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Resultaría difícil encontrar en Francia una ciudad en la que no hubiera una plaza, una avenida o, cuando menos, una calle que no lleve el nombre de Jaurès. La clase dirigente lo ha transformado en monumento nacional, mientras que fuera de Francia es prácticamente un desconocido. No siempre fue así. En el apogeo de su influencia, Jaurès era, junto con Bebel, una de las “dos principales figuras de la Segunda Internacional” según la expresión de Trotski. Un gigante, física, mental y moralmente, Jaurès también era, junto con Rosa Luxemburg, un excelente orador de la Internacional; y es de destacar el hecho notable de que era uno de los muy pocos socialistas franceses capaces de dirigirse a los obreros alemanes en su propia lengua. La clase dirigente francesa, en su totalidad, lo reivindica hoy como uno de los suyos, como un demócrata ejemplar, cuando en realidad, en vida, dicha clase le tenía un aversión virulenta. Puede decirse que su asesinato, el 31 de julio de 1914, abrió definitivamente la vía a la entrada en guerra de Francia, aunque las circunstancias de son asesinato siguen siendo un tanto misteriosas, nunca totalmente esclarecidas.
¿Quién fue pues Jean Jaurès? ¿Qué representó, qué representa hoy todavía, para la clase obrera internacional? ¿Qué papel desempeñó en la Internacional y en las lucha de ésta por la emancipación de los obreros y contra la guerra? ¿Por qué, en fin de cuentas, lo asesinaron?
Es verdad que Jaurès es un personaje práctico para la burguesía que ha hecho de él una especie de escritorio con múltiples gavetas. Según las necesidades de la propaganda ideológica, se puede abrir el cajón de héroe nacional que reposa en el Panteón al lado de los héroes de la guerra imperialista, como Jean Moulin por ejemplo, o se puede abrir el cajón del socialista moderado que reprueba los métodos violentos de la revolución, o también el cajón del partidario de la vía parlamentaria y nacional al socialismo, el preferido del Partido Comunista Francés, o el cajón del pacifista que habría roto la relación entre la lucha contra la guerra y la lucha por la revolución proletaria. Todos estos clichés son engañosos y constituyen un ejemplo de cómo, para suprimir a un hombre que pone en peligro el orden establecido, el mejor método es hacer de él un icono inofensivo. Todo esto se verifica una vez más.
¿Quién fue pues Jean Jaurès? Simplemente un producto del movimiento obrero. El producto colectivo e histórico de una clase particular de la sociedad, uno de sus productos más destacados si se considera la época en la que Jaurès ejerció sus capacidades. Procedente de la pequeña burguesía provinciana, fue elegido, en primer lugar, diputado de una lista de la Unión de los Republicanos en 1885. Pasa al socialismo con 34 años muy impresionado por la lucha de los mineros de Carmaux (Sur de Francia) y escandalizado por la represión de una manifestación en Fourmies en el Norte. Los obreros luchaban por la jornada de ocho horas, y, durante la manifestación, un ametrallamiento provocó diez muertos en sus filas. Como en el caso de Marx y otros militantes, fue el proletariado quien ganó a Jaurès para la causa del socialismo revolucionario. Y fue como mártir de esa causa por lo que fue asesinado en vísperas de la Primera Guerra Mundial tras haber puesto toda su energía contra el militarismo y haber esperado que la acción internacional del proletariado detuviera el engranaje de la guerra imperialista. Ciertamente, Jaurès pertenecía a la tendencia reformista del socialismo que contribuyó en numerosas ocasiones a un considerable debilitamiento del combate de clase, pero sí que hubiera podido, sin embargo, evolucionar debido a su entrega incondicional a la causa del proletariado, lo cual le distinguía radicalmente de sus compañeros socialistas como Pierre Renaudel, Aristide Briand, René Viviani o Marcel Sembat, muy rápidamente arrastrados hacia el oportunismo más craso. Los miembros de la izquierda de la IIª Internacional lo combatieron intensamente, pero la mayoría de ellos admiraba la personalidad de Jaurès, lo elevado de su pensamiento, su fuerza moral. Trotski escribe en su autobiografía:
“Por muy alejado que yo estuviese políticamente de aquel hombre, era imposible no sentir la atracción de su gran personalidad. (…) A una energía imponente, obra de la naturaleza como una catarata, unía aquella suavidad que brillaba sobre su espíritu como el reflejo de una elevadísima cultura. Aquel hombre derribaba rocas, conjuraba el trueno, estremecía el bosque, pero no se ensordecía jamás ni se embotaba, estaba siempre en guardia, atento con su fino oído a todos los ecos, para recogerlos y oponerles su réplica, réplica a veces despiadada, que barría como una tempestad los obstáculos que se alzaban en su camino, a veces bondadosa y blanda como de maestro o hermano mayor.”[1].
Rosa Luxemburg, otra gran figura de la izquierda, tenía los mismos sentimientos. Como Jaurès leía alemán, ella le regaló un ejemplar dedicado de su tesis doctoral, El desarrollo industrial en Polonia. El tribuno tenía el mismo físico de atleta que Auguste Rodin y a la muerte del escultor, Rosa Luxemburg escribirá a Sonia Liebknecht: “tenía que ser una personalidad maravillosa: franca, natural, desbordante de calor humano y de inteligencia, me recuerda sin duda a Jaurès”[2].
No se comprendería nada de esta personalidad tan rica, tan compleja, sino se la ubica en el contexto de la época, la fase final del ascenso del capitalismo que desemboca en la Primera Guerra Mundial, y si se olvida cómo fue capaz Jaurès de aprender en la escuela de la lucha proletaria y en la Internacional. Aunque nunca adoptó plenamente las tesis de Marx y Engels, sí sintió, en cambio, durante una conferencia en París el 10 de febrero de 1900, la necesidad de expresar su acuerdo con todas las ideas esenciales del socialismo científico[3].
La constitución del proletariado en clase
La Comuna de París de 1871 había demostrado que el proletariado era capaz de apoderarse del poder y de ejercerlo por medio de asambleas de masas y de delegados elegidos y revocables. Había aportado una clarificación decisiva: la clase obrera no puede simplemente apoderarse de la máquina del Estado y ponerla en movimiento para sus propios fines, sino que tenía, ante todo y en primer lugar, que destruir el viejo edificio del Estado burgués y erigir un nuevo Estado específico durante el período de transición entre el capitalismo y el comunismo, el Estado-comuna. En su magnífico opúsculo El Estado y la revolución, Lenin se encargará más tarde de recordar esas lecciones a aquéllos que las habían olvidado. Pero La Comuna de París demostró también que el proletariado no disponía todavía, en aquella época, de la fuerza suficiente para mantenerse en el poder y generalizar el proceso revolucionario a escala internacional. El proletariado había aparecido como una clase distinta con su propio programa durante la insurrección de junio de 1848, pero el proceso a través del cual podía constituirse como una fuerza internacional dotada de una conciencia de clase y de una experiencia política distaba mucho de estar acabado. Esta inmadurez tuvo su contraste en el desarrollo gigantesco del capitalismo en el seno del cual, justamente, el proceso de constitución del proletariado en clase podía proseguirse. Fue aquel un período de conquistas económicas y coloniales gigantescas durante las cuales las últimas áreas “no civilizadas” del globo iban a abrirse a los gigantes imperialistas: un período, también, de rápido desarrollo del progreso tecnológico, que conoció el desarrollo masivo de la electricidad, la aparición del teléfono, del automóvil y de muchos otros inventos más.
Aquel período no estaba exento de peligros para el proletariado, pero no le quedaba otra opción. Sólo el capitalismo podía crear las condiciones de la revolución comunista internacional, sólo él podía engendrar sus propios enterradores. Apoyándose en la posibilidad de obtener reformas reales a su favor, la clase obrera desarrolló grandes luchas económicas y políticas y, con ese fin, se organizó en poderosos sindicatos y partidos socialdemócratas. Como dice el Manifiesto Comunista: “Se beneficia de las divisiones intestinas de las burguesías para obligarlas a dar una garantía local a ciertos intereses de la clase obrera, por ejemplo la ley de diez horas en Inglaterra”[4].
Las luchas por una legislación obrera, por el sufragio universal, incluida la defensa de la República burguesa frente a las fuerzas retrógradas, se entendían como una preparación de las condiciones para la revolución proletaria que tenía que derribar la dominación burguesa. El programa mínimo y el programa máximo formaban una unidad a condición de que en las luchas cotidianas, en alianzas inevitables con algunas fracciones de la burguesía y la pequeña burguesía, el proletariado defendiese su independencia de clase y mirase hacia su objetivo revolucionario final. Era la época por excelencia del parlamentarismo obrero y Jean Jaurès, orador de talento, dedicará a él toda su energía. Las elecciones legislativas de 1893 verán la entrada masiva de los socialistas en la Cámara de Diputados. Jaurès formará parte de ese grupo de parlamentarios. Para las tendencias políticas más claras de la época, el parlamentarismo obrero no era un fin en sí mismo sino sólo un apoyo a la lucha general del proletariado. Efectivamente, solía decirse que cuando los socialistas intervenían en la Cámara hablaban “mirando por la ventana” para afirmar que su objetivo no era convencer a los diputados burgueses sino esclarecer a la clase obrera, darle confianza para que se lanzase a las grandes luchas políticas que la dotasen de la experiencia necesaria para ejercer el poder mañana. En las Consideraciones del programa del Partido Obrero Francés, redactadas en 1880 por Jules Guesde, Paul Lafargue, Engels y Marx, se encontraba esta formulación significativa:
“Considerando,
“Que esta apropiación colectiva (de los medios de producción) no puede surgir sino de la acción revolucionaria de la clase productiva –o proletariado– organizada en un partido político distinto;
“Que ese tipo de organización (de la sociedad) debe proseguirpor todos los medios de que dispone el proletariado, incluido el sufragio universal, transformando de este modo un instrumento de engaño, tal y como ha sido hasta ahora, en instrumento de emancipación (…)”[5].
El parlamentarismo no aparece ahí, ni mucho menos, como medio de emancipación obrera en lugar de la revolución, sino, si se lee bien ese párrafo, como uno de los medios para ir hacia la meta de la apropiación colectiva de los medios de producción. La unidad de los medios y del fin se encuentra entonces claramente reivindicada. El desarrollo de un movimiento obrero internacional gigantesco a finales del siglo XIX cumplió en parte sus promesas. Permitió crear un puente entre La Comuna de París y la oleada revolucionaria de la posguerra que culmina en 1917 en Rusia, en 1918 en Alemania. Este desarrollo provocó un miedo cerval en la clase dominante y el afán por desfigurar a Jean Jaurès no sólo fue algo útil para la burguesía, sino que le sirvió para exorcizar tal pánico.
Claro está, el oportunismo, el cretinismo parlamentario y el reformismo acabaron por imponerse en el seno de la IIª Internacional, la bancarrota de 1914 y la unión sagrada fueron una catástrofe que tuvo profundas repercusiones para el movimiento obrero. Pero es necesario precisar que esa victoria del oportunismo no era una fatalidad y su origen no hay que buscarlo principalmente en las fracciones parlamentarias, los liberados sindicales y políticos, en la burocracia generada por estas organizaciones. Si estos fueron indudablemente vectores del mal que carcomía a la Internacional, el origen fundamental se encontraba en la ausencia de vigilancia de las organizaciones obreras frente el entorno del mundo capitalista. El desarrollo impulsivo del capitalismo en un marco relativamente pacífico (al menos en los países centrales) acabó por hacer creer la idea de que la transición al comunismo podía efectuarse de forma gradual y pacífica. Esta es la ocasión de recordar que el crecimiento del movimiento obrero no es lineal y que no es posible sino gracias a combates incesantes contra la penetración de la ideología de la clase dominante en el seno del proletariado.
El testimonio de Trotski sobre aquella época y sobre las personas que la personificaron es muy valioso pues él vivió la transición entre el período ascendente y el de decadencia del capitalismo. Ese período de 25 años es muy contradictorio, pues “atrae el espíritu por perfeccionamiento de su civilización, el desarrollo sin interrupción de la técnica, de la ciencia, de las organizaciones obreras y parece al mismo tiempo mezquino en el conservadurismo de su vida política, en los métodos reformistas de su lucha de clases”[6]. En Mi vida, señala la alta capacidad moral de los militantes del movimiento obrero como Jean Jaurès y Auguste Bebel, el primero con un matiz aristocrático, el segundo como un simple plebeyo: “Jaurés y Bebel eran los antípodas, y a la vez las dos personalidades que descollaban en la Segunda Internacional. Y los dos eran profundamente nacionales: Jaurés, por su fogosa retórica latina, Bebel, por su sequedad protestante. Yo sentía admiración por ambos, aunque por cada uno a su modo. Bebel había muerto por agotamiento físico. Jaurés cayó en lo mejor de la vida. Pero los dos murieron a tiempo. Su muerte señala el momento en que termina la misión histórica de progreso de la Segunda Internacional.”[7].
El marxismo y la herencia de la Revolución francesa de 1789
Tras la gran Revolución burguesa de 1789, Francia dominó durante un largo período toda la historia de Europa. Ya sea en 1830 o en 1848, fue cada vez en Francia donde surge la señal del levantamiento general. Estas circunstancias darán al proletariado francés una gran educación política y una capacidad de acción que se han transmitido hasta nuestros días. Pero estas cualidades tenían su reverso. La clase obrera en Francia tenía la tendencia a subestimar la lucha económica cotidiana, lo que explica por qué los sindicatos se desarrollaron menos que en otros países. Por otro lado, el combate político se concebía en un sentido restringido, como etapa insurreccional. En el lado opuesto, la burguesía había alcanzado bastante rápidamente una soberanía política integral bajo el régimen de la República democrática, más concretamente la burguesía industrial. Y estaba muy orgullosa de ello. Fue así cómo la grandiosa Revolución francesa condujo a esa típica grandilocuencia hueca de los discursos en Francia: el país de los Derechos del Hombre se había otorgado la tarea mesiánica de la liberación de los pueblos de la tiranía, tapadera para la competencia económica entre naciones y las guerras de rapiña que conducirán a la guerra imperialista de 1914. En numerosos líderes del movimiento obrero en Francia, esta fraseología ocultaba un patriotismo profundamente enraizado.
Jean Jaurès es un representante clásico de ese republicanismo que fue una losa pesada sobre el movimiento obrero en una época en que la sociedad burguesa era todavía progresista y en que la forma que adquiría el poder proletario todavía no se había clarificado. Incluso para los elementos de izquierda de la II Internacional, la República era la única fórmula posible de la dictadura del proletariado. Jaurès se expresaba así en un artículo del diario La Dépêche de Toulouse del 22 de octubre de 1890: “Ni Inglaterra, ni Alemania tienen en su pasado una República democrática, como la que se proclamó en Francia en 1792. Desde entonces, las esperanzas de emancipación de los trabajadores ingleses y de los trabajadores alemanes no adquieren precisamente la forma republicana, y es por eso que el partido de las reformas populares se llama de un modo más preciso el partido socialista. Por el contrario, en Francia, la mera palabra de la República, plena de sueños grandiosos para las primeras generaciones republicanas, contiene en sí misma todas las promesas de igualdad fraterna”[8].
Fue Karl Kautsky quien defenderá la posición marxista sobre esta cuestión. En un artículo aparecido en Die Neue Zeit de enero de 1903, recordaba que a pesar de la continuidad histórica entre revolución burguesa y revolución proletaria, existe una gran ruptura de tipo político por el hecho de que se trata de dos clases diferentes dotadas de programas diferentes, y con fines y medios específicos: “Es precisamente a causa de la gran fuerza de la tradición revolucionaria en el seno del proletariado francés, por lo que en ningún otro lugar es tan importante que piense de forma autónoma, mostrando que los problemas sociales, los objetivos, los métodos y los medios de combate son hoy muy diferentes de lo que eran en la época de la Revolución; que la revolución socialista tiene que ser muy diferente de una mera parodia o una continuación de la revolución burguesa; que el proletariado podrá apropiarse de su entusiasmo, su fe en la victoria y su temperamento, pero ni mucho menos de su manera de pensar”[9].
Esa posición clásica del socialismo revolucionario se apoya en los trabajos de Marx y Engels que tras el fracaso de la revolución de 1848 habían cuestionado su idea de la revolución permanente basada en una unidad orgánica entre revolución burguesa y revolución proletaria y la transmutación de una en la otra[10]. Por otro lado, contra Lassalle, partidario de un socialismo de Estado, y contra Bakunin quien propugnaba la igualdad entre las clases, Marx y Engels defendieron siempre el objetivo final comunista de la abolición de las clases, lo que significaba el fin de la dominación política engendrada precisamente por la existencia de clases antagónicas, lo que implica la extinción del Estado. Pero el fin del Estado, era también el fin de la democracia que no es sino una forma particular del Estado. La ambición del comunismo, que aparece desmesurada pero que de hecho es la única realista ante las leyes de la historia y las peligrosas contradicciones del capitalismo, consiste en dirigir las fuerzas productivas y las fuerzas sociales a escala mundial, el único terreno en el que puede superarse la contradicción entre interés general e interés particular, entre lo colectivo y el individuo. Por primera vez, es posible realizar concretamente la comunidad humana. Lo cual no significa el fin de los problemas y de las contradicciones, pero sí que la abolición de las clases y de la esfera política permitirá liberar todas las potencialidades humanas mientras que la promesa contenida en la divisa: Libertad, Igualdad, Fraternidad nunca fue cumplida por la democracia burguesa. El comunismo no significa el fin de la historia sino el fin de la prehistoria y el inicio de la historia verdadera. Ese paso del reino de la necesidad al reino de la libertad, es decir la perspectiva de una sociedad liberada de la producción mercantil y del Estado, no era una posición desconocida durante la época del parlamentarismo obrero y de la lucha por las reformas. Las minorías políticas más claras se esforzaban por defenderla, como William Morris en Inglaterra (Noticias de ninguna parte, 1890) y August Bebel (La Mujer en el pasado, en el presente y en el futuro, 1891)[11].
Como en el caso de otros, Jaurès nunca se liberará de esa tradición republicana, lo que le impedirá defender la autonomía de la clase obrera frente al enemigo de clase.
El caso Dreyfus
El capitán Alfred Dreyfus, un oficial judío perteneciente al Estado mayor del ejército francés, se enfrentó a un consejo de guerra en diciembre de 1894, injustamente acusado de haber entregado secretos militares a Alemania. Este asunto de espionaje aparece en un contexto profundamente marcado por el antisemitismo y el chauvinismo tras la anexión de Alsacia y Lorena por Alemania, e inflama la IIIª República hasta 1906, año en el que el Tribunal de Casación declarará inocente y rehabilitará definitivamente a Dreyfus. No se trató simplemente de un simple error judicial sino de la defensa de los intereses de las fracciones ultra reaccionarias y nacionalistas de la burguesía que se apoyaban en los ámbitos militares, clericales y monárquicos. La crisis del Partido Radical[12] en el poder les abrió el camino.
Tras un período de duda, Jean Jaurès se lanzará a la batalla para defender al capitán y la revisión de su proceso: “Y Jaurès tenía razón, escribirá Rosa Luxemburg, El asunto Dreyfus había despertado todas las fuerzas reaccionarias latentes en Francia. El militarismo, ese viejo enemigo de la clase obrera, se había mostrado de cuerpo entero, y había que dirigir todas las lanzas contra ese cuerpo. Por primera vez se convocó a la clase obrera a combatir en una gran batalla política. Jaurés y sus amigos condujeron a la clase obrera a la lucha, abriendo así una nueva era en la historia del socialismo francés.” [13].
El partido marxista de Guesde y Lafargue así como el partido de los ex blanquistas de Vaillant propugnaban la neutralidad, es decir la abstención política, cuando, en realidad, la clase obrera hubiera debido liderar la lucha contra las fracciones reaccionarias de la burguesía, incluida la defensa de la república burguesa. Tenía que aprovechar aquella oportunidad para unir sus fuerzas, madurar políticamente al mismo tiempo que salvaguardar su autonomía de clase. Sobre la cuestión de la autonomía de clase es donde se muestran todas las debilidades de la política defendida por Jaurès. Los dreyfusards de la clase obrera hubieran debido mantener su independencia respecto a sus aliados, los dreyfusard burgueses como Émile Zola y Georges Clemenceau. De hecho, a partir de sus posiciones republicanas, Jaurès se comprometió en el apoyo al gobierno radical hasta acabar borrando las posiciones específicas de la clase obrera. Apoyó la ley de amnistía del gobierno adoptada por la Cámara de Diputados el 19 de diciembre de 1900 cuando, en realidad, la finalidad de tal ley era amnistiarlos a todos, sobre todo a los oficiales implicados en el complot contra Dreyfus. Se negó a pasar a un ataque directo y sistemático contra el militarismo con la reivindicación de una milicia popular, pues esto hubiese supuesto el riesgo de una ruptura entre los dreyfusards. Y las capitulaciones se multiplicaron en nombre de una presunta “obra republicana de conjunto” que llevará “con certidumbre a victorias futuras”. Veamos el comentario de R. Luxemburg: “En lugar de hacer de la lucha política independiente del Partido Socialista el elemento permanente, fundamental, y de la unidad con los radicales burgueses el elemento variable y circunstancial, Jaurés formula la táctica opuesta: la alianza con los demócratas burgueses se convierte en elemento constante, y la lucha política independiente en el elemento circunstancial. Ya en la campaña por Dreyfus los socialistas jauresistas no comprendieron la demarcatoria entre los campos burgués y proletario: si para los amigos de Dreyfus se trataba de luchar contra un subproducto del militarismo —limpiar el ejército y suprimir la corrupción—, un socialista debía considerarlo como una lucha contra la raíz del mal: el ejército profesional. Y si para los radicales burgueses la consigna central y única de la campaña era justicia para Dreyfus y castigo de los culpables, para un socialista el asunto Dreyfus debía servir de base para agitar en favor del sistema de milicias. Sólo así el asunto Dreyfus y los admirables esfuerzos de Jaurés y sus amigos le hubieran hecho un gran servicio agitativo al socialismo.”[14].
Jaurès no solo se negó a romper con el gobierno a tiempo, sino que dio un apoyo sin reservas al gabinete Waldeck-Rousseau y a la participación de un socialista en tal gobierno. Desde entonces se abre el capítulo más sombrío de la vida política de Jean Jaurès.
El caso Millerand
En junio de 1899, el socialista Alexandre Millerand entra, junto al general Gaston de Galliffet, el matarife de los communards de París, en el gobierno radical de Waldeck-Rousseau. Era una iniciativa personal de Millerand que pertenecía al movimiento de los socialistas independientes, y no tenía mandato alguno de un partido socialista. Hay que entender que estamos en pleno caso Dreyfus, cuando el oficial degradado sigue sufriendo el cautiverio en el presidio de Guayana. Jaurès se esfuerza en apoyar la participación socialista. Saluda la valentía de los socialistas franceses que envían a uno de los suyos “dentro de la fortaleza del gobierno burgués”. Este caso fue un estímulo para toda el ala derecha de la Internacional que esperaba con impaciencia que la experiencia se renovase en otros países, y en particular en Alemania. La Internacional aprobó con entusiasmo los argumentos de Jaurès para quien la evolución de la sociedad capitalista hacia el socialismo engendraría una etapa intermedia en el curso de la cual el poder político sería ejercido en común entre el proletariado y la burguesía. En Alemania Edouard Bernstein acababa de publicar su obra revisionista donde ponía en entredicho la teoría marxista de las crisis del capitalismo, proclamando: “La meta final, sea cual sea, no es nada, el movimiento lo es todo”.
Rosa Luxemburg entra de lleno y con pasión en la batalla, respondiendo a Bernstein en una serie de artículos que aparecerán en forma de folleto con el célebre título: Reforma o revolución. Atacará al mismo tiempo los argumentos de Jaurès. Para empezar, recuerda los principios básicos del socialismo científico: “En la sociedad burguesa, la socialdemocracia, por su misma esencia, está destinada a desempeñar un papel de oposición; no puede acceder al gobierno sino sobre las ruinas del Estado burgués”[15]. A continuación, señala en particular la diferencia fundamental entre la participación de los socialistas en el parlamento del Estado burgués o en los ayuntamientos, que había sido aceptada desde hacía bastante tiempo, y la participación en el Ejecutivo del Estado. Por una razón muy simple: en el primer caso se trata de hacer triunfar sus reivindicaciones pero siempre sobre la base de una crítica del gobierno que sin cesar persigue a los obreros e intenta hacer inofensivas las reformas sociales que se ve obligado a aplicar. Este principio motiva el rechazo sistemático de los socialistas a votar los presupuestos en el parlamento. En el segundo caso, cualquiera que sea el partido al que pertenezcan los miembros del gobierno, los socialistas se ven obligados a solidarizarse con la política emprendida además de considerarse como responsables de tal política.
El Congreso socialista internacional celebrado en París del 23 al 27 de septiembre de 1900 condenó el “socialismo gubernamental” de Millerand, lo que demostró que las condiciones para una ofensiva del oportunismo en el seno de la Internacional no estaban todavía reunidas. La resolución se titulaba: “La conquista de los poderes públicos y las alianzas con los partidos burgueses”. Esta resolución fue aprobada sobre la base de una moción presentada por Kautsky y la mayoría de los miembros de la comisión permanente. El problema era que el redactor de esta resolución se esforzó por darle un carácter general, teórico, sin abordar propiamente el caso Millerand. Se permitían así todas las interpretaciones, incluso las que estaban más fuera de lugar. Por eso a esta “Resolución Kautsky” se la llamó “Resolución caucho”. Jaurès, Vollmar, Bernstein, desde toda la derecha hasta los revisionistas más patentes, se precipitaron por la brecha. Y no les dio la menor vergüenza presentar los resultados del Congreso de París como favorables a Millerand.
Se apoyaron especialmente en la idea presentada en la resolución según la cual en ciertos casos excepcionales la participación de los socialistas en el gobierno burgués podría aparecer como necesaria. En efecto, en todos los programas socialistas figuraba la posición, válida en aquella época, de que en caso de guerra defensiva, no en caso de guerra imperialista, los socialistas podían participar en el gobierno[16]. O cuando una crisis política amenazaba con poner en peligro la República y las conquistas democráticas. Rosa Luxemburg respondió que en estos casos excepcionales no había duda de que había que solidarizarse, sin matices, con la política gubernamental. Pero lo esencial era definir si se estába en una situación excepcional de las evocadas más arriba. Jaurès respondió afirmativamente.
Desde los años 1885, Francia se encontraba sacudida por crisis constantes, la crisis del boulangismo (del ultranacionalista Georges Boulanger, NdT), el escándalo de Panamá, el caso Dreyfus. Se podía observar entonces la existencia de un estridente nacionalismo, arrebatos antisemitas, campañas de prensa groseras y odiosas, disparos en la calle. Parecía inminente el final de la República. Pero Rosa Luxemburg demostró brillantemente que la situación no era tal. Simplemente la reacción militarista y clerical y el radicalismo burgués se disputaban el control de la República en el contexto de una profunda crisis del Partido Radical en el poder. Había que participar en esas luchas políticas, pero ni mucho menos en el gobierno, ni halagando a la pequeña burguesía, clientela tradicional del Partido Radical.
Jaurès invocaba pasajes del Manifiesto Comunista que implicaban la alianza de los obreros con la burguesía. Ante todo se trataba de otro período histórico en el cual, como en Alemania por ejemplo, el poder de la burguesía no se encontraba asegurado frente a las fuerzas políticas del feudalismo. Y sobre todo, se olvidaba de citar pasajes esenciales sobre la preservación de la independencia de la clase obrera en todas las circunstancias. En particular éste: “Pero en ningún momento, este partido dejará de despertar en los obreros una conciencia clara y neta del antagonismo profundo que existe entre la burguesía y el proletariado para que, cuando llegue el momento, los obreros alemanes sepan convertir las condiciones políticas y sociales creadas por el régimen burgués, en otras armas contra la burguesía para que, tan pronto sean destruidas las clases reaccionarias de Alemania, la lucha pueda llevarse a cabo contra la burguesía misma”[17].
En fin, el último argumento de Jaurès consistía en señalar la importancia para los obreros de las reformas puestas en marcha por Millerand. Para él eran “semillas de socialismo, sembrados en el suelo capitalista y que aportarán frutos maravillosos”. Basta examinar de cerca la realidad de estas reformas para contradecir el desmesurado entusiasmo que se había apoderado de Jaurès. Por ejemplo, la intención inicial de acortar la jornada de trabajo acabó siendo finalmente una ampliación de la duración de la jornada de trabajo para los niños y simples esperanzas para el futuro del resto. O aún más, la intención de garantizar el derecho de huelga acabó encerrándolo en límites jurídicos estrechos. Ya hemos visto la hipocresía del gobierno en el caso Dreyfus. Hay que añadir la hipocresía de la lucha por la laicidad del Estado que se terminó con donaciones caritativas a la Iglesia católica, lo que era sobre todo una auténtica máquina de guerra contra la creciente influencia de los partidos socialistas sobre los obreros. No olvidemos que durante toda la experiencia Millerand las tropas siguieron disparando contra los huelguistas como en Chalons y en Martinica. La era de las reformas culminaba en la masacre de los obreros en huelga.
Rosa Luxemburg tenía razón cuando criticó el “ministerialismo”. Esto que había comenzado en Francia bajo la forma de una triste farsa terminó en tragedia en Alemania tras 1914 con un gobierno socialdemócrata asumiendo plena y conscientemente su papel contrarrevolucionario. Lo que por ahora nos interesa es afirmar que Jaurès sí que era capaz de aprender. Diez años después del inicio del caso Millerand, él arremetía contra el mismo Millerand y otros dos ministros socialistas, Briand y Viviani, a quienes reprochaba ser “unos traidores que se dejaban utilizar por el capitalismo”.
La fundación de un partido socialista unificado
Ya hemos visto que Jaurès había conocido a Bernstein de cerca. No se le puede situar, sin embargo, en el campo del revisionismo, como tampoco hay en él la menor huella del doble juego de un Kautsky cuando sucumbió a las sirenas centristas hacia 1906. Ya hemos visto las relaciones íntimas que tuvo con los miembros del ala derecha de la Internacional Obrera. Su oportunismo era el que el movimiento obrero de la época tuvo que afrontar y que se caracterizaba a la vez por una impaciencia ante los resultados de la lucha (se prefiere sacrificar el objetivo final en beneficio de las reformas inmediatas en buena parte ilusorias) y una adaptación al entorno capitalista, contentándose con la dinámica progresista y el contexto pacífico que permitía aumentar, relativa e ilusoriamente, la seguridad de los obreros sacrificando los intereses del movimiento general. Pero su fuerte personalidad lo situaba por encima del resto de los oportunistas. Tras su adhesión al socialismo siguió dedicándose al servicio del derecho, de la libertad y la humanidad. Pero como lo notaba Trotski, “Lo que en los declamadores franceses ordinarios no es sino una frase hueca, [en Jaurès] había un idealismo sincero y activo”. Trotski lo presenta, justamente, como un ideólogo en el sentido positivo del término, alguien que se apodera de la idea como de un arma terrible en la lucha práctica cotidiana y la opone al doctrinario y al práctico-oportunista: “El doctrinario se detiene en la teoría que mata el espíritu. El práctico-oportunista asimila unos determinados procedimientos del oficio de la política; pero en cuanto ocurre un cambio inesperado, se encuentra en la misma situación que un mecánico que se vuelve inútil cuando se instala una máquina. El ideólogo de gran envergadura sólo es impotente en el momento en el que la historia lo desarma ideológicamente, pero aún entonces es capaz de rearmarse rápidamente, de apoderarse de la idea de la nueva época y continuar desempeñando un papel de primer nivel. Jaurès era un ideólogo. Extraía de la situación política la idea que brotaba y, al servicio de esta idea, no se detenía nunca a mitad de camino”[18].
Hemos advertido ya de las reticencias de Jaurès sobre el marxismo. Él veía en él un determinismo económico frío que no dejaba lugar para el individuo y para la libertad humana en general. Su mirada se dirigía hacia el pasado y las grandes horas de la Revolución burguesa: “Fue el honor de la Revolución francesa haber proclamado que todo individuo humano, la humanidad entera tiene la misma excelencia por nacimiento, la misma dignidad y los mismos derechos”[19], decía.
Por su formación y por la situación general de la Francia de entonces no consiguió ver que el materialismo de Marx –con frecuencia mal interpretado, como si fuese un determinismo económico absoluto– contenía una explicación coherente de la historia humana que, en lugar de ahogarlas, les daba al contrario su lugar auténtico –y su fundamento– a la acción de las clases, a la fuerza de la voluntad y al individuo que bajo el capitalismo es aplastado en nombre del colectivo anónimo y de la nación. La glorificación del individuo bajo el capitalismo es en realidad la máscara de su negación absoluta. En su implacable crítica de la sociedad burguesa, Marx puso en evidencia los fenómenos del fetichismo de la mercancía y de la reificación. Jaurès tampoco era capaz de reconocer la presencia en Marx de una auténtica ética del proletariado[20].
Sin embargo su entrega a la causa de la emancipación del proletariado le permitió no desviarse nunca de la perspectiva de una sociedad sin clases, sin propiedad, donde los medios de producción serían gestionados en común. Él leyó a Marx, admiraba su trabajo y compartía la teoría del valor expuesta en El Capital. Mientras que en Francia existía la tendencia a subestimar las controversias teóricas, Jaurès participó con Jules Guesde y Paul Lafargue en discusiones públicas sobre temas tratados con profundidad. El 12 de diciembre de 1894, Jaurès responde a la invitación del Grupo de Estudiantes Colectivistas que organizaban una controversia sobre “Idealismo y materialismo en la concepción de la historia”. En su exposición se nota cómo Jaurès encara sus propias contradicciones: “Yo no quiero decir que haya una parte de la historia gobernada por las necesidades económicas y otra dirigida por una idea pura, por un concepto, por la idea, por ejemplo, de humanidad, de justicia o de derecho; no quiero poner la concepción materialista de una lado de la pared y la concepción idealista del otro lado. Yo pretendo que deben penetrarse mutuamente, como se penetran en la vida orgánica del hombre, la mecánica cerebral y la espontaneidad consciente”[21]. Paul Lafargue le responde el 10 de enero de 1895. Así comienza éste: “Comprenderéis que dude al asumir la tarea de responder a Jaurès, el cual, gracias a su ardiente elocuencia, logra colmar de pasión las tesis más abstractas y metafísicas. Mientras él hablaba, yo me decía, me imagino que vosotros también, qué gran suerte que este hombre esté con nosotros”[22] . La experiencia se renueva en 1900 cuando Jaurès y Guesde se enfrentaron en el hipódromo de Lille en una polémica en la que se debatieron “Los dos métodos”, el método revolucionario y el reformista.
El momento decisivo de la evolución de Jaurès fue el Congreso de la Internacional en Ámsterdam, en 1904. Con toda la convicción de la que fue capaz, defendió las tesis sobre el ministerialismo y la defensa de la República en numerosos discursos. El enfrentamiento con Auguste Bebel fue feroz, pero lo hizo con tal brío que levantó los aplausos del Congreso. Jaurès era un adversario al que se respetaba, Rosa Luxemburg tradujo uno de sus discursos por la ausencia de traductores. El Congreso finalmente condenará sus posiciones de un modo más claro que en el Congreso anterior de París. Jaurès se somete a la disciplina porque está profundamente apegado al movimiento internacional del proletariado, porque sentía las trampas que comportaba la participación gubernamental, y también porque él quería evitar a toda costa un nuevo fracaso de la unificación de los socialistas en Francia. Una moción especial del Congreso fue votada de modo unánime llamando, con insistencia, a los socialistas franceses para que realizasen finalmente tal unidad. Uno de los considerandos de esta moción decía: “Tiene que haber un único Partido Socialista del mismo modo que hay un solo proletariado”[23].
El fracaso de la Comuna de París, aplastada de modo sangriento por la República democrática burguesa de Adolphe Thiers había acarreado un período de depresión del movimiento obrero en Francia. En el momento en que empezó a recuperarse durante el final de la década de los 70 del siglo XIX, se presentó como un acoplamiento incoherente de elementos disparatados. Desde los mutualistas prudhonianos a los utópicos de la vieja escuela de Benoît Malon, pasando por anarquistas, sindicalistas obtusos patrocinados por el Partido radical, blanquistas, colectivistas y por último antiguos communards adeptos del discurso insurreccional.
En estas circunstancias, la unificación del movimiento obrero adquirirá formas diferentes en comparación con otros países. Antes de reagruparse había, ante todo, que franquear una primera etapa marcada por un proceso de diferenciación y separación progresiva de elementos heterogéneos. En 1879 se formó el primer partido de obediencia marxista, el Partido Obrero Francés de Jules Guesde, y dos años más tarde los blanquistas se agrupan en torno a Édouard Vaillant en el Comité Revolucionario Central. Una clarificación real había aparecido basada en las tareas presentadas por los socialistas que señalaban la importancia de la acción política y del parlamentarismo obrero. A pesar de cierto acercamiento, aquellos que se llamaban “partidos de la vieja escuela” se miraban de reojo y eran incapaces, por su historia y los errores políticos acumulados, de militar por la unificación del movimiento. Sólo las fuerzas nuevas e independientes podían asumir ese papel.
Esto ofrecía todo un terreno propicio a la acción de personalidades como Jean Jaurès. La crisis del Partido Radical aportó savia nueva y nuevos militantes. Pero estaban marcados por su origen pequeño burgués y se presentaban como socialistas independientes, por encima de los partidos. Existía el riesgo de que el movimiento perdiese su fisonomía de clase, sólo los viejos partidos socialistas podían evitar esa trampa. Rosa Luxemburg describía del siguiente modo la situación: “Si los viejos partidos se revelan incapaces de traducir el objetivo final socialista en consignas prácticas aplicables a la política del momento, los “independientes” no pueden, en la coyuntura política presente, preservar la huella del objetivo final socialista. Los errores de los independientes prueban sin lugar a dudas que el movimiento de masas del proletariado necesita, para dirigirlo, una fuerza organizada y educada sobre la base de principios sólidos: por otra parte, la actitud de las antiguas organizaciones prueba que ninguna de ellas se siente capaz de llevar a cabo por sí sola dicha tarea”[24].
La evolución de la situación, con el ascenso del militarismo y de las tensiones imperialistas, con la crisis de los sucesivos gobiernos radicales, dio el último impulso. Después del fracaso de 1899, debido al desacuerdo sobre el ministerialismo, la unificación de los socialistas se realizó en el Congreso llamado de la Sala del Globo de París, en abril de 1905. “El Partido Socialista, Sección Francesa de la Internacional Obrera se constituye sobre la base de las Resoluciones del Congreso de Ámsterdam”. Se presenta como un partido de clase que tiene por objetivo “socializar los medios de producción e intercambio, es decir transformar la sociedad capitalista en sociedad colectivista o comunista”. “No es un partido de reforma sino un partido de lucha de clases y revolución”. Los diputados del partido deberán formar “un grupo único frente a las fracciones políticas burguesas” y “negar al gobierno todos los medios que aseguran la dominación de la burguesía” es decir no votar los créditos de guerra, de conquista colonial, los fondos secretos y el conjunto del presupuesto[25]. Jaurès domina con todo su vigor intelectual el nuevo partido. El 18 de abril de 1904 apareció el primer número de L'Humanité, el gran periódico socialista fundado por Jean Jaurès; que pronto sustituirá al órgano oficial (Le Socialiste) de un partido por fin unificado.
La revolución de 1905 en Rusia y Polonia va a cambiar la situación. La lumbrera que incendiaba los cielos allá lejos en el Este no sólo aportaba unas armas valiosísimas para la lucha revolucionaria: la huelga de masas y los consejos obreros; también hacían aparecer el hecho de que la sociedad burguesa estaba pasando al otro lado de su evolución histórica, el lado descendente, el de la decadencia del modo de producción capitalista. Una época entera estaba agonizando, una época marcada por la creación de la IIª Internacional en 1889, una época en la que “el centro de gravedad del movimiento obrero se situaba totalmente en el terreno nacional, en el marco de los Estados nacionales, basado en la industria nacional, en el ámbito del parlamentarismo nacional”[26]
El choque mortal de la guerra
La profunda ambigüedad de Jaurès se manifiesta una vez más en su obra, L'Armée nouvelle (El ejército nuevo). Aparecido en forma de libro en 1911, ese texto es inicialmente una introducción a un proyecto de ley rechazado por la Cámara de los Diputados. En lugar de tratar de comprender y analizar el auge del militarismo y el imperialismo que inquietaba y movilizaba a los socialistas más clarividentes, Jaurès proponía una “organización auténticamente popular de defensa nacional” fundada en la “nación armada”. Su idea distaba un poco de la reivindicación del “ejército de las milicias” defendida en el período precedente por los socialistas franceses y alemanes. Se apoyaba en la idea de una “guerra defensiva”, una idea que había perdido todo su sentido con la evolución de los acontecimientos. Bastaba con que un imperialismo hiciera, mediante una serie de provocaciones, que el enemigo se lanzara a la guerra para aparecer inmediatamente como la nación agredida.
Las dos crisis marroquíes (1905 y 1911), las dos guerras de los Balcanes (1912 y 1913), la constitución de dos bloques imperialistas: la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría, Italia) y la Triple Entente (Inglaterra, Francia, Rusia), todo esto significaba que la era de las guerras nacionales se había acabado y que una guerra de nuevo tipo se perfilaba en el horizonte: la guerra imperialista por el reparto del mercado mundial. Sometido a la influencia total de sus posiciones republicanas, Jaurès no ve el carácter central de las posiciones internacionalistas del proletariado y el peligro que representa toda concesión al interés nacional, tratando de conciliar ambas cosas: “Es en la Internacional donde la independencia de las naciones alcanza su mayor garantía; es en las naciones independientes donde la Internacional tiene sus órganos más poderosos y nobles. Se podría casi llegar a decir: un poco de internacionalismo aleja de la patria; demasiado internacionalismo hace volver a ella”[27].
Jaurès tenía perfecta conciencia del peligro mortal que acechaba al proletariado mundial, pero andaba por los pasillos de la Cámara de los Diputados, interpelando a tal o cual ministro con la ilusión de poder bloquear el engranaje fatal, pidiendo al gobierno que condenase los apetitos imperialistas de Rusia. Multiplica los llamamientos al arbitraje internacional entre las naciones y apoya el Tribunal Internacional de La Haya creado por la Rusia zarista y blanco de las burlas del mundo entero. En el fondo, Jaurès comparte la posición de Kautsky según la cual los trusts y los cárteles estarían interesados en que se mantuviera la paz. Esta posición llamada del “superimperialismo” que, supuestamente, alejaría el peligro de guerra mundial, desarmaba totalmente al proletariado y significaba el alineamiento del centrismo con el oportunismo. Los viejos amigos Kautsky y Bernstein se habían reconciliado finalmente.
Pero también es muy difícil meter a la fuerza a Jaurès en ese esquema. Como Engels, poco antes, él comprendía que la guerra mundial significaría una profunda derrota para el proletariado, una derrota que podría poner en peligro el futuro. Recordemos aquí su expresión condenatoria del capitalismo: “Vuestra sociedad violenta y caótica (…) lleva en sí la guerra como una nube en apariencia tranquila lleva en sí la tormenta” [28]. En 1913, se le oye atronar la Cámara de los Diputados en contra del retorno al servicio militar de tres años, poniendo todas sus fuerzas para que se organicen manifestaciones en común entre sindicalistas revolucionarios de la CGT y el Partido Socialista. Y se organizarán manifestaciones en numerosas ciudades. En París acudieron masas enormes hacia Butte-Rouge, en el Pré-Saint-Gervais. Su condena de la guerra no era simplemente una condena moral y fue por eso por lo que acabó poniendo todas sus esperanzas en el proletariado mundial y en la Internacional. Y volverá a echar mano de toda su fuerza oratoria en un discurso en Lyon-Vaise el 25 de julio de 1914: “Sólo existe una posibilidad para mantener la paz y salvar la civilización ahora que nos amenaza el crimen y la barbarie, y es que el proletariado reúna todas sus fuerzas, a todos sus hermanos, y que todos los proletarios franceses, ingleses, alemanes, italianos, rusos… a todos estos miles y miles de hombres a los que nosotros pedimos que se unan para que el latido unánime de sus corazones impida la horrible pesadilla”[29].
Esto le valió el odio de toda la burguesía. Una auténtica campaña de calumnias con amenazas de muerte fue lanzada contra él. Se exigía para él el pelotón de ejecución. Las vociferaciones más excitadas venían de las tendencias políticas más reaccionarias y ultra-nacionalistas, medios de la pequeña burguesía y el lumpen-proletariado que siempre desempeñan un papel de primera importancia en los movimientos de masas irracionales. Pero era el gobierno democrático quien los fomentaba y jaleaba. Era como en un pogromo contra los judíos, había que encontrar un chivo expiatorio que pudiese desempeñar el papel de culpable, a quien atribuirle la causa de todos los males, de todas las angustias. Jaurès fue una especie de símbolo, de bandera de la que había que desembarazarse a toda costa. Lo que ocurriría más tarde, a partir de noviembre de 1918, cuando se exigía la muerte para Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht que acabarían consiguiéndola en enero de 1919, así ocurrió con Jaurès y se consiguió el 31 de julio de 1914. Raoul Villain, el asesino de Jaurès, reconocido por los suyos como un “patriota”, ¡fue evidentemente absuelto el 29 de marzo de 1919!
El 29 de julio, Jean Jaurès participó en la reunión extraordinaria del Buró Socialista Internacional en Bruselas. Tras la reunión se organizó un gran mitin en presencia de las figuras del socialismo internacional. Jaurès tomó la palabra y habló todavía de paz y arbitraje entre naciones. Fulminó contra el gobierno francés incapaz de hacer entrar en razón a Rusia. Amenazó con su puño a los dirigentes alemanes, franceses, rusos, italianos que más tarde acabarían siendo barridos por la revolución que la guerra provocará como había ocurrido en 1871 y en 1905. Y dirigiéndose a Rosa Luxemburg, sentada a su lado en la tribuna, dijo: “Permitidme saludar a la intrépida mujer cuyo pensamiento inflama el corazón del proletariado alemán” [30]. Toda la sala se levanta al escuchar el discurso de Jaurès y comienza una ovación que parece no acabar. Pero los discursos sobre la paz revelan toda su impotencia. Lo que faltaba era el llamamiento a romper con la burguesía y con los oportunistas que la sostienen. Tal era el sentido de la consigna de Karl Liebknecht: “El enemigo principal está en nuestro país, es nuestra propia burguesía”. Era también ése el sentido de los llamamientos a la escisión respecto a los oportunistas lanzados por Lenin y los bolcheviques. No era la paz lo que había que oponer a la guerra sino la revolución como estipulaba la célebre enmienda de Rosa Luxemburg, Lenin y Martov en el Congreso de Stuttgart en 1907: “En el caso en que la guerra estalle (la clase obrera y sus representantes en los Parlamentos) tienen el deber de interponerse para que cese inmediatamente y utilizar todas sus fuerzas para que la crisis económica y política creada por la guerra para agitar las capas populares más profundas y precipitar la caída de la dominación capitalista”.
No se trata de andar especulando sobre lo que Jaurès habría hecho ante la guerra en caso de sobrevivir. Lo que sí es más que probable, sin embargo, es que la burguesía francesa o sus servicios no quisieron correr el menor riesgo; la burguesía conocía, sí, las debilidades de Jaurès, pero también conocía su fuerza: su rectitud moral, su odio a la guerra y su gran popularidad entre los obreros. Rosmer cuenta que Jaurès empezó a desconfiar de las declaraciones pacíficas y mentirosas de Poincaré y que horas antes de su muerte, el rumor circulaba sobre el hecho de que Jaurès iba a redactar para L´Humanité un nuevo “J’accuse!” denunciando al gobierno y sus amenazas bélicas, llamando a los obreros a resistir ante la guerra. Antes de poder escribir el temido artículo, Jaurès fue asesinado por Raoul Villain en circunstancias que nunca han sido verdaderamente aclaradas; el asesino tras pasar la guerra en prisión, sería absuelto en un juicio ¡con cuyos gastos tuvo que correr la viuda de Jaurès![31] .
Una vez muerto Jaurès, los que resistieron ante la oleada chovinista de 1914 fueron inicialmente una minoría. La mayor parte de los dirigentes franceses, desde los sindicalistas revolucionarios a los socialistas, bebieron hasta las heces la copa amarga de la traición. Todos habían proclamado que el proletariado internacional pararía el brazo asesino del imperialismo, pero repetían solapadamente: “¡A condición de que los socialistas alemanes hagan lo mismo! Si renunciamos desde el principio a la defensa de la patria estimularemos de modo decisivo a los chovinistas de los países enemigos”. Con tal tipo de razonamientos, la Internacional Obrera no tenía ningún sentido, ni las resoluciones contra la guerra en el Congreso de Stuttgart (1907), de Copenhague (1910) y de Basilea (1912). Es verdad que la Internacional se encontraba minada desde el interior y que acabaría derrumbándose como un castillo de naipes cuando se pronunció la orden de movilización. La IIIª Internacional iba pronto a alzarse sobre las ruinas de la IIª.
Jean Jaurès no pertenece a nuestra tradición, la de Marx y Engels, la de la Izquierda de la IIª y, después, de la IIIª Internacional, la tradición de la Izquierda Comunista. Pero Jaurès pertenece con todas sus fibras al movimiento obrero, es decir la única fuerza social que lleva consigo, aún hoy, la perspectiva de la emancipación humana. Por eso hemos querido nosotros homenajearle, concluyendo con las palabras de Trotski: “Los grandes hombres saben desaparecer a tiempo. Sintiendo la presencia de la muerte, Tolstoi cogió un bastón, huyó de la sociedad que renegaba y se fue a morir como un peregrino a una aldea oscura. Lafargue, un epicúreo forrado de estoico, vivió en una atmósfera de paz y de meditación, hasta que a los setenta años decidió que ya era suficiente y bebió el veneno. Jaurès, atleta de la idea, cayó en la arena combatiendo el más terrible azote de la humanidad y del género humano, la guerra. Quedará en la memoria de la posteridad como el precursor, el prototipo del hombre superior que tiene que nacer de los sufrimientos y las caídas, de las esperanzas y de la lucha”[32].
Avrom E, 18 de agosto de 2014
[1] León Trotski, Mi vida, https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1930s/mivida/
[2] Rosa Luxemburg, J’étais, je suis, je serai! Correspondance 1914-1919, Paris, edición Maspero, 1977, Carta a Sonia Liebknecht del 14 de enero de 1918, p. 325.
[3] Cf. Rosa Luxemburg, Le Socialisme en France, Marsella/Toulouse, ed. Agone/Smolny, 2013, p. 163.
[4] Karl Marx, Friedrich Engels, El Manifiesto del Partido Comunista, https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm.
[5] Considérants du Parti ouvrier français (1880), en Karl Marx, Œuvres I, París, ed. Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1963, p. 1538.
[6] León Trotski, "Jean Jaurès", en Le Mouvement communiste en France, París, ed. de Minuit, 1967, p. 25 (Edición en castellano en León Trotski: Perfiles de Revolucionarios. México, Ediciones El Caballito, Colección Cuadernos de Coyoacán, 1978).
[7] León Trotski, Mi vida, https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1930s/mivida/
[8] Jean Jaurès, Le socialisme de la Révolution française (1890), en Jean Jaurès, Karl Kautsky, Socialisme et Révolution française, París, ed. Demopolis, 2010, p. 189.
[9] Karl Kautsky, Jaurès et la politique française vis-à-vis de l’Église (1903), en Jean Jaurès, Karl Kautsky, Socialisme et Révolution française, Ob. Cit., p. 228.
[10] Cf. Los “Prefacios” al Manifiesto comunista y el “Prefacio” al libro de Marx, Las luchas de clases en Francia, 1848-1850 donde Engels explica por qué "la historia nos ha quitado la razón a los que pensábamos y pensaban de forma análoga". La explicación más clara, de cómo las tareas históricas de una clase no pueden ser asumidas por otra clase, la proporciona Marx en Révélations sur le procès des communistes à Cologne (Basilea, 1853) en Karl Marx, Œuvres VI, París, ed. Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1994, p. 635.
[11] Ver nuestra serie “El comunismo no es un bello ideal sino una necesidad material”, las partes XII a la XV en la Revista Internacional nos 84, 85, 86, 88.
[12] El Partido Radical, o Partido Republicano o Partido Radical-socialista, nacido en 1901 tuvo un papel central en el gobierno durante la IIIª República en particular jugando hábilmente con la alianza con los socialistas (Émile Combes). Supo igualmente manejar la provocación y una represión muy dura contra la clase obrera bajo el mando de Georges Clemenceau.
[13] La crisis socialista en Francia, https://www.marxists.org/espanol/luxem/02LacrisissocialistaenFrancia_0.pdf
[14] Idem, p. 106.
[15] “Une question tactique”, artículo de 1899 en Rosa Luxemburg, Le Socialisme en France, p. 64.
[16] Sobre esta cuestión ver nuestro folleto: Nación o clase, edición aumentada en 2005, https://es.internationalism.org/booktree/968.
[17] Karl Marx, Friedrich Engels, Manifiesto Comunista, https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/48-manif.htm
[18] Las dos últimas citas se extraen de “Jean Jaurès”, artículo de 1915, en Léon Trotsky, Le Mouvement communiste en France (1919-1939), p. 32.
[19] Citado en la revista L’Histoire n° 397, marzo de 2014, p. 48.
[20] “La crítica de la religión culmina en la doctrina de que el hombre sea lo más alto para el hombre; en consecuencia, en el imperativo categórico de subvenir a todas las relaciones en las cuales el hombre es un ser envilecido, humillado, abandonado, despreciado; relaciones que no se pueden delinear mejor que con la exclamación de un francés a propósito de un proyecto de impuestos sobre los perros: "¡Pobres perros! ¡Os quieren tratar como hombres!" (…)”. Por una crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Introducción, en Escritos de Juventud, Fondo de Cultura Económica, México, 1982. Ver https://www.marxists.org/espanol/m-e/1844/intro-hegel.htm.
[21] Citado por la revista L’Histoire n° 397, marzo de 2014, p. 50
[22] En Paul Lafargue, “Paresse et révolution”. Écrits, 1880-1911, Paris, ed. Tallandier, Col. Texto, 2009, p. 212
[23] Alfred Rosmer, Le Mouvement ouvrier pendant la première guerre mondiale, Paris, ed. d’Avron, 1993, tomo I, p. 41
[24] “L'unification française”, artículo de 1899 en Rosa Luxemburg, Le Socialisme en France (1898-1912), p. 81.
[25] Todas estas citas del Congreso de Unificación están sacadas de Pierre Bezbakh, Histoire du socialisme français, Paris, Larousse, 2005, p. 138.
[26] La Internacional Comunista, Tesis, manifiestos y resoluciones de los cuatro primeros congresos (1919-1922), Fundación Federico Engels, Madrid, 2009.
[27] Jean Jaurès, “L'Armée nouvelle”, citado en Jean Jaurès, un prophète socialiste, Le Monde hors-série, marzo-abril 2014, p. 51.
[28] Discurso de 1895 en la Cámara, citado por la revista L’Histoire n° 397, marzo de 2014, p. 57.
[29] Citado en Alfred Rosmer, Le Mouvement ouvrier pendant la première guerre mondiale, p. 487.
[30] Citado en Paul Frölich, Rosa Luxemburgo, vida y obra, Editorial Fundamentos, 1976, Caracas.
[31] Cf. nuestro artículo « 1914: inicios de la sangría”, /cci-online/201405/4027/inicios-de-la-sangria. Existe, sin embargo, otra versión de los hechos dada por Pierre Dupuy, diputado y gerente del Petit Parisien fundado por su padre Jean Dupuy que había pertenecido al gobierno de Waldeck-Rousseau. Según Dupuy, Jaurès le habría hecho la siguiente confidencia unas horas antes de su asesinato: "Decía que tenía una información muy segura que acababa de saber, justo hacía unos instantes, que los socialistas alemanes de la Internacional obrera habían decidido obedecer sin ninguna reserva a la movilización general y que, en estas condiciones, él iba a redactar al día siguiente por la mañana, en su periódico L’Humanité, un artículo titulado: “¡Adelante!”. Estimaba en efecto que en presencia del fracaso ahora definitivo de todos sus esfuerzos y de los de su partido para el mantenimiento de la paz, había que evitar dar al enemigo de mañana la impresión de una Francia desunida y despavorida” (el testimonio está recogido en Le Monde del 12 de febrero de 1958). Nos podemos preguntar sin embargo qué confianza puede otorgarse al testimonio de un aliado político de Poincaré, que evidentemente tenía todo el interés del mundo en hacer de Jaurès un patriota póstumo. Para los detalles del proceso de Raoul Villain. Véase Il a tué Jaurès de Dominique Paganelli, en las ediciones La Table Ronde 2014.
[32] León Trotski, Jean Jaurès, en Le Mouvement communiste en France (1919-1939), p. 35.