Editorial
En Oriente Próximo, la paz entre Israel y la OLP está apareciendo como lo que es: la continuidad de una guerra que nunca ha cesado en esta parte del mundo. Oriente Próximo, campo de batalla de los grandes intereses imperialistas desde la Iª Guerra mundial, lo seguirá siendo mientras siga existiendo el capitalismo mundial al igual que todas las demás regiones en las que no han cesado nunca las guerras abiertas o larvadas. En la antigua Yugoslavia la guerra continúa. Ahora hasta hay luchas dentro de cada uno de los campos, entre serbios, croatas y entre musulmanes. La explicación «étnica» dada para esta guerra ha quedado trágicamente cuestionada por los últimos combates. Los medios de comunicación han preferido no hablar mucho de ellos. Con el pretexto de «derecho a la independencia» de los «pueblos», Yugoslavia se convirtió en siniestro campo de experiencia de los nuevos enfrentamientos entre grandes potencias provocados por la desaparición de los antiguos bloques imperialistas. Tampoco allí habrá vuelta atrás mientras el capitalismo tenga las manos libres para llevar a cabo su política diplomático-guerrera en nombre de la ayuda «humanitaria». En Rusia la situación sigue empeorando. El naufragio económico y la inestabilidad política que ya han arrastrado a partes enteras de la ex URSS a guerras sangrientas afecta ahora al corazón mismo de Rusia. El riesgo de extensión de un caos «a la yugoslava» es muy real. Tampoco allí tiene el capitalismo más perspectiva que guerras y más guerras. Guerras y crisis, descomposición social, ése es el «porvenir» que el capitalismo ofrece a la humanidad en esta última década del milenio.
En los países «desarrollados», centro neurálgico de ese sistema de terror, de muerte y de miseria que es el capitalismo mundial, las luchas obreras han vuelto a surgir desde hace algunos meses, tras cuatro años de retroceso y pasividad. Esas luchas, inicio de una movilización obrera contra unos planes de austeridad de una brutalidad desconocida desde la IIª Guerra mundial, llevan en sí el germen de la única posibilidad de respuesta a la decadencia y descomposición del modo de producción capitalista. Con todos sus límites, han sido ya un paso en el combate de clase, una lucha masiva e internacional del proletariado, única perspectiva para poner freno a los ataques contra las condiciones de existencia, la miseria y las guerras que están hoy asolando el planeta.
Desde hace ahora varios meses, se han venido multiplicando las huelgas y las manifestaciones en los principales países de Europa del Oeste. Se ha roto la calma social que reinaba desde hace cuatro años.
La brutalidad de los despidos y de las bajas de salarios y todas las demás medidas de acompañamiento han provocado por todas partes el incremento de un descontento que, en varias ocasiones, se ha plasmado en una combatividad reencontrada, una voluntad expresa de luchar, de no resignarse frente a las amenazas de los ataques contra las condiciones de vida de la clase obrera.
Y aunque por todas partes, los movimientos siguen estando muy encuadrados por los sindicatos, no por ello dejan de ser un momento importante de la lucha de clase. El que en todos los países, los sindicatos llamen a jornadas de manifestación y a huelgas es un síntoma del auge de la combatividad en las filas obreras. Los sindicatos, por el lugar que ocupan en el Estado capitalista como guardianes del orden social para el capital nacional, perciben claramente que la clase obrera no está dispuesta a aceptar pasivamente esos ataques contra sus condiciones de existencia y toman la delantera. Encerrando y canalizando las reivindicaciones en el corporativismo y el nacionalismo, desviando la voluntad de luchar hacia atolladeros, los sindicatos despliegan una estrategia para con ella hacer abortar el desarrollo de la lucha de la clase. Y esa estrategia es, en negativo, el signo de que una verdadera reanudación de la lucha de la clase está en ciernes a escala internacional.
La reanudación de la combatividad obrera
Los últimos meses de 1993 han estado marcados por huelgas y manifestaciones en Bélgica, Alemania, Italia, Gran Bretaña, Francia y España.
Han sido las huelgas y manifestaciones en Alemania[1] al principio del otoño las que han dado la salida. Todos los sectores estuvieron afectados por la fuerte oleada de descontento. Los sindicatos se vieron obligados a hacer maniobras de envergadura en los principales sectores industriales. Organizaron, por ejemplo, una manifestación de 120 000 obreros de la construcción el 28 de octubre en Bonn y «negociaron» la semana de 4 días con disminución de salarios en Volkswagen.
En Italia, donde los primeros signos de reanudación internacional de la lucha se manifestaron ya en septiembre del 92, con una movilización importante contra el plan del gobierno Amato y contra los sindicatos oficiales firmantes de dicho plan, se han multiplicado las huelgas y las manifestaciones desde septiembre de 1993. Al estar tan desprestigiadas, las grandes centrales sindicales han entregado el relevo a las organizaciones sindicalistas de base. El 25 de septiembre, 200 000 personas se manifestaron convocadas por las «coordinadoras de consejos de fábrica». El 28 de octubre, 700 000 personas participaron en las manifestaciones organizadas en el país y la huelga de 4 horas de ese día fue seguida por 14 millones de asalariados. El 16 de noviembre fue la manifestación de 500 000 asalariados del sector de la construcción. El 10 de diciembre se desarrollaron manifestaciones de los metalúrgicos de Fiat en Turín, Milán y Roma.
En Bélgica, el 29 de octubre recorrieron Bruselas 60 000 manifestantes convocados por la FTGB sindicato socialista. El 15 de noviembre se organizan huelgas rotativas en los transportes públicos. El 26 noviembre, calificado de «viernes rojo» por la prensa burguesa, la huelga general contra el plan global del primer ministro ha sido la huelga más importante desde 1936, convocada por los dos grandes sindicatos, la FTGB y el cristiano la CSC, que paralizó el país entero.
En Francia, en octubre, fue la huelga del personal de tierra de la compañía Air France y después toda una serie de manifestaciones y huelgas localizadas sobre todo en los transportes públicos, el 26 de noviembre. En Gran Bretaña se pusieron en huelga 250 000 funcionarios el 5 de noviembre. En España, el 17 de noviembre tuvo lugar una manifestación de metalúrgicos en Barcelona contra el plan de despidos en las fábricas SEAT. El 25 de noviembre se organiza una gran jornada de manifestaciones sindicales en todo el país contra el «pacto social» del gobierno, la baja de salarios, de las pensiones, de los subsidios de desempleo, en la cual participan decenas de miles de personas en Madrid, Barcelona y en todo el país.
El blackout o la censura por omisión
En cada país la propaganda mediática de prensa, radio y televisión lo hace todo por ocultar los acontecimientos que interesan a la clase obrera. Y lo hacen de manera que los acontecimientos que ocurren en otros países no sean casi nunca tratados. Si algunos periódicos hacen mención breve de huelgas y manifestaciones, la llamada prensa «popular» y la televisión ejercen el oportuno blackout. Por ejemplo, casi nada se ha mencionado de las huelgas y manifestaciones ocurridas en Alemania en los media de otros países. Y cuando la realidad de la «agitación social» no puede ser ocultada, cuando se trata de acontecimientos nacionales, cuando se trata de maniobras de la burguesía que le sirven en su propaganda o cuando la importancia de lo ocurrido se impone a la «información», ésta se presenta como algo específico a esta o aquella empresa, como algo «típico» de tal o cual sector, como algo propio de tal o cual país. Son siempre las reivindicaciones más corporativistas y nacionalistas de los sindicatos las que se mencionan. O, también, hacen llenar las pantallas con algaradas espectaculares y estériles, con enfrentamientos minoritarios con las fuerzas del orden como los de Francia cuando el conflicto de Air France o en Bélgica cuando el «Viernes rojo».
Y sin embargo, detrás de la ocultación o de la deformación de la realidad, es la misma situación la que fundamentalmente prevalece en todos los países desarrollados, especialmente en Europa occidental y que es la base de la reanudación de las luchas de la clase. La multiplicación de las huelgas y las manifestaciones es ya de por sí la señal de la reanudación de la combatividad obrera, del descontento creciente contra la baja del nivel de vida que se extiende cada día más a todas las capas de la población, y contra el desempleo masivo.
Ese desarrollo de la lucha de clases no es más que un principio. Y se enfrenta a las dificultades propias del período histórico actual.
La clase obrera está volviendo a luchar tras un período de reflujo de los combates obreros, un período que ha durado casi cuatro años.
La mentira estalinismo igual a comunismo sigue pesando
El proletariado quedó primero desorientado por las campañas ideológicas sobre el «fin del comunismo» y «el fin de la lucha de clases», campañas machacadas hasta la saciedad desde la caída del muro de Berlín en 1989. Esas campañas han presentado la muerte del estalinismo como «fin del comunismo», atacando directamente la conciencia latente en la clase obrera sobre la necesidad y la necesidad de luchar por otra sociedad. Usando y abusando de la mayor mentira del siglo, identificando la forma estaliniana de capitalismo de Estado al comunismo, la propaganda de la burguesía ha desorientado a la clase obrera. En su gran mayoría, ésta ha percibido el hundimiento del estalinismo como la imposibilidad de instaurar otro sistema diferente del capitalismo. En lugar de esclarecer la conciencia de clase sobre la naturaleza capitalista del estalinismo, el final de éste ha permitido en cierto modo dar mayor credibilidad a la mentira de la naturaleza «socialista» de la URSS y de los países del Este. Un profundo reflujo en la conciencia de la clase obrera, que se estaba liberando lentamente del peso de esa mentira, gracias a sus luchas desde finales de los años 60, ha vuelto a producirse desde la caída del muro, lo cual explica el más bajo nivel de huelgas y manifestaciones obreras nunca visto en Europa del Oeste desde la II Guerra mundial.
Sigue perdurando la confusión que desde hace tantas décadas ha reinado en la clase obrera sobre su propia perspectiva, el comunismo, mentirosamente asimilado a la contrarrevolución capitalista del bestial estalinismo. Y sigue siendo propalada por la propaganda tanto por las fracciones de la burguesía que denuncian el «comunismo» para ponderar los méritos de la «democracia» liberal o socialista como por las fracciones que defienden las «conquistas socialistas» de la barbarie estalinista, los partidos «comunistas» y las organizaciones trotskistas[2].
Todas las ocasiones son buenas para alimentar la confusión. Cuando los enfrentamientos en Moscú de octubre de 1993 entre el gobierno de Yeltsin y los «rebeldes del Parlamento», la propaganda no cesó de presentar a los diputados «conservadores» como «los verdaderos comunistas» (insistiendo que naturalmente sólo pueden entenderse con los fascistas), volviendo una y otra vez a hacer más espeso el humo ideológico sobre el «comunismo», utilizando esta vez el cadáver del estalinismo para una vez más bombardear su mensaje contra la clase obrera. Los llamados partidos comunistas y las organizaciones trotskistas, por su parte, tras la desilusión que están provocando los estragos de la crisis en la ex URSS y en los ex países «socialistas», están volviendo a levantar la voz defendiendo lo buenas que eran las «conquistas socialistas»[3]...antes del «retorno del capitalismo».
La mentira que es asimilar el estalinismo al comunismo, que oculta la verdadera perspectiva del comunismo, va a seguir siendo alimentada por la burguesía. Sólo podrá la clase obrera superar ese obstáculo a su toma de conciencia cuando sea capaz de poner al desnudo, en la práctica de sus luchas, el papel contrarrevolucionario y capitalista del estalinismo y de sus epígonos «desestalinizados» que pululan por los sindicatos, organizaciones de la izquierda del capital.
El peso del sindicalismo
Las promesas de un «nuevo orden mundial» que iba a abrir una «nueva era de paz y de prosperidad» bajo la dirección del capitalismo «democrático» también han contribuido al reflujo de la lucha de la clase, de la capacidad de la clase obrera para responder a los ataques contra sus condiciones de existencia.
La guerra del Golfo en 1991 echó por los suelos las «promesas de paz», siendo un factor de esclarecimiento de las conciencias sobre la naturaleza de esa «paz» según el capitalismo «triunfante», pero a la vez generó un sentimiento de impotencia que aniquilaba la combatividad obrera.
Hoy, la crisis económica y la generalización de los ataques a las condiciones de vida que acompañan a esa crisis, empuja al proletariado a emerger lentamente de la pasividad que ha imperado en sus filas. El auge de la combatividad significa que esas promesas de «prosperidad» no se las cree nadie. Los hechos están ahí. El capitalismo no puede ofrecer más que miseria. Los sacrificios aceptados no son sino el preámbulo a más sacrificios. La economía capitalista está enferma, y son los trabajadores quienes pagan.
La reanudación actual de la lucha de clases está, pues, marcada por dos aspectos a la vez; por un lado, la confusión persistente en la clase obrera sobre la perspectiva general de sus luchas, a escala histórica, la perspectiva del comunismo de que es portadora y, por otro lado, la conciencia de la necesidad de luchar contra el capitalismo.
Por eso, la característica principal de esta reanudación es el control por parte de los sindicatos de las luchas actuales, la práctica ausencia de iniciativas autónomas por parte de los obreros, el débil rechazo del sindicalismo. Si no se desarrolla en la conciencia, aunque sea de modo difuso, la posibilidad de echar abajo el capitalismo, la combatividad se agota en sí misma. Si queda limitada a reivindicar en el marco impuesto por el capitalismo, la combatividad se encierra en el terreno propio del sindicalismo. Por eso, hoy, los sindicatos están logrando arrastrar a los obreros fuera de su terreno de clase:
– formulando reivindicaciones en un marco corporativista, en el de la defensa de la economía nacional, en detrimento de las reivindicaciones comunes a todos los obreros;
– «organizando» «acciones» que sólo sirven a desahogar el descontento, haciendo creer a la clase obrera que es la única manera de luchar por sus reivindicaciones, cuando en realidad es llevada a atolladeros, enrolada en acciones aisladas, y eso cuando no la pasean en procesiones inofensivas para el Estado.
Una burguesía que se prepara al enfrentamiento...
Salvo raras excepciones, como cuando el inicio del movimiento de los mineros del Ruhr en Alemania, en septiembre, todos los movimientos que se han desarrollado han sido encuadrados y «organizados» por los sindicatos. Sin olvidar alguna que otra acción llevada a cabo por el sindicalismo de base, más radical, desarrollada bajo la mirada condescendiente de las grandes centrales, cuando no han sido éstas las que han organizado su propia «crítica»[4] mediante ciertas formas de sindicalismo radical. Toda esta capacidad de maniobra de esos órganos de encuadramiento del capital en el seno de la clase obrera ha sido posible gracias, primero, al bajo nivel de conciencia en la clase obrera sobre la función que desempeñan los sindicatos en el sabotaje de las luchas y, segundo, a la estrategia que lleva preparando la burguesía sobre las «consecuencias sociales de la austeridad», o sea y dicho claramente del peligro de la lucha de clases.
Pues mientras que el proletariado tiene dificultades para reconocerse como clase, para tomar conciencia de su ser, la burguesía no tiene, en cambio, dificultad alguna para ver el peligro que representan las luchas obreras, las huelgas, las manifestaciones. La clase dominante conoce, por experiencia, el peligro de la lucha de la clase para el capitalismo, a lo largo de toda su historia y especialmente durante las oleadas de luchas que ha tenido que encuadrar, contener y enfrentar a lo largo de estos veinticinco últimos años[5]. Con las medidas especialmente drásticas que va a tener que tomar en medio de la tormenta económica actual, la burguesía lo hace todo por planificar sus ataques, incluso prever las reacciones de hastío y cólera, y la combatividad que necesariamente van a provocar.
No es pues de extrañar que, del mismo modo que la burguesía escogió el momento en que se desataron las luchas obreras en la Italia de septiembre de 1992 para así desahogar prematuramente al proletariado de ese país, evitándose así contagios en otros países europeos[6], la mayoría de los movimientos actuales dependen de un modo u otro de un calendario sindical. Por un lado las «jornadas de acción», por otro la tabarra con los «ejemplos», como el de Air France o el «Viernes rojo» en Bélgica, todo ello programado en gran medida por el aparato político y sindical de la clase dominante, para «soltar presión» en la clase obrera. Y eso, además, en acuerdo con los «socios» de los demás países.
Con el mazazo de medidas antiobreras, en un contexto de desorientación política e ideológica, el peso de las ilusiones sindicalistas y el cuidado que la burguesía pone en su estrategia, explican por qué la combatividad no ha hecho retroceder en ningún sitio a los ataques antiobreros. Y además, el proletariado está también soportando la presión de la descomposición social. El ambiente de individualismo obtuso que se respira va en contra de la necesidad de desarrollar la lucha colectiva y la solidaridad, favoreciendo las maniobras de división del sindicalismo. La burguesía utiliza su propia descomposición para volver sus efectos contra la toma de conciencia del proletariado.
... y utiliza la descomposición
La descomposición que está gangrenando la sociedad burguesa, en la que impera la mentira y el sucio trapicheo por sacar tajada de un pastel cada vez más reducido, empuja a la clase dominante al sálvese quien pueda.
Los escándalos y los diversos casos que se han producido en el mundo político, financiero, industrial, deportivo o nobiliario, según los países, no sólo son una mascarada para periódicos sensacionalistas. Son, al fin y al cabo, el resultado de la agudización de las rivalidades en el seno de la clase dominante. Hay sin embargo algo que pone de acuerdo a todos esos altos círculos de la «sociedad» en lo que a los diferentes «casos» se refiere, y es la enorme publicidad recurrente que se hace en torno a ellos para así ocupar al máximo el campo visual de la información.
Italia, con su operación «manos limpias» se ha convertido en ejemplo de antología. De puertas afuera, la operación debe servir para moralizar y sanear la vida pública y el comportamiento de los políticos. En realidad, de lo que se trata es de un ajuste de cuentas entre diferentes fracciones de la burguesía, entre los diversos clanes del aparato político, esencialmente entre las tendencias pro-EEUU, cuyo más fiel servidor ha sido durante cuarenta años la Democracia cristiana, y las tendencias favorables a una alianza con el eje franco-alemán[7].
En otros países, como en Gran Bretaña, sacan a relucir el culebrón de la familia real. En Francia también, el escándalo Tapie y otros folletines político-mediáticos son los asuntos tratados sistemáticamente en primera plana de la «actualidad». La verdad es que a nadie le importa un rábano esas historias. Pero ése es precisamente el objetivo: cuanto menos información, mejor y, en filigrana, el mensaje de la clase dominante «la política, incluso la que nosotros hacemos, es algo asqueroso, basta con mirar las pantallas de televisión»; eso si por casualidad se les ocurriera a los obreros ocuparse ellos mismos de política.
Las campañas «humanitarias», para «dar cobijo al extranjero» en Alemania, o «acoger a un niño de Sarajevo» en Gran Bretaña, o la insistencia en torno a los asesinatos cometidos por niños en Gran Bretaña o en Francia, son también ilustraciones de cómo utiliza la descomposición la ideología dominante para así mantener un sentimiento de impotencia y de miedo, desviar la atención de los verdaderos problemas económicos, políticos y sociales.
Lo mismo ocurre con el uso sistemático de las imágenes de guerra, como en Oriente Próximo o en la ex Yugoslavia, en donde los intereses imperialistas son ocultados, imágenes que hacen surgir un difuso sentimiento de culpabilidad, que inducen a aceptar las condiciones de explotación en los países en «paz».
Todas las dificultades de la lucha de clases no significan ni mucho menos que los combates estén perdidos de antemano y que de ellos nada se pueda sacar. Muy al contrario, el despliegue de la estrategia concertada de la burguesía internacional contra la clase obrera, aunque sea un obstáculo para el despliegue de las luchas, también es el signo de una tendencia real a la movilización y a la combatividad, como también una tendencia a la reflexión sobre lo que hoy está en juego.
Es más «por defecto» que por adhesión si los obreros se entregan a los sindicatos. Y esto no tiene nada que ver con lo que ocurría en los años 30, cuando miles de obreros se afiliaban entusiastas a esas organizaciones de encuadramiento al servicio del capital, lo cual no era sino el resultado de la derrota histórica de la clase obrera. También es más «por defecto» que por adhesión a la política de la burguesía si el proletariado tiene tendencia todavía a seguir a los partidos de la izquierda del capital que se pretenden «obreros», contrariamente a los años 30 cuando la adhesión entusiasta a los frentes populares (que era la otra vertiente a la sumisión al nacionalsocialismo o al estalinismo).
La descomposición y su uso por la burguesía vienen a completar las maniobras sindicales en el terreno social (las de los sindicatos oficiales o las de sus apéndices «de base») para poner barreras a la combatividad y entorpecer la toma de conciencia de la clase obrera. Pero la crisis económica y los ataques a las condiciones de vida son un fuerte antídoto contra todas esas maniobras. Y en ese terreno ha empezado a responder la clase obrera. Estamos en los inicios de un largo período de luchas. La repetición de las derrotas sobre las reivindicaciones económicas, por muy dolorosa que sea, también es portadora de reflexión profunda sobre los medios y los fines de la lucha. La movilización obrera lleva en sí esa reflexión. La burguesía no se equivoca: de repente, una «crítica del capitalismo» hecha por... el Papa, es publicada con todo lujo de detalles, y vuelven a aparecer intelectuales que publican artículos en «defensa del marxismo» y demás. El objetivo de ese tipo de iniciativas es hacer frente al peligro que representaría la reflexión en la clase obrera y por la clase obrera.
A pesar de las dificultades, las condiciones históricas actuales señalan un camino que va hacia enfrentamientos de clase entre proletariado y burguesía. La reanudación de la combatividad de aquél es hoy el primer paso en ese camino.
Les incumbe a las organizaciones revolucionarias participar activamente en la reflexión y en el desarrollo de la acción de la clase obrera. En las luchas deberán denunciar sin descanso la estrategia de división y de dispersión, rechazar las reivindicaciones corporativistas, gremiales, sectoriales y nacionalistas, oponerse a los métodos de «lucha» de los sindicatos, que no son sino maniobras para «mojar la pólvora». Deben defender la perspectiva de una lucha general de la clase obrera, la perspectiva del comunismo. Deberán recordar las experiencias de las luchas pasadas, recordar que la clase obrera deberá aprender a controlar con sus propias fuerzas sus luchas, mediante sus asambleas generales, con sus delegados elegidos y revocables por esas mismas asambleas. Deberán defender cada vez que sea posible, la extensión de las luchas por encima de las barreras sectoriales. Deberán impulsar y animar círculos de discusión y comités de lucha en los que todos los trabajadores puedan discutir del porvenir, de los objetivos y de los medios de la lucha de la clase, desarrollar su comprensión de la relación de fuerzas entre proletarios y burguesía, de la naturaleza del combate que abre la perspectiva hacia enfrentamientos de clase de gran amplitud en los años venideros.
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12 de diciembre de 1993
[1] Ver Revista internacional nº 75.
[2] En cuanto al anarquismo, que presenta al estalinismo como resultado del «marxismo», ya ha dado muestras, a pesar de su «radicalismo», que se ha unido a la burguesía. En su variante anarco-sindicalista, como sindicalismo que es, está unido al Estado burgués. En su variante política, es la expresión de la pequeña burguesía.
[3] En Francia, el grupo trotskista Lutte ouvrière ha llevado a cabo una gran campaña de carteles por toda Francia para denunciar el «retorno al capitalismo» en la ex URSS y llamar a la defensa de las pretendidas «conquistas».
[4] Tanto la manifestación en Italia convocada por las «coordinadoras» como las barricadas en las pistas de los aeropuertos de París durante la huelga de Air France.
[5] Tanto más porque quienes dirigen el Estado hoy pertenecen a la generación que tenía 20 años en 1968. Es una generación muy experta en lo «social». Puede ponerse como ejemplo que, en Francia, Mitterrand está rodeado de antiguos «izquierdistas» de Mayo del 68, y que el primer gran servicio que Chirac prestó a su clase fue el haber organizado, en pleno Mayo 68, reuniones secretas entre el gobierno de Pompidou y la CGT para preparar los acuerdos que iban a enterrar el movimiento.
[6] Sobre las luchas en Italia 1992, ver Revista internacional nos 71 y 72.
[7] Sobre Italia, ver Revista internacional nº 73.
«Reactivación» económica, acuerdos del GATT
Desde principios de los 90, la economía mundial se ha ido hundiendo en la recesión. La multiplicación de despidos, el incremento vertiginoso del desempleo que está alcanzando cotas desconocidas desde los años 30, el incremento del empleo precario para quienes tienen la suerte de tenerlo, el descenso general de un nivel de vida amputado por planes de austeridad a repetición, un empobrecimiento creciente que se concreta en la marginalización brutal de una parte cada día más importante de una población que se encuentra de repente sin ingresos ni domicilio siquiera. Esos son los latigazos que está recibiendo la clase trabajadora en las grandes metrópolis desarrolladas. Los explotados están hoy ante el ataque más duro que se haya organizado contra sus condiciones de vida. Más allá de las oscuras estadísticas, de las cifras abstractas, la realidad está demostrando de una manera patéticamente concreta la verdad de la crisis económica del sistema capitalista como un todo. Es algo hoy tan evidente que a ningún economista se le pasa por la cabeza negarlo. Y, sin embargo, los turiferarios del capitalismo no cesan de anunciarnos que la reactivación de la economía está ahí al cabo de la calle... para el año que viene... bueno... quizás un poco más tarde..., pero ya viene llegando. Hasta ahora todas sus esperanzas han quedado en decepción. Pero eso no ha impedido que en este fin de año de 1993, una vez más, más fuerte que nunca quizás, los medios de comunicación hayan vuelto a entonar en todas las lenguas y en todos los tonos, a bombo, platillo y zambomba, el villancico de la «reactivación» anunciada.
EN qué se basa ese nuevo optimismo?. Esencialmente en que estamos asistiendo, en EEUU, tras varios años de recesión, a un retorno de las tasas de crecimiento positivas del Producto Nacional Bruto (PNB). ¿Serán significativas esas cifras, anunciarán el retorno de mañanas primaverales para el capitalismo?. Ni mucho menos. Creérselo sería la peor de las ilusiones para la clase obrera.
El nivel ensordecedor que ha alcanzado hoy la tabarra mediática sobre el final de la recesión lo que sí expresa, al contrario, es la necesidad de la clase dominante de contrarrestar el sentimiento que cada día se arraiga más en el proletariado, enfrentado a la realidad de unas dificultades cotidianas que se han ido agravando sin cesar desde hace cantidad de años, el sentimiento de que frente a la crisis de su sistema, los gestores del capital no tienen respuestas adecuadas, que no tienen solución.
Desde hace años y años han variado los temas y los discursos ideológicos de la clase dominante, desde el «menos Estado» de Reagan o Thatcher hasta la revalorización del papel social y regulador del Estado al modo de Clinton, la izquierda ha sustituido a la derecha o a la inversa, la realidad, en cambio, ha seguido avanzando en el mismo sentido, o sea, la profundización constante de la crisis mundial y la degradación generalizada de las condiciones de vida de los explotados. Se han probado constantemente nuevas recetas de sabor amargo. Se han abierto constantemente nuevas esperanzas para «mañana». Todo en vano.
En estos últimos meses, la propaganda capitalista ha encontrado un nuevo tema embaucador: las negociaciones del GATT. Sería el proteccionismo el que estaría ahogando la reactivación económica. De modo que la apertura de los mercados, el respeto de las reglas de libre competencia serían la panacea que va a permitir que la economía mundial salga del pantano en que está enfangada. Estados Unidos es el portador de esa pancarta. Eso, sin embargo, no es más que baratija ideológica, cortina de humo con la que difícilmente se logra ocultar la pelea feroz entre las principales potencias económicas del mundo por guardarse su parte de un mercado mundial que se encoge. Con el pretexto de las negociaciones del GATT, cada fracción de la burguesía intenta movilizar a los obreros tras las banderas de la defensa de la economía nacional. Los acuerdos del GATT no son más que un momento de la guerra comercial que se está agudizando en el mercado mundial y la clase obrera nada tiene que esperar de esas guerras. El resultado de las negociaciones no cambiará nada en la dinámica de competencia desenfrenada, en aumento desde hace años, que se plasma en despidos masivos y drásticos planes sociales para restablecer la competitividad de las empresas y equilibrar las cuentas. Quien seguirá pagando los platos rotos será la clase obrera. En el futuro, los responsables capitalistas tendrán, a todo lo más, un nuevo argumento para justificar los despidos, los recortes salariales, para imponer más miseria: «el GATT tiene la culpa», del mismo modo que ya se dice en algunos sitios «la culpa es de Bruselas» o del TLC[1]. Todos esos falsos argumentos sólo tienen una razón de ser: ocultar la realidad de que toda esta miseria que se está desplegando es resultado y producto de un sistema económico, el capitalismo, enmarañado en sus contradicciones insolubles.
Al menor temblor de los índices de crecimiento, los dirigentes del capitalismo se ponen a brincar de entusiasmo por el nuevo signo de la recuperación, justificando así la política de austeridad que ellos han impuesto. Eso es lo que ha ocurrido recientemente en Francia y Alemania, por ejemplo. Y sin embargo, las cifras del crecimiento de estos últimos meses para las principales potencias económicas muestran que nada justifica semejantes aspavientos.
Por ejemplo, para la Unión Europea (ex CEE) en su conjunto, el «crecimiento» era todavía de un raquítico + 1 % en 1992 antes de que cayera a – 0,6 % en 1993. En esos dos años pasó de + 1,6 % a – 2,2 % en Alemania (sin Alemania oriental), de + 1,4 % a – 0,9 % en Francia, de + 0,9 % a – 0,3 % para Italia. Todos los países de la U.E. han visto hundirse su PIB, salvo una excepción, Gran Bretaña, cuyo PIB subió durante el mismo período de – 0,5 % a 1,9 %. Hemos de volver sobre este caso[2].
Por detrás del necesario optimismo de fachada que lucen los políticos cuando anuncian la reactivación para 1994, hay diferentes institutos especializados en coyuntura, de audiencia más discreta pues trabajan para los «ejecutivos» económicos públicos o privados, que son mucho más cautos. El Nomura Research Institute, por ejemplo, tras haber estimado el retroceso del PIB de Japón para el año fiscal de abril 93 a abril 94 en – 1,1 %, prevé un nuevo retroceso de – 0,4 % para el período siguiente, o sea hasta abril de 1995. En su informe ese Instituto de Investigación Nomura precisa incluso que: «La recesión actual podría ser la peor desde los años 30», añadiendo «Hay que hacer constar que Japón está pasando de una verdadera recesión a una deflación (...) como es debido». Tras un descenso del PIB estimado en – 0,5 % en 1993[3], la segunda potencia económica del planeta no ve ninguna reactivación perfilarse a lo lejos.
El clima parece ser muy diferente en Estados Unidos. Con un crecimiento del PIB estimado en 2,8 % en 1993[4], EEUU junto con Gran Bretaña y Canadá, parecen ser hoy una excepción entre las grandes potencias. Esos países, que han alardeado siempre de ser el símbolo mismo del capitalismo liberal, del que se han hecho los adalides en el campo ideológico, encuentran ahora también una ocasión para izar bien alta la orgullosa bandera del capitalismo triunfante. En el ambiente de pesimismo que impera, EEUU pretende ser la vanguardia de la fe en las virtudes del capitalismo y de su capacidad para superar todas las crisis que atraviese, encarnación del modelo sin igual de la «democracia», ideal insuperable, punto culminante e inigualable que la humanidad pueda alcanzar. Por desgracia para los cantores del capitalismo eterno, esa melopeya ideológica repetida y repetida hasta la náusea nada tiene que ver con la realidad que se vive en el mundo entero, incluido Estados Unidos. Esos discursos están destinados a entorpecer la toma de conciencia de la clase obrera, alimentando vanas esperanzas, sirviendo de espinazo ideológico a los intereses imperialistas estadounidenses frente a sus rivales europeos y japonés. La tan traída y llevada comedia en torno al GATT es buen testimonio de ello.
Para asentar su propaganda sobre la «reanudación», los Estados Unidos se apoyan en un indicador que tiene un eco mucho más importante para la clase obrera que el tan abstracto del crecimiento del PIB: la tasa de desempleo. En esto también, EEUU y Canadá parecen ser una excepción. Entre los países desarrollados, son los únicos que podrían pretender haber obtenido una disminución del número de desempleados, mientras que por todas partes se incrementa a gran velocidad.
Progresión del desempleo
Tasa de desempleo (en %)[5]
1992 1993
EEUU 7,4 6,8
Canadá 11,3 11,2
Japón 2,2 2,5
Alemania 7,7 8,9
Francia 10,4 11,7
Italia 10,4 10,3
GB 10 10,3
Unión Europea 10,3 11,3
Total OCDE 7,8 8,2
¿Será en EEUU la situación de los trabajadores tan diferente a la de los demás países desarrollados? No pasa un día sin que una de las grandes empresas punteras de la economía mundial anuncie nuevos paquetes de despidos. No vamos aquí a repetir la siniestra letanía de despidos de los últimos meses. Por todas las partes del mundo la situación es la misma y Estados Unidos no es una excepción. En este país se suprimieron 550 000 empleos en 1991, 400 000 en 1992 y 600 000 en 1993. Entre 1987 y 1992, las empresas de más de 500 empleados han «aligerado» sus plantillas en 2,3 millones de trabajadores. No son las grandes empresas las que han creado empleo en EEUU, sino las pequeñas. Así, durante el período citado, las empresas de menos de 20 asalariados han incrementado sus plantillas un 12 %, las de 20 a 100 asalariados, 4,6 %[6]. ¿Qué significa eso para la clase obrera? Pues sencillamente que se han destruido millones de empleos estables y bien remunerados y que los nuevos empleos son precarios, inestables y muy mal remunerados la mayoría de las veces. Detrás de las cifras triunfalistas sobre el empleo de la administración norteamericana lo que se oculta es la brutalidad del ataque contra las condiciones de vida de la clase obrera. Una situación así es posible por la sencilla razón de que en EEUU, en nombre del «liberalismo» y de la sacrosanta ley del mercado, no existe prácticamente ningún reglamento en el mercado del trabajo, contrariamente a la situación europea.
A ese «modelo» miran con envidia los dirigentes europeos y japonés, con ganas de acelerar el desmantelamiento de lo que ellos llaman las «rigideces» del mercado de trabajo, o sea, de todo el sistema de «protección social» instaurado desde hace décadas, que, según los países, se concreta en un sueldo mínimo, en la seguridad de no ser despedido en ciertos sectores (función pública en Europa y grandes empresas en Japón), en reglamentos precisos sobre los despidos, en sistemas de subsidios de desempleo, etc. De hecho, por detrás de la consigna, que se está generalizando hoy en todos los países industrializados, de buscar una mayor «movilidad» de los trabajadores, de una «flexibilización» del mercado de empleo, lo que se está perfilando es uno de los mayores ataques nunca antes entablado contra las condiciones de vida de la clase obrera. Ése es el modelo propuesto por los Estados Unidos. Detrás de las apariencias de las cifras, la disminución del paro en EEUU no es por sí misma una buena noticia. Corresponde en realidad a una profunda degradación de las condiciones de vida de los proletarios.
Y lo que es cierto en las cifras del desempleo también lo es en las del crecimiento. Tienen una relación muy lejana con la realidad. El retorno a la prosperidad es un sueño definitivamente acabado para una economía capitalista en crisis abierta desde hace 25 años. Un solo ejemplo permite relativizar las proclamas eufóricas del capitalismo norteamericano: durante los años 80, bajo la presidencia de Reagan, cuántas veces se nos dijo y repitió que la «reactivación» había hecho pasar a la historia definitivamente la amenaza de la crisis del capitalismo. Al fin y al cabo, la historia se ha vengado y la recesión con la que se inició esta década ha hecho olvidar aquellas fanfarronadas. De hecho, los años 80 fueron plenamente años de crisis y la «reactivación» no fue sino una recesión larvada durante la cual, lejos de los discursos ideológicos, las condiciones de vida de la clase obrera se degradaron continuamente. La situación actual es todavía peor. Lo menos que pueda decirse es que la «reactivación» en EEUU es renqueante y apenas significativa. Es más producto de una propaganda con la que intentar tranquilizar a la gente que la realidad.
En medio de las fiebres de los debates sobre el GATT, se publicó esta cifra en la prensa: EEUU, la Unión Europea, Japón y Canadá representan el 80 % de las exportaciones mundiales. Esto da una idea del peso de esos países en el mercado mundial. Pero sobre todo muestra que la economía del planeta se basa en tres pilares: América del Norte, Europa occidental y Japón. Y dos de esos pilares, que representan el 60 % de la producción total de esos países, siguen hundidos en la recesión. Por mucho que alardee el gobierno de Clinton, el cual es, en ese plano, la perfecta continuidad de los de Reagan y Bush, la reactivación económica mundial no está al cabo de la calle ni mucho menos. ¿Qué significa pues la «reactivación» norteamericana? EEUU, Canadá y el Reino Unido, los primeros que oficialmente se hundieron en la recesión, ¿serán los primeros en salir de ella?, y las estadísticas que anuncian ¿serán el signo precursor de una reactivación general de la economía mundial?
Miremos más de cerca esa «reactivación» norteamericana. ¿Habrá hecho desaparecer Clinton a golpes de varita mágica todos los males que están minando la economía estadounidense? Falta de competitividad en la exportación y, por consiguiente, abismal déficit comercial; altísimos déficits presupuestarios que se plasman en un endeudamiento aplastante del Estado; deuda generalizada que ha alcanzado tales cotas que el problema de su reembolso y de la solvencia de la economía estadounidense son una amenaza para el edificio financiero internacional: ¿habrán acabado Clinton y su gobierno con esos problemas? Ni mucho menos. Ninguno de esos problemas ha desaparecido. Es más bien lo contrario lo que ha ocurrido. Las cosas se han agravado en todos esos aspectos de la situación.
El déficit anual de la balanza comercial de EEUU, que en 1987 alcanzó su nivel récord de 159 000 millones de dólares, se redujeron un poco llegando a «sólo» 73 800 millones de $ en 1991. Pero desde entonces no ha cesado de aumentar. Para 1993 se estima en 131 000 000 de $[7]. El déficit presupuestario se estima para 1993 entre 260 y 280 mil millones de $. O sea que Clinton, de novedades nada, sigue la misma línea que sus antecesores, o sea la de la huida ciega en el endeudamiento. Los problemas se van dejando para mañana y su agravación real queda oculta. La baja de tipos de interés ha llegado hasta el punto de que hoy el Banco federal está prestando a un 3 %, o sea lo equivalente de la inflación oficial (y por tanto inferior a la real). El objetivo de esa baja no es otro que el de permitir a las empresas, a los particulares y al Estado, aliviarse un poco del peso de la deuda y proporcionar a una economía renqueante un mercado interior mantenido artificialmente mediante un crédito en fin de cuentas gratuito. Un ejemplo: tras dos años de casi estancamiento, el consumo de las familias ha vuelto a incrementarse desde hace algunos meses, dando un salto de 4,4 % en el tercer trimestre de 1993. La razón esencial es que los particulares han podido renegociar todos sus préstamos hipotecarios a una tasa de 6,5 % en lugar de 9,5 %, 10 % e incluso más, lo cual ha hecho aumentar la renta disponible y volver al placer de vivir a crédito. Y ha sido así cómo los créditos al consumo han dado un salto en ritmo anual de 9,7 % en septiembre, de 12,7 % en octubre ([8]). La confianza nuevamente encontrada de la economía de EEUU es ante todo una nueva huida ciega en el crédito.
Estados Unidos no es desde luego el único país en donde se recurre masivamente al crédito y a la huida por la vía del endeudamiento. Es una situación general.
Evolución de la deuda pública neta
en % del PIB nominal[9]
1991 1992 1993
EEUU 34,7 38 39,9
Alemania 23,2 24,4 27,8
Francia 27,1 30,1 35,2
Italia 101,2 105,3 111,6
Reino Unido 30,2 35,8 42,6
Canadá 49,2 54,7 57,8
Exceptuando a Japón, país que ha echado mano de sus ahorros para mantener a flote su economía y está ya en su quinto plan de reactivación sin grandes resultados, todos los países recurren a la droga del crédito para evitar una recesión más dramática. Y aunque el endeudamiento del Estado norteamericano no sea de los más exagerados según la OCDE, Estados Unidos ha sido el país que ha recurrido más masivamente al crédito, y en todos los planos de su actividad económica, Estado, empresas y particulares. Así, según otras fuentes, el endeudamiento bruto del Estado es de 130 % del PNB, el de las empresas y los particulares de 170 %. La importancia de la deuda global de EEUU, más de 12 billones (12 millones de millones) de dólares pero podría ser mayor según ciertas fuentes, es un pesado lastre en la situación económica mundial. Esta situación significa que, al cabo, la dinámica de la reanudación anunciada podrá engañar durante algún tiempo y encontrar provisionalmente una confirmación en otros lugares, pero su destino es la de acabar en agua de borrajas.
Lo que en cualquier otro país sería considerado situación catastrófica, provocando las iras del Fondo monetario internacional (FMI) es, en el caso de EEUU, permanentemente minimizado por los dirigentes del mundo entero. La «reactivación» de hoy, al igual que la de la segunda mitad de los 80, bajo Reagan, drogada por el crédito es presentada como la prueba fehaciente del dinamismo del capitalismo americano y, por extensión, del capitalismo en general. La razón de esa paradójica situación es no sólo que todas las economías del mundo dependen estrechamente del mercado norteamericano en sus exportaciones y están pues de lo más interesado en que tal mercado funcione, sino, y sobre todo que la credibilidad de EEUU no se reduce a la potencia de su economía. Estados Unidos tiene otras bazas a su disposición. Su estatuto de primera potencia imperialista mundial durante décadas, su mantenimiento a la cabeza del bloque occidental desde finales de la IIª Guerra mundial hasta la caída del bloque del Este le han permitido organizar el mercado mundial en función de sus necesidades. Un ejemplo entre otros de esa situación: el dólar es la moneda reina del mercado mundial, con ella se efectúan las tres cuartas partes de los intercambios internacionales.
Cierto es que hoy el bloque occidental se ha descompuesto al haber desaparecido la argamasa que lo mantenía, o sea, la amenaza del «oso» ruso. También es cierto que como consecuencia de eso los principales competidores económicos de Estados Unidos, Europa y Japón, que antes se sometían a la disciplina del bloque incluido el aspecto económico, intentan ahora ir por cuenta propia. Pero eso no quita que la organización actual del mercado mundial es herencia del período reciente. Y por eso, Estados Unidos va a intentar con todas sus fuerzas sacar provecho de esa realidad en una situación, como la actual, de competencia y guerra comercial al rojo vivo. El agrio forcejeo sobre las negociaciones del GATT ha sido una ilustración significativa de lo que afirmamos.
Estados Unidos lo ha dejado claro. El presidente anuncia en su programa la perspectiva de que las exportaciones anuales de EEUU pasen de 638 000 millones a un billón de dólares. O sea que EEUU cuenta con enderezar su situación económica gracias a una balanza comercial excedentaria. Ambicioso objetivo que está hoy movilizando a Estados Unidos entero y que sólo podría lograr a expensas de otras potencias económicas. Primer aspecto de esa política: reactivación de las inversiones mediante un incremento del papel del Estado que Clinton propugna. Es significativo constatar que en EEUU la formación bruta del capital fijo (la inversión) ha progresado 6,2 % en 1992 y 9,8 % en 1993, mientras que en 1993 ha bajado 2,3 % en Japón, 3,3 en Alemania, 5,5 en Francia, 7,7 en Italia y sólo ha aumentado 1,8 en Reino Unido. Estados Unidos está musculizando su economía para restaurar su competitividad y volverse a lanzar al asalto del mercado mundial. Pero en las condiciones de competencia agudizada que hoy predominan, esa política económica no sería suficiente. Un segundo aspecto se ha unido a ella: utilizar todos los recursos de la potencia estadounidense para abrir a las exportaciones made in USA todos los mercados protegidos por barreras proteccionistas. Es en ese marco en el que deben comprenderse el TLC entre los tres países norteamericanos y la conferencia que acaba de reunir en Seattle a los países del Pacífico, y también las disputas que han predominado en las negociaciones del GATT. Las segundas intenciones imperialistas no están ausentes, evidentemente, de esas negociaciones económicas. Tras la desaparición de los bloques, los Estados Unidos están obligados a reconstituir y estructurar su zona de influencia. Y del mismo modo que hacen que su economía saque provecho de su potencia imperialista, también utilizan su poder económico en provecho de sus objetivos imperialistas. Antes, los principales competidores económicos de EEUU, sujetos por la necesaria disciplina de bloque, ponían a mal tiempo buena cara y tragaban lo que hiciera falta. Así pagaban la cuenta en nombre de la solidaridad occidental. Pero hoy ya no es lo mismo.
Francia en su actitud frente a EEUU no ha estado tan aislada como la propaganda lo ha pretendido. Ha contado con el apoyo de la mayoría de los países europeos, especialmente Alemania, mientras que Japón vigilaba otorgando con su silencio. Si las negociaciones han sido tan acerbas y han tomado tal cariz de psicodrama ha sido porque, frente a las exigencias estadounidenses, Europa y Japón han defendido evidentemente sus propios intereses económicos, pero esta vez con una determinación que nunca antes habían mostrado. Pero ésa no es la única razón. Todas las grandes potencias, que son también los principales países exportadores, tienen el mayor interés en llegar a un acuerdo que limite el proteccionismo. Aunque Francia sea el 2º exportador agrícola mundial, los argumentos franceses respecto al preacuerdo de Blair House, que sólo afectaba a una parte muy pequeña de sus exportaciones, eran pretextos para la galería mediática, mientras se negociaban, discretamente y con dificultades, otros aspectos mucho más importantes en el plano económico. La dramatización de esas negociaciones tenía también de telón de fondo la rivalidad imperialista que se está fraguando con mayor intensidad cada día entre EEUU, por un lado, y, por otro lado, la alianza franco-alemana en el centro de Europa, y Japón. Francia y la mayoría de los países de Europa debían dejar patentes su diferencia, pues más allá de las negociaciones económicas se están forjando los temas ideológicos que servirán para justificar las alianzas imperialistas futuras. Es muy significativo que no se haya llegado a ningún acuerdo sobre los productos audiovisuales. La tan manida «excepción cultural» propugnada especialmente por Francia, lo que de verdad expresa es la necesidad para quienes cuestionan la dominación estadounidense de no dejar en manos de EEUU el control de un sector, el de los media, indispensable para cualquier política imperialista independiente.
El argumento según el cual el GATT va a favorecer la reactivación de la economía mundial se ha utilizado con creces. Esa afirmación se ha basado fundamentalmente en un análisis realizado por un equipo de investigadores de la OCDE, análisis que predecía que el GATT iba a permitir un crecimiento de 213 000 millones de $ de la renta anual mundial, pero que decía en letra pequeña que esas expectativas serían para... ¡el próximo siglo!. De aquí a entonces ya habrá habido un montón de esos especialistas en coyuntura que se habrán equivocado un montón de veces olvidándose así esas oportunas previsiones. Pues el verdadero significado de esos acuerdos es, primero, la agudización de la guerra comercial, una competencia que va a ir agravándose y por lo tanto, a corto plazo, una degradación de la economía mundial. No cambian en nada la dinámica de la crisis. Han sido, al contrario, un duro momento en el que se han expresado las tensiones entre las potencias principales del planeta.
Por detrás del mundo de ilusiones que intenta hoy presentarnos la clase dominante, se siguen acumulando las nubes anunciadoras de tormenta sobre la economía mundial. Crisis financiera, hundimiento continuo en la recesión, retorno de la inflación son otras tantas amenazas que se perfilan en el horizonte. Amenazas que significan para la clase obrera degradación cada día más insoportable de sus condiciones de existencia. Pero también anuncian una dificultad cada vez mayor para la clase dominante para credibilizar su sistema. La crisis determina al proletariado a luchar por la defensa de sus condiciones de vida, al mismo tiempo que le abre los ojos sobre la realidad de la mentira capitalista. A pesar de los sufrimientos que le está causando, la crisis sigue siendo el aliado principal de la clase revolucionaria.
JJ, 16/12/1993
[1] TLC : Tratado de Libre Cambio firmado por los países de América del Norte, Canadá, Estados Unidos y México (NAFTA, North american free trade ageement, en inglés).
[2] Fuente: Comisión Europea.
[3] Deflación: referencia a la crisis de 1929 durante la cual la caída de la producción se combinó con una baja de precios. Fuente: OCDE.
[4] Fuente: OCDE.
[5] Fuente: OCDE (excepto para Italia, la cual ha cambiado su modo de cálculo. Su referencia es la Comisión europea).
[6] Fuente: OCDE.
[7] Fuente: OCDE.
[8] Fuente: OCDE.
[9] Fuente: OCDE.
Se desmoronó el bloque del Este y con ello se han visto automáticamente revalorizados los temas de la propaganda ideológica desencadenada por su viejo rival occidental. Durante décadas, el mundo vivió sometido a una doble mentira: la de la existencia del comunismo en el Este, identificado a la dictadura despiadada del estalinismo, opuesta a la del reino de la libertad democrática en el Oeste. De ese combate ideológico, expresión en el plano ideológico de las rivalidades imperialistas, la ilusión «democrática» ha salido vencedora. No es su primera victoria. Ya cuando las dos primeras guerras mundiales, que arrasaron el planeta en este siglo, el campo de las «democracias liberales» salió vencedor y por consiguiente, cada vez, la ideología democrática se ha fortalecido. No es ése un fenómeno casual. Los países que han pretendido representar mejor el ideal democrático son aquellos que lograron realizar los primeros la revolución democrática burguesa e instaurar el poder de estados puramente capitalistas, el Reino Unido, Francia y Estados Unidos sobre todo. Al haber llegado primeros se vieron mejor dotados en el plano económico. Y esta superioridad económica se plasmó en lo militar y en el plano de la guerra ideológica. Durante los conflictos imperialistas que arrasaron el planeta desde principios de siglo, la fuerza de las «democracias liberales» siempre ha sido la de hacer creer a los proletarios que les servían de carne de cañón, que luchando por la «democracia» no defendían los intereses de una fracción capitalista, sino un ideal de libertad frente a la barbarie de sistemas dictatoriales. Durante la Primera Guerra mundial, los proletarios franceses, ingleses y americanos eran enviados a la carnicería en nombre de la lucha contra el militarismo prusiano; durante la Segunda Guerra mundial, las dictaduras nazis y fascistas sirvieron, con su bestialidad, de justificación al militarismo democrático. Después, el combate ideológico entre los dos bloques se ha asimilado a la lucha de la «democracia» contra la dictadura «comunista». Cada vez, las democracias occidentales han pretendido haber entablado una lucha contra un sistema fundamentalmente diferente al de ellas, contra unas «dictaduras». Burda mentira.
Hoy, el modelo democrático occidental se presenta como ideal de progreso que trascendería los sistemas económicos y las clases. Todos los ciudadanos serían «iguales» y «libres» de escoger, mediante el voto, a los representantes políticos y, por lo tanto, el sistema económico que desean. Cada uno es «libre», en «democracia» de expresar sus opiniones. Si los electores quieren socialismo e incluso comunismo no tienen más que votar por los representantes de los partidos que pretenden defender esos objetivos. El parlamento es el reflejo de la «voluntad popular». Cada ciudadano puede recurrir ante el Estado. Los «Derechos humanos son respetados» y así sucesivamente.
Esa visión idílica y crédula de la «democracia» es un mito. La «democracia» es el taparrabos ideológico que sirve para ocultar la dictadura del capital en sus áreas más desarrolladas. No hay diferencia fundamental de naturaleza entre los diferentes modelos que la propaganda capitalista opone unos a otros por las necesidades de sus campañas ideológicas de mistificación. Todos los sistemas pretendidamente diferentes por su naturaleza, que han servido de estandarte a la propaganda democrática desde principios de siglo, son expresiones de la dictadura de la burguesía, del capitalismo. La forma, la apariencia pueden variar, pero no el fondo. El totalitarismo sin afeites del nazismo o del estalinismo no son la expresión de sistemas económicos diferentes, sino el resultado del desarrollo del totalitarismo estatal, característico del capitalismo decadente, y del desarrollo universal de la tendencia al capitalismo de Estado que ha marcado el siglo XX. De hecho, la superioridad de las viejas democracias occidentales, que también han estado marcadas a lo largo de este siglo por los estigmas del totalitarismo estatal, ha sido el haber sabido ocultar ese fenómeno.
Los mitos tienen larga vida. Pero la crisis económica está ahí, la cual se agudiza día tras día poniendo al desnudo dramáticamente la realidad del capitalismo decadente, desvelando sus mentiras. Se ha agotado la ilusión de prosperidad en el Oeste presentada como algo eterno tras el hundimiento económico de lo que fue bloque del Este. La mentira democrática es de otro calibre, pues se basa en premisas menos dependientes de las fluctuaciones inmediatas. Sin embargo, los años y años de crisis han impuesto a la clase dominante un incremento en sus tensiones tanto internacionalmente como dentro de cada país. Y ha tenido por ello que poner en marcha una serie de maniobras en todos los planos de su actividad como nunca antes había necesitado. Se han multiplicado las ocasiones en que la burguesía ha demostrado el poco caso que hace del ideal democrático que pretende encarnar. En el mundo entero, los partidos políticos «responsables» de derechas como de izquierdas, los cuales han seguido, todos, la misma política de austeridad contra la clase obrera en cuanto se acercaron al poder, sufren hoy un gran desprestigio. Este desprestigio, que afecta a todo el funcionamiento del aparato de Estado, es el producto de la separación creciente entre el Estado que impone la miseria y la sociedad civil que debe sufrirla. Y esa separación se ha reforzado más todavía en los últimos años a causa de los avances de una descomposición que afecta al conjunto del mundo capitalista. Se agudizan, en todos los países las rivalidades sordas entre los diferentes clanes que pululan en el aparato de Estado. Y esas rivalidades se plasman en escándalos a repetición que ponen en evidencia la podredumbre de la clase dominante, la corrupción, la prevaricación que están gangrenando el aparato político en su conjunto. Ponen al desnudo el funcionamiento real de un Estado en el que los políticos conviven estrechamente con matones de toda calaña y representantes de todas las mafias gangsteriles y traficantes en despachos de un poder oculto, desconocidos del gran público. Poco a poco la realidad sórdida del Estado totalitario del capitalismo decadente empieza a desgarrar la pantalla de las apariencias democráticas, pero eso no significa que se esté aligerando el peso de la mentira democrática. La clase dominante sabe perfectamente utilizar su propia putrefacción para reforzar su propaganda, usando los ejemplos edificantes de sus escándalos como justificación de su lucha por la pureza democrática. Cuanto más socava la crisis las bases de la dominación burguesa y su control ideológico de los explotados, cuanto más al desnudo pone unas mentiras continuamente repetidas, tanto más determinada se vuelve la clase dominante en el uso de todos los medios a su disposición para conservar el poder. La mentira democrática se instaló con el capitalismo y sólo con él podrá desaparecer.
Si las fracciones dominantes de la burguesía mundial pueden reivindicarse de la «democracia» es porque eso corresponde a su propia historia. La burguesía hizo su revolución y derribó el feudalismo en nombre de la Democracia y de las libertades. La burguesía organizó su sistema político en correspondencia con sus necesidades económicas. Tenía que abolir la servidumbre en nombre de la libertad individual para así permitir la creación de un proletariado masivo compuesto de asalariados dispuestos a vender individualmente su fuerza de trabajo. El parlamento era el ruedo en el que los diferentes partidos, representantes de los intereses múltiples que existen en el seno de la burguesía, los diferentes sectores del capital, se enfrentaban para decidir la composición y orientaciones del gobierno que se ocupaba del ejecutivo. El parlamento era entonces, para la clase dominante, un lugar de verdadero debate y de decisión. Ése es el modelo histórico del que se reivindican nuestros «demócratas» de hoy, la forma de organización política que tomó la dictadura del capital en su juventud, el modelo de la revolución burguesa en Inglaterra, en Francia o en Estados Unidos.
Hay que decir ya que esos modelos clásicos no eran ni mucho menos universales. Muy a menudo, esas reglas democráticas fueron conculcadas por la burguesía para que ésta pudiera llevar a cabo su revolución y acelerar así los cambios sociales necesarios para la consolidación de su sistema. Baste recordar, entro otros ejemplos, la Revolución francesa, el terror jacobino y la epopeya napoleoniana después, para comprobar el poco caso que la burguesía podía hacer ya entonces de su ideal democrático cuando las circunstancias lo imponían. La democracia burguesa era, en cierto modo, como la democracia ateniense en la cual sólo los ciudadanos podían participar en las decisiones, o sea que quedaban excluidas las mujeres, los metecos (forasteros) y los esclavos que eran evidentemente la mayoría de la población.
En el sistema democrático parlamentario instaurado por la burguesía, sólo los notables eran electores: los proletarios no tenían derecho a la palabra, ni derecho a organizarse. Se necesitarían años de luchas encarnizadas de la clase obrera para obtener el derecho de asociación, el derecho a organizarse en sindicato, para imponer el sufragio universal. El que los obreros quisieran participar activamente en la democracia burguesa para imponer reformas o apoyar a las fracciones más progresistas de la clase dominante era algo que no estaba previsto en los programas de la revolución burguesa. Cada vez que la clase obrera lograba mediante sus luchas obtener nuevos derechos democráticos, la burguesía lo hacía todo para limitar sus consecuencias. En la Italia de 1882, por ejemplo, se promulga una nueva ley electoral; uno de los amigos del jefe de gobierno de entonces, Depretis, describía así la actitud de éste: «Temía que la participación de nuevas capas sociales en la vida pública trajera lógicamente consigo cambios profundos en las instituciones estatales. Y fue así como empleó todos los medios para protegerse, para construir sólidos diques contra las temidas inundaciones»[1]. Es ése un buen resumen de la actitud de la clase dominante, de su idea de la democracia y del parlamento en el siglo XIX. Fundamentalmente, los trabajadores deben quedar excluidos de ella. No ha sido hecha para ellos, sino para las necesidades de buena gestión del capital. Ocurre que las fracciones más ilustradas de la burguesía apoyan ciertas reformas, proclamándose favorables a una mayor participación de los trabajadores en el funcionamiento de la democracia, mediante el sufragio universal o el derecho de de organización sindical, pero siempre será con la idea de un mejor control sobre la clase obrera y de evitar turbulencias sociales malas para la producción. No es casualidad si los primeros patronos que se organizan y se agrupan en comités, frente a la presión de las luchas obreras, son los de la gran industria, los cuales son también quienes están más a favor de las reformas. En la gran industria, los capitalistas, enfrentados a la fuerza masiva de los numerosos proletarios que emplean, toman mejor conciencia de la necesidad, por un lado, de controlar el potencial explosivo de la clase obrera permitiéndole una expresión parlamentaria y sindical, y, por otro lado, la necesidad de reformas (limitación de la jornada laboral, prohibición del trabajo infantil), que permiten mantener una fuerza de trabajo en mejor salud y por lo tanto más productiva.
Sin embargo, pese a que los explotados estén excluidos prácticamente de ella, la democracia parlamentaria en el siglo XIX es la realidad del funcionamiento de la burguesía. El legislativo domina el ejecutivo, el sistema parlamentario y la democracia representativa son una realidad.
Con la entrada en el siglo XX el capitalismo conquista el mundo chocando con los límites de su expansión geográfica, límite objetivo del mercado y por lo tanto de las salidas a su producción. Las relaciones capitalistas de producción se convierten en trabas para el desarrollo de las fuerzas productivas. El capitalismo como un todo entraba en un período de crisis y de guerras de dimensión mundial.
Esos trastornos, determinantes en la vida del capital, trajeron consigo una modificación profunda del modo de existencia política de la burguesía y del funcionamiento de su aparato de Estado.
El Estado burgués es por esencia el representante de los intereses globales del capital nacional. Todo lo que concierne las dificultades económicas globales, las amenazas de crisis y los medios para salir de ella, la organización de la guerra imperialista, es asunto de Estado. Con la entrada del capitalismo en su período de decadencia el papel del Estado se vuelve preponderante pues es el único capaz de mantener un mínimo de «orden» en una sociedad capitalista desgarrada por sus contradicciones y que tiende a estallar. «El Estado es el reconocimiento de que la sociedad se enfanga en una indisoluble contradicción consigo misma» decía Engels. El desarrollo de un Estado tentacular, controlador de todos los aspectos de la vida económica, política y social es la característica fundamental del modo de organización del capital en su fase de decadencia, es la respuesta totalitaria de la sociedad capitalista a su crisis. «El capitalismo de Estado es la forma que tiende a tomar en Estado en su fase de declive»[2].
Por consiguiente, el poder en la sociedad burguesa se concentra en las manos del ejecutivo en detrimento del poder legislativo. Este fenómeno es especialmente evidente durante la Primera Guerra mundial en la que los imperativos de la guerra y el interés nacional no permiten el debate democrático en el parlamento e imponen una disciplina absoluta a todas las fracciones de la burguesía nacional. Pero después, ese estado de cosas va a mantenerse y reforzarse. El parlamento burgués acaba siendo una concha vacía sin ninguna función decisoria.
La IIIª Internacional deja constancia de esa realidad, proclamando que «el centro de gravedad de la vida política actual ha salido total y definitivamente del parlamento», y que «el parlamento no puede ser en ningún caso, en el momento actual, el escenario de una lucha por reformas y por mejorar la situación de la clase obrera, como así ocurrió en ciertos momentos de épocas pasadas». En efecto, el capitalismo en crisis ya no sólo es incapaz de acordar reformas duraderas; es que además la clase burguesa ha perdido definitivamente su papel histórico de clase del progreso económico y social y sus fracciones se vuelven reaccionarias todas por igual.
De hecho, en ese proceso, los partidos políticos de la burguesía pierden su función primera que era la de representar en la vida «democrática» burguesa que se expresaba en el parlamento, a los diferentes grupos de interés, a los diferentes sectores económicos del capital. Y se convierten en instrumentos del Estado encargados de hacer aceptar la política de éste a los diferentes sectores de la sociedad a los que se dirigen. De ser representantes de la sociedad civil en el Estado, se vuelven instrumentos del Estado para controlar la sociedad civil. La unidad del interés global del capital nacional que el Estado representa tiende a plasmarse en que, en cierto modo, los partidos políticos de la burguesía se convierten en fracciones del partido totalitario estatal. La tendencia al partido único va a concretarse claramente en los regímenes fascistas, nazis o estalinistas. Pero incluso allí donde la ficción del pluralismo se mantiene, en situaciones de crisis agudas como la de la guerra imperialista, la realidad de un partido hegemónico o la dominación de un partido único se impone de hecho. Ese fue el caso, a finales de los años 30 y durante la guerra, con Roosevelt y el partido demócrata o, en Gran Bretaña, durante la Segunda Guerra mundial con el «estado de excepción», Churchill y la creación del Gabinete de guerra. «En el contexto del capitalismo de Estado, las diferencias que separan a los partidos burgueses no son nada en comparación con lo que tienen en común. Todos parten de una premisa general según la cual los intereses del capital nacional son superiores a todos los demás. Esta premisa hace que las diferentes fracciones del capital nacional son capaces de trabajar juntas muy estrechamente sobre todo detrás de las puertas cerradas de las comisiones parlamentarias y en las más altos niveles del aparato de Estado»[3]. Los dirigentes de los partidos y los miembros del parlamento se han convertido en funcionarios del Estado.
Toda la actividad parlamentaria, el juego de los partidos, pierden su sentido desde el punto de vista de las decisiones que toma el Estado en nombre del interés superior de la nación, o sea, del capital nacional. No son más que una careta para ocultar el continuo incremento del control totalitario del Estado sobre la sociedad en su conjunto. El funcionamiento «democrático» de la clase dominante, incluso con los límites que conocía en el siglo XIX, ha dejado de existir, se ha vuelto simple mistificación, pura mentira.
¿Por qué, entonces, mantener semejante aparato «democrático» tan costoso y delicado de manejo si ya no corresponde a las necesidades del capital? Porque la función esencial de ese aparato aparece en momentos en que la crisis permanente empuja a la clase obrera hacia luchas por la defensa de sus condiciones de vida y hacia una toma de conciencia revolucionaria. Es la función de desviar al proletariado de su terreno de clase, meterlo en una trampa y enfangarlo en el terreno «democrático». En esta tarea, el Estado va a beneficiarse del apoyo de los partidos «socialistas» después de 1914 y de los «comunistas» a partir de los años 30, los cuales, traicionando a la clase que los hizo surgir, integrándose en el aparato de control y de mistificación de la burguesía van a dar crédito a la mentira «democrática» ante la clase obrera. Mientras que en el siglo XIX el proletariado había tenido que luchar para arrancar el derecho de voto, en el XX, en las metrópolis desarrolladas, es, al contrario, la propaganda intensiva de la burguesía llevada a cabo por el Estado «democrático» para llevar al proletariado al terreno electoral. Hay países incluso, como Bélgica e Italia, en los que el voto se ha hecho obligatorio.
Igualmente, en el plano sindical, ahora que la lucha por reformas ha perdido su sentido auténtico, los sindicatos, que correspondían a la necesidad del proletariado de mejorar su situación en el marco de una sociedad capitalista, perdieron su utilidad para la lucha obrera. Pero no por eso van a desaparecer. El Estado va a apoderarse de ellos y utilizarlos para controlar mejor a la clase explotada. Van a completar el aparato de coerción «democrática» de la clase dominante.
Cabe, sin embargo, plantearse la pregunta siguiente: si el aparato de mistificación democrática es tan útil a la clase dominante, a su Estado, ¿cómo es que ese modo de control social no se ha impuesto por todas partes, en todos los países? Es interesante hacer notar a este respecto que los dos regímenes de la burguesía que han simbolizado más claramente el totalitarismo estatal en el siglo XX, los de la Alemania nazi y la URSS estalinista son los que se construyeron sobre el aplastamiento más profundo y terrible del proletariado tras el fracaso de las tentativas revolucionarias que marcaron la entrada del capitalismo en su decadencia. Frente a un proletariado profundamente debilitado por la derrota, diezmado en sus fuerzas vivas por la represión, la cuestión de su encuadramiento se plantea muy diferentemente para la burguesía. La patraña democrática en esas condiciones no tiene la menor utilidad y el capitalismo de Estado aparece sin afeites, sin careta. Además, precisamente porque desde el estricto punto de vista del funcionamiento de la máquina estatal a principios de siglo, el aparato «democrático» heredado del siglo XIX se ha vuelto superfluo, algunos sectores de la burguesía, reconociendo tal hecho, teorizan su inutilidad. El fascismo es la expresión de esa tendencia. Cabe también notar que el mantenimiento de la pesada maquinaria «democrática» no sólo resulta muy caro sino que además exige un funcionamiento económico adecuado para prestigiarla y una clase dominante lo bastante experimentada para manejarla con habilidad. Muy pocas veces están reunidos esos factores en los países subdesarrollados, y la debilidad del proletariado local no anima a la burguesía a instaurar un sistema así, de modo que las dictaduras militares son legión en el tercer mundo. En esos países la debilidad de la economía se traduce en debilidad de la burguesía local y, en esos casos, el ejército es la estructura del Estado burgués más idónea para representar el interés global del capital nacional formando así el esqueleto del aparato de Estado. Esta función también ha podido ser asumida por partidos únicos militarizados que se inspiraban en modelos estalinistas como, por ejemplo, el de China.
Las diferentes dictaduras y Estados abiertamente totalitarios cuya existencia ha marcado la historia del siglo XX no son, ni mucho menos, la expresión de no se sabe qué perversión frente a la pureza «democrática» del capitalismo. En ellos se plasma, al contrario, la tendencia general al control totalitario sobre todos los aspectos de la vida económica, social y política por parte del capitalismo de Estado. En realidad son la demostración de lo que es la realidad del capitalismo decadente y permiten comprender lo que se oculta detrás del barniz democrático con que recubre sus manipulaciones la clase dominante en los países desarrollados. No hay diferencia de naturaleza, ni siquiera una gran diferencia en el funcionamiento del Estado que se pretende «democrático», simplemente la realidad está mejor ocultada.
Cuando en Francia, en los años 30, la misma asamblea parlamentaria elegida con el Frente popular vota los plenos poderes al mariscal Pétain, no se trata de algo aberrante, sino, al contrario, de la expresión patente de lo que son las pretensiones «democráticas» del juego parlamentario en el capitalismo decadente. Del mismo modo, una vez terminada la guerra, el Estado que se instaura tras la Liberación es básicamente el continuador del que había colaborado con la Alemania nazi. La policía, la justicia, las oligarquías económicas e incluso políticas que se había distinguido por su celo colaboracionista siguieron donde estaban, si no es alguna que otra excepción que sirvió de chivo expiatorio. Y lo mismo ocurrió en Italia en donde se estima que el 90 % de los responsables del Estado siguió en sus puestos tras la caída del régimen fascista.
Por otra parte, fácil es comprobar que nuestras «democracias» no han tenido ascos en apoyar o utilizar a esta o a aquella «dictadura» cuando eso correspondía a sus necesidades estratégicas, y eso cuando no han sido ellas la que han instalado tales «dictaduras». Los ejemplos no faltan desde EEUU en Latinoamérica hasta Francia en la mayoría de sus ex colonias africanas.
La habilidad de las viejas «democracias» occidentales consiste en utilizar la barbarie y la bestialidad de las formas más caricaturescas del capitalismo de Estado para enmascarar el hecho de que ellas mismas no son una excepción a la regla absoluta del capitalismo decadente, o sea, el desarrollo del totalitarismo estatal. En realidad, únicamente los países capitalistas más desarrollados tienen los medios de mantener la credibilidad y de manejar un aparato «democrático» sofisticado de mistificación y de encuadramiento de la clase obrera. En el mundo capitalista subdesarrollado, los regímenes provistos de caretas «democráticas» son excepciones y, en general, son más el producto de un apoyo eficaz de una potencia imperialista «democrática» que la expresión de la burguesía local. Su existencia es a menudo provisional, sometida a los vaivenes de la situación internacional. Se necesita todo el poder y la experiencia de las fracciones más antiguas y más desarrolladas de la burguesía mundial para mantener la credibilidad de la gran mentira del funcionamiento democrático del Estado burgués.
En su forma más sofisticada de la dictadura del capital que la «democracia» es, el capitalismo de Estado debe afrontar el reto de hacer creer que reina la mayor libertad. Para ello, a la coerción brutal, a la represión feroz se le prefiere, cuando es posible, la manipulación suave que permite llegar al mismo resultado sin que la víctima se entere. No es tarea fácil y únicamente las fracciones más experimentadas de la burguesía mundial lo consiguen. Pero para lograrlo, el Estado debe someter estrechamente a su control al conjunto de las instituciones de la sociedad civil. Debe desplegar todo un sistema tentacular y totalitario.
El Estado «democrático» no sólo tiene organizado un sistema visible y oficial de control y vigilancia de la sociedad, sino que ha desdoblado su funcionamiento tejiendo una tela de araña de hilos ocultos que le permiten controlar los espacios de la sociedad que pretendidamente no son de su competencia. Eso es cierto para todos los sectores de la sociedad. Un ejemplo caricaturesco es la información. Uno de los grandes principios de los que alardea el Estado «democrático» es la libertad de prensa. Incluso se presenta como el garantizador de la pluralidad de la información. Es cierto que en los países «democráticos» existe una prensa abundante y a menudo multitud de canales de televisión. Pero, cuando se mira de cerca, las cosas no son tan maravillosas. Todo un sistema administrativo-jurídico permite al Estado acotar esa «libertad» y de hecho, las grandes media dependen por completo de la buena voluntad del Estado, el cual posee todos los medios jurídicos y económicos para estrangular y hacer que desaparezca tal o cual periódico. En cuanto a los grandes canales de televisión, su autorización para emitir está directamente subordinada al acuerdo del Estado. Se sabe perfectamente que por todas partes, lo esencial de los medios de «información» está en manos de un puñado de magnates que tienen su sillón reservado en las antecámaras de los ministerios. Puede incluso suponerse que si disfrutan de esa envidiable situación es porque han sido mandatados por el Estado, como agentes de influencia, para hacer ese papel. Las grandes agencias de prensa son muy a menudo emanación directa del Estado al servicio de su política. Es muy significativo que en una situación como la de la guerra del Golfo, el conjunto de la prensa «libre» se puso firmes para contar todas las patrañas de la propaganda guerrera, para filtrar las noticias y manipular la opinión al mejor servicio de «su» imperialismo. En ese momento clave no hubo prácticamente diferencias entre la idea «democrática» de la información y la tan denostada de la dictadura estalinista o de la que por su parte ejercía Sadam Huséin. Su información se identificó con la propaganda más rastrera, y los altaneros periodistas occidentales, esos centinelas de las «libertades» se cuadraron como vulgares reclutas a las órdenes, dejando, dóciles, que sus informaciones fueran verificadas por los ejércitos antes de publicarlas, sin duda por ese prurito de objetividad que los anima...
Ese gigantesco aparato estatal «democrático» tiene su justificación en los países desarrollados en la necesidad vital para la clase dominante de controlar las mayores concentraciones proletarias del planeta. Incluso si la mistificación democrática es un aspecto esencial de la propaganda imperialista de las grandes potencias occidentales, eso no quita que sea en el plano social, el del control del proletariado y de la población en general, en donde se arraiga su principal justificación. Es con esa finalidad de encuadramiento social con la que se organizan las grandes maniobras para las cuales el Estado «democrático» utiliza todos sus recursos de propaganda y manipulación. Una de las ocasiones en las que el Estado hace maniobrar con mayor plenitud a su pesado aparato «democrático» es durante las grandes ceremonias electorales a cuya comunión son periódicamente invitados los «ciudadanos». Las elecciones, ahora que han perdido todo sentido desde el punto de vista del funcionamiento del Estado totalitario, siguen siendo un arma de primera categoría para atomizar a la clase obrera en el voto individualizado, para desviar su descontento hacia un terreno estéril, prestigiando así la existencia de la «democracia». No es por casualidad si los Estados «democráticos» organizan hoy en día una lucha encarnizada contra la abstencionismo y la desafección de los partidos, pues la participación de los obreros en las elecciones es esencial para perpetuar la ilusión democrática. Y aunque la representación parlamentaria ya no tiene la menor importancia en el funcionamiento del Estado, no deja de ser algo esencial que el resultado de las elecciones esté en conformidad con las necesidades de la clase dominante para así usar mejor el juego mistificador de los partidos y evitar su desgaste prematuro. Los partidos llamados «de izquierda» especialmente, tienen la función específica de encuadrar a la clase obrera y el lugar que ocupan en cuanto a sus responsabilidades gubernamentales es determinante para desempeñar su función embaucadora y por lo tanto para encuadrar con eficacia a la clase obrera. Es evidente que en un momento en el que lo que está al orden del día, cuando la crisis se acelera, es la austeridad, la izquierda en el poder pierde gran parte de su crédito de pretendida defensora de los intereses de los obreros y está mal situada para poder encuadrar al proletariado en el terreno de las luchas. Manipular las elecciones para obtener el resultado deseado es pues enormemente importante para el Estado. Para conseguirlo, el Estado ha instaurado todo un sistema de selección de candidaturas, con sus reglas y leyes que impidan candidatos sorpresa. Pero no es ese aspecto legal lo esencial del asunto. Una prensa obediente orienta las opciones mediante un martilleo ideológico intenso. El juego sutil de alianzas entre partidos, las candidaturas manipuladas en función de las necesidades de la causa permiten, muy a menudo, obtener finalmente los resultados previstos y la mayoría gubernamental deseada. Es algo comprobado hasta la saciedad que hoy, sean cuales sean los resultados electorales, siempre será la misma política antiobrera la que se llevará a cabo. El Estado «democrático» consigue llevar a cabo su política independientemente de unas elecciones organizadas a cadencia acelerada. Las elecciones son pura mascarada.
Fuera de las elecciones, que son la piedra angular de la autojustificación «democrática» del Estado, hay muchas ocasiones en las que éste maniobra su aparato para afianzar su control. Contra las huelgas, por ejemplo. En cada lucha que la clase obrera entabla en su propio terreno, ve alzarse ante ella al conjunto de las fuerzas del Estado: prensa, sindicatos, partidos políticos, fuerzas de represión, a veces provocaciones de la policía u otros organismos menos oficiales, etc.
Lo que distingue fundamentalmente al Estado «democrático» de las «dictaduras» no son los medios empleados, basados todos ellos en el control totalitario sobre la sociedad civil, sino la habilidad y la eficacia con la que son empleados. Eso es evidente en el plano electoral. A menudo, las dictaduras intentan darse una legitimidad con elecciones o referendos, pero la indigencia de medios hacen que sea una caricatura de lo que son capaces de organizar los países ricos industrializados. Pero diferencia de fondo no hay. La caricatura no hace más que enseñarnos, con sus groseros rasgos, la verdad del modelo. La «democracia» burguesa no es más que la dictadura «democrática» del capital.
Durante el período ascendente del capitalismo, la burguesía podía apoyar su dominación de clase en la realidad del progreso que su sistema aportaba a la humanidad. En el período de decadencia, en cambio, esa base ha desaparecido totalmente. Y lo que es peor, el capitalismo ya sólo es capaz de aportar miseria y más miseria en medio de una crisis permanente y de la barbarie militarista y asesina de conflictos imperialistas a repetición. Ya sólo mediante el terror y la mentira es capaz la clase dominante de asegurar su dominación de clase y perpetuar su sistema caduco. Esta realidad va a determinar una evolución en profundidad de la vida interna de la clase dominante y concretarse en la actividad del aparato de Estado.
La capacidad del Estado para imponer su fuerza militar y represiva por un lado, y por otro lado hacer creíbles sus mentiras y conservar sus secretos son hoy factores determinantes en su eficacia para gestionar la situación.
En la situación actual, los sectores de la burguesía que van a ascender en la jerarquía del Estado son naturalmente los sectores especializados en el empleo de la fuerza, de la propaganda mentirosa, de la actividad secreta y en todo tipo de maniobras retorcidas. Resumiendo: el ejército, la policía, los servicios secretos, los clanes y sociedades secretas y las mafias gangsteriles.
Los dos primeros sectores han desempeñado siempre un papel primordial en el Estado del que son pilares indispensables. Cantidad de generales marcaron la vida política de la burguesía en el siglo XIX, pero en aquel entonces hay que señalar que su llegada a los aledaños o al centro mismo del poder era, la mayoría de las veces, producto de situaciones de excepción, de dificultades particulares en la vida del capital nacional, como así ocurrió durante la guerra de Secesión en Estados Unidos. Esa tendencia militarista no contradecía, ni mucho menos, la tendencia democrática de la vida política burguesa, como así fue bajo Napoleón III en Francia. Hoy lo característico es que una elevada proporción de jefes de Estado de los países subdesarrollados son militares e incluso en las «democracias » no han faltado sus Eisenhower y Haig en EEUU o De Gaulle en Francia.
Lo que sí es un fenómeno típico del período de decadencia en que vivimos es la subida al poder de responsables de los servicios secretos, lo cual plasma a la perfección las preocupaciones actuales de la burguesía y el funcionamiento interno de las más altas esferas del Estado. Este hecho es también perfectamente visible en la periferia del capitalismo, en el mundo subdesarrollado. Muy a menudo, los generales que se apoderan de las presidencias son los jefes de los servicios secretos de los ejércitos y ocurre muy frecuentemente que cuando una personalidad civil alcanza la jefatura del Estado, antes había hecho su carrera en los servicios secretos «civiles» o de la policía política. Pero esta situación de hecho no es exclusiva de los países subdesarrollados de Africa, Asia o Latinoamérica. En la URSS, Andropov era el jefe del KGB, Gorbachov había tenido puestos de responsabilidad en dicho organismo y el actual presidente de Georgia, Shevernadze fue general de dicho KGB. Todavía más significativo es el ejemplo de Bush en EEUU, «el país más democrático del mundo», antiguo director de la CIA. Y ésos son los ejemplos más conocidos. Ni tenemos los medios ni nos interesa, pues no es nuestra intención, ponernos aquí a hacer una lista exhaustiva, pero sería interesante comprobar la cantidad impresionante de responsables políticos, ministros, parlamentarios y demás que antes de ocupar sus «honorables» funciones hicieron sus cursillos en este o el otro servicio secreto.
La multiplicación de policías paralelas, de servicios cada uno más secreto que el otro, de centros ocultos de todas las clases es uno de los aspectos más reveladores de la vida social en las seudo democracias de hoy. Eso pone de relieve las necesidades y la naturaleza de las actividades del Estado. En el plano imperialista, evidentemente: espionaje, provocación, chantaje, asesinatos, manipulaciones de todo tipo en el plano internacional por la defensa de los intereses imperialistas nacionales, es algo de lo más corriente. Pero eso no es más que el aspecto «patriótico», el más «confesable» de la actividad de los servicios secretos.
Es el plano interior donde la actividad oculta del Estado se ha desarrollado sin duda con mayor amplitud. Fichado sistemático de la población, vigilancia de los individuos, incremento de los pinchazos telefónicos «oficiales» y clandestinos, provocaciones de toda índole destinadas a maniobrar a la opinión pública, infiltración de todos los sectores de la sociedad civil, financiamientos ocultos, etc. Larga es la lista de las actividades para las cuales el Estado recluta una mano de obra abundante, actividades llevadas a cabo en secreto para no manchar el mito de la «democracia». Para ejecutar esas delicadas tareas el Estado utiliza los servicios de diferentes mafias de tal modo que distinguir entre un agente secreto y un gángster es algo cada día más difícil, pues los especialistas del crimen han sabido vender, cuando la ocasión se presenta, sus servicios y sus competencias. Desde hace años, el Estado se ha apoderado de diferentes redes de influencia ya existentes en la sociedad, sociedades secretas, mafias, sectas para ponerlas al servicio de su política internacional y nacional, permitiendo así su ascensión en las esferas dirigentes. De hecho, el Estado «democrático» hace exactamente lo mismo que las «dictaduras» a las que denuncia, pero más discretamente. Los servicios secretos no sólo están en el centro del Estado, también son sus antenas en medio de la sociedad civil.
Paralelamente a ese proceso que ha permitido la progresión en el seno del Estado de las fracciones de la burguesía cuyo modo de existencia se basa en el secreto, el conjunto del funcionamiento del Estado se ha ido ocultando. Tras las apariencias del gobierno, los centros de decisión se han vuelto invisibles. Muchos ministros apenas si tienen poder real y sólo sirven de representación. Esta tendencia se plasmó cínicamente en el mandato del presidente Reagan cuyo mediocre talento de actor le permitió hacer el presumido en el escenario mediático, pero cuya función no era, ni mucho menos, la de definir las orientaciones políticas. Para esto existen otros centros de decisión, desconocidos, la mayoría de las veces, por el gran público. En un mundo en el que los medios de propaganda ideológica han incrementado tanto su importancia, la cualidad fundamental del político es la de saber hablar bien y la de «pintar» bien en la televisión. A menudo eso es suficiente para hacer carrera política. Sin embargo, detrás de los actores de la política encargados de dar rostro humano al Estado, se oculta una multitud de comités, centros de decisión, grupos de presión animados por eminencias grises, desconocidas muchas veces y que, por encima de las fluctuaciones gubernamentales, aseguran la continuidad de la política estatal y, por lo tanto, de la realidad del poder.
Ese funcionamiento cada vez más oculto del Estado no significa ni mucho menos que las divergencias, los antagonismos de intereses hayan desaparecido en la clase dominante. Muy al contrario, con la crisis mundial que se profundiza, se agudizan las divisiones en el seno mismo de cada burguesía nacional. De manera evidente se cristalizan fracciones sobre la alianza imperialista por la que hay que optar. Pero no es ése el único factor de división en el seno de la clase burguesa. Las opciones económicas, la actitud a adoptar ante la clase obrera son otros tantos motivos que cristalizan los debates y los desacuerdos, sin olvidar, claro está, el sórdido interés por el poder, fuente de riqueza, que además de las reales divergencias de orientación, es fuente de conflicto permanente entre los diferentes clanes de la clase dominante. Esas divergencias en el seno de la clase dominante se expresan menos en la división entre partidos políticos, es decir en un plano visible, que en la formación de camarillas que pululan a todos los niveles del Estado y cuya existencia queda oculta para el común de los mortales. La guerra que tienen entablada esos clanes para obtener influencia en el aparato de Estado es severa y, sin embargo, no por eso aparece a la luz del día. Desde este punto de vista, tampoco en esto se distinguen en nada las «dictaduras» de las «democracias». Básicamente, la lucha por el poder se lleva lejos del conocimiento del gran público.
La situación actual de crisis económica agudizada, de cambios de alianzas tras el hundimiento del bloque del Este incrementa las rivalidades y las guerras que se hacen los clanes capitalistas en el seno del Estado. Los diferentes escándalos, los «suicidios» a repetición de hombre políticos y de negocios que salpican la actualidad desde hace algunos años solo son la emergencia visible de esa guerra de las sombras que tienen entablada los diferentes clanes de la burguesía. La multiplicación de los «casos» es una ocasión que permite entrever la realidad del funcionamiento del Estado por detrás de la cortina de humo «democrática». La situación en Italia es, a este respecto, muy reveladora. El asunto de la Logia P2, el asunto Gladio, los escándalos mafiosos y de corrupción de los hombres políticos ilustran de manera ejemplar la realidad totalitaria del funcionamiento del Estado «democrático» que hemos tratado en este artículo. El ejemplo concreto de Italia será el armazón de la segunda parte de este artículo.
JJ
Artículos de referencia:
- La decadencia del capitalismo;
- Revista internacional nº 31 «Maquiavelismo, conciencia y unidad de la burguesía»;
- Revista internacional nº 66 «Las matanzas y los crímenes de las “grandes democracias”».
[1] F. Martini, citado por Sergio Romano en L’Histoire de l’Italie du Risorgimento à nos jours (en francés), ed. Le Seuil, París, 1977.
[2] Platafoma de la CCI.
[3] «Notas sobre la conciencia de la burguesía decadente», Revista Internacional nº 31.
Medio político proletario
¿Qué método, qué objetivos deben guiar hoy el trabajo de los revolucionarios que permitan el acercamiento de las organizaciones comunistas? El proletariado internacional ha vuelto a tomar el camino de la combatividad. Este hecho, constatado, agudiza la cuestión de la necesaria mayor unidad dentro del medio revolucionario. Es importante pues, que las organizaciones del proletariado hagan balance de lo realizado los últimos años en esa dirección y saquen lecciones que puedan utilizarse en el futuro. El objetivo de este artículo es contribuir a ese esfuerzo y va dirigido más concretamente a criticar la experiencia BIPR (Buró internacional por el partido revolucionario). No nos anima a esto otra cosa que la confrontación sincera y fraternal entre revolucionarios. No es un duelo con «la competencia». El objetivo no es criticar los hábitos o maneras de hacer del BIPR en sí mismo, sino ilustrar, a través de las dificultades de esta organización, los errores que no deben volverse a cometer.
Desde hace unos dos años ha comenzado a agitarse en el seno del medio político proletario, aunque ciertamente de forma esporádica y vacilante, la conciencia de que los revolucionarios deben trabajar unidos si es que quieren estar a la altura de sus responsabilidades.
En 1991, el IXº Congreso de la CCI publica un «Llamamiento al Medio Político Proletario». Llamábamos al combate contra el sectarismo que pesa sobre este medio y animábamos a que este combate se comprendiese como una cuestión vital para la clase obrera.
El mismo era reflejo de las primeras agitaciones, de un cambio de ambiente, que se estaba desarrollando en el medio proletario.
«En lugar del total aislamiento sectario vemos hoy, en los diferentes grupos, una mayor disposición a sacar a la luz sus críticas recíprocas, tanto en sus publicaciones como en las reuniones públicas. Además existe un llamamiento explícito de los camaradas de Battaglia Comunista a superar la actual dispersión, llamamiento con el que compartimos gran parte de sus argumentos y objetivos. Existe además una presión contra el aislamiento sectario que viene de una nueva generación de elementos –y esto debe animarnos al máximo– que la sacudida de los últimos dos años ha empujado hacia las posiciones de la Izquierda comunista y que se quedan estupefactos ante la extrema dispersión del medio y cuyas razones políticas no alcanzan a comprender». (...)
«Hoy, que el capitalismo en descomposición quiere hipotecar la unidad de la clase obrera metiéndola en el sinfín de enfrentamientos fratricidas que recorren el planeta desde los desiertos del Golfo Pérsico hasta las fronteras de Yugoslavia, la defensa de esa unidad es algo de vida o muerte para nuestra clase. Pero ¿Qué esperanza puede tener el proletariado en conservar esa unidad si su vanguardia consciente renuncia al combate por su propia unificación? Que no se nos venga diciendo que lo que queremos es «escamotear las divergencias de manera oportunista» o que hacemos un llamamiento a «una unidad incondicional en detrimento de los principios». Recordemos que fue justamente la participación en las discusiones de Zimmerwald lo que permitió a los bolcheviques reunir la Izquierda de Zimmerwald embrión de la futura Internacional comunista y de la separación definitiva con los social-demócratas».
El llamamiento continúa:
«No se trata de esconder las divergencias para lograr un “matrimonio de conveniencia” entre grupos, sino de comenzar a exponer y discutir abiertamente las divergencias que originaron la existencia de grupos diferentes. El punto de partida está en sistematizar la crítica recíproca de posiciones a través de la prensa. Eso puede parecer una banalidad pero aún hay grupos que dan la impresión de estar solos en el mundo cuando se lee su prensa. Otro paso que se puede dar inmediatamente es sistematizar la presencia y la intervención en las reuniones públicas de otros grupos.
Más importante es pasar a la confrontación en reuniones públicas convocadas conjuntamente por varios grupos ante acontecimientos de particular importancia como la Guerra del Golfo».
Nuestro Llamamiento no ha tenido ninguna respuesta explícitamente favorable de parte de otras organizaciones proletarias. Sin embargo algunos pasos sí se han avanzado aquí y allá:
– El grupo bordiguista que publica Il Comunista y Le Prolétaire ha publicado sus polémicas con otras organizaciones bordiguistas y con Battaglia comunista (BC).
– La Comunist Workers Organisation (CWO) de Gran Bretaña ha abierto su prensa a otros grupos, ha participado con otros grupos en un círculo de discusión al Norte de Inglaterra y ha tomado la iniciativa, poco frecuente, de invitar a la CCI a una reunión de lectores en Londres.
– Durante los dos últimos años el Buró Internacional por el Partido Revolucionario (BIPR) formado por BC y CWO en 1984 ha acogido las publicaciones de la CCI en los puestos de venta que ellos colocan en la fiesta anual del grupo Lutte ouvrière en Paris[1].
– Battaglia publica BC Inform, una publicación restringida destinada a los grupos proletarios con información de todo el mundo.
– Algunos grupos proletarios (entre ellos BC, Programma y la CCI) han participado juntos en Milan en un acto de denuncia con ocasión de la visita de Ligachov (ex-miembro del Politburó de la URSS) a esa ciudad, invitado por los estalinistas. Aunque habría que criticar duramente esta acción no por eso deja de ser expresión de una cierta voluntad por romper el aislamiento.
Una voluntad que se concretó poco después en la participación de estos mismos grupos en una jornada de exposición de la prensa internacionalista y de debates.
Estas iniciativas son sin ninguna duda pasos en la dirección correcta. Pero ¿Son suficientes para decir que el Medio Político Proletario está en vías de darse los medios y de asumir las responsabilidades que la gravedad de la situación les exige? Pensamos que no.
En realidad, si bien saludamos la reciente «apertura» de los grupos proletarios constatamos que se trata más de una respuesta empírica, de un reflejo sano ante la nueva situación mundial que de un reexamen basado en un análisis profundo de las exigencias del período.
El reagrupamiento de los revolucionarios no puede dejarse en manos del azar. Es necesario un método consistente que combine la apertura al debate con la defensa rigurosa de los principios. Tal método debe evitar dos peligros:
– Uno caer en lo que sería «debatir por debatir» o sea, diatribas académicas en las que cada cual suelta lo que le parece sin preocuparle si se crea o no una dinámica hacia el trabajo común.
– Otro, pensar que sería posible emprender ese «trabajo común» a partir de una base simplemente «técnica» sin clarificación previa sobre los principios, claridad a la que por otra parte no se puede llegar sin un debate franco.
Una falta de método puede excusarse en grupos jóvenes a quienes les falta experiencia en el trabajo revolucionario, lo que no es el caso en organizaciones que se reivindican herederas de la Izquierda italiana y de la Internacional comunista. Fijándose bien en la historia del BIPR se constata que: primero, no hay un sólido método para el reagrupamiento de los revolucionarios y segundo, que esa falta de método ha esterilizado los esfuerzos que se han hecho.
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Desde luego que no criticamos al BIPR por el gusto de hacerlo. Tenemos y hemos tenido nuestras propias dificultades, sobre todo a lo largo de los años ochenta. Somos conscientes de la terrible fragilidad del medio revolucionario hoy, y más si se compara esta debilidad con la enorme responsabilidad a la que está hoy confrontada la clase obrera y sus organizaciones políticas. Si volvemos una y otra vez a revisar los defectos pasados y presentes del movimiento, lo hacemos para corregirlos, preparándonos así, mejor, para enfrentar el futuro. Los revolucionarios no estudian la historia de su clase buscando «recetas» o «fórmulas mágicas» sino para sacar el mayor provecho de las experiencias históricas y utilizarlas en la superación de los problemas a los que se enfrentan actualmente. Cierto es que a veces se olvidan de que ellos mismos forman parte de esa historia. Battaglia comunista por ejemplo existe desde 1952 y la CCI es ya la organización política proletaria que se ha mantenido más años como un cuerpo internacionalmente organizado y centralizado en toda la historia de la clase obrera. Las Conferencias internacionales de los años setenta son tan parte de la historia del proletariado como las de Zimmerwald o de Kienthal. La historia del medio proletario, desde estas conferencias no es un asunto de interés «arqueológico» como afirma BC (Workers Voice nº 62). Este periodo constituye en realidad un terreno donde se experimentaron prácticamente las diferentes concepciones de la intervención y el reagrupamiento manifestadas a lo largo de esas Conferencias.
El proletariado tiene una tarea histórica que cumplir: tras destruir el capitalismo, construir la sociedad comunista. Para llevarla a cabo no dispone de otras armas que su conciencia y su unidad. De esto se deriva que los revolucionarios en esto tienen una doble responsabilidad: intervenir en la clase obrera para defender el programa comunista y trabajar por el reagrupamiento de los revolucionarios, expresión de la unidad de su clase.
La CCI no tiene ninguna duda sobre el objetivo de tal reagrupamiento: la formación del partido mundial comunista, de la última Internacional, sin la cual la victoria de una Revolución comunista es imposible.
El trabajo por el reagrupamiento tiene varias facetas ligadas entre sí, aunque distintas:
– La integración de individuos militantes en el seno de las organizaciones comunistas. Para éstas la actividad colectiva y organizada de los militantes sobre la base de una implicación común en la causa comunista es el principio básico de la actividad proletaria.
– Las organizaciones que están en los países centrales del capitalismo, donde la experiencia histórica del proletariado es más importante, tienen un particular responsabilidad para con aquellos grupos que surjan en la periferia en condiciones de mayor precariedad y aislamiento político. Estos grupos no podrán sobrevivir ni contribuir a la unificación mundial de la clase obrera si no se supera su aislamiento y se integran en un movimiento más amplio.
– En fin, todas las organizaciones comunistas, sobre todo aquellas que históricamente están emparentadas con las organizaciones obreras del pasado, tienen la responsabilidad de mostrarle a su clase que existe una frontera fundamental, una frontera de clase entre, por un lado, los grupos y organizaciones que defienden con firmeza los principios internacionalistas y por otro los partidos «socialistas» o «comunistas» cuya función exclusiva es reforzar el dominio de la burguesía sobre sus explotados. En otros términos, los comunistas deben definir y defender con claridad al medio político proletario.
Si queremos que los tímidos esfuerzos hechos hasta hoy sirvan para algo habrá que abandonar la falta de método, las actitudes oportunistas y el sectarismo, de las cuales, el BIPR ha dado muestras desde su fundación en 1984.
En este artículo no podemos detallar la historia de las Conferencias internacionales[2], pero sí que vamos a recuperar algunos elementos de ellas.
La 1ª Conferencia convocada por BC[3] fue en Milán (Mayo 1977). La 2ª lo fue en París (Noviembre 1978) y la 3ª también en París (Mayo 1980). Además de BC, CWO y la CCI participaron otros grupos que se situaban, también, en el campo de la Izquierda comunista[4].
Los criterios para participar en las Conferencias ya definidos y precisados en las dos primeras fueron los siguientes:
«– El reconocimiento de la Revolución de Octubre como revolución proletaria.
– El reconocimiento de la ruptura con la Social-democracia efectuada por el 1º y 2º Congresos de la Internacional comunista.
– El rechazo, sin reservas, del capitalismo de Estado y de la autogestión.
– El rechazo de todos los partidos «comunistas» y «socialistas» en tanto que partidos burgueses.
– La orientación hacia una organización de revolucionarios que se refiera a la doctrina y la metodología marxistas como ciencias del proletariado.
– El rechazo a encuadrar a proletariado tras las banderas de la burguesía (en cualquiera de sus formas o maneras)»[5].
La CCI apoyaba, de las conferencias, la idea expuesta por BC en su carta de convocatoria:
«En una situación como la que vivimos, en la cual la dinámica de las cosas va más rápida que la del mundo de los hombres, la tarea de las fuerzas revolucionarias es, intervenir en los acontecimientos recuperando la voluntad de acción desde el terreno mismo y poniéndola en el que está preparado hoy para acogerla. Pero la Izquierda comunista fracasaría en su tarea si no se dotase de las armas más eficaces tanto teóricas como prácticas, es decir:
a) Ante todo salir de la situación de inferioridad e impotencia al que le han llevado el provincianismo de las querellas culturales preñadas de diletantismo y la estupidez incoherente que han ocupado el sitio de la modestia revolucionaria y sobre todo la degradación del concepto de militantismo, entendido como sacrificio desinteresado.
b) Establecer la base programática históricamente válida que para nuestro partido en la experiencia teórico práctica que se engendró en la Revolución de Octubre y a nivel internacional la aceptación crítica de las tesis del 2º Congreso de la IC.
c) Reconocer que no se llegará ni a una política de clase ni a la creación del partido mundial de la revolución, ni mucho menos a una estrategia revolucionaria si no se decide hacer funcionar desde el presente un Centro Internacional de enlace e información que sea una anticipación y una síntesis de lo que será la futura Internacional, como Zimmerwald o más aun Kienthal fueron el esbozo de la 3ª Internacional»[6].
«La Conferencia deberá orientar también cómo y cuándo abrir un debate sobre cuestiones como son el Sindicato, el Partido y tantas otras que dividen hoy la Izquierda comunista Internacional. Esto, si queremos que esto se concluya positivamente y sea un primer paso hacia objetivos más amplios y hacia la formación de un frente internacional de grupos de la Izquierda comunista lo más homogéneo posible y salir por fin de la torre de Babel ideológica, política y de un ulterior desmembramiento de los grupos existentes»[7].
BC daba a la Conferencia objetivos que iban aun más lejos: «... tenemos en cuenta que la gravedad de la situación general... exige tomas de posición precisas, responsables y sobre todo de acuerdo con una visión unitaria de las diferentes corrientes en el seno de las cuales se manifiesta internacionalmente la Izquierda comunista...».
Con todo eso BC, a lo largo de las Conferencias dio serias muestras de su incoherencia. Lejos de defender la necesidad de «Tomas de posición precisas, responsables», BC rechazó sistemáticamente cualquier toma de posición común: «Nos oponemos por principio a declaraciones comunes si no hay acuerdo político» (intervención de BC en la 2ª Conferencia)[8]; «No es el mayor o menor número de grupos firmantes de la resolución (sobre la Situación internacional propuesta por la CCI) lo que dará a ésta mayor o menor peso en la clase». (Intervención de BC en la 3ª Conferencia). Vale la pena recordar que la 3ª Conferencia fue poco después de la invasión de Afganistán por la URSS y que todos los grupos participantes estuvieron de acuerdo sobre la naturaleza imperialista de este país, sobre la inevitabilidad de la guerra bajo el capitalismo y sobre la responsabilidad del proletariado, al ser él la única fuerza capaz de hacer retroceder la marcha hacia la guerra. Todos estos elementos de acuerdo fueron suficientes para marcar claramente la línea divisoria entre la Izquierda comunista y quienes pedían a los obreros apoyo para uno de los dos campos enfrentados en Afganistán (el Bloque imperialista americano o la URSS): los trotskistas, los estalinistas, diversos demócratas, «socialistas»[9].
Tras el fracaso de las Conferencias BC escribía en 1983: «Las Conferencias han cumplido su tarea esencial, crear un clima de confrontación y debate a nivel internacional en el seno del campo proletario (...) nosotros las consideramos un instrumento de clarificación y de selección política en el seno del campo proletario»[10].
Pero ¿Qué acabó siendo el «Centro internacional de enlace e información»? ¿Dónde está el «Frente internacional de los grupos de la Izquierda comunista»?
Evidentemente todo el mundo puede cambiar de opinión, incluso una «fuerza con una seria dirección» como le gusta definirse a BC. Tras haber definido un «campo revolucionario» de grupos serios (de hecho reducido a ellos mismos) situado en el seno de un «campo proletario» (que entre ellos incluye a la CCI, ¡gracias!), BC y la CWO deciden convocar una 4ª Conferencia internacional y fundar el BIPR.
Durante una de sus intervenciones en la 3ª Conferencia CWO declara: « Queremos llegar a una 4ª Conferencia que sea un lugar de trabajo y no sólo de simple discusión... trabajar juntos es reconocer un terreno común. Por ejemplo, un trabajo común no puede emprenderse más que con grupos que reconocen la necesidad de crear grupos obreros de vanguardia organizados sobre una plataforma revolucionaria».
En Revolutionary Perspectives nº 18, CWO anunció también su intención de «desarrollar discusiones y un trabajo común con vistas a reagrupar CWO con el PCInt (BC). Esto no quiere decir que estemos cerca de concluir tal proceso, ni tampoco que se hayan aparcado u olvidado los problemas que ese proceso conlleva, al contrario; pero sí, que nuestra reciente cooperación en la 3ª Conferencia nos permite ser optimistas en cuanto que una conclusión positiva va a realizarse». Proclaman pues la necesidad de una 4ª Conferencia internacional que «no reproduzca las limitaciones de las precedentes sino que sea la verdadera base que haga posible un trabajo político común a escala internacional».
Poco después se constituyó el BIPR. Se celebró la 4ª Conferencia pero se saldó con un fiasco total[11]. Así las cosas la experiencia no ha vuelto a ser retomada. No obstante, el primer número de la revista del BIPR, Communist Review, constata que: «En las Conferencias los grupos y organizaciones pertenecientes al campo político proletario se encuentran, convergen y se confrontan». La plataforma del Buró debía significar «un momento en la trayectoria hacia la síntesis de las plataformas de los grupos a nivel nacional».
¿Cual es la nueva situación nueve años más tarde? Las Conferencias internacionales han quedado en papel mojado. No se han reagrupado BC y CWO. Es más, según se deduce de su prensa no ha habido ni siquiera discusión entre ellos para resolver sus divergencias sobre la cuestión sindical, por ejemplo, o la parlamentaria. Los camaradas franceses del BIPR que en 1984 tenían «la intención de poner los pilares de una reconstrucción del tejido organizativo del movimiento obrero sobre las posiciones orgánicas que colocó el BIPR» han desaparecido sin dejar rastro. El único grupo que se incorporó al BIPR, el Lal Pataka (India) anegado en un cúmulo de confusas diatribas anti-BIPR, también ha desaparecido.
En los trece años transcurridos desde la 3ª Conferencia, el medio proletario ha estado sometido a violentas pruebas: muchas de sus fuerzas militantes, de quienes la clase obrera tiene tanta necesidad se han evaporado. Basta con mirar en que han acabado muchos de los grupos participantes en las Conferencias (incluso los que sólo participaron epistolarmente): Forbundet Arbetarmakt (Suecia), Eveil internationaliste (Francia), Organisation communiste révolutionnaire internationaliste (Argelia) han desaparecido. El Groupe communiste internationaliste (GCI) se ha aproximado al izquierdismo con sus ambigüedades sobre el apoyo a Sendero luminoso. Los Nuclei comunisti internazionalisti (NCI), a través de diversas mutaciones, que le han llevado a construir la OCI, han caído en el campo de la burguesía durante la Guerra del Golfo apoyando a Irak. Fomento obrero revolucionario (FOR) completamente estancado.
La desaparición de algunos de estos grupos traduce, es cierto, la necesidad de una inevitable decantación y no vamos ahora a rehacer la historia con un «si...». No cabe duda que el fracaso de la Conferencias suscribe la desaparición de lo que tenía que haber sido un lugar donde la Izquierda comunista podía haber definido y afirmado su naturaleza revolucionaria frente a las múltiples variantes del izquierdismo.
Para aquellos nuevos grupos que buscan una coherencia ha supuesto la desaparición de una sólida referencia que hubiera sido muy útil en medio de la vorágine ideológica de la descomposición capitalista. Hoy los grupos que surjan sin poder identificarse con las posiciones políticas de las organizaciones de la Izquierda comunista, están condenadas al casi total aislamiento y a todo lo que esto comporta en términos de estancamiento político, de desmoralización y de herida abierta a la infección por la ideología burguesa.
El BIPR ha sido incapaz de construir una alternativa a las Conferencias. Todo ha quedado en proyectos. Y del reagrupamiento anunciado entre CWO y BC sigue sin verse nada.
Si se quiere entender por qué el BIPR no ha concluido bien ningún reagrupamiento sólido, conviene echar una ojeada al intento de integración del grupo indio Lal Pataka en el BIPR.
El BIPR se ha hecho siempre ilusiones sobre la posibilidad de reagruparse con organizaciones procedentes del campo enemigo, particularmente del izquierdismo.
Estas ilusiones están además ligadas a la actitud ambigua, de la que BC no ha sabido librarse, hacia los movimientos de masas que se desarrollan en terrenos no proletarios. Es tarea de los comunistas «ponerse a la cabeza de los movimientos de liberación nacional» y «trabajar en el sentido de meter la cuña de las posiciones de clase en el seno de ese movimiento y no juzgarlo desde el exterior».
Estas posiciones las han vuelto a retomar en sus tesis sobre Las tareas de los comunistas en la periferia del capitalismo. La conclusión que sacan es la siguiente: «en estos países (de la periferia) la dominación del capital no alcanza aun a toda la sociedad, el capital no ha sumido al conjunto de la colectividad en las leyes de la ideología burguesa como lo ha hecho en los países centrales. En los países de la periferia la integración política e ideológica de los individuos en la sociedad capitalista no constituye un fenómeno de masas como en los países centrales porque el individuo explotado, golpeado por la miseria y la opresión no es aun el individuo ciudadano de las formaciones capitalistas originales. Esta diferencia con los países centrales hace posible la existencia de organizaciones comunistas de masas en la periferia (...). Estas «mejores condiciones implican la posibilidad de organizar a las masas de proletarios en torno al partido proletario»[12].
Nosotros hemos dicho siempre que es un error fatal creer que los comunistas pueden de una manera u otra «ponerse a la cabeza» de los movimientos de liberación nacional, de las luchas nacional-revolucionarias o de cualquiera de esas luchas entre «naciones», cualquiera que sea el nombre que se les dé. Tales luchas son de hecho un ataque directo contra la conciencia del proletariado, disuelven la única clase revolucionaria en una masa «popular», lo que es un peligro particularmente importante en los países periféricos donde el proletariado es superado en número, con creces por el campesinado y por las masas de pobres sin tierra, sin trabajo.
Lo sabemos no sólo en teoría, sino por la práctica. La más antigua sección de la CCI, la venezolana, se forma en frontal oposición a las ideologías guevaristas de «liberación nacional» de moda en los años sesenta en toda la izquierda. Más recientemente nuestra experiencia de la formación de una sección en México ha confirmado, si era todavía necesario, que una sólida presencia comunista no se puede establecer si no es sobre los cimientos de un enfrentamiento directo con toda variante del izquierdismo y de establecer una rigurosa frontera de clase entre el izquierdismo, incluso el más «radical» y las posiciones proletarias.
De la «4ª Conferencia internacional» celebrada con los defensores del PC iraní hasta la fraternal con el grupo «marxista-leninista» Revolutionnary Proletarian Platform (RPP) de India, el BIPR no ha conseguido nunca establecer esa clara separación. No tiene desde luego nada de sorprendente que sean los izquierdistas mismos más conscientes de las divisiones que les separan de los comunistas. Por ejemplo, el RPP escribía al BIPR: «... sobre la cuestión de la participación en los sindicatos reaccionarios y en los parlamentos burgueses nos es difícil estar de acuerdo con vosotros o con cualquier corriente que rechace totalmente tal participación. Aunque reconocemos que vuestra participación es más sana que la de la CCI (quien considera a los sindicatos parte del Estado burgués y que como tales deben ser destruidos), nos parece que en el fondo lo que hay es una crítica de la posición bolchevique-leninista desde un punto de vista de «extrema-izquierda» y que parte de las mismas premisas teóricas que la CCI y corrientes similares»[13].
Ha querido la ironía que parezca que la CWO haya llegado ahora a nuestra posición sobre la imposibilidad que los grupos (no es el caso de los individuos) puedan pasar del campo burgués al campo proletario: «La política de estos grupos (trotskistas) se sitúa sin ninguna duda en el ala izquierda del capital y es un error enorme imaginarse que tales organizaciones pueden acabar en el campo del comunismo internacional»[14].
Pero ni CWO, ni BC, ni el BIPR han sido capaces de comprenderlo en su actitud hacia los militantes del PC iraní en el exilio (SUCM) o hacia la organización maoísta india RPP (y es útil recordar aquí que el maoísmo no ha pertenecido jamás al campo proletario). Al contrario, tras la exclusión de la CCI de la 3ª Conferencia Internacional y al día siguiente del fiasco de la 4ª teniendo como «invitado» único al SUCM, el BIPR se regocijaba de haber tenido con el RPP indio «una batalla política contra los partidarios (de la CCI)»[15], y de aceptar que la sección bengalí del RPP y su periódico dirigiesen sus pasos hacia el «comunismo internacionalista».
En el nº 11 de Comunist Review una «Toma de posición sobre Lal Pataka» resalta que «algunos espíritus cínicos pueden pensar que hemos aceptado al camarada demasiado rápidamente en el BIPR». Nosotros no pertenecemos a esos «espíritus cínicos». El problema por lo tanto no está en la «precipitación» del BIPR en aceptar al Lal Pataka si no en la debilidad congénita del propio BIPR. ¿Cómo va a poder el BIPR ayudar a otros a superar las confusiones y romper con la ideología burguesa si él mismo mantiene ambigüedades acerca de cuestiones como el sindicalismo y se muestra incapaz de trazar una clara demarcación entre comunistas e izquierdistas?. Vista la incapacidad de BC y de CWO par conducir sus propias discusiones hasta el reagrupamiento ¿cómo va a poder el BIPR convertirse en un sólido punto de referencia para quienes quieren evolucionar hacia posiciones comunistas? Los devaneos oportunistas del BIPR con el izquierdismo se acompañan, lógicamente, de una actitud sectaria hacia grupos que no están dentro de su «esfera de influencia». Veamos: el nº 3 de la Communist Review, que trata ampliamente de los grupos en India, no menciona para nada al grupo que publica Communist Internationalist ni al que más tarde publicará Kamunist Kranti, a pesar de ser grupos conocidos, al menos por CWO. Hacia 1991, Lal Pataka desaparece de las páginas de Workers Voice y es reemplazado por Kamunist Kranti: «Esperamos que en futuro puedan establecerse entre el Buró Internacional y Kamunist Kranti relaciones fecundas». Dos años más tarde todo hace creer que las relaciones han sido estériles pues en el Nº 11 de la Communist Review leemos: «Es una tragedia que pese a la existencia de elementos prometedores no exista aun un núcleo sólido de comunistas en la India». No había más que «atisbos de conciencia en medio del desorden». Entre tanto el núcleo de Communist internationalist ha pasado a formar parte de la... CCI. El BIPR podía contribuir mejor al reforzamiento de los revolucionarios si empezase a reconocer la existencia de otros grupos del movimiento.
Tras los fracasos con los iraníes del SUCM y los hindúes del RPP, era de esperar que el BIPR hubiese aprendido algo a propósito de las fronteras que separan las organizaciones burguesas y la clase obrera. Pero el Informe de la intervención del BIPR con el grupo austríaco Internationalistische Kommunisten (GIK) en los países del Este nos hace dudar.
Desde luego saludamos el esfuerzo del BIPR por defender las posiciones comunistas en la tormenta del ex-Bloque del Este (¿no es la de allí una situación que exige un «Frente internacional de la Izquierda comunista» empleando los términos de BC?). Pero ¿cómo no turbarse al ver las ilusiones que parece tener BC de que surja alguna cosa positiva de entre los viejos PCs? Leemos: «Nuestros camaradas han decidido ir a ver los restos del Partido «comunista» checo. Era peligroso ir a los estalinistas y decirles todo el odio que sentimos por su régimen capitalista de Estado, explotador de nuestra clase; pero valía la pena si íbamos a encontrarnos algún resto de posiciones de clase entre sus bases y desorientado y agonizante el Partido». Y hablando de otra reunión dicen: «las discusiones no han faltado (incluso hemos intercambiado ideas con representantes extranjeros de la IVª Internacional)»[16].
¿Cómo se puede tener un «intercambio de ideas» entre quienes se proponen resucitar el cuerpo podrido del estalinismo y la Izquierda comunista que quiere enterrarlo para siempre?. El informe del GIK en Workers Voice nº 55 se hace eco de la idea de que puede existir un mejunje de marxismo proletario y de ideología burguesa en el Este: «Existe un gran conocimiento de las ideas marxistas entre la población y ciertos elementos del análisis materialista no les son extraños a pesar de estar afectados por distorsiones burguesas y los mezclan con contenidos burgueses».
¿Pero desde el punto de vista de la conciencia de la clase obrera qué sentido tiene elegir entre un trabajador de Europa del Oeste que no ha oído nunca hablar del «internacionalismo proletario», y un trabajador del Este para quien este termino significa invasión de Checoslovaquia o Afganistán por parte de Rusia? Lo peor, es que el GIK prefiere la pesca entre las turbias aguas de los estalinistas reconvertidos que la intervención en el seno de la clase obrera:
«Más importante que nuestra intervención en la calle es nuestra intervención en el seno del nuevo KPD (Kommunistiche Partei Deutschlands) que se reformó en Enero de 1990. No hay una verdadera homogeneidad en su seno y el común denominador de todos sus fundadores es la voluntad de mantener los “ideales comunistas” (...) Muchos, en el seno del KPD (...) defienden a la RDA caracterizada como “un sistema socialista con errores”. Otros están divididos entre el estalinismo puro y otros apoyan las oposiciones antiestalinistas de izquierda (trotskistas y Izquierda comunista)»[17].
Una vez más, la distinción entre trotskismo e Izquierda comunista se escamotea, como si las dos pudieran pertenecer a una especia de frente común «antiestalinista». No será con este tipo de intervención con lo que se podrá contribuir a una ruptura neta y clara con el estalinismo y sus defensores trotskistas.
Que nosotros sepamos, en sus nueve años de existencia, el BIPR no ha conseguido realmente extender su presencia o hacer avanzar el reagrupamiento con la CWO, anunciado en 1980. La «primera selección de fuerzas» de la que habló BC poco después del fin de las Conferencias internacionales, se ha demostrado... muy selectiva. En el otoño de 1991 la CWO anunciaba: «La alternativa histórica de nuestra época está entre la actual barbarie capitalista que llevará a la destrucción de toda vida humana, y la instauración del socialismo por el proletariado (...) Participar en ese proceso exige una mayor concentración de fuerzas que las nuestras (o de aquellas que pueda poseer cualquier otro grupo del campo proletario). Por eso, nosotros nos disponemos a encontrar nuevos medios, basados en los principios, para mantener un dialogo político con todos aquellos que consideren que combaten por los mismos objetivos que nosotros». Trece años después de que BC y CWO asumieran «la responsabilidad que se debe esperar de parte de una fuerza dirigente seria», interrumpiendo las Conferencias internacionales, el rizo se ha rizado. Pero, parafraseando a Marx, si la historia se repite dos veces, la primera es en forma de tragedia, y la segunda en forma de comedia. El «nuevo comienzo» de la CWO no ha conducido, por el momento, más que a un medio reagrupamiento con el Communist Bulletin Group (CBG). ¿Pero acaso el GBC no es el tipo de grupo sobre el que BC escribía en abril de 1992:
«La importancia política de una división, que es a veces necesaria para ser capaces de interpretaciones políticas precisas y para definir las estrategias, ha abierto la puerta, en un cierto medio político y entre ciertas personalidades, a una exasperante práctica de escindir por escindir, a un rechazo individual de cualquier centralización, de toda disciplina organizativa, o de toda responsabilidad “embarazosa” en el trabajo colectivo de Partido»?
¿Como, la CWO que no ha perdido ocasión de denunciar el «espontaneismo» y el «idealismo» de la CCI, puede proponer una fusión con el CBG que, si le queda algún principio, se supone que es el de defender la Plataforma de la CCI? Con tal engendro sin principios, este nuevo esfuerzo del BIPR no puede acabar más que en un fracaso, como todos los precedentes[18].
Veinte años de experiencia, con sus aciertos y sus fracasos, en la construcción de una organización internacional presente en tres continentes y en una docena de países, nos han enseñado una cosa: no hay atajos en el camino hacia el reagrupamiento. La falta de comprensión mutua, la ignorancia de las posiciones de los demás, la desconfianza como legado de los trece años transcurridos desde el fin de las Conferencias internacionales, nada de esto desaparece de la noche a la mañana. Para reconstruir tan solo un poco de unidad en el campo proletario, ante todo nos hace falta volver un poco a la «modestia revolucionaria», por retomar un termino de BC, y comenzar a andar los pasos, muy limitados, que la CCI propuso en su LLamamiento: polémicas regulares, presencia en las reuniones públicas de los otros grupos, organización de reuniones públicas comunes, etc. Y, cuando sea posible reencontrar el espíritu de las Conferencias internacionales, habrá que haber sacado todas las lecciones del pasado:
«Habrá otras Conferencias. Nosotros estaremos y esperamos encontrar, si el sectarismo nos los ha matado hasta entonces, a los grupos que, hasta el presente, no han comprendido la importancia de estas Conferencias que acabamos de vivir, en ellas para aprovechar todas las lecciones de las mismas:
– importancia de estas Conferencias para el medio revolucionario y para el conjunto de la clase obrera;
– necesidad de tener criterios;
– necesidad de pronunciarse;
– rechazo de toda precipitación;
– necesidad de la discusión más profunda posible sobre las cuestiones cruciales enfrentadas por el proletariado.
Para construir un organismo sano, el futuro Partido Mundial, hay que tener un método sano. Estas Conferencias a través de sus puntos fuertes como a través de sus debilidades, habrán enseñado a los revolucionarios que “no ha de contrariarnos aprender”, como decía Rosa Luxemburg, en que consiste tal método»[19].
Sven
[1] Lutte ouvrière (LO), la principal organización trotskista de Francia, celebra anualmente un encuentro cerca de París, que tiene que ver más con una fiesta campestre que con un acontecimiento político. Para dar una imagen de tolerancia política, están autorizadas toda una serie de organizaciones de «izquierda» a tener stands para la venta de su prensa y a organizar reuniones públicas cortas para defender sus posiciones. La CCI ha participado siempre en estas «fiestas» con el fin defender las posiciones internacionalistas y denunciar la naturaleza antiobrera de los trotskistas. Hace tres años se produjo un incidente más fuerte que los de costumbre: un camarada de la CCI, durante un forum de discusión, desenmascaró las tentativas de LO de negar que había apoyado la campaña electoral de Mitterrand en 1981, de forma que la duplicidad de LO apareció claramente. Desde entonces la CCI tiene prohibido vender sus publicaciones o defender sus posiciones.
[2] Los textos y los Actas de estas Conferencias pueden obtenerse escribiendo a nuestras direcciones. Además hemos tratado en repetidas ocasiones las principales cuestiones planteadas por las Conferencias en los diferentes números de nuestra Revista internacional.
[3] Estas Conferencias fueron formalmente realizadas a iniciativa de BC. Pero BC no era el único grupo que participaba de la preocupación por el reagrupamiento. Revolution internationale, que se convertiría más tarde en la sección en Francia de la CCI, había lanzado ya un llamamiento a BC para que, en tanto que grupo histórico en el seno del proletariado, ella impulsara un trabajo de reagrupamiento de las dispersas fuerzas proletarias. En 1972, a iniciativa de Internationalism (más tarde sección en USA de la CCI) se inició un esfuerzo de Conferencias y de correspondencias que dieron como resultado, de un lado la formación de la CWO y de otro de la CCI en 1975.
[4] Si incluimos a los grupos que participaron por escrito y al menos en una Conferencia una vez, podemos citar a FOR, Fur Komunismen et Forbundet Arbetarmakt, de Suecia; Nuclei Leninisti Internazionalisti y Il Leninista, de Italia; Organisation communiste revolutionnaire internationaliste, de Argelia; GCI, L’Eveil internationaliste de Francia.
[5] Boletin preparatorio nº 1 de la 3ª Conferencia de grupos de la Izquierda Comunista (Noviembre 1979).
[6] A los Grupos internacionalistas de la Izquierda comunista, Milán, Abril 1976; en Textos y síntesis de la Conferencia internacional organizada por el PCInt (BC) en Milan, los días 30 Abril y 1 de Mayo de 1977.
[7] Segunda carta circular del PCInt (BC) a los grupos comunistas a propósito de un eventual encuentro internacional; Milán 15 de Junio 1976, en Textos y síntesis... (ídem nota anterior).
[8] Segunda conferencia de los grupos de Izquierda comunista: Textos preparatorios, resumen, correspondencia. Paris, Noviembre 1978.
[9] Acto seguido de nuestra «exclusión» de las Conferencias, en un artículo titulado: «El sectarismo, una herencia de la contra-revolución a superar», escribíamos:
«... Sectario, es para los revolucionarios, negar su existencia. Los comunistas nada tiene que esconder ante su clase. Frente a ella, de la que pretenden ser su vanguardia, asumen de forma responsable sus actos y sus convicciones. Por ello las próximas Conferencias han de romper con los hábitos «silenciosos» de las tres conferencias precedentes. Deberán saber afirmar y asumir CLARAMENTE, explícitamente, en textos y resoluciones cortas y precisas, y no en un centenar de páginas de actas, los resultados de sus trabajos, tanto se trate de esclarecer DIVERGENCIAS, como de POSICIONES COMUNES, compartidas por el conjunto de grupos. La incapacidad de las Conferencias pasadas para exponer claramente el contenido real de las divergencias ha sido una manifestación de su debilidad.
El celoso silencio de la 3ª Conferencia sobre la cuestión de la guerra es una vergüenza.
Las próximas Conferencias deberán saber asumir sus responsabilidades, si quieren ser viables» (...) “¡Pero, ¡atención!”, nos dicen los grupos partidarios del silencio. ¡“Nosotros no firmamos con cualquiera”!, ¡“Nosotros no somos oportunistas”!. Y nosotros les respondemos: el oportunismo es traicionar los principios a la primera oportunidad. Lo que nosotros proponemos no es traicionar un principio (el internacionalismo), SINO AFIRMARLO CON EL MAXIMO DE NUESTRAS FUERZAS». Revista internacional, nº 22, 3er Trimestre de 1980 (en francés).
[10] Respuesta de BC al «Llamamiento a los grupos políticos proletarios» de la CCI (1983).
[11] No podemos tratar aquí la triste historia de la 4ª Conferencia internacional. Remitimos a los lectores a los números 40 y 41 de la Revista internacional (edición en francés).
[12] Communist Review, nº 3, (1985).
[13] Workers Voice, nº 65.
[14] Workers Voice, nº 65.
[15] Communist Review, nº 3 (1985).
[16] Workers Voice, nº 53, septiembre 1990.
[17] Workers Voice, nº 55, el subrayado es nuestro.
[18] Puede ser, y es ya el caso. Los últimos números de Workers Voice, no contienen las «contribuciones regulares» del CBG que se anunciaban.
[19] Carta de la CCI a la CE del PCInt, tras la 3ª Conferencia, en 3ª Conferencia de los grupos de la Izquierda comunista, Mayo 1980; Proceso Verbal (Enero 1981).
– Segunda Parte –
EN la primera parte de este capítulo (Revista internacional, nº 75), empezamos a examinar el contexto histórico en el que Marx situó la sociedad capitalista: como el último de una serie de sistemas de explotación y alienación, como una forma de organización social no menos transitoria que el esclavismo romano o el feudalismo medieval. Señalamos que, en este marco, el drama de la historia humana podría considerarse a la luz de la dialéctica entre los lazos sociales originales de la humanidad, y el crecimiento de las relaciones mercantiles que, al mismo tiempo, han disuelto esos lazos, y han preparado el terreno para una forma más avanzada de comunidad humana. En la sección que sigue, nos concentramos en el análisis del propio capital que hizo Marx en su madurez -de su naturaleza interna, de sus contradicciones insolubles, y de la sociedad comunista destinada a suplantarlo.
Seguramente es imposible para cualquiera acercarse a El Capital, y sus distintos esbozos y anexos, desde los Grundrisse hasta las Teorías de la plusvalía, sin cierta emoción. Esta gigantesca hazaña intelectual, esta obra «por la que he sacrificado salud, felicidad y familia» (Marx a Meyer, 30 de abril de 1867), ahonda en el más extraordinario detalle sobre los orígenes de la sociedad burguesa, examina en toda su concreción las operaciones día a día del capital, desde la planta de fabricación hasta el sistema de crédito, «desciende» a las cuestiones más generales y abstractas sobre la historia humana y las características de la especie humana, sólo para «ascender» de nuevo a lo concreto, a la dura y cruda realidad de la explotación capitalista. Pero, aunque ésta es una obra que exige considerable concentración y esfuerzo mental de sus lectores, de ninguna manera es una obra académica, jamás es una mera descripción, o un ejercicio de aprendizaje escolar en interés propio. Como Marx insistió tan a menudo, es al mismo tiempo una descripción y una crítica de la economía política burguesa. Su objetivo no era simplemente clasificar, categorizar o definir las características del capital, sino señalar el camino de su destrucción revolucionaria. Como Marx planteó, en su habitual lenguaje colorido, El Capital es «seguramente el proyectil más aterrador que jamás se haya disparado a las cabezas de la burguesía» (carta a Becker, 17 de Abril de 1867).
Nuestro objetivo en este artículo no es, y no podría ser, examinar El Capital y sus trabajos adyacentes sobre economía política con gran detalle. Es simplemente entresacar lo que nos parece que son sus temas centrales, para enfatizar su contenido revolucionario, y por tanto comunista. Empezamos, como Marx empezó, con la mercancía.
En la primera parte de este artículo, recordamos que, desde el punto de vista de Marx, la historia del hombre no es sólo la crónica del desarrollo de sus capacidades productivas, sino también la crónica de su creciente autoestrangulamiento, de una alienación que ha alcanzado su colmen en el capitalismo y en el sistema de trabajo asalariado. En El Capital esta alienación se trata desde varios ángulos, pero quizás su aplicación más significativa está contenida en el concepto del fetichismo de las mercancías; y en gran medida, El Capital mismo es una tentativa de exponer, de penetrar y de superar este fetichismo.
Según Marx en el capítulo que abre El Capital, la mercancía se aparece al género humano como «una cosa misteriosa» (Vol. I, cap. 1) tan pronto como se considera más que un artículo inmediato de consumo –es decir, cuando se considera desde el punto de vista, no de su mero valor de uso, sino de su valor de cambio. Cuanto más se subordina la producción de objetos materiales a las necesidades del mercado, de la compraventa, más ha perdido de vista el género humano los objetivos reales y los motivos de la producción. La mercancía ha hechizado a los productores, y este hechizo nunca ha sido tan potente, este «mundo encantado y pervertido» (vol III, apéndice) nunca se ha desarrollado tanto, como en la sociedad de la producción universal de mercancías, el capitalismo –la primera sociedad de la historia en que las relaciones mercantiles han penetrado hasta el mismo corazón del sistema productivo, de manera que la propia fuerza de trabajo se ha convertido en una mercancía. Así es cómo Marx describe el proceso por el que las relaciones mercantiles han llegado a hechizar las mentes de los productores:
«... en el acto de ver se proyecta efectivamente luz desde una cosa, el objeto exterior, en otra, el ojo. Es una relación física entre cosas físicas. Por el contrario, la forma de mercancía y la relación de valor entre los productos del trabajo no tienen absolutamente nada que ver con la naturaleza física de los mismos ni con las relaciones, propias de cosas, que se derivan de tal naturaleza. Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquellos. De ahí que para hallar una analogía pertinente, debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil.» (El Capital, ed. S. XXI, Madrid 1975, Vol. III).
Para Marx, descubrir y derrocar la mercancía-fetiche era crucial a dos niveles. Primero, porque la confusión que las relaciones mercantiles sembraban en las mentes humanas, hacía extremadamente difícil comprender el funcionamiento real de la sociedad burguesa, incluso para los más estudiosos y agudos teóricos de la clase dominante. Y segundo, porque una sociedad que estaba gobernada por la mercancía era necesariamente una sociedad condenada a escapar al control de los productores; no sólo en un sentido estático y abstracto, sino también en el sentido de que semejante orden social empujaría eventualmente a toda la humanidad a la catástrofe, a menos que fuera sustituida por una sociedad que desterrara el valor de cambio en favor de la producción para el uso.
Los economistas políticos burgueses habían reconocido por supuesto que el capitalismo era una sociedad basada en la producción para el beneficio; algunos de ellos habían reconocido la existencia de antagonismos de clase e injusticias sociales dentro de esta sociedad. Pero ninguno había sido capaz de discernir los verdaderos orígenes del beneficio capitalista en la explotación del proletariado. Otra vez el fetichismo de las mercancías: en contraste con el esclavismo clásico, o el feudalismo, en el capitalismo no hay explotación institucionalizada, no hay servidumbre no remunerada, no hay propiedad legal de un ser humano por otro, no hay días fijados para trabajar en las propiedades del señor. Según el buen juicio y sentido común de la consideración del pensamiento burgués, el capitalista compra el «trabajo» del obrero, y le da, en compensación, «una remuneración justa». Si se desprende algún beneficio de este intercambio, o de la producción capitalista en general, su función es simplemente cubrir los costos y el esfuerzo gastados por el capitalista, que parecen bastante considerables también. Este beneficio podría producirlo el capitalista «comprando barato y vendiendo caro», es decir, en el mercado, o por medio de la «abstinencia» del propio capitalista, o como en la teoría de Senior, en la «última hora de trabajo».
Lo que Marx demostró, sin embargo, con su análisis de la mercancía, es que el origen del beneficio capitalista se asienta en una verdadera forma de esclavismo, en el tiempo de trabajo impagado que se extrae al obrero. Por esto Marx empieza El Capital con un análisis de los orígenes del valor, explicando que el valor de una mercancía está determinado por la cantidad de tiempo de trabajo contenida en su producción. Así pues, Marx se situaba en continuidad con la economía política burguesa clásica (aunque los modernos «expertos» económicos nos dirán que la teoría del valor del trabajo no es más que una encantadora antigualla –lo que es una expresión de la absoluta degeneración de la «ciencia» económica burguesa en esta época). Pero el logro de Marx fue su capacidad para profundizar en la investigación de la mercancía particular fuerza de trabajo (no trabajo en abstracto, como la burguesía lo considera siempre, sino la capacidad de trabajar del obrero, que es lo que el capitalista adquiere realmente). Esta mercancía, como cualquier otra, «cuesta» la cantidad de tiempo de trabajo necesario para reproducirla –en este caso, para cubrir las necesidades básicas del obrero, tales como alimentarse, vestirse, etc. Pero la fuerza de trabajo viva, contrariamente a las máquinas que pone en funcionamiento, posee la característica única de ser capaz de crear más valor en un día de trabajo, del que se requiere para reproducirla. El obrero que trabaja una jornada de 8 horas, puede que no pase más de 4 horas trabajando para sí mismo –el resto se lo da «gratis» al capitalista. Esta plusvalía, cuando se hace real (se realiza) en el mercado, es la verdadera fuente del beneficio capitalista. El hecho de que la producción capitalista es precisamente la extracción, la realización y la acumulación de este plustrabajo usurpado, hace del capitalismo por definición, por su naturaleza, un sistema de explotación de clase, en plena continuidad con el esclavismo y el feudalismo. No es cuestión de si el obrero trabaja una jornada de 8, 10 o 18 horas, de si su ambiente de trabajo es plácido o infernal, de si sus salarios son altos o bajos. Esos factores influyen en la tasa de explotación, pero no en el hecho de la explotación. La explotación no es un subproducto accidental de la sociedad capitalista, el producto de patronos particularmente avariciosos. Es el mecanismo fundamental de la producción capitalista, que no sería concebible sin él.
Las implicaciones de esto son inmediatamente revolucionarias. En el marco del marxismo, todos los sufrimientos, materiales y espirituales, impuestos a la clase obrera, son el producto lógico e inevitable de este sistema de explotación. El Capital es, sin duda, una poderosa acusación moral de la miseria y la degradación que la sociedad burguesa inflinge a la gran mayoría de sus miembros. El libro primero en particular, muestra en gran detalle cómo nació el capitalismo «chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza a los pies» (El Capital, ed S. XXI, Madrid 1975, libro primero, vol. 3); cómo, en su fase de acumulación primitiva, el capital naciente expropió sin miramientos a los campesinos, y castigó con el látigo y el hacha a los vagabundos que él mismo había creado; cómo, tanto en la fase temprana de la manufactura, la fase de la «dominación formal» del capital, como con la instauración del sistema industrial propiamente dicho, la fase de la «dominación real», la «codicia licántropa» de plusvalía de los capitalistas los llevaba, con la fuerza objetiva de una máquina en acción, a los horrores del trabajo infantil, la jornada de 18 horas, y todo el resto. En el mismo trabajo, Marx también denuncia el empobrecimiento interior, la alienación del obrero, reducido a un rodamiento en esta vasta maquinaria, reducido, por el trabajo repetitivo, a un mero fragmento de su verdadero potencial humano. Pero no lo hace con la intención de reivindicar una forma más humana de capitalismo, sino de demostrar científicamente que el propio sistema del trabajo asalariado tiene que llevar a esos «excesos»; que el proletariado no puede mitigar sus sufrimientos confiando en las buenas intenciones y los impulsos caritativos de sus explotadores, sino solamente planteando una resistencia enconada y organizada contra los efectos diarios de la explotación; que esa «masa de la miseria, de la opresión, de la servidumbre, de la degeneración, de la explotación» (Ídem), que inevitablemente se acrecienta, sólo puede eliminarse por «la rebeldía de la clase obrera, una clase cuyo número aumenta de manera constante y que es disciplinada, unida y organizada por el mecanismo mismo del proceso capitalista de producción» (Ídem). En breve, la teoría de la plusvalía prueba la necesidad, la absoluta inevitabilidad, de la lucha entre el capital y el trabajo, clases con intereses absolutamente irreconciliables. Estos son los sólidos cimientos para cualquier análisis de la economía, la política o la vida social capitalista, que sólo puede entenderse clara y lúcidamente desde el punto de vista de la clase explotada, puesto que esta última es la única que tiene un interés material en descorrer el velo de la mistificación con la que el capital se cubre a sí mismo.
Como mostramos en la primera parte de este artículo, el materialismo histórico, el análisis marxista de la historia es sinónimo de la visión de que cada sociedad de clases ha pasado por épocas de ascendencia, en las cuales sus relaciones sociales proveen un marco para el desarrollo progresivo de las fuerzas productivas, y épocas de decadencia, en las cuales las mismas relaciones se han convertido en trabas crecientes para un desarrollo ulterior, y necesitan la emergencia de nuevas relaciones de producción. El capitalismo, según Marx, no era una excepción –al contrario, El Capital, y en realidad toda la obra de Marx, se puede describir justamente como la necrología del capital, un estudio de los procesos que llevan a su fallecimiento y desaparición. Por eso, el «crescendo» del libro primero vol. III, es el pasaje donde Marx predice una época en que «el monopolio ejercido por el capital se convierte en traba del modo de producción que ha florecido con él y bajo él. La concentración de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en que son incompatibles con su corteza capitalista. Se la hace saltar. Suena la hora postrera de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados» (Ídem).
El libro primero de El Capital, sin embargo, es principalmente un estudio crítico de «El proceso de producción del capital». Su objetivo principal es poner al desnudo la naturaleza de la explotación capitalista, y por eso en gran parte se limita a analizar la relación directa entre el proletariado y la clase capitalista, renunciando a un modelo abstracto donde otras clases y formas de producción no tenían importancia. En los libros siguientes, particularmente en el tercero, y en las Teorías de la plusvalía (segunda parte), y también en los Grundrisse, Marx se embarca en la siguiente fase de su ataque a la sociedad burguesa: demostrando que el hundimiento del capital será resultado de las contradicciones enraizadas en el corazón mismo del sistema, en la propia producción de plusvalía.
Ya en la década de 1840, especialmente en El Manifiesto comunista, Marx y Engels habían identificado las crisis periódicas de sobreproducción como presagios de la muerte de la sociedad capitalista. En El Capital y los Grundrisse, Marx dedica un espacio considerable a polemizar contra los economistas políticos burgueses que intentan argumentar que el capitalismo era esencialmente un sistema económico armonioso, en el que cada producto, si todo iba bien, podía encontrar su comprador –es decir que el mercado capitalista podía absorber todas las mercancías elaboradas en el proceso capitalista de producción. Si ocurrían crisis de sobreproducción, continuaban los argumentos de economistas como Say, Mill y Ricardo, eran resultado de un desequilibrio puramente contingente entre la oferta y la demanda, de alguna desafortunada «desproporción» entre un sector y otro; o quizás eran simplemente resultado de que los salarios fueran demasiado bajos. Era posible la sobreproducción parcial, pero no la sobreproducción general. Y cualquier idea de que la crisis de sobreproducción emanara de las contradicciones insolubles del sistema no podía admitirse, porque eso significaba admitir la naturaleza limitada y transitoria del propio modo de producción capitalista:
«La fraseología apologética con que se pretende descartar las crisis tiene importancia en el sentido de que prueba siempre, en realidad, lo contrario de lo que se propone demostrar. Para descartar las crisis, afirma la existencia de una unidad allí donde en realidad existe antagonismo y contradicción. Esto es importante en cuanto que puede afirmarse que con ello prueban, quienes tales dicen, que no existirían las crisis si no existiesen, en realidad, las contradicciones que ellos pretenden escamotear. Pero las crisis existen, en rigor, porque existen estas contradicciones. Todas las razones alegadas por ellos contra las crisis son otras tantas contradicciones escamoteadas, es decir, otras tantas contradicciones reales y, por consiguiente, otras tantas razones en abono de la crisis. El empeño por escamotear las contradicciones es, al mismo tiempo, el reconocimiento de estas contradicciones efectivas, aunque los buenos deseos de algunos se obstinen en negarlas.» (Teorías de la plusvalía, 2, ed. Comunicación, Madrid 1974).
Y en los siguientes párrafos, Marx muestra que la propia existencia del sistema de trabajo asalariado y de la plusvalía, contiene en sí misma las crisis de sobreproducción:
«Lo que en realidad producen los obreros, es plusvalía. Mientras la producen, tienen algo que consumir. Tan pronto como dejan de producirla, su consumo termina, porque termina su producción. Pero cuando tienen algo que consumir, esto no quiere decir, ni mucho menos, que produzcan un equivalente de lo que consumen... cuando se reduce el problema a las relaciones entre consumidores y productores, se olvida que el trabajo asalariado, por una parte, y, por otra, el capitalista, son dos productores completamente distintos; esto sin hablar de los consumidores que no producen nada. Aquí pretende escamotearse también el antagonismo prescindiendo del antagonismo que realmente existe en la producción. La mera relación entre obrero asalariado y capitalista implica:
1º Que la mayoría de los productores (los obreros) son no consumidores (no compradores) de una parte grandísima de su producto, a saber: de los instrumentos de trabajo y de las materias primas;
2º Que la mayoría de los productores, los obreros, sólo pueden consumir un equivalente de lo que producen siempre y cuando que produzcan más de este equivalente, una plusvalía o un producto excedente. Tienen que producir siempre de más, por encima de sus propias necesidades, para poder ser consumidores o compradores dentro de los límites que sus necesidades les trazan» (Ídem).
En pocas palabras, puesto que el capitalista extrae plusvalía del obrero, el obrero siempre produce más de lo que puede comprar. Por supuesto esto no es un problema desde el punto de vista del capitalista individual, ya que siempre puede encontrar un mercado en los obreros de cualquier otro capitalista; y los economistas políticos burgueses es como si se previnieran con sus anteojeras de clase de plantearse el problema desde el punto de vista del capital social total. Pero tan pronto como se considera la cuestión desde este punto de vista (lo que sólo puede hacer un teórico del proletariado), el problema se hace entonces fundamental. Marx explica esto en los Grundrisse:
«... la relación de un capitalista con los trabajadores de otro capitalista no nos concierne aquí. Sólo muestra las ilusiones de cada capitalista, pero no altera en nada la relación general del capital con el trabajo. Cualquier capitalista sabe esto respecto a su trabajador, que no se relaciona con él como el productor con el consumidor, y que por tanto, quiere limitar su consumo, es decir, su capacidad de intercambiar, su salario, tanto como sea posible. Por supuesto que le gustaría que los trabajadores de otros capitalistas fueran los mayores consumidores en la medida de lo posible de su propia mercancía. Pero la relación de cada capitalista con sus propios trabajadores es la relación del capital con el trabajo como tal, la relación esencial. Pero así es justamente cómo surge la ilusión –cierta para los capitalistas individuales en tanto que distintos de todos los demás– de que, aparte de sus trabajadores, el resto del conjunto de la clase obrera se les confronta como consumidores y participantes en el intercambio, como quien gasta dinero, y no como trabajadores. Se ha olvidado que, como dice Malthus, «la misma existencia de beneficio respecto de cualquier mercancía presupone una demanda exterior a la del trabajador que la ha producido», y de ahí que la demanda del propio trabajador no pueda ser nunca una demanda adecuada. Puesto que una producción pone otra en marcha y por tanto crea consumidores para sí mismo en los trabajadores del capital ajeno, a cada capitalista individual le parece que la demanda de la clase obrera garantizada por la producción, es una «demanda adecuada». Por una parte, esta demanda que la producción misma posibilita conduce, y tiene que conducir, más allá de la proporción en la que habría que producir respecto a los trabajadores; por otra parte, si la demanda exterior a la de los trabajadores desaparece o se reduce, sucede el colapso» (capítulo sobre el capital, cuaderno de notas IV).
Si la clase obrera, considerada globalmente, no puede proveer un mercado adecuado para la producción capitalista, el problema tampoco puede resolverse por la venta de los productos de unos capitalistas a otros:
«Si finalmente se dice que los capitalistas sólo pueden intercambiar y consumir sus mercancías entre ellos, entonces se pierde de vista totalmente la naturaleza del modo de producción capitalista; y también se olvida el hecho de que se trata de aumentar el valor del capital, no de consumirlo» (El Capital, libro tercero). Puesto que el objetivo del capital es la expansión del valor, su reproducción a una escala cada vez más amplia, requiere un mercado constantemente en expansión, una «expansión de la esfera exterior de la producción» (Ídem), por lo que, en su periodo ascendente, el capitalismo se vio impulsado a conquistar el globo y someterlo cada vez más a sus leyes. Pero Marx era bien consciente de que este proceso de expansión no podía continuar indefinidamente: en algún momento la producción capitalista encontraría los límites del mercado, tanto en sentido geográfico como social, y entonces quedaría claro lo que Ricardo y los otros se negaban a admitir: «que el modo de producción burgués contiene en sí mismo una traba al libre desarrollo de las fuerzas productivas, una traba que sale a la superficie durante las crisis y, en particular, en la sobreproducción –el fenómeno básico en las crisis» (Teorías de la plusvalía, 2ª ed comunicación, Madrid 1974).
Igual que los economistas burgueses se veían obligados a negar la realidad de la sobreproducción, también estaban preocupados por otra contradicción básica contenida en la producción capitalista: la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.
Marx localizó los orígenes de esta tendencia en la necesidad imperiosa de competir de los capitalistas, de revolucionar constantemente los medios de producción, es decir, de aumentar la composición orgánica del capital, la relación entre el trabajo muerto, contenido en las máquinas, que no produce nuevo valor, y el trabajo vivo del proletariado. Las consecuencias contradictorias de tal «progreso» se resumen como sigue:
«... con ello queda demostrado, a partir de la esencia del modo capitalista de producción y como una necesidad obvia, que en el progreso del mismo la tasa media general del plusvalor debe expresarse en una tasa general decreciente de ganancia. Puesto que la masa del trabajo vivo empleado siempre disminuye en relación con la masa del trabajo objetivado que aquél pone en movimiento, con los medios de producción productivamente consumidos, entonces también la parte de ese trabajo vivo que está impaga y que se objetiva en plusvalor debe hallarse en una proporción siempre decreciente con respecto al volumen de valor del capital global empleado. Esta proporción entre la masa de plusvalor y el valor del capital global empleado constituye, empero, la tasa de ganancia, que por consiguiente debe disminuir constantemente» (El Capital, libro tercero, vol. VI, ed s. XXI, Madrid 1987).
Lo que preocupaba de nuevo a los economistas políticos burgueses más serios, como Ricardo, sobre este fenómeno, era su naturaleza ineludible, el hecho de que: «la tasa de ganancia, el principio estimulante de la producción capitalista, la premisa fundamental y la fuerza conductora de la acumulación, se vería en peligro por el propio desarrollo de la producción», porque esto implica otra vez que la producción capitalista «halla en el desarrollo de las fuerzas productivas una barrera que nada tiene que ver con la producción de la riqueza en cuanto tal; y esta barrera peculiar atestigua la limitación y el carácter solamente histórico y transitorio del modo capitalista de producción; atestigua que éste no es un modo de producción absoluto para la producción de la riqueza, sino que, por el contrario, llegado a cierta etapa, entra en conflicto con el desarrollo ulterior de esa riqueza» (El Capital, libro tercero, vol VI, ed S XXI, Madrid 1987).
El Capital es necesariamente una obra inacabada. No sólo porque Marx no vivió lo bastante para completarla, sino también porque se escribió en un periodo histórico en que las relaciones sociales capitalistas todavía no se habían convertido en una barrera definitiva para el desarrollo de las fuerzas productivas. Y seguramente no está desligado de esto el hecho de que, cuando Marx define el elemento básico de las crisis capitalistas, a veces enfatiza la sobreproducción, y a veces la caída de la tasa de ganancia, aunque nunca hay una separación mecánica y rígida entre las dos: por ejemplo, el capítulo del Libro tercero dedicado a las consecuencias de la caída de la tasa de ganancia (ver capítulo XV del Libro tercero, vol. VI, op. cit., «Desarrollo de las contradicciones internas de la ley») también contiene algunos de los más esclarecedores pasajes sobre el problema del mercado. Sin embargo esta aparente laguna o inconsistencia en la teoría de la crisis de Marx, ha llevado, en la época actual de decadencia del capitalismo, a la emergencia en el seno del movimiento revolucionario, de diferentes teorías sobre los orígenes de esta decadencia. No es sorprendente que se agrupen en dos líneas principales: las que se basan en el trabajo de Rosa Luxemburg, que destaca el problema de la realización, y las que se basan en los trabajos de Grossman y Mattick, que ponen el énfasis en la caída de la tasa de ganancia.
Este no es el lugar para un examen detallado de esas teorías, que es un trabajo que al menos ya hemos iniciado en otras partes (ver en particular «Marxismo y teorías de la crisis», Revista internacional nº 13). En este punto simplemente queremos reiterar porqué, para nosotros, la forma de abordar el problema de Luxemburg es la más coherente.
«En negativo», porque la teoría de Grossman y Mattick, que niega el carácter fundamental del problema de la realización, parece volver a los economistas políticos burgueses que Marx denunció por defender que la producción capitalista crea un mercado suficiente para sí misma. Al mismo tiempo, los que se adhieren a la teoría de Grossman-Mattick, a menudo recurren a los argumentos de economistas revisionistas como Otto Bauer, a quien Luxemburg ridiculizó en su Anticrítica por argumentar que los esquemas matemáticos abstractos sobre la reproducción ampliada que Marx construyó en El Capital, Libro segundo, «solucionaban» el problema de la realización, y que el planteamiento global de Rosa Luxemburg era una simple incomprensión, suscitando un falso problema.
En un sentido más positivo, el planteamiento de Rosa Luxemburg proporciona una explicación para las condiciones históricas que determinan concretamente la irrupción de la crisis permanente del sistema: cuanto más integra el capitalismo en su esfera de influencia las áreas no capitalistas, cuanto más crea un mundo a su propia imagen, menos capacidad tiene de extender el mercado y de encontrar nuevas salidas para la realización de la porción de plusvalía que no pueden realizar ni los capitalistas ni el proletariado. La incapacidad del sistema para expandirse como en el pasado abre paso a la nueva época del imperialismo y las guerras interimperialistas, marcando el fin de la misión históricamente progresiva del capitalismo y la amenaza para la humanidad de hundirse en la barbarie. Todo esto, como ya hemos visto, estaba enteramente en línea con el problema del mercado planteado por Marx en su crítica de la economía política.
Al mismo tiempo, mientras la postura de Grossman y Mattick, al menos en su forma más pura, niegan simplemente la cuestión en su totalidad, el método de Rosa Luxemburgo nos permite ver cómo el problema de la caída de la tasa de ganancia se hace más y más agudo a medida que el mercado mundial no encuentra a su alrededor nuevos campos de expansión: si el mercado está saturado la posibilidad de compensar la caída de la tasa de ganancia se ve cerrada. Por ejemplo: el decrecimiento de la masa de valor contenida en cada mercancía compensado por un aumento de la masa de ganancias, produciendo y vendiendo más mercancías, conduce, por el contrario, a una exacerbación del problema de la sobreproducción. Aquí vemos de manera evidente que las dos grandes contradicciones descubiertas por Marx actúan una sobre la otra agravando las dos, profundizando la crisis y haciéndola más explosiva.
«En la crisis del mercado mundial, las contradicciones y el antagonismo de la producción burguesa se manifiestan de forma más violenta» (Teorías de la plusvalía, parte 2, capítulo XVII). Esto se evidencia con el desastre económico que hace estragos en el mundo capitalista desde hace 25 años. A pesar de todos los mecanismos que el capitalismo ha instalado para atenuar la crisis, a pesar de haber hecho trampa con las consecuencias de sus propias leyes (montañas de deudas, intervención del Estado, organización de instituciones de comercio y control financiero), esta crisis tiene todas las características de la crisis de sobreproducción, revelando como nunca antes se había visto el absurdo y la irracionalidad del sistema económico burgués.
En esta crisis enfrentamos, en un grado mucho mayor que en el pasado, con el absurdo contraste entre el enorme potencial de riqueza y desarrollo que promete el desarrollo de las fuerzas productivas y la actual miseria y sufrimiento inducidos por las relaciones sociales de producción. Hablando técnicamente, el mundo entero podría tener suficiente alimento y vivienda: en lugar de morir de hambre millones de seres mientras que muchos alimentos son arrojados al océano y los agricultores son pagados por no cultivar, a la vez que inimaginables recursos científicos y financieros son arrojados al abismo de la producción militar y la guerra; en lugar de crecer el número de los sin casa a la vez que los trabajadores de la construcción son forzados al paro y la mendicidad; mientras que millones de obreros se ven obligados a trabajar más y más intensamente con horarios cada vez más largos por las necesidades de la competencia capitalista, millones de compañeros suyos son arrojados al paro sumidos en la pobreza y la inactividad. Todo esto es causado por la locura de la crisis de sobreproducción. Una sobreproducción, como subraya Marx, que no se produce en relación a las necesidades humanas sino en relación a la capacidad de pago. “No se producen demasiadas subsistencias en proporción con la población existente. Al contrario. Se produce demasiado poco para satisfacer decente y humanitariamente a la masa de la población... Pero, periódicamente, se producen demasiados medios de trabajo y demasiadas subsistencias para poderlas hacer funcionar como medios de explotación de los obreros, a base de cierta cuota de beneficio. Se producen demasiadas mercancías para poder realizar y volver a convertir en capital nuevo el valor y la plusvalía que en sí encierran en las condiciones de distribución y consumo implicadas en la producción capitalista... No se produce demasiada riqueza. Pero periódicamente se produce demasiada riqueza bajo sus formas capitalistas, contradictorias” (El Capital volumen 3, capítulo XV, edición española EDAF 1970).
Para decirlo brevemente, la crisis de sobreproducción, la cual no puede ser atenuada ya mediante una expansión del mercado, ponen de manifiesto el hecho de que las fuerzas productivas ya no son compatibles con su envoltorio capitalista y que este envoltorio debe ser hecho pedazos. El fetichismo de las mercancías, la tiranía del mercado, deben ser rotos por la clase obrera, la única fuerza social capaz de tomar las fuerzas productivas existentes para orientarlas hacia la satisfacción de las necesidades humanas.
La definición que hace el Marx “maduro” del comunismo está desarrollada a dos niveles interconectados entre sí. El primero deriva de su crítica del fetichismo de la mercancía, del hecho que la sociedad está gobernada por leyes misteriosas, por fuerzas no humanas, atrapada en las terribles consecuencias de sus contradicciones internas. Es la respuesta que da Marx al proyecto que anuncia ya en 1843 con La cuestión judía: que la emancipación humana requiere que los hombres reconozcan y organicen sus propias potencias en lugar de ser dominados por ellas. Subraya la solución de las contradicciones insolubles del régimen mercantil: un organización esencialmente simple de la sociedad donde las divisiones basadas en la propiedad privada hayan sido superadas, donde la producción se dirija a la satisfacción de las necesidades humanas y no a la obtención de la ganancia, donde el cálculo del tiempo de trabajo no tengan como fin hundir a cada obrero individual y a la clase obrera en sus conjunto sino que busque saber cuánto tiempo se necesita para satisfacer todos los tipos de necesidades.
“El proceso de vida social, el cual está basado en el proceso material de producción, no será desnudado de su velo místico hasta que no sea tratado como producción de la libre asociación de los hombres, conscientemente regulado por ellos de acuerdo a un plan” (El Capital, volumen 1, capítulo I).
“Vamos a dibujar una comunidad de individuos libres, que determinan su trabajo con los medios de producción puestos en común, en el cual la potencia de trabajo de los diferentes individuos es conscientemente utilizada por la potencia combinada de toda la comunidad. Todas las características del trabajo de Robinson se ven aquí repetidas pero con una diferencia: que son sociales en lugar de ser individuales. Todo lo producido por él era consecuencia de su trabajo personal y únicamente constituía un objeto de uso para él mismo. La producción total de la comunidad es un producto social. Una porción sirve como medios directos de producción y permanece como actividad social. Pero otra porción es consumida por los miembros de la sociedad como medios de subsistencia. Una distribución de esta porción entre ellos es consecuentemente necesaria. El modo en que se hace esta distribución variará con la organización productiva de la comunidad y el grado de desarrollo histórico alcanzado por los productores. Podemos asegurar, simplemente para mantener el paralelismo con la producción mercantil, que la parte que cada individuo productor recibe en medios de subsistencia está determinada por su tiempo de trabajo. El tiempo de trabajo podría, en este caso, jugar un doble papel. Su aportación realizada de acuerdo con un plan socialmente establecido mantiene la apropiada proporción entre las diferentes clases de trabajo realizadas según las diferentes demandas de la comunidad. Por otra parte, sirve también como medida de la porción de trabajo común aportada por cada individuo, a la vez que de la parte que le corresponde del total de la producción social. Las relaciones sociales entre los individuos son de esta manera completamente claras e inteligibles tanto a nivel de la producción como de la distribución” (Ibíd.)[1].
Para todos estos rasgos transparentemente simples, incluso obvios, es necesario que los marxistas insistamos en la definición mínima del comunismo para luchar contra el falso socialismo que durante tiempo ha hecho estragos en el movimiento obrero. En los Grundisse, por ejemplo, hay una larga polémica contra las fantasías prudonianas sobre un socialismo basado en un cambio justo, un sistema donde los trabajadores serían pagados de acuerdo con todo el valor que producen y el dinero sería reemplazado por una forma de no dinero como medio de cambio. Contra todo esto Marx insiste que “es imposible abolir el dinero mientras el valor de cambio permanezca como la forma social de los productos” (capítulo sobre el dinero) y que en la verdadera sociedad comunista “el trabajo de cada cual es una parte del trabajo social total. Esto quiere decir que cualquiera que sea la forma material del producto que crea o ayuda a crear, lo que recibe por este trabajo no es un producto específico o particular, sino una parte del conjunto de la producción común. No tiene ningún producto a intercambiar. Su producto no es un valor de cambio” (Ibíd.).
En los tiempos de Marx, cuando criticaba “la idea de ciertos socialistas según la cual hace falta el capital pero no los capitalistas” (Grundisse, Capítulo sobre el Capital, libro de notas Vº) se estaba refiriendo a elementos confusos dentro del movimiento obrero. Sin embargo, en el período del declive capitalista, tales ideas no son simplemente una equivocación sino que se han convertido en un arma del arsenal de la contrarrevolución. Uno de los rasgos distintivos del ala izquierda del capital (desde los “socialistas” pasando por los estalinistas y terminando con los radicales trotskistas) es que identifican el socialismo como un capitalismo sin capitalistas privados, un sistema donde el capital ha sido nacionalizado y la fuerza de trabajo estatificada y donde la producción mercantil reina no a una escala nacional sino como relación entre las diversas “naciones socialistas”. Naturalmente, como hemos visto en el sistema estalinista del viejo bloque del Este, tal sistema no evita ninguna de las contradicciones del capital y por ello ha sufrido un brutal colapso como cualquiera de las formas de la sociedad burguesa.
Más adelante, Marx describe las bases materiales de la libertad comunistas, sus prerrequisitos básicos:
“En este dominio, la única libertad posible es que el hombre social, los productores asociados, regulen racionalmente sus intercambios con la naturaleza, los controlen en su conjunto, en lugar de ser dominados por su poder ciego y los lleven a cambio con el mínimo gasto de fuerza y en las condiciones más dignas, más de acuerdo con la naturaleza humana. Pero esto actividad constituirá siempre el reino de la necesidad. Más allá, comienza el desarrollo de las fuerzas humanas como fin en sí, el verdadero reino de la libertad, que sólo puede extenderse fundándose sobre el otro reino, sobre la otra base, la de la necesidad” (El Capital, volumen III capítulo XLVIII parte 3ª).
El verdadero objetivo del comunismo no es simplemente una libertad en negativo respecto a la dominación de las leyes económicas, sino la libertad positiva consistente en desarrollar el potencial humano para sí mismo y por sí mismo. Como ya pusimos en evidencia anteriormente, este lejano proyecto fue anunciado por Marx en sus primeros trabajos, particularmente en sus Manuscritos económico-filosóficos y nunca se desvió de esa línea en sus últimos trabajos.
El pasaje que acabamos de citar viene precedido por la siguiente declaración: “El reino de la libertad comienza allí donde se cesa de trabajar por necesidad y por la coacción impuesta desde el exterior; se sitúa pues, por naturaleza, más allá de la esfera de producción material propiamente dicha” (ídem.). Esto es verdad sí se mira el enorme desarrollo de la productividad del trabajo bajo el capitalismo y el grado de automatización de la producción (lo cual fue claramente vislumbrado por Marx en numerosos pasajes de los Grundisse), todo lo cual hace posible reducir al mínimo el tiempo y la energía gastados en tareas repetitivas y monótonas. Pero cuando Marx comienza a examinar el contenido de la libre actividad característica de la humanidad comunista, reconoce que tal actividad podrá superar la rígida separación entre tiempo libre y tiempo de trabajo.
“No hace falta decir, por tanto, que el tiempo de trabajo directo no puede constituir una antítesis abstracta del tiempo libre tal y como aparece en la perspectiva de la economía burguesa. El trabajo no puede convertirse en un juego, como quería Fourier, aunque permanece su gran contribución de haber expresado la suspensión, no de la distribución sino del modo de producción mismo, en su forma más alta, como su último objeto. El tiempo libre –el cual a la vez es tiempo inactivo y tiempo para la más alta actividad– ha transformado a su poseedor bajo otro proceso de producción en un sujeto diferente. Este proceso es a la vez disciplina, viendo al ser humano en su proceso de transformación, y, por otra parte, práctica, ciencia experimental, materialmente creativa y ciencia objetiva, viendo al ser humano ya transformado, en todo lo que existe de conocimiento acumulado de la sociedad. Para ambos, tanto como el trabajo requiere uso práctico de las manos y libre movimiento del cuerpo, como en la agricultura, al mismo tiempo que ejercicio” (Grundisse, Capítulo sobre el Capital, cuaderno VII).
Asi, Marx critica a Fourier por pensar que el trabajo puede convertirse en una mera diversión (una confusión mantenida viva por los sucesores de Fourier que actúan en los márgenes del movimiento revolucionario, tales como los situacionistas). Frente a ello ofrece no un gris o mundano objetivo sino una perspectiva más épica, más grande, señalando que “la superación de los obstáculos es, en sí mismo, una actividad liberadora– y, además, la expresión externa se convierte en semblanza de algo más que las urgencias naturales externas y se plantea como el objetivo del individuo en sí mismo– su autorealización, objetivación del sujeto, auténtica libertad, cuya acción es, precisamente, trabajo” (Grundisse, capítulo sobre el Capital, cuaderno VI). Y de nuevo: “El verdadero trabajo libre, constituye al mismo tiempo lo más serio, el ejercicio más intenso” (Ibíd.). La visión mundial de la primera clase laboriosa que es a la vez una clase revolucionaria y el reconocimiento del trabajo como una forma específica de actividad humana, permiten al marxismo superar la idea del ser humano según la cual únicamente buscaría un “placer” en oposición abstracta al trabajo. En ello afirma que la humanidad podrá encontrar su verdadera plenitud bajo la forma de creación activa, una inspirada fusión de trabajo, ciencia y arte.
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En la próxima parte de esta serie, seguiremos el paso de Marx desde el mundo abstracto de los estudios económicos al mundo práctico de la política, en el período que culmina con la primera revolución proletaria de la historia, la Comuna de París. Con ello analizaremos el desarrollo de la comprensión marxista sobre el problema político por excelencia: el Estado y cómo desprenderse de él.
CDW
[1] Volveremos en otro artículo sobre la cuestión del tiempo de trabajo como medida del consumo individual. Pero debemos hacer notar que aquí el tiempo de trabajo no domina al trabajador o a la sociedad; la sociedad lo utiliza conscientemente como medio de planificar racionalmente la producción y la distribución de valores de uso. Y, como Marx señala en los Grundisse, su riqueza real ya no se mide en términos de tiempo de trabajo sino en términos de tiempo disponible.
Enlaces
[1] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/lucha-de-clases
[2] https://es.internationalism.org/tag/noticias-y-actualidad/crisis-economica
[3] https://es.internationalism.org/tag/21/503/como-esta-organizada-la-burguesia
[4] https://es.internationalism.org/tag/6/504/democracia
[5] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/bordiguismo
[6] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/tendencia-comunista-internacionalista-antes-bipr
[7] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/battaglia-comunista
[8] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/communist-workers-organisation
[9] https://es.internationalism.org/tag/21/365/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-una-necesidad-material
[10] https://es.internationalism.org/tag/2/24/el-marxismo-la-teoria-revolucionaria
[11] https://es.internationalism.org/tag/3/41/alienacion
[12] https://es.internationalism.org/tag/3/42/comunismo
[13] https://es.internationalism.org/tag/3/46/economia