VII - El estudio de El Capital y los Principios del comunismo (1a parte)

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El telón de fondo de la historia

– Parte primera –

EN el artículo anterior de esta serie  (Revista internacional nº 73)  vimos que Marx y su tendencia, como consecuencia de la derrota de las revoluciones de 1848 y el comienzo de un nuevo periodo de crecimiento capitalista, se embarcaron en un proyecto de investigación teórica en profundidad con el fin de descubrir la dinámica real del modo capitalista de producción, y por tanto, las bases reales para su eventual sustitución por un orden social comunista.

Ya en 1844, Marx en sus Manuscritos económicos y filosóficos, y Engels en sus Esbozos de una crítica de la economía política, habían empezado a investigar –y a criticar desde una posición proletaria– los fundamentos económicos de la sociedad capitalista, y las teorías económicas de la clase capitalista, generalmente conocidas como «economía política». La comprensión de que la teoría comunista tenía que construirse sobre la sólida base de un análisis económico de la sociedad burguesa constituía ya una ruptura decisiva con las concepciones utópicas del comunismo que habían prevalecido en el movimiento obrero hasta entonces, puesto que significaba que la denuncia del sufrimiento y la alienación que acarreaba el sistema capitalista de producción ya no se restringía a una objeción puramente moral a sus injusticias; mas bien, los horrores del capitalismo se analizaban como expresiones inevitables de su estructura social y económica, y por tanto sólo podían suprimirse a través de la lucha revolucionaria de una clase social que tenía un interés material en reorganizar la sociedad.

Entre 1844 y 1848, la fracción «marxista» desarrolló una comprensión más clara de los mecanismos internos del sistema capitalista, una concepción históricamente más dinámica, que identificaba el capitalismo como la última de una larga serie de sociedades divididas en clases, y un sistema cuyas contradicciones fundamentales llevarían eventualmente a su hundimiento y plantearían la necesidad y la posibilidad de la nueva sociedad comunista (vease Revista internacional nº 72).

Sin embargo, la principal tarea que afrontaban los revolucionarios en esta fase era construir una organización política comunista e intervenir en los enormes alzamientos sociales que sacudieron Europa en el año 1848. En resumen, la necesidad de un combate político activo tomaba preeminencia sobre el trabajo de elaboración teórica. Al contrario, con la derrota de las revoluciones de 1848 y la consiguiente lucha contra las ilusiones activistas e inmediatistas que llevaron a la defunción de la Liga de los comunistas, era esencial tomar distancias de los hechos inmediatos y desarrollar una visión más profunda y a largo plazo del destino de la sociedad capitalista.

Más allá de la economía política

Por tanto, durante más de una década, Marx se sumergió de nuevo en un vasto proyecto teórico que él mismo había concebido a comienzos de la década de 1840. Este fue el periodo en que trabajó muchas horas en el British Museum, estudiando no sólo los clásicos de la economía política, sino una inmensa cantidad de información sobre las operaciones contemporáneas de la sociedad capitalista: el sistema fabril, el dinero, el crédito, el comercio internacional; y no sólo la historia de los albores del capitalismo, sino también la historia de las civilizaciones y sociedades precapitalistas. La intención inicial de esta investigación era la que se había propuesto una década antes: producir una obra monumental sobre «Economía», que en realidad sólo sería una parte de un trabajo más global que trataría, entre otras cosas, asuntos políticos más directamente y también la historia del pensamiento socialista. Pero como Marx escribió en una carta a Wedemeyer, «el tema en que estoy trabajando tiene tantas ramificaciones», que el plazo límite para terminar el trabajo de Economía se retrasaba constantemente, primero semanas y después años; y de hecho no iba a terminarse nunca: Marx sólo terminó realmente el primer volumen de El Capital. La mayor parte del material reunido de ese periodo, o bien fue completado por Engels, y no se publicó hasta después de la muerte de Marx (los siguientes tres volúmenes de El Capital), o, como en el caso de los Grundrisse (los «Elementos fundamentales de la Crítica de la economía política – borrador»), nunca pasaron de ser una colección de notas elaboradas que no estuvieron disponibles en occidente hasta la década de 1950, y por ejemplo no se tradujeron al inglés hasta 1973 (la edición en español es igualmente de los años 70).

Sin embargo, aunque este fue un periodo de gran pobreza y personalmente muy duro para Marx y su familia, también fue el periodo más fructífero de su vida por lo que concierne al aspecto teórico de su trabajo. Y no es ninguna casualidad que gran parte de la gigantesca gestación de esos años estuviera dedicada al estudio de la economía política, porque era la clave para desarrollar una comprensión realmente científica de la estructura y el movimiento del modo capitalista de producción.

En su forma clásica, la economía política fue una de las expresiones más avanzadas de la burguesía revolucionaria: «Históricamente, apareció como una parte íntegra de la nueva ciencia de la humanidad, que la burguesía creó en el curso de su lucha revolucionaria para instalar su nueva formación socio-económica. La economía política fue pues, el complemento realista de la gran conmoción filosófica, moral, estética, psicológica, jurídica y política, de la así llamada «era de las luces», durante la cual los portavoces de la clase ascendente expresaban por primera vez la nueva conciencia burguesa, que correspondía a los cambios intervenidos en las condiciones reales de existencia» (Karl Korsch, Karl Marx).

Como tal, la economía política había sido hasta cierto punto capaz de analizar el movimiento real de la sociedad burguesa: de verla como una totalidad más que como una suma de fragmentos, y de comprender a fondo sus relaciones subyacentes en lugar de dejarse engañar por los fenómenos de superficie. En particular la obra de Adam Smith y David Ricardo había estado cerca de poner al descubierto el secreto que yace en el mismo corazón del sistema: el origen y significado del valor, el «valor» de las mercancías. Ensalzando las «clases productivas» de la sociedad contra la nobleza cada vez más parásita y ociosa, estos economistas de la escuela inglesa fueron capaces de ver que el valor de una mercancía estaba determinado esencialmente por la cantidad de trabajo humano que contenía. Pero otra vez sólo hasta cierto punto. Como expresaba el punto de vista de la nueva clase explotadora, la economía política burguesa inevitablemente tenía que mistificar la realidad, que ocultar la naturaleza explotadora del nuevo modo de producción. Y esta tendencia a hacer apología de el nuevo orden pasaba a primer plano tanto más cuanto que la sociedad burguesa revelaba sus contradicciones innatas, sobre todo la contradicción social entre capital y trabajo, y las contradicciones económicas que periódicamente sumían al sistema en crisis. Ya durante las décadas de 1820 y 1830, tanto la lucha de clase de los obreros, como la crisis de sobreproducción habían hecho su aparición definitiva en la escena histórica. Entre Adam Smith y Ricardo ya hay una «reducción en la visión teórica y el comienzo de una esclerosis formal» (Korsch, op. cit.), puesto que el último se ocupa menos de examinar el sistema en su totalidad. Pero los «teóricos» económicos posteriores de la burguesía son cada vez menos capaces de contribuir en algo útil para la comprensión de su propia economía. Este proceso degenerativo ha alcanzado su apogeo, como sucede con todos los aspectos del pensamiento burgués, en el periodo decadente del capitalismo. Para la mayoría de escuelas de economistas actuales, la idea de que el trabajo humano tiene algo que ver con el valor, se descarta como un anacronismo risible; ni que decir tiene, sin embargo, que esos mismos economistas están completamente desconcertados ante el colapso cada vez más evidente de la economía mundial.

Marx abordó la economía política clásica igual que la filosofía de Hegel: tratándola desde una posición proletaria y revolucionaria, por eso fue capaz de asimilar sus contribuciones más importantes al mismo tiempo que trascendía sus límites. Así fue capaz de demostrar:

  • que el capitalismo es un sistema de explotación de clases y no puede ser otra cosa –aunque este hecho primario aparece velado en el proceso capitalista de producción en contraste con las sociedades de clases previas. Este fue el mensaje esencial de su concepción del plusvalor;
  • que el capitalismo, a pesar de su carácter increíblemente expansivo, de su potencial para someter el planeta entero a sus leyes, no por ello deja de ser un modo transitorio de producción, como el esclavismo romano o el feudalismo medieval; que una sociedad basada en la producción universal de mercancías estaba inevitablemente condenada, por la propia lógica de sus mecanismos internos, a su declive y colapso final;
  • que el comunismo, por tanto, era una posibilidad material abierta por el desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas que acarreaba el propio capitalismo; también era una necesidad si la humanidad quería escapar a las consecuencias devastadoras de las contradicciones económicas del capitalismo.

Pero si el centro del trabajo de Marx durante este periodo es el estudio, a veces con sorprendente detalle, de las leyes del capital, el trabajo global no se restringía a esto. Marx había heredado de Hegel la comprensión de que lo particular y lo concreto –en este caso el capitalismo– sólo podían entenderse en su totalidad histórica, esto es, teniendo en cuenta el vasto telón de fondo de todas las formas de sociedad humana desde los primeros días de la especie. En los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, Marx había dicho que el comunismo era la «solución al enigma de la historia». El comunismo es el heredero inmediato del capitalismo; pero igual que un niño es también el producto de todas las generaciones que le han precedido, también se puede decir que «todo el movimiento de la historia es el acto de génesis» de la sociedad comunista (Ibíd.). Por esto, una buena parte de los escritos de Marx sobre el capital también contienen largas incursiones, tanto sobre cuestiones «antropológicas» –cuestiones sobre las características del hombre en general-, como sobre los modos de producción que precedieron a la sociedad burguesa. Esto es particularmente cierto en el caso de los Grundrisse; en cierto modo un «borrador» de El Capital, también es un prólogo a una investigación más amplia en la que Marx trata en profundidad, no sólo de la crítica de la economía política como tal, sino también algunas de las cuestiones antropológicas o «filosóficas» suscitadas en los Manuscritos de 1844, particularmente la relación entre el hombre y la naturaleza y la cuestión de la alienación. También contienen la presentación más elaborada de los distintos modos precapitalistas de producción. Pero todas estas cuestiones también se encuentran en El Capital, particularmente en el primer volumen, aunque de forma más destilada y concentrada.

Antes de tratar por tanto, de los análisis de Marx sobre la sociedad capitalista en particular, nos centraremos en los temas más generales e históricos que aborda en los Grundrisse y El Capital, puesto que no son menos esenciales para la comprensión de Marx de la perspectiva y fisonomía del comunismo.

Hombre, naturaleza y alienación

Ya hemos mencionado (ver Revista internacional nº 70) que hay una escuela de pensamiento, que a veces incluye genuinos seguidores de Marx, según la cual, el trabajo del Marx maduro demuestra su pérdida de interés, o incluso su repudia, de ciertas líneas de investigación que había desarrollado en sus primeros trabajos, particularmente en los Manuscritos de 1844 «de París»: la cuestión del «ser de especie» del hombre, la relación entre el hombre y la naturaleza, y el problema de la alienación. El problema está en que tales concepciones están ligadas a una visión «Feuerbachiana», humanista, e incluso utopista, del comunismo, que Marx sostenía antes del desarrollo definitivo de la teoría del materialismo histórico. Si bien es cierto que no negamos que hay una cierta resaca «filosófica» en su periodo de París, ya hemos argumentado (ver Revista internacional 69) que la adhesión de Marx al movimiento comunista estaba condicionada por la adopción de una posición que le llevó más allá de los utopistas al terreno proletario y materialista. El concepto del hombre, de su «ser de especie» que hay en los Manuscritos, no es en absoluto el mismo que el de «genero animal» de Feuerbach, que Marx criticó en sus Tesis sobre Feuerbach. No se trata de una concepción abstracta, ni de una visión religiosa individualizada de la humanidad, sino ya de una concepción del hombre social, del hombre como el ser que se hace a sí mismo a través del trabajo colectivo. Y cuando nos fijamos en los Grundrisse y en El Capital, encontramos que esta definición se profundiza y se clarifica mas que rechazarse. Ciertamente, en las Tesis sobre Feuerbach, Marx rechaza categóricamente la idea de una esencia humana estática e insiste en que «la esencia humana no es una abstracción inherente en cada individuo particular. En realidad es el conjunto de las relaciones sociales». Pero esto no significa que el hombre «como tal» no es real, o que es una página vacía que se modula total y absolutamente por cada forma particular de organización social. Semejante visión haría imposible para el materialismo histórico abordar la historia humana como una totalidad; se acabaría en una visión fragmentada, de una serie de esbozos de cada tipo de sociedad, sin nada que los conectara en una visión global. La forma de abordar esta cuestión en los Grundrisse y El Capital dista mucho de este reduccionismo sociológico; lejos de eso, se basa en una visión del hombre como una especie cuya característica única es su capacidad para transformarse a sí mismo y a su entorno a través del proceso de trabajo y a través de la historia.

La cuestión «antropológica», la cuestión del hombre genérico, de lo que distingue al hombre de otras especies animales, se plantea en el primer volumen de El Capital. Empieza con una definición del trabajo porque es a través del trabajo como el hombre se hace a sí mismo. El proceso de trabajo es «eterna condición natural de la vida humana y por tanto independiente de toda forma de esa vida, y común, por el contrario, a todas sus formas de sociedad» (El Capital, ed. s. XXI, Madrid 1978, vol. I, cap. V, pág. 223)

«El trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza. El hombre se enfrenta a la materia natural misma como un poder natural. Pone en movimiento las fuerzas naturales que pertenecen a su corporeidad, brazos y piernas, cabeza y manos, a fin de apoderarse de los materiales de la naturaleza bajo una forma útil para su propia vida. Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza exterior a él y transformarla, transforma a la vez su propia naturaleza. Desarrolla las potencias que dormitaban en ella y sujeta a su señorío el juego de fuerzas de la misma. No hemos de referirnos aquí a las primeras formas instintivas, de índole animal, que reviste el trabajo. La situación en que el obrero se presenta en el mercado, como vendedor de su propia fuerza de trabajo, ha dejado atrás, en el trasfondo lejano de los tiempos primitivos, la situación en que el trabajo humano no se había despojado aún de su primera forma instintiva. Concebimos el trabajo bajo una forma en la cual pertenece exclusivamente al hombre. Una araña ejecuta operaciones que recuerdan las del tejedor, y una abeja avergonzaría, por la construcción de las celdillas de su panal, a más de un maestro albañil. Pero lo que distingue ventajosamente al peor maestro albañil de la mejor abeja es que el primero ha modelado la celdilla en su cabeza antes de construirla en la cera. Al consumarse el proceso de trabajo surge un resultado que antes del comienzo de aquél ya existía en la imaginación del obrero, o sea idealmente» (Ibíd., pág. 216)

En los Grundrisse también se destaca el carácter social de esta forma de actividad «exclusivamente humana»: «Si esa necesidad de uno puede ser satisfecha por el producto del otro y viceversa; si cada uno de los dos es capaz de producir el objeto de la necesidad del otro y cada uno se presenta como propietario del objeto de la necesidad del otro, ello demuestra que cada uno trasciende como hombre su propia necesidad particular, etc., y que se conducen entre sí como seres humanos, que son conscientes de pertenecer a una especie común. No ocurre que los elefantes produzcan para los tigres o que animales lo hagan para otros animales» (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858, Ed. s. XXI, Madrid 1972, Pág. 181).

Estas definiciones de el hombre como el único animal que tiene una autoconciencia y una actividad vital con un propósito, que produce universalmente en lugar de unilateralmente, son sorprendentemente similares a las formulaciones contenidas en los Manuscritos([1]).

Otra vez, como en los Manuscritos, esas definiciones asumen que el hombre es parte de la naturaleza: en el pasaje anterior de El Capital, el hombre es una de las fuerzas propias de la naturaleza, «un poder natural», mientras que los Grundrisse usan exactamente la misma terminología que los textos de París: la naturaleza es el «verdadero cuerpo» del hombre. Pero donde los últimos trabajos representan un avance respecto al primero es en su visión más profunda de la evolución histórica de la relación entre el hombre y el resto de la naturaleza:

«Lo que necesita explicación, o es resultado de un proceso histórico, no es la unidad del hombre viviente y actuante, por un lado, con las condiciones inorgánicas, naturales, de su metabolismo con la naturaleza, por el otro, y, por lo tanto, su apropiación de la naturaleza, sino la separación entre estas condiciones inorgánicas de la existencia humana y esta existencia activa, una separación que por primera vez es puesta plenamente en la relación entre trabajo asalariado y capital.» (Grundrisse, op. cit. –Elementos fundamentales...– pág. 449).

Marx plantea este proceso de separación entre el hombre y la naturaleza de una forma profundamente dialéctica.

Por una parte se trata del despertar de las «potencialidades latentes» del hombre para transformarse a sí mismo y al mundo que le rodea. Esta es una característica general del proceso de trabajo: la historia como el desarrollo gradual, si bien desigual, de las capacidades productivas de la humanidad. Pero este desarrollo siempre estuvo contenido en las formaciones sociales que precedieron al capital, donde las limitaciones de la economía natural también mantenían al hombre limitado a los ciclos de la naturaleza. El capitalismo, al contrario, crea un potencial completamente nuevo para superar esta subordinación:

«De ahí la gran influencia civilizadora del capital; su producción de un nivel de la sociedad, frente al cual todos los anteriores aparecen como desarrollos meramente locales de la humanidad y como una idolatría de la naturaleza. Por primera vez la naturaleza se convierte puramente en objeto para el hombre, en cosa puramente útil; cesa de reconocérsele como poder para sí; incluso el reconocimiento teórico de sus leyes autónomas aparece como una artimaña para someterla a las necesidades humanas, sea como objeto del consumo, sea como medio de la producción. El capital, conforme a esta tendencia suya, pasa también por encima de las barreras y prejuicios nacionales, así como sobre la divinización de la naturaleza; liquida la satisfacción tradicional, encerrada dentro de determinados límites y pagada de sí misma, de las necesidades existentes y la reproducción del viejo modo de vida. Opera destructivamente contra todo esto, es constantemente revolucionario, derriba todas las barreras que obstaculizan el desarrollo de las fuerzas productivas, la ampliación de las necesidades, la diversidad de la producción y la explotación e intercambio de las fuerzas naturales y espirituales» (Grundrisse, pág. 362).

Por otra parte, la conquista de la naturaleza por el capital, su reducción de la naturaleza a un mero objeto, tiene las consecuencias más contradictorias. Como continúa el último pasaje:

«De ahí, empero, del hecho que el capital ponga cada uno de esos límites como barrera y, por lo tanto, de que idealmente le pase por encima, de ningún modo se desprende que lo haya superado realmente; como cada una de esas barreras contradice su determinación, su producción se mueve en medio de contradicciones superadas constantemente, pero puestas también constantemente. Aún más, la universalidad a la que tiende sin cesar, encuentra trabas en su propia naturaleza, las que en cierta etapa del desarrollo del capital harán que se le reconozca a él como la barrera mayor para esa tendencia y, por consiguiente, propenderán a la abolición del capital por medio de sí mismo»

Después de 80 años de decadencia capitalista, de una época en la que el capital se ha convertido definitivamente en la mayor barrera a su propia expansión, podemos apreciar la plena validez de los pronósticos de Marx aquí. Cuanto mayor es el desarrollo de las fuerzas productivas del capitalismo, cuanto más universal es su reino sobre el planeta, mayores y más destructivas son las crisis y las catástrofes que acarrea a su paso: no sólo crisis directamente económicas, sociales y políticas, sino también las crisis «ecológicas» que suponen la amenaza de una ruptura total del «intercambio metabólico del hombre con la naturaleza».

Podemos ver plenamente que, en oposición a muchos aspirantes a críticos radicales del marxismo, el reconocimiento de Marx de la «influencia civilizadora» del capital, nunca supuso una apología del capital. El proceso histórico por el que el hombre se ha separado del resto de la naturaleza, también es la crónica del «autoestrangulamiento» del hombre, que ha alcanzado su apogeo, su cumbre, en la sociedad burguesa, en la relación del trabajo asalariado que los Grundrisse definen como «la forma más extrema de la alienación». Esto es lo que ciertamente a veces puede hacer que parezca que el «progreso» capitalista, que subordina implacablemente todas las necesidades humanas a la expansión incesante de la producción, suponga una regresión en comparación con épocas anteriores:

«Por eso, la concepción antigua según la cual el hombre, cualquiera que sea la limitada determinación nacional, religiosa o política en que se presente, aparece siempre, igualmente, como objetivo de la producción, parece muy excelsa frente al mundo moderno donde la producción aparece como objetivo del hombre y la riqueza como objetivo de la producción... En la economía burguesay en la época de la producción que a ella corresponde– esta elaboración plena de lo interno aparece como vaciamiento pleno, esta objetivación universal, como enajenación total, y la destrucción de todos los objetivos unilaterales determinados, como sacrificio del objetivo propio frente a un objetivo completamente externo» (Grundrisse, pág. 447-48).

Y después de todo, este triunfo final de la alienación también significa el advenimiento de las condiciones para la plena realización de las potencialidades creativas de la humanidad, liberadas tanto de la inhumanidad del capital, como de las limitaciones restrictivas de las relaciones sociales precapitalistas:

«Pero de hecho, si se despoja a la riqueza de su limitada forma burguesa, ¿qué es la riqueza sino la universalidad de las necesidades, capacidades, goces, fuerzas productivas, etc. de los individuos, creada en el intercambio universal? ¿qué sino el desarrollo pleno del dominio humano sobre las fuerzas naturales, tanto sobre las de la así llamada naturaleza como sobre su propia naturaleza? ¿qué sino la elaboración absoluta de sus disposiciones creadoras sin otro presupuesto que el desarrollo histórico previo, que convierte en objetivo a esta plenitud total del desarrollo, es decir al desarrollo de todas las fuerzas humanas en cuanto tales, no medidas con un patrón preestablecido? ¿qué sino una elaboración como resultado de la cual el hombre no se reproduce en su carácter determinado sino que produce su plenitud total? ¿Como resultado de la cual no busca permanecer como algo devenido sino que está en el movimiento absoluto del devenir? » (Id., pág. 448).

Esta visión dialéctica de la historia es un puzzle y un escándalo para todos los defensores del punto de vista burgués, que está anclado desde siempre en un dilema insoluble entre una apología comprensiva del «progreso» y una anhelante nostalgia de un pasado idealizado:

«En estadios de desarrollo precedentes, el individuo se presenta con mayor plenitud precisamente porque no ha elaborado aún la plenitud de sus relaciones y no las ha puesto frente a él como potencias y relaciones sociales autónomas. Es tan ridículo sentir nostalgias de aquella plenitud primitiva como creer que es preciso detenerse en este vaciamiento completo. La visión burguesa jamás se ha elevado por encima de la oposición a dicha visión romántica, y es por ello que ésta lo acompañará como una oposición legítima hasta su muerte piadosa» (Ibíd., pág. 90).

En todos estos pasajes vemos que lo que Marx aplica a la problemática del «hombre genérico» y sus relaciones con la naturaleza, también lo aplica a su concepto de alienación: lejos de abandonar los conceptos básicos que formuló en sus primeros trabajos, el Marx «maduro» los enriquece situándolos en su dinámica histórica global. Y en la segunda parte de este artículo veremos que, en las descripciones de la sociedad futura contenidas aquí y allá en los Grundrisse y El Capital, Marx todavía considera que la superación de la alienación y la conquista de una actividad vital realmente humana, está en el centro del proyecto comunista global.

De la vieja a la nueva comunidad

Este contradictorio «declive» desde el individuo aparentemente más desarrollado de los primeros tiempos al sujeto enajenado de la sociedad burguesa, expresa otra faceta de la dialéctica histórica marxista: la disolución de las formas comunales primitivas por la evolución de las relaciones mercantiles. Este es un tema que recorre los Grundrisse, pero también aparece sumariamente en El Capital. Es un elemento crucial en la respuesta de Marx a la visión del género humano contenida en la economía política burguesa, y por tanto, en su bosquejo de la perspectiva comunista.

En efecto, una de las críticas persistentes de los Grundrisse a la economía política burguesa, es a la forma en que «se identifica mitológicamente con el pasado», convirtiendo sus categorías particulares en absolutos de la existencia humana. Esto es lo que a veces se llama visión tipo Robinson Crusoe de la historia: el individuo aislado, y no el hombre social, sería el punto de arranque; la propiedad privada sería la forma original y esencial de propiedad; el comercio, en vez del trabajo colectivo, sería la clave para comprender la generación de riquezas. Por eso, desde las primeras páginas de los Grundrisse, Marx abre fuego contra semejantes «Robinsonadas», e insiste en que «Cuanto más lejos nos remontamos en la historia, tanto más aparece el individuo –y por consiguiente también el individuo productor– como dependiente y formando parte de un todo mayor: en primer lugar y de una manera todavía muy enteramente natural, de la familia y de esa familia ampliada que es la tribu; más tarde, de las comunidades en sus distintas formas, resultado del antagonismo y de la fusión de las tribus. Solamente al llegar a el siglo xviii, con la «sociedad civil», las diferentes formas de conexión social aparecen ante el individuo como un simple medio para lograr sus fines privados, como una necesidad exterior» (Id., pág. 4).

Así pues, el individuo aislado es sobre todo un producto histórico, y en particular un producto del modo burgués de producción. Las formas comunitarias de propiedad y producción, no solamente fueron las formas sociales originarias en las épocas más primitivas; también persistieron en todos los modos de producción con división de clases que sucedieron a la disolución de la sociedad primitiva sin clases. Eso es más obvio en el modo «asiático» de producción, en el que un aparato de Estado central se apropia un excedente de las villas comunales, que de otra forma continuarían las tradiciones inmemorables de la vida tribal –un hecho que Marx toma como «la clave del secreto de la inmutabilidad de las sociedades asiáticas, una inmutabilidad en sorprendente contraste con la constante disolución y refundación de los Estados asiáticos, y los cambios sin cese de dinastía» (El Capital, I, cap. XIV, sección 4). En los Grundrisse, Marx insiste en la forma en que el modo asiático «se resistió más tenazmente y por más tiempo», un punto que retoma Rosa Luxemburg en su Acumulación del capital, donde muestra lo difícil que fue para el capital y las relaciones mercantiles apartar las unidades de base de esas sociedades de la seguridad de sus relaciones comunales.

En las sociedades esclavista y feudal, la vieja comunidad fue pulverizada mucho más rápido y a fondo por el desarrollo de las relaciones comerciales y la propiedad privada –un hecho que dice mucho de por qué el esclavismo y el feudalismo contenían la dinámica interna que permitió la emergencia del capitalismo, mientras que en la sociedad asiática, el capitalismo tuvo que imponerse «desde fuera». Sin embargo se pueden encontrar importantes remanentes de formas comunales en el origen de esas formaciones: la ciudad romana, por ejemplo, surge como una comunidad de grupos de parentesco; el feudalismo surge no sólo del colapso de la sociedad esclavista romana, sino también de las características específicas de la comuna tribal «germánica»; y las clases campesinas salvaguardaron la tradición de la tierra comunal –que fue muy a menudo motivo de sus revueltas e insurrecciones– durante el periodo medieval. La característica común de todas esas sociedades es que estaban dominadas por la economía natural: la producción de valores de uso prevalece sobre la producción de valores de cambio, y es el desarrollo de estos últimos lo que constituye el agente disolvente de la vieja comunidad:

«La avidez de dinero o la sed de enriquecimiento representan necesariamente el ocaso de las comunidades antiguas. De ahí la oposición a ellas. El dinero mismo es la comunidad, y no puede soportar otra superior a él. Pero esto supone el pleno desarrollo del valor de cambio y por lo tanto una organización de la sociedad correspondiente a ellos» (Grundrisse, op. cit., pág. 157).

En todas las sociedades previas, «el valor de cambio no era el nexus rerum (nexo de las cosas –NdR)»; y por eso, sólo en la sociedad capitalista, donde el valor de cambio finalmente se sitúa en el corazón mismo del proceso de producción, se destruye final y completamente la vieja Comunidad, hasta el punto de que la vida comunitaria se presenta actualmente como lo contrario de la naturaleza humana. Es fácil ver que este análisis sigue y refuerza la teoría de Marx sobre la alienación.

La importancia de este tema de la comunidad originaria en el trabajo de Marx se refleja en la cantidad de tiempo que le dedicaron los fundadores del materialismo histórico. Ya había aparecido en La Ideología alemana en la década de 1840; después Engels, volcado en los estudios etnológicos de Morgan, retomaría la misma cuestión en la década de 1870 en sus Orígenes de la familia, la propiedad privada y el Estado. Al final de su vida Marx estuvo de nuevo profundizando en este tema –los poco explorados Cuadernos de notas etnológicos datan de este periodo. Fue un componente esencial de la respuesta marxista a las hipótesis de la economía política sobre la naturaleza humana. La propiedad privada y el valor de cambio, lejos de ser características esenciales e inmutables de la existencia humana, se esclarecieron como expresiones transitorias de épocas históricas particulares. Y mientras que la burguesía intentaba presentar la avidez de riquezas y dinero como algo inscrito en la naturaleza del ser humano, las investigaciones históricas de Marx descubrieron el carácter esencialmente social de la especie humana. Todos estos descubrimientos fueron obviamente un potente argumento sobre la posibilidad del comunismo.

Y además, la forma en que Marx aborda esta cuestión, nunca cae en una nostalgia romántica por el pasado. Aquí se aplica la misma dialéctica que a la cuestión de las relaciones del hombre con la naturaleza, puesto que las dos cuestiones son realmente una: en la sociedad comunista primitiva el individuo está incrustado en la tribu, como la tribu está incrustada en la naturaleza. Esos organismos sociales «se fundan en la inmadurez del hombre individual, aún no liberado del cordón umbilical de su conexión natural con otros integrantes del género, o en relaciones directas de dominación y servidumbre. Están condicionados por un bajo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo y por las relaciones correspondientemente restringidas de los hombres dentro del proceso de producción material de su vida, y por tanto entre sí y con la naturaleza. Esta restricción real se refleja de un modo ideal en el culto a la naturaleza y en las religiones populares de la antigüedad» (El Capital, vol. I, cap. I, sección 4, pág. 97).

La sociedad capitalista, con su masa de individuos atomizados, separados unos de otros y alienados por la dominación de las mercancías, es pues, el polo contrario de la comunidad primitiva, el resultado de un largo y contradictorio proceso histórico que lleva de una a otra. Pero esta separación del cordón umbilical que originariamente unía al hombre a la tribu y a la naturaleza es una dolorosa necesidad si la humanidad al final tiene que vivir en una sociedad que sea al mismo tiempo verdaderamente comunal y verdaderamente individual, una sociedad donde se supere el conflicto entre las necesidades sociales e individuales.

Ascendencia y decadencia de las formaciones sociales

El estudio de las formaciones sociales anteriores sólo ha sido posible por la emergencia del capitalismo: «La sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus condiciones y la comprensión de su organización permiten al mismo tiempo comprender la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, sobre cuyas ruinas y elementos ella fue edificada y cuyos vestigios, aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que meros indicios previos han desarrollado en ella su significación plena, etc.» (Grundrisse, op. cit., pág. 26).

Al mismo tiempo, esta comprensión de las formaciones sociales se convierte en manos del proletariado en un arma contra el capital. Como apuntó Marx en El Capital, vol I, «las categorías de la economía burguesa... son formas del pensar socialmente válidas, y por tanto objetivas, para las relaciones de producción que caracterizan ese modo de producción social históricamente determinado: la producción de mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y la fantasmagoría que nimban los productos del trabajo fundados en la producción de mercancías, se esfuma de inmediato cuando emprendemos camino hacia otras formas de producción» (op. cit., pág. 93). Corto y claro, el capitalismo es sólo una entre una serie de formaciones sociales que han surgido y desaparecido debido a contradicciones económicas y sociales discernibles. Visto en su contexto histórico, el capitalismo, la sociedad de la producción universal de mercancías, no es producto de la naturaleza, sino un «modo de producción definido, históricamente determinado», destinado a desaparecer igual que el esclavismo romano o el feudalismo medieval.

La presentación más sucinta y mejor conocida de esta visión global de la historia, aparece en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política([2]), publicado en 1858. Este breve texto era un resumen, no sólo del trabajo contenido en los Grundrisse, sino de las bases de toda la teoría de Marx del materialismo histórico. El pasaje comienza con las premisas básicas de esta teoría:

«En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; estas relaciones de producción corresponden a un grado determinado de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres la que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia» (Contribución a la Crítica de la economía política, ed. Comunicación, Madrid 1978, págs. 42-43).

Esta es la concepción materialista de la historia en resumidas cuentas: el movimiento de la historia no puede comprenderse como hasta ahora, por las ideas que los hombres se hacen de ellos sí mismos, sino a través del estudio de lo que subyace esas ideas –los procesos y relaciones sociales a través de los cuales los hombres producen y reproducen su vida material. Después de resumir este punto esencial, Marx continúa:

«Durante el curso de su desarrollo, las fuerzas productoras de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes, o lo cual no es mas que su expresión jurídica, con las relaciones de propiedad en cuyo interior se habían movido hasta entonces. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas que eran, estas reacciones se convierten en trabas de estas fuerzas. Entonces se abre una era de revolución social. El cambio que se ha producido en la base económica transforma más o menos lenta o rápidamente toda la colosal superestructura» (ibid., pág. 43).

Es pues un axioma básico del materialismo histórico que las formaciones económicas (en el mismo texto, Marx menciona «los modos de producción asiático, antiguo, feudal y burgués moderno» como «épocas progresivas del orden socioeconómico») recorren necesariamente periodos de ascendencia, cuando sus relaciones sociales son «formas de desarrollo» de las fuerzas productivas, y periodos de declive o decadencia, la «era de la revolución social», cuando esas mismas relaciones se convierten en «trabas». Restablecer aquí este punto puede parecer banal, pero es necesario porque hay muchos elementos en el movimiento revolucionario que se reclaman del método del materialismo histórico y todavía argumentan vehementemente contra la noción de decadencia del capitalismo que defienden la CCI y otras organizaciones proletarias. Semejantes actitudes se ven tanto entre los grupos bordiguistas, como en los herederos de la tradición consejista. Los bordiguistas en particular pueden conceder que el capitalismo atraviesa crisis cada vez mayores y más destructivas, pero rechazan nuestra insistencia de que el capitalismo entró definitivamente en su época de revolución social en 1914. Para ellos esto es una innovación que no permite la «invariabilidad» del marxismo.

Estos argumentos contra la decadencia son hasta cierto punto sutilezas semánticas. Marx no usó generalmente la frase «la decadencia del capitalismo» porque no consideraba que ese periodo hubo empezado todavía. Es verdad que durante su carrera política hubieron veces en que él y Engels se dejaron llevar por una visión optimista sobre la posibilidad inminente de la revolución: particularmente en 1848 (ver artículos en Revista internacional nos 72 y 73). E incluso después de revisar sus pronósticos tras la derrota de las revoluciones de 1848, los fundadores del marxismo nunca renunciaron a la esperanza de que la nueva era amaneciera mientras ellos todavía pudieran verla. Pero su práctica política toda su vida se basó fundamentalmente en el reconocimiento de que la clase obrera todavía estaba construyendo sus fuerzas, su identidad, su programa político, en el seno de una sociedad que aún no había completado su misión histórica.

Sin embargo, Marx habla de periodos de declive, decadencia o disolución, de los modos de producción que precedieron al capitalismo, particularmente en los Grundrisse([3]). Y no hay nada en su trabajo que sugiera que el capitalismo tuviera que ser diferente en algún sentido fundamental – que de alguna forma pudiera evitar entrar en su propio periodo de declive. Al contrario, los revolucionarios de la IIª Internacional se basaban totalmente en el método y las anticipaciones de Marx cuando proclamaron que la Iª Guerra mundial había abierto final e incontestablemente la «nueva época de la desintegración interna del capitalismo», como planteó el primer congreso de la Internacional comunista en 1919. Como argumentamos en nuestra introducción al folleto de La Decadencia del capitalismo, todos los grupos de la Izquierda comunista que retomaron la noción de la decadencia del capitalismo, desde el KAPD hasta Bilan o Internationalisme, simplemente estaban continuando esta tradición clásica. Como marxistas consecuentes, no podían vacilar: el materialismo histórico les requería que llegaran a una decisión sobre cuándo el capitalismo se había convertido en una traba para las fuerzas productivas de la humanidad. La destrucción del trabajo acumulado  de generaciones en el holocausto de la guerra mundial, zanjó la cuestión de una vez por todas.

Algunos de los argumentos contra el concepto de decadencia van un poco más allá de la semántica. Puede que incluso se basen en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política, donde Marx dice que: «Una sociedad no desaparece nunca antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productoras que pueda contener, y las relaciones de producción nuevas y superiores no se sustituyen jamás en ella antes de que las condiciones materiales de existencia de esas relaciones han sido incubadas en el seno mismo de la vieja sociedad» (op. cit., pág. 43). De acuerdo con los anti-decadentistas –especialmente durante los años 60 y 70, cuando la incapacidad del capitalismo para desarrollar el llamado Tercer mundo todavía no estaba tan clara como hoy– no se podría decir que el capitalismo estuviera en decadencia hasta que no hubiera desarrollado sus potencialidades hasta la última gota de sudor obrero, ni mientras hubiera todavía zonas del mundo donde hubiera un proyecto de crecimiento. De ahí las teorías de los «jóvenes capitalismos» de los bordiguistas y de las «revoluciones burguesas» inminentes de los consejistas.

Teniendo en cuenta el horrible panorama actual de los países del «tercer mundo», de guerra, hambre, enfermedades y catástrofes, tales teorías resultan ahora un recuerdo embarazoso, pero tras ellas hay una incomprensión básica, un error de método. Decir que una sociedad está en declive no significa decir que las fuerzas productivas simplemente habrían dejado de crecer, que habrían llegado a un estancamiento total. Y ciertamente Marx no quería decir esto, dar a entender que un sistema social sólo puede dar paso a otro cuando se ha agotado hasta la última posibilidad de crecimiento. Como podemos ver en el siguiente pasaje de los Grundrisse, lo que plantea es que, incluso en la decadencia, una sociedad no para de moverse:

«Considerada idealmente, la disolución de una forma dada de conciencia bastó para terminar con una época entera. En realidad esta barrera a la conciencia corresponde a un estadio definido del desarrollo de las fuerzas de producción material, y por tanto de riqueza. Cierto, no había sólo un desarrollo sobre viejas bases, sino también un desarrollo de estas bases mismas. El desarrollo mayor de estas mismas bases (la flor en la que se transforman; pero se trata siempre de esas bases, de esa planta como flor; y por tanto marchitándose después del florecimiento y como consecuencia del florecimiento) es el punto en que se ha realizado totalmente, se ha desarrollado en la forma que es compatible con el  mayor  desarrollo de las fuerzas productivas, y por tanto también con el desarrollo más rico de los individuos. Tan pronto como se llega a este punto, el desarrollo posterior aparece como declive, y el nuevo desarrollo empieza desde nuevas bases».

La redacción es complicada, sin pulir: ese es muy a menudo el problema leyendo los Grundrisse. Pero la conclusión parece bastante clara: el declive de una sociedad no es el fin de su movimiento. La decadencia es un movimiento, pero se caracteriza por su dirección hacia la catástrofe y la autodestrucción. ¿Puede alguien dudar seriamente de que la sociedad capitalista del siglo XX, que dedica más fuerzas productivas a la guerra y a la destrucción que cualquier otra formación social anterior, y cuya reproducción continuada amenaza la continuación de la vida sobre la Tierra, ha alcanzado el estadio en que su «desarrollo aparece como declive»?

En la segunda parte de este artículo, trataremos más particularmente la forma en que el Marx «maduro» analizó las relaciones sociales capitalistas, las contradicciones inherentes a ellas, y la sociedad comunista que sería la solución a esas contradicciones.

CDW


[1] Compárense los siguientes pasajes con los que hemos citado anteriormente: «El animal es inmediatamente uno con su actividad vital. No se distingue de ella. Es ella. El hombre hace de su actividad vital misma objeto de su voluntad y de su conciencia. Tiene actividad vital consciente. No es una determinación con la que el hombre se funda inmediatamente. La actividad vital consciente distingue inmediatamente al hombre de la actividad vital animal...». Y también: «Es cierto que también el animal produce. Se construye un nido, viviendas, como las abejas, los castores, las hormigas, etc. Pero produce únicamente lo que necesita inmediatamente para sí o para su prole; produce unilateralmente, mientras que el hombre produce universalmente; produce únicamente por mandato de la necesidad física inmediata, mientras que el hombre produce libre de la necesidad física y sólo produce realmente liberado de ella; el animal se produce sólo a sí mismo, mientras que el hombre reproduce la naturaleza entera; el producto del animal pertenece inmediatamente a su cuerpo físico, mientras que el hombre se enfrenta libremente a su producto. El animal forma únicamente según la necesidad y la medida de la especie a la que pertenece, mientras que el hombre sabe producir según la medida de cualquier especie y sabe siempre imponer al objeto la medida que le es inherente; por ello el hombre crea también según las leyes de la belleza» (Manuscritos económicos y filosóficos, capítulo sobre el trabajo alienado). Podemos añadir que, si estas distinciones entre el hombre y el resto de la naturaleza animal ya no tienen ninguna relevancia para la comprensión marxista de la historia; si el concepto de “ser de especie” del hombre tiene que descartarse, también tenemos que tirar por la ventana todo el psicoanálisis Freudiano, puesto que éste último se resume en un intento de comprender las ramificaciones de una contradicción que, hasta ahora, ha caracterizado toda la historia de la humanidad: la contradicción, el conflicto interno, entre la vida instintiva del hombre y su actividad consciente.

[2] La Crítica de la Economía política se publicó en 1858. Engels había estado apremiando a Marx para que hiciera una pausa en sus investigaciones sobre economía política y empezara a publicar sus hallazgos, pero el libro era en muchos sentidos prematuro; no estaba a la altura de la escala del proyecto que Marx se había propuesto, y en cualquier caso, Marx cambió la estructura final del trabajo cuando al final empezó a producir El Capital. Por eso, el Prefacio, con su brillante resumen de la teoría del materialismo histórico, sigue siendo de lejos la parte más importante del libro.

[3] Por ejemplo en los Grundrisse, pág. 462-63, op. cit., Marx dice que: «la relación señorial y la relación de servidumbre corresponden igualmente a esta fórmula de la apropiación de los instrumentos de producción y constituyen un fermento necesario del desarrollo y de la decadencia de todas las relaciones de propiedad y de producción originarias, a la vez que expresan también el carácter limitado de éstas. Sin duda se reproducen –en forma mediada– en el capital y, de tal modo, constituyen también un fermento para su disolución y son emblema del carácter limitado de aquel». En resumen, la dinámica interna y las contradicciones básicas de cualquier sociedad de clases, tienen que buscarse en su corazón mismo: las relaciones de explotación. En la segunda parte de este artículo examinaremos cómo ese es el caso para la relación del trabajo asalariado. En otra parte, Marx subraya el papel que jugó la producción de mercancías acelerando el declive de las formaciones sociales previas: «Es obvio –y esto se ve examinando más circunstanciadamente las épocas históricas de que aquí se habla– que, en efecto, la época de la disolución de los modos previos de producción y de los modos previos de comportamiento del trabajador con las condiciones objetivas del trabajo es al mismo tiempo una época en la que, por un lado, el patrimonio-dinero se ha desarrollado hasta alcanzar cierta amplitud, y que por otro lado, éste crece y se extiende en virtud de las mismas circunstancias que aceleran esa disolución» (op. cit. pág. 468).

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