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En su libro publicado en 2017, ``Pale Rider´´[1] (``La Grande Tueuse´´ en francés, La Gran Cazadora en español), Laura Spinney, periodista científica, nos muestra cómo el contexto internacional y el funcionamiento de la sociedad en 1918 contribuyeron de forma decisiva al desenlace de lo que acabó llamándose la ``Gripe española´´: ``En esencia, lo que nos enseña la gripe española es que una nueva gripe pandémica es inevitable. Pero su resultado neto – ya sean 10 o 100 millones de víctimas – sólo depende de la sociedad en la que se origina´´. El mundo lleva ya muchos meses enfrentándose al Covid-19, lo que nos lleva a cuestionarnos qué nos enseña esta pandemia sobre el mundo en el que vivimos. La relación entre el desarrollo de los contagios, por un lado, y la organización del Estado y de la sociedad por otro, no es algo que concierne exclusivamente al brote de Gripe española de 1918-20. El marxismo ya ha descubierto efectivamente que el modo de producción, en cualquier época, condiciona toda la organización social y, por extensión, todo lo que afecta a los individuos de esa sociedad.
De la plaga del Imperio Romano al Covid-19
En la época del declive del Imperio Romano Occidental, las condiciones de vida y la política expansionista imperial posibilitaron que ciertos bacilos (un tipo de bacterias), agentes de la plaga, se propagaran como un incendio, desatando una hecatombe sobre toda la población: ``… los baños públicos se convirtieron en placas de Petri: las aguas fecales se atascaban y descomponían en los pueblos y ciudades; los graneros eran auténticos criaderos de ratas; las rutas comerciales que conectaban todo el Imperio ayudaron a propagar la epidemia desde el Mar Caspio hasta el Muro de Adriano[2], con una rapidez nunca vista´´[3].
La Peste Negra, que asoló la Europa del siglo XIV, halló lo necesario para expandirse tanto en el desarrollo del comercio con Asia, Rusia y Oriente Medio como en el avance de las guerras, ligadas particularmente a la islamización de regiones asiáticas.
Estas dos pandemias representaron fielmente el declive de las sociedades esclavista y feudal, arrasando partes importantes de las mismas y desorganizándolas. No es la enfermedad en sí la que provoca la caída de un sistema de producción, sino, sobre todo, la decadencia de estos sistemas la que favorece la expansión de los microorganismos. La Plaga de Justiniano y la Peste Negra contribuyeron, e indudablemente dieron impulso, a la expansión de fuerzas destructivas que se habían puesto en marcha hacía ya mucho tiempo.
Desde los inicios del capitalismo, las enfermedades han sido un obstáculo constante para el buen funcionamiento de la producción, limitando la fuerza de trabajo indispensable para la creación del valor y maniatando las ambiciones imperialistas al debilitar a los ejércitos en campaña.
El virus de la Gripe española empezó a afectar a la especie humana cuando el capitalismo mundial necesitaba, más que nunca, una fuerza de trabajo al máximo nivel de capacidad. Sin embargo, esta necesidad dependía de las condiciones que, a su vez, fueron el semillero de la pandemia que mató a entre 50 y 100 millones de seres humanos; entre el 2’5 y el 5% de la población mundial. El mundo de la Gripe española estaba sumido en la guerra. Habiéndose iniciado cuatro años antes y a punto de acabar, la Primera Guerra Mundial ya había forjado un mundo “nuevo”: el del capitalismo en decadencia, las crisis económicas interminables y las tensiones imperialistas en alza constante.
Pero la guerra aún no había acabado. Las tropas seguían masificándose tanto en el frente como en retaguardia, creando las condiciones idóneas para los contagios. El transporte de soldados de América a Europa, en particular, se hizo por barco en condiciones lamentables: el virus se propagó enormemente y, por supuesto, con los desembarcos, los soldados llevaron el virus a la población local. Al acabar la guerra, las desmovilizaciones y la vuelta a casa de los soldados fueron un poderoso vector del desarrollo de la epidemia, y mucho más al tratarse de soldados debilitados, malnutridos y que habían recibido una atención médica bajo mínimos durante cuatro años de guerra. Al tratarse de la Gripe española se piensa necesariamente en la guerra, pero esta no fue el único factor de propagación de la enfermedad; nada más lejos de la verdad. El mundo de 1918 era un mundo en el que el capitalismo ya se había impuesto a sus anchas; en el que sus intereses lo habían hecho expandirse e imponer condiciones terribles de explotación. Era un mundo en el que los trabajadores eran hacinados en masa al pie de las fábricas, en un ambiente de miseria, desnutrición y servicios sanitarios inexistentes en su mayor parte. Si los obreros enfermaban, se les mandaba de vuelta a su pueblo, donde acababan infectando a la mayoría de los habitantes. Era un mundo donde los mineros eran confinados bajo tierra durante todo el día, picando piedras para extraer carbón, oro u otros minerales que, a menudo, expulsaban sustancias químicas que destruían sus órganos y debilitaban sus sistemas inmunológicos; por la noche, los obreros y sus familias dormían en espacios reducidos. Era también el mundo del esfuerzo bélico, para el que la enfermedad no podía ser impedimento para que los obreros siguieran yendo a trabajar y, por tanto, contagiaran a sus compañeros.
En general, el mundo de la Gripe española era a su vez un mundo en el que no había apenas conocimiento sobre el origen de las enfermedades y sus vectores de contagio. La teoría de los gérmenes, que propuso el concepto de los agentes infecciosos externos al organismo que sufre la enfermedad, apenas había terminado de nacer. Si bien se había empezado a observar a ciertos microorganismos, la existencia de los virus era aún una hipótesis marginal: 20 veces más pequeños que una bacteria, los virus no eran observables para los microscopios ópticos de la época. La medicina se había desarrollado poco aún y era inaccesible a la gran mayoría de la población. Los remedios tradicionales y todo tipo de supersticiones dominaron la lucha contra una enfermedad desconocida, a menudo vista como algo terrible y sobrecogedor.
La envergadura del desastre humano que supuso la pandemia de Gripe española debió haberla convertido en la última gran catástrofe sanitaria de la humanidad. Las lecciones que pudieron extraerse de ella, la subsiguiente investigación sobre enfermedades infecciosas, el desarrollo tecnológico sin precedentes desde los inicios del capitalismo… todo ello podría llevarnos a pensar que la humanidad tendría que ser capaz de ganarle la partida a las enfermedades.
La política sanitaria del Estado está al servicio de la explotación capitalista
La clase dominante comprende los riesgos que entraña la cuestión sanitaria para su sistema. Este entendimiento no implica ninguna razón humanitaria o progresista, sino la voluntad de hacer lo que esté en su mano para que la fuerza de trabajo se vea afectada lo menos posible y siga siendo lo más productiva y rentable que se pueda. Esta preocupación de la burguesía apareció ya en el ascenso histórico del capitalismo, tras las pandemias de cólera en Europa en los años 1803 y 1840. El desarrollo del capitalismo vino acompañado de una intensificación del intercambio comercial internacional y, al mismo tiempo, de la comprensión de que los patógenos no se detenían ante las fronteras impuestas por el capitalismo[4]. La burguesía empezó entonces a sostener una política sanitaria multilateral, con las primeras convenciones internacionales de 1850, y sobre todo con las creación de la Oficina Internacional de Higiene Pública (IOPH por sus siglas en inglés) en 1907. En aquel momento el objetivo de la burguesía estaba más que claro: se trataba de medidas destinadas esencialmente a salvaguardar a los países industriales y proteger su indispensable crecimiento comercial y económico. La IOPH contaba sólo con 13 países miembros. Tras la guerra, la Liga de las Naciones creó un comité de higiene de vocación más internacional (abarcando su campo de acción hasta el 70% del planeta) y con un programa que apuntaba abiertamente a asegurar que hasta el último engranaje de la máquina capitalista funcionara correctamente, mediante la promoción de medidas sanitarias. Tras la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar un acercamiento más sistemático a la cuestión sanitaria con la creación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y especialmente con la creación de un programa para la mejora de los estándares sanitarios, dirigido no ya a los Estados miembros sino a toda la población mundial. Provista de los medios necesarios, la OMS organizó y financió sus operaciones en torno a un gran número de enfermedades, poniendo énfasis en la prevención e investigación.
Nuevamente, nada nos llama a ver aquí un aparente arrebato de humanitarismo por parte de la clase dominante. En el marco de la Guerra Fría, las medidas sanitarias eran vistas como una forma de asegurarse, tras la post-guerra, la posibilidad de obtener una fuerza de trabajo lo más productiva y numerosa posible, logrando conservar, durante este periodo de reconstrucción, una cierta presencia y dominación sobre los países en desarrollo y sus poblaciones: la prevención era vista como una forma de ahorrar costes frente al cuidado hospitalario.
A su vez, empezaron a desarrollarse las investigaciones y medicamentos que permitían una mejor comprensión de los agentes infecciosos, de su funcionamiento y de los medios para combatirlos, en particular los antibióticos gracias a los cuales empezaron a tener cura una cantidad cada vez mayor de enfermedades bacterianas, así como el desarrollo de vacunas. Se llegó al punto de que la burguesía, en los años 70, empezó a creer que la guerra estaba ganada y que buena parte de las enfermedades infecciosas eran cosa del pasado: el progreso de las vacunaciones, en especial de niños, y el acceso a un sistema sanitario mejor preparado, llevó a que enfermedades infantiles como el sarampión y las paperas fueran ya poco frecuentes; la viruela, junto con la poliomielitis, fueron erradicadas en casi todo el mundo[5]. El capital podía contar entonces con una fuerza de trabajo invulnerable, con total disposición para ser explotada.
SIDA, SARS, Ébola… síntomas del retroceso del dominio capitalista sobre las leyes de la naturaleza
El desarrollo anárquico del capitalismo en su fase de decadencia histórica, ya comenzado el siglo XX, generó una intensa transición demográfica, una aguda destrucción medioambiental (en especial por la deforestación), intensificación del desplazamiento de personas, urbanización descontrolada, inestabilidad política y cambios climáticos que son, además, factores de origen y difusión de enfermedades infecciosas[6]. Así, a finales de los años 70, apareció una nueva pandemia vírica que aún hoy afecta a toda la especie humana: el SIDA. Las esperanzas de la burguesía murieron antes de nacer, ya que al mismo tiempo el sistema capitalista entró en el último periodo de su vida: su descomposición histórica. El origen y consecuencias de la descomposición del capitalismo escapan al tema de este artículo, pero podemos subrayar que las manifestaciones más explosivas de esta descomposición afectaron muy rápidamente a la cuestión sanitaria: el ``cada uno a la suya´´, la visión a corto plazo y la pérdida de control paulatina de la burguesía sobre su propio sistema, todo ello en el contexto de una crisis económica aún más profunda, que cada vez es más difícil de contrarrestar para la clase dominante[7].
La pandemia actual de Covid-19 es una manifestación ejemplar de la descomposición histórica del capitalismo. Es resultado de la cada vez mayor incapacidad de la clase dominante para solucionar un problema que se planteó ya, en principio, con la creación de la OMS en 1947: llevar la mejor cobertura sanitaria posible a la población. Un siglo después de la Gripe española, el conocimiento científico acerca de las enfermedades, su origen, sus agentes infecciosos, los virus… se ha desarrollado a un nivel incomparable. La codificación genética permite a día de hoy identificar virus, monitorizar sus mutaciones y desarrollar vacunas más eficaces. La medicina ha hecho progresos inmensos y se ha ido imponiendo cada vez más a las tradiciones y la religión. Se ha dotado, a su vez, de una importante dimensión preventiva.
Sin embargo, es la impotencia de los Estados y el pánico ante lo desconocido lo que ha dominado las medidas tomadas ante la pandemia de Covid-19. Mientras que hace ya un siglo que la humanidad alcanzó un estado de dominio progresivo sobre las leyes naturales, actualmente nos hallamos ante una situación donde ocurre cada vez más lo contrario.
El Covid-19 está muy lejos de ser un relámpago en un cielo azul: el VIH ya nos avisó de las pandemias que podía traer el futuro. Pero es que además, desde entonces han aparecido también el SARS, el MERS (Síndrome Respiratorio de Oriente Medio), la Gripe porcina, el Zika, el Ébola, el Chikungunya (parecido al Zika y propagado por mosquitos), el BSE (enfermedad de las vacas locas)… algunas enfermedades que habían desaparecido, o casi desaparecido, como la tuberculosis, el sarampión, la rubeola, el escorbuto, la sífilis o la sarna, junto con la poliomielitis, han vuelto a aparecer. Todos estos signos deberían haber sido suficientes para que hubiera habido más investigación y acciones preventivas; lo cual no fue el caso en absoluto. Y no fue por negligencia o fallo de cálculo, sino porque el capitalismo en descomposición, necesariamente, es cada vez más y más prisionero de visiones cortoplacistas que le llevan a perder paulatinamente el control de sus propias herramientas de regulación, las mismas que hasta ahora le habían permitido limitar los daños causados por la competencia sin frenos en la que participan todos los actores del mundo capitalista.
En los años 80 empezaron a hacerse notar las primeras críticas de Estados miembros de la OMS sobre el coste excesivo de las estrategias de prevención, sobre todo por el hecho de que no suponían ningún beneficio directo para sus capitales nacionales. Empezaron a decaer las vacunaciones. Empezó a ser más difícil acceder a la sanidad como resultado de los recortes en los sistemas sanitarios públicos. Este paso atrás, colateralmente, dio origen a la ``medicina alternativa´´ que empezó a nutrirse del clima de irracionalidad favorecido por la descomposición. Así, un siglo después de la época en la que ni siquiera se sabía que estas enfermedades las provocaba un virus, el ``remedio´´ recomendado contra el Covid es el mismo que el que se prescribía para la Gripe española (descanso, alimentarse e hidratarse).
La ciencia ha perdido credibilidad a nivel global, y con ella, el crédito y los subsidios que la acompañaban. Las investigaciones sobre virus, enfermedades infecciosas y los medios para combatirlas se han parado en seco en casi todas partes por falta de fondos. Y no porque sean costosas, sino porque su falta de rentabilidad inmediata las convierte en una inversión sin interés. La OMS ha abandonado su investigación sobre la tuberculosis, siendo interpelada por el gobierno norteamericano con amenazas de cesar su contribución financiera (la más importante para la OMS, el 25% del total) si no se centra en enfermedades que EEUU considera más prioritarias.
Las necesidades de la ciencia, que sigue tendiendo a trabajar a largo plazo, no son compatibles con las restricciones que le impone un sistema en crisis, dominado por una acuciante necesidad de obtener beneficios inmediatos de todas sus inversiones. Por ejemplo, tras reconocerse a nivel global que el virus del Zika era un agente patogénico, responsable de descensos en la tasa de natalidad, no hubo investigación alguna ni se llegó a dar término al desarrollo de ninguna vacuna. Dos años y medio después, se pospusieron los ensayos clínicos. La ausencia de mercado, tras dos epidemias, hizo que ni un solo Estado o farmacéutica invirtiera en la investigación[8].
Los recortes en políticas de prevención son reflejo de una sociedad sin futuro
A día de hoy la OMS ha quedado reducida al silencio, y la investigación sobre enfermedades está en manos de un Banco Mundial que exige un enfoque basado en el beneficio (con la implementación de su indicador DALY, que maneja un ratio de costes/beneficios en cifras de años de vidas perdidas).
Así, cuando un especialista en el coronavirus como Bruno Canard, habla de ``un trabajo a largo plazo que debería haber comenzado en 2003 con la llegada del primer SARS´´, y cuando su compañero virólogo, Johan Neyts, habla con pesar de que ``por 150 millones de euros podríamos haber tenido, en 10 años, un antiviral de amplio espectro contra el coronavirus que se podría haber entregado a los chinos en enero. Habiendo hecho esto, no estaríamos en la situación en la que estamos hoy´´[9], se posicionan en contra de la dinámica actual del capitalismo.
Estamos ante la demostración de lo que Marx ya escribió en 1859 en la Contribución a la crítica de la economía política: ``Al alcanzar cierto nivel de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en conflicto con las relaciones de producción existentes (…) De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en obstáculos´´.
Mientras que la humanidad posee mejores medios científicos y tecnológicos que nunca para combatir a las enfermedades, la continuación de la sociedad capitalista supone un obstáculo para la realización de estos medios.
La humanidad, en el año 2020, es capaz de entender a los organismos vivos en todas sus formas y sabe cómo describir su funcionamiento, mientras que al mismo tiempo se ve forzada a asumir los ``remedios´´ de la época en la que reinaba el oscurantismo. La burguesía cierra sus fronteras para protegerse del virus tal y como lo hizo en el siglo XVIII, cuando se levantó un muro para aislar Provenza de la plaga. Se pone en cuarentena a enfermos o casos sospechosos, se cierran los puertos a barcos extranjeros… justo como en los tiempos de la Peste Negra. Poblaciones enteras son confinadas, se cierran espacios públicos, se prohíben reuniones y actividades, se decretan toques de queda… justo como en las grandes ciudades estadounidenses en la época de la Gripe española.
No se ha pensado en nada más efectivo que esto desde entonces, y el retorno de estos métodos violentos, arcaicos y obsoletos muestra la impotencia de la clase dominante al enfrentarse a la pandemia. La competencia, pilar del capitalismo, no desaparece ante tan grave situación: cada capital nacional debe superar al otro o morir. Así, al mismo tiempo que empezaban a acumularse las muertes y los hospitales empezaban a no ser capaces de admitir a un solo paciente más, todos los Estados intentaban confinar a todo el mundo, algunos más tarde que otros. Unas semanas más tarde, nos encontramos ante la urgencia de levantar los confinamientos y poner en marcha cuanto antes la máquina de la economía para la conquista de mercados competitivos. Estas medidas no mostraron otra cosa más que desprecio por la salud humana y se tomaron a pesar de las advertencias de la comunidad científica de que el SARS-Covd 2 estaba aún más que vivo y en proceso de mutación. La clase dominante no es capaz de ir más allá de la lógica de la competencia absoluta que reina sobre todos los niveles de su sociedad. Simplemente es incapaz de configurar una estrategia común de lucha contra el virus, como también se da en el caso del cambio climático.
La Plaga de Justiniano precipitó la caída del Imperio Romano y su sistema esclavista; la Peste Negra empujó al feudalismo a su final. Estas pandemias fueron producto de sistemas en decadencia en los que ``las fuerzas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes´´, y fueron a su vez factores de aceleración de su caída. La pandemia de Covid-19 también es producto de un orden mundial en decadencia y descomposición; y también impulsará su desaparición.
¿Debería alegrarnos una caída del capitalismo acelerada por la pandemia? ¿Podría avanzar el comunismo como lo hizo el capitalismo sobre las ruinas de la sociedad feudal? La comparación con las pandemias del pasado acaba aquí. En las sociedades esclavista y feudal las bases de una organización nueva, adaptada al desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas, ya estaban presentes en la vieja sociedad. Los métodos de producción existentes, habiendo alcanzado ya su límite, dejaron sitio a una nueva clase dominante capaz de portar relaciones de producción nuevas y más adecuadas. A finales de la Edad Media, el capitalismo ya había asumido una parte considerable de la producción social.
El capitalismo es la última sociedad de clases de la historia. Tras haber puesto bajo su control la casi-totalidad de la producción humana, no puede dejar sitio a ninguna otra forma de organización antes de desaparecer, y no hay otra sociedad de clases que pueda reemplazarlo. La clase revolucionaria, el proletariado, debe antes que nada destruir el presente sistema para poder sentar las bases de una nueva era. Si una serie de pandemias u otras catástrofes precipitaran la caída del capitalismo, y el proletariado fuera incapaz de reaccionar e imponerse con sus propias fuerzas… entonces todo el conjunto de la humanidad sería arrastrado a la destrucción.
Lo que está en juego en nuestra era reside, ciertamente, en la capacidad de la clase obrera para resistir la desorganización e ineficacia del capitalismo, y desde ahí, en si progresivamente será capaz de ir entendiendo sus fundamentos y asumiendo su responsabilidad histórica. Así es como termina la cita anteriormente mencionada de Marx:
``Al alcanzar cierto nivel de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en conflicto con las relaciones de producción existentes (…) De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en obstáculos. Se abre así una época de revolución social´´.
GD (octubre 2020)
[2] Construido en el centro de Inglaterra por dicho emperador en el siglo II
[4] ``A new twenty-first century science for effective epidemics response´´, Nature, Colección de Aniversario nº150, vol. 575, noviembre 2019, p. 131
[5] Íbid, p. 130
[6] Íbid
[7] Ver nuestras Tesis sobre la Descomposición https://es.internationalism.org/revista-internacional/200510/223/la-descomposicion-fase-ultima-de-la-decadencia-del-capitalismo
[8] Íbid, p. 134
[9] ``Covid-19 on the track of future treatments´´, Le Monde, 6 octubre 2020