Enviado por Revista Interna... el
Bilan nº 28 (febrero-marzo de 1936)
Problemas del período de transición
Del título de este estudio podría deducirse que vamos a dedicarnos a hacer investigaciones sobre las brumas del futuro e incluso que vamos a bosquejar soluciones a las múltiples y complejas tareas que se le impondrán al proletariado cuando sea la clase dirigente. El marco y el espíritu de Bilan no autorizan semejantes propósitos. Dejamos a los demás, a los “técnicos” y a los fabricantes de recetas, o a los “ortodoxos” del marxismo el gusto de dedicarse a pergeñar anticipaciones, a pasearse por los senderos de los utopismos o lucir ante los proletarios fórmulas vacuas sin sustancia de clase...
Para nosotros no se trata en absoluto de construir esquemas, panaceas que servirían de una vez por todas y que mecánicamente se adaptarían a todas las situaciones históricas. El marxismo es un método experimental y no un juego de adivinanzas y de pronósticos. Hunde sus raíces en una realidad histórica moviente y contradictoria: se nutre de las experiencias pasadas, se equivoca y se corrige en el presente para enriquecerse en el ardor de las experiencias futuras.
Haciendo la síntesis de los acontecimientos históricos, el marxismo, liberándose del revoltijo idealista, despeja el significado del Estado, forja la teoría de la dictadura del proletariado y afirma la necesidad del Estado proletario transitorio. Aunque consiga definir su contenido de clase, sólo podrá limitarse a dar un bosquejo de sus formas sociales. Le es todavía imposible asentar los principios de gestión del Estado proletario en bases sólidas y tampoco logra trazar con precisión la línea de separación entre Partido y Estado. Y por eso, esa inmadurez en los principios iba a pesar inevitablemente en la existencia y evolución del Estado soviético.
Les incumbe a los marxistas, náufragos del desastre del movimiento obrero, forjar el arma teórica que hará que el Estado proletario futuro sea el instrumento de la Revolución mundial y no la presa del capitalismo mundial.
Esta contribución a esa investigación teórica tratará sucesivamente: a) de las condiciones históricas en las que surge la revolución proletaria; b) de la necesidad del Estado transitorio; c) de las categorías económicas y sociales que necesariamente sobreviven en la fase transitoria; d) y, en fin, de unos cuantos factores para una gestión proletaria del Estado transitorio.
La revolución proletaria y su entorno histórico
Se ha vuelto un axioma decir que la sociedad capitalista, desbordada por las fuerzas productivas que ya no consigue utilizar íntegramente, sumergida bajo una montaña de mercancías a las que ya no logra dar salida, se ha convertido en un anacronismo histórico. De ahí a concluir que su desaparición debe inaugurar el reino de la abundancia, parece haber solo un paso.
En realidad, la acumulación capitalista ha llegado al máximo de su progresión y el modo capitalista de producción ya no es más que un freno a la evolución histórica.
Eso no significa ni mucho menos, que el capitalismo sea como una fruta madura que el proletariado podría recoger sin mayor esfuerzo, para que reine la felicidad. Lo que eso significa es que ya existen las condiciones materiales para poner las bases (y únicamente las bases) del socialismo que llevan a la sociedad comunista.
Marx dice que “en el momento en que aparece la civilización, la producción comienza a basarse en el antagonismo de órdenes, de estados y, en fin, en el antagonismo entre el trabajo acumulado y el trabajo inmediato. Sin antagonismo no hay progreso. Esa es la ley que la civilización ha seguido hasta nuestros días. Hasta hoy, las fuerzas productivas se han desarrollado gracias a ese ‘régimen de de antagonismo de clases’” (Miseria de la Filosofía), Engels, en el Anti-Dühring, constata que le existencia de una sociedad dividida en clases es “la consecuencia necesaria del débil desarrollo de la producción en el pasado”, deduciendo de ello que:
“aunque la división en clases posee cierta legitimidad histórica, solo la tiene por un tiempo determinado, en unas condiciones sociales determinadas. Se basaba en la insuficiencia de la producción y será barrida por el pleno desarrollo de las fuerzas productivas modernas”.
Es evidente que el desarrollo último del capitalismo no será un “pleno desarrollo de las fuerzas productivas” en el sentido de que serían capaces de hacer frente a todas las necesidades humanas, sino a una situación en la que la supervivencia de los antagonismos de clase no solo obstaculiza todo el desarrollo de la sociedad, sino que la lleva a la regresión.
Ese es el pensamiento de Engels cuando dice que la abolición de las clases “supone una evolución de la producción que ha alcanzado un nivel en el que la apropiación por una determinada clase de la sociedad de los medios de producción y de los productos (y por lo tanto de la soberanía política, del monopolio de la educación y de la dirección intelectual), se habrá vuelto algo no solo inútil, sino una traba para la evolución económica, política e intelectual”. Y cuando añade que la sociedad capitalista ha llegado a ese punto y que “existe la posibilidad de asegurar a todos los miembros de la sociedad, mediante la producción social, una existencia no sólo suficiente y cada días más plena en lo material, sino que les garantice además el desarrollo totalmente libre de sus facultades físicas e intelectuales”, no cabe duda de que lo que Engels plantea es únicamente la posibilidad de ir hacia una plena satisfacción de las necesidades y no los medios materiales para lograrlo inmediatamente. Engels precisa además que:
“la liberación de los medios de producción es la única condición previa para un desarrollo ininterrumpido y acelerado de las fuerzas productivas y, por lo tanto, de un crecimiento prácticamente ilimitado de la producción misma”.
Por consiguiente, el período de transición (que deberá tener una configuración mundial y no particular de un Estado), es una fase política y económica que, inevitablemente, tendrá todavía una deficiencia productiva en relación con las necesidades individuales, incluso teniendo en cuenta el fantástico nivel ya alcanzado en la productividad del trabajo. La supresión de la relaciones capitalistas de producción y de su expresión antagónica da la posibilidad inmediata de abastecer las necesidades esenciales de las personas (haciendo abstracción de las necesidades de la lucha de clases que podrían hacer caer temporalmente la producción).
Para ir más lejos se necesitará un desarrollo incesante de las fuerzas productivas. En cuanto a la plasmación concreta de la fórmula “a cada cual según sus necesidades”, se realizará al cabo de un largo proceso, que avanzará no en línea recta sino con meandros, vaivenes producidos por contradicciones y conflictos, superponiéndose al proceso de la lucha mundial de clases.
La misión histórica del proletariado consiste, como decía Engels, en hacer que la humanidad dé el salto “del reino de la necesidad al reino de la libertad”; pero el proletariado no podrá realizarla sin un análisis de las condiciones históricas en que se sitúa ese acto de liberación que le hagan descubrir su naturaleza y sus límites, para que ese conocimiento impregne así toda su actividad política y económica. Así, el proletariado no puede oponer abstractamente capitalismo y socialismo, como si se tratara de dos épocas sin dependencia mutua, como si el socialismo no fuera la prolongación histórica del capitalismo, inevitablemente cargado de las escorias de éste, como si lo que la Revolución proletaria portara en sus costados fuera algo limpio y diáfano.
No puede decirse que fue por indiferencia o negligencia si nuestros maestros no trataron en detalle los problemas del periodo de transición. Marx y Engels estaban en las antípodas de los utopistas, eran la negación misma de éstos. No andaban construyendo en lo abstracto, imaginando lo que sólo podía resolverse mediante la ciencia.
Todavía en 1918, Rosa Luxemburgo, la cual sin embargo tanto aportó a la teoría marxista, tuvo que limitarse a la constatación (la Revolución rusa) de que:
“la realización práctica del socialismo como sistema económico, social y jurídico no es, ni mucho menos, una suma de prescripciones bien preparadas que no habría más que aplicar. La realización práctica del socialismo se esboza en las brumas del futuro. ... El socialismo requiere como condición previa una serie de medidas violentas contra la propiedad, etc. Lo negativo, la destrucción, puede decretarse; lo positivo, la construcción, no”.
Marx ya había indicado en su prólogo a el Capital que:
“Aunque una sociedad haya encontrado el rastro de la ley natural con arreglo a la cual se mueve –y la finalidad última de esta obra es, en efecto, descubrir la ley económica que preside el movimiento de la sociedad moderna–, jamás podrá saltar ni descartar por decreto las fases naturales de su desarrollo. Podrá únicamente acortar y mitigar los dolores del parto” (“Prólogo a la 1ª edición” de el Capital).
Una política de gestión proletaria deberá pues dedicarse esencialmente a dirigir y mantener las tendencias con las que debe impulsar la evolución económica, a la vez que las experiencias históricas (y la Revolución rusa, por muy limitada que sea, es la más importante de ellas) serán la reserva en la que el proletariado encontrará las formas sociales que se adapten a esa política. Esta sólo tendrá un contenido socialista si la dirección económica tiene una orientación diametralmente opuesta a la del capitalismo, o sea si se dirige hacia un alza progresiva y constante de las condiciones de vida de las masas y no hacia su degradación.
Si se quiere apreciar la Revolución, no como un hecho aislado, sino como fruto del contexto histórico, hay que referirse a la ley fundamental de la Historia que no es otra que la ley general de la evolución dialéctica cuyo motor central es la lucha de clases, al ser ésta la sustancia viva de los acontecimientos históricos.
El marxismo nos enseña que la causa de las revoluciones no debe buscarse en la filosofía sino en la economía de una sociedad determinada. Son los cambios graduales en el modo de producción y de intercambio, con el acicate de la lucha de clases, los que acaban desembocando inevitablemente en la “catástrofe” revolucionaria que rasga el envoltorio de las relaciones sociales y de producción existentes.
En ese sentido, el siglo xx ha sido, para la sociedad capitalista lo que fueron para la feudal los siglos xviii y xix, o sea una era de convulsiones revolucionarias que agitaron a la sociedad entera.
En la era de la decadencia burguesa, las revoluciones proletarias son, pues, el producto de una madurez histórica de toda la sociedad, los eslabones de una cadena de acontecimientos, que pueden, como la historia nos lo ha mostrado desde 1914, perfectamente alternar con derrotas del proletariado y con guerras.
La victoria de un proletariado determinado, aún siendo el resultado inmediato de circunstancias particulares, no es, en definitiva, sino la de una parte de un todo: la revolución mundial. Veremos que, por esa razón fundamental, no se trata de asignar a la revolución un curso autónomo que se justificaría por la originalidad de su medio geográfico y social.
Nos enfrentamos aquí a un problema. Fue el problema central de las controversias teóricas des las que el centrismo ruso ([1]) (y la Internacional comunista con él) sacó su tesis del “socialismo en un solo país”. El problema consiste en saber qué quiere decir el “desarrollo desigual” que puede comprobarse a lo largo de la evolución histórica.
Marx observa que en la vida económica se produce un fenómeno análogo al que ocurre en algunas ramas de la biología. En cuanto la vida supera un período determinado de desarrollo y pasa de una fase a otra, empieza a obedecer a otras leyes por mucho que siga dependiendo de las leyes fundamentales que rigen todas las manifestaciones vitales.
Lo mismo acontece con cada período histórico, que posee sus propias leyes, aunque toda la historia esté regida por la ley de la evolución dialéctica. Por ejemplo, Marx niega que la ley de la población sea la misma en todo tiempo y todo lugar. Cada grado de desarrollo tiene su ley particular de la población y Marx lo demuestra rebatiendo la teoría de Malthus.
En el Capital, en donde Marx desmonta la mecánica del sistema capitalista, no se detiene en los múltiples aspectos desiguales de la expansión del capital, pues para él,
“Lo que de por sí nos interesa, aquí, no es precisamente el grado más o menos alto de desarrollo de las contradicciones sociales que brotan de las leyes naturales de la producción capitalista. Nos interesan más bien estas leyes de por sí, estas tendencias que actúan y se imponen con férrea necesidad. Los países industrialmente más desarrollados no hacen más que poner delante de los países menos progresivos el espejo de su propio porvenir” (“Prólogo…”).
En esta reflexión de Marx aparece claramente que lo que debe considerarse como fundamental no es lo desigual en la evolución de los diferentes países que forman la sociedad capitalista –aspecto que solo sería la expresión de una pseudo ley de la necesidad histórica del desarrollo desigual– sino las leyes propias de la producción capitalista que rigen el conjunto de la sociedad, subordinadas ellas también a la ley general de la evolución materialista y dialéctica.
El medio geográfico explica por qué la evolución histórica y las leyes específicas de una sociedad se manifiestan en formas de desarrollo variadas y desiguales, pero no da ninguna explicación del proceso histórico mismo. Dicho de otro modo, el medio geográfico no es el factor activo de la historia.
Marx dice que aunque un clima moderado favorece la producción capitalista, eso es solo una posibilidad, pero que solo puede ser válida en unas condiciones históricas independientes de las condiciones geográficas. Dice en particular:
“Mas, de aquí no se sigue, ni mucho menos, por deducción a la inversa, que el suelo más fructífero sea el más adecuado para que en él se desarrolle el régimen capitalista de producción. Este régimen presupone el dominio del hombre sobre la naturaleza (…). La cuna del capitalismo no es el clima tropical, con su vegetación exuberante, sino la zona templada. La base natural de la división humana del trabajo, que mediante los cambios de las condiciones naturales en que vive, sirve al hombre de acicate de sus propias necesidades, capacidades, medios y modos de trabajo, no es la fertilidad absoluta del suelo, sino su diferenciación, la variedad de sus productos naturales” (el Capital, Libro I, “Plusvalía absoluta y relativa”).
El medio geográfico no puede ser el elemento primordial en función del cual los países se habrían desarrollado siguiendo las leyes propias de su entorno originario, y no siguiendo las leyes generales surgidas de unas condiciones dadas y que cubren todo un período. Pues, si no, habría que concluir que la evolución de cada país ha seguido un curso autónomo, independiente del entorno histórico.
Pero para que se realice la historia ha sido necesaria la intervención del hombre, una intervención siempre dependiente de unas relaciones sociales antagónicas (excepto en lo que se refiere al comunismo primitivo), variables según la época histórica y con luchas de clases con rasgos propios: lucha entre esclavo y amo, entre siervo y señor, entre burgués y señor feudal, entre proletario y burgués.
Eso no significa que, en lo que se refiere a los períodos precapitalistas, los diferentes tipos de sociedad que se van sucediendo: asiático, esclavista, feudal, se fueran sucediendo rigurosamente y sus leyes específicas sirvieran universalmente. Esto era imposible, pues esas formaciones sociales estaban todas ellas basadas en modos de producción poco progresivos por naturaleza.
Ninguna de esas sociedades pudo ir más allá de unos límites en un ámbito determinado, una cuenca como la mediterránea en la antigüedad esclavista, mientras que en el otro extremo del mundo vivían sociedades regidas por relaciones sociales y de producción, más o menos evolucionadas, bajo la acción de factores múltiples, entre los cuales el geográfico no era el esencial.
Pero con el advenimiento del capitalismo, el curso de la evolución pudo ampliarse. Aunque fue el resultado de una sucesión histórica con unas diferencias considerables de desarrollo, en poco tiempo, el capitalismo acabó controlando y dominando esas diferencias.
Dominado por la ley de la acumulación de plusvalía, el capitalismo apareció en el escenario histórico como el modo de producción más poderoso y progresivo, y el sistema económico más expansivo. Aunque se caracterizara por la tendencia a universalizar su modo de producción, aunque favoreciera la nivelación, no destruyó, ni mucho menos, todas las formas sociales anteriores. Las incorporó, sacando de ellas las fuerzas para ir irresistiblemente hacia adelante.
Ya hemos dado nuestro parecer (ver “Crisis y ciclos”) sobre la perspectiva que pretendidamente habría esbozado Marx de un advenimiento de una sociedad capitalista pura y equilibrada; no vamos pues volver sobre el tema, pues los hechos han desmentido con creces no esa pretendida predicción de Marx, sino las hipótesis de quienes la utilizaban para reforzar la ideología burguesa. Sabemos que el capitalismo entró en su fase de descomposición antes de haber podido terminar su misión histórica, porque sus contradicciones se desarrollaron mucho más rápidamente que su expansión. El capitalismo no por eso ha dejado de ser el primer sistema de producción que ha engendrado una economía mundial que se caracteriza no por una homogeneidad y un equilibrio inconciliable con su naturaleza, sino por una estrecha interdependencia de sus partes, soportando todas ellas, en última instancia, la ley del capital y el yugo de la burguesía imperialista.
El desarrollo de la sociedad capitalista bajo el acicate de la competencia, ha producido esta compleja y notable organización mundial de la división del trabajo que puede y debe ser perfeccionada, saneada (ésa será una tarea del proletariado), pero que no deberá ser destruida. No es, ni mucho menos, abolida por el nacionalismo económico, un fenómeno que aparece, en la crisis general del capitalismo, como la expresión reaccionaria de la contradicción entre el carácter universal de la economía capitalista y su división en Estados nacionales antagónicos. Al contrario, esa competencia se afirma con más vigor todavía en medio del ambiente sofocante creado por la existencia de lo que podríamos llamar economías con mentalidad de asediadas. ¿No estamos hoy acaso asistiendo, con el pretexto de un proteccionismo casi hermético, a un enorme florecimiento de industrias construidas a costa de unos ingentes gastos no previstos, que se integran en las diferentes economías de guerra y que pesan enormemente en la existencia de las masas? Son organismos parásitos, inviables económicamente y que una sociedad socialista expulsará de su seno.
Sin esa base mundial de la división del trabajo, una sociedad socialista es evidentemente impensable.
La interdependencia y la mutua subordinación de las diferentes esferas productivas (hoy limitadas en el marco de las naciones burguesas) son una necesidad histórica y el capitalismo les ha dado su pleno significado, tanto desde el punto de vista político como del económico. El que la estructura social capitalista, que ha alcanzado su escala mundial, sea desarticulada por mil fuerzas contradictorias no le impide seguir existiendo. Se integra en un reparto de las fuerzas productivas y riquezas naturales (explotadas) que es precisamente el trabajo de toda la evolución histórica. No depende en absoluto de la voluntad del capitalismo imperialista el rechazar la estrecha solidaridad de todas las regiones del globo, encerrándose en cada marco nacional. Si hoy intenta esa desquiciada empresa es porque está acorralado por las contradicciones de su sistema, y lo hace a costa de una destrucción de riquezas en las que se ha materializado la plusvalía arrancada a múltiples generaciones de proletarios, arrastrando a una destrucción gigantesca de fuerza de trabajo en la abismo de la guerra imperialista.
Tampoco el proletariado internacional debe desconocer la ley de la evolución histórica. Un proletariado que haya hecho la revolución deberá hacer pagar al “socialismo en un solo país” el abandono de la lucha mundial de clases y, por consiguiente, de su propia derrota.
Que la evolución desigual pueda ser considerada como la ley histórica cuya consecuencia sería la necesidad de desarrollos nacionales autónomos no es, según lo que hemos dicho, sino la negación misma del concepto de sociedad mundial.
Como ya hemos dicho, la desigualdad en la evolución económica y política no es ni mucho menos una “ley absoluta del capitalismo” (como así dice el programa del VIº Congreso de la Internacional comunista); no es sino una serie de diferencias que se manifiestan bajo unas leyes específicas del sistema burgués de producción.
En su fase de expansión, el capitalismo, en un proceso contradictorio y sinuoso, tendió hacia la nivelación de las desigualdades de crecimiento, mientras que en su fase de retroceso, lo que hace es incrementar las diferencias que han permanecido por las necesidades de su evolución: el capital de las metrópolis agotaba la subsistencia de los países atrasados, destruyendo las bases de su desarrollo.
Ante esta constatación de una evolución retrógrada y parásita, la Internacional Comunista dedujo que “las desigualdades aumentan, acentuándose más todavía en esta época del imperialismo” y de ahí sacó su tesis del “socialismo nacional” que creía haber reforzado practicando la confusión entre “socialismo” nacional y “revolución” nacional. Todo esto lo justificó basándose en la imposibilidad histórica de una revolución proletaria mundial como acto simultáneo por todas partes.
Para dar fuerza a sus argumentos, la IC sacó a relucir algunos escritos de Lenin, en especial su artículo de 1915 con la consigna de “Estados Unidos mundiales” (A contracorriente) en donde Lenin consideraba que “la desigualdad en el progreso económico y político es ley ineluctable del capitalismo; de ahí se deduce que una victoria del socialismo es posible, en unos cuantos Estados capitalistas para empezar e incluso en uno solo”.
Trotski dejó mal paradas esas falsificaciones en la Internacional comunista después de Lenin y no vamos pues aquí a detenernos a refutarlas nuevamente.
Pero eso no quita que Trotski, valiéndose de Marx y de Lenin, pensara poder utilizar la “ley” del desarrollo desigual –erigida pues igualmente como ley absoluta del capitalismo– para explicar, por una lado, que era inevitable la revolución en su forma nacional y, en cambio, por otro lado, que la revolución iba a estallar, en primer lugar, en los países atrasados:
“de la evolución desigual y a saltos del Capitalismo se deriva el carácter desigual y a saltos de la revolución socialista, a la vez que la interdependencia mutua de cada país que ha alcanzado niveles muy elevados se deriva la imposibilidad no sólo política sino también económica de construir el socialismo en un solo país” (la IC después de Lenin);
y también que
“por lo tanto, la posibilidad que Rusia, históricamente atrasada, pudiera conocer una revolución proletaria antes que la avanzada Inglaterra, se basaba perfectamente en la ley del desarrollo desigual”. (la Revolución permanente).
Para empezar, Marx, al reconocer la necesidad de las revoluciones nacionales, nunca la justificó con la desigualdad de la evolución. Para él no cabe duda de que esa necesidad se debe a la división de la sociedad en naciones capitalistas, lo cual no es sino el corolario de su división en clases.
El Manifiesto comunista dice que:
“Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía”.
Y más tarde, Marx, en su Crítica al programa de Gotha, precisará
“Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase en su propio país, ya que éste es la palestra inmediata de su lucha. En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como dice el Manifiesto comunista, «por su forma»”.
Esa lucha nacional, cuando estalla en revolución proletaria significa que han madurado históricamente los antagonismos económicos y sociales de la sociedad capitalista en su conjunto, significando que la dictadura del proletariado es un punto de partida y no de llegada. Y esa revolución proletaria en un marco nacional, que es un aspecto de la lucha mundial de clases, debe mantenerse integrada en esta lucha si no quiere perecer. En el sentido de esa continuidad del proceso revolucionario se puede hablar de revolución “permanente”.
Trotski rechaza totalmente la teoría del “socialismo en uno solo país” considerándola reaccionaria. Sin embargo, basándose en la “ley” del desarrollo desigual acaba deformando lo que significan las revoluciones proletarias. Esa “ley” la incorporará incluso a su teoría de la Revolución permanente que, según él, comprende dos tesis fundamentales: una basada en una idea “justa” de la evolución desigual y la otra en una comprensión exacta de la economía mundial.
Limitándose a esta época del imperialismo: si las diferentes expresiones de desigualdad no se debieran a las leyes propias del capitalismo modificadas en su actividad por la crisis general de descomposición, y se debieran a una ley histórica de la desigualdad necesaria, no se comprendería por qué la única consecuencia de esa ley sería la aparición de revoluciones nacionales en los países atrasados que no se extienden para favorecer el desarrollo de economías autónomas, y hasta el “socialismo nacional”.
Al dar preponderancia al medio geográfico (pues eso es lo que en realidad significa la transformación en ley de la evolución desigual) y no al factor histórico, el único válido, o sea la lucha de clases, se deja la puerta abierta a todas las justificaciones del “socialismo” económico y político basado en no se sabe qué posibilidad material de desarrollo independiente, una puerta que ha acabado franqueando el centrismo en lo que a Rusia se refiere.
Trotski podrá acusar en vano a Stalin de “transformar en fetiche la ley de desarrollo desigual, declarándola suficiente para servir de cimientos al socialismo nacional”, pero, en realidad, con las mismas premisas teóricas, acabaría lógicamente desembocando en las mismas conclusiones si no se detuviera arbitrariamente en el camino.
Para definir la Revolución rusa, Trotski dirá que “fue la más grandiosa de todas las manifestaciones de la desigualdad de la evolución histórica; la teoría de la revolución permanente que pronosticó el cataclismo de Octubre estaba, por eso mismo, basada en esa ley”.
El retraso en el desarrollo de Rusia, podrá invocarse, en cierto modo, para explicar el salto de la revolución por encima de la fase burguesa, aunque la realidad esencial fuera que la revolución surgió en un periodo en el que precisamente aparece la incapacidad de la burguesía nacional para llevar a cabo sus objetivos históricos. Y ese retraso cobra todo su significado en el plano político porque a la incapacidad histórica de la burguesía rusa se le añade su debilidad orgánica, mantenida ésta todavía más por la situación imperialista. En la sacudida de la guerra imperialista, Rusia iba a aparecer necesariamente como el punto de ruptura del frente capitalista. La revolución mundial se inició precisamente allí donde había un campo favorable para el proletariado y para la construcción de su partido de clase.
La crítica de los “paises maduros” o “inmaduros para el socialismo
Quisiéramos, para acabar esta primera parte, examinar la tesis de los “países maduros” y los “no maduros” para el socialismo, tesis apreciada por los “evolucionistas” y que ha dejado algunas huellas en el pensamiento de los comunistas opositores, cuando éstos procuran definir el carácter de la revolución rusa o buscan los orígenes de la degeneración de ésta.
En su “Prefacio” a la Crítica a la economía política, Marx propuso lo principal de su reflexión sobre el significado de una evolución social que ha llegado a su madurez, afirmando que:
“una sociedad no desaparece nunca antes de haber desarrollado todas las fuerza productivas que es capaz de contener; y nunca la sustituyen unas relaciones de producción nuevas y superiores antes de que las condiciones materiales de existencia para esas relaciones se hayan incubado en el seno mismo de la vieja sociedad. Por eso la humanidad solo se plantea los problemas que puede resolver, pues, observando más atentamente, siempre aparecerá que el problema mismo solo se presenta cuando las condiciones materiales para resolverlo existen ya o, al menos, les falta poco para ello”.
O sea que las condiciones de madurez solo pueden aplicarse al conjunto de la sociedad regida por un sistema de producción predominante. Además, la noción de madurez tiene un valor relativo y no absoluto. Una sociedad está “madura” porque su estructura social y su marco jurídico se han vuelto demasiado estrechos en relación con las fuerzas materiales que ha desarrollado.
Hemos subrayado, al principio de este estudio, que el capitalismo, aunque haya desarrollado poderosamente las capacidades productivas de la sociedad, no ha reunido, por eso mismo, todas las fuerzas materiales que permiten la organización inmediata del socialismo. Como lo dice Marx, solo existen las condiciones materiales para resolver el problema o al menos están próximas a su surgimiento.
Esa concepción restrictiva se aplica con más razón todavía a cada uno de los componentes nacionales de la economía mundial. Todos ellos están históricamente maduros para el socialismo, pero ninguno de ellos lo está hasta el punto de reunir todas las condiciones materiales necesarias para la edificación del socialismo íntegro, sea cual sea el desarrollo que hayan alcanzado.
Ninguna nación posee por sí sola todos los elementos de una sociedad socialista. El nacionalsocialismo se opone irreductiblemente al internacionalismo, a la división universal del trabajo y al antagonismo mundial entre la burguesía y el proletariado.
Es una pura abstracción concebir una sociedad socialista como una yuxtaposición de economías socialistas completas. La distribución mundial de las fuerzas productivas (que no es algo artificial) excluye la posibilidad de realizar íntegramente el socialismo tanto a las naciones “superiores” como a las regiones “inferiores”. El peso específico de cada una de ellas en la economía mundial mide su grado de dependencia recíproca y no la amplitud de su independencia. Gran Bretaña, uno de los territorios más avanzados del capitalismo, en donde éste aparece en su estado más puro, no es viable considerado aisladamente. Los hechos muestran hoy que las fuerzas productivas nacionales, con que estén privadas de solo una parte del mercado mundial, declinan. Así ocurre con la industria algodonera y la carbonífera en Inglaterra. En Estados Unidos, la industria automovilística, limitada al mercado interior, tan amplio sin embargo, acabaría retrocediendo. Una Alemania proletaria aislada, asistiría impotente a la contracción de su aparato industrial, incluso teniendo en cuenta una amplia expansión del consumo.
Es pues algo abstracto el plantearse la cuestión de países “maduros” o “no maduros” para el socialismo. El criterio de madurez debe ser rechazado tanto para los países con desarrollo superior como para los países atrasados.
Es con la visión de una maduración histórica de los antagonismos sociales resultantes del conflicto agudo entre fuerzas materiales y relaciones de producción, con la que debe abordarse el problema. Limitar los factores de tal problema a los factores materiales, es ponerse en la postura de ciertos teóricos de la IIª Internacional, como Kautsky y otros socialistas alemanes, que consideraban que Rusia, como economía atrasada que era en la que el sector agrícola (muy débil técnicamente) ocupaba un lugar preponderante, no estaba madura para una revolución proletaria, sino solo para una revolución burguesa, idea que convergía con la de los mencheviques rusos. Otto Bauer dedujo de “la inmadurez” económica de Rusia, que el Estado proletario iba a degenerar obligatoriamente.
Rosa Luxemburgo (la Revolución rusa) hacía el comentario de que, según el principio de los socialdemócratas, la Revolución rusa debería haberse parado con la caída del zarismo:
“Si ha ido más allá, si se ha dado la misión de realizar la dictadura del proletariado, se debería, según esa doctrina, a un simple error del ala radical del movimiento obrero ruso, los bolcheviques, y todos los problemas que la revolución ha sufrido en el curso siguiente, todas las dificultades de que ha sido víctima, serían el resultado de ese error fatal”.
Saber si Rusia estaba madura o no para la revolución proletaria no iba a resolverse en función de las relaciones de clase trastornadas por la situación internacional. La condición esencial era la existencia de un proletariado concentrado, aunque en ínfima proporción respecto a la inmensa masa de campesinos, y cuya conciencia se expresaba en un partido de clase fuerte por su ideología y su experiencia revolucionaria. Con Rosa Luxemburgo, nosotros afirmamos que “el proletariado ruso no podía ser considerado sino como vanguardia del proletariado mundial, vanguardia cuyos movimientos expresaban el grado de madurez de los antagonismos sociales a escala internacional. Es el desarrollo de Alemania, de Inglaterra y de Francia lo que se expresa en San Petersburgo. Es ese desarrollo lo que debía decidir el destino de la revolución rusa. Esta solo podría alcanzar su objetivo si era el prólogo de la revolución del proletariado europeo”.
Algunos camaradas de la Oposición comunista han basado su apreciación de la revolución rusa en el criterio de la “inmadurez” económica.
El camarada Hennaut, en su estudio sobre las Clases en la Rusia de los Sóviets defiende esa posición.
Retomando las reflexiones de Engels, comentadas ya por nosotros al principio de este artículo, Hennaut las interpreta como si tuvieran un sentido particular que pudiera aplicarse a un país determinado y no referidas a toda la Sociedad que ha llegado a un término histórico de su evolución.
Engels estaría así en contradicción evidente con lo que Marx había dicho en el prefacio de su Crítica. Y eso no es así, como puede deducirse de nuestros comentarios.
Según Hennaut, para justificar una revolución proletaria, lo que debe prevalecer es el factor económico y no el político. Dice lo siguiente:
“aplicadas a la época contemporánea de la historia humana, esas constataciones (de Engels, ndlr) no pueden significar otra cosa sino que la toma del poder por el proletariado, el mantenimiento y el uso de ese poder con fines socialistas, no puede concebirse sino allí donde el capitalismo ya ha despejado previamente el camino del socialismo, o sea, allí donde ha hecho surgir un proletariado industrial numeroso que abarca a la mayoría, o al menos a una fuerte minoría de la población, allí donde ha creado una industria desarrollada, capaz de dar impulso al desarrollo posterior de la economía entera”.
Más lejos subraya que:
“fueron, en última instancia, las capacidades económicas y culturales del país las que determinarían el posterior destino de la revolución rusa cuando se comprobó que los proletariados de fuera de Rusia no estaban listos para hacer su revolución. El atraso de la sociedad rusa iba entonces a hacer aparecer todos sus aspectos “negativos”.
Pero quizás el camarada Hennaut no se haya dado cuenta de que cuando uno se basa en las condiciones materiales para dar o no dar “legitimidad” a una revolución proletaria, eso acaba llevando, se quiera o no, a meter el dedo en los engranajes del “socialismo nacional”.
Repetimos que la condición básica para que viva la revolución proletaria es la continuidad su vínculo en función del cual debe definirse la política interior y exterior del Estado proletario. La revolución, aunque tenga que comenzar en un terreno nacional, no podrá nunca mantenerse indefinidamente por muy grandes que sean las riquezas y el tamaño de ese ámbito nacional; por eso es por lo que debe ampliarse a otras revoluciones nacionales hasta desembocar en la revolución mundial, so pena de asfixia o de degeneración, por eso es por lo que nosotros consideramos un error basarlo todo en premisas materiales.
En última instancia, el “salto” de la Revolución rusa por encima de las etapas intermedias debe explicarse basándose en esas mismas consideraciones. La Revolución de Octubre demostró que en esta época del imperialismo decadente, el proletariado no puede pararse en la fase burguesa de la evolución, sino superarla sustituyendo a una burguesía incapaz de realizar su programa histórico. Par alcanzar ese objetivo, los bolcheviques no tenían que evaluar ni mucho menos el capital material, las fuerzas productivas disponibles, sino evaluar la relación de fuerzas entre las clases.
Una vez más, el “salto” no estaba condicionado por factores económicos, sino políticos y no podía cobrar todo su significado, desde el punto de vista del desarrollo material, sino gracias a la transformación de la revolución en revolución proletaria mundial. La “inmadurez” de los países atrasados, que exigía ese “salto” como también lo exigía la “madurez” de los países “avanzados” se habría encontrado así incorporada al mismo proceso de la evolución mundial de la lucha de clases.
Lenin hizo la justa crítica de los reproches dirigidos a los bolcheviques por haber tomado el poder:
“sería un error inexcusable decir que, puesto que ha habido desequilibrio reconocido entre nuestras fuerzas económicas y nuestra fuerza política, no había que tomar el poder. Hay que ser obtuso para razonar de esa manera, pues hay que saber que tal equilibrio no existirá nunca, ni en la evolución social como tampoco en la evolución natural y solo tras una serie de experiencias (las cuales, una por una y separadamente, serían incompletas y sufrirían cierto desequilibrio) el socialismo triunfante podrá realizarse mediante la colaboración revolucionaria de los proletarios de todos los países”.
Un proletariado, por muy “pobre” que sea, no tiene que ponerse a “esperar” la acción de proletariados más “ricos” para hacer su propia revolución. Cierto que las dificultades serán mayores que las que podría encontrar un proletariado más “favorecido”, ¡pero la historia no da a escoger!
La naturaleza de la época histórica hace que se haya acabado el tiempo de las revoluciones burguesas dirigidas por la burguesía. La supervivencia del capitalismo se ha convertido en un freno para el progreso y, por consiguiente, en un obstáculo para que pudiera aparecer en algún sitio una revolución burguesa, pues estaría privada de la apertura de un mercado mundial saturado de mercancías. Además, la burguesía ya no podrá contar con el apoyo de las masas obreras como así ocurrió en 1789, pero ya no volvió a ocurrir en 1848, en 1871 y en 1905, en Rusia.
La Revolución de Octubre fue la ilustración patente de una de esas aparentes paradojas de la historia, dando el ejemplo de un proletariado que finaliza una efímera revolución burguesa, pero obligado a poner por delante sus propios objetivos para no volver a caer bajo la dictadura del imperialismo.
La burguesía rusa estuvo desde sus orígenes debilitada por la hegemonía del capital occidental sobre la economía del país. Ese capital, en compensación por el apoyo al zarismo, se adjudicó una parte importante de la renta nacional, entorpeciendo así el desarrollo de las posiciones económicas de la burguesía.
1905 fue como una especie de intento de revolución burguesa en la que la burguesía estaba ausente. Un proletariado fuertemente concentrado había podido ya formarse como fuerza revolucionaria independiente, obligando a la burguesía, incapaz políticamente, a seguir en el camino del imperialismo autocrático y feudal, pero lo que empezó como revolución burguesa de 1905 no pudo acabar en victoria proletaria porque, aunque surgida a causa de los trastornos provocados por la guerra ruso-japonesa, no correspondía a la maduración de los antagonismos sociales a escala internacional y además porque el zarismo pudo obtener los apoyos financieros y materiales de toda la burguesía europea.
Como lo hizo notar Rosa Luxemburgo:
“La revolución de 1905-1907 solo encontró un eco muy débil en Europa, por eso solo quedó como un prólogo. Su continuación y su fin estaban vinculados a la evolución europea.”
La revolución de 1917 iba a estallar en unas condiciones históricas más evolucionadas.
En la Revolución proletaria y el renegado Kautsky, Lenin definió sus fases sucesivas. Lo mejor que podemos hacer es citarlas:
“Al principio, del brazo de «todos» los campesinos contra la monarquía, contra los terratenientes, contra el medievalismo (y en este sentido, la revolución sigue siendo burguesa, democrático-burguesa). Después, del brazo de los campesinos pobres, del brazo del semiproletariado, del brazo de todos los explotados contra el capitalismo, incluyendo los ricachos del campo, los kulaks, los especuladores, y en este sentido, la revolución se convierte en socialista. Querer levantar una muralla china artificial entre ambas revoluciones, separar la una de la otra por algo que no sea el grado de preparación del proletariado y el grado de su unión con los campesinos pobres, es la mayor tergiversación del marxismo, es adocenarlo, reemplazarlo por el liberalismo. Sería hacer pasar de contrabando, mediante citas seudocientíficas sobre el carácter progresivo de la burguesía en comparación con el medievalismo, una defensa reaccionaria de la burguesía frente al proletariado socialista”
La dictadura del proletariado fue el instrumento que permitió, por un lado, llevar hasta su término la revolución burguesa y, por otro, superarla. Eso es lo que explica la consigna de los bolcheviques: “la tierra para los campesinos” contra la cual estuvo Rosa Luxemburgo, erróneamente a nuestro parecer.
Con Lenin, nosotros decimos que:
“los bolcheviques distinguieron rigurosamente la revolución democrática burguesa y la revolución proletaria; y al llevar aquélla hasta el final abrieron las puertas a ésta. Esa es la única política revolucionaria, la única política marxista.”
(continuará)
Mitchell
[1]) « Centrismo », así designaba Bilan al estalinismo.