Editorial
En este año en que la burguesía va a celebrar con gran alharaca propagandística el cincuentenario del final de la IIa Guerra mundial, las guerras se desencadenan por el mundo entero hasta las puertas de la Europa más desarrollada con el conflicto abierto ya desde hace casi cuatro años en la antigua Yugoslavia. La «paz» no ha venido a la cita tras la desaparición del bloque del Este y de la URSS como tampoco vino después de la derrota de Alemania y Japón frente a los Aliados. La «nueva era de paz» prometida hace cinco años por los vencedores de la «guerra fría» es tan poco real como la que prometieron los vencedores de la IIa Guerra mundial. Ha sido peor todavía, pues la existencia de dos bloques imperialistas logró, en cierto modo, mantener una «disciplina» en la situación internacional después de la IIa Guerra mundial y durante los años de «reconstrucción», lo que predomina hoy en las relaciones internacionales es el caos general.
Hace 50 años, en cuanto se firmaron los acuerdos de Yalta en febrero del 45, el reparto del mundo en zonas de influencia dominadas por los vencedores y sus aliados, Estados Unidos y Gran Bretaña, por un lado, y la URSS por el otro, quedó marcada la nueva línea de enfrentamientos interimperialistas. Nada más terminarse la guerra, ya se desataba el enfrentamiento entre el bloque del Oeste acaudillado por EEUU y el bloque del Este regentado por la URSS. El enfrentamiento iba a profundizarse durante más de 40 años, con la «paz» en Europa, eso sí, «paz» impuesta esencialmente por la necesaria reconstrucción, pero sobre todo con la guerra: la de Corea, la del Vietnam, conflictos sangrientos en los que cada protagonista local recibía apoyo de uno u otro bloque, y eso cuando no era directamente un producto de ellos. Y si esta «guerra fría» no desembocó en tercera guerra mundial, fue porque la clase obrera reaccionó internacionalmente contra las consecuencias de la crisis económica, en el terreno de la defensa de sus condiciones de existencia, a partir del final de los años 60, impidiendo así el alistamiento necesario para un enfrentamiento general, especialmente en los países más industrializados.
En 1989, el estalinismo, forma de capitalismo de Estado inadaptado para hacer frente a las condiciones de la crisis económica, ha perdido todo control. La URSS es incapaz de mantener la disciplina en su bloque y acaba desmembrándose ella misma. Todo ello puso fin a la «guerra fría» y ha trastornado la situación planetaria heredada de la IIa Guerra mundial. La nueva situación provocó a su vez la ruptura del bloque del Oeste, cuya cohesión sólo se debía a la amenaza del «enemigo común».
Del mismo modo que los vencedores de la IIa Guerra mundial acabaron siendo los protagonistas de una nueva división del mundo, son ahora los «vencedores de la guerra fría», los antiguos aliados del bloque del Oeste, quienes han acabado siendo los nuevos adversarios de un enfrentamiento imperialista que es inherente al capitalismo y sus leyes de la explotación, de la ganancia y de la competencia. Y aunque, a diferencia de la situación de la posguerra, no se ha formado todavía una nueva división en dos bloques imperialistas, debido a las condiciones históricas del período actual ([1]), no por ello las tensiones imperialistas han desaparecido. Al contrario, no han hecho sino agudizarse. En todos los conflictos que están surgiendo de la descomposición en la que se hunden cada día más países, no son sólo las peculiaridades locales las que dan la forma y amplitud a esos enfrentamientos, sino y sobre todo las nuevas oposiciones entre grandes potencias ([2]).
No puede haber «paz» en el capitalismo. La «paz» no es sino un momento de preparación para la guerra imperialista. Las conmemoraciones del final de la IIa Guerra mundial, que presentan la política de los países «democráticos» en la guerra como la que permitió el retorno de la «paz», forman parte de esas campañas ideológicas destinadas a ocultar su verdadera responsabilidad de abastecedores de carne de cañón y de principales promotores de guerra.
El año pasado, la burguesía festejó la «Liberación», el Desembarco de Normandía y otros episodios de 1944 ([3]) con artículos de prensa, programas de radio y televisión, ceremonias político-televisivas y demás desfiles militares. Las conmemoraciones han continuado en 1995 para recordar las batallas de 1945, la capitulación de Alemania y de Japón, el «armisticio», todo ello para volvernos a contar una vez más la edificante historia de cómo los regímenes «democráticos» lograron vencer a la «bestia inmunda» del nazismo e instaurar una era de «paz» duradera en una Europa devastada por la barbarie hitleriana.
No sólo es la oportunidad del calendario lo que explica toda esa tabarra en torno a la IIa Guerra mundial. Hoy, cuando los conflictos se multiplican, cuando la crisis económica trae consigo un desempleo masivo y de larga duración, cuando la descomposición causa estragos sin límite, la clase dominante, la clase capitalista, necesita todo su arsenal ideológico para defender las virtudes de la «democracia» burguesa, especialmente sobre la cuestión de la guerra. La historia del final de la IIa Guerra mundial, que presenta los hechos con apariencia de objetividad, forma parte de ese arsenal. Con los repetidos llamamientos a «recordar» esa historia, con ocasión de los aniversarios de lo acontecido en 1945, se pretende que se acepte la idea de que el campo «democrático», al poner fin a la guerra, trajo la «paz» y la «prosperidad» a Europa. Semejante «juicio de la Historia» sirve evidentemente para otorgar un certificado de buena conducta a la «democracia», dándole un precinto de garantía «histórico» para así dar crédito a sus discursos sobre las «operaciones humanitarias», los «acuerdos de paz», la «defensa de los derechos humanos» y demás patrañas que lo que están tapando son la vergonzante realidad de la barbarie capitalista de hoy en día. Las mentiras de hoy se ven así reforzadas por las mentiras de ayer.
Las «grandes democracias» ni ayer ni hoy están llevando a cabo una política de «paz». Muy al contrario, hoy como ayer, son las grandes potencias capitalistas las que tienen la mayor responsabilidad en la guerra. Las conmemoraciones a repetición del final de la IIa Guerra, ese cínico mensaje del retorno de la «paz en Europa», pretenden recordarnos la historia, pretenden honrar la memoria de los cincuenta millones de víctimas de la mayor matanza desde que el mundo es mundo. Esas conmemoraciones son uno de los aspectos de las campañas ideológicas de «defensa de la democracia». Sirven para desviar la atención de la clase obrera de la política actual de esa misma «democracia», una política en la que se agudizan las tensiones imperialistas en medio de unas tendencias cada vez más centrífugas de cada cual para sí y que han vuelto a traer la guerra a Europa con el conflicto en la antigua Yugoslavia ([4]). Esas conmemoraciones son además una monstruosa falsificación de la historia, al mentir sobre las causas, el desarrollo y el desenlace de la IIa Guerra mundial y sobre los 50 años de «paz» que siguieron.
No hablaremos aquí largamente sobre la cuestión de la naturaleza de la guerra imperialista en el período de decadencia del capitalismo, sobre las verdaderas causas de la IIa Guerra mundial y lo que en ella hicieron las «grandes democracias» que se presentan como garantes de la «paz» del mundo. Hemos tratado a menudo sobre este tema en la Revista internacional ([5]), mostrando cómo, contrariamente a la propaganda que presenta la IIa Guerra mundial como el resultado de la locura de un Hitler, la guerra fue el resultado inevitable de la crisis histórica del modo de producción capitalista. Y aunque en las dos ocasiones, por razones históricas, fue el imperialismo alemán el que dio la señal de la guerra, la responsabilidad de los Aliados es también total en el desencadenamiento de las destrucciones y de la carnicería. «La segunda carnicería mundial fue para la burguesía una experiencia formidable en el matar y aplastar a millones de civiles sin defensa, pero también para ocultar, enmascarar y justificar sus propios crímenes de guerra monstruosos, “diabolizando” los de la coalición imperialista antagónica. Al salir de la IIa Guerra mundial, las “grandes democracias”, a pesar de sus esfuerzos por darse un aire respetable, aparecen cada vez más manchadas de pies a cabeza por la sangre de sus innumerables víctimas» ([6]). La entrada de los aliados en guerra no fue algo determinado por la voluntad de «paz» o de «armonía entre los pueblos», sino que se debió a la defensa de sus intereses imperialistas. Su primera preocupación era la de ganar la guerra, la segunda la de contener el mínimo riesgo de levantamiento obrero, como el ocurrido en 1917-18, lo cual explica el cuidado con que establecieron su estrategia de bombardeos y de ocupación militar ([7]), y la tercera la de repartirse los beneficios de la victoria.
Con el final de la guerra sonó la hora del nuevo reparto del mundo entre los vencedores. En febrero de 1945, los acuerdos de Yalta firmados por Roosevelt, Churchill y Stalin, debían simbolizar la unidad de los vencedores y el retorno definitivo de la «paz» para la humanidad. Ya hemos dicho arriba en qué consistió la «unidad» de los vencedores y «está claro que el orden de Yalta no era otra cosa que un nuevo reparto de cartas en el tapete imperialista mundial, reparto que sólo podía desembocar en un desplazamiento de la guerra bajo otra forma, la de la guerra “fría” entre la URSS y la alianza del campo “democrático” (...)». En lo que a la «paz» de la posguerra se refiere «recordemos simplemente que durante la llamada “guerra fría” y luego la “distensión”, fueron sacrificadas tantas vidas humanas en las matanzas imperialistas que oponían a la URSS y a Estados Unidos como durante la segunda carnicería mundial» ([8]). Y sobre todo, al final de la guerra se cuentan cincuenta millones de víctimas, en su gran mayoría civiles, esencialmente en los principales países beligerantes (Rusia, Alemania, Polonia, Japón), y las destrucciones han sido considerables, masivas y sistemáticas. Es ese «precio» de la guerra lo que pone de relieve el verdadero carácter del capitalismo en el siglo XX, sea cual sea la forma de ese capitalismo: «fascista», «estalinista» o «democrático», y no la «paz» de los cementerios y de ruinas que va a imperar durante el período de reconstrucción. El que los cincuenta años desde de 1945 no hayan conocido la guerra en Europa, no se debe a no se sabe qué carácter pacífico de la «democracia» reinstaurada al final de la IIa Guerra. La «paz» volvía a Europa con la victoria de la alianza militar de los países «democráticos» y de la URSS «socialista» en una guerra que llevaron hasta el final, matando a millones de civiles, sin más ni menos preocupación por las vidas humanas que su enemigo.
En caso de que el montaje de las mentiras de hoy pudiera resquebrajarse por los golpes de una realidad que a veces logra desvelarse, el recordar mediante un machaconeo permanente las mentiras de ayer viene hoy a punto para consolidar la imagen de las hazañas de la «democracia», garante de la «paz» y de la «estabilidad» del mundo, en el mismo momento en que los acontecimientos en el mundo no hacen más que contradecir todos esos discursos de «paz».
Como lo hemos analizado ya a menudo desde lo acontecido en 1989, la reunificación de Alemania y la destrucción del muro de Berlín, el final de la división del mundo en dos bloques imperialistas rivales no ha traído la «paz» sino todo lo contrario, una aceleración del caos. La nueva situación histórica no ha enfriado las rivalidades imperialistas entre las grandes potencias. Ha desaparecido la vieja rivalidad Este-Oeste, originada en Yalta, a causa de la desaparición del bloque imperialista ruso; pero, en cambio, se han agudizado los conflictos entre los antiguos aliados del bloque occidental, los cuales ya no se sienten obligados a la disciplina de bloque frente al enemigo común.
Esta nueva situación ha engendrado matanzas a repetición. Estados Unidos dio la señal con la guerra del Golfo, en 1990-91. Después, Alemania, seguida por Francia, Gran Bretaña y EEUU y también Rusia, han transformado la antigua Yugoslavia en un campo de batalla carnicero, en las fronteras de la Europa «democrática». Ese país se ha convertido, desde hace cuatro años, en el «laboratorio» de la capacidad de las potencias europeas para hacer triunfar sus nuevas ambiciones imperialistas: el acceso al Mediterráneo para Alemania; la oposición de Francia y Gran Bretaña a esas pretensiones; y para todos, el intento de librarse de la pesada tutela de Estados Unidos, país que lo hace todo por conservar su papel de gendarme del mundo.
Son las grandes potencias «democráticas» las que han soplado en las brasas yugoslavas. Son las mismas grandes potencias las que están poniendo a sangre y fuego regiones enteras de África, como Liberia o Ruanda ([9]), las que atizan las masacres como en Somalia o Argelia, las que multiplican los focos de guerra y de tensión en donde los enfrentamientos no se apagan sino para volver a prender con violencia duplicada, como demuestra lo que está ocurriendo en Burundi, país vecino de Ruanda. En Oriente Próximo, después de la guerra del Golfo, Estados Unidos ha impuesto su dominio total en la región, una «paz» armada que es en realidad un polvorín listo para explotar en cualquier momento: entre Israel y los territorios palestinos, en Líbano; en torno al Kurdistán, en Turquía ([10]), en Irak, en Irán. Incluso en América, a pesar de que es el «coto de caza» de EEUU, también están presentes las nuevas oposiciones imperialistas entre antiguos aliados en los conflictos que surgen. La revuelta de los zapatistas del Estado de Chiapas en México, apoyada bajo mano por las potencias europeas, la nueva guerra entre Perú y Ecuador, en la cual EEUU anima a este país a enfrentarse al régimen peruano demasiado abierto a las influencias de Japón, ponen de relieve que las grandes potencias están dispuestas a aprovecharse de la menor oportunidad para defender sus sórdidos intereses imperialistas. Aunque no pretendan sacar un beneficio inmediato económico o político en todos los lugares en conflicto, están sin embargo, siempre dispuestas a sembrar el desorden fomentando la inestabilidad en el campo de su adversario. La pretendida «impotencia» para «contener los conflictos» y las «operaciones humanitarias» no son más que la tapadera ideológica de los manejos imperialistas por la defensa, cada uno para sí, de sus inte reses estratégicos.
Existen grandes líneas de fuerza que tienden a polarizar la estrategia de los imperialismos a nivel internacional: Estados Unidos, por un lado, intentan mantener su liderazgo y su estatuto de superpotencia; Alemania, por otro lado, asume el papel de principal pretendiente a la formación de un nuevo bloque. Pero esas tendencias principales no logran «poner orden» en la situación: EEUU pierde influencia, ya no queda enemigo común que hacer valer para atar a sus «aliados»; Alemania no tiene todavía la estatura de cabeza de bloque después de 50 años de obligada sumisión a Estados Unidos y al «paraguas» de la OTAN, y a causa de la división del país entre los dos grandes vencedores de la IIa Guerra. Esta situación se combina con el hecho de que en los principales países desarrollados, la clase obrera no está dispuesta a alistarse en la defensa de los intereses del capital nacional ni de sus pretensiones imperialistas. De ahí el desorden que hoy prevalece en las relaciones internacionales.
Este desorden no va a terminar. En los últimos meses, al contrario, se ha agudizado todavía más. Un ejemplo son las distancias que está tomando Gran Bretaña, el «teniente» más fiel de EEUU desde la Ia Guerra mundial, con la política estadounidense. La ruptura entre esos dos aliados de siempre no está consumada ni mucho menos, pero la evolución de la política británica en estos últimos años va en ese sentido, siendo un hecho histórico de la mayor importancia, que es la plasmación de la tendencia de «cada uno para sí» en detrimento de la disciplina de alianzas internacionales. La alianza entre Gran Bretaña y Francia en la antigua Yugoslavia para contener el empuje alemán pero también para mantener excluido del terreno a EEUU, fue la primera etapa de esa evolución. La creación de una fuerza interafricana de «mantenimiento de la paz y de prevención de las crisis en África» entre aquellos dos mismos países ha marcado un cambio en la política de Gran Bretaña, la cual, tan sólo hace algunos meses, colaboraba con EUUU para eliminar la presencia francesa en Ruanda. Y el acuerdo franco-británico de cooperación militar, por la constitución de una unidad común del ejército del aire, acaba de sancionar la opción cada vez más zanjada de Gran Bretaña de tomar sus distancias con Estados Unidos. Este país, por su parte, no cesa de presionar a aquél para contrariar su evolución, con su política de apoyo abierto, y desde ahora oficial, al Sinn Fein, partido que desde siempre ha mantenido el terrorismo separatista en Irlanda del Norte; la tensión entre los dos países sobre este tema nunca había sido tan fuerte. El acercamiento franco-británico no significa ni mucho menos que se refuerce la tendencia a la formación de un nuevo bloque imperialista en torno a Alemania. Al contrario, aunque no haya provocado fallas en la alianza franco-alemana tan importantes como las que ya están minando las relaciones entre EEUU y Gran Bretaña, no representa ningún interés para Alemania. Gran Bretaña no se acercará a Alemania, en cambio Francia, fuerte de su nuevo apoyo para encararse a su embarazoso tutor germánico, podrá aparecer como más difícilmente manejable por éste.
Así, lejos de los discursos de «paz y de prosperidad» que habían saludado el hundimiento del bloque del Este y de la URSS, los últimos años han mostrado, al contrario, el horrible rostro de las guerras, la agudización de las tensiones imperialistas y un marasmo creciente de la situación económica y social, y eso, no sólo en los países de la periferia del mundo capitalista, sino también en el corazón de los países más industrializados.
Ni más ni menos que la «paz», la «prosperidad» tampoco está al orden del día. En los países desarrollados, la «recuperación» económica de los últimos meses lo único que tiene de «espectacular» es que no ha frenado lo más mínimo la subida inexorable del desempleo ([11]). En los países desarrollados, la sociedad no se dirige hacia una mejora, sino hacia un empeoramiento cada vez más profundo de las condiciones de vida. Y al mismo tiempo que el desempleo masivo y los ataques sobre los salarios que corroen las condiciones de vida de los trabajadores, la descomposición social aporta cada día su paquete de «sucesos» y de estragos destructores, entre los que no tienen trabajo, los jóvenes en especial, pero también en los comportamientos aberrantes que se despliegan como una gangrena en la población, ya sea la de unas instituciones carcomidas por una corrupción cada día más patente o la de individuos arrastrados por el ambiente de desesperación que está impregnando todos los poros de la vida social.
Todo eso no es, ni mucho menos, el tributo que habría que pagar por la «modernización» del sistema capitalista mundial o las últimas huellas de la herencia de un sistema ya pasado. Todo eso es, al contrario, el resultado de la continuación de las leyes de este sistema capitalista, la ley de la ganancia y de la explotación de la fuerza de trabajo, la ley de la competencia y de la guerra, leyes que lleva en sí mismo el capitalismo como modo de producción que domina el planeta y rige las relaciones sociales. Todo ello es la expresión de la quiebra definitiva del capitalismo.
En la clase obrera, la conciencia de esa quiebra, aunque exista, está totalmente enturbiada por la ideología que vomita permanentemente la clase dominante. A través de sus medios de propaganda, de los discursos y las actividades de los partidos y los sindicatos, de todas las instituciones al servicio de la burguesía, ésta, por encima de sus divergencias que oponen a las diferentes fracciones, no cesa de martillar sus temas:
– «el sistema capitalista no es perfecto, pero es el único viable»;
– «la democracia tiene sus ovejas negras, pero es el único régimen político con los principios y las bases necesarios para la paz, los derechos humanos y la libertad»;
– «el marxismo ha fracasado: la revolución comunista ha llevado a la barbarie estalinista, la clase obrera debe dejar de lado el internacionalismo y la lucha de clases y poner su confianza en el capital, único capaz de atender sus necesidades; todo intento de cambio revolucionario de la sociedad es, en el mejor de los casos, una utopía y, en el peor, sería hacer el juego de dictadores ávidos y sanguinarios que no respetan las leyes de la democracia».
En resumen, habría que creerse lo de la «democracia» burguesa; sólo ella tendría un porvenir. Y frente a la inquietud que engendra la situación actual, frente a la brutalidad de los acontecimientos de la situación internacional y de la realidad cotidiana, frente a la angustia del porvenir que infunde el desempleo masivo entre la población, en las familias, en un contexto en el que la clase obrera no está dispuesta a sacrificar su vida en aras de los intereses del capitalismo, no es tan fácil hacer creer aquel mensaje. La tabarra de las «operaciones humanitarias», que servirían para demostrar la capacidad de las «grandes democracias» para mantener «la paz», tiene un límite, que es que las guerras y las matanzas siguen inexorablemente. Una clara y siniestra ilustración de ello han sido las operaciones en Somalia y los servicios prestados por las tropas de la ONU en la antigua Yugoslavia. El martilleo de la «recuperación económica» también tiene sus límites: el pertinaz desempleo y los continuos ataques contra los salarios. Las operaciones «manos limpias» al estilo italiano, montadas para regenerar la vida política también tienen sus límites: siguen mandando los mismos de siempre y por mucho que se desvelen escándalos y mangoneos para hacer creer en la moralización de la política burguesa, también le son contraproducentes, pues no cesan de desvelar una profunda corrupción. Por ello, la conmemoración del final de la IIa Guerra mundial le viene de perlas a la burguesía ([12]), para reforzar su propaganda de la «defensa de la democracia» que es hoy el tema principal de la ideología de sumisión del proletariado a los intereses de la burguesía, contra la apropiación por la clase obrera del desarrollo de sus propias luchas contra el capitalismo.
MG
23/03/1995
[1] Ver «Militarismo y descomposición», Revista internacional nº 64, l991.
[2] Ver «Las grandes potencias, promotoras de guerras», Revista internacional nº 77, l994, y «Tras las mentiras de “paz”, la barbarie capitalista», Revista internacional nº 78.
[3] Ver «Conmemoraciones de 1944: 50 años de mentiras capitalistas», Revista internacional nº 78 y 79.
[4] Ver «Todos contra todos», Revista internacional nº 80.
[5] Algunos artículos: «Guerra, militarismo y bloques imperialistas», Revista internacional nº 52 y 53, 1988. «Las verdaderas causas de la IIa Guerra mundial (Izquierda comunista de Francia, 1945)», Revista internacional nº59, 1989. «Las matanzas y los crímenes de las “grandes democracias”», Revista internacional nº 66, 1991
[6] «Las matanzas y los crímenes de las “grandes democracias”».
[7] «Conmemoraciones de 1944: 50 años de mentiras capitalistas», Revista internacional nº 79. «Las luchas obreras en Italia 1943» Revista internacional nº 75, 1993.
[8] «Medio siglo de conflictos guerreros y de mentiras pacifistas», Révolution internationale (publicación de la CCI en Francia) nº 242, febrero de 1995.
[9] «Las grandes potencias extienden el caos», Revista internacional nº 79.
[10] En el momento de cerrar esta revista, Turquía acaba de lanzar una amplia operación militar en el Kudistán. 35 000 soldados están «limpiando» el norte de Irak. Es evidente que semejante invasión se ha hecho con la aprobación de las grandes potencias. Es indudable que Turquía, aliada «natural» de Alemania, pero también fortaleza del dispositivo imperialista de Estados Unidos, no actúa sola. Ver los artículos de nuestra prensa territorial sobre esos acontecimientos.
[11] «Una recuperación sin empleos», Revista internacional nº 80.
[12] Es significativo a este respecto que sean no sólo en los países vencedores, en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia o Rusia, donde se celebra el aniversario de 1945, sino también en Alemania y Japón, los grandes vencidos de la guerra. En Alemania, por ejemplo, la propaganda oficial ha utilizado el doloroso recuerdo de los bombardeos masivos de la ciudad de Drede por la aviación aliada en febrero de 1945, bombardeos que causaron decenas de miles de víctimas (35 000 contadas, pero sin duda entre 135 000 y 200 000), recordando en parte la inutilidad total desde el punto de vista militar de semejante matanza, lo cual es un hecho oficialmente reconocido hoy, pero sobre todo justificando la «lección» que la «democracia» infligió a Alemania: «Nosotros queremos que el bombardeo de Dresde sea un día de recuerdo por todos los muertos de la IIa Guerra mundial. No debemos olvidar que fue Hitler quien empezó la guerra y que fue Goering quien soñaba con “coventryzar” (referencia al bombardeo de Coventry por Alemania) todas las ciudades británicas. No podemos permitirnos decir hoy que somos las víctimas de los bombardeos aliados. Saber si aquel bombardeo era necesario es asunto de los historiadores» (Ulrich Höver, portavoz del alcalde de Dresde, en Libération, diario francés, 13/2/92). De igual modo, en Japón en donde se está preparando la ceremonia de aniversario de la capitulación de agosto de 1945, el gobierno quiere hacer pasar un proyecto de resolución en el que se reconoce que Japón era el agresor. En esto también es significativa la necesidad de la burguesía, a nivel internacional, de unirse para valorar la mistificación más eficaz hoy que es la «defensa de la democracia».
Tormenta financiera
Un término siempre se repite en los comentarios de los periodistas al hablar de la situación financiera mundial: locura. Locura de la especulación monetaria que hace circular diariamente más de un billón de dólares, o sea más o menos lo correspondiente a la producción anual de Gran Bretaña; locura de los «productos derivados», esas inversiones destinadas a la especulación bursátil, basadas en mecanismos que nada tienen que ver con la realidad económica y que manejan modelos matemáticos tan complejos que no hay quien los entienda sino algún que otro de esos jóvenes expertos, pero que movilizan sin embargo cantidades siempre mayores de dinero y son capaces de hundir en unos días la más respetable institución bancaria; locura de la especulación inmobiliaria que hace que actualmente sea más caro el metro cuadrado de oficinas en ciertos barrios de Bombay que en Nueva York y que por otro lado arrastra hacia la quiebra a la mayor parte de los bancos franceses; locura de las fluctuaciones monetarias que desestabilizan en pocas semanas el comercio mundial...
Tales manifestaciones de «locura» se nos presentan hoy como si fueran el resultado de las nuevas libertades de circulación de capital a nivel internacional, como progresos de la informática y de las comunicaciones, cuando no de la avidez descomunal de ciertos «especuladores». Sería suficiente entonces poner orden, reforzar el control sobre los «especuladores» y ciertos movimientos de capital para que todo se tranquilice y que podamos aprovecharnos en paz de la famosa «recuperación» de la economía mundial. Pero la realidad es mucho más grave y dramática que lo que quieren contarnos o hacernos tragar los expertos.
Desde principios de 1995, el mundo de las finanzas ha sido sacudido por acontecimientos tan espectaculares como significativos. Entre ellos se ha de citar:
– en Estados Unidos, la bancarrota de la Orange County en California, santuario del liberalismo económico puro y duro (de ahí salió la candidatura de Reagan en nombre del «menos Estado»). El gobierno local había invertido gran parte de sus bienes en productos especulativos de alto riesgo. El alza de los tipos de interés provocó su bancarrota total;
– en Francia, la salida a la luz del enorme déficit del Crédit Lyonnais, uno de los mayores bancos europeos enfrentado a pérdidas gigantescas debido a operaciones especulativas ruinosas, en particular en el sector inmobiliario. Los cálculos del coste de la operación de «salvamento» del Crédit Lyonnais alcanza cifras fantásticas, del orden de 26 mil millones de dólares;
– la quiebra de uno de los mayores y más antiguos bancos de Gran Bretaña, el Barings, en el que hasta la reina misma deposita su dinero, a causa de unas fallidas operaciones especulativas realizadas por uno de sus jovencitos «genios» de la finanza de su agencia de Singapur en la Bolsa de Tokio;
– el hundimiento de la SASEA, la mayor quiebra bancaria de la historia de ese templo de las finanzas mundiales que es Suiza;
– la suspensión de pagos del principal corredor de la Bolsa de Bombay, capital financiera de India, que ha obligado a las autoridades a cerrarla por unos días para evitar que la catástrofe provoque reacciones en cadena;
– cabe también mencionar la escena surrealista ocurrida en marzo en Karachi (Pakistán), significativa de la locura que está afectando al mundo de las finanzas: diez cabras negras fueron solemnemente paseadas por las salas de cambios antes de ser degolladas para así intentar conjurar la mala suerte que hundía los valores hasta sus niveles más bajos desde hacía 16meses...
Entre los acontecimientos que marcan el inicio de lo que va a ser una real nueva tormenta financiera mundial, ha habido uno que ha adquirido una importancia particular y que vale la pena profundizar. Se trata de la crisis mexicana.
La crisis financiera mexicana
La crisis de los pagos en México de principios de 1995 no es un sobresalto más en las convulsiones que regularmente sacuden los países del llamado Tercer mundo. En 1982, en medio de la recesión mundial, ya fue la insolvencia de México lo que desencadenó una formidable crisis financiera mundial. Hoy, con sus 90 millones de habitantes, México es la 13ª potencia mundial y está en el 7º puesto de las potencias petroleras. Hace unos cuantos meses, este país se presentaba como un modelo de éxito económico, cuando no «el modelo», y entró en el TLC y la OCDE al lado de los países más industrializados con las felicitaciones de «los expertos» del mundo entero.
La huida repentina de gran parte de los capitales extranjeros de México, la brutal devaluación del peso a que se ha tenido que recurrir, la amenaza de insolvencia para rembolsar los 7 mil millones de dólares de intereses que ha de pagar sobre su deuda pública antes del próximo mes de julio han sido provocados por el alza de los tipos de interés estadounidenses. Su bancarrota no es tanto el producto de sus debilidades propias sino de la debilidad e inestabilidad del sistema financiero mundial, corroído hasta el tuétano por años de especulaciones y manipulaciones de todo tipo. La amplitud y rapidez sin precedentes de la reacción de las principales potencias económicas son una prueba indiscutible del fenómeno.
Cuando en la Revista internacional no 78 (3er trimestre del 94) anunciábamos la perspectiva a corto plazo de una tormenta financiera mundial, fue basándonos en que los déficits de los Estados y sobre todo el aumento de sus deudas públicas (en los países desarrollados en particular) eran otras tantas bombas de relojería que tarde o temprano acabarían por explotar, siendo el detonador la inevitable alza de los tipos de interés que iban a acarrear esas deudas. La crisis mexicana es la primera verificación de aquella perspectiva.
El pánico internacional desencadenado por la insolvencia potencial del México es significativo de la debilidad y del grado de enfermedad del sistema financiero mundial. El préstamo otorgado a México al principio era de casi 8 mil millones de dólares, era el mayor préstamo jamás otorgado por este organismo. El «paquete» de créditos internacionales reunidos por el conjunto de las mayores potencias financieras bajo la presión de EE.UU, de 50 mil millones de dólares, tampoco tiene precedentes en la historia. La declaración de Michel Camdessus, director del FMI, para justificar la urgencia y amplitud de la operación de salvamento, hablando de riesgo de «verdadera catástrofe mundial», señala la amplitud del fenómeno.
La devaluación del peso mexicano no dejará de tener consecuencias sobre el sistema monetario internacional. Han sido las monedas, durante estos años, uno de los terrenos privilegiados de la especulación. Tras el peso, el dólar canadiense ha caído a su nivel más bajo de los últimos nueve años. La lira italiana, la peseta, el escudo, y no hablemos de las monedas latinoamericanas, han sufrido fuertes presiones. Pero sobre todo, el dólar US, la moneda mundial, ha empezado a sufrir ataques brutales.
También tiene otras repercusiones la crisis mexicana. Desde el pasado mes de diciembre, las bolsas latinoamericanas han sufrido un hundimiento de valores espectacular ([1]). El hundimiento mexicano ha provocado su aceleración, en particular en Argentina. El índice del International Herald Tribune, que mide la evolución media del conjunto de las Bolsas del subcontinente, ha caído del 160 a 80 entre diciembre del 94 y principios de febrero del 95. Tienen razón los «expertos» cuando temen la posibilidad de un contagio de México, y exigen nuevas operaciones de salvamento. La situación de ciertas economías nacionales llamadas «emergentes» es muy peligrosa para el conjunto de la economía mundial, en la medida en que disponen de muy pocas reservas de divisas. Es el caso en particular de China, Indonesia y Filipinas ([2]).
Una advertencia
En el 25º foro de Davos, en Suiza, en enero, en el que se reunieron durante una semana unos mil hombres de negocios y ministros del mundo entero para analizar la situación económica mundial, la crisis mexicana fue claramente identificada como una «advertencia» y el temor del contagio era omnipresente. Así comentaba un periódico francés el ambiente de esta «Meca del liberalismo económico»:
«Desde ahora, todas las miradas se fijan en Asia en donde la perspectiva de una crisis china alimenta el temor de un gran vendaval de capitales... Algunos bancos occidentales ya se están quejando de los problemas de reembolso planteados por empresas de Estado chinas. Una chispa puede provocar la explosión. Zhu Rongji, vice primer ministro chino encargado de la Economía ha venido a Davos para tranquilizar al mundo de los negocios: “Estamos seguros que este año bajará la tasa de inflación. (...) China cumplirá con sus compromisos internacionales”. Sin embargo, las cifras mencionadas para poner en evidencia el lugar que ocupa China en la economía mundial no han tranquilizado al auditorio sino todo lo contrario: “Las inversiones extranjeras, en alza de un 32 %, han alcanzado los 32 mil millones de dólares en 1994, lo que sitúa a China en el segundo puesto tras Estados Unidos (...). De las 500mayores empresas citadas por la revista Fortune, más de 100 han invertido en China”. Cifras que demuestran hasta qué punto una crisis de la economía china afectaría a la economía mundial, empezando por los países asiáticos cuyo desarrollo rápido tenía hasta ahora fama de solidez» ([3]).
En un informe reciente del Pentágono se teme que el fallecimiento de Deng provoque un desmembramiento de las provincias debido a los enfrentamientos entre «conservadores» y «reformadores». Este informe afirma explícitamente: «China es el mayor factor de incertidumbre en Asia».
Otra fuente de inquietud para los financieros internacionales es Rusia. La economía de este país se caracteriza por un hundimiento en el mayor de los caos; es la mejor ilustración de cómo evoluciona la locura (segunda potencia militar mundial, que dispone de un arsenal nuclear capaz de destruir montones de veces el planeta, gobernado por un jefe de Estado alcohólico del que se considera que no está lúcido más que dos horas diarias). Ahogado por enormes deudas internacionales, el capital ruso sigue suplicando al FMI y demás proveedores de fondos que lo socorran, sin resultado. Su situación en el mercado mundial sin embargo es peligrosísima: sus reservas de divisas han caído a dos mil millones de dólares. El presupuesto de 1995 se calcula en base a una ayuda de 10 mil millones de dólares provenientes de capitales extranjeros. Y hoy nadie -ni el FMI- tiene ganas de echar dinero en lo que aparece como un pozo sin fondo.
La crisis monetaria
Otro aspecto de las turbulencias financieras actuales está en las monedas. Como ya lo hemos visto, el hundimiento del peso mexicano tiene repercusiones a nivel de las demás monedas, en particular del dólar americano. Las cosas no se han calmado en este aspecto, sino todo lo contrario. La lira italiana, la peseta española han seguido devaluándose, alcanzando récords históricos frente al marco alemán. La libra británica y también el franco francés siguen fuertemente presionados. El sistema destinado a mantener un mínimo de orden entre las principales monedas de la Unión europea, el SME, qua ya había sufrido hace poco pruebas durísimas (no sobrevivió sino pagando el precio de una fuerte ampliación de los márgenes de fluctuación entre las monedas que lo componen), se ve una vez más atacado. Y el dólar sigue bajando, en parte animado por los intereses de capitalistas norteamericanos para acrecentar la competitividad de sus productos a la exportación. Pero la devaluación de la principal moneda del planeta significa ante todo la realidad del déficit y del endeudamiento de la primera economía mundial: la deuda pública de EEUU, el déficit del gobierno federal así como el déficit del comercio exterior no han parado de crecer, y es fundamentalmente esa realidad la que queda plasmada en el debilitamiento del dólar.
El valor, la solidez de las monedas están en última instancia basados en la «confianza» que tienen de su propia economía los capitalistas, y también de sus propias instituciones financieras encabezadas por el organismo emisor de monedas: el Estado. No existe hoy ni el más mínimo fundamento que inspire «confianza». La economía mundial sigue ahogada por la ausencia de mercados solventes, ahogada en la sobreproducción; el crecimiento de la productividad del trabajo no puede sino agravar más todavía el problema. En cuanto a las instituciones financieras, el despilfarro especulativo de estos pasados años, la huida ciega en el endeudamiento durante veinte años, las múltiples «trampas» qua han sido necesarias para sobrevivir, han arruinado definitivamente la «confianza» que podían merecerse. Por eso, los golpes que está sufriendo el sistema monetario internacional no son un reajuste momentáneo, sino la expresión de un deterioro creciente del sistema financiero internacional y del callejón sin salida en el que está metido el propio sistema capitalista.
La bancarrota financiera es inevitable. Ya ha empezado en ciertos aspectos. Una fuerte purga del «globo especulativo» es indispensable. La del otoño del 87 no tuvo consecuencias negativas inmediatas en cuanto al crecimiento de la producción, sino todo lo contrario. Sin embargo, fue el signo anunciador de la recesión que empezó a finales del 89. Hoy, el «globo especulativo» y sobre todo, el endeudamiento de los Estados ha subido hasta niveles increíbles. Nadie en estas circunstancias puede prever en qué acabará la violencia de tal purga. Sin embargo, tendrá como consecuencia una destrucción masiva de capital ficticio que arruinará partes enteras del capital mundial, dando paso a una agravación mayor de la recesión económica a nivel real.
Los estragos financieros provocados por la resaca de los años de la «locura» especulativa son tan importantes que hasta los más encarnecidos defensores del capitalismo están obligados a constatar que algo gravísimo está ocurriendo en su economía. Evidentemente, son incapaces de sacar la conclusión de que sería el sistema el que está profundamente enfermo, mortalmente condenado por su incapacidad para sobrepasar sus contradicciones fundamentales, en particular su incapacidad para crear mercados solventes suficientes para la producción. Sólo son capaces de ver la crisis en el plano de la especulación para así ocultársela en el plano de la realidad. Creen –y quieren hacer creer– que las dificultades reales de la producción (la sobreproducción, el desempleo...) son el resultado de los excesos especulativos, cuando en realidad si hubo «locura» especulativa es porque ya existían dificultades reales. Marx ya denunciaba hace un siglo semejantes patrañas:
«La crisis estalla primero a nivel de las especulaciones, y sólo después se instala en la producción. La observación superficial no ve la sobreproducción sino la sobreespeculación –simple síntoma de la sobreproducción– como causa de la crisis. La desorganización ulterior de la producción no aparece como un resultado necesario de su propia exuberancia anterior, sino como simple reacción de una especulación que se está hundiendo ([4]).»
Las fuerzas de izquierdas del aparato político burgués, los partidos «obreros», sindicatos e izquierdistas, toman por cuenta propia esa forma mentirosa de analizar la realidad al decir a los proletarios que basta con que los gobiernos sean más represivos contra «los especuladores» para resolver los problemas. Como siempre, esas fuerzas desvían hacia falsas perspectivas el descontento que normalmente se desarrolla contra las bases mismas del sistema, en donde la realidad pone en evidencia el callejón sin salida en el que está metido el modo de producción capitalista, la incompatibilidad absoluta entre los intereses de la clase explotada y los de la clase dominante, esas fuerzas plantean el problema en términos de «mejor gestión» del sistema por dicha clase dominante. Esas fuerzas sólo denuncian la especulación para defender mejor el sistema que la engendra.
La «locura» que comprueban ciertos «observadores críticos» a nivel financiero mundial no es el resultado de alguna que otra metedura de pata de unos cuantos especuladores ansiosos de ganancias inmediatas. Tal locura no es más que la manifestación de una realidad más honda y trágica: la decadencia avanzada, la descomposición del modo de producción capitalista incapaz de sobrepasar las contradicciones fundamentales y envenenadas por más de veinte años de manipulaciones de sus propias leyes.
La verdadera locura no son las especulaciones sino la supervivencia del modo de producción capitalista. La perspectiva para la clase obrera y la humanidad entera no está en no se sabe qué política de los Estados contra la especulación y algunos agentes financieros, sino en la destrucción del capitalismo.
RV
[1] El desarrollo de la especulación en las Bolsas de ciertos países subdesarrollados, en el período reciente, es una expresión evidente de la locura financiera que no ha cesado durante la «recuperación». Los beneficios que en ellas se han realizado son tan fabulosos como artificiales. En 1993, en Filipinas, se alcanzó + 146,3 %, en Hongkong + 131 %, en Brasil + 91,3 %. En 1994, Filipinas y Hongkong pierden – 9,6 % y – 37,8 %, pero Brasil gana todavía + 50,9 % (en francos franceses, pero + 1112 % en moneda local), Perú +37,69 %, Chile + 33,8 %. Los capitales especulativos se precipitan a esas Bolsas tanto más porque algunas Bolsas occidentales se han ido desgastando fuertemente: – 13 % en Gran Bretaña, – 17 % en Francia.
[2] El caso de México resume la realidad del espejismo de las pretendidas «economías emergentes» (algunos países de Latinoamérica, como Chile, o de Asia, como India y sobre todo China), países que han conocido en los últimos años cierto desarrollo económico gracias a importantes afluencias de capitales extranjeros. Las «economías emergentes» no son ni mucho menos la nueva esperanza de la economía mundial. Sólo son otras manifestaciones tan frágiles como aberrantes de un sistema desquiciado.
[3] Libération, diario francés, 30/01/95.
[4] Marx «Revue de mai à octobre» (Revista de mayo a octubre), publicado en francés por Maximilen Rubel en Etudes de Marxologie, nº7, agosto de 1963.
Cuando en agosto de 1914 se declara la Primera Guerra mundial, que habría de causar más de veinte millones de víctimas, el papel desempeñado por los sindicatos, y sobre todo por la socialdemocracia aparece evidente para todo el mundo.
En el Reichstag, parlamento alemán, el SPD (Sozialdemokratische Partei Deutschland, Partido socialdemócrata alemán) decide por unanimidad votar a favor de los créditos de guerra. Al mismo tiempo, los sindicatos llaman a la Unión sagrada prohibiendo todo tipo de huelgas y pronunciándose a favor de la movilización de todas las fuerzas para la guerra.
Así justificaba la socialdemocracia el voto de los créditos de guerra por su grupo parlamentario: «En el momento del peligro, nosotros no abandonamos a nuestra patria. En esto estamos en acuerdo con la Internacional, la cual ha reconocido desde siempre el derecho de cada pueblo a la independencia nacional y a la autodefensa, del mismo modo que condenamos, en acuerdo con aquélla, toda guerra de conquista. Inspirándonos en esos principios, nosotros votamos los créditos de guerra pedidos». Patria en peligro, defensa nacional, guerra popular por la civilización y la libertad, ésos son los «principios» en los que se basa la representación parlamentaria de la socialdemocracia.
En la historia del movimiento obrero, ese acontecimiento fue la primera gran traición de un partido del proletariado. Como clase obrera, el proletariado es una clase internacional. Por eso es el internacionalismo el principio más básico para toda organización revolucionaria del proletariado; la traición de ese principio lleva sin remedio a la organización que la comete al campo del enemigo, el campo del capital.
El capital en Alemania nunca habría declarado la guerra si no hubiera estado seguro de contar con el apoyo de los sindicatos y de la dirección del SPD. La traición de aquéllos y ésta no fue ninguna sorpresa para la burguesía. En cambio, sí que provocó un enorme choque en las filas del movimiento obrero. Lenin, al principio, no podría creerse una noticia semejante de que el SPD había votado los créditos de guerra. A su entender, las primeras informaciones no podían ser más que mentiras para dividir al movimiento obrero ([1]).
En efecto, en vista de las tensiones imperialistas desde hacía años, la IIª Internacional había intervenido tempranamente contra los preparativos bélicos. En el congreso de Stuttgart de 1907 y en el de Basilea de 1912, incluso hasta los últimos días de julio de 1914, la Internacional se había pronunciado en contra de la propaganda y las acciones bélicas de la clase dominante; y eso, a pesar de la encarnizada resistencia del ala derechista, que ya era muy poderosa.
«En caso de que la guerra acabara estallando, el deber de la socialdemocracia es actuar para que cese de inmediato, y con todas sus fuerzas aprovecharse de la crisis económica y política creada por la guerra para agitar al pueblo, precipitando así la abolición de la dominación capitalista» (resolución adoptada en 1907 y confirmada en 1912).
«¡El peligro nos acecha, la guerra mundial amenaza!. Las clases dominantes que, en tiempos de paz, os estrangulan, os desprecian, os explotan, quieren ahora transformaros en carne de cañón. Por todas partes, debe resonar en los oídos de los déspotas: ¡Nosotros rechazamos la guerra!, ¡Abajo la guerra!, ¡Viva la confraternidad internacional de los pueblos! » (Llamamiento del comité director del SPD del 25 de julio de 1914, o sea diez días antes de la aprobación de la guerra el 4 de agosto de 1914).
Cuando los diputados del SPD votan en favor de la guerra, es en tanto que representantes del mayor partido obrero de Europa, partido cuya influencia va mucho más allá de las fronteras de Alemania, partido que es el fruto de años y años de trabajo y esfuerzo (a menudo en las peores condiciones, como ocurrió bajo la ley antisocialista que lo prohibió), partido que posee varias decenas de diarios y semanarios. En 1899, el SPD tenía 73 periódicos, con una tirada global de 400 000 ejemplares; 49 de entre los cuales salían seis veces por semana. En 1990, el partido se componía de más de 100 000 miembros.
Así, en el momento de la traición de la dirección del SPD, el movimiento revolucionario se encuentra ante un problema fundamental: ¿habrá que aceptar que la organización obrera de masas se pase al campo enemigo con armas y equipo?.
La dirección del SPD no fue, sin embargo, la única en traicionar. En Bélgica, el presidente de la Internacional, Vandervelde, es nombrado ministro del gobierno burgués, al igual que el socialista Jules Guesde en Francia. En este país, el Partido socialista va a decidirse por unanimidad a favor de la guerra. En Inglaterra, en donde el servicio militar no existía, el Partido laborista se encarga de organizar el reclutamiento. En Austria, aunque el Partido socialista no vota formalmente por la guerra, sí hace una propaganda desenfrenada en su favor. En Suecia, en Noruega, en Suiza, en Holanda, los dirigentes socialistas votan los créditos de guerra. En Polonia, el Partido socialista se pronuncia, en Galitzia-Silesia en apoyo de la guerra y, en cambio, en la Polonia bajo dominio ruso, votan en contra. Rusia da una imagen dividida: por un lado, los viejos dirigentes del movimiento obrero, como Plejánov y el líder de los anarquistas rusos, Kropotkin, pero también un puñado de miembros del Partido bolchevique de la emigración en Francia que llaman a la defensa contra el militarismo alemán. En Rusia, la fracción socialdemócrata de la Duma hace una declaración contra la guerra. Es la primera declaración oficial contra la guerra por parte de un grupo parlamentario de uno de los principales países beligerantes. El Partido socialista italiano toma, desde el principio, postura contra la guerra. En diciembre de 1914, el partido excluye de sus filas a un grupo de renegados, quienes, bajo la dirección de Benito Mussolini, se alinean con la burguesía favorable a la Entente y hacen propaganda por la participación de Italia en la guerra mundial. El Partido socialdemócrata obrero de Bulgaria (Tesniaks) adopta también una postura internacionalista consecuente.
La Internacional, orgullo de la clase obrera, se hunde en el fuego y la metralla de la guerra mundial. El SPD se ha convertido en un «cadáver hediondo». La Internacional se desintegra y se transforma, como dice Rosa Luxemburgo, en un «montón de fieras salvajes inyectadas de rabia nacionalista que se lanzan a mutuo degüello por la mayor gloria de la moral y del orden burgués». Sólo unos cuantos grupos en Alemania –Die Internationale, Lichtsrahlen, La Izquierda de Bremen–, el grupo de Trotski, Martov, una parte de sindicalistas franceses, el grupo De Tribune, con Gorter y Pannekoek, en Holanda, así como los Bolcheviques, defienden un planteamiento resueltamente internacionalista.
Paralelamente a esa traición decisiva de la mayoría de los partidos de la IIª Internacional, la clase obrera sufre inyecciones ideológicas con las que se logra acabar inoculándole la dosis fatal de veneno nacionalista. En agosto de 1914, no sólo es la mayor parte de la pequeña burguesía la que es alistada tras las pretensiones expansionistas de Alemania, sino también sectores enteros de la clase obrera, emborrachados por el nacionalismo. Además, la propaganda burguesa cultiva la ilusión de que «en unas cuantas semanas, a lo más tarde para Navidad», la guerra se habrá acabado y todo el mundo habrá vuelto a casa.
Mientras que la gran mayoría de la clase obrera permanece ebria de nacionalismo, en la noche del 4 de agosto de 1914 los principales representantes de la Izquierda de la socialdemocracia organizan una reunión en el domicilio de Rosa Luxemburg, en el que se encuentran, además de ésta, K. y H. Duncker, H. Eberlein, J. Marchlewski, F. Mehring, E.Meyer, W. Pieck. Aunque sean muy pocos esa noche, su acción va a tener una gran repercusión en los cuatro años siguientes.
Varios problemas esenciales están al orden del día de esa conferencia:
– la evaluación de la relación de fuerzas entre las clases,
– la evaluación de la relación de fuerzas en el SPD,
– los objetivos de la lucha contra la traición de la dirección del partido,
– las perspectivas y los medios de lucha.
La situación general, manifiestamente muy desfavorable, no es en absoluto motivo de resignación para los revolucionarios. Su actitud no es la de rechazar la organización, sino, al contrario, continuarla, desarrollar un combate en su seno, luchando con determinación para conservarle sus principios proletarios.
En el seno del grupo parlamentario socialdemócrata en el Reichstag se había producido, antes de la votación en favor de los créditos de guerra, un debate interno durante el cual 78 diputados se pronunciaron a favor y 14 en contra. Por disciplina de fracción, los 14 diputados, entre ellos Liebknecht, se sometieron a la mayoría votando los créditos de guerra. La dirección del SPD mantuvo secreto ese dato.
A nivel local en el partido, las cosas aparecen mucho menos unitarias. Inmediatamente, se alzan protestas contra la dirección en muchas secciones (Ortsvereine). El 6 de agosto, una mayoría aplastante de la sección local de Stuttgart expresa su desconfianza hacia la fracción parlamentaria. La izquierda consigue incluso excluir a la derecha del partido, quitándole de las manos el periódico local. Laufenberg y Wolfheim, en Hamburgo, reúnen a la oposición; en Bremen, el Bremer-Bürger-Zeitung interviene con determinación en contra de la guerra; el Braunschweiger Volksfreund, el Gothaer Volksblat, Der Kampf de Duisburg, otros periódicos de Nuremberg, Halle, Leipzig y Berlín alzan sus protestas contra la guerra, reflejando así la oposición de amplias partes del partido. En una asamblea de Stuttgart del 21 de septiembre de 1914, se dirige una crítica contra la actitud de Liebknecht. Él mismo diría más tarde que haber actuado como lo hizo, por disciplina de fracción, había sido un error desastroso. Como desde el inicio de la guerra, todos los periódicos están sometidos a censura, las expresiones de protesta se ven inmediatamente reducidas al silencio. La oposición en el SPD se apoya entonces en la posibilidad de hacer oír su voz en el extranjero. El Berner Tagwacht (periódico de Berna, Suiza) va a convertirse en el portavoz de la izquierda del SPD; de igual modo, los internacionalistas van a expresar su posición en la revista Lichstrahlen, editada por Borchart entre septiembre de 1913 y abril del 16.
Un examen de la situación en el seno del SPD muestra que si bien la dirección ha traicionado, el conjunto de la organización no se ha dejado alistar en la guerra. Por eso, aparece claramente esta perspectiva: para defender la organización, para no abandonarla en manos de los traidores, debe decidirse su expulsión rompiendo claramente con ellos.
Durante la conferencia en el domicilio de Rosa Luxemburg, se discute la cuestión: ¿debemos, en signo de protesta o de repulsa ante la traición abandonar el partido?. Se rechaza esta idea por unanimidad pues no debe abandonarse la organización, poniéndosela en bandeja, por así decirlo, a la clase dominante. No se puede en efecto, abandonar el partido, construido con tantos y tantos esfuerzos, como ratas que abandonan la nave. Luchar por la organización no significa, en ese momento, salir de ella, sino combatir por su reconquista.
Nadie piensa en ese momento en abandonar la organización. La relación de fuerzas no obliga a la minoría a hacerlo. Tampoco se trata, por ahora, de construir una nueva organización independiente. Rosa Luxemburgo y sus camaradas, por su actitud, forman parte de los defensores más consecuentes de la necesidad de la organización.
El hecho es que, bastante tiempo antes de que la clase obrera se haya librado de su embrutecimiento, los internacionalistas ya han entablado el combate. Como vanguardia que son, no se ponen a esperar las reacciones de la clase obrera en su conjunto sino que se ponen a la cabeza del combate de su clase. Cuando todavía el veneno nacionalista sigue afectando a la clase obrera, cuando ésta sigue todavía entregada ideológica y físicamente al fuego de la guerra imperialista, los revolucionarios, en las difíciles condiciones de la ilegalidad, ya han puesto al desnudo el carácter imperialista del conflicto. En esto también, en su labor contra la guerra, los revolucionarios no se ponen a esperar que el proceso de toma de conciencia de amplias partes de la clase obrera se haga solo. Los internacionalistas asumen sus responsabilidades de revolucionarios, como miembros que son de una organización política del proletariado. No pasa ni un solo día de guerra sin que se reúnan, en torno a los futuros espartaquistas, para inmediatamente emprender la defensa de la organización y poner las bases efectivas para la ruptura con los traidores. Esta manera de actuar está muy lejos del espontaneismo que a veces se aplica a los espartaquistas y a Rosa Luxemburg.
Los revolucionarios entran inmediatamente en contacto con internacionalistas de otros países. Así, Liebknecht es enviado al extranjero como representante más eminente. Toma contacto con los partidos socialistas de Bélgica y de Holanda.
La lucha contra la guerra es impulsada en dos planos: por un lado el campo parlamentario, en donde los espartaquistas pueden todavía utilizar la tribuna parlamentaria, y por otro lado, el más importante, el desarrollo de la resistencia en el plano local del partido y en contacto directo con la clase obrera.
Es así como, en Alemania, Liebknecht se convierte en abanderado de la lucha.
En el parlamento, Liebknecht logra atraer cada vez más diputados. Es evidente que al principio dominan el temor y las vacilaciones. Pero el 22 de octubre de 1914, cinco diputados del SPD abandonan la sala en señal de protesta. El 2 de diciembre, Liebknecht es el único en votar abiertamente contra los créditos de guerra; en marzo de 1915, durante una votación de nuevos créditos, alrededor de 30 diputados abandonan la sala y un año más tarde, el 19 de agosto de 1915, 36 diputados votan contra los créditos.
Pero el verdadero centro de gravedad se encuentra, naturalmente, en la actividad de la clase obrera misma, en la base de los partidos obreros, de un lado, y de otro, en las acciones de masa de la clase obrera en las fábricas y en la calle.
Inmediatamente después del estallido de la guerra, los revolucionarios habían tomado posición clara y enérgica sobre su naturaleza imperialista ([2]). En abril de 1915 se imprime el primer y único número de Die Internationale en 9000 ejemplares, de los cuales se venden 5000 en la primera noche. De ahí viene el nombre del grupo Die Internationale.
A partir del invierno de 1914-15, se difunden los primeros panfletos contra la guerra, con el más célebre de entre ellos: El Enemigo principal está en nuestro propio país.
El material de propaganda contra la guerra circula en numerosas asambleas locales de militantes. La negativa de Liebknecht a votar los créditos de guerra acaba haciéndose pública, haciendo de él el adversario más célebre de la guerra, primero en Alemania y después en los países vecinos. Los servicios de seguridad de la burguesía consideran naturalmente todas las tomas de posición de los revolucionarios como «muy peligrosas». En las asambleas locales de militantes, los representantes de los dirigentes traidores del partido denuncian a los militantes que reparten material de propaganda contra la guerra. Incluso son detenidos algunos de ellos. El SPD está dividido en lo más profundo de su ser.
Hugo Eberlein contará más tarde, en el momento de la fundación del KPD el 31 de diciembre de 1918, que existían enlaces entre más de 300 ciudades. Para acabar con el peligro creciente de la resistencia a la guerra en las filas del partido, la dirección decide en enero de 1915, en común acuerdo con el mando militar de la burguesía, hacer callar definitivamente a Liebknecht movilizándolo en el ejército. De este modo le queda prohibido tomar la palabra y no puede acudir a las asambleas de militantes. El 18 de febrero de 1915, Rosa Luxemburgo es encarcelada hasta febrero de 1916 y, exceptuando algunos meses entre febrero y julio de 1916, permanecerá en prisión hasta octubre de 1918. En septiembre de 1915, Ernst Meyer, Hugo Eberlein y, después, Franz Mehring, con 70 años de edad, y muchos más son también encarcelados.
A pesar de esas difíciles condiciones, van a proseguir su labor contra la guerra y hacer todo lo posible para seguir desarrollando el trabajo organizativo.
Mientras tanto, la realidad de la guerra empuja a cada vez más obreros a librarse de la borrachera nacionalista. La ofensiva alemana en Francia queda bloqueada y se inicia una larga guerra de posiciones. Ya a finales del año 14 han caído 800 000 soldados. La guerra de posiciones en Francia y en Bélgica cuesta, en la primavera del 15, cientos de miles de muertos. En la batalla del Somme, 60 000 soldados encuentran la muerte el mismo día. En el frente, cunde rápidamente el desánimo, pero sobre todo es en el «frente interior» en donde la clase obrera se ve hundida en la mayor miseria. Se moviliza a las mujeres en la producción de armas, el precio de los productos alimenticios se dispara, y acaban siendo racionados. El 18 de marzo de 1915 se produce la primera manifestación de mujeres contra la guerra. Del 15 al 18 de octubre se señalan enfrentamientos sangrientos entre policía y manifestantes contra la guerra en Chemnitz. En noviembre de 1915, entre diez y 15 000 manifestantes desfilan en Berlín contra la guerra. En otros países se producen igualmente movimientos en la clase obrera. En Austria, surgen multitud de «huelgas salvajes» en contra la voluntad de los sindicatos. En Gran Bretaña, 250 000 mineros en el sur del Pais de Gales hacen huelga; en Escocia, en el valle del Clyde, son los obreros de la construcción mecánica. En Francia se producen huelgas en el textil.
La clase obrera empieza lentamente a salir de los miasmas nacionalistas en los que se encuentra, expresando de nuevo su voluntad de defender sus intereses de clase explotada. La unión sagrada empieza a vacilar.
Con el estallido de la Iª Guerra mundial y la traición de los diferentes partidos de la IIª Internacional, una época se termina. La Internacional ha muerto, pues varios de sus partidos han dejado de tener una orientación internacionalista. Se han pasado al campo de sus burguesías nacionales respectivas. Una Internacional compuesta de diferentes partidos nacionales miembros de ella, no traiciona como tal; acaba muriendo y perdiendo su papel para la clase obrera. No podrá ser enderezada como tal Internacional.
La guerra ha permitido al menos que se clarifiquen las cosas en el seno del movimiento obrero internacional: por un lado los partidos que traicionaron, del otro lado, la izquierda revolucionaria que sigue defendiendo consecuente e inflexiblemente las posiciones de clase, aunque al principio sólo sea una pequeña minoría. Entre ambos lados hay una corriente centrista, que oscila entre los traidores y los internacionalistas, vacilando constantemente entre tomar posición sin ambigüedades y negándose a la ruptura clara con los socialpatriotas.
En Alemania misma, la oposición a la guerra está al principio dividida en varios agrupamientos:
– los vacilantes, cuya gran parte pertenece a la fracción parlamentaria socialdemócrata en el Reichstag: Haase, Ledebour son los más conocidos;
– el grupo en torno a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, Die Internationale, que adopta el nombre de Spartakusbund (Liga Espartaco) a partir de 1916;
– los grupos en torno a la Izquierda de Bremen (el Bremer Bürgerzeitung aparece a partir de julio de 1916), con J. Knief y K.Radek, el grupo de J. Borchardt (Lichtstrahlen), y otros de otras ciudades (en Hamburgo, en torno a Wolfheim y Laufenberg, en Dresde, en torno a O. Rühle). A finales de 1915, la Izquierda de Bremen y el grupo de Borchardt se fusionan tomando el nombre de Internationale Sozialisten Deutschlands (ISD).
Tras una primera fase de desorientación y de ruptura de contactos, a partir de la primavera de 1915, tienen lugar en Berna las conferencias internacionales de Mujeres socialistas (del 26 al 28 de marzo) y de Jóvenes socialistas (del 5 al 7 de abril). Y tras varios aplazamientos se reúnen en Zimmerwald (cerca de Berna), del 5 al 8 de septiembre, 37 delegados de 12 países europeos. La delegación más importante numéricamente es la de Alemania, son diez representantes mandatados por tres grupos de oposición: los Centristas, el grupo Die Internationale (E. Meyer, B. Thalheimer), los ISD (J. Borchardt). Mientras que los Centristas se pronuncian a favor de acabar con la guerra sin cambios en las relaciones sociales, para la Izquierda el vínculo entre guerra y revolución es un problema central. La conferencia de Zimmerwald, tras unas fuertes discusiones, se separa adoptando un Manifiesto en el que se llama a los obreros de todos los países a luchar por la emancipación de la clase obrera y por las metas del socialismo, mediante la lucha de clase proletaria más intransigente. En cambio, los Centristas se niegan a que conste la necesidad de la ruptura con el socialchovinismo y el llamamiento a acabar con el propio gobierno imperialista de cada país. El Manifiesto de Zimmerwald va a conocer pese a todo un eco enorme en la clase obrera y entre los soldados. Aunque sea más bien un compromiso, criticado por la izquierda, ya que los Centristas siguen dudando fuertemente ante una toma de postura zanjada, es sin embargo un paso decisivo hacia la unificación de las fuerzas revolucionarias.
En un artículo publicado en la Revista internacional, ya hemos hecho nosotros la crítica del grupo Die Internationale, el cual, al principio, vacilaba todavía en reconocer la necesidad de transformar la guerra imperialista en guerra civil.
Los revolucionarios impulsan así el proceso hacia la unificación y su intervención encuentra un eco cada vez mayor.
El 1º de Mayo de 1916 en Berlín, unos 10000 obreros se manifiestan contra la guerra. Liebknecht toma la palabra y exclama «¡Abajo la guerra!, ¡Abajo el gobierno!». Es detenido inmediatamente, lo cual va a desatar una oleada de protestas. La valiente intervención de Liebknecht sirve en ese momento de estímulo y de orientación a los obreros. La determinación de los revolucionarios para luchar contra la corriente socialpatriota y para seguir con la defensa de los principios proletarios no los aísla más todavía, sino que produce un efecto de ánimo para el resto de la clase obrera en su entrada en lucha.
En mayo de 1916, los mineros del distrito de Beuthen se ponen en huelga por subidas de salarios. En Leipzig, Bruswick y Coblenza, se producen manifestaciones obreras contra el hambre y reuniones contra la carestía de la vida. Se decreta el estado de sitio en Leipzg. Las acciones de los revolucionarios, el que, a pesar de la censura y la prohibición de reunirse, se extienda la información sobre la respuesta creciente contra la guerra, va a dar un impulso suplementario a la combatividad de la clase obrera en su conjunto.
El 27 de mayo de 1916, 25 000 obreros se manifiestan en Berlín contra la detención de Liebknecht. Un día más tarde se produce la primera huelga política de masas contra su encarcelamiento, reuniendo a 55 000 obreros. En Brunswick, Bremen, Leipzig en otras muchas ciudades se producen también asambleas de solidaridad y manifestaciones contra el hambre. Hay reuniones obreras en una docena de ciudades. Tenemos aquí une plasmación patente de las relaciones existentes entre los revolucionarios y la clase obrera. Los revolucionarios no están fuera de la clase obrera, ni por encima de ella, sino que forman su parte más clarividente, la más decidida y unida en organizaciones políticas. Su influencia depende, sin embargo, de la «receptividad» de la clase obrera en su conjunto. Aunque la cantidad de personas organizadas en el movimiento espartaquista es todavía reducida, cientos de miles de obreros siguen sin embargo sus consignas. Son cada día más los portavoces del sentir de las masas.
Por eso, la burguesía va a intentarlo todo por aislar a los revolucionarios de la clase obrera desencadenando en esta fase una oleada de represión. Muchos miembros de la Liga espartaquista son puestos en arresto preventivo. Rosa Luxemburg y casi toda la Central de la Liga Espartaco son detenidas durante la segunda mitad de 1916. Cantidad de espartaquistas son denunciados por los funcionarios del SPD por haber distribuido octavillas en las reuniones del SPD; los calabozos de la policía se llenan de militantes espartaquistas.
Mientras las matanzas del frente del Oeste (Verdún) causan más y más víctimas, la burguesía exige más y más obreros en el «frente del interior», en las fábricas. Ninguna guerra puede realizarse si la clase obrera no está dispuesta a sacrificar su vida en aras del capital. Y, en ese momento, la clase dominante se enfrenta a una resistencia cada vez más fuerte.
Las protestas contra el hambre no cesan (¡la población sólo puede obtener la tercera parte de sus necesidades en calorías!). En el otoño de 1916 hay, casi todos los días, protestas o manifestaciones en las grandes ciudades, en septiembre en Kiel, en noviembre en Dresde, en enero de 1917, un movimiento de mineros del Ruhr. La relación de fuerzas entre capital y trabajo empieza a alterarse lentamente. En el seno del SPD, la dirección socialpatriota encuentra cada vez mayores dificultades. Aunque, gracias a una colaboración muy estrecha con la policía, hace detener y mandar al frente a todo obrero opositor, aunque en las votaciones dentro del partido, consigue mantener la mayoría en su favor gracias a manipulaciones de toda índole, no por ello consigue ya acallar la resistencia creciente contra su actitud. La minoría revolucionaria gana cada vez más influencia dentro del partido. A partir del otoño de 1916, hay más y más secciones locales (Ortsvereine) que deciden la huelga de las cuotas a entregar a la dirección.
La oposición tiende desde entonces, intentando unir sus fuerzas, a eliminar el comité director para tomar el partido en sus manos.
El comité director del SPD ve cómo la relación de fuerzas se va desarrollando en desventaja suya. Tras una reunión del 7 de enero de 1917 de una conferencia nacional de la oposición, el comité director decide entonces la exclusión de todos los oponentes. La escisión se está consumando. La ruptura organizativa es inevitable. Las actividades internacionalistas y la vida política de la clase obrera no pueden seguir desarrollándose en el seno del SPD, sino, desde ahora en adelante, únicamente fuera de él. Toda la vida proletaria que podía quedar en el SPD se ha extinguido al ser expulsadas sus minorías revolucionarias. Ha dejado de ser posible trabajar dentro del SPD; los revolucionarios deben organizarse fuera de él ([3]).
La oposición se encuentra enfrentada al problema: ¿qué organización construir?. Digamos por ahora que a partir de ese período de la primavera de 1917, las diferentes corrientes en el seno de la Izquierda en Alemania van a seguir por direcciones diferentes.
En un próximo artículo abordaremos más en profundidad cómo debe apreciarse el trabajo organizativo de ese momento.
En esos mismos momentos, a nivel internacional, la presión de la clase obrera está dando un paso decisivo.
En febrero (marzo en el calendario occidental), los obreros y los soldados, en Rusia, crean de nuevo, como en 1905 en su lucha contra la guerra, consejos obreros y de soldados. El zar es derrocado. Se desencadena en el país un proceso revolucionario, que va a tener un rápido eco en los países vecinos y en el mundo entero. El acontecimiento va hacer nacer una inmensa esperanza en las filas obreras. El desarrollo posterior de las luchas sólo puede comprenderse plenamente a la luz de la revolución en Rusia. Pues el hecho de que la clase obrera haya echado abajo a la clase dominante en un país, que haya comenzado a socavar los cimientos capitalistas, es como un faro que alumbra la dirección que debe seguirse. Y hacia esa dirección se dirigen las miradas de la clase obrera del mundo entero.
Las luchas de la clase obrera en Rusia tienen una enorme repercusión sobre todo en Alemania.
En el Ruhr se produce, entre el 16 y el 22 de febrero de 1917, una ola de huelgas. En muchas otras ciudades alemanas tienen lugar otras acciones de masas. Ya no ha de pasar una semana sin que haya importantes acciones de resistencia, exigiendo subidas de salario y un mejor abastecimiento. En casi todas las ciudades hay movimientos provocados por las dificultades de aprovisionamiento. Cuando se anuncia en abril une nueva reducción de las raciones alimenticias, se desborda la ira de la clase obrera. A partir del 16 de abril, se produce una gran ola de huelgas de masas en Berlín, Leipzig, Magdeburgo, Honnover, Brunswick, Dresde. Los jefes del ejército, los principales políticos burgueses, los dirigentes de los sindicatos y del SPD, Ebert y Scheidemann especialmente, se conciertan para intentar controlar el movimiento huelguístico.
Son más de 300 000 obreros, en más de 30fábricas, los que hacen huelga. Se trata de la segunda gran huelga de masas después de las luchas contra la detención de Liebknecht en julio de 1916.
«Se organizaron múltiples asambleas en salones o al aire libre, se pronunciaron discursos, se adoptaron resoluciones. De este modo, el estado de sitio fue quebrantado en un santiamén, quedando reducido a la nada en cuanto las masas se pusieron en movimiento y, decididas, tomaron posesión de la calle» (Spartakusbriefe, abril de 1917).
La clase obrera de Alemania seguía así los pasos a sus hermanos de Rusia, enfrentándose al capital en un inmenso combate revolucionario.
Luchan exactamente con los medios descritos por Rosa Luxemburg en su folleto Huelga de masas, escrito tras las luchas de 1905: asambleas masivas, manifestaciones, reuniones, discusiones y resoluciones comunes en las fábricas, asambleas generales, hasta la formación de los consejos obreros.
Desde que los sindicatos se integraron en el Estado, a partir de 1914, le sirven a éste de parapeto contra las reacciones obreras. Sabotean las luchas por todos los medios. El proletariado aprende que debe ponerse por sí mismo en actividad, organizarse por sí mismo, unificarse por sí mismo. Ninguna organización construida de antemano podrá hacer esas tareas en su lugar.
Los obreros de Alemania, del país industrial más desarrollado de entonces, demuestran su capacidad para organizarse por sí mismos. Contrariamente a los discursos que hoy día nos echan sin cesar, la clase obrera es perfectamente capaz de entrar masivamente en lucha y organizarse para ello.
Desde ahora, la lucha ya no podrá desarrollarse nunca más en el marco sindical reformista, o sea por ramos de actividad separados unos de otros. Desde ahora, la clase obrera muestra que es capaz de unificarse, por encima de los sectores profesionales y los ramos de actividad, y entrar en acción por reivindicaciones compartidas por todos: pan y paz, liberación de los militantes revolucionarios. Por todas partes resuena el grito por la liberación de Liebknecht. Las luchas ya no podrán ser preparadas cuidadosamente de antemano, al modo de un estado mayor como ocurría en el siglo anterior. La tarea de la organización política es la de asumir, en las luchas, el papel de dirección política y no la de organizar a los obreros.
En la ola de huelgas de 1917 en Alemania, los obreros se enfrentan directamente por vez primera a los sindicatos. Éstos, que en el siglo anterior habían sido creados por la clase obrera misma, desde el principio de la guerra se convirtieron en defensores del capital en las fábricas, siendo desde entonces un obstáculo para la lucha proletaria. Los obreros de Alemania son los primeros en hacer la experiencia de que, desde ahora en adelante, en la lucha no podrán avanzar si no se enfrentan a los sindicatos.
Los efectos del comienzo de la revolución en Rusia se propagan primero entre los soldados. Los acontecimientos revolucionarios son discutidos con gran entusiasmo; se producen frecuentes actos de confraternidad en el frente del Este entre soldados alemanes y rusos. Durante el verano de 1917 ocurren los primeros motines en la flota alemana: la represión sangrienta es una vez más capaz de apagar las primeras llamaradas, pero ya no es posible frenar la extensión de ímpetu revolucionario a largo plazo.
Los partidarios de Espartaco y los miembros de las Linksradicale de Bremen tienen una gran influencia entre los marinos.
En las ciudades industriales, la respuesta obrera sigue desarrollándose: de la región del Ruhr a la Alemania central, desde Berlín al Báltico, por todas partes, la clase obrera hace frente a la burguesía. El 16 de abril, los obreros de Leipzig publican un llamamiento a los obreros de otras ciudades para que se unan a ellos.
Los espartaquistas se encuentran en las primeras filas de esos movimientos. Desde la primavera de 1917, al reconocer plenamente el significado del movimiento en Rusia, han echado puentes hacia la clase obrera rusa y han puesto de relieve la perspectiva de la extensión internacional de las luchas revolucionarias. En sus folletos, en sus octavillas, en las polémicas ante la clase obrera, intervienen sin cesar contra unos centristas vacilantes que evitan las tomas de postura claras; los espartaquistas contribuyen en la comprensión de la nueva situación, ponen al desnudo sin cesar la traición de los socialpatriotas y muestran a la clase obrera cómo volver a encontrar el camino de su terreno de clase.
Los espartaquistas insisten especialmente en:
– si la clase obrera desarrolla una relación de fuerzas suficiente, será capaz de poner fin a la guerra y provocar el derrocamiento de la clase capitalista;
– en esa perspectiva, es necesario recoger la antorcha revolucionaria encendida por la clase obrera en Rusia. El proletariado en Alemania ocupa, en efecto, un lugar central y decisivo.
«En Rusia los obreros y los campesinos (...) han echado abajo al viejo gobierno zarista y han tomado en manos propias su destino. Las huelgas y los paros de trabajo son de una tenacidad y de una unidad tales, que nos garantizan actualmente no sólo unos cuantos éxitos limitados, sino el final del genocidio, del gobierno alemán y de la dominación de los explotadores... La clase obrera no ha sido nunca tan fuerte durante la guerra como ahora cuando está unida y solidaria en su acción y su combate; la clase dominante, nunca tan mortal... únicamente la revolución alemana podrá aportar a todos los pueblos la paz ardientemente deseada y la libertad. La revolución rusa victoriosa, unida a la revolución alemana victoriosa son invencibles. A partir del día en que se derrumbe el gobierno alemán –incluído el militarismo alemán– sometido a los golpes revolucionarios del proletariado, una nueva era se abrirá: una era en la que las guerras, la explotación y la opresión capitalistas deberán desaparecer para siempre» (panfleto espartaquista de abril de 1917).
«Se trata de romper la dominación de la reacción y de las clases imperialistas en Alemania, si queremos acabar con el genocidio... Sólo mediante la lucha de las masas, mediante el levantamiento de las masas, con las huelgas de masas que paran toda actividad económica y el conjunto de la industria de guerra, sólo mediante la revolución y la conquista de la república popular en Alemania se podrá poner fin al genocidio e instaurarse la paz general. Y sólo así podrá ser también salvada la revolución rusa».
«La catástrofe internacional no puede sino dominar al proletariado internacional. Únicamente la revolución proletaria mundial puede acabar con la guerra imperialista mundial» (Carta de Spartakus nº 6, agosto de 1917).
La Izquierda radical es consciente de su responsabilidad y comprende plenamente todo lo que está en juego si la revolución en Rusia queda aislada: «... El destino de la revolución rusa: alcanzará su objetivo exclusivamente como prólogo de la revolución europea del proletariado. En cambio, si los obreros europeos, alemanes, siguen de espectadores de ese drama cautivante, si siguen de mirones, entonces el poder ruso de los soviets no podrá llegar más lejos que el destino de la Comuna de París» (Spartakus, enero de 1918).
Por eso, el proletariado en Alemania, que se encuentra en una posición clave para la extensión de la revolución, debe tomar conciencia de su papel histórico.
«El proletariado alemán es el aliado más fiel, el más seguro de la revolución rusa y de la revolución internacional proletaria» (Lenin).
Examinando la intervención de los espartaquistas en su contenido, podemos comprobar que es claramente internacionalista, que da una orientación justa al combate de los obreros: el derrocamiento del gobierno burgués y el derrocamiento mundial de la sociedad capitalista como perspectiva, la denuncia de la táctica de sabotaje de las fuerzas al servicio de la burguesía.
Aunque el movimiento revolucionario en Rusia, a partir de febrero de 1917, está dirigido fundamentalmente contra la guerra, no tiene, sin embargo, por sí solo la fuerza suficiente para acabar con ella. Para ello es necesario que la clase obrera de los grandes bastiones industriales del capitalismo entre en escena. Y con la conciencia profunda de esta necesidad es como el proletariado de Rusia, en cuanto los soviets toman el poder en Octubre de 1917, lanza un llamamiento a todos los obreros de los países beligerantes:
«El gobierno de los obreros y campesinos creado por la revolución del 24 y 25 de octubre, apoyándose en los soviets obreros, de soldados y de campesinos, propone a todos los pueblos beligerantes y a sus gobiernos el inicio de negociaciones sobre una paz equitativa y democrática» (26 de noviembre de 1917).
La burguesía mundial, por su parte, es consciente del peligro que para su dominación contiene una situación así. Por eso, se trata para ella, en ese momento, de hacerlo todo para apagar la llamarada que se ha encendido en Rusia. Ésa es la razón por la que la burguesía alemana, con la bendición de todos, va a proseguir su ofensiva guerrera contra Rusia y eso después de haber firmado un acuerdo de paz con el gobierno de los soviets en Brest-Litovsk en enero de 1918. En su panfleto titulado La Hora decisiva, los espartaquistas advierten a los obreros:
«Para el proletariado alemán está sonando la hora decisiva. ¡Estad vigilantes! pues con esas negociaciones el gobierno alemán lo que precisamente intenta hacer es cegar al pueblo, prolongando y agravando la miseria y el abandono provocados por el genocidio. El gobierno y los imperialistas alemanes no hacen sino perseguir los mismos fines con nuevos medios. So pretexto del derecho a la autodeterminación de las naciones van a ser creados estados títeres en las provincias rusas ocupadas, estados condenados a una falsa existencia, dependientes económica y políticamente de los “liberadores” alemanes, los cuales se los comerán, claro está, a la primera ocasión que se les presente».
Sin embargo, habrá de pasar un año más antes de que la clase obrera de los centros industriales sea lo suficientemente fuerte para repeler el brazo asesino del imperialismo.
Pero ya desde 1917, el eco de la revolución victoriosa en Rusia, por un lado, y la intensificación de la guerra por los imperialistas, por otro, empujan cada día más a los obreros a poner fin a la guerra.
El fuego de la revolución se propaga, en efecto, por los demás países.
– En Finlandia, en enero de 1918, se crea un comité ejecutivo obrero, que prepara la toma del poder. Estas luchas van a ser derrotadas militarmente en marzo de 1918. El ejército alemán movilizará, sólo él, a más de 15 000 soldados. El balance de los obreros asesinados será de más de 25 000.
– El 15 de enero de 1918 se inicia en Viena una huelga de masas política que se va extendiendo a casi todo el imperio de los Habsburgos. En Brünn, Budapest, Graz, Praga, Viena y en otras ciudades se producen manifestaciones de gran amplitud a favor de la paz.
– Se forma un consejo obrero, que unifica las acciones de la clase obrera. El 1º de febrero de 1918, los marinos de la flota austro-húngara se sublevan en el puerto de guerra de Cattaro contra la continuación de la guerra y confraternizan con los obreros en huelga del arsenal.
– En el mismo período, hay huelgas en Inglaterra, en Francia y en Holanda (ver el artículo «Lecciones de la primera oleada revolucionaria del proletariado mundial (1917-23)» en la Revista internacional nº 80).
Tras la ofensiva alemana contra el recién estrenado poder obrero en Rusia, la cólera obrera se desborda. El 28 de enero, 400 000 obreros de Berlín entran en huelga, especialmente en las fábricas de armamento. El 29 de enero el número de huelguistas alcanza los 500 000. El movimiento se extiende a otras ciudades; en Munich una asamblea general de huelguistas lanza el siguiente llamamiento: «los obreros de Munich en huelga envían saludos fraternos a los obreros belgas, franceses, ingleses, italianos, rusos y americanos. Nos unimos a ellos en la determinación de luchar para poner fin de inmediato a la guerra mundial... Queremos imponer solidariamente la paz mundial... ¡Proletarios de todos los países uníos!» (citado por R. Müller, Pág. 148).
En este movimiento de masas, el más importante durante la guerra, los obreros forman un Consejo obrero en Berlín. Un panfleto de los espartaquistas hace el llamamiento siguiente: «Debemos crear una representación elegida libremente a imagen del modelo ruso y austriaco que tenga como objetivo dirigir esta lucha y las siguientes. Cada fábrica deberá elegir un hombre de confianza por cada 100 obreros». En total se reúnen más de 1800 delegados.
El mismo panfleto declara: «dirigentes sindicales, socialistas gubernamentales y cualquier otro pilar del esfuerzo de guerra no deberán ser elegidos bajo ningún concepto en las delegaciones... Esos hombres de paja, esos agentes voluntarios del gobierno, esos enemigos mortales de la huelga de masas no tienen nada que hacer entre los trabajadores en lucha (...) En la huelga de masas de abril de 1917 rompieron los cimientos de la huelga de masas explotando las confusiones de las masas obreras y orientado al movimiento hacia callejones sin salida (...) Esos lobos disfrazados de corderos amenazan el movimiento con un peligro mayor que el de la policía imperial prusiana».
En el centro de las reivindicaciones están: la paz, la presencia de representantes obreros de todos los países en las negociaciones de paz...La asamblea de los Consejos obreros, declara: «Llamamos a los proletarios de Alemania así como a los obreros de todos los países beligerantes a seguir el ejemplo triunfante de nuestros camaradas de Austria-Hungría, a realizar simultáneamente la huelga de masas, ya que solo la lucha de clases internacional solidaria nos aportará definitivamente la paz, la libertad y el pan».
Otro panfleto espartaquista afirma «Tendremos que hablar ruso a la reacción», llamando a manifestaciones de solidaridad en la calle.
Cuando ya más de un millón de obreros se han sumado a la lucha, la clase dominante opta por una táctica que después utilizaría sin cesar contra la clase obrera. Toma al SPD de punta de lanza para torpedear el movimiento desde el interior. Este partido traidor, sacando provecho de su influencia todavía importante en el movimiento obrero, consigue enviar al Comité de acción, a la dirección de la huelga, a tres representantes que van a dedicar toda su energía a quebrar el movimiento. Desempeñan, sin dudarlo un instante, el papel de saboteadores de la lucha desde el interior. Ebert lo reconoce abiertamente: «He entrado en la dirección de la huelga con la intención deliberada de acabar con ella rápidamente y librar al país de todo mal (...). El deber de todos los trabajadores era apoyar a sus hermanos y sus padres en el frente y proveerles de las mejores armas. Los trabajadores de Francia e Inglaterra no pierden ni una hora de trabajo con tal de ayudar a sus hermanos en el frente. La victoria debe ser el objetivo al que deben dedicarse todos los alemanes» (Ebert, 30 de enero de 1918). Los obreros pagarán muy caras sus ilusiones respecto a la socialdemocracia y sus dirigentes.
Tras haber movilizado a los trabajadores a la guerra en 1914, el SPD se opone en aquellos momentos, con todas sus fuerzas, a las huelgas. Este hecho demuestra la clarividencia y el instinto de supervivencia de la clase dominante, la conciencia del peligro que representa para ella la clase obrera. Los espartaquistas, por su parte, denuncian alto y fuerte el peligro mortal que representaba la socialdemocracia contra los trabajadores, poniendo en guardia al proletariado contra ella. A los pérfidos métodos de la socialdemocracia, la clase dominante añade las intervenciones directas y brutales contra los huelguistas, con la ayuda del Ejército. Son abatidos una docena de obreros y son alistados por la fuerza decenas de miles, aunque, eso sí, estos mismos obreros, meses después, habrán de contribuir con su agitación a la desestabilización del Ejército.
El 3 de febrero, las huelgas son finalmente saboteadas.
Podemos comprobar que la clase obrera en Alemania utiliza exactamente los mismos medios de lucha que en la Rusia revolucionaria: huelga de masas, consejos obreros, delegados elegidos y revocables, manifestaciones masivas en la calle; todos esos medios serán desde entonces las armas «clásicas» de la clase obrera.
Los espartaquistas desarrollan una orientación justa para el movimiento pero no disponen todavía de una influencia determinante. «Muchos de los nuestros eran delegados, pero estaban dispersos, no tenían un plan de acción y se perdían en la masa» (Barthel, Pág. 591).
Esta debilidad de los revolucionarios y el trabajo de sabotaje de la socialdemocracia van a ser los factores decisivos en el golpe mortal que sufre el movimiento en aquellos momentos.
«Si no hubiéramos entrado en los comités de huelga, estoy convencido de que la guerra y todo lo demás habrían sido barridos desde enero. Había el peligro de un hundimiento total y de la irrupción de una situación a la rusa. Gracias a nuestra acción la huelga se acabó y todo ha vuelto al orden» (Scheidemann).
El movimiento obrero en Alemania se enfrenta a un enemigo más fuerte que en Rusia. La clase capitalista de Alemania, ya ha sacado realmente todas las lecciones que le permitirán actuar con todos los medios a su alcance contra la clase obrera.
Ya en esta ocasión, el SPD da pruebas de su capacidad para entrampar a la clase obrera y quebrar el movimiento colocándose a la cabeza del mismo. En las luchas posteriores su capacidad será mucho más destructiva.
La derrota de enero de 1918 ofrece a las fuerzas del capital la posibilidad de continuar su guerra por algunos meses más. A lo largo de 1918, el Ejército lanza varias ofensivas. Estas acciones se saldan, sólo para Alemania y únicamente en 1918, con un balance de 550000 muertos y prácticamente con un millón de heridos.
Tras los acontecimientos de 1918 la combatividad obrera, a pesar de todo, no queda totalmente eliminada. Bajo la presión de la situación militar, que no hacia más que empeorar, un número creciente de soldados empiezan a desertar y el frente se va disgregando. A partir del verano, no sólo vuelve a crecer la disposición para la lucha en las fábricas, sino que además, los jefes del Ejército se ven obligados a reconocer abiertamente que no son capaces de mantener a los soldados en el frente. Para la burguesía el alto el fuego se convierte en una necesidad urgente.
La clase dominante vuelve a demostrar que ha sacado las lecciones de todo lo que había ocurrido en Rusia.
En abril de 1917, la burguesía alemana dejó que Lenin atravesara Alemania en un vagón blindado, con la esperanza de que la acción de los revolucionarios rusos contribuyera al desarrollo del caos en Rusia y facilitara, así, la consecución de los objetivos imperialistas alemanes. Pero el ejército alemán no podía imaginarse entonces que iba a producirse una revolución proletaria en Octubre de 1917. Se trata para ella ahora, en 1918, de evitar a toda costa, un proceso revolucionario idéntico al de Rusia.
El SPD entra entonces en el gobierno burgués formado recientemente, para servir de freno a tal posibilidad.
«Si negamos nuestra colaboración en estas circunstancias, habrá un peligro muy serio (...) de que el movimiento nos pase por encima y se instale momentáneamente un régimen bolchevique también en nuestro país» (G. Noske, 23/09, 1918).
A finales de 1918, las fábricas vuelven a estar en ebullición, las huelgas estallan sin cesar en diferentes lugares. Es simplemente cuestión de tiempo para que de nuevo la huelga de masas inunde todo el país. La combatividad aumenta alimentada por la acción de los soldados. En octubre, el Ejército ordena una nueva ofensiva de la marina de guerra, provocando motines de inmediato. Los marineros de Kiel y de otros puertos del Báltico se niegan a salir a la mar. El 3 de noviembre se desencadena una oleada de protestas y de huelgas contra la guerra. Por todas partes se crean consejos de obreros y soldados. En el espacio de una semana Alemania entera se ve «inundada» por una huelga de consejos de obreros y soldados.
En Rusia, después de febrero de 1917, la continuación de la guerra por el Gobierno de Kerensky dio un impulso decisivo al combate del proletariado, hasta el punto de que éste se hizo con el poder en octubre para poner fin a la guerra imperialista. Sin embargo en Alemania, la clase dominante, mejor armada que la burguesía rusa hace todo lo posible por defender su poder.
Así, el 11 de noviembre, apenas una semana después del desarrollo y extensión de las luchas obreras, tras la aparición de los consejos obreros, firma el armisticio. Aplicando las lecciones sacadas de la experiencia rusa, la burguesía alemana no comete el error de provocar una radicalización fatal de la oleada obrera a causa de la continuación de la guerra a toda costa. Al parar la guerra, intenta segar la hierba bajo los pies al movimiento, para que no se produzca la extensión de la revolución. Además, pone entonces en plena acción a su principal pieza de artillería, el SPD, y junto a éste, a los sindicatos.
«El socialismo de gobierno, con su entrada en los ministerios, se muestra como un defensor del capitalismo y un obstáculo para el camino de la revolución proletaria. La revolución proletaria pasara por encima de su cadáver» (Spartakusbrief nº 12, octubre de 1918).
A finales del mes de diciembre, Rosa Luxemburg precisa lo siguiente: «En todas las revoluciones anteriores, los combatientes se enfrentaban abiertamente, clase contra clase, sable contra escudo... En la revolución actual las tropas que defienden el viejo orden se muestran no con su propia bandera y con el uniforme de la clase dominante... sino bajo la bandera de la revolución. El partido socialista se ha convertido en el principal instrumento de la contrarrevolución burguesa».
En un próximo artículo, trataremos sobre el papel contrarrevolucionario del SPD frente al posterior desarrollo de las luchas.
La clase obrera en Alemania no habría sido capaz jamás de poner fin a la guerra si no hubiera contado con la participación y la intervención constante de los revolucionarios en su seno. El paso de la situación de histeria nacionalista en 1914, al levantamiento de 1918, que puso fin a la guerra, fue posible gracias a la actividad incansable de los revolucionarios. No fue ni mucho menos el pacifismo el que puso fin a las matanzas sino el levantamiento revolucionario del proletariado.
Si los internacionalistas no hubieran denunciado abierta y valientemente, desde el principio, la traición de los socialpatriotas, si no hubieran hecho oír su voz alta y fuerte en las asambleas, en las fábricas, en la calle, si no hubieran desenmascarado con determinación a los saboteadores de la lucha de clases, la respuesta obrera no se hubiera desarrollado, y mucho menos habría conseguido sus objetivos.
Observando de forma lúcida este período de la historia del movimiento obrero, y sacando el balance de la intervención de los revolucionarios en esos momentos, podemos sacar lecciones fundamentales para hoy en día.
El puñado de revolucionarios que continuó defendiendo los principios internacionalistas en agosto de 1914 no se dejó intimidar o desmoralizar por el reducido número de sus fuerzas y la enormidad de la tarea que debían acometer. Siguieron manteniendo su confianza en la clase y continuaron interviniendo decididamente, a pesar de inmensas dificultades, para intentar invertir la correlación de fuerzas, particularmente desfavorable en aquellos momentos. En las secciones del Partido, en la base, los revolucionarios reagruparon lo más rápidamente posible sus fuerzas sin renunciar jamás a sus responsabilidades.
Defendieron ante los trabajadores las orientaciones políticas centrales, basadas en un análisis justo del imperialismo y de la relación de fuerzas entre las clases. Señalaron, con la mayor claridad, la verdadera perspectiva. Fueron, en definitiva, la brújula política para su clase.
Su defensa de la organización política de proletariado fue igualmente consecuente. Tanto cuando había que seguir combatiendo en el seno del SPD para no abandonarlo en manos de los traidores, como cuando se planteó la necesidad de construir una nueva organización. Abordaremos también en el próximo artículo, los elementos esenciales de ese combate.
Los revolucionarios intervinieron desde el principio de la guerra defendiendo el internacionalismo proletario y la unificación internacional de los revolucionarios (Zimmerwald y Kienthal), así como la de la clase obrera en su conjunto.
Declarando que el fin de la guerra no podía conseguirse por medios pacíficos, que sólo podría lograrse mediante la guerra de clases, la guerra civil, los revolucionarios intervinieron concretamente para demostrar que era necesario acabar con el capitalismo para poner fin a la barbarie.
Esa labor política no hubiera sido posible sin la clarificación teórica y programática efectuada antes de la guerra. El combate de los revolucionarios, y al frente de ellos Rosa Luxemburgo y Lenin, se hizo en continuidad con las posiciones de la Izquierda de la IIª Internacional.
Debemos señalar, que aunque la cantidad de revolucionarios y su influencia eran muy reducidos al comienzo de la guerra (el espacio del apartamento de Rosa Luxemburg era suficiente para alojar a los principales militantes de la Izquierda el 4 de agosto y todos los delegados de Zimmerwald cabían en tres taxis), su labor acabaría siendo determinante. A pesar de que sus publicaciones no circulaban más que en número muy reducido, sus tomas de posición y orientaciones fueron esenciales para el desarrollo posterior de la conciencia y del combate de la clase obrera.
Todo ello debe servirnos de ejemplo y abrirnos los ojos sobre la importancia del trabajo de los revolucionarios. En 1914, la clase obrera necesitó cuatro años para recuperarse de su derrota y oponerse masivamente a la guerra. Hoy, los trabajadores de los grandes centros industriales no se enfrentan en una carnicería imperialista pero deben defenderse contra las condiciones de vida, cada vez más miserables, que le hace soportar el capitalismo en crisis.
De igual modo que a principios de siglo el proletariado no hubiera sido jamás capaz de poner fin a la guerra sin la contribución determinante de los revolucionarios en sus filas, actualmente la clase obrera necesita a las organizaciones revolucionarias, necesita su intervención para asumir sus responsabilidades como clase revolucionaria. Este aspecto es el que desarrollaremos concretamente en próximos artículos.
DV
[1] . «¡Es una mentira! ¡Es una falsificación de esos señores imperialistas!, ¡el verdadero Vorwärts estará sin duda secuestrado!» (Zinoviev a propósito de Lenin).
[2] A. Pannekoek: El Socialismo y la gran guerra europea; F. Mehring: Sobre la naturaleza de la guerra; Lenin: El Hundimiento de la IIª Internacional, El Socialismo y la guerra, Las Tareas de la Socialdemocracia revolucionaria en la guerra europea; C. Zetkin y K. Duncker: Tesis sobre la guerra; R. Luxemburg: La Crisis de la socialdemocracia” (Folleto de Junius); K.Liebknecht: El Enemigo principal está en nuestro país.
[3] De 1914 a 1917, el número de militantes del SPD cayó de un millón a unos 200 000.
Según la historia oficial, en China habría triunfado una «revolución popular» en 1949. Esta idea, difundida tanto por la democracia occidental como por el maoísmo, forma parte de la monstruosa mistificación levantada con la contrarrevolución estalinista, sobre la supuesta creación de los «Estados socialistas». Es cierto que China vivió, en el período entre 1919 y 1927, un imponente movimiento de la clase obrera, integrado plenamente a la oleada revolucionaria internacional que sacudía al mundo capitalista en esa época, sin embargo ese movimiento se saldó en un aplastamiento de la clase obrera. Lo que los ideólogos de la burguesía presentan, en cambio, como «triunfo de la revolución china», es sólo la instauración de un régimen de capitalismo de Estado en su variante maoísta, la culminación del período de pugnas imperialistas en territorio chino que se abre a partir de 1928, después de la derrota de la revolución proletaria.
En la primera parte de este artículo expondremos las condiciones en que surgió la revolución proletaria en China, rescatando algunas de sus principales lecciones. Dedicaremos una próxima segunda parte al período de las pugnas imperialistas, período en el que surgió el maoísmo, denunciando simultáneamente los aspectos fundamentales de esta modalidad de la ideología burguesa.
La evolución de la Internacional comunista (IC) y su actuación en China fueron cruciales en el curso de la revolución en este país. La IC representa el mayor esfuerzo realizado hasta ahora por la clase obrera para dotarse de un partido mundial que guíe su lucha revolucionaria. Sin embargo, su formación tardía, durante la oleada revolucionaria mundial, sin haber tenido el tiempo suficiente para consolidarse orgánica y políticamente, la condujo, a pesar de la resistencia de sus fracciones de izquierda ([1]), hacia una deriva oportunista. Esto ocurrió cuando, ante el retroceso de la revolución y el aislamiento de la Rusia soviética, el partido bolchevique, el más influyente de la Internacional, empezó a vacilar entre la necesidad de sentar las bases para un futuro nuevo ascenso de la revolución, aún a costa de sacrificar el triunfo en Rusia, o bien defender el Estado ruso que había surgido de la revolución pero a costa de pactar acuerdos o alianzas con las burguesías nacionales. Todo ello representó una enorme fuente de confusión para el proletariado internacional, contribuyendo a acelerar su derrota en cantidad de países. El abandono de los intereses históricos de la clase obrera a cambio de promesas de colaboración entre las clases condujo a la Internacional a una progresiva degeneración que culminó en 1928, con el abandono del internacionalismo proletario en aras de la llamada «defensa del socialismo en un sólo país» ([2]).
La pérdida de confianza en la clase obrera llevó progresivamente a la Internacional, convertida cada vez más en un instrumento del gobierno ruso, a intentar crear una barrera de protección contra la penetración de las grandes potencias imperialistas, mediante el apoyo a las burguesías de los «países oprimidos» de Europa Oriental, y de Oriente Medio y Lejano. Esta política resultó desastrosa para la clase obrera internacional, pues mientras la IC y el gobierno ruso apoyaban política y materialmente a las burguesías supuestamente «nacionalistas» y «revolucionarias» de Turquía, Persia, Palestina, Afganistán... y finalmente China, estas mismas burguesías, quienes hipócritamente aceptaban la ayuda soviética sin romper sus lazos ni con las potencias imperialistas ni con la nobleza terrateniente que supuestamente combatían, aplastaban las luchas obreras y aniquilaban las organizaciones comunistas con las mismas armas que Rusia les proporcionaba.
Ideológicamente, este abandono de las posiciones proletarias fue justificado con las tesis sobre la cuestión nacional y colonial del segundo congreso de la Tercera Internacional (en cuya redacción habían tenido un papel central Lenin y Roy). Estas tesis contenían ciertamente una ambigüedad teórica de principio, al distinguir erróneamente entre burguesías «imperialistas» y «antiimperialistas», lo que abriría las puertas a los mayores errores políticos, pues en esa época la burguesía, aún la de los países oprimidos, había dejado ya de ser revolucionaria y adquiría en todas partes un carácter «imperialista». No sólo porque ésta última estuviera vinculada de mil maneras a una u otra de las grandes potencias imperialistas, sino además porque, a partir de la toma del poder por la clase obrera en Rusia, la burguesía internacional formaría un frente común contra todo movimiento revolucionario de masas. El capitalismo había entrado en su fase de decadencia, y la apertura de la época de la revolución proletaria había clausurado definitivamente la época de las revoluciones burguesas.
A pesar de este error, esas tesis eran todavía capaces de prevenir contra algunos oportunismos, los cuales desgraciadamente se generalizarían poco tiempo después. El informe de la discusión presentado por Lenin reconocía que en la nueva época un cierto acercamiento se opera entre la burguesía de los países explotadores y la de los países coloniales, de tal manera que, muy frecuentemente, la burguesía de los países oprimidos, aunque apoye los movimientos nacionales, está al mismo tiempo de acuerdo con la burguesía imperialista, es decir lucha junto con ella, contra los movimientos revolucionarios ([3]). Por ello, las tesis apelaban a apoyarse principalmente en los campesinos y, ante todo, insistían en la necesidad de que las organizaciones comunistas mantuvieran su independencia orgánica y de principios frente a la burguesía. «La Internacional comunista apoya los movimientos revolucionarios en las colonias y países atrasados sólo a condición de que los elementos de los más puros partidos comunistas –comunistas de hecho– estén agrupados e instruidos de sus tareas particulares, es decir de su misión de combatir el movimiento burgués y democrático... conservando siempre el carácter independiente del movimiento proletario aún en su forma embrionaria» ([4]). Pero el apoyo incondicional, ignominioso, de la Internacional al Kuomingtang en China fue el olvido de todo ello: de que la burguesía nacional ya no era revolucionaria y se hallaba vinculada estrechamente a las potencias imperialistas, de la necesidad de forjar un partido comunista capaz de luchar contra la democracia burguesa y de la indispensable independencia del movimiento de la clase obrera.
El crecimiento de la burguesía china y su movimiento político durante las primeras décadas del siglo veinte, más que mostrar los aspectos supuestamente «revolucionarios» que ésta tenía, es más bien una ilustración de la extinción del carácter revolucionario de la burguesía y de la transformación del ideal nacional y democrático en una mera mistificación, cuando el capitalismo entraba en su fase de decadencia. El recuerdo de los acontecimientos nos muestran no a una clase revolucionaria, sino a una clase conservadora, acomodaticia, cuyo movimiento político no buscaba, ni arrancar de raíz a la nobleza, ni expulsar a los «imperialistas», sino más bien encontrar un lugar junto a ellos. Los historiadores suelen subrayar las diferencias de intereses que existirían entre las fracciones de la burguesía china. Así, es común identificar a la fracción especuladora-comerciante como aliada de la nobleza y los «imperialistas», mientras la burguesía industrial y la intelectualidad formarían la fracción «nacionalista», «moderna», «revolucionaria». En la realidad, esas diferencias no eran tan marcadas. No sólo porque todas las fracciones estaban íntimamente ligadas por razones de negocios o lazos familiares sino, sobre todo, porque la actitud tanto de la fracción comerciante como la de la industrial y la intelectualidad no se diferenciaba gran cosa, pues buscaban constantemente el apoyo de los «señores de la guerra» ligados a la nobleza terrateniente, así como la de los gobiernos de las grandes potencias.
Hacia 1911 la dinastía manchú estaba ya completamente podrida y a punto de caer. Esto no era el producto de alguna acción revolucionaria de la burguesía nacional, sino la consecuencia de la repartición de China a manos de las grandes potencias imperialistas, que había conducido al despedazamiento del viejo Imperio. China tendía cada vez más a quedar dividida en regiones controladas por militaristas, dueños de ejércitos mercenarios más o menos grandes, dispuestos siempre a venderse al mejor postor y detrás de los cuales solía estar una u otra gran potencia. La burguesía china, por su cuenta, se sentía llamada a ocupar el lugar de la dinastía, como elemento unificador del país, aunque no con el fin de quebrantar el régimen de producción en el que se mezclaban los intereses de los terratenientes y de los «imperialistas» con los suyos propios, sino más bien para mantenerlos. En este marco se sucedieron los acontecimientos que van desde la llamada Revolución de 1911 hasta el «Movimiento del 4 de mayo de 1919».
La «Revolución de 1911» se inició con una conjura de militaristas conservadores apoyados por la organización burguesa nacionalista de Sun Yat-sen, la Tung Meng-hui. Los militaristas desconocieron al emperador y proclamaron un nuevo régimen en Wuchang. Sun Yat-sen, que se encontraba en Estados Unidos buscando apoyo financiero para su organización, fue llamado a ocupar la presidencia de un nuevo gobierno. Se entablaron negociaciones entre ambos gobiernos y a las pocas semanas, se acordó el retiro tanto del emperador como de Sun Yat-sen, a cambio de un gobierno unificado a cuyo frente quedó Yuan Shih-kai quien era jefe de las tropas imperiales, el verdadero hombre fuerte de la dinastía. El significado de todo esto es que la burguesía dejaba de lado sus pretensiones «revolucionarias» y «antiimperialistas», a cambio de mantener la unidad del país.
A fines de 1912 se formó el Kuomingtang (KMT), la nueva organización de Sun Yat-sen que representaba a esa burguesía. En 1913 el Kuomingtang participó en unas elecciones presidenciales, restringidas a las clases sociales propietarias, en las cuales resultó vencedor. Sin embargo el flamante presidente Sun Chiao-yen fue asesinado. Entonces un Yat-sen, aliándose con algunos militaristas secesionistas del Centro-Sur del país intentó formar un nuevo gobierno, pero fue derrotado por las fuerzas de Pekín.
Como puede verse, las veleidades «nacionalistas» de la burguesía china estaban sometidas al juego de los «señores de la guerra» y en consecuencia al de las grandes potencias. El estallido de la Primera Guerra mundial, supeditó aún más el movimiento político de la burguesía china al juego de los intereses imperialistas. Para 1915 varias provincias se «independizaron», el país se dividió entre los «señores de la guerra», respaldados por una u otra potencia. En el norte el gobierno de Anfú –apoyado por Japón– disputaba el predominio con el de Chili –respaldado por Gran Bretaña y Estados Unidos. Por su parte, la Rusia zarista intentaba convertir a Mongolia en un protectorado suyo. El sur también era disputado, Sun Yat-sen realizó nuevas alianzas con algunos «señores de la guerra». La muerte del hombre fuerte de Pekín agudizó aún más la lucha entre los militaristas.
Fue en ese contexto, al término de la guerra en Europa, en el que ocurrió en China el «movimiento del 4 de mayo de 1919», tan ensalzado por los ideólogos como un «verdadero movimiento antiimperialista». Este movimiento de la pequeña burguesía en realidad no estaba dirigido contra el «imperialismo» en general, sino específicamente contra Japón, que había logrado sacar como premio la provincia china de Shantung en la Conferencia de Versalles (la conferencia donde los países vencedores se repartieron al mundo), a lo cual se oponían los estudiantes chinos. Sin embargo, hay que notar que el objetivo de no ceder territorio chino a Japón estaba en el interés de otra potencia rival: Estados Unidos, país que fue el que finalmente logró «liberar» la provincia de Shantung del exclusivo dominio japonés en 1922. Es decir, independientemente de la ideología «radical» del movimiento del 4 de mayo, éste quedó enmarcado igualmente en las pugnas imperialistas. Y ya no podía ser de otra manera.
En cambio, hay que destacar que durante el movimiento del 4 de mayo, en un sentido diferente, hizo su aparición por primera vez en las manifestaciones la clase obrera, enarbolando no sólo las demandas «nacionalistas» del movimiento, sino también sus propias reivindicaciones.
El final de la guerra en Europa no pondrá término en China ni a las guerras entre los militaristas ni a las pugnas entre las potencias por el reparto del país. Poco a poco, sin embargo, se irán perfilando dos gobiernos más o menos inestables. Uno en el Norte, con sede en Pekín, al mando del militarista Wu Pei-fu; otro en el Sur, con sede en Cantón, a cuyo frente se encontrará Sun Yat-sen y el Kuomingtang. La historia oficial presenta al gobierno del Norte como representante de las fuerzas «reaccionarias», de la nobleza y los imperialistas, y al gobierno del Sur como el representante de las fuerzas «revolucionarias» y «nacionalistas», de la burguesía, la pequeña burguesía y los trabajadores. Se trata de una patraña escandalosa.
En realidad, Sun Yat-sen y el KMT estuvieron siempre respaldados por los señores de la guerra del Sur: en 1920 Sun fue invitado por el militarista Chen Chiung-ming, quien había ocupado Cantón, a formar otro gobierno. En 1922 siguiendo la tendencia de los militaristas del Sur intentó avanzar por primera vez hacia el Norte, siendo derrotado y expulsado del gobierno, pero en 1923 volvió a Cantón apoyado por los militaristas. Por otra parte, se habla mucho de la alianza del Kuomingtang con la URSS. En verdad, la URSS realizaba tratos y alianzas con todos los gobiernos proclamados de China, incluso con los del Norte. Fue la inclinación definitiva del Norte hacia Japón lo que obligó a la URSS a privilegiar su relación con el gobierno del Sun Yat-sen, quien por lo demás nunca abandonó su juego de pedir ayuda a diferentes potencias imperialistas. Así en 1925, poco antes de su muerte, cuando se dirigía a negociar con el Norte, Sun todavía pasó por Japón, solicitando apoyo para su gobierno.
Es ese partido, el Kuomingtang, representante de una burguesía nacional (comercial, industrial e intelectual) integrada en el juego de las grandes potencias imperialistas y de los «señores de la guerra», el que llegará a ser declarado «partido simpatizante» por la Internacional comunista. Es este partido al que tendrán que someterse una y otra vez los comunistas en China, en aras de la supuesta «revolución nacional», al que tendrán que servir como «coolíes» (peones de carga) ([5]).
Para la historia oficial el surgimiento del Partido comunista en China sería un subproducto del movimiento de la intelectualidad burguesa de principios de siglo. El marxismo habría sido importado de Europa entre otras tantas «filosofías» occidentales más, y la fundación del Partido comunista formaría parte del surgimiento de otras muchas organizaciones literarias, filosóficas y políticas de esa época. Con ideas de ese tipo los historiadores inventan un puente entre el movimiento político de la burguesía y el de la clase obrera y le dan a la formación del Partido comunista un significado específicamente nacional. La verdad es que el surgimiento del Partido comunista en China -como en muchos otros países en la época- está ligado fundamentalmente, no al crecimiento de la intelectualidad china sino a la marcha del movimiento revolucionario internacional de la clase obrera.
El Partido comunista de China (PCCh) fue creado entre 1920 y 1921 a partir de pequeños grupos marxistas, anarquistas y socialistas que simpatizaban con la Rusia soviética. Como muchos otros partidos, el PCCh nació directamente como integrante de la IC y su crecimiento estuvo vinculado al desarrollo de las luchas obreras que también surgían siguiendo el ejemplo de los movimientos insurreccionales en Rusia y Europa Occidental. Es así que, de unas decenas de militantes en 1921, el partido crece en pocos años a unos mil, durante las oleada huelguística de 1925 llega a tener 4000 miembros y para el período insurreccional de 1927 tenía cerca de 60 000. Este rápido crecimiento numérico expresa, por un lado, la voluntad revolucionaria que animaba a la clase obrera china en el período desde 1919 hasta 1927 (la mayoría de los militantes en esta época son obreros de las grandes ciudades industriales). Sin embargo, hay que decir que el crecimiento numérico no expresaba una fortaleza equivalente del partido. La admisión apresurada de militantes contradecía la tradición del Partido bolchevique, de formar una organización firme, templada, de la vanguardia de la clase obrera, más que un organismo de masas. Pero lo peor de todo fue la adopción a partir de su 2º congreso de una política oportunista, de la cual nunca lograría desprenderse.
A mediados de 1922, a instancias del Ejecutivo de la Internacional, el PCCh lanza la desdichada consigna del «frente único antiimperialista con el Kuomingtang» y de adhesión individual de los comunistas a este último. Esta política de colaboración de clases, (que empezó a extenderse por Asia a partir de la «Conferencia de los trabajadores de Oriente» de enero de 1922), era el resultado de las negociaciones entabladas en secreto entre la URSS y el Kuomingtang. Ya en junio de 1923 (IIIer Congreso del PCCh) se vota la adhesión de los miembros del partido al Kuomingtang. El propio Kuomingtang es aceptado en la IC en 1926 como organización simpatizante, participando en el 7º Pleno de la IC mientras que la oposición unificada (Trotski, Zinoviev) ni siquiera es autorizada a participar en él. Para 1926, en tanto el KMT preparaba el golpe final contra la clase obrera, en Moscú se elaboraba la infame «teoría» de que el Kuomingtang era un «bloque antiimperialista de cuatro clases» (el proletariado, el campesinado, la pequeña burguesía y la burguesía).
Esta política tuvo las más funestas consecuencias en el movimiento de la clase obrera en China. Mientras el movimiento huelguístico y las manifestaciones ascendían espontánea e impetuosamente, el Partido comunista, confundido dentro del Kuomingtang, era incapaz de orientar a la clase obrera, de mostrar una política de clase clara e independiente, a pesar del heroísmo incontestable de los militantes comunistas y de que estos se encontraban frecuentemente al frente de las luchas obreras. La clase obrera, carente además de organizaciones unitarias para su lucha política del tipo de los consejos, a instancias del propio PCCh depositó erróneamente su confianza en el Kuomingtang, es decir en la burguesía.
Sin embargo, es cierto que la política oportunista de supeditación al Kuomingtang encontró desde el principio constantes resistencias en el seno de PCCh (como fue el caso de la corriente representada por Chen Tu-hsiu). Ya desde el 2º congreso del PCCh hubo oposición a las tesis defendidas por el delegado de la Internacional (Sneevliet) según las cuales el KMT no sería un partido burgués, sino un frente de clases al cual debería sumarse el PCCh. Durante todo el período de unión con el Kuomingtang no dejaron de alzarse voces dentro del Partido comunista denunciando los preparativos antiproletarios de Chiang Kai-shek; pidiendo, por ejemplo, que las armas proporcionadas por la URSS se destinaran al armamento de los obreros y los campesinos y no al fortalecimiento del ejército de Chiang Kai-shek como sucedía, planteando, en fin, la urgencia de salirse de la ratonera que el KMT constituía para la clase obrera: «La revolución china tiene dos vías: una es la que el proletariado puede trazar y por la que podremos alcanzar nuestros objetivos revolucionarios; la otra es la de la burguesía y esta última traicionará a la revolución en el curso de su desarrollo» ([6]).
Sin embargo, para un partido joven y sin experiencia resultó imposible saltar por encima de las directrices erróneas y oportunistas del Ejecutivo de la Internacional y cayó en las mismas. El resultado fue que, mientras el proletariado se empeñaba en un combate contra las fracciones de las clases poseedoras adversas al Kuomingtang, éste le preparaba ya una puñalada por la espalda que la clase obrera no fue capaz de detener porque su partido no le previno de ella. Y si bien la revolución en China tenía pocas oportunidades de triunfar, porque a escala internacional la columna vertebral de la revolución mundial –el proletariado en Alemania– estaba ya quebrada desde 1919, el oportunismo de la Tercera Internacional no hizo sino precipitar la derrota.
El maoísmo ha insistido en la debilidad de la clase obrera en China como argumento para justificar el desplazamiento hacia el campo del PCCh a partir de 1927. Ciertamente, la clase obrera en China a principios de siglo era numéricamente minúscula en relación con el campesinado (en proporción de 2 a 100), pero su peso político no guardaba la misma proporción. Por una parte, había ya alrededor de 2 millones de obreros urbanos (sin contar a los 10 millones de artesanos más o menos proletarizados que pululaban en las ciudades) altamente concentrados en la cuenca del río Yangtsé, con la ciudad costera de Shangai y la zona industrial de Wuhan (la triple ciudad Hankow-Wuchang-Hanyang); en el complejo Cantón-Hong Kong, y en las minas de la provincia de Junán. Esta concentración le daba a la clase obrera la extraordinaria fuerza potencial de paralizar y tomar en sus manos los centros vitales de la producción capitalista. Además, existía en las provincias del Sur (sobre todo en Kuangtung) un campesinado ligado estrechamente a los obreros, pues proveía de fuerza de trabajo a las ciudades industriales, que podía constituir una fuerza de apoyo para el proletariado urbano.
Por otra parte, sería un error considerar la fuerza de la clase obrera en China exclusivamente a partir de su número en relación a las otras clases del país. El proletariado es una clase histórica, que saca su fuerza de su existencia mundial. El ejemplo de la revolución en China lo demuestra de manera concreta. El movimiento huelguístico, no tenía su epicentro en China, sino en Europa, era una manifestación de la onda expansiva de la revolución mundial. Los obreros de China, como los de otras partes por todo el mundo, se ponían en pie de lucha ante el eco de la revolución triunfante en Rusia y de las tentativas insurreccionales en Alemania y otros países de Europa.
Al principio, como la mayoría de las fábricas de China eran de origen extranjero, las huelgas tienen un tinte «antiextranjero» y la burguesía nacional piensa utilizarlas como un instrumento de presión. Sin embargo, el movimiento huelguístico irá tomando cada vez más un claro carácter de clase, contra la burguesía en general, sin importar si es «nacional» o «extranjera». Las huelgas reivindicativas se suceden a partir de 1919 en forma creciente, a pesar de la represión (ocurrió incluso que algunos obreros fueran decapitados o quemados en lo hornos de las locomotoras). A mediados de 1921, estalla la huelga en los textiles de Hunán. A principios de 1922, una huelga de los marinos de Hong-kong dura tres meses hasta la obtención de sus reivindicaciones. En los primeros meses de 1923 estalla una oleada de unas 100 huelgas, en las que participan más de 300 000 trabajadores; en febrero el militarista Wu Pei-fu ordena la represión de la huelga de los ferrocarriles en la que caen asesinados 35obreros y hay multitud de heridos. En junio de 1924 estalla una huelga general en Cantón/Hong-Kong, que dura tres meses. En febrero de 1925 los obreros algodoneros de Shangai se lanzan a la huelga. Ésta fue el preludio del gigantesco movimiento huelguístico que recorrió a toda China en el verano de 1925.
En 1925 Rusia apoyaba decididamente al gobierno de Cantón del Kuomingtang. Ya desde 1923 se había declarado abiertamente la alianza entre la URSS y el Kuomingtang, una delegación militar del KMT encabezada por Chiang Kai-shek había viajado a Moscú, y simultáneamente una delegación de la Internacional dotaba al Kuomingtang de estatutos y de una estructura organizativa y militar. En 1924 el primer congreso oficial del KMT sancionó la alianza y en mayo se estableció la Academia militar de Whampoa con armas y consejeros militares soviéticos, dirigida por Chiang Kai-shek. De hecho, lo que hacía el gobierno ruso era formar un ejército moderno, al servicio de la fracción de la burguesía agrupada en el Kuomingtang, del cual hasta ese entonces ésta había carecido. En marzo de 1925 Sun Yat-sen viaja a Pekín (con cuyo gobierno la URSS seguía manteniendo también relaciones) para tratar de formar una alianza que unificara al país, pero muere de enfermedad antes de alcanzar su propósito.
Es en este marco de idílica alianza en el que irrumpió con toda su fuerza el movimiento obrero, recordando la existencia de lucha de clases a la burguesía del Kuomingtang y a los oportunistas de la Internacional.
A principios de 1925 subía la oleada de agitación y huelgas. El 30 de mayo la policía inglesa de Shangai disparó contra una manifestación de estudiantes y obreros. Doce manifestantes resultaron muertos. Este fue el detonante de una huelga general en Shangai la cual empezó a extenderse rápidamente a los principales puertos comerciales del país. El 19 de junio estalló también la huelga general en Cantón. Cuatro días más tarde las tropas británicas de la concesión británica de Shameen (cercana a Cantón) abrieron fuego contra otra manifestación. Como respuesta, los obreros de Hong-Kong se lanzaron a la huelga. El movimiento se extendió, llegando hasta el lejano Pekín en donde el 30 de julio hubo una manifestación de unos 200 000 trabajadores, y agudizando la agitación campesina en la provincia de Kuangtung.
En Shangai las huelgas duraron tres meses, en Cantón/Hong-kong se declaró una huelga-boicot que duró hasta octubre del año siguiente. Aquí, empezaron a crearse milicias obreras. Miles de obreros se sumaron a las filas del Partido comunista. La clase obrera en China se mostraba por primera vez como una fuerza verdaderamente capaz de amenazar al régimen capitalista en su conjunto.
A pesar de que una consecuencia directa del «movimiento del 30 de mayo» fue la consolidación y extensión hacia el sur del poder del gobierno de Cantón, este mismo movimiento sacudió el instinto de clase de la burguesía «nacionalista» agrupada en el Kuomingtang, que hasta allí había «dejado hacer» a los huelguistas, mientras estos enfocaban sus luchas principalmente contra las fábricas y las concesiones extranjeras. Las huelgas del verano de 1925 habían asumido un carácter antiburgués en general, sin «respetar» siquiera a los capitalistas nacionales. Así, la burguesía «revolucionaria» y «nacionalista», con el Kuomingtang al frente, (respaldado por las grandes potencias y con el apoyo ciego de Moscú), se lanzó rabiosamente a enfrentar, antes que nada, a su reconocido enemigo de clase mortal: el proletariado.
Entre los últimos meses de 1925 y los primeros de 1926 ocurre lo que los historiadores han dado en llamar la «polarización entre la izquierda y la derecha del Kuomingtang», la que según ellos incluiría el fraccionamiento de la burguesía en dos, una parte manteniéndose fiel al «nacionalismo», y otra girando hacia una alianza con el «imperialismo». Sin embargo, ya hemos visto que aún las fracciones de la burguesía más «antiimperialistas» nunca dejaron de tratar con los «imperialistas». Lo que sucedía en realidad no era que la burguesía se fraccionara, sino que ésta se preparaba para enfrentar a la clase obrera, desprendiéndose de los elementos estorbosos dentro del Kuomingtang (los militantes comunistas, una parte de la pequeña burguesía y de algunos generales fieles a la URSS). Es decir, el Kuomingtang sintiéndose con la suficiente fuerza política y militar se quitaba la careta de «bloque de clases» y aparecía como lo que realmente había sido siempre: el partido de la burguesía.
A finales de 1925 fue asesinado el jefe de la «izquierda» Liao Ching-hai y empezó el hostigamiento contra los comunistas. Este fue el preludio del golpe de mano de Chiang Kai-shek, convertido en el hombre fuerte del Kuomingtang, que inició la reacción de la burguesía contra el proletariado. El 20 de marzo, Chiang, al frente de los cadetes de la academia de Whampoa proclama la ley marcial en Cantón, clausura los locales de las organizaciones obreras, desarma los piquetes de huelga y arresta a muchos militantes comunistas. En los meses siguientes, los comunistas serán desplazados de todos los puestos de responsabilidad del KMT.
El Ejecutivo de la Internacional, a las órdenes de Bujarin y de Stalin, se muestra «ciego» ante la reacción del Kuomingtang, y a pesar de la insistencia en contra de gran parte del PCCh, ordena mantener la alianza, ocultando los acontecimientos a los miembros de los Partidos comunistas ([7]). Envalentonado, Chiang Kai-shek impone a la URSS que le apoye militarmente para su expedición hacia el Norte, iniciada en julio de 1926.
Como tantas otras acciones de la burguesía, la expedición al Norte es presentada falsamente por la historia oficial como un acontecimiento «revolucionario», como el intento de extender el régimen «revolucionario» y unificar China. Pero las pretensiones del Kuomingtang de Chiang Kai-shek no eran tan altruistas. Su sueño acariciado (como el de otros militaristas) era posesionarse del puerto de Shangai y obtener de las grandes potencias la administración de la rica aduana. Para ello contaba con un importantísimo elemento de chantaje: su capacidad de contener y someter al movimiento obrero.
Al iniciarse la expedición militar del Kuomingtang, se decreta la ley marcial en las regiones que éste ya controlaba. Así, al tiempo que los trabajadores en el Norte preparaban ilusionados el apoyo a las fuerzas del KMT, éste prohibía terminantemente las huelgas obreras en el Sur. En septiembre una fuerza «de izquierda» del Kuomingtang toma Hankou, pero Chiang Kai-shek se niega a apoyarla y se establece en Nanchang. En octubre se ordena a los comunistas frenar el movimiento campesino en el Sur y el ejército pone fin a la huelga-boicot de Cantón/Hong-kong. Esta fue la señal más clara para las potencias (Inglaterra en primer lugar) de que el avance hacia el Norte del KMT no tenía pretensión «antiimperialista» alguna y poco tiempo después iniciarían negociaciones secretas con Chiang.
Para finales de 1926 la cuenca industrial del río Yangtse hervía de agitación. En octubre el militarista Sia-Chao (que acababa de pasarse al Kuomingtang) avanzó sobre Shangai, pero se detuvo a unos kilómetros de la ciudad, permitiendo que las tropas «enemigas» del Norte (al mando de Sun Chuan-fang) entraran primero a la ciudad sofocando así un inminente levantamiento. En enero de 1927, las masas trabajadoras ocuparon, mediante acciones espontáneas, las concesiones británicas de Hankow (en la triple ciudad de Wuhán) y de Jiujiang. Entonces, el ejército del Kuomingtang aminoró su avance para, en la más pura tradición de los ejércitos reaccionarios, permitir que los señores de la guerra locales reprimieran los movimientos obreros y campesinos. Al mismo tiempo Chiang Kai-shek se lanzó a atacar públicamente a los comunistas y el movimiento campesino de Kwangtung (en el sur) es sofocado. Tal era el escenario en que tuvo lugar el movimiento insurreccional de Shangai.
El movimiento insurreccional de Shangai, culmina una década de luchas constantes y ascendentes de la clase obrera. Es el punto más alto que alcanza la revolución en China. Sin embargo, las condiciones en que se gestó no podían ser más desfavorables para la clase obrera. El Partido comunista se hallaba completamente atado de manos, desarticulado, golpeado y supeditado por el Kuomingtang. La clase obrera, engañada por la ilusión del «bloque de las cuatro clases» no se había dotado tampoco de organismos unitarios que centralizaran efectivamente su lucha, del tipo de los consejos ([8]). En tanto, las cañoneras de las potencias imperialistas apuntaban contra la ciudad, y el propio Kuomingtang se acercaba a Shangai enarbolando supuestamente la bandera de la «revolución antiimperialista», pero con el objetivo real de aplastar a los obreros. Sólo la voluntad revolucionaria y el heroísmo de la clase obrera pueden explicar su capacidad de haber tomado en esas condiciones, así fuera sólo por unos días, la ciudad que representaba el corazón del capitalismo en China.
En febrero de 1927, el Kuomingtang reanudó su avance. Para el día 18, el ejército nacionalista se encuentra en Jiaxing, a 60 kilómetros de Shangai. Entonces, ante la inminente derrota de Sun Chuan-fang, estalló la huelga general en Shangai: «... el movimiento del proletariado de Shangai, del 19 al 24 de febrero era objetivamente una tentativa del proletariado de Shangai de asegurar su hegemonía. A las primeras noticias de la derrota de Sun Chuan-fan en Zhejiang, la atmósfera de Shangai se calentó al rojo vivo y en el lapso de dos días, estalló con la potencia de una fuerza elemental una huelga de 300 000 trabajadores que, irresistiblemente, se transformó en insurrección armada para enseguida terminar en nada, a falta de una dirección...»([9]).
El Partido comunista, tomado por sorpresa, vacilaba en lanzar la consigna de la insurrección, mientras ésta se desarrollaba en las calles. El día 20, Chiang Kai-shek ordenó nuevamente la suspensión del ataque sobre Shangai. Esta fue la señal para que las fuerzas de Sun Chan-fang destaren la represión, en las que decenas de obreros fueron asesinados, que logró contener momentáneamente al movimiento.
En las semanas siguientes, Chiang Kai-shek maniobraría hábilmente, para evitar ser relevado del mando del ejército y para acallar los rumores sobre su alianza con la «derecha» y las potencias y sus preparativos antiobreros.
Por fin, el 21 de marzo de 1927, estalla la tentativa insurreccional definitiva. Ese día, se proclama la huelga general, en la cual participan prácticamente todos los trabajadores de Shangai: 800 000 obreros. «Todo el proletariado estaba en huelga, así como la mayor parte de la pequeña burguesía (tenderos, artesanos, etc.) (...) en una decenas de minutos, toda la policía fue desarmada. A las dos, los insurgentes poseían ya 1500 fusiles aproximadamente. Inmediatamente después las fuerzas insurgentes fueron dirigidas contra los principales edificios gubernamentales y se dedicaron a desarmar a las tropas. Se entablaron serios combates en el barrio obrero de Chapei... Finalmente, a la cuatro de la tarde, el segundo día de la insurrección, el enemigo (3000 soldados aproximadamente) era definitivamente derrotado. Rota esta muralla, todo Shangai (a excepción de las concesiones y del barrio internacional) se encontraba en manos de los insurgentes» ([10]). Esta acción, después de la revolución en Rusia y de las tentativas insurreccionales en Alemania y otros países europeos, constituyó una nueva sacudida al orden capitalista mundial. Mostró todo el potencial revolucionario de la clase obrera. Sin embargo, la maquinaria represiva de la burguesía estaba ya en marcha, y el proletariado no se hallaba en condiciones de enfrentarla.
Los obreros tomaron Shangai... sólo para abrirle las puertas al ejército nacional «revolucionario» del Kuomingtang que, al fin entró a la ciudad. No bien acababa de instalarse en Shangai, cuando Chiang Kai-shek empezó a preparar la represión, en pleno acuerdo con la burguesía especuladora y las bandas mafiosas de la ciudad. Asimismo empezó un acercamiento abierto con los representantes de las grandes potencias y con los señores de la guerra del norte. El 6 de abril Chang Tso-lin (en acuerdo con Chiang), atacó la embajada rusa en Pekín y detuvo a militantes del Partido comunista que posteriormente fueron asesinados.
El 12 de abril se desató en Shangai la represión masiva y sangrienta preparada por Chiang. Las bandas del lumpenproletariado de las sociedades secretas que siempre habían hecho papeles de rompehuelgas fueron lanzadas contra los obreros. Las tropas del Kuomingtang –supuestamente «aliadas» de los obreros– fueron empleadas directamente para desarmar y prender las milicias proletarias. Al día siguiente el proletariado trató de reaccionar declarando la huelga, pero los contingentes de manifestantes fueron interceptados por las tropas ocasionando numerosas víctimas. Inmediatamente se aplicó la ley marcial y se prohibió toda organización obrera. En pocos días cinco mil obreros fueron asesinados, entre ellos muchos militantes del Partido comunista. Las redadas y asesinatos continuarían durante meses.
Simultáneamente, en una maniobra coordinada, los militares del Kuomingtang que habían permanecido en Cantón desataron otra matanza, exterminando a otros miles más de obreros.
Con la revolución proletaria ahogada en la sangre de los obreros de Shangai y Cantón, aún resistía precariamente en Wuhan. Sin embargo, nuevamente el Kuomingtang, y más específicamente su «ala izquierda», se quitó la careta «revolucionaria» y en julio se pasó al lado de Chiang desatándose aquí también la represión. Asimismo, las hordas militares fueron libradas a la destrucción y la masacre en el campo de las provincias centrales y del sur. Los trabajadores asesinados por toda China se contaron por decenas de miles.
El Ejecutivo de la Internacional, intentando echar tierra sobre su nefasta y criminal política de colaboración de clases, descargó toda la responsabilidad sobre el PCCh y sus órganos centrales, y más específicamente sobre la corriente que justamente se había opuesto a esa política (la de Chen Tu-hsiu). Para rematar, ordenó al ya debilitado y desmoralizado Partido comunista de China embarcarse en una política aventurera que terminó con la llamada «insurrección de Cantón». Esta tentativa absurda de golpe «planificado» no fue secundada por el proletariado de Cantón y sólo ocasionó que éste fuera hundido aún más en la represión. Esto marcó prácticamente el final del movimiento obrero en China, del cual no se volvería a presenciar una expresión significativa en los siguientes cuarenta años.
La política de la Internacional frente a China fue uno de los ejes de denuncia contra el estalinismo ascendente que estuvieron en el origen de la «Oposición de izquierda», la corriente encarnada por Trotski (a la cual terminó por incorporarse el mismo Chen Tu-hsiu). Esta corriente de oposición confusa y tardía a la degeneración de la IIIª Internacional, aún manteniéndose en un terreno de clase proletario respecto a China, al denunciar la supeditación del PCCh al Kuomingtang como causa de la derrota de la revolución, no logró nunca superar el marco falso de las tesis del Segundo Congreso de la Internacional sobre la cuestión nacional lo que, a su vez, sería uno de los factores que le llevarían por una deriva oportunista (irónicamente Trotski apoyaría el nuevo frente de clases surgido en China de las pugnas imperialistas a partir de los años 30), hasta su paso al campo de la contrarrevolución durante la Segunda Guerra mundial ([11]). De cualquier modo, todo lo que quedó de internacionalista revolucionario en China fue llamado en adelante «trotskismo» (años después Mao Tse-tung perseguirá como «trotskistas agentes del imperialismo japonés» a los pocos internacionalistas que aún se opondrán a su política contrarrevolucionaria).
En cuanto al Partido comunista de China, éste fue literalmente aniquilado, luego de ser asesinados a manos del Kuomingtang alrededor de 25 000 de sus militantes y los demás encarcelados o perseguidos. Ciertamente, restos del Partido comunista, junto con algunos destacamentos del Kuomingtang se refugiaron en el campo. Pero a este desplazamiento geográfico correspondió un todavía más profundo desplazamiento político: en los años siguientes el partido adoptó una ideología burguesa, su base social –dirigida por la pequeña burguesía y la burguesía– se hizo predominantemente campesina y participó en las campañas guerreras imperialistas. A pesar de haber conservado el nombre, el Partido comunista de China dejó de ser un partido de la clase obrera y se convirtió en una organización de la burguesía. Pero esto ya es otra historia, objeto de la segunda parte de este artículo.
Señalemos, a manera de conclusión, algunas de las enseñanzas que se desprenden del movimiento revolucionario en China:
Leonardo
[1] En el marco de este artículo no podemos referirnos a la lucha sostenida por las fracciones de izquierda de la Internacional contra el oportunismo y la degeneración de ésta, lucha que se dio en la misma época que los acontecimientos en China que relatamos aquí. Al respecto, recomendamos nuestros libros: la Izquierda holandesa y la Izquierda comunista de Italia.
[2] Esta degeneración corría paralela con la del Estado que había surgido de la revolución, la que llevó a la reconstitución del Estado capitalista en su forma estalinista. Ver Manifiesto del 9º Congreso de la CCI.
[3] Lenin, «Informe de la Comisión nacional y colonial» para el Segundo congreso de la Internacional comunista, 26 julio de 1920. Tomado de La Question chinoise dans l’Internationale communiste, compilación y presentación de Pierre Broué, EDI Paris, 1976.
[4] «Thèses et additions sur la question nationale et coloniale», IIº Congreso, Les Quatre premiers congrès mondiaux de l’Internationale communiste, 1919-23, Editorial Maspéro, París.
[5] Expresión de Borodin, delegado de la Internacional en China, en 1926. E.H. Carr, el Socialismo en un sólo país, Vol. 3, segunda parte, p. 797.
[6] Chen Tu-hsiu. Citado por él mismo en su “Carta a todos los miembros del PCCh” Dic. 1929. Tomado de La Question chinoise... obra ya citada, p. 446.
[7] Sólo unas semanas antes, Chiang Kai-shek había sido nombrado “miembro honorario” y el Kuomingtang “partido simpatizante” de la Internacional. Aún después del golpe, los consejeros rusos se niegan a proporcionar 5000 fusiles a los obreros y campesinos del Sur y los reservan para el ejército de Chiang.
[8] Mucho se habla del papel organizador jugado por los sindicatos en el movimiento revolucionario en China. Es cierto que en este periodo los sindicatos surgen y crecen en la misma proporción en que se desarrolla el movimiento huelguístico. Sin embargo, en la medida en que estos no intentan contener el movimiento en el marco de las demandas económicas gremiales, su política estará supeditada al Kuomingtang (incluso, obviamente, los sindicatos influidos por el PCCh). Así, el movimiento de Shangai tendrá como objetivo declarado abrir el paso al ejército “nacionalista”. En diciembre de 1927 los sindicatos del Kuomingtang llegarán incluso a participar en la represión de los obreros. El que los obreros tuvieran como único medio de organización masiva a los sindicatos no constituía una ventaja, sino una debilidad.
[9] Carta de Shangai de tres miembros de la misión de la IC en China, fechada marzo 17, 1927. Tomado de La Question chinoise..., obra ya citada.
[10] Neuberg A., La Insurrección armada México. Ediciones de Cultura popular, 1973. Este libro, escrito alrededor de 1929 (después del VIº Congreso de la Internacional) contiene alguna información valiosa sobre los acontecimientos de la época, sin embargo tiende a ver la insurrección como un golpe de mano, además de hacer una tosca apología del estalinismo. Por otra parte, no debe extrañar que la tentativa insurreccional de Shangai, a pesar de su magnitud, y de su sangriento aplastamiento, apenas si sea mencionada (si no es que ocultada completamente), tanto en los textos de historia -ya sean “prooccidentales” o “promaoístas”-, como en los manuales maoístas. Es sobre la base de este ocultamiento que se ha podido mantener el mito según el cual lo que estaba en juego en los años 20 era una “revolución burguesa”.
[11] Para un conocimiento completo de nuestra posición sobre Trotski y el trotskismo puede leerse nuestro folleto El trotskismo contra la clase obrera.
Como esta serie ha desarrollado, hemos visto que el trabajo revolucionario de Marx atravesó por distintas fases correspondientes a los cambios de la sociedad burguesa y particularmente de la lucha de clases. La última década de su vida, que siguió a la derrota de la Comuna de Paris y la disolución de la Iª Internacional, se dedicó, sin embargo, como en la década de 1850, prioritariamente a la investigación científica y a la reflexión teórica más que a una actividad militante abierta.
Durante ese período Marx dedicó una parte considerable de sus energías al gigantesco trabajo de crítica de la economía política burguesa, a los volúmenes pendientes del Capital, el cual no pudo completar. Una salud precaria fue sin duda un factor importante en sus dificultades. Pero lo que se ha aclarado últimamente es que la atención de Marx durante ese período estuvo «distraída» por problemas que, a primera vista, parecían ser una separación de los temas clave del trabajo de su vida: nos referimos a las preocupaciones antropológicas y etnológicas estimuladas por la aparición del libro La Antigua sociedad, de Henry Morgan. El grado en el que Marx fue absorbido por esas cuestiones lo muestra la publicación en 1974 de sus Cuadernos etnológicos, en los cuales trabajó entre 1881-82 y que constituyeron las bases del libro de Engels El Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Engels escribió este último como un «legado» de Marx, es decir, en reconocimiento a la importancia que Marx acordó al estudio científico de las formas más tempranas de la sociedad humana, en particular de aquellas que preceden a la formación de las clases y del Estado.
Estrechamente relacionado con dichas investigaciones fue el creciente interés de Marx por la cuestión rusa, tema sobre el que había empezado a trabajar a principios de la década de 1870 pero al que dio un impulso considerable la publicación del libro de Morgan. Son bien conocidas las reflexiones de Marx sobre el naciente movimiento revolucionario en Rusia, lo cual le animó a aprender ruso y a acumular una gigantesca biblioteca de libros sobre Rusia. Incluso llegó a ocultar a Engels el continuo aumento de su tiempo dedicado a la cuestión rusa, pues éste, por lo visto, lo acosaba constantemente para que terminara El Capital.
Estas preocupaciones del «último» Marx han dado lugar a interpretaciones conflictivas y controversias comparables a los conflictos existentes sobre el trabajo del «joven» Marx. Tenemos por ejemplo el punto de vista de Riazanov quien bajo el patrocinio del Instituto Marx-Engels de Moscú publicó en 1924 las Cartas de Marx a Vera Zasulich después de que hubieran sido «enterradas» por algunos elementos del movimiento marxista ruso (Zasulich, Axelrod, Plejanov). Según Riazanov, la absorción de Marx por esas materias, particularmente sobre la cuestión rusa, fue debida al declive de las capacidades intelectuales de Marx. Otros, especialmente algunas personas que han sido «punteros» del medio político proletario, como Raya Dunayevskaya y Franklin Rosemont ([1]) argumentaron correctamente contra tales ideas y trataron de poner de manifiesto la importancia de las preocupaciones del «último» Marx. Pese a ello introdujeron un cierto número de confusiones que abrieron la puerta al uso fraudulento de esta fase del trabajo de Marx.
El presente artículo no es un intento de investigar los Cuadernos etnológicos, los escritos de Marx sobre Rusia, ni siquiera el libro de Engels sobre la familia con la profundidad que requiere. Los Cuadernos en particular son prácticamente territorio inexplorado y requieren un gigantesco trabajo de exploración y «descodificación»: están, en gran parte, bajo la forma de notas y extractos, y muchos de esos escritos son una curiosa mezcla de inglés y alemán. Por otra parte, muchas de las «excavaciones» que se han hecho en ellos no pasan de la sección dedicada al libro de Morgan. Esta fue la sección más importante, desde luego, y constituyó la base principal de El Origen de la familia. Pero los Cuadernos incluyen notas de Marx sobre la obra de J.P. Phear El pueblo ario (un estudio de las formas sociales comunitarias en la India), la de H.S. Maine Lecturas sobre la historia de las primeras instituciones (que se concentra en los vestigios de las formaciones sociales de tipo comunitario en Irlanda) y la de J. Lubbock Los Orígenes de la civilización, la cual pone de manifiesto el interés de Marx por las creaciones ideológicas de las sociedades primitivas, especialmente sobre el desarrollo de la religión. Habría mucho que decir sobre este último tema, pero no tenemos intención de entrar en él aquí. Nuestro objetivo es mucho más limitado y es el de afirmar la importancia y la relevancia del trabajo de Marx en esas áreas y al mismo tiempo criticar ciertas interpretaciones falsas que se han hecho del mismo.
No es la primera vez en esta serie que hemos puesto de manifiesto el interés de Marx sobre la cuestión del comunismo primitivo. En la Revista internacional nº 75 mostrábamos, por ejemplo, que los Grundisse y El Capital ya defienden que las primeras sociedades humanas se caracterizaban por la ausencia de explotación, de clases y de propiedad privada. También, que los vestigios de esas formas comunales han persistido en las sociedades precapitalistas así como una memoria semi distorsionada de las mismas que ha vivido en la conciencia popular, la cual ha proporcionado frecuentemente las bases de las revueltas de las clases explotadas en esos sistemas. El capitalismo, al generalizar las relaciones mercantiles y la guerra económica de cada cual contra los demás, ha disuelto efectivamente los residuos comunitarios (al menos en aquellos países donde han arraigado). Sin embargo, al hacerlo ha establecido las bases materiales para una forma más alta de comunismo. El reconocimiento de que cuanto más buscamos en la historia humana, más huellas se encuentran de formas basadas en la propiedad comunal, fue ya en su tiempo un argumento vital contra la noción burguesa según la cual el comunismo sería algo que iría contra los fundamentos de la naturaleza humana.
La publicación del estudio de Morgan sobre las sociedades de los pieles rojas americanos (en particular de los iroqueses) fue valorado de forma importante por Marx y Engels. Aunque Morgan no fue un revolucionario, sus estudios empíricos suministraron una poderosa confirmación de la tesis del comunismo primitivo, evidenciando que las instituciones, como pilares fundamentales del orden burgués, no eran, en manera alguna, eternas e inmutables, sino que, al contrario, tenían una historia; no habían existido desde las más remotas épocas sino que habían emergido a través de un tortuoso y largo proceso que había alterado la sociedad y que podían, a su vez, ser alteradas y abolidas para dar lugar a un tipo diferente de sociedad.
El punto de vista de Morgan sobre la historia no era, sin embargo, el mismo que el de Marx y Engels, aunque no era incompatible con la visión materialista. De hecho, enfatiza la importancia central de la producción de las necesidades de vida como un factor en la evolución de las formas sociales y su transformación e intenta sistematizar una serie de etapas en la historia humana («salvajismo», «barbarismo», «civilización» y varias subfases dentro de cada una de esas épocas). Engels tomó en su esencia esa clasificación en su obra El Origen de la familia. Esa periodización fue muy importante para entender el papel del proceso histórico de desarrollo y los orígenes de la sociedad de clases. Más aún, en los trabajos anteriores de Marx, la fuente material para estudiar el comunismo primitivo fue tomada de formas sociales europeas (teutonas o clásicas, por ejemplo) especialmente débiles y prácticamente extinguidas o de vestigios comunitarios que persistían en las sociedades asiáticas que estaban siendo sacudidas por el desarrollo colonial. Marx y Engels fueron capaces de ampliar su enfoque extendiendo su estudio a los pueblos que vivían en una etapa «precivilizada», pero cuyas instituciones estaban todavía vigentes y eran lo suficientemente avanzadas como para permitir entender los mecanismos de transición entre la sociedad primitiva y las sociedades de clases. En resumen, fue un laboratorio vivo para el estudio de la evolución de las formas sociales. No es sorprendente que Marx se entusiasmara tanto y tratara de entender todo ello en toda su profundidad. Páginas y páginas de sus notas abordan con todo detalle los patrones de parentesco, las costumbres y la organización social de las tribus que Morgan había estudiado. Con ello Marx trata de diseñar un panorama lo más claro posible de la formación social que le suministra una prueba empírica de que el comunismo no es un sueño absurdo sino una posibilidad concreta arraigada en las condiciones materiales de la humanidad.
El título de Engels Los Orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado refleja las grandes subdivisiones de las notas de Marx sobre Morgan, en las cuales Marx trata de establecer, por una parte, que los pilares «sagrados» del orden burgués no han existido siempre y que, por otro lado, han evolucionado dentro de las comunidades arcaicas. De esta suerte, las notas de Marx evidencian que en la sociedad «salvaje» (formada por ejemplo por hordas de cazadores) no existía virtualmente ninguna idea de propiedad excepto las limitadas posesiones personales. En sociedades más avanzadas (las formaciones «bárbaras»), particularmente con el desarrollo de la agricultura, la propiedad en sus primeras etapas es esencialmente colectiva y no hay todavía ninguna clase que viva del trabajo de otros. Sin embargo, los gérmenes de la diferenciación pueden vislumbrarse en la organización de la gens, el sistema de clanes dentro de la tribu donde la propiedad puede ser transferida a través de un grupo más restringido: «Herencia: la primera gran regla viene de la institución de la gens, que distribuye los efectos de una persona muerta entre sus parientes» (Los Trabajos etnológicos de Karl Marx, editado por Lawrence Krader, Holanda, 1974, Pág. 128). El germen de la propiedad privada está contenido por tanto dentro del antiguo sistema comunitario, el cual existió no por una bondad innata de la humanidad sino porque las condiciones materiales en las cuales evolucionaron las primeras comunidades humanas no permitían otra forma; al cambiar las condiciones materiales en conexión con el desarrollo de las fuerzas productivas, la propiedad comunitaria se transformó en una barrera a dicho desarrollo y fue superada por formas más compatibles con la acumulación de riquezas. Sin embargo, el precio pagado por este desarrollo fue la aparición de las divisiones de clases, la apropiación de la riqueza social por una minoría privilegiada. Y aquí, una vez más, fue a través de la transformación del clan o la gens en castas y después en clases como tuvo lugar ese fatídico desarrollo.
La aparición de las clases desemboca también en la aparición del Estado. El reconocimiento por parte de Marx de una tendencia dentro de las instituciones «gobernantes» iroquesas a una separación creciente entre la ficción pública y la práctica real es desarrollada por Engels en su tesis de que el Estado «no es un poder impuesto a la sociedad desde fuera» (Orígenes de la familia); no fue fruto de una conspiración de una minoría sino que emergió de la base misma de la sociedad en una determinada etapa de su evolución (una tesis magníficamente confirmada por la experiencia de la Revolución rusa y la emergencia de un Estado soviético de transición en la situación posrevolucionaria). De la misma forma que la propiedad privada y las clases, el Estado surge de las contradicciones que aparecen en el orden comunitario original. Pero al mismo tiempo, y no hay duda que con la experiencia de la Comuna de Paris todavía fresca en su mente, Marx se sintió fascinado por el sistema de «consejos» iroqués, entrando en detalles considerables sobre el funcionamiento de su estructura de decisión y sobre las costumbres y tradiciones que acompañaban las asambleas tribales: «El Consejo –instrumento de gobierno y autoridad suprema sobre las gens, confederación de tribus (...) más simple y más sencilla forma de gobierno que la gens; una asamblea democrática, donde cada miembro masculino o femenino tenía voz y voto sobre todas las cuestiones planteadas, que elegía o deponía a sus jefe... Era el germen del Consejo supremo de la tribu, y del todavía más alto de la confederación, cada cual compuesto exclusivamente de jefes representativos» (ídem, Pág.150).
Asi, del mismo modo que la noción según la cual la propiedad fue en su origen colectiva supuso un golpe contra las nociones burguesas de la economía política, las robinsonadas que veían las ansias de propiedad privada como algo innato al hombre, el trabajo de Morgan confirmó que los seres humanos no han necesitado una autoridad controlada por una minoría especializada, un poder estatal, para gestionar su vida social. Como la Comuna, los consejos iroqueses eran la prueba de la capacidad de la humanidad para autogobernarse.
La cita antes expuesta menciona la igualdad del hombre y la mujer en la democracia tribal. De nuevo, las notas de Marx muestran cómo se produce la diferenciación: «En estas áreas de la misma forma en que Marx había discernido los gérmenes de la estratificación social dentro de la organización gentilicia, de nuevo en términos de separación entre las esferas “pública” y “privada”, como hemos visto, centra su reflexión en la gradual emergencia de una casta tribal propietaria y privilegiada. Después de copiar la observación de Morgan según la cual, en el Consejo de jefes, las mujeres eran libres de expresar sus deseos y opiniones “a través del orador que eligieran libremente”, añade, con énfasis, que la “decisión era tomada por el Consejo” (compuesto únicamente de varones)» (Rosemont, «Karl Marx y los Iroqueses» en Arsenal, subversión surrealista nº 4, 1989). Pero como Rosemont reconoce «Marx estaba sin embargo sorprendido por el hecho de que, entre los iroqueses, las mujeres gozaran de un grado de libertad y desarrollo social mucho mayor del que pudieran disfrutar las mujeres (¡y los hombres!) de cualquier nación civilizada». Esta comprensión formaba parte de la ruptura que supuso para Marx y Engels la investigación de Morgan respecto a la cuestión de la familia.
Desde la publicación del Manifiesto comunista, la tendencia de Marx y Engels había denunciado la naturaleza hipócrita y opresiva de la familia burguesa y había abogado abiertamente por su abolición en la sociedad comunista. Pero ahora, el trabajo de Morgan capacitaba a los marxistas para demostrar a través de un ejemplo histórico que la familia patriarcal y monogámica no constituía el fundamento moral insustituible de todo orden social; de hecho, era relativamente reciente en la historia de la humanidad y, una vez más, cuanto más se profundizaba en dicha historia más evidente era que el matrimonio y la crianza de los niños eran originariamente funciones comunales, una especie de «comunismo de la vida» (Cuadernos, pág. 115), que prevalecía entre los pueblos tribales. No hay sitio aquí para investigar sobre los complicados detalles que caracterizan la evolución de la institución matrimonial, anotados por Marx y resumidos por Engels, o sobre los puntos más precisos de Engels, establecidos a la luz de las más recientes investigaciones antropológicas. Pero, incluso si algunas de sus aseveraciones acerca de la historia de la familia fueron erróneas, el punto esencial sigue siendo justo: la familia patriarcal donde el hombre considera a la mujer como su propiedad privada no constituye «la realidad de toda la vida» sino el producto de una clase particular de sociedad -una sociedad basada en la propiedad privada (de hecho, como Engels subraya en el Origen de la familia, el mismo término de «familia», que viene del latín «familias» nació con el esclavismo, a partir de su acepción antigua, en la vieja Roma, de casa donde residía el propietario de los esclavos, sobre los que tenía el poder de vida y de muerte (esclavos y mujeres incluidas). En la sociedad donde no existieron ni clases ni propiedad privada, la mujer no era vista como un mueble o un sirviente, sino que gozaba de un estatuto mucho más alto que en las sociedades civilizadas; aunque la opresión de las mujeres que se desarrolla con la gradual emergencia de la sociedad de clases, de la misma forma que la propiedad privada y el Estado, tiene sus gérmenes en la vieja comunidad.
Este punto de vista social e histórico sobre la opresión de las mujeres es una refutación de las teorías abiertamente reaccionarias que hablan de algo inherente, de bases biológicas, para justificar el pretendido estatuto inferior de la mujer. La clave del estatuto inferior no hay que buscarla en la biología (por mucho que algunas diferencias biológicas hubieran tenido su impacto en la dominación del macho) sino en la historia, en la evolución de las formas sociales particulares que corresponden al desarrollo material de las fuerzas productivas. Sin embargo, estos análisis también desmienten la interpretación feminista, la cual, aunque se haya apropiado de algunos análisis procedentes del marxismo, tiende a hacer de la opresión de la mujer algo biológicamente inherente, aunque sea situando lo «biológico» en el hombre en vez de en la mujer. En todo caso, ambas concepciones (la feminista y la abiertamente reaccionaria) conducen a la misma conclusión: que la opresión de la mujer no puede ser abolida por una sociedad hecha por hombres y mujeres (el «separatismo radical», a pesar de su enorme absurdez, es la forma más «coherente» del feminismo). Para los comunistas, al contrario, si la opresión de la mujer tiene un origen en la historia puede tener igualmente una terminación: con la revolución comunista que suministra a hombres y a mujeres las condiciones materiales para relacionarse entre sí, tener hijos y criarlos, de una manera libre de presiones económicas y sociales, que los han encerrado en sus funciones respectivas y restrictivas. Volveremos sobre este punto en un próximo artículo.
Tanto Dunayevskaya como Rosemont han observado, en sus comentarios sobre los Cuadernos, que el «último» Marx interesado por el comunismo primitivo representa un retorno a algunos de sus temas de juventud, en particular a lo planteado en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. Estos últimos eran un antropología más «filosófica»; en los Cuadernos Marx evolucionaría hacia una antropología histórica, pero sin renunciar a las preocupaciones de sus trabajos más tempranos. Así el tema de la relación hombre-mujer la habría planteado de manera abstracta en 1844 y, en cambio, la habría vuelto a tratar concretamente sus últimos trabajos. Estos comentarios son exactos si se tiene en cuenta que como hemos demostrado en el artículo de la Revista internacional nº 75 los «temas de 1844» siguieron siendo un elemento de la reflexión de los trabajos del Marx «maduro» tales como el Capital o los Grundisse, o sea que no es sorprendente que vuelvan a aparecer en 1881. En todo caso, lo que salta a la vista leyendo los Cuadernos es el respeto de Marx no sólo hacia la organización social de los «bárbaros» y «salvajes», sino también hacia sus logros culturales, sus formas de vida, su «vitalidad», como el mismo señala: «incomparablemente más grandes que las sociedades judía, griega, romana y más todavía que las modernas sociedades capitalistas» («Apuntes para una respuesta a Vera Zasulich», en Teodor Shanin, El último Marx y la via rusa: Marx y las periferias del capitalismo, Nueva York, 1983, Pág.107). Este respeto puede ser visto como una defensa de la inteligencia de aquellos pueblos contra los burgueses (y racistas) como Lubbock y Maine, o de las cualidades imaginativas de sus mitos y leyendas; lo que puede percibirse por sus detalladas descripciones de sus costumbres, fiestas, y danzas, de su modo de vida en el cual trabajo y juego, política y celebración no son categorías completamente separadas. Todo ello es una concreción de los temas centrales que emergen desde los Manuscritos de 1844 hasta los Grundisse; que en las sociedades precapitalistas y especialmente las precivilizadas, la vida humana era en muchos aspectos menos alienada que bajo el capitalismo; que los pueblos del comunismo primitivo nos dan una idea del ser humano del futuro comunismo. Como muestra Marx en su respuesta a Vera Zasulich sobre la comuna rusa (ver más adelante) estaba dispuesto a aceptar la idea de «el nuevo sistema hacia el que tiende la sociedad moderna, “será una recuperación, bajo una forma superior, de las de tipo social arcaico”» (ídem., Pág.107). Marx cita aquí de memoria, probablemente, las líneas sobre Morgan con las que Engels cierra el Origen de la familia.
Este concepto de una vuelta a un nivel superior es un pensamiento coherente y dialéctico aunque resulte un rompecabezas para el pensamiento burgués, el cual nos ofrece un dilema entre su visión lineal de la historia o la ingenua idealización del pasado. Cuando Marx escribió, la tendencia dominante en el pensamiento burgués era el evolucionismo simplista en el cual el pasado, y sobre todo el pasado primitivo, era repudiado como una nube de oscuridad y de infantiles supersticiones, lo cual constituía la mejor justificación de la «civilización presente» en sus crímenes de exterminio y esclavización de los pueblos primitivos. Hoy la burguesía nos lleva al exterminio pero ya no en nombre de una fe indestructible en su misión civilizadora, sino en medio de una fortísima tendencia de «vuelta al pasado», especialmente en la pequeña burguesía, que busca un «primitivismo» que expresa el deseo desesperado de una vuelta a un primitivo modo de vida, presentado e imaginado como una especie de paraíso perdido.
Para ambos puntos de vista es imposible mirar la sociedad primitiva de forma lúcida, reconociendo su grandeza, como señala Engels, y, al mismo tiempo, sus limitaciones: la falta de una real individualidad y de una verdadera libertad en una comunidad dominada por la escasez; la sumisión de la comunidad a la tribu, y también la fragmentación esencial de la especie en esa época; la incapacidad de la humanidad en esas formaciones para verse como un ser activo, creativo, y, de esta forma, su subordinación a proyecciones míticas y a tradiciones ancestrales inamovibles. La visión dialéctica es resumida por Engels en el Origen de la familia: «El poder de estas comunidades primitivas tenía que ser roto y fue roto» –lo que permitió a los seres humanos liberarse de las limitaciones arriba enumeradas. «Pero fue roto por influencias cuyo primer exponente aparece ante nosotros como una degradación, una caída desde la simple grandeza moral de la antigua sociedad gentilicia». Una caída que es también un avance; en otra parte, dentro del mismo trabajo, Engels escribe que «la monogamia fue históricamente un gran avance; pero, al mismo tiempo, inauguraba, junto con el esclavismo y la riqueza privada, esa época, que hoy todavía sobrevive, en la cual todo avance aparece como un relativa regresión, en la cual el bienestar y el desarrollo de un grupo se levanta sobre la miseria y la represión de los otros». Estos son conceptos escandalosos para el sentido común burgués, pero, igual que una «vuelta en un nivel superior» que los complementa, tienen perfecto sentido desde el punto de vista dialéctico, el cual ve la historia evolucionando a través de choques de contradicciones.
Es importante citar a Engels en esta cuestión porque hay muchos que consideran que se desviaba del punto de vista de Marx sobre la historia y caía en un evolucionismo burgués. Esta es una cuestión más amplia que abordaremos en otra ocasión; por el momento basta con decir que hay una tendencia literaria, que abarca el «marxismo» académico, el antimarxismo académico y varias corrientes modernistas y consejistas, que han emergido en los últimos años tratando de probar el grado en el cual Engels sería culpable de determinismo económico, materialismo mecanicista e incluso reformismo, distorsionando el pensamiento de Marx en una serie de problemas vitales. El argumento está a menudo emparentado con la idea de una ruptura total, una falta total de continuidad, entre la Iª y la IIª Internacional, un concepto muy apreciado por el consejismo. Sin embargo, en esta cuestión es particularmente relevante el hecho de que Raya Dunayevskaya, de quien se hace eco Rosemont, haya acusado también a Engels de ser incapaz de asumir el legado de Marx expuesto en los Cuadernos etnológicos cuando los transpuso al Origen de la familia.
Según Dunayevskaya, el libro de Engels cae en un error al hablar de «una derrota histórica y mundial del sexo femenino» como algo coincidente con la aparición de la civilización. Para ella, eso sería una simplificación del pensamiento de Marx; en los Cuadernos este último encuentra que los gérmenes de la opresión de las mujeres se habían desarrollado con la estratificación de la sociedad bárbara, con el poder creciente de los jefes y la subsiguiente transformación de los consejos tribales en órganos más formales que reales medios de decisión. Más generalmente, ella ve que Engels pierde la perspectiva de la visión dialéctica de Marx, reduciendo su compleja, multilineal, visión del desarrollo histórico, a una visión unilineal del progreso a través de etapas rígidamente definidas.
Puede que el hecho de que Engels use la frase «derrota histórica mundial del sexo femenino» (que tomó de Bachofen más que de Marx), dé la impresión de que se trata de un acontecimiento histórico concreto y aislado, más que de un proceso muy largo que ya tiene sus orígenes en la comunidad primitiva, especialmente en sus últimas fases. Pero esto no prueba que la concepción básica de Engels se desvíe de la de Marx: ambos son conscientes de que las contradicciones que llevan a la aparición de «la familia, la propiedad privada y el Estado» surgen de las contradicciones del viejo orden gentilicio. En realidad, en el caso del Estado, Engels hizo avances teóricos considerables: los Cuadernos contienen muy poca materia prima respecto a los importantes argumentos sobre la emergencia del Estado que contiene los Orígenes de la familia; y ya hemos mostrado cómo en este asunto, Engels estaba totalmente de acuerdo con Marx en cuanto a considerar el Estado como producto de una larga evolución histórica de las viejas comunidades.
También hemos mostrado que Engels estaba de acuerdo con Marx en rechazar y rebatir el evolucionismo burgués lineal, que es incapaz de comprender el «precio» que el género humano ha pagado por el progreso, y la posibilidad de reapropiarse, a un nivel más alto, de lo que se ha «perdido».
Es más bien Dunayevskaya quien es incapaz de hacer la crítica más pertinente a la presentación de Engels de la historia de la sociedad de clases en su libro: su fracaso para integrar el concepto del modo asiático de producción, su visión de un movimiento directo y universal de la sociedad primitiva al esclavismo, al feudalismo y al capitalismo. Incluso como descripción de los orígenes de la civilización «occidental», es una simplificación, puesto que las sociedades esclavistas de la antigüedad fueron influenciadas a distintos niveles por las formas asiáticas preexistentes y a la vez coetáneas. La omisión de Engels en este punto, no solamente hace desaparecer un vasto capítulo en la historia de las civilizaciones, sino que también da la impresión de una evolución fija y lineal, válida para todas las partes del globo, y a este respecto añade agua al molino del evolucionismo burgués. Pero lo más importante es que su error fue explotado después por los burócratas estalinistas, que tenían un interés especial (que interesaba a su propia dominación) por oscurecer completamente el concepto de despotismo asiático, puesto que la existencia de este despotismo era la prueba de que la explotación de clase podía existir sin ninguna forma discernible de propiedad privada «individual», era la prueba de que el sistema estalinista también era un sistema de explotación de clase. Y por supuesto, como pensadores burgueses, los estalinistas defendieron para su régimen una visión lineal del progreso que avanzaba inexorablemente desde el esclavismo hasta el feudalismo y el capitalismo, y que culminaba con el logro supremo de la historia: «el socialismo real» de la URSS.
A pesar de ese importante error de Engels, el intento de meter una cuña entre él y Marx está fundamentalmente reñido con la larga historia de colaboración entre ambos. En realidad, por lo que se refiere a la explicación del movimiento dialéctico de la historia y de la propia naturaleza, Engels nos ha dejado algunas de las mejores y más claras descripciones de toda la literatura marxista. La evidencia histórica y textual hace que no se sostenga ese «divorcio» entre Marx y Engels. Los que argumentan a su favor, a menudo se yerguen como defensores radicales de Marx y azotes del reformismo. Pero generalmente terminan destrozando la continuidad esencial del movimiento marxista.
La defensa de la noción de comunismo primitivo fue una defensa del proyecto comunista en general. Pero no solo a nivel más histórico y general. También tenía una relevancia política concreta e inmediata. Aquí es necesario recordar el contexto histórico en el que Marx y Engels elaboraron sus trabajos sobre la cuestión «etnológica». En las décadas de 1870 y 1880, se abría una nueva fase de la vida del capital. La burguesía acababa de derrotar la Comuna de París; y si esto no significaba que la totalidad del sistema capitalista había entrado en su época de senilidad, sí que significó el fin del período de guerras nacionales en los centros del capitalismo, y de manera más general, el fin del período en que la burguesía podía desempeñar un papel revolucionario en el escenario de la historia. El sistema capitalista entraba ahora en su última fase de expansión y conquista mundial, no a través de una lucha de las clases burguesas ascendentes que intentaban establecer Estados nacionales viables, sino a través de los métodos del imperialismo, de las conquistas coloniales. Las últimas tres décadas del siglo XIX vieron así cómo el globo entero se troceaba y se repartía entre las grandes potencias imperialistas.
Y en todas partes las víctimas más inmediatas de esta conquista fueron los «pueblos coloniales» -principalmente los campesinos todavía vinculados a las viejas formas comunales de producción, y numerosos grupos tribales. Como Luxemburg explicó en su libro la Acumulación de capital, «El capitalismo necesita, para su existencia y desarrollo, estar rodeado de formas de producción no capitalistas. Pero no le basta cualquiera de estas formas. Necesita como mercados capas sociales no capitalistas para colocar su plusvalía. Ellas constituyen a su vez fuentes de adquisición de sus medios de producción, y son reservas de obreros para su sistema asalariado. El capital no puede lograr ninguno de sus fines con formas de producción de economía natural» (Ed. Grijalbo, Barcelona 1978, cap. XXVII, «La lucha contra la economía natural», Pág. 283). De ahí la necesidad para el capital de barrer, con toda la fuerza militar y económica a su alcance, los vestigios de producción comunal que encontraba en todas partes en los territorios recientemente conquistados. De esas víctimas del monstruo imperialista, los «salvajes», los que vivían bajo la forma más básica de comunismo primitivo, fueron sin duda las más numerosas. Como lo mostró Luxemburg, mientras que las comunidades campesinas podían destruirse por el «colonialismo de la mercancía», por impuestos y otras presiones económicas, los cazadores primitivos sólo podían ser exterminados o arrastrados al trabajo forzado, porque no sólo ocupaban vastos territorios codiciados por la agricultura capitalista, sino que no producían ningún plusvalor capaz de entrar en el proceso capitalista de circulación.
Los «salvajes» ni se doblegaron ni se rindieron a este proceso. El año antes de que Morgan publicara su estudio sobre los iroqueses –una tribu india del Este de Estados Unidos–, las tribus del Oeste habían derrotado a Custer en Little Big Horn. Pero «la última resistencia de Custer» fue en realidad la última resistencia de los nativos americanos contra la destrucción definitiva de su antiguo modo de vida.
La cuestión de comprender la naturaleza de la sociedad primitiva tenía por tanto una importancia política inmediata para los comunistas de este período. Primero porque, igual que el cristianismo había sido la excusa ideológica para las conquistas coloniales en un período más temprano de la vida del capitalismo, las teorías etnológicas de la burguesía en el siglo XIX se usaban a menudo como justificación «científica» para el imperialismo. Este fue el período que vio el principio de las teorías racistas sobre la «responsabilidad del hombre blanco», y la necesidad de llevar la civilización a los salvajes ignorantes. La etnología evolucionista de la burguesía, que planteaba un ascenso lineal de la sociedad primitiva a la moderna, aportaba una justificación más sutil para la misma «misión civilizadora». Incluso esas nociones ya estaban empezando a calar en el movimiento obrero, aunque no alcanzarían su florecimiento hasta la teoría del «colonialismo socialista» en el periodo de la IIª Internacional, con el socialismo «patriotero» de figuras como Hyndman en Gran Bretaña. En realidad la cuestión de la política colonial iba a ser una clara línea de demarcación entre las fracciones de derecha e izquierda de la socialdemocracia, una prueba de credenciales internacionalistas, como en el caso del Partido socialista italiano (ver nuestro folleto sobre la Izquierda comunista italiana).
Cuando Marx y Engels escribieron sobre cuestiones etnológicas, estos problemas estaban solamente empezando a emerger. Pero los contornos del futuro ya estaban tomando forma. Marx ya había reconocido que la Comuna marcó el final del periodo de guerras revolucionarias nacionales. Había visto la conquista británica de la India, la política colonial francesa en Argelia (país al que fue para una cura de reposo poco antes de su muerte), el pillaje de China, la carnicería de los nativos americanos; todo esto indica que su interés creciente por el problema de la comunidad primitiva no era simplemente «arqueológico»; como tampoco se restringía a la necesidad muy real de denunciar la hipocresía y crueldad de la burguesía y su «civilización». De hecho estaba directamente vinculado con la necesidad de elaborar una perspectiva comunista para el período que se abría. Esto se demostró sobre todo por la actitud de Marx ante la cuestión rusa.
El interés de Marx por la cuestión rusa se remonta al comienzo de la década de 1870. Pero el ángulo más curioso en el desarrollo de su pensamiento sobre esta cuestión lo da su respuesta a Vera Zasulich, que entonces era miembro de esa fracción del populismo revolucionario que más tarde, junto con Plejánov, Axelrod y otros, avanzó para formar el grupo la Emancipación del trabajo, la primera corriente claramente marxista en Rusia. La carta de Zasulich, fechada el 16 de febrero de 1881, pedía a Marx que clarificara sus puntos de vista sobre el futuro de la comuna rural, la obschina: ¿tenía que ser disuelta por el avance del capitalismo en Rusia, o sería capaz, «liberada de las exorbitantes demandas de impuestos, del pago a la nobleza y a la arbitraria administración (...) de desarrollarse en una dirección socialista, esto es, de organizar gradualmente su producción y distribución sobre bases colectivistas?».
Los escritos previos de Marx habían tendido a ver la comuna rusa como una fuente directa de la «barbarie» rusa; y en una respuesta al jacobino ruso Tkachev (1875), Engels había puesto el énfasis en la tendencia hacia la disolución de la obschina.
Marx pasó varias semanas ponderando su respuesta, que plasmó en cuatro esbozos separados, de los cuales todos los rechazados eran más largos que la carta de respuesta que envió finalmente. Esos esbozos están llenos de importantes reflexiones sobre la comuna arcaica y el desarrollo del capitalismo, y muestran explícitamente hasta qué punto su lectura de Morgan le había llevado a replantear ciertas posiciones que había sostenido anteriormente. Al final, admitiendo que su estado de salud le impedía completar una respuesta más elaborada, resumió sus reflexiones, primero rechazando la idea de que su método de análisis llevara a la conclusión de que cada país o región estaba destinado mecánicamente a atravesar la fase burguesa de producción; y segundo, concluyendo que «el estudio especial que he hecho, incluyendo la búsqueda de fuentes originales de material, me ha convencido de que la comuna es el punto de apoyo para la regeneración social en Rusia. Pero para que pueda funcionar como tal, primero tienen que eliminarse las influencias perjudiciales que la asaltan por todos lados y asegurarse las condiciones normales para su desarrollo espontáneo» (8 de marzo de 1881).
Los esbozos de la respuesta no se descubrieron hasta 1911 y no se publicaron hasta 1924; la propia carta fue «enterrada» por los marxistas rusos durante décadas. Riazanov, que fue responsable de publicar los esbozos, intenta encontrar razones psicológicas para esta «omisión», pero parece que los «fundadores del marxismo ruso» no estaban muy contentos con esta carta del «fundador del marxismo». Semejante interpretación se refuerza por el hecho de que Marx tendió a apoyar el ala terrorista del populismo, Voluntad del pueblo, contra aquello a lo que se refería como las «aburridas doctrinas» del grupo Reparto negro de Plejanov y Zasulich, incluso aunque, como hemos visto, fue este último grupo el que formó las bases del grupo Emancipación del trabajo con un programa marxista. Los académicos izquierdistas que se especializan en estudiar el «viejo» Marx han hecho mucho ruido sobre este cambio en la posición de Marx los últimos años de su vida. Shanin, editor del Viejo Marx y la vía rusa, la principal recopilación de textos sobre esta cuestión, ve correctamente los esbozos y la carta final como un ejemplo del método científico de Marx, su negativa a imponer rígidos esquemas sobre la realidad, su capacidad de cambiar su pensamiento cuando las teorías previas no se adaptan a los hechos. Pero como ocurre con todas las formas de izquierdismo, la verdad básica se distorsiona luego al servicio de los fines capitalistas.
Para Shanin, el cuestionamiento de Marx de la idea lineal y evolucionista de que Rusia tendría que atravesar una fase capitalista de desarrollo antes de que pudiera integrarse en el socialismo probaría que Marx era maoísta antes de Mao; que el socialismo podía ser resultado de revoluciones campesinas en los países de la periferia. «Mientras que, en lo teórico, Marx se estaba “engelsizando” y Engels, después, “kautskistizando” y “plejanovizando” en un molde evolucionista, las revoluciones se extendían a comienzos de siglo en las sociedades atrasadas “en vías de desarrollo”: Rusia 1905 y 1917, Turquía 1906, Irán 1909, México 1910, China 1910 y 1927. La insurrección campesina fue central en la mayoría de ellas. Ninguna eran “revoluciones burguesas” en el sentido europeo occidental y algunas de ellas demostraron ser socialistas en liderazgo y resultados. En la vida política de los movimientos socialistas del siglo XX había una urgente necesidad de revisar las estrategias o sucumbir. Lenin, Mao y Ho escogieron lo primero. Esto significó hablar con “doble lenguaje” -uno para la estrategia y tácticas y el otro de doctrina y conceptos de sustitución, de lo que las “revoluciones proletarias” en China y Vietnam, realizadas por campesinos y “cuadros”, sin la implicación de obreros industriales, son ejemplos particularmente dramáticos» (Late Marx and the Russian Road, Pág. 24-25).
Todas las sofisticadas disertaciones de Shanin sobre la dialéctica y el método científico revelan así su verdadero propósito: hacer la apología de la contrarrevolución estalinista en los países de la periferia del capitalismo, y atribuir las horribles distorsiones del marxismo de Mao y Ho nada menos que al propio Marx.
Escritores como Dunayevskaya y Rosemont consideran que el estalinismo es una forma de capitalismo de Estado. Pero están llenos de admiración por el libro de Shanin («un libro de impecable erudición que también es una gran contribución a la clarificación de la perspectiva revolucionaria hoy» Rosemont, Karl Marx and the Iroquois). Y eso por una razón de peso: estos escritores puede que no compartan la admiración de Shanin por Mao y Ho, pero ellos también consideran que el punto capital de la síntesis del «viejo» Marx es la búsqueda de un sujeto revolucionario distinto de la clase obrera. Para Rosemont, el «viejo» Marx estaba «buceando con sus reflexiones en el estudio de (para él) nuevas experiencias de resistencia y revuelta contra la opresión –los indios norteamericanos, los aborígenes australianos, los campesinos egipcios y rusos»; y ese interés «también concierne a los más prometedores movimientos revolucionarios actuales en el Tercer mundo, y el Cuarto, y el nuestro propio» (ídem). El «Cuarto mundo» es el de los pueblos tribales que todavía subsisten; de modo que los pueblos primitivos actuales, como los de los tiempos de Marx, son parte de un nuevo sujeto revolucionario. Los escritos de Dunayevskaya están igualmente repletos de la búsqueda de nuevos sujetos revolucionarios, que generalmente se construyen con una variopinta mezcolanza de categorías como mujeres, homosexuales, obreros industriales, negros y movimientos de «liberación nacional» del Tercer mundo.
Pero todas esas lecturas del «viejo» Marx, sacan sus contribuciones de su contexto histórico real. El período en que Marx estaba lidiando con el problema de la comuna arcaica era, como hemos visto, un período «de transición», en el sentido de que, mientras que apuntaba el futuro fallecimiento de la sociedad burguesa (La Comuna de París era el presagio de la futura revolución proletaria), todavía había un vasto campo para la expansión del capital en las zonas de la periferia. El reconocimiento de Marx de la naturaleza ambigua de este período se resume en una frase del «segundo esbozo» de su respuesta a Zasulich: «...el sistema capitalista está en decadencia en Occidente, y se acerca la época en que no será mas que un régimen social regresivo...» (Karl Marx and the Russian Road, pag 103).
En esta situación en la que los síntomas de la decadencia ya habían aparecido en los centros neurálgicos del sistema, pero el sistema como un todo continuaba expandiéndose a pasos extraordinarios, los comunistas se enfrentaban a un verdadero dilema. Ya que, como hemos dicho, esta expansión ya no tomaba la forma de revoluciones burguesas contra las sociedades de clases feudal u otras igualmente retrógradas, sino de conquistas coloniales, de la anexión imperialista cada vez más violenta de las restantes áreas no capitalistas del planeta. No podía plantearse el «apoyo» del proletariado al colonialismo como había apoyado a la burguesía contra el feudalismo; la preocupación de Marx en la indagación sobre la cuestión rusa era ésta: ¿podría ahorrarse la humanidad en estas areas ser arrastrada al infierno del desarrollo capitalista? Ciertamente nada en el análisis de Marx sugería que cada nación tuviera que pasar mecánicamente por la fase de desarrollo capitalista antes de que fuera posible una revolución comunista mundial; de hecho Marx había rechazado la pretensión de uno de sus críticos rusos, Mijailovski, de que su teoría era una «teoría histórico-filosófica del progreso universal» (Carta al editor de Oteschesvcennvye Zapiski, 1878) que insistía en que el proceso por el cual los campesinos fueron expropiados y convertidos en proletarios tenía que ser inevitablemente el mismo en todos los países. Para Marx y Engels, la clave era la revolución proletaria en Europa, como Engels ya había argumentado en su respuesta a Tkachev y como se explicitó en la introducción a la edición rusa del Manifiesto comunista, publicada en 1882. Si la revolución triunfaba en los centros industriales del capital, la humanidad podría ahorrarse grandes sufrimientos a través del planeta y los vestigios de formas de propiedad comunal podrían integrarse directamente en el sistema comunista mundial: «Si la revolución rusa significa la señal para una revolución proletaria en occidente, de forma que las dos puedan completarse mutuamente, la presente propiedad comunal de la tierra en Rusia puede servir como punto de partida para un desarrollo comunista».
Esta era una hipótesis perfectamente razonable en su época. En realidad hoy es evidente que si las revoluciones proletarias de 1917-23 hubieran triunfado –si la revolución proletaria en occidente hubiera venido en apoyo de la revolución rusa– podrían haberse evitado los terribles desastres del «desarrollo» capitalista en las zonas de la periferia, y las formas remanentes de propiedad comunal podrían haber sido parte de un comunismo global, y ahora no estaríamos enfrentados a la catástrofe social, económica y ecológica que es la mayor parte del Tercer mundo.
Aún más, en la preocupación de Marx sobre Rusia hay mucho de profético. Desde la guerra de Crimea, Marx y Engels tenían la profunda convicción de que estaba a punto de producirse algún tipo de alzamiento social en Rusia (lo que explica parcialmente su apoyo a Voluntad del pueblo, pues pensaban que eran los revolucionarios más dinámicos y sinceros en el movimiento ruso); y que incluso si no asumiera un carácter claramente proletario, sería realmente la chispa que encendería la confrontación revolucionaria general en Europa ([2]).
Marx se equivocó sobre la inminencia de este alzamiento. El capitalismo se desarrolló en Rusia aún sin la emergencia de una clase burguesa fuerte e independiente; y disolvió ampliamente, aunque no totalmente, la antigua comuna campesina; por otra parte, el principal protagonista de la revolución rusa fue la clase obrera industrial. Sobre todo, la revolución no estalló en Rusia hasta que el sistema capitalista en su totalidad se hubo convertido en un «régimen social regresivo», es decir, cuando ya el capitalismo había entrado en su fase de decadencia –una realidad demostrada por la guerra imperialista de 1914-18.
Sin embargo, el rechazo de Marx de la necesidad de que cada país tuviera que atravesar estadios mecánicos, su renuencia a apoyar las fuerzas nacientes del capitalismo en Rusia, su intuición de que un alzamiento social en Rusia sería el disparo de salida de la revolución proletaria internacional -en todo esto anticipó brillantemente la crítica del gradualismo y del «etapismo» menchevique iniciada por Trotski, continuada por el bolchevismo, y justificada en la práctica por la revolución de Octubre. Por la misma razón, no fue ninguna casualidad si los marxistas rusos, que estaban formalmente en lo cierto al ver que el capitalismo se desarrollaría en Rusia, «perdieron» la carta de Marx: la mayoría de ellos, después de todo, fueron los padres fundadores del menchevismo...
Pero lo que en Marx fue una serie de profundas anticipaciones hechas en un período particularmente complejo de la historia del capitalismo, se convierte para los «intérpretes» actuales del «viejo» Marx en una apología ahistórica sobre nuevas «vías a la revolución» y nuevos «sujetos revolucionarios» en una época en que el capitalismo está en decadencia desde hace ya ocho décadas. Uno de los indicadores más claros de esta decadencia ha sido precisamente la forma en que el capitalismo en las zonas de la periferia ha destruido las viejas economías campesinas, los vestigios de los antiguos sistemas comunales, sin ser capaz de integrar la masa resultante de campesinos sin tierras al trabajo productivo. La miseria, la ruina, las hambrunas que arrasan el Tercer mundo hoy son una consecuencia directa de esa barrera alcanzada por el «desarrollo» capitalista. Consecuentemente hoy no puede plantearse el uso de los vestigios comunales arcaicos como un paso hacia la producción comunista, porque el capitalismo los ha destruido sin poner nada en su lugar. Y no hay ningún nuevo sujeto revolucionario esperando ser descubierto entre los campesinos, los desplazados subproletarios, o los trágicos supervivientes de los pueblos primitivos. El «progreso» sin miramientos de la decadencia en este siglo si acaso ha dejado más claro que nunca, no sólo que la clase obrera es el único sujeto revolucionario, sino que la clase obrera de las naciones capitalistas más desarrolladas es la clave de la revolución mundial.
CDW
El próximo artículo de esta serie se dedicará en profundidad a la forma en que los fundadores del marxismo trataron la «cuestión de la mujer».
[1] Raya Dunayevskaya fue una figura dirigente en la tendencia Johnson-Forest que rompió con el trotskismo después de la IIª Guerra mundial sobre la cuestión del capitalismo de Estado y la defensa de la URSS. Pero fue una ruptura muy parcial que llevó a Dunayevskaya al callejón sin salida de News and Letters; grupo que tomó el hegelianismo, el consejismo, el feminismo y el viejo izquierdismo más ordinario y los mezcló en un extraño culto a la personalidad en torno a las innovaciones «filosóficas» de Raya. Esta escribe sobre los Cuadernos etnológicos en su libro Rosa Luxemburg, Women´s Liberation and Marx´s Philosophy of Revolution, New Jersey, 1981, que intenta recuperar a Luxemburg y a los cuadernos etnológicos para la idea de la liberación de la mujer. Rosemont, cuyo artículo «Karl Marx and the Iroquois» contiene muchos elementos interesantes, es una figura dirigente en el grupo surrealista americano que defendió ciertas posiciones proletarias pero que por su propia naturaleza ha sido incapaz de hacer una crítica clara del izquierdismo, y todavía menos de la pequeña burguesía rebelde, de donde emergió a comienzos de los 70.
[2] Según otro académico izquierdista citado en el libro de Shanin, Haruki Wada, Marx y Engels incluso habrían sostenido el proyecto de algún tipo de desarrollo socialista «separado» en Rusia, basado en la comuna campesina, y más o menos independiente de la revolución obrera europea. Argumenta que los esbozos para Zasulich no apoyan la formulación del Manifiesto, y que correspondían más al punto de vista particular de Engels que al de Marx. La insuficiencia de las evidencias de Wada para decir esto ya se pone de manifiesto en otro capítulo del libro Late Marx, continuity, contradiction and learning, de Derek Sayer y Philip Corrigan. En cualquier caso, como ya hemos mostrado en nuestro artículo de la Revista internacional nº 72 («El comunismo como programa político»), la idea del socialismo en un solo país, incluso cuando se basa en una revolución proletaria, fue enteramente ajena tanto a Marx como a Engels.
Enlaces
[1] https://es.internationalism.org/tag/acontecimientos-historicos/iia-guerra-mundial
[2] https://es.internationalism.org/tag/3/46/economia
[3] https://es.internationalism.org/tag/21/367/revolucion-alemana
[4] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1919-la-revolucion-alemana
[5] https://es.internationalism.org/tag/2/39/la-organizacion-revolucionaria
[6] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/la-izquierda-germano-holandesa
[7] https://es.internationalism.org/tag/geografia/china
[8] https://es.internationalism.org/tag/21/515/china-1928-1949-eslabon-de-la-guerra-imperialista
[9] https://es.internationalism.org/tag/21/365/el-comunismo-no-es-un-bello-ideal-sino-una-necesidad-material
[10] https://es.internationalism.org/tag/2/24/el-marxismo-la-teoria-revolucionaria
[11] https://es.internationalism.org/tag/3/42/comunismo