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Este artículo es el fruto de las discusiones llevadas a cabo por unos militantes que intervinieron en una concentración contra el racismo.
Los trabajadores emigrantes sufren el racismo y la xenofobia. Es necesario preguntarse cuál es su raíz. La respuesta es el capitalismo: las relaciones capitalistas de producción, los intereses de la explotación capitalista, la nación y el nacionalismo, las ideologías burguesas y pequeño burguesas, aportan los materiales podridos sobre los que crecen el racismo y la xenofobia.
¿Cuál es el origen del racismo?
El racismo nació con la sociedad de clases. En las guerras que dieron lugar a ésta, las tribus vencedoras consideraban a las vencidas como seres inferiores. Así, por ejemplo, en el Imperio Romano solo eran reconocidos como ciudadanos los pertenecientes a las tribus fundadoras de Roma, mientras que los hombres y mujeres de las tribus derrotadas eran convertidos en esclavos. Griegos, Romanos, Incas o Aztecas, se presentaban tras sus guerras de conquista como “el pueblo elegido” que podía someter y explotar a los demás.
Sin embargo, es con el capitalismo cuando el racismo se generaliza y adquiere la categoría de una ideología al servicio de la explotación.
El capitalismo, originario en la Europa del siglo XV-XVI, se extiende por el mundo y acaba sometiendo a todos los continentes a su colonización la cual provoca el genocidio de millones de seres humanos. España coloca bajo su yugo a los indios de América proclamando que son criaturas ajenas a la “verdadera religión”; Gran Bretaña, Holanda, Francia etc., practican igualmente teorías racistas para justificar la esclavitud de los negros, el comercio a gran escala de esclavos.
Desde mediados del siglo XVIII hay grandes desplazamientos de campesinos a las grandes urbes industriales para convertirse en trabajadores asalariados. Se practica con ellos, lo que podríamos llamar un racismo interior: así, por ejemplo, los catalanes llaman despectivamente a los obreros andaluces xarnegos y los vascos a los extremeños y andaluces maketos. En España, pero igualmente en Francia, Gran Bretaña, Alemania, Rumanía etc., hay un feroz racismo contra los gitanos. Y no olvidemos que, desde su independencia en el siglo XIX, los países latinoamericanos practican el racismo y la discriminación frente a indios, negros y minorías asiáticas.
Si desde mediados del siglo XIX se producen grandes olas de emigración de trabajadores europeos hacia América y Australia que, sin problemas, podían colocarse en la producción o, incluso hacer negocios en la agricultura, la industria y el comercio; a partir de los años 20 del siglo XX, con la decadencia del capitalismo, la tendencia se invierte: enormes masas humanas huyen de la pobreza, la guerra y otras calamidades, que golpean Asia, América del Sur y África, para concentrarse en las grandes metrópolis industriales de Europa y América.
El racismo viene muy bien al capital de estos países para realizar una serie de objetivos:
- Someter a los recién llegados a condiciones de ilegalidad y discriminación lo que permite bajar sus salarios y, por extensión, provocar una caída general de salarios y de condiciones de trabajo en toda la clase obrera del país;
- Enfrentar a los trabajadores entre emigrantes y nativos. A estos últimos se les repite que los emigrantes vienen a robarles el trabajo y aprovecharse de los “beneficios” de la sanidad, la educación y otros servicios sociales; a los primeros se les dice que sus hermanos nativos les odian y les discriminan;
- Ensalzar la Democracia, el Estado del Bienestar, el Progreso etc., que supuestamente gozarían los “privilegiados” del país
Nacionalismo y racismo
En el desarrollo del racismo interviene fuertemente el nacionalismo que es una ideología indisolublemente ligada al capitalismo. La nación es la finca privada del conjunto de capitalistas de un país que necesita del aparato burocrático, represivo y mistificador del Estado para mantenerse en pie e imponerla a todos los explotados. La nación, sin embargo, es presentada como la “comunidad de todos los nacidos en la misma tierra”, lo cual conlleva necesariamente la idea de que los emigrantes son, o bien intrusos que hay que marginar y perseguir, chivos expiatorios a los que atribuir todos los “males” (la droga, la delincuencia, la prostitución etc.), o bien, en la ideología biempensante supuestamente “integradora” constituirían “ciudadanos de segunda” a los que siempre se pregunta ¿y tú de dónde vienes? ¿tú qué haces aquí? ¿en qué casa o escalera limpias? ¿a qué viejita estás cuidando? ¿en qué campo de naranjas trabajas? Etc.
Es imposible que exista un nacionalismo “no racista”. El nacionalismo es por definición excluyente. Parte de mitos absurdos sin ninguna base histórica. La raza, la religión, la lengua, las costumbres etc., que constituirían la nación se habrían formado de repente, sin influencias exteriores, definiendo una supuesta “idiosincrasia” totalmente diferente de los “extranjeros”.
La realidad histórica está a años luz de esas leyendas. Muestra la mezcla de razas, la interdependencia de costumbres, las raíces comunes de los diferentes idiomas, las influencias de pueblos de las más alejadas regiones y, simultáneamente, las guerras de conquista, la rapiña, la imposición violenta de purezas étnicas, religiosas o lingüísticas. Más concretamente, el capitalismo se funda en una contradicción entre la naturaleza mundial que adquieren la producción y la cultura, y, en cambio, la división del mundo en naciones. “Las viejas industrias nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es problema vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de los climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino que reclaman para su satisfacción los productos de tierras remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora, la red del comercio es universal y en ella entran, unidas por vínculos de interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu. Los productos espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales confluyen todas en una literatura universal” (Manifiesto Comunista).
Mientras la producción, la cultura, la literatura, el arte, la ciencia etc., son universales, cada Estado nacional impone a sus súbditos un consumo de “lo nacional”, una lengua exclusiva, una literatura, un arte, supuestamente nacionales. Y todo ello significa que los venidos de otras tierras son extraños, incultos, inadaptados, ajenos… que se les tiene que despreciar, excluir y discriminar. Los trabajadores emigrantes tienen que soportar además de la carga de la explotación y de condiciones de vivienda terribles (por ejemplo, hacinarse hasta 10 personas en un piso), comentarios insolentes tales como “nos vienes a robar el empleo”, “eres el culpable de las colas en la sanidad”, “eres colombiano, eres traficante”, “eres moro, eres terrorista” y a las mujeres se les trata de prostitutas insultándolas con cualquier palabra obscena.
El nacionalismo es una de las fuentes de incubación de ideologías extremas - como el nazismo o, actualmente, del populismo de derechas (los Trump, Le Pen y compañía)- que propugnan abiertamente la discriminación y el exterminio de emigrantes. Sin embargo, no menos venenoso, por lo hipócrita y divisionista, es la ideología del “nacionalismo democrático” que se pretende de “acogida” e “integrador”, pero que practica formas más encubiertas de racismo. En Francia, hay un racismo antiárabe; en Gran Bretaña anti hindú, en USA el racismo con los negros o los hispanos, en la antigua URSS -y actualmente en la Rusia de Putin- un fuerte antisemitismo.
Así pues, el nacionalismo es un veneno que inocula otro: el racismo.
¿Cómo luchar contra el racismo?
Luchar para obtener “derechos” en el capitalismo y en el llamado Estado democrático no elimina el racismo, sino que lo agudiza. Los Estados democráticos practican un racismo hipócrita. Por ejemplo, la “súper-democrática” Unión Europea ha convertido sus 27 estados en una fortaleza inexpugnable. Los controles fronterizos o los buques de guerra anti-pateras devuelven emigrantes a sus países de origen o los almacenan como ganado en campos de concentración donde son tratados como delincuentes.
Con cinismo escandaloso, los estados democráticos subcontratan la faena sucia de represión a otros países menos “exigentes” en “derechos humanos”. España, en tiempos del gobierno Zapatero, llegó a un acuerdo con Marruecos para que éste se encargara de detener a los emigrantes africanos y abandonarlos en el desierto. México, a cuenta de Estados Unidos, abandona en el desierto a emigrantes procedentes de países centroamericanos y a sus propios “ciudadanos”. Otro de los procedimientos con los que el estado mexicano presta servicios a su vecino del norte es dar barra libre al narcotráfico para que capture mujeres y niños centroamericanos y los utilice para todo tipo de tráfico (prostitución, pedofilia etc.). En Libia, con la complicidad de la Unión Europea, los emigrantes que vienen del sur (Mali, Níger, Chad, Burkina Fasso etc.) son capturados como esclavos y vendidos en subastas públicas[1].
Los emigrantes que logran asentarse en los países democráticos son sometidos a condiciones de ilegalidad y precariedad, obtener papeles resulta un trámite inacabable lleno de obstáculos sin fin. Además, las ONG, las organizaciones religiosas y los partidos practican políticas de supuesta “integración” que consisten en encapsular a los emigrantes en guetos según su nacionalidad de origen, donde se ven divididos, separados y encerrados en una dinámica de victimización y aislamiento. Estas políticas “de acogida” favorecen igualmente la división y la discriminación entre los propios emigrantes: entre los “privilegiados” con papeles y los sin papeles, entre latinos y eslavos, o entre blancos y árabes etc.
Los trabajadores emigrantes sufren pues un doble racismo: el racismo abierto y descarado que los rechaza con la intimidación, el insulto y la violencia; y el racismo enmascarado que se presenta como “tolerante” e “integrador de culturas” pero que los encierra en las cárceles de su nacionalidad de origen, su religión, su lengua, su cultura… Evidentemente, no se trata de despreciar la aportación a la cultura universal que contienen sus lenguas o culturas de origen, sin embargo, los Estados democráticos utilizan cínicamente ese pretexto para que crear, con la complicidad de ONG y otras “organizaciones de protección”, un muro invisible alrededor de los emigrantes.
La única clase social que supera y combate el racismo es el proletariado. En primer lugar, porque la inmensa mayoría de los emigrantes son trabajadores y como tales no pertenecen a “su” raza o a “su “país” sino a esa auténtica comunidad que tiene un mismo interés en todo el mundo que es el proletariado.
Como trabajador el compañero emigrante tiene como hermanos y amigos sus compañeros de trabajo y como enemigo el Capital que los explota a todos y todos los días. Evidentemente, esta convicción no nace espontáneamente, se necesita una lucha encarnizada por comprenderse como clase y para combatir el nacionalismo y el racismo. Hay que superar los prejuicios racistas y nacionalistas que la ideología dominante inyecta en los trabajadores. El trabajador no es catalán, ni español, ni colombiano, ni ecuatoriano, ni chino etc., es CLASE OBRERA INTERNACIONAL.
Trabajadores emigrantes y trabajadores nativos están unidos por una misma lucha contra la explotación. Necesitan superar las peligrosas barreras que crean en su seno los prejuicios nacionalistas, racistas, religiosos, así como el paternalismo de los “guetos integradores”. Sus amigos no son la Nación española o catalana, ni los capitalistas, nacionales o extranjeros, sino los trabajadores del mundo entero, sin distinción de raza, religión, etnia o nacionalidad.
En una manifestación en Estados Unidos contra la ley de emigración, una pancarta decía “No somos ni colombianos, ni mexicanos, ni caribeños, somos trabajadores”. En la comunidad que forma objetivamente la clase obrera no hay moros, panchitos, sudacas, nigas, negros, rumanos y demás denominaciones despectivas de clara coloración racista. HAY TRABAJADORES, HAY CLASE OBRERA, hay una clase universal cuyos sufrimientos universales le llevan a una revolución universal que eche a andar la COMUNIDAD HUMANA MUNDIAL, el comunismo.
El objetivo último de la lucha del proletariado es la COMUNIDAD HUMANA MUNDIAL, una comunidad sin fronteras, sin estados, sin clases, sin divisiones de raza o religión, donde todos luchen juntos por el desarrollo de la humanidad y la preservación de la propia naturaleza.
Es sumándose a la lucha del proletariado, asumiéndose en la condición de trabajador, que el compañero emigrante podrá obtener la solidaridad y la unidad que le harán fuerte contra la discriminación, la xenofobia y la exclusión, y por tanto contra la explotación.
Acción Proletaria 081217