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Por Pascua de 1916, hace cien años, unos cuantos nacionalistas irlandeses se apoderaron de posiciones estratégicas en el centro de Dublín, proclamando la independencia de Irlanda frente al imperio británico, así como la creación de la República de Irlanda. Consiguieron resistir algunos días antes de ser aplastados por las fuerzas armadas británicas, que no dudaron en bombardear la ciudad utilizando los cañones de la marina de guerra. Entre los que fueron ejecutados sumariamente después de la derrota del Alzamiento de Pascua estaba el gran revolucionario James Connolly, uno de los líderes más famosos de la clase obrera en Irlanda, que había involucrado a su milicia obrera en la rebelión junto con los voluntarios irlandeses nacionalistas.
A lo largo de la segunda mitad del siglo xix, el apoyo a la causa por la independencia nacional irlandesa y polaca fue una constante del movimiento obrero europeo. La tragedia de Irlanda y la ilusión de Marx de que la independencia irlandesa era una necesidad han sido utilizadas muchas y repetidas veces para justificar el apoyo a una serie de movimientos de “liberación nacional” contra las potencias imperialistas, sean antiguas o recientes. Pero el desencadenamiento de la guerra mundial en 1914 iba a obligar a tener en cuenta los cambios en la situación mundial que invalidaban las antiguas posiciones. Como lo plantearon nuestros predecesores de la Izquierda Comunista de Francia: “Solamente la acción basada en los datos más recientes, en continuo enriquecimiento, es revolucionaria. Por el contrario, la acción hecha sobre la base de una verdad de ayer, pero ya expirada hoy, es estéril, nociva y reaccionaria" ([1]).
Cuando fue ejecutado James Connolly, Sean O’Casey ([2]) declaró que el movimiento obrero había perdido a uno de sus dirigentes y que el nacionalismo irlandés había ganado un mártir.
¿Cómo pudo ocurrir eso? ¿Cómo un internacionalista convencido y firme como Connolly pudo entregar su destino en manos del patriotismo? No vamos a examinar aquí la evolución de su actitud en 1914: ya tratamos de este tema en un artículo publicado en Word Revolution en 1976 ([3]) que sigue estando de actualidad. Tampoco intentaremos demostrar su profunda hostilidad hacia el nacionalismo interclasista: sus propias palabras, que citamos en un artículo de nuestro sitio web ([4]), son suficientemente elocuentes por sí mismas. Nuestro objetivo aquí es más bien el de examinar el pensamiento de Connolly en el contexto del socialismo internacional de aquél entonces y la forma cómo ha ido evolucionando la actitud del movimiento obrero sobre la “cuestión nacional” entre la oleada de levantamientos que recorrió Europa en 1848 y el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914.
Como Marx lo habría de demostrar más tarde, los acontecimientos de 1848 tuvieron un doble carácter. Por un lado, eran movimientos nacionales democráticos que tenían el objetivo de unificar “naciones” divididas en una multitud de pequeños feudos y reinos semifeudales: así fue, en particular, con Alemania e Italia. Por el otro, esos acontecimientos revelaron, en particular en París, el surgimiento del proletariado industrial que apareció por primera vez en la historia como fuerza política independiente ([5]). No es sorprendente entonces que 1848 planteara qué actitud debía adoptar la clase obrera sobre la cuestión nacional.
Fue en 1848 cuando se publicó El Manifiesto del partido comunista donde se exponía claro e inequívoco el principio internacionalista como fundamento del movimiento obrero: “Los trabajadores no tienen patria. No se les puede quitar lo que no tienen. (…) Los proletarios no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!”
Tal es pues el principio general: los obreros no pueden ser divididos por intereses nacionales, deben unirse más allá de las fronteras: “La acción común [del proletariado], al menos de los países civilizados, es una de las primeras condiciones de su emancipación” (ídem). Pero ¿cómo poner ese principio en práctica? En la Europa de la mitad del siglo xix, quedaba claro para Marx y Engels que para estar en condiciones de tomar el poder, el proletariado debía en primer lugar convertirse en una fuerza política y social de mayor entidad y eso dependía del desarrollo de las relaciones sociales capitalistas. Este desarrollo requería el derrocamiento de la aristocracia, la destrucción de los particularismos feudales y la unificación de “grandes naciones históricas” (esta expresión es de Engels) con el fin de crear el extenso mercado interior que necesitaba el capitalismo para desarrollarse y, así, desarrollar el número, la fuerza y la organización de la clase obrera.
Para Marx y Engels, y en general para el movimiento obrero de aquél entonces, la unidad nacional, la supresión de los privilegios feudales y el desarrollo de la industria no podían realizarse sino mediante un movimiento democrático: la libertad de la prensa, el acceso a la educación, el derecho de asociación son reivindicaciones democráticas en el marco del Estado-nación e imposibles fuera de él. En qué medida eran necesarias esas condiciones, es algo discutible. Después de todo, el desarrollo industrial del siglo xix no se limitó a democracias como Gran Bretaña o Estados Unidos. Los regímenes autocráticos como la Rusia zarista o Japón bajo la Restauración Meiji también conocieron un progreso industrial sorprendente durante el mismo período. Sin embargo, el desarrollo de Rusia y Japón siguió dependiendo en gran parte del de los países democráticos más avanzados, y resulta significativo que el régimen reaccionario autocrático prusiano Junker, que dominaba Alemania, se viera obligado a respetar una serie de libertades democráticas.
Las reivindicaciones democráticas también servían los intereses de la clase obrera y eran importantes para ella. Como lo dijo Engels, daban a la clase obrera “un espacio” para respirar y desarrollarse. La libertad de asociación facilitó la organización contra la explotación capitalista. La libertad de prensa facilitó la posibilidad para los trabajadores de informarse, de prepararse política y culturalmente para la toma del poder. Por no estar todavía en condiciones de hacer su propia revolución, el movimiento obrero compartía entonces los objetivos inmediatos de otras clases y existía una fuerte tendencia a identificar la causa del proletariado con la del progreso, la unidad nacional y el combate por la democracia. He aquí un extracto de una intervención de Marx en 1848 en una reunión en Bruselas para celebrar el segundo aniversario del levantamiento de Cracovia (Polonia): “La revolución de Cracovia dio un ejemplo glorioso a toda Europa al identificar la causa de la nacionalidad a la causa de la democracia y de la liberación de la clase oprimida (…) Y encuentra la confirmación de sus principios en Irlanda donde el partido estrechamente nacional se fue a la tumba con O’Connell y donde el nuevo partido nacional es ante todo reformador y democrático” ([6]).
Sin embargo, la lucha por la unidad y la independencia nacional no se consideraba para nada como un principio universal. Así escribía Engels en 1860 en The Commonwealth: “Tal derecho a la independencia política de las grandes subdivisiones nacionales de Europa, reconocido por la democracia europea, no podía sino ser reconocido también por la clase obrera en particular. En realidad, sólo era reconocer a otras grandes comunidades nacionales con gran vitalidad el mismo derecho a una existencia nacional distinta que los trabajadores de cada país reclamaban para sí mismos. Pero este reconocimiento, y la simpatía ante esas aspiraciones nacionales, se limitaban a las grandes naciones de Europa, históricamente bien definidas; eran Italia, Polonia, Alemania, Hungría” ([7]). Engels continúa: “No hay países de Europa donde no hay distintas nacionalidades bajo el mismo gobierno. Los celtas de las Highlands y los galeses se diferencian sin duda alguna por la nacionalidad de los ingleses, pero no viene a la mente de nadie designar como naciones a esos restos de pueblos desaparecidos desde hace mucho tiempo, no más que a los habitantes célticos de Bretaña en Francia”. Engels establece claramente una diferencia entre “el derecho a la existencia nacional de los pueblos históricos de Europa” y la de los “numerosos pequeños vestigios de pueblos que, tras haber desempeñado un papel en la escena de la historia durante un período más o menos largo, finalmente han sido absorbidos por las naciones poderosas cuya mayor vitalidad les permitió superar los mayores obstáculos.”
¿Es Irlanda un caso particular?
El rechazo de un principio nacional que se aplica a todas las nacionalidades conduce naturalmente a plantearse la siguiente pregunta: ¿en qué Irlanda sería un caso particular? ¿Por qué Marx y Engels no defendieron la idea de que Irlanda fuese absorbida simplemente por Gran Bretaña como condición para su desarrollo industrial?
Pues no cabe duda de que, para ellos, Irlanda era un “caso particular”, con un significado especial. En un momento dado, Marx hasta llegó a defender que Irlanda era la clave de la revolución en Inglaterra al igual que Inglaterra era la clave de la revolución en Europa.
Había dos razones. En primer lugar, Marx estaba convencido de que la expoliación brutal del campesinado irlandés por los latifundistas ingleses “ausentes” ([8]) era uno de los principales factores que mantenían a la clase aristocrática reaccionaria en su sitio e impedían la vía del progreso democrático y económico.
La otra razón, y seguramente la más importante, era el factor moral. La soberanía de Inglaterra sobre una Irlanda reticente y el tratamiento al que se sometía a los irlandeses, en particular a los obreros irlandeses, como una subclase esclava, no solo eran injustos y ofensivos, sino que también corrompían moralmente a los propios obreros ingleses. ¿Cómo podría sublevarse la clase obrera inglesa contra el orden existente si seguía siendo cómplice de su propia clase dominante en la opresión nacional de los irlandeses? Ese era el razonamiento de Marx. Además, mientras los irlandeses se vieran privados de su dignidad nacional, siempre seguiría habiendo proletarios irlandeses listos para alistarse en el ejército inglés y participar en el aplastamiento de las revueltas de los obreros ingleses –como Connolly lo demostraría más tarde.
La insistencia en la independencia irlandesa se extendió a la Primera Internacional –como lo defendió Engels en 1872: “Cuando los miembros de la Internacional que pertenecen a una nación conquistadora piden a los que pertenecen a una nación oprimida, no solamente en el pasado, sino también en el presente, que olviden su situación y su nacionalidad específica, “borrar todas las oposiciones nacionales”, etc., no demuestran internacionalismo. Defienden simplemente el sometimiento de los oprimidos intentando justificar y perpetuar la soberanía del conquistador bajo el velo del internacionalismo. En este caso, eso no haría más que reforzar la opinión, ya muy extendida entre los obreros ingleses, según la cual son seres superiores con relación a los irlandeses y representan una especie de aristocracia, como los blancos de los Estados esclavistas norteamericanos creían serlo con relación a los negros.
“En un caso como el de los irlandeses, el verdadero internacionalismo debe necesariamente basarse en una organización nacional autónoma: los irlandeses, como las demás nacionalidades oprimidas, no pueden entrar en la Asociación Obrera Internacional sino en igualdad con los miembros de la nación conquistadora y protestando contra tal opresión. En consecuencia, las secciones irlandesas no solo tienen el derecho sino también el deber de declarar en los preámbulos de sus estatutos que su tarea primera y más urgente, como irlandeses, es la de conquistar su propia independencia nacional” ([9]).
Esencialmente, es la misma lógica que llevó a Lenin a insistir para que el programa del Partido Bolchevique incluyera el derecho de las naciones a la autodeterminación: era la única vía, desde su punto de vista, para que el rechazo hacia el “chauvinismo gran ruso” (equivalente entre los obreros de Rusia de los sentimientos de superioridad de los obreros ingleses hacia los irlandeses) se hiciera explícito e inequívoco.
La unidad nacional dentro de fronteras nacionales definidas, la democracia, el progreso y los intereses de la clase obrera, todo eso era considerado entonces como si evolucionaran en la misma dirección. Incluso Marx – de quien no podemos sospechar que albergara fantasías sentimentales– previó, quizá en momentos de optimismo imprudente, la posibilidad para los obreros de tomar el poder por la vía electoral en países como Gran Bretaña, Holanda o Estados Unidos. Pero en ningún momento la unidad nacional ni la democracia se consideraron como el objetivo final, eran simplemente principios contingentes en el camino del objetivo final: “Los obreros no tienen patria. ¡Proletarios del mundo, uníos!”
El problema de tales principios contingentes es que pueden ser solidificados como principios abstractos e invariantes de tal modo que ya no expresan la dinámica de evolución de un verdadero desarrollo histórico sino, al contrario, arrastran hacia atrás o, peor, se transforman en obstáculos activos. Y eso, como lo vamos a ver, es lo que ocurrió con la perspectiva del movimiento socialista sobre la cuestión nacional a finales del siglo xix. Pero en primer lugar, detengámonos brevemente sobre cómo expresaba concretamente Connolly las ideas dominantes de la Segunda Internacional.
Aunque vivió algunos años en Estados Unidos en donde se había unido a los IWW ([10]), Connolly siguió siendo sobre todo un socialista irlandés. Adoptó los métodos del sindicalismo industrial en contra del sindicalismo obtuso de las corporaciones, se unió a Jim Larkin para construir el Irish Transport & General Workers Unión (ITGWU) y desempeñó un papel clave en la gran huelga y el lockout de Dublín en 1913. Pero incluso en esa época, en Estados Unidos, Connolly fue sucesivamente miembro del Socialist Labor Party de Daniel de Leon y del Socialist Party of America y es justo decir que dedicó su vida a construir una organización política socialista en Irlanda. Hubiera definido probablemente esta organización como marxista si le hubiera interesado poner una etiqueta teórica sobre una organización. Es cierto que su Irish Socialist Republican Party ([11]) era reconocido de pleno derecho como delegación irlandesa en el Congreso de 1900 de la Segunda Internacional. Pero no se tiene casi ninguna información, en los escritos de Connolly, sobre si conoció o participó en los debates de la Internacional, sobre la cuestión nacional en particular; y eso es tanto más sorprendente, pues había hecho el esfuerzo de aprender a leer el alemán con bastante fluidez.
Connolly creía que el socialismo no podría por así decirlo sino crecer sobre un terreno nacional. En realidad, su gran estudio Labour in Irish History está parcialmente dedicado a poner de manifiesto que el socialismo surge naturalmente de las condiciones irlandesas; él destaca en particular los escritos de William Thompson en los años 1820 al que considera, con razón en cierta medida, como uno de los precursores de Marx en la definición del trabajo como la fuente del capital y de la ganancia ([12]).
No es entonces sorprendente ver a Connolly, en un artículo de 1909 en The Irish Nation titulado “Sinn Fein, socialism and the nation”, defender el acercamiento entre “los miembros del Sinn Fein que simpatizan con el socialismo” y “los socialistas que se dan cuenta de que el movimiento socialista ha de basarse en las condiciones históricas y actuales del país en el que actúan y sacar de él su inspiración, y no perderse simplemente en un “internacionalismo” abstracto (que no tiene nada que ver con el verdadero internacionalismo del movimiento socialista).” En el mismo artículo, Connolly se opone a los socialistas que, “observando que los que hablan más alto sobre “Irlanda como nación” son a menudo los que machacan sin piedad a los pobres, los que más critican con fuerza el nacionalismo y, aun oponiéndose a la opresión en todos los tiempos, también se oponen a las rebeliones nacionales por la independencia nacional” así como a los que “principalmente reclutados entre los obreros de las ciudades del Noreste en Ulster, fueron liberados de la soberanía de los capitalistas y latifundistas Tory y de la Orden de Orange por las ideas socialistas y la lucha de clases, y para quienes el nacionalismo irlandés no es sino una bandera verde mientras que el English Independent Labour Party ofrece medidas prácticas para aliviarlos de la opresión capitalista… o sea que van naturalmente allí donde se imaginan que tendrán un alivio” (traducido por nosotros).
Identificar a la clase obrera con la nación podía, plausiblemente, pretender reivindicarse de Marx y Engels. Después de todo, se puede leer en El Manifiesto que “… en la medida en que el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque en modo alguno en el sentido burgués.” Y la misma idea está en los escritos de Kautsky de 1887: “Como para las libertades burguesas, los proletarios deben comprometerse a favor de la unidad y la independencia de su nación contra los elementos reaccionarios, particularistas, como frente a los posibles ataques del exterior. (…) En el Imperio romano decadente, los antagonismos sociales habían aumentado tanto y el proceso de descomposición de la nación romana, si se puede designarla como tal, se había vuelto tan intolerable que muchos eran los que veían como un salvador al bárbaro germánico, ese enemigo del país. Todavía no estamos en esa situación, al menos en los Estados nacionales. Claro está que no deja de crecer el antagonismo entre burguesía y proletariado, pero simultáneamente éste siempre se afirma más como el núcleo de la nación, por el número y la inteligencia, y los intereses del proletariado y los de la nación no dejan de converger crecientemente. Una política hostil a la nación sería entonces puro suicidio por parte del proletariado” ([13]).
Retrospectivamente, resulta fácil ver cómo trasluce detrás de esa definición de la nación y del proletariado la traición de 1914 – la defensa de la “cultura” alemana contra la barbarie zarista –. Pero la retrospectiva no puede ser de ninguna ayuda actualmente y el hecho es que el movimiento marxista a finales del siglo xix falló en gran parte en la reevaluación de su análisis sobre la cuestión nacional ante una realidad cambiante.
Durante cuarenta años, el movimiento socialista no cuestionó realmente la hipótesis optimista de El Manifiesto según la cual “El aislamiento nacional y los antagonismos entre los pueblos desaparecen de día en día con el desarrollo de la burguesía, la libertad de comercio y el mercado mundial, con la uniformidad de la producción industrial y las condiciones de existencia que le corresponden”. Eso era verdad hasta cierto punto –ya volveremos a ese tema más adelante– puesto que en los años 1890 la “cuestión nacional” iba a encontrarse en primer plano del escenario político como nunca antes, precisamente debido a la extensión fenomenal de las relaciones sociales capitalistas y de la producción industrial. Con el desarrollo de las condiciones modernas de producción aparecieron en la Europa central y oriental, nuevas burguesías nacionales con aspiraciones nacionales modernas. El debate que esto provocó sobre la cuestión nacional adquirió una nueva importancia, sobre todo para la socialdemocracia rusa respecto a Polonia y al Imperio austrohúngaro, respecto a las aspiraciones nacionales de los checos y de una multitud de pueblos eslavos más pequeños.
La crítica del Estado-nación por Luxemburg
La forma en que se planteaba la cuestión nacional debía pues cambiar durante los treinta últimos años del siglo xix.
En primer lugar, como lo demostró Luxemburg en La cuestión nacional y la autonomía, en cuanto la clase burguesa ha conquistado su mercado interior, debe convertirse necesariamente en Estado imperialista conquistador. Más aún, en la fase imperialista del capitalismo, todos los Estados están obligados a pretender por medios imperialistas abrirse una brecha en el mercado mundial. Respondiendo al postulado de Kautsky de un capitalismo que evoluciona hacia un “super-Estado” único, Luxemburg escribe: “Sin embargo, ese Estado nacional “más perfecto” no es sino una abstracción fácilmente susceptible de ser desarrollada y defendida teóricamente pero que no se corresponde con la realidad. (…) El desarrollo imperialista, característica relevante de la era contemporánea que adquiere cada día mayor preponderancia gracias al progreso del capitalismo, condena a priori a un sinnúmero de pequeñas y medianas naciones a la impotencia política” ([14]). “El razonamiento de que un Estado independiente constituye, sea como fuere, la “óptima garantía” de la existencia y del desarrollo nacionales significa que se emplea el concepto de Estado nacional como una categoría totalmente abstracta. El Estado nacional, considerado únicamente desde el punto de vista nacional, solo como garantía y símbolo de la libertad y de la independencia es como un harapo raído y gastado, un residuo de la putrefacta ideología pequeñoburguesa alemana, italiana, húngara, que imperaba en la Europa central durante la primera mitad del siglo xix; es una frase sin sentido, tomada del enmohecido arsenal del liberalismo burgués” ([15]) (…) “Los “Estados nacionales”, aun en su forma republicana, no constituyen de manera alguna la creación ni la expresión de la “voluntad de los pueblos”, tal como dice el enunciado de la teoría liberal y como repite tras él el anarquismo. “Los Estados nacionales” representan hoy día el mismo instrumento y forma de dominación clasista de la burguesía que los Estados no nacionales, usurpadores, y que, como tales, desarrollan precisamente solo las tendencias hacia la rapiña, la guerra y la opresión; es decir, tienden a convertirse en “no nacionales”. Por esta razón, entre los Estados nacionales existen continuas pugnas a causa de intereses contradictorios, y aun si todos los Estados pudieran, mediante algún milagro, transformarse en “nacionales”, ya al día siguiente presentarían el mismo cuadro de guerras mutuas, conquistas y opresión” ([16]).
Para las pequeñas nacionalidades, eso significaba inevitablemente que la única “independencia” nacional posible era trasladarse de la órbita de un Estado imperialista más potente para ligarse con otro. Esto se ilustró más claramente que en cualquier otro lugar en las negociaciones llevadas a cabo por el Irish Volunteers (precursores del IRA) con el imperialismo alemán mediante la organización irlandesa en Estados Unidos, Clan Na Gael, con Roger Casement que actuó como embajador ante Alemania ([17]). Casement solía pensar que 50.000 soldados alemanes eran necesarios para un levantamiento victorioso, obviamente imposible sin una victoria alemana decisiva en el mar. La tentativa de desembarcar un cargamento de fusiles procedente de Alemania a tiempo para el levantamiento de 1916 acabó en descalabro, pero sigue siendo una prueba abrumadora de la preparación del nacionalismo irlandés para participar en la guerra imperialista.
Al abandonar el análisis marxista de clase sobre la guerra imperialista como producto del capitalismo sean cuales sean las naciones, Connolly también abandonó la posición de la independencia de la clase obrera respecto a los capitalistas. Se puede ver hasta dónde fue en esta dirección en la ingenuidad culpable de su descripción idílica de una “Alemania pacífica” combinada con un ataque algo racista contra los obreros ingleses “medio educados”: “Basando sus esfuerzos industriales en una clase obrera educada, [la nación alemana] llegó en los talleres a resultados a los que la clase obrera de Inglaterra a medio educar no podría sino aspirar. La clase obrera inglesa arrastrada a un servilismo de esclavo con respecto a los métodos empíricos y sometida a directores ligados a procesos tradicionales que poco a poco se ven dominados por un nuevo rival que reclutó a los científicos más competitivos que cooperaban con los obreros más educados (…). Quedaba claro que, ya que Alemania no podía ser derrotada económicamente en una justa competencia, debía serlo injustamente organizando contra ella una conspiración militar y naval (…) Eso significó llamar a las fuerzas de las potencias bárbaras para aplastar y obstaculizar el desarrollo de las potencias industriales pacíficas” ([18]). Uno se pregunta lo que las decenas de miles de africanos masacrados tras la rebelión de los hereros en 1904 ([19]), o también los habitantes de Tsingtao anexionado por las armas por Alemania en 1898, pensarían de las “potencias pacíficas” de la industria alemana.
Los “Estados nacionales” no solo tienden inevitablemente a convertirse en Estados imperialistas y conquistadores, como lo demuestra Luxemburg, sino que también se vuelven “menos nacionales” como resultado del desarrollo industrial y de la emigración de la fuerza de trabajo de los campos hacia las nuevas ciudades industriales. En el caso de Polonia, en 1900, no sólo el “Reino de Polonia” (o sea la parte de Polonia que había sido incorporada al Imperio ruso durante el siglo xviii) se industrializaba rápidamente, sino que también lo hacían las regiones étnicamente polacas bajo soberanía alemana ([20]) (Alta Silesia) y austrohúngara (Silesia de Cieszyn). Además, las regiones industriales eran menos polacas desde el punto de vista étnico: los obreros de la gran ciudad industrial textil de Lodz eran principalmente de origen polaco, alemán y judío con algunas otras nacionalidades incluso ingleses y franceses. En Alta Silesia, los obreros eran alemanes, polacos, daneses, ucranianos, etc. Cuando Marx llamaba a la independencia nacional de Polonia como muralla contra el absolutismo zarista, prácticamente no existía clase obrera polaca; desde entonces, la actitud de los socialistas polacos hacia la nación polaca se había convertido en un problema clave, que llevó a una escisión entre el Partido Socialista Polaco (Polska Partia Socjalistyczna, PPS) a la derecha y la Socialdemocracia del Reino de Polonia y Lituania (SDKPiL) a la izquierda.
Para el PPS, la independencia polaca significaba la separación de Polonia de Rusia, pero, también, la unificación de las partes de la Polonia histórica entonces bajo soberanía alemana o austríaca, donde los obreros polacos trabajaban codo a codo con alemanes (y de otras nacionalidades). En efecto, el PPS consideraba que la revolución proletaria dependía de la “solución” de la “cuestión nacional” que no podía, como lo decía Luxemburg, sino conducir a la división en la clase obrera organizada en Alemania y Austria-Hungría. En el mejor de los casos sería un extravío, en el peor la destrucción de la unidad obrera.
Para Luxemburg y para el SDKPiL, al contrario, toda resolución de la cuestión nacional dependía de la toma del poder por la clase obrera internacional ([21]). La única forma para los obreros de oponerse a la opresión nacional era unirse a la socialdemocracia internacional: al acabar con toda opresión, la socialdemocracia también acabaría con la opresión nacional: “No solamente [el Congreso de Londres de 1896] planteó el problema polaco y los de todos los demás pueblos oprimidos, sino que al mismo tiempo como único remedio a la opresión nacional invitó, a los obreros de todas las naciones afectadas, a no dedicarse cada uno en su país a edificar Estados independientes capitalistas, sino a unirse en las filas del socialismo internacional, para acelerar la creación del sistema socialista que eliminará radicalmente, al mismo tiempo que la opresión de clase, cualquier otro tipo de opresión, incluida la opresión nacional” ([22]).
Cuando Luxemburg decidió oponerse al nacionalismo polaco del PPS en la Segunda Internacional, estaba totalmente consciente de hacer frente a una “vaca sagrada” del movimiento socialista y democrático: “El socialismo polaco ocupa –o, en cualquier caso, ocupó– un lugar único en sus relaciones con el socialismo internacional, una posición que se remonta directamente a la cuestión nacional polaca”. Pero como dijo y demostró muy claramente, defender al pie de la letra en 1890 el apoyo aportado en 1848 por Marx a la independencia de Polonia no era solamente negarse a reconocer que la realidad social había cambiado sino también transformar el propio marxismo, hacer de un método vivo de investigación de la realidad un dogma casi religioso y reseco.
En realidad, Luxemburg fue más lejos, considerando que Marx y Engels habían tratado la cuestión polaca esencialmente como un problema de “política exterior” para la democracia revolucionaria y el movimiento obrero: “Incluso al primer vistazo, esa opinión [o sea, la posición de Marx sobre Polonia] revela una ausencia deslumbrante de relación interna con la teoría social del marxismo. Al no conseguir analizar a Polonia y Rusia como sociedades de clase con sus contradicciones económicas y políticas en su seno, observándolas no desde el punto de vista del desarrollo histórico sino como si vivieran en condiciones fijas, absolutas, como unidades no diferenciadas y homogéneas, esta opinión es contraria a la esencia del marxismo.” Es como si Polonia – y por supuesto también Rusia – pudiera hasta cierto punto considerarse como “externa” al capitalismo.
El desarrollo de las relaciones sociales capitalistas tuvo esencialmente el mismo efecto en Irlanda que en Polonia. Aunque Irlanda fue sobre todo un país de emigración, la clase obrera irlandesa no era homogénea ni mucho menos: al contrario, la región con la industria más desarrollada era Belfast (la industria textil y los astilleros Harland and Wolff) donde los obreros eran descendientes de la población celta católica, que hablaba a menudo gaélico, y de los descendientes de los protestantes, de escoceses e ingleses que “se habían establecido” en Irlanda (gracias a la deportación violenta de la población de origen) por Oliver Cromwell y sus sucesores. Y esta clase obrera ya había comenzado a mostrar la vía de la única solución posible a la “cuestión nacional” en Irlanda, unificando sus filas en las huelgas masivas de Belfast en 1907. Los obreros irlandeses estaban presentes en todas las regiones industriales más importantes de Gran Bretaña, en particular en Glasgow y Liverpool.
La cuestión moral que Marx había planteado – el problema del sentimiento de superioridad de los obreros ingleses sobre los irlandeses – ya no se limitaba a Irlanda y a los irlandeses: la necesidad constante del capital de absorber más fuerza de trabajo implicaba migraciones masivas de las economías agrícolas hacia las regiones recientemente industrializadas, mientras que la extensión de la colonización europea llevaba a los obreros europeos a entrar en contacto con asiáticos, africanos, indios… por todo el planeta. En ningún sitio la inmigración fue tan importante como en la potencia capitalista que era Estados Unidos, país que no sólo conoció una enorme afluencia de obreros procedentes de toda Europa, sino también de fuerza de trabajo barata procedente de Japón y China y, obviamente, la migración de los obreros negros de los campos de algodón del Sur atrasado hacia los nuevos centros industriales del Norte: el legado de la esclavitud y los prejuicios racistas siguen siendo todavía “una llaga abierta” (utilizando una expresión de Luxemburg) en Estados Unidos hoy. Inevitablemente, aquellas oleadas de inmigración aportaron con ellas los prejuicios, las incomprensiones, el rechazo… toda la degradación moral que Marx y Engels habían constatado en la clase obrera inglesa se seguía reproduciendo. Cuanto más mezcla la inmigración a poblaciones de orígenes diversos, más absurda resulta la idea “de independencia nacional” como solución a los prejuicios. Sobre todo, teniendo en cuenta que entre los factores que sustentan todos esos prejuicios existe uno, universal y mucho más antiguo que cualquier prejuicio nacional, que tiene todavía mayor raigambre en el corazón de la clase obrera: la supuesta e irracional superioridad de los hombres sobre las mujeres. Marx y Engels habían identificado ahí un problema real, incluso crucial. Si se mantuviera, acabaría debilitando mortalmente la lucha de una clase cuyas únicas armas son su organización y su solidaridad de clase. Pero no podía y no podrá resolverse sino mediante la experiencia del trabajo y de la vida común, mediante la solidaridad mutua impuesta por las exigencias de la lucha de clase.
¿Qué condujo a James Connolly a acabar su vida en una contradicción tan flagrante con el internacionalismo que siempre había defendido? Aparte de las debilidades inherentes a su visión nacional que compartía con la mayoría de la Segunda Internacional, es posible – aunque se trate de pura especulación por nuestra parte – que su confianza en la clase obrera se hubiera quebrado por dos importantes derrotas: la de la huelga de Dublín de 1913 y la repugnante negativa de los sindicatos británicos de dar al ITGWU el apoyo adecuado y, sobre todo, activo; y la desintegración de la Internacional ante la prueba de la Primera Guerra Mundial. Si tal fue el caso, sólo podemos decir que Connolly sacó conclusiones falsas. El fracaso de la huelga de Dublín, producto del aislamiento de los obreros irlandeses, puso de manifiesto no que los obreros irlandeses debían buscar la salvación en la nación irlandesa sino, al contrario, que los límites de la pequeña Irlanda ya no podían seguir conteniendo la batalla entre el capital y el trabajo que se dirimía ya entonces en un escenario mucho más amplio; y la Revolución rusa, un año solamente después del aplastamiento del levantamiento de Pascua, debía poner de manifiesto que la revolución obrera, y no la insurrección nacional, era la única esperanza de acabar con la guerra imperialista y la miseria de la dominación capitalista.
Jens, abril de 2016
[1] Léase al respecto "Contra el concepto de jefe genial”, Revista Internacional no 33, https://es.internationalism.org/revista-internacional/200802/2182/problemas-actuales-del-movimiento-obrero-contra-el-concepto-de-jef.
[2] Sean O’Casey fue escritor y uno de los dramaturgos más ilustres de lengua inglesa del siglo xx. Nacido en una familia pobre protestante de Dublín, se incorporó inicialmente a la Liga Gaélica en 1906 antes de adherirse al movimiento obrero. Es uno de los fundadores del Irish Citizen Army, pero rompe con Connolly rechazando cualquier apoyo al nacionalismo irlandés. Véase nuestro artículo “Sean O'Casey and the 1916 Easter Rising” (Sean O’Casey y el alzamiento nacionalista irlandés de Pascua en 1916”), en https://en.internationalism.org/wr/292_1916_rising.html; o, en su versión francesa, en https://fr.internationalism.org/irlande.htm.
[3] Vuelto a publicar en Word Revolution nº 373, https://en.internationalism.org/icconline/201603/13876/james-connolly-an....
[4] “James Connolly opposes Irish independence”(James Connolly contra la independencia irlandesa), en inglés: https://en.internationalism.org/icconline/2010/7/connolly y en francés https://fr.internationalism.org/ri416/james_connolly_s_oppose_a_l_independance_irlandaise.html
[5][5] Al menos en Europa continental. En realidad, el proletariado ya había aparecido en primer lugar como tal en Gran Bretaña con el Ludismo (a principios del s. XIX), y más tarde con el Cartismo (chartism).
[6] https://library.fes.de/pdf-files/bibliothek/bestand/kmh-bak-2291.pdf. Traducido por nosotros.
[7] https://www.marxists.org/history/etol/newspape/ni/vol10/no07/engels.htm. Traducido por nosotros.
[8] Uno de los factores del atraso de la sociedad irlandesa era que gran parte del territorio pertenecía a señores rentistas ingleses a los que no les importaba cuidar las explotaciones agrarias y menos aún invertir en ellas; lo único que les interesaba era embolsar los ingresos más elevados posibles.
[9] https://www.marxists.org/francais/marx/works/00/parti/kmpc062.htm, traducido por nosotros.
[10] Industrial Workers of the World, sindicalista revolucionario.
[11] Connolly es uno de los fundadores del ISRP en 1896. Aunque sin duda nunca contó con más de 80 miembros, tuvo influencia en la política socialista irlandesa más tarde, defendiendo con el Sinn Fein el principio de una República de Irlanda. El partido vivió hasta 1904 y publicó el Workers’Republic.
[12] “Si queremos evaluar lo que aportaron Thompson y Marx, no les haríamos justicia oponiéndolos, ni haciendo la apología de Thompson para rebajar a Marx, como lo pretenden hacer algunos críticos de Marx en el Continente. Al contrario, debemos decir que las posiciones respectivas de este genio irlandés y de Marx pueden compararse a las relaciones históricas entre los evolucionistas predarwinianos y Darwin; así como Darwin sistematizó todas las teorías de sus antecesores y pasó su vida acumulando hechos para establecer su opinión con respecto a las demás, Marx descubrió la verdadera línea del pensamiento económico ya indicada y utilizó su genio, sus conocimientos y su investigación enciclopédica para basarla sobre fundamentos inquebrantables. Thompson barrió las ficciones económicas defendidas por los economistas ortodoxos y aceptadas por los utópicos, según los cuales la ganancia venía del intercambio, y declaró que venía de la sumisión del trabajo y de su apropiación por parte de los capitalistas y latifundistas, de los frutos del trabajo de otros. (…) Toda la teoría de la guerra de clase no es sino una deducción de este principio. Pero, aunque Thompson haya reconocido esta guerra de clase como un hecho, no la consideró como un factor, como el factor de la evolución de la sociedad hacia la libertad. Es lo que Marx hizo y, en nuestra opinión, ahí reside su gloria principal y suprema”, Labour en Irish History, traducido del inglés por nosotros.
Marx siempre citaba escrupulosamente sus fuentes y concedía crédito a los pensadores que lo precedieron. Cita en efecto el trabajo de Thompson en el primer volumen de El Capital, en el capítulo sobre “La división del trabajo y la manufactura”.
[13] “Die moderne Nationalität”, Neue Zeit V, 1887 (traducido por nosotros).
[14] Rosa Luxemburg, La cuestión nacional y la autonomía, capitulo “El derecho de los pueblos a la autodeterminación”.
[15] Ídem, capitulo “El Estado nacional y el proletariado”.
[16] Ídem.
[17] Véase Ireland since the Famine, FSL Lyons, Fontana Press, pp 340-350.
[18] Extracto de un artículo titulado “La guerra a la nación alemana”, El obrero irlandés. https://www.marxists.org/archive/connolly/1914/08/waronman.htm. Traducido por nosotros.
[19] Namibia hoy; entonces era el África del Sudoeste Alemana. Un testigo ocular informó de una derrota de los hereros (etnia mayoritaria): “Estaba presente cuando los hereros perdieron una batalla cerca de Waterberg. Tras la batalla, todos los hombres, mujeres y niños que cayeron presos entre las manos de los alemanes, heridos o no, fueron ejecutados sin piedad. Luego los alemanes persiguieron a los que se habían salvado, a los que encontraban por los caminos o las praderas, y los asesinaron. La gran mayoría de los hombres hereros no tenía armas y era incapaz de oponer una resistencia por mínima que fuera. Solamente intentaban huir con su ganado.” El alto mando de las fuerzas alemanas era totalmente consciente de esas atrocidades y las aprobaba.
[20] Luxemburg era muy solicitada por el SPD alemán por ser uno de sus raros, y ciertamente mejores, oradores y agitadores en polaco.
[21] Sería quizá necesario destacar – aunque esto sobrepase el marco de este corto estudio – que existían muchos desacuerdos e incertidumbres sobre lo que se define bajo el término de “nación”. ¿Era la lengua (como lo sostenía Kautsky), o era una “identidad cultural” más vagamente definida, como lo pensaba Otto Bauer? La cuestión sigue siendo válida – y estando abierta – hasta hoy.
[22] Esta cita y las que siguen son del “Prólogo” escrito por Luxemburg a La cuestión polaca y el movimiento socialista, una recopilación de documentos del Congreso de Londres de la Segunda Internacional de 1896, donde Luxemburg se opuso con éxito al PPS que pretendía hacer de la independencia y la unificación polaca una reivindicación concreta e inmediata de la Internacional.