¿Por dónde va la crisis económica? - Una economía corroída por la descomposición

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¿Por dónde va la crisis económica?

Una economía corroída por la descomposición

La crisis del sistema monetario europeo durante el verano de 1993 ha puesto en evidencia algunas de las tendencias más profundas y significativas que manifiesta actualmente la economía mundial. Al demostrar la importancia que han adquirido las prácticas artificiales y destructivas como la especulación masiva, al poner al desnudo la pujanza de las tendencias de «cada uno a la suya» que oponen a las naciones entre ellas, estos acontecimientos perfilan el porvenir inmediato del capitalismo: un porvenir marcado por el sello de la degeneración, la descomposición y la autodestrucción. Estas sacudidas monetarias no son mas que manifestaciones superficiales de una realidad mucho más dramática: la creciente incapacidad del capitalismo como sistema para superar sus propias contradicciones. Para la clase obrera, para las clases explotadas de todo el planeta, que sufren el paro masivo, la reducción de los salarios reales, la disminución de las «prestaciones sociales» etc., se trata del ataque económico más violento desde la Segunda Guerra mundial.

Los especuladores entierran  Europa... Occidente está al  borde del desastre»([1]). En estos términos comentaba Maurice Allais, premio Nobel de economía, los sucesos que, a finales de 1993, casi hacen estallar el SME. Un defensor tan eminente del orden establecido, no podía menos que ver las dificultades económicas de su sistema como resultado de la acción de elementos «exteriores» a la máquina capitalista. En este caso, «los especuladores». Pero la catástrofe económica actual es de tal magnitud, que obliga incluso a los burgueses más obtusos a un mínimo de lucidez, al menos para constatar la amplitud  de los estragos.

Las tres cuartas partes del planeta (el llamado Tercer mundo, el ex bloque soviético), ya no están «al borde del desastre», sino plenamente inmersos en él. A su vez, el último reducto, si no de prosperidad, por lo menos de no desmoronamiento, «Occidente», también se está hundiendo. Desde hace tres años, potencias como Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido, se enfangan en la recesión más larga y profunda desde la Guerra. El «relanzamiento» económico en Estados Unidos, que los «expertos» habían saludado, y que se basaba en tasas de crecimiento positivas del PIB en este país (3,2% en el segundo semestre del 92), se ha deshinchado a principios de 1993: 0,7% en el primer trimestre y 1,6% en el segundo, es decir, prácticamente estancamiento (los «expertos» esperaban al menos 2,3% para el segundo trimestre). La «locomotora americana», que había arrastrado el relanzamiento en Occidente después de las recesiones de 1974-75 y 1980-82, se ahoga antes incluso de haber empezado a tirar del tren. En cuanto a los otros dos grandes polos de «Occidente», Alemania y Japón, se hunden en la recesión. En el mes de mayo de 1993, la producción industrial había caído, en doce meses, 3,6 % en Japón, 8,3 % en Alemania.

En este contexto estalla la crisis del Sistema monetario europeo (SME), la segunda en menos de un año([2]). Bajo la presión de una ola mundial de especulación, los gobiernos del SME se ven obligados a renunciar a su compromiso de mantener sus monedas vinculadas entre sí por tipos de cambio estables. Al aumentar los márgenes de fluctuación de esos cambios del 5 al 30 %, han reducido prácticamente esos acuerdos a pura palabrería.

Aún si estos acontecimientos se sitúan en la esfera particular del mundo financiero del capital, son un producto de la crisis real del capital. Son significativos al menos en tres aspectos importantes, de las tendencias profundas que definen la dinámica de la economía mundial.

1.El desarrollo sin precedentes de la especulación, el trapicheo y la corrupción

La amplitud de las fuerzas especulativas que han sacudido el SME es una de las características más importantes del periodo actual. Después de haber especulado con todo durante los años 80 (acciones en bolsa, inmobiliario, objetos de arte, etc.), después de haber visto empezar a hundirse cantidad de valores especulativos con la llegada de los años 90, los capitales han encontrado uno de los últimos refugios en la especulación en los mercados cambiarios. Cuando se produjo la crisis del SME, se estimaba que los flujos financieros internacionales dedicados cada día a la especulación monetaria llegaban al billón de dólares (o sea, el equivalente a la producción anual del Reino Unido), ¡cuarenta veces el monto de los flujos financieros correspondientes a los saldos de cuentas comerciales! Aquí ya no se trata de algunos hombres de negocios poco escrupulosos que buscan beneficios rápidos y arriesgados. Toda la clase dominante, con sus bancos y sus Estados en cabeza, se lanza a esta actividad artificial y totalmente estéril desde el punto de vista de la riqueza real. Y lo hace, no porque sea un modo más sencillo de amasar beneficios, sino porque en el mundo real de la producción y el comercio, tiene cada vez menos medios para hacer fructificar de otra forma su capital. El recurso al beneficio especulativo es antes que nada la manifestación de la dificultad para realizar beneficios reales.

Por las mismas razones, la vida económica del capital se ve cada vez más infectada por las formas más degeneradas de toda clase de trapicheos y por la corrupción política generalizada. Las ganancias del tráfico de drogas a nivel mundial se han hecho tan importantes como las del comercio de petróleo. Las convulsiones de la clase política italiana revelan la magnitud de los beneficios producto de la corrupción y de toda clase de operaciones fraudulentas.

Ciertos moralistas radicales de la burguesía deploran el rostro cada vez más horrible de su «democracia» a medida que envejece. Quisieran librar al capitalismo de los «especuladores rapaces», de los traficantes de droga, de los hombres políticos corruptos. Así por ejemplo, Claude Julien, del prestigioso Le Monde diplomatique([3]), propone muy en serio a los gobiernos democráticos: «Esterilizar los enormes beneficios financieros que engendra el tráfico, impedir el blanqueo de dinero negro, y para hacer eso, suprimir el secreto bancario y eliminar los paraísos fiscales».

Los defensores del sistema, como no llegan a vislumbrar ni por un instante que pueda existir otra forma de organización social diferente del capitalismo, creen que los peores aspectos de la sociedad actual podrían eliminarse mediante algunas leyes enérgicas. Creen que se enfrentan a enfermedades leves y curables, cuando en realidad se trata de un cáncer generalizado. Un cáncer como el que descompuso la sociedad antigua romana en decadencia. Una degeneración que no desaparecerá más que con la destrucción del propio sistema.

2.La obligación de hacer trampas con sus propias leyes

La incapacidad de los países del SME para mantener una verdadera estabilidad en el dominio monetario, traduce la incapacidad creciente del sistema para vivir de acuerdo con sus propias reglas más elementales. Para comprender mejor la importancia y la significación de este fracaso vale la pena recordar por qué se creó el SME, a qué necesidades se supone que respondía.

La moneda es uno de los instrumentos más importantes de la circulación capitalista. Constituye un medio de medir lo que se intercambia, de conservar y acumular el valor de las ventas pasadas para poder hacer las compras futuras, permite el intercambio de las más diversas mercancías, cualquiera que sea su naturaleza y su origen, porque constituye un equivalente universal. El comercio internacional necesita monedas internacionales: la libra esterlina hizo ese papel hasta la Primera Guerra mundial, y después la suplantó el dólar. Pero eso no es suficiente. Para comprar y vender, para poder recurrir a los créditos, también es preciso que las diferentes monedas nacionales se intercambien entre sí con medios dignos de crédito, con suficiente constancia para no falsear totalmente el mecanismo de intercambio.

Si no hay un mínimo de reglas que se respeten en este terreno, las consecuencias se dejan sentir en toda la vida económica. ¿Cómo se puede comerciar cuando ya no se puede prever si el precio que se paga por una mercancía es el que se ha acordado en el momento del pedido? En pocos meses, por el juego de las fluctuaciones monetarias, el beneficio que se saca de la venta de una mercancía puede verse así transformado en pérdida completa.

Hoy día, la inseguridad monetaria a nivel internacional es tan grande que cada vez más vemos resurgir esa forma arcaica del intercambio que es el trueque, es decir, el intercambio directo de mercancías sin recurrir a la mediación del dinero.

Entre las trampas monetarias que permiten sortear, al menos momentáneamente, los límites impuestos por las reglas capitalistas, hay una que hoy ha cobrado una importancia de primer orden. Los «economistas» la llaman púdicamente «devaluación competitiva». Se trata de una «trampa» a las leyes más elementales de la concurrencia capitalista: en vez de servirse del arma de la productividad para ganar espacios en el mercado, los capitalistas de una nación devalúan la apreciación internacional de su moneda. Como consecuencia, los precios de sus mercancías disminuyen en el mercado internacional. En vez de proceder a complejas y difíciles reorganizaciones del aparato productivo, en vez de invertir en máquinas cada vez más costosas para garantizar una explotación más eficaz de la fuerza de trabajo, basta con dejar que se hunda la apreciación de su moneda. La manipulación financiera prevalece sobre la productividad real. Una devaluación exitosa incluso puede permitir que un capital nacional cuele sus mercancías en los mercados de otros capitalistas que sin embargo son más productivos.

El SME constituye una tentativa de limitar este tipo de práctica que convierte en un timo cualquier «arreglo» comercial. Su fracaso traduce la incapacidad del capitalismo para asegurar un mínimo de rigor en un terreno crucial.

Pero esta falta de rigor, esta incapacidad para respetar sus propias reglas no es, ni un hecho momentáneo, ni una especificidad del mercado monetario internacional. Desde hace 25 años el capitalismo intenta «librarse» de sus propias exigencias, de sus propias leyes que lo asfixian, en todos los dominios de su economía, sirviéndose para ello de la acción de su aparato responsable de la legalidad (capitalismo de Estado). Desde la primera recesión tras la reconstrucción, en 1967, se inventa los «derechos especiales de impresión», que consagran la posibilidad de que las grandes potencias puedan crear dinero a nivel internacional sin otra cobertura más que las promesas de los gobiernos. En 1972, Estados Unidos se deshace de la regla de la convertibilidad en oro del dólar y del sistema monetario llamado de Bretton Woods. Durante los años 70, los rigores monetarios se cambian por las políticas inflacionistas, los rigores presupuestarios por los déficits crónicos de los Estados, los rigores crediticios por los préstamos sin límite ni cobertura. Los años 80 han continuado estas tendencias, asistiendo, con las políticas llamadas reaganianas, a la explosión del crédito y de los déficits de Estado. Así entre 1974 y 1992, la deuda pública bruta de los estados de la OCDE ha pasado, considerando la media, del 35 % del PIB al 65 %. En ciertos países como Italia o Bélgica, la deuda pública sobrepasa el 100 % del PIB. En Italia, la suma de los intereses de esta deuda equivale a la masa salarial de todo el sector industrial.

El capitalismo ha sobrevivido a su crisis desde hace 25 años haciendo trampas con sus propios mecanismos. Pero al hacer esto no ha resuelto nada por lo que concierne a las razones fundamentales de su crisis. No ha hecho más que minar las propias bases de su funcionamiento, acumulando nuevas dificultades, nuevas fuentes de caos y de parálisis.

3. La tendencia creciente a «cada uno a la suya»

Pero una de las tendencias del capitalismo actual que la crisis del SME ha puesto más claramente en evidencia es la intensificación de las tendencias centrífugas, de las tendencias a «cada uno a la suya» y «todos contra todos». La crisis económica agudiza sin fin los antagonismos entre todas las fracciones del capital, a nivel nacional e internacional. Las alianzas económicas entre capitalistas no pueden ser más que arreglos momentáneos entre tiburones para enfrentarse mejor con otros. Por eso constantemente amenazan con disolverse por el peso de las tendencias de los aliados a devorarse mutuamente. Tras la crisis del SME se perfila el desarrollo de la guerra comercial a ultranza. Una guerra implacable, autodestructiva, pero que ningún capitalista puede sortear.

Los lloriqueos de los que, inconsciente o cínicamente, siembran ilusiones sobre la posibilidad de un capitalismo armonioso, no sirven para nada: «Hay que desarmar la economía. Es urgente pedir a los empresarios que abandonen sus uniformes de generales y de coroneles... El G7 se honraría si pusiera en funcionamiento, a partir de su próxima reunión en Nápoles, un "Comité por el desarme de la economía mundial"»([4]). Lo que es tanto como pedir que la cumbre de las siete principales naciones capitalistas occidentales constituya un comité por la abolición del capitalismo.

La competencia forma parte del espíritu mismo del capitalismo desde siempre. Lo que ocurre es que hoy simplemente alcanza un grado de extrema agudización.

Esto no quiere decir que no haya contratendencias. La guerra de todos contra todos también empuja a la búsqueda de alianzas indispensables, consentidas o forzadas, para sobrevivir. Los esfuerzos de los doce países de la CEE por asegurar un mínimo de cooperación económica frente a sus competidores norteamericano y japonés, no son simplemente fachada. Pero bajo la presión de la crisis económica y de la guerra comercial que aquélla exacerba, esos esfuerzos se enfrentan y seguirán enfrentándose a contradicciones internas cada vez más insuperables.

Los empresarios y los gobiernos capitalistas no pueden «abandonar sus uniformes de generales y de coroneles», como tampoco el capitalismo puede transformarse en un sistema de armonía y de cooperación económica. Sólo la superación revolucionaria de este sistema en descomposición podrá desembarazar a la humanidad de la absurda anarquía autodestructiva que padece.

Un porvenir de destrucción, de desempleo, de miseria

La guerra militar destruye las fuerzas productivas materiales por el fuego y el acero. La crisis económica destruye esas fuerzas productivas paralizándolas, inmovilizándolas. En veinticinco años de crisis, regiones enteras de entre las más industriales del planeta, como el norte de Gran Bretaña, el norte de Francia, o Hamburgo en Alemania, se han convertido en lugares de desolación, paisajes de fábricas y astilleros cerrados, devorados por el moho y el abandono. Desde hace dos años, los gobiernos de la CEE proceden a la esterilización de un cuarto de las tierras europeas cultivables debido a la «crisis de sobreproducción».

La guerra destruye físicamente a los hombres, soldados y población civil, esencialmente a los explotados, obreros o campesinos. La crisis capitalista expande la plaga del desempleo masivo. Reduce a los explotados a la miseria, por el desempleo o la amenaza de desempleo. Expande la desesperación para las generaciones actuales y condena el porvenir de las generaciones futuras. En los países subdesarrollados, la crisis se plasma en verdaderos genocidios por hambre y enfermedades: el continente africano en su mayor parte está abandonado a la muerte, roído por las hambrunas, las epidemias, la desertificación en el sentido literal del término...

Desde hace un cuarto de siglo, desde el final de los años 60 que marcaron el fin del período de reconstrucción de la posguerra, el desempleo no ha cesado de desarrollarse en el mundo. Ese desarrollo ha sido desigual según los países y las regiones. Ha conocido periodos de intenso desarrollo (recesiones abiertas) y periodos de pausa. Pero el movimiento general no se ha desmentido nunca. Con la nueva recesión que comenzó a finales de los 80, el desempleo se ha desarrollado hasta proporciones desconocidas hasta ahora.

En los países que primero han sido afectados por esta recesión, Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, el relanzamiento del empleo que se anuncia desde hace ahora ya tres años, no llega nunca. En la Comunidad europea el desempleo se incrementa al ritmo de 4 millones de desempleados más cada año (se prevén 20 millones de desempleados a finales de 1993, 24 millones a finales de 1994). Es como si en un año se suprimieran todos los empleos de un país como Austria. De enero a mayo de 1993 han habido cada día 1200 desempleados más en Francia, 1400 en Alemania (contando sólo las estadísticas oficiales, que subestiman sistemáticamente la realidad del desempleo).

En los sectores aparentemente «saneados», por retomar la cínica terminología de la clase dominante, se anuncian nuevas sangrías: en la siderurgia de la CEE, donde no quedan más que 400.000 empleos, se prevén 70 000 nuevos despidos; IBM, la empresa modelo de los últimos 30 años, no termina de «sanearse» y anuncia 80 000 nuevas supresiones de empleo. El sector del automóvil alemán anuncia 100 000.

La violencia y la magnitud del ataque que ha sufrido y sufre la clase obrera de los países más industrializados, en particular en Europa actualmente, no tiene precedentes.

Los gobiernos europeos no ocultan su conciencia de peligro. Delors, traduciendo el sentimiento de los gobiernos de la CEE, no cesa de poner en guardia contra el riesgo de una próxima explosión social. Bruno Trentin, uno de los responsables de la CGIL, principal sindicato italiano, que tuvo que soportar el otoño pasado los pitidos de las manifestaciones obreras encolerizadas contra las medidas de austeridad impuestas por el gobierno con el apoyo de las centrales sindicales, resume simplemente los temores de la burguesía de su país: «La crisis económica es tan grave, y la situación financiera de los grandes grupos industriales está tan degradada, que tememos el próximo otoño social»([5]).

La clase dominante tiene razón en temer las luchas obreras que provocará la agravación de la crisis económica. Raras veces en la historia la realidad objetiva ha puesto tan claramente en evidencia que no podemos combatir contra los efectos de la crisis capitalista sin destruir el capitalismo mismo. El grado de descomposición al que ha llegado el sistema, la gravedad de las consecuencias de su existencia, son de tal magnitud, que la cuestión de su superación por una transformación revolucionaria aparece y aparecerá cada vez más como la única salida realista para los explotados.

RV

 

[1] Libération, 2 de agosto de 1993.

[2] En septiembre de 1992, Gran Bretaña tuvo que abandonar el SME «humillada por Alemania», y se autorizó la devaluación de las monedas más débiles. Se ampliaron sus márgenes de fluctuación.

[3] Agosto de 1993.

[4] Ricardo Petrella, de la universidad católica de Lovaina.

[5] Entrevista en La Tribune, 28 de julio de 1993.

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