El aislamiento es la muerte de la revolución

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«El destino de la revolución en Rusia, dependía totalmente de los aconteci­mientos internacionales. Lo que demues­tra la visión política de los bolcheviques, su firmeza de principios y su amplia perspectiva es que hayan basado toda su política en la revolución proletaria mundial» ([1]).

En efecto, desde 1914, cuando la Primera Guerra mundial abrió el periodo de decadencia del capitalismo, los bolchevi­ques estuvieron en la vanguardia de los revolucionarios, al señalar que la alternativa a las guerras mundiales sólo podía ser la revolución mundial del proletariado.

Con esa orientación firmemente internacionalista, Lenin y los bolchevi­ques ven en la revolución Rusa:

«... sólo la primera etapa de las revoluciones proletarias que inevitablemente surgirán como consecuencia de la guerra».

Para el proletariado ruso, la suerte de la revolución dependía en primer lugar de las insurrecciones obreras en otros países, principalmente en Europa.

La revolución en Rusia luchó con todas sus fuerzas
por extenderse a otros países

La Revolución rusa no se limitó a confiar pasivamente su destino al surgi­miento de la revolución proletaria en otros países, sino que a pesar de las inmensas dificultades que enfrentaba en la propia Rusia, tomó continuamente iniciativas para extender la revolución. De hecho el Estado que surge de la revolución se concibe a sí mismo como el primer paso hacia la «República inter­nacional de los soviets», delimitado no por las fronteras artificiales de las naciones capitalistas, sino por las fronteras de clase ([2]). Por ejemplo, una propaganda sistemática fue llevada a cabo hacia los prisioneros de guerra incitándoles a unirse a la revolución internacional, y quienes lo deseaban tenían la posibilidad de ser ciudadanos rusos. Como consecuencia de esa propa­ganda, se constituyó la Organización socialdemócrata de prisioneros de guerra en Rusia, que llamaba a los trabajadores alemanes, austriacos, turcos..., a la insu­rrección para poner fin a la guerra, y extender la Revolución rusa.

Pero la clave de la extensión de la revolución estaba en Alemania, y hacia los trabajadores alemanes se volcó con todas sus fuerzas la revolución rusa. Desde que pudo instalarse una embajada en Berlín (abril de 1918), ésta se transformó en una especie de cuartel general de la revolución en Alemania. El embajador ruso, Joffe, compraba infor­ma­ción secreta a funcionarios alemanes, y se la pasaba a los revolucionarios alemanes para que desenmascararan la política imperialista del Gobierno, compró igualmente armas para los revolucionarios, imprimía en la propia embajada toneladas de propaganda revolucionaria, y todas las noches, los revolucionarios alemanes acudían subrep­ticiamente a la embajada para discutir los preparativos de la insu­rrección.

Las prioridades de la revolución mundial hacen que los trabajadores rusos sacrifiquen de sus propias raciones tres trenes cargados de trigo para ayudar a los obreros alemanes.

Cabe imaginarse cómo se vivieron en Rusia los primeros momentos de la revolución en Alemania. Cuando ésta estalló, en una impresionante concen­tración de trabajadores ante el Kremlin:

«decenas de miles de trabajadores esta­llaron en salvajes gritos. Jamás he vuelto a ver una cosa por el estilo. Hasta bien entrada la tarde, los obreros y los soldados del Ejército rojo desfilaron. La revolución mundial había llegado. La masa del pueblo oía el férreo eco de sus pisadas. Nuestro aislamiento había terminado» ([3]).

Como contribución a esa revolución mundial en marcha, aunque desgracia­damente con retraso, en marzo de 1919 tiene lugar en Moscú el primer congreso de la Internacional comunista, que se concebía a sí misma en estos términos:

«Nuestra tarea es generalizar la experien­cia revolucionaria de la clase obrera, depurar el movimiento de mezclas impu­ras de oportunismo y socialpatriotismo, unir las fuerzas de todos los partidos verdaderamente revolucionarios del proletariado mundial y de ese modo, facilitar y acelerar la victoria de la Revolución comunista en el mundo entero» ([4]).

Sin embargo ese proletariado fue masacrado en Berlín, Viena, Budapest, Munich,...y la Internacional comunista empezó a hacer concesiones al parla­men­tarismo, al sindicalismo, a la libe­ración nacional. Del mismo modo, la extensión de la revolución, se confía entonces a la «guerra revolucionaria», que los mismos bolcheviques, como veremos más adelante, habían rechazado cuando el tratado de Brest-Litovsk en 1918 ([5]). En diciembre de 1920, en ese camino de degeneración, el Ejecutivo ampliado de la IC lanza la nefasta consigna del «Frente único», ante la convicción de que la revolución europea se aleja.

La lógica «fatalista» tan propia de la filosofía burguesa, considera que «una cosa es... lo que termina por ser». Así las cosas, la Internacional comunista, como tantos otros titánicos esfuerzos de los trabajadores, y los revolucionarios, se nos presentan, ya desde sus orígenes, como el plan preconcebido por los «maquiavélicos» bolcheviques para conseguir «un instrumento de la defensa del Estado capitalista ruso». Pero como decíamos, esa es la lógica de la bur­guesía. Para el proletariado en cambio, la degeneración de la Revolución rusa, y de la propia Internacional comunista, son el resultado de una derrota de la clase obrera, de una lucha encarnizada contra la reacción más bestial por parte del capitalismo mundial. Si según nos explica hoy la burguesía, «bastaba dejar pasar el tiempo» para que la revolución quedara en agua de borrajas... ¿Por qué entonces todos los capitalistas del mundo se empeñaron en ahogar la Revolución rusa?

El cerco capitalista a la Revolución rusa

Entre 1917 y 1923, hasta que fracasa la tentativa revolucionaria del proletariado mundial, todos los capitalistas se reúnen en una cruzada internacional bajo la consigna: ¡Ahogar el bolchevismo!. En esa cruzada aparecen juramentados, desde el imperialismo alemán a los gene­rales zaristas, y las «democracias» occidentales de la Entente, que pocos meses antes estaban enzarzados en la primera carni­ce­ría imperialista mundial. Esa es otra lec­ción esencial de la revolución de Oc­tu­bre: cuando la insurrección obrera ame­­naza la existencia misma del capita­lis­mo, los explotadores dejan a un lado sus divergencias para aplastar la revolución.

El imperialismo alemán

La primera barrera que sufre la extensión de la revolución rusa es el cerco de los ejércitos del Kaiser. Si bien es cierto que la revolución rusa, como el conjunto de la oleada revolucionaria, surge como respuesta a la Primera Guerra mundial, también es verdad que esa guerra mundial crea «las condiciones más difíciles y anormales», como decía Rosa Luxemburgo, para el desarrollo y la extensión de la revolución.

La paz era una necesidad imperiosa, y como tal figuraba en primer lugar de las prioridades de la revolución en Rusia. El 19 de noviembre, empezaron las conver­saciones de paz en Brest-Litovsk, que eran «retransmitidas» por radio noche a noche por los delegados soviéticos, no sólo para los propios trabajadores rusos, sino también para los prisioneros de guerra, y en definitiva para los trabaja­dores del mundo entero. Al fin y al cabo habían ido a Brest sin ninguna confianza en las intenciones de «paz» del imperia­lismo alemán:

«No ocultamos a nadie que no consideramos capaces de una paz democrática a los actuales gobiernos capitalistas; sólo la lucha revolucionaria de las masas trabajadoras contra sus Gobiernos puede acercar a Europa una paz semejante, y su plena realización no está asegurada más que por una revolu­ción proletaria victoriosa en todos los países capitalistas» ([6]).

A comienzos de 1918 empiezan a llegar noticias de las huelgas y motines en Alemania, Austria, Hungría... ([7]), lo que anima a los bolcheviques a dilatar las negociaciones, pero finalmente esas revueltas son aplastadas, por lo que Lenin, de nuevo en minoría dentro del partido bolchevique, defiende la necesi­dad de firmar cuanto antes el tratado de paz. La extensión de la revolución, la causa por la que luchan denodadamente, no puede confiarse a la «guerra revolu­cio­naria», que propugnan los «comunistas de izquierda» ([8]) sino a la maduración de la revolución en Alemania:

«Es admisible por completo que con tales premisas, no sólo sería «conveniente», sino absoluta­mente obligatorio aceptar la posibilidad de la derrota y de la pérdida del Poder soviético. Sin embargo está claro que esas premisas no existen. La revolución ale­mana madura, pero es evidente que no ha llegado aún a su estallido, que no ha llegado todavía a la guerra civil en Alemania. Es evidente que nosotros no ayudaríamos, sino que obstaculizaríamos el proceso de maduración de la revolu­ción en Alemania si «aceptásemos la posibilidad de la pérdida del poder soviético». Con ello ayudaríamos a la reacción alemana, le haríamos el juego, dificultaríamos el movimiento socialista en Alemania, apartaríamos del movi­miento socialista a grandes masas de proletarios y semiproletarios de Alemania que no se han incorporado aún al socialismo y que se verían atemorizados por la derrota de la Rusia soviética, de la misma manera que la derrota de la Comuna en 1871 atemorizó a los obreros ingleses» ([9]).

Así se expresa el dilema que se vive en un bastión donde el proletariado ha tomado el poder, pero que momentáneamente está aislado, que no ha logrado extenderse con insurrecciones triunfantes en otros países: ¿Ceder el bastión o negociar, y por tanto claudicar ante una fuerza militarmente muy superior, para tratar de obtener un respiro, y mante­niendo el bastión revolucionario seguir ayudando a la revolución mundial? Rosa Luxemburgo, quien por cierto en un primer momento no estuvo de acuerdo con las negociaciones de Brest-Litovsk, resume, sin embargo, con tremenda claridad, cómo lo único que puede desbloquear esa contradicción en un sentido favorable a la revolución es la lucha del proletariado alemán:

«Todo el cálculo de la batalla comprometida por los rusos para la paz, se asentaba en efecto sobre esta hipótesis tácita: que la revo­lución en Rusia debía ser la señal del levantamiento revolucionario del proleta­riado en Occidente (...). En ese caso solamente, pero también indudablemente, la revolución rusa hubiera sido el preludio de la paz generalizada. Hasta ahora nada de eso ha sucedido. La revolución rusa ha sido –al margen de algunos valerosos esfuerzos del proletariado italiano (huelga general del 22 de Agosto en Turín)– dejada de la mano por los proletarios de todos los países. Y sin embargo, la política de clase del proletariado internacional, por naturaleza y por esencia, sólo puede ser realizada interna­cionalmente...» ([10]).

Finalmente el Alto mando alemán reanudó por sorpresa, el 18 de Febrero, las operaciones militares («el salto de esa fiera es muy rápido» había advertido Lenin) y en apenas una semana estaba a las puertas de Petrogrado y finalmente el Gobierno ruso hubo de aceptar una paz aún en peores condiciones: en la primavera de 1918, los ejércitos alemanes ocupaban las antiguas provincias bá­l­ticas, la mayor parte de Bielorusia, toda Ucrania, el norte del Caúcaso, y, poste­riomente incumpliendo los propios acuerdos de Brest, Crimea y Trans­caucasia (excepto Bakú y el Turquestán).

No pensamos, en continuidad con la que defendió la Izquierda comunista italiana ([11]), que la paz de Brest-Litovsk representase un paso atrás de la revolu­ción, sino que venía impuesta por esa contradicción que antes señalábamos entre el mantenimiento del bastión proletario y la extensión de la revolución. La solución a esa contradicción no está en la mesa de negociaciones, ni en el frente militar, sino en la respuesta del conjunto del proletariado mundial. Precisamente, cuando los capitalistas lograron derrotar la oleada revolucio­naria, el Gobierno ruso aceptó la «política exterior» convencional de los Estados capitalistas y firmó los acuerdos de Rapallo en abril de 1922, que ni por su forma (acuerdos secretos), ni por supuesto por su contenido (apoyo militar del ejercito ruso al Gobierno alemán) tienen nada que ver con Brest-Litovsk, ni con la política revolucionaria del proletariado.

Cuando la IC, en pleno proceso de degeneración, llama a los trabajadores alemanes a una reacción desesperada en Marzo de 1923 (la llamada «acción de Marzo»), las armas de que se valen las tropas gubernamentales alemanas para masacrar a los trabaja­dores, les han sido vendidas por el Gobierno ruso.

El hostigamiento continuo de las «democracias» occidentales

Los aliados de la Entente, las «democra­cias avanzadas de Occi­dente», no escati­maron esfuerzos para ahogar la revolu­ción rusa. En Ucrania, en Finlandia, en los países bálticos, en Besarabia, Gran Bretaña y Francia instalaron gobiernos que apoyaron a los ejércitos blancos contrarrevolucionarios.

No contentos con esto, decidieron además intervenir directamente en Rusia: el 3 de Abril desembarcaban tropas japonesas en Vladivostok. Posterior­mente llegarían destacamentos franceses, ingleses y americanos:

«Desde el co­mienzo de la revolución de Octubre, las potencias de la Entente se han puesto del lado de los partidos y gobiernos contra­rrevolucionarios de Rusia. Con la ayuda de los contrarrevolucionarios burgueses se han anexionado Siberia, Ural, los bordes de la Rusia Europea, el Caúcaso y el Turquestán. Roban de esas comarcas las materias primas (madera, petróleo, manganeso, etc.). Con la ayuda de las bandas checoslovacas a su servicio, han robado las reservas de oro de Rusia. Bajo la dirección del diplomático ingles Loc­khart, espías ingleses y franceses han hecho saltar puentes y destruido ferro­carriles e intentado obstaculizar el aprovisionamiento de víveres. La Entente ha sostenido con fondos, armas, y ayuda militar a los generales reaccionarios Denikin, Koltchak, Krasnov, que han fusilado y ahorcado a miles de obreros y campesinos en Rostov, Yusovka, Novo­rossijsk, Omsk...» ([12]).

A principios de 1919, es decir justo cuando estalla la revolución en Alemania, Rusia está completamente aislada del exterior, y enfrentada a uno de los momentos de mayor actividad tanto de los ejércitos blancos, como de las tropas de las «democracias occidentales». Los bolcheviques proclaman de nuevo, ante los soldados enviados por los capitalistas a aplastar la revolución, la necesidad del internacionalismo proletario:

«No vais a luchar contra enemigos (decía una hoja distribuida entre las tropas inglesas y americanas en Arkángel) sino contra trabajadores como vosotros; y nosotros os preguntamos, ¿vais a aplastarnos?... Sed leales a vuestra clase y negaos a hacer el trabajo sucio de vuestros amos...» ([13]).

Y de nuevo los llamamientos de los bolcheviques (otra vez se editan perió­dicos como The Call –el llamamiento– en inglés, La Lanterne –la linterna–, en francés, ...) vuelven a hacer efecto en las tropas enviadas a combatir la revolución:

«El 1º de Marzo de 1919, estallan motines en las tropas francesas. Antes, una compañia de infantería británica se habia negado como un sólo hombre a volver a su puesto en el frente, y poco después lo hizo una compañía ameri­cana» ([14]).

En Abril de 1919, las tropas y la flota francesas han de ser retiradas, pues en Francia crece la indignación de los trabajadores ante el fusilamiento de Jeanne Labourbe (una militante comu­nista que hacia propaganda en pro de la confraternización entre los soldados franceses y los rusos). Del mismo modo, las tropas inglesas habrán de ser repatria­das pues en Inglaterra, en Italia, etc., se producen manifestaciones obreras contra el envío de tropas o armamentos a los ejércitos contrarrevolucionarios. Por ello las «democracias» occidentales se vieron obligadas a cambiar de táctica, y utilizar, en el hostigamiento a la revolución rusa, las tropas de las naciones que ellas mismas habían contribuido a crear sobre las ruinas del antiguo imperio ruso, como un «cordón sanitario» contra la extensión de la revolución. En Abril de 1919, tropas polacas ocuparon una parte de Bielorusia y Lituania. En abril de 1920, ocupan Kiev en Ucrania, y finalmente en mayo-junio de 1920, el gobierno polaco, apoyando al general blanco Denikin se hizo con el control de casi toda Ucrania. Igualmente, Enver Pachá, líder de la revolución «antifeudal» de los jóvenes turcos, acabó encabezando una revuelta antisoviética en el Turquestán, en Octubre de 1921.

La reacción interior

Después de la insurrección de octubre y la toma del poder en toda Rusia, los restos de la burguesía, del ejército, las castas militares reaccionarias (cosacos, tekineses...) empiezan inmediatamente a reagrupar sus fuerzas, tras la bandera del Gobierno provisional (la misma curiosa­mente que hoy, con Yeltsin, ondea en el Kremlin) formándose los primeros ejércitos «blancos» al mando de Kaledin, atamán de los cosacos del Don.

El inmenso caos y la penuria que atravesaba la aislada Rusia, la «autodes­movilización» de los restos del ejército heredado del zarismo, lo magro de las fuerzas armadas revolucionarias , pero sobre todo debido a la acción del imperialismo alemán y de los imperia­lismos occidentales en ayuda de los ejércitos blancos, inclinó progresiva­mente la relación de fuerzas en la guerra civil. A mediados de 1918, el territorio bajo dominio de los Soviets se reduce a lo que en la época feudal era el princi­pado de Moscovia, y la revolución tiene que hacer frente a la revuelta de la «legión checa» y al Gobierno «antibolche­vique» de Samara ([15]), que cortaban la necesaria comunicación con Siberia. A estos acabarían sumándose luego los cosacos de Krasnov (el general derrotado en Púlkovo en los primeros días de la insurrección, y que había sido detenido y posteriormente liberado por los bolcheviques), el ejercito de Denikin en el Sur, Kaledin en el Don, Kolchak en el Este, Yudenitch en el norte... En resumen una sangrienta orgía de terror, de matanzas, asesinatos y atrocidades de todo tipo, aplaudida por los «demócratas» y bendecida por los «socialistas» que en Alemania, Austria, Hungría..., aplastaban las insurrecciones obreras.

Los historiadores burgueses presentan esas bestialidades de la guerra civil, «como en todas las guerras», fruto del «salvajismo» de los hombres. Pero la atroz guerra civil, que sacudió Rusia durante tres años, que costó junto a los enferme­dades y el hambre causados por el bloqueo económico impuesto a la población en Rusia, siete millones de muertos, fue una imposición del capita­lismo mundial.

Junto a los ejércitos occidentales, junto a las «bandas blancas», operaban al mismo tiempo contra la revolución el sabotaje y las conspiraciones contrarre­volucionarias de la burguesía y la pequeña burguesía. En julio de 1918, Savinkov ([16]) organizó con fondos dispen­sados por el embajador francés Noulens, un motín en Yaroslav donde se sostuvieron dos semanas de auténtico terror y venganza contra todo lo que oliera a proletario, revolucionario, bolchevique. También en julio, apenas unos días después del desembarco franco-británico en Murmansk, los socialistas revolucionarios de izquierdas organizaron una tentativa de golpe de Estado, tras asesinar al embajador alemán, conde Mirbach, con objeto de provocar una reanudación inmediata de las hostilidades con Alemania. Lenin lo definió como «otro monstruoso coletazo del pequeño burgués». ¡Solo le faltaba a la revolución en ese momento, una guerra abierta con Alemania!

La revolución se debatía entre la vida y la muerte. Sobrevivir, a la espera de la revolución en Europa, exigía un sinfín de sacrificios, en el terreno económico como veremos más adelante, pero también en el terreno político. No entraremos en este artículo, en analizar por ejemplo la cuestión del aparato represivo o del ejército regular ([17]), sobre las que la revolución rusa proporciona un sinfín de lecciones. Si nos interesa, no obstante destacar que el paso de la necesaria violencia revolucionaria al terror, así como la sustitución de las milicias obreras por un ejército jerarquizado, cada vez más autónomo de los Consejos obreros, son en gran parte consecuencias del aislamiento de la revolución, de la cada vez más adversa correlación de fuerzas entre burguesía y proletariado mundiales, que es en definitiva lo que decanta el curso de la revolución que ha «triunfado» en un solo país.

Entre una Checa que en el momento de su formación en Noviembre de 1917, cuenta con apenas 120 hombres y que no dispone ni de coches para hacer las detenciones; y el monstruoso aparato policiaco del GPU, utilizado precisamente por Stalin contra los propios bolchevi­ques, no hay una «evolución lógica», sino una degeneración resultado de la derrota de la revolución. Del mismo modo, entre la «guardia roja» que por mandato de los Soviets controla las unidades milita­res; y un ejército regular donde se reinstauran el reclutamiento obligatorio (Abril de 1919), la disciplina cuartelaria, el saludo militar, y en el que en Agosto de 1920 hay ya 315 000 «spetsys» militares («especialistas» procedentes del antiguo ejército zarista) no hay una continuidad prevista de antemano por los «maquia­vélicos» bolcheviques, sino el aplastante peso de las exigencias de la lucha entre un bastión proletario que necesita el aire de la revolución internacional para sobrevivir, y una feroz contrarrevolución mundial, que cada vez fue más potente, porque cada vez amputaba, con derrotas, más partes del cuerpo del proletariado mundial.

La asfixia económica

En las condiciones del aislamiento de la revolución, del hostigamiento permanente de los capitalistas, del sabotaje interior, e independientemente de las ilusiones de los bolcheviques sobre la posibilidad de introducir una lógica distinta a la economía, la verdad es que como reconocía el mismo Lenin, la economía en la Rusia de 1918-1921, era la de una «fortaleza sitiada», un bastión proletario, que trataba de aguantar, en las peores circunstancias, a la espera de la extensión de la revolución ([18]).

La terrible penuria económica que padeció la revolución en Rusia, no es la consecuencia de la miseria que trae aparejado el socialismo, sino de la imposibilidad de romper con la miseria cuando la revolución proletaria queda aislada. La diferencia es sin duda sustancial: mientras que de la primera tesis, los capitalistas esperan que los obreros saquemos la lección de que «es mejor no hacer la revolución, y destruir el capitalismo, que mal que bien nos permite sobrevivir», de la segunda se extrae una lección fundamental de la lucha obrera, desde las huelgas en la fábrica más pequeña hasta las revolu­ciones que ocupan un país entero:

«... si no extendemos las luchas, si la revolución queda aislada, no podemos vencer al capitalismo».

La revolución obrera en Rusia surge frente a la Primera Guerra mundial, y por tanto hereda también de ésta el caos econó­mico, los racionamientos, la supeditación de la producción a las necesidades de la guerra. Aislada, habrá de sufrir además los estragos de la guerra civil, y la intervención militar de las «democracias» occidentales. Estas, que mostraban su rostro «humanitario» en Versalles, bajo el lema «vive y deja vivir» no dudaron, sin embargo en dictar un drástico bloqueo económico que se extendió desde marzo de 1918, hasta comienzos de 1920 (pocos meses antes de la derrota defini­tiva del último «ejército blanco» de Wrangel) y que impedía incluso la llegada a Rusia de los envíos solidarios que los proletarios de otros países hacían a sus hermanos de clase, en Rusia.

Así, la población se vio privada, por ejemplo, de combustible. El frío sem­braba Rusia de cadáveres. Como conse­cuen­cia del cerco establecido por los capitalistas, el carbón de Ucrania se mantuvo inaccesible hasta 1920 y el petróleo de Bakú y el Caucaso estuvo en manos inglesas desde el verano de 1918 hasta finales de 1919. El total de combustible que llegaba en aquel momento a las ciudades rusas, no suponía ni siquiera el 10 % de los suministros normales antes de la Primera Guerra mundial.

En las ciudades se pasaba un hambre atroz. Desde la guerra imperialista el azúcar y el pan, se encontraban racio­nados. Con la guerra civil, el bloqueo económico, y el sabotaje de los campe­sinos que escondían gran parte de la cosecha, para después venderlas en el mercado negro, ese racionamiento alcanzó niveles infrahumanos. En Agosto de 1918, cuando se habían ya agotado por completo las existencias de víveres en los almacenes de las ciudades, se decidió diferenciar las raciones:

  los obreros de la industria pesada recibían la ración de primera categoría, que proporcionaba aproximadamente de 1200 a 1900 calorías/día, es decir la cuarta parte de sus necesidades reales. Este tipo de ración se hizo luego extensiva, con el transcurso de la guerra civil, a los familiares de los alistados en el Ejército rojo.

  la ración inferior representaba la cuarta parte de la anterior, y era la que se proporcionaba a los burgueses. El resto de los trabajadores obtenía una ración «media», tres veces mayor que la inferior.

En Octubre de 1919, con el general blanco Yudenitch a las puertas de Petrogrado, Trotski describe a la pobla­ción que tenía que encargarse de frenar las acometidas de los guardias blancos, como un amasijo de espectros:

«Por aquella época, los obreros de Petrogrado tenían un aspecto lamentable, con sus caras pardas como la tierra por falta de alimento, con sus trajes que se les caían de lo rotos, con sus botas agujereadas, que muchas veces ni siquiera casaban» ([19]).

En enero de 1921, aún después de acabada la guerra civil, la ración de pan negro es de 800 gramos para los trabaja­dores de las empresas a fuego continuo, y de 600 gramos para diversos trabaja­dores de choque; y se rebaja a 200 gra­mos para los portadores de la «carta B» (parados). Lo mismo puede decirse del arenque, que otras veces había ayudado a salvar la situación y que ahora faltaba por completo. Las patatas llegaban casi siempre heladas a las ciudades, pues el estado de las vías férreas y de las locomotoras era lamentable (el 20 % de su potencial de antes de la guerra). A principios del verano de 1921, una hambruna atroz sacudió las provincias orientales, así como la región del Volga. Existían en ese momento según las estadísticas reconocidas por el propio Congreso de los Soviets entre 22 y 27 mi­llones de necesitados, que padecían hambre, frío, epidemias de tifus ([20]), difteria, gripe...

A los escasos suministros, se unía la especulación. Para conseguir algo con lo que completar las raciones oficiales, había que recurrir al mercado negro: la «sujarevka» (nombre tomado de la Plaza Sujarevski de Moscú, donde se realizaban semiclandestinamente este tipo de transacciones). La mitad del grano que llega a las ciudades viene del comisa­riado de Abastecimiento, la otra mitad se consigue en el mercado negro (a un precio 10 veces superior al oficialmente fijado). Existe otra forma de sobrevivir: el estraperlo, el transporte ilegal de productos manufacturados al campo, para intercambiarlos allí con los campe­sinos por víveres. Pronto, la tipología de la revolución acuñó un nuevo personaje: el «hombre del saco» que en desvenci­jados trenes de mercancías, lleva a los pueblos sal, cerillas, a veces un par de botas o un poco de petróleo en una botella, para cambiarlos por unos kilos de patatas y algo de harina. En Septiem­bre de 1918, el Gobierno reconoció tácitamente el estraperlo, limitándolo únicamente a 1’5 puds (aproximada­mente 25 kilos) de trigo. Desde entonces el hombre del saco pasó a denominarse el «hombre del pud y medio», sin que cesara de proliferar. Cuando en las fábricas se empezó a pagar en los propios productos que los obreros fabricaban, se extendió igualmente la práctica de que los propios trabajadores se transformaban en «hombres del saco», vendiendo por los pueblos, correas, herramientas...

En cuanto a las condiciones de trabajo, la tremenda miseria, el aisla­miento de la revolución y la guerra civil, las agravaron brutalmente, dando al traste con las reivindicaciones obreras e incluso con las medidas que el propio Gobierno adoptaba para satisfacerlas:

«Cuatro días después de la revolución, se publicó un decreto que establecía la jornada de 8 horas, y la semanal de 48 horas, prohibiendo el trabajo a los menores de 14 años y limitando el de las mujeres. Un año después el Narkomtrud (comisariado del pueblo para el Trabajo) tuvo que volver a recordar la obligato­riedad de este decreto. Estas prohibiciones tuvieron poco efecto, en el periodo de extrema escasez de mano de obra de la guerra civil» ([21]).

Lenin mismo que había abominado del «taylorismo», es decir del trabajo a destajo, calificándolo como el «encadenamiento del hombre a la máquina», cedió final­mente a las exigencias de incrementar la producción, instituyendo los «sábados comunistas», por los que los trabajadores apenas recibían una comida, que además por lo general acababan pagando, convencidos de estar apoyando la revolución. En la confianza aún de que la revolución proletaria podía ser inminente en Europa, defendiendo por tanto en ese sentido la supervivencia del bastión proletario, privados además como veremos más adelante de sus Soviets, de sus asambleas obreras, de su lucha de clases contra la explotación capitalista, los sectores más combativos y más conscientes de la clase trabajadora se fueron progresivamente encadenando a las formas más brutales de la explota­ción capitalista vigente en Rusia.

Aún así a pesar de esa sobreexplotación, las fábricas rusas, producían cada vez menos, por un lado por la propia pérdida de productividad de un proleta­riado desnutrido, pero también por el propio caos de la economía rusa: Aún en 1923, tres años después del final de la guerra civil, el conjunto de la industria rusa, funcionaba al 30 % de la capacidad de 1912. Sólo en la pequeña industria, la productividad del obrero era el 57 % de la de 1913. Esta pequeña industria, desarrollada sobre todo a partir de 1919, era en gran parte rural (de hecho su producción era esencialmente de herra­mientas, ropa, muebles..., para el merca­do campesino local) y en ella los obreros trabajaban en condiciones muy similares a las de la agricultura (el trabajo por horas, en particular). Habida cuenta de las dificilísimas condiciones de existencia en las ciudades, que antes veíamos, gran parte de los trabajadores emigró al campo, y se integró dentro de esta producción a pequeña escala. Y aún dentro de las ciudades, los obreros dejaban las grandes factorías para entrar a trabajar en pequeños talleres, donde podían obtener piezas para intercambiar con el campesinado. En 1920, el número total de asalariados en la industria era de 2 200 000 trabajadores, de los cuales sólo 1400 000 estaban empleados en estable­cimientos de más de 30 obreros.

Con la entrada en vigor de la NEP (Nueva política económica) en 1921 ([22]), las empresas del Estado, tienen que hacer frente a la competencia de los capitalistas «privados» de Rusia, o a los recién llegados inversionistas extranjeros, por lo que, como en cualquier economía capitalista, el Estado-patron necesitaba producir más y más barato. Tras la desmovilización de la guerra civil, y la entrada en vigor de la NEP, se produjo una oleada de despidos, que por ejemplo en los ferrocarriles, alcanzó a la mitad de la plantilla. El paro empezó a extenderse con fuerza a partir de 1921. En 1923 había en Rusia 1 millón de parados oficialmente censados.

La cuestión campesina

El campesinado representaba en Rusia el 80 % de la población. En la insurrección el congreso de los Soviets adoptó el «Decreto sobre la tierra», que trata de hacer frente a la necesidad de decenas de millones de campesinos, de hacerse con un trozo de tierra del que poder alimentarse, y al mismo tiempo, eliminar las grandes propiedades agrarias, que no sólo eran el azote de esos campesinos, obligados a trabajar en condiciones arcaicas, sino además el punto de apoyo de la contrarrevolución. Sin embargo, las medidas tomadas no contribuyeron a formar grandes unidades de explotación, en las que los trabajadores agrícolas, pudieran ejercer un mínimo control obrero. Al contrario, a pesar de iniciativas como los «comités de trabajadores agrícolas», o como luego los Koljozi («granjas colectivas»), o los Sovjozi («granjas soviéticas», llamadas también «fábricas socialistas de grano», pues su misión era la de abastecer de cereales al proletariado de las ciudades, lo que se extendió fue la pequeña unidad campe­sina, de dimensiones ridículas, y que apenas daba para subsistir a la propia familia del campesino. Las explotaciones agrarias de menos de 5 hectáreas, que en 1917 representaban el 58 % del total, alcanzaron en 1920, el 86 % del total de la tierra cultivable. Por supuesto estas explotaciones, dado los exiguo de su producción, no podían suponer ningún alivio para el hambre en las ciudades. Las medidas de «requisa forzosa» con que los bolcheviques intentaron en un primer momento obtener los alimentos que se necesitaban para cubrir las necesidades del proletariado y del Ejército rojo se saldaron no sólo con un fracaso lamentable en cuanto a la cantidad de lo recolectado, sino que además empujó a gran parte de estos campesinos a los ejércitos blancos, o bien a bandas armadas, a menudo muy numerosas, que combatían a veces a los ejércitos blancos y a veces a los bolcheviques, como fue el caso del anarquista Majno en Ucrania.

A partir del verano de 1918, el Estado trató de apoyarse en los campesinos medios, para obtener mejores resultados: en el primer año de la revolución, el Comisariado de Abastos, había recogido apenas 780 mil toneladas de grano; de Agosto de 1918 a Agosto de 1919 consiguió dos millones de toneladas. Sin embargo, el campesino propietario de una explotación agrícola «media», no estaba dispuesto a colaborar:

«El campe­sino medio produce más artículos alimen­ticios de los que necesita, y en cuanto tiene excedentes de cereales, se convierte en un explotador del obrero hambriento (...) Aquí está nuestra misión fundamental, y en ello estriba la contradicción funda­mental; el campesino, en cuanto que trabajador, de hombre que vive de su propio trabajo, que ha padecido la opresión del capitalismo está al lado del obrero; pero el campesino, en su calidad de propietario, del que tiene excedentes de cereales, está acostumbrado a conside­rarlos como propiedad suya, que puede vender libremente» ([23]).

Tampoco aquí podían los bolcheviques llevar a la práctica otra política, que la que les venía impuesta por el curso desfavorable de la relación de fuerzas entre la revolución obrera y el capitalismo dominante. La solución a ese cúmulo de contradic­ciones, no estaba en las manos del Estado ruso, ni residía en las relaciones entre el proletariado y el campesinado en Rusia. La solución, sólo podía venir del proletariado internacional:

«En el IXº Congreso del Partido, en marzo de 1919, que proclamó la política de conci­liarse con el campesino medio, Lenin tocó uno de los puntos dolorosos de la agricul­tura colectiva; se conseguiría ganar al campesino medio para la sociedad comunista «únicamente... cuando facili­temos y mejoremos las condiciones económicas de su vida». Pero ahí estaba la dificultad. «Si pudiésemos darle maña­na 100 000 tractores de primera clase, dotados de gasolina, suministrarle mecá­nicos (sabéis muy bien que por el mo­mento esto es pura utopía), el campesino medio diría: ’estoy a favor de la comuna (es decir del comunismo).’ Pero para hacer eso es necesario primero vencer a la burguesía internacional, obligarla a que nos dé esos tractores». Lenin no seguía el silogismo. Edificar el socialismo en Rusia era imposible sin la agricultura sociali­zada, y socializar la agricultura era imposible sin tractores, y obtener tractores era imposible sin una revolución proletaria internacional» ([24]).

La economía de los primeros años de la revolución en Rusia, no esta marcada, ni en el periodo del «comunismo de guerra», ni en el de la NEP, por ningún vestigio de socialismo, sino por las asfixiantes condiciones que el aisla­miento impone a la revolución:

«Más aún teníamos razón nosotros al pensar que si la clase obrera europea hubiera conquis­tado el poder antes, habría tomado a remolque a nuestro país atrasado –por la economía y la cultura–, y así nos habría sin duda alguna ayudado por medio de la técnica y la organización y nos habría permitido, corrigiendo y modificando en parte o totalmente nuestros métodos de comunismo de guerra, dirigirnos hacia una economía socialista verdadera» ([25]).

La derrota de la oleada revolucionaria del proletariado mundial, llevó también a la muerte al bastión proletario ruso. A partir de la muerte de la revolución pudo reconstruirse en Rusia, una nueva burguesía:

«La burguesía rusa se recons­truye con la degeneración interna de la revolución, no a partir de la burguesía zarista, eliminada por el proletariado en 1917, sino a partir de la burocracia parasitaria del aparato de Estado, con el que se confundió cada vez más, bajo la dirección de Stalin, el Partido bolchevi­que. Es esta burocracia del Partido-Estado la que al eliminar, a finales de los años 20, todos los sectores susceptibles de reconstruir una burguesía privada y a los que se había aliado para asegurar la gestión de la economía (propietarios campesinos, especuladores de la NEP) tomó el control de esta economía» ([26]).

El agotamiento de los consejos obreros

Como consecuencia del aislamiento de la revolución, se producen no sólo el hambre y las guerras, sino también la progresiva pérdida del principal capital de la revolución: la acción masiva y consciente de la clase obrera, que veíamos extenderse y profundizarse entre febrero y octubre de 1917 ([27]).

A finales de 1918, el número de obreros de Petrogrado era el 50 % del que existía finales de 1916, y en el otoño de 1920, al final de la guerra civil, la que había sido cuna de la revolución había perdido casi el 58 % de la población total. Moscú, la nueva capital, se había despoblado en un 45 %, y el conjunto de las capitales de provincia en un 33%. Gran parte de esos trabajadores se alistaron en el Ejército rojo, o se pusieron al servicio del Estado:

«Cuando las cosas se pusieron graves en el frente, nos volvimos al Comité central del partido y al Presidium del comité central sindical y de esas dos fuentes enviamos proletarios destacados al frente y allí crearon el Ejército rojo a su propia imagen y seme­janza» ([28]).

Cada vez que el Ejército rojo, com­puesto mayoritariamente de campesinos, retrocedía en desbandada o cundían las deserciones, se reclutaban brigadas de los trabajadores más decididos y conscientes, para colocarlos en vanguardia de las operaciones militares o como «barrera de contención» contra las deserciones campesinas. Pero también, cada vez que había que tomar la responsabilidad de reprimir el sabotaje, de organizar el caos de los suministros, los bolcheviques recurrían a la célebre consigna de Lenin: «¡Aquí hace falta energía proletaria!», y así, esa energía de la clase revolucionaria, se fue alejando cada vez más de los centros donde había nacido, y donde se había acrisolado: los Consejos Obreros, los Soviets, y se fue integrando, cada vez más, en el servicio del Estado, es decir, a la larga, en la burocracia parasitaria, en el órgano que sería el motor de la contrarrevolución ([29]). Como consecuencia de ello, se produjo una progresiva desvitalización de esos mismos Soviets:

«Cuando la tarea principal del go­bierno era organizar la resistencia al enemigo y nos era obligado rechazar todos los ataques, la dirección se ejercía casi exclusivamente mediante órdenes y la dictadura del proletariado revestía, naturalmente, la forma de una dictadura proletaria militar. Entonces, los amplios órganos de poder soviético, las asambleas plenarias de los Soviets casi desapare­cieron y la dirección pasó exclusivamente a los Comités ejecutivos, es decir, a órganos limitados, a comités de tres o cinco personas, etc. Con frecuencia, sobre todo en las regiones próximas a la línea del frente, los órganos «regulares» del poder soviético, es decir los órganos elegidos por los trabajadores, fueron reemplazados por los «comités revolucionarios» locales que, en lugar de someter los problemas a examen de las asambleas de masas, los resolvían por propia iniciativa» ([30]).

Y esa pérdida de reflexión y discusión colectivas, se daba no sólo en las asambleas, en los soviets locales, sino a todo lo largo y ancho del tejido de los consejos obreros. A partir de 1918, el Congreso soberano de los Soviets, que debía reunirse, cada tres meses, pasó a hacerlo una vez al año. Incluso el Comité central de los Soviets, en muchas ocasiones no podía llevar adelante discusiones y decisiones colectivas. Cuando en el VIIº Congreso de los Soviets (diciembre de 1919), la represen­tante del Bund (Partido comunista judío) pregunta qué ha estado haciendo el Comité ejecutivo central, Trotski le res­ponde: «¡El CEC está en el frente de batalla!».

Al final, no sólo las decisiones sino la vida política misma se concentraban en las manos del partido bolchevique. Kamenev en el IXº Congreso del Partido bolchevique señalaba: «Administramos Rusia, y no podemos administrarla más que a través de los comunistas» (el subrayado es nuestro). Nosotros estamos de acuerdo, en cambio, con Rosa Luxemburgo, quien en La Revolución rusa (op. cit.) critica:

«“Gracias a la lucha abierta y directa por el poder –escribe Trotski– las masas trabajadoras acumu­lan en un tiempo brevísimo una gran experiencia política, y en su desarrollo político trepan rápidamente un peldaño tras otro”. Aquí Trotski se refuta a sí mismo y a sus amigos. ¡Justamente porque es así, bloquearon la fuente de la expe­rien­cia política y este desarrollo ascen­dente al suprimir la vida pública! (...) Las tareas gigantescas que los bolcheviques asumieron con coraje y determinación exigen el más intenso entrenamiento político y acumulación de experiencias por las masas!».

En ese mismo sentido se expresó la Izquierda comunista italiana, al trazar un balance de las causas de la derrota de la Revo­lución rusa:

«Aunque Marx, Engels, y sobre todo Lenin hubieran señalado muchas veces la necesidad de oponer al Estado su antídoto proletario, capaz de impedir su degeneración, la revolución rusa, lejos de asegurar el mantenimiento y la vitalidad de las organizaciones de clase del proletariado, las esteriliza al incorporarlas al aparato de Estado, devorando así su propia sustancia» (Bilan nº 28).

Poco importó que para tratar de preservar el peso político de la clase obrera, se primara la representación de ésta en el Estado (un delegado por cada 25 mil obreros, mientras que 125 mil cam­pesinos, elegían también un solo delegado), ya que el problema era la absorción de esos trabajadores en el propia maquinaria reaccionaria del Estado.

Finalmente, cuando se completó la derrota de la revolución proletaria en Europa, ni siquiera el férreo control que sobre la sociedad mantenía el Partido Bolchevique, pudo evitar que el capita­lismo dominante a nivel mundial y por tanto también en la propia Rusia, atrapara el Estado, y lo llevara en una dirección absolutamente opuesta a la que preten­dían los comunistas:

«La máquina escapa de las manos de quien la conduce: se diría que hay quien maneja el volante y conduce esta máquina, pero que ésta sigue una dirección diferente a la que se quiere, como si estuviera controlada por una mano secreta, clandestina que sólo Dios sabe de quién es, puede ser de un especulador o de un capitalista privado, o de ambos a la vez. El hecho es que la máquina no va en la dirección que quiere el que está al volante, a veces va más bien en sentido contrario» ([31]).

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«Los bolcheviques temían que la contra­rrevo­lución viniera con los ejércitos blan­cos y otras expresiones directas de la burguesía, y defendieron la revolución contra esos peligros. Temían la vuelta de la propiedad privada a través de la persistencia de la pequeña producción, y en particular del campesinado. Pero el peor peligro de la contrarrevolución, no vino ni de los «Kulaks», ni de los obreros desgraciadamente masacrados en Krons­tadt, ni del «complot blanco» que los bolcheviques veían tras esta revuelta. Fue sobre el cadáver de los obreros alemanes masacrados en 1919 como la contrarre­vo­lución ganó, y fue a través del aparato burocrático de lo que se suponía debía ser el «semi-Estado» del proletariado como se expresó más poderosamente» ([32]).

La salida a la situación creada, con la insurrección de Octubre de 1917, no estaba en Rusia. Como señaló Rosa Luxemburgo: «En Rusia solamente podía plantearse el problema. No podía resolverse». La clave de la evolución de la situación estaba en el proletariado internacional. En realidad, mientras se esperaba la respuesta de éste, la oleada revolucionaria que siguió a la Primera Guerra mundial, iba siendo aplastada, como veremos en el próximo artículo de esta serie. De este modo, el curso de los acontecimientos en Rusia, estuvo mar­cado por una acumulación de contradic­ciones, de búsqueda desesperada de soluciones, sin poder cortar el «nudo gordiano» de todas ellas: la extensión de la revolución:

«En todo caso, la situación fatal en que hoy se encuentran los bolche­viques es, al igual que la mayoría de sus errores, una consecuencia del carácter, por el mo­mento insoluble, del problema al que están confrontados por el proletariado internacional, y en primera línea por el proletariado alemán. Realizar la dicta­dura del proletariado y la revolución socialista en un sólo país, cercado por una bestial dominación reaccionaria imperia­lista y asediado por la más sangrante de las guerras generales que haya conocido la historia humana, es la cuadratura del círculo. Cualquier partido revolucionario estaría condenado a fracasar en esta tarea y a perecer, por mucho que base su política en la voluntad de vencer y la fe en el socialismo internacional, o en la confianza en sí mismo» ([33]).

La Revolución rusa ha sido la expe­riencia más importante, la más rica de enseñanzas de la historia del movimiento obrero. Las futuras luchas revolucionarias del proletariado no lo serán si no hacen el esfuerzo de volver a hacer suyas sus múltiples lecciones. Pero, sin lugar a du­das, la primera de esas lecciones es la confirmación del ya antiguo y nunca tan actual grito de guerra del marxismo: «Proletarios de todos los países, ¡uníos!» y el convencimiento de que esa consigna no es una «idea hermosa» sino la condi­ción previa y vital para el triunfo de la revo­lución comunista. El aislamiento internacional es la muerte de la revo­lución.

 

[1]) Idem

[2]) La primera constitución soviética de 1918 reconocía la ciudadanía «a todos los extranjeros que residan en el territorio de la Federación Soviética con tal de que pertenezcan a la clase obrera o al campesinado que no explota mano de obra».

 

[3]) Radek, citado por E.H. Carr, La Revolución bolchevique.

 

[4]) «Manifiesto de la Internacional comunista a los proletarios del mundo entero», en Los Cuatro primeros congresos de la Internacional comunista.

 

[5]) Las sesiones del IIº Congreso de la IC se celebraron ante un mapa donde se reflejaban los avances del Ejército rojo, en su contraataque sobre Polonia en verano de 1920. Como es sabido, lo único que logró esta incursión militar fue que los proletarios polacos cerraran filas en torno a su burguesía, siendo así derrotado el Ejercito rojo a las puertas de Varsovia.

 

[6]) Trotski, citado por E.H. Carr, op. cit.

 

[7]) En enero de 1918, estalló una huelga de medio millón de obreros en Berlín, que se extendió a Hamburgo, Kiel, el Rhur, Leipzig..., y se constituyeron los primeros Consejos obreros. Al mismo tiempo surgieron revueltas obreras en Viena y Budapest, que incluso la mayoría de periodistas burgueses (cf. E. H. Carr, op. cit.) decían que estaban relacionadas con la Revolución rusa, y más concretamente con las negociaciones de Brest-Litovsk.

 

[8]) Ver en la Revista internacional, nos 8 y 9: «La Izquierda comunista en Rusia».

 

[9]) Lenin, Obras escogidas.

 

[10]) «La responsabilidad histórica», Cartas de Spartacus, nº 18. Editada –en francés– en Rosa Luxembourg, Contre la guerre, par la revolution.

 

[11]) Ver en Revista internacional nº 8: «La Izquierda comunista en Rusia», y Revista internacional nos 12 y 13: «Octubre de 1917: principio de la revolución proletaria».

Ver también nuestro folleto –en francés– El periodo de transición del capitalismo al socialismo, donde a propósito de la experiencia rusa, examinamos el problema de las negociaciones del bastión proletario con los gobiernos capitalistas.

 

[12]) «Tesis del Iº Congreso de la IC sobre la situación internacional y la política de la Entente», en Los cuatro primeros congresos de la Internacional comunista.

 

[13]) Citado en E. H. Carr, op. cit.

 

[14]) E.H. Carr, op. cit.

 

[15]) Este Gobierno llegó a controlar todo el medio y bajo Volga. En octubre de 1918, se produjo el levantamiento de 400 mil “alemanes del Volga” que instituyeron en ese territorio una “Comuna de obreros”. La llamada “legión checa” eran prisioneros de guerra checoslo­vacos que fueron autorizados por el Gobierno ruso a abandonar Rusia por Vladivostok. En el camino 60 mil de los 200 mil con que contaba la expedición, se amotinaron, (hay que decir también que cerca de 12 000 soldados de esta “legión” engrosaron el Ejército rojo) creando bandas armadas dedicadas al saqueo y al terror.

 

[16]) Este antiguo socialrevolucionario sirvió en septiembre de 1917 de intermediario clandestino entre Kerensky y Kornilov. En enero de 1918 organizó un atentado contra Lenin, y luego fué nombrado representante de los “blancos” en París, donde por supuesto se codeaba no sólo con los servicios secretos de los “aliados”, sino con ministros, generales..., que en premio a su “democrática” labor le pusieron al mando de las escuadras de saboteadores, los llamados “verdes”.

 

[17]) Ver en la Revista internacional no 3, «La degeneración de la revolución rusa»; en las nos 8 y 9, «La Izquierda comunista en Rusia»; en las nos 12 y 13, «Octubre de 1917: principio de la revolución proletaria».

 

[18]) El socialismo jamás existió en Rusia, ya que exige la victoria a escala mundial del proletariado sobre la burguesía. La política económica de un bastión proletario aislado no puede sino ser dictada por el capitalismo dominante a escala mundial. El “socialismo en un sólo país” no es más que el taparrabo de la contrarrevolución estalinista, como siempre lo han denunciado los revolucionarios. Convidamos el lector interesado por estudiar más profundamente este tema a consultar la Revista internacional no 3, “la degeneración de la Revolución rusa”, o el capítulo “La Revolución rusa y la corriente consejista” en nuestro folleto Rusia 1917, comienzo de la Revolución mundial”.

 

[19]) Mi vida.

 

[20]) Las epidemias de tifus fueron tan extensas y tan repetidas, que Lenin mismo sostuvo: «o la revolución acaba con los piojos o los piojos acaban con la revolución».

 

[21]) E.H. Carr, op. cit.

 

[22]) A pesar de lo que entonces pensaban muchos de los miembros de la Izquierda comunista en Rusia, la NEP, no significaba una vuelta al capitalismo, pues en Rusia nunca hubo una economía socialista. Tomamos posición frente a esta cuestión de la NEP, en Revista internacional no 2: «Respuesta a Workers Voice», y nos 8 y 9: «La Izquierda comunista en Rusia».

 

[23]) Lenin, citado en E.H. Carr, op. cit.

 

[24]) E. H. Carr, op. cit.

 

[25]) Lenin, «La NEP y la revolución», en Teoría económica y Economía política en la construcción del socialismo.

 

[26]) De nuestro suplemento: No muere el comunismo, sino su peor enemigo el estalinismo.

 

[27]) Ver artículo en Revista internacional no 71.

 

[28]) Trotski, citado en E. H. Carr, op. cit.

 

[29]) Hemos expuesto nuestra posición sobre el papel del Estado en el periodo de transición, y las relaciones de los Consejos obreros con ese Estado, precisamente sacando lecciones de la experiencia rusa en el folleto El periodo de transición del capitalismo al socialismo, y en Revista internacional nos 8, 11, 15, 18. Asimismo, sobre nuestra crítica a la idea de que el partido toma el poder en nombre de la clase obrera, ver Revista internacional nos 23 y 34-35.

 

[30]) Trotski, La Teoría de la revolución permanente.

 

[31]) Lenin, Informe político del Comité central al Partido, 1922.

 

[32]) Introducción al folleto de la CCI: El periodo de transición del capitalismo al socialismo, editado en francés.

 

[33]) Rosa Luxemburgo: «La tragedia rusa». Cartas de Spartacus, nº 11, sept. de 1918.