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La clase obrera vive aún bajo el peso de las consecuencias de la derrota de la revolución rusa. Primeramente porque tal derrota fue en realidad una derrota de la revolución mundial, de la primera tentativa de destrucción del capitalismo por parte del proletariado internacional, cuyo fracaso significó que la humanidad haya vivido el siglo más trágico de toda su historia. Pero también por la forma en que se produjo esa derrota, ya que la contrarrevolución que la sepultó se arropó con las vestiduras de Lenin y del bolchevismo. Eso es lo que ha permitido a la burguesía mundial propagar la descomunal mentira de que el estalinismo era lo mismo que el comunismo. Y esta patraña que, durante décadas, ya supuso un poderoso factor de profunda confusión y de desmoralización de los trabajadores, alcanzó su cima más aberrante en el momento del hundimiento final de los regímenes estalinistas a finales de los años 80.
Para las actuales organizaciones comunistas, combatir esa mentira sigue siendo una tarea primordial, y como reza uno de nuestros más firmes principios: «Los regímenes estatalizados que, con el nombre de “socialistas” o “comunistas”, surgieron en la URSS, o en los países del Este, en China, en Cuba, etc., no han sido sino otras formas, particularmente brutales, de la tendencia universal al capitalismo de Estado propia del período de decadencia» (posiciones políticas de la CCI que aparecen impresas en todas nuestras publicaciones). Pero llegar a conseguir esta claridad no fue tarea fácil, sino que fueron necesarias cerca de dos décadas de reflexión, de análisis y de debates en el medio revolucionario, antes de poder afirmar que se había resuelto, por fin, el llamado «enigma ruso». Antes de llegar ahí, cuando aún estaba viva la revolución en Rusia aunque mostrara claros signos de descarrilamiento, los revolucionarios afrontaron ya la tarea de, a la vez que la defendían de sus enemigos, criticar sus errores, alertar sobre los peligros que sobre ella se cernían – lo que, en cierta forma, resultaba incluso más difícil.
En los próximos artículos de esta serie analizaremos algunos de los momentos clave de esta larga y ardua lucha por la clarificación. Aunque exceda de nuestras pretensiones escribir una historia completa y sistemática de ese combate, es de todo punto imposible omitirla, en una serie cuyo objetivo declarado es mostrar cómo el movimiento obrero ha ido desarrollando progresivamente su comprensión sobre los objetivos y los métodos de la revolución comunista. Resulta evidente que comprender por qué y cómo cayó derrotada la Revolución rusa, es una guía indispensable que seguir en el camino de la revolución del futuro.
Rosa Luxemburg y la Revolución rusa
El marxismo es ante todo un método crítico ya que es el producto de una clase que puede únicamente emanciparse, a través de una crítica implacable de las condiciones existentes. Una organización revolucionaria que elude criticar sus errores, aprendiendo de sus fallos, se expone inevitablemente a la influencia de las tendencias conservadoras y reaccionarias de la ideología dominante. Y más aún en momentos revolucionarios, en los que, por la propia naturaleza de estos, debe adentrarse en terrenos prácticamente ignotos sin más brújula para orientarse que sus principios generales. Esto justifica que el partido revolucionario sea aún más indispensable tras el triunfo de la insurrección ya que entonces la revolución debe aferrarse, con más fuerza si cabe, a esas orientaciones basadas en la experiencia histórica de la clase obrera y en el método científico del marxismo. Pero si el partido renuncia a esa actitud crítica perderá entonces la capacidad tanto de poner en juego esas lecciones históricas, como de sacar nuevas enseñanzas de las convulsiones que acompañan el proceso revolucionario. Como veremos, una de las consecuencias de la identificación del Partido bolchevique con el Estado soviético fue, precisamente, una progresiva pérdida de su capacidad para examinarse críticamente a sí mismo y al curso general de la revolución. A pesar de ello, y dado que seguía siendo un partido proletario, continuó generando minorías que siguieron llevando adelante esta tarea. El heroico combate de estas minorías bolcheviques será objeto de una atención particular en próximos artículos, mientras que en éste empezaremos analizando la contribución de una militante revolucionaria que no pertenecía al Partido bolchevique, Rosa Luxemburgo, y que, escribió en 1918, y en las más condiciones más adversas, su ensayo La Revolución rusa. Un documento que proporciona el método más adecuado para analizar los errores de la revolución: una crítica implacable que parte, sin embargo, de una inquebrantable solidaridad con la revolución rusa frente a los ataques de la clase dominante.
La Revolución rusa fue escrito en prisión y justo antes del estallido de la revolución en Alemania. En ese momento, cuando aún rugía la guerra imperialista, resultaba prácticamente imposible conseguir informaciones verídicas de lo que estaba sucediendo en Rusia, ya que a los obstáculos materiales para las comunicaciones (agravados en el caso de Luxemburgo por su encarcelamiento), había que añadir la acción deliberada de la burguesía que, desde el inicio mismo de la revolución, hizo todo cuanto estuvo en su mano por ocultar la realidad de la revolución rusa tras una cortina de humo de falsificaciones y fabulaciones sanguinarias. Ese clima de intoxicaciones dio lugar a que este trabajo no fuese publicado en vida de Rosa Luxemburgo. En efecto, Paul Levi fue enviado por la Liga Spartacus para visitar a Luxemburgo en la cárcel y persuadirla de que, habida cuenta de la virulenta campaña desatada por la burguesía contra la Revolución rusa, la publicación de artículos que criticaran a los bolcheviques azuzaría el fuego de esa campaña. Luxemburgo estuvo de acuerdo con él, y le envió el ensayo con una nota que decía: «Escribo esto únicamente para ti, y si puedo convencerte a ti, entonces el esfuerzo no habrá sido en vano». El texto no se publicó por tanto hasta 1922, y hay que decir que las razones que impulsaron a Levi a hacerlo en ese momento distan mucho de una motivación auténticamente revolucionaria y sí tenían que ver con la progresiva ruptura de Levi con el comunismo (ver artículo «la Acción de marzo en Alemania», Revista internacional nº 93).
Sin embargo el método de crítica de La Revolución rusa es completamente justo. Desde la primera página, Rosa Luxemburgo defiende incondicionalmente la revolución de Octubre, contra las teorías de Kautsky y los mencheviques que decían que puesto que Rusia era un país atrasado, la revolución no debía sobrepasar la fase «democrática burguesa». Luxemburgo mostraba, por el contrario, que sólo los bolcheviques habían sido capaces de desvelar la verdadera alternativa: o contrarrevolución burguesa o dictadura del proletariado. Al mismo tiempo refutó la argumentación de la socialdemocracia que anteponía ganar formalmente la mayoría a emprender una política revolucionaria. Contra esta lógica propia del parlamentarismo moribundo, Rosa Luxemburgo aplaudía la audacia revolucionaria de la vanguardia bolchevique: «Como discípulos de carne y hueso del cretinismo parlamentario, estos socialdemócratas alemanes han tratado de aplicar a las revoluciones la sabiduría doméstica de la “nursery” parlamentaria: para hacer cualquier cosa, primero hay que contar con la mayoría. Lo mismo se aplica a la revolución: primero seamos “mayoría”. La verdadera dialéctica de las revoluciones, sin embargo, da la espalda a esta sabiduría de topos parlamentarios. El camino no va de la mayoría a la táctica revolucionaria, sino de la táctica revolucionaria a la mayoría. Sólo un partido que sabe dirigir, es decir, que sabe adentrarse en los acontecimientos, consi-gue apoyo en momentos de convulsión social. La resolución con que, en el momento decisivo, Lenin y sus camaradas ofrecieron la única solución que permitía avanzar (“todo el poder al proletariado y a los campesinos”), los convirtió, de la noche a la mañana, en dueños absolutos de la situación, cuando poco antes eran una minoría perseguida, calumniada, puesta fuera de la ley, y cuyo dirigente tenía que vivir, como un segundo Marat, escondido en los sótanos» (Rosa Luxemburgo, La Revolución rusa).
Al igual que los bolcheviques, Luxemburgo era plenamente consciente de que la audaz política insurreccional en Rusia sólo tenía sentido como primer paso de la revolución proletaria mundial. Este es el auténtico significado de las célebres palabras de conclusión de su texto: «suyo (se refiere a los bolcheviques) es el inmortal mérito histórico de haber encabezado al proletariado internacional en la conquista del poder político, y en la ubicación práctica del problema de la realización del socialismo, de haber dado un gran paso adelante en la pugna mundial entre el capital y el trabajo. En Rusia solamente podía plantearse el problema, No podía resolverse. Y, en ese sentido, el futuro en todas partes pertenece al “bolchevismo”» (ídem).
La solución residía, pensaba Rosa, en algo muy concreto. Luxemburgo exigía que, sobre todo, el proletariado alemán asumiera sus responsabilidades y acudiera en ayuda del bastión proletario en Rusia, lanzándose él mismo a la revolución. Una explosión que estaba ya en ciernes, aunque su valoración en el citado documento sobre la relativa inmadurez política de la clase obrera en Alemania, constituyera una premonición sobre el trágico destino de esa tentativa.
Luxemburgo podía plantear una necesaria crítica a lo que ella veía como principales errores de los bolcheviques, ya que no se situaba desde la atalaya de un «observador» indiferente, sino como una camarada revolucionaria que reconocía que esos errores eran, ante todo, el producto de las inmensas dificultades derivadas del aislamiento impuesto al poder soviético en Rusia. Precisamente por esas dificultades la actitud que deben tener quienes de verdad desean el triunfo de la revolución, no es la «apología acrítica», ni un «estado de euforia revolucionaria», sino una «crítica penetrante y reflexiva»: «Nos vemos enfrentados a la primera experiencia de dictadura proletaria de la historia mundial (que además tiene lugar bajo las condiciones más difíciles que se puedan concebir, en medio de la conflagración y el caos mundial y la masacre imperialista, atrapada en las redes del poder militar más reaccionario de Europa, acompañada por la más completa deserción de la clase obrera internacional). Sería una locura pensar que todo lo que se hizo o se dejó de hacer en un experimento de dictadura del proletariado llevado a cabo en condiciones tan anormales, representa el pináculo mismo de la perfección» (ídem).
La crítica de Luxemburgo a los bolcheviques se centró en tres temas fundamentales:
- La cuestión agraria
- La cuestión nacional
- Democracia y dictadura.
1. Los bolcheviques se ganaron el apoyo de los campesinos en la revolución de Octubre, invitándoles a repartirse las tierras de los grandes terratenientes. Luxemburgo reconoce que éste fue «un excelente movimiento táctico». Pero más allá de eso : « Desgraciadamente, sin embargo, esta cuestión tiene dos caras; y el reverso consiste en que la apropiación directa de la tierra por los campesinos no tiene nada en común con la economía socialista. (…) No sólo no es una medida socialista, es que además no permite encarar esas medidas; acumula obstáculos insuperables para la transformación socialista de las relaciones agrarias» (ídem). Luxemburgo señala que una política económica socialista sólo puede partir de una colectivización de las grandes propiedades agrarias, pero se da perfecta cuenta de las dificultades que están atravesando los bolcheviques, y por ello no les critica que no hayan sido capaces de hacerlo. Les dice, eso sí, que animar a los campesinos a dividir la tierra en una innumerable cantidad de pequeños lotes, lleva a una agravación posterior del problema, pues se creará un nuevo estrato de pequeños propietarios agrarios, que a la larga se mostraran, lógicamente, hostiles a cualquier intento de socializar la economía, como la propia experiencia confirmaría poco más tarde. En efecto, aunque estuvieron dispuestos a apoyar a los bolcheviques contra el régimen zarista, los campesinos «independientes» se convirtieron progresivamente en un contrapeso cada vez más conservador al poder proletario. Luxemburgo también alertó, muy certeramente, que la división de la tierra acabaría favoreciendo a los campesinos ricos a expensas de los pobres. La verdad es que la colectivización de la tierra no garantiza, por sí misma, la marcha hacia el socialismo, de la misma manera que tampoco lo asegura la colectivización de la industria. La solución sólo puede venir del triunfo de la revolución a escala mundial, y sólo esto podía resolver el problema de la parcelación de la tierra en Rusia.
2. El punto que más enérgicamente criticó Rosa Luxemburgo a los bolcheviques fue la cuestión de la «autodeterminación de las nacionalidades». Luxemburgo reconoce que si los bolcheviques enarbolan la consigna del «derecho de los pueblos a la autodeterminación», parten de preocupaciones legítimas: oponerse a todas las formas de opresión nacional, y ganarse, para la causa revolucionaria, a las masas de esos territorios del imperio zarista que habían estado bajo el yugo del chauvinismo gran ruso. Luxemburgo muestra, sin embargo, a qué condujo, en la práctica, ese «derecho », lo que significó en la práctica, y que se tradujo en que todas las «nuevas» unidades nacionales que optaron por separarse de la república soviética rusa, se convirtieron, sistemáticamente, en otras tantas aliadas del imperialismo contra el poder proletario: «Está claro que Lenin y sus camaradas esperaban que, al transformarse en campeones de la libertad nacional hasta el punto de abogar por la “separación”, harían de Finlandia, Ucrania, Polonia, Lituania, los países bálticos, el Cáucaso, etcétera, fieles aliados de la Revolución rusa. Pero sucedió exactamente lo contrario. Una tras otra, estas “naciones” utilizaron la libertad recientemente adquirida para aliarse con el imperialismo alemán como enemigos mortales de la Revolución rusa y, bajo la protección de Alemania, llevar dentro de la misma Rusia el estandarte de la contrarrevolución» (ídem). Pero Rosa profundiza aún más y explica por qué no podía ser de otra forma, ya que en una sociedad de clases capitalista, no existe algo como la «nación» que pueda existir al margen de los intereses de la burguesía, y que en vez de estar sujeta a la dominación de otro imperialismo, pueda hacer causa común con la clase obrera revolucionaria: «Seguramente, en todos estos casos no fue realmente el «pueblo» el que impulsó esta política reaccionaria, sino las clases burguesas y pequeño burguesas. Estas, en oposición a sus propias masas proletarias, pervirtieron el “derecho nacional a la autodeterminación”, transformándolo en un instrumento de su política contrarrevolucionaria. Pero (y llegamos al nudo de la cuestión), aquí reside el carácter utópico y pequeñoburgués de esta consigna nacionalista: que en medio de las crudas realidades de la sociedad de clases, cuando los antagonismos se agudizan al máximo, se convierte simplemente en un instrumento de dominación de la burguesía. Los bolcheviques aprendieron, con gran perjuicio para ellos mismos y para la revolución, que bajo la dominación capitalista no existe la autodeterminación de los pueblos, que en una sociedad de clases cada clase de la nación lucha por “determinarse” de una manera distinta, y que para las clases burguesas la concepción de la liberación nacional está totalmente subordinada a la del dominio de su clase. La burguesía finesa, al igual que la de Ucrania, prefirió la dominación violenta de Alemania a la libertad nacional si ésta la ligaba al bolchevismo» (ídem).
Es más, la confusión de los bolcheviques sobre esta cuestión (aunque debe recordarse que existía una minoría dentro del Partido bolchevique – en particular Piatakov – que compartía enteramente la posición de Luxemburgo sobre este punto), tuvo igualmente un efecto negativo a nivel internacional, ya que la «autodeterminación nacional», constituía también la consigna predilecta de Woodrow Wilson (el entonces presidente de los USA) y de todos los grandes tiburones imperialistas, que la utilizaron para desalojar a sus rivales imperialistas de las regiones que ellos mismos codiciaban. Y toda la historia del siglo XX demuestra cómo ese supuesto «derecho de las naciones a disponer de sí mismas» se ha convertido, pura y simplemente, en la coartada de los apetitos imperialistas tanto de las grandes potencias como de los aspirantes a serlo.
Luxemburgo no elude el problema de las sensibilidades nacionales. Insiste, al contrario, en que no se trata de que un régimen proletario «integre» países a través, únicamente, de la fuerza de las armas, pero defiende, muy justamente también, que toda concesión a las ilusiones nacionalistas de las masas de esos países, sólo puede conducir a encadenarlas aún más a sus explotadores. Cuando el proletariado conquista el poder en cualquier región sólo puede ganarse a las masas a través de «la más compacta unión de las fuerzas revolucionarias», mediante una «auténtica política de clase internacional», encaminada a hacer romper a los trabajadores con la burguesía de su propio país.
3. En la posición que defendió Rosa Luxemburgo a propósito del tema «Democracia o dictadura», aparecen elementos profundamente contradictorios. Rosa es, en parte, víctima de una confusión real entre la democracia en general y la democracia obrera (es decir, las formas democráticas utilizadas en interés de la dictadura del proletariado). Esta confusión se pone en manifiesto en su firme defensa de la Asamblea constituyente disuelta por el poder soviético en 1918. Esa disolución fue una decisión completamente coherente ya que la realidad precisamente del poder soviético había dejado completamente obsoletas las viejas formas democráticas burguesas. Y, sin embargo, R. Luxemburgo creía ver, de alguna manera, que esta disolución amenazaba la vitalidad de la revolución. Por parecidas razones se mostraba reacia a admitir que, para excluir a las clases dominantes de la vida política, el «sufragio» en un régimen soviético debe basarse sobre todo en las votaciones en los centros colectivos de trabajo más que en el voto individual de los ciudadanos en sus domicilios. Es verdad que lo que le preocupaba era asegurar que los desempleados no quedaran excluidos por este criterio, pero esa no fue nunca la intención del régimen soviético. Estos prejuicios democráticos interclasistas estaban en completa contradicción con su argumentación contra la «autodeterminación de las nacionalidades» que no puede expresar más que la «autodeterminación de la burguesía». El mismo razonamiento debe aplicarse al análisis de las instituciones parlamentarias que tampoco pueden expresar, sea cual sea su apariencia, los intereses del «pueblo» sino los de la clase capitalista dominante. Hay que decir que la postura expresada por Luxemburgo en su documento es la contraria a la que, poco después, se estableció en el programa de la Liga Spartacus, en el que se exigía la disolución de todas las instituciones de tipo parlamentario, tanto nacionales como municipales, y su sustitución por consejos de delegados de obreros y soldados. Esto nos lleva a pensar que las debilidades de Luxemburgo respecto a la Asamblea constituyente – que pronto se convertiría en el estandarte precisamente de la contrarrevolución en Alemania – fueron rápidamente superadas al calor del proceso revolucionario.
Pero esos errores no deben llevarnos a menospreciar el resto de críticas de Rosa Luxemburgo a la postura de los bolcheviques sobre la cuestión de la democracia obrera. Rosa se daba perfecta cuenta de que en las condiciones de dificultad extrema que sufría un poder soviético asediado por todos lados, existía el peligro real de que la vida política de la clase obrera quedara subordinada a las necesidades de cerrar el paso a la contrarrevolución. Frente a ese peligro, Rosa tenía poderosas razones para estar muy sensibilizada ante cualquier signo que pusiera de manifiesto una violación de las normas de la democracia proletaria. Su defensa de la necesidad de un debate lo más amplio posible en el medio proletario, su oposición a toda supresión forzosa de cualquier tendencia política proletaria, estaban más que justificadas ante el hecho de que el Partido bolchevique había asumido el poder y tendía a monopolizarlo, lo que resultaba perjudicial tanto para ellos mismos como para la vitalidad del proletariado en general, especialmente tras la introducción del Terror rojo. Luxemburgo no se opone en absoluto a la noción de la dictadura del proletariado, pero como ella misma insiste: «Esta dictadura consiste en la manera de aplicar la democracia, no en su eliminación, en el ataque enérgico y resuelto a los derechos bien atrincherados y las relaciones económicas de la sociedad burguesa, sin lo cual no puede llevarse a cabo una transformación socialista. Pero esta dictadura debe ser el trabajo de la clase y no de una pequeña minoría dirigente que actúa en nombre de la clase; es decir, debe avanzar paso a paso partiendo de la participación activa de las masas; debe estar bajo su influencia directa, sujeta al control de la actividad pública; debe surgir del creciente aprendizaje político de la masa popular» (ídem).
Luxemburgo fue particularmente intuitiva al advertir sobre el riesgo de que la vida política de los soviets fuera menguando paulatinamente y que el poder fuera concentrándose, cada vez más, en manos del partido. En el curso de los tres años posteriores, presionados por la situación de guerra civil, éste se convirtió en uno de los principales dramas de la revolución. Pero más allá de lo acertado o erróneo de sus críticas a tal o cual punto, lo que debe inspirarnos del trabajo de Rosa Luxemburgo es su manera de plantear los problemas, una actitud ejemplar para cualquier análisis que se quiera hacer tanto de la Revolución rusa como de su ocaso. Ese método parte de una defensa intransigente de su carácter proletario, y luego se critican sus debilidades y sus eventuales fracasos como un problema del proletariado y para que el proletariado saque lecciones. Desgraciadamente y con frecuencia el nombre de Luxemburgo ha sido usado, en cambio, para tratar de desprestigiar la verdadera memoria de Octubre, no sólo por parte de aquellas corrientes consejistas que se reclaman herederos de la Izquierda alemana pero que han perdido de vista las verdaderas tradiciones de la clase obrera, sino, y sobre todo, por parte de fuerzas burguesas que con el reclamo del «socialismo» de rostro «democrático», tratan de utilizar a Luxemburgo como un martillo con el que golpear a Lenin y el bolchevismo. En propagar esta innoble infamia se han especializado los continuadores políticos de aquellos que, en 1919, asesinaron a Rosa Luxemburgo para salvar a la burguesía. Nos referimos a los socialdemócratas, y en especial, a sus facciones más «izquierdistas». Nuestra intención, en cambio, al analizar los errores de los bolcheviques y la degeneración de la Revolución rusa es, ante todo, mantener nuestra fidelidad al método de Rosa Luxemburgo.
Los primeros debates sobre el capitalismo de Estado
Casi al mismo tiempo que Luxemburgo escribía su crítica empezaron a aparecer también los primeros desacuerdos en el seno del Partido bolchevique, a propósito de qué orientación darle a la revolución. Este debate que surgió en primera instancia en torno a la firma del tratado de Brest-Litovsk – y que después se extendió a las formas y los métodos del poder proletario –, se desarrolló de manera abierta y franca en el partido. Es cierto que dio lugar a polémicas muy fuertes entre sus protagonistas, pero en ningún momento se silenciaron las posiciones minoritarias. De hecho, durante algún tiempo, pareció que la posición «minoritaria» sobre la firma del tratado, podría convertirse en la mayoritaria. En aquel momento, los militantes que se agrupaban para defender diferentes posiciones, lo hacían como tendencias y no como fracciones claramente organizadas para resistir. Es decir que se asociaban temporalmente para expresar diferentes orientaciones en la vida de un partido que, a pesar de la creciente identificación de sus estructuras con las del Estado, seguía siendo todavía un organismo muy vivo de vanguardia de la clase.
Sin embargo hay quien ha argumentado que la firma del tratado de Brest-Litovsk constituyó el principio del fin, si no el propio final, de los bolcheviques como partido proletario, ya que marcaría su abandono efectivo de la causa de la revolución mundial (ver el libro de Guy Sabatier Brest-Litovsk, coup d’arrêt a la révolution, Ediciones Spartacus, París). Algo parecido pensó la tendencia, relativamente numerosa, que más protestó en el partido contra ese tratado – los Comunistas de Izquierda agrupados en torno a Bujarin, Piatakov, Osinski y otros – que cuando los representantes del poder soviético firmaron ese acuerdo de paz claramente «desventajoso» con el rapiñador imperialismo alemán, en lugar de emprender una «guerra revolucionaria» contra él, sintieron que se estaba quebrantando un principio fundamental de la revolución. Este punto de vista no era muy diferente al de Rosa Luxemburgo, aunque la principal preocupación de ésta era que la firma del tratado podía retrasar el estallido de la revolución en Alemania, y en occidente.
En cualquier caso, simplemente comparando el tratado de Brest-Litovsk en 1918, con el que se firmó en Rapallo, cuatro años después, se aprecia la diferencia esencial que existe entre tener que guardarse los principios ante una superioridad aplastante del enemigo, y mercadear con los principios para allanar el camino de la integración de la Rusia soviética en el concierto mundial de naciones capitalistas. En el primer caso el tratado fue abiertamente debatido tanto en el partido como en los soviets, y en absoluto se ocultaron las draconianas condiciones impuestas por Alemania. El marco en el que se discutía la conveniencia o no de firmar el tratado era más el de las necesidades de la revolución mundial que el de la defensa de los intereses «nacionales» de Rusia. Rapallo, por el contrario, fue firmado en secreto, y entre sus cláusulas figuró incluso el suministro de armas al ejército alemán por parte del Estado soviético. Armas que fueron precisamente usadas por aquel para defender el orden capitalista contra los trabajadores alemanes en 1923.
El debate esencial en torno a Brest-Litovsk era de carácter estratégico: ¿Tenía el poder soviético – que se había hecho con el poder en un territorio ya exhausto por cuatro años de carnicería imperialista –, los medios económicos y militares para lanzarse inmediatamente a una «guerra revolucionaria» contra Alemania, aunque fuera una «guerra de guerrillas» como preconizaban Bujarin y otros Comunistas de Izquierda? Y, por otra parte ¿retrasaría seriamente la firma de ese tratado el estallido de la revolución en Alemania, bien fuera por la imagen de «capitulación» que se ofrecía al proletariado mundial, o bien porque proporcionaba un respiro en el frente oriental al imperialismo alemán? Frente a estas dos cuestiones, nos parece, tal y como planteó Bilan en los años 30, que Lenin tuvo razón cuando argumentó que la primera necesidad del poder soviético era la de obtener un respiro para reagrupar fuerzas, no para desarrollar el poder en la «nación» rusa, sino, sobre todo, para poder colaborar mejor a la revolución mundial (como así hizo, por ejemplo, al contribuir a la formación de la Tercera Internacional en 1919). Es evidente que esa contribución hubiera sido completamente imposible en unas condiciones de derrota, por muy heroica que ésta fuera. En cuanto a lo segundo, lo bien cierto es que esa retirada, lejos de retrasar el estallido de la revolución en Alemania, en realidad la aceleró, ya que cuando el imperialismo alemán pudo desentenderse de la guerra en el frente oriental, se lanzó a una ofensiva en el Oeste, que originó los motines en la armada que desencadenaron la revolución en Alemania en noviembre de 1918.
Si hay una lección que sacar de la firma del tratado es la que extrajo Bilan: «Las posiciones de la fracción dirigida por Bujarin, que defiende que la función del Estado proletario es la de liberar a los trabajadores de otros países mediante la “guerra revolucionaria”, están en contradicción con la verdadera naturaleza de la revolución proletaria y con el papel histórico del proletariado». A diferencia de las revoluciones burguesas que por supuesto podían ser exportadas a través de acciones militares, la revolución proletaria depende enteramente de la lucha consciente de los trabajadores de cada país contra su propia burguesía. «La victoria de un Estado proletario contra un Estado capitalista (en el sentido territorial de ese término), no significa de ninguna manera, una victoria de la revolución mundial» («Parti-Etat-Internationale: L’Etat prolétarien», Bilan nº 18, abril-mayo 1935, traducido del francés por nosotros). Esta posición ya se vio confirmada en 1920 con el desastre que supuso el intento de exportar la revolución a Polonia, mediante las bayonetas del Ejército rojo.
La posición de los Comunistas de Izquierda a propósito de Brest-Litovsk, especialmente la defendida por Bujarin: «la muerte antes que el deshonor», aunque sea la cuestión por la que más se les recuerda, no fue sin embargo su principal insistencia. Tras la conclusión de una «paz» con Alemania, y la supresión de la primera oleada de resistencia y sabotajes burgueses que estallaron inmediatamente después de la insurrección de Octubre, fue cambiando también el objeto de los debates. Se había obtenido ese respiro, y la preocupación esencial pasaba a ser entonces cómo podía consolidarse el poder soviético hasta que la revolución mundial le condujera a una nueva fase.
En abril de 1918, Lenin dirigió un discurso al Comité central de los bolcheviques, que fue posteriormente publicado con el título Las tareas inmediatas del poder soviético. En este texto Lenin argumentaba que la tarea primordial a la que se enfrentaba la revolución, partiendo – como hacían él y muchos otros – de que los peores momentos de la guerra civil ya habrían pasado, era «administrar», reconstruir una economía exhausta, imponer la disciplina del trabajo e incrementar la productividad, asegurar una estricta contabilidad y control en el proceso de producción, eliminar la corrupción y el despilfarro, y, quizás por encima de todo ello, luchar contra una mentalidad pequeño burguesa muy extendida, que él veía como el tributo pagado al gran peso del campesinado y de las supervivencias medievales.
Las partes más polémicas de ese texto son aquellas en las que Lenin se refiere a los métodos a emplear para conseguir tales fines, ya que no dudó en propugnar lo que él mismo había definido como métodos burgueses, incluyendo: la utilización de técnicos especialistas burgueses (lo que él mismo había descrito como un «paso atrás» respecto a los principios de la Comuna, ya que para «ganárselos» para el poder soviético debía sobornarlos con salarios muy superiores a los que cobraban como media los trabajadores), el trabajo por piezas, la adopción del «taylorismo», que Lenin había denunciado como «una combinación de la refinada brutalidad de la explotación burguesa y de algunos de los grandes avances científicos en el análisis de la mecanización del trabajo, la eliminación de procedimientos de trabajo superfluos o inconvenientes, la elaboración de métodos correctos de trabajo, la introducción del sistema más perfecto de contabilidad y control, etc.» (Lenin, Obras completas). Lo que suscitó más polémica fue su reacción contra un cierto grado de «anarquía» en los centros de trabajo, especialmente allí donde era más fuerte el movimiento de comités de fábrica que disputaban el control de las factorías a los antiguos, pero también a los nuevos gestores de estas. Lenin propuso contra ello la «Gerencia unipersonal» insistiendo en que: «la subordinación incontestable a una sola persona será absolutamente necesaria para el éxito de un proceso organizado bajo el modelo de una industria altamente mecanizada» (ídem). Este último pasaje es citado muy frecuentemente por consejistas y anarquistas que se afanan en demostrar que Lenin fue el precursor de Stalin. Pero esta cita debe ser leída en su contexto: la reivindicación que hace Lenin de la «dictadura individual» en la gestión no excluía, en absoluto, un extenso desarrollo de las discusiones democráticas y de la toma de decisiones colectivas, sobre el conjunto de las políticas a aplicar, en las reuniones de masas, y señalaba que cuanto más fuerte fuera la conciencia de clase de los trabajadores, más esa subordinación al «gestor» únicamente en el proceso de producción será «algo así como el apacible liderazgo de un director de orquesta» (ídem).
Sin embargo la orientación general de ese discurso alarmó a los Comunistas de Izquierda ya que además se vio acompañado de un aumento de la presión para predisponer a los trabajadores contra los comités de fábrica, a los que quería incorporar al aparato sindical, mucho más dócil.
El grupo de los Comunistas de Izquierda que tenía mucha influencia en las regiones de Moscú y Petrogrado, editaba su propio periódico (Comunista), en el que publicó dos polémicas especialmente importantes contra las posiciones defendidas por Lenin en su discurso: las «Tesis sobre la situación actual» del grupo (publicadas como folleto en 1977 en Critique, Glasgow) y el artículo de Osinski: «Sobre la construcción del socialismo».
El primero de estos documentos muestra que lo que animaba este grupo no era en absoluto una mentalidad de «infantilismo pequeño burgués» como Lenin les reprochará, sino que su actitud es profundamente seria y parte de una tentativa de establecer un análisis de la correlación de fuerzas entre las clases tras las secuelas del tratado de Brest-Litovsk. Es verdad que en esto se pone de manifiesto el lado débil de este grupo, es decir los supuestos de los que había partido durante el debate sobre el tratado.
El punto fuerte del documento es su crítica al uso de los métodos burgueses por parte del nuevo poder soviético. Debe subrayarse aquí que el texto no cae en la rigidez doctrinaria: acepta que los especialistas burgueses sean utilizados por la dictadura del proletariado y no descarta la posibilidad de establecer relaciones comerciales con las potencias capitalistas, aunque advierte contra el peligro de «que el Estado ruso se meta en el juego de las potencias imperialistas», incluyendo alianzas políticas y militares. También alerta sobre que tales políticas en el plano internacional podrían venir acompañadas de concesiones tanto al capital nacional como internacional. Estos peligros se hicieron más agudos con el reflujo de la oleada revolucionaria después de 1921. Sin embargo, lo más relevante de la crítica de la Izquierda se centró en el peligro de abandonar los principios del Estado-Comuna en los soviets, en el ejército y en las fábricas: «La política de dirección de las empresas basada en el principio de una amplia participación de los capitalistas y una centralización semiburocrática se enlaza naturalmente con la política de imponer a los trabajadores una disciplina disfrazada de autodisciplina, la introducción de la responsabilidad de los trabajadores – un proyecto de esta naturaleza ha sido propuesto por la derecha bolchevique (trabajo por piezas, prolongación de la jornada de trabajo etc.). La forma de control estatal de las empresas va en el sentido de la centralización burocrática, del imperio de varios comisariados, la eliminación de la independencia de los soviets locales y el rechazo en la práctica del tipo de Estado-Comuna gobernado desde abajo (...).
En el campo de la política militar es donde aparece y puede notarse ya una desviación hacia el restablecimiento a escala nacional (incluyendo la burguesía) del servicio militar. Con la implantación de cuadros militares para el adiestramiento y de oficiales para ejercer el liderato, la tarea de crear un cuerpo de oficiales proletarios a través de una adecuada y planificada organización de escuelas y cursos, se ha dejado de lado. Siguiendo por esta vía el viejo cuerpo de oficiales y las estructuras de mando del zarismo han sido reconstituidas».
Aquí, la Izquierda comunista veía tendencias preocupantes que estaban empezando a aparecer en el nuevo régimen soviético y que se aceleraron rápidamente en el periodo posterior al Comunismo de guerra. Estaba especialmente preocupada porque el partido se identificaba con esas tendencias lo que podría forzarlo a enfrentarse a los trabajadores como un poder hostil: «La introducción de la disciplina del trabajo junto con la restauración del liderazgo capitalista en la producción no va a incrementar substancialmente la productividad del trabajo y reducirá, sin embargo, la autonomía de los trabajadores, la actividad y el grado de organización del proletariado. Amenaza con llevar a la esclavización de la clase trabajadora y con espolear la insatisfacción tanto en las capas atrasadas como en la vanguardia del proletariado. Al poner en marcha este sistema con el odio agudo hacia los capitalistas y saboteadores que prevalece en la clase obrera, el partido podría dirigirse a buscar apoyo en la pequeña burguesía contra los trabajadores y con ello dejar de ser un partido del proletariado» (ídem).
La consecuencia final de esa evolución es para la Izquierda la degeneración del poder proletario en un sistema de capitalismo de Estado: «en lugar de la transición desde la nacionalización parcial a la socialización general de la gran industria, los acuerdos con los capitanes de la industria conducirán a la formación de grandes trusts que dominarían las ramas básicas de la industria y se convertirían en empresas estatales. Tal sistema de organización de la producción proporciona una base para la evolución en dirección del capitalismo de Estado y constituye una transición hacia él» (ídem).
Al final de las Tesis, la Izquierda comunista expone sus propias propuestas para mantener la revolución en la buena vía: la de continuar la ofensiva contra la política burguesa contrarrevolucionaria y contra la propiedad capitalista, control estricto sobre los industriales burgueses y los especialistas militares; apoyo a la lucha de los campesinos pobres en el campo y, lo más importante para los trabajadores: «... rechazar la introducción del trabajo por piezas y la prolongación de la jornada de trabajo, lo cual en las circunstancias de aumento del desempleo es un sin sentido. Por el contrario, preconizar la introducción por parte de los Consejos locales y los sindicatos de estándares de trabajo y reducción de la jornada de trabajo con un aumento en el número de turnos y poniendo en marcha la organización del trabajo productivo social.
Otorgar una mayor independencia a los Soviets locales no controlando sus actividades mediante comisarios enviados por el poder central. El poder soviético y el partido del proletariado deben apoyarse en la autonomía de clase de las más amplias masas y se deben desarrollar los mayores esfuerzos en esa dirección». Por fin, la Izquierda define su propio papel: «nuestra actitud ante el poder soviético es una posición de apoyo universal participando activamente en él... Esta participación sólo es posible sobre la base de un programa político definido que pueda impedir la desviación del poder soviético y de la mayoría del partido en la funesta vía de la política pequeño burguesa. En caso de tal desviación el ala izquierda del partido tomará la posición de una activa y responsable oposición proletaria».
En esos pasajes se puede percibir cierto número de debilidades teóricas. La primera es confundir la nacionalización total de la economía en las manos del poder soviético como equivalente a un proceso real de socialización y más aún como parte ya de la construcción de la sociedad socialista. En su respuesta a las Tesis, «El infantilismo de izquierdas y la mentalidad pequeño burguesa» (mayo 1918, Obras completas), Lenin ataca esa confusión. A la declaración de las Tesis según la cual «el aprovechamiento armónico de los medios de producción que han quedado solo es concebible con la socialización más decidida», Lenin responde: «Se puede ser decidido o indeciso en el problema de la nacionalización, de la confiscación. Pero la clave está en que la mayor “decisión” del mundo es insuficiente para pasar de la nacionalización y la confiscación a la socialización. La desgracia de nuestros izquierdistas consiste, precisamente, en que con ese ingenuo e infantil juego de palabras, “la socialización más decidida”, revelan su más plena incomprensión de la clave del problema, de la clave del momento actual. La desventura de los izquierdistas está en que no han observado la propia esencia del momento actual, del paso de las confiscaciones (durante cuya realización la cualidad principal del político es la decisión) a la socialización (para cuya realización se requiere del revolucionario otra cualidad). La clave del momento consistía ayer en nacionalizar, confiscar con la mayor decisión, en golpear y rematar a la burguesía, en acabar con el sabotaje. Hoy, hasta los ciegos podrán ver que hemos nacionalizado, confiscado, golpeado y acabado más de lo que hemos sabido contar. Y la socialización se distingue precisamente de la simple confiscación en que se puede confiscar solo con decisión, sin saber contar y distribuir acertadamente, pero es imposible socializar sin saber hacer eso» (Obras escogidas). Aquí Lenin tiene la habilidad de mostrar que hay una diferencia cualitativa entre la mera expropiación de la burguesía (especialmente cuando toma la forma de estatalización) y la auténtica construcción de nuevas relaciones sociales. La debilidad de la Izquierda en este punto llevó a muchos de sus miembros a confundir la casi total estatalización de la propiedad, e incluso de la
distribución, que tuvo lugar durante el Comunismo de guerra como auténtico comunismo. Como demostramos (ver Revista internacional nº 96), Bujarin en particular desarrolló esa confusión en una elaborada teoría con el libro La Economía del periodo de transición. Lenin, en cambio, era mucho más realista sobre la posibilidad de que el poder soviético, asediado y empobrecido, pudiera dar pasos reales al socialismo en ausencia de la revolución mundial.
Esta debilidad de la Izquierda le impide ver con entera claridad de dónde viene el mayor peligro de contrarrevolución. Para ella, el capitalismo de Estado es identificado como el principal peligro, lo que es verdad, pero aquel es visto como una expresión de lo que se considera como un peligro mucho mayor: que el partido acabe desviándose hacia una política pequeño burguesa, que confunda sus intereses con los de la pequeña burguesía en contra del proletariado. Esto era un reflejo parcial de la realidad: el «statu quo» del periodo posinsurreccional se caracterizaba por una situación donde el proletariado victorioso se enfrentaba no solo a la furia de la vieja clase dominante sino al peso mortal de las amplias masas campesinas que tenían sus propias razones para resistir a cualquier avance ulterior en el proceso revolucionario. Pero el peso de esos estratos sociales recaía sobre el proletariado a través del Estado, el cual en su interés de preservar el status social vigente tiende a convertirse en un poder autónomo movido por su propia dinámica. Como muchos de los revolucionarios de entonces, la Izquierda identificaba el capitalismo de Estado con un sistema de control estatal que dirigía la economía en interés tanto de la gran burguesía como de la pequeña burguesía. Pero todavía no podían imaginarse la emergencia de un capitalismo de Estado que, tras haber aplastado efectivamente a esas clases, siguiera funcionando con unas bases enteramente capitalistas.
Como hemos visto, la réplica de Lenin a la Izquierda, a través de «El infantilismo de izquierdas y la mentalidad pequeño burguesa» ataca al grupo en sus puntos débiles: su confusión acerca de las implicaciones de Brest-Litovsk, su tendencia a confundir nacionalización con socialización. Pero Lenin cae en un error muy grave cuando alaba el capitalismo de Estado presentándolo como paso necesario en la atrasada Rusia, incluso como un punto de partida del socialismo. Lenin había sostenido ese punto anteriormente en un discurso ante el Comité ejecutivo de los soviets celebrado a finales de abril. Aquí aborda la mejor intuición de la Izquierda comunista y se encamina completamente en la dirección errónea: «Cuando he leído estas referencias a tales enemigos en el periódico de los comunistas de izquierda, me he preguntado ¿cómo es posible que estas gentes hayan olvidado la realidad desviados por cuatro frases aprendidas en los libros? La realidad nos dice que el capitalismo de Estado puede ser un paso adelante. Sí pudiéramos en un corto espacio de tiempo implantar el capitalismo de Estado en Rusia habríamos alcanzado una gran victoria. ¿Cómo no son capaces de ver que el pequeño propietario, el pequeño capitalista, es nuestro enemigo? ¿Cómo pueden hacer del capitalismo de Estado el enemigo principal? No pueden olvidar que en la transición del capitalismo al socialismo, la pequeña burguesía es nuestro principal enemigo, por sus hábitos, sus costumbres y su posición económica. (...)
¿Qué es el capitalismo de Estado bajo el poder de los soviets? Lograr el capitalismo de Estado en la presente situación significa establecer una contabilidad y un control efectivos que las clases capitalistas no han llevado a cabo. Podemos ver el ejemplo del capitalismo de Estado en Alemania. Sabemos que en ello Alemania ha demostrado ser superior a nosotros. Pero si reflexionamos aunque sea un poco sobre lo que significaría el establecimiento del capitalismo de Estado en Rusia, en la Rusia soviética, cualquiera que no tenga su cabeza llena de pájaros por cuatro frases aprendidas en los libros tendrá que reconocer que el capitalismo de Estado sería nuestra salvación.
He dicho que el capitalismo de Estado sería nuestra salvación: si lo tuviéramos en Rusia, la transición al socialismo pleno sería fácil, la tendríamos al alcance de la mano, porque el capitalismo de Estado es algo centralizado, calculado, controlado y socializado, que es exactamente lo que nos falta; estamos amenazados por el elemento pequeño burgués retardatario, el cual, más que cualquier otra cosa, ha sido desarrollado por la historia de Rusia y su economía» (Obras completas).
En este discurso hay un rasgo de extraordinaria honestidad alertando contra esquemas utópicos que preconizan una construcción rápida del socialismo en Rusia, la cual apenas ha salido de la Edad media y no tiene la asistencia directa del proletariado mundial. Pero hay también un error serio que ha sido confirmado por toda la historia del siglo XX. El capitalismo de Estado no es un paso orgánico al socialismo. En realidad representa la última forma de defensa del capitalismo contra su colapso y la emergencia del comunismo. La revolución comunista es la negación dialéctica del capitalismo de Estado. Los argumentos de Lenin condenan los vestigios de la falsa idea según la cual el capitalismo evolucionaría pacíficamente hacia el socialismo. Ciertamente, Lenin rechaza la idea según la cual la transición al socialismo podría comenzar sin destrucción política del Estado capitalista, pero olvida que la nueva sociedad sólo puede emerger mediante una constante y consciente lucha del proletariado para abolir las leyes ciegas del capital y crear las nuevas relaciones sociales fundadas en la producción de valores de uso. La «centralización» de la estructura económica capitalista por el Estado, incluso aunque sea un Estado soviético, no acaba con las leyes del capital ni con la dominación del trabajo muerto sobre el trabajo vivo. Por esto, la Izquierda tiene razón, al decir, como subraya Osinski, que «si el proletariado mismo no es capaz de crear los supuestos necesarios para una organización socialista del trabajo, nadie lo hará en su lugar ni nadie podrá obligarle a hacerlo. El bastón, esgrimido sobre la cabeza de los trabajadores, se encontrará en manos de una fuerza social que o bien está bajo la influencia de otra clase social o bien está en manos de los Soviets. Pero, en ese caso, el poder soviético se verá obligado a buscar el apoyo de otra clase (por ejemplo, los campesinos) y con ello destruiría él mismo la dictadura del proletariado. El socialismo y la organización socialista del trabajo solo pueden ser establecidos por el proletariado mismo. De lo contrario, se estará estableciendo otra cosa diferente: el capitalismo de Estado» («Sobre la construcción del socialismo» en la recopilación Democracia de los trabajadores o dictadura de partido). Dicho de otra manera, el trabajo vivo solo puede afirmar su interés sobre el trabajo muerto mediante sus propios esfuerzos, a través de una lucha directa por tomar el control tanto sobre el Estado como sobre los medios de producción y distribución. Lenin se equivocó al ver en ello la prueba de la visión pequeño burguesa, anarquizante, de la Izquierda. Esta, a diferencia de los anarquistas, no se oponía a la centralización. Aunque estaba a favor de la iniciativa de los comités de fábrica y los soviets locales, preconizaba la centralización de estos órganos a través de consejos económicos y políticos de mayor nivel. Para ella no se trataba de elegir entre dos posibles formas de construir el socialismo: la de la centralización proletaria o la centralización burocrática. La segunda vía conducía a una dirección diferente que tenía que culminar inevitablemente en el enfrentamiento entre los trabajadores y ese poder que, si bien había nacido de la revolución, se alejaba cada vez más de ella.
Esto era una verdad general aplicable a todas las fases de un proceso revolucionario. Pero las críticas de la Izquierda tenían también una relevancia más inmediata. Como escribimos en nuestro estudio sobre la Izquierda comunista en Rusia publicado en la Revista internacional nº 8: «La defensa de los comités de fábrica, soviets y de la actividad propia de la clase obrera, hecha por Comunista era importante no porque diera soluciones a los problemas económicos de Rusia y menos aún porque diera fórmulas para la construcción inmediata del socialismo en Rusia; de todas maneras la Izquierda había expresado abiertamente que el “el socialismo no puede ser puesto en práctica en un solo país y menos aún en uno atrasado” (citado por L. Schapiro en El Origen de la autocracia comunista, 1955). La imposición de la disciplina laboral por el Estado, la incorporación de los órganos proletarios autónomos al aparato estatal, eran sobre todo golpes a la dominación política de la clase obrera rusa. Como ya lo ha dicho la CCI el poder político de la clase obrera es la única garantía real para el éxito de la revolución. Y este poder político solo puede ser ejercido por los órganos de masa de la clase – sus comités de fábrica y asambleas y sus consejos obreros y sus milicias. Al socavar la autoridad de estos órganos, la política de la dirección bolchevique presentaba un grave peligro para la revolución misma. Las señales del peligro observadas tan pertinentemente por los comunistas de izquierda se volverán mucho más serias durante el siguiente periodo de guerra civil».
En los días siguientes a la insurrección de Octubre, cuando se estaba formando el personal del gobierno de los soviets, Lenin tuvo una vacilación momentánea sobre si aceptar el puesto de presidente del Consejo de Comisarios del pueblo. Su intuición política le decía que ello podría frenar su capacidad para actuar como «vanguardia de la vanguardia», o sea, la izquierda del partido revolucionario, como lo había sido claramente entre abril y octubre de 1917. La posición adoptada por Lenin frente a la izquierda en 1918, aunque se movía firmemente dentro de los parámetros de un partido proletario vivo, reflejaba ya que las presiones del poder estatal sobre los bolcheviques, los intereses del Estado, de la economía nacional, de la defensa del status quo, estaban empezando a entrar en conflicto con los intereses de los trabajadores. En este sentido hay una cierta continuidad entre los falsos argumentos de Lenin contra la izquierda en 1918 y su polémica contra la Izquierda comunista internacional en 1920 a la que también acusaba de infantilismo y anarquismo. Sin embargo, en 1918 la revolución mundial estaba todavía en ascenso y se extendía más allá de Rusia, lo que hacía más fácil corregir los errores. En posteriores artículos examinaremos cómo la Izquierda comunista respondió al proceso real de degeneración de los bolcheviques y del poder soviético cuando la revolución internacional entró en su fase de reflujo.
CDW