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Revista Internacional n° 95 - 4° trimestre de 1998

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Agravación de la crisis, matanzas imperialistas en África - Las convulsiones del capitalismo moribundo

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Agravación de la crisis, matanzas imperialistas en África

 

Las convulsiones del capitalismo moribundo

 

 

En los países industrializados, el verano es la época en la que, en general, la burguesía tiene a bien otorgar vacaciones a sus explotados para que así puedan recuperar mejor su fuerza de trabajo y ser más productivos el resto del año. También saben perfectamente éstos que desde hace ya mucho tiempo y a costa de ellos, la clase dominante se aprovecha de la dispersión, el alejamiento del lugar de trabajo y su menor vigilancia para acelerar sus ataques contra el nivel de vida. Así mientras los proletarios descansan, la burguesía y sus gobiernos no quedan inactivos. Sin embargo, desde hace ya varios años, el período estival se ha convertido en uno de los más fértiles en lo que a agravación de tensiones imperialistas se refiere.

Fue, por ejemplo, en agosto de 1990 cuando se inició, con la invasión de Kuwait por Irak lo que iba a ser la crisis y la guerra del Golfo. Fue en verano de 1991 cuando estalló en la antigua Yugoslavia una guerra en plena Europa por primera vez desde hacía casi medio siglo. Más recientemente, fue en el verano de 1995 cuando ocurrió el bombardeo de la OTAN y la ofensiva croata (apoyada por Estados Unidos) contra Serbia. Podríamos poner más ejemplos.

El verano de 1997 fue, en cambio, muy tranquilo en lo que enfrentamientos imperialistas se refiere. Pero la actualidad mundial fue, sin embargo, ruidosa; fue el verano del año pasado cuando se inició la crisis financiera de los países del Sudeste asiático, anunciadora de las convulsiones en las que está inmersa la economía mundial.

Por su parte, este verano de 1998 ha reanudado con la «tradición» de la agudización de los enfrentamientos imperialistas: guerra en el Congo, atentados contra las embajadas de EEUU en Africa, seguidos por los bombardeos estadounidenses en Afganistán y Sudán. Al mismo tiempo, ha estado marcado por la agravación considerable de las convulsiones de la economía mundial, especialmente el caos de Rusia, seguidas por un nuevo hundimiento de «países emergentes» como los de Latinoamérica y por una caída histórica de las Bolsas de los países más desarrollados.

El desencadenamiento reciente de esas convulsiones de todo tipo que conoce el mundo capitalista no son una casualidad. Expresan un nuevo avance de las contradicciones insuperables de la sociedad burguesa. No hay relación directa, mecánica, entre las convulsiones del ámbito económico y la agudización de los enfrentamientos guerreros. Pero todos tienen un mismo origen: el hundimiento de la economía mundial en una crisis sin salida. Y no hay salida porque no la tiene el modo de producción capitalista, el cual se halla en su fase de decadencia desde la Primera Guerra mundial.

Por eso es este siglo XX el que ha conocido las mayores tragedias de la historia. Sólo la clase obrera mundial mediante la realización de la revolución comunista, podrá impedir que el XXI sea peor todavía. Esa es la enseñanza principal que los proletarios deben sacar ante el hundimiento del mundo capitalista en una crisis y en una barbarie cada día más intensas.

 

Asia primero, ahora Rusia y Latinoamérica

La catástrofe económica
llega al corazón del capitalismo

 

La crisis financiera que se desató ahora hace más de un año en el Sudeste asiático está hoy desplegándose en toda su envergadura. Durante el verano ha conocido un nuevo sobresalto con el hundimiento de la economía rusa y las convulsiones sin precedentes en los «países emergentes» de Latinoamérica. Pero ahora ya son las principales metrópolis del capitalismo, los países más desarrollados de Europa
y Norteamérica los que están en primera línea: baja continua de los índices bursátiles, continuas correcciones a la baja de las previsiones de crecimiento. Lejos estamos de la euforia que embargaba a los burgueses hace escasos meses, una euforia que se plasmaba en las subidas vertiginosas de las Bolsas occidentales durante toda la primera parte del año 1998. Hoy, los mismos «especialistas» que se congratulaban de la «tan buena salud» de los países anglosajones y que preveían una recuperación en todos los países de Europa, ahora tienen que reconocer la recesión, cuando no la «depresión». Y tienen mucha razón en ser pesimistas. Los nubarrones que ahora se están acumulando en los cielos de las economías más poderosas no anuncian tormenta de verano. Lo que anuncian es un huracán resultante de la situación sin salida en el que se encuentra metida la economía capitalista.

Escenario de una nueva y brusca aceleración, el verano de este año ha sido mortal para la credibilidad del sistema capitalista: agudización de la crisis en Asia, en donde la recesión se ha instalado por largo tiempo y está ahora afectando a los dos «grandes», Japón y China; amenazas en Latinoamérica, hundimiento espectacular de la economía rusa y bajas que se acercan a los récords históricos en las principales plazas bursátiles. En tres semanas, el rublo ha perdido el 70 % de su valor (desde junio de 1991, el Producto interior bruto – PIB – ruso ha caído entre 50 y 80 %). El 31 de agosto, el famoso «lunes azul» según la expresión de un periodista que no se atrevió a llamarlo «negro», fue cuando Wall Street cayó 6,4 % y el Nasdaq, índice de valores en tecnología punta, 8,5 %. Al día siguiente, primero de septiembre, las Bolsas europeas estaban a su vez afectadas. Francfort empezaba la mañana con una pérdida de 2 % y París de 3,5 %. En el día, Madrid perdía 4,23 %, Amsterdam 3,56 y Zurich 2,15. En Asia, el 30 de agosto, la Bolsa de Hongkong bajaba más del 7 %, mientras la de Tokio se derrumbaba llegando a los niveles de hace 12 años. Desde entonces, las bajas de los mercados bursátiles no ha cesado hasta el punto que el 21 de septiembre (y es muy probable que cuando salga esta Revista internacional la situación sea peor todavía) la mayoría de los índices habían vuelto a los niveles de principios de 1998: + 0,32 en Nueva York, + 5,09 en Francfort y saldo negativo en Londres, Zurich, Amsterdam, Estocolmo.

Toda esa acumulación de desastres no se debe a la casualidad. Tampoco es, como pretenden hacérnoslo creer, la manifestación de una «crisis de confianza pasajera» hacia los países llamados «emergentes» o una «saludable corrección mecánica de un mercado sobrevalorado», sino que se trata de un nuevo episodio de la caída en picado del capitalismo como un todo, una caída de la que es una especie de caricatura el hundimiento de la economía rusa.

La crisis en Rusia

Durante meses, la burguesía mundial y sus «especialistas», que habían sufrido un buen susto con las crisis financieras de los países del Sudeste asiático hace un año, se habían consolado al ver que esa crisis no había arrastrado tras ella a los demás países «emergentes». Y la prensa insistía en el carácter «específico» de las dificultades que asaltaban a Tailandia, a Corea, a Indonesia, etc. Pero después sonó la alarma otra vez cuando un auténtico caos se apoderó de la economía rusa a principios del verano pasado (1). Después de muchas insistencias, la llamada «comunidad internacional», que ya había tenido que contribuir en Asia, acabó soltando una ayuda de 22 mil 600 millones de dólares en 18 meses acompañada, como de costumbre, por una serie de condiciones draconianas: reducción drástica de los gastos del Estado, aumento de los impuestos (especialmente para los asalariados para así compensar la impotencia patente del Estado ruso para cobrar los que deben las empresas), alzas de precios, aumento de las cuotas de jubilación. Todo eso cuando ya las condiciones de existencia de los proletarios rusos eran de lo más miserables y cuando la mayoría de los empleados del Estado y buena parte de los de empresas privadas no cobraban sueldo desde hace meses. Una miseria que se ha plasmado, por ejemplo, en la dramática estadística de que desde 1991 la esperanza de vida masculina ha retrocedido de 69 a 58 años y la tasa de natalidad de 14,7% a 9,5%.

Un mes más tarde, la evidencia está ahí: los fondos entregados no han servido para nada. Tras una semana negra en la que la Bolsa de Moscú cayó sin freno poniendo a cientos de bancos al borde de la quiebra, Yelsin y su gobierno se vieron obligados, el 17 de agosto, a abandonar lo poco que les quedaba de crédito: el rublo y su paridad con el dólar. De la primera serie de 4,8 mil millones de $ entregada en julio como ayuda del FMI, 3,8 ya habían sido tragados, en vano, en la defensa del rublo. En cuanto a los mil millones restantes, tampoco sirvieron, ni mucho menos, para poner en marcha las medidas de saneamiento de las finanzas estatales, menos todavía para pagar los atrasos de los sueldos obreros, por la sencilla razón de que se habían fundido para pagar los intereses de la deuda, que se traga más del 35 % de la renta del país, o sea en el simple pago de los intereses en su debido plazo. Y eso por no hablar de los fondos desviados que van a parar directamente a los bolsillos de una u otra facción de una burguesía gansterizada. El fracaso de esta política significa para Rusia, además de la quiebra en serie de bancos (más de 1500), el hundimiento en la recesión, la explosión de su deuda externa en dólares, el retorno de una inflación galopante. Ya hoy se estima que ésta podría alcanzar 200 o 300 % este año. Y lo peor está por llegar.

Ese marasmo ha provocado la desbandada en la cumbre del Estado ruso, acarreando una crisis política que, a finales de septiembre, parece no haber sido resuelta. La ruina de la esfera dirigente rusa, que la hace parecerse cada día más a la de una república de opereta, ha alarmado a las burguesías occidentales. Pero la burguesía podrá preocuparse por Yelsin y compañía, será ante todo la población rusa y la clase obrera las que están y seguirán pagando muy caro las consecuencias de la situación. Así, la caída del rublo ha encarecido en más del 50 % el precio de los alimentos importados, más de la mitad de los consumidos en Rusia. La producción no llega ni al 40 % de lo que era antes del derribo del muro de Berlín…

Hoy, la realidad está confirmando plenamente lo que nosotros decíamos hace nueve años en las «Tesis sobre la crisis económica y política en la URSS y los países del Este», redactadas en septiembre de 1989: «Ante su quiebra total, la única alternativa que puede permitir a la economía de esos países, no ya alcanzar una competitividad real, sino al menos irse manteniendo a flote, consiste en la introducción de mecanismos que permitan une responsabilización real de sus dirigentes. Esos mecanismos suponen una “liberalización” de la economía, la creación de un mercado interior que exista realmente, una mayor “autonomía” de las empresas y el desarrollo de un sector “privado” fuerte. (…) Sin embargo, aunque dicho programa se haga cada vez más indispensable, su puesta en aplicación tropieza con obstáculos prácticamente insuperables» (Revista internacional nº 60).

Unos meses después, añadíamos: “(…) algunos sectores de la burguesía responden que estaría bien un nuevo “Plan Marshall” que permitiera reconstruir el potencial económico de esos países (…) una inyección masiva de capitales en los países del Este hoy, para desarrollar su potencial económico y especialmente industrial, está fuera de lugar. Aún suponiendo que se pudiera poner en pie ese potencial productivo, las mercancías producidas no harían sino atascar todavía más un mercado mundial supersaturado. Con los países que están saliendo hoy del estalinismo ocurre lo mismo que con los subdesarrollados: toda la política de créditos masivos inyectados en éstos durante los años 70 y 80 ha desembocado obligatoriamente en la situación catastrófica bien conocida: una deuda de 1 billón 400 millones de $ y unas economías todavía más destrozadas que antes. A los países del Este, cuya economía se parece en muchos aspectos a la de los subdesarrollados, no les espera otro destino. (...) Lo único que podrán esperar es que les manden algún que otro crédito y ayuda urgente para que esos países eviten la bancarrota financiera abierta y hambres que no harían sino agravar las convulsiones que los están sacudiendo» («Tras el hundimiento del bloque del Este, inestabilidad y caos», Revista internacional nº 61).

Dos años más tarde escribíamos: «También, para aliviar un poquito el estrangulamiento financiero de la ex URSS, los países del G-7 han decidido otorgar un plazo de un año para el reembolso de los intereses de la deuda soviética, la cual asciende hoy a 80 mil millones de dólares. Pero eso es como un esparadrapo en una pata de palo, pues los préstamos otorgados parecen caer en un pozo sin fondo. Hace dos años, nos habían cantado la coplilla de los “nuevos mercados” que quedaban abiertos gracias al desplome de los regímenes estalinianos. Ahora, cuando la crisis económica mundial se está plasmando, entre otras cosas, en una crisis aguda de liquidez, los bancos se hacen cada día más remolones para invertir sus capitales en esa parte del mundo» (Revista internacional nº 68).

Es así cómo la realidad de los hechos ha venido a confirmar, contra todas las ilusiones interesadas de la burguesía y de sus misioneros, lo que la teoría marxista permitía a los revolucionarios prever. Lo que hoy se está desplegando en las puertas mismas de lo aparece todavía como la «fortaleza Europa» es el desmoronamiento total, y el único desarrollo es el de una miseria espantosa.

Tampoco han tenido mucho éxito esos intentos por hacernos creer que, una vez amainado el vendaval de pánico bursátil, las consecuencias para la economía mundial en el plano internacional iban a ser mínimas. Es normal que los capitalistas intenten darse seguridades a sí mismos y sobre todo procuren ocultar a la clase obrera la gravedad de una crisis mundial que se enfrenta a la dura realidad. Para empezar son los acreedores de Rusia los que se encuentran en grandes dificultades. Los bancos occidentales han prestado a ese país más de 75 mil millones de dólares, los bonos del tesoro que aquéllos poseen ya han perdido 80 % de su valor y Rusia ha interrumpido todo reembolso de los extendidos en dólares. La burguesía occidental teme, además, que otros países de Europa del Este vivan la misma pesadilla. Y es muy posible: Polonia, Hungría y la República Checa han recibido 18 veces más inversiones occidentales que Rusia. Y a finales de agosto, se oyeron los primeros crujidos en las Bolsas de Varsovia (– 9,5 %) y de Budapest (–5,5%) lo cual significaba que los capitales empezaban a desertar esas nuevas plazas financieras. Además, y de una manera todavía más acelerada, Rusia arrastra en su hundimiento a los países de la CEI cuyas economías están muy vinculadas a la suya. De modo que, aunque Rusia no es, en fin de cuentas, sino un «pequeño deudor» del mundo en comparación con otras regiones, su situación geopolítica, el que sea, en plena Europa, un campo minado de armas nucleares y la amenaza de hundimiento en el caos provocado por la crisis económica y política, todo eso otorga una gravedad muy especial a la situación de ese país.

Por otra parte, el que la deuda de Rusia sea relativamente limitada en comparación con los créditos otorgados a otras regiones del mundo es un pobre consuelo. En realidad, esa constatación debe, al contrario, llevar la atención hacia otras amenazas que ya se están cerniendo, como la de que la crisis financiera se extienda a Latinoamérica, región que ha sido, en estos últimos años, el destino principal de las inversiones directas extranjeras entre los llamados países «en desarrollo» (45% del total en 1997, contra 20% en 1980 y 38% en 1990). Los riesgos de devaluación en Venezuela, el brutal descenso de los precios de materias primas desde la crisis asiática que afecta a todos los países americanos con mayor amplitud todavía que a Rusia, una deuda externa gigantesca, una deuda pública astronómica (el déficit público de Brasil, 7º PIB mundial, es superior al de Rusia) están haciendo de Latinoamérica una bomba de relojería que añadirá sus efectos destructivos a los del marasmo asiático y ruso. Una bomba colocada en las puertas mismas de la primera potencia económica mundial, Estados Unidos.

Sin embargo, la amenaza principal no viene de esos países sub o poco desarrollados. La amenaza principal está en un país hiperdesarrollado, segunda potencia económica del planeta, Japón.

La crisis en Japón

Antes del cataclismo de la economía rusa de junio 1998, jarro de agua fría para la burguesía de todos los países, un terremoto cuyo epicentro era Tokio había extendido sus ondas amenazantes a todo el sistema económico mundial. Desde 1992, a pesar de siete planes de «relanzamiento», que han inyectado lo equivalente entre 2-3 % del PNB anual y una devaluación del 50 % del yen en tres años, medidas que deberían haber sostenido la competitividad de los productos japoneses en el mercado mundial, la economía japonesa sigue hundiéndose en el marasmo. Por miedo a enfrentarse a las consecuencias económicas y sociales en un contexto ya muy frágil, el Estado japonés no hace más que ir retrasando las medidas de «saneamiento» de su sector bancario. El monto de las deudas incobrables equivale ¡al 15 % del PIB!, suficiente para hundir a la economía japonesa, e internacional de rechazo, en una recesión de una amplitud sin precedentes desde la gran crisis de 1929. Frente al progresivo atasco de Japón en la recesión y las dilaciones del poder para tomar las medidas que se imponen, el yen ha sido objeto de una importante especulación que amenaza a todas las monedas de Extremo oriente con una devaluación en cadena que sería la señal del peor guión deflacionista. El 17 de junio de 1998 fue el zafarrancho de combate en los mercados financieros: la Reserva federal de EEUU acabó por socorrer masivamente a un yen que se despeñaba. Sin embargo, eso solo fue diferir los problemas; ayudado por la «comunidad internacional», Japón pudo aplazar las cosas, pero a costa de un endeudamiento que está aumentando a la velocidad del rayo. Sólo ya la deuda pública alcanza lo equivalente a un año de producción (100 % del PNB).

Cabe señalar, a ese respecto, que son los mismos economistas «liberales», esos que ponen en la picota la intervención del Estado en la economía y que hoy mandan en las grandes instituciones financieras internacionales y en los gobiernos occidentales, los que exigen a voz en grito una nueva inyección masiva de fondos públicos en el sector bancario para salvarlo de la quiebra. Esta es la prueba de que, por detrás de todas palabrerías ideológicas sobre «menos Estado», los «peritos» burgueses saben perfectamente que el Estado es la última defensa contra la desbandada económica. Cuando hablan de «menos Estado» se trata sobre todo del llamado «Estado del bienestar», o sea de los dispositivos de protección social de los trabajadores (subsidios de desempleo y enfermedad, mínimos sociales). Lo único que sus discursos significan es que hay que atacar las condiciones de vida de la clase obrera más y más todavía.

Finalmente, el 18 de septiembre, el gobierno y la oposición firmaron un compromiso para salvar el sistema financiero nipón, pero, en lugar de relanzar los mercados bursátiles, esas medidas fueron acogidas por una nueva caída de ellos, prueba de la profunda desconfianza que ahora tienen los financieros hacia la economía de la segunda potencia económica del mundo, a la que durante décadas nos presentaron como «modelo» a seguir. El economista en jefe de la Deutsche Bank de Tokio, Kenneth Courtis, tipo serio si los hay, no se anda por las ramas: «Hay que invertir la dinámica en su base, más grave que después de las crisis petroleras de principios de los años 79 (consumo e inversiones en picado), pues hemos entrado ahora en una fase en la que estamos volviendo a crear nuevas deudas dudosas. Se habla de las de los bancos, pero apenas de las de las familias. Con la pérdida de valor de los alojamientos y el desempleo que se incrementa, el riesgo son los fallos en los reembolsos de los préstamos avalados por bienes inmobiliarios hipotecados por particulares. Esas hipotecas alcanzan la cifra impresionante de 7 500 000 000 000 (7,5 billones) de dólares, cuyo valor ha descendido un 60 %. El problema político y social es latente (…) No hay que engañarse: una purga de gran amplitud de la economía está en curso… y las empresas que sobrevivan serán de una fuerza increíble. Es en Japón donde puede concretarse el mayor riesgo para la economía mundial desde los años 30…» (diario francés le Monde, 23 de septiembre).

Las cosas son claras, para la economía de Japón, y para la clase obrera de este país, lo más duro está por llegar. Los trabajadores japoneses, ya duramente golpeados por estos diez últimos años de estancamiento, y ahora de recesión, van a tener que soportar más planes de austeridad, despidos masivos y una agravación de su explotación, pues ahora la situación es la de una crisis financiera acompañada del cierre de fábricas, entre las más importantes. Pero no es eso, en lo inmediato, lo que más preocupa a los capitalistas, pues la clase obrera mundial no ha acabado de digerir la derrota ideológica sufrida tras el hundimiento del bloque del Este. Lo que empieza a preocuparles cada día más es el fin de sus ilusiones y el descubrimiento día tras día de las perspectivas catastróficas de su economía.

Hacia una nueva recesión mundial

A cada alerta pasada, los «especialistas» nos sacaban las habituales declaraciones consoladoras: «los intercambios comerciales con el Sudeste asiático son poco importantes», «Rusia no pesa mucho en la economía mundial», «la economía europea está protegida por la perspectiva del Euro», «los bases económicas de Estados Unidos son buenas» y así. Pero, hoy, el tono ha cambiado. El mini krach de finales de agosto en todas las grandes plazas financieras del planeta ha venido a recordar que las ramas más frágiles del árbol son las que se quiebran en la tempestad, pero es ante todo porque el tronco encuentra cada vez menos energía en las raíces para alimentar sus partes más lejanas. El meollo del problema está en los países centrales, en eso los profesionales de la Bolsa no se han equivocado. A la velocidad con la que las declaraciones tranquilizadoras son desmentidas por los hechos llega un momento en que ya no pueden seguir ocultado la realidad. Se trata ahora para la burguesía de ir preparando las mentes para las consecuencias sociales y económicas dolorosas de una recesión internacional cada vez más segura: «una recesión a escala mundial no ha sido conjurada. Las autoridades americanas han tenido a bien hacer saber que seguían de cerca los acontecimientos (…) debe considerarse la probabilidad de un freno económico a escala mundial. Una gran parte de Asia está en recesión. En Estados Unidos, la caída de las cotizaciones podría incitar a las familias a incrementar el ahorro en detrimento de los gastos de consumo, provocando una desaceleración económica» (diario belga le Soir, 2 de septiembre).

La crisis en Asia oriental ya ha engendrado una desvalorización masiva de capital por el cierre de cientos de centros productivos, por la devaluación de los activos, la quiebra de miles de empresas y el hundimiento en una profunda miseria de millones de personas: «el desplome más dramático de un país desde hace cincuenta años», así es como el Banco mundial califica la situación en Indonesia. Además, lo que desató el retroceso de las Bolsas asiáticas fue el anuncio oficial de la entrada en recesión en el segundo trimestre de 1998 de Corea del Sur y Malasia. Tras Japón, Hongkong, Indonesia y Tailandia, casi toda el Asia del Sudeste, tan alabada antes, se está desplomando pues se prevé que incluso Singapur entre en recesión a finales de este año. Ya sólo quedan las excepciones de la China continental y Taiwán, pero ¿por cuánto tiempo?. En realidad lo que está pasando en Asia ya no se le nombra recesión, sino depresión: «Hay depresión cuando la caída de la producción y la de los intercambios se acumulan hasta el punto de que las bases sociales de la actividad económica resultadas afectadas. En esa fase, se hace imposible prever una inversión de la tendencia y difícil, y hasta inútil, emprender acciones clásicas de relanzamiento. Esa es la situación que conocen actualmente muchos países de Asia, de modo que la región entera está amenazada» (mensual francés le Monde diplomatique, septiembre de 1998). Si se combinan las dificultades económicas en los países centrales con la recesión de la segunda economía del mundo –Japón– y la de toda la región del Sudeste asiático, si se le añaden los efectos recesivos acarreados por el krach de Rusia en otros países del Este europeo y de Latinoamérica (especialmente con la disminución del precio de las materias primas, y, entre ellas, el petróleo), se desemboca inevitablemente en una contracción del mercado mundial que será la base de una nueva recesión internacional. El FMI lo tiene claro por lo demás, pues ya ha integrado los efectos recesivos en sus previsiones y la disminución es impresionante: la crisis financiera significará 2 % menos de crecimiento mundial en 1998 con relación a 1997 (4,3 %), y eso que se decía que sería 1999 el año que iba a soportar lo esencial del choque, ¡casi nada para lo que no iba a ser más que un detalle sin importancia!.

El tercer milenio, que iba a ser testigo de la victoria definitiva del capitalismo y del nuevo orden mundial, se iniciará sin duda ¡con un crecimiento cero!

Continuidad y límites de los paliativos

Desde hace unos treinta años, la huida ciega en un endeudamiento cada vez mayor así como la relegación de los efectos más destructores de la crisis hacia la periferia ha permitido a la burguesía internacional ir postergando los plazos. Esta política, que sigue hoy practicándose, empieza a dar claros signos de agotamiento. El nuevo orden financiero que fue sustituyendo progresivamente los acuerdos de Bretton Woods de la posguerra «aparece hoy costosísimo. Los países ricos (EEUU, Unión Europea, Japón) se han beneficiado de él, mientras que los pequeños son fácilmente sumergidos por una llegada incluso modesta de capitales» (John Llewellyn, economista jefe internacional en Lehman Brothers London). Igual que una vuelta de manivela, cada día es más difícil contener los efectos más destructores de la crisis en las márgenes del sistema económico internacional. La degradación y las sacudidas económicas son de tal amplitud que las repercusiones tienen que notarse inevitable y directamente en el corazón mismo de las metrópolis más poderosas.

Tras la quiebra del llamado Tercer mundo, la del bloque del Este y la del Sudeste asiático, le ha tocado ahora a la segunda potencia mundial, Japón, entrar en la danza. Y ya no se trata en ese caso de hablar de periferia del sistema, sino de uno de los tres polos que forman su corazón mismo. Otro signo inequívoco de ese agotamiento de los paliativos, es la incapacidad creciente de las instituciones internacionales, como el FMI o el Banco mundial, creadas para evitar que volvieran a producirse situaciones como la de 1929, para apagar los incendios que se multiplican a intervalos cada vez más cortos en todos los rincones del planeta. Eso se concreta en los medios financieros en «la incertidumbre del FMI prestador en última instancia».

Los mercados murmuran que al FMI ya no le quedan recursos suficientes para hacer de bombero: «Además, los últimos sobresaltos de la crisis rusa han mostrado que el Fondo monetario internacional (FMI) ya no está dispuesto –ya no es capaz dicen algunos– a desempeñar sistemáticamente la función de bombero. La decisión, la semana pasada, del FMI y del grupo de los siete países más industrializados de no dar a Rusia un apoyo financiero suplementario puede ser considerada como fundamental para el porvenir de la política de inversiones en los países emergentes (…) Traducción: nada dice que el FMI intervenga financieramente para apagar una crisis posible en Latinoamérica o en otra parte. Algo que es poco tranquilizador para los inversores» (le Soir, 25 de agosto). Cada vez más, a imagen del continente africano a la deriva, a la burguesía no le quedará más opción que la de abandonar trozos enteros de la economía mundial para así aislar los focos más gangrenados y preservar un mínimo de estabilidad en bases más restringidas.

Esa ha sido una de las razones principales en la creación acelerada de conjuntos económicos regionales (Comunidad europea, TLC de América del Norte, etc.). Así, de igual modo que desde 1995, la burguesía de los países desarrollados lo hace todo porque los sindicatos ganen mayor prestigio para así intentar encuadrar mejor las luchas venideras, con el Euro lleva preparándose para intentar resistir a las sacudidas financieras y monetarias procurando estabilizar lo que, en la economía mundial, sigue funcionando. Un cálculo cínico empieza a elaborarse; el balance para el capitalismo internacional se estima entre los costes de los medios que habría que usar para salvar a un país o a una región y las consecuencias de la propia bancarrota si no se intentara nada. Es decir que en el porvenir, habrá terminado la seguridad de que el FMI estará siempre ahí de «prestador en última instancia». Y esa incertidumbre va a desecar de capitales a los llamados países «emergentes», capitales en los que su «prosperidad» se había construido, haciendo muy difícil una posible recuperación económica.

La quiebra del capitalismo

Hace poco tiempo todavía, los términos «países emergentes» ponía excitadísimos a los capitalistas del mundo entero, que, en un mercado mundial saturado, andaban buscando desesperadamente nuevos espacios de acumulación para sus capitales. Era el tópico más manido de todos los ideólogos de servicio que nos los presentaban como la demostración de la eterna juventud del capitalismo, el cual habría encontrado en esos territorios un «segundo ímpetu». Hoy esas palabras evocan inmediatamente pánico bursátil, miedo de que una nueva «crisis» caiga sobre los países centrales procedente de no se sabe qué lejana región.

Pero la crisis no procede de esa parte del mundo en particular. No es una crisis de «países jóvenes», sino una crisis de senilidad de un sistema que entró en decadencia hace más de 80 años y que desde entonces se enfrenta sin cesar a las mismas contradicciones: la imposibilidad de encontrar siempre más mercados solventes para las mercancías producidas, para así poder asegurar la continuidad en la acumulación de capital. Dos guerras mundiales, destructoras fases de crisis abiertas, y entre ellas la que estamos viviendo desde hace treinta años, ése ha sido el precio. Para «aguantar», el sistema no ha cesado de hacer trampas con sus propias leyes. Y la principal de esas trampas es la huida ciega en un endeudamiento cada día más impresionante.

La absurdez de la situación en Rusia en donde los bancos y el Estado no «aguantaban» sino a costa de una insoportable deuda exponencial que los obligaba a endeudarse cada día más, aunque ya solo fuera para pagar los intereses de las deudas acumuladas, no es «típica» de Rusia. Es el conjunto de la economía mundial la que se mantiene en vida desde hace décadas a costa de la misma huida ciega delirante, mediante lo único de que dispone ante sus contradicciones, el único medio de crear artificialmente nuevos mercados para los capitales y las mercancías. Es el sistema entero el que está mundialmente construido encima de un castillo de naipes cada vez más frágil. Los préstamos y las inversiones masivas hacia los países «emergentes», también ellos financiados por otros préstamos, no han sido más que un medio de repeler la crisis del sistema y sus contradicciones explosivas del centro a la periferia. Los desplomes bursátiles sucesivos –1987, 1989, 1997, 1998– que son su resultante, expresan la amplitud creciente del hundimiento del capitalismo. Frente a este desplome brutal que tenemos ante nosotros no cabe preguntarse por qué se produce semejante recesión ahora, sino por qué no se produjo antes. La única respuesta es: porque la burguesía, a nivel mundial, lo ha hecho todo por postergar los plazos haciendo trampas con las leyes de su sistema. La crisis de sobreproducción, inscrita en las previsiones del marxismo desde el siglo pasado, no ha podido encontrar soluciones reales en esas trampas. Hoy, también es el marxismo el que puede poner en solfa tanto a esos especialistas del «liberalismo» como a los partidarios del «más estricto control» del ámbito financiero. Ni aquéllos ni éstos serán capaces de salvar un sistema económico cuyas contradicciones estallan por muchas trampas que se le apliquen. La quiebra del capitalismo, sólo el marxismo la ha analizado de verdad como algo inevitable, haciendo de esta compresión un arma para los explotados.

Y cuando hay que pagar la cuenta, cuando el frágil sistema financiero cruje, las contradicciones de fondo vuelven por sus fueros: hundimiento en la recesión, estallido del desempleo, quiebras en serie de empresas y de sectores industriales. En unos meses, en Indonesia y Tailandia, por ejemplo, la crisis ha hundido a decenas de millones de personas en una profunda miseria. La burguesía misma lo reconoce y cuando está obligada a reconocer tales hechos es que la situación es muy grave. Eso no es, ni mucho menos, típico de los países «emergentes».

La hora de la recesión ha sonado en los países centrales del capitalismo. Los países más endeudados del mundo no son ni Rusia ni Brasil, sino que pertenecen al centro más desarrollado del capitalismo, empezando por el primero de entre ellos, Estados Unidos. Japón ya ha entrado oficialmente en recesión tras dos trimestres de «creci-miento» negativo; está previsto que su PNB descienda 1,5% en 1998. Gran Bretaña, presentada como modelo no hace mucho, junto a Estados Unidos, de «dinamismo» económico, está obligada, ante las amenazas inflacionistas, a prever un «enfriamiento de la economía» y a un «incremento rápido del desempleo» (diario francés Libération, 13 de agosto). Los anuncios de despidos se están multiplicando ya en la industria (100000 supresiones de empleo de 1,8millones están previstas en las industrias mecánicas en los 18 próximos meses).

La perspectiva de la economía capitalista mundial es Asia la que nos la da. Los planes para salvar y sanear la economía iban a dar un nuevo vigor a esos países. Y lo que ocurre es lo contrario: la recesión se instala y la miseria y el hambre ganan terreno.

El capitalismo no tiene solución a su crisis y ésta no tiene límites dentro del sistema. Por eso, la única solución a la barbarie y la miseria que el capitalismo impone a la humanidad es su derrocamiento por la clase obrera. En esta perspectiva, el proletariado del corazón del capitalismo, el de Europa en particular, por su concentración y su experiencia histórica, tiene una responsabilidad decisiva para con sus hermanos de clase del resto del mundo.

MFP

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Conflictos imperialistas

Un nuevo paso en el caos

 

Durante este verano pasado no ha habido pausa en las convulsiones del mundo capitalista. Antes al contrario, como ha ocurrido a menudo en los últimos años, el período veraniego ha estado marcado por una agravación brutal de los conflictos imperialistas y de la barbarie guerrera. Atentados contra dos embajadas de Estados Unidos en África, bombardeos americanos sobre Afganistán y Sudán tras esos atentados, rebelión en Congo (RDC), con amplia participación de los países vecinos, contra el recién instalado régimen de Kabila, etc. Todos esos nuevos acontecimientos han venido a añadirse a la multitud de conflictos armados que asolan el mundo, poniendo de relieve una vez más el caos sangriento en que se hunde cada día más la sociedad humana bajo la dominación del capitalismo.

En varias ocasiones, hemos insistido en nuestra prensa en que el desmoronamiento del bloque del Este a finales de los años 80, no había desembocado, ni mucho menos, en un «nuevo orden mundial» según las palabras del presidente estadounidense de entonces, Bush, sino, al contrario, en el mayor caos de la historia humana. Desde el final de la segunda carnicería imperialista (o sea la IIª Guerra mundial), el mundo vivió bajo la batuta de dos bloques militares que no cesaron de enfrentarse en guerras que durante cuatro décadas acarrearon más muertos que la guerra mundial misma. Sin embargo, el reparto del mundo en dos bloques imperialistas enemigos, aunque propiciara numerosos conflictos locales, también obligaba a las dos superpotencias, EEUU y la URSS, a ejercer cierta labor de «policía» para mantener esos conflictos dentro de un marco «aceptable», evitando así que degeneraran en un caos general.

El hundimiento del bloque del Este  y la consecuente desaparición del bloque adversario, no han hecho desaparecer los antagonismos imperialistas entre Estados capitalistas, sino todo lo contrario. La amenaza de una nueva guerra mundial se ha alejado por ahora, puesto que los bloques que se habrían enfrentado en ella ya no existen. Pero las rivalidades entre Estados, avivadas por el derrumbe de la economía capitalista en una crisis insuperable, se han incrementado y se han desarrollado de un modo cada vez incontrolable. A partir de 1990, provocando deliberadamente la crisis y la guerra del Golfo en la que pudieron hacer alarde de su enorme superioridad militar, los Estados Unidos han seguido intentando afirmar su autoridad sobre el planeta entero, especialmente sobre sus antiguos aliados de la guerra fría. Sin embargo, el conflicto en la antigua Yugoslavia vio a esos aliados enfrentarse y poner en entredicho la tutela estadounidense, unos apoyando a Croacia (Alemania), otros a Serbia (Francia y Gran Bretaña especialmente), mientras que EEUU, tras su apoyo a Serbia, acabó apoyando a Bosnia. Era el inicio de la tendencia «cada uno para sí»: las alianzas han perdido su perennidad y la potencia norteamericana, especialmente, tiene cada vez más dificultades para ejercer su liderazgo.

La ilustración más patente de esa situación pudimos verla el invierno pasado cuando EEUU tuvo que renunciar a sus amenazas guerreras contra Irak aceptando una solución negociada por el secretario general de la ONU con el apoyo total de países como Francia, la cual no ha cesado, desde principio de los años 90, de cuestionar abiertamente la hegemonía americana. (Ver en Revista internacional nº 93 «Un revés de Estados Unidos que vuelve a incrementar las tensiones guerreras»). Lo ocurrido en este verano ha sido una nueva ilustración, e incluso una especial agudización, de esa tendencia a «cada uno para sí».

La guerra en Congo

El caos que hoy define las relaciones entre Estados salta a la vista cuando se intenta desenmarañar las madejas de los diferentes conflictos que recientemente han sacudido el planeta. Por ejemplo en la guerra actual en el Congo (la RDC, ex Zaire), hemos visto a países, Ruanda y Uganda, que hace menos de dos años habían dado su apoyo total a la ofensiva de Kabila contra el régimen de Mobutu, y que ahora apoyan plenamente a la rebelión contre ese mismo Kabila. Aún más extraña, esos países que habían encontrado en Estados Unidos un aliado de primer orden contra los intereses de la burguesía francesa, se encuentran hoy del mismo lado que ésta, la cual aporta un apoyo discreto a la rebelión contre quien considera como enemigo desde que derrocó el régimen «amigo» de Mobutu. Más sorprendente todavía es el apoyo, decisivo, dado por Angola al régimen de Kabila, cuando éste estaba a punto de
derrumbarse. Hasta ahora, Kabila, que sin embargo había beneficiado al principio del apoyo angoleño (sobre todo en forma de entrenamiento y equipo a los «ex gendarmes katangueños»), permitía a las tropas de la UNITA, en guerra contra el régimen angoleño, replegarse y entrenarse en territorio congoleño. Parece que Angola no le ha reprochado esa infidelidad. Además para complicar las cosas, Angola, que permitió hace justo un año la victoria de la camarilla de Denis Sassou Ngesso, con el apoyo de Francia, contra la de Pascal Lissouba, para controlar el Congo Brazzaville, se encuentra ahora en el campo enemigo de Francia. Y, en fin, se puede observar que se ha quedado frenada la tentativa de Estados Unidos de desplegar su dominio en Africa, especialmente contra los intereses de Francia, a pesar de los éxitos de haber instalado un régimen «amigo» en Ruanda y, sobre todo haber eliminado a un Mobutu apoyado hasta el final por la burguesía francesa. El régimen que la primera potencia mundial había instalado en Kinshasa en mayo de 1997 ha logrado que se alcen contra él no sólo una parte importante de la población, que lo había recibido con laureles después de treinta años de «mobutismo», sino a buena parte de los países vecinos, especialmente los «padrinos» Uganda y Ruanda. En la crisis actual, la diplomacia americana parece muy silenciosa (se ha limitado a «pedir firmemente» a Ruanda que no se interfiera, suspendiendo la ayuda militar que aporta a ese país), mientras que su adversario francés, con la discreción apropiada, aporta un apoyo claro a la rebelión.

Lo que de verdad salta a la vista, en medio del caos en se está ahogando el África central, es el hecho de que los diferentes Estados africanos se zafan cada vez más del control de las grandes potencias. Durante la guerra fría, África era uno de los terrenos de la rivalidad entre los dos bloques imperialistas que se repartían el mundo. Las antiguas potencias coloniales, especialmente Francia, habían recibido el mandato del bloque occidental de ejercer labores de policía por cuenta de dicho bloque. Progresivamente, los diferentes Estados que, con la independencia, había intentado apoyarse en el bloque ruso (Egipto, Argelia, Angola, Mozambique, etc.) cambiaron de campo, convirtiéndose en fieles aliados del bloque americano, antes incluso del desmoronamiento de su rival soviético. Sin embargo, mientras este bloque, aún debilitado, se iba manteniendo, había una solidaridad fundamental entre potencias occidentales para impedir a la URSS volver a poner los pies en África. Y esa solidaridad se hizo pedazos en cuanto desapareció el bloque ruso.

Para la potencia norteamericana, el que Francia mantuviera un dominio sobre buena parte del continente africano, dominio sin proporción alguna con el peso económico y sobre todo militar de ese país en el ruedo mundial, era una anomalía y encima, Francia no desaprovechaba la menor ocasión de cuestionar el liderazgo americano. En este sentido, lo fundamental que hay detrás de los diferentes conflictos que han asolado África en los últimos años es la rivalidad creciente entre los dos antiguos aliados, Francia y Estados Unidos, con el intento de este país de expulsar por todos los medios a aquél de sus «cotos privados». La concreción más espectacular de la ofensiva americana ha sido, en mayo del 97, el derrocamiento del régimen de Mobutu que había sido durante décadas una pieza clave del dispositivo imperialista francés en África (y también norteamericano durante la guerra fría). Cuando Kabila subió al poder no anduvo con rodeos para declarar su hostilidad hacia Francia y su «amistad» por Estados Unidos, que acababa de ponerle el pie en el estribo. El año pasado todavía, por detrás de las diferentes camarillas, las étnicas en particular, que se enfrentaban en el terreno, eran visibles las líneas del conflicto entre esas dos potencias, de igual modo que lo habían sido antes con los cambios de régimen en Ruanda y Burundi en beneficio de los tutsis apoyados por EEUU.

Sería en cambio hoy difícil distinguir las mismas líneas de enfrentamiento en la nueva tragedia que ha vuelto a poner a Congo a sangre y fuego. De hecho, parece que los diferentes Estados implicados en el conflicto juegan cada uno su propia baza, independientemente del enfrentamiento fundamental entre Francia y EEUU que ha determinado la historia africana en los últimos tiempos. Y así es como Uganda, uno de los artífices principales de la victoria de Kabila, sueña, mediante la acción que está llevando a cabo contra el mismo Kabila, con ponerse a la cabeza de una especia de «Tutsilandia» que agruparía en torno a ella a Ruanda, Kenya, Tanzania, Burundi y las provincias orientales de Congo. Por su parte, Ruanda, con su participación en la ofensiva contra Kabila, intenta llevar a cabo una «limpieza étnica» de los santuarios congoleños de los milicianos hutus que siguen con sus incursiones contra el régimen de Kigali y, al cabo, apoderarse de la provincia de Kivu (uno de los jefes de la rebelión, Pascal Tshipata, la justificaba diciendo que Kabila había incumplido su promesa de ceder Kivu a los banyamulengues que lo habían apoyado contra Mobutu).

Por su parte, el apoyo angoleño al régimen de Kabila tampoco es gratuito. De hecho, ese apoyo se parece al del banquillo del ahorcado. Al hacer depender la supervivencia del régimen de Kabila de su ayuda militar, Angola está en posición de fuerza para dictarle sus condiciones: prohibir a los rebeldes de la UNITA refugiarse en territorio congoleño y derecho de paso por Congo al enclave de Cabinda cortado geográficamente de su propietario angoleño.

La tendencia general de «cada uno para sí» que expresaban cada vez más los antiguos aliados del bloque regentado por Estados Unidos y que apareció claramente en la antigua Yugoslavia, ha dado, con el conflicto actual en Congo, un paso suplementario: ahora son países de tercera o cuarta fila, como Angola o Uganda, los que afirman sus pretensiones imperialistas independientemente de los intereses de sus «protectores». Esa misma tendencia es la que puede observarse en los atentados del 7 de agosto contra las embajadas estadounidenses en África y la «réplica» de EEUU dos semanas después.

Los atentados contra las embajadas americanas y la réplica de EEUU

La preparación minuciosa, la coordinación y la violencia asesina de los atentados del 7 de agosto hacen pensar que no se deben a un grupo terrorista aislado, sino que han sido apoyados, cuando no organizados por un Estado. Por otro lado, al día siguiente mismo de los atentados, las autoridades norteamericanas afirmaban bien alto que la guerra contra el terrorismo era ahora un objetivo prioritario de su política, objetivo que el presidente Clinton volvió a reiterar con fuerza en la tribuna de Naciones Unidas.

En realidad, y el gobierno americano lo tiene muy claro, a quienes se dirigen las advertencias es a los Estados que practican o apoyan el terrorismo. Esta política no es nueva: hace ya años que Estados Unidos condena «los Estados terroristas» (han formado o forman parte de esta categoría Libia, Siria e Irán, entre otros). Es evidente que hay «Estados terroristas» que no son objeto de las iras estadounidenses: aquéllos que apoyan los movimientos que están al servicio de Estados Unidos, como es el caso de Arabia Saudí que financia a los integristas argelinos en guerra contra un régimen amigo de Francia. Sin embargo, el que la primera potencia mundial, la que pretende hacer el papel de «gendarme del mundo» dé tanta importancia al tema, no es sólo mera propaganda al servicio de intereses circunstanciales.

En realidad, el que el terrorismo se haya convertido hoy en un medio cada vez más utilizado en los conflictos imperialistas es una ilustración del caos que se está desarrollando en las relaciones entre Estados ([1]), un caos que permite a países de menor importancia cuestionar la ley de las grandes potencias, especialmente de la primera de ellas, lo cual contribuye, evidentemente, a minar un poco más su liderazgo.

Las dos réplicas de Estados Unidos a los atentados contra sus embajadas, el bombardeo con misiles de crucero de una fábrica de Jartum y de la base de Usama Bin Laden en Afganistán ilustra perfectamente la situación de las relaciones internacionales hoy. En ambos casos, el primer país del mundo, para reafirmar su liderazgo, ha vuelto a hacer alarde de lo que es su fuerza esencial: su enorme superioridad militar sobre todos los demás. El ejército estadounidense es el único que pueda provocar muertes tan masivamente y con una precisión diabólica a miles y miles de kilómetros de su territorio y eso sin correr el menor riesgo. Es una advertencia a los países que tuvieran la intención de apoyar a grupos terroristas, pero también a los países occidentales que mantienen buenas relaciones con ellos. La destrucción de una factoría en Sudan, aunque el pretexto –la fabricación de armas químicas en ella– resulta poco creíble, permite a EEUU golpear a un régimen islamista que tiene buenas relaciones con Francia.

Como en otras ocasiones, sin embargo, este alarde de la potencia militar se ha revelado poco eficaz para reunir a otros países en torno a Estados Unidos. Por un lado, la práctica totalidad de países árabes y musulmanes ha condenado los bombardeos. Por otro, los grandes países occidentales, incluso cuando hicieron como si dieran su aprobación, expresaron múltiples reservas en cuanto a los medios empleados por Estados Unidos. Ha sido un nuevo testimonio de las dificultades con que se encuentra hoy la primera potencia mundial para afirmar su liderazgo: en ausencia de una amenaza procedente de otra superpotencia (como así era en tiempos de la URSS y de su bloque), el alarde y el uso de la fuerza militar no logran afianzar las alianzas en torno a aquélla ni superar el caos que se propone combatir. Semejante política las más de las veces, lo único que hace es avivar los antagonismos contra Estados Unidos y agravar el caos y las tendencias centrífugas de «cada uno para sí».

El incremento de esas tendencias y las dificultades del liderazgo americano aparecen claramente en los bombardeos de las bases de Usama Bin Laden. No está dilucidado si fue él quien encargó los atentados de Dar es Salam y de Nairobi. Sin embargo, el que EEUU haya decidido enviar misiles de crucero contra sus bases de entrenamiento en Afganistán es la mejor prueba de que la primera potencia lo tiene por enemigo. Y precisamente ese mismo Bin Laden fue, en tiempos de la ocupación rusa, uno de los mejores aliados de Estados Unidos, generosamente financiado y armado por este país. Aún más sorprendente es que Bin Laden goce de la protección de los talibanes a quienes Estados Unidos no escatimó un apoyo (con la complicidad de Pakistán y de Arabia Saudí) que fue decisivo en su conquista de la mayor parte del territorio afgano. Así pues, hoy, talibanes y estadounidenses se hallan en campos opuestos. Existen varias razones para comprender el golpe que Estados Unidos ha dado a los talibanes.

Por un lado, el apoyo incondicional proporcionado por Washington a los talibanes es un obstáculo en el proceso de «normalización» de sus relaciones con el régimen iraní. Este proceso había conocido un avance mediático espectacular con las amabilidades intercambiadas entre los equipos de fútbol norteamericano e iraní en el último Mundial. Sin embargo, en su diplomacia hacia Irán, Estados Unidos van retrasados respecto a otros países como Francia, país que, en el mismo momento, enviaba su ministro de Exteriores a Teherán. La potencia americana no puede dejar de aprovecharse de la tendencia actual de apertura que se está manifestando en la diplomacia iraní y evitar que otras potencias se le adelanten.

Sin embargo, el golpe a los talibanes también es un aviso contra veleidades de distanciarse de Estados Unidos, ahora que su victoria casi total sobre sus enemigos los hace menos dependientes de la ayuda americana. O, en otras palabras, lo que la primera potencia mundial quiere evitar es que se vuelva a repetir, en mayor amplitud, lo que le pasó con Bin Laden, o sea que sus «amigos» se vuelvan sus enemigos. Pero en este caso como en muchos otros, no es seguro que el golpe americano sirva de algo. La tendencia a «cada uno para sí» y el caos que engendra no podrá ser nunca contrarrestado por el alarde de fuerza del «gendarme del mundo». Esos fenómenos son parte íntegra del período histórico actual de descomposición del capitalismo y son insuperables.

Por otra parte, la incapacidad fundamental en la que se encuentra la primera potencia mundial para resolver esa situación, repercute hoy en la vida interna de su burguesía. En la crisis que está hoy viviendo el ejecutivo estadounidense en torno al caso Lewinsky, hay, sin duda, causas de politiquería interna. También es cierto que ese escándalo, tratado sistemáticamente por la prensa, es aprovechado oportunamente para desviar la atención de la clase obrera de una situación económica que se está degradando, con ataques patronales en aumento, como muestra el incremento de la combatividad obrera (huelgas de General Motors y de Northwest). En fin, lo grotesco del proceso que se le hace a Clinton es también un testimonio más de la putrefacción de la sociedad burguesa, típica del período de descomposición. Sin embargo, una ofensiva así contra el presidente norteamericano, que podría desembocar en su destitución, pone de relieve el desasosiego de la burguesía de la primera potencia mundial, incapaz de afirmar su liderazgo sobre el planeta.

Pero poco tienen que ver esos problemas de Clinton, o los de toda la burguesía americana, que son, sin embargo, algo muy insignificante, frente al drama que se está representando hoy a escala mundial. Para una cantidad cada vez mayor de seres humanos, y es hoy especialmente lo que ocurre en Congo, el caos, que no hará sino incrementarse por el mundo entero, es sinónimo de matanzas, de hambres, epidemias, barbarie. Una barbarie que ha conocido durante el verano un nuevo avance y que seguirá agravándose más y más mientras el capitalismo no haya sido echado abajo.

Fabienne

 

[1] En el artículo «Cara al hundimiento en la barbarie, la necesidad y posibilidad de la revolución», Revista internacional, no 48, ya pusimos en evidencia que los atentados terroristas como los que se produjeron en París en 1986 no eran sino una de las manifestaciones de la entrada del capitalismo en una nueva fase de su decadencia, la de la descomposición. Desde entonces, las convulsiones que han ido sacudiendo al planeta, y en particular el hundimiento del bloque imperialista ruso a finales de los 80, han ilustrado de sobra el hundimiento de la sociedad capitalista en la descomposición y putrefacción.

Geografía: 

  • Africa [2]
  • Norteamérica [3]

Berlín, 1948 - En 1948, el puente aéreo de Berlín oculta los crímenes del imperialismo «aliado»

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En varias ocasiones hemos denunciado en nuestra prensa las matanzas de las «grandes democracias» y hemos puesto de relieve la responsabilidad tanto de los «aliados» como la de los «nazis» en el holocausto (Revista internacional, nos 66 y 89).

Al contrario de lo que proclama la propaganda engañosa de la burguesía –repitiendo sin descanso que la Segunda Guerra mundial fue une combate entre las «fuerzas del bien» «democráticas y humanistas», en contra del «mal absoluto» nazi y totalitario–, aquélla no fue sino en enfrentamiento sangriento entre intereses imperialistas rivales y antagónicos tan bárbaros y asesinos unos como otros.

En cuanto se acabó la guerra y fue vencida Alemania, fueron las tendencias naturales del capitalismo decadente y las nuevas rivalidades imperialistas entre «aliados» las que impusieron hambruna y terror a las poblaciones europeas, y en primer lugar a la población alemana. Y contrariamente a lo que pretende hoy la propaganda de las burguesías occidentales, tal política no se debió únicamente al estalinismo.

El episodio del puente aéreo a Berlín en 1948 fue una aceleración brutal de los antagonismos imperialistas que surgieron entre los bloques que se constituyeron entre la Rusia estalinista por un lado y Estados Unidos por el otro. Y significó un cambio en la política de éstos respecto a Alemania. Muy lejos de ser la expresión de su humanismo, el puente aéreo de los occidentales a Berlín no fue sino la de su contraofensiva ante las aspiraciones imperialistas rusas. De paso, les permitió ocultar la política de terror, de hambruna organizada, de deportaciones masivas y detenciones en campos de trabajo que impusieron a la población alemana en la posguerra.

No es de extrañar si los vencedores demócratas de la Segunda Guerra mundial –las burguesías norteamericana, británica y francesa–, se han aprovechado de la oportunidad y celebran el cincuenta aniversario del puente aéreo de Berlín que empezó el 26 de junio de 1948. Según la propaganda actual, este acontecimiento no solo demostró el supuesto humanismo de las grandes democracias occidentales y su compasión hacia una nación destruida, sino que dio además la señal de la resistencia contra las amenazas del totalitarismo ruso. Durante más de un año, más de 2,3 millones de toneladas de abastecimientos de socorro fueron transportados por 277 728 vuelos americanos y británicos a Berlín Oeste aislado por el bloqueo del imperialismo ruso. Según la prensa y los políticos, esta misma «pasión» por la paz, la libertad y la dignidad humana que se manifestó supuestamente en esa situación histórica, ¡seguiría hoy animando el corazón de los imperialismos occidentales!.

¡Nada puede ser tan ajeno a la verdad histórica!. Basta para convencerse de ello con analizar la historia de estos pasados cincuenta años, que multiplican las pruebas de su barbarie sanguinaria, o el mismo episodio del puente aéreo a Berlín y su significado real. En realidad, el puente aéreo no fue esencialmente sino un cambio en la política imperialista norteamericana: contrariamente a lo que se decidió en la conferencia de Postdam en 1945, Alemania ya no tenía que ser desindustrializada y transformada en país agrícola sino ser reconstruida y servir de baluarte, contra el bloque del Este, al bloque imperialista occidental nuevamente constituido. Nada tiene que ver la compasión con semejante cambio de política por parte del imperialismo occidental. Al contrario, lo que motivó esta orientación no fue sino la presión creciente de la hegemonía rusa que amenazaba con extenderse hacia Europa del Oeste, tras el marasmo económico y político que reinaba en dicha Europa tras las matanzas y destrucciones masivas de la Segunda Guerra mundial. Así es como el puente aéreo, al dar de comer a gran parte de la población hambrienta, sirvió de propaganda para hacerle olvidar la miseria negra de los años anteriores y aceptar la nueva orientación a las poblaciones alemanas y europeas occidentales que iban a ser rehenes de la guerra fría en gestación. Gracias a estos vuelos «humanitarios» de abastecimiento sobre Berlín, tres grupos de bombarderos norteamericanos B-29 pudieron ser basados en Europa, colocando a su alcance los objetivos rusos...

Sin embargo, la celebración del puente aéreo ha sido este año relativamente discreta, a pesar de la visita especial a Berlín del presidente norteamericano Clinton. Una de las explicaciones posibles de la discreción de la campaña en torno a este particular aniversario está en que una celebración más ruidosa hubiese planteado preguntas embarazosas sobre la verdadera política de los Aliados, en particular occidentales, con respecto al proletariado alemán durante e inmediatamente tras la Segunda Guerra mundial. Esas preguntas hubiesen podido revelar la enorme hipocresía de las «democracias», tanto como sus propios «crímenes contra la humanidad». También hubiese permitido hacer resaltar las posiciones de la Izquierda comunista, quien fue la primera en denunciar y sigue denunciando todas las manifestaciones de la barbarie del capitalismo decadente, sea democrática como estalinista o fascista.

Ha demostrado a menudo la CCI ([1]), junto con las demás tendencias de la Izquierda comunista, hasta qué punto los crímenes del imperialismo aliado durante la Segunda Guerra mundial no eran menos odiosos que los de los imperialismos fascistas. Fueron el fruto del capitalismo a cierto nivel de su declive histórico. Basta con considerar los bombardeos masivos de las principales ciudades alemanas o japonesas a finales de la guerra para saber lo que es en realidad el filantropismo de los aliados: una patraña gigantesca. Los bombardeos de todos los centros de alta densidad de población en Alemania no sirvieron para destruir objetivos militares, ni siquiera económicos. La dislocación de la economía alemana a finales de la guerra no fue llevada a cabo por esos bombardeos, sino por la destrucción del sistema de transportes ([2]). En realidad, semejantes bombardeos no tenían como objetivo específico más que diezmar y aterrorizar a la clase obrera e impedir que un movimiento revolucionario se desarrollase a partir del caos de la derrota, como así había ocurrido en 1918.

Sin embargo, 1945, «año cero», no fue el final de la pesadilla: «La conferencia de Postdam de 1945 y los acuerdos interaliados de marzo de 1946 formularon las decisiones concretas (...) de reducir las capacidades industriales alemanas hasta un nivel bajo, y de dar a la agricultura una mayor prioridad. Para eliminar toda capacidad de hacer una guerra a la economía alemana, se decidió prohibir totalmente la producción por Alemania de productos estratégicos tales como aluminio, caucho y benceno sintéticos. Además, Alemania estaba en la obligación de reducir sus capacidades siderúrgicas hasta un 50 % del nivel de 1929, y el equipamiento superfluo debía ser desmontado y transportado a los países vencedores, tanto del Este como del Oeste» ([3]).

No resulta muy difícil imaginarse cuáles fueron las decisiones concretas tomadas con respecto al bienestar de la población: «Tras la capitulación de mayo del 45, escuelas y universidades estaban cerradas, como también lo estaban las emisoras de radio, los periódicos, la Cruz roja nacional y Correos. También fue despojada Alemania de gran cantidad de su carbón, de sus territorios en el Este (que constituían 25 % de sus tierras cultivables), de sus patentes industriales, bosques, reservas de oro y de la mayor parte de su fuerza de trabajo. Los Aliados saquearon y destruyeron fábricas, oficinas, laboratorios y talleres (...). A partir del 8 de mayo, fecha de la capitulación al Oeste, los prisioneros alemanes e italianos en Canadá, Estados Unidos y Reino Unido, que hasta entonces eran alimentados en conformidad con la Convención de Ginebra, fueron de golpe sometidos a raciones muy reducidas. (...) Se impidió a las agencias de socorro internacionales mandar comida desde el extranjero; los trenes de la Cruz roja cargados de comida fueron reexpedidos a Suiza; se les negó a todos los gobiernos el permiso de mandar sustentos a los civiles alemanes; se redujo brutalmente la producción de abono; y, especialmente en la zona francesa, se confiscaron los alimentos. La flota pesquera se quedó en puerto, cuando la gente se estaba muriendo de hambre» ([4]).

Las potencias ocupantes rusa, británica, francesa y norteamericana transformaron efectivamente a Alemania en un enorme campo de la muerte. Las democracias occidentales capturaron al 73 % de todos los prisioneros de guerra alemanes en sus zonas de ocupación. Murieron muchos más Alemanes tras la guerra que durante las batallas, bombardeos masivos y campos de concentración de la guerra. Como resultado de la política del imperialismo aliado, entre 1945 y 1950 perecieron entre nueve y trece millones. Semejante genocidio tuvo tres fuentes principales:

  • primero entre los 13,3 millones de Alemanes de origen que fueron expulsados de las regiones orientales de Alemania, de Polonia, Checoslovaquia, Hungría, etc., según los Acuerdos de Postdam; esta depuración étnica fue tan inhumana que no llegaron a destino –tras las nuevas fronteras alemanas de la posguerra–, más que 7,3 millones de ellos; los demás desaparecieron en las peores circunstancias;
  • luego, entre los prisioneros de guerra alemanes que murieron debido al hambre y a las enfermedades en los campos aliados: entre 1,5 y 2 millones;
  • por fin, entre la población en general que no tenía para sobrevivir más que raciones de 1000 calorías cotidianas, lo que no garantizaba sino una larga hambruna y epidemias –más de 5,7 millones murieron de enfermedades.

El número preciso de semejante barbarie sigue siendo un secreto de los imperialismos «democráticos». La propia burguesía alemana sigue escondiendo hoy en día hechos que sólo pueden ser descubiertos por investigaciones independientes, y que ponen de relieve las incoherencias de las cifras oficiales. Por ejemplo, se calcula el número de civiles muertos en aquel entonces, entre otros medios, partiendo de la enorme carencia de población registrada por el censo en Alemania en 1950. Sin embargo el papel de las democracias occidentales durante esta oleada de exterminación se aclaró tras el hundimiento del imperio «soviético» y el acceso a los archivos rusos. Gran parte de las atrocidades de que acusaban a la URSS en la propaganda de los occidentales se deben en realidad a éstos mismos. Por ejemplo, se constata que la mayor parte de los prisioneros de guerra murieron en los campos de las potencias occidentales. Los fallecimientos o no se registraban o se escondían en otras secciones. La dimensión de la matanza no tiene que sorprender si consideramos las condiciones de detención: abandonados sin comida ni techo, su número incrementado sin parar por los enfermos expulsados de los hospitales, hasta ocurrió que los ametrallasen por gusto; el simple hecho por parte de la población civil de darles de comer fue decretado «delito de muerte».

La amplitud de la hambruna en la población civil, de la cual 7,5 millones estaba sin techo tras la guerra, puede ser calculada partiendo de las raciones concedidas por los ocupantes occidentales. En la zona francesa, la de peores condiciones, la ración oficial en 1947 era de 450 calorías cotidianas, o sea la mitad de la que sufrían los detenidos del infame campo de concentración de Belsen.

La burguesía occidental sigue presentando aquel período como un periodo de reajuste para la población alemana, tras los horrores inevitables de la Segunda Guerra mundial, al ser las privaciones la consecuencia natural del desbarajuste de la posguerra. El argumento de la burguesía es que, de todos modos, la población alemana se merecía semejante trato por haber empezado la guerra y como castigo por los crímenes de guerra del régimen nazi. Este argumento asqueroso es particularmente hipócrita por muchas razones. La primera es que la destrucción total del imperialismo alemán ya era un objetivo de guerra para los Aliados antes de que se decidiera utilizar la «gran coartada» de Auschwitz para justificarla. El segundo es que los que fueron directamente responsables de la subida al poder del nacionalsocialismo y de sus ambiciones imperialistas –los grandes capitalistas alemanes– salieron relativamente indemnes de la guerra y de sus consecuencias. A pesar de que varias personalidades fueron ajusticiadas tras el juicio de Nuremberg, la mayoría de funcionarios y patrones de la era nazi ocupó puestos en el nuevo Estado instalado por los Aliados ([5]). Los proletarios alemanes, los que más sufrieron la política de los Aliados en la posguerra, no tenían la menor responsabilidad en la instalación del régimen nazi, sino que, al contrario, habían sido sus primeras víctimas.

Las burguesías aliadas, que ya habían ayudado a la represión de Hitler contra la clase obrera en 1933, castigaron a ésta además durante y tras la guerra no por vengarse de Hitler, sino para exorcizar el espectro de la revolución alemana que los obsesionaba desde la primera posguerra.

Cuando se alcanzó ese objetivo criminal y cuando el imperialismo norteamericano se dio cuenta de que el agotamiento de Europa tras la guerra hacía correr el riesgo de una dominación del imperialismo ruso en todo el continente, se modificó entonces la política elaborada en Potsdam.

La reconstrucción de Europa del Oeste necesitaba la resurrección de la economía alemana. Entonces la riqueza de Estados Unidos, aumentada además por el saqueo de Alemania, pudo ser canalizada por el plan Marshall para ayudar a reconstruir el bastión europeo de lo que acabaría siendo el bloque del Oeste. El puente aéreo de Berlín en 1948 fue el símbolo de este cambio de estrategia.

Bajo sus formas fascista o estalinista, los crímenes del imperialismo son bien conocidos. Cuando lo sean para la clase obrera los del imperialismo democrático, entonces será más claramente evidente para el proletariado la posibilidad de su misión histórica.

No hay por qué extrañarse si la burguesía quiere asimilar fraudulentamente la denuncia hecha por la Izquierda comunista sobre este tema con las mentiras de la ultraderecha y de los «negacionistas».

La burguesía quiere esconder que el genocidio, lejos de ser una excepción aberrante provocada por locos satánicos, es hoy en día la regla general de la historia del capitalismo decadente.

Como


[1] Revista internacional n° 83, «Hiroshima y Nagasaki o las mentiras de la burguesía»; Revista internacional no 88, «El antifascismo justifica la barbarie»; Revista internacional no 89, «La corresponsabilidad de los aliados como de los nazis en el Holocausto».

[2] Según The strategic air war against Germany 1939-45, the official report of the British bombing survey unit, que acaba de ser publicado.

[3] Herman Van der Wee, Prosperity and upheaval, Pelican 1987.

[4] James Bacque, Crimes and mercies, the fate of German civilians under allied occupation 1945-50, Warner Books.

[5] Vease Tom Bower, Blind eye to murder.

 

Geografía: 

  • Alemania [4]

Series: 

  • Fascismo y antifascismo [5]

Acontecimientos históricos: 

  • IIª Guerra mundial [6]

X - El reflujo de la oleada revolucionaria y la degeneración de la Internacional

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La conquista victoriosa del poder en Rusia por la clase obrera en octubre de 1917 encendió una antorcha que iba a iluminar el mundo entero. La clase obrera de los países vecinos recoge inmediatamente el ejemplo de los obreros en Rusia. Ya en noviembre de 1917, la clase obrera en Finlandia se une al combate. En 1918, se producen oleadas de huelga que hacen temblar a los regímenes respectivos en los territorios checos, en Polonia, en Austria, en Rumania y Bulgaria. Y cuando, a su vez, los obreros alemanes en noviembre de 1918 entran en escena, la marea revolucionaria alcanza entonces a un país clave, un país decisivo en el porvenir de las luchas, un país en donde se va a jugar la victoria o la derrota de la revolución.

La burguesía alemana logró, ante todo gracias a las fuerzas de la democracia, impedir la conquista victoriosa del poder por la clase obrera y que la revolución se generalizara. Y lo logró, tras haber puesto fin rápidamente a la guerra en noviembre de 1918, gracias, después, al sabotaje de las luchas dirigido por la socialdemocracia y los sindicatos –trabajando conjuntamente con el ejército– para vaciar de sentido al movimiento. Y, finalmente, provocando un levantamiento prematuro.

La burguesía internacional se une para poner fin a la oleada revolucionaria

La serie de levantamientos que se produjeron en 1919, tanto en Europa como en otros continentes, la fundación de la República de los soviets en Hungría en marzo, la de consejos obreros eslovacos en junio, la ola de huelgas en Francia en la primavera así como las fuertes luchas en Estados Unidos y Argentina, todos esos acontecimientos ocurrieron cuando la extensión de la revolución en Alemania acababa de sufrir un parón. Al ser el elemento clave de la extensión de la revolución y al no haber logrado la clase obrera en Alemania derrocar a la clase capitalista con un asalto repentino y rápido, la oleada de luchas empieza a perder ímpetu en 1919. Los obreros seguirán luchando heroicamente contra la ofensiva de la burguesía en una serie de enfrentamientos en Alemania misma (en el momento del golpe de Kapp en marzo de 1920) y en Italia en el otoño de 1920, pero esas luchas no van a conseguir hacer avanzar el movimiento.

Y, en fin, esas luchas no lograrán romper la ofensiva que la clase capitalista ha lanzado contra el bastión aislado de los obreros en Rusia.

En la primavera de 1918, la burguesía rusa, derrocada muy rápidamente y casi sin violencia, entabla una guerra civil con el apoyo de 14 ejércitos de Estados «democráticos». En esta guerra civil que va a durar tres años, acompañada de un bloqueo económico cuyo objetivo es hacer morir de hambre a los obreros, los ejércitos «blancos» de los Estados capitalistas agotan a la clase obrera rusa. Mediante una ofensiva militar de la que sale victorioso el «Ejército rojo», la clase obrera es llevada a una guerra en la que debe enfrentarse, aisladamente, a la furia de los ejércitos imperialistas. Tras años de bloqueo y asedio, la clase obrera en Rusia sale de la guerra civil, a finales de 1920, exangüe, agotada, con más de un millón de muertos en sus filas y, sobre todo, políticamente debilitada.

A finales de 1920, cuando la clase obrera vive un primera derrota en Alemania, cuando la de Italia está siendo llevada a una trampa a través de las ocupaciones de fábrica, cuando el Ejército rojo fracasa en su marcha sobre Varsovia, los comunistas empiezan a comprender que la esperanza de una extensión rápida, continua de la revolución no va a realizarse. Al mismo tiempo, la clase capitalista se empieza a dar cuenta de que el peligro principal, mortal, que significaba el levantamiento de los obreros en Alemania, se estaba alejando momentáneamente.

La generalización de la revolución es atajada ante todo porque la clase capitalista ha sacado rápidamente lecciones de la conquista victoriosa del poder por los obreros en Rusia.

La explicación histórica del desarrollo explosivo de la revolución y de su derrota rápida estriba en que surgió contra la guerra imperialista y no como respuesta a una crisis económica generalizada como Marx lo había esperado. Contrariamente a la situación que prevalecerá en 1939, el proletariado no había sido derrotado de modo decisivo antes de la Iª Guerra mundial: fue capaz, tras tres años de carnicería, de desplegar una réplica revolucionaria a la barbarie del imperialismo mundial. Poner fin a la guerra y acabar así con las matanzas de millones de explotados sólo puede llevarse a cabo de manera rápida y decisiva atacando directamente al poder. Por eso la revolución, una vez iniciada, se desarrolló y se extendió con gran rapidez. Y en el campo revolucionario todo el mundo preveía y esperaba una victoria rápida de la revolución, al menos en Europa.

Sin embargo, si bien la burguesía es incapaz de poner fin a la crisis económica de su sistema, sí que puede, en cambio, hacer cesar una guerra imperialista cuando tiene que hacer frente a una amenaza revolucionaria. Y es lo que hace cuando la marea revolucionaria alcanza el corazón del proletariado mundial en Alemania. Fue así cómo los explotadores pudieron empezar a darle la vuelta a la dinámica hacia la extensión internacional de la revolución.

El balance de la oleada revolucionaria de 1917-23 pone de relieve, de modo irrefutable, que la guerra mundial, ya antes de la era de las armas atómicas de destrucción masiva, proporciona un terreno poco favorable para la victoria del proletariado. Como lo subrayaba Rosa Luxemburgo en el Folleto de Junius, la guerra moderna global, al matar a millones de proletarios, incluidas sus vanguardias experimentadas y más conscientes, pone en peligro las bases mismas de la victoria del socialismo. Crea además condiciones de lucha diferentes para los obreros según sean de los países vencidos, neutrales, o vencedores. No es causalidad si la ola revolucionaria es más fuerte en el campo de los vencidos, Rusia, Alemania, Imperio austro-húngaro, pero también en Italia (la cual pertenecía, formalmente, al campo de los vencedores, pero salió «perdedora»). En cambio, la marea revolucionaria fue mucho más floja en países como Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Estos fueron no sólo capaces de estabilizar temporalmente la economía mediante las expoliaciones de guerra, sino de contaminar a muchos obreros con la euforia de la «victoria». La burguesía incluso, consigue hasta cierto punto, reavivar las brasas del chovinismo. Así, a pesar de la solidaridad mundial con la revolución de Octubre y la influencia creciente de los revolucionarios internacionalistas durante la guerra, la ponzoña nacionalista inoculada por la clase dominante sigue causando estragos en las filas obreras una vez comenzada la revolución. El movimiento revolucionario en Alemania da algún que otro ejemplo edificante: la influencia del nacionalismo extremista, pretendidamente «comunista de izquierda», de los nacional-bolcheviques, los cuales, durante la guerra, en Hamburgo, distribuyeron octavillas antisemitas contra la dirección de Spartakus a causa de la posición internacionalista de éste; los sentimientos patrióticos reavivados tras la firma del Tratado de Versalles; el patrioterismo antifrancés suscitado por la ocupación del Rhur en 1923, etc. Como lo veremos en la continuación de esta serie de artículos, la Internacional comunista, en su fase de degeneración oportunista, va a intentar cada vez más, subirse al carro nacionalista en lugar enfrentarse a él.

Pero la inteligencia y la perfidia de la burguesía alemana no sólo se expresan cuando pone inmediato fin a la guerra en cuanto los obreros empiezan a lanzarse al asalto del Estado burgués. Contrariamente a la clase obrera en Rusia, que hace frente a una burguesía débil e inexperimentada, la de Alemania se enfrenta al bloque unido de las fuerzas del capital, y a la cabeza de éste, a la socialdemocracia y a los sindicatos.

Sacando el máximo provecho de las ilusiones que sigue habiendo entre los obreros sobre la democracia, avivando y explotando sus divisiones nacidas de la guerra, sobre todo entre «vencedores» y «vencidos», mediante una serie de maniobras políticas y de provocaciones, la clase capitalista ha logrado coger a la clase obrera en sus redes y derrotarla.

La extensión de la revolución se para. Tras haber sobrevivido a la primera ola de las reacciones de los obreros, la burguesía puede ahora pasar a la ofensiva. Y va a hacerlo todo por dar la vuelta a la relación de fuerzas en su favor.

Vamos ahora a examinar cómo reaccionaron las organizaciones revolucionarias frente al parón de la lucha de clases y cuáles fueron las consecuencias para la clase obrera en Rusia.

La Internacional comunista del Segundo congreso al Tercero

Cuando la clase obrera empieza a moverse en Alemania, en noviembre de 1918, los bolcheviques, ya en diciembre, llaman a una conferencia internacional. En esos momentos, la mayoría de los revolucionarios piensan que la conquista del poder por la clase obrera en Alemania va a alcanzarse al menos tan rápidamente como en Rusia. En la carta de invitación a la conferencia, se propone que se organice en Alemania (legalmente) o en Holanda (ilegalmente) el 1º de febrero de 1919. Nadie prevé, en un primer tiempo, que la conferencia se verifique en Rusia. Pero el aplastamiento de los obreros en enero de 1919 en Berlín, el asesinato de los jefes revolucionarios Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht y la represión organizada por los cuerpos francos, dirigidos por el propio Partido socialdemócrata (SPD), hacen imposible la reunión en la capital alemana. Sólo entonces se decide por Moscú. Cuando la Internacional comunista se funda en marzo de 1919, Trotski escribe en Izvestia el 29 de abril de 1929: «Si el centro de la Internacional está hoy en Moscú, mañana se desplazará –de ello estamos plenamente convencidos– al Oeste, hacia París, Berlín, Londres».

Para todas las organizaciones revolucionarias, la política de la IC está determinada por los intereses de la revolución mundial. Los primeros debates del Congreso están marcados por la situación en Alemania, sobre el papel de la Socialdemocracia en el aplastamiento de la clase obrera durante las luchas de enero y sobre la necesidad de combatir contra ese partido como fuerza capitalista que es.

Trotski escribe en el artículo mencionado arriba: «La cuestión del “derecho de progenitura” revolucionario del proletariado ruso es sólo algo temporal… La dictadura del proletariado ruso no será abolida de una vez por todas y transformada en una construcción general del socialismo más que cuando la clase obrera europea nos haya liberado del yugo económico y sobre todo militar de la burguesía europea» (Trotski, Izvestia, 29/04 y 1/05 de 1919). Y también «Si el pueblo europeo no se subleva y echa abajo al imperialismo, seremos nosotros los derrotados, de eso no cabe la menor duda. O la Revolución rusa abre las compuertas a la marea de las luchas en el Oeste, o los capitalistas de todos los países aniquilarán y estrangularán nuestra lucha» (Trotski en el IIº congreso de los Soviets).

Después de que varios partidos entraran en la IC en poco tiempo, en su IIº congreso de julio de 1920 se dice: «En ciertas circunstancias, puede haber el peligro para la IC de que se diluya en medio de grupos que se balancean entre convicciones políticas a medias y que no están todavía liberados de la ideología de la IIª Internacional. Por esta razón, el IIº Congreso mundial de la IC considera que es necesario establecer condiciones muy precisas para la admisión de nuevos partidos».

Aunque la Internacional comunista se funda en lo candente de la situación, establece límites claros sobre cuestiones tan centrales como la extensión de la revolución, la conquista del poder político, la delimitación más clara posible respecto a la Socialdemocracia, la denuncia clara de la democracia burguesa; en cambio, temas como los sindicatos o la cuestión parlamentaria, la IC los deja abiertos.

La mayoría de la IC adopta la orientación de participar en las elecciones parlamentarias, pero sin que ello sea una obligación explícita, pues una fuerte minoría (especialmente el grupo formado en torno a Bordiga, llamado, entonces, «la fracción abstencionista») se opone a ello totalmente. En cambio, la IC decide que es obligatorio que todos los revolucionarios trabajen en los sindicatos. Los delegados del KAPD (Partido comunista obrero), que han abandonado el Congreso antes de su comienzo, algo totalmente irresponsable, se impiden así defender su punto de vista sobre esas cuestiones, contrariamente a los camaradas italianos. El debate entablado antes del congreso con la publicación del texto de Lenin, la Enfermedad infantil del comunismo, va a evolucionar en torno a la cuestión de los métodos de lucha en la nueva época de decadencia del capitalismo. Es en esta batalla cuando aparece la Izquierda comunista.

Sobre el desarrollo venidero de la lucha de clases, en el IIº Congreso se manifiesta todavía el optimismo. Durante el verano de 1920, todo el mundo tiene puestas sus esperanzas en que se intensifiquen las luchas revolucionarias. Pero, tras la derrota de las luchas del otoño de 1920, la tendencia va a invertirse.

El reflujo de la lucha de clases, un trampolín para el oportunismo

En las Tesis sobre la situación internacional y las tareas de la Internacional comunista, ésta, en su IIIer congreso de julio de 1921, analiza la situación del modo siguiente: «Durante el año transcurrido entre el IIo y el IIIer congresos de la Internacional comunista, una serie de sublevaciones y de batallas de la clase obrera han terminado en derrotas parciales (la ofensiva del Ejército rojo sobre Varsovia en agosto de 1920, el movimiento del proletariado italiano en septiembre de 1920, el levantamiento de los obreros alemanes en septiembre de 1921). El primer período del movimiento revolucionario de la posguerra debe ser considerado como globalmente terminado, la confianza de la clase burguesa en sí misma y la estabilidad de sus órganos de Estado se han reforzado sin lugar a dudas (…) Los dirigentes de la burguesía (…) han llevado a cabo por todas partes una ofensiva contra las masas obreras (…) Frente a esta situación, la IC se plantea y plantea al conjunto de la clase obrera las cuestiones siguientes: ¿en qué medida las nuevas relaciones políticas entre el proletariado y la burguesía corresponden más profundamente a la relación de fuerzas entre los dos campos opuestos? ¿Es cierto que la burguesía está a punto de restaurar el equilibrio social trastornado por la guerra? ¿Hay bases que hagan suponer que la época de paroxismos políticos y batallas de clase está siendo superada por una nueva época prolongada de restauración y de crecimiento capitalista? ¿Exigirá todo esto revisar el programa o la táctica de la Internacional comunista?» (Tesis sobre la situación internacional y las tareas de la IC, IIIer congreso mundial, 4 de julio de 1921).

Y en las Tesis sobre la táctica, se sugiere que: «la revolución mundial (…) necesitará un período más largo de luchas (…) La revolución mundial no es un proceso lineal». La IC va a adaptarse a la nueva situación de diferentes maneras.

La consigna «Hacia las masas»: un paso hacia la confusión oportunista

En un reciente artículo ya hemos tratado de la falsa teoría de la ofensiva. Parte de la IC y parte del campo revolucionario en Alemania animan en efecto a la «ofensiva» y a «golpear» para apoyar a Rusia. Teorizan así su aventurismo en «teoría de la ofensiva» según la cual, el partido puede lanzarse al asalto del capital sin tener en cuenta ni la relación de fuerzas ni la combatividad de la clase, basta con que el partido sea lo suficientemente valiente y decidido.

La historia ha demostrado, sin embargo, que la revolución proletaria no puede provocarse artificialmente y que el partido no puede compensar la ausencia de iniciativa y de combatividad de las masas obreras. Incluso si la IC acaba finalmente rechazando las actividades aventuristas del KPD (Partido comunista) en julio de 1921, en su IIIer congreso preconiza ella misma medios oportunistas para incrementar su influencia entre las masas indecisas: «Hacia las masas, ésa es la primera consigna que el IIIer congreso envía a los comunistas de todos los países». En otras palabras, si las masas no se mueven, serán los comunistas los que tengan que ir a las masas.

Para aumentar su influencia entre las masas, la IC, en el otoño de 1920, anima a la organización de partidos de masas en varios países. En Alemania, el ala izquierda del USPD (Partido socialdemócrata independiente) centrista se une al KPD para formar en VKPD en diciembre de 1920 (lo que hace que los efectivos asciendan a 400 000 miembros). En ese mismo período, el Partido comunista checo, con sus 350 000 miembros y el Partido comunista francés con unos 120 000 son admitidos en la Internacional.

«Desde el primer día de su formación, la IC se propuso clara e inequívocamente el objetivo de no formar pequeñas sectas comunistas (…), sino, al contrario, el de participar en las luchas de la clase obrera, orientándolas en una dirección comunista y formar, en la lucha, grandes partidos comunistas revolucionarios. Desde el principio de su existencia, la IC ha rechazado las tendencias sectarias llamando a sus partidos asociados –cualquiera que sea su tamaño– a participar en los sindicatos para, desde dentro, derrotar a su burocracia reaccionaria y transformarlos en órganos revolucionarios de masas, en órganos de lucha. (…) En su IIº Congreso, la IC rechazó claramente las tendencias sectarias en su resolución sobre la cuestión sindical y la utilización del parlamentarismo. (…) El comunismo alemán, gracias a la táctica de la IC (trabajo revolucionario en los sindicatos, cartas abiertas, etc.) (…) ha llegado a ser un gran partido revolucionario de masas. (…). En Checoslovaquia, los comunistas han conseguido atraerse a la mayoría de los obreros organizados políticamente. (…) En cambio, los grupos comunistas sectarios (como el KAPD, etc.) no han sido capaces de obtener el mínimo éxito» (Tesis sobre la táctica, IIIer congreso de la IC).

En realidad, ese debate sobre los medios de la lucha y la posibilidad de un partido de masas en la nueva época del capitalismo decadente ya se había iniciado en el congreso de fundación del KPD en diciembre 1918-enero 1919. En esta época, el debate se centra en la cuestión sindical y en saber si se puede todavía utilizar el parlamento burgués.

Incluso si Rosa Luxemburgo, en ese congreso, se pronuncia todavía por la participación en las elecciones parlamentarias y por el trabajo en los sindicatos, lo que aparece es la visión clara de las nuevas condiciones de lucha que han surgido, condiciones en las cuales los revolucionarios deben luchar por la revolución con la mayor perseverancia y sin la crédula ilusión de «soluciones rápidas». Poniendo en guardia al Congreso contra la impaciencia y la precipitación, Rosa dice con mucha insistencia: «Si describo el proceso de este modo, ese proceso puede aparecer en cierta manera más largo que nosotros lo imaginábamos al principio». Incluso en el último artículo que escribió antes de su asesinato, afirma: «De todo eso, se puede concluir que no podemos esperar una victoria final y duradera en estos momentos» (El orden reina en Berlín).

El análisis de la situación y la evaluación de la relación de fuerzas entre las clases siempre ha sido una de las tareas primordiales de los comunistas. Si no asumen correctamente esas responsabilidades, si siguen esperando un movimiento ascendente cuando está retrocediendo, existe el peligro de caer en reacciones de impaciencia, aventuristas, e intentar sustituir el movimiento de la clase por intentonas artificiales.

Es la dirección del Partido comunista alemán la que, en una conferencia de octubre de 1919, tras el primer reflujo de luchas en Alemania, se propone orientar su trabajo hacia una participación en los sindicatos y en las elecciones parlamentarias para incrementar así su influencia en las masas trabajadoras, dando así la espalda a la vía mayoritaria de su congreso de fundación. Dos años más tarde, en el IIIer congreso de la IC, este debate vuelve a surgir.

La izquierda italiana, en torno a Bordiga, ya se había opuesto a la orientación del IIo congreso sobre la participación en las elecciones parlamentarias (ver Tesis sobre el parlamentarismo), advirtiendo en contra de esa orientación, campo abonado para el oportunismo, y aunque el KAPD no pudo hacerse oír en el IIo congreso, su delegación interviene, en contra de esa dinámica oportunista, en el IIIer congreso en circunstancias más difíciles.

Mientras que el KAPD subraya que «el proletariado necesita un partido-núcleo muy formado», la IC busca una puerta de salida en la creación de partidos de masas. La posición del KAPD es rechazada.

La orientación oportunista «Hacia las masas», va a facilitar, además, la adopción de la «táctica de frente único» que será adoptada unos meses después del IIIer congreso.

Lo que debe resaltarse en esta cuestión es que la IC se mete por ese camino en un momento en que la revolución en Europa ha dejado de extenderse y la marea de luchas está en reflujo. De igual modo que la Revolución rusa de 1917 fue la apertura de una oleada internacional de luchas, el declive de la revolución y el retroceso político de la IC son el resultado y una expresión de la evolución de la relación internacional de fuerzas. Son las circunstancias históricamente poco favorables para una revolución que emerge de una guerra mundial, junto con la inteligencia de una burguesía que puso fin a esa guerra a tiempo y jugó la carta de la democracia, lo que, impidiendo que se extendiera la revolución, ha creado las condiciones del oportunismo creciente en la Internacional.

El debate sobre la evolución en Rusia

Para comprender las reacciones de los revolucionarios hacia el aislamiento de la clase obrera en Rusia y el cambio en la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado, debemos examinar la evolución de la situación en Rusia misma.

Cuando en octubre de 1917, la clase obrera, dirigida por el partido bolchevique, toma el poder, en Rusia a nadie se le ocurre pensar que pueda existir la menor posibilidad de construir el socialismo en un solo país. La clase entera tiene sus ojos puestos en el extranjero, en espera de una ayuda del exterior. Y cuando los obreros toman las primeras medidas económicas, tales como la confiscación de las fábricas y las dirigidas hacia el control de la producción, son precisamente los bolcheviques quienes ponen sobre aviso en contra de las ilusiones que esas medidas hicieran nacer. Los bolcheviques son muy claros sobre el carácter prioritario y vital de las medias políticas, o sea, las que van hacia la generalización de la revolución. Tienen muy claro que la conquista del poder por el proletariado en un país no significa, ni mucho menos, abolición del capitalismo. Mientras la clase obrera no haya derrocado a la clase dominante a escala mundial o en regiones decisivas, las primordiales y determinantes son las medidas políticas. En las zonas conquistadas, el proletariado sólo puede administrar, en el mejor interés propio, la penuria característica de la sociedad capitalista.

Más grave todavía, en la primavera de 1918, cuando los Estados capitalistas organizan el bloqueo económico y se lanzan a la guerra civil en apoyo de la burguesía rusa, la clase obrera y los campesinos rusos están inmersos en una situación económica desastrosa. ¿Cómo resolver los graves problemas de penuria alimenticia a la vez que hay que enfrentarse al sabotaje organizado por la clase capitalista? ¿Cómo organizar y coordinar los esfuerzos militares para replicar con eficacia a los ataques de los ejércitos blancos? Únicamente el Estado es capaz de hacer frente a ese tipo de tareas. Se trata sin lugar a dudas de un nuevo Estado el surgido tras la insurrección, pero, en bastantes niveles, siguen en él las categorías anteriores de funcionarios. Y para hacer frente a la amplitud de tareas como la guerra civil y la lucha contra el sabotaje desde dentro, las milicias del primer período no son suficientes; hay que crear un ejército rojo y órganos de represión especializados.

La clase obrera tiene las riendas del poder desde la revolución de Octubre y durante el período siguiente y las principales decisiones son tomadas por los soviets. Pero con bastante rapidez se va a abrir paso un proceso en el que los soviets van a ir perdiendo cada día más poder y sus medios de coerción en beneficio del Estado surgido tras la insurrección. En lugar de que sean los soviets los que controlan el aparato de Estado, los que ejercen su dictadura sobre el Estado, los que utilizan el Estado como instrumento para la clase obrera, es ese nuevo «órgano» –que los bolcheviques nombran, erróneamente, «Estado obrero»– el que empieza a minar el poder de los soviets y a imponerle sus propias directivas. El origen de esta evolución es la persistencia del modo de producción capitalista. El Estado postinsurreccional no sólo no ha empezado a extinguirse, sino que, muy al contrario, tiende a hincharse cada vez más. Esta tendencia va a acentuarse a medida que la marea revolucionaria va a dejar de extenderse, cuando no a retroceder, dejando cada día más aislada a la clase obrera de Rusia. Cuanta menos capacidad tenga el proletariado para presionar sobre la clase capitalista a escala internacional, menos capaz será de contrarrestar sus planes y, sobre todo, impedir las operaciones militares contra Rusia; así es cómo la burguesía va a disponer de un mayor margen de maniobra para estrangular la revolución en Rusia. Es en esa dinámica de la relación de fuerzas en la que el Estado postinsurreccional en Rusia va a desarrollarse. Es la capacidad de la burguesía para impedir la extensión de la revolución lo que hace que el Estado se vuelva cada vez más hegemónico y «autónomo».

Para hacer frente a la penuria creciente de bienes impuesta por los capitalistas, a las malas cosechas, al sabotaje de los campesinos, a las destrucciones causadas por la guerra civil, a las hambrunas y las epidemias resultantes, el Estado dirigido por los bolcheviques se ve obligado a tomar cada vez más medidas coercitivas de todo tipo, tales como la confiscación de las cosechas y el racionamiento de casi todo. Se ve también obligado a buscar lazos comerciales con los países capitalistas: esto no se plantea en un plano moral, sino de simple supervivencia. Sólo el Estado puede administrar directamente la penuria y el comercio, pero ¿quién controla al Estado?

¿Quién debe ejercer el control sobre el Estado?, ¿el partido o los consejos?

En aquella época, la idea de que el partido de la clase obrera debía tomar el poder en nombre de ella, el poder y por lo tanto los puestos de mando del nuevo Estado postinsurreccional es algo ampliamente compartido por los revolucionarios. Y es así como a partir de octubre de 1917, los miembros dirigentes del Partido bolchevique ocupan las más altas funciones del nuevo Estado y empiezan a identificarse con ese Estado mismo.

Esa idea hubiera sido puesta en entredicho y rechazada si, gracias a otras insurrecciones victoriosas, especialmente en Alemania, la clase obrera hubiera ido venciendo a la burguesía a nivel internacional. Tras una victoria así, el proletariado y sus revolucionarios habrían poseído los medios para poner en evidencia las diferencias y, en definitiva, los conflictos de intereses que existen entre Estado y revolución. Habrían podido criticar mejor los errores de los bolcheviques. Pero el aislamiento de la Revolución rusa hizo que el partido, a su vez, se planteara cada vez más como defensor del Estado en lugar de defender los intereses del proletariado internacional. Poco a poco la iniciativa se va de las manos de los obreros y el Estado va a desplegar sus tentáculos, volverse autónomo. El Partido bolchevique, por su parte, va a ser el primer rehén y el principal promotor de su desarrollo.

Durante el invierno de 1920-21, al final de la guerra civil, se agravan más todavía las hambres hasta el punto que la población de Moscú, de la que una parte intenta huir de la hambruna, desciende a la mitad y la de Petrogrado a la tercera parte. Se multiplican las revueltas campesinas y las protestas obreras. Una oleada de huelgas surge sobre todo en la región de Petrogrado, siendo los marineros de Cronstadt la punta de lanza de la resistencia contra la degradación de las condiciones de vida y contra el Estado. Establecen reivindicaciones económicas y políticas: junto al rechazo de la dictadura del partido, lo que plantean ante todo es la reivindicación de la renovación de los soviets.

El Estado, y a su cabeza el partido bolchevique, decide enfrentar violentamente a los obreros, considerándolos como fuerzas contrarrevolucionarias manipuladas por el extranjero. Por primera vez, el Partido bolchevique participa de manera homogénea en el aplastamiento violento de una parte de la clase obrera. Y esto ocurre en el momento en que se celebra el 50o aniversario de la Comuna de París y tres años después de que Lenin, en el congreso de fundación de la IC, escribiera la consigna de «Todo el poder a los soviets» en los estandartes de la Internacional. Aunque es el partido bolchevique el que asume concretamente el aplastamiento de Cronstadt, es todo el movimiento revolucionario el que está en el error sobre la naturaleza de esa sublevación. La Oposición obrera rusa, al igual que los partidos miembros de la Internacional, lo condenan claramente.

En respuesta a esa situación de descontento general creciente y para incitar a los campesinos a producir y a llevar sus cosechas a los mercados, se decide, en marzo de 1921, introducir la Nueva economía política (NEP), la cual no significa, ni mucho menos, un «retorno» al capitalismo por la sencilla razón de que éste no ha desaparecido, sino que es una adaptación a la penuria y a las leyes del mercado. Se firma al mismo tiempo un acuerdo comercial entre Gran Bretaña y Rusia.

Respecto a ese problema del Estado y de la identificación del partido con el Estado, existen divergencias en el partido bolchevique. Como lo hemos escrito en la Revista internacional nº 8 y nº 9, ya hay voces de comunistas de izquierda en Rusia que dan la alarma y advierten contra el peligro de un régimen capitalista de Estado. Ya en 1918, el periódico el Comunista protesta contra los intentos de disciplinar a la clase obrera. Aunque con la guerra civil la mayoría de las críticas quedan en un segundo plano, aunque bajo la agresión de los capitalistas extranjeros se cierran filas en el partido, se sigue sin embargo desarrollando una oposición contra el peso creciente de las estructuras burocráticas en el seno del partido. El grupo Centralismo democrático en torno a Osinski, fundado en 1919, critica la pérdida de iniciativa de los obreros y llama al restablecimiento de la democracia en el seno del partido, especialmente el la 9ª conferencia del otoño de 1920 en donde aquél denuncia la burocratización en auge.

El propio Lenin, quien sin embargo está asumiendo las más altas responsabilidades estatales, es quien mejor presiente el peligro que puede representar ese nuevo Estado para la revolución. Es a menudo el que más determinación expresa en sus argumentos, llamando y animando a los obreros a defenderse contra ese Estado.

En el debate sobre la cuestión sindical, por ejemplo, mientras que Lenin insiste en que los sindicatos deben servir para defender los intereses obreros, incluso contra el «Estado obrero» que sufre deformaciones burocráticas –prueba clara de que Lenin admite la existencia de un conflicto entre el Estado y la clase obrera–, Trotski reclama la integración total de los sindicatos en el «Estado obrero». Quiere terminar la militarización del proceso de producción, incluso después de la guerra civil. El grupo Oposición obrera, que aparece por vez primera en marzo de 1921 en el Xº congreso del partido, quiere que la producción esté controlada por los sindicatos industriales y éstos bajo el control del Estado soviético.

En el seno del partido, las decisiones se transfieren cada vez más de las conferencias del partido a las reuniones del Comité central y del Buró político recientemente constituido. La militarización de la sociedad que la guerra civil ha provocado se va extendiendo en profundidad desde el Estado hasta las filas del partido. En lugar de animar a la iniciativa de sus miembros en los comités locales, el partido somete la totalidad de la actividad política en su seno al control estricto de la dirección, a través de «departamentos» políticos, lo cual acaba plasmándose en la decisión del Xº congreso de marzo de 1921, de prohibir las fracciones en el partido.

En la segunda parte de este artículo, analizaremos la resistencia de la Izquierda comunista contra esas tendencias oportunistas y cómo la Internacional acabó siendo cada vez más el instrumento del Estado ruso.

D.V.

Geografía: 

  • Alemania [4]

Series: 

  • Revolución alemana [7]

Historia del Movimiento obrero: 

  • 1919 - la revolución alemana [8]

V - 1919: El programa de la dictadura del proletariado

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El periodo 1918-20, la fase «heroica» de la oleada revolucionaria internacional inaugurada por la insurrección de octubre en Rusia, fue también el período en el que los partidos comunistas de entonces formularon el programa para superar el capitalismo e iniciar la transición hacia el comunismo.

En la Revista internacional nº 93 examinamos el programa del recién fundado Partido comunista de Alemania (KPD). Vimos que consistía esencialmente en una serie de medidas prácticas con el objetivo de guiar la lucha proletaria en Alemania para contribuir a que pasara del estadio de una revuelta espontánea a una conquista consciente del poder político. En la Revista internacional nº 94 publicamos «la Plataforma de la Internacional comunista» –escrita en su congreso fundacional como base para el reagrupamiento internacional de las fuerzas comunistas y como un bosquejo de las tareas revolucionarias ante los trabajadores de todos los países.

Casi exactamente al mismo tiempo, el Partido comunista de Rusia –el partido bolchevique– (PCR) publicaba su nuevo programa. El programa era muy próximo a la plataforma de la Internacional comunista (IC), entre otras cosas porque tenía el mismo autor, Nicolás Bujarin. En cierta medida, esta separación entre el programa de los partidos comunistas nacionales y la plataforma de la IC –y entre los propios programas entre sí– reflejaba la persistencia de concepciones federalistas heredadas del periodo de la socialdemocracia; y, como Bordiga subrayó más tarde, la incapacidad del partido mundial para sujetar a sus secciones nacionales a las prioridades de la revolución internacional, lo que tuvo serias consecuencias frente al retroceso de la oleada revolucionaria y el aislamiento y degeneración de la revolución en Rusia. Tendremos ocasión de volver sobre este problema particular. Sin embargo, es instructivo hacer un estudio específico del programa del PCR y compararlo con alguno de los arriba mencionados. El programa del KPD fue el producto de un partido que tenía como tarea dirigir a las masas hacia la toma del poder; la plataforma de la IC se concibió más como punto de referencia general para todos aquellos que pretendían reagruparse en la Internacional que como programa detallado de acción. De hecho, una de las ironías de la historia es que la IC no adoptara un programa formal y unificado más que en el VIº Congreso en 1928. Esta vez, también fue Bujarin el redactor del programa, pero en realidad dicho programa no fue sino el acta del suicidio de la Internacional pues había adoptado la infame teoría del socialismo en un solo país con lo que dejaba de existir como órgano del internacionalismo proletario.

El programa del PCR por su parte fue adoptado después de la destrucción del régimen burgués en Rusia y fue ante todo una precisa y detallada declaración de los objetivos y los métodos del nuevo poder. Dicho sucintamente, fue un programa para la dictadura del proletariado y como tal supone una valiosa indicación sobre el nivel de claridad programática alcanzado por el movimiento comunista de la época. No solo eso, a pesar de que no vacilaríamos en poner de relieve aquellas partes que la experiencia práctica ha puesto en cuestión o ha refutado definitivamente, también queremos subrayar que en lo esencial este documento permanece como un punto de referencia profundamente relevante para la revolución proletaria del futuro.

El programa del PCR se adoptó en el 8º Congreso del partido en marzo de 1919. La necesidad de revisar el viejo programa del partido que databa de 1908, se había acentuado desde 1917 cuando los bolcheviques habían abandonado la perspectiva de la «dictadura democrática» a favor de la conquista proletaria del poder y la revolución socialista mundial. En el momento del 8º congreso había numerosos desacuerdos dentro del partido acerca de qué vía debía tomar el poder soviético (volveremos sobre ello en un futuro artículo) y en algunos aspectos el programa expresaba un cierto compromiso entre las diferentes corrientes existentes en el partido; pero desde luego, del mismo modo que con la plataforma de la IC, el programa fue sobre todo el producto de las luminosas esperanzas y las prácticas radicales que caracterizaron la fase inicial de la revolución y fue capaz de satisfacer a la mayoría del partido. Incluso a aquellos que empezaban a sentir que el proceso revolucionario en Rusia no avanzaba con suficiente rapidez o que ciertos principios básicos estaban siendo puestos en cuestión.

El programa vino acompañado por un considerable trabajo de explicación y popularización – el ABC del Comunismo escrito por Bujarin y Preobrazhenski. Este libro se construyó alrededor de los puntos del programa pero es mucho más que un mero comentario; por sí mismo se convirtió en un clásico, una síntesis de la teoría marxista desde el Manifiesto comunista hasta la Revolución rusa, escrito en un estilo vivo y accesible que hizo de él un manual de educación política tanto para los miembros del partido como para las más amplias masas de trabajadores que apoyaban la revolución. Si este artículo va a focalizarse en el programa del PCR más que en el ABC del comunismo es porque un examen detallado de este último supera los límites de un único artículo y no por la importancia de este libro, que sigue siendo una lectura muy útil.

Es tan útil o más todavía por los numerosos decretos emitidos por el poder de los soviets durante las primeras fases de la revolución y hasta la Constitución de 1918, la cual define la estructura y el funcionamiento del nuevo poder. Esos documentos merecen ser estudiados como parte del « programa de la dictadura del proletariado » y eso tanto más porque, como Trotski escribió en su autobiografía, «durante esta fase, los decretos eran más propaganda que verdaderas medidas administrativas. Lenin estaba impaciente de decir al pueblo lo que era el nuevo poder, lo que sería más tarde y cómo se iba a proceder para alcanzar esos objetivos» (Mi vida). Esos decretos no sólo trataban de temas económicos y políticos urgentes –tales como la estructura del Estado y del ejército, la lucha contra la contrarrevolución, la expropiación de la burguesía y el control obrero sobre la industria, la conclusión de una paz separada con Alemania, etc.–, sino también muchos otros problemas sociales como el matrimonio y el divorcio, la educación, la religión, etc. Según palabras de Trotski también, esos decretos «quedarán para siempre en la historia como proclamas de un nuevo mundo. No sólo los sociólogos y los historiadores, sino también los futuros legisladores se habrán de inspirar en múltiples ocasiones de esas fuentes».

Pero, precisamente a causa de sus gigantescos objetivos, no podremos analizarlos en este artículo. Este artículo se centrará en el programa bolchevique de 1919 porque nos da la posición más sintética y concisa de las metas generales que el nuevo poder quería alcanzar y por el partido que las asumió.

La época de la Revolución proletaria

El programa comienza, como la plataforma de la IC, situándose en la nueva «era de la revolución proletaria comunista mundial», caracterizada, por una parte, por el desarrollo del imperialismo, la feroz lucha por la dominación mundial de las grandes potencias, y de esta forma, con el estallido de la guerra mundial imperialista, tenemos una expresión concreta del colapso del capitalismo; y, por otra parte, por la revuelta internacional de la clase trabajadora contra los horrores del capitalismo en declive, una revuelta que ha tomado la forma tangible de la insurrección de Octubre en Rusia y el desarrollo de la revolución en los países centrales del capitalismo, particularmente en Alemania y en Austria-Hungría. El programa mismo no trata de las contradicciones económicas del capitalismo que lo han dirigido al colapso; estas son examinadas en el ABC del Comunismo, aunque este último tampoco formula realmente una teoría coherente y definitiva sobre los orígenes de la decadencia del capitalismo. Pero al mismo tiempo y en sorprendente contraste con la plataforma de la IC, el programa no utiliza el concepto de capitalismo de Estado para describir la organización interna del régimen burgués en la nueva era; sin embargo, este concepto es elaborado en el ABC del Comunismo y en otras contribuciones teóricas de Bujarin sobre las cuales volveremos en un próximo artículo. Finalmente, de la misma forma que la plataforma de la IC, el programa insiste con firmeza en que la clase obrera no puede hacer la revolución «sin romper la relación y llevar una lucha sin piedad contra la perversión burguesa del socialismo que domina en los líderes de la socialdemocracia y de los partidos socialistas».

Habiendo afirmado su pertenencia a la nueva Internacional comunista, el programa se mueve a partir de ese momento hacia el tratamiento de las tareas prácticas de la dictadura del proletariado «tal y como tiene lugar en Rusia, una tierra cuya característica más notable es la predominancia numérica del estrato pequeño burgués de la población». Los intertítulos utilizados en este artículo corresponden al orden y los títulos de las secciones del programa del PCR.

Política general

La primera tarea de toda revolución proletaria –la revolución de una clase que carece de un poder económico en la vieja sociedad– debe ser la consolidación de su poder político y en línea con la Plataforma de la Internacional comunista y acompañando a las Tesis sobre la democracia burguesa y la dictadura del proletariado, el programa del PCR en su sección «práctica» comienza afirmando la superioridad del sistema soviético sobre el sistema de la democracia burguesa. Frente a la pretendida universalidad de este sistema, aquél, basado en los lugares de trabajo más que en unidades territoriales de base, proclama abiertamente su carácter de clase ; en contraste con el parlamentarismo burgués, los soviets, basados en el principio de la movilización permanente mediante asambleas y la revocabilidad inmediata de los delegados, proporciona en consecuencia los medios para que la inmensa mayoría de la población explotada y oprimida ejerza un control auténtico sobre los órganos de poder del Estado y participe directamente en la transformación social y económica, todo ello sin distinción de raza, religión o de cualquier otro género. Al mismo tiempo, dado que en Rusia la inmensa mayoría de la población es campesina y que el marxismo solo reconoce una sola clase revolucionaria bajo la sociedad capitalista, el programa registra igualmente el papel dirigente del «proletariado urbano industrial» y subraya que «nuestra constitución soviética lo refleja asignando derechos preferenciales al proletariado industrial, a diferencia de las masas desunidas de la pequeña burguesía tanto del campo como de la ciudad». Concretamente como Victor Serge explica en su libro Un año de la Revolución rusa: «El Congreso panruso de los soviets se halla formado por representantes de los soviets locales, estando representadas las ciudades a razón de un diputado por cada 25000 habitantes y el campo a razón de un diputado por cada 125000 habitantes. Este artículo consagra la hegemonía del proletariado sobre los elementos rurales» (Edición en español de Siglo XXI, 1972).

El programa, y esto debe tenerse en cuenta, es un programa de partido y un verdadero partido comunista jamás puede satisfacerse con el status quo hasta haber alcanzado el objetivo último del comunismo en el cual ya no existe la necesidad del partido como un órgano separado. Esta es la razón por la que el programa insiste reiteradamente en la necesidad de que el partido luche por la participación creciente de las masas en la vida de los soviets, por elevar su nivel político y cultural, por combatir el chovinismo nacional y los prejuicios contra la mujer que todavía existen en el proletariado y en otras clases oprimidas. Hay que destacar que en el programa no hay ninguna teorización de la dictadura del partido. Eso vendrá después aunque desde el principio había una ambigüedad sobre si el partido toma o no el poder en nombre de la clase, tanto en los bolcheviques como en todo el movimiento revolucionario de la época. Más bien se desarrolla lo contrario: se manifiesta una clara conciencia de que dadas las difíciles condiciones a las que hace frente el bastión proletario ruso –retraso cultural, guerra civil– hay un serio peligro de burocratización del poder soviético, por lo cual insiste en toda una serie de medidas para combatir semejante peligro:

«1) Cada miembro del Soviet debe asumir un trabajo administrativo;

2) Debe haber una continua rotación de puestos, cada miembro del Soviet debe ganar experiencia en las distintas ramas de la administración;

    Por grados, el conjunto de la clase trabajadora debe ser inducida a participar en los servicios administrativos».

En realidad, estas medidas fueron ampliamente insuficientes dado que el programa subestimaba las verdaderas dificultades provocadas por el cerco imperialista y la guerra civil; las condiciones de asedio, de hambre, la terrible realidad de una guerra civil de increíble ferocidad, la dispersión de las capas más avanzadas del proletariado en el frente, los complots de la contrarrevolución y la necesidad subsecuente del terror rojo; todo ello engulló la sangre de los Soviets y de otros órganos de la democracia proletaria, hundiéndolos más y más en un vasto y atrofiado aparato burocrático. Cuando se estaba redactando el programa, el compromiso de las capas más avanzadas de la clase en las tareas de la administración estatal había tenido el efecto perverso de sacarlos de la vida de la clase y de convertirlos en burócratas. En lugar de la tendencia planteada por Lenin en el Estado y la Revolución hacia la extinción del Estado, lo que se produjo fue la extinción progresiva de la vida de los soviets y el aislamiento progresivo del partido que se convirtió en una máquina estatal crecientemente divorciada de la autoactividad de las masas. En tales circunstancias, el partido en lugar de actuar como el crítico más radical del status quo, tendió a fusionarse con el Estado y se convirtió en un órgano de conservación social (para profundizar más en las condiciones del bastión proletario en esa época ver «El aislamiento significa la muerte de la revolución» en Revista internacional nº 75).

La rápida y trágica negación de la visión radical que Lenin había propuesto en 1917 – una situación que había avanzado considerablemente en el momento en que el programa del PCR fue adoptado – ha sido aprovechada frecuentemente por los enemigos de la revolución para probar que semejante visión era, en el mejor de los casos, pura utopía y en el peor una argucia táctica para ganar el apoyo de las masas y propulsar a los bolcheviques al poder. Para los comunistas, sin embargo, lo que prueba esa trágica realidad es que el socialismo en un solo país es imposible, pero que no es menos verdad que la democracia proletaria es la condición previa para la creación del socialismo. Sin embargo, en el programa hay una debilidad que consiste en pensar que la mera aplicación de los principios de la Comuna de París sobre la democracia proletaria bastaría, en el caso de Rusia, para llegar a la desaparición del Estado sin una declaración nítida y sin ambigüedad de que ello solo puede ser resultado del éxito de una revolución internacional.

El problema de las nacionalidades

Mientras en muchas cuestiones, no menos que sobre la cuestión de la democracia proletaria, el programa del PCR se encontró sobre todo con una dificultad práctica para aplicar las medidas propuestas en las condiciones de guerra civil, la sección sobre el problema de las nacionalidades estaba mal planteado desde el principio. El punto inicial es sin embargo correcto – «la importancia primordial de una política de unión de los proletarios y semi-proletarios de las diferentes nacionalidades para unirse en una lucha revolucionaria por la destrucción de la burguesía». Reconoce, asimismo, la necesidad de superar los recelos engendrados por largos años de opresión nacional. Sin embargo, el programa adopta el punto de vista expresado por Lenin desde los días de la IIª Internacional: el «derecho a la autodeterminación de las naciones» como la mejor vía para superar tales sospechas y aplicable incluso bajo el poder soviético. En ese punto, el autor del programa, Bujarin, dio un significativo paso atrás desde la posición que había defendido junto con Piatakov y otros durante la guerra imperialista: a saber que la consigna de autodeterminación nacional es «primero que nada utópica (pues no puede realizarse bajo el capitalismo) pero al mismo tiempo es nociva por las ilusiones que disemina» (carta al Comité central bolchevique, noviembre 1915).

Y como Rosa Luxemburgo pone de manifiesto en su folleto la Revolución rusa, la política de los bolcheviques que permitía que las «naciones oprimidas» se emanciparan del poder soviético había conducido simplemente a que los proletarios fueran sobreexplotados por sus burguesías que se encontraron con esa «autodeterminación» recién estrenada y, sobre todo, dio pie a toda clase de maniobras por parte de las grandes potencias imperialistas. Los mismos resultados desastrosos se obtuvieron en los países «coloniales» como Turquía, Irán o China donde el poder soviético intentó aliarse con la burguesía «revolucionaria». En el siglo pasado Marx y Engels habían apoyado ciertas luchas de liberación nacional porque en ese período el capitalismo tenía un papel progresivo que desempeñar frente a los restos feudales y despóticos de eras anteriores.

En ese periodo de la historia la «autodeterminación» no significaba otra cosa que «autodeterminación para la burguesía». Pero en la época de la revolución proletaria, donde la todas las fracciones de la burguesía son igualmente reaccionarias y constituyen un obstáculo para el progreso humano, la adopción de semejante política prueba que es extremadamente dañina para las necesidades de la revolución proletaria (ver nuestro folleto Nación o clase y el artículo sobre la cuestión nacional de la Revista internacional nº 67). La única forma que existe para luchar contra los enemigos nacionales dentro de la clase obrera es el desarrollo de su lucha de clase internacional.

Cuestiones militares

Esta es, inevitablemente, una sección importante del programa dado que fue escrito cuando la guerra civil interna seguía haciendo estragos. El programa afirma ciertas cuestiones básicas: la necesidad de la destrucción de los viejos ejércitos burgueses y que el nuevo Ejército rojo debe ser un instrumento para la defensa de la dictadura del proletariado. Ciertas medidas son propuestas para asegurarse que el nuevo ejército sirva realmente a las necesidades del proletariado: que «debe estar exclusivamente compuesto por los proletarios y los estratos semiproletarios cercanos al campesinado»; que el entrenamiento y la instrucción del ejército serán «efectuados sobre la base de la solidaridad de clase y la formación socialista», para cuyo fin «deben existir comisarios políticos escogidos entre los comunistas más fieles y abnegados, para cooperar con el mando militar», a la vez un nuevo estrato de oficiales compuesto de obreros y campesinos conscientes debe ser preparado y entrenado para los papeles dirigentes del ejército para asegurar una reducción efectiva de la separación entre el proletariado y el ejército; debe existir «la asociación más fuerte posible entre las unidades militares y las factorías y centros de trabajo, los sindicatos y las organizaciones de los campesinos pobres», mientras que el periodo de acuartelamiento debe ser «reducido al mínimo imprescindible». El uso de expertos militares heredados del antiguo régimen es aceptado a condición de que tales elementos sean supervisados estrictamente por los órganos de la clase obrera. Prescripciones de tal género expresan la conciencia más o menos intuitiva de que el Ejército rojo es particularmente vulnerable, pudiendo zafarse del control político de clase obrera; pero dado que se trata del primer Ejército rojo y del primer Estado soviético de la historia esa conciencia es inevitablemente limitada tanto a nivel teórico como práctico.

El último párrafo de la sección plantea sin embargo problemas cuando dice que «la petición de la elección de los oficiales, la cual tiene gran importancia como cuestión de principio en relación con el ejército burgués cuyos jefes eran especialmente entrenados para constituir un aparato de sumisión de clase sobre los soldados comunes (y a través de ellos del conjunto de las masas) deja de tener relevancia como cuestión de principio respecto al ejército de clase de los obreros y los campesinos. Una posible combinación de elección y nombramiento desde arriba puede ser un expediente adecuado para el ejército revolucionario de clase en el terreno práctico».

Es verdad que la elección y la toma de decisiones colectiva tiene sus limitaciones en el contexto militar – particularmente en el fragor de la batalla – pero el párrafo parece subestimar el grado con el que el nuevo ejército estaba reflejando la burocratización del Estado al revivir muchas de las viejas normas de subordinación. De hecho, una «Oposición militar», relacionada con el grupo Centralismo democrático, había surgido ya en el partido y había sido particularmente virulenta en la crítica de la tendencia a desviarse de «los principios de la Comuna» en la organización del Ejército. Estos principios no son solo importantes desde el punto de vista práctico sino sobre todo porque crean las mejores condiciones para que la vida política del proletariado se difunda en el ejército. Pero durante el periodo de la guerra civil ocurrió lo contrario: la imposición de los métodos militares «normales» ayudó a crear un clima a favor de la militarización de todo el poder soviético. El jefe del Ejército rojo, Trotski, se convirtió en portavoz de tal postura durante el periodo 1920-21.

El problema básico que abordamos aquí es el problema del Estado del periodo de transición. El Ejército rojo –lo mismo que la fuerza especial de seguridad, la Cheka, la cual no es ni siquiera mencionada en el programa– es un órgano estatal por excelencia y aunque puede ser utilizado para salvaguardar las posiciones de la revolución, no puede ser considerado en manera alguna como un órgano proletario y comunista. Incluso aunque estuviera únicamente compuesto de obreros (lo cual era totalmente imposible en Rusia) aparece inevitablemente como un órgano alejado de la vida colectiva de la clase. Resultó particularmente dañino que el Ejército rojo, así como otras instituciones del Estado, eludieran cada vez más el control de los consejos obreros; al mismo tiempo, la disolución de los Guardias rojos, basados en las factorías, privó a la clase de los medios de autodefensa propios contra el peligro de degeneración interna. Pero esas son lecciones que no podían aprenderse sino a través de la despiadada escuela de la experiencia revolucionaria.

La justicia proletaria

Esta sección complementa la dedicada a política general. La destrucción del viejo Estado burgués trae consigo la sustitución de los viejos tribunales burgueses por un nuevo aparato de justicia en el cual los jueces son elegidos entre los trabajadores y los jurados entre las masas de la población laboriosa; el nuevo sistema de justicia debe ser simplificado al máximo y hacerse más accesible a la población que el laberinto de los altos y tribunales y los tribunales ordinarios. Los métodos penales tienen que ser depurados de cualquier actitud de revancha y convertirse en constructivos y educativos. El objetivo a largo plazo es que «el sistema penal se transforme en un sistema de medidas de carácter educativo» en una sociedad sin clases ni Estado. En el ABC del comunismo se subraya no obstante que las exigencias urgentes de la guerra civil requieren que los tribunales populares sean completados por tribunales revolucionarios para tratar no los crímenes sociales «ordinarios», sino las actividades de la contrarrevolución. La justicia sumarísima que impusieron esos tribunales era el producto de una necesidad urgente, aunque se cometieron abusos y la introducción de métodos más humanos fue pospuesta indefinidamente. Así, la pena de muerte, abolida por uno de los primeros decretos del nuevo poder soviético en 1917, fue rápidamente restablecida para luchar contra el Terror blanco.

Educación

De la misma forma que las reformas penales, los esfuerzos del poder soviético por cambiar el sistema educativo se vieron afectados por las exigencias de la guerra civil. Además, dado el extremo retraso de las condiciones sociales en Rusia, donde el analfabetismo estaba muy extendido, muchas de las medidas propuestas se limitaban a capacitar a la población rusa para alcanzar un nivel de educación que ya habían alcanzado las más avanzadas democracias burguesas. Así, el llamamiento por una educación libre, para ambos sexos y obligatoria para todos los niños hasta los 17 años; la provisión de guarderías y escuelas maternales para liberar a las mujeres de la cárcel doméstica; eliminar la influencia religiosa en las escuelas; provisión de facilidades extra escolares tales como la educación de adultos, bibliotecas, cines etc.

Sin embargo, el objetivo a largo plazo era «la transformación de la escuela de un órgano para el mantenimiento de la dominación de clase de la burguesía en un órgano para la completa abolición de la división de clases de la sociedad encaminado a la regeneración comunista de la sociedad».

Con ese fin, la educación unificada con el trabajo fue un concepto clave, elaborado de forma más completa en el ABC del comunismo, su función era concebida como un comienzo de la superación de la división entre escuelas primarias, secundarias y de grado superior, entre escuelas comunes y escuelas de élite. Aquí, de nuevo, se reconocía que si bien la escuela era el ideal de la más avanzada educación, la escuela unificada con el trabajo fue vista como un factor crucial en la abolición comunista de la división del trabajo.

La esperanza estaba en que desde la más temprana etapa de la de la vida del niño no debía existir ninguna rígida separación entre la educación mental y el trabajo productivo, es decir que «en la sociedad comunista, no habrá corporaciones cerradas, no habrá gremios estereotipados, no habrá petrificados grupos de especialistas. El más brillante hombre de ciencia será a la vez un capacitado trabajador manual. Las primeras actividades del niño tomarán la forma de un juego y gradualmente pasará al trabajo en una imperceptible transición, eso quiere decir que el niño aprende desde el principio en relación con el trabajo manual, viéndolo no como una necesidad desagradable o como un castigo, sino como una expresión natural y espontánea de sus facultades. El trabajo será visto como una necesidad, de la misma forma que el deseo por comer o beber; esta necesidad debe ser instigada y desarrollada en la escuela comunista».

Estos principios básicos seguirán siendo válidos en una futura revolución. Contrariamente a ciertas tendencias del anarquismo, la escuela no puede ser abolida de la noche a la mañana, pero su aspecto como instrumento para imponer la disciplina y la ideología burguesa puede ser atacado directamente desde el principio, no solo respecto al contenido de lo que es enseñado (el ABC del comunismo insiste mucho en que en todas las áreas del saber la escuela debe desarrollar una visión proletaria) pero sobre todo en la forma en la que la enseñanza se imparte (el principio de la democracia directa debe sustituir en todo lo que sea posible la vieja jerarquía de la escuela).

Del mismo modo, el abismo entre trabajo manual y trabajo mental debe ser atacado desde el principio. En la Revolución rusa tuvieron lugar numerosos experimentos en esa dirección e incluso, aunque se vieron paralizados por la guerra civil, continuaron durante los años 20. Desde luego, uno de los signos del triunfo de la contrarrevolución fue que las escuelas volvieron a ser instrumentos de imposición de la ideología y jerarquía burguesas, aunque se les pusiera la etiqueta del «marxismo» estalinista.

Religión

La inclusión de una sección específica sobre la religión en el programa del partido era expresión del retraso de las condiciones materiales y culturales de Rusia. Ello obligó al nuevo poder a «completar» ciertas tareas que no había realizado el viejo régimen, en particular, la separación entre la Iglesia y el Estado y la abolición de la subvención estatal de la religión. Sin embargo, esta sección explica también que el partido no puede quedarse satisfecho con esas medidas «que la democracia burguesa incluye en sus programas pero que nunca es llevada hasta el final por los lazos evidentes que hay entre el capital y la propaganda religiosa». Había también objetivos a largo plazo guiados por el reconocimiento de que «sólo la conciencia completa y la plena actividad y participación de las masas en las actividades económicas y sociales pueden llevar a la completa desaparición de los prejuicios religiosos». En otras palabras, la alienación religiosa no puede ser eliminada sin eliminar la alienación social y ello solo es posible en una sociedad comunista plena. Eso no significa que entre tanto los comunistas adopten una actitud pasiva ante las ilusiones religiosas que puedan existir en las masas; al contrario, luchan contra ellas defendiendo activamente una concepción científica del mundo. Pero eso sólo puede realizarse a través de un trabajo de propaganda. Era totalmente ajeno a los bolcheviques abogar por la supresión forzosa de la religión. Otra marca del estalinismo fue atreverse a proclamar con arrogancia que habían construido el socialismo porque habían extirpado por la fuerza la religión. Al contrario, a la vez que defendían un ateísmo militante, los comunistas y el nuevo poder revolucionario deben «evitar todo lo que pueda herir el sentimiento de los creyentes, lo cual solo puede conducir a reforzar el fanatismo religioso». Esta postura es totalmente contraria a la del anarquismo que es partidario del método de la provocación directa y el insulto.

Estas prescripciones básicas no han perdido relevancia en la actualidad. La esperanza, expresada en los primeros escritos de Marx, de que la religión hubiera muerto para el proletariado, no se ha cumplido. Tanto la persistencia de enormes retrasos económicos y sociales en muchas partes del mundo como la decadencia y la descomposición de la sociedad burguesa, con su tendencia a volver hacia formas extremadamente reaccionarias de pensamiento y comportamiento, han asegurado a la religión y sus diferentes variantes un papel de poderosa fuerza de control social. Por consiguiente, los comunistas tienen todavía ante sí la tarea de luchar contra «los prejuicios religiosos de las masas».

Cuestiones económicas

La revolución proletaria comienza necesariamente como una revolución política ya que la clase obrera no dispone de medios de producción ni de propiedad social, por lo que necesita la palanca del poder político para poder empezar la transformación social y económica que conduce a una sociedad comunista. Los bolcheviques tenían especial claridad sobre el hecho de que esta transformación sólo podría ser llevada a su conclusión a escala global, aunque como ya hemos señalado, el programa del PCR, incluso en esta sección, contenía una serie de formulaciones ambiguas que hablan del establecimiento del comunismo completo como una especie de progresivo desarrollo dentro del «poder soviético», sin dejar claro si se refiere al poder soviético existente en Rusia o a una república mundial de los consejos obreros. En lo fundamental, sin embargo, las medidas económicas propugnadas en el programa eran relativamente modestas y realistas. Un poder revolucionario no puede evitar plantearse, desde el principio, las cuestiones económicas, ya que es precisamente el caos económico provocado por el capitalismo lo que impulsa al proletariado a actuar para que la sociedad pueda proporcionar como mínimo lo que necesita para subsistir. Este fue el caso en Rusia donde la reivindicación del «pan» fue uno de los principales factores de movilización. Sin embargo toda ilusión de que la clase obrera podría, tranquila y pacíficamente, enderezar la vida económica quedó rápidamente frustrada por el inmediato y brutal cerco imperialista a Rusia, y la contrarrevolución de los ejércitos blancos que, junto a los estragos de la guerra mundial «legaron una situación absolutamente caótica» al proletariado victorioso. En tales condiciones, los primeros objetivos del poder soviético en la esfera económica, fueron:

– completar la expropiación de la clase dominante, el control de los principales medios de producción por parte del poder soviético.

– centralizar las actividades económicas en todas las áreas bajo dominio soviético (incluidas las existentes en «otros» países) bajo un plan común. El objetivo de esa planificación era asegurar «un crecimiento generalizado en las fuerzas productivas del país», no por el bien del país, sino para asegurar «un rápido incremento de los bienes que urgentemente necesita la población»;

– integrar gradualmente la producción urbana a pequeña escala (artesanado) en el sector socializado a través del desarrollo de cooperativas así como otras formas más colectivas ;

– utilizar al máximo toda la fuerza de trabajo disponible, a través de «la movilización general, por parte del poder soviético de todos los miembros de la población, física y mentalmente aptos para el trabajo»;

– estimular una nueva disciplina del trabajo basada en un sentido colectivo de responsabilidad y solidaridad;

– aprovechar al máximo los beneficios de la investigación científica y la tecnología, incluyendo la utilización de especialistas heredados del antiguo régimen.

Estas líneas maestras siguen siendo fundamentalmente válidas, tanto en los primeros momentos del poder proletario cuando se necesita producir para cubrir las necesidades de un área determinada, como cuando verdaderamente comience la construcción comunista por la república mundial de los consejos obreros. El principal problema, se planteó en este terreno dada la dramática contradicción existente entre los objetivos generales y las condiciones inmediatas. La tentativa de aumentar la capacidad de consumo de las masas quedó rápidamente frustrada por las exigencias de la guerra civil, que llevaron a Rusia a una caricatura de economía de guerra. Tan grande fue el caos consiguiente a la guerra civil que «el desarrollo de las capacidades productivas del país» ni siquiera pudo arrancar. En vez de ello, las capacidades productivas de Rusia, ya brutalmente disminuidas por la guerra imperialista, resultaron aún más mermadas por los estragos de la guerra civil, y por la necesidad de vestir y alimentar al Ejército rojo que combatía la contrarrevolución. Que esta economía resultara firmemente centralizada y que, en las condiciones de caos financiero que existían, estuviera virtualmente privada de formas monetarias, llevó a lo que se conoció como «comunismo de guerra».

Pero esto no significa, en absoluto, que las necesidades militares no se impusieran cada vez más sobre los verdaderos objetivos y métodos de la revolución proletaria. Para poder mantener su carácter político colectivo la clase obrera necesita asegurar un mínimo de sus necesidades básicas materiales, para así poder disponer del tiempo y la energía que requiere su participación en la actividad política, Pero ya hemos visto cómo, en vez de esto, la clase obrera sufrió durante la guerra civil una penuria absoluta, y sus mejores elementos se dispersaron en el frente o quedaron anegados en la creciente burocracia «soviética», sujeta a un verdadero proceso de «desclasamiento». Mientras, otros huían al campo o trataban de sobrevivir trapicheando o robando; aquellos que permanecían en las escasas fábricas que aún se mantenían en pie, se vieron forzados a trabajar aún más horas que antes y a menudo bajo la vigilancia inquisidora de destacamentos del Ejército rojo. El proletariado ruso aceptó convencido tales sacrificios aunque, y dado que no fueron compensados por la extensión de la revolución, a la larga se vio profundamente perjudicado sobre todo en su capacidad de defender y mantener su dictadura sobre la sociedad.

El programa del PCR, como ya hemos visto, supo ver el peligro de la creciente burocratización en este período, y propuso toda una serie de medidas para combatirla. Pero si bien el apartado «político» del programa apuesta decididamente por la defensa de los soviets como el mejor medio para mantener la democracia proletaria; los apartados dedicados a las cuestiones económicas insiste en el papel de los sindicatos tanto en la gestión de la economía como en la defensa de los trabajadores frente a los excesos de la burocracia: «La participación de los sindicatos en la conducción de la vida económica, y su compromiso con las amplias masas populares en esa labor, les hará ser, al mismo tiempo, nuestra principal ayuda en la campaña contra la burocratización del poder soviético. Esto también facilitará el establecimiento de un control efectivo sobre los resultados de la producción».

Es completamente cierto que el proletariado, la clase políticamente dominante, necesita también ejercer al máximo un control directo sobre el proceso de producción y –comprendiendo que las tareas políticas no pueden ser subordinadas a las económicas, sobre todo en el período de la guerra civil– esto sigue siendo válido a través de todas las fases del período de transición. Si los trabajadores no logran «mandar» en las fábricas difícilmente serán capaces de sustentar el control político sobre toda la sociedad. Lo que sí es erróneo, en cambio, es que los sindicatos puedan cumplir esa tarea. Por el contrario y dada su verdadera naturaleza, los sindicatos fueron mucho más sensibles al virus de la burocratización, y no es por tanto casualidad si los sindicatos se convirtieron en los órganos del creciente Estado burocrático en las fábricas, aboliendo o absorbiendo a los comités de fábricas que habían sido un producto del impulso revolucionario de 1917, y que eran una expresión mucho más directa de la vida de la clase, y una base mucho más adecuada para resistir la burocratización y regenerar el sistema soviético en su conjunto. Pero los comités de fábrica ni siquiera aparecen mencionados en el programa. Es cierto que en esos comités pesaban frecuentemente incomprensiones de tipo localista y sindicalista, que entendían cada fábrica como si fuera propiedad privada de los trabajadores que en ella trabajaban: durante los desesperantes días de la guerra civil tales ideas alcanzaron su punto culminante en la práctica de los obreros que canjeaban sus «propios productos» por alimentos o combustibles. Pero la respuesta a tales errores no consistía en que tales comités fueran absorbidos por los sindicatos y el Estado, sino en asegurar que funcionaran como órganos de centralización proletaria vinculándolos mucho más estrechamente a los soviets obreros –lo cual era obviamente posible dado que eran las mismas asambleas obreras las que elegían sus representantes para el soviet local como para su comité de fábrica.

A estas observaciones debemos añadir las dificultades de los bolcheviques para comprender que los sindicatos se habían quedado caducos como órganos de la clase (lo que se confirmaba, precisamente, por el surgimiento de la forma soviética), lo que tuvo graves consecuencias en la Internacional, especialmente tras 1920, cuando la influencia de los comunistas rusos fue decisiva para impedir que la Internacional comunista adoptara una posición tajante sobre los sindicatos.

Agricultura

La base desde la que el programa del PCR se planteaba la cuestión campesina había sido señalada ya por Engels respecto a Alemania. Mientras que las grandes explotaciones capitalistas sí podrían ser socializadas con bastante rapidez por el poder proletario, no es posible obligar a los pequeños agricultores a unirse a ese sector, sino que deben ser ganados progresivamente, sobre todo merced a la capacidad del proletariado de demostrar en la práctica la superioridad de los métodos socialistas.

En un país como Rusia en el que las relaciones precapitalistas aún dominaban gran parte del campo, y en la que la expropiación de los grandes haciendas, durante la revolución, fragmentó la tierra en pequeñas propiedades campesinas, esto era aún más válido. Así pues, la política del partido sólo podía ser la de estimular, por un lado, la lucha de clases entre los pobres campesinos semiproletarios y los campesinos ricos y los capitalistas rurales, ayudando a crear organismos especiales para el campesinado pobre y el proletariado agrícola, que constituirían el principal apoyo a la extensión y la profundización de la revolución en el campo. Y, por otro lado, establecer un modus vivendi con los campesinos de pequeñas y medianas propiedades, ayudándoles materialmente con semillas, abonos, tecnología, etc. de manera que pudieran aumentar sus cosechas, al mismo tiempo que se fomentaban las cooperativas y comunidades, como pasos de una transición hacia una verdadera colectivización. «El partido aspira a separarlo (al campesinado medio) de los campesinos ricos, llevándolo al lado del proletariado, prestando una especial atención a sus necesidades. Intenta superar su atraso en materia cultural con medidas de carácter ideológico, evitando cuidadosamente medidas de tipo coercitivo. En todas aquellas ocasiones en que se afecte a sus intereses no deberemos dudar en llegar a acuerdos prácticos, haciéndoles concesiones y también promoviendo la construcción socialista».

Dada la terrible escasez que se abatió sobre Rusia tras la insurrección, el proletariado no podía ofrecer casi nada, en cuanto a mejoras materiales, a estas capas. Por otra parte, bajo el comunismo de guerra, se cometieron multitud de abusos contra los campesinos en las requisas de grano con el que alimentar al ejército y a las ciudades hambrientos. Aún así, esto está muy lejos de las colectivizaciones forzosas del estalinismo, que se basó en la una monstruosa identificación entre la expropiación violenta de la pequeña burguesía (impuesta, por otra parte, por la economía de guerra capitalista) y la consecución del socialismo.

Distribución

«En la esfera de la distribución, la tarea del poder soviético es hoy la de continuar, indefectiblemente, la sustitución del comercio por una decidida distribución de los bienes, a través de un sistema organizado por el Estado a escala nacional. El objetivo es alcanzar la organización del conjunto de la población en una red integral de comunidades de consumidores, capaces de distribuir las mercancías necesarias del modo más rápido, decidido y económico, con el menor gasto de trabajo; al mismo tiempo que se centraliza rigurosamente todo el aparato distributivo». Las asociaciones cooperativas que entonces existían, y que eran calificadas de «pequeño-burguesas», fueron en lo posible transformadas en «comunas de consumidores dirigidas por proletarios o semiproletarios».

Este pasaje expresa toda la amplitud y al mismo tiempo todas las limitaciones de la Revolución rusa. La colectivización de la distribución es desde luego parte íntegra del programa revolucionario, y este apartado muestra lo seriamente que se lo tomaron los bolcheviques. Pero los progresos que hicieron fueron enormemente exagerados durante el período del comunismo de guerra, precisamente por las circunstancias de ese momento. El comunismo de guerra no supuso más que la colectivización de la miseria, y fue en gran parte impuesto por una máquina estatal que se alejaba a pasos agigantados de las manos de los trabajadores. La fragilidad de las bases de esta colectivización de la distribución se puso de manifiesto cuando tras la guerra civil interna, se produjo rápidamente un retorno a la empresa y el comercio privados (lo que, en todo caso, ya había florecido en el período del comunismo de guerra bajo la forma de mercado negro),

Es verdad que el proletariado tendrá que colectivizar amplios sectores del aparato productivo tras la insurrección triunfante en una región del mundo, y que deberá hacer lo mismo con muchos aspectos de la distribución. Pero si bien tales medidas pueden tener una cierta continuidad con las políticas que desarrolle una revolución victoriosa a escala mundial, nunca lo primero puede identificarse con esto último. La verdadera colectivización de la distribución depende de la capacidad del nuevo orden social para «disponer de mercancías» más efectivamente que en el capitalismo (aún cuando la naturaleza de las mercancías difiera sensiblemente). La escasez material y la pobreza engendran unas nuevas relaciones mercantiles, la abundancia material, en cambio, es la única base sólida para el desarrollo de una distribución colectivizada y para una sociedad que «inscribe en su banderas: de cada cual según sus posibilidades; a cada cual según sus necesidades» (Marx, Crítica del Programa de Gotha, 1875).

Dinero y Banca

Otro tanto sucede con el dinero, el vehículo que «normalmente» utiliza la distribución bajo el capitalismo: dada la imposibilidad de instalar inmediatamente un comunismo total, todavía menos en un sólo país, el proletariado sólo puede adoptar una serie de medidas que tiendan hacia una sociedad sin dinero. Sin embargo, las ilusiones del comunismo de guerra –en el que el colapso de la economía se tomó por su reconstrucción comunista– llevó a un tono exageradamente optimista en éste como en otros aspectos ya mencionados. Igual de exageradamente optimista es la noción de que la simple nacionalización de la banca, y la fusión de las distintas entidades en un único banco estatal, serían los primeros pasos hacia «la desaparición de los bancos y su conversión en una central contable de la sociedad comunista». Resulta dudoso que órganos tan fundamentales para las operaciones del capital puedan ser arrebatados de ese modo, aún cuando la incautación física de los bancos será por supuesto necesaria como uno de los primeros objetivos revolucionarios para paralizar el brazo del capital.

Finanzas

«Cuando empieza la socialización de los medios de producción confiscados a los capitalistas, el poder estatal deja de ser un aparato parasitario que se alimenta del proceso productivo. De nuevo, aquí, comienza su transformación en una organización plenamente dedicada a la función de administrar la vida económica del país. A tal efecto, el presupuesto estatal será el presupuesto global de la economía nacional». Una vez más aunque las intenciones fueran laudables, la amarga experiencia mostró cómo, en las condiciones de aislamiento y estancamiento de la revolución, incluso el nuevo Estado-Comuna se transformó progresivamente en un cuerpo parásito que creció a expensas de la revolución y de la clase obrera. Aun ni siquiera en las mejores condiciones puede decirse que la mera centralización de las finanzas en manos del Estado lleve «naturalmente» desde una economía que antes funcionaba basada en la ley del beneficio, hacia otra basada en las necesidades humanas.

El problema de la vivienda

Esta sección del programa está mucho más implicada en las necesidades y posibilidades inmediatas. Una victoria del poder proletario debe dar los primeros pasos para eliminar la falta de viviendas y el hacinamiento, como así hizo el poder soviético después de 1917, cuando «expropió todas las casas pertenecientes a los señores capitalistas y las entregó a los soviets de las ciudades. Esto llevó a las masas obreras de los suburbios a las mansiones burguesas. Entregó las mejores viviendas a las organizaciones obreras, corriendo el Estado con los gastos de su mantenimiento, e igualmente proporcionó muebles, etc., a las familias obreras». Pero, una vez más, los objetivos más constructivos del programa – eliminar el chabolismo y facilitar una vivienda digna para todos – resultaron severamente frustrados en un país devastado por la guerra. Y cuando, más tarde, el régimen estalinista se embarcó en un masivo programa de viviendas, la pesadilla que resultó de ese programa (los infames barracones para obreros de estilo cuartelario de los países del antiguo bloque del Este) no fueron ciertamente la solución al «problema de la vivienda».

Evidentemente, la solución a largo plazo del problema de la vivienda pasa por una completa transformación de las condiciones de vida tanto urbanas como rurales, por la abolición de la antítesis entre la ciudad y el campo, la reducción del gigantismo urbano y la distribución racional de la población obrera en toda la faz de la Tierra. Y, por supuesto, estas grandiosas transformaciones no pueden ser llevadas a cabo hasta después de una derrota definitiva de la burguesía.

Protección al trabajo y bienestar social

Las medidas que se tomaron inmediatamente en este terreno, habida cuenta de las extremas condiciones de explotación que prevalecían en Rusia, fueron simplemente la satisfacción de unas reivindicaciones mínimas por las que el movimiento obrero llevaba luchando mucho tiempo: la jornada de 8 horas, los subsidios de enfermedad y desempleo, las vacaciones pagadas y las bajas por maternidad etc. Sin embargo, como reconoce el propio programa, muchas de estas adquisiciones debieron ser suspendidas o modificadas debido a las exigencias de la guerra civil. Sin embargo, el programa pide al partido que luche no sólo por esas reivindicaciones inmediatas, sino por algunas mucho más radicales –en particular la reducción de la jornada a seis horas, lo que proporcionaría más tiempo para ser dedicado a la formación no sólo en aspectos relacionados con el trabajo, sino sobre todo en la administración del Estado. Esto fue crucial ya que, como hemos señalado, una clase obrera agotada por el trabajo diario no tendrá el tiempo y la energía necesarios para la actividad política y el funcionamiento del Estado.

Higiene pública

Este es, una vez más, un aspecto en el que la lucha por «reformas» se vio seriamente dificultado por las terribles condiciones de vida del proletariado ruso (enfermedades relacionadas con el hacinamiento, inobservancia de medidas de higiene y seguridad en el trabajo). Así «el Partido comunista de Rusia se plantea como tareas inmediatas:

1) luchar decididamente por la extensión de medidas sanitarias en interés de los trabajadores tales como:

   a) la mejora de las condiciones sanitarias en todos los lugares públicos: la protección de la tierra, el agua, y el aire,

   b) la organización de cocinas comunitarias y de un suplemento alimenticio basado en criterios científicos e higiénicos,

c) medidas para prevenir la extensión de enfermedades contagiosas,

d) legislación sanitaria;

2) una campaña contra enfermedades sociales (tuberculosis, enfermedades venéreas, alcoholismo);

3) la prestación de asistencia y tratamientos médicos gratuitos para toda la población».

Muchas de estas medidas, aparentemente básicas, han sido ya conseguidas en numerosas regiones del planeta. Y, sin embargo, el problema no ha hecho más que incrementarse. Para empezar, la burguesía, enfrentada al desarrollo de la crisis, aplica en todas partes recortes a las prestaciones médicas, algo que empezaba a considerarse «normal» en los países capitalistas avanzados. En segundo lugar, la agravación de la decadencia capitalista ha ahondado muchos otros problemas, sobre todo los derivados de una «progresiva» destrucción del medio ambiente natural. Y aunque el programa del PCR mencione sólo brevemente la necesidad de «proteger la tierra, el agua y el aire», cualquier programa futuro deberá reconocer la enorme tarea que esto representa tras décadas de envenenamiento sistemático de la «tierra, el agua y el aire».

CDW

 

El programa del PCR se concentró especialmente en la elaboración de las medidas políticas inmediatas que el régimen proletario debe asumir para asegurar su supervivencia y para extender y profundizar la revolución. Pero durante ese período hubo también tentativas de desarrollar una comprensión más teórica y científica de las tareas del período de transición. El próximo artículo de esta serie examinará críticamente el más famoso de estos intentos: Cuestiones económicas del período de transición, de N. Bujarin.

Series: 

  • El comunismo no es un bello ideal, sino que está al orden del día de la historia [9]

Historia del Movimiento obrero: 

  • 1917 - la revolución rusa [10]

Cuestiones teóricas: 

  • Comunismo [11]

Izquierda comunista de Italia - Sobre el folleto Entre las sombras del bordiguismo y de sus epígonos (Battaglia comunista)

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Quienes se plantean cuestiones hoy sobre las perspectivas revolucionarias de la clase obrera se ven ante una dispersión importante del medio político proletario ([1]). El acercamiento a ese medio por parte de las nuevas fuerzas militantes que están surgiendo está entorpecido por varios factores. Primero hay que contar con la presión general de las campañas mediáticas en contra del comunismo. Luego con la confusión sembrada por las corrientes izquierdistas del aparato político de la burguesía así como de la retahíla de grupos y publicaciones parásitas que no se reclaman del comunismo sino para ridiculizar su contenido y su forma organizativa ([2]). Y, por fin, el hecho de que las diversas componentes organizadas de la propia Izquierda comunista casi siempre se ignoran mutuamente, no soportando la necesaria confrontación pública de sus posiciones políticas, tanto en el plano de los principios programáticos como en el de sus orígenes organizativos. Semejante actitud es una traba para esclarecer las posiciones políticas comunistas, para comprender tanto lo que comparten las diferentes tendencias de este medio como las divergencias que las oponen y explican su existencia organizativa separada. Por esto pensamos que todo lo que vaya en el sentido de romper con esta actitud es digno de ser saludado, desde el momento en que se trata de una preocupación política de clarificar pública y seriamente las posiciones y análisis de las demás organizaciones.

Esta clarificación es tanto más importante porque concierne a grupos que se presentan como los herederos directos de la Izquierda italiana. La Izquierda italiana está formada efectivamente por varias organizaciones y publicaciones que se reivindican todas ellas del mismo tronco –el Partido comunista de Italia en los años 20 (la oposición más consecuente a la degeneración estalinista de la Internacional comunista)–, y de la misma filiación organizativa –la constitución del Partito comunista internazionalista (PCI) en Italia en 1943. Éste iba a hacer surgir dos tendencias en 1952: el Partito comunista internazionalista (PCInt) ([3]) por un lado, y por el otro, animado por Bordiga, el Partito comunista internazionale (PCI) ([4]). Éste se fue dislocando a lo largo de los años para acabar dando a luz a nada menos que tres principales grupos (que se llaman todos PCI) y multitud de grupitos más o menos confidenciales, sin hablar del montón de individuos que pretenden ser todos «los únicos continuadores» de Bordiga. La denominación de «bordiguismo», a causa de la personalidad y notoriedad de Bordiga, es a menudo y abusivamente utilizada para calificar a los continuadores de la Izquierda italiana. La CCI, por su parte, no se reivindica del PCI de 1943; sin embargo, también se refiere a la Izquierda italiana de los años 20 –a aquella Fracción de izquierdas del Partido comunista de Italia que se transformó, durante los años 30, en Fracción italiana de la Izquierda comunista internacional–, así como a la Fracción francesa de la Izquierda comunista que se opuso a la disolución de la Fracción italiana en el mencionado PCI, al considerar prematura y confusa la constitución del partido durante los años 40 ([5]).

¿Cuáles son los acuerdos y cuáles las divergencias?; ¿por qué semejante dispersión organizativa?; ¿por qué existen tantos «Partidos» nacidos de la misma filiación histórica?. Esas preguntas ha de hacérselas cualquier grupo responsable, para poder contestar a la necesidad de clarificación política en la clase obrera en su conjunto y entre las minorías en búsqueda que surgen en la clase.

En ese sentido hemos saludado las polémicas recientes internas del medio bordiguista, por ser un intento serio, a pesar de ser todavía tímido, de enfrentarse por fin a la cuestión de las raíces políticas de la crisis explosiva de Programma comunista en 1982 ([6]). También en este sentido hemos tomado brevemente posición en el artículo «Marxismo contra misticismo» ([7]) sobre el debate entre las formaciones bordiguistas que respectivamente publican le Prolétaire e il Partito. En ese artículo, mostrábamos que si bien le Prolétaire tiene toda la razón en criticar el deslizamiento de il Partito hacia el misticismo, también es cierto que un accidente así no llega por casualidad y tiene sus raíces en el mismo Bordiga, para finalmente concluir que «las críticas de le Prolétaire deben ir más lejos, hasta las verdaderas raíces históricas de aquellos errores y, de paso, reapropiarse el patrimonio del conjunto de la Izquierda comunista». Y por fin, en el mismo sentido queremos aquí saludar la publicación de un folleto de Battaglia comunista sobre el bordiguismo, titulado Entre las sombras del bordiguismo y de sus epígonos, balance crítico muy serio del bordiguismo de la segunda posguerra y que se presenta explícitamente como «Una clarificación», tal como está subtitulado el folleto.

Aunque resulte algo difícil de entender para quien no está acostumbrado a las posiciones bordiguistas y a las divergencias que oponen Battaglia comunista a esa corriente desde hace más de cuarenta años, este folleto es de la mayor importancia para aclararlas y situar el bordiguismo y sus especificidades en el marco más amplio de la Izquierda comunista ([8]).

Una buena crítica de las concepciones del bordiguismo

Compartimos lo esencial del análisis y de la crítica hecha por Battaglia comunista a las concepciones del bordiguismo sobre el desarrollo histórico del capitalismo: «(...) En suma, el riesgo es precisamente situarse de forma abstracta ante el “desarrollo histórico de situaciones”, situaciones – y en esto estamos de acuerdo con Bordiga – en las que “el Partido es tanto un factor como un producto”, precisamente porque las situaciones históricas nunca son simples fotocopias unas de otras, y sus diferencias han de ser estimadas desde un punto de vista materialista».

También compartimos globalmente la crítica de la visión del marxismo y del culto del «jefe genial» de los epígonos de Bordiga, la de un marxismo «invariable» que no admitiría el menor enriquecimiento debido a la experiencia y que no tendría más que ser restaurado partiendo únicamente de textos elaborados por Bordiga: «La restauración del marxismo está contenida en los textos elaborados por Bordiga, el único capaz – según sus epígonos – de aplicar el método de la Izquierda y de aportar el bagaje teórico necesario. Resulta absolutamente necesario volver a esos textos y partir de ellos, según los bordiguistas más... integristas. No solo sería la continuidad con la Izquierda lo que se estaría jugando, sino también la misma invariabilidad del marxismo. Por eso se plantea la necesidad imperiosa de hacer un repertorio de las obras del Maestro para poder entregarlas materialmente a los nuevos camaradas, puesto que estos textos están agotados, no se han vuelto a imprimir o están dispersos. La solución está en imprimir libros que contengan todas las tesis y “semiobras” dejadas por Bordiga y en examinarlas detenidamente. Resumiendo: la mitificación del pensamiento de Bordiga de la segunda posguerra mundial se basa en la convicción de que sólo en los trabajos teóricos de Bordiga puede basarse la “restauración” de la ciencia marxista y el “redescubrimiento” de la verdadera práctica revolucionaria».

También se puede subrayar la validez de la crítica hecha por Battaglia comunista a las implicaciones que tienen esas ideas sobre la incapacidad de la organización para ponerse a la altura de la situación: «Es una verdad materialista que también el Partido es un producto histórico; sin embargo existe el peligro de reducir este principio a una afirmación totalmente contemplativa, pasiva, abstracta, de la realidad social. Se corre el riesgo, entonces, de caer de nuevo en un materialismo mecanicista, que nada de dialéctico tiene ya en realidad, que desdeña los vínculos, las fases realizadas por el movimiento en las situaciones sucesivas. Se corre el riesgo de no entender las relaciones que interfieren recíprocamente en el desarrollo histórico, reduciendo entonces la preparación y actividad del Partido a una presencia “histórica” idealista, o a una apariencia “formal”«.

Uno de los puntos fuertes de la crítica hecha por Battaglia comunista al bordiguismo está en el que Battaglia comunista intenta ir hasta las raíces de las divergencias, volviendo hasta las posiciones que surgieron en el viejo Partito comunista internazionalista tras su constitución en 1943 y hasta 1952, cuando estalló la escisión entre «bordiguistas» por un lado y «battaglistas» por otro. Hemos de notar que Battaglia comunista ha hecho un esfuerzo particular de documentación y análisis de aquel período al publicar de nuevo dos Quaderni di Battaglia comunista: el nº 6, «El proceso de formación y el nacimiento del Partito comunista internazionalista», y el nº 3, «Documentos de la escisión internacionalista de 1952».

La valía de la crítica hecha por Battaglia comunista también se debe a que se refiere no sólo al funcionamiento y estructura de la organización revolucionaria sino también a las posiciones políticas programáticas que la organización ha de defender. En este artículo nos limitaremos a ciertos aspectos sobre el primer punto; sobre ese punto, Battaglia comunista hace una sólida crítica, y muy eficaz, del centralismo orgánico y del mito del «unanimismo» teorizados por Bordiga y defendidos por sus herederos políticos.

Centralismo orgánico y unanimismo en las decisiones

En oposición al centralismo democrático, a grandes rasgos, el centralismo orgánico corresponde a la idea de que la organización revolucionaria del proletariado no tiene por qué someterse a la lógica de la aprobación formal de sus decisiones por parte de la mayoría del partido; esta lógica democrática no sería sino una imitación de la democracia burguesa, para la que la posición dominante es la que obtiene más votos, independientemente del hecho de saber si responde o no a las esperanzas y perspectivas de la clase obrera: «La adopción o utilización general o parcial del criterio de consulta y deliberación sobre una base numérica y mayoritaria, cuando está prevista en los estatutos o en la praxis técnica, no tiene carácter de principio sino de medio técnico o para salir del paso. Las bases de la organización del partido no pueden entonces recurrir a reglas que son las de las demás clases y dominaciones históricas, tales como la obediencia jerárquica de soldados a jefes de grados diferentes heredadas de organismos militares o teocráticos preburgueses, o como la soberanía abstracta de electores de base delegada a asambleas representativas o a comités ejecutivos, propios de la hipocresía jurídica característica del mundo capitalista, siendo la crítica y la destrucción de semejantes organizaciones la tarea esencial de la revolución proletaria y comunista» ([9]).

Se puede entender la preocupación fundamental que animaba a Bordiga cuando intentó, tras su retorno a la política activa en la posguerra, oponerse a la ideología creciente de la burguesía y pequeña burguesía y al dominio que podían fácilmente tener éstas sobre una generación de militantes nuevamente integrados en el PCInt, siendo la mayoría de ellos inexperimentados, teóricamente poco formados y a menudo influenciados por ideologías contrarrevolucionarias([10]). La preocupación puede entenderse, pero no se puede compartir la solución que intentó darle Bordiga. Battaglia comunista contesta justamente: «Condenar el centralismo democrático como aplicación de la democracia burguesa a la organización política revolucionaria de la clase, es ante todo adoptar un método de discusión comparable al que utiliza a menudo el estalinismo», y recuerda que «Bordiga, a partir del 45, ridiculizó en varias ocasiones las “solemnes resoluciones de los congresos soberanos” (y la fundación en 1952 de Programa comunista tiene precisamente su origen en este desprecio hacia los dos primeros congresos del Partido comunista internacionalista)».

Para poder realizar el centralismo orgánico se va naturalmente a valorar el unanimismo, es decir que los cuadros del partido estén dispuestos a aceptar pasivamente las directivas (¡orgánicas!) del centro, haciendo abstracción de sus divergencias, escondiéndolas, o haciéndolas conocer discretamente en los pasillos de las reuniones oficiales del partido. El unanimismo no es sino la otra cara del centralismo orgánico. Y todo esto tiene como base la idea –que se desarrolló en una parte importante del PCInt de los años 40 (la que iba a formar Programma)– según la cual Bordiga era el único capaz intelectualmente de resolver los problemas que se planteaban al movimiento revolucionario de posguerra. Citemos este testimonio significativo de Ottorino Perrone (Vercesi): «el Partido italiano está formado, en su gran mayoría, por gente nueva, sin formación teórica y políticamente vírgenes. Los antiguos militantes mismos, han estado durante 20 años aislados, cortados de todo movimiento de pensamiento. En el estado actual, los militantes son incapaces de abordar los problemas de la teoría y de la ideología. La discusión sólo serviría para turbarles la visión y les haría más daño que beneficio. Por ahora, lo que necesitan es andar pisando tierra firme, aunque sea con las viejas posiciones ya caducas, pero ya formuladas y comprensibles para ellos. Por ahora, basta con agrupar las voluntades para la acción. La solución de los grandes problemas planteados por la experiencia de entre ambas guerras, exige calma y reflexión. Sólo un “gran cerebro” puede abordarlas con provecho y dar la respuesta que necesitan. La discusión general no haría otra cosa sino propagar la confusión. El trabajo ideológico no incumbe a la masa de militantes, sino a individuos. Mientras esos individuos geniales no hayan surgido, no podemos esperar un avance ideológico. Marx, Lenin, eran individuos así, en el pasado. Ahora hay que esperar la llegada de un nuevo Marx. Nosotros, en Italia, estamos convencidos de que Bordiga será ese nuevo genio. Ahora está trabajando en una obra de conjunto que contendrá las respuestas a los problemas que preocupan a los militantes de la clase obrera. Cuando esta obra aparezca, los militantes tendrán que asimilarla y el partido deberá alinear su política y su acción en función de esas nuevas orientaciones» ([11]).

Ese testimonio sí que es la expresión global de una idea del partido ajena a la tradición del marxismo revolucionario, y no las estupideces contra el centralismo democrático, en la medida en que aquí se introduce verdaderamente una concepción burguesa de la vanguardia revolucionaria. La conciencia, la teoría, el análisis, no serían sino la obra exclusiva de una minoría – cuando no de un cerebro, o de un único intelectual – y no le quedaría al partido más que esperar las directivas del jefe (¡imaginémonos cuanto tiempo tendría que esperar la clase obrera que tuviera un partido así como guía!). Ese es el verdadero significado del centralismo orgánico y del unanimismo ([12]). Pero ¿cómo hacer encajar eso con el Bordiga que fundó y animó la fracción abstencionista del PCI para defender las posiciones de la minoría, el camarada que dio pruebas de su valentía y de su combatividad al defender ante la Internacional comunista los puntos de vista de su Partido y que, debido a estos actos, fue el inspirador de todos los compañeros en el exilio que formaron la fracción del PCI durante los años del fascismo en Italia, con el objetivo de hacer el balance de la derrota para formar los cuadros del futuro partido?. Pues no hay problema, se borra a ese Bordiga, se afirma que la fracción ya no sirve y que ahora lo resuelve todo el jefe genial:

«El Partido considera la formación de fracciones y la lucha entre ellas en una misma organización política como un proceso histórico que consideraron útil los comunistas y lo aplicaron cuando ocurrió la degeneración irremediable de los viejos partidos y de sus direcciones, echándose entonces en falta un partido con carácter y función revolucionarios.

Una vez formado tal partido y que actúa, no contiene en su seno fracciones divididas ideológicamente y menos todavía organizadas...» ([13]). No hay entonces por qué extrañarse si tras la desaparición de Bordiga, sus herederos acabaron peleándose unos contra otros, cada cual agarrado a unos despojos políticos del gran jefe en un intento tanto más difícil como inútil para encontrar las respuestas a los problemas que se planteaban cada vez más crucialmente a la vanguardia revolucionaria. Todo esto poco tiene que ver con el partido compacto y potente tan ensalzado por las diversas formaciones bordiguistas. Pensamos que los camaradas bordiguistas, que ya han mostrado que eran capaces de rectificar los errores del pasado y que están adoptando una actitud cada vez menos sectaria, tendrían ahora que convencerse de volver a tratar sobre su concepto del partido, concepto que siguen hoy pagando políticamente caro.

Los límites de la crítica de Battaglia comunista

Ya lo dijimos, consideramos muy correcta la toma de posición crítica hecha por Battaglia comunista y estamos de acuerdo con buena parte de los puntos tratados. Sin embargo queda un punto débil en esta toma de posición, punto que ya fue varias veces tema de polémicas entre nuestras dos organizaciones, y que sería importante lograr clarificar. Este punto concierne el análisis de la formación del PCInt en 1943. Dicha formación, a nuestro parecer, obedecía a una lógica oportunista, análisis que, claro está, no comparte Battaglia comunista y que sin embargo debilita su crítica al bordiguismo. No es posible aquí volver a tratar cada uno de los aspectos del problema, que hemos expuesto recientemente en dos artículos titulados «Hacia los orígenes de la CCI y del BIPR» ([14]), sin embargo resulta importante recordar varios puntos:

  1. Contrariamente a lo que afirma Battaglia comunista que, de todos modos, nunca hubiésemos estado de acuerdo con la formación del partido en el 43, recordemos que «Cuando en 1942-43 se producen en el Norte de Italia grandes huelgas obreras que conducen a la caída de Mussolini y a su sustitución por el almirante proaliado Badoglio (...), la Fracción estima que, de acuerdo con su postura de siempre, “se ha abierto en Italia la vía de la transformación de la Fracción en partido”. Su Conferencia de agosto de 1943 decide reanudar el contacto con Italia y pide a los militantes que se preparen para volver en cuanto sea posible» (Revista internacional, nº 90).
  2. En cuanto fueron conocidas las modalidades de construcción de ese partido en Italia, consistentes en reagrupar a todos aquellos viejos camaradas del congreso de Livorno en 1921, cada cual con su historia y sus consecuencias, sin ni siquiera la mínima verificación de una plataforma común y por lo tanto tirando por los suelos todo el trabajo elaborado por la Fracción en el extranjero ([15]), la Izquierda comunista de Francia ([16]) desarrolló críticas muy duras sobre todos esos puntos esenciales.
  3. Esas críticas se referían, entre otras cosas, a la integración en el partido, y además en un puesto de gran responsabilidad, a un personaje como Vercesi, quien había sido excluido de la Fracción por haber participado, al final de la guerra, en el Comité antifascista de Bruselas. Vercesi no había hecho la menor crítica de su actividad.
  4.  La crítica también se refería a la integración en el partido de elementos de la minoría de la Fracción en el extranjero que se había escindido de ella para ir a hacer labor de propaganda política entre los partidarios de la República durante la guerra de España en 1936. Tampoco aquí se criticaba la integración en sí de aquellos elementos en el partido, sino el que se hubiera hecho sin discusión alguna sobre sus errores pasados.
  5. Y hay también una crítica que se refiere a la actitud ambigua del PCInt durante los años de resistencia antifascista respecto a las formaciones de partisanos.

Bastantes críticas que BC hace a la componente bordiguista del PCInt de los años 1943-52 se deben a esa unión sin principios sobre la que se formó el partido. De ello eran plenamente conscientes los camaradas responsables de ambos lados. Y la izquierda comunista de Francia (GCF) lo denunció sin concesiones ([17]). La ruptura posterior del partido en dos trozos, en una fase de gran dificultad a causa del reflujo de las luchas que habían estallado en mitad de la guerra, fue la consecuencia lógica del oportunismo con que se fundó el partido.

Es precisamente porque ése es el punto débil de su toma de posición por lo que BC hace extrañas contorsiones: a veces minimiza las diferencias entre los dos tendencias del PCInt de entonces; otras veces hace aparecer esas diferencias únicamente en el momento de la escisión, y otras, las atribuye a la propia Fracción en el extranjero.

Cuando BC minimiza el problema, da la impresión de que antes del PCInt no había nada, que no había habido toda la actividad de la Fracción primero y la de la GCF después, que proporcionaron un enorme trabajo de reflexión y las primeras conclusiones importantes: «Cuando se contemplan esos acontecimientos, hay que tener presente el corto pero intenso período histórico en el que se formó el PC Internacionalista: era, entre otras cosas, inevitable, tras dos décadas de dispersión y aislamiento de los responsables de la Izquierda italiana supervivientes, que aparecieran disensiones internas, basadas en su mayor parte en malentendidos y en balances diferentes de las experiencias  personales y locales» (Quaderno di Battaglia comunista nº 3, «La scissione internazionalista»).

Cuando BC hace aparecer las divergencias únicamente en el momento de la escisión, está cometiendo, sencillamente, una falsedad histórica para ocultar la responsabilidad de sus antepasados políticos en su política oportunista tendente a inflar el partido con la mayor cantidad posible de militantes: «Lo de 1951-52 ocurrió precisamente en el período en el que algunas de las características más negativas de esta tendencia – que habría seguido causando otros estragos, sobre todo gracias a la labor de los epígonos – se manifiestan por primera vez» (Idem, el subrayado es nuestro).

Y cuando BC atribuye a la Fracción divergencias que se habrían expresado después en el Partido, lo único que demuestra es que no ha entendido la diferencia entre las tareas de la Fracción y las del Partido. Las tareas de la Fracción es hacer un balance a partir de una derrota histórica y, de este modo, ir preparando los cuadros del futuro partido. Es normal que en ese balance se expresen puntos de vista diferentes y precisamente por eso, Bilan   defendía la idea de que, en el debate interno, debía desarrollarse la crítica más amplia posible sin ningún ostracismo. La tarea de un Partido es, al contrario, asumir, en base a una plataforma y un programa claros y admitidos por todos, la dirección política de las luchas obreras en un momento decisivo de los enfrentamientos de clase, de tal modo que se establezca una ósmosis entre el partido y la clase, un vínculo en el que el partido es reconocido como tal por la clase: «Pero en la Fracción antes y en el Partido después cohabitaban dos estados de ánimo que la victoria definitiva de la contrarrevolución (…) iban a separar» (Ibid.).

Es la incomprensión de lo que es el papel de la Fracción en relación con la del Partido lo que lleva a BC (como también a Programma mismo con sus variadas y sucesivas escisiones) a guardar los atributos de Partido a su organización después de 1945, cuando se había agotado totalmente el impulso obrero y que había que reanudar el trabajo paciente, pero no menos absorbente, de terminar el balance de las derrotas y de formar futuros cuadros. A este respecto, a pesar de la falsedad de ciertos argumentos de Vercesi mismo y por otros elementos del ala bordiguista, BC no puede calificar de «liquidacionista» la idea de que haya que volver a una labor de fracción una vez que la situación histórica ha cambiado. «Eran los primeros pasos que, después, habrían llevado a algunos a plantear la desmovilización del partido, a la supresión de la organización revolucionaria y a la renuncia a todo contacto con las masas, sustituyendo la función y la responsabilidad militante del partido por la vida de fracción, de un círculo que estudia el marxismo» (Ibid.).

Al contrario, fue precisamente la formación del partido y la pretensión de que se podía desarrollar una labor de partido en un momento en que no había condiciones para ello, lo que condujo y sigue llevando a BC a dar algunos pasos hacia el oportunismo, como ya hemos puesto de relieve en un artículo de nuestra prensa territorial sobre la intervención de ese grupo respecto a los GLP, una formación política surgida del ámbito de la autonomía: «Honradamente, nuestro temor es que BC, en lugar de hacer su papel de dirección política respecto a esos grupos empujándolos hacia la clarificación y la coherencia política, tienda, por oportunismo, a adaptarse a su activismo, cerrando los ojos ante sus aberraciones políticas, corriendo así el riesgo de dejarse arrastrar, BC también, hacia las tendencias izquierdistas de que son portadores los GLP» ([18]).

Eso es algo grave, pues, además del peligro de deslizarse hacia el izquierdismo, BC acaba limitando su intervención al reducir su papel al de grupo local con una intervención entre los estudiantes y los autónomos. BC, al contrario, tiene un papel que desempeñar de la primera importancia tanto en la dinámica actual del campo proletario como para su propio desarrollo y el del BIPR.

5 de septiembre de 1998,

Ezechiele


[1] Como ya lo hemos desarrollado varias veces en nuestra prensa, cuando hablamos de medio político proletario, estamos hablando de esa corriente que se reivindica o se acerca a las posiciones de la Izquierda comunista. Al haberse formado por grupos y organizaciones que fueron capaces de mantener los principios del internacionalismo proletario durante y tras la Segunda Guerra mundial, que siempre combatieron el carácter contrarrevolucionario del estalinismo y de la izquierda del capital, tanto la Izquierda comunista como aquellos que se reivindican de sus principios y se mantienen apegados a esta tradición son el único medio político auténticamente proletario.

[2] Véase Revista internacional no 95, «Tesis sobre el parasitismo».

[3] Este grupo publica Prometeo y Battaglia comunista, y formó en los años 80 el Buró internacional para el Partido revolucionario (BIPR) con la Communist Workers Organisation, de Gran Bretaña.

[4] El órgano teórico del Partido comunista internacional era Programma comunista en Italia, y Programme communiste en Francia, países en que estaba más desarrollado.

[5] Véase la polémica en la Revista internacional nº90 «Hacia los orígenes de la CCI y del BIPR», y en la Revista internacional nº91 «La formación del Partito comunista internazionalista».

Los grupos bordiguistas tienen esa originalidad de llamarse todos Partito comunista internazionale. Para diferenciarlos, los llamaremos por el título de publicación más conocido de cada uno de ellos a nivel internacional, aunque estén presentes en varios países. Así es como hablaremos de le Prolétaire (que también publica Il Comunista en Italia), de Il Partito (que también publica con este nombre), y de Programma comunista (italiano, no confundir con Programme communiste en francés).

[6] Véase Revista internacional nº 93.

[7] Vease Revista internacional no 94.

[8] El folleto existe actualmente en italiano, será traducido al francés a finales del 98 y al inglés el año que viene.

[9] Texto bordiguista publicado por el PCInt en 1949 y citado en el folleto de Battaglia comunista La escisión internacionalista.

[10] Véase sobre este tema esta cita extraída de una carta al Comité ejecutivo de marzo de 1951 (en plena escisión) firmada por Bottaioli, Stefanini, Lecci y Damen: «(...) en la prensa del partido se repiten formulaciones teóricas, indicaciones políticas y justificaciones prácticas que expresan la determinación del CE para formar cuadros del partido organizativamente poco seguros y políticamente no preparados, especie de cobayas para experiencias de diletantismo político que nada tiene que ver con la política de una vanguardia revolucionaria» (subrayado por nosotros).

[11] Extracto del artículo «Contra el concepto del “jefe genial”«, Internationalisme no 45, agosto del 47, publicado de nuevo en la Revista internacional no 33.

[12] La visión alternativa al centralismo orgánico no es, claro está, el anarquismo, la búsqueda obsesiva de una libertad individual, la ausencia de disciplina, sino asumir su responsabilidad militante en los debates de la organización revolucionaria y de la clase, aplicando formalmente las orientaciones y decisiones de la organización cuando éstas han sido adoptadas.

[13] Extracto de Notas sobre las bases de la organización del partido de clase, texto bordiguista publicado por el PCInt en 1949 y citado en el folleto de Battaglia comunista La escisión internacionalista.

[14] Ver también polémicas más antiguas sobre el tema: «El partido desfigurado: la concepción bordiguista», Revista internacional nº 23, «Contra la concepción de del jefe genial», nº 33, «La disciplina…fuerza principal», nº 34.

[15] Sobre el nivel tan bajo de los cuadros del partido, ya hemos citado al principio de este artículo los testimonios tanto de la componente Battaglia como la de Programma.

[16] La Izquierda comunista de Francia (GCF) se formó siguiendo las enseñanzas de la Fracción italiana en 1942. Al principio se llamó Núcleo (Noyau) francés de la Izquierda comunista.

[17] Así se expresa sobre el tema el grupo bordiguista le Prolétaire, en un artículo también dedicado a la escisión de 1952: «Otro punto de desacuerdo ha sido la forma de concebir el proceso de formación del Partido como proceso de agregación de núcleos de orígenes diversos y cuyas lagunas iban a compensarse mutuamente (fue en particular el famoso intento de “agrupamiento a cuatro” – cuadrifolio – por la fusión de diferentes grupos, hasta trotskistas, que tuvo varias reediciones siempre infructuosas a lo largo de los años, antes de acabar plasmándose en el famoso “Buró”, etc.)». Extracto de «El alcance de la escisión de 1952 en el Partito comunista internazionalista, in Programme communiste, no 93.

[18] Ver el artículo «Los Grupos de lucha proletaria (GLP): un intento inacabado para alcanzar la coherencia revolucionaria», Rivoluzione internazionale nº 106, artículo que aparecerá en el próximo Révolution internationale.

 

Series: 

  • La Izquierda Italiana - Bilan [12]

Corrientes políticas y referencias: 

  • Izquierda Comunista [13]
  • Bordiguismo [14]
  • Tendencia Comunista Internacionalista (antes BIPR) [15]

desarrollo de la conciencia y la organización proletaria: 

  • La Izquierda italiana [16]

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