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«Es, pues, evidente que la burguesía ya no es capaz de seguir desempeñando el papel de clase dominante de la sociedad ni de imponer a ésta, como ley reguladora, las condiciones de existencia de su clase. No es capaz de dominar, porque no es capaz de asegurar a su esclavo la existencia, ni siquiera dentro del marco de la esclavitud, porque se ve obligada a dejarle caer hasta el punto de tener que mantenerle, en lugar de ser mantenida por él. La sociedad ya no puede vivir bajo su dominación; lo que equivale a decir que la existencia de la burguesía es, en lo sucesivo, incompatible con la de la sociedad»
(Manifiesto Comunista, K. Marx y F. Engels)
La especie humana, capaz de lo mejor y de lo peor, ha alcanzado en lo que se refiere a la tecnología cotas ni tan siquiera imaginadas por visionarios como Julio Verne o H. G. Wells. Los últimos dos siglos han alumbrado multitud de innovaciones, inventos y mejoras en campos tan diversos como la biotecnología, la física nuclear, la medicina o la industria aeroespacial, que han abierto nuevas perspectivas en las posibilidades de evolución de la especie humana.
La Nutrigenómica está revolucionando el campo de la nutrición humana al abrir la posibilidad de individualizar, en un futuro próximo, dietas adecuadas a la estructura genética de cada individuo. La todopoderosa agroindustria ha demostrado la posibilidad de convertir desiertos como el de Arabia Saudita en gigantescas extensiones de cultivos de regadío. La ingeniería industrial, especializada en maquinaria para perforación y construcción de túneles, dejó atónito a todo el planeta cuando, hace menos de un año en la mina chilena de San José, fue capaz de sacar, uno a uno, a un grupo de mineros que, en otros tiempos, habrían quedado sepultados para siempre bajo la muerte y el olvido de no ser por la cápsula minúscula en la que pudieron ser felizmente rescatados.
Estos tres ejemplos demuestran hasta qué punto el ser humano puede evolucionar -desafiando, en multitud de ocasiones, a las propias leyes de la naturaleza- hasta mejorar y ampliar las perspectivas de vida de toda la Humanidad.
Sin embargo, hace ya tiempo que el tren del progreso (entendido no sólo como el conjunto de avances tecnológicos, sino sobre todo como la mejora sustancial de las condiciones materiales y espirituales de la sociedad humana) ha hallado un obstáculo infranqueable en su avance: el capitalismo.
Los propósitos fundamentales de este escrito son dos: por un lado, el de demostrar científicamente la incompatibilidad entre el sistema capitalista y el progreso humano, tan poco conjugables como el agua y el aceite hirviendo; por otro lado, partiendo de premisas empíricamente verificables, explicaremos cómo el mismo desarrollo tecnológico nos marca el camino a seguir, la construcción del sistema alternativo que, superando al capitalismo, pueda garantizar el bienestar de toda la especie humana.
El desarrollo tecnológico en el capitalismo
El capitalismo, sistema social basado en la propiedad privada de los medios de producción y la acumulación de capital mediante la explotación de la clase trabajadora como motor de desarrollo, impone un límite tan claro como absurdo en el desarrollo tecnológico: toda nueva inversión en una mejora técnica tendrá por condición la garantía de una ganancia para el capitalista proporcionalmente mayor a la inversión realizada.
Esta lógica, que nos puede parecer tan "natural" por el adoctrinamiento social que bajo el actual orden social recibimos, entronca con la premisa crucial que demuestra cómo el sistema vigente frena el desarrollo tecnológico (y, por tanto, de toda la sociedad): lo que no es susceptible de reportar potenciales ganancias privadas no se investiga. Ya que el motor del progreso en la economía actual es la maximización de las ganancias para los propietarios del capital, innumerables necesidades humanas no son cubiertas, al quedar fuera del mercado y suponer un pesado lastre para la burguesía.
Hace pocos días saltaba a la palestra un descubrimiento científico del CSIC que podría revolucionar el campo de la alimentación: una sustancia, inodora, incolora y de muy bajo coste, que permitiría aminorar en un 80% la cantidad de sustancias cancerígenas que alimentos (como patatas o galletas) desprenden al freírse u hornearse a altas temperaturas. ¿El problema? Pues que la industria alimentaria, siguiendo las leyes que el capitalismo impone a las empresas independientemente de la voluntad o la actitud de sus dueños, se niega a asumir el coste que le supondría utilizar una sustancia de indudable interés para la salud pública.
Más conocido aún es el caso de las "enfermedades raras". Los enfermos y familiares que llevan años padeciendo patologías poco frecuentes han de soportar, además, la falta de investigaciones por parte de la industria farmacéutica. Algo muy parecido sucede con las investigaciones en torno al cáncer. Pero en este caso, debido a que la "clientela" para las farmacéuticas es cada día más numerosa, se destinan cantidades astronómicas -con cargo a los presupuestos estatales, que son los que realmente costean las investigaciones del todopoderoso capital farmacéutico- a terapias costosísimas y de dudosa eficacia (según reconoce, en diversas publicaciones y entidades a lo largo y ancho del mundo, la literatura científica crítica que lleva años estudiando la génesis y tratamiento de las llamadas displasias malignas), en lugar de profundizar en la investigación de terapias baratas, eficaces y no invasivas: el problema, de nuevo, es que éstas apenas reportarían ganancias para la Farmafia (como muestra, un botón: ¿qué sentido económico tendría para la industria apoyar terapias anticancerosas, por ejemplo, con enzimas o vitamina C intravenosa, si estas no pueden patentarse y, por tanto, no se puede generar a través de ellas valor añadido para el capital?).
Después de estos ejemplos tan contundentes y conocidos por casi todos, no nos será difícil llegar a la siguiente conclusión: en el sistema capitalista, el progreso tecnológico está directa y absolutamente supeditado a la obtención de un beneficio que debe ser necesariamente creciente. Una necesidad vital para la especie humana, como lo son las innovaciones tecnológicas, choca directamente con el funcionamiento intrínseco del capitalismo. En el carcomido marco del actual orden social, la disyuntiva siempre se resuelve necesariamente a favor del capital: lo que no puede ser respaldado por una demanda solvente (y, por tanto, no puede proporcionar rédito alguno para los accionistas) queda socialmente excluido y se pierde por el sumidero de la historia.
En términos estrictamente económicos, cada capitalista sólo incrementará su inversión en I+D+i cuando el monto de esa inversión cueste menos que la mano de obra que reemplaza. Por ello, si la mejora en la productividad es más costosa que el monto salarial total que dejaría de pagar el empresario, la inversión no es "razonable" y, por tanto, no se realiza. Como veremos más adelante, esta es una de las causas del atraso relativo del capitalismo respecto del Socialismo, en el cual podrían ir introduciéndose mejoras en las empresas a medida que sus ingresos colectivos y los del fondo social lo fueran permitiendo.
Por otro lado, la búsqueda inevitable de la máxima ganancia (que, repetimos, las leyes de la acumulación capitalista imponen a las empresas, quieran o no) trae consigo un empobrecimiento de los asalariados, así como una intensificación y aumento de los ritmos y jornadas de trabajo, a pesar de que las constantes innovaciones industriales y de organización del trabajo permitirían las reducciones de jornadas con el mantenimiento de los ingresos (situación planteada por Keynes, tan poco sospechoso de comunismo, que predijo -a mediados del siglo XX- que sería posible establecer jornadas laborales de sólo 4 horas al día a finales del siglo XX).
Recapitulando, tenemos que la introducción de maquinaria y de mejoras en la organización laboral no redundan en una mejora de las condiciones de trabajo, sino que repercuten exclusivamente en un incremento de los beneficios a costa de la sobre-explotación creciente de los trabajadores: de ahí, como decíamos antes, el aumento criminal en los ritmos de trabajo (no solamente alargando las jornadas hasta la extenuación, sino exigiendo a los trabajadores que produzcan cada vez más en cada vez menos tiempo), con todas las secuelas de estrés y ansiedad asociadas al aumento espectacular de las enfermedades y accidentes laborales.
Otro aspecto estrechamente relacionado con el desarrollo tecnológico en el capitalismo, de una importancia tan determinante que hace aún más insostenible el stablishment económico y social, es el del paro creciente, estructural ("el ejército industrial de reserva" -como lo llamaba Marx-, que presiona a la baja las rentas salariales y es utilizado por la Patronal como chantaje contra los trabajadores para rebajar costes laborales, reduciendo los pocos derechos que nos quedan a los asalariados), que trae aparejada la tendencia económica a invertir cada vez más en bienes de equipo (que, aunque requieran nuevos obreros especializados en el uso de la maquinaria recién introducida, originará que salgan más trabajadores de los que entran del mercado laboral) en detrimento de la inversión en la contratación de trabajadores.
Este hecho, que no es desde luego la única causa del desempleo estructural (la otra gran causa generadora, de la que derivarían otras causas menores, es el carácter cíclico de la organización económica actual, que crea puestos de trabajo en las épocas expansivas destruyendo una buena parte de ellos en los periodos de recesión y crisis; a esto hay que añadir, además, que la tendencia que se dibuja en las últimas décadas es la del incremento progresivo de las bolsas de paro, como consecuencia de las dificultades que se le imponen al capital para mantener una tasa de ganancia creciente a nivel internacional), excluye del sistema productivo a una amplia masa social, a la cual no es capaz de emplear al no poder extraer de ella valor añadido o plusvalía (que, para el marxismo, es la diferencia entre el coste de la fuerza de trabajo y la porción de ganancia que el capital obtiene de la explotación del factor trabajo). Como demostraremos al final del artículo, este binomio desempleo-desarrollo tecnológico sólo podrá ser resuelto en un sistema bajo el cual la propiedad de los medios de producción sea colectiva y la planificación, directa y permanente de los asalariados asociados, sustituya al mercado como asignador de recursos productivos.
En este sentido, son muchos los que honradamente se indignan cuando contemplan cómo grandes empresas y multitud de servicios municipales (dos ejemplos muy ilustrativos podrían ser las cajas de pago de grandes superficies como IKEA o los nuevos camiones de recogida de basura, que emplean a sólo un operario en lugar de a dos) aumentan sus inversiones en desarrollo tecnológico en detrimento del empleo, ya que la introducción de esta maquinaria exige menos manos de obra. Sin embargo -y a pesar de que hemos de oponernos frontalmente a cualquier despido por atentar contra nuestro derecho más sagrado e incumplido por la Ley del capital, como es el derecho al trabajo- esta visión es absolutamente cortoplacista y rígida, ya que piensa que en el futuro vamos a seguir viviendo bajo este sistema de explotación. En realidad, todo esto será positivo a largo plazo, cuando hayamos conseguido cambiar las tornas, porque liberará mano de obra innecesaria que podrá emplearse en otras actividades realmente necesarias socialmente.
Pero lo más irracional y antisocial del desarrollo tecnológico de la "economía de libre mercado" (pura falacia que encubre el capitalismo decadente, el actual, que otorga un poder absoluto a los monopolios y que echa abajo el mito de los "pequeños y medianos empresarios" como oferentes que compiten en igualdad de condiciones con el gran capital), -que, recordemos, está presidido por las leyes generales de la acumulación capitalista: básicamente, producir la máxima plusvalía en la menor cantidad de tiempo posible- reside en el hecho de que los grandes inventos técnicos del capitalismo provienen del campo militar. La radio, Internet y los satélites demuestran el carácter belicista y homicida de este orden económico, cuyos progresos técnicos dependen en buena medida de los intereses de una economía de guerra.
La guerra, verdadero motor de desarrollo bajo el capitalismo
"Prácticamente, sobre la base de los impuestos indirectos, el militarismo actúa en ambos sentidos: a costa de las condiciones de vida de la clase trabajadora, asegura tanto el sostenimiento del órgano de dominación capitalista -el ejército permanente-, como la creación de un magnífico campo de acumulación para el capital"
(La acumulación de capital, Rosa Luxemburgo)
No hay argumento más rotundo para demostrar la insostenibilidad del capitalismo decadente que el de su naturaleza radicalmente belicista. Recordemos, antes de profundizar en el asunto de la economía de guerra, que, siguiendo a Lenin, lo que caracteriza al capitalismo actual (en su última fase o estadio imperialista), en el que imperan los monopolios y oligopolios y desparece la libre competencia, es la exportación de capitales. Estos capitales, que tienden al monopolismo, han conformado el capital financiero (fusión de la banca y las grandes empresas industriales y de servicios, convertidas en poderosísimos grupos de presión de las que los Estados capitalistas son sus rehenes absolutos), que sojuzga a la inmensa mayoría de la población mundial a través del hambre, el paro y la precariedad. Nos encontramos, parafraseando de nuevo a V. I. Lenin, ante el reparto económico del mundo entre los trusts internacionales.
Pues bien, el lobby del capital financiero que actualmente ejerce más poder en los Estados es, antes incluso que el farmacéutico, el militar (llamado, en EEUU, el complejo militar-industrial). Centrándonos en EEUU (sin duda, el mayor paradigma de economía belicista en el último siglo), numerosos análisis de Historia económica demuestran que, de no ser por los altos niveles de desarrollo de la industria armamentística, EEUU sería incapaz de mantener sus niveles de producción nacional, rentabilidad empresarial y empleo; asimismo, no estaría a la cabeza en I+D+i en muchos campos (como en nanotecnología, robótica o biotecnología). De hecho, el relanzamiento histórico que experimentó la economía estadounidense en el contexto inmediatamente posterior a la Gran Depresión habría sido imposible sin la expansión -sin precedentes en la historia militar mundial- de la industria armamentista.
Como afirma el Grupo de Propaganda Marxista, "así como la competencia es un fenómeno derivado de la propiedad privada sobre las condiciones objetivas del trabajo social, las guerras interburguesas [como la de Afganistán, Irak o Libia], en determinadas condiciones, son una necesaria continuación de la competencia por medios bélicos".
La guerra, por tanto, es un fenómeno consustancial al capitalismo en su fase imperialista. Y esto es así por dos razones: primero, porque las guerras son una forma auxiliar de la competencia estrictamente económica ("Los capitalistas no se reparten el mundo [mediante la guerra] llevados de una particular perversidad, sino porque el grado de concentración a que se ha llegado les obliga a seguir este camino para obtener beneficios", El imperialismo, fase superior del capitalismo, V. I. Lenin); y segundo, porque la industria armamentística emplea una parte creciente de los recursos productivos del planeta y constituye una fracción cada vez mayor del total de los beneficios de la burguesía internacional.
Partiendo de los ejemplos que pusimos antes sobre la génesis militar de una buena parte de los inventos considerados civiles (como Internet, la radio o los satélites), no es difícil llegar a la conclusión de que el status quo, económicamente basado en la guerra genocida y carroñera, constituye el sistema más destructivo de la larga historia de la Humanidad.
En relación a los armamentos, económicamente son unas mercancías particulares, pues son bienes de equipo (como las máquinas de la industria o los diversos materiales de oficina), con la gran diferencia de que, en vez producir medios de vida, producen medios de destrucción masiva: de riqueza y de vidas humanas. No hay una manifestación más clara del carácter absolutamente decadente, genocida y odioso del capitalismo. Ni hay una sola guerra en el mundo que no haya sido gestada -o en la que no hayan tomado partido- los grandes grupos armamentísticos estadounidenses, chinos, franceses, rusos o israelíes. El preciado botín de guerra para los accionistas del lobby militar supone jugosos dividendos y plusvalías, a costa, claro está, del sufrimiento, destrucción y muerte de millones de seres humanos y de infraestructuras valiosísimas.
La rapacidad del capitalismo hace imposible no sólo la convivencia pacífica entre clases antagónicas -la minoría poseedora y la mayoría desposeída- dentro de un mismo Estado, sino incluso entre los capitalistas mismos a nivel internacional, al enfrentarse unos contra otros por la consecución de mayores cuotas de mercado y por el control de recursos vitales y de territorios geoestratégicamente fundamentales para las grandes potencias.
Esta lógica belicista es posible, por supuesto, gracias al carácter capitalista de los Estados y al control que en ellos ejercen, como verdaderos Gobiernos entre bastidores, los monopolios militares. Este hecho, que se produce insoslayablemente en todos los Estados capitalistas a nivel internacional, alcanza un grado elevadísimo en los países con un capitalismo más desarrollado, como EEUU, Francia, Israel, China, Rusia o India.
El capitalismo contra el ecosistema
Es evidente que cualquier organización humana (e incluso, aunque en menor medida, animal) genera un impacto mínimo sobre el conjunto del ecosistema. El problema es que para el capitalismo, por su propia lógica de funcionamiento, el ecosistema es un pesado lastre que obstaculiza la tendencia a maximizar ganancias.
Desplazando al medio ambiente como uno de los ejes fundamentales de la construcción de una sociedad humana, el sistema de clases no sólo atenta contra los principios más elementales de respeto a nuestro entorno, sino también contra la misma especie humana al destruir sus medios de vida (liquidación de recursos hídricos, desertificación por malas prácticas agropecuarias, destrucción de reservas pesqueras, contaminación química y electromagnética en entornos rurales y urbanos, etc.).
Al igual que en las relaciones de producción y en el carácter belicista del status quo dominante, la cuestión del ecosistema queda supeditada a la consecución de beneficios para el capital, primando una vez más los intereses espurios de una ínfima minoría social sobre la mayoría absoluta de la población (y sobre las relaciones que el ser humano establece con su entorno natural y con otros seres vivos).
Estrechamente imbricado con esto, hay una expresión que los economistas usan mucho para referirse a este asunto: la llamada "deseconomía externa", que no es más que la transferencia de costes por parte de los capitales hacia el conjunto de la población trabajadora, por incurrir sus empresas en prácticas nocivas para la salud y contaminantes para el medio, que, no como no podía ser de otra manera en esta mafiocracia, son pagadas íntegramente por el conjunto de los trabajadores. Tenemos el ejemplo muy ilustrativo de la catástrofe de Fukushima: al final será el Estado japonés, y no Tepco, la empresa nuclear japonesa, quien asuma la mayor parte de los costes asociados a la contaminación nuclear. De nuevo, unos se llenan los bolsillos generando problemas de todo tipo, mientras la mayoría sufre las consecuencias sin comerlo sin beberlo.
Comunismo y progreso humano
"Todos los movimientos han sido hasta ahora realizados por minorías o en provecho de minorías. El movimiento proletario es el movimiento independiente de la inmensa mayoría en provecho de la inmensa mayoría"
(Manifiesto Comunista, F. Engels y K. Marx)
Resulta indignante que a estas alturas de la película haya que seguir aclarando que el Comunismo, como sistema social y económico, nada tiene que ver con los partidos y organizaciones que, desde hace décadas, abjuraron de los principios más elementales del Movimiento Comunista Internacional, usurpando el discurso del movimiento revolucionario para liquidarlo y plegar así los intereses de las masas explotadas a los de la clase dominante.
Los clásicos revolucionarios dejaron claramente definidas las bases económicas que permitirían la transición del capitalismo al comunismo. En la Crítica del Programa de Gotha, Marx establecía los cimientos de la "primera fase de la sociedad comunista" (el socialismo): a saber, los medios de producción fundamentales (las pequeñas empresas seguirían operando en régimen de propiedad privada, con fijación y control de precios y salarios por parte del Estado obrero, hasta su inclusión progresiva en el circuito económico colectivo) pasarían a pertenecer a toda la sociedad, organizada en Asambleas y Comisiones encargadas de planificar la economía y establecer la política del Estado. Dicho sea de paso, es absolutamente falso, como postula la clase dominante, que el Comunismo pretenda socializar absolutamente todo lo existente, pues lo que se colectivizarían serían los medios de producción (fábricas y almacenes, oficinas, tierras, centros comerciales, etc.), no los medios de consumo.
Pues bien, cada miembro de la sociedad (todo el mundo tendría derecho efectivo al trabajo, excluyendo a los que no pudieran por incapacidad física o psíquica, aplicando para estas personas en todo caso políticas de integración realmente efectivas y solidarias con su situación; no como sucede ahora, ya que los discapacitados son en muchos casos utilizados como mano de obra barata), ejecutaría una determinada parte del trabajo socialmente necesario, y obtendría a cambio una retribución extraída del fondo social de consumo. Las diversas formas de dinero seguirían existiendo hasta que el progreso de la organización social permitiera su abolición.
Al haber abolido por Ley la ganancia privada, la explotación y toda forma de especulación (incluyendo Bolsas, Fondos de Capital riesgo, etc.), y al haber fundido en uno solo los dos factores económicos ahora disociados, el capital y el trabajo, las ganancias colectivas obtenidas podrían utilizarse para modernizar las empresas, asignar mayores retribuciones a los asalariados peor pagados (otro de los grandes mitos es que en el Socialismo todos los trabajadores cobrarían lo mismo: falso, esto sólo podría producirse en el Comunismo, cuando todos los elementos de la sociedad, educados en el espíritu más generoso y social, desconocieran por completo el afán de lucro que mueve a los sujetos económicos en el capitalismo) y, al suprimir trabajos socialmente innecesarios (los de la industria militar, una buena parte de la industria publicitaria, etc.), se generaría una asignación de recursos más justa, social y medioambientalmente sostenible e infinitamente más eficiente que en el capitalismo, pudiendo desarrollar iniciativas ahora desplazadas en campos como la educación social, la sanidad, la mejora de las infraestructuras públicas, etc. Los trabajos de más fácil aprendizaje y, sobre todo, los más penosos y duros, se realizarían en turnos rotativos de poca duración; en los trabajos de mayor calificación y en algunos casos arriesgados, se intentaría que la rotación también fuera efectiva, sin que ello fuera en detrimento de la calidad del trabajo y, sobre todo, de la seguridad de los propios trabajadores.
Uno de las grandes mentiras que los defensores del capitalismo (sabedores, claro está, de que su sistema está históricamente agotado) han utilizado en contra del Comunismo ha sido el de que este sistema frenaría el desarrollo tecnológico al suprimir "la iniciativa privada". Esto es falso y se puede demostrar fácilmente.
El carácter superior del Socialismo (antesala del Comunismo, en el que ya no existirían ni el Estado, ni el régimen mercantil, ni la división entre el trabajo intelectual y manual, ni, por supuesto, cualquier vestigio de opresión de unos seres humanos sobre otros en razón de sexo, etnia, edad, etc.) no sólo se consagra en su mayor justicia social y sostenibilidad humana y medioambiental, sino además en que desde el punto de vista tecnológico el sistema de planificación colectivo permite un mayor y mejor progreso. Para los apologetas del capitalismo, una vez eliminada de la escena social la burguesía, nadie invertiría ni generaría puestos de trabajo. Burda mentira que se cae por su propio peso: en el Socialismo los agentes económicos asociados de todas las empresas elaborarían los planes de producción y distribución, y el progreso tecnológico sería mucho más profundo, ya que estaría implicado en él toda la sociedad; no se escatimaría, por tanto, ningún recurso para formar a científicos y mano de obra cualificada (como sí hace, por cierto, el capitalismo con lo que no le reporta una ganancia).
Como hemos demostrado antes, la Patronal, siguiendo las leyes de la acumulación capitalista, no produce movida por la satisfacción de las necesidades sociales, sino por la ganancia privada. Esta tendencia dominante genera, no sólo desigualdades crecientes e injusticia lacerante, sino además ineficiencias y despilfarro en lo tecnológico. Y es que la asignación de recursos que realizan las grandes empresas capitalistas supone una asignación irracional, pues no es científica ni coordinada (cada unidad productiva produce compitiendo con las demás, en lugar de buscar la cooperación y la unificación de los procesos más eficientes), derrochando recursos y generando crisis de sobreproducción que hacen aumentar el paro . Podemos ilustrar esto con el ejemplo de las "ciudades fantasma" que pueblan la geografía española, con miles de urbanizaciones con viviendas desocupadas desaprovechando toda esa ingente cantidad de recursos empleados.
En el Socialismo esto no sucedería, ya que gracias a los estudios de mercado y la Estadística podríamos conocer de antemano, aunque no fuera con una total exactitud, las necesidades de los consumidores en todas las localidades, evitando así desajustes entre oferta y demanda, entre productores y consumidores.
Además de que las fuerzas productivas se desarrollarían más rápidamente en una economía socialista, al desaparecer la propiedad privada sobre los medios de producción se uniría a productores y consumidores y, lo que es más importante, se democratizarían los conocimientos científicos aplicados a la producción social, sin que tuvieran cabida las patentes y los derechos de copyright que obstaculizarían el progreso social.
En realidad, quien piense que todo esto no sería factible, debería darse cuenta de que el actual capitalismo monopolista, gracias a su internacionalización creciente y a la creación de grandes grupos económicos capaces de satisfacer la mayor parte de las necesidades de los consumidores (pensemos, por ejemplo, en los grandes centros comerciales o en las plataformas logísticas, que concentran la producción, distribución y venta de una buena parte de los productos que hoy se consumen, sin necesidad de mantener pequeños comercios dispersos), es en cierta medida la antesala -en la organización de la producción- del Socialismo, pues posibilita que, tan sólo tomando los trabajadores en nuestras manos los grandes grupos industriales en los tres sectores económicos, la producción social del gran capital pueda transformarse en una economía que seguiría manteniendo su carácter social productivo (implicando a millones de asalariados de diferentes ramas), al que se le añadiría el carácter social de la gestión de la riqueza generada: sería colectiva tanto la producción como los ingresos generados por la economía socializada. Como muestra, pensemos en el desarrollo alcanzado por gigantes de la distribución en España, como el Grupo Mercadona, que con tan sólo dos plataformas logísticas es capaz de abastecer a todo el Estado de una impresionante cantidad de bienes de consumo. ¿Qué no lograríamos los trabajadores, si, no sólo Mercadona, sino el conjunto de la economía, fuera propiedad de toda la sociedad?
En conclusión, es partiendo de la base ya generada por el propio capitalismo como se procedería a la construcción progresiva del Comunismo, sistema históricamente imprescindible para sacar a la Humanidad del atolladero en que se halla. Si hoy ya la Lockheed Martin (la mayor empresa armamentística del mundo) ha sido capaz de diseñar un prototipo de robot militar, que estaría operativo para 2015 y que podría combatir igual que un militar humano, ¿por qué no podríamos emplear ese mismo robot para bajar a una mina, apagar un fuego o, como se ha hecho en Fukushima, para meterse en las entrañas de una central nuclear y parar la actividad de su núcleo?
El Comunismo, al basar su razón de ser en el bienestar general, no sería un talismán que eliminaría de un plumazo todos los problemas sociales incubados durante siglos, pero sí permitiría por vez primera a la sociedad humana mundial la mejora en todos los ámbitos de la vida; en definitiva, permitiría el despertar de una especie humana que se reconciliaría con su propia naturaleza y que protegería y cuidaría por igual a todos sus miembros.
JVB, trabajador en paro y estudiante de Económicas de la UNED