Bilan, la Izquierda Holandesa y la transición al comunismo (II)

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En el artículo anterior de esta serie, examinamos la forma en que en los años treinta, los comunistas de izquierda, belgas e italianos, en torno a la revista Bilan, criticaron las ideas de los comunistas consejistas holandeses sobre la fase de transición del capitalismo al comunismo. Examinamos principalmente los aspectos políticos del período de transición, en particular los argumentos de Bilan que consideraba que los camaradas holandeses subestimaban los problemas planteados por la revolución proletaria y por la inevitable recomposición de una forma de poder de Estado durante el período de transición. En este artículo, vamos a estudiar las críticas hechas por Bilan a lo que forma el eje central del libro de los comunistas holandeses Grundprinzipien Kommunistischer Produktion und Veiteilung (1): el programa económico de la revolución proletaria.

Las críticas de Bilan se centran en dos aspectos principales:

  • el problema del valor y de su eliminación;
  • el sistema de remuneración en el período de transición.

El problema del valor y de su eliminación

El autor de los artículos de Bilan, Mitchell, comienza afirmando que la revolución proletaria no puede ser inmediatamente el inicio del comunismo integral, sino solamente la apertura de un período de transición con una forma social híbrida, aún marcada por los “estigmas” del pasado tanto ideológicamente como en sus concreciones más materiales: la ley del valor y, en consecuencia, también el dinero y los salarios, aunque con una forma modificada. Para resumir, la fuerza de trabajo no dejará de ser inmediatamente una mercancía porque los medios de producción se hayan convertido en propiedad colectiva. Sigue midiéndose en términos de “valor”, esta calidad extraña que “aunque se origine en la actividad de una fuerza física, el trabajo, no tiene por sí mismo ninguna realidad material” ([2]). En cuanto a las dificultades planteadas por el concepto de valor, Mitchell cita a Marx en su prólogo de El Capital, donde señala que, por lo que se refiere a la forma-valor: “No obstante, la inteligencia humana se ha dedicado a investigarla durante más de 2000 años, sin resultados” ([3]) (y es preciso decir que esta cuestión sigue siendo una fuente de perplejidad y controversia, incluso entre los auténticos discípulos de Marx…).

En su esfuerzo por penetrar el secreto, por descubrir lo que supone que una mercancía “vale” algo en el mercado, Marx, de acuerdo con los economistas clásicos, reconoce que el núcleo del valor está en la actividad humana concreta, en el trabajo efectuado en una relación social determinada – más concretamente, en el tiempo medio de trabajo incorporado en la mercancía. No es un mero resultado de la oferta y la demanda, ni de caprichos y decisiones arbitrarias, aunque estos elementos puedan provocar fluctuaciones de precio. Es en realidad el principio regulador que se oculta tras la anarquía del mercado. Pero Marx fue más lejos que los economistas clásicos, mostrando cómo también es la base de la forma particular tomada por la explotación en la sociedad burguesa y la del carácter específico de la crisis y del hundimiento del capitalismo, o sea una pérdida de control total por la humanidad de su propia actividad productiva. Estas revelaciones llevaron a la mayoría de los economistas burgueses a abandonar la teoría del valor-trabajo incluso antes de que el sistema capitalista entrara en su fase de decadencia.

En 1928, el economista soviético Isaak I. Rubin, que pronto iba a ser acusado de desviación del marxismo y a ser eliminado por el estalinismo como muchos otros comunistas, publicó un análisis magistral de la teoría del valor de Marx, con el título Ensayo sobre la teoría del valor de Marx. Al principio del libro, insiste en el que la teoría del valor de Marx es inseparable de su crítica del fetichismo de la mercancía y de la “reificación” de las relaciones humanas en la sociedad burguesa – la transformación de una relación entre las personas en una relación entre las cosas: “El valor es una relación de producción entre productores autónomos de mercancías; asume la forma de una propiedad de las cosas y se vincula con la distribución del trabajo social. O bien, considerando el mismo fenómeno desde el otro ángulo, el valor es la propiedad del producto del trabajo de cada productor de mercancías que lo vuelve intercambiable con los productos del trabajo de cualquier otro productor de mercancías en una proporción determinada que corresponde a un nivel dado de productividad del trabajo en las diferentes ramas de la producción. Tenemos aquí una relación humana que adquiere la forma de la propiedad de las cosas y que se vincula con el proceso de distribución del trabajo en la producción. En otras palabras, estamos ante relaciones cosificadas de producción entre personas. La cosificación del trabajo en el valor es la conclusión más importante de la teoría del fetichismo, que explica la inevitabilidad de la “cosificación” de las relaciones de producción entre las personas en una economía mercantil” ([4]).

La izquierda holandesa era ciertamente consciente de que la cuestión del valor y de su eliminación era la clave de la transición hacia el comunismo. Su libro fue un intento para elaborar un método que permitiera guiar a la clase obrera en el paso de una sociedad donde los productos dominan a los productores, a otra sociedad donde los productores tienen el control directo de la totalidad de la producción y del consumo. Su planteamiento era buscar cómo sustituir las relaciones “cosificadas” [o “reificadas”], características de la sociedad capitalista, por la simple transparencia de las relaciones sociales que Marx menciona en el primer capítulo de El Capital cuando describe la futura sociedad de los productores asociados.

¿Cómo pensaban conseguirlo los camaradas holandeses? Como lo escribíamos en la primera parte de este artículo ([5]): “Para los Gründprinzipien, la nacionalización o la colectivización de los medios de producción pueden coexistir perfectamente con el trabajo asalariado y la alienación de los obreros respecto a lo que producen. Lo que es clave, sin embargo, es que los propios trabajadores, a través de sus organizaciones arraigadas en los lugares de trabajo, dispongan no solamente de los medios materiales de producción sino de todo el producto social. Para estar sin embargo seguros de que el producto social permanezca en manos de los productores desde el principio al final del proceso del trabajo (decisiones sobre qué producir, en qué cantidades, distribución del producto incluida la remuneración del productor individual), es necesaria una ley económica general que pueda estar sometida a cálculos rigurosos: el cálculo del producto social sobre la base “del valor” del tiempo de trabajo medio socialmente necesario”.

Para Mitchell, como lo vimos, la ley del valor perdura inevitablemente durante el período de transición. Es obviamente el caso en la fase de guerra civil, durante la cual el bastión proletario “no puede abstraerse de la economía mundial que sigue funcionando con una base capitalista” ([6]). Pero alega también que, incluso en “la economía proletaria” (y después de la victoria sobre la burguesía en la guerra civil), no todos los sectores de la economía pueden ser inmediatamente socializados (tenía en la mente el ejemplo del enorme sector campesino en Rusia y en toda la periferia del sistema capitalista). Habrá pues intercambio entre el sector socializado y esos vestigios considerables de la producción a pequeña escala, y eso impondrá, con más o menos fuerza, las leyes del mercado al sector controlado directamente por el proletariado. La ley del valor, en lugar de pretender abolirla por decreto, debe más bien pasar por una especie de retorno histórico: “si la ley del valor, en vez de desarrollarse como lo hizo yendo de la producción mercantil simple a la producción capitalista, siguiera el proceso opuesto de regresión y extinción que va de la economía “mixta” al comunismo integral” ([7]).

Mitchell considera que los camaradas holandeses se equivocan cuando piensan que es posible suprimir la ley del valor simplemente mediante el cálculo del tiempo de trabajo. En primer lugar, su idea de formular una especie de ley matemática contable, que permitiera terminar con la forma-valor, tropezaría con dificultades considerables. Para medir precisamente el valor del trabajo, es necesario establecer el tiempo de trabajo “social medio” incorporado en las mercancías. Pero la unidad de esta media social sólo podría ser la del trabajo no cualificado o simple, es decir trabajo reducido a su expresión más elemental: el trabajo cualificado o compuesto debe pues reducirse a su forma más simple. Y según Mitchell, el propio Marx admitió que no había conseguido solucionar este problema. En resumen, “… sigue sin explicación el fenómeno de reducción del trabajo compuesto a trabajo simple (que es la verdadera unidad de medida). Por eso, la elaboración de un modo de cálculo científico del tiempo de trabajo que debería de tener necesariamente en cuenta esa reducción, es imposible. Incluso puede ocurrir que el día en que pudiera aparecer una ley así, ésta será inútil, es decir, el día en que la producción pueda satisfacer todas las necesidades y, por consiguiente, la sociedad no tenga por qué molestarse en calcular el trabajo, pues la “administración de las cosas” sólo exigirá un simple registro. Y ocurrirá entonces en el ámbito económico un proceso paralelo y análogo al que se extenderá en la vida política en la cual la democracia resultará superflua en el momento en que se haya realizado plenamente” ([8]).

Quizá más importante es la crítica de Mitchell según la cual, tanto a través de los medios que propone para avanzar hacia los objetivos más elevados, como a través de su definición de las fases más avanzadas de la nueva sociedad, la visión del comunismo que se extrae de los Grundprinzipien contiene en realidad una forma disfrazada de la ley del valor, debido a que se basa en su esencia, o sea en medir el trabajo por medio del tiempo de trabajo social medio.

Para apuntalar ese argumento, Mitchell advierte del peligro que corre la “red no centralizada” de empresas prevista en los Grundprinzipien de funcionar realmente como una sociedad de producción mercantil (lo que no es muy diferente de la visión anarcosindicalista que los camaradas holandeses critican con mucha razón en su libro): “[Los camaradas holandeses] están sin embargo de acuerdo con que “la supresión del mercado debe entenderse en que aparentemente sobrevive el mercado en el comunismo, pero se modifica completamente el contenido social de la circulación de mercancías y productos, una circulación basada en el tiempo de trabajo, expresión de la nueva relación social” (p. 110). Pero, precisamente, si el mercado sobrevive (aunque se modifiquen el fondo y la forma de los intercambios) es porque solo puede funcionar basado en el valor. Eso no lo perciben los internacionalistas holandeses, “subyugados” como están por su fórmula “tiempo de trabajo”, la cual, sustancialmente, no es otra cosa sino el valor mismo. Para ellos, además, no se excluye que en el “comunismo” se siga hablando de “valor”, pero evitan decir lo que eso implica desde el punto de vista del mecanismo de las relaciones sociales, resultante del mantenimiento del tiempo de trabajo. Salen del paso concluyendo que, puesto que el contenido del valor se modificará, habrá que sustituir la palabra “valor” por la expresión “tiempo de producción”, lo cual no modificará para nada la realidad económica. También dicen que no habrá intercambio de productos, sino paso de productos (pp. 53 y 54). Y también que: “en lugar de la función del dinero, tendremos el registro de movimiento de los productos, la contabilidad social, basado, en la hora de trabajo social media” (p. 55)” ([9]).

La remuneración del trabajo y la crítica del igualitarismo

La crítica que hace Mitchell a la defensa, por parte de la izquierda holandesa, de la igualdad de las remuneraciones a través del sistema de bonos de tiempo de trabajo se conecta a una crítica más general que hemos examinado en la primera parte de este artículo: la de una visión abstracta donde todo funciona sin contratiempos a partir del día de la insurrección. Mitchell reconoce que los camaradas holandeses así como Hennaut comparten la distinción que hace Marx (desarrollada en la Crítica del programa de Gotha) entre las etapas inferiores y superiores del comunismo, y comparten también la idea de que, en la primera etapa, sigue perdurando el “derecho burgués”. Pero para Mitchell, los camaradas holandeses tienen una interpretación unilateral de lo que Marx decía en este documento: “Pero, además de eso, los internacionalistas holandeses deforman el significado de las palabras de Marx sobre el reparto de los productos. En la afirmación de que el obrero recibe, en el reparto, según la cantidad de trabajo realizado, no descubren más que un aspecto de la doble desigualdad que hemos subrayado y es el resultante de la situación social del obrero (pág. 81); pero no se detienen a considerar el otro aspecto: los trabajadores, durante un mismo tiempo de trabajo, proporcionan cantidades diferentes de trabajo simple (trabajo simple que es la medida común del valor) dando como resultado un reparto desigual. Prefieren quedarse en su reivindicación: supresión de las desigualdades salariales, que queda suspendida en el aire pues a la supresión del salariado capitalista no le corresponde inmediatamente la desaparición de las diferencias en la retribución del trabajo” ([10]).

En otras palabras, aunque los camaradas holandeses estén en continuidad con Marx que veía que las situaciones diferentes en las que están los trabajadores individuales significan una persistencia de desigualdad (“Pero unos individuos son superiores, física e intelectualmente a otros y rinden, pues, en el mismo tiempo, más trabajo, o pueden trabajar más tiempo (…) Prosigamos: un obrero está casado y otro no; uno tiene más hijos que otro, etc., etc.”, como dice Marx ([11])), ignoran el problema más profundo del cálculo del trabajo simple, lo que implica que la remuneración de los trabajadores sobre la única base de las horas de trabajo significa que no se remunerará igual a trabajadores en la misma situación social, pero trabajando con medios de producción diferentes.

Mitchell critica a Hennaut por motivos similares: “El camarada Hennaut da una solución parecida al problema del reparto en el período de transición, solución que saca también de una interpretación errónea, por ser incompleta, de las críticas de Marx al Programa de Gotha. En Bilan, página 747, dice: “la desigualdad que deja subsistir la primera fase del socialismo no resulta de la remuneración desigual aplicada a los diferentes tipos de trabajo: el trabajo simple del peón o el trabajo compuesto del ingeniero con todas las escalas intermedias entre esos dos extremos. No, todos los tipos de trabajo son equivalentes, sólo deben medirse su «duración» y su “intensidad”; pero la desigualdad se debe a que se aplica a hombres con capacidades y necesidades diferentes, unas tareas y unos recursos uniformes”. Y Hennaut pone patas arriba el pensamiento de Marx cuando le hace descubrir la desigualdad en que “la parte del beneficio social se mantiene equivalente – en base a una prestación equivalente, claro está-, para cada individuo, aun cuando sus necesidades y el esfuerzo realizado para alcanzar una misma prestación son diferentes” mientras que, como ya hemos dicho, Marx ve la desigualdad en que los individuos reciben partes desiguales, porque proporcionan cantidades desiguales de trabajo y es en eso en lo que se basa la aplicación del derecho igual burgués” ([12]).

Al mismo tiempo, la base de ese rechazo del igualitarismo “absoluto” en las primeras fases de la revolución es una crítica profunda incluso del concepto de igualdad: “el hecho de que el móvil fundamental en la economía proletaria ya no sea la producción de plusvalía y de capital ampliados sin cesar, sino la producción ilimitada de valores de uso, no significa que las condiciones estén maduras para una nivelación de los “salarios” que se traduzca en una igualdad en el consumo. Además, ni esa igualdad se instaura al principio del período de transición ni tampoco se realiza en la fase comunista como expresión de la fórmula inversa “a cada uno según sus necesidades”. En realidad, la igualdad formal no podrá existir nunca: lo que el comunismo realiza es, finalmente, la igualdad real en la desigualdad natural” ([13]).

La adhesión de Marx al comunismo comenzó por un rechazo del comunismo de “cuartel” o vulgar que se había desarrollado en los inicios del movimiento obrero y, contra ese tipo de “colectivismo basura” realizado en cierta medida por el capitalismo de Estado estalinista, a lo que Marx opone una asociación de individuos libres donde se cultivará en positivo “la desigualdad” natural o la diversidad.

Los bonos de tiempo laboral y el sistema de remuneración

El otro objetivo de la crítica de Mitchell es la visión del GIC según la cual remunerar el trabajo sobre la base del tiempo de trabajo –el famoso sistema de bonos de trabajo– ya habría permitido superar lo fundamental del salariado. Mitchell no parece estar en desacuerdo con el argumento de Marx en favor de ese sistema en la Crítica del programa de Gotha, ya que lo cita sin crítica en su artículo. Está también de acuerdo con Marx en que en ese modo de distribución, el dinero ha perdido su carácter de “‘riqueza abstracta’ (…) capaz de apropiarse de cualquier riqueza” ([14]). Pero contrariamente al GIC, Mitchell destaca la continuidad de este modo de distribución con el salariado más bien que su discontinuidad, ya que hace especialmente hincapié en el pasaje de la Crítica del Programa de Gotha donde Marx dice francamente que “Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto éste es intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el contenido, porque bajo las nuevas condiciones nadie puede dar sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero, en lo que se refiere a la distribución de estos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en el intercambio de mercancías equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo otra forma distinta.”

En este sentido, parece que Mitchell considera que los bonos de tiempo de trabajo son una especie de salario, que no los considera como un sistema de calidad superior en las primeras etapas de la revolución: el sistema de igualdad de racionamiento en la revolución rusa no era “un método económico capaz de asegurar el desarrollo sistemático de la economía, sino que se debía al régimen de un pueblo asediado que ponía en tensión todas sus energías hacia la guerra civil” ([15]).

Para Mitchell, la clave de la abolición real del valor no residía realmente en la elección de las formas particulares con las que se remuneraría el trabajo en el período de transición, sino en la capacidad para superar los estrechos horizontes del derecho burgués creando una situación en la que, según los términos de Marx, “corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”  ([16]). Sólo tal sociedad podría “escribir en sus estandartes: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!” ([17]).

Comentarios sobre una respuesta a la crítica de Mitchell

Los camaradas del GIC no respondieron a las críticas de Mitchell y el comunismo de consejos, como corriente organizada, desapareció prácticamente. Pero el camarada norteamericano David Adam, que escribió mucho sobre Marx, Lenin y el período de transición ([18]), se identifica en cierta medida con la tradición representada por el GIC y Mattick en Estados Unidos. En una correspondencia con el autor de este artículo, hizo estos comentarios respecto a Mitchell y Bilan: “En cuanto a la lectura por parte de Bilan de la Crítica del programa de Gotha de Marx, creo que es confusa. Bilan identifica claramente la primera fase del comunismo con la de la transición hacia el comunismo durante la cual la ley del valor permanece, y parece identificar la existencia de un “derecho burgués” con la ley del valor. Pienso que eso crea problemas, y no menores, para la interpretación de los Grundprinzipien. Bilan identifica ese tipo de contabilidad defendida por la Izquierda holandesa con la ley del valor, mientras que los Grundprinzipien son claros sobre el hecho de que hablan de una sociedad socialista que surge después del período de la dictadura del proletariado, lo que está de acuerdo con Marx. Mitchell parece también pensar que la Izquierda holandesa habla de una fase de transición en la cual el mercado sigue existiendo, y no es así. Creo pues que eso disminuye el valor de la crítica hecha a los Grundprinzipien, porque no creo que esa crítica haya entendido a Marx. Y eso podría significar que Bilan no ve la necesidad de una transformación de las relaciones económicas desde el inicio del proceso revolucionario, como si la ley del valor no pudiera simplemente pasar por “cambios profundos de naturaleza” para acabar desapareciendo. Toda la idea de su desaparición está vinculada a la aparición de un control social eficaz sobre la producción, que es la primera etapa a la que debe dedicarse el comunismo. Pero Bilan parece decir que en cuanto estos mecanismos de planificación se hayan elaborado, ya no serán necesarios. No creo que sea verdad”.

Aquí tenemos varios elementos:

1. ¿Han sido siempre claros los camaradas holandeses sobre la distinción entre las etapas inferior y superior del comunismo? Ya vimos que Mitchell acepta, como ellos, hacer esta distinción. En el artículo anterior, también citamos un pasaje de los Grundprinzipien que reconoce claramente que la medida del trabajo individual se hace menos importante cuando se llega al comunismo pleno. Pero también vimos que los Grundprinzipien contienen una serie de ambigüedades. Como lo señalamos en la primera parte de este artículo, suelen hablar muy rápidamente de una sociedad que funciona como una asociación de productores libres e iguales, sin precisar siempre claramente si hablan de un destacamento avanzado proletario o de una situación en la que la burguesía ya ha sido derrocada mundialmente.

2. Quizá se trata de saber si el mismo Marx consideraba que la etapa inferior del comunismo se iniciaba después o durante la dictadura del proletariado. Eso exigiría una discusión mucho más larga. Es cierto que el período de transición, en el sentido pleno del término, no puede comenzar durante una fase dominada por la guerra civil y la lucha contra la burguesía. Pero en nuestra opinión, incluso después de esta victoria “inicial” política y militar sobre la antigua clase dirigente, el proletariado no puede comenzar la transformación comunista positiva de la sociedad sobre la base de su dominación política, porque no será la única clase de la sociedad. Volveremos de nuevo sobre este problema en un futuro artículo.

3. ¿La medida de la producción y de la distribución en términos de tiempo laboral es necesariamente una forma de valor?, como parece inducirse de la crítica de Mitchell a los internacionalistas holandeses por estar “subyugados” (…) por su formulación de “tiempo de trabajo” que, esencialmente, no es otra cosa que el valor” ([19]). Como siempre con la cuestión del valor, eso plantea cuestiones complejas. ¿Puede haber un valor sin valor de cambio?

Es cierto que Marx se vio obligado, en El Capital, a hacer una distinción teórica entre valor y valor de cambio, “Ese algo común que se manifiesta en la relación de intercambio o en el valor de cambio de las mercancías es, pues, su valor. […] Un valor de uso o un bien, por ende, sólo tiene valor porque en él está objetivado o materializado trabajo abstractamente humano” ([20]).

Sin embargo, como lo pone en evidencia Rubin,: “Así, la “forma del valor” es la forma más general de la economía mercantil; es característica de la forma social que adquiere el proceso de producción en un determinado nivel del desarrollo histórico. Puesto que la economía política analiza una forma social de producción históricamente transitoria, la producción mercantil, la “forma del valor”, es una de las piedras angulares de la teoría del valor de Marx. Como puede verse en los párrafos citados, la “forma del valor” se halla estrechamente relacionada con la “forma mercancía”, es decir, con la característica básica de la economía contemporánea y, o sea, el hecho de que los productos del trabajo son producidos por productores autónomos privados. Solo mediante el cambio de mercancías aparece la conexión del trabajo entre los productores” ([21]).

Ambos aspectos, el valor y el valor de cambio, no tienen una aplicación general sino en el contexto de las relaciones sociales de la sociedad mercantil capitalista. Una sociedad que deja de funcionar sobre la base de intercambios entre unidades económicas independientes ya no está regulada por la ley del valor, así que el problema que se plantea es saber hasta qué punto la Izquierda holandesa preveía la supervivencia de las relaciones de intercambio en la fase inferior del comunismo. Y como lo mencionamos, también existen ambigüedades en los Grunprinzipien a este respecto. Anteriormente en este artículo, citamos el argumento de Mitchell según el cual la red de empresas prevista por el GIC parece conservar relaciones comerciales de ese tipo. Por otra parte, otros pasajes van en sentido contrario y es muy probable que expresen más exactamente el pensamiento del GIC. Por ejemplo, en el capítulo 2, en la sección titulada “Comunismo libertario”, el GIC desarrolla una crítica al anarquista francés Faure, que evidencia claramente que el GIC es favorable a construir la economía en una única unidad: “No se puede reprochar al sistema de Faure de reunir toda la vida económica en una única unidad orgánica. Esta fusión es el resultado de un proceso que los propios productores-consumidores han de realizar. Pero para eso, es necesario sentar las bases que lo hagan posible” ([22]).

Hay que añadir que el argumento de Mitchell de que cualquier forma de medida del tiempo de trabajo es esencialmente una expresión del valor no corresponde a lo expuesto por Marx en sus descripciones de la sociedad comunista. En los Grundrisse, por ejemplo, Marx afirma que “… economía del tiempo y repartición planificada del tiempo de trabajo entre las distintas ramas de la producción resultan siempre la primera ley económica sobre la base de la producción colectiva. Incluso vale como ley en mucho más alto grado. Sin embargo, esto es esencialmente distinto de la medida de valores de cambio (trabajos o productos del trabajo) mediante el tiempo de trabajo. Los trabajos de los individuos en una misma rama y los diferentes tipos de trabajo varían no solo cuantitativamente sino también cualitativamente. ¿Qué supone la distinción puramente cuantitativa de los objetos? Su identidad cualitativa. Así la medida cuantitativa de los trabajos presupone su igualdad cualitativa, la identidad de su cualidad” ([23]).

La verdadera debilidad del GIC está, diríamos, no tanto en sus concesiones ocasionales a la idea de mercado, sino más bien en su fe desproporcionada en el sistema contable. Como lo dice el GIC en la frase que viene inmediatamente después del pasaje citado más arriba: “Para alcanzar este objetivo, deben llevar una contabilidad exacta del número de horas de trabajo que efectuaron, bajo todas las formas, de tal modo que puedan determinar el número de horas de trabajo que contiene cada producto. Ninguna “administración central” tiene ya entonces que distribuir el producto social; son los propios productores, quienes, con ayuda de su contabilidad en términos de tiempo de trabajo, decide esa distribución” ([24]).   No cabe a duda que sea muy importante el cálculo preciso del tiempo de trabajo efectuado por los productores, pero el GIC parece subestimar completamente hasta qué punto el mantenimiento del control sobre la vida económica y política durante el período de transición es una lucha por el desarrollo de la conciencia de clase, por la construcción consciente de nuevas relaciones sociales, una lucha que va mucho más allá que la elaboración de un sistema contable.

4. ¿Subestima Bilan la necesidad de un cambio radical, social y económico, desde el principio? Quizá sea ésa una crítica más importante. Por ejemplo, en su crítica de la remuneración igualitaria, Mitchell mantiene que tal sistema perjudicaría a la productividad laboral y que, para llegar al comunismo, es necesario un desarrollo extraordinario de las fuerzas productivas. Claro está que la realización del comunismo se basa en una transformación y un desarrollo profundos de las fuerzas productivas. Pero aquí, la cuestión clave es ésta: ¿sobre qué base se hará ese desarrollo? Sabemos que el último capítulo del estudio de Mitchell contiene un claro rechazo del “productivismo”, del sacrificio del consumo de los trabajadores en aras del desarrollo de la industria y que, a lo largo de su existencia, éste fue un aspecto fundamental de la crítica hecha por Bilan a la supuesta “realización del socialismo” en URSS. Sin embargo, debido a que Mitchell insiste tanto en que no puede desaparecer el salariado, al menos esencialmente, hasta una fase mucho más avanzada de la transformación revolucionaria, persiste la duda de saber si Mitchell no preconiza una versión “más obrera” “de la acumulación socialista”.

En el último número de Bilan (no 46, diciembre-enero de 1938), contestando a la serie de artículos “Problemas del período de transición”, un lector hasta llega a acusar a los camaradas de Bilan de ser un nuevo tipo de reformistas para quienes la revolución no hará sino sustituir a un conjunto de dueños por otro (véase a continuación, en “Eco al estudio del período de transición”, el contenido de esta carta y la respuesta de Mitchell).

Pensamos obviamente que esta acusación carece tanto de espíritu de compañerismo como de fundamento, pero dos debilidades principales del arsenal teórico de Bilan le dan una apariencia de realidad: su dificultad en ver el carácter capitalista de la URSS, incluso en los años treinta, y su incapacidad para romper con el concepto de dictadura del partido. A pesar de todas sus críticas al régimen estalinista y su reconocimiento de que una forma de explotación existía en la URSS, los camaradas de Bilan permanecían apegados a la idea de que el carácter colectivizado de la economía “soviética” le confería un carácter proletario, incluso degenerado. Eso parece revelar una especie de dificultad para sacar las consecuencias de lo que, básicamente, había comprendido ya la izquierda italiana, o sea que una economía basada en el salariado es obligatoriamente capitalista, ya sea “individual” o “colectiva” la propiedad de los medios de producción. Y una consecuencia de esta dificultad sería una reticencia a ver la lucha contra el salariado como parte íntegra de la revolución social. Y es precisamente otro aspecto de la lucha a la que llama David Adam por el “control social efectivo de la producción” por los propios trabajadores.

Al mismo tiempo, la idea de que la función del partido sea ejercer la dictadura del proletariado (aunque evitando en cierto modo la interpenetración con el Estado ([25])) es contraria a la necesidad para la clase obrera de imponer su control tanto sobre la producción como sobre el aparato del poder político. Es cierto que los trabajadores tendrán mucho que aprender para asumir la producción, no solo en el marco de la empresa individual sino en toda la sociedad. Lo mismo ocurre con la cuestión del poder político, que en cualquier caso no es una esfera separada del problema de la reorganización de la vida económica. También es cierto que Bilan siempre entendió que los trabajadores tendrán que aprender de sus propios errores y que no podrán ir hacia el socialismo por la fuerza. Sin embargo, la noción de la dictadura del partido contiene la idea más bien sustitucionista de que los trabajadores sólo estarían en condiciones de controlar plenamente su destino en un determinado momento del futuro, y que hasta entonces, una minoría de la clase debe mantenerse al poder “en su nombre”.

Precisamente porque la izquierda italiana era una corriente proletaria y no una alternativa al reformismo, podían superarse esas debilidades en el momento oportuno como así lo hicieron, por ejemplo, la Fracción francesa y elementos del partido formado en Italia en 1943. A nuestro parecer, es la Fracción francesa, y más tarde la Izquierda Comunista de Francia, la que más profundizó en esos esclarecimientos y no es casualidad si pudo, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, entablar un debate fructífero con la tradición y las organizaciones de la izquierda comunista holandesa. Volveremos sobre esto en el próximo artículo de esta serie.

No pretendemos haber solucionado todos los problemas planteados por el debate entre las izquierdas italiana y holandesa sobre el período de transición. Estos problemas (cómo se eliminará la ley del valor, cómo se remunerará el trabajo, cómo guardarán los trabajadores el control sobre la producción y la distribución) quedan por esclarecer, o incluso no pueden ni serán definitivamente resueltos sino durante la propia revolución. Sin embargo pensamos que las contribuciones y debates desarrollados por aquellos revolucionarios de un período tan sombrío tras la derrota de la clase obrera siguen siendo una base teórica indispensable para los debates que, quizás, un día sirvan de guía para la transformación práctica de la sociedad.

CD Ward


[1]) Principios de la producción y de la distribución comunistas, publicado, por el Groep Van Internationale Communisten, GIC

[2]) Bilan no 34, republicado en la Revista Internacional no 130.

[3]) “Prologo” a la primera edición de El Capital.

[4]) Rubin, Ensayo sobre la teoría del valor de Marx, Capitulo 8, “Las características básicas de la teoría del valor de Marx”.

[5]) Revista internacional no 151.

[6]) Bilan, no 34, op. cit.

[7]) Idem.

[8]) Idem.

[9]) Idem.

[10]) Bilan no 35, publicado en la Revista internacional no 131

[11]) Critica del Programa de Gotha

[12])  Bilan no 35, op. cit.

[13])  Ídem.

[14])  Bilan no 34, op. cit.

[15]) Bilan no 35, op. cit.

[16]) Idem.

[17]) Idem

[19]) Bilan no 34, op. cit.

[20]) Marx, El Capital, Libro primero: “El proceso de producción del capital”, Sección primera: “Mercancía y dinero”; Capitulo 1, “La mercancía”.

[21]) Isaak I. Rubin, op. cit., Capitulo 12: “Contenido y forma del valor”.

[22]) Los fundamentos de la producción y de la distribución comunistas (Grunprinzipien), traducido del francés.

[23]) Marx, Grundrisse, El capítulo del dinero, “Tiempo de trabajo y producción social”. La hipótesis de Mitchell que supone que la medida del tiempo de trabajo siempre es igual a un valor está mencionada en las críticas de los Grundprinzipien en nuestro libro sobre la Izquierda germano-holandesa. El último párrafo de ese artículo dice: “La debilidad básica de los Grundprinzipien está en el problema mismo del cálculo del tiempo de trabajo, incluso en una sociedad comunista avanzada que haya superado la penuria. Económicamente, este sistema podría reintroducir la ley del valor, atribuyéndole al tiempo de trabajo necesario a la producción un valor más contable y menos social. El GIC aquí va en contra de Marx, para quien la medida estándar en la sociedad comunista ya no es el tiempo de trabajo, sino el tiempo libre, el tiempo del ocio”. Esto seguramente se refiere al pasaje de los Grundrisse en que Marx escribe: “La verdadera riqueza significa, efectivamente, el desarrollo de la fuerza productiva de todos los individuos. Desde entonces, la medida de riqueza ya no es el tiempo de trabajo sino el tiempo de ocio” (Grundrisse, “El capital”, cuaderno III). Pero esto no significa para Marx que la sociedad dejaría de medir el tiempo de trabajo que le es necesario para satisfacer sus necesidades y las capacidades creadoras de cada individuo. Eso está claramente expresado en Teorías sobre la plusvalía en donde Marx escribe: “el tiempo de trabajo, aunque se elimine el valor de cambio, siempre sigue siendo la sustancia creadora de riqueza, y la medida del costo de su producción. Pero el tiempo libre, el tiempo disponible, es la riqueza misma, en parte para el disfrute del producto, en parte para la libre actividad, que –a diferencia del trabajo– no se encuentra dominada por la presión de un objetivo extraño, que debe satisfacerse, y cuya satisfacción se considera como una necesidad natural o una obligación social, según la inclinación de cada uno” (Teoría sobre la plusvalía, Tomo III editorial Cartago, “Oposición a los economistas. La importancia de los interrogantes que formula en cuanto al papel del comercio exterior en la sociedad capitalista, y del “tiempo libre” como riqueza social).

[24]) Fundamentos de la producción y de la distribución comunista, op. cit.

[25]) Las contradicciones de Bilan sobre “la dictadura del partido” están analizadas de forma más detallada en el artículo de la serie El comunismo no es un bello ideal, sino una necesidad material, titulado “Los años 1930: el debate sobre el periodo de transición”, publicado en el no 127 de la Revista internacional.

 

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