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En el crepúsculo de la antigua Roma, la locura de los emperadores era más la regla que la excepción. Pocos historiadores dudan que ello era signo de decrepitud. Hoy un tenebroso payaso es nombrado rey en el estado nacional más poderoso de la tierra, sin embargo, ello no es generalmente entendido como signo de que la civilización capitalista ha alcanzado un avanzado estado de decadencia. La irrupción del populismo en los epicentros del sistema, que ha estallado en rápida sucesión con el Brexit y ahora con la victoria de Trump, expresa la realidad de que la clase dominante está perdiendo el control de la maquinaria política que durante décadas le había servido para mantener a raya las tendencias innatas del capitalismo hacia el colapso. Estamos siendo testigos de una enorme crisis política provocada por la descomposición acelerada del orden social, por la completa incapacidad de la clase dominante para ofrecer una perspectiva a la humanidad cara al futuro. Sin embargo, el populismo es igualmente el producto de la incapacidad de la clase explotada, el proletariado, para levantar una alternativa revolucionaria, con el resultado de verse arrastrado hacia una reacción basada en la rabia impotente, en el miedo, en convertir las minorías en chivos expiatorios y en una ilusoria búsqueda de un pasado que jamás existió. Este análisis del populismo como fenómeno global se desarrolla en profundidad en La contribución sobre el problema del populismo[1]. Animamos a los lectores a examinar el marco general que ofrece, junto con nuestra inicial respuesta sobre el resultado del Brexit y sobre el ascenso de la candidatura Trump en Brexit, Trump: contratiempos para la burguesía que en nada son un buen presagio para el proletariado[2]. Ambos textos han sido publicados en nuestra Revista Internacional nº 157.
También hemos publicado un artículo de un simpatizante de USA titulado Trump – Clinton: elegir entre lo peor y lo pésimo[3]. Este artículo, escrito a principios de octubre, analiza los frenéticos esfuerzos de las fracciones más “responsables” de la burguesía, tanto republicanos como demócratas, por impedir que Trump accediera a la Casa Blanca[4]. Estos esfuerzos han fracasado evidentemente. Uno de los factores inmediatos de ese fracaso lo constituyó la inesperada intervención del jefe del FBI, James Comey, que hundió la posición de Clinton en las encuestas. El FBI, que forma parte del corazón del aparato de seguridad de Estados Unidos, dañó seriamente las posibilidades de Clinton al anunciar que podría ser sometida a una imputación si tras responder a una investigación más desarrollada sobre el uso privado de servidores de correo, se demostrara que ponían en peligro las reglas básicas de la seguridad del Estado. Una semana más tarde, Comey intentó dar marcha atrás anunciando que de hecho no había nada sospechoso en todo el material que su oficina había examinado. Sin embargo, el daño ya estaba hecho y el FBI ha realizado una inestimable contribución a la campaña de Trump, en cuyos mítines se coreaba incansablemente el “Encerradla”, refiriéndose a su rival Clinton. La intervención del FBI es otra expresión de la creciente pérdida de control político en el centro mismo del aparato del Estado.
Los comunistas no luchan contra el mal menor
El artículo Trump – Clinton: elegir entre lo peor y lo pésimo comienza con una clara declaración de la posición comunista sobre la democracia burguesa y las elecciones en esta época histórica: constituyen un gigantesco fraude que no ofrece ninguna opción válida a la clase trabajadora. Esto se ha visto corroborado aún más si cabe en las recientes elecciones norteamericanas, donde han contendido el arrogante showman Trump, con su descarada agenda racista y misógina, y, en la otra cuerda, Clinton, que sostiene el orden “neo-liberal” que ha sido la forma dominante del capitalismo de Estado en las tres últimas décadas. Ante una elección consistente en escoger entre dos diablos, una parte sustancial del electorado, como casi siempre ocurre en las elecciones estadounidenses, ha decidido no votar -una estimación inicial da 57% menos votos que en 2012[5]- pese a las fuertes presiones que ha habido para que fuera a las urnas. Al mismo tiempo, muchos de los que eran críticos con ambos campos, y especialmente con Trump, han decidido votar a Hillary, al considerarla el mal menor. Por nuestra parte, estimamos que abstenerse de las elecciones burguesas, más allá de expresar la desilusión ante ellas, no es, en el mejor de los casos, más que el principio de una actitud sabia: es esencial demostrar que hay otra forma de organizar la sociedad que pasa por el desmantelamiento del Estado Capitalista, por mucho que ello sea extremadamente difícil cuando la clase obrera no actúa como tal. Y, en la resaca poselectoral, este rechazo del orden social y político existente, esta insistencia en la necesidad para la clase obrera de luchar por sus propios intereses, fuera y contra la prisión del Estado burgués, es aún más necesaria porque mucho de este rechazo puede ser conducido al “anti-trumpismo”, una nueva variante del viejo anti-fascismo[6] que puede alinear al proletariado tras las “más democráticas” facciones de la burguesía -muy probablemente de aquellas que hablan el lenguaje de la clase obrera y del socialismo, como Bernie Sanders durante las primarias del partido demócrata[7].
La base social del trumpismo
No es aquí el lugar de analizar en detalle los motivos y la composición social de quienes han votado por Trump. No hay duda alguna que la misoginia y la retórica anti-femenina tan predominante en la campaña de Trump, ha tenido su peso y necesita ser estudiada en sí misma, especialmente como parte de un mucho más global “contragolpe masculino” contra los cambios sociales e ideológicos habidos en las relaciones entre géneros en las últimas décadas. Del mismo modo, se está dando un siniestro crecimiento del racismo y la xenofobia en todos los países centrales del capitalismo, que ha jugado un papel clave en la campaña de Trump. Hay elementos particulares de racismo en Norteamérica que necesitan ser entendidos: a corto plazo, la reacción a la presidencia de Obama y a la versión americana de la crisis de emigración; en el largo plazo, toda la herencia de esclavismo y segregación racial. Las primeras cifras muestran que la larga historia de divisiones raciales que sufre Norteamérica puede ser identificada en el que el voto pro-Trump es aplastantemente blanco (aunque ha logrado movilizar a un significativo número de hispanos) mientras que el 88% del voto negro pertenece al campo de Clinton. Volveremos sobre esta cuestión en futuros artículos.
Sin embargo, como argumentamos en la contribución sobre el populismo, pensamos que quizá el elemento más importante en la victoria de Trump reside en la rabia contra la élite neo-liberal que ha sido identificada con la globalización y la financiarización de la economía -un proceso macroeconómico que ha enriquecido a una pequeña minoría a expensas de la mayoría y, sobre todo, a expensas de la clase obrera de las viejas industrias manufactureras y extractivas. La globalización ha significado el entero desmantelamiento de las industrias manufactureras y su transferencia a países como China cuya fuerza de trabajo es mucho más barata y las ganancias mucho más altas. También significa “libre movimiento del trabajo”, lo cual proporciona al capitalismo trabajo más barato a través de la emigración desde los países “pobres” a los países “ricos”. Financiarización ha entrañado para la mayoría la dominación de la vida económica por leyes crecientemente enigmáticas rigiendo el mercado. De forma más concreta significa que el crack de 2008 ha arruinado a muchos pequeños inversores y dejado en la calle a muchos propietarios de viviendas.
De nuevo, se necesitan estudios estadísticos más detallados, sin embargo, parece claro que el núcleo de la campaña de Trump fue el apoyo que ganó en los blancos con bajo nivel de educación y especialmente en los trabajadores del “Cinturón de Chatarra”, los nuevos desiertos industriales que han votado por Trump como protesta contra el orden político establecido, personificado en las llamadas “élites liberales metropolitanas”. Muchos de esos trabajadores y de esas regiones votaron por Obama en las elecciones anteriores y algunos apoyaron a Bernie Sanders en las primarias demócratas. Su voto es un voto contra -contra la rampante desigualdad en la riqueza, contra el sistema que sienten les está privando a ellos y a sus hijos de todo futuro. Pero esta oposición se ha gestado en medio de la completa ausencia de un verdadero movimiento de la clase obrera y ha alimentado el punto de vista populista que culpa a las élites por vender el país a los inversores extranjeros y por dar especiales privilegios a los emigrantes, a los refugiados y a las minorías étnicas a expensas de los “trabajadores nativos”. Y también que favorecerían a las mujeres trabajadores en detrimento de los machos trabajadores. El racismo y la misoginia de Trump van de la mano en los retóricos ataques a “la élite”.
El gobierno de Trump no va a ser una marcha triunfal
No vamos a especular sobre cómo va a llevar Trump la presidencia o sobre las políticas que va a intentar implementar. Trump es particularmente impredecible por lo que no es fácil pronosticar sobre las consecuencias de su reinado. Está también el hecho que Trump puede decir una docena de cosas contradictorias antes de desayunar sin que ello afecte a sus apoyos en la campaña electoral, por otra parte, lo que funcionó en la campaña puede no funcionar en el gobierno. Por ejemplo, Trump se presenta a sí mismo como el arquetipo de emprendedor y habla de liberar a los hombres de negocios americanos de la burocracia, pero, al mismo tiempo, propone un programa masivo de restauración de infraestructuras en las ciudades del interior, de construir carreteras, escuelas y hospitales y de revitalizar los combustibles fósiles aboliendo los límites de protección del medio ambiente, todo lo cual implica una enorme intervención del Estado en la economía. Aboga por expulsar millones de emigrantes ilegales cuando la economía de Estados Unidos depende en gran medida de ese trabajo ultra barato. En política exterior, combina el lenguaje del aislacionismo y la retirada de los campos de batalla (y llega hasta amenazar con rebajar el compromiso de USA en la OTAN) con el lenguaje del intervencionismo, fanfarroneando con bombardear el infierno de ISIS o prometiendo incrementar el presupuesto militar.
Lo que parece cierto es que la presidencia Trump va a estar marcada por el conflicto, tanto dentro de la clase dominante como en el Estado y en la sociedad. Es verdad que el discurso de Trump para celebrar su victoria fue un modelo de reconciliación, señalando su voluntad de ser “presidente de todos los americanos”. También Obama declaró antes de recibir a Trump en la Casa Blanca que quería una transición lo más tranquila posible. Además, el que ahora exista una amplia mayoría republicana en el congreso y en el senado podría significar -si la mayoría republicana supera su antipatía por Trump- que podrá ser capaz de obtener un respaldo a muchas de sus políticas, aunque las más demagógicas seguramente serán clasificadas en la “bandeja de pendientes”. No obstante, es fácil de ver los signos de futuras tensiones y choques. Partes de la jerarquía militar, por ejemplo, son muy hostiles a algunas de sus opciones de política exterior, si persiste en su escepticismo sobre la OTAN o si traduce su admiración por Putin como líder fuerte en un debilitamiento de los intentos de USA para contrarrestar el peligroso resurgimiento del imperialismo ruso en Europa del Este y en Oriente Medio. La oposición a algunas de sus políticas domésticas puede también surgir en el aparato de seguridad, en la burocracia federal y en los grandes negocios que podrían arrogarse la tarea de no permitir que Trump lleve a cabo sus excentricidades. Por otro lado, el fracaso de la dinastía Clinton puede dar lugar a nuevas oposiciones y hasta escisiones en el Partido Demócrata, con la conformación de un ala izquierda alrededor de los partidarios de Bernie Sanders, esperando capitalizar la corriente de hostilidad hacia la casta económica y política.
A nivel social, si el post-Brexit en Gran Bretaña no puede pasarse por alto, es probable que veamos un siniestro florecimiento de la xenofobia popular con grupos abiertamente racistas sintiéndose ahora amparados para realizar sus fantasías de violencia y dominación; al mismo tiempo, la represión policial contra minorías étnicas puede alcanzar nuevas cotas. Todos esos desarrollos provocaran sin duda resistencia en las calles, en continuidad con los movimientos que hemos visto en los últimos años en respuesta a los asesinatos policiales de personas negras. En efecto, desde el momento mismo que los resultados electorales fueron anunciados, hubo una serie de violentas demostraciones en muchas ciudades norteamericanas, generalmente con la presencia de jóvenes que se sienten muy amenazados por el gobierno Trump.
El impacto internacional
En el plano internacional, la victoria de Trump ha sido vista, como él mismo dijo, como un “Brexit plus, plus, plus”. Ha dado un poderoso impulso a los partidos populistas de derechas de Europa Occidental, especialmente al Frente Nacional de Francia cuya elección presidencial se librará en 2017. Se trata de partidos que quieren retirarse de las organizaciones comerciales multi-nacionales en favor de un proteccionismo económico. Las declaraciones más agresivas de Trump dirigidas directamente contra la competencia china, pueden significar un recalentamiento de la guerra comercial como en los años 30, lo que puede debilitar aún más el ya de por si obstruido mercado mundial. El modelo neo-liberal que ha servido al capitalismo mundial en las dos últimas décadas, está alcanzado sus límites. Esto entraña el peligro de transferir el “cada cual a la suya” que hemos visto en el terreno imperialista a la esfera económica, que hasta ahora se había mantenido bajo control. Trump ha declarado también que el calentamiento global es una farsa montada por los chinos para sostener su carrera exportadora y ha afirmado su voluntad de tirar abajo los acuerdos internacionales que hay establecidos sobre el cambio climático. Sabemos lo muy limitados que son esos acuerdos, desmantelarlos significaría hundirnos aún más profundamente en el galopante desastre ecológico mundial.
Trump simboliza una burguesía que ha perdido la brújula en la gestión de la sociedad. Por muy grande que sea su vanidad y su narcisismo, no es en sí mismo un loco, sino que encarna la locura de un sistema que se está quedando sin opciones, incluso la de conducirnos a una guerra mundial generalizada. Pese a su decadencia, la clase dominante ha sido capaz, por más de una centuria, de utilizar su aparato político y militar -en otras palabras, su intervención consciente como clase- para impedir una completa pérdida de control, un estallido final de la tendencia innata que lleva el capitalismo hacia el caos. Estamos empezando a ver los límites de ese control, aunque no debamos subestimar la capacidad del enemigo para controlar temporalmente esa tendencia. El problema para nuestra clase es que la evidente bancarrota de la burguesía a todos los niveles- económico, político y moral- no ha generado, con excepción de una diminuta minoría, una crítica revolucionaria del sistema sino más bien una errática rabia y una ponzoñosa división en nuestras propias filas. Esto plantea una seria amenaza a la posibilidad futura de reemplazar el sistema capitalista por una sociedad humana.
Una de las razones de por qué la guerra mundial no está hoy en la agenda, pese a la severidad de la crisis capitalista, es que la clase obrera no ha sido derrotada en un combate abierto y sigue conteniendo grandes capacidades de resistencia, como vimos en los movimientos masivos durante la pasada década: la lucha de los estudiantes en Francia en 2006 o la revuelta de Indignados en España en 2011 y el movimiento Occupy en Estados Unidos el mismo año. En América, estos anuncios de resistencia pueden ser discernidos en las protestas contra los asesinatos policiales o en las manifestaciones poselectorales contra Trump, aunque estos movimientos no han tomado un claro carácter de clase y son vulnerables a la recuperación por los políticos profesionales de la izquierda, utilizando diferentes modalidades de la ideología nacionalista y democrática. Para la clase obrera superar tanto la amenaza populista como las falsas alternativas de la izquierda del capital, requiere algo mucho más profundo: un movimiento por la independencia proletaria que sea capaz de entenderse políticamente y reconectado con las tradiciones comunistas de nuestra clase. Esto no es inmediato, sin embargo, los revolucionarios juegan un papel hoy para preparar tal desarrollo, sobre todo luchando por la claridad política y teórica que ilumine la vía en medio de la enorme oscuridad que la ideología capitalista provoca en todas sus variantes.
Amos 13.11.16
[1] https://es.internationalism.org/revista-internacional/201610/4178/contribucion-sobre-el-problema-del-populismo-junio-de-2016
[2] /content/4185/brexit-trump-contratiempos-para-la-burguesia-que-en-nada-son-un-buen-presagio-para-el
[3] https://es.internationalism.org/revolucion-mundial/201611/4183/trump-clinton-elegir-entre-lo-peor-y-lo-pesimo
[4] Un indicador de la amplitud de la oposición dentro del partido republicano a Trump es que el antiguo presidente George W. Bush que está muy lejos de la izquierda del partido anunció que votaría en blanco antes que votar a Trump
[6] Nuestro rechazo de la política de alianzas antifascistas con algún sector de la clase dominante para oponerlo a otro ha sido heredado de la Izquierda Comunista de Italia, quien vio correctamente el antifascismo como un medio de movilizar al a clase obrera para la guerra. Ver El antifascismo, fórmula de confusión https://es.internationalism.org/revista-internacional/200603/785/documento-el-antifascismo-formula-de-confusion-bilan-mayo-del-34
[7]Para un análisis más desarrollado sobre Sanders ver el artículo antes citado Trump-Clinton: elegir entre lo peor y lo pésimo.