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La conciencia de clase es algo vivo. El hecho de que una parte del movimiento proletario haya alcanzado un cierto nivel de claridad no significa que el conjunto del movimiento tenga esa misma claridad, e incluso las fracciones más claras pueden no ver, en ciertas circunstancias, todas las implicaciones de lo que habían planteado, e incluso perder convicción respecto a un nivel previo de comprensión.
Esto es realmente cierto respecto a la cuestión del Estado y las lecciones que Marx y Engels sacaron de la Comuna de París, que analizamos en el último artículo de esta serie (Revista internacional no 77). En las décadas que siguieron a la derrota de la Comuna, el auge del reformismo y el oportunismo en el movimiento obrero llevó a la situación absurda, a finales de siglo, de que la posición marxista «ortodoxa» sobre el Estado, tal y como predicaron Karl Kautsky y sus acólitos, era la que afirmaba que la clase obrera podía llegar al poder a través de las elecciones parlamentarias, es decir, tomando el Estado existente. Así que, cuando Lenin en El Estado y la Revolución, escrito durante los sucesos revolucionarios de 1917, emprendió la tarea de «desenterrar» la verdadera herencia de Marx y Engels sobre esta cuestión, los «ortodoxos» le acusaron de ¡volver al anarquismo bakuninista!.
De hecho, la lucha por difundir las verdaderas lecciones de la Comuna de París, para mantener al movimiento proletario en la buena senda de la revolución comunista, ya se había emprendido tras la insurrección de los obreros franceses. En este combate contra la influencia hedionda de la ideología burguesa y pequeñoburguesa en el movimiento proletario, el marxismo entabló una batalla en dos frentes: contra los «socialistas de Estado» y los reformistas, que eran particularmente fuertes en el partido alemán, y contra la tendencia anarquista de Bakunin, que tenía una influyente presencia en los países capitalistas menos desarrollados.
En este conflicto a tres bandas había muchas cuestiones en debate, se estaban echando las semillas de futuros debates. En el partido alemán existía ya la confusión entre la necesaria lucha por reformas y la ideología del reformismo, en la que se olvidaban completamente los objetivos finales revolucionarios del movimiento. La cuestión de las reformas también la planteaban los bakuninistas, pero desde el punto de vista contrario: no sentían sino desprecio por las luchas defensivas inmediatas de la clase, y querían saltar por encima de ellas para dirigirse directamente a la gran «liquidación social». Con estos últimos –los bakuninistas–, la cuestión del papel de la Internacional y su funcionamiento, también se convirtió en una confrontación de extrema agudeza, acelerando la muerte de la Internacional.
Los dos próximos artículos tratarán esencialmente de la forma en que esos conflictos se relacionan con la concepción de la revolución y de la sociedad futura, aunque hay inevitablemente muchos puntos de contacto con las cuestiones mencionadas.
El socialismo de Estado es el capitalismo de Estado
En el siglo XX, la identificación entre socialismo y capitalismo de Estado ha sido uno de los obstáculos más persistentes al desarrollo de la conciencia de clase. Los regímenes estalinistas, donde un Estado totalitario brutal asumió violentamente el control de casi todo el aparato económico, se autodeterminaron «socialistas», y el resto del mundo burgués, dio su complaciente acuerdo a ese término. Y todos los parientes más «democráticos», o «revolucionarios» del estalinismo –de la socialdemocracia por su derecha, al trotskismo por su izquierda–, se han dedicado a propalar la misma falsedad básica.
No menos perniciosa que la versión estalinista de esta mentira es la idea socialdemócrata de que la clase obrera puede beneficiarse de la actividad e intervención del Estado incluso en aquellos regímenes que se definen explícitamente como «capitalistas»: en esta visión, los ayuntamientos, los gobiernos centrales controlados por los partidos socialdemócratas, las instituciones de «bienestar social», las industrias nacionalizadas, se podrían usar en provecho de los obreros, e incluso serían etapas que marcan el camino hacia una sociedad socialista.
Una de las razones por las que esas mistificaciones están arraigadas tan profundamente, es que las corrientes que abogan por ellas fueron alguna vez parte del movimiento obrero. Y muchas de las estafas ideológicas que venden hoy, tienen su origen en confusiones propias del movimiento que existieron en fases anteriores. La visión marxista del mundo emerge de un verdadero combate contra la ideología burguesa en las filas del movimiento proletario, y por esa misma razón se confronta a una interminable lucha por liberarse de las sutiles influencias de la ideología de la clase dominante. En el marxismo del periodo ascendente del capitalismo, podemos discernir una dificultad recurrente para separarse de la ilusión de que la estatalización del capital equivale a su supresión.
En gran medida, tales ilusiones eran resultado de las condiciones del momento, cuando el capitalismo se percibía todavía esencialmente a través de la personalidad de los capitalistas individuales, y la concentración y centralización del capital todavía estaban en una fase temprana. Ante la evidente anarquía generada por una plétora de empresas individuales que competían entre ellas, era bastante fácil caer en la idea de que la centralización del capital en manos del Estado nacional podría ser un paso adelante. En realidad, muchas de las medidas de control estatal que se exponen en El Manifiesto comunista (un banco estatal, nacionalización de la tierra, etc. –ver artículo de esta serie en la Revista internacional no 72), se plantean con el objetivo explícito de desarrollar la producción capitalista en un periodo en el que todavía tenía un papel progresivo que desempeñar. Aparte de eso, el asunto quedaba confuso, incluso en los escritos más maduros de Marx y Engels. En el artículo previo de esta serie, por ejemplo, citamos uno de los comentarios de Marx sobre las medidas económicas de la Comuna de París, donde parece decir que si las cooperativas obreras centralizaran y planificaran la producción a escala nacional, eso sería el comunismo. En otras partes, Marx parece abogar, como una medida de transición al comunismo, por la administración estatal de operaciones típicamente capitalistas como el crédito (ver El Capital, vol. 3, cap. XXXVI).
Al señalar esos errores, no estamos haciendo ningún juicio moral sobre nuestros antepasados políticos. Sólo el movimiento revolucionario del siglo XX ha alcanzado la clarificación de tales cuestiones, después de muchas décadas de dolorosas experiencias: particularmente la contrarrevolución estalinista en Rusia, y de forma más general, el papel creciente del Estado como el agente que organiza la vida económica en la época de la decadencia capitalista. Y la clarificación que se ha operado hoy, depende enteramente del método de análisis elaborado por los fundadores del marxismo, y de ciertas visiones proféticas sobre el papel que el Estado tendría, o podría asumir, en la evolución del capital.
Lo que permitió a las generaciones posteriores de marxistas corregir algunos de los errores «capitalistas de Estado» de las anteriores, fue sobre todo la insistencia de Marx de que el capital es una relación social, y no se puede definir de forma puramente jurídica. Todo el progreso del trabajo de Marx estriba en definir al capitalismo como un sistema de explotación basado en el trabajo asalariado, en la extracción y realización de plusvalía. Desde ese punto de vista, es totalmente irrelevante si el agente que extrae plusvalía de los trabajadores, que realiza ese valor en el mercado para aumentar el beneficio y ampliar su capital, es un individuo burgués, una corporación, o un Estado nacional. En un momento en el que estaba cobrando importancia gradualmente el papel económico del Estado, alimentando así algunas ilusorias expectativas de partes del movimiento obrero, fue ese rigor teórico lo que permitió a Engels formular ese pasaje olvidado que pone el énfasis en que «ni la transformación en sociedades anónimas ni la transformación en propiedad del estado suprimen la propiedad del capital sobre las fuerzas productivas. En el caso de las sociedades anónimas, la cosa es obvia. Y el Estado moderno, por su parte, no es más que la organización que se da la sociedad burguesa para sostener las condiciones generales externas del modo de producción capitalista contra ataques de los trabajadores o de los capitalistas individuales. El Estado moderno, cualquiera que sea su forma, es una máquina esencialmente capitalista, un estado de los capitalistas: el capitalista total ideal. Cuantas más fuerzas productivas asume en propio, tanto más se hace capitalista total, y tantos más ciudadanos explota. Los obreros siguen siendo asalariados, proletarios. No se supera la relación capitalista, sino que más bien, se exacerba.» (Anti-Dühring, Engels, ed. Grijalbo, 1977, p. 289-90)[1]
Entre los apologistas más sofisticados del estalinismo hay que mencionar esas corrientes, normalmente trotskistas o sus vástagos, que han argumentado que, si es cierto que la monstruosa pesadilla burocrática de la desaparecida URSS y los regímenes similares no podía llamarse socialista, tampoco podía llamarse capitalista, porque cuando hay una nacionalización total de la economía (aunque de hecho ninguno de los regímenes estalinistas llegó nunca a ese punto), la producción y la fuerza de trabajo pierden su carácter de mercancía. Marx, al contrario, fue capaz de prever teóricamente la posibilidad de un país en el que todo el capital social estuviera en manos de un sólo agente, sin que ese país dejara de ser capitalista: «Si el capital puede crecer aquí hasta convertirse en una masa imponente controlada por una sola mano, es porque a muchas manos se las despoja de su capital. En un ramo dado de los negocios la centralización alcanzaría su límite extremo cuando todos los capitales invertidos en aquel se confundieran en un capital singular. En una sociedad dada, ese límite sólo se alcanzaría en el momento en que el capital social global se unificara en las manos, ya sea de un capitalista singular, ya sea de una sociedad capitalista única.» (El Capital, libro primero, vol. 3, Cáp. XXIII, Pág. 779-80, nota b, ED. s XXI, Madrid 1975)[2]
Desde el punto de vista del mercado mundial, las «naciones» no son en ningún caso más que capitalistas particulares o compañías, y las relaciones sociales en su interior están enteramente dictadas por las leyes globales de la acumulación capitalista. Poco importa si se compra o se vende dentro de tal o cual frontera nacional: tales países no son «islotes de no-capitalismo» en medio de la economía capitalista mundial, como tampoco las granjas cooperativas de Israel (kibutzim) son islas de socialismo.
Así, la teoría marxista contiene todas las premisas necesarias para negar la identificación entre el capitalismo y el socialismo. Más aún, Marx y Engels ya se confrontaron en su tiempo a la necesidad de tratar esa desviación «socialista de Estado».
El «socialismo alemán»
Alemania nunca pasó por una fase de capitalismo liberal. La debilidad de la burguesía alemana significó que el desarrollo del capitalismo en Alemania en gran medida fue asumido por una poderosa burocracia estatal dominada por elementos semifeudales. Como resultado de ello, lo que Engels llamó «la creencia supersticiosa en el Estado» («Introducción» a La Guerra Civil en Francia) fue particularmente marcada en Alemania, e infectó fuertemente al emergente movimiento obrero allí. Ferdinand Lasalle tipificó esta tendencia, cuya fe en la posibilidad de usar el estado existente en beneficio de los trabajadores, llegó hasta el punto de hacer una alianza con el régimen de Bismarck contra los capitalistas. Pero el problema no se limitó al «socialismo de Estado bismarckiano» de Lasalle. Había una corriente marxista en el movimiento obrero alemán, dirigida por Liebknecht y Bebel. Pero esta tendencia cayó a menudo en ese tipo de marxismo que llevó a Marx a declarar que él no era marxista: mecanicismo, esquematismo, y sobre todo, falta de audacia revolucionaria. El propio hecho de que esta corriente se describiera como «socialdemócrata» era en sí mismo un paso atrás: en la década de los 40 del siglo pasado, socialdemocracia había sido sinónimo de «socialismo» reformista de la pequeña burguesía, y Marx y Engels se definieron deliberadamente como comunistas para enfatizar el carácter proletario y revolucionario de la política que defendían.
La debilidad de la corriente Liebknecht-Bebel se reveló claramente en 1875, cuando se fusionó con el grupo de Lasalle para formar el Partido Socialdemócrata obrero (SDAP, después SDP). El documento fundacional del nuevo partido, el «Programa de Gotha», hacía varias concesiones al Lasallanismo. Esto fue lo que impulsó a Marx a escribir su Crítica al Programa de Gotha el mismo año.
Este incisivo ataque a las profundas confusiones que contenía el programa del nuevo partido quedó como un documento «interno» hasta 1891: hasta entonces, Marx y Engels habían temido que su publicación más amplia provocara una escisión prematura en el SDP. Retrospectivamente se puede discutir sobre lo acertado de esa decisión, pero la lógica que había detrás de ella es bastante clara: a pesar de todos sus errores, el SDP era una expresión real del movimiento proletario -esto se había demostrado en particular por la posición internacionalista que Liebknecht y su corriente, e incluso muchos lasallianos, habían tomado durante la guerra franco-prusiana y la Comuna de París. Lo que es más, el rápido desarrollo del partido alemán ya había demostrado la creciente importancia del movimiento en Alemania para el conjunto de la clase obrera internacional. Marx y Engels reconocieron la necesidad de emprender un largo y paciente combate contra los errores ideológicos del SDP, y lo hicieron en varios documentos importantes escritos después de la Crítica. Pero ese combate estaba motivado por el esfuerzo por construir un partido, no por destruirlo. Este fue siempre el método que impregnó la lucha de la Izquierda marxista contra el ascenso del oportunismo en el partido de clase: la lucha estaba a favor del partido, mientras siguiera existiendo vida obrera en él.
En la crítica de Marx y Engels al partido alemán, podemos ver esbozados ya muchos de los temas que posteriormente retomarían sus sucesores, cuestiones que llegarían a ser de vida o muerte, en los grandes acontecimientos históricos de principios del siglo XX. Y no es en absoluto casualidad, que todas ellas se centraran en torno a la concepción marxista de la revolución proletaria, que fue siempre la clave para distinguir en el movimiento obrero, los revolucionarios de los reformistas y utópicos.
Reforma o Revolución
El capitalismo conoció, en la segunda mitad del siglo XIX, su periodo de mayor aceleración de su desarrollo y extensión mundial. En este contexto, la clase obrera fue capaz de arrancar a la burguesía, concesiones significativas, sobre todo respecto a las terribles condiciones que soportaba en las anteriores fases del capitalismo (limitación de la jornada laboral, del trabajo infantil, aumento de los salarios reales...). Y junto a éstas, logró también mejoras de naturaleza más política -derecho de asociación, formación de sindicatos, participación en elecciones– que permitieron al proletariado organizarse y expresarse por sí mismo en la batalla por mejorar su situación en la sociedad burguesa.
Marx y su tendencia insistieron siempre en la necesidad de luchar por reformas, rechazando los argumentos sectarios de quienes como Proudhon, y posteriormente Bakunin, argumentaban que tales luchas eran inútiles o que distraían al proletariado del camino de la revolución. Contra tales ideas, Marx afirmó que una clase que no es capaz de organizarse para defender sus intereses más inmediatos, nunca sería capaz de organizar una nueva sociedad.
Pero los logros de las luchas por reformas, comportaron igualmente consecuencias negativas: el desarrollo de corrientes que desviaron su lucha hacia la ideología del reformismo, que rechazaron abiertamente el objetivo final comunista, para concentrarse en cambio, en mejoras inmediatas, o bien mezclando ambas en una confusa amalgama desconcertante. Marx y Engels, quizás no alcanzaron a comprender todo el peligro que representaba el desarrollo de tales corrientes (por ejemplo, que acabarían arrastrando a la mayoría de las organizaciones de la clase obrera al servicio de la burguesía y su Estado), pero es innegable que son ellos quienes comienzan en serio una lucha contra el reformismo como una especie de ideología burguesa en el movimiento obrero, un combate en el que más tarde se emplearían a fondo revolucionarios como Lenin y Luxemburg.
Así, en la Crítica del Programa de Gotha, Marx señala que las reivindicaciones inmediatas que contiene (por ejemplo sobre educación, o trabajo infantil) no sólo están formuladas de manera confusa, sino que, lo que es aun más importante, el recién formado partido erraba completamente en la distinción entre tales reivindicaciones inmediatas y el objetivo revolucionario final. Esto se pone especialmente de manifiesto en la reivindicación de «cooperativas de producción con ayuda estatal y bajo el control democrático del pueblo trabajador» de las que supuestamente surgiría la «organización socialista de todo el trabajo». Marx criticó despiadadamente tal «panacea de profeta» de Lassalle: «La “organización socialista de todo el trabajo” ahora resulta que “surge” no de los procesos de transformación revolucionaria de la sociedad, sino de la “ayuda estatal” proporcionada por el Estado a cooperativas de producción, “organizadas” por él, no por los trabajadores. Esto es verdaderamente digno de la imaginación de Lassalle, para quién, con los créditos estatales lo mismo se podría construir la nueva sociedad como una nueva línea férrea». Sirva esto de alerta para desoír a aquellos que propugnan que el Estado capitalista existente puede ser utilizado, de alguna manera, como instrumento en la creación del socialismo, aún cuando lo presenten en términos más sofisticados que los del Programa de Gotha.
A finales de los años 1870, los abogados del reformismo en el partido alemán se habían hecho incluso más descarados, llegando al extremo de cuestionarse si el partido podría siquiera presentarse como una organización de la clase obrera. En su Carta circular a Bebel, Liebknecht, Bracke y otros escrita en septiembre de 1879, Marx y Engels lanzaron el que probablemente sería su más lúcido ataque a los elementos oportunistas que cada vez se infiltraban más en el movimiento:
«Los hombres que en 1848 se presentaron como demócratas burgueses, pueden hoy llamarse igualmente socialdemócratas. Al igual que para aquellos la república democrática, para éstos el derrumbamiento del orden capitalista se ve tan alejado que es inalcanzable, y no tiene sentido en absoluto para la práctica política actual; se puede mediar, hacer compromisos, ser filántropos a gusto. Lo mismo ocurre con la lucha de clase entre proletariado y burguesía. La reconocen sobre el papel porque ya no lo pueden negar, pero en la práctica la ocultan, la diluyen o la suavizan. Para ellos, el partido socialdemócrata no debe ser ningún partido de trabajadores, ni atraer el odio de la burguesía ni de nadie en realidad; debe, sobre todo, hacer una propaganda enérgica entre la burguesía, en vez de insistir en metas que la asustan y que de todos modos no están al alcance de nuestra generación. Para ellos, mejor sería que el partido dedicara toda su fuerza y energía a reformas pequeño-burgueses, remiendos que consoliden el viejo orden social y que de esa forma quizás puedan convertir la catástrofe final en un proceso de disolución progresivo, parte por parte, y si es posible pacífico».
Aquí aparece bosquejada la crítica marxista de todas las variantes posteriores del reformismo, que tan desastrosos efectos causaron en las filas de la clase obrera internacional.
Dictadura del proletariado contra “Estado popular”
La incapacidad del Programa de Gotha para definir la verdadera conexión entre las fases defensiva y ofensiva del movimiento proletario, cristalizó también en su absoluta confusión sobre la cuestión del Estado. Marx fustigó la reivindicación inscrita en el Programa de un «Estado popular libre y una sociedad socialista» como una frase sin sentido, ya que Estado y libertad son dos principios contrapuestos: «La libertad consiste en hacer del Estado, un órgano situado por encima de la sociedad, un órgano completamente subordinado a ésta» (Crítica). En una sociedad socialista completamente desarrollada no habrá Estado. Pero lo más importante es cómo Marx sabe ver en esa reivindicación de «Estado popular» –que deberá ser realizado mediante la concesión de reformas «democráticas», que en un cierto número de países capitalistas ya habían sido otorgadas– una manera de eludir la cuestión crucial de la dictadura del proletariado. En ese contexto, precisamente, Marx suscita la cuestión: «¿Qué transformaciones experimentará el Estado en una sociedad comunista? En otras palabras: ¿qué funciones sociales quedarán en pie en esa sociedad que sean análogas a las funciones actuales del Estado? Esta pregunta sólo puede contestarse científicamente y no nos acercaremos ni un milímetro al verdadero problema por más que combinemos de mil maneras distintas la palabra pueblo con la palabra Estado.
Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista se sitúa el periodo de transformación revolucionaria de la una en la otra. A éste le corresponde también un periodo político de transición cuyo Estado no puede ser sino la dictadura del proletariado.
El programa, sin embargo, no dice nada ni de esta última ni del Estado futuro de la sociedad comunista.» (ídem)(3).
Como vimos en el último artículo de esta serie, esta idea de la dictadura del proletariado era, en 1875, muy importante para Marx y su tendencia: la Comuna de París, apenas cuatro años antes, había sido el primer episodio vivo de la clase obrera en el poder, y había mostrado cómo las transformaciones tanto políticas como sociales, sólo podrían tener lugar cuando los trabajadores hubieran destruido la máquina estatal existente, reemplazándola por su propios órganos de poder. El Programa de Gotha mostraba cómo esta lección aún no había sido completamente asimilada por el conjunto del movimiento obrero, y si la corriente reformista seguía creciendo dentro del movimiento, sería cada vez más olvidada.
En aras del rigor histórico, es necesario añadir, sin embargo, que incluso los mismos Marx y Engels, tampoco habían asimilado totalmente esta lección. En un discurso al Congreso de la Internacional en La Haya, en septiembre de 1872, Marx aún argumentaba que: «debemos prestar atención a las instituciones, costumbres y tradiciones de los diferentes países, y no podemos negar que hay países tales como Norteamérica e Inglaterra, y por lo que conozco de sus instituciones Holanda, en los que los trabajadores pueden lograr sus objetivos por medios pacíficos. Pero aún así, debemos reconocer que en la mayoría de los países del continente, la palanca de la revolución deberá ser la fuerza; algún día será necesario recurrir a la fuerza para establecer la dominación del trabajo».
Hay que decir que esta idea fue una ilusión por parte de Marx -una medida del peso de la ideología democrática incluso en los pensadores más avanzados del movimiento obrero. En los años siguientes, oportunistas de toda clase se aprovecharon de tales ilusiones, para hacer de Marx un marchamo valedor de sus esfuerzos por abandonar toda idea de revolución violenta y adormecer a la clase obrera con los cuentos de que podría deshacerse del capitalismo, legal y pacíficamente, utilizando los órganos de la democracia burguesa. No podemos confundir a los reformistas con la auténtica tradición marxista, que en realidad sí se continúa con Pannekoek, Bujarin y Lenin, que retomaron los elementos más avanzados y audaces del pensamiento marxista sobre la cuestión, lo que les condujo inexorablemente a la conclusión de que para establecer la dominación del trabajo en cualquier país, la clase obrera deberá utilizar la palanca de la fuerza, y sobre todo frente a la máquina estatal existente, por muy democráticas que sean sus formas. Por lo demás, la propia evolución del Estado democrático ha confirmado las conclusiones de estos revolucionarios. Tal y como señaló Lenin en El Estado y la Revolución:
«Hoy, en 1917, en la época de la primera gran guerra imperialista, esta limitación hecha por Marx no tiene razón de ser. Inglaterra y Norteamérica, los más grandes y los últimos representantes –en el mundo entero– de la “libertad” anglosajona, en el sentido de ausencia de militarismo y burocratismo, han ido rodando hasta caer en el inmundo y sangriento pantano, común a toda Europa, de las instituciones burocrático-militares que todo lo someten y lo aplastan. Hoy, también en Inglaterra y Norteamérica, es “condición previa de toda verdadera revolución popular” el romper, el destruir, la “máquina estatal existente”».
La crítica del sustitucionismo
La Asociación Internacional de Trabajadores, había proclamado que «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de los trabajadores mismos». Y aunque, en el movimiento obrero del siglo XIX, aún no fuera posible clarificar todos los elementos de la relación entre el proletariado y sus minorías revolucionarias, esta afirmación es una premisa básica para todas las clarificaciones subsiguientes. Ya en las polémicas en el movimiento, tras 1871, la fracción marxista tendría multitud de ocasiones para desarrollar más esta afirmación de la Ia Internacional. Sobre todo en el combate contra los cada vez más numerosos reformistas que infestaban el partido alemán. Marx y Engels hubieron de demostrar cómo la visión jerárquica y elitista de las relaciones entre el partido y la clase, eran el resultado de la penetración en el movimiento obrero de las ideologías burguesa y pequeño burguesa, que transmitían sobre todo los intelectuales de clase media, que veían en la clase obrera un simple instrumento de sus propios esquemas de mejora de la sociedad.
La respuesta marxista a este peligro, no fue la retirada hacia el obrerismo, a la idea de una organización formada exclusivamente por obreros industriales, como mejor garantía para prevenir la penetración de ideas de otras clases. «Es un fenómeno inevitable, inherente a la marcha de la evolución, que individuos pertenecientes a la clase dominante se sumen al proletariado en lucha y le aporten elementos educativos. Ya lo dijimos en el Manifiesto Comunista, pero debemos hacer aquí dos precisiones:
En primer lugar, estos individuos, para ser útiles al movimiento obrero deben aportarle verdaderamente elementos educativos de un valor real, lo que, sin embargo, no es el caso en la mayoría de los burgueses alemanes conversos... En segundo lugar cuando estos individuos, procedentes de otras clases, se unan al movimiento obrero, lo primero que ha de exigírseles es que no introduzcan los residuos de sus prejuicios burgueses, pequeñoburgueses, etc., sino que hagan suyas, sin reserva alguna, las concepciones proletarias. Estos caballeros, sin embargo, tal y como ha sido demostrado, están hundidos hasta el cogote de ideas burguesas y pequeño burguesas... No podemos pues, de ninguna manera, compartir el camino con quienes declaran abiertamente que los obreros son demasiados incultos para liberarse por sí mismos, y que deben ser liberados “desde arriba”, es decir, por los grandes y pequeños burgueses filántropos» (Carta circular a Bebel...).
La idea de que los trabajadores sólo pueden ser emancipados por las acciones benevolentes de un todopoderoso Estado, se da la mano con la idea del partido de los “benefactores” caidos del cielo para liberar a los pobres y zafios obreros de su ignorancia y servidumbre. Ambas son expresiones de una misma concepción reformista y socialista de Estado, que Marx y su corriente combatieron con todas sus fuerzas. Debemos decir, sin embargo que la aberración de que una pequeña élite pudiera actuar en nombre o en lugar de la clase, no se limita a estos elementos reformistas, sino que fue y es sustentada por corrientes auténticamente proletarias y revolucionarias. Los blanquistas fueron el primer ejemplo de esto. La versión blanquista del susticionismo fue un vestigio de las más remotas fases del movimiento revolucionario. En su «Introducción» a La Guerra Civil en Francia, Engels mostró cómo la experiencia viva de la Comuna de París había refutado en la práctica la concepción blanquista de la revolución: «educados en la escuela de la conspiración y cohesionados por la rígida disciplina que esta escuela supone, los blanquistas partían de la idea de que un grupo relativamente pequeño de hombres decididos y bien organizados estaría en condiciones no solo de adueñarse en un momento favorable del timón del Estado, sino que, desplegando una acción enérgica e incansable, sería capaz de sostenerse hasta lograr arrastrar a la revolución a las masas del pueblo y congregarlas en torno al puñado de caudillos. Esto llevaba consigo, sobre todo, la más rígida y dictatorial centralización de todos los poderes en manos del nuevo gobierno revolucionario. ¿Y qué hizo la Comuna compuesta en su mayoría precisamente por blanquistas?. En todas las proclamas dirigidas a los franceses de provincias, la Comuna les invita a crear una Federación libre de todas las Comunas de Francia con París, una organización nacional que, por primera vez, iba a ser creada realmente por la misma nación. Precisamente el poder opresor del antiguo gobierno centralizado –el ejército, la policía política y la burocracia–, creado por Napoleón en 1798 y que desde entonces había sido heredado por todos los nuevos gobiernos como un instrumento grato, empleándolo contra sus enemigos, precisamente éste debía ser derrumbado en toda Francia, como había sido derrumbado ya en París» (pág. 470 de Obras Escogidas, tomo I).
Que lo mejor del blanquismo se viera obligado a saltarse su propia ideología, se vio confirmado por los debates dentro del órgano central de la Comuna: cuando un elemento significado del Consejo de la Comuna quiso suspender las normas democráticas de la Comuna para establecer un “Comité de Salud Pública” basado en el modelo de la Revolución Francesa, muchos de los que se opusieron eran blanquistas, lo que prueba que una corriente genuinamente proletaria puede ser influenciada por el desarrollo del movimiento real de la clase, algo que raramente ocurre en el caso de los reformistas, que representan un tendencia muy material de la organización de la clase a caer en las manos del enemigo de clase.
El contenido económico de la transformación comunista
Aunque el Programa de Ghota habla de “la abolición del sistema salarial”, su visión de la futura sociedad era la del “socialismo de Estado”. Hemos visto cómo contenía la visión absurda de un movimiento hacia el socialismo a través de un Estado protector de las cooperativas de trabajadores. Pero, incluso cuando habla más directamente de la futura sociedad socialista (en la cual el “Estado libre” existe todavía), es incapaz de ir más allá de la perspectiva de una sociedad capitalista movida por un Estado en beneficio de todos. Marx es capaz de detectar eso bajo la cobertura de las finas frases del Programa, en particular en las secciones que hablan de la necesidad de “la regulación cooperativa del trabajo social para obtener una justa distribución de los frutos del trabajo”, y “la abolición del sistema salarial y de la ley de bronce de los salarios”. Estas frases reflejan la contribución lasalliana a la teoría económica, lo cual constituye un abandono completo del punto de vista de Marx del origen de la plusvalía basado en el tiempo de trabajo no pagado extraído de los trabajadores. Las palabras vacías sobre la “justa distribución” esconden el hecho de que en la situación actual no hay nada en los mecanismos de producción del valor que permita satisfacer ese deseo, lo cual es un fuente infalible de toda la “injusticia” en la distribución de los frutos de trabajo.
Contra estas confusiones, Marx afirma que «en el seno de una sociedad colectivista, basada en la propiedad común de los medios de producción, los productores no cambian sus productos; el trabajo invertido en los productos no se presenta aquí, tampoco, como valor de estos productos, como una cualidad material, poseída por ellos, pues aquí, por oposición a lo que sucede en la sociedad capitalista, los trabajos individuales no forman ya parte integrante del trabajo común mediante un rodeo, sino directamente. La expresión ‘el fruto del trabajo’ ya hoy recusable por su ambigüedad, pierde así todo sentido» (Marx, Crítica del Programa de Gotha, pag.14, tomo II, Obras Escogidas).
Sin embargo, más que ofrecer una visión utópica de la abolición inmediata de todas las categorías de la producción capitalista, Marx subraya la necesidad de distinguir la fase baja de la fase alta del comunismo: “De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base, sino de una que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede” (ídem, pag. 15).
En esta fase, hay todavía escasez y todavía pesan los vestigios de la “normalidad” capitalista. En el nivel económico, el viejo sistema salarial es reemplazado por un sistema de bonos de trabajo: “el productor individual obtiene de la sociedad... exactamente lo que ha dado. Lo que el productor ha dado a la sociedad es su cuota individual de trabajo... La sociedad le entrega un bono consignando que ha rendido tal o cual cantidad de trabajo (después de descontar lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que rindió”. Como Marx enfatiza en El Capital, estos bonos no son dinero en el sentido de que no pueden circular ni pueden ser acumulados; ellos solo pueden “comprar” medios individuales de consumo. Sin embargo, no están libres de los principios del cambio de mercancías: “Aquí reina evidentemente el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto este es intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el contenido, porque bajo las nuevas condiciones nadie puede dar sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero en lo que se refiere a la distribución de éstos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en el intercambio de equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo una forma distinta. Por eso, el derecho igual sigue siendo aquí, en principio, el derecho burgués” (ídem, pag. 15), porque, como explica Marx, los trabajadores tienen necesidades y capacidades muy diferentes. Solamente en la fase alta de la sociedad comunista cuando “corran a chorros los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués, y la sociedad podrá escribir en su bandera: ¡De cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad!” (ídem, pag. 16).
¿Cual es el blanco exacto de la polémica? Detrás de ella yace la concepción clásica del comunismo, no como un estado a imponer, sino como “el movimiento real que revoca el presente estado de cosas”, como decía Marx en la Ideología alemana 30 años antes. Marx elabora la visión de la dictadura proletaria iniciando un movimiento hacia el comunismo, de una sociedad comunista que emerge del colapso del capitalismo y de la revolución proletaria. Contra la visión socialista de Estado según la cual la sociedad capitalista se transforma ella misma en comunismo a través de la acción del Estado como único y benevolente empleador, Marx se plantea una dinámica hacia el comunismo fundada en bases comunistas.
La idea de los bonos de trabajo debe ser considerada bajo este prisma. En primera instancia se concibe como un ataque contra la producción de valor, como un medio para eliminar el dinero como mercancía universal, para detener la dinámica de acumulación. Se ve no como un fin en si mismo sino como un medio para alcanzar un fin, una medida que podría ser introducida inmediatamente por la dictadura del proletariado como el primer paso hacia la sociedad de la abundancia la cual no tendrá necesidad de determinar el consumo individual según el producto individual.
Dentro del movimiento revolucionario, ha habido y continua habiendo un debate para determinar cuál es el sistema más apropiado por alcanzar ese fin. Por una serie de razones podemos argumentar que los bonos de trabajo no lo son. Para empezar, la socialización “objetiva” de muchos aspectos del consumo (electricidad, gas, vivienda, transporte etc.) podría hacer en el futuro posible suministrar de forma rápida y equitativa muchos bienes y servicios libres de carga, limitado solo por las reservas totales controladas por los trabajadores; como, igualmente, establecer para muchos productos de consumo, un sistema de racionamiento controlado por los Consejos obreros que tendría la ventaja de ser más “colectivo”, menos dominado por las convenciones del valor de cambio. Volveremos a estos y otros problemas en un próximo artículo. Nuestra mayor preocupación aquí es poner al descubierto el método básico de Marx: para él, el sistema de bonos de trabajo tiene validez como medio para atacar los fundamentos del sistema de trabajo asalariado y solo puede ser juzgado desde este nivel; al mismo tiempo, reconoce claramente sus limitaciones, porque el comunismo integral no puede ser introducido de la noche a la mañana, sino solo después de un período de transición más o menos largo. En este sentido, el mismo Marx es el más severo crítico del sistema de bonos de trabajo, insistiendo en que con ellos no puede evitarse el “estrecho horizonte del derecho burgués” pues son la concreción de la persistencia de la ley del valor. De hecho, cualquiera que sea el método de distribución que el proletariado introduzca al día siguiente de la revolución, seguirá estando marcado por los vestigios de la ley del valor. Aquí todo falso radicalismo es fatal (y, de hecho, conservador en la práctica) porque podría llevar al proletariado a confundir una medida temporal y contingente con el objetivo real. Esto, como veremos, es un error que muchos revolucionarios cometieron durante el llamado “Comunismo de guerra” en la Revolución rusa. Para Marx, el objetivo final del comunismo siempre debe mantenerse por delante, de lo contrario el movimiento hacia el comunismo podría desviarse y sería capturado, una vez más, por la órbita del planeta Capital.
El próximo artículo de esta serie examinará el combate de Marx contra la principal versión de ese falso radicalismo: la corriente anarquista en torno a Bakunin.
CDW
[1] Pierre Renouvin, Histoire des relations internationales, tomo 8, p.142, París, 1972.
[2] En el ámbito de las incoherencias del PCInt, podemos también dar la siguiente cita: «si la paz ha reinado hasta ahora en las metrópolis imperialistas es precisamente a causa de esa dominación de los USA y de la URSS, y si la guerra es inevitable... es por la sencilla razón de que cuarenta años de “paz” han permitido que maduren las fuerzas que tienden a poner en entredicho el equilibrio resultante del último conflicto mundial» (PC nº 91, p. 47). El PCInt debería ponerse de una vez de acuerdo consigo mismo. ¿Por qué la guerra no ha ocurrido todavía?. ¿A causa, exclusivamente, de que las condiciones económicas no estaban todavía maduras, como pretende demostrar PC a lo largo de páginas y páginas, o bien por el hecho de que sus preparativos diplomáticos no se han realizado todavía?. Quien pueda que lo entienda.