de sobreproducción irreversible en la que se está hundiendo el modo de producción capitalista desde hace dos décadas. Sucesivamente, la explosión de la deuda del Tercer mundo, tras la recesión de 1973-74, luego la de la deuda norteamericana (tanto interna como externa) tras la recesión de 1981-82, permitieron que la economía mundial limitara las manifestaciones directas, y sobre todo ocultara las evidencias, de la sobreproducción. Hoy, las medidas draconianas que se dispone a aplicar la burguesía USA significan la entrada en vía muerta de la «locomotora» norteamericana que había arrastrado a la economía mundial en los años 80. El mercado interno de Estados Unidos se está cerrando cada día más y de modo irreversible. Y si no es gracias a una mejor competitividad de las mercancías made in USA, el cierre se hará mediante un incremento sin precedentes del proteccionismo, del que Clinton, en cuanto subió al poder, ya ha dado alguna idea (aumento de aranceles para los productos agrícolas, el acero, los aviones, bloqueo de los mercados públicos...). Por lo tanto, la única perspectiva que tiene ante sí el mercado mundial es la de un estrechamiento creciente e irremediable. Y eso tanto más porque está enfrentado a una crisis catastrófica del crédito, crisis plasmada en las quiebras bancarias cada día más numerosas: a fuerza de abusar hasta el delirio del endeudamiento, el sistema financiero internacional está al borde de la explosión, la cual acabaría precipitando, en una auténtica Apocalipsis, el desplome de los mercados y de la producción.

13. Otro factor que viene a agravar el estado de la economía mundial es el caos creciente que está cundiendo en las relaciones internacionales. Cuando el mundo vivía bajo la campana de los dos gigantes imperialistas, la necesaria disciplina que debían respetar los aliados dentro de cada bloque no sólo se plasmaba en lo militar y diplomático, sino también en lo económico. En el caso del bloque occidental, mediante estructuras como la OCDE, el FMI, el G7, los aliados, que eran además los principales países avanzados, habían establecido, bajo la batuta del jefe americano, una coordinación de sus políticas económicas y un modus vivendi para contener sus rivalidades comerciales. Hoy, la desaparición del bloque occidental, consecuencia del desmoronamiento del oriental, ha asestado un golpe decisivo a esa coordinación, por mucho que sigan existiendo las antiguas estructuras, dejando cancha libre a la agudización del «cada uno por su cuenta» en las relaciones económicas. Concretando, las guerras comerciales van a seguir desencadenándose con mayor violencia, de modo que agravarán todavía más las dificultades y la inestabilidad de la economía mundial que las habían originado. Eso es lo que plasma la parálisis actual en las negociaciones del GATT. Éstas debían oficialmente servir para limitar el proteccionismo entre los «socios» favoreciendo así los intercambios mundiales y, por ende, la producción de las economías nacionales. El que esas negociaciones se hayan convertido en una merienda de hienas, en las que los antagonismos imperialistas se superponen a las simples rivalidades comerciales, acabará provocando el resultado inverso: mayor desorganización en los intercambios, incremento de las dificultades de las economías nacionales.

14. Así, la gravedad de la crisis ha alcanzado, en este inicio de la última década del milenio, un grado cualitativamente superior a todo lo que el capitalismo había conocido hasta hoy. El sistema financiero mundial camina al borde del abismo con el riesgo permanente de precipitarse en él. La guerra comercial se va a desatar a escalas nunca antes vistas. Y el capitalismo no va a encontrar nuevas «locomotoras» para sustituir la norteamericana hoy pura chatarra. En especial, los miríficos mercados que según parece iban a ser los países antiguamente dirigidos por regímenes estalinistas no habrán existido más que en la imaginación calenturienta de algunos sectores de la clase dominante (y también, hay que decirlo, de algunos grupos del medio proletario). El destartalamiento sin esperanzas de esas economías, la sima insondable que son para cualquier intento de inversión que se proponga enderezarlas, las convulsiones políticas que agitan a la clase dominante y que intensifican más la catástrofe económica, todos esos elementos indican que están hundiéndose en una situación parecida a la del Tercer mundo, de modo que, lejos de llegar a ser un balón de oxigeno para las economías más desarrolladas, acabarán siendo un fardo cada día más pesado para ellas. Y en fin, aunque en dichas economías desarrolladas la inflación pueda ser contenida como hasta ahora está ocurriendo, eso no es expresión ni mucho menos de que hayan superado las dificultades económicas que la originan. Es, al contrario, la expresión de la reducción dramática de los mercados que ejerce una poderosa presión a la baja en el precio de las mercancías. Las expectativas de la economía mundial son pues la de una caída creciente de la producción con el abandono en el trastero de una parte cada vez más importante del capital invertido (quiebras en cadena, desertización industrial, etc.) y una reducción drástica del capital variable, lo cual significa, para la clase obrera, además de los ataques en aumento contra todos los aspectos del salario, despidos masivos, un aumento sin precedentes del desempleo.

Las perspectivas del combate de clase

15. Los ataques capitalistas de toda índole que hoy se desencadenan, y no harán sino acentuarse, están golpeando a un proletariado sensiblemente debilitado durante los tres últimos años, un debilitamiento que ha afectado tanto a su conciencia como a su combatividad.

Fue el hundimiento de lo regímenes estalinistas de Europa y la dislocación de todo el bloque del Este a finales de 1989 lo que ha sido el factor esencial del retroceso de la conciencia en el proletariado. La identificación, por todos los sectores de la burguesía, durante medio siglo, de esos regímenes con el «socialismo», el que esos regímenes no hayan caído bajo los golpes de la lucha de la clase obrera, sino como consecuencia de la implosión de su economía, ha permitido que se haya dado rienda suelta a unas campañas masivas sobre la «muerte del comunismo», sobre la «victoria definitiva de la economía liberal» y de la «democracia», sobre la perspectiva de un «nuevo orden mundial» hecho de paz, prosperidad y respeto del «Derecho». Cierto es que la gran mayoría de los proletarios de las grandes concentraciones industriales hacía ya mucho tiempo que habían dejado de hacerse ilusiones sobre los pretendidos «paraísos socialistas». Pero la estrepitosa y vergonzante desaparición de los regímenes estalinistas ha asestado, sin embargo, un duro golpe a la idea de que pueda existir en este mundo otra cosa que el sistema capitalista, y que la acción del proletariado pueda conducir a una alternativa a este sistema. Y ese golpe a la conciencia en la clase obrera se ha agravado con la explosión de la URSS tras el golpe fallido de agosto de 1991, una explosión que ha afectado al país que había sido escenario de la revolución proletaria de principios de siglo.

Por otro lado, la crisis del Golfo a partir del verano del 90, la operación «Tempestad del desierto» a principios del 91, engendraron un profundo sentimiento de impotencia entre los proletarios, los cuales se veían totalmente incapaces de actuar o influenciar en unos acontecimientos de cuya gravedad eran conscientes, pero que parecían ser de la incumbencia exclusiva de «los de arriba». Este sentimiento ha contribuido poderosamente en el debilitamiento de la combatividad obrera en un contexto en el que tal combatividad había quedado alterada, aunque en menor grado, por los acontecimientos del Este del año anterior. Y ese debilitamiento de la combatividad se ha visto agravado por la explosión de la URSS como también por el desarrollo en el mismo momento de los enfrentamientos en lo que fuera Yugoslavia.

16. Los acontecimientos que se han precipitado tras el desmoronamiento del bloque del Este, aportando, sobre una serie de temas, un mentís a las campañas burguesas de 1989, han minado una parte de las mentiras con las que se había abrumado a la clase obrera. La crisis y la guerra del Golfo empezaron ya desmintiendo decisivamente las ilusiones sobre la «era de paz» que se iba a instaurar y que Bush había proclamado cuando se desplomó su rival imperialista del Este. Además, el comportamiento criminal de la «gran democracia» americana y de sus secuaces, las matanzas perpetradas sobre soldados irakíes y la población civil le han quitado la careta a las mentiras sobre la «superioridad» de la «democracia», sobre la victoria del «derecho de las naciones» y los «derechos humanos». En fin, la agravación catastrófica de la crisis, la recesión abierta, las quiebras, las pérdidas registradas por empresas consideradas más prósperas, los despidos masivos en todos los sectores y especialmente en dichas empresas, la inexorable subida del desempleo, expresiones todas de las contradicciones insuperables con que tropieza la economía capitalista, están desmintiendo una tras otra todas las patrañas sobre la «prosperidad» del sistema capitalista, sobre su capacidad para superar las mismas dificultades que provocaron el desplome de su rival pretendidamente «socialista». La clase obrera no ha digerido todavía todos los golpes que recibió en su conciencia en el período precedente. En especial, la idea de que pueda existir una alternativa al capitalismo no se desprende automáticamente de la comprobación creciente de la quiebra del sistema, pudiendo muy bien desembocar en desesperanza. En el seno de la clase, sin embargo, se están desarrollando las condiciones de un rechazo de las mentiras de la burguesía y de un cuestionamiento en profundidad.

17. La reflexión en la clase obrera está produciéndose en un momento en el que se acumulan los ataques capitalistas y en el que la brutalidad de éstos la obligan a despertarse de la somnolencia que la ha invadido en los últimos años. Una tras otra, ha habido:
– la explosión de combatividad obrera en Italia durante el otoño de 1992, una combatividad que no se ha apagado desde entonces;
–
en un menor grado, pero significativo, las manifestaciones masivas de obreros ingleses durante el mismo período ante el anuncio del cierre de la mayoría de las minas;
– la combatividad expresada por los proletarios de Alemania al final de este invierno, consecuencia de los despidos masivos, sobre todo en lo que ha sido uno de los símbolos de la industria capitalista, el Rhur;
– otras manifestaciones de combatividad obrera, de menor envergadura pero que se han multiplicado en varios países de Europa, particularmente en España, frente a planes de austeridad cada vez más draconianos;

esas expresiones de la combatividad han evidenciado que el proletariado está soltándose de las amarras que lo tenían agarrotado desde hace cuatro años, que se está liberando de la parálisis que le hizo soportar sin reaccionar los ataques de la burguesía. Es así como la situación actual se distingue fundamentalmente de la que habíamos descrito en nuestro anterior congreso en el cual teníamos que hacer constar que: «... los aparatos de izquierda de la burguesía han intentado desde hace varios meses lanzar movimientos de lucha prematuras para entorpecer la reflexión (en el seno del proletariado) y sembrar más confusión en las filas obreras». El ambiente de impotencia que ha imperado en la mayoría de los proletarios y que ha favorecido las maniobras de la burguesía de provocar luchas minoritarias abocadas al aislamiento está dejando el sitio a la voluntad de enfrentarse a la burguesía y responder con determinación a sus ataques.

18. Así, desde ahora ya, el proletariado de los principales países industriales está levantando cabeza confirmándose así lo que la CCI no ha dejado de decir: «El proletariado mundial sigue teniendo en sus manos las llaves del futuro» y anunciaba con confianza: «Y es precisamente porque el curso histórico no ha sido trastornado, y la burguesía no ha logrado con sus múltiples campañas y maniobras asestar una derrota decisiva al proletariado de los países avanzados y encuadrarlo tras sus banderas, por lo que el retroceso sufrido por éste, tanto en su conciencia como en su combatividad, será necesariamente superado.». Sin embargo, la reanudación del combate de clase se anuncia difícil. Las primeras tentativas del proletariado desde el atoño del 92 evidencian que todavía está sufriendo el peso del retroceso. En gran parte, la experiencia, las lecciones adquiridas durante las luchas de mediados de los años 80 no han sido repropiadas por la mayoría de los obreros. La burguesía, en cambio, sí que ha dado pruebas ya de que había sacado las lecciones de los combates anteriores:
– montando, desde hace ya tiempo, una serie de campañas para que los obreros pierdan confianza en su identidad de clase, especialmente las campañas antifascistas y antiracistas así como otras campañas cuyo objetivo es saturarles el cerebro con el nacionalismo;
– anticipándose con celeridad, gracias a los sindicatos, a las expresiones de combatividad;
– radicalizando el lenguaje de esos órganos de encuadramiento de la clase obrera;
– dando de entrada, cuando y donde sea necesario como en Italia, un papel de primer plano al sindicalismo de base;
– organizando o preparando, en cierto número de países, la salida del gobierno de los partidos «socialistas» para que éstos hagan mejor el papel en la oposición;
– procurando evitar, mediante una planificación internacional de sus ataques, un desarrollo simultáneo de luchas obreras en diferentes países;
– organizando un black-out sistemático de éstas.

Además, la burguesía ha sido capaz de utilizar el retroceso de la conciencia en la clase para introducir falsos objetivos y reivindicaciones en las luchas obreras (reparto del trabajo, «derechos sindicales», defensa de la empresa, etc.)

19. Pero, más en general, al proletariado le espera un largo camino que recorrer antes de ser capaz de afirmar su perspectiva revolucionaria. Tendrá que desmontar todas las clásicas trampas que, en su andadura, le tenderán sistemáticamente todas las fuerzas de la burguesía. Y al mismo tiempo tendrá que enfrentarse a todo ese veneno que la descomposición está inoculando en las filas obreras, veneno que utilizará cínicamente una clase dominante cuya capacidad de maniobra contra su enemigo mortal no se verá afectada por las dificultades políticas debidas a la descomposición:
– la atomización, el «arreglárselas» individualmente, el «cada cual a lo suyo», todo lo que tiende a minar la solidaridad y la identidad de clase y que, incluso en momentos de combatividad, favorecerá el corporativismo;
–
la desesperanza, la ausencia de perspectiva que va a seguir pesando, aunque a la burguesía ya no se le presente una ocasión como la del desplome del estalinismo;
– el proceso de lumpenización causado por el ambiente en el que el paro masivo y de larga duración tiende a separar a una parte importante de desempleados, especialmente los más jóvenes, del resto de su clase;
– el incremento de la xenofobia, incluso en sectores obreros de cierta importancia, que, además, tendrá como consecuencia el retorno de las campañas antiracistas y antifascistas, destinadas no sólo a dividir a la clase obrera, sino también a arrastrarla tras la defensa del Estado democrático;
– las revueltas urbanas, ya sean espontáneas o provocadas por la burguesía (como así ocurrió con las de Los Ángeles en la primavera del 92), que serán utilizadas por la clase dominante para sacar al proletariado de su terreno de clase;
– las diferentes manifestaciones de la putrefacción de la clase dominante, la corrupción y la gansterización de su aparato político, lo cual, aunque sí hacen tambalear su crédito ante los obreros, también sirven para montar campañas de diversión a favor de un Estado «limpio» o «verde»;
– el espectáculo de la barbarie inmensa en la que se hunde no sólo el Tercer mundo sino incluso una parte de Europa, como la ex Yugoslavia, lo cual es campo abonado para todo tipo de campañas «humanitarias» cuyo objetivo es, primero, culpabilizar a los obreros, hacerles aceptar la degradación de sus propias condiciones de vida, pero también, justificándolas, tapar con tupido y púdico velo las acciones imperialistas de las grandes potencias.

20. Este último aspecto de la situación actual pone de relieve la complejidad de la cuestión de la guerra como factor en la concientización del proletariado. Esta complejidad ya ha sido analizada por las organizaciones comunistas en el pasado, y en particular por la CCI. En lo esencial, la complejidad estriba en que, aunque es cierto que la guerra es una de las expresiones de mayor importancia de la decadencia del capitalismo, símbolo de lo absurdo de un sistema agonizante e indicador de la necesidad de derrocarlo, su impacto en la conciencia en la clase obrera depende estrechamente de las circunstancias en las que se desencadena. La guerra del Golfo de hace dos años, por ejemplo, fue una contribución importante para que los obreros de los países avanzados (implicados casi todos ellos en dicha guerra, directa o indirectamente) superaran las ilusiones sembradas por la burguesía el año anterior, lo cual sirvió para esclarecer la conciencia de los proletarios. La guerra en la ex Yugoslavia, en cambio, no ha contribuido en nada para esclarecer la conciencia en el proletariado, y eso lo confirma el que la burguesía ni siquiera se ha sentido obligada a organizar manifestaciones pacifistas, y eso que varios países avanzados, Francia y Gran Bretaña por ejemplo, ya han mandado allá miles de hombres. Lo mismo ocurre con la intervención masiva del gendarme USA en Somalia. Aparece así evidente que cuando el juego sucio del imperialismo puede ocultarse tras cortinas «humanitarias», o sea mientras puede presentar sus intervenciones guerreras como algo destinado a aliviar a la humanidad de las calamidades resultantes de la descomposición capitalista, entonces resulta imposible que las grandes masas obreras puedan aprovecharse de la ocasión, en el período actual, para reforzar su conciencia y su determinación de clase. No podrá la burguesía, sin embargo, ocultar, en todas las circunstancias, el rostro criminal de su guerra imperialista con la careta de las «buenas obras». La inevitable agravación de los antagonismos entre las grandes potencias las obligará con o sin pretexto «humanitario» (como se vio en la guerra del Golfo) a intervenir de modo cada vez más directo, masivo y asesino, lo cual es, en fin de cuentas, una de las principales características de todo el período de decadencia del capitalismo. Y esto acabará abriéndoles los ojos a los proletarios sobre lo que de verdad hoy está en juego. Con la guerra ocurre como con las demás expresiones del atolladero capitalista: cuando se deben específicamente a la descomposición del sistema, aparecen hoy como un obstáculo a la toma de conciencia en la clase; sólo cuando son una manifestación general de la decadencia del capitalismo pueden ser un factor positivo en dicha concientización. Esta posibilidad se irá haciendo cada día más realizable a medida que la gravedad de la crisis y de los ataques burgueses, al igual que el desarrollo de las luchas obreras, permitan a las masas proletarias identificar la estrecha relación que hay entre el atolladero en que se encuentra la economía capitalista y su caída en la mayor de las barbaries guerreras.

21. Es así como la evidencia de la crisis mortal del modo de producción capitalista, expresión primera de su decadencia, las terribles consecuencias que acarreará para todos los sectores de la clase obrera, la necesidad para ésta de entablar su lucha contra esas consecuencias (lucha que, por cierto, ya ha iniciado), todo ello va a ser un poderoso factor de toma de conciencia. La agravación de la crisis hará aparecer con mayor claridad que la tal crisis no se debe a una «mala gestión» y que los burgueses «virtuosos» y los Estados «limpios» son tan incapaces como los otros para superarla, pues la crisis es la expresión del mortal callejón sin salida en que está metido el capitalismo entero. El despliegue masivo de los combates obreros va a ser un eficaz antídoto contra los miasmas de la descomposición, permitiendo superar progresivamente, mediante la solidaridad de clase que esos combates llevan en sí, la atomización, el «cada uno para sí» y todas las divisiones que lastran al proletariado entre categorías, gremios, ramos, entre emigrantes y «del país», entre desempleados y quienes tienen un empleo. A causa de los efectos de la descomposición, los obreros en paro no pudieron, con pocas excepciones, entrar en lucha durante la década pasada, contrariamente a lo que sucedió en los años 30. Y contrariamente a lo podía preverse, tampoco podrán en el futuro desempeñar un papel de vanguardia comparable al de los soldados en la Rusia de 1917. Pero el desarrollo masivo de las luchas proletarias sí permitirá que los obreros en paro, sobre todo en las manifestaciones callejeras, se unan al combate general de su clase. Y esto será tanto más posible porque, entre ellos, la proporción de quienes ya han tenido una experiencia de trabajo asociado y de lucha en el lugar de trabajo será cada día mayor. Más en general, el desempleo ya no es un problema «particular» de quienes carecen de trabajo, sino que es algo que está afectando y que concierne a la clase obrera entera pues aparece ya como la trágica expresión de la evidencia cotidiana que es la bancarrota histórica del capitalismo. Por eso, los combates venideros permitirán al proletariado como un todo tomar plena conciencia de esa bancarrota.

22. Y también, y sobre todo, gracias a esos combates contra los ataques incesantes a sus condiciones de vida, el proletariado deberá superar las secuelas del hundimiento del estalinismo, pues este acontecimiento ha significado un golpe de una extrema violencia contra la comprensión misma de su perspectiva, contra la conciencia de que pueda existir una alternativa revolucionaria a la sociedad capitalista moribunda. Esos futuros combates «volverán a dar confianza a la clase obrera, le recordarán que ella es, ya desde ahora, una fuerza considerable en la sociedad y permitirán a una masa cada día mayor de obreros volver a encarar la perspectiva del derrocamiento del capitalismo.» («Resolución sobre la situación internacional», Revista internacional nº 70, marzo de 1992). Cuanto más presente esté esa perspectiva en la conciencia obrera, tantas más posibilidades tendrá la clase para desmontar las trampas de la burguesía, para desarrollar con plenitud sus luchas, para apropiarse de ellas en sus manos, para extenderlas, para generalizarlas. Para desarrollar esa perspectiva, la clase obrera no sólo tiene ante sí la obligación de recuperarse de la desorientación sufrida en el período reciente y volver a hacer suyas las lecciones de sus combates de los años 80; tendrá que reanudar el hilo histórico de sus tradiciones comunistas. La importancia primordial de ese desarrollo de su conciencia no hace sino subrayar la enorme responsabilidad que incumbe a la minoría revolucionaria en el período actual. Los comunistas deben ser parte activa de todos los combates de clase, para impulsar sus potencialidades, favorecer lo mejor posible la recuperación de la conciencia del proletariado corroída por el hundimiento del estalinismo, contribuir en el retorno de la confianza en sí mismo y poner en evidencia la perspectiva revolucionaria que esos combates contienen implícitamente. Eso debe acompañarse de la denuncia de la barbarie militarista del capitalismo decadente y, más globalmente, de la permanente advertencia contra la amenaza que este sistema en descomposición hace planear sobre la supervivencia misma de la humanidad. La intervención decidida de la vanguardia comunista es la condición indispensable para el éxito definitivo del combate de la clase proletaria.

CCI

 

[1] Se comprueba así una vez más que los antagonismos imperialistas no recubren automáticamente las rivalidades comerciales. Es cierto que, tras el hundimiento del bloque del Este, el mapa imperialista mundial está hoy en mayor correspondencia con las rivalidades comerciales, lo cual permite a un país como EEUU utilizar, en las negociaciones del GATT por ejemplo, su potencia económica y comercial como instrumento de chantaje contra sus ex aliados. La CEE podía ser un instrumento del bloque imperialista dominado por la potencia norteamericana y favorecer a la vez la competencia comercial de sus miembros contra esa potencia. De igual modo, países como Gran Bretaña y Holanda pueden perfectamente apoyarse hoy en la Unión europea para hacer valer sus intereses comerciales frente a Estados Unidos aún siendo los representantes de los intereses imperialistas de EEUU en Europa.

Vida de la CCI: 

  • resoluciones de Congresos [21]

¿Quién podrá cambiar el mundo? II - El proletariado sigue siendo la clase revolucionaria

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En la primera parte de este artículo despejábamos las razones por las cuales el proletariado es la clase revolucionaria en la sociedad capitalista. Vimos por qué es la única fuerza capaz, al instaurar una nueva sociedad liberada de la explotación y capaz de satisfacer plenamente las necesidades humanas, de resolver las contradicciones insolubles que están socavando el mundo actual. Esta capacidad del proletariado, ya puesta en evidencia desde el siglo pasado, especialmente por la teoría marxista, no es el simple resultado del grado de miseria y opresión que sufre cotidianamente. Tampoco se basa, ni mucho menos, en no se sabe qué «inspiración divina» que convertiría al proletariado en el «Mesías de los tiempos modernos», como así pretenden que sería el «mensaje marxista» algunos ideólogos burgueses. Esa capacidad se basa en condiciones muy concretas y materiales: el lugar específico que ocupa la clase obrera en las relaciones de producción capitalistas, su estatuto de productor colectivo de lo esencial de la riqueza social y de clase explotada por esas mismas relaciones de producción. Ese lugar ocupado en el capitalismo no permite a la clase obrera, contrariamente a otras clases y capas explotadas que subsisten en la sociedad (como el pequeño campesinado por ejemplo), aspirar a una vuelta atrás. La obliga a mirar hacia el porvenir, hacia la abolición del salariado y la edificación de la sociedad comunista.

Todos esos elementos no son nuevos. Forman parte del patrimonio clásico del marxismo. Sin embargo, uno de los medios más pérfidos con los que la ideología burguesa intenta desviar al proletariado de su proyecto comunista, es la de convencerlo que estaría en vías de extinción, cuando no que ya ha desparecido. La perspectiva revolucionaria a lo mejor tenía sentido cuando los obreros industriales eran la inmensa mayoría de los asalariados, pero con la reducción actual de esa categoría, tal perspectiva ha caducado. Hay que reconocer que semejantes discursos no sólo hacen mella en los obreros menos conscientes, sino también en algunos grupos que se reivindican del comunismo. Razón de más para luchar con firmeza contra tales cuentos.

La pretendida desaparición de la clase obrera

Las «teorías» burguesas sobre la «desaparición del proletariado» ya vienen de lejos. Durante algunas décadas, se basaban en que el nivel de vida de los obreros conocía ciertas mejoras. La posibilidad para éstos de adquirir bienes de consumo antes reservados a la burguesía grande o pequeña significaría la desaparición de la condición obrera. Ya en aquellos años, esas «teorías» eran puro humo: cuando el automóvil, el televisor o la nevera, gracias al incremento de la productividad del trabajo humano, se volvieron mercancías relativamente baratas, cuando además, se hicieron indispensables debido a la evolución del contexto vital de los obreros([1]), el hecho de poseer esos artículos no significa en absoluto librarse de la condición obrera, ni siquiera estar menos explotado. En realidad, el grado de explotación de la clase obrera nunca ha estado determinado por la cantidad o la naturaleza de los bienes de consumo de que puede disponer en un momento dado. Ya desde hace tiempo, Marx y el marxismo han aportado una respuesta a esa cuestión: a grandes rasgos el poder de consumo de los asalariados corresponde al precio de su fuerza de trabajo, es decir a la cantidad de bienes necesarios para la reconstitución de dicha fuerza de trabajo. Lo que busca el capitalista cuando paga un salario al obrero es procurar que éste siga participando en el proceso productivo en las mejores condiciones de rentabilidad para el capital. Esto supone que el trabajador logre no sólo alimentarse, vestirse y alojarse, sino también descansar y adquirir la calificación necesaria para hacer funcionar unos medios de producción en evolución constante.

La instauración de las vacaciones pagadas y su incremento en días que se ha ido produciendo a lo largo de este siglo en los países desarrollados no se deben ni mucho menos a no se sabe qué «filantropía» de la burguesía. Se han hecho necesarias por el impresionante aumento de la productividad del trabajo y, por lo tanto, de los ritmos de dicho trabajo y de la vida urbana en su conjunto, característico de nuestros tiempos. De igual modo, lo que gustan presentarnos como otra manifestación de lo bondadosa que es la clase dominante, la desaparición (relativa) del trabajo de los niños y la escolaridad alargada, se deben esencialmente, y eso antes de haberse convertido en un tapadera del desempleo, a la necesidad para el capital de disponer de una mano de obra adaptada a las exigencias de una producción de tecnología cada vez más compleja. Además, en el «aumento» del salario del que tanto alardea la burguesía, especialmente desde la Segunda guerra mundial, ha de tenerse en cuenta que los obreros deben mantener a sus hijos durante bastantes más años que antes. Cuando los niños iban a trabajar a los doce años o menos, aportaban durante unos cuantos años un sueldo de apoyo en la familia obrera antes de fundar un nuevo hogar. Con una escolaridad hasta los 18 años, ese apoyo ha desaparecido prácticamente. Dicho en otras palabras, los «aumentos» salariales también han sido, y en gran parte, uno de los medios mediante los cuales el capitalismo prepara el relevo de la fuerza de trabajo para las nuevas condiciones de la tecnología.

Durante cierto tiempo el capitalismo de los países desarrollados ha podido dar la ilusión de haber reducido los niveles de explotación de sus asalariados. En los hechos, la tasa de explotación, o sea la relación entre la plusvalía producida por el obrero y el salario que recibe([2]), se ha incrementado continuamente. Eso es lo que Marx llamaba pauperización «relativa» de la clase obrera como tendencia permanente en el capitalismo. Durante los años que la burguesía de algunos países europeos ha bautizado «los treinta gloriosos» (los años de relativa prosperidad del capitalismo correspondientes a la reconstrucción de la segunda posguerra), la explotación del obrero se ha incrementado continuamente, por mucho que eso no se haya plasmado en una baja del nivel de vida. Pero ya no se trata hoy de una pauperización simplemente relativa. Se acabaron las «mejoras» de sueldo para los obreros en los tiempos que corren y la pauperización absoluta, cuya desaparición definitiva habían anunciado todos los tenores de la economía burguesa, ha hecho una brusca reaparición en los países más «ricos». Ahora que la política de todos los sectores nacionales de la burguesía ante la crisis es la de asestar golpes y más golpes al nivel de vida de los proletarios, con el desempleo, la reducción drástica de las prestaciones «sociales» e incluso las bajas del salario nominal, todas aquellos estúpidos análisis sociológicos sobre la «sociedad de consumo» y «el emburguesamiento» de la clase obrera se han derrumbado por sí mismos. Por eso, ahora, el discurso sobre la «extinción del proletariado» ha cambiado de argumentos y, cada vez más, se apoya sobre todo en las modificaciones que han ido afectando a las diferentes partes de la clase obrera y, especialmente, la reducción de los efectivos industriales, de la proporción de obreros «manuales» en la masa total de los trabajadores asalariados.

Semejantes discursos se basan en una grosera falsificación del marxismo. El marxismo nunca ha limitado el proletariado al proletariado industrial o «manual». Es cierto que en tiempos de Marx la mayoría de la clase obrera estaba formada por obreros llamados «manuales». Pero en todas las épocas ha habido en el proletariado sectores que exigían una tecnología sofisticada o conocimientos intelectuales importantes. Algunos oficios tradicionales, como los practicados por algunos gremios, exigían un largo aprendizaje. De igual modo, oficios como el de los correctores de imprenta, exigían una preparación importante que los asimilaban a los «trabajadores intelectuales». Y esto no impidió, ni mucho menos, que estos trabajadores se encontraran muy a menudo en la vanguardia de las luchas obreras. De hecho, esa oposición entre «cuellos azules» y «cuellos blancos» o «mono azul» y «bata blanca» es uno de esos cortes que tanto gustan a los sociólogos y a los burgueses que los emplean y que sirven para dividir a los obreros. Esa oposición no es nueva ni mucho menos, al haber comprendido la clase dominante el partido que podía sacar de hacer creer a muchos empleados que no pertenecerían a la clase obrera. En realidad, la pertenencia o no a la clase obrera no depende de criterios sociológicos, y menos todavía ideológicos, o sea, de la idea que de su condición se hace tal o cual proletario e incluso toda una categoría de proletarios. Son fundamentalmente criterios económicos los que determinan tal pertenencia.

Los criterios de pertenencia a la clase obrera

Fundamentalmente, el proletariado es la clase explotada específica de las relaciones de producción capitalista. Se deducen de ello, como ya vimos en la primera parte de este artículo, los criterios siguientes: «A grandes rasgos... el estar privado de medios de producción y estar obligado, para vivir, a vender su fuerza de trabajo a quienes los poseen y aprovechan ese intercambio para apropiarse de una plusvalía, determina la pertenencia a la clase obrera». Sin embargo, frente a todas las falsificaciones que, de manera interesada, se han infiltrado en esa cuestión, hay que precisar esos criterios.

Cabe decir, en primer lugar, que si bien es necesario ser asalariado para pertenecer a la clase obrera, no es, sin embargo, suficiente. De lo contrario los policías, los curas, algunos directores generales de grandes empresas (especialmente de las públicas) y hasta los ministros serían gente explotada y, potencialmente, compañeros de lucha de aquellos a quienes reprimen, embrutecen y hacen trabajar y que cobran sueldos diez o cien veces más bajos([3]). Por eso es indispensable señalar que una de las características del proletariado es la de producir plusvalía. Y esto significa dos cosas:

  • el sueldo de un proletario no supera cierto nivel([4]) por encima del cual tal sueldo no podría sino proceder de la plusvalía extraída a otros trabajadores;
  • un proletario es un productor real de plusvalía y no un agente asalariado del capital cuya función es hacer reinar el orden capitalista entre los productores.

Entre el personal de una empresa, por ejemplo, ciertos ejecutivos técnicos (e incluso ingenieros de proyectos) cuyo salario no supera demasiado el de un obrero cualificado, pertenecen a la misma clase que éste, mientras que aquellos cuyo sueldo se acerca más bien al del patrono, aunque no tengan una función de encuadramiento de la mano de obra, no forman parte de la clase obrera. De igual modo, en tal o cual empresa, este o aquel «jefezuelo» o «agente de seguridad» cuyo sueldo es a lo mejor más bajo que el de un técnico e incluso de un obrero cualificado pero cuya función es la de un «capo» de presidio industrial, no podrá considerarse como perteneciente al proletariado.

Por otro lado, formar parte de la clase obrera no implica necesariamente participar directa e inmediatamente en la producción de plusvalía. El personal docente que educa al futuro productor, la enfermera, e incluso en médico asalariado (cuyo sueldo es a veces menor que el del obrero cualificado), que «repara» la fuerza de trabajo de los obreros (por mucho que también cure a policías, curas, responsables sindicales, o hasta ministros) pertenecen sin lugar a dudas a la clase obrera tanto como el cocinero de un comedor de empresa. Eso no quiere decir, claro está, que también sea así con un cacique de la universidad o la enfermera que se ha instalado por su cuenta. Hay que precisar sin embargo que el hecho que los miembros del personal docente, incluidos los maestros cuya situación económica no es precisamente de lo más boyante en general, sean consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, unos de los transmisores de los valores ideológicos de la burguesía, no los excluye de la clase explotada y revolucionaria como tampoco, por ejemplo, los obreros metalúrgicos que fabrican las armas([5]). Puede además comprobarse que, a lo largo de toda la historia del movimiento obrero, los enseñantes (especialmente los maestros de escuela) han proporcionado cantidades importantes de militantes revolucionarios. De igual modo, los obreros de los arsenales de Kronstadt formaban parte de la vanguardia de la clase obrera durante la revolución de octubre de 1917.

Hay que reafirmar también que la gran mayoría de los empleados también pertenecen a la clase obrera. Si tomamos el ejemplo de una administración como la de Correos, a nadie se le ocurrirá decir que los mecánicos que hacen el mantenimiento de los camiones postales o quienes los conducen, de igual modo que quienes transportan las sacas de correos, no pertenezcan al proletariado. No es difícil comprender, a partir de ahí, que sus compañeros que reparten el correo o despachan en las ventanillas para franquear los paquetes o pagar los giros postales están en la misma situación. Del mismo modo, los empleados de banca, los agentes de las compañías de seguros, los pequeños funcionarios de la seguridad social o de los impuestos, cuyo estatuto viene a ser equivalente al de aquéllos, también pertenecen a la clase obrera. Ni siquiera puede argüirse que éstos tendrían mejores condiciones de trabajo que los obreros de la industria, que un ajustador o un fresador por ejemplo. Trabajar un día entero detrás de una ventanilla o ante una pantalla de ordenador no es menos penoso, por muy limpias que queden las manos, que hacer funcionar una máquina-herramienta. Además, el carácter asociado de su trabajo, que es uno de los factores objetivos de la capacidad del proletariado tanto para llevar a cabo su lucha de clase como la de derrocar al capitalismo, no es en absoluto puesto en entredicho por las condiciones modernas de la producción. Al contrario, no cesa de acentuarse.

Y también, debido a la elevación del nivel tecnológico de la producción, ésta exige una cantidad en incremento de lo que la sociología y las estadísticas llaman «cuadros» (técnicos e incluso ingenieros), de modo que la mayoría de ellos comprueban, como hemos dicho antes, que su estatuto social, cuando no sus sueldos, se acercan al de los obreros cualificados. En este caso, no se trata en absoluto de un fenómeno de desaparición de la clase obrera en beneficio de las «capas medias», sino más bien de un fenómeno de proletarización de éstas([6]). Por eso, los discursos sobre la «desaparición del proletariado» debida al incremento constante de empleados o de «cuadros» con relación a los obreros «manuales» de la industria no tienen otro objetivo sino el de embaucar y desmoralizar a unos y a los otros. Nada cambia el hecho de que los autores de esos discursos se los crean o no, pues siempre servirán eficazmente a la burguesía aún siendo unos imbéciles incapaces de preguntarse quién habrá fabricado el bolígrafo con el que están escribiendo sus sandeces.

La pretendida crisis de la clase obrera

Para desmoralizar a los obreros, la burguesía no juega una única carta. Para quienes no se crean lo de la «desaparición de la clase obrera» tiene a sus especialistas en el tema «la clase obrera está en crisis». Uno de los argumentos definitivos de esta crisis sería la pérdida de audiencia que los sindicatos han sufrido en las últimas décadas. No vamos a desarrollar en este artículo nuestro análisis sobre la naturaleza burguesa del sindicalismo bajo todas sus formas. De hecho, es la propia experiencia cotidiana de la clase obrera del sabotaje sistemático y permanente de sus luchas por parte de organizaciones que pretenden defenderla, la que se encarga, día tras día, de demostrarlo([7]). Es precisamente esa experiencia de los obreros la primera responsable de ese rechazo. Y por eso mismo ese rechazo no es ni mucho menos una «prueba» de no se sabe qué crisis de la clase obrera, sino, al contrario y ante todo, una demostración de cierta toma de conciencia en su seno. Un ejemplo, entre miles, de lo que afirmamos es la actitud de los obreros en dos grandes movimientos ocurridos en el mismo país, Francia, en un intervalo de 32 años. Al final de las huelgas de mayo-junio de 1936, en plena época de la contrarrevolución que siguió a la oleada revolucionaria de la primera posguerra mundial, los sindicatos se beneficiaron de un movimiento de adhesiones sin precedentes. En cambio, al final de la huelga generalizada de mayo de 1968, que fue la señal de la reanudación histórica de los combates de clase y del final del período contrarrevolucionario, lo relevante fue la cantidad de dimisiones de los sindicatos y el montón de carnés hechos trizas.

El argumento de la desindicalización como prueba de las dificultades que tendría el proletariado es uno de los indicios más seguros de que quien utiliza semejante argumento pertenece al campo burgués. Tal argumento es parecido al de la pretendida naturaleza «socialista» de los regímenes estalinistas. La historia ha demostrado, sobre todo tras la Segunda guerra mundial, la amplitud de los estragos en las conciencias obreras de esa mentira propalada por todos los sectores de la burguesía, de derechas, de izquierdas y de extrema izquierda (estalinistas y trotskistas). En estos últimos años, hemos podido comprobar de qué modo ha sido utilizado el estalinismo como «prueba fehaciente» de la quiebra definitiva de cualquier perspectiva comunista. El modo de uso de la mentira de la «naturaleza obrera de los sindicatos» es, en parte, similar: en un primer tiempo, sirve para alistar a los obreros tras el Estado capitalista; en un segundo tiempo, se hace de ellos un instrumento para desmoralizarlos y desorientarlos. Existe, sin embargo, una diferencia de impacto entre esas dos mentiras. Al no haber sido el resultado de las luchas obreras, el desmoronamiento de los regímenes estalinistas ha podido ser utilizado con eficacia contra el proletariado; en cambio, el desprestigio de los sindicatos es esencialmente resultado de esas mismas luchas obreras, lo cual limita su impacto como factor de desmoralización. Por esta razón es por la que la burguesía ha hecho además surgir un sindicalismo «de base» encargado de tomar el relevo del sindicalismo tradicional. Y por esa razón también ha hecho la promoción de ideólogos de aires más «radicales» encargados de propagar el mismo estilo de mensaje.

Y es así como hemos podido ver florecer, promocionados por la prensa([8]), análisis como los del francés Don Alain Bihr, doctor en sociología y autor, entre otras producciones, de un libro titulado Du Grand soir à l'alternative: la crise du mouvement ouvrier européen (Del Gran día a la alternativa: la crisis del movimiento obrero europeo). En sí, las tesis del citado doctor tienen muy poco interés. El hecho, sin embargo, de que dicho doctor ande merodeando desde hace algún tiempo por los ámbitos que se reivindican de la izquierda comunista, de entre los cuales algunos no tienen el menor reparo en tomar a cuenta propia (de manera «crítica», eso sí) los «análisis» de aquél([9]), nos incita a poner de relieve el peligro que tales análisis representan.

El Señor Bihr se presenta como un genuino defensor de los intereses obreros. De ahí que no pretenda que la clase obrera estaría en vías de desaparición. Empieza afirmando, al contrario, que: «... las fronteras del proletariado se extienden hoy en día mucho más lejos que el tradicional “mundo obrero”». Esto sirve, sin embargo, para hecer pasar el mensaje central: «Ahora bien, a lo largo de los quince años de crisis, en Francia como en la mayoría de los países occidentales, se asiste a una fragmentación creciente del proletariado, la cual, al poner en entredicho su unidad, ha tendido a paralizarlo como fuerza social»([10]).

La intención principal del doctor en sociología es, pues, demostrar que el proletariado «está en crisis» y que el responsable de esta situación es la crisis del capitalismo mismo, causa a la cual hay que añadir, evidentemente, las modificaciones sociológicas que han afectado a la composición de la clase obrera: «De hecho, las transformaciones en curso de la relación salarial, con sus efectos globales de fragmentación y de “desmasificación” del proletariado, (...) tienden a disolver las dos figuras proletarias que han proporcionado sus grandes batallones durante el período fordista: por un lado, la del obrero profesional, al que las transformaciones actuales están cambiando en profundidad, tendiendo a desaparecer las antiguas categorías de O.P. vinculadas al fordismo mientras que las nuevas categorías de «profesionales» aparecen vinculadas a los nuevos procesos de trabajo automatizados; por otro lado, la del obrero especializado, punta de lanza de la ofensiva proletaria de los años 60 y 70, siendo ahora progresivamente eliminados y sustituidos por trabajadores precarios en el interior de esos mismos procesos de trabajo automatizados»([11]). Dejando aparte ese lenguaje pedante que tanto llena de gozo a los pequeños burgueses que se las dan de «marxistas», lo único que hace Bihr es sacarnos una vez más los mismos tópicos con que nos han castigado generaciones de sociólogos: la automatización de la producción sería responsable del debilitamiento del proletariado, ya que, como se las da de marxista, no dice «desaparición», etc. Y lo mismo cuando pretende que la desindicalización también sería un signo de la «crisis de la clase obrera» puesto que «todos los estudios efectuados sobre el desarrollo del desempleo y de la precaridad muestran que éstos tienden a reactivar y reforzar las antiguas divisiones y desigualdades en el proletariado (...). Ese estallido en estatutos tan heterogéneos ha tenido efectos desastrosos en las condiciones de organización y de lucha. De ello es testimonio el fracaso de los diferentes intentos del movimiento sindical para organizar a precarios y desempleados...»([12]). Así, detrás de sus frases más radicales, tras su pretendido «marxismo», Bihr nos quiere vender el mismo aceite adulterado que todos los sectores de la burguesía venden: los sindicatos serían todavía hoy «organizaciones del movimiento obrero»(12).

Así es el «especialista» de quien se inspira gente como GS o publicaciones como Perspective internacionaliste, la cual acoge con simpatía sus escritos. Cierto es que Bihr, que es algo listillo, para pasar de contrabando su mercancía, pone cuidado en decir que el proletariado será capaz de superar, a pesar de todo, sus dificultades actuales y logrará «recomponerse». Pero la manera como lo dice tendería más bien a convencer de lo contrario: «Las transformaciones de la relación salarial lanzan así un doble reto al movimiento obrero: le obligan simultáneamente a adaptarse a una nueva base social (a una nueva composición “técnica” y “política” de la clase) y a hacer la síntesis entre categorías tan heterogéneas a priori como los “nuevos profesionales” y los «precarios», síntesis mucho más difícil de realizar que entre OS y OP del período fordista»([13]). «El debilitamiento práctico del proletariado y del sentimiento de pertenecer a una clase puede así abrir la vía a la recomposición de una identidad colectiva imaginaria sobre otras bases»([14]).

Es así como, con toneladas de argumentos, la mayoría de ellos erróneos, destinados a convencer al lector de que todo anda mal para la clase obrera, tras haber «demostrado» que las causas de esta «crisis» deben buscarse en la automatización del trabajo y el hundimiento de la economía capitalista y la subida del desempleo, fenómenos todos ellos que seguirán agravándose, se acaba afirmando al modo lapidario y sin argumento alguno que: «Todo irá mejor... ¡quizás!. ¡Pero es un reto muy difícil de encarar!». Si después de haberse tragado las historietas de Bihr sigue uno pensando que el proletariado y su lucha de clase tienen futuro es porque es un optimista crédulo e impenitente. El docteur Bihr puede estar contento: con sus redes groseras ha cogido a los necios que publican PI y que se presentan como los auténticos defensores de los principios comunistas que la CCI habría tirado a la cuneta.

Es cierto que la clase obrera ha tenido que encarar en los últimos años una serie de dificultades para desarrollar sus luchas y su conciencia. Nosotros, por nuestra parte, nunca hemos vacilado en señalar esas dificultades, contrariamente a las acusaciones de los escépticos del momento (ya sea la FECCI, lo cual está en coherencia con su función de sembradores de confusión, pero también Battaglia comunista, lo cual es menos lógico pues Battaglia pertenece al medio político del proletariado). Pero a la vez que señalábamos esas dificultades y basándonos en un análisis del origen de ellas, también hemos puesto de relieve las condiciones que permitirán su superación. Es lo mínimo que pueda esperarse de los revolucionarios. Basta con examinar con un poco de seriedad la evolución de las luchas obreras durante la última década para darse cuenta que su actual debilidad no se debe en absoluto a la disminución de las plantillas de obreros «tradicionales», de los de «mono azul». En la mayoría de los países, los trabajadores de correos y telecomunicaciones cuentan entre los más combativos. Y lo mismo ocurre con los trabajadores de la salud. En 1987, en Italia, fueron los trabajadores de las escuelas quienes llevaron a cabo las luchas más importantes. Podríamos multiplicar los ejemplos que ilustran que no sólo el proletariado no se limita a los «de mono azul», a los obreros «tradicionales» de la industria; la combatividad obrera tampoco. Nuestros análisis no están enfocados por consideraciones sociológicas, buenas para profesores de universidad o pequeñoburgueses con dificultades para interpretar no ya el «malestar» de la clase obrera, sino el suyo propio.

Las dificultades reales de la clase obrera
y las condiciones de su superación

No podemos volver a tratar aquí, en el marco de este artículo, sobre los análisis de la situación internacional que hemos hecho en los últimos años. El lector podrá remitirse a prácticamente todos los números de nuestra Revista durante todo este período y especialmente en las tesis y resoluciones adoptadas por nuestra organización desde 1989([15]). La CCI se ha dado perfecta cuenta de las dificultades por las que atraviesa hoy el proletariado, el retroceso de su combatividad y de la conciencia en su seno, dificultades en las que algunos se apoyan para diagnosticar una «crisis» de la clase obrera. Hemos puesto especialmente en evidencia que, durante los años 80, la clase obrera se ha visto enfrentada al peso creciente de la descomposición generalizada de la sociedad capitalista, la cual, al favorecer la desesperanza, el sentimiento de «cada cual a lo suyo», la atomización, ha asestado golpes fuertes a la perspectiva general de la lucha proletaria y a la solidaridad de clase. Esto ha facilitado muy especialmente las maniobras sindicales para encerrar las luchas obreras en el corporativismo. Sin embargo, el peso permanente de la descomposición no logró hasta 1989 acabar con la oleada de combates obreros que se había iniciado en 1983 con las huelgas del sector público en Bélgica. Todo ello fue una expresión de la vitalidad de la lucha de la clase. Durante todo eso período pudimos presenciar un desbordamiento creciente de los sindicatos, los cuales tuvieron que dejar cada vez más a menudo el sitio a un sindicalismo «de base», más radical para la labor de sabotaje de las luchas([16]).

Aquella oleada de luchas proletarias acabaría siendo enterrada por los trastornos planetarios que se han venido sucediendo desde la segunda mitad de 1989. El hundimiento de los regímenes estalinistas de Europa en 1989 ha sido, hasta hoy, la expresión más importante de la descomposición del sistema capitalista. Mientras que algunos, en general los mismos que no habían visto ninguna lucha obrera a mediados de los años 80, estimaban que ese acontecimiento iba a favorecer la toma de conciencia de la clase obrera, nosotros no estuvimos esperando para anunciar lo contrario([17]). Más tarde, especialmente en 1990-91, durante la crisis y la guerra del Golfo, y, después, con el golpe de Moscú y el desmoronamiento de la URSS, pusimos de relieve que esos acontecimientos también iban a repercutir en la lucha de clase, en la capacidad del proletariado para hacer frente a los ataques cada día más fuertes que el capitalismo en crisis iba a dirigir contra él.

Nuestra organización ha tomado clara conciencia de las dificultades que ha atravesado la clase durante el período último. No nos sorprendieron, pero, además, mediante el análisis de las verdaderas causas, que nada tienen que ver con no se sabe qué necesidad de «recomposición de la clase obrera», hemos podido, a la vez, poner de relieve las razones por las cuales la clase obrera está hoy en posesión de los medios para superar esas dificultades.

Es importante, a ese respecto reconsiderar uno de los argumentos de Bihr que le sirven para dar crédito a la idea de la crisis de la clase obrera: la crisis y el desempleo han «fragmentado al proletariado», «al haber fortalecido las antiguas divisiones y desigualdades» en su seno. Para ilustrar su tesis, Bihr no duda en cargar las tintas haciéndonos un catálogo de todos esos «fragmentos»: «los trabajadores estables y con garantías», «los excluidos del trabajo y hasta del mercado de trabajo», «la masa flotante de trabajadores precarios». En esta última categoría, el sociólogo divide y subdivide con fruición: «los trabajadores de empresas que trabajan en subcontrata», «los trabajadores de tiempo parcial», «los trabajadores temporeros», «los cursillistas», «los de la economía subterránea»([18]). De hecho lo que el doctor Bihr nos da como argumento no es más que una constatación fotográfica, lo cual corresponde perfectamente a su visión reformista([19]). Es cierto que, en un primer tiempo, la burguesía ha asestado sus ataques contra la clase obrera de modo selectivo para así limitar la amplitud de sus reacciones. También es cierto que el desempleo, especialmente el de los jóvenes, ha sido un factor de chantaje sobre ciertos sectores del proletariado y, por lo tanto, de pasividad a la vez que ha ido acentuando la acción deletérea del ambiente de descomposición social y de «cada uno a lo suyo». Sin embargo, la crisis misma y su agravación inexorable se encargarán cada vez más de igualar por el mismo bajo rasero la condición de los diferentes sectores de la clase obrera. Especialmente los sectores «punta» (informática, telecomunicaciones, etc.) que parecían haber evitado la crisis, están siendo hoy golpeados de lleno por ella tirando a sus trabajadores a la misma situación que los de la siderurgia y el automóvil. Y son ahora las mayores empresas, como IBM, las que despiden en masa. Al mismo tiempo, y contrariamente a la tendencia de la década pasada, el desempleo de los trabajadores de edad madura, los que ya han vivido una experiencia colectiva de trabajo y de lucha, aumenta hoy con más rapidez que el de los jóvenes, lo cual va a tender a limitar el factor de atomización que ha sido en el pasado.

Aunque la descomposición es una desventaja para el desarrollo de las luchas y de la conciencia en la clase, la quiebra cada vez más evidente y brutal de la economía capitalista, con su séquito de ataques que implica contra las condiciones de existencia del proletariado, es un factor determinante de la situación actual para la reanudación de las luchas y de la toma de conciencia. Pero eso no puede comprenderse si se piensa, como lo afirma la ideología reformista que se niega a ver la menor perspectiva revolucionaria, que la crisis capitalista provoca una «crisis de la clase obrera».

Una vez más, los hechos se han encargado por sí mismos de subrayar la validez del marxismo y la vacuidad de las elucubraciones de los sociólogos. Las luchas del proletariado en Italia, en el otoño de 1992, frente a unos ataques económicos de una violencia sin precedentes, han vuelto a demostrar, una vez más, que el proletariado no ha muerto, que no había desparecido, que no ha renunciado a la lucha por mucho que, y era de esperar, todavía no hubiera digerido los golpes recibidos en los años anteriores. Esas luchas no van a ser humo de pajas. No hacen sino anunciar, como así ocurrió con las luchas obreras de mayo de 1968 en Francia hace ahora un cuarto de siglo, un renacimiento general de la combatividad obrera, una reanudación de la marcha adelante del proletariado hacia la toma de conciencia de las condiciones y de los fines de su combate histórico por la abolición del capitalismo. Y eso, les guste o no les guste a todas las plañideras que se lamentan, sincera o hipócritamente, de la «crisis de la clase obrera» y de su «necesaria recomposición».

FM


[1] El automóvil es indispensable para ir al trabajo y hacer las compras cuando son insuficientes los transportes públicos. Además las distancias no han hecho sino aumentar. No puede uno vivir sin nevera cuando el único medio de adquirir alimentos baratos es comprándolos en un hipermercado y eso no puede hacerse todos los días. En cuanto a la televisión, presentada en sus tiempos como símbolo máximo del acceso a la «sociedad de consumo», además del interés que representa como instrumento de propaganda y de embrutecimiento en manos de la burguesía (como «opio del pueblo» ha sustituido con mucha ventaja a la religión), puede hoy encontrarse en muchas viviendas de todas las villamiserias del Tercer mundo, lo cual dice ya bastante de lo desvalorizado que está tal artículo.

[2] Marx llamaba cuota (o tasa) de plusvalía o de explotación a la relación Pl/V en donde Pl representa la plusvalía en valor-trabajo (la cantidad de horas de la jornada de trabajo que el capitalista se apropia) y V el capital variable, o sea el salario (la cantidad de horas durante las cuales el obrero produce lo equivalente en valor a lo que recibe). Es un índice que permite determinar en términos económicos objetivos, y no subjetivos, la intensidad real de la explotación.

[3] Evidentemente, esta afirmación desmiente todas esas patrañas que nos cuentan todos los «defensores de la clase obrera» como los socialdemócratas o los estalinistas, que tienen una tan larga experiencia en reprimir y engañar a los obreros como de los despachos ministeriales. Cuando un obrero «venido de abajo» accede a un cargo de mando sindical, de concejal o alcalde y hasta de diputado o ministro, nada tiene que ver ya con su clase de origen.

[4] Es evidentemente muy difícil determinar ese nivel, pues puede variar en el tiempo y de un país a otro. Lo que importa es saber que en cada país o conjunto de países similares desde el punto de vista del desarrollo económico y de la productividad del trabajo, existe tal límite, que se sitúa entre el obrero cualificado y el técnico superior.

[5] Para un análisis más desarrollado sobre el trabajo productivo y el improductivo, puede leerse nuestro folleto La Decadencia del capitalismo.

[6] Hay que señalar sin embargo que al mismo tiempo cierta proporción de ejecutivos conocen un aumento de sus rentas lo cual los integra en la clase dominante.

[7] Para un análisis detallado de la naturaleza burguesa de los sindicatos, véase nuestro folleto Los Sindicatos contra la clase obrera.

[8] Por ejemplo, Le Monde diplomatique, mensual humanista francés publicado también en otras lenguas, especializado en la promoción de un capitalismo «de rostro humano», publica frecuentemente artículos de Alain Bihr. En su número de marzo de 1991 puede uno encontrar, por ejemplo, un texto de ese autor titulado «Régression des droits sociaux, affaiblissement des syndicats, le prolétariat dans tous ses éclats».

[9] Por ejemplo en el nº 22 de Perspective internationaliste, órgano de la Fracción externa (!) de la CCI, puede leerse una contribución de GS titulada «La necesaria recomposición del proletariado», que cita largamente el libro de Bihr para reforzar sus afirmaciones.

[10] Le Monde diplomatique, marzo de 1991.

[11] Du Grand soir...

[12] Le Monde diplomatique, marzo de 1991.

[13] Du Grand soir...

[14] Le Monde diplomatique, marzo de 1991.

[15] Ver Revista internacional nº 60, 63, 67, 70 y este número.

[16] Evidentemente, si se considera, como Bihr, que los sindicatos son órganos de la clase obrera y no de la burguesía, los progresos logrados por la lucha de clases se convierten en retrocesos. Es, sin embargo, curioso que personas como los miembros de la FECCI, que oficialmente reconocen la naturaleza burguesa de los sindicatos, le sigan los pasos en esa apreciación.

[17] Véase el artículo «Dificultades en aumento para el proletariado» en la Revista internacional nº 60.

[18] Le Monde diplomatique, marzo de 1991.

[19] Una de las frases preferidas de A. Bihr es que «el reformismo es algo muy serio para dejarlo en manos de los reformistas». Si por casualidad él se creyera un revolucionario, queremos aquí desengañarlo.

 

Series: 

  • ¿Quién podrá cambiar el mundo? [14]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La lucha del proletariado [15]

Veinticinco años después de mayo 1968 - ¿Qué queda de Mayo del 68?

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Una vez acabadas, las grandes luchas obreras dejan pocas huellas visibles. Cuando vuelve a imperar «el orden», cuando de nuevo la «paz social» lo cubre todo con su pesada losa cotidiana, en poco tiempo queda de ellas tan sólo un recuerdo. Un «recuerdo», parece poco, pero, en la mente de la clase revolucionaria, constituye una fuerza terrible.

La ideología dominante trata permanentemente de destruir esas imágenes de los momentos en que los explotados levantaron la cabeza. Lo hace falsificando la historia. Manipula las memorias vaciando de su fuerza revolucionaria los recuerdos de luchas. Crea clichés mutilados, vaciados de todo lo que esas luchas contenían de instructivo y ejemplar para las luchas futuras.

Con ocasión del derrumbe de la URSS, los sacerdotes del orden establecido se han enfangado con fruición en el lodazal de esa mentira que identifica la revolución de Octubre 1917 con el estalinismo. Con ocasión del vigésimo quinto aniversario de Mayo de 1968, aunque sea a menor escala, han vuelto a empezar.

Lo que fue, por el número de participantes y por su duración, la mayor huelga obrera de la historia, es presentada como una agitación estudiantil, producto de infantiles sueños utópicos de la intelectualidad universitaria empapada de Rolling Stones y de los héroes estalinistas del «tercer mundo». ¿Qué puede quedar de todo eso hoy en día? Nada, sino una prueba más de que toda idea de superación del capitalismo sólo puede ser un bonito sueño sin contenido. Los media se divierten enseñando imágenes de los antiguos líderes estudiantiles «revolucionarios», aprendices de burócratas convertidos, un cuarto de siglo más tarde, en concienzudos y respetuosos gerentes de ese capitalismo que tanto habían aborrecido. Cohn Bendit, «Dany el rojo», diputado del parlamento de Francfort; los otros, consejeros particulares del presidente de la república francesa, ministros, altos funcionarios de Estado, ejecutivos de empresa, etc. En cuanto a la huelga obrera, hablan de ella tan sólo para decir que nunca fue más allá de reivindicaciones inmediatas. Que lo que consiguió fue un aumento salarial que quedó anulado seis meses más tarde por la inflación. En pocas palabras, todo eso era poca cosa y poca cosa queda.

Pero ¿qué queda en realidad de Mayo 68
en la memoria de la clase obrera que lo realizó?

Hay, claro, las imágenes de las barricadas en llamas donde se enfrentaban de noche, en la neblina de las bombas lacrimógenas, estudiantes y jóvenes obreros contra las fuerzas policiales; las calles del Barrio latino de Paris, por la mañana, desadoquinadas, llenas de chatarra y de coches volcados. Los media las han mostrado mil veces.

Pero la eficacia de las manipulaciones de los medios de comunicación tiene límites. La clase obrera posee una memoria colectiva, aunque ésta viva un poco de forma «subterránea» y se exprese abiertamente sólo cuando la clase consigue de nuevo unificarse masivamente otra vez en la lucha. Más allá de los aspectos espectaculares, queda en las memorias obreras un sentimiento difuso y profundo a la vez: el de la fuerza que representa el proletariado cuando consigue unificarse.

Es verdad que, a principios de los acontecimientos del 68 en Francia, hubo una agitación estudiantil, como la que existía en todos los países industrializados occidentales, alimentada en gran parte por la oposición a la guerra del Vietnam y por una nueva inquietud sobre el porvenir. Pero esa agitación se mantenía encerrada en los límites de una pequeña parte de la sociedad. A menudo esa agitación quedaba limitada a unas cuantas manifestaciones de estudiantes que iban por las calles brincando al ritmo de las sílabas del nombre de uno de los más sangrientos estalinistas: «¡Ho-Ho, Ho-Chi-Minh!» En los orígenes de los primeros disturbios estudiantiles en 1968 en Francia, se consiguen reivindicaciones como la del derecho de los estudiantes varones de entrar en las habitaciones de las mujeres en las ciudades universitarias... Antes de 1968, en los campus, la «rebelión» se afirmaba bajo las banderas de las teorías de Marcuse, una de las cuales decía que la clase obrera ya no era una fuerza social revolucionaria pues se había aburguesado definitivamente.

En Francia, la imbecilidad del gobierno del militar De Gaulle, que respondió a la efervescencia estudiantil con una represión desproporcionada y ciega, había conducido la agitación al paroxismo de las primeras barricadas. Pero esencialmente el movimiento se mantenía encerrado en el ghetto de la juventud escolarizada. Lo que trastornó todo, lo que transformó «los acontecimientos de mayo» en una explosión social mayor, fue la entrada en escena del proletariado. Las cosas serias empezaron cuando, a mediados del mes de mayo, la clase obrera en su casi totalidad se echó a la batalla, paralizando los mecanismos esenciales de la economía. Barriendo la resistencia de los aparatos sindicales, rompiendo las barreras corporativistas, más de diez millones de trabajadores habían parado el trabajo, todos juntos. Y con ese simple gesto habían cambiado el rumbo de la historia.

Los obreros, que poco días antes eran una masa de individuos dispersos, que se ignoraban entre sí y soportaban la explotación y a la policía estalinista en los lugares de trabajo, los mismos de quienes se decía que estaban definitivamente aburguesados, se encontraban de pronto reunidos, con una gigantesca fuerza entre las manos. Una fuerza que les sorprendía y con la cual no sabían realmente qué hacer.

La inmovilización de las fábricas y de las oficinas, la ausencia de transportes públicos, la parálisis de los engranajes productivos, demostraban cotidianamente hasta qué punto, en el capitalismo, todo depende, al fin y al cabo, de la voluntad y de la conciencia de la clase explotada. La palabra «revolución» volvió a todo los labios. El saber qué era posible, adónde iba el movimiento, cómo se habían desarrollado las grandes luchas obreras del pasado, eran temas centrales en de todas las discusiones. «Todo el mundo hablaba, y todo el mundo se escuchaba». Es una de las características mas recordadas de la situación. Durante un mes, el silencio que aísla a los individuos en una masa atomizada, esa muralla invisible que de costumbre parece tan espesa, tan inevitable, tan desesperante, había desaparecido. En todas partes se discutía: en las calles, en las fábricas ocupadas, en las universidades y los liceos, en las «maisons des jeunes» (hogares juveniles) de los barrios obreros, transformadas en lugares de reunión por los «comités de acción» locales. El lenguaje del movimiento obrero, que llama las cosas por su verdadero nombre: burguesía, proletariado, explotación, lucha de clases, revolución, etc., se iba extendiendo, pues, naturalmente, era el único capaz de percibir la realidad.

La parálisis del poder político burgués, sus vacilaciones frente a una situación que se le escapaba de las manos, confirmaban el impacto de la lucha obrera. Una anécdota ilustra bien lo que se sentía en los centros del poder. Michel Jobert, jefe de gabinete del Primer ministro Pompidou durante los acontecimientos, contaba, en 1978, en una emisión de la televisión sobre el décimo aniversario de 68, que un día, por la ventana de su despacho, había visto una bandera roja sobre el techo de un ministerio. Inmediatamente había telefoneado para hacer quitar ese objeto que ridiculizaba la autoridad de las instituciones. Pero, tras varias llamadas, no había podido dar con alguien capaz o dispuesto a ejecutar esa orden. Fue entonces cuando entendió que algo realmente nuevo estaba aconteciendo.

La verdadera victoria de las luchas obreras de mayo 1968 no fueron los aumentos salariales obtenidos sino en el resurgir mismo de la fuerza de la clase obrera. Era el retorno del proletariado al ruedo de la historia tras décadas y décadas de contrarrevolución estalinista triunfante.

Hoy que los obreros del mundo entero tienen que soportar los efectos de las campañas ideológicas sobre «el fin del comunismo y de la lucha de clase», el recuerdo de lo que fue realmente la huelga de masas en 1968 reafirma la fuerza que lleva en sí la clase obrera. Cuando toda la máquina ideológica trata de hundir a la clase obrera en un océano de dudas sobre sí misma, de convencer a cada obrero de que se encuentra desesperadamente solo, ese recuerdo es un indispensable antídoto.

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*     *

Pero, se nos dirá quizá, ¿qué importancia puede tener un recuerdo si se trata de algo que no volverá a suceder nunca más?. ¿Qué prueba hay de que podamos asistir a nuevas afirmaciones masivas y potentes de la unidad combativa de la clase obrera?

Esa misma pregunta, con una forma un poco diferente, ya se planteó después de las luchas de la primavera de 1968: ¿Habían sido esos acontecimientos tan sólo un incendio pasajero específicamente francés? ¿O bien abrían éstos un nuevo período histórico de combatividad proletaria?

El artículo que sigue, publicado en 1969 en el número 2 de Révolution internationale, tenía el objetivo de responder a esa pregunta. A través de una polémica con la Internacional situacionista([1]) este artículo afirma la necesidad de comprender las causas profundas de esa explosión y de buscar éstas no en «las manifestaciones más aparentes de las alienaciones sociales» sino en «las fuentes donde nacen y que las alimentan». «Es pues en estas raíces (económicas) donde la crítica teórica radical debe encontrar las posibilidades de su superación revolucionaria... Mayo del 68 aparece en todo su significado por haber sido una de las primeras y más importantes reacciones de la masa de los trabajadores contra una situación económica mundial en deterioro».

A partir de ahí era posible prever. Al comprender la relación que existía entre la explosión de 1968 y la deterioración de la situación económica mundial, al comprender que esta deterioración expresaba un cambio histórico en la economía mundial, al comprender que la clase obrera había empezado a librarse del imperio de la contrarrevolución estalinista, era fácil prever que otras nuevas explosiones iban a seguir rápidamente los pasos a la de Mayo 68, con o sin estudiantes radicalizados.

Este análisis se confirmó rápidamente. Durante el otoño de 1969 estalla en Italia la más importante oleada de huelgas desde la guerra; la misma situación se reproduce en Polonia en 1970, en España en 1971, en Gran Bretaña en 1972, en Portugal y en España en 1974-75. A finales de los años 70 se desarrolla una nueva oleada internacional de luchas obreras con, en particular, el movimiento de masas en Polonia en 1980-81, la lucha más importante desde la oleada revolucionaria de 1917-1923. En fin, desde 1983 hasta 1989, hay una nueva serie de movimientos de clase que, en los países industrializados, expresan tendencias al cuestionamiento del encuadramiento sindical, a la extensión y al control de sus luchas por parte de los obreros mismos.

Mayo 68 fue sólo «un principio», el principio de un nuevo período histórico. Se había quedado atrás la «medianoche del siglo». La clase obrera se extraía de aquellos «años de plomo» que duraban desde el triunfo de la contrarrevolución socialdemócrata y estalinista de los años 20. Al reafirmar su fuerza a través de movimientos masivos, capaces de oponerse a los aparatos sindicales y a los «partidos obreros», la clase obrera había abierto un curso hacia enfrentamientos de clases, cerrando el camino a una tercera guerra mundial, abriendo la perspectiva del desarrollo de la lucha internacional del proletariado.

El período que hoy vivimos fue abierto por 1968. Veinticinco años después, las contradicciones de la sociedad capitalista, que condujeron a la explosión de Mayo, no se han esfumado, al contrario. Comparadas con la degradación que hoy conoce la economía mundial, las dificultades de finales de los años 60 parecen insignificantes: medio millón de parados en Francia en 1968, más de tres millones hoy, y ése es sólo un ejemplo que no alcanza a ilustrar el verdadero desastre económico que ha arrasado al planeta entero durante el último cuarto de siglo. En cuanto al proletariado, con avances y retrocesos en su combatividad y su conciencia, por ahora no ha firmado la paz con el capital. Las luchas del otoño de 1992 en Italia, que han sido una respuesta al plan de austeridad impuesto por una burguesía ahogada en la mayor crisis económica desde la guerra, y en las cuales los aparatos sindicales fueron atacados por los obreros de un modo sin precedentes, lo acaban de confirmar de nuevo.

¿Qué es lo que queda de Mayo 68? La apertura de una nueva fase de la historia. Un período en el cual han madurado las condiciones para nuevas explosiones obreras que irán mucho más lejos que los balbuceos de hace 25 años.

RV,

 junio de 1993


[1] (1) La IS era un grupo que tuvo una real influencia en Mayo 68, en particular en los sectores más radicales del medio estudiantil. Provenía, por una parte, del movimiento «letrista» que, en continuidad con la tradición de los surrealistas, quería hacer una crítica revolucionaria del arte, y, por otra parte, de la revista Socialisme ou barbarie, fundada por el ex-trotskista griego Castoriadis a principios de los años 50, en Francia. La IS se reivindicaba de Marx pero no del marxismo. Defendía algunas de las posiciones más avanzadas del movimiento obrero revolucionario, en particular de la izquierda comunista germano-holandesa, (carácter capitalista de la URSS, rechazo de las formas sindicalistas y parlamentarias, necesidad de la dictadura del proletariado por medio de los consejos obreros), pero presentaba estas posiciones como descubrimientos suyos, adobados por su análisis del fenómeno totalitario: la teoría de «la sociedad del espectáculo». La IS encarnaba sin duda alguna, uno de los puntos más elevados que podían alcanzar los sectores de la pequeña burguesa estudiantil radicalizada: el rechazo de su propia condición («Fin de la universidad») y el esfuerzo por integrarse en el movimiento revolucionario del proletariado. Pero esa adhesión quedaba empapada de las características de su medio de origen, en particular por su visón ideológica de la historia, incapaz de comprender la importancia de la economía y por lo tanto la realidad de la lucha de clases. La revista de la IS desapareció poco tiempo después de 1968 y el grupo acabó en las convulsiones de una serie de mutuas exclusiones.

 

Series: 

  • Mayo de 1968 [22]

Historia del Movimiento obrero: 

  • 1968 - Mayo francés [23]

Veinticinco años después de Mayo del 68 - Comprender Mayo

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Los acontecimientos de mayo de 1968 han tenido como consecuencia el suscitar una actividad literaria excepcionalmente abundante. Libros, folletos, compilaciones de toda clase se sucedieron con ritmo acelerado y tiradas muy elevadas.

Las editoriales –siempre detrás de la «última moda»– se han movilizado para explotar a fondo el inmenso interés provocado en las masas por todo lo que concierne a estos acontecimientos. Para eso, encontraron sin dificultades, periodistas, publicistas, profesores, intelectuales, artistas, hombres de letras, fotógrafos de todo tipo, quienes, como todo el mundo sabe, abundan en este país y están siempre en busca de un buen negocio.

No podemos sino sentir náuseas ante esta recuperación desenfrenada.

No obstante, en la masa de combatientes de mayo, el interés despertado a lo largo de la lucha, lejos de cesar con los combates callejeros, no hizo sino ampliarse y profundizarse. La búsqueda, la discusión, la confrontación siguen. Por no haber sido espectadores, ni contestatarios de ocasión, por haberse encontrado bruscamente comprometidos en unos combates de alcance histórico, estas masas, tras su propia sorpresa, no pueden dejar de interrogarse sobre las raíces profundas de esta explosión social que fue su propia obra, sobre su significado, sobre las perspectivas que esta explosión ha abierto en un futuro a la vez inmediato y lejano. Las masas intentan entender, intentan tomar consciencia de su propia acción.

De hecho, nosotros creemos poder decir que difícilmente encontraremos en los libros profusamente publicados, el reflejo de esa inquietud y de los interrogantes de parte de la gente. Este reflejo y esta inquietud aparece más bien en pequeñas publicaciones, en revistas a menudo efímeras, hojas ciclostiladas de toda clase de grupos, de comités de acción de barrio y de fábrica que han sobrevivido después de mayo, en reuniones con a menudo discusiones inevitablemente confusas. A través y a pesar de esta confusión se ha seguido haciendo un trabajo serio de clarificación de los problemas suscitados en mayo.

Después de varios meses de eclipse y de silencio, dedicados probablemente a la elaboración de sus trabajos, acaba de intervenir en este debate el grupo Internacional situacionista, publicando un libro en Gallimard, Enragés y situacionistas en el movimiento de las ocupaciones (en español en la editorial Castellote).

Se podía esperar por parte de un grupo que tuvo efectivamente parte activa en los combates, una contribución a la profundización en el análisis del significado de mayo, aún más cuando el retraso de varios meses les ofrecía mejores posibilidades. Tendríamos el derecho de exigir y de constatar que el libro no responde a sus promesas. Aparte del vocabulario que les es propio: «espectáculo», «sociedad de consumo», «crítica de la vida cotidiana», etc., podemos deplorar que en su libro hayan cedido a la moda, complaciéndose en rellenarlo de fotos, de imágenes y de tiras de comics.

Se puede pensar lo que se quiera de los comics como medio de propaganda y agitación revolucionaria. Se sabe que los situacionistas gustan particularmente de esta forma de expresión, que son los comics y los «bocadillos». Pretenden haber descubierto en la «recuperación» el arma moderna de la propaganda subversiva, y ven en eso el signo distintivo de su superioridad en relación con otros grupos que se han quedado con los métodos «anticuados» de la prensa revolucionaria «tradicional», con artículos «fastidiosos» y hojas de intervención ciclostiladas.

Hay algo cierto en la constatación de que los artículos de la prensa de los grupúsculos son a menudo densos, largos y aburridos. Pero esta constatación no debería convertirse en argumento para una actividad de diversión. El capitalismo ya se encarga ampliamente de esta tarea que consiste sin cesar, en descubrir todo tipo de actividades culturales (sic) para los jóvenes, el ocio organizado y el deporte. No es sólo una cuestión de contenido, sino también de un método apropiado que corresponde a una meta bien precisa: la «recuperación» de la reflexión.

La clase obrera no necesita que la diviertan. Necesita sobre todo comprender y pensar. Los comics, los lemas y los juegos de palabras son sólo un mero uso. Por un lado adoptan para sí, un lenguaje filosófico, una terminología particularmente rebuscada, oscura y esotérica, reservada a «pensadores intelectuales», y por otro, para la gran masa infantil de obreros, algunas imágenes acompañadas de frases simples son suficientes.

Hay que guardarse, cuando se denuncia por todas partes el espectáculo, de no caer en lo espectacular. Desgraciadamente es un poco por ahí donde peca el libro sobre mayo en cuestión. Otro rasgo característico del libro es su aspecto descriptivo de los acontecimientos día a día, cuando habría sido necesario un análisis situado en un contexto histórico y que destacara su profunda significación. Señalemos también, que es sobre todo la acción de los «enragés» y de los situacionistas la que se describe más que los acontecimientos mismos, cosa que, por otro lado, anuncia el título. Sobrestimado el papel jugado por alguna personalidad de los «enragés», haciendo un verdadero panegírico de si mismo, se tiene el sentimiento de que no eran ellos quienes estaban en el movimiento de las ocupaciones, sino que es el movimiento de mayo el que estaba aquí para destacar el alto valor revolucionario de los «enragés» y los situacionistas. Una persona que no haya vivido mayo y que ignorando todo ello se documente a través de este libro tendrá una curiosa idea de lo que fue. De creerles, los situacionistas hubiesen ocupado un lugar preponderante, y esto desde el principio, en los acontecimientos, lo que revela una buena dosis de imaginación, y es realmente «confundir sus sueños con la realidad». Llevado a sus justas proporciones, el papel jugado por los situacionistas ha sido seguramente inferior al de numerosos grupos y grupúsculos, y en cualquier caso, no superior. Someter a la crítica el comportamiento, las ideas, las posiciones de otros grupos –lo que hubiese sido interesante, pero no lo hacen– minimizar (véase en las pp. 179 a 181 de la edición francesa, con qué desprecio y cuán superficialmente hacen la «crítica» de otros grupos «consejistas») o incluso no decir nada de la actividad y del papel de los demás, es un proceder dudoso para destacar su propia grandeza, y que no lleva a nada.

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*   *

El libro (o lo que queda, deducción hecha de los comics, fotos, canciones, pintadas y otras reproducciones) comienza por una constatación básicamente justa: Mayo había sorprendido un poco a todo el mundo y en particular a los grupos revolucionarios o pretendidos como tales. A todos los grupos y corrientes, salvo evidentemente los situacionistas, quienes «sabían y mostraban la posibilidad y la inminencia de un nuevo resurgir revolucionario». Para el grupo situacionista, gracias a la «crítica revolucionaria que convierte en movimiento práctico su propia teoría, deducida de él y llevada a la coherencia que persigue, ciertamente, nada era más previsible, nada estaba más previsto que la nueva época de lucha de clases...».

Se sabe desde hace mucho que no existe ningún código contra la presunción y la pretensión, manía muy extendida en el movimiento revolucionario –sobre todo desde el «triunfo» del leninismo– y de la que el bordiguismo es una manifestación ejemplar; tampoco discutiremos esta pretensión con los situacionistas y nos contentaremos simplemente con tomar acta, encogiendo los hombros, sólo preguntando: ¿dónde y cuando, con base en qué datos, los situacionistas previeron los sucesos de Mayo?

Cuando afirman que habían «previsto muy exactamente desde hace años la explosión actual y sus consecuencias», confunden visiblemente una afirmación general con un análisis preciso del momento. Desde hace más de 150 años, desde que existe un movimiento revolucionario del proletariado, existe la previsión «de que un día, inevitablemente llegará la explosión revolucionaria». Para un grupo que pretende no sólo tener una teoría coherente sino también «aportar su crítica revolucionaria al movimiento práctico», una previsión de este tipo es muy insuficiente. Para que no quede simplemente como una frase retórica «aportar su crítica al movimiento práctico» debe significar el análisis de la situación concreta, de sus límites y posibilidades reales. Este análisis, no lo han hecho los situacionistas antes, y si juzgamos a partir de su libro, aún no lo han hecho, pues cuando hablan de un nuevo periodo de resurgir de las luchas revolucionarias su demostración se refiere sobre todo a generalidades abstractas. Y aún cuando se refieren a las luchas de estos últimos años no hacen sino constatar un hecho empírico. Por sí misma, esta constatación no va más allá del testimonio de la continuidad de la lucha de clases, y no indica el sentido de su evolución ni de la posibilidad de desembocar e inaugurar un periodo histórico de luchas revolucionarias sobre todo a escala internacional, cómo puede y debe ser una revolución socialista. Aún una explosión de una significación revolucionaria tan formidable como La Comuna de París, no significa la apertura de una era revolucionaria en la historia, porque al contrario fue seguida de un largo periodo de estabilización y expansión del capitalismo, empujando como consecuencia al movimiento obrero hacia el reformismo.

 Al menos que consideremos como los anarquistas que todo es posible siempre y que basta con querer para poder, estamos llamados a entender que el movimiento obrero no sigue una curva continuamente ascendente sino que está hecho de periodos de ascenso y retroceso y está determinado objetivamente y en primer lugar por el estado de desarrollo del capitalismo y de las contradicciones inherentes a este sistema.

 La I.S. define la actualidad como «el presente retorno de la revolución». ¿Sobre qué basa esta definición? Esta es su explicación:

  1. «La teoría crítica elaborada y extendida por la I.S. constataba ampliamente (...) que el proletariado no estaba abolido» (es verdaderamente curioso que la I.S. constate ampliamente lo que todos los obreros y los revolucionarios sabían sin necesitar recurrir a la I.S.).
  2. «... que el capitalismo continúa desarrollando sus alienaciones» (¿quién lo hubiera dudado?).
  3. «... Que en todas partes donde existe este antagonismo (como si este antagonismo pudiera no existir en el capitalismo en todas partes) «la cuestión social existente desde hace más de un siglo sigue presente» (¡vaya descubrimiento!).
  4. «... que este antagonismo existe en todo el planeta» (¡otro descubrimiento!).
  5. «La I.S. explica la profundización y la concentración de las alienaciones por el retraso de la revolución» (evidentemente...).
  6. «Este retraso proviene manifiestamente de la derrota internacional del proletariado tras la contrarrevolución rusa» (he aquí otra verdad, proclamada por los revolucionarios desde hace al menos 40 años).
  7. Por otra parte, «la I.S. sabía (...) que la emancipación chocaba en todo y siempre con las organizaciones burocráticas».
  8. Los situacionistas constatan que la falsificación permanente necesaria para la supervivencia de estos aparatos burocráticos era una pieza maestra de la falsificación generalizada de la sociedad moderna.
  9. Y finalmente «habían también reconocido estar empeñados en alcanzar las nuevas formas (¿?) de subversión cuyos primeros signos se acumulaban».
  10. Y es por ello que «los situacionistas sabían y mostraban la posibilidad y la inminencia de un nuevo comienzo de la revolución».

Hemos reproducido estos largos extractos para mostrar lo más exactamente posible lo que, siguiendo sus propias palabras, los situacionistas «sabían». Como se puede ver este saber se reduce a generalidades que miles y miles de revolucionarios conocen hace mucho tiempo, y si estas generalidades bastan para la afirmación del proyecto revolucionario, no tienen nada que pueda ser considerado como una demostración de «la inminencia de un nuevo comienzo de la revolución». La «teoría elaborada» por los situacionistas se reduce pues, a una simple profesión de fe y nada más.

Y es que la revolución socialista y su inminencia no podían ser reducidas a algunos «descubrimientos» verbales como la sociedad de consumo, el espectáculo, la vida cotidiana, que muestran con nuevas palabras las nociones conocidas de la sociedad capitalista de explotación de las masas trabajadoras, con todo lo que ella comporta en todos los dominios de la vida social, de deformaciones y alienaciones humanas.

Admitiendo que nos encontremos ante un nuevo comienzo de la revolución, cómo explicar según la I.S. que se haya debido esperar justo el tiempo que nos separa de la victoria de la contrarrevolución rusa, o sea: ¿50 años?. ¿por qué no 30 o 70?. O una cosa u otra: o el resurgir del curso revolucionario está determinado fundamentalmente por las condiciones objetivas y entonces hay que explicitarlas –lo que no hace la I.S.–  o bien este resurgir es únicamente producto de una voluntad subjetiva acumulada y afirmada un buen día, y no puede ser más que constatable, pero no previsible, puesto que ningún criterio sabría fijar de antemano su grado de maduración.

En estas condiciones la previsión de la cual se envanece la I.S. resultaría más fruto de un don adivinatorio que de un saber. Cuando Trotski escribía en 1936 «la revolución ha comenzado en Francia», se equivocaba rotundamente; sin embargo su afirmación reposaba sobre un análisis mucho más serio que el de la I.S., pues se refería a datos de la crisis económica que sacudía al mundo entero. Pero la «previsión» de la I.S., se parecería más bien a las afirmaciones de Molotov inaugurando el tercer periodo de la I.C. (Internacional comunista) a comienzos de 1929, anunciando la gran noticia de que el mundo había entrado con los dos pies en el periodo revolucionario. El parentesco entre los dos consiste en la gratuidad de sus afirmaciones respectivas, pues el análisis económico, efectivamente indispensable como punto de partida de todo análisis de un periodo dado, bastaría para determinar el carácter revolucionario o no de las luchas de ese periodo; y es así que, apoyándose en la crisis económica mundial de 1929, cree poder anunciar la inminencia de la revolución. La I.S. por el contrario cree suficiente con ignorar y querer ignorar todo lo que se refiera a la idea misma de unas condiciones objetivas y necesarias, de donde viene su aversión profunda en lo que concierne a los análisis económicos de la sociedad capitalista moderna.

Toda la atención se encuentra así dirigida hacía las manifestaciones más aparentes de las alienaciones sociales, y se descuida la visión de las fuentes que las hacen nacer y las nutren. Debemos reafirmar que tal crítica centrada esencialmente en manifestaciones superficiales, por radical que sea, quedaría forzosamente circunscrita, limitada, tanto en la teoría como en la práctica.

El capitalismo produce necesariamente las alienaciones que le son propias en su existencia y para su supervivencia, y no es en sus manifestaciones donde se encuentra el motor de su empobrecimiento. Si el capitalismo, en sus raíces, es decir, como sistema económico, sigue siendo viable, ninguna voluntad sabría destruirlo.

«Nunca una sociedad muere antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas que lleva en su seno» (Marx, Introducción a la crítica de la economía política). Es pues en estas raíces donde la crítica teórica radical debe encontrar las posibilidades de su superación revolucionaria.

«Llegado a un cierto grado de su desarrollo, las fuerzas productoras materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción... comienza entonces una era de revolución social» (Marx, ídem). Esta contradicción de la que habla Marx se manifiesta en trastornos económicos, como las crisis, las guerras imperialistas y las convulsiones sociales. Todos los pensadores marxistas han insistido en que para que se pueda hablar de un periodo revolucionario «no basta con que los obreros no quieran seguir como antes sino que hace falta que los capitalistas no puedan continuar como hasta entonces». Y he aquí que la I.S. pretende ser casi la única expresión teórica organizada de la práctica revolucionaria hoy, pelea exactamente en el sentido contrario. Las raras veces en que sobrepasando su aversión, aborda en el libro los temas económicos, es para demostrar que el nuevo comienzo de la revolución se opera, no sólo independientemente de las bases económicas de la sociedad sino en un capitalismo económicamente floreciente. «No se podía observar ninguna tendencia a la crisis económica (p. 25)... La erupción revolucionaria no vino de una crisis económica... lo que fue atacado frontalmente en Mayo es la economía capitalista funcionando bien» (subrayado en el texto, p. 29).

Lo que se empeña en demostrar evidentemente aquí es que la crisis revolucionaria y la crisis económica de la sociedad son dos cosas completamente separadas, pudiendo evolucionar y evolucionando de hecho cada una en un sentido propio, sin relación entre ellas. se piensa poder apoyar ese «gran descubrimiento» teórico en los hechos, y se grita triunfalmente: ¡«No se podía observar ninguna tendencia a la crisis económica»!.

¿Ninguna tendencia? ¿De verdad?

Al final de 1967 la situación económica en Francia empieza a dar señales de deterioro. El paro amenazante, empieza a preocupar cada día más. A comienzo de 1968 el número total de parados sobrepasa los 500 000. No es ya un fenómeno local.

Alcanza a todas las regiones. En París el número de parados crece lenta pero constantemente. La prensa se llena de artículos que tratan con gravedad el miedo al paro en diversos ambientes. Se hacen regulaciones de empleo temporales en muchas fábricas provocando la reacción de los obreros. Varias huelgas esporádicas estallan con la cuestión del mantenimiento del empleo y del pleno empleo como causa directa. Son sobre todo los jóvenes los afectados en primer lugar y no llegan a integrarse a la producción. La recesión en el empleo afecta todavía más a la incorporación en el mercado de trabajo de esta generación fruto de la explosión demográfica inmediatamente posterior a la IIa Guerra mundial. Un sentimiento de inseguridad en el mañana se desarrolla entre los obreros y sobre todo, entre los jóvenes. Este sentimiento es aún más vivo por cuanto que era prácticamente desconocido por los obreros en Francia desde la guerra.

Al mismo tiempo con el desempleo y bajo su presión directa, los salarios tienden a la baja y el nivel de vida de las masas se deteriora. El gobierno y la patronal aprovechan naturalmente la situación para atacar y agravar las condiciones de vida de los obreros (ver por ejemplo, los decretos sobre la Seguridad social).

Cada vez más, las masas sienten que es el fin de la hermosa prosperidad. La indiferencia y el «pasotismo» tan característicos y tan resaltados en los obreros a lo largo de los últimos 10-15 años, deja el lugar a una inquietud sorda y creciente.

Es seguramente, menos fácil observar este lento ascenso de la inquietud y descontento entre los obreros que acciones espectaculares en una facultad. No obstante, no se puede seguir ignorando esto después de la explosión de Mayo, a menos que creamos que diez millones de obreros hayan sido contagiados de la noche a la mañana por el Espíritu santo del Antiespectáculo. Más bien hay que admitir que tal explosión masiva se basa en una larga acumulación de descontento real de su situación económica laboral, directamente sensible en las masas, aunque un observador superficial no percibiese nada. No se debe, tampoco atribuir exclusivamente a la política canallesca de los sindicatos y otros estalinistas las reivindicaciones económicas.

Es evidente que los sindicatos, el P.C., acudiendo en auxilio del gobierno jugaron a fondo la carta reivindicativa como una barrera contra un posible desbordamiento revolucionario de la huelga sobre un plano social global. Pero no es el papel de los organismos del Estado capitalista lo que discutimos aquí. Este es su papel y no se puede reprochar que lo jueguen a fondo. Pero el hecho de que hayan logrado controlar fácilmente a la gran masa de obreros en huelga en un terreno meramente reivindicativo prueba que las masas entraron en la lucha esencialmente dominadas y preocupadas por una situación cada días más amenazadora para ellas. Si la tarea de los revolucionarios es descubrir las posibilidades radicales contenidas en la lucha misma de las masas y participar activamente en su eclosión, es sobre todo necesario no ignorar las preocupaciones inmediatas que las hacen entrar en lucha.

A pesar de las fanfarronadas de los medios oficiales, la situación económica preocupa cada vez más al mundo de los negocios, baste como testigo la prensa económica de comienzos de año. Lo que inquieta no es tanto la situación en Francia, que ocupa en ese momento un lugar privilegiado, como el hecho de que esta situación se inscriba en un contexto de desaceleración a escala mundial, como consecuencia de la cual no faltarían repercusiones en Francia. En todos los países industriales, en Europa y en USA, el paro se desarrolla y las perspectivas económicas se tornan sombrías. Inglaterra a pesar de la multiplicación de medidas para salvaguardar el equilibrio, se ve finalmente obligada a fines de 1967 a devaluar la libra esterlina, arrastrando tras ella las devaluaciones en otros países. El gobierno Wilson proclama un programa de austeridad excepcional: reducción masiva de los gastos públicos, incluido el militar –retirada de las tropas británicas en Asia–, congelación de los salarios, reducción del consumo interno y de las importaciones, esfuerzo por aumentar las exportaciones. El primero de enero de 1968 le toca a Johnson dar la señal de alarma y anunciar severas medidas indispensables para salvar el equilibrio económico. En marzo estalla la crisis financiera del dólar. La prensa económica, cada día más pesimista evoca cada vez más el espectro de la crisis de 1929 y muchos temen consecuencias mucho más graves. El tipo de interés sube en todos los países. En todos los sitios la Bolsa sufre trastornos y en todos los países una sola consigna: reducción de los gastos y el consumo, aumento de todas las exportaciones a toda costa y reducción de las importaciones a lo estrictamente necesario. Paralelamente el mismo deterioro se manifiesta en el Este, dentro del bloque ruso, lo que explica la tendencia de países como Checoslovaquia y Rumania, a separarse del control soviético y buscar mercados en el exterior.

Este es el fondo de la situación económica antes de Mayo

Por supuesto no se trata de una crisis económica abierta, en primer lugar porque sólo es el principio, y en segundo lugar porque en el capitalismo actual el Estado dispone de todo un arsenal de medios que le permiten intervenir con el fin de paliar y parcialmente determinar momentáneamente las manifestaciones más chocantes de la crisis. No obstante es necesario destacar los siguientes puntos:

  1. Durante los 20 años que siguieron a la IIa Guerra, la economía capitalista vivió sobre la base de la reconstrucción de las ruinas resultantes de la guerra, de un expolio desvergonzado de los países subdesarrollados, los cuales a través de la farsa de guerras de liberación y ayudas a su reconstrucción en estados independientes, fueron explotados hasta el punto de ser reducidos a la miseria y al hambre; de una producción creciente de armamentos: la economía de guerra.
  2. Estas tres fuentes de la prosperidad y del pleno empleo en estos últimos 20años tienden hacia el agotamiento. El aparato productivo se encuentra ante un mercado cada vez más saturado y la economía capitalista se vuelve a encontrar exactamente ante la misma situación y frente a los mismos problemas insolubles que en 1929, e incluso agravados.
  3. La interrelación entre las economías del conjunto de los países está más acentuada en 1929: aquí la repercusión mayor y más inmediata de toda perturbación en una economía nacional sobre la economía de los otros países y su generalización.
  4. La crisis de 1929 estalló después de pesadas derrotas del proletariado internacional, la victoria de la contrarrevolución rusa completamente por su mistificación del «socialismo» en Rusia y el mito de la lucha antifascista. Es gracias a estas circunstancias históricas particulares que la crisis de 1929, que no era coyuntural sino una manifestación violenta de una crisis crónica del capitalismo decadente, pudo desarrollarse y prolongarse muchos años para desembocar finalmente en la guerra social generalizada. Este ya no es el caso de hoy.

El capitalismo dispone cada vez de menos temas de mistificación capaces de movilizar a las masas y llevarlas a la masacre. El mito ruso se derrumba, el falso dilema democracia-totalitarismo se desgasta. En estas condiciones la crisis aparece desde sus primeras manifestaciones tal como es. Desde sus primeros síntomas verá surgir en todos los países reacciones cada vez más violentas de las masas. Por eso la crisis económica de hoy no podrá desarrollarse plenamente, sino que se transformará desde sus primeras señales en crisis social, pudiendo ésta aparecer para algunos independiente, suspendida de alguna manera en el aire, sin relación con la situación económica, la cual no obstante la condiciona.

Para captar bien esta realidad no hay, evidentemente, que observarla con ojos de niño, y sobre todo no buscar la relación causa-efecto de una manera estrecha, inmediata y limitada, en un plano local, de países o sectores aislados. Es globalmente, a escala mundial, que aparecen claramente los fundamentos de la realidad y de las determinaciones últimas de su evolución. Visto así, el movimiento de los estudiantes que luchan en todas las ciudades del mundo aparece en su significación profunda y limitada.

Si los combates de los estudiantes, en Mayo, pudieron servir como detonante del vasto movimiento de las ocupaciones de fábricas, es porque, con toda su especificidad propia, no eran sino las señales precursoras de una situación que se agravaba en el corazón de la sociedad, es decir, en la producción y en las relaciones de producción.

Mayo del 68 aparece en todo su significado por haber sido una de las primeras y más importantes reacciones de la masa de los trabajadores contra una situación económica mundial en deterioro.

Es consecuentemente un error decir como el autor del libro, «la erupción revolucionaria no vino de una crisis económica sino al contrario contribuye a crear una situación de crisis en la economía» y «esta economía una vez perturbada por las fuerzas negativas de su superación histórica debe funcionar peor» (p. 209).

Así decididamente, pone las cosas al revés: las crisis económicas no son el producto necesario de las contradicciones inherentes al sistema capitalista de producción, como nos enseñó Marx, sino por el contrario, son sólo los obreros a través de sus luchas los que producen crisis dentro de una economía que «funciona bien». Es lo que no dejan de repetirnos todo el tiempo la patronal y los apologistas del capitalismo; Es lo que retomará De Gaulle, en noviembre, explicando la crisis del franco por culpa de los «enragés» de Mayo.

Es en suma la sustitución la economía política de la burguesía por la teoría económica del marxismo. No es sorprendente que con tal visión, el autor explique todo este inmenso movimiento que fue Mayo como la obra de una minoría decidida y exaltada: «La agitación desencadenada en enero de 1968 en Nanterre por cuatro o cinco revolucionarios que iban a constituir el grupo de los “enragés”, debía conllevar en cinco meses, una semi-liquidación del Estado». Y más lejos, «jamás una agitación llevada a cabo por un número tan pequeño, y en tan poco tiempo, había tenido tales consecuencias».

Entonces, donde para los situacionistas, el problema de la revolución se expone en términos de «conllevar», y no será así más que con acciones ejemplares, se plantea para nosotros en términos de un movimiento espontáneo de masas del proletariado, llevadas forzosamente a sublevarse contra un sistema económico desconcertado y en declive, que no les ofrece en lo sucesivo más que la miseria creciente y la destrucción, además de la explotación.

Sobre esta base de granito, nosotros cimentamos la perspectiva revolucionaria de clase y nuestra convicción de su realización.

Marc

(Revolution internationale no 2, 1969)

Series: 

  • Mayo de 1968 [22]

Historia del Movimiento obrero: 

  • 1968 - Mayo francés [23]

Revista internacional n° 75 - 4o trimestre de 1993

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Editorial - Al desempleo masivo respondamos con luchas masivas

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Editorial

Al desempleo masivo respondamos con luchas masivas

En el otoño de 1992, las manifestaciones de masas de la clase obrera en Italia fueron el despertar de las luchas obreras ([1]). En este otoño de 1993, las manifestaciones obreras en Alemania han confirmado la reanudación de los combates de clase frente a los ataques que están cayendo sobre el proletariado de los países industrializados. En el Ruhr, en el corazón de Alemania, más de 80 000 trabajadores han invadido las calles y cortado las carreteras para protestar contra los anuncios de despidos en las minas. El 21 y 22 de septiembre, sin consigna sindical alguna (lo cual es significativo en un país conocido por la «disciplina» de sus «fuerzas sociales»), los mineros de la región de Dortmund cesaron espontáneamente el trabajo, llevándose con ellos a sus familias, hijos, a desempleados y a trabajadores de otros sectores, llamados a expresar su solidaridad. Cualquiera que sea el resultado de las manifestaciones todavía en curso ([2]) en el momento de cerrar esta Revista internacional, este movimiento es, en un aspecto importante, un buen ejemplo de cómo puede entablar la lucha la clase obrera: ante la agresión masiva a las condiciones de trabajo, respuesta unida y masiva.

La reanudación de la lucha de clases

Hoy, más que nunca, la única fuerza que puede intervenir contra la catástrofe económica, es la clase obrera. Es la única clase social capaz de romper las barreras nacionales, sectoriales y por categorías del orden capitalista. La división del proletariado, reforzada por la putrefacción actual de la sociedad, mantenida por esas barreras, deja el campo libre a las medidas «sociales» a mansalva que se están tomando en todos los países.

El interés de la clase obrera, de todos aquellos que soportan por todas partes la misma explotación y los mismos ataques de parte del Estado capitalista, del gobierno, de la patronal, de los partidos y de los sindicatos es la unidad más amplia posible, de la mayor cantidad posible, en la acción y la reflexión, para así encontrar los medios de organizarse y hacer surgir una dirección al combate contra el capitalismo.

Un signo del despertar de la combatividad del proletariado internacional es que los obreros, en Alemania, hayan reaccionado por cuenta propia contra las maniobras sindicales estériles que, el año pasado, tuvieron que soportar durante meses. Y estos hechos, los más significativos del momento, no son hechos aislados. Ha habido, al mismo tiempo, otras manifestaciones en Alemania: 70 000 obreros contra el plan de desempleo de Mercedes, varias decenas de miles en Duisburg contra 10 000 despidos en la metalurgia. En varios países, el número de huelgas aumenta en movimientos que los sindicatos y sus aliados por ahora canalizan, pero que demuestran que ya no domina la pasividad. Cabe esperarse, en el plano internacional, a una lenta y larga serie de manifestaciones obreras, de escarceos entre proletariado y burguesía.

No es fácil, en las actuales circunstancias, la reanudación internacional de la lucha de clases. Muchos factores vienen a entorpecer el desarrollo de la combatividad y de la conciencia del proletariado:
– la descomposición social que corrompe las relaciones entre los miembros de la sociedad y disuelve los reflejos de solidaridad, empujando a aislamiento y la desesperanza, engendrando un sentimiento de impotencia para construir un ente colectivo, para asumirse como clase con intereses comunes frente al capitalismo;
– la avalancha de desempleo que está golpeando a un ritmo de 10 000 despidos solo en Europa del oeste, y que va a seguir incrementándose, es vivida en un primer momento como un mazazo que paraliza a los obreros;
– las múltiples y sistemáticas maniobras sindicaleras, tanto del sindicalismo oficial como del de «base», encerradores de la clase obrera en corporativismos y divisiones, maniobras que logran contener y encuadrar el descontento;
– los temas propagandísticos de la burguesía, el clásico de sus fracciones de izquierda con eso de que defienden los «intereses obreros», las campañas ideológicas a repetición desde la caída del «muro de Berlín» sobre la «muerte del comunismo» y «el fin de la lucha de clases», para mantener la confusión sobre las posibilidades reales de luchar como tal clase obrera. Esas campañas acentúan en los trabajadores las dudas sobre la perspectiva de su emancipación gracias a la destrucción del capitalismo.

En las luchas mismas va a tener que encarar el proletariado esos obstáculos. Va aparecer cada día más claramente la quiebra general e irreversible del sistema capitalista. El brusco acelerón de la crisis, al multiplicar sus consecuencias desastrosas contra la clase obrera asesta sin duda un duro golpe, pero también es un terreno favorable para una movilización en el terreno de clase en torno a la defensa de los intereses fundamentales del proletariado. Y eso, junto con la intervención activa de las organizaciones revolucionarias, partícipes de la lucha de clase, defensoras de la perspectiva comunista, va a contribuir a que la clase encuentre los medios para organizar y orientar el enfrentamiento en el sentido de sus intereses y, por lo tanto, en el sentido de los intereses de la humanidad entera.

El fin de los «milagros»

Hace ya tiempo que ya nadie se atreve a hablar de «milagros económicos» en el llamado Tercer mundo. La miseria se ha generalizado en esos países irremediablemente. El continente africano ha sido dejado en el mayor abandono. La vida humana vale menos que la de cualquier animal en la mayoría de las regiones de Asia. Se incrementan como la plaga hambrunas que dejan en los huesos a millones de personas. En Latinoamérica, las epidemias se extienden por zonas de las habían desaparecido.

En los países del ex bloque del Este, la prosperidad y el bienestar prometidos tras el hundimiento del estalinismo son puro espejismo. La perfusión del capitalismo «liberal» inyectada al moribundo estalinismo, lo único que ha provocado es incrementar la quiebra económica de esa forma extrema de estatalización puramente capitalista, ocultada durante sesenta años tras la burda patraña del «socialismo» o de «comunismo». En el Este también, la pobreza se extiende por doquier en unas condiciones de vida insoportables para la mayoría de la población.

También se han acabado los «milagros económicos» en los países desarrollados. La marea de desempleo y los ataques a las condiciones de vida de la clase obrera en todos los frentes pone brutalmente en primer plano la crisis económica. La propaganda del «capitalismo triunfante» sobre el «comunismo en quiebra» no ha cesado de dar la matraca con lo de que «nada mejor en el mundo que el capitalismo». La crisis económica nos muestra sobre todo que lo peor está por llegar en el capitalismo.

Ataques masivos contra la clase obrera

La crisis ha puesto al desnudo las contradicciones básicas del capitalismo, el cual no sólo es incapaz de asegurar la supervivencia de la sociedad, sino que además destruye las fuerzas productivas, y en primer término, del proletariado.

A los defensores del modo de producción capitalista, dominador del planeta y responsable de la barbarie infligida a millones de seres humanos hundidos en el mayor desamparo, les quedaba mantener la ilusión de un funcionamiento «normal» en los países desarrollados. La clase dominante, en los países capitalistas del «primer mundo», en los Estados «democráticos», pretendía dar la impresión de que existía un sistema capaz de asegurar a cada cual medios de subsistencia, trabajo y condiciones de vida decentes. Y, aunque ya desde hace años el incremento de los que llaman «nuevos pobres» deslucía el bonito paisaje que nos enseñaban, la propaganda se las iba arreglando, presentando esos problemas como «precio que pagar» por la «modernización».

Pero hoy, la crisis económica ha vuelto a llamar a la puerta con mayor fuerza y a los Estados «democráticos», con el agua al cuello, se les cae la careta. Sin la menor perspectiva, incluso lejana, de prosperidad y de paz que ofrecer, por mucho que así lo pretenda, el capitalismo no cesa de minar las condiciones de existencia de la clase obrera, no cesa de fomentar la guerra ([3]). Los trabajadores de las grandes concentraciones industriales de Europa del oeste, de Norteamérica o de Japón que todavía albergaran ilusiones sobre los «privilegios» que se les dice que poseen para que estén tranquilos, van a quedar desencantados con lo que se les viene encima.

Lo de las «reconversiones», «reestructuraciones» de la economía y demás lindezas, justificaciones de las oleadas anteriores de despidos en los sectores «tradicionales» de la industria y de los servicios, empieza a sonar a carraca. Ahora es en los sectores de la industria ya «modernizados» como el automóvil o la aeronáutica, en sectores punta como la electrónica y la informática, en los servicios más «pingues» de la banca y los seguros, en el sector público ya ampliamente «adelgazado» durante los años 80, en correos, salud y educación, donde están lloviendo planes de reducción de plantillas, de paro parcial o total, que afectan a cientos de miles de trabajadores.

Algunos planes de despidos
anunciados en Europa
en tres semanas de septiembre de 1993
([4])

Alemania   ..................... Daimler-Benz...................... 43900

..................................... Basf/Hoechst/Bayer............. 25000

..................................... Ruhrkohle ......................... 12000

..................................... Veba................................ 10000

 

Francia       ..................... Bull .................................. 65000

..................................... Thompson-CSF .................... 4174

..................................... Peugeot ............................. 4023

..................................... Air France .......................... 4000

..................................... GIAT ................................. 2300

..................................... Aérospatiale ....................... 2250

..................................... Snecma ............................... 775

 

Reino Unido..................... British Gas.........................20000

..................................... Inland Revenue ................... 5000

..................................... Rolls Royce ......................... 3100

..................................... Prudential ........................... 2000

..................................... T&N .................................. 1500

 

España     ..................... SEAT ................................. 4000

 

Europa      ..................... GM-Opel-Vauxhall ................ 7830

..................................... Du Pont ............................. 3000

 

                                      Total, más de 150 000

Fuente: Financial Times, Courrier international

Ningún sector escapa a las «exigencias» de la crisis económica general de la economía mundial. La obligación para cada unidad capitalista en actividad de «reducir los costes» para seguir en la competencia, aparece, desde la empresa pequeña y la mayor hasta el Estado encargado de la defensa de la «competitividad» del capital nacional. En los países más «ricos », arrastrados también ellos a la recesión, el desempleo está hoy incrementándose a velocidades de vértigo. Ya no queda ningún islote de salud económica en el mundo capitalista. Se acabó el «modelo alemán», por todas partes anuncian «planes, «pactos sociales» y «terapias de choque». De choque, sí, pero sobre todo para los trabajadores.

Prácticamente un trabajador de cada cinco está hoy desempleado en los países industrializados. Y un parado de cada cinco lo está desde hace más de un año con cada vez menos posibilidades de volver a encontrar trabajo. La exclusión total de todo medio normal de subsistencia se está convirtiendo en fenómeno de masas: ahora ya se cuentan por millones a quienes se ha dado en llamar «nuevos pobres» y «sin domicilio fijo», abocados a las peores privaciones en las grandes ciudades.

El desempleo masivo que hoy se está desplegando no es ni mucho menos aquella «reserva» de mano de obra en espera de una futura reactivación económica. No habrá reactivación alguna que permita al capitalismo integrar o reintegrar en la producción a la creciente masa de millones de personas sin trabajo en los países desarrollados. Al contrario, hasta el mínimo de subsistencia va ser difícil de alcanzar. La masa de parados de hoy no es el «ejército reservista» del capitalismo, como así ocurría en el siglo pasado cuando así lo definió Marx. Esos desempleados se van a añadir a los montones de quienes ya están totalmente excluidos del más mínimo acceso a unas condiciones de vida normales, igual que en los países del Tercer mundo o del ex bloque del Este. Así se está concretando la tendencia a la pauperización absoluta que la quiebra definitiva del modo de producción capitalista está acarreando.

Para quienes tienen todavía trabajo, los aumentos de sueldo son ridículos, comidos por la inflación, y eso cuando no han quedado bloqueados o, lo que es peor, cuando no han sido reducidos. A cada ataque directo de los sueldos se le añaden subidas de cuotas diversas, tasas e impuestos, gastos de alojamiento, de transporte, de salud y de educación. Además, una parte creciente de los ingresos familiares debe dedicarse a mantener a hijos y parientes sin trabajo. En cuanto a los diferentes subsidios, pensiones, enfermedad, desempleo, formación y demás, están siendo sistemáticamente reducidos por todas partes, y eso cuando no se suprimen pura y simplemente.

Contra todo eso debe luchar enérgicamente la clase obrera. Los sacrificios hoy exigidos a los obreros por cada Estado, en nombre de la solidaridad «nacional» lo único que hacen es abrir la puerta a nuevos sacrificios mañana, pues no existe la menor salida a la crisis en el marco del capitalismo.

La crisis es irreversible como indispensable es la lucha de clases

Hasta los profesionales de la propaganda sobre lo bueno que es el capitalismo andan con cara torcida. Ni siquiera se atreven a hablar de «reanudación económica» cuando las estadísticas del crecimiento muestran algún que otro signo positivo. Ahora dicen, por lo bajines, que se trata de una «pausa» en la recesión, poniendo cuidado, eso sí, en precisar que a lo mejor hay una reactivación, pero que sería sin duda muy débil y muy lenta. El lenguaje prudente que usan demuestra lo desconcertada que está la clase dominante, todavía más hoy que ante las recesiones anteriores desde hace 25 años.

Ya nadie se atreve a prever «la salida del túnel». Quienes no ven el carácter irreversible de la crisis y creen que el capitalismo es inmortal sólo pueden repetir cual salmo de hechicero: «acabará habiendo necesariamente reanudación económica, pues siempre ha habido reactivación tras la crisis». De hecho, la clase capitalista está demostrando su total incapacidad para dominar las propias leyes de su economía.

Ultimo ejemplo hasta la fecha: el desmoronamiento del Sistema monetario europeo durante todo este año de 1993 para acabar hundiéndose del todo durante el verano ([5]). Esa imposibilidad patente de los Estados de Europa para dotarse de una moneda única ha implicado un parón en la construcción de una «unidad europea» que según las afirmaciones de sus defensores iba a ser un ejemplo de la capacidad del capitalismo para instaurar la cooperación económica, política y social. Detrás de las turbulencias monetarias están, sencillamente, las insorteables leyes de la explotación y la concurrencia capitalistas, las cuales han vuelto una vez más a llamar a la puerta:
– el sistema capitalista es incapaz de formar un conjunto armonioso y próspero, sea cual sea el nivel;
– la clase que extrae sus ganancias de la explotación de la fuerza de trabajo está condenada a la división por la competencia mutua.

A la vez que dentro de cada nación las burguesías afilan sus armas contra la clase obrera, en el plano internacional no cesan de multiplicarse los choques y las peleas. «El entendimiento entre los pueblos», cuyo modelo iba a ser el de los grandes países capitalistas, está dejando el paso a una guerra económica sin cuartel, a que cada cual tire por su lado en desorden total, que es la tendencia de fondo del capitalismo actual. El mercado mundial, saturado desde hace mucho tiempo, se ha vuelto demasiado estrecho para que pueda funcionar normalmente la acumulación de capital, la ampliación de la producción y del consumo necesario para la realización de las ganancias, que son el motor del sistema.

El dirigente de una empresa capitalista tomada aisladamente, cuando se declara en quiebra, podrá dejar la llave bajo el felpudo, proceder a una liquidación y largarse a otro sitio a buscar lo que le falta. Pero la clase capitalista en su conjunto no puede declarar su propia quiebra y proceder a la liquidación del modo de producción capitalista. Sería anunciar su propia desaparición, y eso ninguna clase explotadora lo hizo nunca. La clase dominante no a va a dejar el escenario social de puntillas diciendo una última réplica: «Me voy, pues se acabó mi tiempo», sino que defenderá con uñas y dientes y hasta el final sus intereses y sus privilegios.

Es a la clase obrera a quien le toca la tarea de destruir el capitalismo. Por el lugar que ocupa en las relaciones de producción capitalista, ella es la única capaz de atascar la máquina infernal del capitalismo decadente. Porque no dispone de ningún poder económico en la sociedad, porque no tiene intereses particulares que defender, por ser una clase que, colectivamente, sólo posee su fuerza de trabajo para venderla al capitalismo, la clase obrera es la única fuerza portadora de nuevas relaciones sociales liberadas de la división en clases, de la penuria, de la miseria, de las guerras y de las fronteras.

Esta perspectiva, que es la de una revolución comunista internacional, deberá comenzar por la respuesta masiva a los ataques masivos del capitalismo. Esos han de ser los primeros pasos de un combate histórico contra la destrucción sistemática de fuerzas productivas que hoy impera en el planeta entero y que bruscamente se ha acelerado en los países desarrollados.

OF, 23/09/93

 

[1] Ver Revista internacional nº 72, «Encrucijada» y en la nº 73 «El despertar de la combatividad obrera», 1er y 2º trimestres de 1993.

[2] Las ganancias inmediatas que puedan sacar los obreros serán sin duda muy pocas a causa de la rápido control ejercido por los sindicatos sobre unos obreros que no saben muy bien cómo proseguir con su iniciativa inicial.

[3] Véase «Tras los acuerdos de paz, la guerra imperialista siempre», en este número.

[4] Sacado de «Annonces de suppressions d’emplois en Europe au cours des trois dernières semaines» (supresiones de empleo anunciadas en Europa en las tres últimas semanas), en Courrier international, 23-29 de septiembre de 1993.

[5] Léase en este número «Una economía corroída por la descomposición».

Noticias y actualidad: 

  • Lucha de clases [24]
  • Crisis económica [1]

Balkanes, Oriente Medio - Tras los acuerdos de paz, la guerra imperialista siempre

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Balkanes, Oriente Medio

Tras los acuerdos de paz, la guerra imperialista siempre

Apretón de manos histórico y televisado al mundo entero, entre Yasir Arafat, presidente de la OLP, y Yitzhak Rabin, primer ministro israelí. Después de 45 años de guerras entre Israel y sus vecinos árabes, con los palestinos en particular, hemos asistido a un acontecimiento considerable al cual Clinton, gran sacerdote de la ceremonia, quiso darle todo su valor de mensaje: la única paz posible es la «Pax americana». Hay que decir que el presidente de EEUU necesitaba un éxito así para compensar los problemas que ha tenido desde su llegada al poder. Pero la romería organizada en su propia casa no sólo debía servir para enderezar una popularidad en fuerte baja en Estados Unidos. El mensaje del 13 de septiembre y su parafernalia se dirigían al mundo entero. Importaba dejar bien claro a todos los países del mundo que EEUU sigue siendo el «gendarme del mundo», único capaz de garantizar la estabilidad del planeta. Ese acto tan lucido era tanto más necesario porque desde que Bush anunció en 1989 un «nuevo orden mundial» bajo la batuta del imperialismo americano, la situación no ha hecho sino empeorar, por todas partes y en todos los ámbitos. El fin del «imperio del mal» (como llamaba Reagan a la URSS y su bloque) iba a abrir las puertas a la prosperidad, a la paz, al orden, al derecho de los pueblos y de las personas y así. Lo que sí ha habido es más convulsiones económicas, más guerras, hambres, caos, matanzas, torturas, más barbarie todavía. En lugar de la autoridad afirmada de la «primera democracia del mundo», pretendida garantizadora del orden planetario, a lo que hemos asistido es a una pérdida acelerada de dicha autoridad, a un creciente cuestionamiento de ella por países cada vez más numerosos, incluso entre los aliados más próximos. Con la foto de los efusivos saludos entre los viejos enemigos «hereditarios» de Oriente medio bajo la mirada condescendiente del presidente americano, este pretende inaugurar un «novísimo orden mundial», puesto que el nuevo de Bush envejeció antes de servir. Pero de nada servirá todo eso, ni los gestos simbólicos, ni los discursos rimbombantes, ni las fastuosas ceremonias televisadas, pues, como siempre en el capitalismo decadente, los discursos y los acuerdos de paz lo que preparan son nuevas guerras y todavía más barbarie.

Los acuerdos de Washington del 13 de septiembre de 1993 han eclipsado con su brillo el otro «proceso de paz» abierto en verano, el de las negociaciones de Ginebra sobre el porvenir de Bosnia. En realidad, esas negociaciones, su contexto diplomático, al igual que las gesticulaciones militares que las han acompañado, han sido una de las claves de lo que de verdad estaba en juego en la ceremonia de la Casa Blanca.

Ex-Yugoslavia: fracaso de la potencia estadounidense

En el momento en que escribimos, no ha habido acuerdo definitivo entre las tres partes (serbios, croatas y musulmanes) que se enfrentan por los despojos de la difunta república de Bosnia-Herzegovina. El plan de reparto de ese país entregado el 20 de agosto a los participantes sigue discutiéndose sobre el trazado de las nuevas fronteras. Sin embargo, lo que de verdad está en juego en estas negociaciones, al igual que en la guerra que sigue causando estragos en una parte de la ex Yugoslavia, aparece claro para quienes se esfuerzan en no dejarse manipular por las campañas de intoxicación de los diferentes campos y de las diferentes potencias.

En primer término, resulta evidente que la guerra en la ex Yugoslavia no es solo un asunto interno cuya causa única serían los enfrentamientos entre las distintas etnias. Desde hace mucho tiempo, los Balcanes se han convertido en terreno privilegiado de enfrentamientos entre potencias imperialistas. El nombre de Sarajevo no ha esperado los años 1992-93 para hacerse tristemente célebre. Desde hace casi 80 años, el nombre de esa ciudad está asociado a los orígenes de la Primera Guerra mundial. Y esta vez también, desde que empezó a romperse Yugoslavia, en 1991, las grandes potencias han aparecido como actores de primer plano de la tragedia que están viviendo las poblaciones locales. De entrada, el apoyo firme de Alemania a la independencia de Eslovenia y de Croacia vino a echar leña al fuego, al igual que el apoyo a Serbia por parte de potencias como Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos o Rusia. No vamos a repetir aquí los análisis ampliamente expuestos en esta Revista, pero importa poner de relieve el antagonismo entre los intereses de la primera potencia europea, Alemania, la cual veía en una Eslovenia y Croacia independientes el medio de abrirse paso hacia el Mediterráneo, y los intereses de las demás potencias, totalmente opuestas a tal despliegue del imperialismo alemán.

Después, cuando Bosnia también reivindicó su independencia, la potencia norteamericana se apresuró a darle su apoyo. Este cambio de actitud, tan diferente al adoptado respecto a Eslovenia y Croacia, fue significativo de la estrategia del imperialismo USA. Al no poder hacer de Serbia un aliado de confianza en la zona balcánica, al tener este país lazos ya antiguos y sólidos con países como Rusia([1]) y Francia, el imperialismo USA intentaba transformar a Bosnia en su punto de apoyo en la región, en la retaguardia de una Croacia proalemana. El firme apoyo a Bosnia fue uno de los temas de la campaña del candidato Clinton. Y este, una vez presidente, inició su mandato con la misma política: «Todo el peso de la diplomacia americana debe comprometerse» tras ese objetivo, como así lo declaró Clinton en febrero de 1993. En mayo, Warren Christopher, secretario de Estado, propone a los europeos dos medidas para atajar el avance serbio en Bosnia-Herzegovina: suprimir el embargo de armas para Bosnia y ataques aéreos contra posiciones serbias. Para «solucionar» el conflicto balcánico, los Estados Unidos proponen el mismo modo con que habían «resuelto» la crisis del Golfo: el estacazo, el uso, sobre todo, de la potencia aérea de fuego, la cual tiene la gran ventaja de evidenciar su enorme superioridad militar. Francia y Gran Bretaña, o sea los dos países más comprometidos en el terreno en el marco de la FORPRONU, se niegan a ello categóricamente. A finales del mismo mes, el acuerdo de Washington entre Estados Unidos y los países europeos, viene a confirmar, a pesar de las declaraciones triunfalistas de Clinton, la posición de esos países, o sea, no responder a la ofensiva serbia, que pugna por desmembrar el país, limitar la intervención de las fuerzas de la ONU o, en su caso de la OTAN, a objetivos puramente «humanitarios».

Quedaba así claro que la primera potencia mundial cambiaba de juego, abandonando la carta que había jugado el año pasado mediante múltiples campañas mediáticas sobre la defensa de los «derechos humanos» y la denuncia de la purificación étnica. Reconocía así un fracaso del que Estados Unidos echaba la culpa (no sin razón) a los países europeos. De esa impotencia patente volvía a dejar constancia W. Christopher el 21 de julio declarando: «Estados Unidos hace todo lo que puede, teniendo en cuenta sus intereses nacionales», después de haber calificado de «trágica, trágica» la situación de Sarajevo.

Diez días después, sin embargo, en el momento en que se inicia la conferencia de Ginebra sobre Bosnia, la diplomacia estadounidense vuelve a empuñar la estaca; sus diversos responsables vuelven a repetir, y con más fuerza que en mayo, el tema de los golpes aéreos contra los serbios: «Pensamos que ha llegado el momento de la acción (...) la única esperanza realista de llegar a una solución política razonable es la de poner la potencia aérea (la de la OTAN) al servicio de la diplomacia» (Christopher en una carta a Boutros-Ghali del 1º de agosto). «Estados Unidos no va a quedarse mirando sin hacer nada mientras se pone a Sarajevo de rodillas» (aquél en El Cairo, al día siguiente) Al mismo tiempo, el 2 y el 9 de agosto se convocan por iniciativa de EEUU dos reuniones del Consejo de la OTAN. EEUU pide a sus «aliados» que autoricen y lleven a cabo los ataques aéreos. Después de muchas horas de resistencia, encabezada por Francia (con el apoyo de Gran Bretaña), el principio de realizar ataques es aceptado a condición (que los americanos, al principio, rechazaban) de que la demanda la hiciera... el Secretario general de la ONU, el cual siempre ha estado en contra de tales ataques. La nueva ofensiva de EEUU quedó abortada.

En el terreno, las fuerzas serbias aflojan su presión sobre Sarajevo y ceden a la FORPRONU las cumbres estratégicas que dominan la ciudad y que habían conquistado a los musulmanes algunos días antes. Mientras que Estados Unidos atribuye ese retroceso serbio a la decisión de la OTAN, el general belga que manda la FORPRONU ve en él «un ejemplo de lo que puede conseguirse con la negociación» y el general británico Hayes declara: «¿Qué es lo que quiere el presidente Clinton? (...) la fuerza aérea no derrotará a los serbios». Fue una verdadera afrenta para la potencia americana y un sabotaje en regla de su diplomacia. Y lo peor del caso es que ese sabotaje ha sido avalado, cuando no apoyado, por Gran Bretaña, su más fiel aliado.

Es poco probable, sin embargo, que a pesar de los amenazantes discursos, Estados Unidos haya encarado seriamente la posibilidad de usar la fuerza aérea contra los serbios durante el verano pasado. De todos modos, la suerte ya estaba echada: la perspectiva de una Bosnia unitaria y pluriétnica, tal como la habían defendido la diplomacia norteamericana y los musulmanes, se había esfumado por completo pues hoy el territorio de la ex república de Bosnia-Herzegovina está en su mayor parte en manos de las milicias serbias y croatas, no conservando los musulmanes más que una quinta parte para una población de más de la mitad del total antes de la guerra.

En realidad, el objetivo de la agitación gesticuladora de EEUU durante el verano estaba ya muy lejano del que se había dado la diplomacia de ese país al iniciarse el conflicto. Se trataba para la diplomacia USA de evitar la humillación suprema, la caída de Sarajevo, y sobre todo, de participar en una obra cuyo guión se le había ido de las manos desde hacía mucho tiempo. Cuando ya se estaba representando en Ginebra el último acto de la tragedia bosnia, era importante que la potencia americana hiciese una entrada como «artista invitado» con un papel de dueña refunfuñona por ejemplo, puesto que el papel principal se le había retirado desde hacía ya tiempo. Finalmente, su contribución al epílogo habrá sido la de «convencer» a sus protegidos musulmanes, combinándolo con alguna que otra amenaza a los serbios, de aceptar su capitulación lo antes posible pues cuanto más se prolongue la guerra en Bosnia más evidenciará la impotencia de la primera potencia mundial.

El estilo lamentable y desigual de la contribución del gigante americano en el conflicto de Bosnia aparece aún más crudamente comparándolo con su «gestión» de la crisis y de la guerra del Golfo en 1990-91. En esta última, había cumplido íntegras sus promesas a sus protegidos, Arabia Saudí y Kuwait. Esta vez, no ha podido hacer nada por su protegido bosnio. Su contribución a la «solución» del conflicto se ha reducido a forzarle la mano para que acepte lo inaceptable. Es como si en el contexto de la guerra del Golfo, después de varios meses de gesticulaciones, Estados Unidos hubiera hecho presión sobre las autoridades de Kuwait para que consintieran en entregar a Sadam Husein la mayor parte de su territorio... Pero hay algo más grave todavía quizás: mientras que en 1990-91, los Estados Unidos habían logrado arrastrar en su aventura a todos los países occidentales (por mucho que algunos, como Francia y Alemania, lo hicieran arrastrando los pies), en Bosnia han chocado con la hostilidad de esos mismos países, incluida la de la fidelísima Albión.

La quiebra patente de la diplomacia americana en el conflicto en Bosnia ha significado un severo golpe contra la autoridad de una potencia que pretende desempeñar el papel de «gendarme mundial». ¿Qué confianza le van a dar los países a los que pretende «proteger»? ¿Qué miedo va a inspirar en quienes estén pensando en provocarla? Y es así como, para restaurar esa autoridad, cobra todo su significado el acuerdo de Washington del 13 de setiembre.

Oriente Medio: el acuerdo de paz no pone fin a la guerra

Si se necesitara una sola prueba del cinismo con que la burguesía es capaz de actuar, la evolución reciente de la situación en Oriente Medio bastaría con creces. Hoy, los media nos invitan a echar una lagrimita ante el histórico apretón de manos de la Casa Blanca. Procuran evitar que nos acordemos de cómo se preparó esa ceremonia, hace menos de dos meses.

Fines de julio de 1993: el Estado de Israel desata una lluvia infernal de fuego y de hierro sobre decenas de pueblos del sur de Líbano. Es la acción militar más importante y asesina desde la operación «Paz en Galilea» de 1982. Cientos de muertos, sobre todo civiles, quizás miles. Cerca de medio millón de refugiados por las carreteras. Y así justificó su acción, muy oficialmente, esa bonita «democracia», dirigida además por un gobierno «socialista»: aterrorizar a las poblaciones de Líbano para que presionaran sobre el gobierno, de modo que éste atacara a Hezbollah. Una vez más, la población civil ha sido rehén de las acciones imperialistas. Pero el cinismo de la burguesía no queda ahí. En realidad, más allá de la cuestión de Hezbollah, el cual, una vez terminadas las hostilidades, reanudó sus acciones militares contra las tropas israelíes que ocupan el sur de Líbano, la ofensiva militar israelí iba sobre todo a servir para preparar la emocionante ceremonia de Washington, una preparación puesta a punto tanto por el Estado de Israel como por su gran proxeneta, Estados Unidos.

Por parte de Israel, importaba que las negociaciones de paz y las propuestas que se disponía a hacer a la OLP no aparecieran como signo de debilidad por su parte. Las bombas y los obuses que destruyeron las aldeas de Líbano llevaban un mensaje destinado a los diferentes Estados árabes: «es inútil contar con nuestra debilidad, sólo cederemos lo que nos convenga». Mensaje dirigido sobre todo a Siria (cuya autorización es necesaria para las actividades de Hezbollah) y que, desde hace décadas, sueña con recuperar el Golan anexionado por Israel tras la guerra de 1967.

Por parte de EEUU se trataba, por medio de las hazañas militares de su agente, de dar a entender que la potencia israelí seguía siendo el capo de Oriente Medio, a pesar de las dificultades que pudiera conocer por otra parte. El mensaje se dirigía a los Estados árabes, quienes podrían tener la tentación de tocar otra partitura que la que Washington les mandó. Había que advertir, por ejemplo, a Jordania que mejor sería que no volviera a cometer infidelidades como cuando la guerra del Golfo. Y sobre todo, había que recordar a Siria que si ésta manda en Líbano es gracias a la «bondad» del padrino norteamericano, después de la guerra del Golfo y a Líbano darle a entender que sus lazos históricos con Francia era algo que pertenecía al pasado. El mensaje también iba dirigido a Irán, padrino de Hezbollah, país que está procurando llevar a cabo una apertura diplomática hacia Francia y Alemania. Por consiguiente, la advertencia de EEUU se dirigía a todas las potencias que pretendieran cazar furtivamente en su coto privado de Oriente Medio.

En fin, había que demostrar al mundo entero que la primera potencia mundial poseía todavía los medios para repartir a su gusto tanto los rayos y truenos como las palomitas y que, por lo tanto, debía ser respetada. Ése era el sentido del mensaje de W. Christopher en su gira por Oriente Medio a primeros de agosto, justo después de la ofensiva israelí: «los actuales enfrentamientos ilustran la necesidad y la urgencia de que se concluya un acuerdo de paz entre los diferentes Estados concernidos». Ese es el método clásico de los racketeadores que vienen a proponerle una «protección» al tendero cuyo escaparate han roto previamente.

Así, como siempre en el capitalismo decadente, no existe diferencia de fondo entre la guerra y la paz: con la guerra, mediante la barbarie y las matanzas, los bandidos imperialistas preparan sus acuerdos de paz. Y estos últimos sólo son un medio, una etapa en la preparación de nuevas guerras todavía más asesinas y salvajes.

Más guerras cada día

Las negociaciones y los acuerdos habidos durante el verano, tanto en Ginebra como en Washington, no deben dejar lugar a dudas: no habrá más «orden mundial» con Clinton que con Bush.

En la ex Yugoslavia, incluso si las negociaciones de Ginebra sobre Bosnia se concretan (por ahora, la guerra sigue, entre musulmanes y croatas en particular), eso no significaría, ni mucho menos, el fin de los enfrentamientos. Ya conocemos los nuevos campos de batalla: Macedonia reivindicada casi abiertamente por Grecia, Kosovo habitado sobre todo por albaneses, atraídos por una unión con una «Gran Albania», la Krajina, la provincia situada en territorio de la antigua república federada de Croacia y hoy en manos de los serbios y que divide en dos el litoral croata de Dalmacia. Y sabemos muy bien que en esos conflictos en incubación, las grandes potencias no harán de moderadores, ni mucho menos; al contrario, como así lo han hecho hasta ahora, se dedicarán a echar leña al fuego.

En Oriente Medio, aunque hoy la paz parece estar de moda, no por ello va a durar: las modas son, pasan rápido y las fuentes de conflicto no faltan. La OLP, nuevo policía de los territorios a los que Israel ha tenido a bien darles autonomía, deberá hacer frente a la competencia de del movimiento integrista Hamas. La propia organización de Arafat está dividida: sus diferentes facciones, mantenidas por los diferentes Estados árabes, fomentarán sus peleas y al mismo tiempo se agudizarán los conflictos entre esos estados árabes, al desaparecer lo único que frenaba sus enfrentamientos, o sea, el apoyo a la «causa palestina» contra Israel. Por otro lado, a pesar de la aparente buena disposición declarada y un poco forzada por parte de Siria respecto al acuerdo de Washington no se ha resuelto la cuestión del Golan. Irak sigue estando en el purgatorio de las naciones. Los nacionalistas kurdos no han renunciado a sus reivindicaciones en Irak y Turquía... Y todas esas hogueras no hacen sino excitar los ardores pirómanos de las grandes potencias, siempre listas para descubrir una causa «humanitaria» que corresponda, por casualidad, a sus intereses imperialistas.

Las fuentes de conflictos no sólo se encuentran en los Balcanes y en Oriente Medio.

En el Caucaso, en Asia central, Rusia, mostrando los dientes de sus apetitos imperialistas (muchos más restringidos que en el pasado, claro está) no hace sino añadir más caos al caos de las antiguas repúblicas que formaban la URSS y echar leña al fuego de las peleas étnicas (Abjacios contra Georgianos, Armenios contra Azeríes, etc.). Y eso no permite en modo alguno atenuar el caos político que impera también dentro de sus fronteras, como puede comprobarse con el enfrentamiento actual entre Yeltsin y el Parlamento ruso.

En África, la declaración de guerra está servida entre los antiguos aliados del ex bloque occidental: «Si queremos encabezar la evolución mundial (...) debemos estar dispuestos a invertir tanto en África como en otras partes del mundo» (Clinton, citado por el semanario Jeune Afrique); «Desde el final de la guerra fría, ya no tenemos por qué alinearnos con Francia en África» (un diplomático norteamericano, en la revista citada). O dicho de otra manera: si Francia nos pone trabas en los Balcanes, no nos vamos nosotros a prohibir la caza en sus tierras africanas. En Liberia, en Rwanda, Togo, Camerún, Congo, Angola, etc., EEUU y Francia ya se están enfrentando mediante políticos o guerrillas locales. En Somalia le toca a Italia el ocupar la primera línea del frente antiamericano, aunque Francia no está lejos, y eso en el marco de una operación «humanitaria» bajo la bandera de la ONU, símbolo de la paz.

Y esa lista dista mucho de ser exhaustiva o definitiva. Por mucho que alejara la perspectiva de una tercera guerra mundial, el hundimiento del bloque del este en 1989 y la resultante desaparición del bloque occidental han abierto una verdadera caja de sorpresas. Desde ahora lo que tiende a imperar es la ley de «cada uno para sí», aunque ya se estén diseñando nuevas alianzas en la perspectiva todavía lejana, inaccesible incluso, de un futuro reparto del mundo entre dos nuevos bloques. Pero esas mismas alianzas son constantemente zarandeadas, pues, al haber desparecido la amenaza del «Imperio del Mal», ningún país ve interés alguno en que se incremente la potencia de sus aliados más fuertes. Es como el amigo musculoso que puede ahogarte en un efusivo abrazo. Y es así como Francia no tenía el menor interés en que su compinche germana se convirtiera en potencia mediterránea al echar mano de Eslovenia y Croacia. Y todavía más significativo, Gran Bretaña, aliado histórico de EEUU, no tenía la menor gana de favorecer el juego de esta potencia en los Balcanes y el Mediterráneo, zona a la que considera, gracias a sus posiciones en Gibraltar, Malta y Chipre, como algo un poco suyo.

De hecho, estamos asistiendo a un verdadero cambio en la dinámica de las tensiones imperialistas. En el pasado, con el reparto del mundo entre dos bloques, todo lo que podía fortalecer la cabeza de bloque frente al adversario era bueno para sus segundones. Hoy, todo lo que dé más fuerza a la potencia más fuerte puede ser contraproducente para sus aliados más débiles.

Por eso es por lo que el fracaso de Estados Unidos en los Balcanes, que se debe en gran parte a la traición de su «amigo» británico, no deberá ser simplemente comprendido como el resultado de errores políticos del gabinete de Clinton. Ha sido como la cuadratura del círculo para ese gabinete: cuanto más quiera dar prueba Estados Unidos de autoridad para apretar las tuercas del mundo, tanto más intentarán sus «aliados» librarse de su sofocante tutela. Y aunque el lucimiento y el uso de su aplastante superioridad militar es una pieza clave del imperialismo americano, también es una pieza que tiende a volverse contra sus propios intereses, favoreciendo una indisciplina todavía mayor de sus «aliados». Y aunque la fuerza bruta no será nunca capaz de hacer reinar el «orden mundial», no existe, sin embargo, en un sistema que se hunde en una crisis irremediable, otro medio para imponerse y por eso será cada día más utilizada.

Esa absurdez es el símbolo trágico de lo que ha llegado a ser el mundo capitalista: un mundo de putrefacción que se está sumiendo en una barbarie creciente con cada día más caos, más guerras y más matanzas.

FM

27 de septiembre de 1993

 

[1] El que Rusia se haya convertido hoy en uno de los mejores aliados de EEUU no elimina las divergencias de intereses que pudieran existir entre ambos países. Por ejemplo, Rusia no está en absoluto interesada en una alianza directa entre Estados Unidos y Serbia, alianza que podría hacerse pasando por encima de ella. Los Estados Unidos, mediante la promoción de su ciudadano de origen serbio Panic, ya intentaron relacionarse directamente con Serbia. Pero el fracaso de Panic en las elecciones implicó el cese del empeño norteamericano.

Geografía: 

  • Balcanes [25]
  • Oriente Medio [26]

¿Por dónde va la crisis económica? - Una economía corroída por la descomposición

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¿Por dónde va la crisis económica?

Una economía corroída por la descomposición

La crisis del sistema monetario europeo durante el verano de 1993 ha puesto en evidencia algunas de las tendencias más profundas y significativas que manifiesta actualmente la economía mundial. Al demostrar la importancia que han adquirido las prácticas artificiales y destructivas como la especulación masiva, al poner al desnudo la pujanza de las tendencias de «cada uno a la suya» que oponen a las naciones entre ellas, estos acontecimientos perfilan el porvenir inmediato del capitalismo: un porvenir marcado por el sello de la degeneración, la descomposición y la autodestrucción. Estas sacudidas monetarias no son mas que manifestaciones superficiales de una realidad mucho más dramática: la creciente incapacidad del capitalismo como sistema para superar sus propias contradicciones. Para la clase obrera, para las clases explotadas de todo el planeta, que sufren el paro masivo, la reducción de los salarios reales, la disminución de las «prestaciones sociales» etc., se trata del ataque económico más violento desde la Segunda Guerra mundial.

Los especuladores entierran  Europa... Occidente está al  borde del desastre»([1]). En estos términos comentaba Maurice Allais, premio Nobel de economía, los sucesos que, a finales de 1993, casi hacen estallar el SME. Un defensor tan eminente del orden establecido, no podía menos que ver las dificultades económicas de su sistema como resultado de la acción de elementos «exteriores» a la máquina capitalista. En este caso, «los especuladores». Pero la catástrofe económica actual es de tal magnitud, que obliga incluso a los burgueses más obtusos a un mínimo de lucidez, al menos para constatar la amplitud  de los estragos.

Las tres cuartas partes del planeta (el llamado Tercer mundo, el ex bloque soviético), ya no están «al borde del desastre», sino plenamente inmersos en él. A su vez, el último reducto, si no de prosperidad, por lo menos de no desmoronamiento, «Occidente», también se está hundiendo. Desde hace tres años, potencias como Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido, se enfangan en la recesión más larga y profunda desde la Guerra. El «relanzamiento» económico en Estados Unidos, que los «expertos» habían saludado, y que se basaba en tasas de crecimiento positivas del PIB en este país (3,2% en el segundo semestre del 92), se ha deshinchado a principios de 1993: 0,7% en el primer trimestre y 1,6% en el segundo, es decir, prácticamente estancamiento (los «expertos» esperaban al menos 2,3% para el segundo trimestre). La «locomotora americana», que había arrastrado el relanzamiento en Occidente después de las recesiones de 1974-75 y 1980-82, se ahoga antes incluso de haber empezado a tirar del tren. En cuanto a los otros dos grandes polos de «Occidente», Alemania y Japón, se hunden en la recesión. En el mes de mayo de 1993, la producción industrial había caído, en doce meses, 3,6 % en Japón, 8,3 % en Alemania.

En este contexto estalla la crisis del Sistema monetario europeo (SME), la segunda en menos de un año([2]). Bajo la presión de una ola mundial de especulación, los gobiernos del SME se ven obligados a renunciar a su compromiso de mantener sus monedas vinculadas entre sí por tipos de cambio estables. Al aumentar los márgenes de fluctuación de esos cambios del 5 al 30 %, han reducido prácticamente esos acuerdos a pura palabrería.

Aún si estos acontecimientos se sitúan en la esfera particular del mundo financiero del capital, son un producto de la crisis real del capital. Son significativos al menos en tres aspectos importantes, de las tendencias profundas que definen la dinámica de la economía mundial.

1.El desarrollo sin precedentes de la especulación, el trapicheo y la corrupción

La amplitud de las fuerzas especulativas que han sacudido el SME es una de las características más importantes del periodo actual. Después de haber especulado con todo durante los años 80 (acciones en bolsa, inmobiliario, objetos de arte, etc.), después de haber visto empezar a hundirse cantidad de valores especulativos con la llegada de los años 90, los capitales han encontrado uno de los últimos refugios en la especulación en los mercados cambiarios. Cuando se produjo la crisis del SME, se estimaba que los flujos financieros internacionales dedicados cada día a la especulación monetaria llegaban al billón de dólares (o sea, el equivalente a la producción anual del Reino Unido), ¡cuarenta veces el monto de los flujos financieros correspondientes a los saldos de cuentas comerciales! Aquí ya no se trata de algunos hombres de negocios poco escrupulosos que buscan beneficios rápidos y arriesgados. Toda la clase dominante, con sus bancos y sus Estados en cabeza, se lanza a esta actividad artificial y totalmente estéril desde el punto de vista de la riqueza real. Y lo hace, no porque sea un modo más sencillo de amasar beneficios, sino porque en el mundo real de la producción y el comercio, tiene cada vez menos medios para hacer fructificar de otra forma su capital. El recurso al beneficio especulativo es antes que nada la manifestación de la dificultad para realizar beneficios reales.

Por las mismas razones, la vida económica del capital se ve cada vez más infectada por las formas más degeneradas de toda clase de trapicheos y por la corrupción política generalizada. Las ganancias del tráfico de drogas a nivel mundial se han hecho tan importantes como las del comercio de petróleo. Las convulsiones de la clase política italiana revelan la magnitud de los beneficios producto de la corrupción y de toda clase de operaciones fraudulentas.

Ciertos moralistas radicales de la burguesía deploran el rostro cada vez más horrible de su «democracia» a medida que envejece. Quisieran librar al capitalismo de los «especuladores rapaces», de los traficantes de droga, de los hombres políticos corruptos. Así por ejemplo, Claude Julien, del prestigioso Le Monde diplomatique([3]), propone muy en serio a los gobiernos democráticos: «Esterilizar los enormes beneficios financieros que engendra el tráfico, impedir el blanqueo de dinero negro, y para hacer eso, suprimir el secreto bancario y eliminar los paraísos fiscales».

Los defensores del sistema, como no llegan a vislumbrar ni por un instante que pueda existir otra forma de organización social diferente del capitalismo, creen que los peores aspectos de la sociedad actual podrían eliminarse mediante algunas leyes enérgicas. Creen que se enfrentan a enfermedades leves y curables, cuando en realidad se trata de un cáncer generalizado. Un cáncer como el que descompuso la sociedad antigua romana en decadencia. Una degeneración que no desaparecerá más que con la destrucción del propio sistema.

2.La obligación de hacer trampas con sus propias leyes

La incapacidad de los países del SME para mantener una verdadera estabilidad en el dominio monetario, traduce la incapacidad creciente del sistema para vivir de acuerdo con sus propias reglas más elementales. Para comprender mejor la importancia y la significación de este fracaso vale la pena recordar por qué se creó el SME, a qué necesidades se supone que respondía.

La moneda es uno de los instrumentos más importantes de la circulación capitalista. Constituye un medio de medir lo que se intercambia, de conservar y acumular el valor de las ventas pasadas para poder hacer las compras futuras, permite el intercambio de las más diversas mercancías, cualquiera que sea su naturaleza y su origen, porque constituye un equivalente universal. El comercio internacional necesita monedas internacionales: la libra esterlina hizo ese papel hasta la Primera Guerra mundial, y después la suplantó el dólar. Pero eso no es suficiente. Para comprar y vender, para poder recurrir a los créditos, también es preciso que las diferentes monedas nacionales se intercambien entre sí con medios dignos de crédito, con suficiente constancia para no falsear totalmente el mecanismo de intercambio.

Si no hay un mínimo de reglas que se respeten en este terreno, las consecuencias se dejan sentir en toda la vida económica. ¿Cómo se puede comerciar cuando ya no se puede prever si el precio que se paga por una mercancía es el que se ha acordado en el momento del pedido? En pocos meses, por el juego de las fluctuaciones monetarias, el beneficio que se saca de la venta de una mercancía puede verse así transformado en pérdida completa.

Hoy día, la inseguridad monetaria a nivel internacional es tan grande que cada vez más vemos resurgir esa forma arcaica del intercambio que es el trueque, es decir, el intercambio directo de mercancías sin recurrir a la mediación del dinero.

Entre las trampas monetarias que permiten sortear, al menos momentáneamente, los límites impuestos por las reglas capitalistas, hay una que hoy ha cobrado una importancia de primer orden. Los «economistas» la llaman púdicamente «devaluación competitiva». Se trata de una «trampa» a las leyes más elementales de la concurrencia capitalista: en vez de servirse del arma de la productividad para ganar espacios en el mercado, los capitalistas de una nación devalúan la apreciación internacional de su moneda. Como consecuencia, los precios de sus mercancías disminuyen en el mercado internacional. En vez de proceder a complejas y difíciles reorganizaciones del aparato productivo, en vez de invertir en máquinas cada vez más costosas para garantizar una explotación más eficaz de la fuerza de trabajo, basta con dejar que se hunda la apreciación de su moneda. La manipulación financiera prevalece sobre la productividad real. Una devaluación exitosa incluso puede permitir que un capital nacional cuele sus mercancías en los mercados de otros capitalistas que sin embargo son más productivos.

El SME constituye una tentativa de limitar este tipo de práctica que convierte en un timo cualquier «arreglo» comercial. Su fracaso traduce la incapacidad del capitalismo para asegurar un mínimo de rigor en un terreno crucial.

Pero esta falta de rigor, esta incapacidad para respetar sus propias reglas no es, ni un hecho momentáneo, ni una especificidad del mercado monetario internacional. Desde hace 25 años el capitalismo intenta «librarse» de sus propias exigencias, de sus propias leyes que lo asfixian, en todos los dominios de su economía, sirviéndose para ello de la acción de su aparato responsable de la legalidad (capitalismo de Estado). Desde la primera recesión tras la reconstrucción, en 1967, se inventa los «derechos especiales de impresión», que consagran la posibilidad de que las grandes potencias puedan crear dinero a nivel internacional sin otra cobertura más que las promesas de los gobiernos. En 1972, Estados Unidos se deshace de la regla de la convertibilidad en oro del dólar y del sistema monetario llamado de Bretton Woods. Durante los años 70, los rigores monetarios se cambian por las políticas inflacionistas, los rigores presupuestarios por los déficits crónicos de los Estados, los rigores crediticios por los préstamos sin límite ni cobertura. Los años 80 han continuado estas tendencias, asistiendo, con las políticas llamadas reaganianas, a la explosión del crédito y de los déficits de Estado. Así entre 1974 y 1992, la deuda pública bruta de los estados de la OCDE ha pasado, considerando la media, del 35 % del PIB al 65 %. En ciertos países como Italia o Bélgica, la deuda pública sobrepasa el 100 % del PIB. En Italia, la suma de los intereses de esta deuda equivale a la masa salarial de todo el sector industrial.

El capitalismo ha sobrevivido a su crisis desde hace 25 años haciendo trampas con sus propios mecanismos. Pero al hacer esto no ha resuelto nada por lo que concierne a las razones fundamentales de su crisis. No ha hecho más que minar las propias bases de su funcionamiento, acumulando nuevas dificultades, nuevas fuentes de caos y de parálisis.

3. La tendencia creciente a «cada uno a la suya»

Pero una de las tendencias del capitalismo actual que la crisis del SME ha puesto más claramente en evidencia es la intensificación de las tendencias centrífugas, de las tendencias a «cada uno a la suya» y «todos contra todos». La crisis económica agudiza sin fin los antagonismos entre todas las fracciones del capital, a nivel nacional e internacional. Las alianzas económicas entre capitalistas no pueden ser más que arreglos momentáneos entre tiburones para enfrentarse mejor con otros. Por eso constantemente amenazan con disolverse por el peso de las tendencias de los aliados a devorarse mutuamente. Tras la crisis del SME se perfila el desarrollo de la guerra comercial a ultranza. Una guerra implacable, autodestructiva, pero que ningún capitalista puede sortear.

Los lloriqueos de los que, inconsciente o cínicamente, siembran ilusiones sobre la posibilidad de un capitalismo armonioso, no sirven para nada: «Hay que desarmar la economía. Es urgente pedir a los empresarios que abandonen sus uniformes de generales y de coroneles... El G7 se honraría si pusiera en funcionamiento, a partir de su próxima reunión en Nápoles, un "Comité por el desarme de la economía mundial"»([4]). Lo que es tanto como pedir que la cumbre de las siete principales naciones capitalistas occidentales constituya un comité por la abolición del capitalismo.

La competencia forma parte del espíritu mismo del capitalismo desde siempre. Lo que ocurre es que hoy simplemente alcanza un grado de extrema agudización.

Esto no quiere decir que no haya contratendencias. La guerra de todos contra todos también empuja a la búsqueda de alianzas indispensables, consentidas o forzadas, para sobrevivir. Los esfuerzos de los doce países de la CEE por asegurar un mínimo de cooperación económica frente a sus competidores norteamericano y japonés, no son simplemente fachada. Pero bajo la presión de la crisis económica y de la guerra comercial que aquélla exacerba, esos esfuerzos se enfrentan y seguirán enfrentándose a contradicciones internas cada vez más insuperables.

Los empresarios y los gobiernos capitalistas no pueden «abandonar sus uniformes de generales y de coroneles», como tampoco el capitalismo puede transformarse en un sistema de armonía y de cooperación económica. Sólo la superación revolucionaria de este sistema en descomposición podrá desembarazar a la humanidad de la absurda anarquía autodestructiva que padece.

Un porvenir de destrucción, de desempleo, de miseria

La guerra militar destruye las fuerzas productivas materiales por el fuego y el acero. La crisis económica destruye esas fuerzas productivas paralizándolas, inmovilizándolas. En veinticinco años de crisis, regiones enteras de entre las más industriales del planeta, como el norte de Gran Bretaña, el norte de Francia, o Hamburgo en Alemania, se han convertido en lugares de desolación, paisajes de fábricas y astilleros cerrados, devorados por el moho y el abandono. Desde hace dos años, los gobiernos de la CEE proceden a la esterilización de un cuarto de las tierras europeas cultivables debido a la «crisis de sobreproducción».

La guerra destruye físicamente a los hombres, soldados y población civil, esencialmente a los explotados, obreros o campesinos. La crisis capitalista expande la plaga del desempleo masivo. Reduce a los explotados a la miseria, por el desempleo o la amenaza de desempleo. Expande la desesperación para las generaciones actuales y condena el porvenir de las generaciones futuras. En los países subdesarrollados, la crisis se plasma en verdaderos genocidios por hambre y enfermedades: el continente africano en su mayor parte está abandonado a la muerte, roído por las hambrunas, las epidemias, la desertificación en el sentido literal del término...

Desde hace un cuarto de siglo, desde el final de los años 60 que marcaron el fin del período de reconstrucción de la posguerra, el desempleo no ha cesado de desarrollarse en el mundo. Ese desarrollo ha sido desigual según los países y las regiones. Ha conocido periodos de intenso desarrollo (recesiones abiertas) y periodos de pausa. Pero el movimiento general no se ha desmentido nunca. Con la nueva recesión que comenzó a finales de los 80, el desempleo se ha desarrollado hasta proporciones desconocidas hasta ahora.

En los países que primero han sido afectados por esta recesión, Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, el relanzamiento del empleo que se anuncia desde hace ahora ya tres años, no llega nunca. En la Comunidad europea el desempleo se incrementa al ritmo de 4 millones de desempleados más cada año (se prevén 20 millones de desempleados a finales de 1993, 24 millones a finales de 1994). Es como si en un año se suprimieran todos los empleos de un país como Austria. De enero a mayo de 1993 han habido cada día 1200 desempleados más en Francia, 1400 en Alemania (contando sólo las estadísticas oficiales, que subestiman sistemáticamente la realidad del desempleo).

En los sectores aparentemente «saneados», por retomar la cínica terminología de la clase dominante, se anuncian nuevas sangrías: en la siderurgia de la CEE, donde no quedan más que 400.000 empleos, se prevén 70 000 nuevos despidos; IBM, la empresa modelo de los últimos 30 años, no termina de «sanearse» y anuncia 80 000 nuevas supresiones de empleo. El sector del automóvil alemán anuncia 100 000.

La violencia y la magnitud del ataque que ha sufrido y sufre la clase obrera de los países más industrializados, en particular en Europa actualmente, no tiene precedentes.

Los gobiernos europeos no ocultan su conciencia de peligro. Delors, traduciendo el sentimiento de los gobiernos de la CEE, no cesa de poner en guardia contra el riesgo de una próxima explosión social. Bruno Trentin, uno de los responsables de la CGIL, principal sindicato italiano, que tuvo que soportar el otoño pasado los pitidos de las manifestaciones obreras encolerizadas contra las medidas de austeridad impuestas por el gobierno con el apoyo de las centrales sindicales, resume simplemente los temores de la burguesía de su país: «La crisis económica es tan grave, y la situación financiera de los grandes grupos industriales está tan degradada, que tememos el próximo otoño social»([5]).

La clase dominante tiene razón en temer las luchas obreras que provocará la agravación de la crisis económica. Raras veces en la historia la realidad objetiva ha puesto tan claramente en evidencia que no podemos combatir contra los efectos de la crisis capitalista sin destruir el capitalismo mismo. El grado de descomposición al que ha llegado el sistema, la gravedad de las consecuencias de su existencia, son de tal magnitud, que la cuestión de su superación por una transformación revolucionaria aparece y aparecerá cada vez más como la única salida realista para los explotados.

RV

 

[1] Libération, 2 de agosto de 1993.

[2] En septiembre de 1992, Gran Bretaña tuvo que abandonar el SME «humillada por Alemania», y se autorizó la devaluación de las monedas más débiles. Se ampliaron sus márgenes de fluctuación.

[3] Agosto de 1993.

[4] Ricardo Petrella, de la universidad católica de Lovaina.

[5] Entrevista en La Tribune, 28 de julio de 1993.

Noticias y actualidad: 

  • Crisis económica [1]

La lucha de clases contra la guerra imperialista - Las luchas obreras en Italia 1943

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La lucha de clases contra la guerra imperialista

Las luchas obreras en Italia 1943

En la historia del movimiento obrero y en la lucha de clases, la guerra imperialista siempre ha sido una cuestión fundamental. No es por casualidad. En la guerra se concentra toda la barbarie de esta sociedad. Y con la decadencia histórica del capitalismo, la guerra es la demostración de la incapacidad del sistema de ofrecer a la humanidad la menor posibilidad de desarrollo, llegando incluso a poner en peligro su supervivencia misma. Al ser una expresión de lo más patente de la barbarie que puede llegar a engendrar el sistema capitalista, la guerra también es un factor poderoso en la toma de conciencia y la movilización de la clase obrera. De esto hemos tenido durante este siglo manifestaciones de primera importancia con las dos guerras mundiales. La respuesta del proletariado a la Primera Guerra mundial es bastante conocida. Lo son mucho menos, en cambio, las expresiones de la lucha de clases que también hubo durante la Segunda Guerra mundial, especialmente en Italia. Cuando de ellas hablan los historiadores y otros propagandistas lo hacen para intentar demostrar que las huelgas de 1943 en Italia habrían sido los inicios de la resistencia «antifascista». Este año de 1993, en el 50 aniversario de esos acontecimientos, los sindicatos italianos no han perdido la ocasión, en medio de sus celebraciones nacionalistas y patrioteras,  de sacar de nuevo a relucir esa mentira. Escribimos este artículo para rechazar esas mentiras y reafirmar la capacidad de la clase para responder a la guerra imperialista en su propio terreno.

1943: el proletariado italiano se opone a los sacrificios de la guerra

Ya en la segunda mitad del año 1942 había habido huelgas esporádicas contra el racionamiento y por aumentos de salarios en las grandes factorias del norte de Italia. Eso ocurría en un tiempo en que no estaba decidido, ni mucho menos, de qué lado sería la victoria; en un tiempo en el que el fascismo aparecía sólidamente instalado en el poder. Ésas habían sido las primeras escaramuzas ocasionadas por el descontento que la guerra había engendrado en las filas proletarias a causa de los sacrificos que imponía.

El 5 de marzo de 1943 se inicia la huelga en la factoría Mirafiori de Turín, extendiéndose en unos cuantos días a otras fábricas y reuniendo así a decenas de miles de obreros. Las reivindicaciones son muy claras y sencillas: aumento de las raciones de víveres, subidas de salarios y... fin de la guerra. A lo largo de aquel mes, la agitación alcanza a las grandes fábricas de Milán, a Lombardía entera, a Liguria y otras regiones de Italia.

La respuesta del poder fascista fue una de cal y otra de arena, el palo y la zanahoria: detenciones de los obreros más destacados y a la vez concesiones respecto a las reivindicaciones más inmediatas. Por mucho que Mussolini creyera que tras las huelgas estaban las fuerzas antifascistas, no podía permitirse el lujo de provocar la extensión de la cólera obrera. Sus sospechas tenían, sin embargo, poco fundamento, pues las huelgas fueron totalmente espontáneas, surgen de las bases obreras y de su descontento contra los sacrificios que la guerra impone. Esto es tan cierto que hasta los obreros «fascistas» participan en las huelgas.

«Lo propio de aquella acción fue su carácter de clase que, en el plano histórico, otorga a las huelgas de 1943-44 una fisonomía propia, unitaria, típica, incluso en relación con la acción general llevada a cabo unitariamente por los comités de liberación nacional»([1]).

«Haciendo valer mi prestigio de viejo líder sindical, afronté a miles de obreros que reanudaron inmediatamente el trabajo, pero los fascistas se comportaron de manera totalmente pasiva y eso, desgraciadamente, cuando no fomentaron, en algunos casos, las huelgas. Esto fue lo que me impresionó enormemente»([2]).

El comportamiento de los obreros no sólo impresionó a los jerarcas fascistas, sino a la burguesía italiana entera. Todos ellos veían renacer en las huelgas el espectro proletario, un enemigo mucho más peligroso que los adversarios del otro lado del campo de batalla. La burguesía comprende con esas huelgas que el régimen fascista es incapaz de contener la cólera obrera y prepara su sustitución y la reorganización de sus fuerzas «democráticas».

El 25 de julio, el rey destituye a Mussolini, manda arrestarlo y encarga al mariscal Badoglio que forme un nuevo gobierno. Una de las primeras preocupaciones de ese gobierno va a ser la refundación de unos sindicatos «democráticos» que sirvan para canalizar las reivindicaciones de los obreros, los cuales, durante ese tiempo, habían creado sus propios órganos para dirigir el movimiento, estando así libres de todo control. El ministro de los Gremios (pues así seguían llamándose), un tal Leopoldo Picardi, hace liberar al viejo dirigente sindical socialista Bruno Buozzi, proponiéndole el cargo de delegado de organizaciones sindicales. Buozzi pide, obteniéndolo, que se nombre como subdelegados al comunista Roveda y al cristiano Quadrello. La burguesía ha sabido escoger, pues Buozzi es bien conocido por haber participado en las huelgas de 1922 (movimiento de ocupación de fábricas, especialmente en el Norte), durante el cual él había demostrado su fidelidad a la burguesía haciéndolo todo por atajar los avances del movimiento.

Pero los obreros hacen oídos sordos a la democracia burguesa y a sus promesas. Si se habían opuesto al régimen fascista fue ante todo porque estaban hartos de los sacrificios que les imponía la guerra. Y el gobierno de Badoglio les pedía que siguieran soportándolos.

Así, a mediados de agosto de 1943, los obreros de Turín y de Milán vuelven a ponerse en huelga exigiendo, con más fuerza que antes todavía, el fin de la guerra. Las autoridades locales responden una vez más con la represión, pero lo que será todavía más eficaz fue el viaje de Piccardi, Buozzi y Roveda al Norte para allí entrevistarse con los representantes de los obreros y convencerlos de que reanuden el trabajo. Antes incluso de haber reconstruido sus organizaciones, los sindicalistas del régimen «democrático» empezaban a hacer su sucia labor contra los obreros.

Acorralados por la represión, las concesiones y las promesas, los obreros reanudan el trabajo en espera de los acontecimientos. Estos se precipitan. Ya en julio habían desembarcado los aliados en Sicilia; el 8 de septiembre, Badoglio firma con ellos el armisticio, huye al Sur con el Rey y exhorta a la población a seguir la guerra contra nazis y fascistas. Tras alguna que otra manifestación de entusiasmo, se produce la desmovilización en el desorden. Muchos soldados se deshacen del uniforme, vuelven a casa o se esconden.

Los obreros, aunque no son capaces de izar su propia bandera de clase, no aceptan empuñar las armas contra los alemanes y reanudan el trabajo preparándose a presentar sus reivindicaciones inmediatas contra los nuevos patronos de Italia del norte. En efecto, Italia queda dividida en dos: en el Sur, están las tropas aliadas y una apariencia de gobierno legal; en el norte, en cambio, los fascistas vuelven otra vez al poder, o, más bien, las tropas alemanas.

Pero, aun sin participación popular, la guerra sigue de hecho. Los bombardeos aliados sobre el Norte de Italia se endurecen y las condiciones de vida de los obreros se deterioran todavía más. Y es así como en noviembre-diciembre los obreros reanudan el camino de la lucha, enfrentándose esta vez a una represión todavía más dura. Además de las detenciones, planea ahora sobre ellos una nueva amenaza: la deportación a Alemania. Los obreros defienden valientemente sus reivindicaciones. En noviembre, los obreros de Turín se ponen en huelga y sus reivindicaciones son satisfechas en gran parte. A principios de diciembre les toca a los obreros de Milán ponerse en huelga: promesas y amenazas de las autoridades alemanas. El episodio siguiente es significativo: «A las 11h30 llega el general Zimmerman y da la orden siguiente: “quienes no reanuden el trabajo deben salir de las empresas; y quienes salgan serán considerados enemigos de Alemania”. Todos los obreros abandonaron las fábricas» (según un periódico clandestino del PC citado por Turone). En Génova, el 16 de diciembre, los obreros ocupan las calles. Las autoridades alemanas utilizan la mano dura y se producen enfrentamientos con muertos y heridos, enfrentamientos que prosiguen con la misma dureza durante el mes de diciembre por toda Liguria.

Es la señal del cambio de tornas: el movimiento se va debilitando de hecho, debido, entre otras cosas, a la división de Italia en dos partes. Las autoridades alemanas, con dificultades en el frente, no pueden seguir tolerando que se interrumpa la producción y se deciden a enfrentarse resueltamente a la clase obrera (una clase obrera que estaba también empezando a resurgir con huelgas en Alemania misma). Y el movimiento empieza a perder su carácter espontáneo y de clase. Las fuerzas «antifascistas» procuran dar a las reivindicaciones obreras el carácter de lucha de «liberación». Este fenómeno se ve favorecido por el hecho de que muchos obreros de vanguardia, para escapar a la represión, se ocultan en los montes en donde son alistados por las guerrillas de partisanos. Aunque todavía habrá huelgas en la primavera de 1944 y 1945, la clase obrera desde entonces había perdido la iniciativa.

Las huelgas de 1943: lucha de clases y no guerra antifascista

La propaganda burguesa procura presentar todo el movimiento de huelgas de 1943 a 1945 como una lucha antifascista. Los pocos elementos que hemos recordado ya demuestran que no fue así ni mucho menos. Los obreros luchaban contra la guerra y los sacrificios que imponía. Y para ello, los obreros se enfrentaron a los fascistas cuando éstos estaban oficialmente en el poder (en marzo), contra el gobierno, que ya no es oficialmente fascista, de Badoglio (en agosto), contra los nazis, cuando éstos son los que de verdad mandan en el norte de Italia (diciembre).

Lo que sí es cierto, sin embargo, es que las fuerzas «democráticas» y la izquierda de la burguesía, el PCI a su cabeza, intentaron desde el principio desnaturalizar el carácter de clase de la lucha obrera para desviarla hacia el terreno burgués de la lucha patriótica y antifascista. A esa labor le dedicaron sus mayores esfuerzos. Sorprendidas por el carácter espontáneo del movimiento, las fuerzas «antifascistas» se vieron obligadas a seguirlo, intentando durante las huelgas mismas infiltrar sus consignas «antifascistas» entre las de los huelguistas. Los militantes locales de esas fuerzas fueron a menudo incapaces de realizar tales infiltraciones recibiendo las consiguientes broncas de los dirigentes de sus partidos. Enfangados en su lógica burguesa, los jerifaltes de esos partidos eran incapaces de entender que para los obreros el enfrentamiento siempre lo es contra el capital sea cual sea la forma de éste.

«Recordemos cuántas fatigas nos costó al principio de la lucha de liberación el convencer a los obreros y a los campesinos sin formación comunista (¡sic!), que comprendían que había que luchar contra los alemanes, claro está, pero que decían: “para nosotros, que los patronos sean italianos o sean alemanes no hay gran diferencia”»([3]).

Mal que le pese al señor Sereni, los obreros comprendían perfectamente que su enemigo era el capitalismo y que era contra ese sistema contra lo que había que luchar, fuera cual fuera la forma con la que se presentaba. Otros señores como Sereni al igual que los fascistas a quienes combatían, la burguesía entera, también sabían perfectamente que esa lucha obrera era el mayor peligro que debían atajar.

Claro está que el proletariado necesita la lucha política para alcanzar su verdadera emancipación. El problema es saber qué política necesita, en qué terreno, con qué perspectiva. La política de la lucha «antifascista» era una política plenamente patriótica y nacional-burguesa, que no ponía en entredicho el poder del capital. Y en cambio, aún embrionaria, la más sencilla reivindicación de “pan y paz”, llevada hasta sus últimas consecuencias, cosa que los obreros italianos no lograron hacer, contenía en sí misma la perspectiva de la lucha contra el capitalismo, sistema incapaz de dar ni una cosa ni la otra.

En el 43, la clase obrera demostró una vez más
su naturaleza antagónica con el capital...

«Pan y paz», consigna simple e inmediata que hizo temblar a la burguesía poniendo en peligro sus propósitos imperialistas. Pan y paz había sido la consigna que hiciera moverse al proletariado ruso en 1917, consigna que sirvió de arranque hasta la revolución que lo llevó al poder en octubre. En 1943 tampoco faltaron grupos obreros que en las huelgas proponían la consigna de que se formaran soviets. Se sabe muy bien que para una gran parte de los obreros, la participación en la Resistencia no era un acto patriótico sino una acción anticapitalista, como así ha sido reconocido incluso en la reconstrucción de los partidos «antifascistas».

Y, en fin, el miedo de la burguesía estaba justificado por el hecho de que también se estaban produciendo movimientos de huelga en Alemania en aquel mismo año de 1943, movimientos que más tarde afectarían a Grecia, Bélgica, Francia y Gran Bretaña([4]).

Con esos movimientos, la clase obrera volvía al escenario social, amenazando el poder de la burguesía. La clase obrera ya lo había logrado en 1917 cuando la revolución rusa había obligado a los beligerantes a poner fin, prematuramente para éstos, a la guerra mundial, para así enfrentarse, todos unidos, al peligro proletario que desde Rusia podía extenderse a Europa entera.

Como hemos visto, las huelgas en Italia aceleraron la caída del fascismo y la salida de Italia de la guerra. Por su acción, la clase obrera también confirmó en la Segunda Guerra mundial que era la única fuerza social capaz de oponerse a la guerra. Contrariamente al pacifismo pequeñoburgués, que se manifiesta para «pedir» al capitalismo que sea menos belicoso, la clase obrera, cuando actúa en su propio terreno de clase, pone en entredicho el poder mismo del capitalismo y, por lo tanto, que este sistema pueda seguir con sus campañas guerreras. Potencialmente, las huelgas del 43 llevaban en sí la misma amenaza que en 1917: la perspectiva de un proceso revolucionario del proletariado.

Las fracciones revolucionarias de entonces captaron esa posibilidad, sobrevalorándola. Lo hicieron todo por favorecerla. En agosto de 1943, en Marsella, la Fracción italiana de la Izquierda comunista (que publicaba la revista Bilan antes de la guerra), superando las dificultades que había vivido al iniciarse la guerra, mantuvo, junto con el núcleo francés de la Izquierda comunista que acababa de formarse, una conferencia basándose en el análisis de que los acontecimientos de Italia habían abierto una fase prerrevolucionaria- Para ella era el momento de «transformar la fracción en partido» y regresar a Italia para atajar los intentos de los falsos partidos obreros por «amordazar la conciencia revolucionaria» del proletariado. Empezaba así una gran labor de defensa del derrotismo revolucionario que llevó a la Fracción a difundir, en junio de 1944, una hoja a los obreros de Europa alistados en los diferentes ejércitos en guerra para que confraternizaran y volvieran su lucha contra el capitalismo, fuera éste democrático o fascista.

Los camaradas que estaban en Italia se reorganizaron también y, basándose en un análisis similar al de Bilan, fundaron el Partido comunista internacionalista. Esta organización inició también una labor de derrotismo revolucionario, combatiendo el patriotismo de las formaciones partisanas y haciendo propaganda por la revolución proletaria([5]).

Cincuenta años después, aunque debemos recordar con orgullo la labor y el entusiasmo de aquellos camaradas, de entre los cuales algunos perdieron la vida por ello, debemos también reconocer que el análisis en el que se basaban era erróneo.

... pero la guerra no es la situación más favorable
para la realización de un proceso revolucionario

Los movimientos de lucha que hemos recordado y, especialmente, los de 1943 en Italia, son la prueba indiscutible del retorno del proletariado a su terreno de clase y del inicio de un posible proceso revolucionario. El desenlace no fue, sin embargo, el mismo que el del movimiento surgido contra la guerra en 1917. El movimiento de 1943 en Italia no logró parar la guerra y menos todavía desembocar en un proceso revolucionario, como así había ocurrido en Rusia primero, en Alemania después con la Primera Guerra mundial.

Las causas de esta derrota son múltiples, algunas son de orden general y otras específicas de la situación en que se desarrollaban los acontecimientos.

En primer lugar, aunque es cierto que la guerra empuja al proletariado a actuar de manera revolucionaria, eso es así sobre todo en los países vencidos. El proletariado de los países vencedores permanece en general más sometido ideológicamente a la clase dominante, lo cual desfavorece la indispensable extensión mundial que el poder proletario necesita para sobrevivir como se necesita el aire para respirar. Además, aunque la lucha logre imponer la paz a la burguesía, a la vez pierde las condiciones extraordinarias que la hicieron surgir. En Alemania por ejemplo, el movimiento revolucionario que condujo al armisticio de 1918 sufrió enormemente, tras dicho armisticio, de la presión ejercida por toda una parte de los soldados que, de regreso del frente, sólo tenían un deseo: volver a casa, disfrutar de una paz tan deseada y conquistada a tan alto precio. En realidad, la burguesía alemana había aprendido la lección de la revolución en Rusia, en donde la continuación de la guerra por el gobierno provisional sucesor del régimen zarista después de febrero de 1917, había sido el mejor acicate de un movimiento revolucionario en el que precisamente los soldados habían desempeñado un papel fundamental. Por eso firmó el gobierno alemán el armisticio con la Entente el 11 de noviembre, dos días después de que se iniciaran los motines en la marina de guerra en Kiel.

En segundo lugar, la burguesía va a aprovecharse de esas enseñanzas del pasado para el período anterior a la Segunda Guerra mundial. La clase dominante no se lanza a la guerra hasta no estar segura de que el proletariado estaba total e ideológicamente alistado para ella. La derrota del movimiento revolucionario de los años 20 había hundido al proletariado en el mayor de los desconciertos, a la desmoralización se le habían añadido las mentiras del «socialismo en un solo país» y de «la defensa de la patria socialista». Ese desconcierto dejó cancha a la burguesía para organizar un ensayo general de la guerra mundial gracias a la guerra de España, en la cual la excepcional combatividad del proletariado español fue desviada hacia el terreno de la lucha antifascista, a la vez que el estalinismo conseguía arrastrar igualmente a ese terreno a batallones importantes del resto del proletariado europeo.

En fin, en plena  guerra misma, cuando a pesar de todas esas dificultades que ya conocía desde el principio, el proletariado empezó a actuar en su terreno de clase, la burguesía tomó de inmediato sus medidas.

En Italia, donde el peligro era mayor, la burguesía, como hemos visto, se dio prisa en cambiar de régimen y, después, de alianzas. En otoño de 1943, Italia queda dividida en dos, el sur en manos de los aliados y el resto en las de los nazis. Siguiendo los consejos de Churchill («Hay que dejar a Italia cocerse en su propia salsa»), los aliados retrasaron el avance hacia el norte, obteniendo así un doble resultado: por un lado dejaban al ejército alemán el cuidado de reprimir el movimiento proletario; por otro lado, se dio así a las fuerzas antifascistas la tarea de desviar el movimiento del terreno de clase de la lucha anticapitalista hacia el de la lucha antifascista. Al cabo de poco menos de un año esa operación logró sus objetivos. A partir de entonces, la actividad del proletariado, aunque siguiera reivindicando mejoras inmediatas, dejó de ser autónoma. Así, además, para los proletarios, la única razón de la continuación de la guerra era la ocupación nazi, lo cual iba a servir plenamente la propaganda de las fuerzas antifascistas.

En Alemania, gracias a la experiencia de la primera posguerra, la burguesía mundial llevó a cabo una acción sistemática para que no ocurrieran hechos parecidos a los de 1918-19. Para empezar, poco antes del final de la guerra, los aliados se dedicaron a la exterminación masiva y sistemática de las poblaciones de los barrios obreros mediante bombardeos sin precedentes de las grandes ciudades como Hamburgo y Dresde en donde, el 13 de febrero de 1945, 135 000 personas (el doble que en Hiroshima) perecieron bajo las bombas. Esos objetivos carecían del más mínimo valor militar (además, los ejércitos del Reich alemán ya estaban en plena desbandada). De lo que se trataba en realidad era de aterrorizar e impedir la más mínima organización del proletariado. En segundo lugar, los aliados rechazaron toda idea de armisticio mientras no hubieran ocupado la totalidad del territorio alemán. Era primordial para ellos el administrar directamente un territorio en el que la burguesía alemana vencida podía resultar incapaz de controlar sola la situación. En fin, tras la capitulación de esta última y en estrecha colaboración con ella, los aliados guardaron durante largos meses a los prisioneros de guerra alemanes para así evitar la mezcla explosiva que hubiera podido provocar su encuentro con la población civil.

En Polonia, durante la segunda mitad de 1944, fue el Ejército rojo el que dejó hacer a las fuerzas nazis la sucia tarea de aplastar a los obreros insurrectos de Varsovia. El Ejército rojo estuvo esperando durante meses a unos cuantos kilómetros de Varsovia a que las tropas alemanas ahogaran la revuelta. Y lo mismo ocurrió en Budapest a principios de 1945.

Así, en toda Europa, la burguesía, gracias a su experiencia de 1917, alertada por las primeras huelgas obreras, no esperó a que el movimiento creciera y se reforzara: mediante la represión sistemática por un lado, la labor de desvío de las luchas por las fuerzas estalinistas y antifascistas, consiguió bloquear la amenaza proletaria impidiéndole ir en aumento.

50 años después de 1943, el proletariado debe sacar las lecciones

El proletariado ni consiguió parar la Segunda Guerra mundial, ni logró desarrollar un movimiento revolucionario. Pero como en todas las batallas del proletariado, las derrotas pueden transformarse en armas para los combates de mañana si el proletariado sabe sacar las lecciones justas. Les incumbe a los revolucionarios ser los primeros en poner de relieve esas lecciones, identificándolas claramente. Un trabajo así exige que, basándose en una profunda asimilación de la experiencia del movimiento obrero, no queden los revolucionarios prisioneros de esquemas del pasado, como eso ocurre todavía a grupos del medio proletario como el PCInt (Battaglia communista) y las diferentes capillas del ámbito bordiguista.

He aquí, muy brevemente, las principales lecciones que hay que despejar de la experiencia proletaria desde hace medio siglo.

Contrariamente a lo que pensaban los revolucionarios del pasado, la guerra generalizada no crea las mejores condiciones para la revolución proletaria. Eso es tanto más cierto hoy en día, cuando existen unos medios de destrucción que harían de un eventual conflicto mundial algo tan asolador que impediría la menor reacción proletaria y eso si no acarrea la destrucción de la humanidad. Si hay una lección que los proletarios deben sacar de su experiencia pasada es que para luchar contra la guerra hoy deberán actuar antes de una guerra mundial, pues durante ella sería demasiado tarde.

Hoy no existen todavía las condiciones para un conflicto mundial. Por un lado, el proletariado no está lo bastante alistado para que la burguesía pueda desencadenar un conflicto así, que es la única salida que es capaz de dar la clase dominante a su crisis económica. Por otro lado, aunque, como la ha señalado la CCI, el desmoronamiento del bloque del Este ha abierto una tendencia a la formación de dos nuevos bloques imperialistas, éstos no existen por ahora como tales, y sin ellos es imposible que haya guerra mundial.

Eso no quiere decir ni mucho menos que la tendencia a la guerra no exista y menos todavía que no haya guerras. Desde la guerra del Golfo en 1991 a la de la ex Yugoslavia de hoy, pasando por tantos y tantos conflictos por el mundo, hay de sobra ejemplos para comprender que el hundimiento del bloque del Este no ha abierto, ni mucho menos, un período de «nuevo orden mundial». Ha dado paso, al contrario, a un período de inestabilidad creciente, período que desembocaría en un nuevo conflicto mundial o en la desaparición de la sociedad en su propia descomposición, si el proletariado no ataja ese proceso gracias a su acción revolucionaria.

El factor más poderoso hoy en día de concientización es la quiebra del capitalismo, es la crisis económica, una crisis económica catastrófica que no podrá solucionarse en el capitalismo. Esos son los dos factores que crean las mejores condiciones para el crecimiento revolucionario de la lucha proletaria. Y esto sólo será posible si los revolucionarios mismos saben abandonar las viejas ideas del pasado y adaptar su intervención a las nuevas condiciones históricas.

Helios

 

[1] Sergio Turone, Storia del sindacato en Italia.

[2] Declaraciones del Subsecretario Tullio Cianetti, citado en el libro de Turone.

[3] E. Sereni, dirigente en aquel entonces del PCI en el Gobierno del CL, citado por Romolo Gobbi en Operai e resistenza. Este libro, aunque muy impregnado por las posiciones consejistas y apolíticas del autor, muestra bien el carácter anticapitalista y espontáneo del movimiento de 1943, del mismo modo que también demuestra muy bien, a través de las múltiples citas sacadas de los archivos del PCI (Partido comunista italiano), el carácter nacionalista y patriótico de dicho partido.

[4] Para más detalles sobre este período, véase  Danilo Montaldi, Saggio sulla politica comunista in Italia, edizioni Quaderni piacentini.

[5] Sobre la actividad de la Izquierda comunista durante la guerra, ver nuestro libro La Izquierda comunista de Italia, 1927-1952.

Geografía: 

  • Italia [27]

Series: 

  • Guerra y proletariado [28]

Acontecimientos históricos: 

  • IIª Guerra mundial [29]

Cuestiones teóricas: 

  • Fascismo [9]
  • Guerra [30]

VII - El estudio de El Capital y los Principios del comunismo (1a parte)

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El telón de fondo de la historia

– Parte primera –

EN el artículo anterior de esta serie  (Revista internacional nº 73)  vimos que Marx y su tendencia, como consecuencia de la derrota de las revoluciones de 1848 y el comienzo de un nuevo periodo de crecimiento capitalista, se embarcaron en un proyecto de investigación teórica en profundidad con el fin de descubrir la dinámica real del modo capitalista de producción, y por tanto, las bases reales para su eventual sustitución por un orden social comunista.

Ya en 1844, Marx en sus Manuscritos económicos y filosóficos, y Engels en sus Esbozos de una crítica de la economía política, habían empezado a investigar –y a criticar desde una posición proletaria– los fundamentos económicos de la sociedad capitalista, y las teorías económicas de la clase capitalista, generalmente conocidas como «economía política». La comprensión de que la teoría comunista tenía que construirse sobre la sólida base de un análisis económico de la sociedad burguesa constituía ya una ruptura decisiva con las concepciones utópicas del comunismo que habían prevalecido en el movimiento obrero hasta entonces, puesto que significaba que la denuncia del sufrimiento y la alienación que acarreaba el sistema capitalista de producción ya no se restringía a una objeción puramente moral a sus injusticias; mas bien, los horrores del capitalismo se analizaban como expresiones inevitables de su estructura social y económica, y por tanto sólo podían suprimirse a través de la lucha revolucionaria de una clase social que tenía un interés material en reorganizar la sociedad.

Entre 1844 y 1848, la fracción «marxista» desarrolló una comprensión más clara de los mecanismos internos del sistema capitalista, una concepción históricamente más dinámica, que identificaba el capitalismo como la última de una larga serie de sociedades divididas en clases, y un sistema cuyas contradicciones fundamentales llevarían eventualmente a su hundimiento y plantearían la necesidad y la posibilidad de la nueva sociedad comunista (vease Revista internacional nº 72).

Sin embargo, la principal tarea que afrontaban los revolucionarios en esta fase era construir una organización política comunista e intervenir en los enormes alzamientos sociales que sacudieron Europa en el año 1848. En resumen, la necesidad de un combate político activo tomaba preeminencia sobre el trabajo de elaboración teórica. Al contrario, con la derrota de las revoluciones de 1848 y la consiguiente lucha contra las ilusiones activistas e inmediatistas que llevaron a la defunción de la Liga de los comunistas, era esencial tomar distancias de los hechos inmediatos y desarrollar una visión más profunda y a largo plazo del destino de la sociedad capitalista.

Más allá de la economía política

Por tanto, durante más de una década, Marx se sumergió de nuevo en un vasto proyecto teórico que él mismo había concebido a comienzos de la década de 1840. Este fue el periodo en que trabajó muchas horas en el British Museum, estudiando no sólo los clásicos de la economía política, sino una inmensa cantidad de información sobre las operaciones contemporáneas de la sociedad capitalista: el sistema fabril, el dinero, el crédito, el comercio internacional; y no sólo la historia de los albores del capitalismo, sino también la historia de las civilizaciones y sociedades precapitalistas. La intención inicial de esta investigación era la que se había propuesto una década antes: producir una obra monumental sobre «Economía», que en realidad sólo sería una parte de un trabajo más global que trataría, entre otras cosas, asuntos políticos más directamente y también la historia del pensamiento socialista. Pero como Marx escribió en una carta a Wedemeyer, «el tema en que estoy trabajando tiene tantas ramificaciones», que el plazo límite para terminar el trabajo de Economía se retrasaba constantemente, primero semanas y después años; y de hecho no iba a terminarse nunca: Marx sólo terminó realmente el primer volumen de El Capital. La mayor parte del material reunido de ese periodo, o bien fue completado por Engels, y no se publicó hasta después de la muerte de Marx (los siguientes tres volúmenes de El Capital), o, como en el caso de los Grundrisse (los «Elementos fundamentales de la Crítica de la economía política – borrador»), nunca pasaron de ser una colección de notas elaboradas que no estuvieron disponibles en occidente hasta la década de 1950, y por ejemplo no se tradujeron al inglés hasta 1973 (la edición en español es igualmente de los años 70).

Sin embargo, aunque este fue un periodo de gran pobreza y personalmente muy duro para Marx y su familia, también fue el periodo más fructífero de su vida por lo que concierne al aspecto teórico de su trabajo. Y no es ninguna casualidad que gran parte de la gigantesca gestación de esos años estuviera dedicada al estudio de la economía política, porque era la clave para desarrollar una comprensión realmente científica de la estructura y el movimiento del modo capitalista de producción.

En su forma clásica, la economía política fue una de las expresiones más avanzadas de la burguesía revolucionaria: «Históricamente, apareció como una parte íntegra de la nueva ciencia de la humanidad, que la burguesía creó en el curso de su lucha revolucionaria para instalar su nueva formación socio-económica. La economía política fue pues, el complemento realista de la gran conmoción filosófica, moral, estética, psicológica, jurídica y política, de la así llamada «era de las luces», durante la cual los portavoces de la clase ascendente expresaban por primera vez la nueva conciencia burguesa, que correspondía a los cambios intervenidos en las condiciones reales de existencia» (Karl Korsch, Karl Marx).

Como tal, la economía política había sido hasta cierto punto capaz de analizar el movimiento real de la sociedad burguesa: de verla como una totalidad más que como una suma de fragmentos, y de comprender a fondo sus relaciones subyacentes en lugar de dejarse engañar por los fenómenos de superficie. En particular la obra de Adam Smith y David Ricardo había estado cerca de poner al descubierto el secreto que yace en el mismo corazón del sistema: el origen y significado del valor, el «valor» de las mercancías. Ensalzando las «clases productivas» de la sociedad contra la nobleza cada vez más parásita y ociosa, estos economistas de la escuela inglesa fueron capaces de ver que el valor de una mercancía estaba determinado esencialmente por la cantidad de trabajo humano que contenía. Pero otra vez sólo hasta cierto punto. Como expresaba el punto de vista de la nueva clase explotadora, la economía política burguesa inevitablemente tenía que mistificar la realidad, que ocultar la naturaleza explotadora del nuevo modo de producción. Y esta tendencia a hacer apología de el nuevo orden pasaba a primer plano tanto más cuanto que la sociedad burguesa revelaba sus contradicciones innatas, sobre todo la contradicción social entre capital y trabajo, y las contradicciones económicas que periódicamente sumían al sistema en crisis. Ya durante las décadas de 1820 y 1830, tanto la lucha de clase de los obreros, como la crisis de sobreproducción habían hecho su aparición definitiva en la escena histórica. Entre Adam Smith y Ricardo ya hay una «reducción en la visión teórica y el comienzo de una esclerosis formal» (Korsch, op. cit.), puesto que el último se ocupa menos de examinar el sistema en su totalidad. Pero los «teóricos» económicos posteriores de la burguesía son cada vez menos capaces de contribuir en algo útil para la comprensión de su propia economía. Este proceso degenerativo ha alcanzado su apogeo, como sucede con todos los aspectos del pensamiento burgués, en el periodo decadente del capitalismo. Para la mayoría de escuelas de economistas actuales, la idea de que el trabajo humano tiene algo que ver con el valor, se descarta como un anacronismo risible; ni que decir tiene, sin embargo, que esos mismos economistas están completamente desconcertados ante el colapso cada vez más evidente de la economía mundial.

Marx abordó la economía política clásica igual que la filosofía de Hegel: tratándola desde una posición proletaria y revolucionaria, por eso fue capaz de asimilar sus contribuciones más importantes al mismo tiempo que trascendía sus límites. Así fue capaz de demostrar:

  • que el capitalismo es un sistema de explotación de clases y no puede ser otra cosa –aunque este hecho primario aparece velado en el proceso capitalista de producción en contraste con las sociedades de clases previas. Este fue el mensaje esencial de su concepción del plusvalor;
  • que el capitalismo, a pesar de su carácter increíblemente expansivo, de su potencial para someter el planeta entero a sus leyes, no por ello deja de ser un modo transitorio de producción, como el esclavismo romano o el feudalismo medieval; que una sociedad basada en la producción universal de mercancías estaba inevitablemente condenada, por la propia lógica de sus mecanismos internos, a su declive y colapso final;
  • que el comunismo, por tanto, era una posibilidad material abierta por el desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas que acarreaba el propio capitalismo; también era una necesidad si la humanidad quería escapar a las consecuencias devastadoras de las contradicciones económicas del capitalismo.

Pero si el centro del trabajo de Marx durante este periodo es el estudio, a veces con sorprendente detalle, de las leyes del capital, el trabajo global no se restringía a esto. Marx había heredado de Hegel la comprensión de que lo particular y lo concreto –en este caso el capitalismo– sólo podían entenderse en su totalidad histórica, esto es, teniendo en cuenta el vasto telón de fondo de todas las formas de sociedad humana desde los primeros días de la especie. En los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Marx había dicho que el comunismo era la «solución al enigma de la historia». El comunismo es el heredero inmediato del capitalismo; pero igual que un niño es también el producto de todas las generaciones que le han precedido, también se puede decir que «todo el movimiento de la historia es el acto de génesis» de la sociedad comunista (Ibíd.). Por esto, una buena parte de los escritos de Marx sobre el capital también contienen largas incursiones, tanto sobre cuestiones «antropológicas» –cuestiones sobre las características del hombre en general-, como sobre los modos de producción que precedieron a la sociedad burguesa. Esto es particularmente cierto en el caso de los Grundrisse; en cierto modo un «borrador» de El Capital, también es un prólogo a una investigación más amplia en la que Marx trata en profundidad, no sólo de la crítica de la economía política como tal, sino también algunas de las cuestiones antropológicas o «filosóficas» suscitadas en los Manuscritos de 1844, particularmente la relación entre el hombre y la naturaleza y la cuestión de la alienación. También contienen la presentación más elaborada de los distintos modos precapitalistas de producción. Pero todas estas cuestiones también se encuentran en El Capital, particularmente en el primer volumen, aunque de forma más destilada y concentrada.

Antes de tratar por tanto, de los análisis de Marx sobre la sociedad capitalista en particular, nos centraremos en los temas más generales e históricos que aborda en los Grundrisse y El Capital, puesto que no son menos esenciales para la comprensión de Marx de la perspectiva y fisonomía del comunismo.

Hombre, naturaleza y alienación

Ya hemos mencionado (ver Revista internacional nº 70) que hay una escuela de pensamiento, que a veces incluye genuinos seguidores de Marx, según la cual, el trabajo del Marx maduro demuestra su pérdida de interés, o incluso su repudia, de ciertas líneas de investigación que había desarrollado en sus primeros trabajos, particularmente en los Manuscritos de 1844 «de París»: la cuestión del «ser de especie» del hombre, la relación entre el hombre y la naturaleza, y el problema de la alienación. El problema está en que tales concepciones están ligadas a una visión «Feuerbachiana», humanista, e incluso utopista, del comunismo, que Marx sostenía antes del desarrollo definitivo de la teoría del materialismo histórico. Si bien es cierto que no negamos que hay una cierta resaca «filosófica» en su periodo de París, ya hemos argumentado (ver Revista internacional 69) que la adhesión de Marx al movimiento comunista estaba condicionada por la adopción de una posición que le llevó más allá de los utopistas al terreno proletario y materialista. El concepto del hombre, de su «ser de especie» que hay en los Manuscritos, no es en absoluto el mismo que el de «genero animal» de Feuerbach, que Marx criticó en sus Tesis sobre Feuerbach. No se trata de una concepción abstracta, ni de una visión religiosa individualizada de la humanidad, sino ya de una concepción del hombre social, del hombre como el ser que se hace a sí mismo a través del trabajo colectivo. Y cuando nos fijamos en los Grundrisse y en El Capital, encontramos que esta definición se profundiza y se clarifica mas que rechazarse. Ciertamente, en las Tesis sobre Feuerbach, Marx rechaza categóricamente la idea de una esencia humana estática e insiste en que «la esencia humana no es una abstracción inherente en cada individuo particular. En realidad es el conjunto de las relaciones sociales». Pero esto no significa que el hombre «como tal» no es real, o que es una página vacía que se modula total y absolutamente por cada forma particular de organización social. Semejante visión haría imposible para el materialismo histórico abordar la historia humana como una totalidad; se acabaría en una visión fragmentada, de una serie de esbozos de cada tipo de sociedad, sin nada que los conectara en una visión global. La forma de abordar esta cuestión en los Grundrisse y El Capital dista mucho de este reduccionismo sociológico; lejos de eso, se basa en una visión del hombre como una especie cuya característica única es su capacidad para transformarse a sí mismo y a su entorno a través del proceso de trabajo y a través de la historia.

La cuestión «antropológica», la cuestión del hombre genérico, de lo que distingue al hombre de otras especies animales, se plantea en el primer volumen de El Capital. Empieza con una definición del trabajo porque es a través del trabajo como el hombre se hace a sí mismo. El proceso de trabajo es «eterna condición natural de la vida humana y por tanto independiente de toda forma de esa vida, y común, por el contrario, a todas sus formas de sociedad» (El Capital, ed. s. XXI, Madrid 1978, vol. I, cap. V, pág. 223)

«El trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza. El hombre se enfrenta a la materia natural misma como un poder natural. Pone en movimiento las fuerzas naturales que pertenecen a su corporeidad, brazos y piernas, cabeza y manos, a fin de apoderarse de los materiales de la naturaleza bajo una forma útil para su propia vida. Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza exterior a él y transformarla, transforma a la vez su propia naturaleza. Desarrolla las potencias que dormitaban en ella y sujeta a su señorío el juego de fuerzas de la misma. No hemos de referirnos aquí a las primeras formas instintivas, de índole animal, que reviste el trabajo. La situación en que el obrero se presenta en el mercado, como vendedor de su propia fuerza de trabajo, ha dejado atrás, en el trasfondo lejano de los tiempos primitivos, la situación en que el trabajo humano no se había despojado aún de su primera forma instintiva. Concebimos el trabajo bajo una forma en la cual pertenece exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones que recuerdan las del tejedor, y una abeja avergonzaría, por la construcción de las celdillas de su panal, a más de un maestro albañil. Pero lo que distingue ventajosamente al peor maestro albañil de la mejor abeja es que el primero ha modelado la celdilla en su cabeza antes de construirla en la cera. Al consumarse el proceso de trabajo surge un resultado que antes del comienzo de aquél ya existía en la imaginación del obrero, o sea idealmente» (Ibíd., pág. 216)

En los Grundrisse también se destaca el carácter social de esta forma de actividad «exclusivamente humana»: «Si esa necesidad de uno puede ser satisfecha por el producto del otro y viceversa; si cada uno de los dos es capaz de producir el objeto de la necesidad del otro y cada uno se presenta como propietario del objeto de la necesidad del otro, ello demuestra que cada uno trasciende como hombre su propia necesidad particular, etc., y que se conducen entre sí como seres humanos, que son conscientes de pertenecer a una especie común. No ocurre que los elefantes produzcan para los tigres o que animales lo hagan para otros animales» (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858, Ed. s. XXI, Madrid 1972, Pág. 181).

Estas definiciones de el hombre como el único animal que tiene una autoconciencia y una actividad vital con un propósito, que produce universalmente en lugar de unilateralmente, son sorprendentemente similares a las formulaciones contenidas en los Manuscritos([1]).

Otra vez, como en los Manuscritos, esas definiciones asumen que el hombre es parte de la naturaleza: en el pasaje anterior de El Capital, el hombre es una de las fuerzas propias de la naturaleza, «un poder natural», mientras que los Grundrisse usan exactamente la misma terminología que los textos de París: la naturaleza es el «verdadero cuerpo» del hombre. Pero donde los últimos trabajos representan un avance respecto al primero es en su visión más profunda de la evolución histórica de la relación entre el hombre y el resto de la naturaleza:

«Lo que necesita explicación, o es resultado de un proceso histórico, no es la unidad del hombre viviente y actuante, por un lado, con las condiciones inorgánicas, naturales, de su metabolismo con la naturaleza, por el otro, y, por lo tanto, su apropiación de la naturaleza, sino la separación entre estas condiciones inorgánicas de la existencia humana y esta existencia activa, una separación que por primera vez es puesta plenamente en la relación entre trabajo asalariado y capital.» (Grundrisse, op. cit. –Elementos fundamentales...– pág. 449).

Marx plantea este proceso de separación entre el hombre y la naturaleza de una forma profundamente dialéctica.

Por una parte se trata del despertar de las «potencialidades latentes» del hombre para transformarse a sí mismo y al mundo que le rodea. Esta es una característica general del proceso de trabajo: la historia como el desarrollo gradual, si bien desigual, de las capacidades productivas de la humanidad. Pero este desarrollo siempre estuvo contenido en las formaciones sociales que precedieron al capital, donde las limitaciones de la economía natural también mantenían al hombre limitado a los ciclos de la naturaleza. El capitalismo, al contrario, crea un potencial completamente nuevo para superar esta subordinación:

«De ahí la gran influencia civilizadora del capital; su producción de un nivel de la sociedad, frente al cual todos los anteriores aparecen como desarrollos meramente locales de la humanidad y como una idolatría de la naturaleza. Por primera vez la naturaleza se convierte puramente en objeto para el hombre, en cosa puramente útil; cesa de reconocérsele como poder para sí; incluso el reconocimiento teórico de sus leyes autónomas aparece como una artimaña para someterla a las necesidades humanas, sea como objeto del consumo, sea como medio de la producción. El capital, conforme a esta tendencia suya, pasa también por encima de las barreras y prejuicios nacionales, así como sobre la divinización de la naturaleza; liquida la satisfacción tradicional, encerrada dentro de determinados límites y pagada de sí misma, de las necesidades existentes y la reproducción del viejo modo de vida. Opera destructivamente contra todo esto, es constantemente revolucionario, derriba todas las barreras que obstaculizan el desarrollo de las fuerzas productivas, la ampliación de las necesidades, la diversidad de la producción y la explotación e intercambio de las fuerzas naturales y espirituales» (Grundrisse, pág. 362).

Por otra parte, la conquista de la naturaleza por el capital, su reducción de la naturaleza a un mero objeto, tiene las consecuencias más contradictorias. Como continúa el último pasaje:

«De ahí, empero, del hecho que el capital ponga cada uno de esos límites como barrera y, por lo tanto, de que idealmente le pase por encima, de ningún modo se desprende que lo haya superado realmente; como cada una de esas barreras contradice su determinación, su producción se mueve en medio de contradicciones superadas constantemente, pero puestas también constantemente. Aún más, la universalidad a la que tiende sin cesar, encuentra trabas en su propia naturaleza, las que en cierta etapa del desarrollo del capital harán que se le reconozca a él como la barrera mayor para esa tendencia y, por consiguiente, propenderán a la abolición del capital por medio de sí mismo»

Después de 80 años de decadencia capitalista, de una época en la que el capital se ha convertido definitivamente en la mayor barrera a su propia expansión, podemos apreciar la plena validez de los pronósticos de Marx aquí. Cuanto mayor es el desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo, cuanto más universal es su reino sobre el planeta, mayores y más destructivas son las crisis y las catástrofes que acarrea a su paso: no sólo crisis directamente económicas, sociales y políticas, sino también las crisis «ecológicas» que suponen la amenaza de una ruptura total del «intercambio metabólico del hombre con la naturaleza».

Podemos ver plenamente que, en oposición a muchos aspirantes a críticos radicales del marxismo, el reconocimiento de Marx de la «influencia civilizadora» del capital, nunca supuso una apología del capital. El proceso histórico por el que el hombre se ha separado del resto de la naturaleza, también es la crónica del «autoestrangulamiento» del hombre, que ha alcanzado su apogeo, su cumbre, en la sociedad burguesa, en la relación del trabajo asalariado que los Grundrisse definen como «la forma más extrema de la alienación». Esto es lo que ciertamente a veces puede hacer que parezca que el «progreso» capitalista, que subordina implacablemente todas las necesidades humanas a la expansión incesante de la producción, suponga una regresión en comparación con épocas anteriores:

«Por eso, la concepción antigua según la cual el hombre, cualquiera que sea la limitada determinación nacional, religiosa o política en que se presente, aparece siempre, igualmente, como objetivo de la producción, parece muy excelsa frente al mundo moderno donde la producción aparece como objetivo del hombre y la riqueza como objetivo de la producción... En la economía burguesa –y en la época de la producción que a ella corresponde– esta elaboración plena de lo interno aparece como vaciamiento pleno, esta objetivación universal, como enajenación total, y la destrucción de todos los objetivos unilaterales determinados, como sacrificio del objetivo propio frente a un objetivo completamente externo» (Grundrisse, pág. 447-48).

Y después de todo, este triunfo final de la alienación también significa el advenimiento de las condiciones para la plena realización de las potencialidades creativas de la humanidad, liberadas tanto de la inhumanidad del capital, como de las limitaciones restrictivas de las relaciones sociales precapitalistas:

«Pero de hecho, si se despoja a la riqueza de su limitada forma burguesa, ¿qué es la riqueza sino la universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, etc. de los individuos, creada en el intercambio universal? ¿qué sino el desarrollo pleno del dominio humano sobre las fuerzas naturales, tanto sobre las de la así llamada naturaleza como sobre su propia naturaleza? ¿qué sino la elaboración absoluta de sus disposiciones creadoras sin otro presupuesto que el desarrollo histórico previo, que convierte en objetivo a esta plenitud total del desarrollo, es decir al desarrollo de todas las fuerzas humanas en cuanto tales, no medidas con un patrón preestablecido? ¿qué sino una elaboración como resultado de la cual el hombre no se reproduce en su carácter determinado sino que produce su plenitud total? ¿Como resultado de la cual no busca permanecer como algo devenido sino que está en el movimiento absoluto del devenir? » (Id., pág. 448).

Esta visión dialéctica de la historia es un puzzle y un escándalo para todos los defensores del punto de vista burgués, que está anclado desde siempre en un dilema insoluble entre una apología comprensiva del «progreso» y una anhelante nostalgia de un pasado idealizado:

«En estadios de desarrollo precedentes, el individuo se presenta con mayor plenitud precisamente porque no ha elaborado aún la plenitud de sus relaciones y no las ha puesto frente a él como potencias y relaciones sociales autónomas. Es tan ridículo sentir nostalgias de aquella plenitud primitiva como creer que es preciso detenerse en este vaciamiento completo. La visión burguesa jamás se ha elevado por encima de la oposición a dicha visión romántica, y es por ello que ésta lo acompañará como una oposición legítima hasta su muerte piadosa» (Ibíd., pág. 90).

En todos estos pasajes vemos que lo que Marx aplica a la problemática del «hombre genérico» y sus relaciones con la naturaleza, también lo aplica a su concepto de alienación: lejos de abandonar los conceptos básicos que formuló en sus primeros trabajos, el Marx «maduro» los enriquece situándolos en su dinámica histórica global. Y en la segunda parte de este artículo veremos que, en las descripciones de la sociedad futura contenidas aquí y allá en los Grundrisse y El Capital, Marx todavía considera que la superación de la alienación y la conquista de una actividad vital realmente humana, está en el centro del proyecto comunista global.

De la vieja a la nueva comunidad

Este contradictorio «declive» desde el individuo aparentemente más desarrollado de los primeros tiempos al sujeto enajenado de la sociedad burguesa, expresa otra faceta de la dialéctica histórica marxista: la disolución de las formas comunales primitivas por la evolución de las relaciones mercantiles. Este es un tema que recorre los Grundrisse, pero también aparece sumariamente en El Capital. Es un elemento crucial en la respuesta de Marx a la visión del género humano contenida en la economía política burguesa, y por tanto, en su bosquejo de la perspectiva comunista.

En efecto, una de las críticas persistentes de los Grundrisse a la economía política burguesa, es a la forma en que «se identifica mitológicamente con el pasado», convirtiendo sus categorías particulares en absolutos de la existencia humana. Esto es lo que a veces se llama visión tipo Robinson Crusoe de la historia: el individuo aislado, y no el hombre social, sería el punto de arranque; la propiedad privada sería la forma original y esencial de propiedad; el comercio, en vez del trabajo colectivo, sería la clave para comprender la generación de riquezas. Por eso, desde las primeras páginas de los Grundrisse, Marx abre fuego contra semejantes «Robinsonadas», e insiste en que «Cuanto más lejos nos remontamos en la historia, tanto más aparece el individuo –y por consiguiente también el individuo productor– como dependiente y formando parte de un todo mayor: en primer lugar y de una manera todavía muy enteramente natural, de la familia y de esa familia ampliada que es la tribu; más tarde, de las comunidades en sus distintas formas, resultado del antagonismo y de la fusión de las tribus. Solamente al llegar a el siglo xviii, con la «sociedad civil», las diferentes formas de conexión social aparecen ante el individuo como un simple medio para lograr sus fines privados, como una necesidad exterior» (Id., pág. 4).

Así pues, el individuo aislado es sobre todo un producto histórico, y en particular un producto del modo burgués de producción. Las formas comunitarias de propiedad y producción, no solamente fueron las formas sociales originarias en las épocas más primitivas; también persistieron en todos los modos de producción con división de clases que sucedieron a la disolución de la sociedad primitiva sin clases. Eso es más obvio en el modo «asiático» de producción, en el que un aparato de Estado central se apropia un excedente de las villas comunales, que de otra forma continuarían las tradiciones inmemorables de la vida tribal –un hecho que Marx toma como «la clave del secreto de la inmutabilidad de las sociedades asiáticas, una inmutabilidad en sorprendente contraste con la constante disolución y refundación de los Estados asiáticos, y los cambios sin cese de dinastía» (El Capital, I, cap. XIV, sección 4). En los Grundrisse, Marx insiste en la forma en que el modo asiático «se resistió más tenazmente y por más tiempo», un punto que retoma Rosa Luxemburg en su Acumulación del capital, donde muestra lo difícil que fue para el capital y las relaciones mercantiles apartar las unidades de base de esas sociedades de la seguridad de sus relaciones comunales.

En las sociedades esclavista y feudal, la vieja comunidad fue pulverizada mucho más rápido y a fondo por el desarrollo de las relaciones comerciales y la propiedad privada –un hecho que dice mucho de por qué el esclavismo y el feudalismo contenían la dinámica interna que permitió la emergencia del capitalismo, mientras que en la sociedad asiática, el capitalismo tuvo que imponerse «desde fuera». Sin embargo se pueden encontrar importantes remanentes de formas comunales en el origen de esas formaciones: la ciudad romana, por ejemplo, surge como una comunidad de grupos de parentesco; el feudalismo surge no sólo del colapso de la sociedad esclavista romana, sino también de las características específicas de la comuna tribal «germánica»; y las clases campesinas salvaguardaron la tradición de la tierra comunal –que fue muy a menudo motivo de sus revueltas e insurrecciones– durante el periodo medieval. La característica común de todas esas sociedades es que estaban dominadas por la economía natural: la producción de valores de uso prevalece sobre la producción de valores de cambio, y es el desarrollo de estos últimos lo que constituye el agente disolvente de la vieja comunidad:

«La avidez de dinero o la sed de enriquecimiento representan necesariamente el ocaso de las comunidades antiguas. De ahí la oposición a ellas. El dinero mismo es la comunidad, y no puede soportar otra superior a él. Pero esto supone el pleno desarrollo del valor de cambio y por lo tanto una organización de la sociedad correspondiente a ellos» (Grundrisse, op. cit., pág. 157).

En todas las sociedades previas, «el valor de cambio no era el nexus rerum (nexo de las cosas –NdR)»; y por eso, sólo en la sociedad capitalista, donde el valor de cambio finalmente se sitúa en el corazón mismo del proceso de producción, se destruye final y completamente la vieja Comunidad, hasta el punto de que la vida comunitaria se presenta actualmente como lo contrario de la naturaleza humana. Es fácil ver que este análisis sigue y refuerza la teoría de Marx sobre la alienación.

La importancia de este tema de la comunidad originaria en el trabajo de Marx se refleja en la cantidad de tiempo que le dedicaron los fundadores del materialismo histórico. Ya había aparecido en La Ideología alemana en la década de 1840; después Engels, volcado en los estudios etnológicos de Morgan, retomaría la misma cuestión en la década de 1870 en sus Orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado. Al final de su vida Marx estuvo de nuevo profundizando en este tema –los poco explorados Cuadernos de notas etnológicos datan de este periodo. Fue un componente esencial de la respuesta marxista a las hipótesis de la economía política sobre la naturaleza humana. La propiedad privada y el valor de cambio, lejos de ser características esenciales e inmutables de la existencia humana, se esclarecieron como expresiones transitorias de épocas históricas particulares. Y mientras que la burguesía intentaba presentar la avidez de riquezas y dinero como algo inscrito en la naturaleza del ser humano, las investigaciones históricas de Marx descubrieron el carácter esencialmente social de la especie humana. Todos estos descubrimientos fueron obviamente un potente argumento sobre la posibilidad del comunismo.

Y además, la forma en que Marx aborda esta cuestión, nunca cae en una nostalgia romántica por el pasado. Aquí se aplica la misma dialéctica que a la cuestión de las relaciones del hombre con la naturaleza, puesto que las dos cuestiones son realmente una: en la sociedad comunista primitiva el individuo está incrustado en la tribu, como la tribu está incrustada en la naturaleza. Esos organismos sociales «se fundan en la inmadurez del hombre individual, aún no liberado del cordón umbilical de su conexión natural con otros integrantes del género, o en relaciones directas de dominación y servidumbre. Están condicionados por un bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo y por las relaciones correspondientemente restringidas de los hombres dentro del proceso de producción material de su vida, y por tanto entre sí y con la naturaleza. Esta restricción real se refleja de un modo ideal en el culto a la naturaleza y en las religiones populares de la antigüedad» (El Capital, vol. I, cap. I, sección 4, pág. 97).

La sociedad capitalista, con su masa de individuos atomizados, separados unos de otros y alienados por la dominación de las mercancías, es pues, el polo contrario de la comunidad primitiva, el resultado de un largo y contradictorio proceso histórico que lleva de una a otra. Pero esta separación del cordón umbilical que originariamente unía al hombre a la tribu y a la naturaleza es una dolorosa necesidad si la humanidad al final tiene que vivir en una sociedad que sea al mismo tiempo verdaderamente comunal y verdaderamente individual, una sociedad donde se supere el conflicto entre las necesidades sociales e individuales.

Ascendencia y decadencia de las formaciones sociales

El estudio de las formaciones sociales anteriores sólo ha sido posible por la emergencia del capitalismo: «La sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus condiciones y la comprensión de su organización permiten al mismo tiempo comprender la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, sobre cuyas ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos vestigios, aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que meros indicios previos han desarrollado en ella su significación plena, etc.» (Grundrisse, op. cit., pág. 26).

Al mismo tiempo, esta comprensión de las formaciones sociales se convierte en manos del proletariado en un arma contra el capital. Como apuntó Marx en El Capital, vol I, «las categorías de la economía burguesa... son formas del pensar socialmente válidas, y por tanto objetivas, para las relaciones de producción que caracterizan ese modo de producción social históricamente determinado: la producción de mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y la fantasmagoría que nimban los productos del trabajo fundados en la producción de mercancías, se esfuma de inmediato cuando emprendemos camino hacia otras formas de producción» (op. cit., pág. 93). Corto y claro, el capitalismo es sólo una entre una serie de formaciones sociales que han surgido y desaparecido debido a contradicciones económicas y sociales discernibles. Visto en su contexto histórico, el capitalismo, la sociedad de la producción universal de mercancías, no es producto de la naturaleza, sino un «modo de producción definido, históricamente determinado», destinado a desaparecer igual que el esclavismo romano o el feudalismo medieval.

La presentación más sucinta y mejor conocida de esta visión global de la historia, aparece en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política([2]), publicado en 1858. Este breve texto era un resumen, no sólo del trabajo contenido en los Grundrisse, sino de las bases de toda la teoría de Marx del materialismo histórico. El pasaje comienza con las premisas básicas de esta teoría:

«En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia» (Contribución a la Crítica de la economía política, ed. Comunicación, Madrid 1978, págs. 42-43).

Esta es la concepción materialista de la historia en resumidas cuentas: el movimiento de la historia no puede comprenderse como hasta ahora, por las ideas que los hombres se hacen de ellos sí mismos, sino a través del estudio de lo que subyace esas ideas –los procesos y relaciones sociales a través de los cuales los hombres producen y reproducen su vida material. Después de resumir este punto esencial, Marx continúa:

«Durante el curso de su desarrollo, las fuerzas productoras de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o lo cual no es mas que su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo interior se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, estas reacciones se convierten en trabas de estas fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social. El cambio que se ha producido en la base económica transforma más o menos lenta o rápidamente toda la colosal superestructura» (ibid., pág. 43).

Es pues un axioma básico del materialismo histórico que las formaciones económicas (en el mismo texto, Marx menciona «los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno» como «épocas progresivas del orden socioeconómico») recorren necesariamente periodos de ascendencia, cuando sus relaciones sociales son «formas de desarrollo» de las fuerzas productivas, y periodos de declive o decadencia, la «era de la revolución social», cuando esas mismas relaciones se convierten en «trabas». Restablecer aquí este punto puede parecer banal, pero es necesario porque hay muchos elementos en el movimiento revolucionario que se reclaman del método del materialismo histórico y todavía argumentan vehementemente contra la noción de decadencia del capitalismo que defienden la CCI y otras organizaciones proletarias. Semejantes actitudes se ven tanto entre los grupos bordiguistas, como en los herederos de la tradición consejista. Los bordiguistas en particular pueden conceder que el capitalismo atraviesa crisis cada vez mayores y más destructivas, pero rechazan nuestra insistencia de que el capitalismo entró definitivamente en su época de revolución social en 1914. Para ellos esto es una innovación que no permite la «invariabilidad» del marxismo.

Estos argumentos contra la decadencia son hasta cierto punto sutilezas semánticas. Marx no usó generalmente la frase «la decadencia del capitalismo» porque no consideraba que ese periodo hubo empezado todavía. Es verdad que durante su carrera política hubieron veces en que él y Engels se dejaron llevar por una visión optimista sobre la posibilidad inminente de la revolución: particularmente en 1848 (ver artículos en Revista internacional nos 72 y 73). E incluso después de revisar sus pronósticos tras la derrota de las revoluciones de 1848, los fundadores del marxismo nunca renunciaron a la esperanza de que la nueva era amaneciera mientras ellos todavía pudieran verla. Pero su práctica política toda su vida se basó fundamentalmente en el reconocimiento de que la clase obrera todavía estaba construyendo sus fuerzas, su identidad, su programa político, en el seno de una sociedad que aún no había completado su misión histórica.

Sin embargo, Marx habla de periodos de declive, decadencia o disolución, de los modos de producción que precedieron al capitalismo, particularmente en los Grundrisse([3]). Y no hay nada en su trabajo que sugiera que el capitalismo tuviera que ser diferente en algún sentido fundamental – que de alguna forma pudiera evitar entrar en su propio periodo de declive. Al contrario, los revolucionarios de la IIª Internacional se basaban totalmente en el método y las anticipaciones de Marx cuando proclamaron que la Iª Guerra mundial había abierto final e incontestablemente la «nueva época de la desintegración interna del capitalismo», como planteó el primer congreso de la Internacional comunista en 1919. Como argumentamos en nuestra introducción al folleto de La Decadencia del capitalismo, todos los grupos de la Izquierda comunista que retomaron la noción de la decadencia del capitalismo, desde el KAPD hasta Bilan o Internationalisme, simplemente estaban continuando esta tradición clásica. Como marxistas consecuentes, no podían vacilar: el materialismo histórico les requería que llegaran a una decisión sobre cuándo el capitalismo se había convertido en una traba para las fuerzas productivas de la humanidad. La destrucción del trabajo acumulado  de generaciones en el holocausto de la guerra mundial, zanjó la cuestión de una vez por todas.

Algunos de los argumentos contra el concepto de decadencia van un poco más allá de la semántica. Puede que incluso se basen en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, donde Marx dice que: «Una sociedad no desaparece nunca antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productoras que pueda contener, y las relaciones de producción nuevas y superiores no se sustituyen jamás en ella antes de que las condiciones materiales de existencia de esas relaciones han sido incubadas en el seno mismo de la vieja sociedad» (op. cit., pág. 43). De acuerdo con los anti-decadentistas –especialmente durante los años 60 y 70, cuando la incapacidad del capitalismo para desarrollar el llamado Tercer mundo todavía no estaba tan clara como hoy– no se podría decir que el capitalismo estuviera en decadencia hasta que no hubiera desarrollado sus potencialidades hasta la última gota de sudor obrero, ni mientras hubiera todavía zonas del mundo donde hubiera un proyecto de crecimiento. De ahí las teorías de los «jóvenes capitalismos» de los bordiguistas y de las «revoluciones burguesas» inminentes de los consejistas.

Teniendo en cuenta el horrible panorama actual de los países del «tercer mundo», de guerra, hambre, enfermedades y catástrofes, tales teorías resultan ahora un recuerdo embarazoso, pero tras ellas hay una incomprensión básica, un error de método. Decir que una sociedad está en declive no significa decir que las fuerzas productivas simplemente habrían dejado de crecer, que habrían llegado a un estancamiento total. Y ciertamente Marx no quería decir esto, dar a entender que un sistema social sólo puede dar paso a otro cuando se ha agotado hasta la última posibilidad de crecimiento. Como podemos ver en el siguiente pasaje de los Grundrisse, lo que plantea es que, incluso en la decadencia, una sociedad no para de moverse:

«Considerada idealmente, la disolución de una forma dada de conciencia bastó para terminar con una época entera. En realidad esta barrera a la conciencia corresponde a un estadio definido del desarrollo de las fuerzas de producción material, y por tanto de riqueza. Cierto, no había sólo un desarrollo sobre viejas bases, sino también un desarrollo de estas bases mismas. El desarrollo mayor de estas mismas bases (la flor en la que se transforman; pero se trata siempre de esas bases, de esa planta como flor; y por tanto marchitándose después del florecimiento y como consecuencia del florecimiento) es el punto en que se ha realizado totalmente, se ha desarrollado en la forma que es compatible con el  mayor  desarrollo de las fuerzas productivas, y por tanto también con el desarrollo más rico de los individuos. Tan pronto como se llega a este punto, el desarrollo posterior aparece como declive, y el nuevo desarrollo empieza desde nuevas bases».

La redacción es complicada, sin pulir: ese es muy a menudo el problema leyendo los Grundrisse. Pero la conclusión parece bastante clara: el declive de una sociedad no es el fin de su movimiento. La decadencia es un movimiento, pero se caracteriza por su dirección hacia la catástrofe y la autodestrucción. ¿Puede alguien dudar seriamente de que la sociedad capitalista del siglo XX, que dedica más fuerzas productivas a la guerra y a la destrucción que cualquier otra formación social anterior, y cuya reproducción continuada amenaza la continuación de la vida sobre la Tierra, ha alcanzado el estadio en que su «desarrollo aparece como declive»?

En la segunda parte de este artículo, trataremos más particularmente la forma en que el Marx «maduro» analizó las relaciones sociales capitalistas, las contradicciones inherentes a ellas, y la sociedad comunista que sería la solución a esas contradicciones.

CDW


[1] Compárense los siguientes pasajes con los que hemos citado anteriormente: «El animal es inmediatamente uno con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su actividad vital misma objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene actividad vital consciente. No es una determinación con la que el hombre se funda inmediatamente. La actividad vital consciente distingue inmediatamente al hombre de la actividad vital animal...». Y también: «Es cierto que también el animal produce. Se construye un nido, viviendas, como las abejas, los castores, las hormigas, etc. Pero produce únicamente lo que necesita inmediatamente para sí o para su prole; produce unilateralmente, mientras que el hombre produce universalmente; produce únicamente por mandato de la necesidad física inmediata, mientras que el hombre produce libre de la necesidad física y sólo produce realmente liberado de ella; el animal se produce sólo a sí mismo, mientras que el hombre reproduce la naturaleza entera; el producto del animal pertenece inmediatamente a su cuerpo físico, mientras que el hombre se enfrenta libremente a su producto. El animal forma únicamente según la necesidad y la medida de la especie a la que pertenece, mientras que el hombre sabe producir según la medida de cualquier especie y sabe siempre imponer al objeto la medida que le es inherente; por ello el hombre crea también según las leyes de la belleza» (Manuscritos económicos y filosóficos, capítulo sobre el trabajo alienado). Podemos añadir que, si estas distinciones entre el hombre y el resto de la naturaleza animal ya no tienen ninguna relevancia para la comprensión marxista de la historia; si el concepto de “ser de especie” del hombre tiene que descartarse, también tenemos que tirar por la ventana todo el psicoanálisis Freudiano, puesto que éste último se resume en un intento de comprender las ramificaciones de una contradicción que, hasta ahora, ha caracterizado toda la historia de la humanidad: la contradicción, el conflicto interno, entre la vida instintiva del hombre y su actividad consciente.

[2] La Crítica de la Economía política se publicó en 1858. Engels había estado apremiando a Marx para que hiciera una pausa en sus investigaciones sobre economía política y empezara a publicar sus hallazgos, pero el libro era en muchos sentidos prematuro; no estaba a la altura de la escala del proyecto que Marx se había propuesto, y en cualquier caso, Marx cambió la estructura final del trabajo cuando al final empezó a producir El Capital. Por eso, el Prefacio, con su brillante resumen de la teoría del materialismo histórico, sigue siendo de lejos la parte más importante del libro.

[3] Por ejemplo en los Grundrisse, pág. 462-63, op. cit., Marx dice que: «la relación señorial y la relación de servidumbre corresponden igualmente a esta fórmula de la apropiación de los instrumentos de producción y constituyen un fermento necesario del desarrollo y de la decadencia de todas las relaciones de propiedad y de producción originarias, a la vez que expresan también el carácter limitado de éstas. Sin duda se reproducen –en forma mediada– en el capital y, de tal modo, constituyen también un fermento para su disolución y son emblema del carácter limitado de aquel». En resumen, la dinámica interna y las contradicciones básicas de cualquier sociedad de clases, tienen que buscarse en su corazón mismo: las relaciones de explotación. En la segunda parte de este artículo examinaremos cómo ese es el caso para la relación del trabajo asalariado. En otra parte, Marx subraya el papel que jugó la producción de mercancías acelerando el declive de las formaciones sociales previas: «Es obvio –y esto se ve examinando más circunstanciadamente las épocas históricas de que aquí se habla– que, en efecto, la época de la disolución de los modos previos de producción y de los modos previos de comportamiento del trabajador con las condiciones objetivas del trabajo es al mismo tiempo una época en la que, por un lado, el patrimonio-dinero se ha desarrollado hasta alcanzar cierta amplitud, y que por otro lado, éste crece y se extiende en virtud de las mismas circunstancias que aceleran esa disolución» (op. cit. pág. 468).

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [2]

Cuestiones teóricas: 

  • Alienación [31]
  • Comunismo [19]
  • Economía [32]

URL de origen:https://es.internationalism.org/revista-internacional/199301/1944/1993-72-a-75

Enlaces
[1] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/crisis-economica [2] https://es.internationalism.org/tag/21/365/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-una-necesidad-material [3] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1848 [4] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/tendencia-comunista-internacionalista-antes-bipr [5] https://es.internationalism.org/tag/21/545/la-izquierda-comunista-en-grecia [6] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/izquierda-comunista [7] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/anti-fascismoracismo [8] https://es.internationalism.org/tag/2/33/la-cuestion-nacional [9] https://es.internationalism.org/tag/cuestiones-teoricas/fascismo [10] https://es.internationalism.org/tag/3/49/internacionalismo [11] https://es.internationalism.org/tag/geografia/europa [12] https://es.internationalism.org/tag/21/534/la-decadencia-del-capitalismo-varios [13] https://es.internationalism.org/tag/2/25/la-decadencia-del-capitalismo [14] https://es.internationalism.org/tag/21/502/quien-podra-cambiar-el-mundo [15] https://es.internationalism.org/tag/2/29/la-lucha-del-proletariado [16] https://es.internationalism.org/tag/2/26/la-revolucion-proletaria [17] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/utopistas [18] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/la-liga-de-los-comunistas [19] https://es.internationalism.org/tag/3/42/comunismo [20] https://es.internationalism.org/tag/acontecimientos-historicos/caos-de-los-balcanes [21] https://es.internationalism.org/tag/vida-de-la-cci/resoluciones-de-congresos [22] https://es.internationalism.org/tag/21/380/mayo-de-1968 [23] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1968-mayo-frances [24] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/lucha-de-clases [25] https://es.internationalism.org/tag/geografia/balcanes [26] https://es.internationalism.org/tag/geografia/oriente-medio [27] https://es.internationalism.org/tag/geografia/italia [28] https://es.internationalism.org/tag/21/546/guerra-y-proletariado [29] https://es.internationalism.org/tag/acontecimientos-historicos/iia-guerra-mundial [30] https://es.internationalism.org/tag/3/47/guerra [31] https://es.internationalism.org/tag/3/41/alienacion [32] https://es.internationalism.org/tag/3/46/economia