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Esta oleada proletaria, cuyo punto culminante fue la Revolución rusa (ver Revista Internacional nº 72, 73 y 75), es una extraordinaria fuente de lecciones para el movimiento obrero. Exponente a escala mundial de la lucha de clases en el período de decadencia capitalista, la oleada de 1917-23 confirmó definitivamente la mayoría de las posiciones que hoy defendemos los revolucionarios (contra los sindicatos y los partidos «socialistas», contra las luchas de «liberación nacional», la necesidad de organización general de la clase en Consejos obreros,...). Este artículo se concentra en cuatro cuestiones:
- cómo la oleada revolucionaria transformó la guerra imperialista en guerra civil de clases.
- cómo demostró la tesis histórica de los comunistas del carácter mundial de la revolución proletaria.
- cómo, a pesar de ser el factor desencadenante de la oleada revolucionaria, la guerra no plantea las condiciones más favorables para la revolución.
- el carácter determinante de la lucha del proletariado de los países más avanzados del capitalismo.
Fue la oleada revolucionaria lo que puso fina la Iª Guerra mundial
En la Revista internacional nº 78 («Polémica con Programme communiste, IIª parte») demostramos cómo el estallido de la guerra en 1914 no obedece a causas directamente económicas, sino a que la burguesía consigue, gracias al reformismo dominante en los partidos socialdemócratas, derrotar ideológicamente al proletariado. Del mismo modo tampoco el final de la guerra dependió de que, por así decirlo, la burguesía mundial «echara cuentas» y comprobando que la hecatombe había sido «suficiente», cambiara el «negocio» de la destrucción por el de la reconstrucción. En Noviembre de 1918, ni siquiera hay un aplastamiento militar manifiesto de las potencias centrales por la Entente[1]. Lo que de verdad obliga al Kaiser a pedir el armisticio es la necesidad de hacer frente a la revolución que se extendía por toda Alemania. Si, por su lado, las potencias de la Entente no aprovecharon esa debilidad del enemigo, fue por la necesidad de cerrar filas, contra la amenaza que para todos ellos, representa la revolución obrera. Una revolución que en los propios países de la Entente, aunque a un nivel más embrionario, también iba madurando. Veamos como se fue gestando la respuesta del proletariado a la guerra.
Con el avance de la carnicería, el proletariado fue deshaciéndose del peso de la derrota de Agosto de 1914[2]. Ya en febrero de 1915, los obreros del valle del Clyde (Gran Bretaña) inician una huelga salvaje (contra la opinión de los sindicatos), cuyo ejemplo será luego seguido por los trabajadores de las fábricas de armamentos y los astilleros de Liverpool. En Francia estallan las huelgas de los trabajadores textiles de Vienne y de Lagors. En 1916 los obreros de Petrogrado impiden con una huelga general una tentativa del gobierno de militarizar a los trabajadores. En Alemania, la Liga Spartacus convoca una manifestación de obreros y soldados, que suma a la consigna «¡Abajo la guerra!», la de «¡Abajo el Gobierno!». Los «motines del hambre» se suceden en Silesia, Dresde... En este clima de acumulación de signos de descontento, llegan las noticias de la Revolución de febrero en Rusia.
En Abril de 1917, una oleada de huelgas se desata en Alemania (Halle, Kiel, Berlín...). En Leipzig se roza la insurrección y, al igual que en Rusia, se constituyen los primeros consejos obreros. El 1º de Mayo en las trincheras del frente oriental, tanto en las alemanas como en las rusas, ondean banderas rojas. Los soldados alemanes se pasan de mano en mano una hoja que dice: «Nuestros heroicos hermanos de Rusia han echado abajo el maldito yugo de los carniceros de su país (...). Vuestra felicidad, vuestro progreso, depende de que seáis capaces de seguir y llevar más lejos el ejemplo de vuestros hermanos rusos... Una revolución victoriosa no precisa tantos sacrificios como los que exige cada día de salvaje guerra...».
En Francia, en un clima de huelgas obreras (la de los metalúrgicos de París se extiende a 100 mil trabajadores de otras industrias), ese mismo 1º de Mayo un mitin de solidaridad con los obreros rusos, proclama: «La revolución rusa es la señal para la revolución universal». En el frente, consejos ilegales de soldados hacen circular propaganda revolucionaria, y recaudan dinero de la exigua paga de los soldados para sostener las huelgas en retaguardia.
En Italia también en ese momento se suceden masivas concentraciones contra la guerra. En Turín, en el curso de una de ellas, surge una consigna que se repetirá continuamente en todo el país: «Hagamos como en Rusia». Efectivamente, en Octubre de 1917 las miradas de los soldados y los obreros de todo el mundo se dirigen hacia Petrogrado y el «Hagamos como en Rusia» se transforma en un poderoso estímulo a las movilizaciones para acabar definitivamente la matanza imperialista.
Así en Finlandia (donde ya había habido una primera tentativa insurreccional a los pocos días de la de Petrogrado) en Enero de 1918, los obreros en armas ocupan los edificios públicos en Helsinki y el sur del país. Al mismo tiempo en Rumanía, donde la Revolución rusa tenía un eco inmediato, una rebelión en la flota del mar Negro obligó a un armisticio con las potencias centrales. En Rusia mismo, la Revolución de Octubre puso fín a la participación en la guerra imperialista, incluso a riesgo de encontrarse a la merced –en espera del estallido de la revolución mundial– de la rapiña de las potencias centrales sobre amplios territorios rusos, en la llamada paz de Brest-Litovsk.
En enero de 1918, los trabajadores de Viena conocen las draconianas condiciones de «paz» que su gobierno quiere imponer a la Rusia revolucionaria. Ante la perspectiva de que la guerra se alargue, los obreros de la Daimler desatan una huelga que a los pocos días se extiende a 700 mil trabajadores en todo el imperio, formándose los primeros Consejos Obreros. En Budapest, la huelga se extiende bajo las consignas: «¡Abajo la guerra! ¡Vivan los obreros rusos!». Sólo los insistentes llamamientos a la calma de los «socialistas» consiguen, no sin resistencia, aplacar esta oleada de luchas y aplastar las revueltas de la flota en Cáttaro[3]. A finales de enero hay también en Alemania 1 millón de huelguistas. Pero los trabajadores dejan la dirección de su lucha en manos de los «socialistas» que acuerdan con sindicatos y el mando militar poner fin a la huelga, enviando al frente más de 30 mil trabajadores que se habían destacado en el combate proletario. En ese mismo periodo surgen en las minas de Dombrowa y Lublin los primeros consejos obreros en Polonia,...
También en Inglaterra crecía el movimiento contra la guerra y de solidaridad con la revolución rusa. La visita del delegado soviético Litvínov, coincidió en Enero de 1918 con una oleada de huelgas, y provocó tales manifestaciones en Londres que un periódico burgués, The Herald, llegó a calificarlas como «ultimátum de los obreros al Gobierno, exigiendo la paz». En Francia estalla, en mayo de 1918, la huelga de Renault que se extendió rápidamente a 250 mil trabajadores de Paris. En solidaridad, los trabajadores de la región del Loira volvieron a la huelga, controlando durante diez días la región.
Sin embargo las últimas ofensivas militares provocan una paralización momentánea de las luchas. Tras el fracaso de tales ofensivas los trabajadores se convencen de que el único camino para poner fin a la guerra es la lucha de clases. En Octubre se desencadenan las luchas de los jornaleros y la revuelta contra el envío al frente de los regimientos más «rojos» de Budapest, así como huelgas y manifestaciones masivas en Austria. El 4 de Noviembre la burguesía de la «doble corona» se retira ya de la guerra.
En Alemania, el káiser intenta «democratizar» el régimen (liberación de Liebknecht, incorporación de los «socialistas» al Gobierno) para exigir «hasta la última gota de sangre al pueblo alemán», pero el 3 de noviembre los marinos de Kiel se niegan ya a obedecer a sus oficiales que tratan de hacer una última salida suicida de la flota, e izan la bandera roja en toda la flota, organizando junto a los obreros de la ciudad, un Consejo obrero. A los pocos días la insurrección se ha extendido a las principales ciudades alemanas[4]. El 9 de noviembre cuando la insurrección llega a Berlín la burguesía alemana, no incurre en el error cometido por el Gobierno Provisional ruso (prolongar su participación en la guerra, lo que sólo serviría para hacer fermentar y radicalizar la revolución) y solicita el armisticio. El 11 de noviembre, la burguesía pone fin a la guerra imperialista para enfrentarse a la guerra de clases.
La naturaleza internacional de la clase obrera y de su revolución
A diferencia de las revoluciones burguesas que se limitaban a implantar el capitalismo en su nación, la revolución proletaria es necesariamente mundial. Si las revoluciones burguesas podían distar unas de otras más de un siglo, la lucha revolucionaria del proletariado tiende, por su propia naturaleza, a tomar la forma de una gigantesca oleada que se extiende por todo el planeta. Esta ha sido siempre la tesis histórica de los revolucionarios. Ya Engels en sus Principios del Comunismo señaló:
«19ª pregunta: ¿Podrá producirse esta revolución en un sólo país?
Respuesta: No. Ya por el mero hecho de haber creado el mercado mundial, la gran industria ha establecido una vinculación mutua tal entre todos los pueblos de la tierra, y en especial entre los civilizados, que cada pueblo individual depende de cuanto ocurra en el otro. Además ha equiparado hasta tal punto el desarrollo social en todos los países civilizados, que en todos esos países, la burguesía y el proletariado se han convertido en las dos clases decisivas de la sociedad, que la lucha entre ambas se ha convertido en la lucha principal del momento. Por ello, la revolución comunista no será una revolución meramente nacional, sino una revolución que transcurrirá en todos los países civilizados de forma simultánea, es decir, cuando menos en Inglaterra, Norteamérica, Francia y Alemania (...) Es una revolución universal y por ello se desarrollará también en un terreno universal».
La oleada revolucionaria de 1917-23 lo confirmó plenamente. En 1919, el Primer ministro británico Lloyd George escribió: «Toda Europa está invadida por el espíritu de la revolución. Hay un sentimiento profundo, no ya de descontento sino de furia y revuelta, entre los obreros contra las condiciones existentes (...) Todo el orden político, social y económico está siendo puesto en tela de juicio por las masas de la población de un extremo a otro de Europa» (citado en E. H. Carr, La Revolución Bolchevique).
Pero el proletariado no pudo transformar esa formidable oleada de luchas en un combate unificado. Veamos primero los hechos para después poder analizar mejor los obstáculos con que tropezó el proletariado en la generalización de la revolución.
De noviembre de 1918 a agosto de 1919: las tentativas insurreccionales en los países vencidos...
Cuando la revolución empieza en Alemania, tres importantes destacamentos del proletariado centroeuropeo (Holanda, Suiza y Austria) ya han sido prácticamente neutralizados.
En Holanda, en Octubre de 1918, estallaron motines en el ejército (el propio mando militar hundió la flota antes de que los marineros se apoderaran de ella) y los trabajadores de Amsterdam y Rotterdam formaron consejos obreros. Sin embargo los «socialistas» se «sumaron» a la revuelta para neutralizarla. Su líder, Troëlstra, reconoció más tarde: «Si yo no hubiera intervenido revolucionariamente, los elementos obreros más enérgicos habrían emprendido el camino del bolchevismo». (P.J. Troëlstra, De Revolutie en de SDAP).
Así pues, desorganizada por sus «organizadores», privada del apoyo de los soldados, la lucha acabó con el ametrallamiento de los obreros que el 13 de Noviembre se habían reunido en un mitin cerca de Amsterdam. La «Semana Roja» concluía con 5 muertos y decenas de heridos.
Ese mismo 13 de Noviembre, en Suiza, una huelga general de 400 mil obreros protesta contra el empleo de las tropas contra las manifestaciones de conmemoración del primer aniversario de la revolución rusa. El periódico obrero Volksrecht proclama: «Resistir hasta el final. Nos favorecen la revolución en Austria y Alemania, las acciones de los obreros de Francia, el movimiento de los proletarios de Holanda, y –lo principal– el triunfo de la revolución en Rusia».
Pero también aquí los «socialistas» y los sindicatos ordenan parar la lucha para «no colocar a las masas inermes bajo las ametralladoras del enemigo», cuando es precisamente la desorientación y división que genera en el proletariado esta «marcha atrás», lo que abre las puertas a una terrible represión que derrotó la «Gran Huelga». Por su parte, el gobierno de la «pacifista» Suiza militarizó a los ferroviarios, organizó una guardia contrarrevolucionaria, allanó sin ningún escrúpulo locales obreros deteniendo a centenares de trabajadores, e instauró la pena de muerte contra los «subversivos».
En Austria, el 12 de noviembre se proclama la República. Cuando fueron a izar la bandera nacional rojiblanca, grupos de manifestantes arrancaron la franja blanca. Subidos a los hombros de la estatua de Palas Atenea en el centro de Viena, ante una asamblea de decenas de miles de trabajadores, los distintos oradores llaman a pasar directamente a la dictadura del proletariado. Pero los «socialistas», que han sido llamados al gobierno porque son los únicos que tienen una influencia en las masas obreras, declaran: «El proletariado ya tiene el poder. El partido obrero gobierna la república», y se dedican sistemáticamente a desvirtuar los órganos revolucionarios, transformando los Consejos obreros en Consejos de producción, y los Consejos de soldados en Comités del ejército (infiltrados masivamente por oficiales). Esta contraofensiva burguesa no sólo paralizará al proletariado austriaco, sino que servirá de guión de la contrarrevolución a la burguesía alemana.
En Alemania, el armisticio y la proclamación de la república generaron una ingenua sensación de «triunfo» que el proletariado pagó muy cara. Mientras que los trabajadores no conseguían unificar los diferentes focos de lucha y vacilaban en lanzarse a la destrucción del Estado[5], la contrarrevolución se organizaba coordinando sindicatos, partido «socialista» y Alto Mando militar. A partir de diciembre la burguesía pasará a la ofensiva provocando continuamente al proletariado de Berlín, para hacerle luchar aislado del resto de los trabajadores alemanes. El 4 de Enero de 1919, el gobierno destituye al prefecto de policía Eichhorn, desafiando la opinión de los trabajadores. El 6 de enero, medio millón de proletarios berlineses se lanza a la calle. Al día siguiente el «socialista» Noske, al mando de los Cuerpos francos (oficiales y suboficiales desmovilizados, pagados por el gobierno) aplasta a los obreros de Berlín. Días más tarde son asesinados Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
Aunque los acontecimientos de Berlín alertan a los obreros de otras ciudades (sobre todo en Bremen donde se asaltan las sedes de los sindicatos y se reparte su caja entre los parados), el Gobierno consigue fragmentar esta respuesta, de manera que podrá concentrarse primero contra Bremen, luego contra los obreros de Renania y el Rhur, para volver de nuevo en marzo contra los rescoldos revolucionarios de Berlín en la llamada «Semana sangrienta» (1200 obreros asesinados). Caerán después los trabajadores de Mansfeld y Leipzig y la República de los Consejos de Magdeburgo...
En Abril de 1919, los trabajadores proclaman en Munich la «República de los Consejos» de Baviera, que junto al Octubre ruso y la revolución húngara, constituyen las únicas experiencias de toma del poder por parte del proletariado. Los obreros bávaros en armas son incluso capaces de derrotar el primer ejército contrarrevolucionario enviado contra ellos por el depuesto presidente Hoffmann. Pero, como hemos visto, el resto de los trabajadores alemanes ha sufrido severas derrotas y no pueden acudir en ayuda de sus hermanos, mientras que la burguesía organiza un ejército que, a primeros de mayo, aplasta la insurrección. Entre las tropas que siembran el terror en Munich figuran Himmler, Rudolf Hess, Von Epp..., futuros jerifaltes nazis, amamantados en su furia antiproletaria por un gobierno que se llama «socialista».
El 21 de marzo de 1919, tras una formidable oleada de huelgas y mítines obreros, los consejos obreros toman el poder en Hungría. En un trágico error, los comunistas se unifican en ese mismo momento con los «socialistas» que sabotearán desde dentro la revolución, al mismo tiempo que las «democracias» occidentales (especialmente Francia e Inglaterra) ordenan inmediatamente un bloqueo económico y la intervención militar de tropas rumanas y checas. En mayo, cuando cayeron los Consejos obreros en Baviera, la situación de la revolución húngara era también desesperada. Sin embargo una formidable reacción obrera, en la que participaron trabajadores húngaros, austriacos, polacos, rusos, pero también checos y rumanos, rompió el cerco militar. A la larga, sin embargo, el sabotaje de los «socialistas» y el aislamiento de la revolución, doblegaron la resistencia obrera y el 1º de agosto las tropas rumanas tomaban Budapest, instaurando un Gobierno sindical que liquidó los Consejos Obreros. Cumplido su papel los sindicatos entregaron el mando al almirante Horty (otro futuro colaborador de los nazis) que desató un criminal terror contra los trabajadores (8 mil ejecuciones, 100 mil expatriados...). Al calor de la revolución húngara, los mineros de Dombrowa (Polonia) tomaron el control de la región y formaron una «Guardia obrera» para defenderse de la sangrienta represión de otro «socialista», Pilsudski. Cuando cayeron los Consejos húngaros, se desmoronó igualmente la República Roja de Dombrowa.
También la revolución en Hungría provocó las últimas convulsiones obreras en Austria y Suiza en junio de 1919. En Viena la policía, aprendiendo de sus compinches alemanes, urdió una provocación (el asalto a la sede del PC) para precipitar una insurrección cuando el conjunto del proletariado estaba aún débil y desorganizado. Los obreros cayeron en la trampa dejando en las calles de Viena 30 muertos. Otro tanto sucede en Suiza tras la huelga general de los obreros de Zurich y Basilea.
... y en los países «vencedores»
En Gran Bretaña, de nuevo en la región del Clyde, a comienzos de 1919 más de 100 mil obreros están en huelga. El 31 de Enero (el «Viernes Rojo») en el curso de una concentración obrera en Glasgow, los obreros se enfrentan duramente a las tropas que, con artillería, ha enviado el Gobierno. Los mineros están dispuestos a entrar en huelga, pero los sindicatos consiguen pararla «dando un margen de confianza al Gobierno para que estudie la nacionalización (¿?) de las minas». (Hinton & Hyman, Trade Unions and Revolution).
En ese mismo momento estalla en Seattle, Estados Unidos, una huelga en los astilleros que, en pocos días, se extiende a todos los trabajadores de la ciudad. Los obreros controlan a través de asambleas masivas y de un Comité de huelga elegido y revocable, los abastecimientos y la autodefensa contra las tropas enviadas por el Gobierno. Sin embargo la llamada «Comuna de Seattle» quedará aislada y un mes más tarde (con cientos de detenidos) los trabajadores de los astilleros volverán al trabajo. Después estallaron otras luchas como la de los mineros de Buttle (Montana) que llegaron a formar Consejos de Obreros y Soldados; y la huelga de 400 mil obreros de la siderurgia. Pero tampoco en este país las luchas lograron unificarse.
En Canadá, durante la huelga general de Winnipeg en Mayo de 1919, el Gobierno local organizó un mitin patriótico para tratar de contrarrestar el empuje de los trabajadores con el chovinismo de la victoria, pero los soldados se «saltan el guión» y tras contar los horrores de la guerra, proclaman la necesidad de «transformar la guerra imperialista en guerra de clases», lo que radicaliza aún más el movimiento que llega a extenderse a trabajadores de Toronto. Sin embargo los trabajadores dejan la dirección de la lucha a los sindicatos, lo que les conduce al aislamiento y la derrota, y a sufrir el terror de los hampones de la ciudad, entre los cuales el Gobierno ha nombrado «comisarios especiales».
Pero la oleada no quedó únicamente reducida a los países directamente concernidos por la carnicería imperialista. En España, estalló en 1919 la huelga de La Canadiense que se extendió rápidamente a todo el cinturón industrial de Barcelona. En las paredes de las haciendas de Andalucía, jornaleros semianalfabetos escriben: «¡Vivan los Soviets! ¡Viva Lenin!». Las movilizaciones de los jornaleros de los años 1918-19 quedarán en la historia como el «bienio bolchevique».
También fuera de las concentraciones obreras de Europa y Norteamérica, se dieron episodios de esta oleada.
En Argentina, a principios de 1919, en la llamada «Semana sangrienta» de Buenos Aires, una huelga general responde a la represión desatada contra los trabajadores de Talleres Vasena. Tras 5 días de combates callejeros, la artillería bombardea los barrios obreros causando 3 mil muertos. En Brasil, la huelga de 200 mil trabajadores de Sao Paulo consigue que las tropas enviadas por el Gobierno confraternicen con los trabajadores. A finales de 1918 se proclamó también en las favelas de Río de Janeiro una «República obrera» que, sin embargo, quedó aislada cediendo ante el estado de sitio decretado por el gobierno.
En Sudáfrica, el país del «odio racial», las luchas obreras pusieron de manifiesto la necesidad y la posibilidad de que los trabajadores lucharan unidos: «La clase obrera de África del Sur no podrá lograr su liberación hasta que no supere en sus filas los prejuicios raciales y la hostilidad hacia los obreros de otro color» (The International, periódico de Obreros industriales de África). En marzo de 1919 la huelga de tranvías se extiende a toda Johannesburgo, con asambleas y mítines de solidaridad con la Revolución rusa.
También en Japón, en 1918, se desarrollaron los llamados «motines del arroz», contra el envío de arroz a las tropas japonesas enviadas contra la revolución en Rusia.
1919-1921: la incorporación tardía del proletariado de los países «vencedores», y el peso de la derrota en Alemania
En esta primera fase de la oleada revolucionaria, el proletariado se jugaba mucho. En primer lugar que el bastión revolucionario ruso aliviara la asfixia de su aislamiento[6]. Pero también el curso mismo de la revolución, pues se comprometían destacamentos proletarios –Alemania, Austría, Hungría...– cuya contribución (por su fuerza y experiencia) resultaba determinante para el futuro de la revolución mundial. Sin embargo la primera fase de la oleada revolucionaria se salda, como hemos visto, con profundas derrotas de las que estos proletariados no conseguirán recuperarse.
En Alemania, los trabajadores secundan en Marzo de 1920 la huelga general convocada por los sindicatos contra el putsch de Kapp, para «restablecer» el Gobierno «democrático» de Scheidemann. Los trabajadores del Rhur, sin embargo, se niegan a volver a poner en el poder a quien lleva asesinados ya a 30 mil obreros, y se arman formando el Ejército Rojo del Rhur. Incluso en algunas ciudades (Duisburgo), llegan a detener a los líderes socialistas y de los sindicatos. Pero de nuevo la lucha queda aislada. A principios de abril el reconstruido ejército alemán aplasta la revuelta del Rhur.
En 1921, la burguesía alemana se dedicará a «limpiar» los reductos revolucionarios que quedan en la Alemania central, urdiendo nuevas provocaciones (el asalto de las fábricas Leuna en Mansfeld). Los comunistas del KPD, en pleno proceso de desorientación, entran al trapo ordenando la llamada «Acción de Marzo» en la que los obreros de Mansfeld, Halle..., a pesar de su heroica resistencia no pueden vencer a la burguesía, la cual, aprovechando la dispersión del movimiento, aniquilará primero a los obreros de la Alemania central, y luego a los obreros que en Hamburgo, Berlín y el Rhur se solidarizaron con ellos.
Para la lucha de la clase obrera, por esencia internacional, lo que pasa en unos países repercute en lo que sucede en otros. Por ello cuando, tras la euforia chovinista por la «victoria» en la guerra, el proletariado de Inglaterra, Francia, Italia..., se incorpore masivamente a la lucha, las sucesivas derrotas sufridas por sus hermanos de clase en Alemania, ahondarán el peso de las más nefastas mistificaciones: nacionalizaciones, «control obrero» de la producción, confianza en los sindicatos, desconfianza en el propio proletariado...
En Inglaterra estalla una durísima huelga general ferroviaria en septiembre de 1919. A pesar de la intimidación de la burguesía (barcos de guerra en la desembocadura del Támesis, soldados patrullando las calles de Londres) los obreros no ceden. Es más, los trabajadores del transporte y los de las empresas eléctricas quieren sumarse a la huelga, pero los sindicatos lo impiden. Lo mismo sucederá, cuando más tarde los mineros reclamen la solidaridad de los ferroviarios. El bonzo sindical de turno proclamará: «¿Para qué la aventura arriesgada de una huelga general?, si tenemos a nuestro alcance un medio más simple, menos costoso, y sin duda menos peligroso. Debemos mostrar a los trabajadores que el mejor camino es usar inteligentemente el poder que les ofrece la constitución más democrática del mundo y que les permite obtener todo los que desean»[7].
Como los trabajadores pudieron comprobar de inmediato, la «burguesía más democrática del mundo» contrató matones, esquiroles, reventadores de asambleas..., y desencadenó una oleada de despidos de 1 millón de obreros.
Los obreros no obstante siguieron confiando en los sindicatos. Y lo pagaron carísimo: en abril de 1921, los mineros deciden una huelga general, pero se encontrarán con que el sindicato da marcha atrás (15 de abril, que quedará en la memoria obrera como el «Viernes negro») dejando a los mineros solos y confundidos, a merced de los ataques del gobierno. Derrotados los principales destacamentos obreros la burguesía que «permite a los obreros obtener todo lo que desean» reducirá los salarios a más de 7 millones de obreros.
En Francia la agravación de las condiciones de vida obreras (sobre todo escasez de combustible y alimentos...) desata un reguero de luchas obreras a principios de 1920. Desde febrero el epicentro del movimiento es la huelga de los ferroviarios que, a pesar de la oposición sindical, acaba extendiéndose y ganando la solidaridad de trabajadores de otros sectores. Así las cosas, el sindicato CGT decide encabalgar la huelga y «apoyarla» mediante la táctica de «oleadas de asalto», o sea un día paran los mineros, otro los metalúrgicos..., de manera que la solidaridad obrera no tienda a confluir, sino a dispersarse y agonizar. El 22 de Mayo, los ferroviarios están solos y derrotados (18 mil despidos disciplinarios). Es verdad que los sindicatos están «quemados» ante los trabajadores (la afiliación cae un 60 %) pero su trabajo de sabotaje de las luchas ha dado sus frutos a la burguesía: el proletariado francés queda derrotado y a merced de las expediciones punitivas de las «ligas cívicas».
En Italia donde a lo largo de 1917-19 habían estallado formidables luchas obreras contra la guerra imperialista, y luego contra el envío de pertrechos a las tropas que combatían contra la revolución en Rusia[8], el proletariado es, sin embargo, incapaz de lanzarse al asalto del Estado burgués. En el verano de 1920, como consecuencia de la quiebra de numerosas empresas, se desata una fiebre de «ocupaciones de fábricas», que son secundadas por los sindicatos pues, en realidad, desvían al proletariado del enfrentamiento con el Estado burgués, encadenándole por el contrario al «control de la producción» en cada fábrica. Baste decir que el propio Gobierno de Giolitti advirtió a los empresarios que «no iba a emplear fuerzas militares para desalojar a los trabajadores, pues esto trasladaría la lucha de los obreros de la fábrica a la calle» (citado en M. Ferrara, Conversando con Togliatti). La combatividad obrera se pierde en esas ocupaciones de fábricas. La derrota de este movimiento, aunque en 1921 haya nuevas y aisladas huelgas en Lombardía, Venecia..., abrirá la puerta a la contrarrevolución, que en este caso toma la forma del fascismo.
También en Estados Unidos, la clase obrera sufre importantes derrotas (huelga en las minas de carbón, y en las de lignito de Alabama, así como la de los ferroviarios) en 1920. La contraofensiva capitalista impone el llamado «gremio abierto» (imposibilidad de convenios colectivos), que conlleva una reducción del 30% de los salarios.
Los últimos estertores de la oleada revolucionaria
A partir de 1921, aunque sigan mostrándose heroicos signos de combatividad obrera, la oleada revolucionaria ha entrado ya en su fase terminal. Más aún cuando el peso de las derrotas obreras lleva a los revolucionarios de la Internacional comunista a errores cada vez más graves (aplicación de la política del «frente único», apoyo a movimientos de «liberación nacional», expulsión de la Internacional de las fracciones revolucionarias de izquierda...). Esto lleva a su vez a más confusiones y bandazos que, en una dramática espiral, conducen a nuevas derrotas.
En Alemania la combatividad obrera es desviada cada vez más hacia el «antifascismo» (por ejemplo cuando la ultraderecha asesina a Erzberger, por otra parte un belicista que había pedido «arrasar» Kiel en Noviembre de 1918), o hacia el terreno nacionalista. Ante la invasión del territorio del Rhur por parte de tropas francesas y belgas en 1923, el KPD levanta la denostada bandera del «nacional-bolchevismo»: el proletariado debería defender la «patria alemana», como algo progresista, frente a las agresiones del imperialismo encarnado por las potencias de la Entente. En octubre de ese año, el Partido comunista, que ha entrado en los gobiernos de Sajonia y Turingia, decide provocar insurrecciones empezando el 20 de octubre en Hamburgo. Cuando los trabajadores de esta ciudad se lanzan a la revuelta, el KPD decide dar marcha atrás, por lo que se enfrentan solos a una cruel represión. El proletariado alemán exhausto, desmoralizado, represaliado, ha sellado su derrota. Días después, Hitler protagoniza su famoso «putsch de la cerveza»: una tentativa de pronunciamiento nazi en una cervecería de Munich, que fracasó momentáneamente (como es sabido, Hitler accedería al poder por «vía parlamentaria», diez años más tarde).
En Polonia, el proletariado que en 1920 había cerrado filas junto a su burguesía contra la invasión del Ejército rojo, recupera en 1923 su terreno de clase con una nueva oleada de huelgas. Pero el aislamiento internacional que sufre esa lucha, permite a la burguesía conservar en sus manos la iniciativa y montar toda clase de provocaciones (el incendio del polvorín de Varsovia, del que se acusa a los comunistas) para enfrentar a los trabajadores, cuando aún están dispersos. El 6 de noviembre estalla una insurrección en Cracovia contra el asesinato de dos trabajadores, pero las mentiras de los «socialistas» (que consiguen que los trabajadores les entreguen las armas) logran desorientar y desmoralizar a los trabajadores. A pesar de la oleada de huelgas en solidaridad con Cracovia que surgen en Dombrowa, Gornicza, Tarnow..., la burguesía consigue en pocos días extinguir ese levantamiento obrero. El proletariado polaco será en 1926 la carne de cañón de las peleas interburguesas entre el gobierno «filofascista», y Pilsudski al que la «izquierda» llama a apoyar como «defensor de las libertades». En España, las sucesivas oleadas de lucha serán sistemáticamente frenadas por el Partido «socialista» y la UGT, por lo que el general Primo de Rivera podrá imponer su dictadura en 1923[9].
En Gran Bretaña, tras algunos movimientos parciales y muy aislados (marchas a Londres de los parados en 1921 y 1923, o la huelga general de la construcción en 1924), la burguesía inflige la derrota final en 1926. Ante una nueva oleada de luchas de los mineros, los sindicatos organizan una «huelga general» que desconvocarán apenas 10 días más tarde, dejando solos a los mineros que volverán al trabajo en diciembre habiendo sufrido miles de despidos. Tras la derrota de esta lucha, la contrarrevolución campea en Europa.
También en esta fase de declive definitivo de la oleada revolucionaria, son derrotados los movimientos proletarios en los países de la periferia del capitalismo.
En Sudáfrica, la «Revuelta roja del Transvaal» en 1922, contra la sustitución de obreros blancos por trabajadores negros con menor salario, y que se extendió a trabajadores de ambas razas y otros sectores (minas de carbón, ferrocarril...) hasta tomar formas insurreccionales. En 1923, tropas holandesas y matones a sueldos contratados por plantadores nativos se aunaron contra la huelga ferroviaria que de Java se había extendido a Surabaj y Jemang (Indonesia).
En China, el proletariado había sido arrastrado (según la nefasta tesis de la IC de apoyo a los movimientos de «liberación nacional») a secundar las acciones de la burguesía nacionalista agrupada en torno al Kuomintang, que sin embargo no dudaba en reprimir salvajemente a los trabajadores cuando estos luchaban en su terreno de clase (por ejemplo en la huelga general de Cantón en 1925). En Febrero y Marzo de 1927, los obreros de Shangai lanzan sendas insurrecciones para preparar la entrada en la ciudad del general nacionalista Chang Kai-check. Este líder «progresista» (según la IC) no dudará, tras hacerse con la ciudad, en aliarse con comerciantes, campesinos, intelectuales y sobre todo el lumpen para reprimir a sangre y fuego la huelga general decretada por el Consejo obrero de Shangai para protestar contra la prohibición de huelgas decretada por el «libertador». Tras el horror que durante dos meses reinó en las barriadas obreras de Shangai, aún la IC llamó a apoyar al «ala izquierda» del Kuomintang, instalada en Wuhan. Esta «izquierda» nacionalista no vaciló tampoco en fusilar a aquellos obreros que con sus huelgas «irritaban a los extranjeros (...), impidiéndoles que progresaran sus intereses comerciales» (M. N. Roy, Revolución y contrarrevolución en China). Cuando, ya estando el proletariado completamente destrozado, el PC decida «pasar a la insurrección», no hará sino ahondar aún más la derrota: en la Comuna de Cantón, 2 mil obreros serán asesinados en diciembre de 1927.
Esta lucha del proletariado chino representa el dramático epílogo de la oleada revolucionaria mundial y, como analizaron los revolucionarios de la izquierda comunista, un hito decisivo en el paso de los partidos «comunistas» al campo de la contrarrevolución. Una contrarrevolución que se extendió para el proletariado mundial, como una inmensa y negra noche, a lo largo de más de 40 años, hasta el resurgir de las luchas de la clase obrera a mediados de la década de los 60.
La guerra no ofrece las condiciones más favorables para la revolución
¿Por qué fracasó esta oleada revolucionaria? Sin duda las incomprensiones que el proletariado, y los revolucionarios mismos, tenían sobre las condiciones del nuevo periodo histórico de la decadencia capitalista, pesaron decisivamente; pero no podemos olvidar cómo las propias condiciones objetivas creadas por la guerra imperialista impidieron que ese vasto océano de luchas se encauzara hacia un combate unificado. En el artículo «Las condiciones históricas de la generalización de la lucha de la clase obrera» (Revista Internacional nº 26) analizamos: «La guerra es un momento grave de la crisis del capitalismo, pero tampoco podemos dejar de lado que es también una “respuesta” del capitalismo a su crisis, un momento avanzado de su barbarie y que como tal, no actúa forzosamente en favor de las condiciones de generalización de la revolución».
Eso puede comprobarse con los hechos de esta oleada revolucionaria.
La guerra supone una sangría para el proletariado
Como explicó Rosa Luxemburg: «Pero para que el socialismo pueda llegar a la victoria, es necesario que existan masas cuya potencia resida en su nivel cultural como en su número. Y son precisamente estas masas las que son diezmadas en esta guerra. La flor de la edad viril y de la juventud, cientos de miles de proletarios cuya educación socialista, en Inglaterra y en Francia, en Bélgica, en Alemania y en Rusia, era el producto de un trabajo de agitación e instrucción de una docena de años; otros cientos de miles que mañana podían ser ganados para el socialismo; caen y mueren miserablemente en los campos de batalla. El fruto de decenas de años de sacrificios y esfuerzos de varias generaciones es aniquilado en algunas semanas; las mejores tropas del proletariado internacional son diezmadas» (Rosa Luxemburg, La crisis de la socialdemocracia).
Un alto porcentaje de los cerca de 70 millones de soldados, eran proletarios que fueron sustituidos en las fábricas por mujeres, niños, o mano de obra recién traída de las colonias, con mucha menor experiencia de lucha. En el ejército esos obreros se ven además diluidos en una masa interclasista junto a campesinos, lumpen... De ahí que las acciones de los soldados (deserciones, insubordinaciones...) aún sin beneficiar a la burguesía, no representen por sí mismas un terreno de lucha genuinamente obrero. Las deserciones en el ejército austrohúngaro, por ejemplo, fueron en gran parte motivadas por la negativa de checos, húngaros... a luchar por el emperador de Viena. Los motines en el ejército francés en 1917 no cuestionaban la guerra sino «una determinada manera de hacer la guerra» (la «ineficacia» de ciertas acciones militares...). La radicalidad y conciencia de algunas acciones de los soldados (confraternización con los soldados del «otro bando», negativa a reprimir las luchas obreras...) fueron en realidad consecuencia de las movilizaciones que se daban en retaguardia. Y cuando, tras el armisticio, se planteó que para acabar con las guerras había que destruir el capitalismo, los soldados representaron el sector más vacilante y retardatario. Por ello la burguesía alemana, por ejemplo, sobredimensionó deliberadamente el peso de los Consejos de soldados frente a los Consejos obreros.
El proletariado no «controla» la guerra
El desencadenamiento de ésta exige que el proletariado esté derrotado. Incluso allí donde el impacto de la ideología reformista que había preparado esa derrota fue menor, también en 1914 cesaron las luchas: por ejemplo en Rusia, donde en 1912-13 había una creciente oleada de huelgas.
Pero además, en el transcurso de la guerra, la lucha de clases se ve mediatizada por el rumbo de las operaciones militares. Si bien los reveses militares acentúan el descontento (por ejemplo, el fracaso de la ofensiva del ejército ruso en junio de 1917 que trajo las «jornadas de julio»), también es cierto que las ofensivas del imperialismo rival y el éxito de las propias, empujan al proletariado en brazos del «interés de la patria». Así en la primavera de 1918, en un momento trascendental para la revolución mundial (apenas meses después de la insurrección de Octubre en Rusia), se producen las últimas ofensivas militares germánicas que:
– paralizan la oleada de huelgas que desde Enero habían estallado en Alemania y Austria, con los «éxitos» de las conquistas en Rusia y Ucrania, que la propaganda militar anuncia como «la paz del pan»;
– hacen que los soldados franceses, que confraternizaban con los obreros del Loira, cerraran filas junto a su burguesía. En el verano esos mismos soldados reprimirán las huelgas.
Y lo que es aún más importante: cuando la burguesía ve su dominación de clase realmente amenazada por el proletariado, puede poner fin a la guerra, privando a la revolución de su principal estímulo. Esta cuestión que no fue comprendida por la burguesía rusa y sí fue, en cambio, captada por la más preparada burguesía alemana (y con ella el resto de la burguesía mundial). Por intensos que sean los antagonismos imperialistas entre los distintos capitales nacionales, es mucho más fuerte la solidaridad de clase entre los diferentes sectores burgueses para enfrentar al proletariado.
De hecho tras el armisticio, la sensación de alivio que éste generó en los trabajadores debilitó su lucha (como veíamos en Alemania) pero, en cambio, reforzó el peso de las mistificaciones burguesas. Presentando la guerra imperialista como una «anomalía» en el funcionamiento del capitalismo (la «Gran Guerra» iba ser la «última guerra») pretendían convencer a la clase obrera de que la revolución no era necesaria ya que «todo volvía a ser como antes». Esa sensación de «vuelta a la normalidad» reforzó a los instrumentos de la contrarrevolución: los partidos «socialistas» y su «paso gradual al socialismo», los sindicatos y sus mistificaciones («control obrero de la producción», nacionalizaciones...).
La guerra rompe la generalización de las luchas
Por último, la guerra imperialista rompe la generalización de las luchas al fragmentar la respuesta obrera entre los países vencedores y los vencidos. En éstos, el gobierno queda sin duda debilitado por la derrota militar, pero el desmoronamiento del régimen no significa, necesariamente, reforzamiento del proletariado. Así tras la caída del imperio austro-húngaro, el proletariado de las «nacionalidades oprimidas» fue arrastrado a la lucha por la «independencia» de Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia...[10]. Los obreros húngaros que el 30 de octubre tomaron Budapest, la huelga general en Eslovaquia en Noviembre de 1918... fueron desviados al terreno podrido de la «liberación nacional». En Galitzia (entonces Austria) lo que durante años habían sido movimientos contra la guerra, dejan paso a manifestaciones «por la independencia de Polonia y ¡la victoria militar sobre Alemania!». En su tentativa insurreccional de noviembre de 1918, el proletariado de Viena luchará prácticamente sólo.
En los países vencidos, la revuelta es más rápida pero también más a la desesperada y por tanto dispersa y desorganizada. La furia de los proletarios de los países vencidos, al quedar aislada de la lucha de los obreros de los países vencedores, puede ser finalmente desviada hacia el «revanchismo» como se puso de manifiesto en Alemania en 1923, tras la invasión del Rhur por tropas franco-belgas.
En los países vencedores, en cambio, la combatividad obrera se ve postergada por la euforia chovinista de la victoria[11], por lo que las luchas se reanudarán más lentamente, como si los trabajadores esperaran los «dividendos de la victoria»[12]. Sólo cuando tales ilusiones se desvanecieron ante la crudeza de las condiciones de posguerra (en especial, cuando a partir de 1920, el capitalismo entra en una fase de crisis económica) los obreros de Francia, Inglaterra, Italia..., entrarán masivamente en lucha. Para entonces, como hemos visto, el proletariado de los países vencidos ha sufrido derrotas decisivas. La fragmentación de la respuesta obrera entre países vencedores y vencidos, permite además a la burguesía mundial coordinar el conjunto de sus fuerzas, en apoyo de aquellas fracciones que en cada momento se encuentran en primera línea de la guerra contra el proletariado. Como ya Marx denunciara ante el aplastamiento de la Comuna de París: «El hecho sin precedente de que en la guerra más tremenda de los tiempos modernos, el ejército vencedor y el vencido confraternicen en la matanza común del proletariado (...) La dominación de clase ya no se puede disfrazar bajo el uniforme nacional, todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado» (Marx, La Guerra civil en Francia).
Los ejemplos no faltan:
– Ya incluso antes del final de la guerra, los países de la Entente hicieron la vista gorda cuando las tropas alemanas aplastaron en marzo de 1918 la revolución obrera en Finlandia, o en septiembre de 1918 la revuelta del ejército búlgaro en Vladai;
– Frente a la revolución alemana, fue el propio presidente Wilson (USA) quien impuso al Káiser la entrada de los «socialistas» en el gobierno como única fuerza capaz de enfrentarse a la revolución. Poco después, la Entente entregaba 5000 ametralladoras al gobierno alemán para aplastar las revueltas obreras. Y en marzo de 1919, el ejército de Noske se moverá, con el pleno consentimiento de Clemenceau, por la «zona desmilitarizada» del Rhur, para aplastar uno tras otro los focos revolucionarios.
– Desde finales de 1918, funcionaba en Viena un centro coordinador de la contrarrevolución, al mando del siniestro coronel inglés Cunningham que coordinó, por ejemplo, la acción contrarrevolucionaria de las tropas checas y rumanas en Hungría. Cuando el ejército de los Consejos húngaros intentó en julio de 1919, una acción militar en el frente rumano, las tropas de este país estaban preparadas, pues los «socialistas» húngaros habían ya comunicado esta operación al «centro antibolchevique» de Viena.
– Y junto a la colaboración militar, el chantaje de la «ayuda humanitaria» que llegaba de la Entente, (especialmente de EE UU), a condición de que el proletariado aceptara sin protestar la explotación y la miseria. Cuando en marzo de 1919, los Consejos húngaros llamaron a los obreros austriacos a que entraran en lucha junto a ellos, el «revolucionario» F. Adler les contesta: «Ustedes nos han llamado a seguir su ejemplo. Lo haríamos de todo corazón y de buena gana, pero lamentablemente no podemos. En nuestro país no quedan alimentos. Nos hemos convertido por completo en esclavos de la Entente» (Arbeiter-Zeitung, 23/3/1919).
Como conclusión podemos pues afirmar que, a diferencia de lo que pensaron muchos revolucionarios[13], la guerra no crea las condiciones favorables para la generalización de la revolución. Ello no significa, en manera alguna, que seamos «pacifistas» como nos tachan los grupos revolucionarios bordiguistas. Al contrario, defendemos como Lenin que «la lucha por la paz, sin acción revolucionaria es una frase hueca y mentirosa». Es precisamente nuestra responsabilidad de vanguardia en esa lucha revolucionaria, lo que nos exige sacar lecciones de las experiencias obreras, y afirmar[14], que el movimiento de luchas contra la crisis económica del capitalismo (como el iniciado desde finales de los años 60), podrá parecer menos «radical», más tortuoso y contradictorio, pero establece una base material mucho más firme para la revolución mundial del proletariado:
– La crisis económica afecta a todos los países sin excepción. Independientemente del grado de devastación que la crisis pueda causar en los diferentes países, lo bien cierto es que no hay «vencedores» y «vencidos», como tampoco «neutrales».
– A diferencia de la guerra imperialista, que puede ser detenida por la burguesía ante el riesgo de una revolución obrera, el capitalismo mundial no puede detener la crisis económica, ni evitar lanzar ataques cada vez más brutales contra los trabajadores.
Resulta muy significativo, que esos mismos grupos que nos tildan de «pacifistas», muy a menudo menosprecien las luchas obreras contra la crisis económica.
El papel decisivo de las principales concentraciones obreras
Cuando el proletariado tomó el poder en Rusia, los mencheviques y con ellos el conjunto de «socialistas» y centristas, denunciaron el «aventurerismo» de los bolcheviques, pues Rusia sería un país «atrasado» que no estaría maduro para la revolución socialista. Fue precisamente la justa defensa del carácter proletario de la Revolución de Octubre, lo que llevó a los bolcheviques a explicar la «paradoja» del surgimiento de la revolución mundial a partir de la lucha de un proletariado «atrasado» como el ruso[15], mediante la errónea tesis de que la cadena del imperialismo mundial se rompería antes por sus eslabones más frágiles[16]. Pero un análisis de la oleada revolucionaria permite rebatir desde una base marxista, tanto la patraña de que el proletariado de los países del Tercer Mundo no estaría preparado para la revolución socialista, como su aparente «antítesis» según la cual disfrutaría de mayores facilidades.
1. Precisamente la Iª Guerra mundial marca el hito histórico de la entrada del capitalismo en su fase de decadencia. Es decir, que las premisas de la revolución proletaria (desarrollo suficiente de las fuerzas productivas, y también de la clase revolucionaria enterradora de la sociedad moribunda) estaban ya dadas, a nivel mundial.
El hecho de que la oleada revolucionaria se extendiese a todos los rincones del planeta y que, en todos los países, las luchas obreras enfrentaran la acción contrarrevolucionaria de todas las fracciones de la burguesía, pone claramente de manifiesto que el proletariado (independientemente del grado de desarrollo que hubiera alcanzado en cada país) no tiene tareas diferentes en Europa y en el llamado Tercer Mundo. No existe pues, un proletariado «listo» para el socialismo (en los países avanzados) y un proletariado «inmaduro para la revolución» que aún debería atravesar la «fase democrático-burguesa».
Precisamente la oleada revolucionaria internacional que estamos analizando, muestra cómo los obreros de la atrasada Noruega descubren que: «Las reivindicaciones de los trabajadores no pueden ser satisfechas por medios parlamentarios, sino por las acciones revolucionarias de todo el pueblo trabajador» (Manifiesto del Consejo Obrero de Cristianía en Marzo de 1918); cómo los obreros de las plantaciones indonesias, o los de las favelas de Río, construyen Consejos Obreros; cómo los trabajadores beréberes se unen a los trabajadores europeos emigrados, y contra la burguesía «nacionalista» en una huelga general en los puertos de Argelia en 1923...
Proclamar hoy, como hacen algunos grupos del medio revolucionario, que el proletariado de esos países atrasados, a diferencia de los de los países adelantados, deberían construir sindicatos, o apoyar la revolución «nacional» de las fracciones «progresistas» de la burguesía, equivale a tirar por la borda las lecciones de las derrotas sangrientas sufridas por esos proletarios a manos de la alianza de todas las fracciones («progresistas» y reaccionarias) de la burguesía, o de unos sindicatos (incluso en sus variantes más radicales, como los sindicatos anarquistas en Argentina) que en el centro y en la periferia del capitalismo, demostraron haberse convertido en agentes antiobreros del Estado capitalista.
2. Sin embargo que el conjunto del capitalismo, y por tanto del proletariado mundial, estén «maduros» para la revolución socialista, no significa que la revolución mundial pueda empezar en cualquier país, o que la lucha de los trabajadores de los países más atrasados del capitalismo tengan la misma responsabilidad, el mismo carácter determinante, que los combates del proletariado de los países más avanzados. Precisamente la oleada revolucionaria de 1917-23 demuestra contundentemente que la revolución sólo podrá, en el porvenir, partir del proletariado de los capitalismos más desarrollados, es decir de aquellos destacamentos de la clase obrera que por su peso en la sociedad, por la experiencia histórica acumulada en años de combates contra el Estado capitalista y sus mistificaciones, juegan un papel central y decisivo en la confrontación mundial entre proletariado y burguesía.
Al calor de la lucha del proletariado de esos países más desarrollados, los trabajadores forman Consejos Obreros hasta en Turquía (donde en 1920 existirá un grupo espartaquista), Grecia, incluso en Indonesia, Brasil... En Irlanda (un proletariado que Lenin creía erróneamente, debía aún luchar por la «liberación nacional»), el influjo de la oleada revolucionaria abrió un luminoso paréntesis, cuando los trabajadores en vez de luchar junto a la burguesía irlandesa por su «independencia» de Gran Bretaña, lucharon en el terreno del proletariado internacional. En el verano de 1920 surgieron Consejos Obreros en Limerick, y estallaron revueltas de jornaleros en el oeste de país, soportando la represión tanto de las tropas inglesas, como del IRA (cuando ocupaban las haciendas de los terratenientes nativos).
Cuando la burguesía consigue derrotar a los batallones obreros decisivos en Alemania, Francia, Inglaterra, Italia..., la clase obrera mundial quedará decisivamente debilitada, y las luchas obreras en los países de la periferia capitalista no podrán invertir el curso de la derrota del proletariado mundial. Las enormes muestras de coraje y combatividad que dieron los obreros en América, Asia..., privados de la contribución de los batallones centrales de la clase obrera, se perderán como hemos visto en gravísimas confusiones (como por ejemplo en la insurrección en China) que les conducirán inevitablemente a la derrota. En los países donde el proletariado es más débil, sus escasas fuerzas y experiencia, se enfrentan, sin embargo, a la acción combinada de las burguesías que tienen más experiencia en su lucha de clases contra el proletariado[17].
Por todo ello, el eslabón clave donde se jugaba el porvenir de la oleada revolucionaria era Alemania, cuyo proletariado representaba un auténtico faro para los trabajadores del mundo entero. Pero en Alemania, el proletariado más desarrollado y también más consciente, se enfrentaba, lógicamente, a la burguesía que había acumulado una vasta experiencia de confrontaciones contra el proletariado. Baste ver la «potencia» del aparato específicamente antiobrero del Estado capitalista alemán: un partido «socialista» y unos sindicatos que se mantuvieron en todo momento organizados y coordinados para sabotear y aplastar la revolución.
Por todo ello, para hacer posible la unificación mundial del proletariado, hay que superar las mistificaciones más refinadas de la clase enemiga, hay que enfrentarse a los aparatos antiobreros más potentes. Hay que derrotar, en definitiva, a la fracción más fuerte de la burguesía mundial. Y esto sólo está al alcance de los destacamentos más desarrollados y experimentados de la clase obrera mundial.
Tanto la tesis de que la revolución debería surgir necesariamente de la guerra, como la del «eslabón más débil», fueron errores de los revolucionarios de aquel periodo en su deseo de defender la revolución proletaria mundial. Estos errores, sin embargo, fueron convertidos en dogmas por la contrarrevolución triunfante tras la derrota de la oleada revolucionaria, y hoy desgraciadamente forman parte del «cuerpo de doctrina» de los grupos bordiguistas.
La derrota de la oleada revolucionaria del proletariado de 1917-23 no significa que la revolución proletaria sea imposible. Al contrario, casi 80 años después, el capitalismo ha demostrado, guerra tras guerra, barbarie tras barbarie, que no puede salir del atolladero histórico de su decadencia. Y el proletariado mundial ha superado la noche de la contrarrevolución inaugurando, a pesar de sus limitaciones, un nuevo curso hacia los enfrentamientos de clase, hacia una nueva tentativa revolucionaria. En ese nuevo asalto mundial al capitalismo la clase obrera necesitará, para triunfar, apropiarse de las lecciones de lo que constituye su principal experiencia histórica. Es responsabilidad de sus minorías revolucionarias abandonar el dogmatismo y el sectarismo, para poder discutir y clarificar el necesario balance de esa experiencia.
Etsoem
[1] La retirada alemana de sus posiciones en Francia y Bélgica costó, entre agosto y noviembre, 378 mil hombres a Gran Bretaña y 750 mil a Francia.
[2] La derrota del proletariado en 1914 era sólo ideológica y no física, por lo que de inmediato volvieron las huelgas, las asambleas, la solidaridad... En 1939 en cambio, la derrota es completa, física (tras el aplastamiento de la oleada revolucionaria), e ideológica (antifascismo).
[3] Cattaro, hoy Kotor, puerto de Montegnegro en Yugoslavia. Ver «Del austromarxismo al austrofascismo» en Revista Internacional nº 10.
[4] Ver «Hace 70 años, la revolución en Alemania» en la Revista internacional nº 55 y 56.
[5] Vacilaciones que alcanzaron lamentablemente también a los revolucionarios. Ver el folleto La Izquierda comunista germano-holandesa.
[6] Ver «El aislamiento es la muerte de la revolución» en la Revista internacional nº 75.
[7] Citado por Edouard Dolléans en Historia del movimiento obrero.
[8] Ver «Revolución y contrarrevolución en Italia» en Revista internacional nº 2 y 3.
[9] El proletariado español no resultó sin embargo aplastado: de ahí sus formidables luchas en los años 30. Ver nuestro folleto Franco y la República masacran al proletariado.
[10] Ver «Balance de 70 años de “liberación nacional”» en Revista Internacional nº 66.
[11] Sólo en la parte «vencida» de Francia (Alsacia y Lorena) se produjeron, en noviembre de 1918, huelgas importantes (ferrocarriles, mineros) y Consejos de soldados.
[12] El capitalismo más débil que pierde la guerra, es también el que la inició, lo que permite a la burguesía reforzar el chovinismo con campañas sobre las «reparaciones de guerra».
[13] Incluso grupos revolucionarios que trazaron un balance muy serio y lúcido de la oleada revolucionaria, como es el caso de nuestros antecesores de la Izquierda Comunista de Francia, erraron en esta cuestión, lo que les llevó a esperar una nueva oleada revolucionaria, tras la IIª Guerra mundial.
[14] Ver el citado artículo de la Revista internacional nº 26.
[15] En nuestro folleto La revolución rusa, comienzo de la revolución mundial, mostramos que ni Rusia era un país tan atrasado (5ª potencia industrial del mundo) ni el hecho de que se avanzara respecto al resto del proletariado puede atribuirse a ese supuesto «atraso» del capitalismo ruso, sino a que la revolución surgiera de la guerra, y que la burguesía mundial no pudiera acudir en ayuda de la burguesía rusa (como tampoco pudo hacerlo en 1918-1920 durante la «guerra civil») junto a la ausencia de amortiguadores sociales (sindicatos, democracia...) del zarismo.
[16] Hemos expuesto nuestra crítica a esta «teoría del eslabón más débil» en «El proletariado de Europa Occidental en el centro de la lucha de clases» y en «A propósito de la crítica de la teoría del eslabón más débil» (Revista Internacional nº 31 y 37 respectivamente).
[17] Cómo se vio ya en la propia revolución rusa (ver artículo en la Revista internacional nº 75), cuando las burguesías francesa, inglesa y norteamericana emprendieron coordinadamente una acción contrarrevolucionaria. También en China, las «democracias» occidentales apoyaron financiera y militarmente primero a los «señores de la guerra» y luego a líderes del Kuomintang.