Confinamiento ante la pandemia: El Estado burgués pone de manifiesto toda su brutalidad

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Para enfrentar la catástrofe sanitaria producida por la pandemia, a la burguesía “no le quedaba otra alternativa” que decretar el confinamiento de más de la mitad de la población mundial, cerca de cuatro mil millones de seres humanos. Si esta actuación se les hizo necesaria se debió a la incapacidad de los estados y sus sistemas sanitarios para poder limitar la amplitud y la propagación de la epidemia de Covid-19; lo que ha permitido ver que el verdadero interés de la burguesía ha sido proteger su economía todo lo posible y limitar al máximo la caída de sus beneficios. No hay duda; la clase dominante se planteó seriamente permitir que la epidemia se extendiera por el conjunto de la población de manera que sobrevivieran únicamente los más resistentes. Pero el riesgo de que la pandemia derivara en una situación aún más dramática era grande; o sea que la economía se hundiese en una situación aún más dramática. Finalmente casi todos los Estados se decidieron a aplicar la “táctica del confinamiento”, es decir que dada a la incapacidad de hacerle frente y la impotencia para dar una respuesta sanitaria diferente, había que volver a las prácticas de la Edad Media: aislar, marginar, encerrar en sus casas a las personas de mayor riesgo de contagio -“posibles apestados”-; la diferencia está en que ahora están ampliando esas prácticas a toda la población mundial.

El encierro obligatorio de áreas enteras de la población mundial, donde la mayoría vive hacinada, en condiciones precarias e insalubres, en alojamientos minúsculos, en peligrosa promiscuidad dentro de megalópolis con millones de personas, no ha hecho sino agravar una situación ya de por sí muy difícil para vivir. Quien más duramente sufre las consecuencias del confinamiento es la clase de los asalariados, los explotados que están padeciendo en sus carnes la brutalidad de las medidas y sus consecuencias. En las zonas subdesarrolladas como en África, América Latina o incluso Asia, las condiciones de vida de millones de obreros están en una situación insostenible y el confinamiento agrava aún más las cosas.

El aislamiento, la falta de contactos sociales, la promiscuidad, la alteración de los desplazamientos y de la movilidad han provocado graves efectos psicológicos y físicos en la salud de las poblaciones.

En estas condiciones los traumatismos del confinamiento que sufren los explotados no son comparables con los que puede padecer la clase burguesa en sus grandes mansiones, dotadas de mayor confort material. El confinamiento tiene aún que poner ante la luz pública la escandalosa y repulsiva iniquidad de la sociedad burguesa dividida en clases sociales antagónicas.

Más peligro aún para la vida social y colectiva

Contrariamente a lo que la burguesía nos quiere meter en la cabeza, no todos sufrimos igual los dramas de la vida, sucede lo mismo ante las consecuencias del confinamiento. En la sociedad capitalista son siempre los proletarios quienes pagan más directa y duramente en su carne y en sus condiciones de vida los dramas que engendra este pútrido sistema. En la clase de los explotados los más débiles, los que han acabado siendo los “inútiles” y los “indeseables” a los ojos del capitalismo son quienes sufren en primer lugar las consecuencias de la inhumanidad y la barbarie de este sistema.

Como escribió Rosa Luxemburgo -1912 - en El Asilo de noche: “los proletarios pierden poder adquisitivo cada año y se alejan cada día más de las condiciones de vida logradas por la clase obrera, para acabar hundidos en el pozo de la miseria. Caen silenciosamente, como desechos, en lo más bajo de la sociedad.  Igual que trastos viejos, inútiles, a quienes el capital no puede extraer una gota más de sudor, detritus humanos a quienes con una escoba podría barrer”. Encima de la miseria material, el podrido capitalismo prosigue incrementando la marginación, la atomización de los individuos, la destrucción de las relaciones familiares, la exclusión de las personas mayores, el sufrimiento psíquico…; sembrando la desventura en nombre de la libertad de empresa, en nombre de la obligación de trabajar y de dejarse explotar para lograr vivir. Son los lazos humanos dentro de la clase obrera, concretamente los lazos afectivos y de solidaridad, los que el capitalismo destruye con su fiera rabia, sacrificando la vida y la salud de los explotados en el sagrado altar del beneficio. Hipócritamente, la clase dominante nos cuenta que lo hace para proteger a los más débiles, a los ancianos, a los niños más necesitados mintiendo vergonzosamente. Prosiguen las políticas de desmantelamiento y destrucción de los servicios que podrían conceder un mínimo de seguridad a la clase obrera, incrementando aún más su explotación. Todo esto lo tapan desarrollando masivamente sus campañas ideológicas. Durante la pandemia la burguesía no ceja en su propaganda de que el Estado se ocupa de los más vulnerables, cuando la realidad es que él mismo es el responsable de la calamidad social psíquica y sanitaria provocadas por la pandemia.

Las personas mayores, las rechazadas de la sociedad

En las Residencias de la tercera edad de todo el mundo el drama humano es total. Al comienzo se silenció, obligados por el estado burgués, pero rápidamente se hizo visible la sórdida realidad a medida que iban aumentando los infectados, los muertos, y no pudieron disimularla durante más tiempo. Hoy se cuentan por decenas de miles los muertos contabilizados diariamente; por ejemplo, en los establecimientos franceses el número pasa de los diez mil. En España, al menos las cifras que tienen cierta credibilidad informan de que el número de cadáveres supera los de otros países de la UE; muchos de estos cadáveres descubiertos en las habitaciones de las residencias, abandonados en las propias camas desde hacía varios días. Dramas idénticos se han dado y están ocurriendo en muchos otros países, recordándonos hasta qué punto los “viejos” no son para el capitalismo otra cosa que bocas superfluas que alimentar y que es necesario apartarlos de la sociedad, adelantando su muerte.

A lo anterior, hay que sumar los que han muerto solos en su domicilio, abandonados a su suerte. La falta de protección económico-social a las residencias y la de asistencia organizada a las personas mayores que vivían en la pobreza ha provocado una auténtica masacre en ese umbral de la población. El cinismo de la burguesía es tal que niega su responsabilidad, que únicamente a ella le compete, ante este sin número de desgracias y situaciones que ya conocía de antemano.

Las Residencias para “enfermos terminales” (unas 700.000 solamente en Francia donde la población residente en estos establecimientos ha aumentado un 90,3% en una década), donde permanecen sin protección adaptada y especialmente fragilizados, millones de personas en todo el mundo, están siendo presa fácil para el ataque de los virus.  

Por otra parte, aunque con el mismo retraso que para el resto de la población, han optado por confinarles, por aislarles en su habitación prohibiéndoles todo contacto con el exterior, incluso con los de su propia familia, sus parientes y amigos más capacitados pero que residen en otros lugares. Lo mismo ocurre en los orfanatos, las prisiones, los campos de refugiados, los centros de emigrantes y otros centros de atención juvenil. Las residencias de pensionistas y tercera edad son los centros de mayor propagación de contaminación y más teniendo en cuenta que estas personas están fragilizadas por la edad o la enfermedad.

Pero no se detiene ahí el drama humano sino que lo desarrolla: más que las consecuencias que la pandemia misma trae, estos seres humanos,  a quienes se les dice que si se les aísla “es por su propio bien”, están también condenados a sufrir una tristeza y una desesperación profunda al verse separados de todo contacto con sus parientes; y a esto es a lo que los “especialistas” denominan públicamente “la depresión de la ancianidad”. Esto es lo que la sociedad capitalista les inflige provocándoles un sentimiento profundo de abandono y soledad: pierden totalmente el interés por la vida e incluso por la propia identidad. Es muy cierto que además de todos los que mueren por la pandemia, hay que sumar aquellos que simplemente se dejan morir de tristeza y soledad en un rincón.

En esta tesitura, las familias han experimentado la brutalidad de esta sociedad cuando en sus intentos por aportar algo de ayuda o apoyo,  han sido multados: es el caso de una persona que se atrevió a romper el encierro para recorrer 300 kilómetros y acompañar a su padre en sus últimas horas; y aún peor, el de una mujer que vino a saludar a su marido y tuvo que hacerlo plantada en la calle al otro lado de la verja de la residencia.

Como se puede constatar, el Estado ha desempeñado bien su papel a lo largo de este periodo de confinamiento: mantener el orden social de forma fría y mecánica, sin la menor preocupación por esa necesidad de relación social que es inherente a todos los humanos y particularmente a los más débiles. Al contrario, en nombre del “interés de todos” y haciéndose pasar por el buen samaritano, en su tarea de preservar la salud de los más débiles, el Estado ha ejercido una política odiosa de máximo control y coerción. En total coherencia con sus principios, ha llegado incluso a prohibir y a limitar la presencia de las familias en los funerales, mandando a la policía a cerrar el acceso a los cementerios. Debido a que en esta sociedad la muerte es una mercancía como otras y que en tiempos de epidemia puede significar un beneficio, una empresa funeraria en Francia llega a cobrarle una cifra escandalosa -250 € a las familias por ir a recoger un cuarto de hora antes los despojos que habían sido dejados en un espacio abierto, un solar –en les Halles de Rungis- antes de ser enterrados.

Los estudiantes, otras víctimas del encierro capitalista

Desde siempre es bien conocida la precariedad propia del medio estudiantil. Muchos de estos futuros proletarios sobreviven con pequeñas chapuzas que les permiten lo justo para para continuar y proseguir sus estudios.

Alejados la mayor parte del tiempo de sus familias viven, con más frecuencia de la que se piensa, en la mayor soledad, pero sobre todo con gran inseguridad, sin saber qué les depara el futuro y viendo que las condiciones de existencia se agravan día tras día con el confinamiento. Desde hace algunos años los suicidios entre los estudiantes son cada día más numerosos. En Francia, por ejemplo, hace unos meses un estudiante desesperado intentó inmolarse prendiéndose fuego delante del Centre Régional des Œuvres Universitaires et Scolaires de la Universidad de Lyon. El cierre de los pequeños negocios y la imposibilidad material y física de volver con su familia ha allanado el terreno a esas atrocidades. Nunca antes hubo tantas llamadas al Servicio telefónico de ayuda psicológica; en adelante esto se incrementará más aún puesto que en numerosos países, incluidos los más desarrollados (EEUU, Canadá, Reino Unido, Francia) y ante la incapacidad de las autoridades para organizar un dispositivo eficaz que preserve la salud de los estudiantes, el Estado no prevé la apertura de la totalidad de los centros a principio de curso sino que lo hagan paulatinamente, que la asistencia de los alumnos a las clases se haga alternando clases presenciales con otras telemáticas. El estudiante quedará así condenado a permanecer todo el día solo en su pequeño cuarto, delante del ordenador y sin el menor contacto físico con otras personas. Un obstáculo más que favorece el aislamiento social y la atomización de los individuos.

Desde el momento en que el Estado burgués aparta de la sociedad a las personas mayores nada dice que vaya a tratar mejor a los futuros proletarios cuando una gran mayoría no tendrá otra perspectiva que la del paro y de la creciente precariedad en un contexto de recrudecimiento de la crisis económica.

El aumento de la violencia contra las mujeres y los niños

En los medios de comunicación hemos encontrado a lo largo de muchas semanas y meses el mismo martilleo: “¡quedaos en casa, sed responsables, protegeos y proteged a los demás!” Está claro: quien no respetase estos mandatos será tratado de irresponsable, de poner la vida de los demás en peligro. El capitalismo responsabiliza así de la pandemia a todas las personas incapaces de tener un “comportamiento ciudadano”.

En aquellos momentos el confinamiento fue respetado; estaba claro que la mayoría de la población entendió que a falta de medios no le quedaba otra que enclaustrarse para protegerse. No es solamente en lo que se refiere a confinamiento también es dominante en otros aspectos de la vida: la igualdad de derechos, por ejemplo, es un fantasma propalado persistentemente por la ideología burguesa. De esta clase es sabido que siempre parece estar sorprendida de la miseria o de las condiciones desastrosas en la que viven apiñados la gran mayoría de la clase obrera, de los precarios, los parados, de las familias enteras que están forzosamente confinadas de la mañana a la noche en espacios reducidos. En todo ese sector de la vivienda la clase dominante únicamente atiende a las reglas que le garantizan beneficio y rentabilidad.

Aunque se sabe que la violencia contra los niños o contra las mujeres no es, por desgracia, un fenómeno nuevo; en estas condiciones de confinamiento no ha hecho más que aumentar de manera dramática y explosiva. En el momento en que el Estado se decide a “salvar la economía” se ha evidenciado que no ha puesto en práctica ningún otro medio para ayudar a las personas que se encuentran en situaciones desesperadas y en peligro de muerte, que exhortarles a que llamen al teléfono de los Servicios de urgencias sociales, ya que no tiene otra manera de hacer frente a este recrudecimiento de la violencia.

En todo el mundo, como resultado de esta situación, ha habido un fortísimo estallido de la violencia de todo tipo en los domicilios familiares: un incremento del 30% en Francia, donde las intervenciones de los servicios policiales en los domicilios también han aumentado: un 48%. En Europa las llamadas a Urgencias han aumentado un 60%. En Túnez las agresiones contra las mujeres se han multiplicado por cinco; en India el número de denuncias hechas por violencia conyugal se ha doblado. En Brasil los datos de violencia familiar constatados han aumentado del 40 al 50%. En México las llamadas por violencia han aumentado allí el 60% durante la cuarentena, con doscientos casos suplementarios de feminicidio. Más de 900 mujeres han sido dadas como desaparecidas en Perú, …

Para la burguesía estos desastres humanos solo representan cifras o porcentajes sobre el papel que olvidará enseguida. Si los servicios sanitarios han sido sableados por el Estado durante muchas decenas de años; los servicios sociales de protección a la infancia, de lucha contra la violencia contra las mujeres y todos los servicios de protección de los más débiles o desprotegidos han sido, simplemente, eliminados.

¿Cuántos estragos de verdadero sufrimiento y cuántas lesiones psíquicas y físicas han sido ocultadas a lo largo del tiempo? ¿Cuántas situaciones de desesperación, de depresión y tentativas de suicidio se han incrementado por estas condiciones de encierro y abandono? Las medidas de confinamiento y las restricciones drásticas de lazos sociales impuestas a la población, incluyendo a los asalariados enviados a los lugares de trabajo a servir como “carne de virus” para “salvar la economía” con riesgo de contaminarse ellos y su entorno han logrado poner de manifiesto el carácter impersonal y abstracto de las relaciones sociales en el capitalismo.

Cuando el virus continúa propagándose por todos los continentes y en muchos países europeos se ha producido un rebrote significativo, una segunda oleada de contagios y muertes, los medios de comunicación enfilan y estigmatizan a los jóvenes en su voluntad de juntarse, de agruparse, de buscar la proximidad, calificándoles de “irresponsables” respecto a los viejos y al resto de la población, suscitando además una división ideológica entre generaciones. Es evidente que si bien deben tomarse todas las precauciones para evitar contagios y propagaciones también debe considerarse que estos encuentros demuestran un ansia de relación social, un deseo de encontrarse con su familia, amigos o parientes tras meses de soledad y aislamiento de gran impacto psicológico.

Estos jóvenes no hacen sino expresar una necesidad vital para la especie humana, la de vivir en sociedad, en colectividad. El hecho de culpabilizarles de la nueva oleada del virus en Europa, como hacen los medios de comunicación desde hace semanas, demuestra también toda la brutalidad y carencia de humanidad de la sociedad burguesa.

El capitalismo desvela su verdadero rostro en tiempos de crisis

La burguesía intenta presentarse como una clase que dirige una sociedad válida para todos; una sociedad donde todos encuentran su sitio y no se rechaza a nadie. Pero cuando le golpea una crisis sanitaria, económica o social de esta magnitud el velo se descorre y emerge sin adornos el monstruoso aspecto de este sistema de explotación en el que la vida es sólo una mercancía que no le merece mucha atención y frente a la que sólo actúa cuando lo juzga rentable y además con una condición: que no le cueste muy caro. Con la crisis económica y el hundimiento de esta sociedad en una deshumanización y un caos cada vez mayores los gobiernos decretan políticas cada vez más irresponsables, aniquiladoras de la vida misma. Oyendo a esta clase de embusteros, leyendo sus periódicos y a los ideólogos que están a su servicio que nos cuentan que el mundo futuro nunca será como el de antes; que en el futuro “habrá mejores servicios de salud, mascarillas y se harán test”, que “el mundo será más solidario”, que “se van a ocupar de los mayores dotándoles de buenas residencias“, que “la soledad habrá acabado”, que “no se cometerán dos veces los mismos errores”, etc. Estas patrañas hipócritas son tan poco creíbles como cuando al principio de la guerra mundial la burguesía, con la mano en el corazón, proclamaba: “¡Esta será la última de todas!”, “¡nunca otra!” y poco después estalla la Segunda Guerra Mundial y con ella el regreso de la barbarie generalizada. Lo cierto es que el mundo posterior no será como el de antes, será mucho peor. A quienes engañan las promesas de la burguesía, es a quienes creen en ella.  La clase proletaria no puede mantener la menor ilusión en el universo de sufrimientos y atrocidades que le reserva la clase dominante y en el que le hunde cada vez más profundamente el capitalismo.

Sam 02 de mayo de 2020

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