Enviado por Accion Proletaria el
Si creyéramos los discursos pronunciados cuando Trump hizo acto de presencia en la Knesset (parlamento) israelí justo después de que se firmara el último «alto al fuego» en Oriente Medio, estaríamos siendo testigos de uno de los mayores acuerdos de paz de la historia, que abre una nueva era de paz y prosperidad en esa región hasta ahora devastada por la guerra. Los elogios a los logros de Trump no tuvieron límites: incluso se le comparó con el monarca persa Ciro el Grande en la antigüedad, quien liberó a los judíos del cautiverio babilónico y permitió la construcción del Segundo Templo en Jerusalén. Antes de Trump, Ciro era el único no judío que se había ganado el título de Mesías.
Los comentaristas burgueses informados se mostraron más cautelosos. Aunque acogieron con satisfacción el alto al fuego y la perspectiva de reanudar la ayuda humanitaria a la devastada y hambrienta Gaza, señalaron que el plan de veinte puntos de Trump ofrecía muy pocos pasos concretos hacia el desarme de Hamás y la reconstrucción de Gaza bajo una nueva administración «tecnocrática»; que ofrece una vaga perspectiva de la creación de un Estado palestino, pero no menciona la ocupación y la anexión virtual de Cisjordania por parte de Israel, ni la obstinada oposición del Gobierno israelí a la idea misma de un Estado palestino independiente. Y, de hecho, la violencia apenas ha disminuido desde que se firmó el acuerdo. Hamás ha ejecutado públicamente a opositores a su régimen en la ciudad de Gaza, Israel ha reanudado los ataques aéreos —con la justificación de «proteger» el alto al fuego contra las violaciones de Hamás— y está bloqueando el paso fronterizo de Rafah, que permitiría el paso de convoyes de ayuda a Gaza. También ha llevado a cabo incursiones en el Líbano, con más de un centenar de víctimas mortales. En otras palabras, incluso la continuidad a corto plazo del alto al fuego y el suministro de alimentos, medicinas y otros productos de primera necesidad están en duda, por no hablar de un horizonte más lejano de «paz» en Oriente Medio.
Los otros acuerdos de alto al fuego de Trump, que según él justifican el título de «presidente de la Paz», son igualmente vacíos.
Poco después de la firma del alto al fuego en Gaza, se canceló la reunión prevista en Hungría entre Trump y Putin. Esta guerra, que Trump presumió alguna vez poder resolver en 24 horas una vez fuera presidente, se prolonga, con armas cada vez más destructivas acumuladas y desplegadas por ambas partes: la posibilidad de un final viable para la guerra en Ucrania también sigue siendo remota. El alto al fuego en el Congo se incumple continuamente y las tensiones entre Pakistán e India, ambos países con armas nucleares, siguen aumentando a pesar del acuerdo de alto al fuego. Pakistán acogió con satisfacción la intervención de Trump en este conflicto y lo nominó para el premio Nobel de la Paz, pero India restó importancia al papel de Trump, insistiendo en que el acuerdo fue esencialmente obra de los ejércitos de los dos Estados. Mientras tanto, se está produciendo una nueva ronda de masacres en Sudán, y un grupo islamista cercano a Al Qaeda está a punto de tomar el control de la capital de Mali.
Pero la retórica de paz de Estados Unidos también queda en evidencia como un fraude por las posturas militares y políticas reales que está adoptando el régimen de Trump, especialmente en su patio trasero: inmediatamente después de regresar a la Casa Blanca en enero de este año, Trump comenzó a hacer declaraciones amenazantes sobre tomar el control de Groenlandia, Canadá y el canal de Panamá, y en abril Estados Unidos llegó a un acuerdo con Panamá que permite el despliegue de tropas estadounidenses a lo largo del canal. Hoy en día, Estados Unidos está llevando a cabo ataques aéreos mortíferos contra barcos presuntamente involucrados en el tráfico de drogas en el Caribe y está intensificando sus amenazas contra Colombia y Venezuela en particular, a las que denuncia como «narcoestados» o como aliados de Rusia y China en América Latina. Al mismo tiempo, Washington rescató al régimen de Milei en Argentina, afín a Trump, con un paquete de veinte mil millones de dólares, destinado a contrarrestar la influencia de China en Argentina. Esta inyección financiera vino acompañada del mensaje de que se abandonaría cualquier ayuda económica adicional si Milei perdía las próximas elecciones legislativas: todo ello contribuyó sin duda a la amplia victoria de Milei.
Y, por supuesto, Estados Unidos nunca ha dejado de suministrar a Israel las armas que ha utilizado para destruir Gaza y lanzar repetidas incursiones contra el Líbano, Siria e Irán, participando directamente en el ataque contra las capacidades nucleares de Irán. Pero no estamos hablando solo de Estados Unidos. Todos los Estados, y en particular las «democracias» de Europa occidental, han comenzado a invertir enormes cantidades de dinero y recursos en el desarrollo de sus industrias armamentísticas, acompañadas de una propaganda incesante sobre la necesidad de que «Occidente» esté preparado para defenderse de la agresión rusa o china.
La realidad es que la guerra y los preparativos para la guerra se están extendiendo por todo el planeta, que los conflictos militares existentes se han vuelto cada vez más caóticos, irracionales y difíciles de resolver, y que el capitalismo en descomposición está atrapado en una espiral de destrucción, más espectacular en Gaza, pero no menos devastadora en Ucrania y otras regiones del mundo, que tiende a escapar al control de la clase dominante. El capitalismo en decadencia terminal es una guerra sin fin. Como escribimos en nuestro primer texto de orientación sobre el militarismo y la descomposición en 1991:
«En realidad si el imperialismo, el militarismo y la guerra se identifican tanto con el período de decadencia, es porque éste es el periodo en que las relaciones de producción capitalistas se han vuelto una traba al desarrollo de las fuerzas productivas: el carácter perfectamente irracional, en el plano económico global, de los gastos militares y de la guerra es expresión de la aberración que es el mantenimiento de esas relaciones de producción. La autodestrucción permanente y creciente de capital, resultante de ese modo de vida, es un símbolo de la agonía del sistema, pone claramente de relieve que está condenado por la historia.»[1]
El espiral de destrucción y la necesidad del internacionalismo
Otro término que hemos utilizado para referirnos a esta espiral mortal es el «efecto torbellino», en el que cada una de las crisis del capitalismo —económicas, ecológicas, militares, políticas, etc.— tiende a reforzarse mutuamente y a empujarse unas a otras hacia un nuevo nivel. Así, la creciente irresponsabilidad política de la «clase política» del capitalismo, expresada en su forma más pura en las diversas facciones populistas y, sobre todo, por Trump, quien declaró en la ONU que el calentamiento global era el mayor engaño de la historia, solo puede socavar aún más los mínimos esfuerzos de la burguesía por mitigar la crisis ecológica. Al mismo tiempo, el cambio hacia una economía de guerra fomentará el crecimiento de los sectores industriales más contaminantes y con mayor emisión de carbono. Y las guerras en sí mismas son desastres ecológicos: debido a la devastación y el envenenamiento de las tierras agrícolas, Gaza no podrá cultivar sus propios alimentos durante muchos años, y la reconstrucción desde cero de sus hogares, escuelas y hospitales en ruinas emitirá enormes cantidades de carbono.
En medio de este torbellino, el impulso hacia la guerra es el factor más poderoso, el ojo de la tormenta. Y para impulsar la guerra, se pedirá a la clase que produce la mayor parte de la riqueza mundial, la clase trabajadora, que haga los sacrificios necesarios: sus salarios, condiciones laborales, acceso a la salud, pensiones, educación y, en última instancia, sus vidas. Pero es aquí donde se encuentra el verdadero obstáculo para la guerra. No en los acuerdos y pactos entre los criminales capitalistas, sino en las luchas defensivas de la clase trabajadora frente a una sociedad que no puede ofrecerles más que pobreza y destrucción. Y estas luchas no son una piadosa esperanza, porque desde 2022 hemos visto una clara tendencia de los trabajadores de numerosos países a afirmar sus intereses de clase frente a las exigencias de los capitalistas de apretarse el cinturón y soportar los interminables ataques a su nivel de vida. Por sí solas, las luchas defensivas de los trabajadores solo pueden obstaculizar temporalmente la campaña bélica. Para ponerle fin por completo se necesitará una profunda politización de la lucha, el reconocimiento de que el sistema capitalista global debe ser derrocado y sustituido por una forma nueva y superior de vida social.
La necesidad de que la lucha madure políticamente apunta al papel indispensable de las organizaciones políticas que la clase obrera ha creado en su lucha histórica contra este sistema. No nos referimos aquí a los partidos de la izquierda oficial, que a menudo son los ejecutores de la austeridad contra la clase obrera, ni a sus apéndices de «izquierda radical», sino a las organizaciones auténticamente comunistas que defienden la lucha independiente de la clase obrera contra todas las facciones de la clase dominante y, sobre todo, que defienden el principio del internacionalismo, oponiéndose a todas las bandas y Estados involucrados en las guerras del capitalismo: en resumen, las organizaciones de la izquierda comunista internacional. Dado que estas organizaciones siguen siendo una pequeña minoría, nadando contra la marea de las mistificaciones belicistas, nacionalistas y pacifistas, la CCI siempre ha abogado por el máximo debate y cooperación posibles entre estos grupos.
Pero también es necesario que el debate entre estas organizaciones aclare sus diferencias más importantes. Si bien los grupos de la izquierda comunista tienden a coincidir en que la guerra se ha convertido en el modo de vida del capitalismo y en la necesidad de que los trabajadores y los revolucionarios se opongan a todas las partes, existen diferencias considerables en el análisis del proceso a través del cual se está produciendo esta «autodestrucción permanente y creciente del capital». Para la mayoría de los grupos, en particular la Tendencia Comunista Internacionalista y los diversos «partidos» bordiguistas, la profundización de la crisis económica y la proliferación de los conflictos militares son la prueba de que nos dirigimos una vez más hacia la reconstitución de los bloques imperialistas y una marcha disciplinada hacia una Tercera Guerra Mundial. Para la CCI, esto no está en la agenda en un futuro previsible, y quienes están convencidos de la perspectiva de una nueva guerra generalizada corren el riesgo, bajo el impacto de los recientes tratados de «paz», de relajar su vigilancia e ignorar el peligro mucho más apremiante al que se enfrenta la clase obrera: que el torbellino de destrucción la abrume antes de que sea capaz de elevar sus luchas al nivel histórico necesario para derrocar el modo de producción capitalista. Tenemos el objetivo de desarrollar este argumento en otro artículo de este número de la Revista: «¿Nos dirigimos hacia una Tercera Guerra Mundial?».
CCI, noviembre 2025
[1] Militarismo y descomposición, Revista Internacional 64






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