Enviado por Accion Proletaria el
El texto que sigue a continuación fue redactado hace treinta años. Hoy, cincuenta años después del levantamiento de Hungría, mantiene aun su actualidad.
Veinte años después de la revuelta obrera que sacudió Hungría en 1956, los buitres de la burguesía “celebran” este aniversario con su habitual estilo. La prensa burguesa tradicional vierte una lágrima nostálgica sobre la «heroica resistencia del pueblo húngaro contra los horrores del comunismo», mientras, en el lado opuesto del espectro de la burguesía, los trotskistas rememoran también con añoranza la insurrección que ellos califican de «revolución política por la independencia nacional y los derechos democráticos» (New Line, octubre 1976). Todos estos recordatorios no describen más que la apariencia de la revuelta y escamotean, por tanto, su significado real. La revuelta de 1956 en Hungría, como las huelgas que estallaron el mismo año y más recientemente, en 1970 y 1976 en Polonia, no expresan la voluntad de los “pueblos” de Europa oriental de transformar el “comunismo” o de transformar los “Estados obreros degenerados”. Son, al contrario, el resultado directo de las contradicciones irresolubles del capitalismo en Europa del Este y en el mundo entero.
La crisis en el bloque del Este de 1948 a 1956
El establecimiento de regímenes estalinistas en Europa del Este, tras la Segunda Guerra Mundial, fue la respuesta del capital ruso a la intensificación de las rivalidades imperialistas a escala mundial. El bloqueo de Berlín, la guerra de Corea, la «Guerra fría»,… fueron muestras de la incesante tensión entre los dos gigantes imperialistas: Rusia y Estados Unidos; una tensión que dominó el mundo de la posguerra. Rusia, siempre a la defensiva a causa de la superioridad económica americana, se vio obligada a transformar los países de Europa del Este en un reducto económico y militar contra Occidente. Y asegurar el dominio del capital ruso sobre estas economías implicaba asimismo imponer el rígido aparato político típico del estalinismo. La estatización total de estos regímenes se aceleró por la debilidad de su economía, tras la guerra, y el régimen estalinista se impuso en países que, como Checoslovaquia, habían “disfrutado”, antes de la guerra, de las ventajas de la democracia. El carácter estalinista de estos regímenes quedaba inseparablemente ligado al dominio económico de Rusia: desafiar a uno significaba desafiar al otro. Los sucesos de 1956, como los de Checoslovaquia de 1968, muestran los estrechos límites de la “liberalización” que el Kremlin tolera a sus «satélites».
Entre 1948 y 1953, la presión de la competencia interimperialista empujó al bloque ruso a implicarse en una nueva y frenética fase de acumulación, desarrollando la industria pesada y la producción militar a expensas de los bienes de consumo y de las condiciones de vida de la clase obrera. Rusia exigía, además, un enorme tributo a sus clientes mediante cambios desiguales, creación de firmas de propiedad rusa, etc. El COMECON (Consejo de Asistencia Económica Mutua) y el Pacto de Varsovia fueron la expresión, económica y militar, de esta “asociación” a la fuerza. Este período de “economía de asedio” se acompañó, en el plano político, de una represión masiva no sólo de los trabajadores, sino también de los viejos partidos burgueses, e incluso la purga de sectores disidentes de la propia burocracia (Slansky en Checoslovaquia, Rajk en Hungría, …). Tamaña brutalidad estaba destinada a erradicar en las burguesías nacionales de Europa del Este cualquier tendencia al “titismo”. Lo del “titismo” era, en realidad, la excusa para laminar cualquier veleidad centrífuga, cualquier aspiración de un mínimo de autonomía, por parte de las burguesías de estos países.
La debilidad económica del bloque ruso respecto al bloque occidental explica por qué la clase obrera del Este no pudo siquiera llevarse las migajas de la reconstrucción de posguerra, antes de que ésta se acabara. Con la consigna de «alcanzar a Estados Unidos» en el nivel militar (único plano en el que Rusia podría rivalizar con Estados Unidos), la burguesía del bloque ruso tuvo que desarrollar a la carrera su industria pesada, manteniendo los salarios en mínimos. En el periodo de 1948-53 las condiciones de vida de los obreros en todo el bloque del Este se mantuvieron por debajo del nivel de preguerra y, sin embargo, Rusia salió de este periodo con su bomba H y sus «Sputniks» bajo el brazo.
Las profundas tensiones económicas existentes en el bloque ruso empezaron a emerger en el momento en que los mercados del COMECON alcanzan su punto de saturación y cuando la clase obrera comienza a reaccionar contra la creciente degradación de sus condiciones de vida. Para hacer frente al cerco que le asfixiaba se requería un cierto “lifting” y que Rusia se abriese al mercado mundial. También el resto de Europa del Este necesitaba esa relajación pero ello obligaba al abandono parcial del control ruso sobre las economías de sus satélites.
La muerte de Stalin en 1953 coincidió, oportunamente, con ese momento en que el capitalismo del bloque ruso necesitaba esa “relajación” tanto política como económica. Los conflictos sociales que habían venido larvándose y envenenándose, estallaron abiertamente, y empezó a emerger una fracción “liberal” de la burocracia, partidaria del abandono, al menos parcial, del despotismo económico y político y de la reorientación de la política exterior, cómo único medio para restaurar el beneficio y de poder mantener el control sobre el proletariado. Esta última exigencia se vio resaltada por el estallido de revueltas obreras masivas en Alemania del Este, en Checoslovaquia e incluso en Rusia (en el enorme campo de trabajo de Vorkuta).
Tras la muerte de Stalin; Rusia asistió a una intensa lucha entre fracciones que concluyó con la victoria de la “camarilla revisionista” de N. S. Kruschev en el XX Congreso del PCUS en 1956. En éste fueron denunciados, ante un mundo atónito, los crímenes y los excesos de la era estalinista. La nueva línea anunciada por Kruschev prometía una vuelta a la democracia proletaria, acompañada de una política exterior de “coexistencia pacífica”, en la que Rusia se limitaría a competir económica e ideológicamente con el “occidente capitalista”. En los países de Europa del Este, esa tendencia “liberal” de la burocracia reclamaba, inevitablemente, una mayor independencia económica respecto a Rusia. Para los “liberales” el principal problema era, sin embargo, saber hasta donde podían llevar, sin riesgos, sus impulsos nacionalistas.
Los rusos parecían, en un primer momento, proclives a animar programas de reformas prudentes en sus países satélites. En Hungría, en 1953, Malenkov le pidió al estalinista Rákosi que cediera su puesto al reformista Imre Nagy. Este reclamaba una ralentización del desarrollo de la industria pesada y que se pusiera más énfasis en la producción de bienes de consumo, la suspensión de las campañas de colectivización en el campo y una relajación del control sobre la “cultura”. Durante algunos años la burocracia húngara estuvo desgarrada por el conflicto entre los “conservadores” (apalancados sobre todo en la Policía y la jerarquía del Partido) y los “reformadores” (asentados en los escalones inferiores de la burocracia; los directores de las fábricas,...). Al mismo tiempo, la “liberalización” del arte dio lugar a un movimiento nacional de artistas y de intelectuales cuyas aspiraciones de independencia nacional y de “democracia” sobrepasaban considerablemente el programa defendido por la fracción Nagy de la burocracia.
Pese a la prudencia de la “NEP” de Nagy, la burocracia rusa decidió pronto que iba demasiado rápida; por lo que, en 1955, Nagy fue descabalgado del poder y reemplazado por el impopular Rákosi. Pero los rusos y sus lacayos habían puesto ya en marcha algo difícil de controlar: el movimiento de protesta de los artistas, de los intelectuales y de los estudiantes, que continuó inflamándose. En abril de 1956 estudiantes de los «Jóvenes Comunistas» constituyeron el llamado «Círculo Petöfi» que, aunque oficialmente era un grupo de discusión cultural, se convirtió pronto en una especie de “Parlamento” donde se agrupaba todo el movimiento de oposición. La censura por las autoridades de este movimiento contribuyó a darle un mayor impulso.
En junio de 1956 los obreros de Poznan, en Polonia, desencadenan una huelga de masas que toma rápidamente el cariz de una insurrección local. Aunque rápida y brutalmente reprimida, la revuelta desembocó en el triunfo de los “reformistas” dirigidos por V. Gomulka. Este “izquierdista”, como le ocurrirá a su sucesor en 1970 (Gierek), ascendió al poder como único personaje capaz de mantener el control sobre la clase obrera.
Las convulsiones en Polonia aceleraron acontecimientos en Hungría. La insurrección del 23 de octubre en Budapest vino precisamente precedida de una manifestación masiva, organizada en principio por los estudiantes, «en solidaridad con el pueblo de Polonia». La respuesta intransigente de las autoridades que tachó a los estudiantes de “fascistas” y de “contrarrevolucionarios”, la sangrienta represión llevada a cabo por la AVO (policía secreta) y, sobre todo, el hecho de que a la manifestación “estudiantil” se sumasen miles y miles de obreros, transformó esa protesta pacífica que exigía reformas democráticas y el retorno de Nagy, en una insurrección armada.
El carácter de clase de la insurrección húngara
No podemos entrar aquí a analizar todos los detalles de lo ocurrido en Hungría desde la insurrección del 23 de octubre hasta la intervención final de Rusia que costó la vida a miles de personas, la mayoría de ellas jóvenes obreros. Abordaremos únicamente aspectos generales de la revuelta para despejar las numerosas confusiones que la envuelven.
Como hemos visto, la oposición a la “vieja guardia” estalinista se expresaba de dos maneras. La primera provenía de la propia burguesía; era llevada acabo por los burócratas liberales y estaba apoyada por los estudiantes, los intelectuales y los artistas más radicales. Defendían una forma más democrática y útil de capitalismo de Estado en Hungría. La “otra oposición” era la resistencia espontánea de la clase obrera a la explotación monstruosa que se le imponía. Y como se ha podido ver claramente en Alemania del Este y en Polonia, esta resistencia era una amenaza potencial no solo para una u otra fracción de la clase dominante, sino para la supervivencia del capitalismo mismo. En Hungría, esos dos movimientos “se juntaron” en la insurrección. Pero fue la intervención de la clase obrera lo que transformó un movimiento de protesta en insurrección. Y fue la contaminación de la insurrección obrera por toda la ideología nacionalista y democrática de los intelectuales, lo que debilitó y confundió al movimiento proletario.
Los obreros se “juntaron” al movimiento de protesta por el odio instintivo que sentían hacia el régimen estalinista y a causa de las condiciones intolerables en las que les forzaban a vivir y a trabajar. Cuando los trabajadores empezaron a tener un mayor peso en el movimiento éste tomó un carácter violento e intransigente que nadie había previsto. Aunque es verdad que otros elementos (estudiantes, soldados, campesinos, etc.) participaron en el combate, lo cierto es fueron esencialmente jóvenes trabajadores quienes, en los primeros días de la insurrección, destruyeron el primer contingente de carros enviados por Rusia a Budapest para restaurar el orden. Fue sobre todo la clase obrera quien desmanteló la policía y el ejército húngaros, y quien tomó las armas para combatir a la policía secreta y al ejército ruso. Cuando llegó la segunda oleada de carros rusos para masacrar la insurrección, éstos se dirigieron directamente a los barrios obreros para convertirlos en ruinas, sabedores de que eran los principales centros de resistencia. Incluso tras la «restauración del orden» con el gobierno de J. Kádár, y la masacre de miles de obreros, el proletariado húngaro prosiguió su resistencia llevando adelante numerosas y duras luchas.
La expresión más clara del carácter proletario de la revuelta fue la aparición de verdaderos Consejos Obreros en todo el país. Elegidos desde las fábricas, llegaron a coordinarse a escala de ciudades e incluso de regiones industriales enteras, y fueron sin duda el centro organizativo de toda la insurrección. Se hicieron cargo de la organización de la distribución de las armas, del abastecimiento, de la dirección de la huelga general y también de la de la lucha armada. En algunas ciudades detentaron total e incontestablemente el mando. La aparición de estos Soviets aterró a los capitalistas “soviéticos”, y la “simpatía” por la revuelta que mostraron las democracias occidentales se nubló por el carácter excesivamente “violento” de este movimiento.
Pero alabar simplemente las luchas de los obreros húngaros sin analizar sus enormes debilidades y sus confusiones, sería traicionar nuestra tarea como revolucionarios que no consiste en aplaudir pasivamente las luchas del proletariado, sino en criticar sus límites y señalar los objetivos generales del movimiento de la clase. Pese a que los obreros tuvieron de facto el poder en grandes zonas de Hungría durante el periodo insurreccional, la rebelión de 1956 no fue una tentativa consciente del proletariado de tomar el poder político ni de construir una nueva sociedad. Fue una revuelta espontánea que fracasó, que no llegó a revolución, porque a la clase obrera le faltó una comprensión política clara de los objetivos históricos de su lucha.
En lo inmediato, el obstáculo principal con que tropezaron los obreros húngaros para desarrollar una conciencia revolucionaria, fue la enorme presión que las ideologías nacionalistas y democráticas ejercían sobre ellos desde todos los lados. Quienes más se significaron en la propagación de estas ideologías fueron los estudiantes y los intelectuales, pero los propios obreros se veían también inevitablemente atrapados en estas ilusiones. Así pues, en lugar de afirmar los intereses autónomos del proletariado contra el Estado capitalista y las demás clases, los consejos tendían a identificar la lucha de los obreros con la lucha “popular” para reformar la máquina estatal en la perspectiva de la «independencia nacional».
La independencia nacional es una utopía reaccionaria en la época de la decadencia capitalista y del imperialismo. En lugar de llamar - como hicieron los Soviets en Rusia en 1917- a la destrucción del Estado burgués y a la extensión internacional de la revolución, los consejos de Hungría en el 56 se limitaron a reivindicar: la retirada de las tropas rusas, una «Hungría socialista independiente» dirigida por Imre Nagy, la libertad de expresión, la autogestión de las fábricas, etc. Los métodos de lucha utilizados por los consejos eran implícitamente revolucionarios, expresaban la naturaleza intrínsecamente revolucionaria del proletariado, pero los objetivos que adoptaron quedaron todos en el marco político y económico del capitalismo. La contradicción en la que se encontraron los consejos está resumida en la reivindicación siguiente, emitida por el consejo obrero de Miskolc: «El gobierno debe proponer la formación de un consejo nacional revolucionario basado en los consejos obreros de los diferentes Departamentos y de Budapest, y compuesto por delegados elegidos democráticamente por estos. Al mismo tiempo el antiguo Parlamento debe ser disuelto». (Citado en Burocracia y Revolución en Europa del Este, de Chris Harman, p. 161).
El consejo de Miskolc expresa aquí su hostilidad al sistema parlamentario burgués y, como otros consejos, su protesta contra la reaparición de los antiguos partidos burgueses. Tales posiciones muestran que la clase obrera, organizada en consejos, se dirigía a tientas hacia el poder político. Sin embargo puede apreciarse, al mismo tiempo, el terrible peso de la mistificación de ver al Estado estalinista como algo que, de una forma u otra, «burocráticamente degenerado» o no, seguiría perteneciendo al proletariado. Esta ilusión impidió a los Consejos dar el paso realmente crucial que habría hecho de la revuelta una revolución proletaria: la destrucción de toda la máquina estalinista del Estado burgués, tanto su ala “conservadora” como la “liberal”. En lugar de dar este paso, los consejos dirigieron sus reivindicaciones (disolución del parlamento, organización de un consejo central de los obreros) al gobierno de Imre Nagy, o sea ¡a la misma fuerza que ellos debían haber eliminado! Tales ilusiones no podían sino conducir al aplastamiento de los consejos o a su integración en el Estado burgués. Hay que decir, en su honor, que la mayoría de los consejos obreros perecieron luchando o se disolvieron cuando vieron que no había ya esperanzas de desarrollo de la lucha y que estaban condenados a convertirse en órganos de amortiguación social para el gobierno de J. Kádár.
Esa incapacidad de los obreros húngaros para desarrollar una comprensión revolucionaria de su situación, se plasma también en el hecho de, por lo que sabemos, las enormes convulsiones que se vivieron no dieron lugar a ninguna agrupación política revolucionaria en Hungría. Como escribió Bilan - la publicación de la Izquierda italiana en los años treinta - a propósito de España, el fracaso del proletariado español para crear un partido de clase, pese a la naturaleza radical de su lucha, fue fundamentalmente expresión del pozo en que estaba metido el movimiento proletario internacional en ese momento. La situación en 1956 era, desde todos los puntos de vista, aún peor: la última de las fracciones comunistas de izquierda había desaparecido, no solamente en Hungría sino en todo el mundo; el proletariado se encontraba sin casi ninguna expresión política propia; las pocas voces revolucionarias que existían resultaban fácilmente ahogadas por el clamor de las fueras de la contrarrevolución, cuyo papel era hablar en “nombre” de la clase obrera. Los estalinistas de todos los países mostraron su naturaleza brutalmente reaccionaria calumniando a la sublevación obrera, tratándola de «conspiración» montada por Horthy o la CIA. En esa época muchas personas abandonaron asqueadas los PC, pero estos como partido respaldaron la represión despiadada de los trabajadores húngaros. Uno de los que más se significó, fue el dirigido por «el Gran Timonel », el Presidente Mao, que desde Pekín criticó a Krushev por ¡no haber reprimido con suficiente severidad la revuelta! En cuanto a los trotskistas, su “apoyo” a la sublevación parecería acercarles a los trabajadores; sin embargo, al caracterizar la revuelta como una «revolución política» en pro de la “democracia obrera” y la “independencia nacional”, contribuyeron a reforzar la insidiosa mistificación según la cual el Estado en Hungría ya tenía un carácter obrero y bastaba únicamente con depurarlo de sus deformaciones burocráticas para que estuviera totalmente en las manos del proletariado. Vale la pena recordar también que los llamados Socialistas Internacionales que, al parecer, definen a Rusia como un país dominado por el capitalismo de Estado, consideran, sin embargo que debe ser apoyado, al menos como «mal menor» ante cualquier situación de confrontación interimperialista con los Estados Unidos. Abundan los ejemplo de ese apoyo de los “SI” a las luchas de “liberación nacional” teledirigidas por Rusia. Uno de los últimos es su respaldo al MPLA en Angola. Por tanto su “apoyo” a la sublevación obrera de Hungría de 1956 no es más que una hábil mezcla de moralismo pequeño burgués y de total estafa.
Hasta que punto los trotskistas se esforzaban por que la lucha de los trabajadores se mantuviera dentro del marco del Estado burgués y que los obreros húngaros actuaran pura y simplemente como carne de cañón al servicio de los burócratas “liberales” de los regímenes estalinistas, queda expresado, de manera clara y concisa, en la toma de posición que, en 1956, publicara Ernest Mandel, gran prior de la IV Internacional, con motivo de la victoria de la camarilla Gomulka en Polonia: «La democracia socialista deberá ganar aún muchas batallas en Polonia, (pero) la batalla principal, la que ha permitido a millones de obreros identificarse nuevamente con el estado obrero, esta ya está ganada» (Citado por Harman, p.108).
Después de 1956 se han publicado análisis muy “radicales” de los acontecimientos de Hungría, pero pocos rompen con el esquema trotskista. Por ejemplo, los libertarios de Solidarity, en su folleto Hungría 56, veían la reivindicación de la autogestión obrera (¡promovida por los propios sindicatos húngaros!) como el verdadero núcleo revolucionario de la sublevación. Pero esta reivindicación, así como el llamamiento a la independencia nacional y a la democracia, no son más que formas suplementarias de distraer a los obreros de su tarea principal: la destrucción del estado capitalista, la toma por los consejos no simplemente de la producción sino del poder político.
La ausencia de cualquier tendencia comunista clara en los años cincuenta reflejaba la razón histórica esencial del callejón sin salida al que se vio abocada la sublevación húngara. En este periodo el sistema capitalista mundial atravesaba el gran boom de la reconstrucción posterior a la guerra, y la clase obrera no se había recuperado aún de las sangrientas derrotas que había sufrido en los años 20, 30 y 40. Muchas fracciones de la burguesía recuerdan hoy con nostalgia los años 50 porque fue un periodo en el que la ideología burguesa parecía haber conquistado el control absoluto de la clase obrera, y donde las contradicciones económicas del sistema parecían pesadillas del pasado. La crisis económica y la lucha proletaria que se manifestaban en los años 50 tras el «telón de acero» quedaban limitadas a esos países, por lo que sus trabajadores se veían aislados y sometidos a las ilusiones derivadas de una situación aparentemente “particular”. Como el capitalismo occidental aparecía próspero y libre, no era difícil que los obreros del bloque del Este vieran su enemigo o en Rusia o en el estalinismo, y no en el capitalismo mundial. Esto explica las terribles ilusiones que con frecuencia tenían los insurrectos sobre los regímenes “democráticos”. Muchos esperaban que el Oeste «les vendría a ayudar contra los rusos». Pero Occidente había reconocido ya, en Yalta, el “derecho” de Rusia a explotar y oprimir a los trabajadores de los países del Este y no tenía ningún interés en ayudar a algo tan incontrolable como una sublevación masiva de obreros. Es más, las “democracias” le echaron un oportuno capote moral al Kremlin para aplastar la insurrección, atacando el Canal de Suez en el preciso momento en que los rusos preparaban su entrada en Budapest. Solos y aislados, los obreros húngaros se batieron como leones pero su lucha estaba condenada a la derrota.
Ayer, hoy y mañana
El mundo capitalista ya no es el de los años 50. Desde finales de los 60, el capitalismo en su conjunto se ha hundido, cada vez más profundamente, en una crisis insoluble, expresión de la decadencia histórica del capitalismo. En respuesta a esta crisis, una nueva generación de trabajadores consolidada en el periodo de reconstrucción, ha abierto un nuevo periodo en la lucha de clases a escala internacional. Hoy, la crisis y la lucha de clases recorren tanto el Este como el Oeste. En el Este, la vanguardia de este movimiento la han asumido los obreros polacos cuyas huelgas en 1970 y 1976 fueron una advertencia a las burocracias estalinistas en todo el mundo. Si se comparan las huelgas de Polonia con la sublevación en Hungría, se puede ver que muchas de las ilusiones de los años cincuenta han comenzado a perder su influencia. Los obreros de Polonia no han sido derrotados como “polacos” sino como obreros, y su enemigo inmediato no han sido los “rusos” sino su propia burguesía. Su objetivo inmediato no ha sido la defensa de “su” país sino la defensa de su nivel de vida. Esta reaparición del proletariado internacional, en su terreno de clase, es lo que ha puesto la revolución comunista mundial a la orden del día de la historia. Pero aún cuando la sublevación húngara de 1956 pertenece a un momento ya superado hoy por la clase obrera, sí contiene numerosas enseñanzas que el proletariado debe asimilar para adquirir la conciencia de su misión revolucionaria. Con sus errores y confusiones, la sublevación húngara muestra muchas y cruciales lecciones cruciales sobre los enemigos de la clase obrera: el nacionalismo, la autogestión, el estalinismo bajo todas sus formas, la “democracia” occidental, etc., etc. Al mismo tiempo, al hacer reaparecer el espectro de los Consejos Obreros armados, que tanto aterrorizó a la burguesía tanto del Este como del Oeste, la insurrección de 1956 fue un heroico signo anunciador del futuro que le aguarda al proletariado en todo el mundo.
C.D. Ward, diciembre 1976.