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50 años después
Hiroshima y Nagasaki o las mentiras de la burguesía
Con el cincuentenario de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, la burguesía ha alcanzado una nueva cumbre de cinismo y de ignominia. El no va más de la barbarie no fue cometido por un dictador o un loco sanguinario, sino por la tan virtuosa democracia americana. Para justificar tan monstruoso crimen, toda la burguesía mundial ha repetido la innoble patraña ya usada en la época de los esos siniestros acontecimientos: la bomba se habría utilizado para abreviar y limitar los sufrimientos causados por la continuación de la guerra con Japón. La burguesía estadounidense ha llevado su cinismo hasta el extremo de editar un sello postal de aniversario en el cual reza: «Las bombas atómicas aceleraron el final de la guerra. Agosto de 1945». Aunque en Japón este aniversario haya sido, claro está, una ocasión suplementaria para expresar la oposición a su ex padrino americano, el Primer ministro ha aportado sin embargo su valioso grano de arena a esa mentira de la bomba necesaria para que triunfaran la paz y la democracia, presentado, por vez primera, las excusas de Japón por todos los crímenes cometidos durante la IIª Guerra mundial. Y es así como vencedores y vencidos se encuentran unidos para desarrollar una campaña repugnante para con ella justificar uno de los mayores crímenes de la historia.
La justificación de Hiroshima y Nagasaki: una burda mentira
Las dos bombas atómicas lanzadas sobre Japón en agosto del 45 hicieron, en total, 522 000 víctimas. En los años 50 y 60, aparecerían innumerables cánceres de pulmón y de tiroides y todavía hoy, los efectos de las radiaciones siguen cobrándose víctimas: baste decir que hay diez veces más leucemias en Hiroshima que en el resto de Japón.
Para justificar semejante crimen e intentar dar una respuesta a la legítima preocupación provocada por el horror de la explosión de las bombas y de sus consecuencias, Truman, el presidente americano que había ordenado el holocausto nuclear, junto con su cómplice Winston Churchill, dio unas explicaciones tan cínicas como mentirosas. Según ellos, el empleo del arma atómica habría salvado un millón de vidas más o menos, las pérdidas que habría acarreado la invasión de Japón por las tropas de EEUU. O sea, contra las evidencias, las bombas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki, y que hoy, cincuenta años después, siguen haciendo su oficio de muerte, serían bombas... pacifistas. Esa mentira, tan retorcida y odiosa, es incluso desmentida por numerosos estudios históricos procedentes de la propia burguesía...
Observando la situación militar de Japón en el momento de la capitulación de Alemania (mayo del 45), se comprueba que aquel país está ya totalmente vencido. La aviación, arma esencial en la IIª Guerra mundial está diezmada, reducida a unos cuantos aparatos pilotados por un puñado de adolescentes tan fanáticos como inexperimentados. La marina, tanto la mercante como la militar está prácticamente destruida. La defensa antiaérea ya no es más que un inmenso colador, lo cual explica que los B 29 US hubieran podido ejecutar miles de incesantes bombardeos durante la primavera del 45 sin casi ninguna pérdida. Eso, ¡el propio Churchill lo afirma en el tomo 12 de sus memorias!
Un estudio de los servicios secretos de EEUU de 1945, publicado por el New York Times en 1989, revela que: «Consciente de la derrota, el Emperador del Japón había decidido desde el 20 de junio de 1945 que cesara toda hostilidad y que, a partir del 11 de julio, se entablaran negociaciones para el cese de las hostilidades» ([1]).
Aún estando al corriente de esa realidad, Truman, tras haber sido informado del éxito del primer tiro experimental nuclear en el desierto de Nuevo México en julio de 1945 ([2]) y en el mismo momento en que se está celebrando la conferencia de Postdam entre él mismo, Churchill y Stalin ([3]), decide utilizar el arma atómica contra las ciudades japonesas. El que semejante decisión no tuviera nada que ver con la voluntad de acelerar el fin de la guerra con Japón también está acreditado por una conversación entre el físico Leo Szilard, uno de los «padres» de la bomba, y el secretario de Estado americano para la Guerra, J. Byrnes. Éste le contesta a aquél, el cual estaba preocupado por los peligros del uso del arma atómica, que él «no pretendía que fuera necesario el uso de la bomba para ganar la guerra. Su idea era que la posesión y el uso de la bomba haría a Rusia más manejable» ([4]).
Y por si hicieran falta más argumentos, dejemos la palabra a algunos de los más altos mandos del propio ejército americano. Para el almirante W. Leahy, jefe de estado mayor, «los japoneses ya estaban derrotados y listos para capitular. El uso de esa arma bárbara no contribuyó en nada en nuestro combate contra el Japón» ([5]). Esa misma opinión era compartida por Eisenhower.
La tesis de que el arma atómica se usó para forzar la capitulación de Japón y hacer que cesara así la carnicería es totalmente absurda. Es una mentira fabricada de arriba abajo por la propaganda guerrera de la burguesía. Es uno de los mejores ejemplos del lavado de cerebro con que la burguesía justificó ideológicamente la mayor matanza de la historia, o sea la guerra de 1939 a 1945, y también la preparación ideológica de la guerra fría.
Cabe subrayar que, sean cuales sean los estados de ánimo de algunos miembros de la clase dominante, ante el uso de un arma tan aterradora como lo es la bomba nuclear, la decisión del presidente Truman no fue ni mucho menos la de un loco o un individuo aislado. Fue la consecuencia de una lógica implacable, la del imperialismo, y esta lógica es la de la muerte y la destrucción de la humanidad para que sobreviva una clase, la burguesía, enfrentada a la crisis histórica de su sistema de explotación y a su decadencia irreversible.
El objetivo real de las bombas de Hiroshima y Nagasaki
Desmintiendo la montaña de patrañas repetidas desde 1945 sobre la pretendida victoria de la democracia como sinónimo de paz, nada más terminarse la segunda carnicería imperialista ya se está diseñando la nueva línea de enfrentamiento imperialista que va ensangrentar el planeta. Del mismo modo que en el tratado de Versalles de 1919 estaba ya inscrita inevitablemente una nueva guerra mundial, Yalta contenía ya la gran fractura imperialista entre el gran vencedor de 1945, Estados Unidos, y su challenger ruso. Rusia, potencia económica de segundo orden, pudo acceder, gracias a la IIª Guerra mundial, a un rango imperialista de dimensión mundial, lo cual era necesariamente una amenaza para la superpotencia americana. Desde la primavera de 1945, la URSS utiliza su fuerza militar para formar un bloque en el este de Europa. Lo único que en Yalta se hizo fue confirmar la relación de fuerzas existente entre los principales tiburones imperialistas, que habían salido vencedores de la mayor matanza de la historia. Lo que una relación de fuerzas había instaurado, otra podría deshacerlo. De modo que en el ve rano de 1945, lo que de verdad se le plantea al Estado norteamericano no es ni mucho menos el hacer que Japón se rinda lo antes posible como dicen los manuales escolares, sino, ante todo, oponerse y frenar el empuje imperialista del «gran aliado ruso».
W. Churchill, el verdadero dirigente de la IIª Guerra mundial en el bando de los «Aliados», tomó rápidamente conciencia del nuevo frente que se estaba abriendo y no cesará de exhortar a Estados Unidos para que tome medidas. Escribe en sus memorias: «Cuando más cerca está el final de una guerra llevada a cabo por una coalición, más importancia toman los aspectos políticos. En Washington sobre todo deberían haber tenido más amplias y lejanas vistas... La destrucción de la potencia militar de Alemania había provocado una transformación radical de las relaciones entre la Rusia comunista y las democracias occidentales. Habían perdido el enemigo común que era prácticamente lo único que las unía». Y concluye diciendo que: «La Rusia soviética se había convertido en enemigo mortal para el mundo libre y había que crear sin retraso un nuevo frente para cerrarle el paso. En Europa ese frente debería encontrarse lo más al Este posible» ([6]). Difícil ser más claro. Con esas palabras, Churchill analiza con mucha lucidez que, cuando todavía no ha terminado la IIª Guerra mundial, ya está iniciándose una nueva guerra.
Desde la primavera de 1945, Churchill lo hace todo por oponerse a los avances del ejército ruso en Europa del Este (en Polonia, en Checoslovaquia, en Yugoslavia, etc.). Procura con obstinación que el nuevo presidente de EEUU, Truman, adopte sus análisis. Éste, después de algunas vacilaciones ([7]) adoptará totalmente la tesis de Churchill de que «la amenaza soviética ya había sustituido al enemigo nazi» (Ibíd.).
Se entiende así perfectamente el apoyo total que Churchill y su gobierno dieron a la decisión de Truman de que se ejecutaran los bombardeos atómicos en las ciudades japonesas. Churchill escribía el 22 de julio de 1945: «[con la bomba] poseemos algo que restablecerá el equilibrio con los rusos. El secreto de este explosivo y la capacidad para utilizarlo modificarán totalmente un equilibrio diplomático que iba a la deriva desde la derrota de Alemania». Las muertes, en medio de atroces sufrimientos, de miles y miles de seres humanos parecen dejarle de piedra a ese «gran defensor del mundo libre», a ese «salvador de la democracia».
Cuando se enteró de la noticia de la explosión de Hiroshima, Churchill... se puso a dar brincos de alegría y uno de sus consejeros, lord Alan Brooke da incluso la precisión de que «Churchill quedó entusiasmado y ya se imaginaba capaz de eliminar todos los centros industriales de Rusia y todas las zonas de fuerte concentración de población» ([8]). ¡Así pensaba aquel gran defensor de la civilización y de los valores humanistas al término de una carnicería que había costado 50 millones de muertos!.
El holocausto nuclear que cayó sobre Japón en agosto de 1945, esa manifestación de la barbarie absoluta en que se ha convertido la guerra en la decadencia del capitalismo, no fue cometida por la «blanca y pura democracia» norteamericana para limitar los sufrimientos causados por la continuación de la guerra con Japón, como tampoco correspondía a una necesidad militar. Su verdadero objetivo era dirigir un mensaje de terror a la URSS para forzarla a limitar sus pretensiones imperialistas y aceptar las condiciones de la «pax americana».
Y más concretamente, se trababa de dar a entender a la URSS, la cual, conforme a los acuerdos de Yalta, declaraba en ese mismo momento la guerra a Japón, que le estaba totalmente prohibida la participación en la ocupación de este país, al contrario de lo que se había hecho en Alemania. Y para que el mensaje fuera lo bastante vehemente, EEUU lanzó una segunda bomba sobre una ciudad de menor importancia, Nagasaki, en la cual la explosión aniquiló su principal barrio obrero. Fue ésa la razón de la negativa de Truman a adoptar la opinión de sus consejeros que pensaban que la explosión de la bomba nuclear en una zona poco poblada de Japón habría sido suficiente para obligar a este país a capitular. En la lógica asesina del imperialismo, la vitrificación nuclear de dos ciudades era necesaria para intimidar a Stalin, para enfriar las ambiciones imperialistas del ya ex-aliado soviético.
Las lecciones de esos terribles sucesos
¿Qué lecciones debe sacar la clase obrera de esa tragedia tan espantosa y de la repugnante utilización que la burguesía hizo y sigue haciendo de ella?
En primer lugar, que ese desencadenamiento insoportable de la barbarie capitalista es todo menos una fatalidad ante la que la humanidad sería la víctima impotente. La organización científica de semejante salvajada sólo fue posible porque el proletariado había sido derrotado a escala mundial por la contrarrevolución más bestial e implacable de toda su historia. Destrozado por el terror estalinista y fascista, totalmente desorientado por la enorme y monstruosa mentira de la identificación del estalinismo al comunismo, acabó dejándose alistar en la trampa mortal de la defensa de la democracia gracias a la complicidad tan activa como insustituible de los estalinistas. Y eso hasta acabar convertido en un montón gigantesco de carne de cañón que la burguesía pudo usar a su gusto. Hoy, por muchas que sean las dificultades que el proletariado tiene para profundizar en su combate, la situación es muy diferente. En las grandes concentraciones proletarias, lo que está al orden del día, en efecto, no es, como durante los años 30, la unión sagrada con los explotadores, sino la ampliación y la profundización de la lucha de clases.
En contra de la gran mentira desarrollada hasta el empacho por la burguesía, la cual presenta la guerra interimperialista de 1939-45 como una guerra entre dos «sistemas», fascista el uno y democrático el otro, los cincuenta millones de víctimas de la atroz carnicería lo fueron del sistema capitalista como un todo. La barbarie, los crímenes contra la humanidad no fueron especialidad del campo fascista únicamente. Los pretendidos «defensores de la civilización» reunidos tras los estandartes de la Democracia, o sea los «Aliados» tienen en las manos tanta sangre como las «potencias del Eje» y si bien el diluvio de fuego nuclear de agosto de 1945 fue de una atrocidad innombrable, no es sino uno de los numerosos crímenes perpetrados a lo largo de la guerra por esos siniestros campeones de la democracia ([9]).
El horror de Hiroshima significa también el inicio de une nuevo período en el hundimiento del capitalismo en su decadencia. La guerra permanente es desde entonces el modo de vida cotidiano del capitalismo. Si el tratado de Versalles anunciaba la siguiente guerra mundial, la bomba sobre Hiroshima marcaba el comienzo real de lo que se llamaría «guerra fría» entre los Estados Unidos y la URSS y que iba a llenar de sangre y fuego todos los rincones del planeta durante más 40 años. Por eso es por lo que después de 1945, y contrariamente a lo que había ocurrido después de 1918, no hubo el más mínimo desarme, sino, al contrario, un incremento gigantesco de los gastos militares por parte de todos los vencedores del conflicto; la URSS, a partir de 1949 tendrá su bomba atómica. En esas condiciones, el conjunto de la economía, bajo la dirección del capitalismo de Estado (sean cuales sean las formas adoptadas por éste), se pone al servicio de la guerra. Y en esto también, al contrario del período que siguió al primer conflicto mundial, el capitalismo de Estado va a reforzarse continuamente y por todas partes sobre la sociedad entera. Pues únicamente el Estado puede movilizar los enormes recursos necesarios para desarrollar, entre otros, el arsenal nuclear. Así el proyecto Manhattan fue el primero de una funesta y larga serie que llevaría a la más descabellada y gigantesca carrera de armamentos de la historia.
1945 no fue la apertura de una nueva era de paz, sino todo lo contrario, lo fue de un nuevo período de barbarie agudizada por la amenaza constante de una destrucción nuclear del planeta. Si hoy Hiroshima y Nagasaki siguen obsesionando la memoria de la humanidad, es porque simbolizan, y cuán trágicamente, cómo y por qué el mantenimiento del capitalismo decadente es una amenaza directa incluso para la supervivencia de la especie humana. Esa terrible espada de Damocles encima de la cabeza de la humanidad da al proletariado, única fuerza capaz de oponerse realmente a la barbarie guerrera del capitalismo, una inmensa responsabilidad. Pues, aunque esa amenaza se haya alejado momentáneamente con el final de los bloques ruso y americano, esa responsabilidad sigue siendo la misma y el proletariado en ningún caso deberá bajar la guardia. En efecto, la guerra sigue estando hoy tan o más presente que nunca, ya sea en África, en Asia, en los confines de la ex URSS, o en el cruel conflicto, que al desgarrar la antigua Yugoslavia, ha vuelto a traer la guerra a Europa por primera vez desde 1945 ([10]). Basta con tomar conciencia del empeño de la burguesía en justificar el empleo de la bomba en agosto del 45 para comprender que cuando Clinton afirma que «si hubiera que volverlo a hacer lo volveríamos a hacer» ([11]), lo único que está expresando es el sentir de toda la clase burguesa a la que pertenece. Tras los discursos hipócritas sobre el peligro de la proliferación nuclear, cada Estado lo hace todo por poseer armas nucleares o perfeccionar el arsenal que ya posee. Es más, las investigaciones para miniaturizar el arma atómica y por lo tanto banalizar su uso no cesan de multiplicarse. Como dice el periódico francés Libération del 5 de agosto de 1995 «Las reflexiones de los estados mayores occidentales sobre la respuesta llamada “del fuerte al demente” están volviendo a poner en la mesa la posibilidad de un uso táctico, limitado, del arma nuclear. Después de lo de Hiroshima, el paso al acto se había vuelto tabú. Después de la guerra fría, el tabú se tambalea».
El horror del uso del arma nuclear no es pues algo que pertenezca a un pasado lejano, sino que, al contrario, es el futuro que el capitalismo en descomposición prepara para la humanidad si el proletariado le dejara hacer. La descomposición ni suprime ni atenúa la presencia de la guerra. Lo que hace es, al contrario, hacerla más peligrosa e incontrolable en medio del caos y del reino de «todos contra todos» que propicia la descomposición. Por todas partes se ve a las grandes potencias imperialistas fomentando el caos para defender sus sórdidos intereses imperialistas y podemos estar seguros de que si la clase obrera no se opone a sus acciones criminales, aquéllas no vacilarán en utilizar todas las armas de las que disponen, desde las bombas de fragmentación (empleadas a profusión contra Irak) hasta las armas químicas y nucleares. Frente a la única perspectiva que «ofrece» el capitalismo en descomposición, la destrucción trozo a trozo del planeta y de sus habitantes, el proletariado no deberá ceder ni a los cantos de sirenas del pacifismo, ni a las de la defensa de la democracia en cuyo nombre quedaron vitrificadas las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Debe, al contrario, mantenerse firme en su terreno de clase, el de la lucha contra el sistema de explotación y de muerte que es el capitalismo. La clase obrera no debe albergar sentimientos de impotencia ante el espectáculo de los horrores, de las atrocidades presentes y pasadas que hoy los medios de comunicación exhiben con complacencia servil mediante imágenes de archivo de la guerra mundial o con las televisivas de las guerras actuales. Es eso lo que precisamente está buscando la burguesía: aterrorizar a los proletarios, transmitirles la idea que contra eso nada puede hacerse, que el Estado capitalista, con sus enormes medios de destrucción, es, de todas, el más fuerte, que sólo él es capaz de traer la paz puesto que sólo él manda en la guerra. El panorama de barbarie sin fin que el capitalismo está desarrollando debe, al contrario, servir a la clase obrera para reforzar en sus luchas, su conciencia y su voluntad de acabar con el sistema.
RN
24 de agosto de 1995
[1] Le Monde diplomatique, agosto de 1990.
[2] Para la puesta a punto de la bomba atómica, el Estado americano movilizó todos los recursos de la ciencia poniéndolos al servicio de los ejércitos. Se dedicaron dos mil millones de dólares de entonces al proyecto “Manhattan”, que había sido decidido por el gran «humanista» Roosevelt. Todas las universidades del país aportaron su concurso. En él participaron directa o indirectamente los físicos más grandes, desde Einstein hasta Oppenheimer. Seis premios Nobel trabajaron en la elaboración de la bomba. Esa enorme movilización de todos los recursos científicos para la guerra es un rasgo general de la decadencia del capitalismo. El capitalismo de Estado, ya sea abiertamente totalitario ya sea el adornado con los oropeles democráticos, coloniza y militariza toda la ciencia. Bajo su reinado, ésta sólo se desarrolla y vive por y para la guerra. Y desde 1945, eso no ha cesado de incrementarse.
[3] La meta esencial de esta conferencia, para Churchill esencialmente que fue su principal instigador, era de manifestarle a la URSS de Stalin que debía limitar sus ambiciones imperialistas, que había límites que no debía sobrepasar.
[4] Le Monde diplomatique, agosto de 1990.
[5] Ídem.
[6] Memorias, tomo 12, mayo de 1945.
[7] Durante toda la primavera de 1945, Churchill no parará de echar pestes contra lo que el llama la flojera americana ante el avance por todo el Este de Europa de las tropas rusas. Si bien las vacilaciones del gobierno norteamericano para enfrentarse a los apetitos imperialistas del Estado ruso expresaba la relativa inexperiencia de la burguesía estadounidense en su traje nuevo de superpotencia mundial, mientras que la británica poseía une experiencia secular en ese plano, también era expresión de intenciones ocultas no tan amistosas respecto al «hermano» británico. El que Gran Bretaña saliera de la guerra muy debilitada y que sus posiciones en Europa fueran amenazadas por el «oso ruso» la haría más dócil ante las órdenes que el Tío Sam no iba a tardar en imponer, incluso a sus más próximos aliados. Es un ejemplo más de las relaciones «francas y armoniosas» que reinan entre los diferentes tiburones imperialistas.
[8] Le Monde diplomatique, agosto de 1990.
[9] Véase Revista internacional, nº 66, «Las matanzas y los crímenes de las grandes democracias».
[10] Después de 1945, la burguesía ha presentado la «guerra fría» como una guerra entre dos sistemas diferentes: la democracia frente al comunismo totalitario. Esta mentira ha seguido desorientando gravemente a la clase obrera, a la vez que se ocultaba la naturaleza clásica y sórdidamente imperialista de la nueva guerra que enfrentaba a los aliados de ayer. En cierto modo, la burguesía ha vuelto a servir el mismo plato en 1989 clamando que con la «caída del comunismo» la paz iba a reinar por fin. Desde entonces, desde el Golfo hasta Yugoslavia, hemos podido comprobar lo que valían las promesas de los Bush, Gorbachov et demás.
[11] Libération, 11 de abril de 1995.