La situación después de la Segunda Guerra Mundial

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Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, los movimientos de las colonias evolucionaron de dos formas, aunque manteniéndose ambas dentro de la misma dinámica que antes.

Inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, los movimientos de las colonias evolucionaron de dos formas, aunque manteniéndose ambas dentro de la misma dinámica que antes.

En primer lugar, los años de posguerra conocieron una relativa tendencia a la descolonización “pacífica”. A pesar de la existencia de potentes y, a veces, violentos movimientos nacionales en India, África, etc. la mayoría de las antiguas potencias coloniales otorgaron fácilmente la “independencia nacional” a muchas colonias. En un artículo escrito en 1952 el grupo francés Internationalisme, que se había separado de la Izquierda Italiana en 1944 a causa de la formación del Partido en plena contrarrevolución, analizaba así la situación:  «Antes, en el movimiento obrero se creía que las colonias sólo podían emanciparse en el marco de la revolución socialista. Sin duda alguna, al ser ‘los eslabones más débiles de la cadena imperialista’, con una explotación y una represión capitalistas agudizadas, las colonias eran particularmente vulnerables los movimientos sociales. Su acceso a la independencia estaba siempre ligado a la revolución en las metrópolis.

Y sin embargo, hemos visto en los últimos años a gran parte de las colonias obtener su independencia. La burguesía colonial se ha emancipado más o menos del dominio metropolitano. Este fenómeno, por muy limitado que sea en la realidad, ya no puede ser comprendido con la antigua teoría que consideraba al capitalismo colonial como simple lacayo del imperialismo, como servil contable.

La verdad es que las colonias han dejado de ser un mercado extra-capitalista para las metrópolis. Se han vuelto nuevos países capitalistas. Han perdido su carácter de salida mercantil, lo cual hace que los viejos imperialismos sean más comprensivos ante las reivindicaciones de la burguesía colonial. Hay que añadir que los propios problemas de los imperialismos (en una época en la que ha habido dos guerras mundiales) han favorecido la expansión en las colonias. El capital constante se destruyó a si mismo en Europa, mientras que crecía en las colonias y semicolonias llevando a explosiones de nacionalismo (África del Sur, Argentina, India). Hay que resaltar que esos nuevos países capitalistas, desde su creación como naciones independientes, pasan directamente a la fase de capitalismo de Estado mostrando los mismos aspectos que una economía orientada hacia la guerra como ya pusimos de relieve.

La teoría de Lenin y Trotsky ya no tiene sentido alguno. Las colonias se han integrado al mundo capitalista e incluso lo han apoyado. Ya no hay ‘eslabón débil’. El dominio del capital se extiende de igual manera por toda la superficie del globo» (“La evolución del capitalismo y la nueva perspectiva”. Internationalisme nº 45. 1952).

La burguesía de los antiguos imperios coloniales, debilitada por las guerras mundiales, fue incapaz de mantener las colonias. La desintegración “pacífica” del imperio británico es el mejor ejemplo. Pero fue sobre todo porque las colonias ya no podían servir de base a la reproducción ampliada del capital mundial (al haberse vuelto ellas mismas plenamente capitalistas) por lo que perdieron importancia para los principales imperialismos. De hecho fueron las potencias más atrasadas, Portugal por ejemplo, las que se aferraron con más fuerza a sus colonias. La descolonización era solo el reconocimiento formal de una situación de hecho: el capital ya no se acumulaba según una dinámica de expansión hacia regiones precapitalistas, sino sobre la base del ciclo de la decadencia: crisis-guerra-reconstrucción y, por tanto, despilfarro monstruoso de la producción.

El acceso de las antiguas colonias a la independencia política no significó ni mucho menos su independencia real respecto a las principales potencias imperialistas. Tras el colonialismo llegó el “neo-colonialismo”. Con él, las grandes potencias mantienen un dominio efectivo sobre los países atrasados gracias a una fuerte presión económica: imposición de cuotas de cambio desiguales, exportación de capitales mediante sociedades multinacionales o simplemente mediante el Estado. Todo lo cual obliga a los países del “Tercer Mundo” a adaptar su economía a las necesidades de los capitalismos más avanzados por medio del monocultivo, la implantación de industrias con mano de obra barata para la exportación, las inversiones extranjeras,... Y para mantener todo eso, para defender sus intereses están evidentemente los poderosos ejércitos de los imperialismos dominantes con sus rápidas intervenciones político-militares. Vietnam, Guatemala, República Dominicana, Checoslovaquia, Hungría y tantos y tantos países han sido el escenario de la intervención directa de un imperialismo que quería proteger sus intereses contra un cambio político o económico considerado inaceptable.

De hecho, la descolonización “pacífica” es más una apariencia que una realidad. Ha ocurrido dentro de un mundo dominado por bloques militares imperialistas, cuya correlación de fuerzas determina la posibilidad de una descolonización pacífica. Los países metropolitanos han aceptado la independencia de sus colonias solamente si estas seguían integradas en el bloque imperialista de origen. La segunda guerra mundial ha dado lugar a un nuevo reparto del mercado mundial sobresaturado, por lo que la única evolución posible de la situación ha sido el desarrollo de nuevos enfrentamientos imperialistas, principalmente entre las dos potencias que emergieron dominantes después del conflicto: Estados Unidos y Rusia. Por ello, la segunda tendencia, tras la segunda guerra mundial, ha sido la de una proliferación de guerras “nacionales” a través de las cuales las grandes potencias se han enfrentado para mantener o ampliar sus respectivas esferas de influencia.

Las guerras de China, Corea, Vietnam, Oriente Medio y tantas otras en todo el mundo, han sido consecuencia de la correlación de fuerzas imperialistas establecida tras la Segunda Guerra Mundial, de la incapacidad manifiesta del capitalismo para satisfacer las necesidades más elementales de la humanidad y de la profunda descomposición de las antiguas Zonas colonizadas. Muy raras veces se han enfrentado abiertamente en estas áreas los dos imperialismos aunque todas les han servido de intermediarios para dirimir sus rivalidades. Igual que durante la guerra mundial misma tales conflictos han demostrado la incapacidad de las burguesías locales para combatir a un imperialismo sin caer en las garras del otro. Cuando una burguesía nacional consigue librarse de los tentáculos de un bloque cae inmediata e irremediablemente en los de otro. En Oriente Medio los sionistas de Israel guerrearon primero contra los árabes con armas rusas e inglesas para acabar en  la órbita norteamericana. El fracaso de Stalin para integrar a en su bloque a Israel le convirtió en patrocinador de la resistencia palestina y árabe que hasta entonces luchaban protegidas por los alemanes nazis. En Vietnam, Ho Chi Minh apoyó primero a Francia e Inglaterra contra los japoneses, después se integró en el bloque Ruso luchando contra Francia y Estados Unidos. En Cuba, Castro se libró de la tutela de EEUU para caer enseguida en la de URSS. Sin duda alguna cada una de esas guerras debilita aquí o allá a tal o cual potencia imperialista... fortaleciendo a la potencia rival. En estas guerras es siempre el sistema capitalista e imperialista quien sale realmente reforzado. Sólo los trotskistas y los estalinistas pueden con sus aberrantes contorsiones ideológicas presentar como “progresistas” y “debilitadores del imperialismo” a este carrusel sangriento de cambios de bloque. En el mundo real la cadena imperialista siempre sale reforzada con estas guerras de exterminio.

Esto no quiere decir que las burguesías locales sean siempre puros títeres en manos de las grandes potencias. Las burguesías locales tienen también intereses particulares y tales intereses son también imperialistas. La expansión de Israel sobre territorios árabes, la de Vietnam en Laos y Camboya, las rivalidades entre India y Pakistán por Cachemira y Bengala... obedecen a la férrea y ciega ley de la competencia imperialista que se impone a todos los capitales nacionales. Además de ser agentes de los grandes imperialismos, aceptando su influencia, armas y “ayudas”, las burguesías locales necesitan crearse su pequeña parcela imperialista para dar salida a sus propios intereses expansionistas. Como ninguna nación puede acumular capital en la autarquía absoluta, no le queda otro remedio que expansionarse a expensas de naciones más atrasadas, meterse en políticas anexionistas, imponer el intercambio desigual,... En la época del capitalismo decadente toda nación es siempre imperia­lista. Esto no impide que el conjunto de rivalidades locales se integre en el marco más general de las rivalidades entre los dos grandes bloques imperialistas. Los pequeños países tienen que doblegarse ante las exigencias de las grandes potencias para poder realizar sus intereses locales y poder garantizarse su pequeña área de influencia. En circunstancias excepcionales potencias de segundo orden, por ejemplo China o Arabia, pueden jugar un papel principal en la arena imperialista mundial. Sin embargo, este papel se inscribe siempre en el marco superior de las rivalidades entre los dos grandes bloques y no puede escapar de la dinámica que imponen estos. El caso de China es significativo: a principios de los 60 rompió con Rusia e intentó por algún tiempo practicar una política de autarquía e incluso crear un tercer bloque. El ahondamiento de la crisis echo por tierra estos sueños del Capital chino y acabó empujándolo a los brazos del imperialismo americano del cual es hoy furgón de cola.

En resumen: toda la evolución de la posguerra ha demostrado con creces la falsedad de la táctica de apoyo a los movimientos de liberación nacional para “debilitar al imperialismo”. Al contrario, estos movimientos lo han fortalecido aun más facilitando el reforzamiento de su control sobre el mundo y, sobre todo, movilizando a fracciones del proletariado mundial al servicio de un imperialismo contra el otro.

La imposibilidad de la «liberación nacional»

El desarrollo objetivo del mercado mundial es lo que ha hecho imposible la existencia de verdaderas luchas de liberación nacional. El sistema capitalista ha llegado a un impasse histórico. Tras haber socializado las fuerzas productivas a un nivel sin precedentes, tras haber unificado la economía mundial a un nivel no conocido hasta ahora; no puede sin embargo continuar, debido a sus propias contradicciones -inherentes a su modo de producción- esa obra positiva y tiende por contra a la degeneración y la decadencia, amenazando a la humanidad con el hambre y la destrucción más gigantescas que ha conocido la historia. La sobreproducción crónica y la saturación permanente del mercado mundial han hecho que el capitalismo pueda sobrevivir solamente a base de un ciclo de CRISIS-GUERRA-RECONSTRUCCIÓN... El capitalismo ha establecido las bases potenciales de la COMUNIDAD HUMANA MUNDIAL pero esta comunidad sólo podrá realizarse destruyendo al Capital y su Estado a escala mundial mediante la Revolución Proletaria Internacional que instaure el PODER MUNDIAL DE LOS CONSEJOS OBREROS. Sin este acto histórico de la violencia proletaria el capitalismo llevará a la humanidad a guerras cada vez más destructivas o incluso a la inmolación definitiva.

Las relaciones sociales capitalistas -relaciones mercantiles generalizadas basadas en el carácter mercantil de la fuerza de trabajo- han entrado en conflicto permanente con las fuerzas productivas. Lo que caracteriza la crisis histórica del capital -el aprisionamiento de las fuerzas productivas en la forma mercantil y nacional- es lo que impide al carácter asociado y colectivo de la producción capitalista servir de base a un modo de producción verdaderamente socializado. Sabiendo que la humanidad únicamente puede avanzar mediante el establecimiento de tal sistema socializado, lo único progresivo hoy es la liberación de las fuerzas productivas de su forma mercantil y la instauración del comunismo, lo cual es posible únicamente a escala mundial. Al mismo tiempo que las relaciones sociales capitalistas han entrado en la fase de decadencia, las formas del derecho y la propiedad, que son una expresión de dichas relaciones, intervienen directamente en el bloqueo de las fuerzas productivas. En el pasado, la nación era progresiva porque daba un cuadro adecuado al libre juego de las relaciones mercantiles y permitía la unificación creciente de la reproducción social, en oposición a la atomización impuesta por las relaciones feudales. Sin embargo hoy, en el marco del mercado mundial, la Nación se convierte en la unidad económica y política de cada grupo de capitalistas que disputa la supervivencia de sus intereses en pugna a muerte con los demás grupos capitalistas nacionales. La tendencia al capitalismo de Estado, general en todos los países, es la expresión de la concentración nacional de cada grupo de capitalistas para sobrevivir en la jungla imperialista mundial. La expansión imperialista a la que tiende inevitablemente todo capital nacional es la expresión de la concurrencia mercantil despiadada en que se basan las relaciones mercantiles generalizadas ahora a escala mundial. En el mercado mundial el máximo nivel de “unidad” que es capaz de alcanzar el capitalismo es el de grandes bloques imperialistas rivales, dotados de gigantescos arsenales, que pugnan mediante la violencia más salvaje por imponer sus dominios. Cada bloque es a su vez una unión forzada de capitales nacionales dentro del cual reina el imperio de la fuerza, la traición y el cambalache. La Nación lejos de servir al proceso de unificación de la producción social lo impide de la forma más extrema. En un mundo que reclama la instauración de un sistema de producción racional y planificada a escala planetaria, la nación se ha convertido en un anacronismo insoportable. La agravación actual de la crisis histórica del capital pone cada vez más al desnudo el absurdo de las fronteras nacionales. Cada capital nacional se ve forzado a establecer una infraestructura económica propia, una moneda propia, un ejército propio, una legislación propia. Esto genera una multiplicación absurda de las actividades productivas, una multiplicación todavía más absurda y gigantesca de las actividades improductivas y ocasiona un terrible despilfarro de la capacidad productiva de la humanidad; engendrando hambre, miseria y destrucción en un marco de sobreproducción generalizada.

Pero la más criminal consecuencia de la concurrencia imperialista son las GUERRAS IMPERIALISTAS, que en lo que va de siglo han costado la friolera de CIEN MILLONES DE MUERTOS. La guerra es la expresión máxima del despilfarro salvaje de fuerzas humanas y técnicas que caracteriza al capitalismo decadente.

Hoy no tiene absolutamente nada de progresivo la formación de nuevas naciones porque el capital se ha constituido en relación social mundial y ha entrado, en consecuencia en su fase decadente. La burguesía, al extenderse a escala mundial, ha terminado su rol histórico progresivo y se ha convertido en un obstáculo reaccionario al desarrollo de la humanidad. Y si la burguesía de los grandes países industrializados ha demostrado hasta el absurdo su incapacidad de desarrollar las fuerzas productivas, con más claridad aun lo han demostrado las burguesías de los países atrasados, con recursos limitados, incorporándose tarde al desarrollo capitalista y estando sometidas a la presión de los grandes imperialismos.

Incluso en el período de reconstrucción que ha seguido a la II Guerra Mundial y en el curso del cual los principales países capitalistas han experimentado una fase de fuerte crecimiento económico, los países del “Tercer Mundo” (término inventado por los comentaristas burgueses para designar a las naciones que encarcelan en sus fronteras a dos tercios de la humanidad) no han salido de su subdesarrollo. Salvo excepciones, han visto aumentar aún más sus diferencias con los grandes países industrializados. Conocido el estancamiento económico, la ruina masiva de los campesinos obligados a emigrar a las ciudades de Asia, África, Sudamérica, etc., donde se concentran en gigantescos cinturones de miseria inmersos en la más espantosa miseria. Padecen la corrupción oficial y una sobreproducción de capas sociales incapaces de ser integradas en la actividad económica y social, el desarrollo de enfermedades y epidemias en proporciones gigantescas. Están obligadas a permanecer en el escenario de los más feroces conflictos imperialistas, a vivir en la inestabilidad política más brutal,… Todas estas realidades cotidianas de las regiones subdesarrolladas constituyen una demostración permanente del carácter puramente ficticio de la llamada “sociedad de consumo”. Hoy, cuando los países avanzados se hunden ante el nuevo asalto de la crisis generalizada, los países atrasados no pueden conocer otra cosa que una descomposición cada vez más profunda. La crisis golpea ya a algunos países del tercer mundo de forma absolutamente catastrófica. En especial a aquellos que no disponen de las materias primas indispensables para contrarrestar las presiones de los países más ricos, los cuales intentan descargar los efectos de la crisis sobre los países más débiles. Esta tendencia, con la profundización inexorable de la crisis, se va a intensificar cada vez más. Países como Etiopía y Bangla-Desh sufren 1a plaga permanente del hambre, la inflación, la guerra y la caída ininterrumpida de la producción. Particularmente instructiva es la situación en Bangla-Desh que demuestra de forma aplastante la imposibilidad de la “liberación nacional”. El régimen del Jeque Mujibur Rahman, instalado en el poder gracias a una guerra de “liberación nacional” conducida por rusos e indios contra USA, Pakistán y China, se muestra absolutamente incapaz de afrontar el hundimiento general de la economía. Según cifras oficiales mueren de hambre 27.800 personas al mes. Frente a ello la única respuesta del gobierno es la eliminación brutal de todos sus adversarios políticos. Esta respuesta es la que han continuado dando los sucesores de Mujibur Rahman, instalados en el poder tras una interminable maraña de golpes y contragolpes, pese a que los eslóganes con los que lo alcanzaron fueron: “acabar con la represión”, “reconstruir el país”, etc., etc.

La profundización de la crisis mundial ha tapado la boca a los que se deshacían en alabanzas a los “modelos de desarrollo” del tercer mundo personificados en Irán y Brasil. Se ha hablado a menudo del “milagro brasileño” cantado no solo por los economistas y políticos burgueses sino por numerosos “marxistas” que veían en él la “prueba” del desarrollo capitalista en países del Tercer Mundo. En realidad, incluso en el periodo del “boom”, semejante “milagro” fue el resultado de una represión feroz de la clase obrera por la Junta Militar, de una pobreza escalofriante de millones de campesinos y marginados urbanos, de la esclavitud o de la exterminación de las tribus indias. La economía brasileña está regida por los intereses de los imperialismos americano, japonés, alemán y otros, todos igualmente rapaces y cuya principal preocupación es obtener el máximo de ganancia en el mínimo tiempo posible. Hoy, cuando la crisis ha disipado el cuento del “milagro económico”, el ministro brasileño de finanzas reconoce descaradamente que todo el crecimiento de los últimos años se ha fundado en un capital enteramente ficticio. La economía brasileña se mantendrá mientras los demás capitales simulen creer en la realidad de su potencia (esto es, un microcosmos de lo que ocurre a nivel de toda la economía mundial, basada esencialmente en la confianza otorgada al dólar).

Es verdad que el Tercer Mundo ha conocido un cierto desarrollo, pero está basado únicamente en un inmenso despilfarro, base de toda acumulación capitalista en nuestra época. En algunos sectores, de estos países se da un cierto crecimiento (en general, en beneficio del capital extranjero), pero al mismo tiempo las formas tradicionales de la economía se hunden irremediablemente sin que sean reemplazadas por ninguna otra forma superior, lo que lleva a la desposesión total de gigantescas masas humanas. El precio que pagan estos países por cada nueva fábrica es más chabolas, más intelectuales sin empleo y más campesinos sin tierra.

Los países del Tercer Mundo son lamentables caricaturas de los países “desarrollados”. Cada uno de ellos debe repetir en miniatura el gigantesco aparato burocrático que caracteriza al Estado y a la actividad económica de las grandes metrópolis y debe dedicar la parte del león de sus gastos a la adquisición de armas y a la organización de un ejército ultramoderno. Nigeria gasta en su ejército el 22’4% de su presupuesto, Egipto el 40%. Estos países conocen de pleno todos los “encantos” del capitalismo actual: despilfarro generalizado, destrucción intensiva del medio natural, deshumanización absoluta de la vida social, agravados por el traumatismo de la destrucción forzada de las culturas tradicionales... Todos los rasgos más monstruosos del capitalismo decadente (capitalismo de Estado, totalitarismo estatal, economía de guerra) se concentran masivamente en estos países, mostrando que lejos de ser “jóvenes-capitalismos-en-desarrollo” son la expresión más extrema de un sistema mundial senil.

El nacionalismo contra la clase obrera

Este siglo ha conocido una intensificación brutal de la dominación capitalista basada en un ataque continuo contra la existencia de la clase obrera y en una contrarrevolución permanente. Todas las organizaciones de masas creadas por el proletariado en el siglo XIX (partidos y sindicatos) han sido integradas en el sistema capitalista y constituyen un obstáculo de primer orden contra la lucha proletaria. La burguesía ha establecido formidables máquinas de mistificación que van desde la televisión y la prensa en el Oeste hasta las campañas de propaganda del Este. Cada vez que la clase obrera ha resistido contra los asaltos de la burguesía, ésta ha movilizado contra aquella un gigantesco abanico de fuerzas represivas: policías antidisturbios, bombardeos por aire, especialistas en tortura, campos de concentración... Y cada vez que la crisis permanente del capital ha aparecido como una plaga abierta en el corazón del sistema, la burguesía ha sacrificado a millones de proletarios en las guerras imperialistas.

Los ataques de la burguesía contra la clase obrera se hacen cada vez más pérfidos a medida que la crisis alcanza niveles mayores de intensidad. Y esto es así porque el capitalismo no tiene otra opción que aumentar sin límites la explotación, aplastar las luchas obreras y culminar todo ello en una nueva guerra mundial imperialista. En los países más atrasados, la dominación capitalista no tiene los paliativos temporales que poseen las grandes metrópolis para moderar sus ataques antiobreros, por lo que en aquellos los proletarios han sufrido una explotación y una brutalidad despiadadas. La terrible realidad que sufren los obreros de los países atrasados refuta la idea de Lenin según la cual los movimientos de liberación nacional suponen un avance político y social para la clase obrera. El Capital no ofrece en ninguna parte  mejoras reales de las condiciones de existencia de la clase obrera ni menos aún facilidades para su organización autónoma. Al contrario, y más aún en el Tercer Mundo, lo único que “ofrece” es la sobreexplotación económica y la superopresión política de la clase obrera.

La debilidad económica de estos países no deja más opción a la burguesía que la de intentar extraer el máximo de plusvalía (dada la débil composición orgánica del capital en estas regiones, la extracción de plusvalía absoluta es la tendencia dominante). Apenas han ocupado el poder, las fuerzas de “liberación nacional” consagran todas sus energías a la “batalla de la producción” y refuerzan invariablemente las tendencias al capitalismo de Estado que marcan profundamente estas economías. Las nacionalizaciones a gran escala se hacen con el doble objetivo de apuntalar una economía ruinosa y de rodearse de una máscara populista y socialista que persuada a los obreros de que deben apretarse el cinturón por “el bien de su economía nacional”. A fin de cuentas lo único que pueden ofrecer tales regímenes a la clase obrera son consuelos ideológicos de ese género, que por supuesto no dan de comer. Este es, por ejemplo, el mensaje del FRELIMO (Mozambique), una vez instalado en el poder: “La liberad significa trabajo y fin de la pereza”. Desde las plantaciones de caña en Cuba hasta las fábricas “ejemplares” de Corea del Norte el mensaje machacón de los burócratas de la “liberación nacional” es siempre el mismo: “TRABAJAR TODAVIA MÁS QUE ANTES POR “EL BIEN DE LA PATRIA”. La ideología de la “construcción del socialismo” es utilizada para enmascarar las formas de explotación más feroces y primitivas, de las que el Estado ruso de los años 30 fue el pionero: trabajo a destajo, horas extras obligatorias, militarización de la producción, integración completa de las organizaciones “obreras” en el engranaje estatal. Los tercermundistas, los liberales y los izquierdistas son expertos en cantar el “heroísmo” y el “socialismo” de esos engendros del capital. Detrás de la admiración por los Castro, Mao, Nyerere etc., está la admiración por unas ideologías que, durante un tiempo, han conseguido mistificar a la clase obrera llevándola a los mayores sacrificios. El curso ascendente de la lucha obrera mundial hace más necesaria que nunca para el capital una nueva edición de esos mitos anti proletarios.

Pero lo que los admiradores burgueses de la “liberación nacional” no pueden ni quieren ver es que, a pesar de las mistificaciones la clase obrera no está derrotada ni integrada en ninguna parte y su lucha de clase continúa incluso en los países “progresistas” del Tercer Mundo. La reciente oleada de huelgas en China, rota por los amarillos del PCCh es un elocuente testimonio. Detrás de la verborrea socialista del ‘sacrificio voluntario” se esconde siempre la amenaza omnipresente de la represión. Por la misma razón, el líder del Frelimo ha debido añadir a su definición de la libertad antes mencionada que no hay lugar para las huelgas en el “nuevo” orden social instaurado en Mozambique.

En el siglo XIX, las revoluciones burguesas permitieron en la mayoría de las ocasiones el establecimiento de regímenes más o menos democráticos que otorgaron a los trabajadores el derecho a organizarse. La mejor prueba de la imposibilidad de revoluciones burguesas en el siglo XX, el siglo de la decadencia capitalista, es la naturaleza política de los regímenes de “liberación nacional”. Todos ellos están organizados para impedir y romper por la fuerza, si es necesario, todo embrión de lucha autónoma de los trabajadores. El noventa y nueve por ciento de ellos son Estados de partido único que prohíben radicalmente el derecho de huelga y cuyas prisiones están llenas a rebosar. Numerosos de ellos se han destacado en el aplastamiento sangriento de las movilizaciones de la clase obrera: Ho Chi Minh, el liberador de Vietnam, ahogó en sangre las revueltas obreras de Hanoi y Saigón en 1946; Mao Tse-tung, el gran timonel de China, no dudó en emplear el ejército contra las huelgas de 1967-68 para “reestablecer el orden socialista”,...

Recordemos también la represión de las huelgas mineras por Allende o la de la tan “progresista” junta militar de Perón. La lista es casi inagotable. Los campesinos también han tenido que soportar las tiernas solicitudes de esos regímenes. Antes de apoderarse de las ciudades, en este caso contra los campesinos, los “ejércitos de liberación nacional” ejercen su poder en los distritos rurales aterrorizándoles, esquilmándoles con impuestos, movilizándoles como carne de cañón. La huida de campesinos presos del pánico ante el avance de las tropas del FNL vietnamita en marzo de 1975, mucho después de que los norteamericanos hubieran dejado de bombardear las regiones controladas por el FLN, es muestra patente de la vacuidad de la promesa de felicidad para el campesinado, que, según los tercermundistas, aportaría la “liberación nacional”. Tras la toma del poder por las fuerzas de liberación nacional, los sufrimientos de los campesinos continuaron y el régimen aplastó a los agricultores que se habían rebelado en 1956 contra las nacionalizaciones de Ho Chi Minh. En China los campesinos movilizados para construir embalses, puentes y demás infraestructuras tuvieron que aguantar el aumento de la explotación por parte del Estado. La destrucción forzada del campesinado en el tercer mundo es una caricatura violenta de lo que había ocurrido de modo gradual en las metrópolis.

Los regímenes de liberación nacional perpetran también la opresión contra las minorías nacionales. En los regímenes independientes de África son los asiáticos los oprimidos. En Sudán son los negros los oprimidos por un régimen árabe “progresista”. En Ceilán (Sri-Lanka), los tamiles están privados de derechos civiles y soportan una explotación despiadada en las plantaciones de té por de un gobierno socialdemócrata, estalinista y trotskista. Lenin en sus tiempos ya había criticado severamente las tradicionales persecuciones de los judíos por las burguesías polaca y rusa. Pues bien, la actual burguesía de Estado de esos países también se parece a su predecesora, a pesar de que se reclama de Lenin, persiguiendo a los judíos que todavía no han podido salir del país.

Todos los frentes de liberación nacional expresan claramente en su programa la intención de sustituir una forma de opresión nacional por otra. El programa sionista tiene previsto, lo digan o no claramente, la expulsión de los palestinos. Por su parte, el programa nacional palestino, con su reivindicación de un Estado en el qué musulmanes, judíos y cristianos puedan vivir juntos en tanto que comunidades religiosas , no tiene, otra intención que la de suprimir la nacionalidad judía israelita sustituyéndola por la de nación árabe palestina. Y lo mismo en Irlanda, donde el sueño y el programa del IRA están exactamente por dar la vuelta a la tortilla y que sean los protestantes la minoría religiosa nacional oprimida.

Así es y no puede ser de otra forma. Todos los programas de liberación nacional son programas capitalistas y la opresión nacional es la esencia del capitalismo.

Volviendo a la situación específica de la clase obrera en esos regímenes podemos decir que los golpes más duros que han propinado a la clase obrera han sido sobre todo las propias guerras de “liberación nacional”. A causa del carácter constante de las rivalidades interimperialistas en un periodo de crisis histórica crónica, la burguesía del tercer mundo está continuamente mezclada en las peleas imperialistas y demás peripecias contra sus rivales locales. Desde l914, no ha habido casi ni un momento en el que al menos una parte del mundo subdesarrollado no haya estado sometida a la guerra.

Las guerras de liberación nacional son una necesidad para los imperialismos secundarios si quieren sobrevivir en el mercado mundial. La competencia es tanto más feroz en esos países en cuanto que el dominio de los países adelantados les obliga a enfrentarse entre sí si quieren ocupar un pequeño lugar en el mercado mundial. Pero a la clase obrera, esas guerras no hacen sino acarrearle mayor explotación, una militarización todavía más fuerte y sobre todo masacres y destrucciones a gran escala. Millones de trabajadores han sido matados durante este siglo en esas guerras sin por eso ganar otra cosa que la sustitución de un explotador por otro. Como cualquier guerra nacional, las luchas de liberación nacional han servido para amordazar la lucha de la clase, para dividir las filas proletarias, para entorpecer en éstas la maduración de la conciencia comunista. Y como el capitalismo decadente va sin remedio hacia conflagraciones imperialistas cada vez mayores, las luchas nacionales localizadas sirven de banco de pruebas a los futuros conflictos mundiales, los cuales si que podrían comprometer las posibilidades de instauración del comunismo.

En el período de decadencia del capitalismo, los comunistas deben afirmar sin ambigüedades que todas y cada una de las formas de nacionalismo son reaccionarias por definición. Muy pocos negarán el carácter reaccionario del nacionalismo tradicional de los grandes imperialismos (patriotismo del Ku-Klus-Klan, patrioterismos y chovinismos de los países europeos, nazismo, chauvinismo ruso, etc.) en cambio, muchos estarán muy predispuestos a aceptar los llamados nacionalismos de los “oprimidos” que son, si cabe, todavía más perniciosos para la clase obrera. Es con este nacionalismo “progresista” con el que la burguesía de las ex colonias intenta integrar a la clase obrera y convencerla de que tiene que producir más y más plusvalía por la patria. Al son de los cánticos de unión con la liberación nacional y contra el imperialismo es como los obreros de esos países son movilizados en las guerras interimperialistas. La clase obrera no tiene más que un único interés hoy y es el de unificarse a escala mundial por la revolución comunista. Toda ideología que divida a la clase obrera según criterios raciales, sexuales o nacionales es contrarrevolucionaria, por mucho que se base en “realidades”, hable de socialismo, de liberación o de revolución.

Si el capitalismo en crisis consiguiera imponer a la clase obrera su “solución”, la guerra mundial, lo haría sin lugar a dudas con los estandartes del nacionalismo. Sea cual fuere la forma, mandaría a los trabajadores a hacerse matar en el último asalto de la barbarie. Hoy en día, el nacionalismo es la antítesis del proletariado y de su lucha, la negación de la humanidad y el vehículo ideológico en potencia de la extinción de ésta.

 

Herencia de la Izquierda Comunista: 

Cuestiones teóricas: