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Revista internacional n° 79 - 4o trimestre de 1994

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Editorial - Las grandes potencias propagan el caos

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Editorial

Las grandes potencias propagan el caos

Ocho de septiembre de 1994, una semana después de la retirada definitiva de las tropas rusas de la totalidad del territorio de la ex-RDA, les tocó el turno de evacuar Berlín a los aliados de ayer, norteamericanos, británicos y franceses. ¡Qué símbolo!. Si existe una ciudad capaz de concentrar en sí sola 45 años de enfrentamientos Este-Oeste -medio siglo de guerra supuestamente “fría”, aunque este eufemismo de historiador no enfría lo ardientes y sangrientos que fueron los enfrentamientos en Corea y Vietnam-, esa ciudad es Berlín. Ahí se acaba la siniestra historia de las rivalidades imperialistas que empezaron al final de la IIª Guerra mundial entre Estados Unidos, la difunta URSS y sus respectivos aliados. Y una de las piezas clave de esas rivalidades era Alemania y su núcleo principal, Berlín. Sin embargo, hemos de constatar que el fin de tal época (que arrancó en realidad con la caída del muro de Berlín en noviembre del 89), en nada corresponde al « nuevo orden mundial » tan prometido por los dirigentes de los grandes Estados capitalistas. Los dividendos de la paz no aparecen ni mucho menos.

En realidad, jamás estuvo tan lejos un mundo de armonía entre los Estados y de prosperidad económica. Al contrario, exceptuando quizás los dos grandes conflictos mundiales, nunca antes tuvo la humanidad que soportar tanta barbarie, tanto salvajismo de un sistema decadente de producción, el capitalismo, qui se está distinguiendo universalmente por una siniestra y permanente ronda de matanzas, epidemias, éxodos y destrucciones.

Bombardeos en Bosnia, atentados terroristas en el Magreb, matanzas en Ruanda, emboscadas en Afganistán, éxodo en Cuba, hambres en Somalia... son pocas ya las regiones del mundo olvidadas por el caos. Cada día ve hundirse a más países en el caos más total, en todos los continentes poblados.

Esto ya lo sabemos todos. Es que los media burgueses y sus serviles periodistas no dejan de mostrarnos, hacernos leer y oir hasta en sus mínimos detalles cómo sufren por el ancho mundo millones de seres humanos. Cuentan que esto lo exige la deontología de los informadores. Los ciudadanos de los países democráticos deben estar enterados. Estamos viviendo supuestamente los nuevos tiempos de la información objetiva, cuando en realidad si nos muestran tanto la agonía de centenares de miles de personas, como en Ruanda, no es más que para ocultar mejor sus causes reales. No paran de presentarnos falsas explicaciones.

El desencadenamiento del caos lleva la huella de las grandes potencias

No han faltado falaces interpretaciones de la burguesía para explicar la matanza más reciente, la de la población ruandesa en que fallecieron unas 500 000 personas. Lo han dicho todo de los odios eternos entre tutsis y hutus. ¡Mentiras!. Los auténticos bárbaros son, entre otros, los dirigentes franceses, los altos funcionarios y diplomáticos con sus discursos llenos de unción, defensores acérrimos de los intereses del imperialismo francés en la región. Porque son ellos, representantes de los intereses de la burguesía francesa, quienes han armado durante años las tropas mayoritariamente hutus del fallecido presidente Habyarimana, las FAR (Fuerzas armadas ruandesas) de siniestra memoria, responsables de los primeros degüellos y de los primeros éxodos de poblaciones esencialmente tutsis. Las autoridades locales habían planificado esta orgía asesina; y esto se lo han guardo bien callado, antes y durante las matanzas, toda esa caterva de grandes reporteros y demás expertos. Tampoco hablaron del apoyo masivo por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña a la facción enemiga mayoritariamente tutsi, el FPR (Frente patriótico ruandés), tan asesino como los demás. Y si Francia no ha denunciado con vigor el apoyo norteamericano al FPR, sólo es porque su propio papel se hubiese evidenciado, y no hubiese podido sacar a relucir su «virtuosa» defensa de los derechos humanos, de los que suele presentarse como la patria universalmente garantizadora. La operación «Turquesa» de Francia en Ruanda no es más que la coartada humanitaria del criminal Estado francés, cuando su verdadero motivo ha sido la defensa de sus sórdidos intereses imperialistas. Sin embargo, esta intervención no ha logrado impedir que prosigan las matanzas (no era desde luego su objetivo), como tampoco ha logrado impedir que las tropas proamericanas del FPR tomen Kigali. Y esto sí que es enojoso para la burguesía francesa. Pero eso no va a desanimarla: las tristemente célebres FAR, refugiadas en Zaire y manipuladas por Francia, se sienten apoyadas para hostigar e incluso quitarle el poder al FPR.

Vemos pues de qué modo todas y cada una de las potencias esta dispuesta inmediatamente a desencadenar el caos en los territorios dominados por sus rivales. Estados Unidos y Gran Bretaña, al apoyar el FPR, han utilizado a sabiendas el arma del desorden y del caos para desestabilizar las posiciones francesas. Si tiene los medios para ello, la burguesía francesa un día u otro les devolverá la pelota. La pesadilla que está viviendo la población ruandesa no está ni mucho menos acabada. Guerra, cólera, disentería y hambre van a seguir cobrándose nuevas víctimas, y al fin y al cabo jamás podrá ya reponerse Ruanda.

Este ejemplo también nos sirve para entender mejor los acontecimientos en Argelia. Actores, armas utilizadas y objetivos son idénticos. Aquí también se trata para el imperialismo estadounidense de expulsar a Francia de una de sus tradicionales zonas de influencia, el Magreb. Es deliberadamente si Estados Unidos -utilizando a Arabia Saudí para financiar el FIS (Frente islámico de salvación)- intenta expulsar a Francia de la región. Y así se encuentra Argelia atormentada por convulsiones terribles, entre atentados terroristas y asesinatos fomentados por un FIS patrocinado por Washington, entre la represión y las detenciones practicadas por militares apadrinados por París. Podemos imaginar el tormento vivido por una población, atenazada entre los militares y el FIS. Y podemos estar seguros que ése es el destino de toda el Africa del norte, al ser idéntico lo que está en juego. Como lo reconoce el geopolítico francés Y. Lacoste en una entrevista a la revista francesa L’Histoire (nº 160): «Tras Argelia, la desestabilización le tocará a Túnez. Y lo mismo a Marruecos... Así que estamos entrando en épocas muy difíciles para Francia».

Aún más cerca de las metrópolis industrializadas de Europa está la ex Yugoslavia en donde la guerra y la anarquía reinan soberanamente desde hace ya más de tres años. Sin embargo se nos anuncia regularmente y sin vacilar la inminencia de la paz. Y sistemáticamente, la realidad se encarga de destrozar todas las patochadas pacifistas que nos sirve la burguesía.

Acordémonos. El pasado invierno, Sarajevo debía supuestamente calmarse. Misas, conciertos en mundovisión, colectas destinadas a ayudar a los niños de la ciudad mártir, no faltó nada para festejar solemnemente el fin de los combates, gracias a los servicios de las cancillerías de las «grandes democracias». ¿Y qué queda de todo eso? Los bombardeos y los disparos de los snipers han vuelto sobre la ciudad; incluso el propio jefe de la iglesia, Juan Pablo II, ha preferido no comprobar in situ si su papamóvil podía también resistir a las granadas de mortero. Prefirió dejarse ver en Zagreb, Croacia, donde por ahora hay menos peligro. En realidad, los manejos de las grandes potencias lo único que hacen es agravar el conflicto. Por ejemplo, la última iniciativa norteamericana de constitución de una federación bosnio-croata cuyo objetivo no es otro que el de separar a Croacia de su alianza con Alemania, podría llevar el enfrentamiento a un nivel más elevado todavía. En efecto, la política de la Casa Blanca, decidida a apoyar a los croatas en su objetivo de anexión de la Krajina, enclave serbio en territorio de Croacia, acarreará el enfrentamiento, a gran escala esta vez, entre los bosnio-croatas y los serbios. Aquí, sin duda más que en cualquier otro lugar a causa de la importancia estratégica de los Balcanes, como en Somalia, en Afganistán o en Yemen, la agudización de las tensiones entre grandes potencias desembocará en la más siniestra desolación. Y aún en esos ejemplos se trata de países subdesarrollados en donde el proletariado, demasiado débil, no puede impedir que se desencadene la barbarie. Lo que hay que constatar, sin embargo, es que si bien antes el capitalismo tenía los medios para que el caos ­ quedara en la periferia., ahora ya no puede impedir que se vayan acercando sus manifestaciones a las grandes metrópolis industrializadas. Las convulsiones que hacen temblar Argelia y la ex Yugoslavia así lo demuestran.

Pero lo que también impresiona hoy es la cantidad de áreas geográficas en donde la guerra y todo tipo de plagas están causando estragos. En cierto modo, hasta los años 70, un conflicto sustituía a otro. Desde los 80 prosiguieron bajo otras formas, como en Afganistán. Este fenómeno no es casual. Al igual que un cáncer que llega a la fase terminal con una proliferación de metástasis imparable, el capitalismo de este final de siglo está devorado por las frenéticas células de la guerra cuyo desarrollo es incapaz de parar.

El capitalismo se descompone: únicamente el proletariado ofrece una perspectiva

Habrá quien haga la objeción de que en algunas partes de globo parece ser posible la paz entre irreductibles. Ese sería el caos en Irlanda del Norte en donde el IRA parece aceptar el armisticio. Nada menos cierto. Al forzar a los extremistas católicos a negociar, Estados Unidos intenta presionar a los ingleses para que a éstos no les quede ningún pretexto para mantenerse en Ulster. ¿Por qué?. Pues por la sencilla razón que Gran Bretaña ya no es el aliado dócil de ayer.

Desde el hundimiento de la URSS, las divergencias de intereses imperialistas se acumulan entre ambas orillas del Atlántico y muy especialmente en torno a la ex Yugoslavia. La «pax capitalista» no ha sido sino un momento particular en el enfrentamiento entre países. En realidad, la descomposición social tiende a afectar cada día más a ciertos países industrializados. Es evidente que tal descomposición es mucho menor comparada con muchos países del llamado Tercer mundo. Pero ya está ocurriendo así en Italia, por ejemplo, y es precisamente a causa de las rivalidades imperialistas que atraviesan el Estado italiano. Aunque el Estado democrático italiano no se ha hecho notar precisamente por su estabilidad[1], hoy su fragilidad se ha agravado a causa de la rivalidad que opone en su seno a diferentes facciones que no tienen la misma opción en lo que a alineamiento imperialista se refiere. La camarilla de Berlusconi ha optado más bien por la alianza con EEUU, mientras que la otra, la que controla la magistratura, se inclina más bien hacia Francia y Alemania. Este enfrentamiento, alimentado por los incesantes «descubrimientos» de escándalos está llevando al país a una situación de parálisis. Cierto es, evidentemente, que no estamos todavía en un contexto al estilo ruandés en el que los burgueses italianos ajustarían cuentas a machetazos. No, por ahora bastan los disparos y alguna que otra bombita bien colocada. El nivel de desarrollo del país no es el mismo, la historia tampoco, pero, sobre todo, la clase obrera italiana no está dispuesta a alistarse detrás de tal o cual clan burgués.

Y eso ocurre en realidad en todos los países centrales. Sin embargo, el que la única clase capaz de dar una salida a la humanidad no esté alistada detrás de la burguesía no impide la putrefacción del capitalismo desde sus raíces. Al contrario, el origen de la descomposición es precisamente esa situación de bloqueo histórico en la que ni el proletariado puede imponer ya su perspectiva histórica, o sea echar abajo el sistema, ni la burguesía puede desencadenar la guerra mundial. Es cierto, sin embargo, que si la clase obrera no lograra llevar a cabo su misión histórica, todos los guiones más espantosos son posibles. Entre guerras y abominaciones de todo tipo, la humanidad acabaría por desaparecer.

La clase burguesa no tiene absolutamente nada que proponer ante la quiebra de su organización social. Lo único que nos propone es resignación, aceptación de esta inmensa barbarie como algo fatal e inevitable, o sea que nos propone el suicidio.

Pues ni siquiera se cree la reactivación económica de su sistema. Y eso porque sabe que, por mucha reactivación de la producción que consiga mediante la huida ciega en el endeudamiento, especialmente el público, no podrá nunca más absorber el crónico desempleo ni impedir las más violentas y destructoras explosiones financieras. La saturación del mercado mundial y sus consecuencias, o sea la búsqueda de salidas mercantiles, esa otra guerra comercial que exige cada día más y más despidos, conduce a los capitalistas a matar el caballo en el que van montados. Si el proletariado no logra derribar el sistema capitalista, lo que nos espera es un mundo en comparación del cual la novela más siniestra de anticipación sería un cuento de hadas.

Arkady
17 de septiembre de 1994

 

[1] Sobre Italia y su Estado puede leerse los artículos de la serie titulada «Cómo está organizada la burguesía» en la Revista internacional, nº 76 y 77.

 

Las conmemoraciones de 1944 (II) - 50 años de mentiras imperialistas

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En la primera parte de este artículo poníamos de relieve la ignominia de las conmemoraciones del desembarco de 1944, el cual no representó, ni mucho menos, la más mínima liberación «social» para el proletariado, sino que supuso, en el último año de guerra, una espantosa sangría y miseria y terror durante los años de reconstrucción. Todos los adversarios capitalistas fueron los responsables de una guerra que terminó con un nuevo reparto del mundo entre las grandes potencias. Como ya lo hemos subrayado, esta Revista, el proletariado, contrariamente a la Iª Guerra mundial, no desempeñó papel alguno durante la segunda. Los obreros de todos los países se quedaron agarrotados por el terror capitalista. Sin embargo, aunque la clase obrera fue incapaz de ponerse a la altura de sus capacidades históricas, incapaz de derrocar a la burguesía, eso no significó que hubiera «desaparecido» o que hubiera abandonado por completo su combatividad como tampoco que sus minorías revolucionarias se hubieran quedado paralizadas por completo.

La clase obrera es la única fuerza capaz de oponerse al desencadenamiento de la barbarie capitalista como así lo demostró claramente durante la Iª Guerra mundial. Por eso fue por lo que la burguesía no se lanzó a la guerra hasta haber reunido las condiciones necesarias para alistar a un proletariado internacional impotente. La burguesía democrática de nuestros días puede echar todas las peroratas que quiera sobre su liberación. Sus antecesores tomaron minuciosamente todas las precauciones, antes, durante y después de la guerra para evitar que el proletariado hiciera temblar su orden cruel como así lo había hecho en Rusia 1917 y en Alemania 1918. Esta experiencia de la oleada revolucionaria surgida durante y contra la guerra había confirmado que la burguesía no es una clase omnipotente. La lucha proletaria de masas que desemboca en una fase insurreccional es una bomba social mil veces más paralizadora que la bomba atómica preparada por los nazis y terminada bajo las órdenes de los jefes «democráticos» y estalinistas. Si uno sabe interpretar los acontecimientos haciendo oídos sordos a los discursos rimbombantes sobre la cronología de las batallas contra el mal hitleriano, se da cuenta enseguida de que el proletariado fue todo el tiempo una preocupación central de la burguesía de los diferentes campos antagonistas. Esto no significa que el proletariado estuviera en condiciones de amenazar el orden existente como así lo había hecho dos décadas antes, pero sí que seguía siendo una preocupación de primer plano de la burguesía especialmente porque ésta no podía aplastar totalmente a la clase que produce lo esencial de la riqueza en de la sociedad. Había que quitar de la mente de los obreros la idea misma de que ellos existieran como cuerpo social antagónico a los intereses de la «nación», hacerles olvidar que unidos masivamente son capaces de cambiar el rumbo de la historia.

Como lo recordaremos aquí brevemente, cada vez que el proletariado hizo un amago de alzarse intentando afirmarse como clase, la Unión sagrada de los imperialismos se res­tableció por encima de los frentes de batalla. La burguesía nazi, democrática o estalinista, reaccionó implícitamente, sin concertación necesariamente, para que el orden social capitalista quedara preservado. Las defensas inmunitarias del orden social reaccionario surgen naturalmente. El proletariado debe sacar, medio siglo más tarde, todas las enseñanzas de tan larga derrota y de esa capacidad de la burguesía decadente para defender su orden de terror.

1. Antes de la guerra

La guerra de 1939-45 sólo fue posible porque el proletariado, en los años 30, había perdido la fuerza suficiente para impedir el conflicto mundial, había perdido conciencia de su identidad de clase. Fue el resultado de tres etapas de aniquilamiento de la amenaza proletaria:

  • el agotamiento de la gran oleada revolucionaria posterior a 1917, rota por el triunfo del estalinismo y de la teoría del «socialismo en un solo país» adoptada por la Internacional comunista;
  • la liquidación de las convulsiones sociales en el centro álgido en donde se dirimía la alternativa capitalismo o socialismo, Alemania, sobre todo por obra de la Socialdemocracia misma, llegando después el nazismo para rematar la labor imponiendo a los proletarios un terror sin precedentes;
  • el desvío completo del movimiento obrero en los países democráticos mediante las mentiras de la «libertad contra el fascismo» adobadas con la ideología de los «frentes populares» que paralizó a los obreros de los países industrializados más sutilmente que la «unión nacional» de 1914.

En Europa, esa fórmula de los «frentes populares» no era sino la anticipación del Frente nacional de los PC y demás partidos de izquierda durante la guerra. Así, los proletarios de los países desarrollados fueron condicionados para doblegarse en aras del antifascismo o en aras del fascismo, dos ideologías simétricas que los sometían al «interés nacional», o sea al imperialismo de sus burguesías respectivas. En los años 30, los obreros alemanes no eran las «víctimas del Tratado de Versalles» como se lo repetían sus gobernantes, sino de la misma crisis que golpeaba a sus hermanos de clase en el mundo entero. Los obreros de Europa occidental o de Estados Unidos eran tan víctimas de Hitler como de sus propias burguesías «democráticas» únicamente preocupadas por sus sórdidos intereses imperialistas. En 1936, las falsedades sobre el antifascismo y la «defensa de la democracia» fueron un auténtico lavado de cerebro para animar a los obreros a tomar partido entre fracciones rivales de la burguesía: fascismo/antifascismo, derechas/izquierdas, Franco/república. En la mayoría de los países europeos, fueron gobiernos de izquierda o partidos de izquierda «en oposición», con el apoyo ideológico de la Rusia estalinista, quienes montaron la ideología de los «Frentes populares», los cuales, como su nombre indica, sirvieron para convencer a los obreros que aceptaran, gracias a una nueva versión de la alianza entre clase enemigas, sacrificios inimaginables.

La guerra de España fue el ensayo general de la guerra mundial con el enfrentamiento de los diferentes imperialismos que se colocaron detrás de una o la otra fracción de la burguesía española. Fue sobre todo el laboratorio de esos «frentes populares» lo que permitió concretar y designar al «enemigo», el fascismo, contra el cual se convocaba a los obreros de Europa occidental a que se movilizaran tras sus respectivas burguesías. Los cientos de miles de obreros españoles asesinados en la guerra fueron una mucho mejor «prueba» de la necesidad de la «guerra democrática» que el asesinato de no se sabe qué archiduque en Sarajevo 20 años antes.

La burguesía sólo engañando a los proletarios pudo hacer la guerra, haciéndoles creer que también esa guerra era la de ellos:

«al detener la lucha de clases o más exactamente al destruir la potencia de la lucha proletaria, su conciencia, desviando sus luchas, la burguesía logra por medio de sus agentes infiltrados dentro del proletariado, vaciar las luchas de su contenido revolucionario metiéndolas por las vias del reformismo y el nacionalismo, y lograr así la condición última y decisiva para el desencadenamiento de la guerra imperialista»[1].

De hecho, instruida por la experiencia de la oleada revolucionaria que se había iniciado en el curso mismo de la Iª Guerra mundial, la burguesía, antes de entablar la IIª Guerra mundial, se aseguró un aplastamiento total del proletariado, una sumisión sin compa­ración con la que había permitido que se iniciara la «Gran guerra».

Hay que hacer notar especialmente que, en lo que se refiere a la vanguardia política del proletariado, el oportunismo había triunfado en el seno de los partidos obreros con mayor evidencia todavía que en 1914 y con varios años de antelación respecto al conflicto, transformándolos en banderines de enganche del Estado burgués. En 1914, en la mayoría de los países existen todavía corrientes revolucionarias en los partidos de la IIª internacional. Los bolcheviques rusos o los espartakistas alemanes, por ejemplo, eran miembros de los partidos socialdemócratas y en su seno entablaron la lucha. Cuando estalla la guerra, los partidos socialdemócratas no están enteramente a las órdenes de la burguesía. En su seno sigue expresándose una vida proletaria que acabará empuñando la antorcha del internacionalismo proletario en las conferencias de Zimmerwald y Kienthal especialmente. En cambio, los partidos que se reivindicaban de la IIIª internacional acabaron entrando en el corral burgués durante los años 30, mucho antes de que se declarara la guerra mundial para la cual van a ser uno de sus más serviles y acérrimos banderines de enganche. Podrán incluso beneficiarse del refuerzo de las organizaciones trotskistas, las cuales se pasan en ese momento y sin remisión al campo de la burguesía, al haberse adherido a la causa de uno de los campos imperialistas frente al otro, en nombre de la defensa de la URSS, del antifascismo y demás patrañas ideológicas. En fin, la dispersión, el extremo aislamiento de las minorías revolucionarias que siguen manteniéndose en las posiciones de principio contra la guerra confirman la amplitud de la derrota sufrida por el proletariado.

Atomizados, políticamente destrozados por la traición de los partidos que hablaban en su nombre y la práctica desaparición de su vanguardia comunista, la reacción de los proletarios en el momento de desatarse la guerra no pudo ser sino la desbandada general.

2. Durante la guerra

Como durante el primer conflicto mundial, tendrían que pasar al menos dos o tres años antes de que la clase obrera, sonada por la guerra, pudiera volver a encontrar el camino de sus combates. A pesar de las condiciones espantosas de la guerra mundial, y especialmente el terror reinante, la clase obrera se mostró a menudo capaz de luchar en su terreno de clase. Sin embargo, a causa de la terrible derrota sufrida previamente a la guerra, la mayoría de los combates no tendrán la suficiente envergadura para trazar a medio plazo la vía hacia la revolución, ni para inquietar seriamente a las burguesías en guerra. La mayoría de los movimientos son dispersos, están separados de las lecciones anteriores y, sobre todo, muy poco armados para llevar a cabo una reflexión real sobre las razones del fracaso de la oleada revolucionaria internacional que había comenzado en 1917, en Rusia.

Fue pues en las peores condiciones como los obreros mostraron ser capaces de levantar la frente en la mayoría de los países beligerantes, pero la censura y la matraca de las ondas son omnipresentes. En las fábricas bombardeadas, en los campos de prisioneros, en los barrios, los obreros tienden naturalmente a volver a sus métodos clásicos de protesta. En Francia, por ejemplo, desde la segunda mitad de 1941 surgen huelgas por reivindicaciones de salarios y por reducir el tiempo de trabajo. Por parte de los obreros hay una propensión a evitar toda participación en la guerra, por mucho que el país esté ocupado en su mitad norte: «el sentimiento de clase permanecía como algo más fuerte que todo deber nacional»(2). La huelga de los mineros del Pas-de-Calais es significativa a ese respecto. Hacen recaer toda la responsabilidad de la agravación de las condiciones de trabajo en los patronos franceses, no obedeciendo todavía a las consignas estalinistas en pro de la «lucha patriótica». La descripción de esta huelga es impresionante:

«La huelga del día 7 en Dourges estalló como estallan las huelgas en todos los pozos desde que las huelgas existen. Reina el descontento. Los mineros están hartos. Los mineros no anduvieron consultado leyes ni reglamentos en 1941, como tampoco lo habían hecho en 1936 o en 1902. No se preocuparon por saber si había compañías de infantería preparadas o un Frente popular en potencia o hitlerianos listos para deportarlos. En el fondo de los pozos, se consultaron y se pusieron de acuerdo. Clamaron “viva la huelga” y cantaron con lágrimas en los ojos, lágrimas de alegría, lágrimas de conquista»(3). El movimiento se extenderá durante varios días, dejando impotente a la soldadesca alemana, arrastrando a más de 70 000 mineros. El movimiento será brutalmente reprimido (4).

El año 1942 conocerá otras luchas obreras, algunas de ellas acompañadas de luchas callejeras. La instauración del «relevo» (trabajo obligatorio en Alemania) provocará huelgas con ocupación, antes de que el PCF (Partido “comunista” francés) y los trotskistas desviaran esas luchas hacia el nacionalismo. Hay que señalar, sin embargo, que esas huelgas y manifestaciones quedaron limitadas al plano económico, frente al racionamiento alimenticio y el abastecimiento. El mes de enero, en el Borinage belga, quedó señalado por toda una serie de huelgas y movimientos de protesta en las minas de carbón. En junio, estalla una huelga en la fábrica nacional de Herstal y pueden presenciarse manifestaciones de amas de casa ante el Ayuntamiento de Lieja. Ante el anuncio de la deportación obligatoria de miles de trabajadores en el invierno de 1942, 10 000 obreros se ponen en huelga una vez más en Lieja, y el movimiento arrastrará a otros 20 000. En la misma época se produce una huelga de trabajadores italianos en Alemania en una gran fábrica de aviones. A principios de 1943, En Alemania (Essen), huelga de obreros extranjeros, franceses entre ellos.

El proletariado no tiene entonces la capacidad de alzarse a un nivel de lucha frontal contra la guerra, o sea contra su propia burguesía, como lo habían hecho los obreros rusos de 1917. A ese estadio, la lucha reivindicativa que no se generaliza podrá ser una protesta contra los patronos y los sindicatos rompedores de huelgas pero también permite una continuación más eficaz de la guerra cuando la patronal otorga subidas de salarios (en EEUU e Inglaterra por ejemplo). Ahí está el peligro que viene a injertarse en la ideología nacionalista de la Liberación. Mucho antes de la instauración del «trabajo obligatorio» (que resultó ser pan bendito para la Unión nacional en 1942-43), la burguesía británica dispuso de un fanático partidario del trabajo obligatorio con un PC británico vuelto histérico tras el ataque de Alemania contra Rusia a mediados de 1941. A partir de entonces, al unísono de los trotskistas mediante los sindicatos, el PC británico prohibió la huelga, obligando a desarrollar la producción en favor del esfuerzo de guerra en apoyo del bastión (imperialista) ruso(5).

A pesar de la extrema debilidad del proletariado, la continuación de la guerra es un factor contrario a la burguesía. Puede medirse así el aumento de las jornadas de huelga en Inglaterra. Si el período de la declaración de la guerra significa un freno en esa cantidad, desde 1941 en cambio la cantidad de huelgas va a ir en aumento hasta 1944 para ir decreciendo después de la «Victoria».

Haciendo balance del período de guerra, el grupo de la Izquierda comunista de Francia no negará la importancia de esas huelgas y las apoyará en sus objetivos inmediatos, pero «no hay que engañarse en cuanto a su alcance limitado muy todavía y contingente»(6). Frente a este conjunto de huelgas relativamente dispersas y sin vínculos entre sí en la mayoría de los casos, a causa del control total de la censura militarista, la burguesía mundial puso todos sus esfuerzos para evitar su radicalización, otorgando a menudo concesiones económicas de poca monta, tanto del lado alemán como del aliado, y echando siempre mano del sindicalismo, el cual, bajo todas sus formas y modos, era y será ya siempre un instrumento del Estado burgués. Las relaciones sociales no podían seguir siendo pacíficas durante la guerra tanto más por cuanto la inflación se había agravado.

La espeluznante gravedad de la situación permite comprender por qué las minorías revolucionarias esperaban una revolución que en realidad estaba ausente en la verdadera relación de fuerzas entre las clases. Europa estaba viviendo «al ras del boniato», y únicamente los trabajadores que efectuaban entre quince y veinte horas extras por semana podían comprar unos productos alimenticios cuyo precio se había multiplicado por diez en tres años. En semejante situación de privaciones y de odio duplicado por la impotencia ante detenciones y deportaciones, el estallido de la lucha masiva de cerca de dos millones de obreros italianos en 1943 y que duró varios meses puso en alerta, más que esas otras huelgas ocurridas en un plano internacional, a la burguesía mundial, originándose entonces la mentira de la Liberación como única salida posible a la guerra.

No se trata de sobrevalorar el alcance de ese movimiento, sino darse cuenta de que frente a esa acción del proletariado italiano en su terreno de clase, la burguesía italiana tomó de inmediato sus propias medidas y para ello fue ayudada por la burguesía mundial, confirmándose así su extrema vigilancia de antes de la guerra.

A finales de marzo, 50 000 obreros de Turín se ponen en huelga para obtener una prima «de bombardeo», para que aumenten las raciones de víveres, sin preocuparse de lo que piense o deje de pensar Mussolini. La rápida victoria de los obreros anima la acción de la clase en toda la Italia del norte contra el trabajo nocturno en las regiones amenazadas por los bombardeos. Ese movimiento triunfa a su vez. Las concesiones no calman a la clase obrera, surgen nuevas huelgas acompañadas de manifestaciones contra la guerra. A la burguesía italiana le entra el miedo y cambia de chaqueta en 24 horas. Pero la burguesía aliada está alerta y ocupa el sur de Italia en otoño. El resurgir del proletariado debe quedar controlado haciendo un montaje de Unión nacional basada en el monarca y la democracia. Sacan al rey Victor Manuel del desván del poder para que mande detener a Mussolini, con la complicidad de los camisas viejas fascistas Grandi y Ciano repentinamente convertidos al antifascismo. Siguen pese a ello las manifestaciones de masas en Turín, Milán, Bolonia. Los ferroviarios organizan huelgas impresionantes. Frente a la amplitud del movimiento, el gobierno interino de Badoglio acaba huyendo a Sicilia dejando a Mussolini –liberado por Hitler– que vuelva a asumir la represión con los nazis con el consentimiento tácito de Churchill. La soldadesca alemana bombardea salvajemente las ciudades obreras. Churchill, quien ha afirmado que hay que «dejar a los italianos que cuezan en su salsa» afirma no querer tratar sino con un gobierno de orden. Hay que evitar a toda costa que la clase obrera aparezca como liberadora (sobre todo que es muy capaz de ir más lejos por su propia cuenta), los aliados anglosajones quieren cambiar de marionetas y tirar ellos de los hilos. Tras la terrible represión y el consecuente hinchamiento de las filas de la resistencia burguesa de los partisanos, los aliados podrán avanzar desde el Sur para «liberar» el Norte y reinstalar a Badoglio(7). Como en Francia frente al trabajo obligatorio, la burguesía conseguirá encuadrar a los obreros italianos, derrotados en su terreno de clase, en la ideología de la Unión nacional hasta la llamada Liberación, severamente controlada por las milicias estalinistas y la mafia.

Ese impresionante movimiento iniciado en marzo de 1943 no es un accidente o algo raro en medio del horror del holocausto universal. Durante el mismo año de 1943, como lo hemos subrayado, ya existía una tímida reanudación de las luchas a nivel internacional, de la cual, evidentemente, disponemos de pocas informaciones. Algunos ejemplos: huelga en la factoría Coqueril de Lieja; 3 500 obreros en lucha en la factoría aeronáutica del Clyde y huelga de mineros cerca de Doncaster en Inglaterra (mayo de 1943); huelga de los obreros extranjeros en la fábrica Messer­ schmidt en Alemania; huelga en AEG, importante factoría cercana a Berlín, en donde, en protesta contra la mala comida, obreros holandeses arrastran consigo a obreros belgas, franceses, pero también a alemanes en la lucha; huelgas en Atenas y manifestaciones de amas de casa; 2000 obreras entran en huelga en Escocia en diciembre de 1943...

La huelga masiva de los obreros italianos quedó encerrada en Italia y la resistencia desvirtuó después su sentido. Sin embargo, la matanza es también ahí una consecuencia del fracaso obrero en plena guerra: cuando el proletariado se deja encerrar en la trampa nacionalista, acaba siendo diezmado sin piedad. Es una táctica permanente de la burguesía la de hacer que impere el terror tras tales tentativas. Y este terror le era necesario a la burguesía pues la guerra no había terminado y quería tener las manos libres hasta el final, especialmente en el campo de operaciones europeo.

En Europa del Este, allí donde existiera el riesgo de que surgieran levantamientos obreros incluso sin perspectiva revolucionaria, la burguesía practicó la política preventiva de la tierra quemada. En Varsovia, durante el verano de 1944, el PS polaco, desde Londres, mantiene el control de los obreros. Estos participan en la insurrección lanzada por la «Resistencia» cuando se enteran de que el «Ejército rojo» ha penetrado en los arrabales de la capital, del otro lado del Vístula. Y va ser con el acuerdo tácito de los Aliados y la pasividad evidente del Estado estaliniano si el Estado alemán podrá desempeñar a fondo su papel de policía y de carnicero, organizando una matanza de decenas de miles de obreros, arrasando la ciudad. Ocho días más tarde Varsovia era un cementerio. Lo mismo ocurriría luego en Budapest, donde el llamado ejército «rojo» dejó que se realizaran las matanzas para luego entrar cual ejército de enterradores.

Por su parte, la burguesía «liberadora» de occidente quería evitar riesgos de explosiones sociales contra la guerra en los países vencidos. Para ello programó unos bombardeos sistemáticamente brutales sobre las ciudades alemanas, bombardeos sin interés militar alguno en la mayoría de los casos, bombardeos que apuntaban prioritariamente a los barrios obreros (en Dresde, en febrero de 1945 hubo cerca de 150 000 muertos más del doble que en Hiroshima). Para los aliados se trata de exterminar la mayor cantidad posible de proletarios y aterrorizar a los supervivientes para que no se les ocurra reanudar con los combates revolucionarios de 1918 a 1923. Asimismo, la burguesía «democrática» se da los medios de ocupar sistemáticamente los territorios de los que han tenido que replegarse los nazis. No hay que dejar que la Alemania vencida se dote de un gobierno propio que suceda a los hitlerianos. Fueron rechazados todos los ofrecimientos de negociación o de armisticio propuestos por los oponentes a Hitler. Dejar que se formara un gobierno alemán autóctono en un país «vencido» habría producido pesadillas a Churchill, Roosevelt o Stalin pues acarrearía grandes riesgos. Como en 1918, un Estado alemán vencido habría aparecido débil ante una clase obrera en rebelión contra los asesinatos masivos de todo tipo y la siniestra miseria, y los soldados en desbandada. Los propios ejércitos aliados se encargarán de hacer reinar el orden en toda Alemania y por un tiempo indeterminado (quedándose en fin de cuentas hasta 1994, pero por otras razones), justificando su estancia mediante la sistemática fabricación de una de las patrañas más groseras de este siglo: la de la «culpabilidad colectiva del pueblo alemán».

3. Hacia la «liberación»

En los últimos meses de la guerra, Alemania está atravesada por una serie de motines, deserciones, huelgas. Pero ninguna falta hace de una marioneta democrática de la calaña de Badoglio en medio del infierno de los bombardeos. Aterrorizada, la clase obrera alemana está entre la espada y la pared y entre los ejércitos aliados y la soldadesca rusa que se va expandiendo. A lo largo del camino de la derrota del ejército alemán, los mandos van ahorcando a los desertores para dar ejemplo a los demás.

La situación hubiera llegado a inquietar si la burguesía no hubiera continuado a marcar bien el terreno de miseria en la inmediata posguerra. La represión será suficiente y la paz social quedará garantizada por el reparto de Alemania. Aunque sí podían alegrarse con razón de las reacciones del proletariado en Alemania, nuestros camaradas de aquella época las sobrevaloraban:

«Cuando los soldados se niegan a luchar, se anuncia la guerra civil, cuando los marineros manifiestan empuñando las armas contra la guerra, cuando las amas de casa, la Volksturm, los refugiados vienen a incrementar el nerviosismo en la situación alemana, la máquina militar y policiaca mejor del mundo se rompe y la revuelta es la perspectiva inmediata. Von Rundstedt repite la política de Ebert en 1918, espera que con la paz se evite la guerra civil. Los aliados sí que han comprendido la amenaza revolucionaria de lo ocurrido en Italia en 1943. La paz será ahora la de encontrarse frente a la crisis que se cierne sobre Europa con mayor intensidad, sin armas, para encubrir las contradicciones que solo se solucionarán mediante la guerra de clases. El esfuerzo de guerra, la peste parda, los cuarteles ya no van a servir de pretextos ya sea para alimentar las industrias hipertrofiadas ya sea para seguir manteniendo a la clase obrera en el actual estado de esclavitud y de hambre. Pero, lo que es más grave, es la perspectiva del retorno de los soldados alemanes a sus hogares destruidos y la repetición de 1918 que será inevitable (...) Ante los grandes males, medios “heroicos”: destruir, asesinar, matar de hambre a la clase obrera alemana. Lejos estamos de la peste parda y de su castigo, lejos estamos de las promesas de paz de los capitalistas. La democracia está demostrando que era más apta para defender los intereses burgueses que la dictadura fascista.»(8)

En realidad, en los países vencidos, Alemania especialmente, se asiste a una marea de los ejércitos norteamericanos y rusos que no van a dejar ni un resquicio ni tierra de nadie en las ciudades conquistadas ahogando la más mínima resistencia proletaria. En los países vencedores se despliega un patrioterismo inaudito, mucho peor que durante la Iª Guerra mundial. Como lo sospechaba la minoría revolucionaria, la burguesía democrática, por miedo al contagio de los soldados alemanes desmovilizados que expresaban abiertamente su alegría, tiraban sus gorras y sus cascos, decide internarlos en Francia e Inglaterra. Una parte del ejército alemán desintegrado es mantenido en el extranjero; 400 000 soldados, mantenidos prisioneros, son enviados a Inglaterra durante años después de terminada la guerra para así evitar que como sus padres no se dediquen a fomentar una revolución una vez de vuelta al país en medio de la miseria europea de la inmediata posguerra(9).

La mayoría de los grupos revolucionarios se entusiasmaron con esos acontecimientos calcando el esquema de la revolución victoriosa en Rusia con el surgimiento del proletariado contra la guerra. Sin embargo, del mismo modo que no se baña uno dos veces en las mismas aguas de un río, tampoco las condiciones de 1917 iban a reproducirse pues la burguesía había sacado lecciones de entonces.

Tras el impresionante movimiento de los obreros de Italia en 1943, habrán de pasar dos años antes de que la minoría revolucionaria más clarividente saque lecciones de aquel fracaso obrero. A nivel internacional, la burguesía supo guardar la iniciativa y se benefició de la ausencia de de partidos revolucionarios, sin que la clase obrera pudiese aprovecharse otra vez de las condiciones impuestas por la guerra mundial para orientarse hacia la revolución.

«Enriquecido por la experiencia de la primera guerra, incomparablemente mejor preparado ante la eventualidad de la amenaza revolucionaria, el capitalismo internacional reaccionó solidariamente con una extrema habilidad y prudencia contra un proletariado decapitado además de su vanguardia. A partir de 1943, la guerra se transforma en guerra civil. Al afirmar esto, nosotros no queríamos decir, en absoluto, que los antagonismos interimperialistas hubieran desaparecido, o que hubieran dejado de desarro­llarse en la continuación de la guerra. Estos antagonismos subsistían y no hacían más que aumentar, pero en menor medida y con carácter secundario, en comparación con la gravedad que presentaba para el mundo capitalista la amenaza de una explosión revolucionaria.

La amenaza revolucionaria iba a ser el centro de los planteamientos y las preocupaciones del capitalismo en los dos bloques: es la que iba a determinar en primer lugar el curso de las operaciones militares, su estrategia y el sentido de su desarrollo. (...) Contrariamente a la primera guerra imperialista en la cual el proletariado, una vez iniciado el curso revolucionario, guardó la iniciativa, imponiendo al capitalismo mundial el final de la guerra, en esta guerra, en cambio, es el capitalismo quien se adueñará de la iniciativa ante los primeros signos de revolución en Italia, en julio de 1943, y proseguirá implacable la guerra civil contra el proletariado, impidiendo por la fuerza cualquier concentración de fuerzas proletarias, no detendrá la guerra ni siquiera cuando, tras el hundimiento y la desaparición del gobierno de Hitler, Alemania pide con insistencia el armisticio, para asegurarse mediante una mostruosa carnicería y una masacre preventiva increíble que al proletariado alemán no le quedaba ninguna veleidad de amenaza revolucionaria. (...) La revuelta de los obreros y soldados, quienes en algunas ciudades habían conseguido neutralizar y detener a los fascistas, ha obligado a los aliados a precipitar el fin de esta guerra de exterminio antes de lo previsto.»(10)

La acción de las minorías revolucionarias

Si la guerra se produjo fue, como ya hemos visto, porque se había rematado el proceso de degeneración de la IIIª Internacional y del paso al campo de la burguesía de los partidos comunistas. Habían sido derrotadas las minorías revolucionarias que lucharon con un enfoque de clase contra el estalinismo y el fascismo, habían sido perseguidas y expulsadas de los países democráticos, eliminadas y deportadas en Rusia y en Alemania. De la unidad mundial que habían sido las Internacionales cada una de su época, no quedaban más que retazos, fracciones, minorías dispersas a menudo sin vínculos entre sí. El movimiento de la Oposición de izquierda con Trotski, que había sido una corriente de combate contra la degeneración de la revolución en Rusia, acabó enfangándose en posiciones oportunistas sobre el Frente único (posibilidad de alianza con los partidos de izquierda de la burguesía) y el heredero de ese Frente, el «antifascismo». Trotski muere asesinado como Jaurès, porque para la burguesía mundial simbolizaba, al iniciarse el segundo holocausto mundial, el peligro proletario con mucha mayor intensidad que el tribuno francés de la IIª Internacional. En cambio, sus partidarios no valen más que los socialpatrioteros de principios de siglo pues también ellos toman partido por un campo imperialista: el de Rusia y el de la Resistencia.

Casi todas las minorías revolucionarias, frágiles embarcaciones en medio de la mayor desesperanza del proletariado, se habían ido rompiendo antes de iniciarse la guerra. La única que se mantuvo es la Fracción italiana, en torno a la revista Bilan, que desde los primeros años 30 venía afirmando que el movimiento obrero había entrado en un período de derrotas que desembocaría en la guerra(11).

El paso a la clandestinidad acarreó primero la dispersión, la pérdida de valiosísimos vínculos contraídos durante años. En Italia no quedó ningún grupo organizado. En Francia sólo será en 1942, en plena guerra imperialista, cuando se agruparán militantes que habían luchado en las filas de la Fracción italiana refugiada en aquel país y que habían dejado bien definidas las posiciones políticas de clase contra el oportunismo de las organizaciones trotskistas. Se llamará el Núcleo (Noyau) francés de la Izquierda comunista. Aquellos valerosos militantes redactaron una declaración de principios con el rechazo sin concesiones de la «defensa de la URSS»:

«El Estado soviético, instrumento de la burguesía internacional, ejerce una función contrarrevolucionaria. La defensa de la URSS en nombre de lo que queda de las conquistas de Octubre debe ser por lo tanto rechazada y, al contrario, lo que debe hacerse es luchar sin concesiones contra los agentes estalinistas de la burguesía (...) La democracia y el fascismo son dos caras de la dictadura de la burguesía que corresponden a sus necesidades económicas y políticas en momentos determinados. Por consiguiente, la clase obrera, que debe instaurar su propia dictadura una vez que haya destruido el Estado capitalista, no tiene que tomar partido por una u otra de sus formas.»

Se establecen contactos con elementos de la corriente revolucionaria en Bélgica, Holanda y con revolucionarios austriacos refugiados en Francia. En las peligrosas condiciones de la clandestinidad, a partir de Marsella, se organizan debates importantes sobre las razones del nuevo fracaso del movimiento obrero, sobre la nueva delimitación de las «fronteras de clase». Esta minoría revolucionaria seguirá a pesar de todo interviniendo contra la guerra capitalista, por la emancipación del proletariado, en perfecta continuidad con el combate de la IIIª Internacional en sus principios. Otros grupos habrán de surgir, con mayor o menor claridad, del ámbito trotskista, negándose también a apoyar a la URSS imperialista y contra todos los chovinismos: el grupo español de Munis, los Revolutionäre kommunisten Deutschlands y grupos consejistas holandeses. Los panfletos de esos grupos contra la guerra, difundidos clandestinamente, en los asientos de los trenes y otros lugares, son agriamente insultados por la burguesía «resistente», desde los estalinistas a los demócratas, tratados de «hitlero-trotskistas». Y encima quienes difunden esos panfletos corren el riesgo de ser fusilados in situ. (véase documentos publicados abajo y su presentación).

En Italia, tras el poderoso movimiento de lucha de 1943, los elementos de la Izquierda dispersos se agrupan en torno a Damen y después en torno a la figura mítica de Bordiga, personalidad de la izquierda de la IIª y la IIIª Internacionales. Forman, en julio de 1943, el Partito comunista internazionalista, pero, creyendo como la mayoría de los revolucionarios que iba a generarse un nuevo ímpetu insurreccional en la clase obrera, acabarán teniendo que tragar la llamada Liberación capitalista y, a pesar de su valor tendrán las mayores dificultades para defender posiciones claras ante unos obreros arrastrados por los cantos de sirena burgueses(12). Serán incapaces de favorecer el agrupamiento de los revolucionarios a nivel internacional y se encontrarán en el estado de ínfima minoría después de la guerra. Y se negarán a todo trabajo serio con el núcleo francés que empezó entonces a llamarse Izquierda comunista de Francia(13).

De hecho, a pesar de todo el valor que pusieron, los grupos revolucionarios que defendieron posiciones de clase, internacionalistas, durante la Segunda Guerra mundial, no podían influir en el curso de los acontecimientos, debido a la terrible derrota que había sufrido el proletariado y a la capacidad de la burguesía en adelantarse sistemáticamente para impedir que se desarrollara cualquier movimiento de clase verdaderamente amenazador. Pero su contribución al combate histórico del proletariado no podía quedar ahí. Era urgente una reflexión que permitiera sacar las enseñanzas de los considerables acontecimientos que acababan de desarrollarse, una reflexión que había que proseguir hasta nuestros tiempos.

¿Qué enseñanzas para los revolucionarios?

Respetar la tradición marxista que esos grupos del pasado mantuvieron es ser capaces de seguir con su método crítico, pasar por el tamiz nosotros también sus errores. En eso consiste ser fiel al combate que llevaron a cabo. Si la Izquierda comunista de Francia supo corregir su error de análisis sobre la posibilidad de una inversión del curso a la guerra mundial, sin haber sacado necesariamente todas las implicaciones de que la guerra ya no favorece la revolución, los demás grupos, especialmente en Italia, mantuvieron la visión esquemática del «derrotismo revolucionario».

Al formar de modo voluntarista y aventurista un partido en Italia en torno a personalidades de la IC como Bordiga y Damen, los revolucionarios italianos no se dieron realmente los medios de «restaurar los principios», y menos todavía de sacar las verdaderas enseñanzas de la experiencia pasada. Ese Partido comunista internacionalista no sólo iba a fracasar, transformándose rápidamente en secta, sino que acabaría favoreciendo el rechazo al método de análisis marxista con un dogmatismo estéril, repitiendo los esquemas del pasado, sobre la cuestión de la guerra en particular. El PCInt persiste, en la Liberación, en creer en la apertura de un ciclo revolucionario, parodiando a Lenin: «La transformación de la guerra imperialista en guerra civil comienza después de terminada aquélla»(14). Retomar el análisis de Lenin según el cual cada proletariado debía «desear la derrota de su propia burguesía» como palanca de la revolución, que ya era una posición errónea en aquella época, pues podía dar a entender que los obreros de los países vencedores no tendrían a su disposición una palanca así, basar el éxito de la revolución en el fracaso de su propia burguesía era hacer análisis con abstracciones automáticas. En realidad, ya en la primera ola revolucionaria misma, la guerra, tras haber sido un fermento importantísimo en la movilización del proletariado, había desembocado en una división de éste, entre obreros de países vencidos, más combativos y más lúcidos, y los de los países vencedores sobre los que la burguesía logró hacer pasar la euforia de la «victoria» para así paralizar su combate y anegar su toma de conciencia. Además, la experiencia de los años 17 y 18 había demostrado que, frente a un movimiento revolucionario que se desarrolla a partir de la guerra mundial, la burguesía dispone siempre de una baza que desde luego jugó en noviembre de 1918 cuando se estaba desarrollando la revolución en Alemania, la baza de poner fin a la guerra, o sea, suprimir la base principal de la acción y de la toma de conciencia del proletariado.

En su tiempo, nuestros compañeros de la Izquierda comunista se equivocaron cuando, basándose en el único ejemplo de la revolución rusa, habían subestimado las consecuencias paralizadoras de la guerra imperialista mundial para el proletariado. La IIª Guerra mundial proporcionaría los elementos para analizar mejor esta cuestión crucial. Por eso, repetir hoy los errores del pasado, es entorpecer el verdadero camino hacia los enfrentamientos de clase, siendo incapaces de enriquecer el método marxista, no sabiendo ser la dirección que el proletariado necesita. Eso es lo que demuestran desgraciadamente quienes pretenden ser los únicos herederos de la Izquierda comunista italiana(15). La cuestión de la guerra siempre ha sido una cuestión de primer plano en el movimiento obrero. Al igual que la explotación y las agresiones resultantes de la crisis económica, la guerra imperialista moderna sigue siendo un factor de la mayor importancia en la toma de conciencia de la necesidad de la revolución. Es evidente que la permanencia de las guerras en la fase de decadencia del capitalismo debe ser un valioso factor de reflexión. Hoy, cuando el desmoronamiento del diabolizado bloque del Este ha dejado momentáneamente de lado la posibilidad de una nueva guerra mundial, esa reflexión no debe agotarse. Las guerras que hoy estamos viviendo en los confines de Europa deben servir de acicate para recordar al proletariado que «quien olvida la guerra la sufrirá algún día»(16). Es de la más alta responsabilidad del proletariado el alzarse contra esta sociedad en descomposición. La perspectiva de otra sociedad dirigida por el proletariado pasa necesariamente por su toma de conciencia de que debe luchar en su terreno de social y encontrar su fuerza. La lucha del proletariado consciente es una lucha en el extremo opuesto al Estado y por lo tanto radicalmente opuesta a los objetivos militares de la burguesía.

Pese a los cánticos ensalzadores del «nuevo orden mundial» instaurado en 1989, la clase obrera de los países industrializados no debe hacerse la menor ilusión sobre el respiro que le prometen en espera de una próxima destrucción de la humanidad. Es éste un destino que el capital nos depararía de manera ineluctable, ya sea como resultado de una tercera guerra mundial, en caso de que se formara un nuevo sistema de bloques imperialistas, ya sea de la putrefacción de la sociedad acompañada de hambres, epidemias y de una multiplicación de conflictos guerreros en los cuales las armas nucleares, que hoy se diseminan por todas partes, volverían a ser usadas.

La alternativa sigue siendo: o revolución comunista o destrucción de la humanidad. Unidos y determinados, los proletarios pueden desarmar a la minoría que maneja el mundo e incluso desactivar las bombas atómicas. Debemos pues combatir con firmeza el argumento pacifista burgués, que no ha cambiado, de que esas técnicas modernas de armamento impediría desde ahora en adelante toda revolución proletaria. La técnica es producto de los hombres, obedece a una política determinada. La política imperialista viene estrechamente determinada, como nos lo demuestra el desarrollo de la IIª Guerra mundial, por la sumisión de la clase obrera. Y, desde la reanudación histórica del proletariado, a finales de los años 60, todo lo que está en juego se plantea simultáneamente, aunque el proletariado no saque todas les lecciones de la situación. Allí donde la guerra no causa estragos, la crisis económica se ahonda, duplicando la miseria, poniendo al desnudo la quiebra del capitalismo.

Las minorías revolucionarias deben pasar por el tamiz la experiencia anterior. Era «medianoche en el siglo» en medio del crimen más monstruoso que la humanidad haya conocido, pero todavía sería más criminal creer que habrían desaparecido los riesgos de destrucción total de la humanidad. Denunciar las guerras actuales no basta, las minorías revolucionarias deben ser capaces de analizar los entresijos de la política imperialista de la burguesía mundial, no con la pretensión de acabar con un militarismo que está asolando todas las partes del mundo, sino para indicar al proletariado que la lucha, mucho más que «en el frente» debe llevarse a cabo «en la retaguardia».

Combatir la guerra imperialista omnipresente, luchar contra los ataques de la crisis económica burguesa, significa desarrollar toda una serie de luchas y de experiencias que desembocarán en la etapa de guerra civil revolucionaria allí donde la burguesía cree tener la paz. Un largo período de combates de clase es todavía necesario, nada será fácil.

El proletariado no tiene opción. El capitalismo sólo a la destrucción de la humanidad conduce, si el proletariado fuera incapaz una vez más de destruirlo.

Damien


[1] Sobre Italia y su Estado puede leerse los artículos de la serie titulada «Cómo está organizada la burguesía» en la Revista internacional, nº 76 y 77.

Series: 

  • Las conmemoraciones de 1944 [1]

Acontecimientos históricos: 

  • IIª Guerra mundial [2]

Cuestiones teóricas: 

  • Fascismo [3]
  • Guerra [4]

Documentos - La Izquierda comunista de Francia, 1944

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Publicamos a continuación un panfleto de la Fracción francesa de la Izquierda comunista que fue pegado en los muros de Paris en agosto de 1944 para oponerse a la orden de movilización general lanzada por los F.F.I. (Fuerzas francesas del interior) el día 18 de agosto. También publicamos el artículo aparecido en la primera página de L’Etincelle (La Chispa), periódico del mismo grupo, publicado igualmente en Agosto de 1944.

La Fracción francesa de la Izquierda comunista había nacido en Marsella a principios de ese mismo año. Anteriormente, en el año 1942, una decena de elementos franceses se había puesto en contacto con la Fracción italiana de la Izquierda comunista[1] reconstituida en Marsella. Entre estos elementos, algunos acababan de romper con el trotskismo y otros, aún muy jóvenes, se acercaban por primera vez a posiciones políticas revolucionarias.

Un poco de historia

La Izquierda comunista italiana (ICI) es bien conocida por nuestros lectores. Sin embargo queremos señalar, una vez más, que la Izquierda italiana posee una larga tradición política, teórica y de lucha, en el seno del movimiento obrero italiano e internacional. Su existencia se remonta a algunos años antes de la 1ª Guerra mundial (al combate de las juventudes del Partido Socialista Italiano contra la guerra colonial en Tripolitania[2], (1910-1912). La ICI es el principal actor de la creación en Livorno del Partido comunista italiano en 1921. A mitad de los años 20, la ICI mantuvo siempre posiciones revolucionarias contra la Internacional comunista, en proceso de degeneración, y se batió en su seno hasta 1928, fecha de su exclusión definitiva, así como otras corrientes de Izquierda, como la Oposición de izquierdas rusa, con Trotski a la cabeza. Con la llegada del fascismo en Italia, muchos de sus miembros se encontraron en prisión o exiliados en islas del mar Mediterráneo. Desde esa fecha, el combate político e internacionalista de la ICI se da en la emigración, especialmente en Francia y Bélgica, en un primer tiempo en la Oposición de izquierdas internacional, cuando aún no era trotskista, y posteriormente casi en solitario tras su exclusión de esta última.

En los años 30, la oleada revolucionaria había terminado, la revolución rusa estaba aislada y definitivamente vencida, la clase obrera estaba derrotada. A medida que pasaban los años los revolucionarios se encontraban cada vez más solos y aislados de su clase. «Es media noche en el siglo» como dijo Victor Serge. Pero la voluntad comunista de la ICI no se debilitó. Durante todo ese período la ICI mantuvo los principios comunistas e internacionalistas. Fue la única organización que comprendió que el curso histórico no era favorable a la clase obrera y que el curso histórico estaba abierto a la guerra imperialista mundial.

Esta comprensión de la situación política e histórica le permitió comprender que la guerra de España en 1936, así como la guerra de Etiopía o Manchuria no eran más que los preludios de la futura guerra imperialista generalizada. En aquellas circunstancias la ICI supo seguir defendiendo su análisis de que el proletariado estaba derrotado y que por tanto el período no era favorable para la formación de nuevos partidos revolucionarios. Desde ese momento su papel, en tanto que Fracción de un futuro partido comunista, será el de mantener los «principios comunistas» y preparar a «los dirigentes revolucionarios» del futuro partido que nacerá con el resurgimiento del proletariado en otro período histórico.

El inicio de la IIª Guerra mundial dio un golpe definitivo a la ICI, provocando la dispersión de sus miembros. Desapareció en Agosto de 1939, coincidiendo con la declaración de la guerra, momento en el que el Buró Internacional de Bruselas fue disuelto.

Pero, los elementos salidos de la Izquierda italiana se reagruparon en Marsella y decidieron continuar el combate por el internacionalismo proletario, siendo los únicos que solos y a contracorriente denunciaron la guerra imperialista. Llamaron a los proletarios de todos los países de Europa a luchar contra todos los Estados capitalistas: democráticos, fascistas o estalinistas[3].

Una sobrestimación del período histórico

Cuando se desarrollaron importantes movimientos de huelgas en Italia en 1943, en Turín, Milán, etc.[4], al fin se abre una nueva perspectiva ante estos revolucionarios. Estiman que el curso histórico que llevaba a la clase obrera de derrota en derrota se había invertido. «Tras tres años de guerra, Alemania y de hecho, Europa presentan los primeros signos de debilidad... Podemos decir que las condiciones objetivas abren la era de la revolución...» («Proyecto de resolución sobre las perspectivas y las tareas del período transitorio», Conferencia de Julio de 1943)[5].

Los acontecimientos insurreccionales que ocurrieron en Italia eran sin duda muy importantes, pero la burguesía vigilaba y no estaba dispuesta en modo alguno a repetir los mismos errores que había cometido al final de la Iª Guerra mundial y que desembocaron en la revolución en Rusia y Alemania.

Los revolucionarios, por su parte, cometieron un doble error:

  • subestimaron a la burguesía (ver artículo anterior), pensando que de la guerra imperialista surgiría la revolución proletaria como en 1871, 1905 y sobre todo 1917;
  • subestimaron la derrota sufrida por la clase obrera que fue batida ideológicamente a finales de los años 20, después físicamente para al fin ser masacrada y asesinada en la guerra imperialista.

Los documentos que reproducimos a continuación demuestran esta sobrestimación: las consignas llaman a los obreros a no seguir a la Resistencia y organizar sus «Comités de Acción» para seguir el ejemplo de los obreros italianos.

Tras la traición de los partidos comunistas y de los grupos trotskistas pasados con «armas y equipo» a un campo imperialista, el de las «democracias» y el estalinismo, los grupos surgidos de las Izquierdas comunistas fueron, y este es su gran mérito, la expresión de la clase obrera y la única llama revolucionaria e internacionalista frente a toda la histeria nacionalista, patriotera y «revanchista» de la «Liberación». Contra la corriente y contra la unión nacional reforzada: de la derecha a los trotskistas pasando por los estalinistas, estos obreros apátridas de la Izquierda comunista de Francia pegaban y difundían sus panfletos, carteles y periódicos. Era necesario un valor excepcional para oponerse a todos y llamar a los obreros a desertar del encuadramiento de los partisanos, y pasar por entre las redes de la Gestapo, de la policía de Vichy, de los gaullistas o de los matones estalinistas.

Rx

Panfleto

¡ OBREROS !

Las tropas anglo-americanas acaban de reemplazar al gendarme alemán en la labor de represión de la clase obrera y de reintegración en la guerra imperialista.
La Resistencia os empuja hacia la insurrección, pero bajo su dirección y con objetivos capitalistas.
El Partido comunista, tras haber abandonado la causa del proletariado, ha sumido en el patriotismo más funesto a la clase obrera.

Más que nunca vuestra única arma es la lucha de clases sin consideración de fronteras o naciones. Más que nunca vuestro lugar no es ni junto al fascismo, ni junto a la democracia burguesa.

Más que nunca el capitalismo anglo-americano, ruso y alemán son los explotadores de la clase obrera.

La huelga que se ha desencadenado ha sido provocada por la burguesía y por sus inte­ reses.

Mañana para luchar contra el desempleo que ella no puede resolver, seréis movilizados y enviados al frente imperialista.

¡ OBREROS !
- No respondáis a la insurrección porque se hará con vuestra sangre y para el bien del capitalismo internacional.
- Actuad como proletarios y no como franceses vengativos.
- Negaos a ser reintegrados en la guerra imperialista.

¡ OBREROS !
- Organizad vuestros comités de acción y cuando las condiciones lo permitan, seguid el ejemplo de los obreros italianos.

El capitalismo internacional no puede vivir más que en la guerra.

¡ Los ejércitos anglo-americanos os lo harán comprender del mismo modo que os lo ha hecho sentir el ejército alemán !

¡ Sólo saldréis de la guerra imperialista con la guerra civil !

¡ PROLETARIADO CONTRA CAPITALISMO!

Izquierda comunista francesa

L’Etincelle (La Chispa) - Agosto de 1944

Obreros,

Tras cinco años de guerra, con su corolario de miseria, muertes y carnicería, la burguesía se debilita por los golpes de una crisis que abre las puertas de la guerra civil. Europa sera mañana un vasto campo en erupción en el que los Ejércitos contrarrevolucionarios ingleses, americanos y rusos, intentaran implacablemente ahogar los movimientos revolucionarios de la clase obrera.

La labor de represión ya se ha repartido entre los beligerantes. Italia, vasto campo de experimentación, ha enseñado al capitalismo el peligro de dejar subsistir en el camino de la guerra a concentraciones obreras susceptibles siempre de reaparecer como clase independiente, como lo han demostrado los obreros italianos.

Por eso, desde hace dos años Alemania os almacena en enormes fábricas donde, codo a codo, los proletarios europeos se desloman y revientan fabricando armas para la guerra imperialista. Por eso desde hace dos años los patrioteros a sueldo del capitalismo os empujan hacia el maquis para haceros perder vuestra conciencia de clase intentando transformaros en vengativos patriotas. Todos los grandes centros industriales importantes de Francia son vaciados sistemáticamente para disminuir los riesgos de la guerra civil y conseguir la reducción de los focos revolucionarios que brotarían de esta guerra.

El desgaste de todas las energías obreras se hace con el espíritu político de debilitar vuestra conciencia para encerraros como animales, para controlaros y abatiros en cuanto expreséis vuestros primeros murmullos.

Actualmente la guerra no se juega entre los imperialismos beligerantes, sino entre el capitalismo consciente de su voluntad de continuar en el poder a pesar de la imposibilidad que le impone la Historia, y el proletariado, cegado hoy por la demagogia, pero que surgirá espontáneamente de los marcos del sistema burgués.

Las armas demagógicas y represivas del capitalismo ya están actuando.

A los campos de concentración, al maquis, a la feroz explotación de todos los obreros en Alemania se están ahora añadiendo los bombardeos de las ciudades, sobre todo aquellas en las que hay movimientos huelguísticos, como Milán, Nápoles o Marsella. Por la radio, el engaño burgués alimenta un discurso y un lenguaje protegiéndose con la aureola de la Revolución de Octubre, y que desde 1933, fecha de la muerte de la Internacional Comunista, os ha conducido de derrota en derrota a la guerra imperialista.

El Ejército Rojo, usurpando el glorioso nombre de un ejército obrero que luchaba revolucionariamente por la dictadura del proletariado, va a continuar la obra de muerte del fascismo, con su etiqueta de Soviets para disfrazar bajo una unanimidad creada a golpe de fuerza, la explotación capitalista.

De Gaulle, «ese negrero» como lo llamaban antes de 1941 los estalinistas, en un abrazo angloamericano y ruso os ahogará bajo el uniforme kaki de vuestra nueva movilización.

Europa está madura para la guerra civil, el capitalismo está dispuesto a reaccionar para conduciros hacia la guerra imperialista.

Obreros, cada arma del capitalismo contiene en sí misma un arma peligrosa para él.

A la reducción de los focos revolucionarios, la situación responde con una concentración más densa de la clase obrera en un punto neurálgico del capitalismo.

Ante la política patriotera, la solidaridad proletaria se crea en las fábricas alemanas y se reforzará por la necesidad ineluctable para los obreros de defenderse en tanto que obreros en una Europa precipitada mañana en el hambre y el desempleo.

La crisis que se desencadenará después de la transformación de la guerra imperialista en guerra civil no librará a los ejércitos imperialistas de los sobresaltos sociales de su retaguardia, así como de la contaminación revolucionaria que vendrá de las insurrecciones del proletariado europeo que los ejércitos deberán aplastar. La causa del proletariado francés esta irremediablemente ligada a la causa del proletariado europeo tras cuatro años de concentración y centralización económicas. Los enemigos más peligrosos para la clase obrera europea y mundial son los capitalistas anglo-americanos y rusos que no van a dejarse desposeer.

Obreros, sea el que sea el nombre que deis a vuestros organismos unitarios, el ejemplo de los Soviets rusos de la Revolución de Octubre de 1917 debe mostraros el camino, sin compromisos ni oportunismos, del poder.

Ni la democracia, ni el estalinismo con su demagogia de «Pan, Paz y Libertad» podrán liberaros del hambre que despunta, en un mundo donde el capitalismo no puede aportar más que la guerra.

La sociedad se encuentra en un atolladero infranqueable sin la Revolución proletaria.

El primer paso que dar es quebrantar la guerra imperialista con una clara conciencia de clase que proclame ante todo la lucha de clases en todas partes y siempre. La crisis en la burguesía mundial, que se ha abierto en Alemania e Italia, crea las condiciones y las armas favorables para la guerra civil, inicio espontáneo de la Revolución.

¡Obreros!, romped con toda esa anglolocura, americanolocura y rusolocura.

Rechazad todo patriotismo con el, que ni siquiera el mismo capitalismo sabe que hacer.

Proclamad vuestra solidaridad de clase y organizadla para poder resistir victoriosamente el día de la Revolución.

Romped con todos los partidos que han traicionado la causa de la clase obrera porque os han conducido a esta guerra imperialista y en ella os quieren mantener. El gaullismo, la socialdemocracia, el trotskismo, el estalinismo, son todos ellos los disfraces tras los que el enemigo de clase intentará penetrar en vuestras filas para derrotaros.

¡Obreros! La salvación no puede venir más que de vosotros porque la Historia os ha dado todas las posibilidades de comprender vuestra misión histórica y las armas para cumplirla.

¡De ahora en adelante por la transformación de la guerra imperialista en guerra civil!.

¡Los obreros italianos os han mostrado el camino, debéis responder golpe por golpe a la contra-revolución que se esconde en vuestras filas!.

La Fracción francesa
de la Izquierda comunista


[1] Ver La Izquierda comunista italiana, folleto de la CCI.

[2]  En la actualidad, Libia.

[3] Ver «Manifiesto de la Izquierda comunista a los proletarios de Europa» en el folleto citado.

[4] Ver Revista internacional nº 75, 1993.

[5] Ver Internationalisme, publicación de la Izquierda comunista en Francia, nº 5, año 1945.

 

Series: 

  • La Izquierda Comunista de Francia [5]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Izquierda Comunista [6]

desarrollo de la conciencia y la organización proletaria: 

  • Izquierda comunista francesa [7]

Polémica con Prometeo y Communist Review - La concepción del BIPR sobre la decadencia del capitalismo

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¿Es la guerra imperialista una solución
a la crisis de los ciclos de acumulación del capitalismo?

El futuro Partido comunista mundial, la nueva Internacional, se constituirá sobre posiciones políticas que superen los errores, insuficiencias o cuestiones no resueltas, del anterior partido, la Internacional Comunista. Por esa razón es vital que prosiga el debate sobre las posiciones de base de las organizaciones que se reivindican de la Izquierda comunista. Entre esas posiciones, consideramos fundamental la noción de decadencia del capitalismo. Hemos demostrado, en los números precedentes de la Revista Internacional que la ignorancia de esta noción por parte de la corriente bordiguista la lleva a aberraciones teóricas sobre la cuestión de la guerra imperialista y, por consiguiente, a un desarme político de la clase obrera[1].

Abordamos en este artículo las posiciones del Partito comunista internazionalista y de la Communist Workers’ Organisation (CWO), que forman el Buró internacional para el partido revolucionario (BIPR)[2], organizaciones que sí defienden claramente la necesidad de la Revolución comunista y la fundamentan en el análisis de que el capitalismo, desde la Iª Guerra mundial, ha entrado en su fase de decadencia.

Sin embargo, aún distinguiéndose así de los grupos bordiguistas que rechazan la noción de decadencia del capitalismo, tanto Battaglia Comunista (BC) como el BIPR, defienden toda una serie de análisis que suponen, a nuestro juicio, una relativización o incluso, una negación, de la noción de decadencia del capitalismo.

En este artículo, examinaremos una serie de argumentos que defienden esas organizaciones sobre el papel de las guerras mundiales y sobre la naturaleza del imperialismo, que, a nuestro juicio, les dificultan para defender hasta al fondo y hasta el final, en todas sus implicaciones, la posición comunista sobre la decadencia del capitalismo.

La naturaleza de la guerra imperialista

El BIPR explica la guerra imperialista generalizada, fenómeno esencial del capitalismo decadente, de la manera siguiente: «Y de la misma forma que en el siglo XIX las crisis del capitalismo conducían a la devaluación del capital existente (por medio de las quiebras), abriendo así un nuevo ciclo de acumulación fundado sobre la concentración y la fusión, en el siglo XX, las crisis del imperialismo mundial no pueden resolverse más que por una devaluación comparativamente más grande todavia del capital existente, por la quiebra económica de países enteros. Tal es precisamente la función de la guerra mundial. Como ocurrió en 1914 y 1939, es la “solución” inexorable del imperialismo a la crisis de la economía mundial»[3].

Esta visión de la «función económica de la guerra mundial», «quiebra económica de países enteros» por analogía con las quiebras del siglo pasado, significa, de hecho, concebir la guerra imperialista como «solución» que encuentra el capitalismo para relanzar «un nuevo ciclo de acumulación» lo que significa atribuir a la guerra mundial una racionalidad económica.

Las guerras del siglo pasado tenían esa racionalidad: permitían, en el caso de las guerras nacionales (como la italiana o la franco-prusiana) constituir grandes unidades nacionales que significaban un avance real en el desarrollo del capitalismo, y, en el caso de las guerras coloniales, extender las relaciones de producción capitalistas a las más remotas regiones del globo, contribuyendo a la formación del mercado mundial.

No ocurre lo mismo en el siglo XX, en la época de decadencia del capitalismo. La guerra imperialista no tiene una racionalidad económica. Aunque la «función económica» de la guerra mundial de destrucción de capital puede parecerse a lo que ocurría en el siglo pasado, son sólo apariencias. Como lo presiente confusamente el BIPR escribiendo la palabra «solución», así entre comillas, la función de la guerra en el siglo XX es radicalmente diferente. No es ni mucho menos una solución a una crisis cíclica «que abriría un nuevo ciclo de acumulación», sino que es la expresión más aguda de la crisis permanente del capitalismo, expresa la tendencia al caos y a la desintegración que se ha apoderado del capitalismo mundial y es, más aún, un potente acelerador de esa tendencia.

Los últimos 80 años han confirmado plenamente este análisis. Las guerras imperialistas son la expresión más acabada del engranaje infernal de caos y desintegración en el que está atrapado el capitalismo en su época de decadencia. Ya no se trata de un ciclo que pasa de una fase de expansión a una fase de crisis, de guerras nacionales y coloniales, para desembocar en un nueva expansión que expresa el desarrollo global del modo de producción capitalista, sino de un ciclo que pasa de la crisis a la guerra imperialista generalizada por el reparto del mercado mundial, y luego de la reconstrucción de la posguerra a una nueva crisis más amplia, como así ha ocurrido en dos ocasiones en este siglo.

La naturaleza de la reconstrucción tras la IIª Guerra mundial

Para el BIPR «el capitalismo ha vivido, desde luego, las dos crisis precedentes (se refiere a la Iª y la IIª Guerra mundial) de una manera dramática, pero tenía todavía por delante márgenes suficientemente vastos donde obtener un desarrollo ulterior incluso en el marco general de la decadencia»[4].

El BIPR se da cuenta de la gravedad de las destrucciones, de los sufrimientos, que causan las guerras imperialistas y por eso dicen que son algo «dramático». Pero también las guerras en el período ascendente eran «dramáticas»: causaban destrucciones, hambre, sufrimientos incontables. El capitalismo nació como decía Marx «en el lodo y en la sangre».

Sin embargo, hay una diferencia abismal entre las guerras del período ascendente y las guerras del período decadente: en las primeras «el capitalismo tenía aún márgenes suficientemente vastos de desarrollo» por decirlo en palabras del BIPR, en las segundas esos márgenes se han reducido dramáticamente y no ofrecen un campo suficiente para la acumulación de capital.

Ahí reside la diferencia esencial entre las guerras de uno y otro período, entre ascendencia y decadencia del capitalismo. Por tanto, pensar que tras la Iª y la IIª Guerra mundial, el capitalismo «tenía aún márgenes suficientemente vastos de desarrollo» es echar por tierra la esencia del período decadente del capitalismo.

Es evidente que este análisis sobre los «márgenes de desarrollo del capitalismo» en la decadencia está muy ligado a las explicaciones del BIPR sobre la crisis basadas únicamente en la teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, sin tener en cuenta la teoría desarrollada por Rosa Luxemburgo sobre la saturación del mercado mundial; sin embargo, sin entrar aquí en esta discusión, un simple balance de la reconstrucción que siguió a la IIª Guerra mundial desmiente esos pretendidos «márgenes de desarrollo».

Según las apariencias tras el cataclismo de la guerra, en 1945 la economía mundial no solo habría «vuelto a la normalidad» sino que incluso habría superado los niveles de crecimiento precedentes. Sin embargo, no podemos deslumbrarnos ante las cifras apabullantes de crecimiento que dan las estadísticas. Dejando de lado el problema de la manipulación de las mismas por los gobiernos y los agentes económicos, fenómeno que existe pero que es totalmente secundario para el caso que nos ocupa, tenemos la obligación de analizar la naturaleza y la composición de ese crecimiento.

Si procedemos a ese análisis vemos que una parte importante del mismo la componen, por una parte, la producción de armas y los gastos de defensa, y, por otra, toda una serie de gastos (burocracia estatal, marketing y publicidad, medios de «comunicación») que son totalmente improductivos desde el punto de vista de la producción global.

Empecemos por la cuestión del armamento. A diferencia del periodo posterior a la Iª Guerra mundial, en 1945, los ejércitos no se desmovilizan totalmente y los gastos de armamento aumentan de forma prácticamente ininterrumpida hasta finales de los años 80.

Los gastos militares representaban para USA antes del derrumbe de la URSS un 10% del producto nacional bruto. En esta última constituían un 20-25%, en los países de la Unión Europea alcanzan actualmente un 3-4%, en países del «Tercer mundo» llegan en muchos casos al 25 %.

La producción de armamentos aumenta en un primer momento el volumen de producción, sin embargo, en la medida en que esos valores creados no «vuelven» al proceso productivo sino que su destino es o la destrucción, o la oxidación abarrotando cuarteles o silos nucleares, a la larga representan una esterilización, la destrucción de una parte de la producción global: con la producción de armas y los gastos militares «una parte cada vez más grande de esta producción va a productos que no aparecen en el ciclo siguiente. El producto deja la esfera de la producción y ya no vuelve a ella. Un tractor vuelve a la producción bajo la forma de gavillas de trigo, un tanque no»[5].

Del mismo modo, el período de posguerra significó un incremento formidable de los gastos improductivos: el Estado ha desarrollado una inmensa burocracia, las empresas han seguido la pauta aumentando de forma desproporcionada los sistema de control y administración de la producción, la comercialización de los productos, ante las dificultades de su venta en el mercado, ha tomado proporciones cada vez más grandes hasta el extremo de representar hasta el 50 % del precio de las mercancías. Las estadísticas capitalistas atribuyen a esta masa formidable de gastos un signo positivo, contabilizándolos como «sector terciario». Sin embargo, esa masa creciente de gastos improductivos constituye más bien una sustracción para el capital global. «En cuanto las relaciones de producción capitalistas dejan de ser portadoras de un desarrollo de las fuerzas productivas para convertirse en estorbos de ese mismo desarrollo, todos los “gastos accesorios” que ocasionan se convierten en un simple derroche. Es importante darse cuenta que esta inflación de gastos accesorios ha sido un fenómeno inevitable que le ha venido impuesto al capitalismo con tanta violencia como sus contradicciones. La historia de las naciones capitalistas del último medio siglo está llena de “políticas de austeridad”, de intentos de dar marcha atrás, de luchas contra la expansión intolerable de los gastos del Estado, de los gastos improductivos en general... Todas esas tentativas se transforman sistemáticamente en fracasos... (pues) cuanto mayores son las dificultades que se presentan al capitalismo, más tiene que desarrollar los gastos accesorios. Este círculo vicioso, esta gangrena que va consumiendo al sistema no es más que uno de los síntomas de una sola enfermedad: la decadencia»[6].

Una vez vista la naturaleza del crecimiento tras la IIª Carnicería imperialista, veamos ahora su distribución en las distintas áreas del capitalismo mundial.

Empezando por la ex-URSS y los países que constituyeron su bloque, una porción nada despreciable de la «reconstrucción» en la URSS consistió en el traslado de fábricas enteras desde Checoslovaquia, Polonia, Hungría, la ex-RDA, Manchuria etc. al territorio de la URSS, con lo que no tenemos globalmente un verdadero crecimiento sino un simple cambio de ubicación geográfica.

Por otro lado, como hemos puesto en evidencia desde hace años[7], la economía de los regímenes estalinistas producía mercancías de una calidad más que dudosa, de tal forma que en una gran proporción eran inservibles. Sobre el papel la producción ha podido crecer a niveles «formidables» y los compañeros del BIPR se lo creen a pies juntillas[8], pero en realidad, el crecimiento ha sido en gran parte ficticio.

Referente a los países salidos de las sucesivas oleadas de «descolonización», en el artículo «Naciones nacidas muertas»[9] pusimos en evidencia el fraude de esas «tasas de crecimiento mayores que en el mundo industrializado». Hoy podemos ver que un gran número de esos países ha entrado en un proceso acelerado de caos y descomposición, de hambre, epidemias, destrucciones y guerras. En estos países la guerra imperialista como modo de vida permanente del capitalismo decadente se ha impuesto desde el principio como una plaga devastadora constituyendo un terreno de enfrentamiento permanente de las grandes potencias con la complicidad activa de las burguesías locales.

Desde un punto de vista estrictamente económico la inmensa mayoría de esos países está atascada desde hace más de un decenio en una situación de marasmo total. Y hoy, por ejemplo, las «altísimas» tasas de crecimiento de los famosos «cuatro dragones asiáticos» no deben engañarnos. Esos países se han hecho un pequeño hueco en el mercado mundial a base de vender a precios irrisorios ciertos productos de consumo y algunos elementos auxiliares de la industria electrónica. Esos precios salen, por una parte, de la sobreexplotación de la mano de obra[10], y, sobre todo, del recurso sistemático a los créditos estatales a la exportación y al dumping (venta por debajo del valor).

Estos países no pueden escapar, como los demás, a una ley implacable que opera sobre todas las naciones que han llegado demasiado tarde al mercado mundial: «la ley de la oferta y la demanda va en contra de cualquier desarrollo de nuevos países. En un mundo en donde los mercados se hallan saturados, la oferta supera a la demanda y los precios están determinados por los costes de producción más bajos. Por esto, los países que tienen los costes de producción más elevados se ven obligados a vender sus mercancías con beneficios reducidos cuando no lo hacen con pérdidas. Esto reduce su tasa de acumulación a un nivel bajísimo y, aún con una mano de obra muy barata, no consiguen realizar las inversiones necesarias para la adquisición masiva de una tecnología moderna, lo que por consiguiente ensancha aún más la zanja que separa a esos países de las grandes potencias industriales»[11].

En cuanto a los países industrializados es cierto que han experimentado entre 1945 y 1967, un auténtico crecimiento económico (del que debe descontarse el volumen enorme de los gastos militares e improductivos).

Sin embargo debemos hacer como mínimo dos precisiones. En primer lugar «algunas tasas de crecimiento alcanzadas desde la IIª Guerra mundial se acercan, y a veces superan, las de la fase ascendente del capitalismo antes de 1913. Así ocurre con países como Francia y Japón... no es ni mucho menos el caso de la primera potencia industrial, los USA (la mitad de la producción mundial a finales de los 50) cuya tasa de crecimiento anual medio entre 1957-65 era del 4,6% contra el 6,9% de media entre 1850-1880»[12]. Abundando más, nuestro folleto pone en evidencia que la producción mundial entre 1913 y 1959 (incluyendo la fabricación de armamentos) creció un 250%, en cambio si lo hubiera hecho al ritmo medio de 1880-90, período de apogeo del capitalismo, habría crecido un 450%[13].

En segundo lugar, el crecimiento de estos países se ha hecho a expensas del empobrecimiento creciente del resto del mundo. Durante los años 70 el sistema de créditos masivos a los países del «tercer mundo» por parte de los grandes países industrializados para que absorbieran sus enormes stocks de mercancías invendibles, dio la apariencia de un «gran crecimiento» en toda la economía mundial. La crisis de la deuda que estalló desde 1982 deshinchó este enorme globo poniendo en evidencia un problema gravísimo para el capital: «durante años una buena parte de la producción mundial no se ha vendido sino que, sencillamente, se ha regalado. Esta producción, que puede corresponder a bienes realmente fabricados, no es pues una producción de valor, que es lo único que interesa al capitalismo. No ha permitido una auténtica acumulación de capital. El capital global se ha reproducido sobre bases cada vez más exiguas. O sea que, considerado como un todo, el capitalismo no se ha enriquecido, al contrario se ha empobrecido»[14].

Es significativo que tras la crisis de la deuda en el Tercer mundo cuyo período álgido fue 1982-85, la «solución» haya sido el endeudamiento masivo de Estados Unidos que entre 1982 a 1988 pasó de ser un país acreedor a convertirse en el primer deudor mundial.

Esto muestra el callejón sin salida en el que se encuentra el capitalismo allí donde es más fuerte: en las grandes metrópolis industrializadas de Occidente.

Desde ese punto de vista la explicación que da Battaglia comunista de la crisis de la deuda americana es errónea y encierra una fuerte subestimación: «pero la verdadera palanca que se utilizó para drenar riquezas desde todos los rincones de la tierra hacia Estados Unidos fue la política de elevación de las tasas de interés». Esta política la caracteriza BC como «apropiación de plusvalía mediante el control de la renta financiera» señalando que «de la expansión de las ganancias por medio de la expansión de la producción industrial se ha pasado a la expansión de las ganancias mediante la expansión de la renta financiera»[15].

BC debería plantearse por qué se pasa de «la expansión de las ganancias por medio de la expansión industrial» a «la expansión de las ganancias mediante la expansión de la renta financiera» y la respuesta es evidente: mientras en los años 60 todavía era posible una expansión industrial para los grandes países capitalistas, mientras en los 70 los créditos masivos a los países del «Tercer mundo» y del Este permitieron mantener a flote esa «expansión», en los 80 esos grifos se habían cerrado definitivamente y fueron los EEUU los que con sus gastos inmensos en armamento aportaron una nueva huida hacia adelante.

Por eso BC se confunde conceptuando como «lucha por la renta financiera» el proceso de endeudamiento masivo de Estados Unidos y se incapacita para comprender la situación de los años 90 donde las posibilidades de un endeudamiento de las proporciones en que USA lo hizo en los años 80 ya no existen y con ellos el capitalismo «más desarrollado» se ha cerrado otras de sus puertas falsas frente a la crisis[16].

La relación entre guerra imperialista y crisis capitalista

Para los compañeros del BIPR la guerra «se pone al orden del día de la historia cuando las contradicciones del proceso de acumulación del capital se desarrollan hasta determinar una sobreproducción de capital y una caída de la tasa de ganancia»[17]. Históricamente, y sólo desde este punto de vista, esa posición es justa. La era del imperialismo, la guerra imperialista generalizada, nace de la situación de callejón sin salida en que se encuentra el capitalismo en su fase de decadencia donde no puede proseguir su acumulación debido a la penuria de nuevos mercados que le permitían hasta entonces expandir sus relaciones de producción.

BC intenta demostrar, a partir de una serie de datos sobre desempleo antes de la Iª Guerra mundial, y sobre el desempleo y la utilización de la capacidad productiva antes de la IIª que «los datos (...) muestran sin equívocos el lazo estrecho que existe entre el curso del ciclo económico y las dos guerras mundiales»[18].

Además de que esos datos quedan limitados a EEUU, remitimos aquí sin repetirla a la argumentación que desarrolla nuestra serie de la Revista Internacional (nº 77 y 78) antes citada en respuesta a Programa Comunista que enuncia la misma idea. El desencadenamiento de la guerra requiere, además de las condiciones económicas, una condición decisiva: el alistamiento del proletariado en los grandes países industrializados para la guerra imperialista. Sin esa condición, aunque existan todas las condiciones «objetivas», la guerra no puede desencadenarse.

Aquí no vamos a entrar en esa posición fundamental que BC niega[19].Digamos sencillamente que ese lazo mecánico entre guerra y crisis económica que el BIPR pretenden establecer (coincidiendo en esta posición con el bordiguismo que rechaza la noción de decadencia), entraña una seria subestimación del problema de la guerra en el capitalismo decadente.

Rosa Luxemburgo en su libro sobre la acumulación de capital subraya que «cuanto más violentamente acabe el capitalismo con la existencia de capas no capitalistas, fuera y dentro de casa, y cuanto más rebaje las condiciones de vida de todas las capas trabajadoras, tanto más transformará la historia de la acumulación de capital en el mundo en una cadena ininterrumpida de catástrofes y convulsiones políticas y sociales, que, junto con las catástrofes periódicas económicas que se presentan bajo la forma de crisis, harán imposible la prosecución de la acumulación y harán imprescindible la rebelión de la clase obrera internacional contra el régimen capitalista»[20].

En general la guerra y la crisis económica no son fenómenos vinculados de una manera mecánica. En el capitalismo ascendente, la guerra está al servicio de la economía. En el capitalismo decadente es lo contrario: al surgir de la crisis histórica del capitalismo, la guerra imperialista tiene su propia dinámica y se transforma progresivamente en el modo de vida mismo del capitalismo decadente. La guerra, el militarismo, la producción de armamentos, tienden a poner a su servicio la actividad económica, provocando deformaciones monstruosas de las propias leyes de la acumulación capitalista y generando convulsiones suplementarias en la esfera económica.

Esto es lo que planteó con lucidez en IIº congreso de la Internacional comunista: «la guerra provocó una evolución en el capitalismo... le acostumbró, como si se tratara de actos sin importancia, a reducir al hambre mediante el bloqueo de países enteros, a bombardear e incendiar ciudades y pueblos pacíficos, a infectar las fuentes y los ríos arrojando cultivos de cólera, a transportar dinamita en valijas diplomáticas, a emitir billetes de banco falsos imitando a los del enemigo, a emplear la corrupción, el espionaje y el contrabando en proporciones hasta ahora inusitadas. Los medios de acción aplicados en la guerra siguieron en vigor en el mundo comercial luego de ser firmada la paz. Las operaciones comerciales de cierta importancia se efectúan bajo la égida del Estado. Este se ha convertido en algo semejante a una asociación de malhechores armados hasta los dientes»[21].

La naturaleza de los «ciclos de acumulación» en la decadencia capitalista

Según BC «cada vez que el sistema no puede contrarrestar mediante un impulso antagónico las causas que provocan la caída de la tasa de ganancia se plantean entonces dos órdenes de problemas: a) la destrucción del capital en exceso; b) la extensión del dominio imperialista sobre el mercado internacional»[22].

Aclaremos antes que nada que los compañeros van con un siglo de retraso: la cuestión de «la extensión del dominio imperialista sobre el mundo» se empezó a plantear de forma cada vez más aguda en la última década del siglo pasado. Desde 1914 ya no se plantea esa cuestión por la sencilla razón de que todo el mundo está envuelto, y bien envuelto, en las redes sangrientas del imperialismo. La cuestión que se repite y agrava desde 1914 no es la extensión del imperialismo sino el reparto del mundo entre los distintos buitres imperialistas.

La otra «misión» que BC asigna a la guerra imperialista -«la destrucción del capital en exceso»- tiende a equiparar las periódicas destrucciones de fuerzas productivas que se producían en el siglo XIX como consecuencia de las crisis cíclicas del sistema con las destrucciones causadas por las guerras imperialistas de este siglo. Cierto que BC reconoce una diferencia cualitativa entre esas destrucciones: «mientras entonces se trataba del coste doloroso de una desarrollo ‘necesario’ de las fuerzas productivas, hoy estamos en presencia de una obra de devastación sistemática proyectada a escala planetaria. Hoy en el sentido económico, mañana en el sentido físico, hundiendo a la humanidad en el abismo de la guerra»[23]. Pero BC no va hasta el final, persistiendo en relativizar esa diferencia e insistiendo en la identidad de funcionamiento del capitalismo en su fase ascendente y en su fase de decadencia: «toda la historia del capitalismo es una carrera sin fin hacia un equilibrio imposible, solo las crisis, que quieren decir hambre, paro, guerra y muerte para los trabajadores, son los momentos a través de los cuales las relaciones de producción crean de nuevo las condiciones para un ulterior ciclo de acumulación que tendrá como línea de llegada otra crisis todavía más profunda y más vasta»[24].

Es cierto que tanto en el capitalismo ascendente como en el decadente el sistema no puede librarse de crisis periódicas que le llevan al bloqueo y la parálisis, sin embargo, constatar eso nos deja en el terreno de los economistas burgueses que nos confortan repitiendo «después de una recesión viene una recuperación y asi sucesivamente».

Cierto que BC no recoge esas adormideras y señala claramente la necesidad de destruir el capitalismo y hacer la revolución, sin embargo sigua encerrada en el esquema del «ciclo de la acumulación».

En realidad:

  • las crisis cíclicas del período ascendente son diferentes de las crisis del período decadente;
  • que la raíz de la guerra imperialista no se sitúa en la crisis de cada ciclo de acumulación, no es una especie de dilema que se reproduce cada vez que un ciclo de acumulación entra en crisis, sino que se inscribe en una situación histórica permanente que domina toda la decadencia capitalista.

Mientras que en el período ascendente las crisis eran de corta duración y sobrevenían de manera bastante regular cada 7-10 años, en los 80 años transcurridos desde 1914 hemos tenido, limitándonos exclusivamente a los grandes países industrializados:

  • 10 años de guerras imperialistas (1914-18 y 1939-45) con 80 millones de muertos;
  • ¡46 años de crisis abierta!: 1918-22, 1929-39, 1945-50, 1967-94 (no tomamos en cuenta los cortos momentos entre 1929-39 y 1967-94 de «recuperación drogada» que se han intercalado entre ellos);
  • únicamente 24 años (apenas la cuarta parte del período) de recuperación económica: 1922-29 y 1950-67.

Todo esto muestra que el simple esquema de la acumulación no basta para explicar la realidad del capitalismo decadente y entorpece la comprensión de sus fenómenos.

Aunque BC reconoce el fenómeno del capitalismo de Estado, esencial en la decadencia, no saca todas sus consecuencias[25]. Porque una característica esencial de la decadencia y que afecta de forma decisiva a la manifestación de las «crisis cíclicas» es la intervención masiva del Estado (estrechamente vinculada a la formación de una economía de guerra) mediante toda una serie de mecanismos que los economistas llaman «política económica». Esta intervención altera profundamente la ley del valor provocando deformaciones monstruosas en el conjunto de la economía mundial que agravan y agudizan sistemáticamente las contradicciones del sistema, conduciendo a convulsiones brutales no sólo en el aparato económico sino en todas las esferas de la sociedad.

Así pues el peso permanente de la guerra en toda la vida social y, por otro lado, el capitalismo de Estado, transforman radicalmente la sustancia y la dinámica de los ciclos económicos: «Las coyunturas ya no están determinadas por la relación entre la capacidad de producción y el tamaño del mercado existente en un momento dado, sino por causas esencialmente políticas... En este marco no son de ningún modo los problemas de amortización del capital los que determinan la duración de las fases del desarrollo económico, sino, en gran parte, la amplitud de las destrucciones sufridas durante la guerra anterior... Al contrario del siglo pasado la amplitud de las recesiones en el siglo XX está limitada por medidas artificiales instauradas por los Estados y sus instituciones de investigación para retrasar la crisis general... con toda una serie de medidas políticas que tienden a romper con el estricto funcionamiento económico del capitalismo»[26].

El problema de la guerra no se puede situar en la dinámica de «los ciclos de acumulación» que, por otra parte, BC ensancha a su antojo para el período de decadencia identificándolos con los ciclos «crisis-guerra-reconstrucción», cuando, como hemos visto, estos ciclos no tienen una naturaleza estrictamente económica.

Rosa Luxemburgo aclara que «es, sin embargo, muy importante determinar de antemano que si bien la periodicidad de coyunturas de prosperidad y de crisis representa un elemento importante de la reproducción, no constituye el problema de la reproducción capitalista en su esencia. Las alternativas periódicas de coyuntura o de prosperidad y de crisis son las formas específicas que adopta el movimiento en el sistema económico pero no el movimiento mismo»[27].

El problema de la guerra en el capitalismo decadente, hay que situarlo fuera de las estrictas oscilaciones del ciclo económico, fuera de los vaivenes y coyunturas de la cuota de ganancia.

«En esta era, no solamente la burguesía no puede desarrollar más las fuerzas productivas, sino que sólo subsiste a condición de lanzarse a la destrucción aniquilando las riquezas acumuladas, fruto del trabajo social de los siglos pasados. La guerra imperialista generalizada es la manifestación principal de este proceso de descomposición y destrucción en el cual ha entrado la sociedad capitalista»[28].

El BIPR, atados de pies y manos por sus teorías sobre los ciclos de acumulación según la tendencia decreciente de la tasa o cuota de ganancia, explica la guerra a través del burdo «determinismo económico» de las crisis de los ciclos de acumulación.

Está claro que nosotros como marxistas sabemos muy bien que «la infraestructura económica determina toda la superestructura de la sociedad», pero no lo entendemos de una forma abstracta como un calco que hay que aplicar mecánicamente a cada situación, sino desde un punto de vista histórico-mundial y por ello comprendemos que el capitalismo decadente cuyo marasmo y caos tiene un origen económico, los ha agravado de tal forma que no se pueden comprender limitados a un estricto economicismo.

«El otro aspecto de la acumulación de capital se realiza entre el capital y las formas de producción no capitalistas. Este proceso se desarrolla en la escena mundial. Aqui reinan, como métodos, la política colonial, el sistema de empréstitos internacionales, la política de intereses privados, la guerra. Aparecen aquí, sin disimulo, la violencia, el engaño, la opresión, la rapiña. Por eso cuesta trabajo descubrir las leyes severas del proceso económico en esta confusión de actos políticos de violencia, y en esta lucha de fuerzas.

La teoría burguesa liberal no abarca más que un aspecto: el dominio de la “competencia pacífica”, de las maravillas técnicas y del puro tráfico de mercancías. Aparte está el otro dominio económico del capital: el campo de las estrepitosas violencias consideradas como manifestaciones más o menos casuales de la “política exterior”»[29].

El BIPR denuncia con rigor la barbarie del capitalismo, las consecuencias catastróficas de sus políticas, de sus guerras. Sin embargo, no acaban de tener, como debe corresponder a una teoría consecuente de la decadencia, una visión unitaria y global de la guerra y de la evolución económica. La ceguera y la irresponsabilidad que implica esa debilidad se ponen de manifiesto en esta formulación: «Desde las primeras manifestaciones de la crisis económica mundial nuestro partido ha sostenido que la salida era obligatoria. La alternativa que se plantea es neta: o superación burguesa de la crisis a través de la guerra mundial hacia un capitalismo monopolista concentrado ulteriormente en las manos de un pequeño número de grupos de potencias, o revolución proletaria»[30].

El BIPR no es demasiado consciente de lo que significaría una tercera Guerra mundial: pura y simplemente la aniquilación completa del planeta. Incluso hoy, cuando el hundimiento de la URSS y la desaparición posterior del bloque occidental, hace difícil la reconstitución de nuevos bloques, los riesgos de destrucción de la humanidad bajo la forma de una sucesión caótica de guerras locales siguen siendo gravísimos.

El grado de putrefacción del capitalismo, la gravedad de sus contradicciones ha alcanzado tal nivel, que en esas condiciones una IIIª Guerra mundial conduciría a la destrucción de la humanidad.

Es una burda ensoñación, un juego ridículo con esquemas y «teorías» que no responden a la realidad histórica, suponer que tras una IIIª Guerra mundial aparecería «un capitalismo monopolista concentrado en un pequeño número de potencias». Eso es ciencia-ficción... pero anclada lamentablemente en fenómenos de finales del siglo pasado.

El debate entre los revolucionarios debe partir del nivel más elevado alcanzado por anterior partido, la Internacional comunista, la cual dijo muy claramente a la salida de la Primera Guerra mundial:

«Las contradicciones del régimen capitalista se revelaron a la humanidad una vez finalizada la guerra bajo la forma de sufrimientos físicos: el hambre, el frío, las enfermedades epidémicas y un recrudecimiento de la barbarie. Así es dirimida la vieja querella académica de los socialistas sobre la teoría de la pauperización y del paso progresivo del capitalismo al socialismo ... Ahora ya no se trata solamente de la pauperización social sino de un empobrecimiento fisiológico, biológico, que se presenta ante nosotros en toda su odiosa realidad»[31].

El final de la IIª Guerra mundial confirmó, llevándolo mucho más lejos, este análisis crucial de la IC; la vida capitalista desde entonces, en la «paz» como en la guerra, ha agravado a niveles que los revolucionarios de entonces no podían imaginar, las tendencias que predijeron. ¿A qué viene andar jugando con hipótesis ridículas sobre un «capitalismo monopolista» después de una IIIª Guerra mundial?. La alternativa no es «revolución proletaria o guerra para alumbrar un capitalismo monopolista» sino revolución proletaria o destrucción de la humanidad.

Adalen 1-9-1994


 

[1] Ver en Revista internacional nº 77 y 78 nuestra polémica con Programa comunista sobre su rechazo de la noción de decadencia.

[2] El Partito comunista internazionalista (PCInt) publica el periódico Battaglia Comunista (BC) y la revista teórica Prometeo. La Comunist workers organisation (CWO) publica el periódico Workers’ Voice. La Communist Review es publicada conjuntamente por ambas organizaciones, con artículos del BIPR como tal y traducciones de artículos de Prometeo.

[3]“Crisis del capitalismo y perspectivas del BIPR” en Comunist Review nº 4, otoño 1985.

[4]Communist Review nº 1, página 22, “Crisis e imperialismo”.

[5] Internationalisme nº 46, órgano de la Gauche communiste de France, verano 1952.

[6] De nuestro folleto La decadencia del capitalismo, página 28.

[7] Ver “La crisis económica en la RDA” en Revista Internacional nº 22, otoño 1980. Ver igualmente “La crisis en los países del Este” Revista Internacional nº 23.

[8] En 1988, cuando habían evidencias aplastantes del caos y el derrumbe de la economía soviética, nos decían que “en los años 70 las tasas de crecimiento de Rusia eran todavía el doble que las de occidente e iguales a las de Japón. Incluso en la crisis de principios de los 80 la tasa rusa de crecimiento era un 2-3% más grande que la de cualquier potencia occidental. En esos años Rusia ha alcanzado ampliamente la capacidad militar USA, ha sobrepasado su tecnología espacial y puede acometer los proyectos de construcción más grandes desde 1945” (Communist Review nº 6 p. 10).

[9] Revista Internacional nº 69, 3ª parte de nuestra serie “Balance de 70 años de liberación nacional”.

[10] Hay que subrayar la importancia que tiene en China el trabajo forzado prácticamente gratuito de los presos. Un estudio de Asian-Watch (organización americana de “defensa de los derechos humanos”) ha revelado la existencia de esos gulaguis chinos que emplean a 20 millones de trabajadores. En esos “campos de reeducación” se hacen trabajos subcontratados para empresas occidentales (francesas, americanas etc.). Los fallos de calidad que detectan los contratistas occidentales son inmediatamente repercutidos al preso causante del “error” mediante castigos brutales delante de todos sus compañeros.

[11] Revista Internacional nº 23, página 34, artículo “El proletariado en el capitalismo decadente”.

[12] La decadencia del capitalismo, p. 17.

[13] Ídem.

[14] Revista Internacional nº 59 “La situación internacional” p. 10.

[15] Prometeo nº 6 “Los Estados Unidos y el dominio del mundo”.

[16] BC, puesto a especular sobre su teoría de la “lucha por el reparto de la renta financiera”, se mete en terreno peligroso afirmando que aquella “siendo una forma de apropiación parásita, el control de la renta excluye la posibilidad de la redistribución de la riqueza entre las diferentes categorías y clases sociales por medio del crecimiento de la producción y la circulación de mercancías” (op. cit., nota 21). ¿Desde cuándo el incremento de la producción y la distribución de mercancías tiende a redistribuir la riqueza social?. Nosotros, como marxistas, teníamos entendido que el crecimiento de la producción capitalista tiende a “redistribuir” la riqueza en beneficio de los capitalistas y en perjuicio de los obreros, pero BC descubre lo contrario cayendo en el terreno de la izquierda del Capital y los sindicatos que piden inversiones “para que haya trabajo y bienestar”. Ante semejante “teoría” habría que recordar lo que le dijo Marx al ciudadano Weston en Salario, precio y ganancia: “El ciudadano Weston se olvida de que la sopera de la que comen los obreros contiene todo el producto del trabajo nacional y que lo que les impide sacar de ella una ración mayor no es la pequeñez de la sopera ni la escasez de su contenido sino sencillamente el reducido tamaño de sus cucharas”.

[17]Prometeo nº 6, diciembre 1993, p. 25, artículo “Los Estados Unidos y el dominio del mundo”.

[18] Del artículo “Crisis e imperialismo” publicado en la Communist Review nº 1.

[19] Ver Revista Internacional nº 36, artículo “La visión de BC del curso histórico”.

[20] Rosa Luxemburgo. La Acumulación de capital, p. 389.

[21] El mundo capitalista y la Internacional comunista, manifiesto del IIº Congreso.

[22] Prometeo nº 6, diciembre 1993, artículo “Los Estados Unidos y el dominio del mundo” p. 25.

[23] En Battaglia Communista nº 10 (octubre 1993).

[24] IIª Conferencia de los grupos de la Izquierda comunista, Textos Preparatorios, volumen Iº, “Sobre la teoría de las crisis en general”, contribución del PCInt-BC p. 9.

[25] De manera explicita, BC identifica capitalismo decadente con “capitalismo de los monopolios”: “Es precisamente en esta fase histórica cuando el capitalismo entra en su fase decadente. La libre concurrencia exasperada por la caída de la tasa de ganancias crea su contrario, el monopolio, que es la forma de organización que el capitalismo se da para contener la amenaza de una ulterior caída de la ganancia” (IIª Conferencia Internacional, texto citado página 9). Los monopolios sobreviven en la decadencia pero no constituyen ni de lejos lo esencial de la misma. Esta visión está muy ligada a la teoría del imperialismo y a la insistencia de BC sobre el “reparto de la renta financiera”. Debe quedar claro que esa teoría dificulta comprender a fondo la tendencia universal (no solo en los países estalinistas) al capitalismo de Estado.

[26] “La lucha del proletariado en el capitalismo decadente” Revista Internacional nº 23 p. 35.

[27] Rosa Luxemburgo. La acumulación de capital, p. 17.

[28] “Notre réponse [a Vercesi]” (Nuestra respuesta a Vercesi), texto de la Gauche communiste de France publicado en el Bulletin international de discussion de la Fracción italiana de Izquierda comunista, nº 5, mayo 1944.

[29] Rosa Luxemburgo, La acumulación de capital, p. 351

[30] Communist Review nº 1, artículo “Crisis e imperialismo” p. 24.

[31] “Manifiesto de la Internacional comunista a todos los proletarios del mundo”, Primer congreso de la IC, marzo 1919.

 

Series: 

  • Polémica en el medio político: sobre la decadencia [8]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Tendencia Comunista Internacionalista (antes BIPR) [9]
  • Battaglia Comunista [10]
  • Communist Workers Organisation [11]

Herencia de la Izquierda Comunista: 

  • La decadencia del capitalismo [12]

X - ¿Anarquismo o comunismo?

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En el último artículo de esta serie, tratamos del combate que emprendió la tendencia marxista en la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) contra las ideologías reformistas y «socialistas de Estado» en el movimiento obrero, particularmente en el partido alemán. Y a pesar de eso, según la corriente anarquista o «antiautoritaria» encabezada por Mijáil Bakunin, Marx y Engels representaron e incluso inspiraron la tendencia socialista de Estado, fueron los más destacados impulsores de ese «socialismo alemán» que quería sustituir al capitalismo, no por una sociedad libre y sin Estado, sino por una terrible tiranía burocrática de la que ellos mismos serían guardianes.

Hasta ahora, los anarquistas y liberales por el estilo, presentan las críticas de Bakunin a Marx como una profunda visión de la verdadera naturaleza del marxismo, una explicación profética de por qué las teorías de Marx conducirían inevitablemente a las prácticas de Stalin.

Pero como trataremos de demostrar en este artículo, la «crítica radical» de Bakunin del marxismo, como todas las siguientes, solamente es radical en apariencia. La respuesta que Marx y su corriente hicieron a este pseudoradicalismo acompañó necesariamente la lucha contra el reformismo, puesto que ambas ideologías representaban la penetración de posiciones de clase ajenas en las filas del proletariado.

El núcleo pequeño burgués del anarquismo

El crecimiento del anarquismo en la segunda mitad del siglo XIX fue el producto de la resistencia de las capas pequeño burguesas –artesanos, intelectuales, tenderos, pequeños campesinos– a la marcha triunfal del capital, una resistencia al proceso de proletarización que los privaba de su «independencia» social original. Fue más fuerte en aquellos países donde el capital industrial llegó tarde, en los países de la periferia en el Este y el Sur de Europa, y expresaba, tanto la rebelión de estas capas contra el capitalismo, como su incapacidad para ver más allá, al futuro comunista; en lugar de eso, el anarquismo se hizo portavoz de su anhelo por un pasado semi mítico de comunidades locales libres y productores estrictamente independientes, sin el estorbo de la opresión del capital industrial ni de la centralización del Estado burgués.

El «padre» del anarquismo, Pierre-Joseph Proudhon, era la encarnación clásica de esta actitud, con su odio feroz, no sólo al Estado y los grandes capitalistas, sino al colectivismo en todas sus formas, incluyendo los sindicatos, las huelgas, y expresiones similares de colectividad de la clase obrera. El ideal de Proudhon, contra las tendencias que se desarrollaban en la sociedad capitalista, era una sociedad «mutualista», fundada en la producción artesana individual, vinculada entre sí por el libre intercambio y el libre crédito.

Marx ya había destrozado las posiciones de Proudhon en su libro Miseria de la filosofía, publicado en 1847, y la evolución del capital en la segunda mitad del siglo, confirmó prácticamente la inadecuación de las ideas de Proudhon. Para el «obrero masificado» de la industria capitalista, cada vez era más evidente que, para resistir a la explotación capitalista y para poder abolirla, sólo había esperanza en una lucha colectiva, y en una apropiación colectiva de los medios de producción.

Frente a esto, la corriente bakuninista, que desde 1860 en adelante intentó combinar el antiautoritarismo de Proudhon con una visión colectivista e incluso comunista de las cuestiones sociales, parecía un claro avance respecto al proudhonismo clásico. Bakunin incluso escribió a Marx expresándole su admiración por su trabajo científico, declarándose su discípulo y ofreciéndose para traducir El Capital al ruso. Sin embargo, a pesar de su atraso ideológico, la corriente proudhonista había desempeñado en ciertos momentos un papel constructivo en la formación del movimiento obrero: Proudhon mismo había sido un factor en la evolución de Marx hacia el comunismo durante la década de 1840, y los proudhonianos contribuyeron a fundar la AIT. Por el contrario, la historia del bakuninismo es casi enteramente una crónica del trabajo negativo y destructivo que dicha corriente llevó a cabo contra la Internacional. Incluso la admiración que Bakunin profesaba a Marx era parte de este síndrome: el propio Bakunin confesaba que había «elogiado y honrado a Marx por razones tácticas y por política personal», cuyo fin último era romper la «falange» marxista que dominaba la Internacional (citado por Nicolaevsky, Karl Marx: Man and Fighter, cap 18, pag 308, ed. Penguin -traducido por nosotros).

La razón esencial de esto es que, mientras que el proudhonismo precedió al marxismo, y los grupos proudhonistas a la Iª Internacional, el bakuninismo se desarrolló en gran medida en reacción contra el marxismo y contra el desarrollo de una organización proletaria internacional centralizada. Marx y Engels explican esta evolución poniéndola en relación con al problema general de las «sectas», pero el objetivo era sobre todo los bakuninistas, como muestra el pasaje que citamos aquí de «Las pretendidas escisiones en la Internacional» (1872), que era la respuesta del Consejo General a las intrigas de Bakunin contra la AIT:

«La primera fase en la lucha del proletariado contra la burguesía está marcada por el movimiento sectario. Tiene su razón de ser en una época en que el proletariado no está aún bastante desarrollado como para actuar como clase. Algunos pensadores individuales hacen la crítica de los antagonistas sociales, y le dan soluciones fantásticas que la masa de los obreros no tiene más que aceptar, propagar y llevar a la práctica. Por su naturaleza misma, las sectas formadas por estos pioneros son abstencionistas, ajenas a toda acción real en política, en huelgas, en coaliciones; en una palabra, en todo movimiento de conjunto. La masa del proletariado permanece siempre indiferente o incluso hostil a su propaganda. Los obreros de París y Lyon no querían más saint-simonianos, fourrieristas, icarianos; como los cartistas y trade-unionistas ingleses no querían owenistas. Estas sectas, levaduras del movimiento en su origen, les son un obstáculo cuando las superan» (en La Primera Internacional, Jacques Freymond, ed. Zero, Bilbao, 1973, pags. 332-333).

Organización proletaria contra intrigas pequeño-burguesas

El principal tema de la lucha entre marxistas y bakuninistas fue la propia Internacional: nada demostraba más claramente la esencia pequeño burguesa del anarquismo que su forma de abordar la cuestión organizativa, y no es ninguna casualidad que la cuestión que llevó a una clara escisión entre estas dos corrientes no fuera un debate abstracto sobre la sociedad futura, sino sobre el funcionamiento de la organización proletaria, su modo interno de operar. Pero como veremos, estas diferencias organizativas también estaban conectadas a diferentes visiones de la sociedad futura y los medios para crearla.

Desde cuando se adhirieron a la Internacional a finales de la década de 1860, pero sobre todo después de la derrota de la Comuna, los bakuninistas protestaron enérgicamente contra el Consejo General, el órgano central de la Internacional, establecido en Londres y fuertemente influenciado por Marx y Engels. Para Bakunin, el Consejo General era una mera cobertura para la dictadura de Marx y su «banda»; por eso se erigió en campeón de la libertad y la autonomía de las secciones locales contra las pretensiones tiránicas de los «socialistas alemanes». Esta campaña estaba deliberadamente vinculada a la cuestión de la sociedad futura, puesto que los bakuninistas argumentaban que la Internacional tenía que ser el embrión del nuevo mundo, el precedente de una federación descentralizada de comunas autónomas. Y siguiendo con el mismo razonamiento, el gobierno autoritario de los marxistas dentro de la Internacional, no podía sino tener otra visión del futuro: la una nueva burocracia estatal despótica dominadora de los obreros en nombre del socialismo.

Es totalmente cierto que la organización proletaria, tanto en su estructura interna como en su función externa, está determinada por la naturaleza de la sociedad comunista por la que lucha, y por la naturaleza de la clase que es portadora de esa sociedad. Pero contrariamente a lo que pretende la visión anarquista, el proletariado no tiene nada que temer de la centralización en sí misma: en realidad el comunismo es la centralización de las fuerzas productivas mundiales para reemplazar la competitividad anárquica del capitalismo. Y para alcanzar esa fase, el proletariado tiene que centralizar sus propias fuerzas de combate para enfrentarse a un enemigo que ha demostrado muy a menudo su capacidad para unirse contra él. Por eso los marxistas replicaron a los insultos de Bakunin señalando que su programa de autonomía local completa para las secciones, significaba el fin de la Internacional como cuerpo unificado. Como organización de la vanguardia proletaria «la Internacional es la organización real y militante de la clase proletaria en todos los países, aliados los unos con los otros, en su lucha común contra los capitalistas, los propietarios de la tierra y su poder de clase organizado en el Estado» (Ídem, Pág. 333), la Internacional no podía hablar con cientos de voces en conflicto: tenía que ser capaz de formular los objetivos de la clase obrera de forma clara y sin ambigüedad. Y para que esto fuera así, la Internacional necesitaba órganos centrales efectivos -no fachadas que encubrieran las ambiciones de dictadores y de trepones, sino cuerpos elegidos y responsables encargados de mantener la unidad de la organización entre sus congresos.

Los bakuninistas, por su parte, pretendían reducir el Consejo general a «un simple buró de correspondencia y estadística. Al cesar sus funciones administrativas, sus correspondencias se reducirían necesariamente a la reproducción de los informes ya publicados en los periódicos de la Asociación. El buró de correspondencia sería así desechado. En cuanto a la estadística, es un trabajo irrealizable sin una organización potente, y, sobre todo, como expresamente lo dicen los estatutos originales, sin una dirección común. Por tanto, como todo esto huele fuertemente a “autoritarismo”, habría quizá un buró, pero ciertamente no de estadística. En una palabra, el Consejo general desaparecería. La misma lógica cae sobre los Consejos federales, comités locales y demás centros “autoritarios”. Quedan solamente las secciones autónomas» (Ídem Pág. 339).

Más adelante, en el mismo texto, Marx y Engels argumentaban que si anarquía significaba sólo el fin último del movimiento de clase -la abolición de las clases sociales y por tanto del Estado que custodia las divisiones de clase, entonces todos los socialistas eran favorables. Pero la corriente bakuninista quería decir algo diferente con su práctica habitual, puesto que «proclama la anarquía en las filas proletarias como el medio más infalible de quebrantar la poderosa concentración de fuerzas sociales y políticas en manos de los explotadores. Bajo este pretexto, pide a la Internacional, en el momento en que el viejo mundo intenta destruirla, que reemplace su organización por la anarquía. La policía internacional no pide otra cosa para eternizar la república Thiers, cubriéndola con el manto imperial» (Ídem Págs. 346-347).

Pero en el proyecto de Bakunin había mucho más que una oposición abstracta a todas las formas de autoridad y centralización. De hecho Bakunin estaba sobre todo en contra la «autoridad» de Marx y su corriente; y sus diatribas contra las pretendidas maniobras secretas y los complots eran fundamentalmente la proyección de su propia concepción profundamente jerárquica y elitista de la organización. Su guerra de guerrillas contra el Consejo general estaba motivada realmente por una determinación de implantar un centro de poder alternativo y oculto.

Cuando Marx y Engels evocaban la historia de las organizaciones «sectarias», no se referían sólo a las confusas ideas utópicas que a menudo caracterizaban a tales grupos, sino también a su práctica política, a su funcionamiento, heredado de las sociedades secretas burguesas y pequeño burguesas, con sus tradiciones clandestinas de juramentos ocultos y rituales, combinados a veces con una propensión al terrorismo y el asesinato. Como hemos visto en un artículo previo de esta serie (ver Revista Internacional nº 72), la formación de la Liga de los Comunistas en 1847, ya marcaba una ruptura definitiva con esas tradiciones. Bakunin sin embargo estaba impregnado de esas prácticas, y nunca las abandonó. A lo largo de su trayectoria política, su política siempre fue la de formar grupos secretos bajo su control directo, grupos basados, más en la «afinidad» personal que en cualquier criterio político, y usar esos canales ocultos de influencia para ganar la hegemonía de organizaciones más amplias.

Habiendo fracasado en su intento de convertir la liberal Liga de la Paz y la Libertad en su versión de una organización revolucionaria socialista, Bakunin formó la Alianza de la Democracia Socialista en 1868. Tenía secciones en Barcelona, Madrid, Lyón, Marsella, Nápoles y Sicilia; la principal sección estaba en Ginebra, con un Buró central bajo el control personal de Bakunin. La parte «socialista» de la Alianza era muy vaga y confusa, pues definía su objetivo como «la equiparación económica y social de las clases» (en lugar de su abolición), y tenía una fijación obsesiva por «la abolición del derecho de herencia», que veía como la clave para superar la propiedad privada.

Poco después de su formación, la Alianza solicitó ser miembro de la Internacional. El Consejo General criticó las confusiones de su programa, e insistió en que no podía ser admitida en la Internacional como una organización internacional paralela; tenía que disolverse y convertir sus secciones en secciones de la Internacional.

Bakunin se mostró de acuerdo de buena gana con esos términos, por la simple razón de que la Alianza era para él sólo la fachada de un montón de sociedades secretas a cual más esotérica, algunas ficticias y algunas reales; la fachada de una jerarquía bizantina, de la cual el máximo responsable no era otro que el propio «ciudadano B.». La historia completa de las sociedades secretas de Bakunin todavía está por descubrir, pero con toda certidumbre, detrás de la Alianza (que en cualquier caso no se disolvió realmente al entrar en la AIT) estaba la Hermandad internacional, que era un círculo interno que ya había estado operando dentro de la Liga por la Paz y la Libertad. También había una obscura Hermandad nacional a mitad de camino entre la Alianza y la Hermandad internacional. Pueden haber existido otras. La cuestión es que tales formaciones implicaban un modo de funcionamiento completamente ajeno al proletariado. Mientras que las organizaciones proletarias funcionan por medio de órganos centrales elegidos y responsables ante los Congresos, Bakunin no tenía que rendir cuentas mas que a sí mismo en su intrincada jerarquía. Mientras que las organizaciones proletarias, aún en la clandestinidad, actúan a las claras ante sus propios camaradas, Bakunin consideraba a los miembros «corrientes» de su organización como meros soldados rasos que son manipulados a voluntad, y que no son conscientes de los propósitos a los que realmente están sirviendo.

Por tanto no es ninguna sorpresa encontrar que esta concepción elitista de las relaciones dentro de la organización proletaria se reproduce en la visión bakuninista de la función de la organización revolucionaria en el conjunto de la clase. La polémica del Consejo general contra los bakuninistas, La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores, escrita en 1873, pone en evidencia las siguientes «perlas» de los escritos de Bakunin: «es necesario que en medio de la anarquía popular, que constituirá la vida misma y la energía toda de la revolución, la unidad de pensamiento y de la acción revolucionaria, haya un órgano. Este órgano debe ser la asociación secreta y universal de los hermanos internacionales». Admitiendo que sean los individuos o las sociedades secretas quienes hacen las revoluciones, tienen que «organizar no el ejército de la revolución -el ejército debe ser siempre el pueblo (la carne de cañón)-, sino un estado mayor revolucionario compuesto de individuos entregados, ambiciosos, enérgicos, inteligentes y, sobre todo, amigos sinceros y no ambiciosos ni vanidosos, del pueblo, capaces de servir de intermediarios entre la idea revolucionaria (monopolizada por ellos) y los instintos populares... El número de estos individuos no debe ser muy grande. Para la organización internacional en toda Europa, bastan cien revolucionarios seria y fuertemente unidos...» (Ídem, Págs. 462-3).

Marx y Engels, que escribieron el texto en colaboración con Paul Lafargue, continúan luego: «Así pues, todo se transforma. La anarquía, la “vida popular desencadenada, las malas pasiones” y lo demás no son suficientes. Para asegurar el éxito de la revolución se necesita la unidad de pensamiento y de acción. Los internacionales intentan crear dicha unidad por la propaganda, la discusión, la organización pública del proletariado; para Bakunin no es preciso más que una organización secreta de cien hombres, representantes privilegiados de la idea revolucionaria, estado mayor en disponibilidad de la revolución, designado por él mismo y dirigido por el permanente “ciudadano B”. La unidad de pensamiento y de acción no quiere decir otra cosa más que ortodoxia y obediencia ciega. Perinde ac cadáver. Estamos en plena Compañía de Jesús» (Ídem, Pág. 463).

El odio real de Bakunin a la explotación capitalista y a la opresión no se discute. Pero las actividades que emprendió eran profundamente peligrosas para el movimiento obrero. Incapaz de arrebatar el control de la Internacional, se vio reducido a un trabajo de sabotaje y desorganización, a la provocación de disputas internas sin fin que sólo podían debilitar la Internacional. Su afición por la conspiración y la fraseología sanguinaria hicieron de él una víctima complaciente de un elemento claramente patológico como Nechaiev, cuyas acciones criminales amenazaban con acarrear el descrédito a toda la Internacional.

Estos riesgos se hicieron mayores en el periodo que siguió a la Comuna, cuando el movimiento proletario estaba derrotado y la burguesía, que estaba convencida de que la Internacional había «creado» el alzamiento de los obreros de París, perseguía a sus miembros por todas partes y pretendía destruir su organización. La Internacional, dirigida por el Consejo general, tuvo que reaccionar muy firmemente contra las intrigas de Bakunin, afirmando el principio de la organización abierta contra el secreto y la conspiración: «contra todas estas intrigas sólo hay un medio, pero es de una eficacia fulminante: la publicidad más completa. Desvelar estas intrigas en su conjunto es hacerlas impotentes» (Ídem, Pág. 453). El Consejo también pidió y obtuvo, en el Congreso de La Haya en 1872, la expulsión de Bakunin y su compadre Guillaume –no a causa de las múltiples diferencias ideológicas que indudablemente tenían, sino porque sus actividades políticas habían puesto en peligro la propia existencia de la Internacional.

De hecho, la lucha por la preservación de la Internacional en este momento tenía una significación histórica más que inmediata. Las fuerzas de la contrarrevolución estaban en auge, y las intrigas bakuninistas sólo aceleraban un proceso de fragmentación que se imponía por las condiciones generales que la clase tenía que encarar. En la medida en que eran conscientes de esas condiciones desfavorables, los marxistas consideraron que era preferible que la Internacional fuera (al menos temporalmente) desmantelada, a que cayera en manos de corrientes políticas que hubieran socavado sus posiciones esenciales y desprestigiado su propio nombre. Por eso –también en el Congreso de La Haya– Marx y Engels pidieron que el Consejo general se transfiriera a Nueva York. Fue el fin de la Iª Internacional, pero cuando el resurgimiento de la lucha de clases permitió la formación de la Segunda, casi dos décadas después, se hizo sobre bases políticas mucho más claras.

Materialismo histórico contra idealismo ahistórico

La cuestión organizativa fue el asunto inmediato que causó la escisión en la Internacional. Pero íntimamente conectadas a las diferencias sobre las cuestiones de organización entre los marxistas y los anarquistas había toda una serie de cuestiones teóricas más generales que de nuevo revelaban los diferentes orígenes de clase de las dos corrientes.

En el terreno más «abstracto», Bakunin, a pesar de reivindicar el materialismo contra el idealismo, rechazaba abiertamente el método materialista histórico de Marx. En este tema el punto de partida era la cuestión del Estado. En un texto escrito en 1872, Bakunin establece claramente las diferencias: «Los sociólogos marxistas, hombres como Engels y Lasalle, poniendo en cuestión nuestras posiciones, sostienen que el Estado no es en absoluto la causa de la miseria, la degradación, y la servidumbre de las masas; que tanto la condición miserable de las masas como el poder despótico del Estado son, al contrario, el efecto de una causa subyacente más general. En particular, se nos dice que ambos son producto de una fase inevitable en la evolución económica de la sociedad; una fase que, considerada históricamente, constituye un inmenso paso adelante hacia lo que ellos llaman la “revolución social”» (citado en Bakunin on the anarchy, ed. Sam Dolgoff, New York 1971 –traducido por nosotros–).

Bakunin, por su parte, no solamente defiende la posición de que el Estado es la «causa» del sufrimiento de las masas, y su abolición inmediata la condición para su liberación, también da el paso lógico de rechazar la visión materialista de la historia, que considera que el comunismo sólo es posible como resultado de una serie de desarrollos en la organización social y las fuerzas productivas de los hombres -desarrollos que incluyen la disolución de las comunidades humanas originarias, y la ascendencia y caída de una sucesión de sociedades de clase. Contra esta forma científica de plantear el problema, Bakunin plantea un tratamiento moral: «Nosotros que, como el propio Sr. Marx, somos materialistas y deterministas, también reconocemos la vinculación inevitable entre los hechos económicos y políticos en la historia. Reconocemos ciertamente la necesidad y el carácter inevitable de todos los hechos que ocurren, pero aparte de eso no nos postramos ante ellos indiferentemente, y sobre todo tenemos mucho cuidado de no adorarlos cuando, por su naturaleza, los hechos se muestran en flagrante contradicción con el fin supremo de la historia. Se trata de un ideal completamente humano que se encuentra en forma más o menos reconocible en los instintos y aspiraciones del pueblo y en todos los símbolos religiosos de todas las épocas, porque es inherente a la raza humana, la más social de todas las especies animales sobre la tierra. Este ideal, hoy mejor entendido que nunca, es el triunfo de la humanidad, la más completa conquista y establecimiento de la libertad y el desarrollo personal –material, intelectual y moral– para cada individuo, por medio de una organización absolutamente no restringida y espontánea, de la solidaridad económica y social.

Todo lo que en la historia esté de acuerdo con ese objetivo del punto de vista humano -y no podemos tener otro- es bueno; y todo lo que está en contra es malo» (Ídem).

Es cierto, y lo hemos puesto de manifiesto en esta serie, que el «ideal» del comunismo ha aparecido en los anhelos de las clases oprimidas y explotadas a través de la historia, y este anhelo corresponde a las necesidades humanas más fundamentales. Pero el marxismo ha demostrado por qué, hasta la época capitalista, semejantes aspiraciones estaban condenadas a seguir siendo ideales, por qué por ejemplo, no sólo los sueños comunistas de la revuelta de esclavos de Espartaco, sino también la nueva forma feudal de explotación que sacó a la sociedad del estancamiento del esclavismo, fueron momentos necesarios en la evolución de las condiciones que hacen del comunismo una posibilidad real hoy. Para Bakunin sin embargo, mientras la primera podría considerarse «buena», la segunda sólo podría considerarse «mala», puesto que, como continúa argumentando el texto que hemos citado antes, mientras el «nivel de libertad humana comparativamente alto» en la Antigua Grecia era bueno, la posterior conquista de Grecia por los romanos, que eran más bárbaros, era mala, y así sucesivamente a lo largo de los siglos.

Desde ese punto de partida, es imposible juzgar si una formación social o una clase social juega un papel progresivo o regresivo en el proceso histórico; en vez de eso, todas las cosas se miden por un ideal abstracto, un absoluto moral que permanece invariable a través de la historia.

En los márgenes del movimiento revolucionario actual hay ciertas corrientes «modernistas» que se especializan en rechazar la noción de decadencia del capitalismo: las más consistentes de ellas en cuanto a la lógica de sus argumentos (por ej. el Grupo comunista internacionalista, o Wildcat en Gran Bretaña), han llegado a cargarse simplemente la concepción marxista de progreso, puesto que argumentar que un sistema social está en declive actualmente, obviamente implica aceptar que alguna vez estuvo en una fase ascendente. Concluyen pues que «progreso» es una noción completamente burguesa, y que el comunismo ha sido posible en cualquier momento de la historia.

Según parece, estos modernistas no son tan modernos después de todo: son los fieles epígonos de Bakunin, quien también llegó a rechazar cualquier idea de progreso, e insistió en que la revolución social era posible en cualquier momento. En su obra básica, Estatismo y Anarquía (1873), argumenta que las dos condiciones esenciales de una revolución social son: sufrimientos extremos, casi hasta el punto de la desesperación, y la inspiración de un «ideal universal». Por esto, en el mismo pasaje argumenta que el lugar que está más maduro para una revolución es Italia, a diferencia de los países más desarrollados industrialmente, donde los trabajadores son «relativamente numerosos» y «están tan impregnados de prejuicios burgueses que, excepto por sus ingresos, no se diferencian en nada de la burguesía».

Pero el «proletariado» revolucionario italiano de Bakunin consiste en «dos o tres millones de obreros urbanos, principalmente de las fábricas y las pequeñas tiendas, y aproximadamente veinte millones de campesinos totalmente desposeídos». En otras palabras, el proletariado de Bakunin es realmente un nuevo nombre para la noción burguesa del «pueblo» –todos los que sufren, sin tener en cuenta el lugar que ocupan en las relaciones de producción, su capacidad para organizarse, para hacerse conscientes de sí mismos como una fuerza social. En otras partes, Bakunin alaba el potencial revolucionario de los pueblos eslavos o latinos (a diferencia de los germanos, hacia los cuales Bakunin mantuvo toda su vida un odio chovinista); incluso, como señala el Consejo General en La Alianza de la Democracia Socialista y la AIT, Bakunin argumenta que en Rusia, «el bandolero es el verdadero y único revolucionario».

Todo esto es plenamente consistente con el rechazo de Bakunin del materialismo: si la revolución social es posible en cualquier momento, entonces cualquier fuerza oprimida podría provocarla, sean los campesinos o los bandoleros. Realmente, no sólo la clase obrera en sentido marxista no tiene ningún papel particular que jugar en este proceso, Bakunin se queja amargamente de los marxistas porque insisten en que la clase obrera tiene que ejercer su dictadura sobre la sociedad: «Preguntémonos, si el proletariado tiene que ser la clase dominante, ¿sobre quién va a gobernar?. En pocas palabras, quedará otro proletariado que estará subyugado a este nuevo gobierno, a este nuevo Estado. Por ejemplo, la “chusma” campesina que, como se sabe, no disfruta de la simpatía de los marxistas, que consideran que representan un nivel más bajo de cultura, probablemente será gobernada por el proletariado industrial de las ciudades» (Estatismo y Anarquía, traducido por nosotros).

Este no es el lugar para tratar de la relación entre la clase obrera y el campesinado en la revolución comunista. Es suficiente decir que la clase obrera no tiene ningún interés en construir un nuevo sistema de explotación después de derrocar a la burguesía. Pero lo que revelan los temores de Bakunin precisamente es el hecho de que él no vislumbra este problema desde el punto de vista de la clase obrera, sino del de los «oprimidos en general» -para ser precisos, desde el punto de vista de la pequeña burguesía.

Incapaz de comprender que el proletariado es la clase revolucionaria en la sociedad capitalista no únicamente porque sufre, sino porque contiene en sí mismo las semillas de una nueva y más avanzada organización social, Bakunin también es incapaz de considerar la revolución como algo mas que una «gigantesca hoguera», una efusión de «pasiones demoníacas», un acto de destrucción mas que de creación: «Una insurrección popular, por su propia naturaleza, es instintiva, caótica y destructiva... las masas siempre están dispuestas a sacrificarse y eso es lo que les convierte en hordas brutales y salvajes, capaces de acometer estallidos heroicos y aparentemente imposibles... Esta pasión negativa, es cierto, está lejos de ser suficiente para alcanzar las cumbres de la causa revolucionaria; pero sin ella la revolución sería imposible. La revolución requiere una amplia destrucción, una destrucción fecunda y renovadora, puesto que de esta forma, y sólo de esta forma, nacen los nuevos mundos» (Ídem).

Semejantes pasajes, no sólo confirman la visión no proletaria de Bakunin en general; también nos permiten comprender por qué no rompió nunca con una visión elitista del papel de la organización revolucionaria. Mientras que para el marxismo la vanguardia revolucionaria es el producto de una clase que se esfuerza por tomar conciencia de sí misma, para Bakunin las masas populares nunca pueden ir más allá del nivel de rebelión caótica e instintiva; consecuentemente, si se tiene que conseguir algo más que eso, se requiere el trabajo de un «estado mayor» que actúa entre bastidores. En suma, es la vieja noción idealista del Espíritu Santo que desciende sobre la materia inconsciente. Los anarquistas, que nunca dejan de atacar la formula errónea de Lenin sobre la conciencia revolucionaria que se introduce en el proletariado desde fuera, curiosamente guardan silencio sobre la versión de Bakunin de la misma noción.

Lucha política contra indiferencia política

Íntimamente conectado a la cuestión organizacional, el otro gran punto de confrontación entre los marxistas y los anarquistas era la cuestión de la «política». El Congreso de La Haya fue un campo de batalla sobre este tema: la victoria de la corriente marxista (apoyada en esta ocasión por los blanquistas) tomó cuerpo en una resolución, que insistía en que «El proletariado sólo puede actuar como una clase constituyéndose en un partido político distinto y opuesto a todos los viejos partidos formados por las clases poseedoras», y que «la conquista del poder político se convierte en la gran tarea del proletariado» en su lucha por la emancipación.

Esta disputa tenía dos dimensiones. La primera era un eco del argumento sobre la necesidad material. Puesto que para Bakunin la revolución era posible en cualquier momento, cualquier lucha por reformas era esencialmente una diversión de este gran objetivo; y si esta lucha iba más allá de la esfera estrictamente económica (que los bakuninistas admitían de mala gana, sin comprender nunca su significado) entrando en el terreno de la política burguesa -el parlamento, las elecciones, las campañas para cambiar las leyes- sólo podía significar capitular ante la burguesía. Así, en palabras de Bakunin, «la Alianza, fiel al programa de la Internacional, rechazaba desdeñosamente toda colaboración con la política burguesa, por mucho que se disfrazara de radical y socialista. Avisaba al proletariado de que la única emancipación real, la única política verdadera beneficiosa para él, es la política exclusivamente negativa de demoler las instituciones políticas, el poder político, el gobierno en general, y el Estado» (Bakunin on the anarchy, Pág. 289).

Detrás de estas frases tan radicales, yace la incapacidad de los anarquistas para comprender que la revolución proletaria, la lucha directa por el comunismo, todavía no estaba al orden del día porque el sistema capitalista todavía no había agotado su misión progresiva, y que el proletariado estaba enfrentado a la necesidad de consolidarse como una clase, de arrebatar todas las reformas que pudiera a la burguesía, sobre todo para reforzarse para la futura lucha revolucionaria. En un periodo en que el parlamento era un terreno real de lucha entre fracciones de la burguesía, el proletariado tenía la oportunidad de entrar en este terreno sin subordinarse a la clase dominante; esta estrategia dejó de ser posible cuando el capitalismo entró en su fase decadente y totalitaria. Por supuesto, la precondición para esto era que la clase obrera tuviera su propio partido político, distinto y opuesto a todos los partidos de la clase dirigente, como planteaba la resolución de la Internacional, de otra forma, actuaría meramente como un apéndice de los partidos de la burguesía más progresiva, en lugar de apoyarlos tácticamente en ciertos momentos. Nada de esto tenía sentido para los anarquistas, pero su oposición «purista» a cualquier intervención en el juego político de la burguesía, no los armaba para defender la autonomía del proletariado en las situaciones reales y concretas: el artículo de Engels «Los bakuninistas en acción», escrito en 1873, da un ejemplo clave. Analizando los alzamientos en España, que ciertamente no podían tener un carácter proletario socialista, teniendo en cuenta el atraso del país, Engels muestra de qué modo la oposición de los anarquistas a la reivindicación de la república, sus frases altisonantes sobre el establecimiento inmediato de la Comuna revolucionaria, no impidieron en la práctica que se pusieran a la cola de la burguesía. Los acerbos comentarios de Engels son realmente casi una predicción de lo que los anarquistas iban a hacer en España en 1936, aunque en un contexto histórico diferente:

«Apenas enfrentados con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a lanzar por la borda todo su programa tradicional. Para empezar, sacrificaron la doctrina según la cual es un deber la abstención política, principalmente la electoral. A ello siguió el sacrificio de la anarquía, de la doctrina de la supresión del Estado; en vez de suprimir el Estado, intentaron más bien crear gran número de nuevos Estados más pequeños. Luego abandonaron el principio de que los trabajadores no deben tomar parte en ninguna revolución que no tenga como objetivo la emancipación inmediata y plena del proletariado, y tomaron parte en un movimiento reconocidamente burgués. Finalmente destruyeron su dogma apenas proclamado de que la instauración de un gobierno revolucionario es una nueva estafa y una traición a la clase obrera, figurando tranquilamente en las juntas de las diversas ciudades, y casi en todas partes con absoluta impotencia, como minoría dominada y políticamente explotada por la burguesía» (en Revolución en España, ed. Ariel, Barcelona 1970, Pág. 213).

La segunda dimensión de esta disputa sobre la acción política era la cuestión del poder. Ya hemos visto que para los marxistas, el Estado era el producto de la explotación, no su causa. Era la emanación inevitable de una sociedad dividida en clases, y sólo se podría acabar con él de una vez por todas cuando las clases dejaran de existir. Pero al contrario de lo que pensaban los anarquistas, esto no podía ser resultado de una grandiosa «liquidación social» de la noche a la mañana. Requería un periodo de transición más o menos largo en que el proletariado primero tendría que tomar el poder político, y usar este poder para iniciar la transformación económica y social.

Pero al argumentar, en nombre de la libertad y la oposición a cualquier forma de autoridad, que la clase obrera debería abstenerse de conquistar el poder político, los anarquistas evitaban que la clase obrera pudiera establecer sus primeras bases. Para reorganizar la vida social, la clase obrera primero tenía que derrotar a la burguesía, que derrocarla. Esto era necesariamente un acto «autoritario». Según las famosas palabras de Engels: «¿Han visto alguna vez estos caballeros una revolución? Una revolución es ciertamente la cosa más autoritaria que hay; es el acto por el cual una parte de la población impone su voluntad sobre otra parte por medio de rifles, bayonetas y cañones -medios autoritarios donde los haya; y si el partido victorioso no quiere haber luchado en vano, tiene que imponer su gobierno por medio del terror que sus armas inspiran en los reaccionarios ¿Hubiera durado un sólo día la Comuna de París si no hubiera hecho uso de esta autoridad del pueblo armado contra la burguesía? ¿No deberíamos reprocharle al contrario no haberla usado más ampliamente? Por lo tanto, una de dos: o los antiautoritarios no saben de qué hablan, en cuyo caso sólo están creando confusión; o lo saben, y en ese caso están traicionando el movimiento del proletariado. En ambos casos sirven a la reacción» (Sobre la autoridad, 1873 –traducido por nosotros–)

En otra parte, Engels señaló que la reivindicación de Bakunin de la abolición inmediata del Estado había mostrado su auténtico valor en la farsa de Lyón en 1870 (es decir, poco antes del verdadero alzamiento de los obreros de París). Bakunin y un puñado de sus acólitos se levantaron en las escaleras del Ayuntamiento de Lyón y declararon la abolición del Estado y su sustitución por una federación de comunas; desgraciadamente «dos compañías de guardias nacionales burgueses bastaron por el contrario, para destruir este brillante sueño y poner a toda prisa a Bakunin en la ruta de Ginebra con el magnífico decreto en su bolsillo» («La Alianza y la AIT» en La Primera Internacional, op. cit., pag. 461).

Pero por mucho que los marxistas negaran que el Estado pudiera abolirse por decreto, eso no significaba que pretendieran establecer una nueva dictadura sobre las masas: la autoridad que querían implantar era la del proletariado en armas, no la de una facción o banda particular. Y después de los escritos de Marx sobre la Comuna, era simplemente una calumnia (que Bakunin difundió) que los marxistas quisieran tomar el control del Estado existente, o que, de acuerdo con los lasallanos, estuvieran a favor de «Estado del pueblo» –una noción que Marx atacó en su Crítica del Programa de Gotha (ver artículo de esta serie en Revista Internacional nº 78). La Comuna había clarificado que el primer acto de la clase obrera revolucionaria era la destrucción del Estado burgués y la creación de nuevos órganos de poder cuya forma correspondiera a las necesidades y objetivos de la revolución. Por supuesto que es una leyenda anarquista el proclamar que, inmediatamente después de la Comuna, de manera oportunista, Marx habría abandonado unos conceptos autoritarios que nunca había tenido y habría adaptado las posiciones de Bakunin y que la experiencia de la Comuna habría confirmado los principios anarquistas y desechado los marxistas. De hecho cuando se lee a Bakunin sobre la Comuna (particularmente en El imperio knouto-germánico y la revolución social), llama la atención lo abstractas que son sus reflexiones, lo poco que intenta asimilar y transmitir las lecciones esenciales de este gigantesco acontecimiento, por la forma en que, en lugar de eso, desvaría sobre Dios y la religión. De hecho sus escritos no pueden compararse en absoluto a las lecciones concretas que Marx sacó de la Comuna, lecciones sobre la forma real de la dictadura del proletariado (armamento de los trabajadores, delegados revocables, centralización «desde abajo» –ver el artículo de esta serie en la Revista Internacional nº 77). De hecho, incluso después de la Comuna, Bakunin fue incapaz de ver cómo podía organizarse el proletariado como una fuerza política unificada. En Estatismo y anarquía, Bakunin argumenta contra la idea de la dictadura del proletariado con preguntas en plan ingenuo del estilo de «¿Quizás es el conjunto del proletariado quien va a encabezar el gobierno?» a lo que Marx replicaba, en las notas que escribió sobre el libro de Bakunin (conocido como «Resumen del libro de Bakunin Estatismo y anarquía», escrito en 1874-75 pero no publicado hasta 1926): «En un sindicato por ejemplo, ¿el comité ejecutivo son todos sus miembros?». O cuando Bakunin escribe «los alemanes son cerca de 40 millones ¿Serán los 40 millones miembros del gobierno?», Marx responde «sin lugar a dudas, ya que la cosa empieza con el autogobierno de la Comuna». En otras palabras, Bakunin fue totalmente incapaz de ver el significado de la Comuna como una nueva forma de poder político que no estaba basada en el divorcio entre una minoría de gobernantes y una mayoría de gobernados, sino que permitía a la mayoría explotada ejercer un poder real sobre la minoría de explotadores, participar en el proceso revolucionario y asegurar que los nuevos órganos de poder no se fueran de su control. Este inmenso descubrimiento práctico de la clase obrera pareció una respuesta realista a la cuestión tantas veces planteada sobre las revoluciones: ¿Cómo evitar que un nuevo grupo privilegiado usurpe el poder en nombre de la revolución? Los marxistas fueron capaces de sacar esta lección, incluso aunque eso requería corregir su posición previa sobre la posibilidad de tomar el Estado existente. Los anarquistas, por otra parte, sólo fueron capaces de ver la Comuna como la confirmación de su principio eterno, indistinguible de los prejuicios del liberalismo burgués: que el poder corrompe y es mejor no tener nada que ver con él -una concepción que no sirve de nada para una clase que pretende hacer la revolución más radical de todos los tiempos.

La sociedad futura: la visión artesana del anarquismo

Sería un error ridiculizar simplemente a los anarquistas, o negar que alguna vez hayan tenido intuiciones justas. Si se busca en los escritos de Bakunin o de su estrecho colaborador James Guillaume, se pueden encontrar ciertamente imágenes de gran fuerza junto con arrebatos de inspiración acerca de la naturaleza del proceso revolucionario, en particular su insistencia constante en que «la revolución tiene que hacerse, no para el pueblo, sino por el pueblo, y nunca puede tener éxito si no involucra de modo entusiasta a las masas del pueblo...» (Catecismo nacional, 1866). Incluso podemos conjeturar que las ideas de los bakuninistas –que hablaban de comunas revolucionarias basadas en «mandatos revocables, imperativos y responsables» ya en 1869 (en el «Programa de la Hermandad Internacional», que Marx y Engels citaron ampliamente en «La Alianza de la Democracia Socialista y la AIT») tuvo un impacto directo en la Comuna de París especialmente, puesto que algunos de sus dirigentes eran seguidores de Bakunin (Varlin por ejemplo).

Pero como se ha dicho en varias ocasiones, las intuiciones del anarquismo son comparables a un reloj parado que marca la hora exacta dos veces al día. Sus principios eternos son realmente un reloj parado; lo que falta sin embargo es un método consistente que permita comprender una realidad en movimiento desde el punto de vista de clase del proletariado.

Ya hemos visto que así ocurre cuando el anarquismo trata de la cuestión de la organización y el poder político. No es menos cierto cuando se trata de sus prescripciones para la sociedad futura, que en ciertos textos (El catecismo revolucionario de Bakunin, 1866, o el texto de Guillaume sobre La construcción del nuevo orden social, 1876, publicado en: Textos de Bakunin sobre la anarquía) son verdaderas «recetas para las marmitas del futuro» de ese estilo que Marx siempre se negó a escribir. Sin embargo esos textos son útiles para demostrar que los «padres» del anarquismo nunca comprendieron los problemas de base del comunismo -sobre todo la necesidad de abolir el caos de las relaciones mercantiles y poner las fuerzas productivas del mundo en manos de una comunidad unificada mundial. En la descripción de los anarquistas del futuro, para todas sus referencias al colectivismo y al comunismo, nunca se trasciende el punto de vista del artesanado. En el texto de Guillaume, por ejemplo, se plantea como algo bueno que la tierra sea cultivada en común, pero la cuestión crucial es que los productores agrícolas ganen su independencia; que la obtengan por medio de la propiedad colectiva o individual «es algo secundario»; de igual modo, los trabajadores se convertirán en propietarios de los medios de producción por medio de cooperativas de comercio separadas, y el conjunto de la sociedad estará organizada como una federación de comunas autónomas. En otras palabras, se trata todavía de un mundo dividido en una multitud de propietarios independientes (individuales o en cooperativas) que sólo pueden relacionarse entre sí por medio del intercambio, por medio de las relaciones mercantiles. En el texto de Guillaume esto es perfectamente explícito: las distintas comunas y asociaciones productivas tienen que conectarse entre sí a través de los buenos oficios de un «Banco de Comercio» que organizará los negocios de compraventa en nombre de la sociedad.

Eventualmente, argumenta Guillaume, la sociedad será capaz de producir una abundancia de bienes y el intercambio entonces se sustituirá por la simple distribución. Pero al no tener ninguna teoría del capital, ni de sus leyes de funcionamiento, los anarquistas son incapaces de ver que una sociedad de abundancia sólo puede llegar a existir a través de una lucha sin tregua contra la producción mercantil y la ley del valor, puesto que ésta última es la que mantiene en la esclavitud las fuerzas productivas de la humanidad. Una vuelta a un sistema de producción simple de mercancías no puede traer una sociedad de abundancia. De hecho semejante sistema no puede existir de manera estable, puesto que la producción simple de mercancías inevitablemente da lugar a una producción ampliada -a toda la dinámica de la acumulación capitalista. Así, mientras el marxismo, que expresa el punto de vista de la única clase de la sociedad capitalista que tiene un futuro real, mira hacia adelante, hacia la emancipación de las fuerzas productivas como la base para un desarrollo ilimitado del potencial humano, el anarquismo, con su punto de vista artesanal, se ve atrapado en la visión de un orden estático de intercambio libre y justo. Esto no es una verdadera anticipación del futuro, sino nostalgia por un pasado que nunca existió.

CDW

En la parte siguiente de esta serie, comenzaremos a ver cómo el movimiento marxista del siglo XIX consideró la «cuestión social» planteada por la revolución comunista -cuestiones como la familia, la religión y las relaciones entre la ciudad y el campo.

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material [13]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Anarquismo "Oficial" [14]

desarrollo de la conciencia y la organización proletaria: 

  • Primera Internacional [15]

URL de origen:https://es.internationalism.org/revista-internacional/200704/1832/revista-internacional-n-79-4o-trimestre-de-1994

Enlaces
[1] https://es.internationalism.org/tag/21/505/las-conmemoraciones-de-1944 [2] https://es.internationalism.org/tag/acontecimientos-historicos/iia-guerra-mundial [3] https://es.internationalism.org/tag/cuestiones-teoricas/fascismo [4] https://es.internationalism.org/tag/3/47/guerra [5] https://es.internationalism.org/tag/21/510/la-izquierda-comunista-de-francia [6] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/izquierda-comunista [7] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/izquierda-comunista-francesa [8] https://es.internationalism.org/tag/21/366/polemica-en-el-medio-politico-sobre-la-decadencia [9] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/tendencia-comunista-internacionalista-antes-bipr [10] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/battaglia-comunista [11] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/communist-workers-organisation [12] https://es.internationalism.org/tag/2/25/la-decadencia-del-capitalismo [13] https://es.internationalism.org/tag/21/365/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-una-necesidad-material [14] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/anarquismo-oficial [15] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/primera-internacional