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Fue respecto a la guerra de los Balcanes, en vísperas de la Iª Guerra mundial, cuando los revolucionarios, especialmente Rosa Luxemburg y Lenin, afirmaron, en el Congreso de Basilea en 1912, la posición internacionalista característica de la nueva fase histórica del capitalismo: «Ya no hay guerras defensivas ni ofensivas». En la fase imperialista, decadente, del capitalismo, todas las guerras son igualmente reaccionarias. Contrariamente a lo que ocurría en el siglo XIX, cuando al burguesía llevaba todavía a cabo guerras contra el feudalismo, los proletarios no tienen ya ningún campo que apoyar en las guerras. La única respuesta posible contra la barbarie guerrera del capitalismo decadente es la lucha por la destrucción del capitalismo mismo. Estas posiciones, ultraminoritarias en 1914, en el momento del estallido de la Iª Guerra mundial, iban a ser, sin embargo, la base de los mayores movimientos revolucionarios de este siglo: la Revolución rusa en 1917, la Revolución alemana en 1919, que pusieron fin a la sangría iniciada en 1914. Hoy, por vez primera desde el final de la IIª Guerra mundial, la guerra se ceba en Europa, otra vez en los Balcanes, y es indispensable volver a apropiarse de la experiencia de de la lucha de los revolucionarios contra la guerra. Por eso publicamos aquí este artículo que resume perfectamente un aspecto crucial de la acción de los revolucionarios frente a una de las peores plagas del capitalismo.
CCI, diciembre de 1994
La Primera y la Segunda Internacional ante el problema de la guerra
Bilan nº 21, julio-agosto de 1935
Sería falsear la historia afirmar que la Primera y Segunda Internacionales no pensaron en el problema de la guerra y que no intentaron resolverlo en interés de la clase obrera. Es más, podemos decir que el problema de la guerra estuvo al orden del día desde los inicios de la Iª Internacional (1859: Guerra de Francia y el Piamonte contra Austria; 1864: Austria y Prusia contra Dinamarca; 1866: Prusia e Italia contra Austria y Alemania del Sur; 1870: Francia contra Alemania; y ello sin extendernos en la guerra de secesión en Estados Unidos entre 1861-65; la insurrección de Bosnia-Herzegovina en 1878 contra la anexión austriaca –que apasionó a no pocos internacionalistas de la época, etc.).
Así, considerando la cantidad de guerras que surgieron en ese período, se puede afirmar que el problema de la guerra fue más «candente» para la Iª Internacional que para la Segunda, pues aquélla vivió sobre todo la época de la expansión colonial, del reparto de África, ya que respecto a las guerras europeas –excepción hecha de la corta guerra de 1897 entre Turquía y Grecia– hubo que esperar las guerras balcánicas, las de Italia y Turquía por el dominio de Libia, que fueron más bien signos indicadores de la conflagración mundial.
Todo ello explica –y lo escribimos después de haber vivido la experiencia– el hecho de que nosotros, la generación que luchó antes de la guerra de 1914, hayamos quizás considerado el problema de la guerra más como una lucha ideológica que como un peligro real e inminente: la solución de conflictos agudos, sin utilizar el recurso a las armas, tales como Fachoda o Agadir nos ha influenciado en el sentido de creer falsamente que gracias a la «interdependencia» económica, a los lazos cada vez más numerosos y estrechos entre los países, se habría constituido una defensa segura contra la eclosión de una guerra entre potencias europeas y que, el aumento de los preparativos militares de los diferentes imperialismos en lugar de conducir inevitablemente a la guerra verificaría el principio romano «si vis pacem para bellum», si quieres la paz prepara la guerra.
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En la época de la Iª Internacional la panacea universal para impedir la guerra era la supresión de los ejércitos permanentes y su sustitución por las milicias (tipo suizo). Es por otra parte lo que afirmó, en 1867, el Congreso de Lausana de la Internacional ante un movimiento de pacifistas burgueses que había constituido una Liga por la Paz que tenía congresos periódicos. La Internacional decidió participar (este congreso tuvo lugar en Ginebra donde Garibaldi, hizo una intervención patéticamente teatral acuñando su célebre frase de «el único que tiene derecho a hacer la guerra es el esclavo contra los tiranos») e hizo subrayar por sus delegados que «... no es suficiente con suprimir los ejércitos permanentes para acabar con la guerra, una transformación de todo el orden social para este fin es igualmente necesaria».
En el tercer Congreso de la Internacional –celebrado en Bruselas en 1868– se votó una moción sobre la actitud de los trabajadores en caso de conflicto entre las grandes potencias de Europa, en la que se les invitaba a impedir una guerra de pueblo contra pueblo, y se les recomendaba cesar cualquier trabajo en caso de guerra. Dos años más tarde, la Internacional se encuentra ante el estallido de la guerra franco-alemana en julio de 1870.
El primer manifiesto de la Internacional es bastante anodino: «... sobre las ruinas que provocarán los dos ejércitos enemigos, está escrito, que no quedará más potencia real que el socialismo. Será entonces el momento en que la Internacional se pregunte qué debe hacer. Hasta entonces permanezcamos en clama y vigilantes » (!!!).
El hecho de que la guerra fuera emprendida por Napoleón «el Pequeño» (Napoleón III, NDT), determinará una orientación más bien derrotista en amplias capas de la población francesa, de la cual los internacionalistas se hicieron eco en su oposición a la guerra.
Por otra parte, la idea general de que Alemania era atacada «injustamente» por «Bonaparte», aporta una cierta justificación –pues se trataría de una guerra «defensiva»– a la posición de defensa del país de los trabajadores alemanes.
El hundimiento del imperio tras el desastre de Sedán da al traste con esas posiciones.
«Repetimos lo que declaramos en 1793 a la Europa coaligada, escribían los internacionalistas franceses en un manifiesto al pueblo alemán: el pueblo francés no hace la paz con un enemigo que ocupa nuestro territorio; sólo en las orillas del discutido río (el Rhin) se estrecharán los obreros las manos para crear los Estados Unidos de Europa, la República Universal».
La fiebre patriótica se intensifica hasta presidir el nacimiento mismo de la gloriosa Comuna de París.
Por otra parte, para el proletariado alemán era, sin embargo, una guerra de la monarquía y del militarismo prusiano contra la «república francesa», contra el «pueblo francés». De ahí viene la consigna de la «paz honorable y sin anexiones» que determina la protesta en el Parlamento alemán de Liebknecht y Bebel contra la anexión de Alsacia y Lorena y que les vale la condena por «alta traición».
Respecto a la guerra franco-alemana de 1870 y la actitud del movimiento obrero, aun queda otro punto por dilucidar.
En realidad, en esa época Marx considera la posibilidad de «guerras progresivas» –sobre todo la guerra contra la Rusia del Zar– en una época en que el ciclo de las revoluciones burguesas no ha concluido todavía. Al igual que considera la posibilidad de un cruce del movimiento revolucionario burgués con la lucha revolucionaria del proletariado con la intervención de este último en el curso de una guerra, para alzarse con su triunfo final.
«La guerra de 1870, escribía Lenin en su folleto sobre Zimmerwald, fue una “guerra progresiva” como las de la revolución francesa que aún estando incontestablemente marcadas por el pillaje y la conquista, tenían la función histórica de destruir o socavar el feudalismo y el absolutismo de la vieja Europa cuyos fundamentos se basaban todavía en la servidumbre».
Pero si bien tal perspectiva era aceptable en la época que vivió Marx, aunque ya estaba superada por los propios acontecimientos, parlotear sobre la guerra «progresiva», «nacional» o «justa», en la última etapa del capitalismo, en su fase imperialista, es más que una engañifa, es una traición. En efecto, como escribía Lenin, la unión con la burguesía nacional de su propio país es la unión contra la unión del proletariado revolucionario internacional, es, en una palabra, la unión con la burguesía contra el proletariado, es la traición a la revolución y al socialismo.
Además no hay que olvidar otros problemas que en 1870 influían en el juicio de Marx, tal como él mismo pone de manifiesto en una carta a Engels del 20 de Julio de 1870. La concentración de poder en el Estado, resultado de la victoria de Prusia, era útil a la concentración de la clase obrera alemana, favorable a sus luchas de clase y, así, escribía Marx, la «preponderancia alemana transformará el centro de gravedad del movimiento obrero europeo de Francia a Alemania y, en consecuencia, determinará el triunfo definitivo del socialismo científico sobre el prudonismo y el socialismo utópico»[1].
Para finalizar con la Primera Internacional señalaremos que, cosa extraña, la Conferencia de Londres de 1871 no tratará apenas de estos problemas de actualidad, como tampoco el Congreso de La Haya en Septiembre de 1872 en el que Marx dará una relación en lengua alemana sobre los acontecimientos posteriores a 1869, fecha del Congreso anterior de la Internacional. En realidad se tratará muy superficialmente de los acontecimientos de la época limitándose a expresar: la admiración del Congreso por las heroicos campeones víctimas de su entrega y los saludos fraternos a las víctimas de la reacción burguesa.
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El primer Congreso de la Internacional reconstituida en París en 1889 recoge la antigua consigna de «sustitución de los ejércitos permanentes por las milicias populares» y el siguiente Congreso, el de Bruselas en 1891, adoptará una resolución llamando a todos los trabajadores a protestar mediante una agitación incesante contra todas las tentativas guerreras, añadiendo, como una especie de consuelo, que la responsabilidad de las guerras recae, en cualquier caso, en las clases dirigentes...
El Congreso de Londres de 1896 –donde se producirá la separación definitiva con los anarquistas– en una resolución programática sobre la guerra, afirmará genéricamente que «la clase obrera de todos los países debe oponerse a la violencia provocada por las guerras».
En 1900, en París, con el crecimiento de la fuerza política de los partidos socialistas, se elaboró el principio, que sería axioma de toda agitación contra la guerra: «los diputados socialistas de todos los países están obligados a votar contra todos los gastos militares, navales y contra las expediciones coloniales».
Pero fue en Stuttgart (1907) donde se produjeron los debates más amplios sobre el problema de la guerra.
Al lado de las fanfarronadas del farsante Hervé sobre el deber de «responder a la guerra con la huelga general y la insurrección» se presentó la moción de Bebel, de acuerdo sustancialmente con Guesde, que aún siendo justa en cuanto a sus previsiones teóricas, era insuficiente respecto al papel y las tareas del proletariado.
En este Congreso y para «impedir leer las deducciones ortodoxas de Bebel con gafas oportunistas» (Lenin), Rosa Luxemburgo -de acuerdo con los bolcheviques rusos- fue añadiendo enmiendas que subrayaban que el problema consistía no solo en luchar contra la eventualidad de una guerra, o pararla lo más rápidamente posible, sino, sobre todo, en utilizar la crisis causada por la guerra para acelerar la caída de la burguesía: «sacar partido de la crisis económica y política para levantar al pueblo y precipitar la caída de la dominación capitalista».
En 1910, en Copenhague, se confirma la resolución precedente en particular en lo que concierne al deber de los diputados socialistas de votar contra todo crédito de guerra.
Finalmente, como sabemos, durante la guerra de los Balcanes, y ante el peligro inminente de que una conflagración mundial surgiera de ese polvorín de Europa –hoy los polvorines se han multiplicado hasta el infinito– se celebra un Congreso extraordinario en noviembre de 1912, en Basilea, en el que se redacta el célebre manifiesto que, retomando todas las afirmaciones de Stuttgart y de Copenhague, condena como «criminal» la futura guerra europea, y como «reaccionarios» a todos los gobiernos, y concluye que «acelerará la caída del capitalismo provocando infaliblemente la revolución proletaria».
Pero, el manifiesto, a la vez que afirma que la guerra que amenaza es una guerra de rapiña, una guerra imperialista para todos los beligerantes, y que debe conducir a la revolución proletaria, se esfuerza ante todo en demostrar que esta guerra inminente no puede justificarse en absoluto por la defensa nacional. Lo que significa implícitamente que bajo el régimen capitalista y en plena expansión imperialista pueden darse casos de participación justificada de la clase explotada en una guerra de «defensa nacional».
Dos años después estalla la guerra imperialista y con ella se hunde la IIª Internacional. Este desastre es consecuencia directa de los errores y contradicciones insuperables contenidos en todas sus resoluciones. En particular, la prohibición de votar los créditos de guerra no resolvía el problema de la «defensa del país» ante el ataque de un país «agresor». A través de esa brecha arremeten chovinistas y oportunistas. «La Unión sagrada» se sella sobre el hundimiento de la alianza de clase internacional de los trabajadores.
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Como hemos visto, la Segunda Internacional, si se leen superficialmente las palabras de sus resoluciones, había adoptado no solo una posición de principios de clase ante la guerra, sino que habría dado los medios prácticos llegando hasta la formulación, más o menos explícita, de transformar la guerra imperialista en revolución proletaria. Pero si vemos el fondo de las cosas, constatamos que la Segunda Internacional en su conjunto resolvió de una manera formalista y simplista el problema de la guerra. Denuncia la guerra, ante todo por sus atrocidades y horrores, porque el proletariado sirve de carne de cañón a las clases dominantes. El antimilitarismo de la Segunda Internacional es puramente negativo, dejándolo casi exclusivamente en manos de las juventudes socialistas, manifestando incluso el propio partido, en ciertos países, su hostilidad al antimilitarismo.
Ningún partido, excepción hecha de los bolcheviques durante la revolución rusa de 1904-05, practicó, ni siquiera impulsó la posibilidad de un trabajo ilegal sistemático en el ejército. Todo se limitó a manifiestos o periódicos contra la guerra y contra el ejército al servicio del capital, que se pegan sobre las paredes o se distribuyen en el momento de los reemplazos, invitando a los obreros a que recuerden que pese al uniforme de soldados deben continuar siendo proletarios. Ante la insuficiencia y esterilidad de este trabajo, le resultó muy fácil a Hervé, sobre todo en los países latinos, el agitar su demagogia verbal de la «bandera al estercolero», haciendo propaganda de la deserción, el rechazo a las armas y el famoso «disparad contra vuestros oficiales».
En Italia, donde se produjo el único ejemplo de un partido de la Segunda Internacional, el partido socialista, que organizó una protesta con una huelga de 24 horas en octubre de 1912 contra una expedición colonial, la de Tripolitania (la actual Libia, NDT), un joven obrero, Masetti, para ser consecuente con las sugerencias de Hervé, siendo soldado en Bolonia dispara contra su coronel durante unas maniobras militares. Este es el único ejemplo patente de toda la comedia herverista.
Poco tiempo después, el 4 de agosto, momentáneamente ignorado por los masas obreras inmersas en la carnicería, el manifiesto del Comité Central bolchevique levanta la bandera de la continuidad de la lucha obrera con sus afirmaciones históricas: la transformación de la guerra imperialista actual en guerra civil.
La revolución de Octubre estaba en marcha.
GATTO MAMONNE
[1] Si se tienen en cuenta todos esos elementos que tuvieron una influencia decisiva sobre todo en la primera fase de la guerra franco-alemana, sobre el juicio y el pensamiento de Marx y Engels, pueden explicarse ciertas expresiones un tanto precipitadas y poco acertadas como «A los franceses les vendría bien una buena tunda». «Somos nosotros quienes hemos ganado las primeras batallas», «Mi confianza en la fuerza militar prusiana aumenta cada día», y, para terminar, el famoso «Bismarck como en 1866, trabaja para nosotros». Todas esas frases, extraídas de una correspondencia estrictamente personal entre Marx y Engels dieron a los chovinistas de 1914 –y entre ellos al ya anciano James Guillaume que no podía olvidar su exclusión de la Internacional junto con Bakunin en 1872– la ocasión de transformar a los fundadores del socialismo científico en precursores del pangermanismo y de la hegemonía alemana.