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La actualidad del método de Bilan
Frente a los fuertes resultados electorales de la extrema derecha en Francia, Bélgica, Alemania, Austria, o frente a los pogromos hechos por bandas de extrema derecha, más o menos manipuladas, contra los inmigrantes y refugiados en Alemania del Este, la propaganda de la burguesía «democrática», partidos de izquierda e izquierdistas en primera línea, ha vuelto a sacar el espectro de un «peligro fascista».
Como de costumbre, cada vez que la chusma racista y xenófoba hace sus canalladas, se alza el coro unánime de las «fuerzas democráticas». Con grandes campañas publicitarias se estigmatizan los éxitos «populares» de la extrema derecha en las elecciones y todo el mundo se lamenta por la pasividad de la población, presentada como simpatía hacia las acciones de los esbirros de ese medio. El Estado puede entonces presentar su represión como única garantía de las «libertades», la única fuerza capaz de enfrentar la peste racista, de impedir el retorno del horror fascista de siniestra memoria. Todo eso forma parte de la propaganda de la clase dominante, quien, en plena continuidad con las campañas ideológicas que alaban el «triunfo del capitalismo y el fin del comunismo», multiplica los llamados por la defensa de la «democracia» capitalista.
Estas campañas «antifascistas» se basan, en gran parte, en dos mentiras: la primera es la que pretende que las instituciones de la democracia burguesa, y las fuerzas políticas que a éstas apelan, constituyen una muralla contra las «dictaduras totalitarias»; la segunda es la que afirma que hoy en día, en Europa occidental, podrían surgir regímenes de tipo fascista.
Frente a esas campañas, la lucidez de los revolucionarios de los años 30 permite comprender el verdadero curso histórico actual, como lo muestra el artículo de Bilan que aquí publicamos.
Este artículo fue escrito hace cerca de 60 años, en plena victoria del fascismo en Alemania, un año antes de la llegada al poder del Frente popular en Francia. Las ideas que desarrolla sobre la actitud de las «fuerzas democráticas» frente al ascenso del fascismo en Alemania, así como sobre las condiciones históricas que hacen posible ese tipo de regímenes, siguen siendo de plena actualidad en el combate contra los portavoces del «antifascismo».
La Fracción de izquierda del Partido comunista de Italia, obligada por el régimen fascista de Musolini a exilarse (particularmente en Francia), defendía, a contra corriente de todo el «movimiento obrero» de aquella época, la necesidad de la lucha independiente del proletariado por la defensa de sus intereses y de su perspectiva revolucionaria: el combate contra el capitalismo como un todo.
Contra aquellos que pretendían que los proletarios apoyasen a las fuerzas burguesas democráticas para impedir la llegada del fascismo, Bilan demostraba, con los hechos, que las instituciones democráticas, en vez de alzarse como murallas frente al ascenso del fascismo, hicieron su lecho: «... entre la constitución de Weimar y Hitler se desarrolla un proceso de perfecta y orgánica continuidad». Bilan establece que el fascismo no era una aberración sino una forma del capitalismo, una forma posible y necesaria sólo frente a ciertas condiciones históricas particulares: «... el fascismo se edificó sobre la doble base de las derrotas proletarias y de las imperativas necesidades de una economía acorralada por una profunda crisis económica».
El fascismo en Alemania, así como «la democracia de plenos poderes» en Francia, traducían la aceleración de la estatificación (de la «disciplinización» dice Bilan) de la vida económica y social del capitalismo de los años 30, un capitalismo sometido a una crisis económica sin precedentes que agudizaba los antagonismos interimperialistas. Pero lo que explica que esta tendencia se concrete en forma de «fascismo» o en forma de «democracia de plenos poderes» se sitúa a nivel de la relación de fuerzas entre las dos principales clases de la sociedad: la burguesía y la clase obrera. Para Bilan, el establecimiento del fascismo exige una previa derrota, física e ideológica, del proletariado. El fascismo en Alemania e Italia tenía como tarea rematar el aplastamiento del proletariado iniciado por la socialdemocracia.
Los que hoy predican sobre la inminente amenaza del fascismo, «olvidan» esa condición de derrota histórica señalada por Bilan. Las presentes generaciones de proletarios, en particular en Europa occidental, no han sido ni físicamente derrotadas ni ideológicamente reclutadas. En esas condiciones, la burguesía no puede abandonar las armas del «orden democrático». La propaganda oficial utiliza el espantajo fascista tan sólo para encadenar mejor a los explotados al orden establecido, la «democrática» dictadura del capital.
Bilan habla de la URSS como de un «Estado obrero» y trata a los Partidos Comunistas de «partidos centristas». Habrá que esperar en efecto la Segunda Guerra mundial para que la Izquierda comunista de Italia asuma plenamente el análisis de la naturaleza capitalista de la URSS y de los partidos estalinistas. Sin embargo, eso no impidió que estos revolucionarios, a partir de los años 30, denunciaran sin vacilaciones a los estalinistas como fuerzas «que trabajan por la consolidación del mundo capitalista en su conjunto», «un elemento de la victoria fascista». El trabajo de Bilan se realiza en pleno período de derrota de la lucha revolucionaria del proletariado, al principio de la gigantesca tarea teórica que representaba el análisis crítico de la mayor experiencia revolucionaria de la historia: la revolución rusa.
Bilan levaba consigo confusiones relacionadas con el enorme apego de los revolucionarios para con aquella experiencia sin par, pero constituía un precioso e irremplazable momento de la clarificación política revolucionaria. El trabajo de Bilan fue una etapa crucial cuya metodología sigue siendo hoy perfectamente válida: el análisis de la realidad, sabiendo siempre situarse desde el punto de vista histórico y mundial de la lucha proletaria, sin concesiones.
CCI
El aplastamiento del proletariado alemán y la ascensión des fascismo (Bilan, marzo de 1935)
Adquirir una visión histórica del período actual, suficientemente amplia para integrar los fenómenos fundamentales que expresa, nos exige un análisis crítico de los acontecimientos de la posguerra, de las derrotas y victorias de la revolución. Afirmar que la revolución rusa es el objeto central de nuestra crítica, de la crítica que ella misma presentó, es justo. Pero debe añadirse inmediatamente que Alemania constituye el eslabón más importante de la cadena que hoy atenaza al proletariado mundial.
En Rusia, la debilidad estructural del capitalismo, la conciencia del proletariado ruso, representada por los bolcheviques, no permitió que la burguesía concentrase mundial e inmediatamente sus fuerzas en torno a su sector amenazado, mientras que en Alemania toda la realidad de la posguerra traduce una intervención de este tipo, facilitada por la presencia de un capitalismo fuerte con sus tradiciones democráticas y un proletariado que llegó de manera precipitada a la conciencia de sus tareas.
Los acontecimientos de Alemania (desde el aplastamiento de los espartakistas hasta el advenimiento del fascismo) contienen en sí una crítica de Octubre 1917. Constituyen una respuesta del capitalismo a acciones a menudo inferiores a las que permitieron la victoria de los bolcheviques. Por ello un análisis serio de Alemania debería empezar por un examen de las tesis del 3° y 4° Congreso de la Internacional comunista. Estos contienen elementos que no van más allá de la Revolución rusa, pero que hacían frente al feroz asalto de las fuerzas burguesas contra la revolución mundial. Estos congresos elaboraron posiciones de defensa del proletariado agrupado en torno al Estado soviético, pero, para poder realmente hacer temblar al capitalismo, era necesaria una creciente ofensiva por parte de los obreros de todos los países y una simultánea progresión ideológica de su organismo internacional. Los acontecimientos de 1923 en Alemania fueron precisamente sofocados gracias a esas posiciones que se oponían al esfuerzo revolucionario de los obreros. Por sí mismos, esos acontecimientos constituyeron un contundente mentís de esos congresos.
Alemania prueba claramente las insuficiencias del patrimonio ideológico legado por los bolcheviques; pero hubo insuficientes esfuerzos no sólo por parte de los bolcheviques sino también por parte de los comunistas del mundo entero, y en particular en Alemania. ¿Acaso hizo alguien, en algún lugar, una crítica histórica de la lucha ideológica y política de los espartakistas? A nuestro parecer, aparte algunas anodinas repeticiones de generalidades de Lenin, ningún esfuerzo ha sido hecho. Se guerrea contra «el luxemburguismo», se lloriquea sobre el aplastamiento de los espartakistas, se estigmatizan los crímenes de Noske y Scheidemann, pero de análisis, nada. Sin embargo, 1919 en Alemania expresa una crítica de la democracia burguesa más avanzada que la de Octubre 1917. Si los bolcheviques demostraron que el partido del proletariado puede ser un guía victorioso únicamente si sabe, al formarse, rechazar toda alianza con corrientes oportunistas, los acontecimientos de 1923 demostraron que la fusión de los espartakistas con los Independientes en Halle, fue un factor importante en la confusión del PC ante la batalla decisiva.
En resumen, en vez de llevar la lucha proletaria a niveles más altos que Octubre, en vez de negar más profundamente las formas de dominación capitalista, los compromisos con las fuerzas enemigas, en vísperas de un asalto revolucionario inminente, sólo podía facilitar el reagrupamiento de las fuerzas capitalistas, arrastrando las posiciones revolucionarias a niveles inferiores a los que permitieron el triunfo de los obreros rusos. Así, la posición del camarada Bordiga en el 2o Congreso, contra el parlamentarismo, era una tentativa de llevar adelante las posiciones de ataque del proletariado mundial, mientras que la posición de Lenin fue una tentativa de emplear de manera revolucionaria un elemento históricamente superado para enfrentar una situación que no contenía aún todas las condiciones de un asalto revolucionario. Los acontecimientos dieron razón a Bordiga, no sobre esta cuestión en sí, sino al nivel más amplio de una apreciación crítica de los acontecimientos de 1919 en Alemania, afirmando la necesidad de un mayor esfuerzo destructivo del proletariado antes de las nuevas batallas que tenían que decidir la suerte del Estado proletario y de la revolución mundial.
En este artículo trataremos de examinar la evolución de las posiciones de clase del proletariado alemán con el fin de poner de relieve los elementos de principio que pueden completar las aportaciones de los bolcheviques, hacer una crítica de los que pretenden calcar estas aportaciones en situaciones nuevas, contribuir al trabajo de crítica general de los acontecimientos de la posguerra.
El artículo 165 de la Constitución de Weimar dice: «Obreros y empleados colaborarán (en los Consejos obreros) en un pie de igualdad, con los patrones, en la reglamentación de las cuestiones de sueldos y de trabajo, así como al desarrollo general económico de las fuerzas productivas». Esto es lo que mejor caracteriza un período en el que la burguesía alemana entendió no solamente que debía ampliar su organización política hasta la más extrema democracia (el extremo de reconocer a los Consejos obreros), sino también que tenía que darles a los obreros la ilusión de un poder económico. De 1919 hasta el 1923, tuvo el proletariado la impresión de ser la fuerza política predominante del Reich. Los sindicatos, incorporados desde cuando la guerra en el aparato estatal, se habían vuelto pilares que sostenían el conjunto del edificio capitalista y los únicos en ser capaces de orientar los esfuerzos proletarios hacia la reconstrucción de la economía alemana y de un aparato estable de dominación capitalista. La democracia burguesa reivindicada por la socialdemocracia demostró en aquel entonces que era el único medio para impedir la evolución revolucionaria de la clase obrera, orientándola hacia un poder político dirigido de hecho por la burguesía, aprovechándose ésta del apoyo de los sindicatos para sacar a flote la industria. Esta es la época en que nacen y dominan «la primera legislación social del mundo», los contratos colectivos de trabajo, las células de fábricas que tienden en ciertas ocasiones a oponerse a los sindicatos reformistas y logran concentrar el esfuerzo revolucionario de los proletarios, tal como ocurrió por ejemplo en el Rhur, en 1921-22. La reconstrucción alemana, al desarrollarse en ese derroche de libertades y derechos obreros, desembocó como se sabe en la inflación de 1923, en que se expresaron a la vez tanto las dificultades de un capitalismo derrotado y terriblemente empobrecido para volver a lanzar su aparato productivo, como también la reacción de un proletariado que vió de golpe su sueldo nominal, su «kolossal» legislación social, su apariencia de poder político reducidos a la nada. Si fue derrotado el proletariado alemán en 1923, a pesar de los «gobiernos obreros» de Sajonia, de Turingia, a pesar de tener un PC fuerte y no gangrenado por el centrismo, dirigido además por antiguos espartakistas, a pesar de todas estas circunstancias favorables debidas a las dificultades del imperialismo alemán, las causas han de buscarse en Moscú, en las Tesis 3a y 4a que aceptaron los espartakistas y que estaban muy lejos del «programa de Spartakus» de 1919, situándose al contrario muy por debajo de éste. A pesar de sus escasos equívocos, el discurso de Rosa Luxemburgo contiene una denuncia feroz de las fuerzas democráticas del capitalismo, una perspectiva económica y también política, y nada de «gobiernos obreros» más o menos vacíos o de frentes únicos con partidos contrarrevolucionarios.
A nuestro parecer, la derrota de 1923 es la respuesta de los acontecimientos al estancamiento del pensamiento crítico del comunismo, un pensamiento repetitivo en lugar de innovador, un pensamiento que se niega a sacar de la realidad misma las reglas programáticas nuevas, en un momento en que el capitalismo mundial, al ocupar el Ruhr, estaba ayudando objetivamente a la burguesía alemana al provocar una oleada de nacionalismo susceptible de canalizar o al menos enturbiar la conciencia de los obreros e incluso de los dirigentes del PC.
Una vez doblado ese cabo peligroso, el capitalismo alemán pudo beneficiarse de la ayuda financiera de países como Estados Unidos, convencidos de la desaparición momentánea de todo peligro revolucionario. Fue entonces la época de un movimiento de concentración y de centralización industriales y financieras sin precedentes, basadas en una racionalización desenfrenada, mientras Stresemann sucedía a la serie de gobiernos socialistas o socializantes. La socialdemocracia apoyó esa consolidación estructural de un capitalismo que buscaba en su organización disciplinaria la fuerza para hacer frente a sus adversarios de Versalles, agitando ante los obreros el mito de la democracia económica, de la salvaguardia de la industria nacional, de poder tratar con algunos patronos sobre las ventajas socialistas que a ellos les interesaban...
En 1925-26, hasta los primeros síntomas de la crisis mundial, el movimiento de organización de la economía alemana crece sin cesar. Podría casi decirse que el capitalismo alemán, que pudo enfrentarse al mundo entero gracias a sus fuerzas industriales y a la militarización de un aparato económico impresionante, ha proseguido, una vez pasadas las turbulencias sociales de la posguerra, su organización económica ultracentralizada indispensable en esta fase de guerras interimperialistas. Y es así como está volviendo, espoleado por las dificultades mundiales, a la organización económica de guerra. Desde 1926 quedan formados los grandes konzerns (conglomerados) del Stahlwerein, de la IG Farbenindustrie, el konzern eléctrico Siemens, la Allgemeine Electrizität Gesellchaft (AEG), conglomerados facilitados por la inflación y el alza de los valores industriales resultante.
Ya antes de la guerra, la organización económica en Alemania, los cárteles, los konzers, la fusión del capital financiero e industrial, había alcanzado un nivel muy elevado. Pero, a partir de 1926, el movimiento se acelera, fusionándose konzerns como el de Thyssen, el de la Rheinelbe-Union, Phoenix, Rheinische Stahlwerke, para formar la Stahlwerein, la cual controlará la industria carbonífera y todos sus subproductos; la metalurgia y todo lo que con ésta se relaciona. Y sustituirán los hornos Thomas, que necesitan mineral de hierro (que Alemania ha perdido al perder Lorena y Alta Silesia) por hornos Siemens-Martin, que pueden utilizar chatarra.
Esos Konzerns pronto van a controlar rigurosa y severamente toda la economía alemana, erigiéndose cual enormes diques contra los que el proletariado va a estrellarse; su desarrollo se acelera gracias a las inversiones de capitales norteamericanos y en parte gracias a los pedidos rusos. Y desde ese momento, el proletariado, el cual, tras lo ocurrido en 1923 va a perder sus ilusiones sobre su poder político real, va a ser arrastrado a una lucha decisiva. La socialdemocracia apoya al capitalismo alemán, pretende demostrar que los konzerns son embriones socialistas y defiende los contratos colectivos de conciliación, camino que llevaría hacia una democracia económica. El PC sufre su «bolchevización», la cual, con la llegada del «socialfascismo», coincidirá con la realización de los planes quinquenales en Rusia y le llevará a desempeñar un papel análogo -aunque no idéntico- al de la socialdemocracia.
Es, sin embargo, desde esta época de racionalización, de formación de gigantescos konzerns cuando aparecen en Alemania las bases económicas y sociales del advenimiento del fascismo en 1933. La concentración agudizada de las masas proletarias consecuencia de las tendencias capitalistas, una legislación social que servirá de cortafuegos contra movimientos revolucionarios peligrosos, pero muy costosa, un desempleo permanente perturbador de las relaciones sociales, las pesadas cargas que pagar al extranjero (las reparaciones de guerra) todo lo cual acarreaba ataques continuos contra unos salarios ya bajísimos a causa de la inflación. Lo que sobre todo provocó el advenimiento y dominación del fascismo fue la amenaza proletaria que había surgido en la posguerra y que seguía estando presente. De esa amenaza pudo salvarse el capitalismo gracias a la socialdemocracia, pero contra ella se exigía una estructura política que correspondiera a la concentración disciplinaria que se había efectuado en el terreno económico. Del mismo modo que la unificación de Alemania estuvo precedida por una concentración y centralización industriales en 1865-70, el advenimiento del fascismo estuvo precedido por una reorganización altamente imperialista de la economía germana necesaria para salvar al conjunto de una clase burguesa acorralada cuando el Tratado de Versalles. Cuando hoy se habla de intervenciones económicas del fascismo, de «su» economía dirigida, «su» autarquía, se está deformando bastante la realidad. Lo que el fascismo representa es ni más ni menos que la estructura social que, al cabo de una evolución económica y social, le era necesaria al capitalismo. Haber dado el poder a un fascismo después de 1919, es algo que no hubiera podido hacer un capitalismo alemán en total descomposición, y sobre todo porque el proletariado seguía siendo una amenaza. Por eso el pronunciamiento de Kapp fue combatido por amplias fracciones del capitalismo, como también, por cierto, por los aliados, todos los cuales se daban perfecta cuenta de la inapreciable ayuda de los socialistas traidores. En Italia, en cambio, el asalto revolucionario del proletariado no ocurre en medio de la descomposición del capitalismo, sino de la conciencia de la debilidad de éste, que lo obliga a echarse atrás cuando tienen lugar las ocupaciones de fábricas, dejando su suerte en manos de los socialistas. Pero gracias a ese retroceso, el capitalismo italiano podrá reaccionar inmediatamente una vez pasado el huracán, teniendo así las manos libres para llevar el fascismo al poder.
En resumen, todas las innovaciones del fascismo, desde el punto de vista económico, estriban en el incremento de la «disciplinización» económica, en la relación entre el Estado y los grandes konzerns (nombramiento de comisarios en los diferentes ramos de la economía) y en la consagración de una economía de guerra.
La democracia como estandarte de la dominación capitalista no le conviene a una economía acorralada por la guerra, zarandeada por el proletariado y cuya centralización tiene como meta el organizar la resistencia en espera de una nueva carnicería, lo cual es una manera de traspasar al plano mundial sus propias dificultades, tanto más por cuanto supone cierta movilidad en las relaciones económicas y políticas, una facultad de desplazamiento de grupos e individuos que, aunque gravitan todos en torno al mantenimiento de privilegios de una clase, deben dar sin embargo a todas las clases la impresión de una posible elevación social. En el período de desarrollo de la economía alemana de posguerra, los konzerns ligados al aparato de Estado, le exigían a éste el reembolso de las concesiones que habían tenido que otorgar a causa de las luchas obreras. Todo ello hacía desaparecer la posibilidad de supervivencia de la democracia, pues la perspectiva que le quedaba a la burguesía alemana no era la de la explotación de unas colonias con pingues beneficios que ella ya no poseía, no era la de un derecho a los mercados mundiales, sino la de la lucha dura y áspera contra el Tratado de Versalles y su sistema de reparaciones. Esto iba a implicar una lucha despiadada y violenta contra el proletariado. En esto, al igual que en lo económico, el capitalismo alemán estaba mostrando el camino al que los demás países iban a llegar aunque por muy diferentes atajos. Es evidente que sin la ayuda del capitalismo mundial, la burguesía alemana nunca hubiera logrado realizar sus objetivos. Para que la burguesía alemana pudiera aplastar a los obreros, hubo que hacer desaparecer todo lo que podía recordar la presencia del capital extranjero, en especial norteamericano, que pudiera entorpecer la explotación exclusiva de los obreros alemanes por la burguesía alemana; se otorgaron moratorias a Alemania en el pago de las reparaciones y, por fin acabaron anulándolas. Pero también se necesitó la intervención del Estado soviético, el cual dejó abandonados por completo a los proletarios alemanes en beneficio de sus planes quinquenales, enturbiando y entorpeciendo sus luchas para acabar siendo un factor en la victoria del fascismo.
Un examen de la situación que va desde marzo 1923 a marzo de 1933 permite comprender que entre la Constitución de Weimar hasta Hitler se desarrolla un proceso de una continuidad total y orgánica. La derrota de los obreros ocurre tras una etapa de florecimiento de la democracia burguesa y «socializante» plasmada en la República de Weimar y que permite la reconstitución de las fuerzas capitalistas. Entonces, progresivamente, se va a ir cerrando el garrote. Pronto será Hindenburg, en 1925, quien se convertirá en defensor de esa Constitución y cuanto más y mejor reconstituye el capitalismo su armazón, tanto más se restringe la democracia o se amplía en momentos de tensión social incluso con la presencia todavía de gobiernos socialistas de coalición (H. Muller), aunque, debido tanto a centristas como a socialistas no hacen sino incrementar el sentimiento de desamparo entre los obreros, esa democracia tiende a desaparecer (gobierno de Brüning con sus decretos-ley) para acabar dejando el sitio al fascismo, el cual ya no encontrará frente a sí a la más mínima oposición obrera. Entre la democracia y su mejor producto, la república de Weimar, y el fascismo no se manifestará ninguna oposición: aquella permitirá el aplastamiento de la amenaza revolucionaria, dispersará al proletariado, enturbiará su conciencia, éste, al cabo de esa evolución, será la bota de acero capitalista que rematará la labor, realizando rígidamente la unidad de la sociedad capitalista a base de ahogar toda amenaza proletaria.
No vamos a hacer como esos pedantes y escritorzuelos de toda calaña que, una vez ocurridas las cosas, pretenden «corregir» la historia esforzándose en dar una explicación a lo acontecido en Alemania con aquello de la mala aplicación de esta o aquella fórmula. Es evidente que el proletariado alemán no podía vencer más que a condición de liberar (mediante las fracciones de izquierda) a la Internacional comunista (IC) de la influencia nefasta y disolvente del centrismo, reagrupándose en torno a consignas que nieguen todas las formas de la democracia y del «nacionalismo proletario», manteniéndose bien agarrado a sus intereses y a sus conquistas. Ningún frente único democrático podía salvar al proletariado alemán. Al contrario, lo único que hubiera podido salvarlo habría sido una lucha que rechazara ese frente único. La lucha del proletariado alemán iba a quedar dispersada desde el momento en que se ligaba a un Estado proletario (la URSS, NDLR) que en realidad ya estaba trabajando por la consolidación del mundo capitalista en su conjunto.
Del mismo modo que hoy puede hablarse de «fascistización» de los Estados capitalistas en donde se están instaurando democracias «de plenos poderes», también puede caracterizarse así la evolución capitalista en Alemania, con la única diferencia de que aquí la democracia se ha ido encogiendo gradualmente hasta desembocar en la situación de marzo de 1933. En ese curso histórico, la democracia ha sido un factor fundamental y desapareció bajo los golpes del fascismo cuando fue evidente que sólo éste podía ahogar una posible fermentación de un movimiento de masas. Alemania, más que Italia nos muestra ya una transición legal de Von Papen a Schleicher y de éste a Hitler, bajo la égida del defensor de la Constitución de Weimar: Hindenburg. Pero, al igual que en Italia, la fermentación de las masas exigía oleadas de masas para destruir las organizaciones obreras, diezmar el movimiento obrero. Hasta es posible que la situación en países como éste (Francia) vaya todavía más lejos con sus democracias de «plenos poderes», al no haber tenido frente a ellas a proletariados que hayan realizado asaltos revolucionarios importantes. Son países que además gozan de situaciones privilegiadas (posesión de colonias) comparadas con Italia o Alemania, de modo que, paralelamente a las intervenciones disciplinarias en la economía, es posible que logren ahogar al proletariado sin tener que recurrir a la destrucción total de la fuerzas tradicionales de la democracia, las cuales harían sin lugar a dudas un esfuerzo de adaptación (plan CGT en Francia, plan De Man en Bélgica).
El fascismo no se explica ni como clase separada y diferente del capitalismo, ni como emanación de unas clases medias exasperadas. El fascismo es la forma de dominación de un capitalismo que ya no logra, mediante la democracia, unir a todas las clases de la sociedad en torno al mantenimiento de sus privilegios. No es un nuevo tipo de organización social, sino una superestructura adaptada a una economía altamente desarrollada y que tiene como misión la de destruir políticamente al proletariado, la de aniquilar todo esfuerzo para que se establezca una relación entre las contradicciones cada día mayores que desgarran al capitalismo y la conciencia revolucionaria de los obreros. Los especialistas en estadística podrán hacer constar la importante masa de pequeños burgueses en Alemania (y entre éstos, 5 millones de intelectuales, incluidos los funcionarios) para con ello pretender explicar el fascismo como «su» movimiento. Ello no impide que el pequeño burgués está sumido en un ambiente histórico en el que las fuerzas productivas lo aplastan y le hacen comprender su impotencia, fuerzas que determinan una polarización de los antagonismos sociales en torno a dos actores principales: la burguesía y el proletariado. Al pequeño burgués ya no le queda ni la posibilidad de inclinarse hacia uno u hacia el otro, pero instintivamente se dirige hacia quienes le garanticen el mantenimiento de su posición jerárquica en la escala social. En lugar de erguirse contra el capitalismo, el pequeño burgués, asalariado de poltrona o comerciante, gravita en torno a un caparazón social que él quisiera que fuera lo bastante sólido para que haga reinar «el orden y la tranquilidad» y el respecto a su dignidad, en contra de las luchas obreras que no le dan salida y le ponen nervioso y que enturbian la situación. Pero si el proletariado se yergue y pasa al asalto, entonces el pequeño burgués no puede hacer más que esconderse y aceptar lo inevitable. Cuando se presenta al fascismo como el movimiento de la pequeña burguesía se deforma la realidad histórica, ocultando el terreno verdadero en el que de verdad aquél se ha levantado. El fascismo canaliza todas las contradicciones que ponen en peligro al capitalismo, dirigiéndolas hacia la consolidación de éste. Contiene los deseos de tranquilidad del pequeño burgués, la desesperación del desempleado hambriento, el odio ciego del obrero desorientado y sobre todo la voluntad capitalista de eliminar todo factor perturbador de una economía militarizada, de reducir al máximo los gastos de mantenimiento de un ejército de desempleados permanentes.
En Alemania, el fascismo se ha edificado en el doble cimiento de las derrotas proletarias y de las necesidades imperiosas de una economía acorralada por una crisis económica muy profunda. Fue bajo el gobierno Brüning, en particular, cuando el fascismo empezó su auge, en un momento en que los obreros se mostraron incapaces de defender sus salarios furiosamente atacados y los desempleados sus subsidios reducidos a golpes de decretos-ley. En las fábricas, en los tajos, los nazis creaban sus células de fábrica, no hacían ascos al empleo de huelgas reivindicativas, convencidos como estaban de que, gracias a los socialistas y a los centristas, esas huelgas nunca irían más allá de lo previsto; y fue en el momento en que el proletariado se declaraba vencido, en noviembre de 1932, antes de las elecciones convocadas por Von Pappen que acababa de disolver el gobierno socialista de Prusia, cuando estalló la huelga de transportes públicos en Berlín, dirigida por fascistas y comunistas. Esta huelga destrozó al proletariado berlinés, pues los comunistas aparecieron ya incapaces de expulsar de ella a los fascistas, de ampliarla y de hacer que sirviera de señal para una lucha revolucionaria. La disgregación del proletariado alemán vino acompañada, por un lado, de un desarrollo del fascismo que volvió las armas de los obreros contra los obreros mismos y por otro lado, de medidas de orden económico, de ayuda creciente al capitalismo (recordemos a este respecto que fue Von Papen quien adoptó las medidas de subvención a las empresas que emplearan parados con derecho a disminuir los salarios).
En resumen, la victoria de Hitler en marzo de 1933 no necesitó la menor violencia: era la fruta madurada por socialistas y centristas, el resultado normal de una forma democrática caduca. La violencia sólo tuvo sentido tras la subida al poder de los fascistas, no ya como respuesta contra un ataque proletario, sino para prevenirlo para siempre. De ser una fuerza destrozada, disgregada, el proletariado iba a convertirse en factor activo de la consolidación de una sociedad orientada enteramente hacia la guerra.
Por eso los fascistas no podían limitarse a tolerar los órganos de clase incluso dirigidos como lo estaban por traidores, sino que debían extirpar hasta la menor huella de la lucha de clases para así machacar mejor a los obreros transformándolos en instrumentos ciegos de las pretensiones imperialistas del capitalismo alemán.
El año de 1933 puede considerarse como el de la fase de realización sistemática de la labor de amordazamiento por parte del fascismo. Los sindicatos han sido aniquilados y sustituidos por consejos de empresa controlados por el gobierno. En enero de 1934 aparece el sello jurídico de esa labor: la Carta del Trabajo, que reglamenta el problema de los salarios, prohíbe las huelgas, instituye la omnipotencia de los patronos y de los comisarios fascistas, realiza el enlace total de la economía centralizada con el Estado.
De hecho, si bien al capitalismo italiano le costaron varios años antes de dar a luz su «Estado corporativo», el capitalismo alemán, más desarrollado, ha llegado a él rápidamente. El atraso de la economía italiana, en comparación con la del Reich, hizo difícil la edificación de una estructura social que contuviera automáticamente todos los eventuales sobresaltos de los obreros; en cambio, Alemania con una economía más desarrollada, pasó inmediatamente a la militarización de las relaciones sociales fuertemente enlazadas con los ramos de la producción controlados por comisarios de Estado.
En tales condiciones, el proletariado alemán, al igual que el italiano, ha dejado de tener existencia propia. Para volverse a encontrar con su conciencia de clase, deberá esperar a que las nuevas situaciones de mañana logren romper la camisa de fuerza con la que el capitalismo lo ha paralizado. En espera de ello, ahora no es ni mucho menos el momento de hacer proclamas utópicas sobre la posibilidad de una labor clandestina de masas en los países fascistas, política que ya ha hecho caer a muchos heroicos camaradas en manos de los verdugos de Roma o Berlín. Hay que considerar disueltas a las antiguas organizaciones que se reivindican del proletariado al haber quedado sometidas a los acontecimientos del capitalismo y pasar al trabajo teórico de análisis histórico, lo cual es previo a la reconstrucción de órganos nuevos que puedan llevar al proletariado a la victoria, gracias a la crítica viva del pasado.
Bilan