Caos imperialista, desastre ecológico
Hace más de un siglo, Friedrich Engels predijo que, dejada a su aire, la sociedad capitalista arrastraría a la humanidad a la barbarie. Y así es: durante los últimos cien años, la guerra imperialista no ha cesado de aportar su serie de hechos cada vez más graves y abominables, desgraciada ilustración de aquella previsión. Hoy, el mundo capitalista ha abierto una nueva vía al desastre que se avecina, por así decirlo, a rematar la ya bestial de la guerra imperialista: la de una catástrofe ecológica “man-made” – o sea “fabricada por el hombre” – que en el espacio de unas cuantas generaciones, podría transformar la Tierra en un planeta tan inhóspito para la vida humana como Marte. Por muy conscientes que sean los defensores del orden capitalista de semejante perspectiva, nada en absoluto podrán contra ella, por la sencilla razón de que es la propia perpetuación contra natura de su modo de producción agonizante lo que provoca tanto la guerra imperialista como la catástrofe ecológica.
El sangriento descalabro en que ha desembocado la invasión de Irak por la “coalición” dirigida por Estados Unidos en 2003, ha sido una señal fatídica en el desarrollo de la guerra imperialista hacia la destrucción misma de la sociedad. Cuatro años después de la invasión, muy lejos de ser “liberado”, Irak se ha transformado en lo que púdicamente los periodistas burgueses llaman “una sociedad bloqueada” en donde la población, tras haber sufrido las matanzas de la Guerra del Golfo de 1991, tras haber quedado, después, exangüe durante una década de sanciones económicas ([1]), está día tras día sometida a los atentados suicidas, a los pogromos de todo tipo de “insurgentes”, a los asesinatos de los escuadrones de la muerte del ministerio del Interior o la eliminación arbitraria por parte de las fuerzas de ocupación. La situación en Irak no es sino el epicentro de un proceso de desintegración y de caos militarizados que se extiende por Palestina, Somalia, Sudan, Líbano hasta Afganistán que amenaza constantemente con tragarse a nuevas regiones del planeta entre las que no hay que excluir, ni mucho menos, a las metrópolis capitalistas centrales, como lo han demostrado los atentados terroristas de Nueva York, Madrid y Londres durante esta primera década del nuevo siglo. Lejos de construir un nuevo orden mundial en Oriente Medio, el poder militar norteamericano no ha hecho más que propagar un caos militar sin límites.
En cierto modo no hay nada nuevo en lo que a matanzas militares masivas se refiere. La Primera Guerra mundial de 1914-18 fue ya un paso de gigante en el “porvenir” de barbarie. Al mutuo degüello de millones de jóvenes obreros enviados a las trincheras por sus amos imperialistas respectivos le sucedió una pandemia, la llamada “gripe española”, que se llevó por delante a varios millones más, a la vez que las naciones industriales europeas más poderosas del capitalismo se encontraban económicamente por los suelos. Tras el fracaso de la revolución de Octubre de 1917 y las revoluciones obreras que aquélla inspiró por el resto del mundo durante los años 1920, quedó libre el camino para otro episodio de guerra total todavía más catastrófico, la Segunda Guerra mundial de 1939-45. Fue entonces la población civil el objetivo principal de una matanza de masas sistemática realizada por las fuerzas aéreas. Fue entonces cuando se realizó el genocidio de varios millones de seres humanos perpetrado en el corazón mismo de la civilización europea.
Llegó después la “Guerra fría” entre 1947 y 1989, que produjo una cantidad de masacres tan destructoras como aquéllas, en Corea, en Vietnam, en Camboya y por toda África, y, además, el antagonismo entre EEUU y la URSS conllevaba la amenaza permanente de un holocausto nuclear total.
Lo que es nuevo en la guerra imperialista de hoy no es el nivel absoluto de destrucción, pues los conflictos recientes, aún realizándose con una potencia de fuego incomparablemente más mortífera que antes (al menos en lo que concierne a EEUU) no han llevado todavía al abismo a las concentraciones de población del corazón del capitalismo, como sí había ocurrido durante las dos guerras mundiales. Lo diferente es que el aniquilamiento de toda sociedad humana que provocaría tal guerra, aparece hoy mucho más claramente. En 1918, Rosa Luxemburgo comparaba la barbarie de la Primera Guerra mundial a la decadencia de la Roma antigua y los sombríos años que la siguieron. Hoy ni siquiera esa comparación parece la adecuada para expresar el horror sin fin que la barbarie capitalista nos reserva. A pesar de la brutalidad y el caos destructor de las dos guerras mundiales del siglo pasado, siempre les quedaba una perspectiva – por muy ilusoria que fuera en fin de cuentas – de reconstruir un orden social en interés de las potencias imperialistas dominantes. Los focos de tensión de la época contemporánea, al contrario, no “ofrecen” a los protagonistas en guerra más perspectiva que la de caer todavía más bajo en una fragmentación social a todos los niveles, en una descomposición del orden social, en un caos sin fin.
La mayor parte de la burguesía estadounidense se ha visto obligada a reconocer que su estrategia imperialista de imponer unilateralmente su hegemonía mundial, ya sea en lo diplomático como en lo militar o ideológico, se ha ido al garete. El Informe del Grupo de Estudios sobre Irak (Irak Study Group), presentado en el Congreso norteamericano no ha ocultado esa evidencia. En lugar de fortalecer el prestigio del imperialismo americano, la ocupación de Irak ha acabado debilitándolo a casi todos los niveles. Pero ¿qué alternativa a la política de Bush proponen las críticas más severas en el seno de la clase dominante de EEUU? La retirada es imposible sin debilitar todavía más la hegemonía norteamericana e incrementar el caos. La división de Irak en base a los grupos étnicos tendría los mismos resultados. Algunos incluso proponen volver a la política de “contención” como durante la Guerra fría. Pero es evidente que no puede volverse al orden mundial de dos bloques imperialistas. Por eso, el descalabro en Irak es mucho peor que el de Vietnam pues, contrariamente a esta guerra, es ahora al mundo entero al que Estados Unidos intenta contener y no sólo al que era, en aquel entonces, su bloque rival, la URSS.
Por eso, a pesar de las agrias críticas del ISG y del control del Congreso americano por el partido demócrata, el presidente Bush ha sido autorizado a aumentar en al menos 20 000 soldados enviados a Irak, lanzándose además a una nueva política de amenazas militares y diplomáticas hacia Irán. Sean cuales sean las estrategias alternativas que esté estudiando la clase dominante de EEUU, se verá, tarde o temprano, obligada a dar una nueva prueba sangrienta de su estatuto de superpotencia con unas consecuencias todavía más abominables para las poblaciones del mundo. Y eso incrementará más todavía la extensión de la barbarie.
Eso no es el resultado ni de la incompetencia ni de la arrogancia de la administración republicana de Bush y de los neoconservadores como así no paran de repetirnos las burguesías de las demás potencias imperialistas. Dejar las cosas en manos de Naciones Unidas o abogar por la “cooperación multilateral” no es una opción más, como lo pregonan esas burguesías y los pacifistas de todo tipo. Desde 1989, Washington lo comprendió perfectamente: la ONU se había vuelto una tribuna para atajar los proyectos norteamericanos, un lugar donde sus rivales menos poderosos podían retrasar, diluir y hasta imponer un veto a la política de EEUU para impedir que se debilitaran sus propias posiciones. Al presentar a EEUU como único responsable de la guerra y el caos, Francia, Alemania y los demás, lo que hacen resaltar es la parte que plenamente les incumbe en la lógica destructora actual del imperialismo: una lógica en la cada cual juega para sí y debe oponerse a todos los demás.
No es de extrañar que las manifestaciones regulares sobre el tema de “Stop the War” – “¡Alto a la guerra!” – en las grandes ciudades de las potencias más importantes den en general un ruidoso apoyo a los pequeños hampones imperialistas de Oriente Medio, como los insurgentes de Irak o Hizbolá de Líbano que luchan contra Estados Unidos. Lo que eso revela es que el imperialismo es un proceso que ninguna nación puede evitar. Eso significa que la guerra no solo es la consecuencia de la agresión de las potencias mayores.
Otros siguen proclamando, contra las evidencias, que la aventura americana en Irak es una “guerra por el petróleo”, ocultando así por completo el peligro que significan los objetivos geoestratégicos fundamentales de la potencia estadounidense. Es ésa una gran subestimación de la gravedad de la situación actual. En realidad, el callejón sin salida en que está metido en imperialismo americano en Irak no es sino la expresión del atolladero general en que está metida la sociedad capitalista. George Bush padre anunció que con la desaparición del bloque ruso se abría una nueva era de paz y estabilidad, un “nuevo orden mundial”. Rápidamente, sobre todo con la primera guerra del Golfo y luego con el feroz conflicto en Yugoslavia, en el corazón de Europa, la realidad se encargaría de desmentir aquella previsión. Los años 90 no fueron los del orden mundial, sino los de un caos bélico creciente. Ironías de la historia, será el George Bush hijo el actor de primer plano en el nuevo paso decisivo de un caos irreversible.
A la vez que el capitalismo en descomposición estimula su carrera imperialista hacia una barbarie cada vez más evidente, también ha acelerado el asalto contra la biosfera con tal ferocidad que un holocausto climático creado artificialmente podría también aniquilar la civilización y la vida humanas. Según el consenso al que han llegado los científicos en temas ecológicos del planeta, en el informe de febrero de 2007 del Grupo intergubernamental de expertos en evolución del clima (GIEC), queda claro que la teoría según la cual el calentamiento del planeta, debido a la acumulación de elevadas tasas de dióxido de carbono en la atmósfera, se debería a la combustión a gran escala de energías fósiles, ya no es una simple hipótesis, sino considerada como “muy probable”. El dióxido de carbono de la atmósfera retiene el calor del sol reflejado por la superficie de la Tierra, irradiándolo por el aire ambiente y provocando así el “efecto invernadero”. Ese proceso se inició hacia 1750, al principio de la revolución industrial capitalista y, desde entonces, el incremento de las emisiones de dióxido de carbono y el calentamiento del planeta no han cesado de aumentar. Desde 1950, ese doble incremento se aceleró en paralelo con la subida de la curva de crecimiento, y se han alcanzado nuevos récords de temperatura planetarios prácticamente cada año durante la última década. Las consecuencias de ese calentamiento del planeta ya han empezado a aparecer a una escala alarmante: un cambio en el clima que provoca a la vez sequías a repetición e inundaciones a gran escala, oleadas de calor mortales en Europa del Norte y unas condiciones climáticas extremas muy destructivas que, a su vez, son ya responsables del incremento de hambrunas y enfermedades en el Tercer mundo y de la ruina de ciudades enteras como Nueva Orleáns tras el paso del huracán Katrina.
No se trata, desde luego, de ponerse ahora a denunciar el capitalismo por haber empezado a quemar energías fósiles o actuar contra el medio ambiente con consecuencias imprevistas o peligrosas. En realidad, esto ocurre desde los albores de la civilización humana:
“Los hombres que en Mesopotamia, Grecia, Asia Menor y otras regiones talaban los bosques para obtener tierra de labor, ni siquiera podían imaginarse que, al eliminar con los bosques los centros de acumulación y reserva de humedad, estaban sentando las bases de la actual aridez de esas tierras. Los italianos de los Alpes, que talaron en las laderas meridionales los bosques de pinos, conservados con tanto celo en las laderas septentrionales, no tenía idea de que con ello destruían las raíces de la industria lechera en su región; y mucho menos podían prever que, al proceder así, dejaban la mayor parte del año sin agua sus fuentes de montaña, con lo que les permitían, al llegar el período de las lluvias, vomitar con tanta mayor furia sus torrentes sobre la planicie. Los que difundieron el cultivo de la patata en Europa no sabían que con este tubérculo farináceo difundían a la vez la escrofulosis. Así, a cada paso, los hechos nos recuerdan que nuestro dominio sobre la naturaleza no se parece en nada al dominio de un conquistador sobre el pueblo conquistado, que no es el dominio de alguien situado fuera de la naturaleza, sino que nosotros, por nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, pertenecemos a la naturaleza, nos encontramos en su seno, y todo nuestro dominio sobre ella consiste en que, a diferencia de los demás seres, somos capaces de conocer sus leyes y de aplicarlas adecuadamente” (Friedrich Engels, El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre).
El capitalismo es sin embargo responsable del enorme acelerón de ese proceso de deterioro del entorno. No a causa de la industrialización en sí, sino como resultado de su búsqueda de la máxima ganancia y, por lo tanto, de la indiferencia ante las necesidades ecológicas y humanas si no coinciden con el objetivo de acumular riquezas. Además, el modo de producción capitalista tiene otras características que acentúan la destrucción desenfrenada del entorno. La competencia intrínseca entre capitalistas, sobre todo entre cada Estado nacional, impide, en última instancia cuando menos, que pueda establecerse la menor verdadera cooperación a escala mundial. Y, relacionado con esa característica, la tendencia del capitalismo a la sobreproducción en su búsqueda insaciable de ganancia.
En el capitalismo decadente, en su período de crisis permanente, la tendencia a la sobreproducción se ha vuelto crónica. Esto se ha plasmado muy claramente desde la Segunda Guerra mundial cuando la expansión de las economías capitalistas se produjo artificialmente, en parte mediante la política de financiación de los déficits, gracias a una extensión gigantesca de todo tipo de endeudamientos en la economía. Esto no llevó a satisfacer las necesidades de las masas obreras que siguieron empantanadas en la pobreza, pero sí a un despilfarro enorme: desde los montones de mercancías sin vender hasta el dumping de millones de toneladas de alimentos, o la producción de una ingente cantidad de productos, desde los automóviles hasta los ordenadores, que se desechan rápidamente, o la gigantesca masa de productos idénticos producidos por diferentes contrincantes en competencia por el mismo mercado.
Además, a la vez que los ritmos de los cambios y de la sofisticación tecnológica aumenta en la decadencia, las innovaciones resultantes, contrariamente a la situación del período de ascendencia del capitalismo, tienden a ser estimulados sobre todo por el sector militar. Al mismo tiempo, en lo que a infraestructuras se refiere (construcción, sistemas sanitarios, producción de energía, sistemas de transporte…), asistimos a muy pocos desarrollos revolucionarios comparándolos con los que caracterizaron el surgimiento de la economía capitalista. En el período de descomposición capitalista, fase final de la decadencia, se produce una aceleración de la tendencia opuesta, un intento de reducir los costes de mantenimiento, incluso de viejas infraestructuras, en busca de ganancias inmediatas. Puede observarse la caricatura de ese proceso en la expansión actual de la producción en China e India, en donde todo tipo de infraestructura industrial brilla por su casi total ausencia. En lugar de proporcionar un nuevo ímpetu a la vida del capitalismo, esa expansión da lugar a niveles de contaminación estremecedores: destrucción de los sistemas fluviales, capas de smog que cubren comarcas enteras, etc.
Este largo proceso de declive, de descomposición, del modo de producción capitalista permite explicar por qué se han incrementado de manera tan dramática las emisiones de dióxido de carbono y el calentamiento del planeta durante las últimas décadas. También permite explicar por qué, ante semejante evolución económica y climática del capitalismo, ese sistema y sus “ejecutivos” serán incapaces de corregir los efectos catastróficos del calentamiento climático.
Esos dos escenarios apocalípticos que pueden destruir la propia civilización humana son en cierto modo reconocidos y hechos públicos por los portavoces y los medias de los dirigentes de todas las naciones capitalistas. El hecho de que recomienden cantidad de soluciones para evitar ese término irremediable no quiere decir que alguno de esos dirigentes y sus acólitos propongan una alternativa realista ante la atroz perspectiva que hemos esbozado. Al contrario, ante el desastre ecológico como ante la barbarie imperialista que genera, el capitalismo es tan impotente en uno como en otro caso.
Los gobiernos del mundo han financiado generosamente, a través de la ONU, las investigaciones del Grupo intergubernamental de expertos sobre la evolución del clima (GIEC) desde 1990, y los medias han divulgado ampliamente sus recientes conclusiones, las más angustiosas.
Los principales partidos políticos de la burguesía de todos los países, por su parte, se han vestido con toda clase de matices del color verde. Pero cuando se mira de cerca, la política ecológica de esos partidos, por muy radical que parezca, oculta deliberadamente la gravedad del problema, pues la única solución posible para solucionarlo pondría el peligro el sistema mismo que tanto alaban. El denominador común de todas esas campañas “verdes” es impedir que se desarrolle una conciencia revolucionaria en una población horrorizada, con razón, por el calentamiento climático. El mensaje ecológico permanente de los gobiernos es que “salvar el planeta es la responsabilidad de cada cual” cuando, en realidad, la gran mayoría está privada de todo poder económico y político, del mínimo control de la producción y del consumo, de todo lo que se produce y cómo se produce. Y la burguesía, que sí tiene ese poder de decisión, tiene menos que nunca la intención de satisfacer las necesidades ecológicas y humanas en detrimento de sus ganancias.
Al Gore, que por poco casi llega a ser presidente de Estados Unidos en 2000, se ha puesto en cabeza de una campaña internacional contra las emisiones de carbono con su película Una verdad inconveniente, obteniendo un Óscar en Hollywood por la manera dinámica con la que trata el peligro de la subida de las temperaturas del planeta, del deshielo en los polos, de la subida de los mares y de todos los estragos resultantes. Pero la película es también una plataforma electoral para el propio Al Gore. No es el único político veterano en tomar conciencia de que al miedo justificado de la población hacia una crisis ecológica puede sacársele tajada en la carrera por el poder propia del juego democrático de los grandes países capitalistas. En Francia, todos los candidatos à la presidencia han firmado el “Pacto ecológico” del periodista Nicolás Hulot. En Gran Bretaña, los principales partidos políticos rivalizan por ver cuál es el más “verde” de todos. El informe Stern pedido por Gordon Brown del Nuevo partido laborista en el poder, se ha plasmado en unas cuantas iniciativas gubernamentales para reducir las emisiones de carbono. David Cameron, jefe de la oposición conservadora, va en bici al Parlamento, aunque, eso sí, los de su entorno llegan detrás en Mercedes.
Basta con examinar los resultados de las políticas precedentes de los gobiernos para reducir las emisiones de carbono para darse cuenta de la incapacidad de los Estados para alcanzar un mínimo de eficacia. En lugar de estabilizar las emisiones de gas de efecto invernadero en el año 2000 a los niveles de 1990, a lo que se habían muy modestamente comprometido los firmantes del protocolo de Kyoto en 1997, hubo un aumento de 10,1% de esas emisiones en los principales países industrializados a finales del siglo pasado, previéndose que la contaminación habrá aumentado… ¡un 25,3 % en 2010! (Deutsche Umwelthilfe)
Basta con constatar la negligencia total de los Estados capitalistas hacia las calamidades que se han abatido sobre el mundo a causa del cambio climático, para juzgar la sinceridad de las interminables peroratas con las mejores intenciones.
Los hay que, tras reconocer que la ganancia es un poderoso factor para no limitar eficazmente la contaminación, creen que puede resolverse el problema sustituyendo las políticas liberales por soluciones puestas en práctica por los Estados. Pero está claro, sobre todo a escala internacional, que los Estados capitalistas, por mucho que se organizaran dentro de sus fronteras, son incapaces de cooperar entre ellos sobre este tema, pues cada uno, por su lado, debería hacer sacrificios. El capitalismo es competencia y hoy más que nunca lo que en él manda es “cada uno por su cuenta”.
El mundo capitalista es incapaz de unirse en torno a un proyecto común tan masivo y costoso como lo sería una transformación completa de la industria y de los transportes para lograr una reducción drástica en la producción de energía que desecha carbono. La principal preocupación de todas las naciones capitalistas es, al contrario, hacerlo todo por utilizar ese problema para promover las propias ambiciones sórdidas de cada uno. Como en el plano imperialista y militar, el capitalismo está, en el ecológico, atravesado por sus divisiones nacionales insuperables y nunca podrá, por lo tanto, responder significativamente a las necesidades más urgentes de la humanidad.
Sería un gran error adoptar una actitud de resignación y pensar que la sociedad humana acabará destruyéndose a causa de esas fuertes tendencias hacia la barbarie que son el imperialismo y la destrucción ecológica. Frente a la inutilidad arrogante de todos esos “parches” que el capitalismo propone para establecer la paz y la armonía con la naturaleza, el fatalismo es una actitud tan errónea como la de creerse ingenuamente esas cataplasmas cosméticas.
Al mismo tiempo que lo sacrifica todo por la ganancia y la competencia, el capitalismo también ha producido, a su pesar, los factores de la superación de su modo de explotación. Ha producido los medios tecnológicos y culturales para, potencialmente, crear un sistema de producción mundial, unificado y planificado, en armonía con las necesidades de la humanidad y de la naturaleza. Ha generado una clase, el proletariado, que no necesita prejuicios nacionales o competitivos, y cuyo máximo interés es desarrollar la solidaridad internacional. La clase obrera no tiene ningún interés, ni ansias por la ganancia. Dicho de otro modo, el capitalismo ha puesto las bases para construir un sistema superior de la sociedad por medio de su superación por el socialismo. El capitalismo ha desarrollado los medios para destruir la sociedad humana, pero también ha creado su propio enterrador, la clase obrera, que podrá preservar la sociedad humana, haciéndole dar un paso decisivo hacia su pleno florecer.
El capitalismo ha permitido la creación de una cultura científica capaz de identificar y medir gases invisibles como el dióxido de carbono tanto en la atmósfera actual como en la de hace 10 000 años. Los científicos saben identificar los isótopos de dióxido de carbono específicos producidos por la combustión de energías fósiles. La comunidad científica ha sido capaz de probar y comprobar la hipótesis del “efecto invernadero”. Y sin embargo, queda muy lejos el tiempo en que el capitalismo, como sistema social, era capaz de usar los métodos científicos y sus resultados en interés del progreso de la humanidad. La mayoría de las investigaciones y descubrimientos científicos de hoy se dedican a la destrucción, al desarrollo de métodos cada vez más sofisticados de muerte masiva. Solo un nuevo sistema social, una sociedad comunista, podrá poner la ciencia al servicio de la humanidad.
A pesar de los cien últimos años de declive y putrefacción del capitalismo y las derrotas sufridas por la clase obrera, las bases necesarias para crear una nueva sociedad siguen intactas. De esto es prueba el resurgir del proletariado mundial desde 1968. El desarrollo de su lucha de clase contra la presión constante sobre el nivel de vida de los proletarios durante las décadas siguientes, impidió la “solución” bárbara prometida por la Guerra fría, la del enfrentamiento total entre bloques imperialistas. Sin embargo, desde 1989 y la desaparición de los bloques, la posición defensiva de la clase obrera no ha permitido impedir la sucesión de guerras locales que amenazan con intensificarse fuera de todo control y de implicar a más y más zonas del planeta. En esta época de descomposición capitalista, el tiempo no pasa a favor del proletariado y menos lo tiene a favor ahora, porque a la ecuación histórica ha venido a añadirse el factor de una catástrofe ecológica inminente.
Pero no por eso podemos afirmar que el declive y la descomposición del capitalismo hayan alcanzado “el límite sin retorno”, un límite en el que no podría ya echarse abajo la barbarie capitalista.
Desde 2003, la clase obrera empezó a reanudar su lucha con renovado vigor, después de que el hundimiento del bloque del Este pusiera momentáneamente un término a su resurgir desde 1968.
En las condiciones actuales de desarrollo de la confianza de la clase, los peligros crecientes que representan la guerra imperialista y la catástrofe ecológica, en lugar de crear sentimientos de impotencia y fatalismo, pueden llevar a una mayor reflexión política y mayor conciencia de lo que nos estamos jugando en el mundo, una conciencia de la necesidad de un derrocamiento revolucionario de la sociedad capitalista. Es de la mayor responsabilidad de los revolucionarios participar activamente en esa toma de conciencia.
Como
3/04/2007
[1]) La mortalidad infantil en Irak pasó de 40 por 1000 en 1990 a 102 por 1000 en 2005, The Times, 26 marzo 2007.
Carta de un lector
Las reivindicaciones nacionales y democráticas, ayer y hoy
Hemos mantenido recientemente con un lector de Quebec una correspondencia que, una vez más, nos ha llevado a presentar nuestra visión de las luchas de “liberación nacional”, tratada ya a menudo en nuestras publicaciones, y también la cuestión mas general de las “reivindicaciones democráticas”, que hasta ahora no había sido tratada específicamente en nuestra prensa. Hemos considerado útil publicar largos extractos de esa correspondencia porque los argumentos que presentamos a nuestro lector contienen una dimensión general y responden a unos interrogantes presentes en la clase obrera debido en particular a la influencia que ejercen sobre ella los partidos de izquierda y de extrema izquierda.
En una de sus primeras cartas, nuestro lector nos preguntaba lo que la CCI pensaba de la cuestión nacional quebequense. Esta fue nuestra primera respuesta: “En cuanto a la cuestión nacional quebequense, no es en nada diferente a la que plantea cualquier movimiento de independencia nacional desde hace más de un siglo, y significa un reforzamiento de las ilusiones nacionalistas en el proletariado, conllevando un debilitamiento de sus luchas. Consideramos que cualquier organización en Quebec que apoye la reivindicación de la “Bella provincia” participa, sea o no consciente de ello, en el debilitamiento del proletariado quebequense, canadiense y norteamericano.”
Los peligros del nacionalismo quebequense
Precisamos nuestra posición sobre esa cuestión en una segunda carta:
“Sobre la cuestión especifica de Quebec y de la actitud que tomar frente al movimiento independentista, escribes en tu carta del 1ro de enero:
“En lo que a Quebec se refiere, entiendo vuestra oposición a la independencia de la provincia y al nacionalismo quebequense, pero yo tampoco creo que el nacionalismo canadiense sea más “progresista”, ni mucho menos. Creo que hemos de oponernos resueltamente a todas las campañas de defensa del Estado canadiense y de mantenimiento de la unidad nacional de Canadá. Canadá es un Estado imperialista y opresor que ha de ser destruido de arriba abajo. No quiero decir que se haya de apoyar la independencia de Quebec y de los pueblos autóctonos, pero sí hay que rechazar cualquier apoyo al chovinismo canadiense-inglés dominante en el Estado canadiense”.
Queda claro que los comunistas no apoyan ni el chovinismo canadiense-inglés, ni cualquier otro chovinismo. Sin embargo hablas de “chovinismo canadiense-inglés” y de “nacionalismo quebequense”. ¿Por qué haces esa diferencia? ¿Crees que el nacionalismo quebequense es menos nocivo para el proletariado que el nacionalismo canadiense-inglés? Nosotros no lo creemos. Para ilustrar lo que afirmamos, supongamos una situación hipotética, sin llegar a ser absurda, de un potente movimiento de la clase obrera en Quebec que no alcanzara en un primer tiempo a las provincias anglófonas. Está claro que la burguesía canadiense (la quebequense incluida) haría todo lo que pudiera para que no se extendiera el movimiento a esas provincias y uno de los medios más eficaces sería que los obreros de Quebec mezclaran sus reivindicaciones de clase con otras específicamente independentistas o autonomistas. Así el nacionalismo quebequense puede ser un poderoso veneno contra el proletariado quebequense y canadiense, probablemente más peligroso que el nacionalismo canadiense-inglés, pues resulta muy improbable que un movimiento de clase de los obreros anglófonos tenga su inspiración en la condena de la independencia de Quebec...
En una situación que puede considerarse como parecida a la de Quebec en el Estado canadiense, Lenin escribió, hablando de la cuestión de la independencia de Polonia ([1]):
“La situación es sin lugar a dudas muy confusa, pero hay una salida que permitiría a todos los participantes seguir siendo internacionalistas: los socialdemócratas rusos y alemanes exigen la “libertad de separación” incondicional de Polonia, y los socialdemócratas polacos se dedican a realizar la unidad de la lucha proletaria en los países grandes o pequeños sin lanzar la consigna de independencia de Polonia” (“Balance de una discusión sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación”, 1916).
Si se quiere seguir siendo fiel a la posición de Lenin, los comunistas deberían defender la independencia de Quebec en las provincias anglófonas y negarse a hacerlo en Quebec mismo. (…)
Nosotros no compartimos la posición de Lenin: pensamos que hemos de decir lo mismo a todos los obreros, sea cual sea su nacionalidad o su lengua. Es lo que hacemos por ejemplo en Bélgica, país en el que nuestra publicación Internationalisme difunde exactamente los mismos artículos en francés y en flamenco. Dicho lo cual, hemos de reconocer que aun errónea, la posición de Lenin estaba inspirada por un internacionalismo inquebrantable que no puede existir en Quebec sin denunciar rotundamente el nacionalismo y las reivindicaciones independentistas.
La respuesta de nuestro lector fue más bien cortante:
“Creo que tenéis una visión profundamente errónea de la relación entre el nacionalismo quebequense y el chovinismo canadiense-inglés. Éste es dominante en el Estado canadiense y alimenta el racismo antiquebequense y antifrancófono. La existencia de ese chovinismo y su arraigo en la clase obrera anglo-canadiense impide cualquier unidad de la clase obrera pan-canadiense. Fomenta el desarrollo de tendencias nacionalistas en los trabajadores quebequenses. Uno de sus aspectos es el rechazo del bilingüismo, siendo sin embargo éste más un mito que una realidad en Canadá. La mayor parte de los francófonos se ven obligados a hablar inglés y la mayoría de los anglófonos no saben o se niegan a hablar francés.
“Contrariamente a lo que afirmáis, el movimiento obrero en el Canadá inglés se basa en la defensa de la unidad canadiense y la defensa de la “integridad” del Estado canadiense en detrimento de los quebequenses y de las naciones nativas [naciones indias, ndlr]. Nunca habrá unidad de la clase obrera en Canadá mientras se mantenga la opresión de las minorías nacionales y el racismo anglo-nacionalista” (…).
“Una cosa es rechazar el nacionalismo quebequense y considerar que la independencia de Quebec es un callejón sin salida y una trampa para la clase obrera, pero de ahí a pretender que es más “peligroso” que el chovinismo anglófono, que se parece al unionismo protestante de Irlanda del Norte, ¡hay un gran diferencia!
“El gobierno canadiense hace todo lo que puede por guardar a Quebec a la fuerza en la Confederación, yendo hasta amenazar con no reconocer el resultado positivo en el referéndum de 1995 e incluso desmembrar un eventual Quebec independiente según unas fronteras étnicas, lo que se ha dado en llamar el reparto de Quebec. Después llegó la ley sobre la Claridad del referéndum, según la cual el gobierno se arrogaría el derecho de decidir las reglas de un próximo referéndum sobre la soberanía, sobre la pregunta planteada en el referéndum y el umbral de mayoría necesario para proclamar la independencia de Quebec.
“No vengáis ahora diciéndome que el chovinismo anglo-canadiense es menos nocivo para la unidad de la clase obrera. Os invito fuertemente a que os enteréis y documentéis sobre la cuestión nacional quebequense.”
Así contestábamos nosotros a esa carta:
“Parece ser que, lo que te hace reaccionar vivamente es que escribamos que en algunos aspectos, el nacionalismo quebequense pueda ser “mas peligroso que el nacionalismo canadiense-inglés”. No discutimos los hechos que mencionas para criticar nuestra posición, en particular que:
“el chovinismo canadiense-inglés es dominante en el Estado canadiense y alimenta el racismo anti-quebequense y anti-francófono, fomenta el desarrollo de tendencias nacionalistas en los trabajadores quebequenses”.
También estamos dispuestos a admitir que el chovinismo anglófono “se parece al unionismo protestante de Irlanda del Norte”.
Vamos a contestar precisamente a partir de este argumento. Nos parece que haces una falsa interpretación de nuestro análisis. Cuando decimos que el nacionalismo quebequense puede revelarse más peligroso que el anglófono para la clase obrera, eso no significa para nada que se pueda considerar a éste como un “mal menor” o que sea menos odioso que aquél. En la medida en que la población francófona sufre por parte del Estado canadiense una forma de opresión nacional, las reivindicaciones independentistas pueden presentarse como una especie de lucha contra la opresión. Y la lucha de clase del proletariado también es una lucha contra la opresión. Ahí está precisamente el peligro.
Cuando los obreros anglófonos entran en lucha, en particular contra los ataques llevados a cabo por el gobierno federal contra la clase obrera, es muy poco probable que su lucha pueda reivindicarse del mantenimiento de la opresión nacional sobre los obreros francófonos, puesto que éstos también son victimas de la política del gobierno. Por mucho que haya obreros anglófonos que no sientan la menor simpatía hacia los francófonos, seria muy sorprendente que los tomen de chivos expiatorios en sus enfrentamientos contra la burguesía. La historia nos demuestra que cuando entran en lucha los obreros (hablamos de lucha auténtica y no de las “acciones” que suelen organizar los sindicatos cuya función es precisamente sabotear y desviar la combatividad obrera), existe en ellos una fuerte tendencia a expresar una forma de solidaridad con los demás trabajadores con quienes comparten un enemigo común. Repetimos que no conocemos en detalle la situación en Canadá, pero sí otras muchas experiencias de ese tipo en Europa. Por ejemplo, a pesar de todas las propagandas nacionalistas de que son víctimas los obreros flamencos y francófonos en Bélgica, a pesar de que tanto los partidos políticos como los sindicatos están organizados con un criterio comunitario, hemos constatado que cuando surgen luchas importantes en ese país los obreros no se preocupan de su origen lingüístico y geográfico, sintiendo la satisfacción profunda de luchar codo a codo, mientras que en “tiempos normales” la burguesía lo hace todo por que se opongan mutuamente. Otro ejemplo ha sido el de hace apenas un año con lo ocurrido en Irlanda del Norte, país en donde el nacionalismo ha sido un enorme lastre. Los empleados de Correos católicos y protestantes de Belfast hicieron huelga en febrero de 2006, manifestándose codo a codo por los barrios católicos y protestantes contra su enemigo común ([2]).
Escribes: “Nunca habrá unidad de la clase obrera en Canadá mientras se mantenga la opresión de las minorías nacionales y el racismo anglo-nacionalista”.
Pareces decir, por consiguiente, que el rechazo por parte de los obreros anglófonos de su propio chovinismo es algo así como una condición para que puedan existir luchas unitarias contra la burguesía canadiense. En realidad, la experiencia histórica desmiente ese esquema: es precisamente durante los combates de clase, y no como condición previa, cuando los obreros superan todo tipo de mistificaciones incluidas las nacionalistas que la burguesía utiliza para mantener su control sobre la sociedad.
En fin de cuentas, si decimos que el nacionalismo quebequense puede ser más peligroso que el nacionalismo anglófono, es precisamente porque existe una forma de opresión nacional de los obreros francófonos. Cuando éstos se lanzan a la lucha contra el Estado federal, corren el riesgo de ser más receptivos a los discursos que presentan la lucha de clases y la lucha contra la opresión nacional como complementarias.
Y lo mismo ocurre con la cuestión de democracia y fascismo. Son dos formas de dominación de clase de la burguesía, dos formas de la dictadura de esa clase. El fascismo se distingue por su mayor brutalidad al ejercer esa dictadura, sin embargo los comunistas no han de escoger el “mal menor” entre ambas formas. La historia de la Revolución rusa y alemana entre 1917 y 1923 nos enseña que el mayor peligro para la clase obrera no está en los partidos abiertamente reaccionarios o “liberticidas”, sino en los “socialdemócratas, los que más gozan de la confianza de los obreros.
Un último ejemplo sobre el peligro del nacionalismo de las naciones oprimidas: Polonia. La independencia de Polonia contra la opresión zarista era una de las reivindicaciones centrales de las Primera y Segunda internacionales. Sin embargo, a finales del siglo xix, Rosa Luxemburg y sus compañeros polacos cuestionaron esa reivindicación señalando, en particular, que la reivindicación por los socialistas de la independencia de Polonia podía debilitar al proletariado de ese país. En 1905, el proletariado polaco estuvo en la vanguardia de la revolución contra el zarismo. En cambio en 1917 y después, no aprovechó ese impulso. Al contrario: uno de los medios mas eficaces que utilizó la burguesía anglo-francesa para paralizar y deshacer al proletariado polaco fue haber otorgado la independencia a Polonia. Los obreros fueron entonces arrastrados por un torbellino nacionalista que les hizo dar la espalda a la revolución que se estaba desarrollando del otro lado de la frontera oriental, y muchos de ellos hasta se alistaron en las tropas que lucharon contra esa revolución.
¿Qué nacionalismo apareció como más peligroso? ¿El odioso chovinismo “gran ruso”, denunciado por Lenin, ese chovinismo que menospreciaba a los polacos y a cualquier otra nacionalidad que no fuera la suya, pero que fue superado con creces por los obreros rusos en la revolución? ¿o el nacionalismo de los obreros de la nación oprimida por excelencia, o sea Polonia?
La respuesta es evidente. Pero hay que añadir que el que los obreros polacos fueran mayoritariamente detrás de los cantos de sirena nacionalista tras 1917 tuvo consecuencias trágicas. El no haber participado en la revolución, su hostilidad incluso, impidió la unión geográfica entre la revolución rusa y la alemana. Si hubiese ocurrido esa confluencia, es probable que la revolución mundial habría podido triunfar, evitando así a la humanidad el siglo de barbarie que ha conocido y que sigue perpetuándose hoy.”
Tras esta respuesta, nos contestó nuestro lector:
“En lo que concierne la cuestión nacional, puedo entender que estéis opuestos a las reivindicaciones nacionalistas, pero no creo que eso deba llevaros a cerrar los ojos ante la opresión nacional. Durante los 60 y 70, por ejemplo, una de las reivindicaciones principales de los trabajadores quebequenses era la de poder trabajar en francés, puesto que muchas empresas y comercios, en particular en la región de Montreal, solo funcionaban en inglés. Se han hecho importantes progresos en ese plano, pero sigue habiendo mucho por hacer. Pienso que es indispensable apoyar ese tipo de reivindicaciones democráticas. No hemos de decir a los obreros: “esperad el socialismo para arreglar eso”, por mucho que el capitalismo sea incapaz de acabar con la opresión nacional. (…)
“… No creo que ese tipo de reivindicaciones [democráticas], a pesar de no ser revolucionarias, pueda perjudicar la unidad del proletariado. ¡Muy al contrario! El derecho de trabajar utilizando su idioma, aunque no acabe con la explotación, es un derecho indispensable de todos los trabajadores. Durante los 60, los trabajadores quebequenses no podían ni dirigirse en francés a los capataces en varias empresas de Montreal. Ciertos restaurantes del oeste de Montreal tenían el menú monolingüe en inglés y los comercios importantes no funcionaban más que en ese idioma.
“Como ya he dicho, la situación ha mejorado desde entonces pero sigue habiendo progresos que hacer, en particular en las pequeñas empresas de menos de 50 empleados. A nivel pancanadiense, el bilingüismo sigue sin ser una realidad a pesar de los discursos oficiales.
“En lo que se refiere a la cuestión nacional quebequense, me preguntáis por qué utilizo el término “chovinismo” para el nacionalismo canadiense-inglés y no hago lo mismo para el nacionalismo quebequense. Generalmente, las organizaciones de izquierdas utilizan ese término para designar al nacionalismo canadiense-inglés, por ser éste el dominante en el Estado canadiense. Lo que no significa que el nacionalismo quebequense sea más “progresista” que el canadiense-inglés (…).
“El movimiento obrero canadiense-inglés ya levantó la bandera de la unidad canadiense cuando la huelga general de 1972 en Quebec. El NPD (Nuevo partido democrático) y el CTC (Congreso del trabajo de Canadá) ¡denunciaron la huelga por “separatista” y “perjudicial para la unidad canadiense”! A mi parecer, una posición internacionalista ha de oponerse resueltamente y sin transacciones a ambos campos burgueses y ambos nacionalismos (canadiense-inglés y quebequense). Aunque hoy en día pocas sean las posibilidades de que se realice un movimiento de clase en el Canadá inglés en defensa de la opresión de los quebequenses, el chovinismo anglófono sigue estando muy presente en Canadá y perjudicando la unidad de la clase obrera. La defensa del Estado canadiense y de su supuesta “unidad” es, como mínimo, tan reaccionaria como la propuesta de independencia para Quebec.”
Hemos hecho una larga respuesta sobre esa cuestión de las reivindicaciones contra la opresión lingüística a las diferentes cartas del compañero:
“Estimado compañero:
Con esta carta proseguimos el debate que llevamos contigo sobre la cuestión nacional, en especial la cuestión quebequense.
En primer lugar hay que destacar que estamos completamente de acuerdo contigo en lo que respecta a:
“... está claro que la oposición al movimiento independentista de Quebec no tiene nada que ver con la defensa del Estado imperialista canadiense y que rechaza completamente el nacionalismo canadiense. Ni el federalismo canadiense ni el independentismo quebequense merecen el más mínimo apoyo”.
Y también:
“…hay que oponer resueltamente una posición internacionalista y sin compromiso frente a esos dos campos burgueses y frente a esos dos nacionalismos (anglocanadiense y quebequense)”.
Efectivamente, el internacionalismo, hoy, significa que no se puede apoyar a ningún Estado nacional. Es importante precisar que es hoy, pues no siempre ha sido así. De hecho, en el siglo xix era posible que los internacionalistas apoyasen no solo ciertas luchas de independencia nacional (el ejemplo más clásico es la lucha por la independencia de Polonia) sino también ciertos Estados nacionales. Por ello, Marx y Engels, tomaron partido por un campo u otro en las diversas guerras que afectaron a Europa a mitad del siglo xix en la medida en que consideraban que la victoria o derrota de tal o cual nación favorecía el avance de la burguesía contra la reacción feudal (cuyo mejor ejemplo y símbolo era el zarismo). Así, Marx en nombre del Consejo general de la AIT envió en diciembre de 1864 la enhorabuena al presidente Lincoln por su reelección y en apoyo a su política contra la tentativa de secesión de los estados del Sur (en este caso, Marx y Engels se opusieron enérgicamente a una reivindicación de ¡independencia nacional!).
En fin, llegamos al meollo de la cuestión de las “reivindicaciones democráticas” cuando planteas:
“en los años 60 y 70 una de las principales reivindicaciones de los trabajadores de Quebec era el derecho a trabajar en francés... Para mí es indispensable apoyar este tipo de reivindicaciones democráticas. No se puede decir a los trabajadores ‘esperad al socialismo para arreglar esto’ aunque el capitalismo es incapaz, por su propia naturaleza, de acabar con la opresión nacional”… “No creo que reivindicaciones de este tipo, que por supuesto no tienen nada de revolucionario, puedan perjudicar la unidad del proletariado”.
Las reivindicaciones democráticas en el siglo xix
Para poder abordar correctamente el caso específico de las reivindicaciones “lingüísticas” (y especialmente el ostracismo de las autoridades canadienses hacia los francófonos) es preciso abordar nuevamente la cuestión más general de las “reivindicaciones democráticas”.
La propia expresión es significativa:
– reivindicación: exigencia (incluso por medios violentos) que se formula a una autoridad capaz de satisfacerla de buen grado o por la fuerza; lo que significa que la capacidad de decisión no está en manos de quien la formula, pese a que pueda, evidentemente, forzar la mano de los que detentan ese poder mediante una relación de fuerzas favorable (ejemplo: una movilización masiva de los trabajadores puede hacer retroceder medidas antiobreras de ataque a los salarios o forzar un aumento de sueldo, lo que no quiere decir que el patrón pierda su poder de decisión en la empresa).
– democracia: etimológicamente “el poder del pueblo”; la “democracia” se inventa en Atenas (de forma limitada ya que estaba vedada a los esclavos, los forasteros – los “metecos” – y las mujeres) pero fue la burguesía quien le dio “carta de naturaleza” por decirlo así.
Así, el ascenso de la burguesía en la sociedad va acompañado por un desarrollo de diferentes atributos de la “democracia”. No es ninguna casualidad, corresponde a la necesidad de la clase burguesa de abolir los privilegios políticos, económicos y sociales de la nobleza. Para la nobleza y especialmente para su representante supremo, el Rey, el poder es de origen divino. Y, en principio, solo tienen que rendir cuentas al Todopoderoso incluso si en Francia, por ejemplo, los “estados generales” que representaban a la nobleza, al clero y al “tercer estado” se reunieron 21 veces entre 1302 y 1789 para dar su opinión sobre asuntos financieros o de modo de gobierno. Y, precisamente en la última reunión de los “estados generales”, bajo la presión de las revueltas de ciudadanos y campesinos, y ante la quiebra financiera de la monarquía, se inicia el proceso de la Revolución francesa (abolición de los privilegios de la nobleza y de clero, y limitación de los poderes del Rey). Desde entonces, la burguesía francesa, como ya había hecho la burguesía inglesa siglo y medio antes, asienta su poder político que, dicho sea de paso, aún no es muy “democrático” (baste recordar el poder autocrático de Napoleón Iº, heredero de la Revolución de 1789).
El sufragio universal
La burguesía, que considera que la nobleza no tiene que llevar la voz cantante, concibe la democracia como algo exclusivo para ella. Aunque su lema sea “Libertad, Igualdad, Fraternidad” y proclame a los cuatro vientos que “Los hombres nacen libres y con los mismos derechos” (Declaración de derechos humanos), y pese a que la Constitución de 1793 instituyó el sufragio universal, en realidad no se hizo efectivo en Francia hasta el 2 de Marzo de 1848 tras la Revolución de Febrero. Y fue mucho más tarde cuando se instituyó en otros países “avanzados”: Alemania en 1871; Holanda en 1896; Austria en 1906; Suecia en 1909; Italia en 1912; Bélgica en 1919; y en 1918… la tan “democrática” Inglaterra. Para la mayor parte de los países europeos, la base de la democracia burguesa fue, durante el siglo xix, el sufragio restringido, pues solo votaban quienes pagaban cierto nivel de impuestos (en ciertos casos, incluso, un nivel alto de impuestos daba derecho a varios votos), de modo que los obreros y otros pobres –es decir, la inmensa mayoría de la población- quedaba excluida del proceso electoral. Por eso una de las principales reivindicaciones del movimiento obrero en aquel tiempo fue el sufragio universal. En Inglaterra el primer movimiento de masas de la clase obrera mundial, el Cartismo, se constituyó en torno a la cuestión del sufragio universal. Si la burguesía se opuso al sufragio universal fue por temor a que los obreros usasen su voto para cuestionar su poder en el Estado. Ese miedo lo sentían con más fuerza los sectores más arcaicos, los más vinculados a la aristocracia (que en ciertos países había renunciado a sus privilegios económicos como la exención fiscal, por ejemplo, pero a cambio de conservar un peso importante dentro del Estado, especialmente en el aparato militar y el cuerpo diplomático). De ahí que, en esa época, la clase obrera se aliara con ciertos sectores de la burguesía, como ocurrió con la revolución de 1848 en París, a la que apoyaron los obreros, los artesanos, la burguesía “liberal” (como el poeta Lamartine) o, incluso, los monárquicos “legitimistas” (que consideraban usurpador al rey Luís Felipe). Pero hay que decir que enseguida saldría a la luz el conflicto entre burguesía y proletariado en las “Jornadas de Junio” de 1848 cuando la sublevación de los obreros contra el cierre de los Talleres nacionales se salda con 1500 obreros muertos y 15 000 deportados a Argelia. Es entonces cuando ciertos sectores de la burguesía, los más dinámicos, comprenden que el sufragio universal puede beneficiarles frente a los sectores arcaicos que tratan de obstaculizar el progreso económico. Por otra parte, en el período siguiente, la burguesía francesa instaura un sistema político que combina las formas autocráticas (Napoleón III) y el sufragio universal, todo ello gracias al peso del campesinado reaccionario. La asamblea elegida por sufragio universal y dominada por los “rurales” (votados por los campesinos) desata la represión contra la Comuna de Paris en 1871 y da plenos poderes a Thiers para masacrar a 30 000 obreros durante la “semana sangrienta” de finales de mayo.
Esas dos décadas de sufragio universal en Francia son la prueba de cómo la clase dominante se acomoda perfectamente a esa forma de organizar sus instituciones. Sin embargo, Marx, Engels, y el conjunto del movimiento obrero (excepto los anarquistas) en los años siguientes, aunque alertan contra el “cretinismo parlamentario” y sacan las lecciones de la Comuna destacando la necesidad de destruir el Estado burgués, siguen considerando que el sufragio universal es una de las principales reivindicaciones de la lucha del proletariado.
En aquella época esa reivindicación democrática, pese a los peligros que acarreaba, está totalmente justificada:
– permite que los partidos obreros presenten sus propios candidatos y así se diferencien de los partidos burgueses incluso en el terreno de las instituciones burguesas;
– utiliza las campañas electorales para hacer propaganda de las ideas socialistas;
– eventualmente utiliza el Parlamento (discursos, propuestas de Ley) como tribuna para esa misma propaganda;
– apoya a los partidos burgueses progresistas contra los partidos reaccionarios para favorecer las condiciones políticas que desarrollen el capitalismo moderno.
La libertad de prensa y de asociación
Ligada a la reivindicación del sufragio universal, piedra angular de la democracia burguesa, la clase obrera reivindica también otros derechos como la libertad de prensa y la libertad de asociación. Esas son reivindicaciones que la clase obrera lleva adelante al igual que los sectores progresistas de la burguesía. Por ejemplo, uno de los primeros textos políticos de Marx trata sobre la censura de la monarquía prusiana. Marx, como responsable de la Gaceta renana (1842-43) que aún era de inspiración burguesa radical, pero también como responsable de la Nueva gaceta renana de inspiración comunista, no cesó de vilipendiar la censura de las autoridades: es eso una especie de resumen del hecho de que en aquella época había cierta convergencia sobre las reivindicaciones democráticas entre el movimiento obrero y la burguesía que, por entonces, aún era una clase revolucionaria interesada en deshacerse de los vestigios del orden feudal.
Por lo que respecta a la libertad de asociación, vemos el mismo tipo de convergencia entre los intereses del proletariado y los de la burguesía progresista. La libre asociación, lo mismo que la libertad de prensa, son, por lo demás, condiciones fundamentales para el funcionamiento de la democracia burguesa, que se basa en el sufragio universal, ya que los partidos políticos son un elemento esencial de dicho mecanismo. Pero dicho esto, lo que se aplicaba al derecho de asociación en el plano político, no se aplicaba en absoluto en el plano de la organización de los obreros por la defensa de sus intereses económicos. Incluso la burguesía más revolucionaria, la que hizo la revolución francesa de 1789, pese a sus principios de “Libertad, Igualdad, Fraternidad” se opuso tajantemente a ese derecho. Así, la Ley Orgánica de 14 de junio 1791 prohibía la coalición de trabajadores tachándola de “atentado contra la libertad y la Declaración de derechos humanos”, habrá que esperar hasta la revolución de 1848 para que se modifique esa ley (y con toda una serie de precauciones, ya que la nueva redacción aún estigmatiza los “atentados contra el libre ejercicio de la industria y la libertad de trabajar”). En 1884 es cuando se constituyen libremente los sindicatos. Y por lo que concierne a la “Patria de la libertad”, Gran Bretaña, hay que esperar hasta junio 1871 para que se reconozca legalmente a las “Trade Unions” (cuyos dirigentes, dicho sea de paso, especialmente los que pertenecían al Consejo general de la AIT, tomaron posición contra la Comuna de Paris).
Las reivindicaciones nacionales
Las reivindicaciones nacionales, muy importantes a partir de mediados del siglo xix (y que son básicas en la revolución de 1848 por toda Europa) forman parte íntegra de las “reivindicaciones democráticas” en la medida en que hay una convergencia entre los antiguos imperios (el ruso y el austriaco) y el poder de la aristocracia. Una de las razones fundamentales por las que el movimiento obrero apoya ciertas reivindicaciones es porque debilita a esos imperios y, por tanto a la reacción feudal, y despeja el camino para que se constituyan Estados viables. Además, en aquella época, el apoyo a ciertas reivindicaciones nacionales era, para la clase obrera, una cuestión de primer orden. Para ilustrarlo baste recordar que la AIT se constituyó en 1864, en Londres, por obreros ingleses y franceses durante un encuentro para apoyar la independencia de Polonia. Pero ese apoyo del movimiento obrero no se aplica a cualquier reivindicación nacional. Por ejemplo, Marx y Engels condenaron las reivindicaciones nacionales de los pequeños pueblos eslavos (serbios, croatas, eslovenos, checos, moravos, eslovacos...): no podían desembocar en la formación de Estados nacionales viables, se oponían al progreso el capitalismo moderno, favorecían el juego del Imperio ruso y entorpecían el desarrollo de la burguesía alemana (a este respecto ver el articulo de Engels de 1849 “El paneslavismo democrático”).
Las reivindicaciones democráticas en el siglo xx
La actitud de apoyo del movimiento obrero a las reivindicaciones democráticas está ligada, esencialmente, a una situación histórica en la que el capitalismo era aun un sistema progresivo. En esa situación, ciertos sectores de la burguesía aún podían actuar de forma “revolucionaria” o “progresista”. Pero la situación cambia radicalmente a principios del siglo xx, especialmente con la Primera Guerra mundial. Desde entonces todos los sectores de la burguesía se vuelven igualmente reaccionarios ya que el capitalismo ha culminado su tarea histórica fundamental de someter el planeta entero a sus leyes económicas y llevar a un grado de desarrollo sin precedentes las fuerzas productivas de la sociedad (empezando por la principal de ellas: la clase obrera). Ese sistema ha dejado de ser una condición necesaria para el progreso de la humanidad y se ha transformado en un obstáculo. Como dice la Internacional Comunista en 1919, hemos entrado en “la era de las guerras y de las revoluciones”. Si con este enfoque pasamos revista a las principales reivindicaciones democráticas antes mencionadas, que estaban en el centro de las luchas obreras durante el siglo xix, podemos ver por qué han dejado de ser un terreno para la lucha del proletariado.
El sufragio universal
El sufragio universal (que, además, no estaba en vigor en la totalidad de los países desarrollados, como hemos visto) se convierte en uno de los instrumentos principales que emplea la burguesía para preservar su dominación. Podemos tomar dos ejemplos que se refieren a los dos países en los que fue más lejos la revolución: Rusia y Alemania.
En Rusia, después de que los soviets tomaran el poder en Octubre de 1917, se organizaron elecciones por sufragio universal para elegir una Asamblea constituyente (los bolcheviques lo habían reivindicado antes de Octubre a fin de desenmascarar al Gobierno provisional y a los partidos burgueses que se oponían a la elección de una Constituyente). Esas elecciones dieron la mayoría a los partidos que habían formado con aquel Gobierno provisional, especialmente a los socialrrevolucionarios, el último parapeto del orden burgués. Esta Constituyente despierta grandes esperanzas en las filas de la burguesía rusa e internacional que la ven como un medio para privar a la clase obrera de su victoria y recuperar el poder. Es por eso por lo que el poder soviético la disuelve en la primera reunión de esa asamblea.
Un año más tarde, en Alemania, la guerra, como antes había ocurrido en Rusia, alumbra la revolución. A principios de noviembre se forman por todo el país consejos de obreros y soldados pero que están dominados (como ocurrió al principio de la revolución rusa) por los socialdemócratas mayoritarios, que habían formado parte de la Unión Nacional en la guerra imperialista. Esos consejos devuelven el poder a un “Consejo de Comisarios del pueblo” en manos del Partido Socialdemócrata (SPD), pero en el que también participan los “independientes” del USPD que sirven para avalar al SPD, auténtico “patrón”. Acto seguido, el SPD llama a elegir una asamblea constituyente (prevista para el 15 de febrero de 1919).
“Quien quiera pan, ha de querer la paz. Quien quiera la paz, debe querer la Constituyente, la representación libremente elegida del conjunto del pueblo alemán. Quien se opone a la Constituyente se anda con dilaciones, os quita la paz, la libertad y el pan, os roba los frutos inmediatos de la victoria de la revolución: es un contrarrevolucionario”. [Así, se tacha de “contrarrevolucionarios” a los Espartaquistas. Los estalinistas no han inventado nada cuando utilizan el mismo calificativo contra aquellos que, años más tarde, se mantendrán fieles a la revolución].
“La socialización se verificará, deberá verificarse (...) por la voluntad del pueblo trabajador que, fundamentalmente, quiere abolir esta economía animada por las ansias de los particulares a la ganancia. Pero esto será mil veces más fácil de lograr si lo decreta la Constituyente que si lo ordena la dictadura de no se sabe qué comité revolucionario (...)” (Panfleto del SPD, ver la serie de artículos sobre la Revolución alemana en Revista internacional rint82).
Es evidentemente un medio para desarmar a la clase obrera y arrastrarla a un terreno que no es el suyo, un medio de vaciar de todo contenido útil los consejos obreros (a los que presentan como una institución provisional solo hasta la próxima Constituyente) e impedir que evolucionen al estilo de los soviets en Rusia en cuyo seno los revolucionarios fueron conquistando progresivamente la mayoría.
Los dirigentes socialistas, al mismo tiempo que hacen grandes proclamas “democráticas” para adormecer a la clase obrera planifican con el estado mayor del Ejercito una “limpieza de bolcheviques”, es decir, una sangrienta represión de los obreros insurgentes y la liquidación de los revolucionarios. Eso es justamente lo que hacen tras lanzar una provocación que empuje a los obreros de Berlín a una insurrección prematura. Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht (tachados de “contrarrevolucionarios” por haber denunciado la Asamblea constituyente) son asesinados el 15 de enero al mismo tiempo que centenares de obreros. Las elecciones anticipadas a la Asamblea constituyente tienen lugar el 19 de enero… contra la clase obrera.
La libertad de prensa
Por lo que respecta a la libertad de prensa, fue conquistada progresivamente en la mayor parte de los países de Europa por los periódicos obreros a finales del siglo xix. En Alemania, por ejemplo, las leyes antisocialistas que impedían la publicación de la prensa socialdemócrata (que se editaba en Suiza) se abolieron en 1890. Sin embargo, si bien en vísperas de la Primera Guerra mundial el movimiento obrero pudo expresarse casi con entera libertad en los países más desarrollados, al día siguiente de la declaración de guerra quedó inmediatamente abolida. La única posición que podía difundirse libremente en la prensa era el apoyo a la Unión sagrada y al esfuerzo de guerra. Los revolucionarios publican y difunden su prensa de forma clandestina en los países que participan en la guerra, como la Rusia zarista. Hasta tal punto que Rusia, tras la revolución de Febrero de 1917, se convierte en el país “más libre del mundo”. La súbita abolición de la libertad de la prensa para el movimiento obrero, la erradicación de un día para otro de lo adquirido mediante décadas de luchas, no la realizan sectores arcaicos de la clase dominante sino la burguesía más “avanzada”. Esto demuestra que se está entrando en un nuevo periodo en el cual ya no puede haber ningún interés común entre el proletariado y ningún sector burgués sea cual sea. Ese atentado a la libertad de expresión de las organizaciones obreras no es resultado de una mayor fuerza de la burguesía sino, todo lo contrario, pone de manifiesto se gran debilidad; una debilidad producto de que el dominio de la burguesía sobre la sociedad ya no corresponde a las necesidades históricas de ésta, sino que es la antítesis definitiva a esas necesidades.
Evidentemente, tras la Primera Guerra mundial, la libertad de prensa quedó restablecida para las organizaciones obreras en los países más avanzados. Pero esa libertad de prensa ya no se restablece como resultado de combates de la clase obrera coincidentes con los sectores más dinámicos de la burguesía, como así era en el siglo xix, sino todo lo contrario, es resultado de que la burguesía ha logrado frenar al proletariado durante la oleada revolucionaria de los años 1917-23 y obtener una relación de fuerzas favorable a ella. Uno de los factores más importantes de esa fuerza la burguesía está en su capacidad para tomar el control de las antiguas organizaciones de la clase obrera, los partidos socialistas y los sindicatos. Esas organizaciones siguen presentándose, evidentemente, como defensores de la clase obrera y emplean un lenguaje “anticapitalista” lo que obliga a la clase dominante a “organizar” la libertad de prensa de forma que posibilite el “debate democrático”. No hay que olvidar que al día siguiente a la Revolución rusa, la burguesía estableció un cordón sanitario en torno a ella en nombre de la “democracia”, acusándola de “liberticida”. Y vemos que rápidamente los sectores más modernos de la burguesía y no solo los más arcaicos, ponen entre paréntesis ese amor por las “libertades democráticas”. Eso es lo que ocurre con el ascenso del fascismo a principios de los años 20 en Italia y a principios de los 30 en Alemania. En efecto, contrariamente a lo que piensa la Internacional comunista, a la que la Izquierda comunista italiana critica acertadamente, el fascismo no es, ni mucho menos, una especie de “reacción feudal” (aunque ciertos aristócratas amantes del “orden” lo apoyasen). Al contrario, se trata de una orientación política apoyada por los sectores más modernos de la burguesía que veían en él un medio para impulsar la política imperialista de su país. Y eso se confirmó claramente en el caso de Alemania donde Hitler, antes incluso de su ascenso al poder, recibió el apoyo masivo de los sectores dominantes y más modernos de la industria, especialmente la siderurgia (Krupp, Thyssen) y la química (BASF).
La libertad de asociación
La “libertad de asociación” está evidentemente muy relacionada con la “libertad de prensa” y el sufragio universal. En la mayoría de los países avanzados se reconoce a las organizaciones de la clase obrera. Pero hay que insistir, una vez más, en que esa “libertad” es la contrapartida de la integración en el aparato del Estado de los antiguos partidos obreros ([3]). Es más, después de la Primera Guerra mundial, tras la demostración de la eficacia de esos partidos contra la clase obrera, la burguesía les otorgó cada vez más confianza hasta el punto de confiarles el poder en varios países de Europa a través del marco político de los “Frentes populares” durante los años 30. La burguesía no solo se apoya en los partidos socialistas sino también en los partidos “comunistas” que, a su vez, acabaron traicionando al proletariado. Estos fueron la punta de lanza de la contrarrevolución, especialmente en España, distinguidos especialistas en asesinatos de los obreros más combativos. En otros muchos países de Europa cumplieron la misión de “agentes de reclutamiento” para la Segunda Guerra mundial a través de la “Resistencia”, especialmente en Francia e Italia. Durante ese periodo, la defensa de las ideas internacionalistas y revolucionarias fue especialmente difícil. Así, en gran parte de los países del mundo, a Trotski se le prohibió el asilo político (para él, como dice en su autobiografía, el mundo se convierte en “un planeta sin visado”), al tiempo que se le somete junto a sus camaradas a una persecución y vigilancia policiales permanentes. Aun serán mayores las dificultades para los revolucionarios al acabar la Segunda Guerra mundial; aquellos que siguen fieles a los principios del internacionalismo proletario serán tachados por los estalinistas, en primer lugar, de “colaboracionistas” y perseguidos, incluso algunos de ellos asesinados (como en Italia).
Por lo que respecta a la libertad de asociación, hay que hacer una mención especial a los sindicatos. También se beneficiaron de un trato especial de la burguesía tras la Primera Guerra mundial. Así en los años 30 sabotean las luchas obreras y, sobre todo, canalizan el descontento obrero hacia los partidos burgueses más decididos en la preparación de la guerra imperialista (apoyan a Roosevelt en los Estados Unidos; en Europa proveen de carne de cañón a los “Frentes populares” en nombre del “antifascismo”). Pero no solo son los sectores “democráticos” los que apoyan a los sindicatos, también el fascismo echa mano de ellos, pues comprende que los necesita para encuadrar “en la base” a la clase obrera. Evidentemente en los regímenes fascistas, como en los estalinistas, queda mucho más patente el papel de órganos del Estado y auxiliares de la policía que cumplen los sindicatos que en los regímenes democráticos. Aunque también en estos, finalizada la Segunda Guerra mundial, los sindicatos aparecen como los campeones de la defensa de la economía nacional y hacen a la perfección de policías dentro de las fábricas incitado a los obreros a aceptar sacrificios en nombre de la reconstrucción.
El “derecho” a participar en las elecciones por el que combatieron los trabajadores en el siglo xix se transformó en el siglo xx en “deber electoral” orquestado a machamartillo por los grandes aparatos mediáticos de la burguesía (eso cuando el voto no es, pura y simplemente, obligatorio, como en Bélgica). Lo mismo pasa con el “derecho” a sindicarse por el que pelearon los obreros en ese mismo periodo y que se transformó en la “obligación” de estar sindicado (en ciertos sectores para poder encontrar trabajo hay que estar sindicado) tanto para lanzar una huelga como para plantear reivindicaciones.
Las reivindicaciones nacionales
Una de los mayores logros de la burguesía durante el siglo xx, y que se afirma claramente desde la Primera Guerra mundial, ha sido el haber conseguido volver contra la clase obrera lo que fueron “logros” democráticos que ésta había obtenido, en el siglo anterior, mediante porfiadas luchas, vertiendo a veces en ellas su sangre.
Esto es especialmente cierto para esa especial “reivindicación democrática” que se llama autodeterminación nacional o defensa de las minorías nacionales oprimidas. Antes hemos visto que esta reivindicación, en sí, no ha tenido nunca nada de proletario, aunque la clase obrera y su vanguardia podía y debía apoyarla (evidentemente de forma selectiva). Las reivindicaciones “nacionales”, al contrario de los sindicatos, no han adquirido su carácter burgués con la entrada del capitalismo en su fase de decadencia, pues ya eran burguesas desde sus orígenes. Pero desde el momento en que la burguesía deja de ser una clase revolucionaria o incluso progresista, estás reivindicaciones adquieren un carácter totalmente reaccionario y contrarrevolucionario, y son un autentico veneno para el proletariado.
No faltan ejemplos de ello. Precisamente uno de los principales temas invocados por las burguesías europeas para justificar la guerra imperialista ha sido, precisamente, la defensa de las nacionalidades oprimidas. Y como las guerras oponen a imperios que, necesariamente, oprimen a diversos pueblos, los “argumentos” de ese tipo no faltan: Alsacia y Lorena bajo el yugo del imperio alemán contra los deseos de la población; los eslavos del Sur dominados por el Imperio austriaco; los pueblos balcánicos oprimidos por el Imperio otomano; los del Báltico y Finlandia (sin contar los montones de nacionalidades diversas en el Cáucaso o en Asia central) encerrados en la “cárcel de pueblos” (como se llamaba al imperio zarista), etc. A esta lista de pueblos oprimidos por los principales protagonistas de la guerra mundial hay que añadir, evidentemente, la multitud de poblaciones colonizadas en África, Asia y Oceanía.
En nuestra correspondencia anterior ya vimos de qué manera la independencia de Polonia fue un arma de guerra decisiva contra la revolución mundial que siguió a la Primera Guerra mundial. Podemos añadir que la consigna del “derecho de los pueblos a la autodeterminación” tuvo en esa época su más ferviente defensor en el Presidente norteamericano Woodrow Wilson. Si la burguesía que acababa de apoderarse del liderazgo mundial manifestaba tal preocupación por los pueblos oprimidos, no era, desde luego, por “humanismo” precisamente (fueran cuales fueran los sentimientos personales de Wilson) sino, sencillamente, por interés. Tampoco es tan difícil de entender: la mayor parte del mundo estaba aún bajo el dominio colonial de las potencias europeas que habían ganado la guerra (o de las que se habían mantenido al margen como España, Portugal u Holanda) y su descolonización abría la puerta al imperialismo americano, especialmente desprovisto de colonias, para controlarlas (con medios menos aparentes que la simple administración colonial).
Una ultima puntualización sobre este tema: mientras que la emancipación nacional del siglo xix vino acompañada por conquistas democráticas contra el hegemonía feudal, las naciones europeas que obtuvieron su “independencia” tras la Primera Guerra mundial, en la mayor parte de los casos, serán dirigidas por dictaduras de tipo fascista. Es el caso de Polonia (con el régimen de Pilsudski) pero también de los tres países bálticos y de Hungría.
La Segunda Guerra mundial, ya desde sus preparativos, también utiliza las reivindicaciones nacionales. Por ejemplo, el régimen nazi se hace con una parte de Checoslovaquia en 1938 invocando los “derechos” de la minoría alemana de los Sudetes (acuerdos de Munich). Del mismo modo, esta vez en nombre de la independencia de Croacia, el ejército nazi invade en 1941 Yugoslavia con el apoyo de Hungría para ir en ayuda de los “derechos nacionales” de la minoría húngara de Voivodina.
En fin, lo que ocurre en el mundo tras la Primera Guerra mundial confirma totalmente el análisis que hizo Rosa Luxemburg a finales del siglo xix: la reivindicación de la independencia nacional dejó de tener el papel progresista que, en ciertas ocasiones, había tenido antes. Y no solo pasa a ser una reivindicación especialmente nefasta para la clase obrera sino que, además, sirve con eficacia a los objetivos imperialistas de los diversos Estados, al mismo tiempo que con frecuencia es agitada como la bandera por excelencia de las camarillas más reaccionarias y xenófobas de la clase dominante.
“Derechos democráticos” y lucha del proletariado hoy
En la situación actual está claro que el proletariado debe defenderse de todos los ataques que sufre bajo el capitalismo y que no es el papel de los revolucionarios el decir a los obreros: “dejad vuestra luchas, no sirven para nada; pensad solo en la revolución”. Tampoco las luchas obreras pueden limitarse solo al plano de los intereses económicos. Por ejemplo, la movilización por defender a los trabajadores víctimas de la represión o de las discriminaciones racistas o xenófobas forma parte íntegra de la solidaridad de clase, que debe estar en el centro del combate proletario.
Dicho esto, ¿hemos de concluir que la clase obrera puede hoy seguir apoyando “reivindicaciones democráticas”?
Ya sabemos en qué se han convertido los “derechos democráticos” conquistados por las luchas de la clase obrera durante el siglo xix:
• el sufragio universal es uno de los mayores medios para enmascarar la dictadura del capital con el cuento de la “soberanía del pueblo”; es un instrumento para canalizar y esterilizar el descontento y las esperanzas de la clase obrera.
• La “libertad de prensa” se acomoda perfectamente del control totalitario de la información gracias a los grandes medios sometidos al poder, encargados de hacer pasar las verdades oficiales. En “democracia” pueden existir diferentes medios, pero todos convergen hacia la idea de que no hay otro sistema posible que el capitalismo, sea cual sea su variante. Y cuando es necesario, la “libertad de prensa” sabe hacerse discreta en nombre de las obligaciones de guerra (como así fue durante las guerras del Golfo en 1991 y 2003).
• la “libertad de asociación” (al igual que la libertad de prensa) sólo es tolerada, incluso en las grandes democracias, mientras no atente contra el poder burgués o sus objetivos imperialistas. Los ejemplos no faltan de violaciones descaradas a esa libertad. Para no mencionar más que al campeón mundial de la “democracia” y de “la patria de los derechos humanos”, Estados Unidos, recordemos los ejemplos de las persecuciones de quienes se sospechaba que eran de izquierdas en la época del maccarthismo o en Francia cuando se disolvieron los grupos de extrema izquierda (con la detención de sus dirigentes) tras la gran huelga de mayo del 68 (sin olvidar las persecuciones y el asesinato de opositores a la guerra de Argelia durante los años 50). Desde sus orígenes en 1975, a pesar de su dimensión muy limitada y su débil influencia, a nuestra organización también le ha tocado lo suyo: perquisiciones, vigilancia, intimidación de militantes…
• En cuanto al “derecho sindical”, ya sabemos que es el medio más eficaz de que dispone el Estado capitalista para controlar “en la base” a los explotados y sabotear sus luchas. Merece la pena sobre este tema recordar lo que ocurrió en Polonia en 1980-81. En agosto de 1980, sin organización sindical, ya que los sindicatos oficiales estaban totalmente desprestigiados, los obreros organizados en asambleas generales y comités de huelga fueron capaces de impedir la represión del Estado estalinista (una represión que dicho Estado sí pudo desencadenar en 1970 y 1976), logrando hacer que diera marcha atrás. Su reivindicación principal ([4]), la constitución de un sindicato “independiente”, abrió paso a la formación de Solidarnosc. En los meses siguientes, los dirigentes de este sindicato, esos mismos dirigentes que hacía poco estaban perseguidos o encarcelados, se movilizaron para atajar el movimiento de huelgas en todo el país, y lo lograron tan bien que poco a poco se desmovilizó la clase obrera. Y una vez terminada esa faena, pudo entonces dar rienda suelta a su represión el Estado estalinista, instaurando el estado de sitio el 13 de diciembre de 1981. La represión fue particularmente brutal (decenas de muertos y 10 000 detenciones), quedando aislados los centros de resistencia de los obreros. En agosto de 1980, el gobierno nunca habría podido llevar a cabo semejante represión sin provocar un incendio social generalizado: 15 meses de sucio trabajo de Solidarnosc lo permitieron…
En realidad, los “derechos democráticos”, y más generalmente los “derechos humanos”, se han convertido en el tema más importante de las campañas políticas de la mayor parte de los sectores de la burguesía. En su nombre el bloque occidental hizo la Guerra fría durante más de cuarenta años contra el bloque ruso. Y en nombre de la defensa de los “derechos democráticos” contra “la barbarie del terrorismo y el fundamentalismo musulmán” o contra “la dictadura de Sadam Husein”, el gobierno norteamericano se ha lanzado a sus guerras devastadoras en Oriente Medio. Hay muchos más ejemplos, solo recordaremos que la defensa de la “democracia”, antes de servir de bandera al imperialismo norteamericano y a sus aliados después de 1947, ya sirvió de banderín de enganche para el alistamiento y la movilización de los obreros para que sirvieran de carne de cañón en la mayor matanza de la historia, la Segunda Guerra mundial. Señalemos de paso que el régimen estalinista, que nada tenía que envidiar a los regímenes fascistas en materia de terror policiaco y matanzas (incluso los precedió en ese terreno), no provocó objeciones por parte de los gobiernos occidentales, “cruzados de la democracia”, mientras fue su aliado contra Alemania.
Para los partidos de izquierdas, partidos burgueses que más impacto tienen en la clase obrera, la reivindicación de los “derechos democráticos” es, en regla general, un medio para ahogar las reivindicaciones de clase de los proletarios e impedir que se desarrolle el proceso de reforzamiento de su identidad de clase. Ocurre con las “reivindicaciones democráticas” lo mismo que con el pacifismo: asistimos regularmente a movilizaciones contra la guerra de todo tipo de sectores políticos, desde la extrema izquierda hasta ciertos elementos de derechas y patrioteros, que consideran que tal o cual guerra no es conforme a “los intereses de la patria” (esto es frecuente hoy en Francia en donde hasta las derechas están contra la política norteamericana). Tras la consigna “¡No a la guerra!”, los intereses de clase de los obreros están perdidos en una marea de buena conciencia pacifista y democrática (y eso cuando no es patrioterismo: en las manifestaciones contra la guerra en Oriente Medio, no era sorprendente ver a musulmanes barbudos en traje tradicional y mujeres con velo).
Desde la Primera Guerra mundial, la posición de los revolucionarios ante el pacifismo siempre ha sido luchar con determinación contra las ilusiones pequeño-burguesas que trasmiten. Los revolucionarios siempre han estado en primera fila para denunciar las guerras, pero esta denuncia nunca se ha basado en consideraciones puramente morales. Han evidenciado que es el capitalismo como un todo el responsable de las guerras, que proseguirán mientras exista ese sistema y que la única fuerza de la sociedad capaz de luchar realmente contra la guerra es la clase obrera, que tiene la obligación, para ello, de preservar su independencia de clase ante todos los discursos pacifistas, humanistas y democráticos.
Las reivindicaciones “democráticas” sobre el derecho a utilizar la lengua materna
Ante todo, hemos de recordar que el movimiento obrero nunca consideró como “progresista” o “democrática” la persistencia de idiomas autóctonos, y por lo tanto tampoco apoyó las reivindicaciones a favor de su mantenimiento. Una de las características de la burguesía revolucionaria fue la de unificar naciones viables, lo que exigió la superación de los particularismos provinciales y locales ligados al periodo feudal. Imponer un idioma nacional fue, en varios casos, uno de los instrumentos de esa unificación (así como por ejemplo la unificación de los sistemas de pesos y medidas). Esa unificación del idioma se realizó casi siempre por la fuerza, la represión, cuando no derramando sangre: son los métodos clásicos con los que el capitalismo ha ido dominando el mundo. A lo largo de su vida, Marx y Engels denunciaron los métodos bárbaros con los que el capitalismo estableció su hegemonía por el planeta entero, ya fuera durante la acumulación primitiva (véase las paginas admirables de la ultima sección del libro I de el Capital que trata de la acumulación primitiva) ([5]) o durante las conquistas coloniales. Pero también explicaron que al crear el mercado mundial, la burguesía no era sino el agente inconsciente del progreso histórico porque liberaba las fuerzas productivas de la sociedad, generalizando el trabajo asociado con el asalariado, o sea preparando las condiciones materiales de la victoria del socialismo ([6]).
Muchísimo más que todos los demás sistemas juntos, el capitalismo ha destruido civilizaciones y culturas, y, por lo tanto, idiomas. De nada sirve lamentarlo o querer volver hacia atrás: es un hecho histórico realizado e irreversible. Es imposible dar marcha atrás a la rueda de la historia. Sería como querer volver al artesanado o a la servidumbre medieval ([7]).
Esa irresistible marcha del capitalismo ha seleccionado unas cuantas lenguas dominantes, y no basándose para ello en no se sabe qué superioridad lingüística, sino sencillamente en la superioridad económica y militar de los pueblos y Estados que las utilizaban.
Algunas de esas lenguas nacionales se han vuelto idiomas internacionales hablados por habitantes de varios países. Son pocos: esencialmente el inglés, el castellano, el francés ([8]) y el alemán. Éste, a pesar de expresar una gran riqueza y rigor, que ha sido el soporte de obras fundamentales de la cultura mundial (las obras filosóficas de Kant, Fichte, Hegel, las obras de Freud, la teoría de la relatividad de Einstein y… las obras de Marx) sólo se usa en Europa y sus horas de gloria parecen pertenecer al pasado.
De hecho, como lenguas verdaderamente internacionales utilizadas por más de cien millones de locutores y en varios continentes, no queda más que el castellano y, naturalmente, el inglés. Ésta es hoy la verdadera lengua internacional, consecuencia inevitable de que las dos naciones que han dominado sucesivamente el capitalismo son Inglaterra y Estados Unidos. Hoy en día, quien no domina el inglés está limitado tanto para viajar por el mundo como por Internet, así como para hacer estudios científicos serios, en particular en asignaturas punteras como la informática. Y ése no es evidentemente el caso del francés, que fue sin embargo, en el pasado, la lengua internacional de las cortes europeas y de la diplomacia, lo cual, al fin y al cabo, interesaba a poca gente.
Para volver a una observación que haces en uno de tus mensajes, el bilingüismo jamás se convertirá en realidad en Canadá a pesar de ser promovido por el Estado federal canadiense. Tenemos un ejemplo edificante en Bélgica, país históricamente dominado por la burguesía francófona. En Amberes o en Gante, los obreros flamencos estaban en relación con patrones que hablaban francés. Eso provocó, entre otras cosas, que muchos de ellos tenían el sentimiento que negarse a hablar francés era una forma de resistencia al patrón y a la burguesía. Sin embargo, a pesar de no haber existido nunca plenamente en ambas comunidades, el bilingüismo era más corriente entre los flamencos que entre los valones francófonos. Pero desde hace algunas décadas, la cuna de la gran industria belga, Valonia, ha ido perdiendo terreno económicamente con respecto a Flandes. Entonces, uno de los temas de los nacionalistas flamencos actuales es que Valonia, con su nivel de desempleo más elevado y su industria anticuada, se ha vuelto un lastre para Flandes, de modo que se ponen a dar la tabarra a los obreros flamencos diciéndoles que trabajan y pagan impuestos para las necesidades de los obreros valones: ése es uno de los temas del partido de extrema derecha independentista Vlaams Belang.
El que los obreros flamencos puedan hoy dialogar con sus patrones en flamenco no cambia evidentemente nada en su condición de explotados. Dicho eso, la población de Flandes cada día es más bilingüe, pero la lengua que va desarrollándose no es el francés, lo que permitiría más comunicación con las poblaciones francófonas del país, sino el inglés. Y lo mismo ocurre, además, con las poblaciones francófonas. Y el que tanto el Rey como el Jefe del gobierno se expresen en sus discursos equitativamente en francés y en flamenco no cambia nada en la situación.
Otro ejemplo es el del catalán. Históricamente, Cataluña es la principal región industrial de España y en muchos aspectos la mas avanzada, tanto a nivel de las condiciones de vida como en la cultura y de la educación. Desde el siglo xix, la clase obrera de Cataluña ha sido el sector más combativo y consciente del proletariado español. La cuestión de las reivindicaciones lingüísticas en esa región se ha planteado desde hace mucho tiempo, ya que la lengua oficial de todas las regiones de España es el castellano, cuando la lengua usual, la que se habla en familia, con sus amigos y en la calle, es el catalán. Esta cuestión se planteó al movimiento obrero. Entre los anarcosindicalistas que dominaron el movimiento en Cataluña durante mucho tiempo, fue un factor de divergencias puesto que en nombre del “federalismo” tan querido por los anarquistas, muchos preconizaban le preeminencia del catalán en la prensa obrera, mientras que otros, con razón, argumentaban que si el patrón era catalán, muchos obreros eran forasteros y no hablaban sino el castellano (que también hablaban los obreros catalanes). El empleo del catalán era entonces un medio excelente para dividir a los obreros.
Durante el franquismo, periodo en que el catalán estuvo prohibido tanto en la prensa como en la escuela o en las administraciones, su uso pasó por ser una forma de resistencia contra la dictadura para gran parte de la población de Cataluña. Muy lejos de debilitar la lengua catalana, la política de Franco logró fundamentalmente todo lo contrario, hasta tal punto que hasta los emigrantes procedentes de otras regiones de España aprendían catalán tanto para ser aceptados ([9]) como para participar en esa “resistencia”.
Con el final del franquismo y la instauración de la “democracia” en España, el movimiento autonomista pudo florecer. Las regiones, y más particularmente Cataluña, recuperaron las prerrogativas perdidas. Una de ellas fue la de hacer del catalán la lengua oficial de la región, o sea que las administraciones ya no pueden funcionar mas que en catalán y que esa lengua se enseña de forma exclusiva en la enseñanza primaria y secundaria, en cuyos programas al castellano se le considera lengua “extranjera”.
En las universidades de Cataluña, cada vez se dan más clases en catalán, lo que evidentemente pone en desventaja a los estudiantes procedentes de otras regiones o del extranjero (que cuando se matriculan en sus países en “español”, idioma internacional, no se les ocurre aprender una lengua regional). El resultado es que a pesar de que la enseñanza de las universidades catalanas tenga buena fama, y particularmente la de Barcelona, lo que atraía a los mejores estudiantes españoles, europeos y suramericanos, ahora tienen tendencia a escoger universidades en las que no corren el riesgo de tropezarse con un idioma que no conocen. La apertura a Europa y al mundo de la que se enorgullecía Cataluña no puede sino sufrir de la hegemonía creciente del catalán, con el riesgo de que en la competencia ancestral existente entre Barcelona y Madrid, tome ventaja esta ciudad y esta vez ya no gracias a la centralización forzada como en tiempos del franquismo, sino, al contrario, gracias a las “conquistas democráticas” de Cataluña. Dicho lo cual, si a la burguesía y a la pequeña burguesía catalanas les gusta que los tiros les salgan por la culata, allá ellas, pero eso ni les va ni les viene a los revolucionarios internacionalistas. En cambio, sí que tendrá consecuencias graves la escolarización en catalán. Las nuevas generaciones de proletarios en Cataluña tendrán más dificultades que antes para comunicar con sus hermanos de clase del resto del país y, a cambio de un mejor dominio de la gramática catalana, perderán la agilidad que sus padres tenían en el dominio del castellano, al fin y al cabo lengua internacional.
Para volver a las vejaciones lingüísticas que existían en Quebec y que señalas en tus mensajes (y que se parecen a lo que existía en Flandes en detrimento de los obreros flamencos), son típicos de los comportamientos de todas las burguesías y son un medio suplementario de afirmar su fuerza con respecto a los obreros a quienes se trata de hacer entender “quién manda”. También es un instrumento para dividir a los obreros entre los que hablan el idioma del patrón (a quienes se les da entender que comparten algo con él y son privilegiados) y los que no lo entienden o mal. Y por fin es un medio para canalizar el descontento de los obreros contra la explotación hacia un terreno que no es el de la clase obrera y que no puede sino socavar la unidad de clase. Aunque no todos los burgueses son lo bastante listos para ser tan maquiavélicos, todos saben que las situaciones en que los obreros no solo han de sufrir la explotación clásica, sino además vejaciones suplementarias, permite instalar una válvula de seguridad cuando la presión social se hace muy fuerte. Por muy estúpidos que sean, por muy cegados por el chovinismo que estén, saben dónde están sus verdaderos intereses. Antes de ceder sobre problemas esenciales tanto para los obreros como para las ganancias capitalistas, como pueden ser los sueldos o las condiciones de trabajo, prefieren “ceder” sobre lo que no les cuesta nada, como la cuestión lingüística. En esto serán ayudados por las fuerzas políticas, especialmente las de izquierda o extrema izquierda, que han inscrito en su programa las reivindicaciones lingüísticas, y que presentan como “victoria” la obtención de ese tipo de reivindicaciones por mucho que las demás no queden satisfechas (sobre todo cuando si a esas reivindicaciones se las considera como “principales”, como lo señalas en tu mensaje del 18 de febrero). En realidad, si las situaciones de vejaciones lingüísticas hacia los obreros han ido retrocediendo en Quebec en estos últimos decenios, no es únicamente a causa de las políticas de los partidos nacionalistas: también es consecuencia de las luchas obreras que se han desarrollado por el mundo, incluida Canadá, a partir de finales de los años 60.
¿Cuál ha de ser el discurso de los revolucionarios ante semejante situación? Pues el de decir la verdad a los obreros, decirles lo que acabamos de exponer. Han de animar las luchas obreras por la defensa de sus condiciones de vida y por eso no podrán darse por contentos con hablar de la revolución que acabará con todas las formas de opresión. Pero su papel es también advertir a los obreros contra las trampas que les amenazan, las maniobras cuyo objetivo es socavar la solidaridad del conjunto de la clase obrera, sin temer criticar las reivindicaciones que no van en ese sentido ([10]), pues, si no, no desempeñan su papel de revolucionarios: “por una parte… en las diferentes luchas nacionales de los proletarios [los comunistas] destacan y hacer valer los intereses comunes de todo el proletariado, independientes de la nacionalidad; y por la otra, por el hecho de que, en las diversas fases de desarrollo que recorre la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre el interés del movimiento general” (Marx y Engels, Manifiesto comunista).
En espera de tus comentarios sobre esta carta, recibe, estimado compañero, nuestros saludos comunistas
Por la CCI
[1]) Con una importante diferencia sin embargo: la opresión que el régimen zarista hacía sufrir a las diferentes nacionalidades del Imperio ruso no es en nada comparable con la actitud del gobierno de Ottawa respecto a las nacionalidades de Canadá.
[2]) Véase nuestro artículo:
https://an.internationalism.org/wr292/solidarity.htm [2]. (inglés)
https://fr.internationalism.org/ri367/greves.htm [3]. (francés)...
[3]) En uno de tus mensajes escribes que: “El movimiento obrero canadiense-inglés ya izó la bandera de la unidad canadiense cuando la huelga general de 1972 en Quebec. En efecto, el NPD (Nuevo Partido democrático) y el CTC (Congreso del Trabajo de Canadá) denunciaron esa huelga,¡tildándola de “separatista” y “dañina para la unidad canadiense”!”. En realidad, no fue el “movimiento obrero canadiense-ingles” el que adoptó esa actitud, sino los partidos burgueses con leguaje obrerista y los sindicatos al servicio del capital.
[4]) De hecho, al principio esa reivindicación no figuraba en primer lugar, sino que se ponía detrás de las reivindicaciones económicas y antirrepresivas. Fueron los “expertos” políticos del movimiento, procedentes del ámbito democrático (Kuron, Modzelewski, Michnik, Geremek…), quienes insistieron para ponerla en cabeza.
[5]) “Este régimen supone la diseminación de la tierra y de los demás medios de producción. Excluye la concentración de éstos, y excluye también la cooperación, la división del trabajo dentro de los mismos procesos de producción, la conquista y regulación social de la naturaleza, el libre desarrollo de las fuerzas sociales productivas. Sólo es compatible con los estrechos límites elementales, primitivos, de la producción y la sociedad. Querer eternizarlo equivaldría, como acertadamente dice Pecqueur, a “decretar la mediocridad general”. Al llegar a un cierto grado de progreso, él mismo alumbra los medios materiales para su destrucción. A partir de este momento, en el seno de la sociedad se agitan fuerzas y pasiones que se sienten cohibidas por él. Hácese necesario destruirlo, y es destruido. Su destrucción, la transformación de los medios de producción individuales y desperdigados en medios sociales y concentrados de producción, y, por tanto, de la propiedad raquítica de muchos en propiedad gigantesca de pocos, o lo que es lo mismo, la expropiación que priva a la gran masa del pueblo de la tierra y de los medios de vida e instrumentos de trabajo, esta espantosa y difícil expropiación de la masa del pueblo, forma la prehistoria del capital. Abarca toda una serie de métodos violentos, entre los cuales sólo hemos pasado revista aquí, como métodos de acumulación originaria del capital…”, “Tendencia histórica de la acumulación capitalista”, p. 647, el Capital, I, FCE).
“A la par que se implantaba en Inglaterra la esclavitud infantil, la industria algodonera servía de acicate para convertir el régimen más o menos patriarcal de esclavitud de los Estados Unidos, en un sistema comercial de explotación. En general, la esclavitud encubierta de los obreros asalariados en Europa exigía, como pedestal, la esclavitud sans phrase en el nuevo mundo.
“Tantœ molis erat ! para dar rienda suelta a las “leyes naturales y eternas” del régimen de producción capitalista, para consumar el proceso de divorcio entre los obreros y las condiciones de trabajo, para transformar en uno de los polos , los medios sociales de producción y de vida en capital, y en el polo contrario la masa del pueblo en obreros asalariados , en “pobres trabajadores” y libres, este producto artificial de la historia moderna.
“Si el dinero, según Augier, ”nace con manchas naturales de sangre en un carrillo”, el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza.” ( “Génesis del capitalista industrial”, el Capital, I, p. 646, FCE).
[6]) “Sin embargo, por muy lamentable que sea desde un punto de vista humano ver cómo se desorganizan y descomponen en sus unidades integrantes esas decenas de miles de organizaciones sociales laboriosas, patriarcales e inofensivas; por triste que sea verlas sumidas en un mar de dolor, contemplar cómo cada uno de sus miembros va perdiendo a la vez sus viejas formas de civilización y sus medios hereditarios de subsistencia, no debemos olvidar al mismo tiempo que esas idílicas comunidades rurales, por inofensivas que pareciesen, constituyeron siempre una sólida base para el despotismo oriental; que restringieron el intelecto humano a los límites más estrechos, convirtiéndolo en un instrumento sumiso de la superstición, sometiéndolo a la esclavitud de reglas tradicionales y privándolo de toda grandeza y de toda iniciativa histórica. (…) Bien es verdad que al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer esos intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo en el estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución. En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos pleno derecho a exclamar con Goethe:
“¿Quién lamenta los estragos
“Si los frutos son placeres?
“¿No aplastó miles de seres
“Tamerlán en su reinado?”
(Marx, “La dominación británica en la India », New York Times, 25 de junio 1853)
[7]) Fue el sueño de cantidad de elementos rebeldes tras los acontecimientos del Mayo de 1968 en Francia. Para escapar al capitalismo y a la alineación que provoca, se fueron a fundar comunidades en pueblos abandonados por los habitantes, viviendo del tejido y de la cría de cabras. Las consecuencias fueron catastróficas: obligados por las leyes del mercado a vender su trabajo a bajo precio, vivieron en una miseria profunda que provocó rápidamente conflictos entre “socios”, reavivando la caza a los “gandules que quieren vivir del trabajo de los demás”, provocando la reaparición de jefezuelos preocupados por la “salud económica del negocio”, acabando los más astutos por integrándose en los circuitos comerciales del capitalismo.
[8]) Se ha de notar que el francés se impuso reduciendo a dialectos folklóricos otras lenguas como el bretón, el picardo, el occitano, el provenzal, el catalán, el vasco…
[9]) Se ha de notar aquí que bajo el franquismo, cuando uno se perdía por Barcelona no era recomendable preguntar por su camino en castellano. Paradójicamente, había personas que entendían mucho mejor el castellano cuando se les hablaba con un fuerte acento francés o inglés que cuando se les hablaba sin acento.
[10]) Los revolucionarios no deben vacilar en retomar la idea fundamental de Marx: la opresión y la barbarie de las que es responsable el capitalismo, y que hemos de denunciar, no sólo tienen aspectos negativos: crean las condiciones para la emancipación futura de la clase obrera y las de sus éxitos en las luchas actuales. Los obreros quebequenses que se ven obligados aprender inglés o progresar en la práctica de ese idioma para poder encontrar trabajo o para ir de compras también han de sacarle provecho: eso facilitará su comunicación con sus hermanos de clase anglófonos en Canadá y también con los del vecino estadounidense. No se trata para los revolucionarios de disculpar los comportamientos xenófobos y repulsivos de los burgueses anglófonos, sino de explicar a los obreros francófonos que tienen la posibilidad de volver contra la burguesía las armas que ésta utiliza contra ellos. Nacida en la Polonia dominada por Rusia, la gran revolucionaria Rosa Luxemburgo se vio obligada de aprender el ruso. Nunca se quejó por ello, al contrario. Fue para ella una facilidad para comunicar con sus compañeros de Rusia (por ejemplo con Lenin con quien tuvo largas discusiones tras la Revolución de 1905, lo que les permitió conocerse mejor, entenderse y estimarse). También le permitió conocer y apreciar la literatura rusa, traducir ciertas obras al alemán para hacerlas conocer a los lectores de esta lengua.
Discusiones con el medio internacionalista
Informe de la Conferencia de Corea de Octubre de 2006
En Junio de 2006 la CCI recibió una invitación de la Socialist Political Alliance (SPA), un grupo de Corea del Sur, que se identifica a sí mismo en la tradición de la Izquierda comunista, para participar en una «Conferencia Internacional de marxistas revolucionarios» que iba a celebrarse en las ciudades de Seúl y Ulsa en el mes de octubre de ese mismo año. Llevábamos en contacto con SPA cerca de un año y a pesar de las inevitables dificultades del lenguaje, habíamos podido iniciar discusiones, en particular sobre las cuestiones de la decadencia del capitalismo y las perspectivas para el desarrollo de las organizaciones comunistas en el periodo actual.
El espíritu con el que se convocó esta Conferencia destaca con fuerza en la declaración introductoria de SPA: «Conocemos muy bien las distintas conferencias o reuniones de marxistas que se celebran regularmente en varios lugares del mundo. Pero también sabemos muy bien que estas conferencias se centran en discusiones abstractas sobre teoría académica y en la solidaridad ritual entre quienes pretenden estar a la “izquierda” del capitalismo. Más allá de esto, reconocemos profundamente la visión de que es necesaria una verdadera revolución proletaria contra la barbarie y la guerra en la fase de decadencia del capitalismo.
Aunque los trabajadores coreanos expresan sus dificultades en cuestiones básicas y las fuerzas políticas revolucionarias en Corea estén en la confusión sobre la perspectiva de la futura sociedad comunista, tenemos que llevar a cabo la solidaridad del proletariado mundial más allá de la fábrica, el territorio y la nación, reflexionando hasta el fondo sobre las terribles derrotas que ha causado en el pasado movimiento revolucionario el abandono de los principios del internacionalismo.»
Basta una mínima consideración de la historia de Extremo Oriente para revelar la inmensa importancia de esta iniciativa. Como dijimos en nuestro saludo a la conferencia:
“En 1927, la masacre de los obreros de Shangai fue el episodio final de una lucha revolucionaria que había sacudido el mundo durante diez años desde la revolución rusa de 1917. Los años siguientes, la clase obrera mundial y el resto de la humanidad sufrieron el horror de la más terrible contrarrevolución de la historia. En Oriente, La población trabajadora tuvo que sufrir las premisas de la IIª Guerra mundial, con la invasión japonesa de Manchuria, y después la guerra misma, que culminó con la destrucción de Hiroshima y Nagasaki; después la guerra civil en China, la guerra de Corea, la terrible hambruna en China durante el llamado “Gran salto adelante” de Mao Zedong; la guerra de Vietnam…
“Todos estos terribles acontecimientos, que conmocionaron al mundo, azotaron un proletariado que, en Oriente, era aún joven e inexperto y había tenido muy poco contacto con el desarrollo de la teoría comunista en Occidente. Hasta donde sabemos, ninguna expresión de la izquierda comunista pudo sobrevivir, o siquiera surgir, entre los trabajadores de Oriente.
“Consecuentemente, el hecho de que hoy una organización que explícitamente se identifica con la Izquierda Comunista convoque una conferencia de comunistas internacionalistas en Oriente, es un acontecimiento de importancia histórica para la clase obrera, que contiene la promesa, quizás por primera vez en la historia, de construir una verdadera unidad entre los trabajadores de Oriente y Occidente. No se trata de un hecho aislado; al contrario, es parte de un lento proceso de toma de conciencia a escala mundial del proletariado y sus minorías políticas”.
La delegación de la CCI asistió a la Conferencia con intención, no sólo de ayudar lo mejor que pudiéramos al surgimiento de una voz internacionalista, de Izquierda comunista, en Extremo Oriente, sino también para aprender: ¿Cuáles son las cuestiones más importantes para los trabajadores y los revolucionarios en Corea? ¿Cómo se plantean allí los problemas que afectan a todos los trabajadores? ¿Qué lecciones puede mostrar la experiencia de los obreros en Corea a los trabajadores de Extremo Oriente en particular y de todo el mundo en general? Y ¿Qué lecciones puede sacar el proletariado de Corea de la experiencia de sus hermanos de clase en el resto del mundo?
La Conferencia tenía inicialmente previsto discutir los siguientes temas: la decadencia del capitalismo, la situación de la clase obrera, y la estrategia que los revolucionarios tienen que adoptar en la situación actual. Sin embargo, en los días que precedieron la Conferencia, la importancia política a largo plazo de sus objetivos se vio ensombrecida por la brusca agudización de las tensiones imperialistas en la región causada por la explosión de la primera bomba nuclear de Corea del Norte y las maniobras que se desencadenaron a continuación por parte de las diferentes potencias presentes en la región (Estados Unidos, China, Japón, Rusia, Corea del Sur). En una reunión previa a la Conferencia, la delegación de la CCI y el grupo de Seúl del SPA, acordaron que era sumamente importante que los internacionalistas tomasen posición públicamente sobre esta situación, y decidieron presentar conjuntamente a la Conferencia una declaración internacionalista contra la amenaza de guerra. Como veremos, la discusión provocada por esta propuesta de declaración formó parte importante de los debates durante la Conferencia.
En este informe nos proponemos considerar algunos de los principales temas de los debates de la Conferencia, con la esperanza no sólo de dar una mayor expresión a la propia discusión, sino también de contribuir a la reflexión de los camaradas en Corea ofreciendo una perspectiva internacional de las cuestiones que hoy tienen que encarar.
El contexto histórico
Antes de decir nada sobre la Conferencia, es preciso situar brevemente la situación en Corea en su contexto histórico. En los siglos que precedieron la expansión del capitalismo en Extremo Oriente, Corea sufrió tanto como se benefició a causa de su posición geográfica de pequeño país atrapado entre dos grandes potencias históricas: China y Japón. Por una parte sirvió de puente y de catalizador cultural para ambos países: no cabe duda, por ejemplo, de que el arte de la cerámica en China y especialmente en Japón, está en deuda en gran parte con los alfareros de Corea que desarrollaron la técnica actualmente perdida de un tipo de vidriado de la porcelana ([1]). Por otra parte, el país sufrió frecuentes y brutales invasiones de sus dos poderosos vecinos y la mayor parte de su historia reciente, la ideología dominante ha estado dictada por una casta de eruditos confucianos que trabajaban en chino y se resistieron al influjo de las nuevas ideas que acompañaron la llegada de las potencias europeas a la región. Durante el siglo xix, la cada vez más cruda rivalidad entre China, Japón y Rusia – que fue la potencia colonial más tardía que extendía hasta las fronteras de China y el Océano Pacífico – llevó a una intensa puja por la influencia en Corea. Pero la influencia que buscaban estas potencias era esencialmente estratégica: desde el punto de vista de sacarle partido a las inversiones, las posibilidades que ofrecían China y Japón eran mucho mayores que las de Corea, sobre todo si se tiene en cuenta la inestabilidad causada por las luchas (que resultaban ruinosas para todos los bandos implicados) entre diferentes facciones de las clases gobernantes en Corea, que estaban divididas, tanto respecto a la consideración de los beneficios de la «modernización», como a sus esfuerzos por usar la influencia de los vecinos imperialistas de Corea para reforzar su propia posición en el poder. A principios del siglo xx se produjo una intensificación de las tentativas de Rusia de establecer una base naval en Corea, lo que a su vez Japón sólo podía ver como una amenaza mortal a su independencia: esta rivalidad llevaría al estallido de la guerra ruso-japonesa en 1905, durante la cual los japoneses aniquilaron la flota rusa. En 1910 los japoneses invadieron Corea y establecieron un régimen colonial que duraría hasta la derrota de Japón en 1945.
El desarrollo industrial previo a la invasión japonesa fue por tanto, extremadamente frágil, y la industrialización que siguió se orientó a las necesidades de la economía de guerra japonesa: en 1945 había dos millones de trabajadores industriales en Corea, ampliamente concentrados en el norte. El sur del país permaneció esencialmente rural y sufrió la pobreza más severa. Y como si la población obrera de Corea no hubiera sufrido bastante por la dominación colonial, la industrialización forzada, y la guerra ([2]), ahora se encontraba en la zona fronteriza del nuevo conflicto imperialista que iba a dominar el mundo hasta 1989: la división del planeta entre los dos grandes bloques imperialistas de EEUU y la URSS. La decisión de la URSS de apoyar la insurrección desencadenada por el «Partido coreano de los trabajadores» (estalinista), fue en efecto una tentativa de sondear las nuevas fronteras de la dominación imperial de EEUU, igual que hizo en Grecia después de 1945. El resultado fue también el mismo, aunque a escala mucho más destructiva: una despiadada guerra entre Corea del Norte y del Sur, en la que las autoridades coreanas de ambos bandos – por mucho que estuvieran combatiendo para defender sus propios intereses burgueses – no eran mas que peones de una lucha más vasta entre las potencias imperialistas por la dominación mundial. La guerra duró tres años (1950-53), durante los cuales toda la península fue devastada de un extremo a otro por los sucesivos avances y retiradas de los ejércitos contendientes, y terminó dividida permanentemente en dos países distintos: Corea del Norte y Corea del Sur. Estados Unidos ha mantenido hasta ahora una presencia militar en Corea del Sur, con cerca de 30 000 soldados emplazados en el país.
Incluso antes de que acabara la guerra, EEUU ya había llegado a la conclusión de que por sí sola, la ocupación militar no estabilizaría la región ([3]) y decidió realizar lo que equivalía a un Plan Marshall para el Sudeste asiático y Extremo Oriente,
«A sabiendas de que es la miseria económica y social lo que sirve de argumento a las fracciones nacionalistas prosoviéticas para llegar al poder en algunos países de Asia, Estados Unidos va a transformar esas zonas, situadas en las fronteras inmediatas de China (Taiwán, Hong Kong, Corea del Sur y Japón) en avanzadillas de la “prosperidad occidental”. La prioridad estadounidense será la de establecer un cordón sanitario contra el avance del bloque soviético en Asia» ([4]).
Esta política tuvo implicaciones importantes para Corea del Sur:
«Desprovista de materias primas y con la mayoría del aparato industrial situado en el Norte, ese país estaba desangrado al terminar la guerra: la caída de la producción llegó al 44 % y la del empleo al 59 %, los capitales, los medios de producción intermedios, las competencias técnicas y las capacidades de gestión eran casi inexistentes (…) Entre 1945 y 1978, Corea del Sur recibió unos 13 mil millones de dólares, o sea 600 por habitante, y Taiwán 5,6 mil millones, 425 per cápita. Entre 1953 y 1960, la ayuda extranjera contribuye en torno al 90 % en la formación de capital fijo de Corea del Sur. La ayuda proporcionada por EEUU alcanzó el 14 % del PNB en 1957 (…) Pero los Estados Unidos no se limitaron a suministrar ayuda y apoyo militar; de hecho se hicieron cargo en los diferentes países de toda la dirección del Estado y de la economía. En ausencia de verdaderas burguesías nacionales, el único cuerpo social que pudiera dirigir la modernización que quería EEUU, era el ejército. Se instauró así un capitalismo de Estado muy eficaz en cada uno de esos países. El crecimiento económico será impulsado por un sistema que vinculará estrechamente el sector público al privado, mediante una centralización casi militar, pero con la sanción del mercado. Contrariamente a la variante de Europa Oriental de capitalismo de Estado (el estalinismo) que engendrará auténticas caricaturas de aberración burocrática, aquellos países aliaron centralización y poder estatal con sanción de la ley del valor. Se instauraron múltiples políticas intervencionistas: formación de conglomerados industriales, votación de leyes de protección del mercado interno, control comercial en las fronteras, instauración de una planificación unas veces imperativa, otras incitativa, gestión estatal de atribución de créditos, orientación de capitales y recursos de los diferentes países hacia los sectores prometedores, otorgamiento de licencias exclusivas, monopolios de gestión, etc. En Corea del Sur, por ejemplo, fue gracias a los vínculos con los chaebols (equivalentes a los zaibatsus japoneses), grandes conglomerados industriales a menudo fundados por iniciativa o con la ayuda del Estado ([5]), cómo los poderes públicos surcoreanos orientaron el desarrollo económico».
La clase obrera de Corea del Sur se vio así ante una política de explotación feroz e industrialización forzada llevada a cabo por una inestable sucesión de regímenes militares medio democráticos medio autoritarios, que mantuvieron su poder a través de la supresión brutal de las revueltas y huelgas obreras, de las que merece la pena mencionar el alzamiento de Kwangju a principios de la década de 1980 ([6]). Después de los acontecimientos de Kwangju, la clase dirigente coreana intentó estabilizar la situación bajo la presidencia del general Chun Doo-hwan (anterior jefe de la CIA coreana) dando un barniz democrático a lo que seguía siendo esencialmente un régimen militar autoritario. El intento fracasó miserablemente: en el año 1986 se produjeron concentraciones masivas de protesta en Seúl, Inch’on, Kwangju, Taegu y Pusan, y en 1987 «estallaron más de 3300 conflictos industriales que implicaban reivindicaciones obreras de aumentos salariales, mejor trato y mejores condiciones de trabajo, que forzaron al gobierno a hacer concesiones para atender algunas de estas demandas» ([7]). La incapacidad del régimen corrupto del general Chun para imponer por la fuerza la paz social llevó a un cambio de dirección. El régimen de Chun adoptó el “programa de democratización” propuesto por el general Roh Tae-woo, líder del gubernamental Partido Democrático de la Justicia, que ganó las elecciones presidenciales de diciembre 1987. Las elecciones presidenciales de 1992 llevaron al poder a un conocido y perenne líder de la oposición democrática, Kim Yung Sam, y se completó la transición democrática en Corea. O como nos dijeron los camaradas del SPA, la burguesía coreana se las apañó al menos para erigir una convincente fachada democrática que ocultase la continuación en el poder de una alianza entre los militares, los chaebols y el aparato de seguridad.
Consecuencias del contexto histórico
Respecto a la experiencia reciente de sus minorías políticas, este contexto histórico tiene paralelismos en otros países de la periferia, en Asia y también en Latinoamérica ([8]); y ha tenido importantes consecuencias para la emergencia de un movimiento internacionalista en Corea.
Desde el punto de vista de lo que podríamos llamar “memoria colectiva” de la clase, hay claramente una diferencia importante entre la experiencia política y organizativa acumulada por la clase obrera en Europa, que ya en 1848 empezó a afirmarse como una fuerza social independiente (la fracción “fuerza física” del movimiento Cartista en Gran Bretaña), y la de la clase obrera en Corea. Si recordamos que durante las oleadas de la lucha de clases en Europa en la década de 1980 se produjo un lento desarrollo de un descontento hacia los sindicatos y una tendencia a que los trabajadores tomaran sus luchas en sus propias manos, es particularmente sorprendente que el movimiento en Corea durante el mismo periodo estuviera marcado por una tendencia a mezclar las luchas obreras por sus propias reivindicaciones de clase con las reivindicaciones del “movimiento democrático” por la reorganización del aparato de Estado burgués. Como resultado, la oposición fundamental entre los intereses de la clase obrera y los intereses de las fracciones democráticas de la burguesía no resultaban inmediatamente obvios para los militantes que iniciaron la actividad política en ese periodo.
Tampoco conviene subestimar las dificultades creadas por la barrera del lenguaje. La “memoria colectiva” de la clase obrera es más fuerte cuando toma una forma teórica escrita. Mientras las minorías políticas que surgieron en Europa durante la década de 1970 tuvieron acceso a los escritos, en versión original o traducidos, de la Izquierda de la Socialdemocracia (Lenin, Luxemburgo), y los de la Izquierda de la Tercera internacional y la Izquierda comunista que emergió de ella (Bordiga, Pannekoek, Gorter, el grupo Bilan y la Izquierda Comunista de Francia), en Corea la obra de Pannekoek (los Consejos obreros) y de Luxemburgo (la Acumulación del capital) acaba de aparecer gracias a los esfuerzos conjuntos del Grupo de Seúl por los Consejos obreros (SGWC) y el SPA, al que está estrechamente asociado el SGWC ([9]).
Más específico de la situación coreana ha sido el efecto de la división entre el Norte y el Sur impuesto por los conflictos imperialistas entre los bloques ruso y USA, la presencia militar norteamericana en Corea del Sur y su apoyo a la sucesión de regímenes militares que finalizó en 1988. Combinado con la inexperiencia general de la clase obrera en Corea y la ausencia de una voz claramente internacionalista en su seno, más la confusión entre el movimiento obrero y la oposición democrática burguesa que hemos descrito antes, esto ha llevado a una contaminación general de la sociedad con un omnipresente nacionalismo coreano, muchas veces disfrazado de “antiimperialismo”, según el cual únicamente Estados Unidos y sus aliados aparecen como fuerzas imperialistas. La oposición a los regímenes militares y realmente al capitalismo, tendía a identificarse con la oposición a Estados Unidos.
Finalmente, un rasgo importante de los debates en el medio político coreano es la cuestión sindical. Particularmente para la generación actual de activistas, la experiencia sindical se basa en las luchas de la década de 1980 y principios de la de 1990, cuando los sindicatos eran en gran parte clandestinos, aún no estaban burocratizados y ciertamente estaban tanto animados como dirigidos por militantes profundamente dedicados (incluyendo a camaradas que hoy participan en el SPA y el SGWC). Debido a las condiciones de clandestinidad y represión, no pudo clarificarse entre los militantes de entonces que el programa sindical no sólo no es revolucionario, sino que no sirve ni siquiera para defender los intereses obreros. Durante la década de 1980, los sindicatos estuvieron estrechamente vinculados a la oposición democrática al régimen militar, cuya ambición no era derrocar el capitalismo sino al contrario, derrocar el régimen militar para hacerse con el aparato de Estado tal como era. En cambio, lo que sí dejó clara la “democratización” de la sociedad coreana desde 1990, es esa integración de los sindicatos en el aparato de Estado, causando una considerable desorientación en los militantes ante esa nueva situación: como planteó un camarada, “los sindicatos han resultado ser los mejores defensores del Estado democrático”. Como resultado, hay una sensación general de “desilusión” respecto a los sindicatos y una búsqueda de algún otro método de actividad militante en el seno de la clase obrera. Una y otra vez, en las intervenciones en la Conferencia y en las discusiones informales, pudimos sentir lo urgente que es la necesidad de que los camaradas coreanos tengan acceso a la reflexión sobre la naturaleza de los sindicatos en la decadencia del capitalismo que ha formado una parte tan importante de la reflexión en el movimiento obrero europeo desde la Revolución rusa, y especialmente desde el fracaso de la revolución en Alemania.
El nuevo milenio ha sido pues testigo del desarrollo de un esfuerzo real de muchos militantes coreanos de poner en cuestión las bases de su actividad previa que, como hemos visto, había estado fuertemente influida por la ideología del estalinismo y de la democracia burguesa. En un esfuerzo por preservar cierto grado de unidad y proveer un espacio para la discusión entre los implicados en este proceso, algunos grupos e individuos han tomado la iniciativa de crear una “Red de marxistas revolucionarios” ([10]) más o menos formal. Romper con el pasado es inevitablemente difícil y ha llevado a un amplio grado de heterogeneidad entre los diferentes grupos de la Red. Las condiciones históricas que hemos descrito brevemente antes, significan que la diferenciación entre los principios del internacionalismo proletario y el punto de vista esencialmente nacionalista que caracteriza el estalinismo y el trotskismo acaba de comenzar en estos últimos años, partiendo de la experiencia práctica de la década de 1990, y en gran parte gracias a los esfuerzos del SPA para introducir las ideas y las posiciones de la Izquierda comunista en esa Red.
En este contexto, hay dos aspectos de la introducción que hizo el SPA a la Conferencia que son absolutamente fundamentales desde nuestro punto de vista:
– Primero, la declaración explícita de que es necesario que los revolucionarios en Corea sitúen la experiencia de la clase obrera en Corea en el marco histórico y teórico de la clase obrera internacional:
«El propósito de la Conferencia internacional es ampliar el horizonte de reconocimiento teórico y práctico con la perspectiva de la revolución mundial. Esperamos que los marxistas revolucionarios luchen juntos por la solidaridad y la unidad y cumplan la tarea histórica de cristalizar la revolución mundial con el proletariado mundial en esta importante conferencia».
– Segundo, que esto sólo puede hacerse partiendo de los principios de base de la Izquierda comunista:
«La Conferencia internacional de los marxistas revolucionarios en Corea es el valioso terreno de reunión y de discusión entre los comunistas de izquierda del mundo y los marxistas revolucionarios de Corea y la primera manifestación para exponer las posiciones políticas [de los comunistas de izquierda] en el medio revolucionario».
Los debates en la Conferencia
No podemos entrar aquí en un informe exhaustivo sobre la totalidad de los debates que tuvieron lugar en la Conferencia. Pensamos que es preferible, en cambio, que nos concentremos en los que, a nuestro juicio, fueron más importantes. Creemos que así también podemos contribuir mejor para que prosigan estas discusiones que empezaron a plantearse en la Conferencia, pero que deben continuar no sólo entre los propios compañeros de Corea como, más en general, en el movimiento internacionalista en todo el mundo.
Sobre la decadencia del capitalismo
Este fue el tema elegido para empezar los debates. Antes de entrar a analizar el debate propiamente dicho, queremos saludar la preocupación que latía detrás de esta decisión de SPA, y que no es otra que la necesidad de establecer un firme marco teórico para poder posteriormente desarrollar otros debates como los que abordaríamos sobre la situación de la lucha de clases y sobre la estrategia revolucionaria. También queremos saludar el esfuerzo que realizaron los compañeros de SPA para presentar una síntesis de los diferentes puntos de vista que sobre esta cuestión existen en el seno de la Izquierda comunista. Teniendo en cuenta la complejidad de este tema – que ha ocupado discusiones en el movimiento obrero desde principios del siglo xx en las que han participado algunos de sus principales teóricos –, esa iniciativa ha sido de lo más audaz.
Mirándolo hoy retrospectivamente podemos decir que quizás ese esfuerzo resultó excesivamente atrevido. Resultó sumamente impactante ver cómo la gente sintonizaba (si puede decirse así) con el concepto mismo de decadencia del capitalismo. Pero ha de reconocerse que las cuestiones que se plantearon tanto en las sesiones formales de debates, como en las muy numerosas discusiones informales fuera de ellas, mostraron que la mayoría de los participantes en estos debates carecían de los fundamentos teóricos necesarios para abordar esta cuestión en profundidad ([11]).
No queremos que esto se tome en absoluto como una crítica ya que entendemos que gran parte de los textos básicos sobre esta cuestión no están traducidos al coreano, lo que refleja – como decíamos antes – la inexperiencia objetiva del movimiento obrero coreano. Esperamos sin embargo que, por lo menos, estas discusiones, así como los textos introductivos que se presentaron (sobre todo los de SPA y la CCI), puedan permitir a los camaradas empezar a situarse en este debate y, sobre todo, comprender que esta cuestión teórica no es un tema de un mundo completamente ajeno a las preocupaciones concretas de las luchas, sino un factor determinante de la situación que hoy vivimos ([12]).
Vale la pena sin embargo reseñar una pregunta planteada por un joven estudiante que, en muy pocas palabras, resumió la contradicción que entre apariencia y realidad se da hoy en el capitalismo:
«Mucha gente percibimos la decadencia, pero nosotros que estamos estudiando estamos sometidos a la ideología burguesa, y se nos inculca que hoy disfrutamos de una sociedad opulenta. ¿Cómo podemos explicar la decadencia en términos más concretos?».
Es verdad que la propaganda burguesa insiste, al menos en los países industrializados, en que vivimos en un mundo de “exuberante consumismo”, y la apariencia de las calles de Seúl – en las que abundan los comercios repletos de las últimas novedades electrónicas –, parece dar verosimilitud a esta idea. Pero al mismo tiempo está muy claro que los jóvenes coreanos hacen frente a los mismos problemas que los jóvenes trabajadores de cualquier otra parte del mundo: desempleo, contratos precarios de trabajo, una gran dificultad para encontrar trabajo, alto coste de la vivienda, etc. Es responsabilidad de los comunistas explicar con claridad a la joven generación de proletarios la relación que existe entre, por un lado, el desempleo masivo que sufren sobre todo ellos, y por otro, el generalizado y permanente estado de guerra, que es otro de los rasgos esenciales de la decadencia del capitalismo. Así tratamos de argumentar en la breve intervención con la que respondimos a este compañero.
Sobre la lucha de clases
Uno de los temas de discusión más importantes no ya sólo en la Conferencia, sino en el movimiento en Corea en general, es desde luego la cuestión de la lucha de clase y sus métodos. Por lo que se nos refirió, tanto en las discusiones en la Conferencia como las que sobre este terma mantuvimos informalmente también fuera de sus sesiones, parece ser que la cuestión sindical suscita importantes cuestiones entre los militantes que participaron en las luchas ocurridas en Corea a finales de los años 80. En ciertos aspectos, la situación actual en Corea es análoga a la que se vivió en Polonia tras la creación del sindicato “Solidarnosc” (Solidaridad), y supone por tanto una nueva demostración de la profunda validez de los principios de la Izquierda Comunista: en la etapa decadente del capitalismo ya no es posible la creación de organizaciones de masas permanentes de la clase obrera. Incluso los organismos creados al calor de la lucha, tal y como sucedió en Corea, acaban por convertirse en un apéndice del Estado, un instrumento para el fortalecimiento no de la lucha de los trabajadores y sí del control del Estado sobre las luchas obreras.
Y esto ¿por qué? La razón fundamental es que en la decadencia del capitalismo, la clase obrera no puede obtener ya conquistas duraderas. Y puesto que – como antes veíamos – los sindicatos están vinculados a diferentes facciones de la burguesía nacional, se ven necesariamente abocados, por ello, a adoptar un punto de vista nacionalista e incluso a menudo, reducido a la defensa de los intereses de tal o cual sector o empresa, pero nunca un punto de vista internacionalista común a todos los trabajadores. Eso es lo que les lleva a defender la lógica capitalista de someter a los trabajadores a lo que “el país puede permitirse”, o a “lo que necesita la economía nacional”. En Corea oímos, por ejemplo, en muy repetidas ocasiones cómo se reprochaba a los sindicatos el pedir a los obreros que limitaran sus reivindicaciones a lo que los patrones podían pagar en lugar de basarlas en las necesidades de los propios trabajadores ([13]).
Frente a esta inevitable traición de los sindicatos y su integración en el aparato democrático del Estado, los compañeros de Corea buscaban una solución en las ideas de la Izquierda comunista. Por ello, la noción de “consejos obreros” suscitaba tanto interés. El problema es que hay una tendencia general a ver los consejos obreros no como los órganos de poder del proletariado en una situación revolucionaria, sino más bien como un nuevo tipo de sindicato capaz de existir permanentemente en el capitalismo. De hecho nos encontramos con esta idea ya teorizada históricamente en una presentación sobre “La estrategia del movimiento de los consejos en la situación actual de Corea del Sur, y cómo llevarla a cabo”, hecha por la “Agrupación de militantes por el partido revolucionario de los trabajadores”. Hemos de decir que esta presentación le daba por completo la vuelta a la realidad histórica al afirmar que los consejos obreros que aparecieron en la revolución en Alemania en 1919, fueron creados por los sindicatos, cuando la verdad es completamente distinta ([14]). Pero a nuestro juicio no se trata únicamente de un problema de inexactitud histórica – que podría resolverse con un debate sobre los hechos históricos –, sino que nace más bien de lo difícil que resulta asumir que, al margen del momento revolucionario, sea imposible que los trabajadores estén permanentemente en lucha. Los militantes atrapados en esa lógica – independientemente de su sincero deseo de trabajar en pro de la lucha de clases, e incluso al margen de la justeza de las posiciones políticas proletarias que defiendan –, corren el riesgo de caer en el inmediatismo, dedicándose a desplegar incesantemente una actividad “práctica” que apenas se corresponde con las posibilidades concretas que verdaderamente ofrece la situación histórica tal como es.
Esa forma de ver las cosas no es la propia del proletariado. Como señaló uno de los delegados de la CCI que intervino en los debates: «Si los obreros no luchan, es imposible ponerles una pistola en el pecho y ordenarles: “Tenéis que luchar”». Tampoco pueden los revolucionarios luchar “en sustitución” de la clase obrera. Los revolucionarios no pueden provocar el estallido de la lucha de clases pues ésta no es un principio sino un hecho histórico. Lo que sí pueden hacer es contribuir al desarrollo de la conciencia de la clase obrera de su identidad de clase, de la posición que ocupa en la sociedad como una clase con intereses propios, y sobre todo de sus objetivos revolucionarios que van más allá de la lucha inmediata, de la situación inmediata de los trabajadores en la fábrica, en la oficina, o en la cola del desempleo. Esta es una de las claves para entender el carácter aparentemente “espontáneo” de levantamientos como el que tuvo lugar en Rusia en 1905. Y es que aunque los revolucionarios desempeñaron un papel poco relevante en el desencadenamiento inmediato de los acontecimientos, lo cierto es que el terreno había sido preparado durante años por el trabajo de la Socialdemocracia (los revolucionarios de aquella época) que resultó decisivo para el desarrollo en las filas de los trabajadores de la conciencia de ser una clase ([15]). Podemos decir, resumiendo escuetamente, que cuando no hay luchas obreras abiertas, la tarea esencial de los revolucionarios consiste en la propaganda y el desarrollo de las ideas que harán más fuertes las luchas venideras.
Las presentaciones que sobre este tema hicieron tanto Loren Goldner como el delegado de Perspectiva Internacionalista, suscitaron otra cuestión que pensamos que no debe quedar sin respuesta. Nos referimos a la idea de que la “recomposición” de la clase obrera – basada supuestamente en la desaparición de las grandes mega-factorías características de finales del siglo xix y comienzos del xx, reemplazadas por un proceso de producción más extenso geográficamente; y por otro lado en condiciones de trabajo cada vez más precarias sobre todo para los trabajadores más jóvenes – desempleo, “contratos-basura” por meses o semanas, contratos a tiempo parcial… – habrían conducido a la aparición de “nuevas formas de lucha”. Los ejemplos más notables de tales “nuevos métodos de lucha” habría que buscarlos tanto en las acciones de los “piquetes” (presuntamente descubiertos por el movimiento de los piqueteros en Argentina 2001), como en las revueltas de los suburbios franceses en 2005. Excede de las pretensiones de este artículo contestar al entusiasmo de estos camaradas por las revueltas de Francia o por el movimiento piquetero, aunque creemos que es profundamente erróneo ([16]). Sí creemos necesario, en cambio, concentrarnos en el error político que se encuentra en la base de estas posiciones. Este error reside en pensar que la conciencia revolucionaria de los trabajadores depende en efecto de su experiencia inmediata y cotidiana en el lugar de trabajo.
Para empezar aclaremos que ni la precariedad, ni los métodos de lucha como los piquetes, representan auténticas novedades ([17]). Lo cierto, sin embargo es que esas supuestas “nuevas formas de lucha” que nos presentan como ejemplos a imitar, son más bien resultado de la impotencia de los trabajadores en un momento dado. El ejemplo más claro lo tenemos en las revueltas de los jóvenes de los suburbios franceses en 2005. La realidad histórica (en el período de la decadencia del capitalismo) demuestra, en cambio, que allí donde la lucha de los trabajadores consigue alcanzar cierta independencia, tiende a organizarse no a través de los sindicatos, sino a través de asambleas masivas y delegados elegidos y revocables, es decir una forma de organización que se deriva y, al mismo tiempo, prefigura los soviets. En la historia más reciente tenemos el ejemplo de las luchas de Polonia en 1980, o la formación de los Cobas (comités de base) durante las huelgas masivas, también en los 80, de los maestros en Italia (nótese que en absoluto se trataba de un sector de la industria “tradicional”). Más cerca aún de nuestros días tenemos las luchas en Vigo (España) en 2006 ([18]). Aquí quienes empezaron la huelga eran trabajadores precarios del sector metalúrgico empleados en pequeñas empresas. Y puesto que no existía esa gran industria que pudiera servir de foco central de la lucha, los obreros decidieron reunirse diariamente en una asamblea general masiva que tenía lugar no en los centros de trabajo sino en una de las principales plazas de la ciudad. Este tipo de asambleas generales rememoraban las que los obreros de esa ciudad pusieron ya en práctica en las luchas ocurridas en 1972.
Las preguntas a las que hemos de responder son por lo tanto: ¿Por qué a finales del siglo xix el desarrollo de una gran mano de obra precaria condujo a la formación del primer sindicato de masas de obreros no cualificados, mientras que en el siglo xxi esto ya no sucede así? ¿Por qué los obreros rusos de 1905 “inventaron” los consejos obreros – soviets – que Lenin calificó como «la forma al fin descubierta de la dictadura del proletariado»? ¿Por qué las asambleas masivas se han convertido en la forma habitual de organización de la lucha, cuando los trabajadores consiguen desarrollar su autonomía y su fuerza?
En nuestra opinión, y tal como lo defendimos en la Conferencia, no hay que buscar la respuesta en comparaciones de tipo sociológico, sino en una comprensión mucho más profunda del las implicaciones del cambio de período histórico que tuvo lugar a principios del siglo xx, en lo que la Tercera Internacional calificó como la entrada en «la era de las guerras y las revoluciones».
Es más, la visión sociológica defendida por PI y Loren Goldner, lleva en realidad a subestimar las capacidades teóricas y políticas del proletariado, puesto que prácticamente equivale a ver a los trabajadores como seres incapaces de pensar más allá de lo que sucede día tras día en su puesto de trabajo, como si su cerebro se desconectara en cuanto salen de la fábrica, como sí no fueran capaces de preocuparse por el futuro de sus hijos (los problemas que viven en la escuela, en su educación, en las implicaciones de la descomposición social, etc.), o por la solidaridad con los ancianos y los enfermos, y con las generaciones que vendrán (por ejemplo los recortes en los servicios sanitarios o en las pensiones), como si los trabajadores fueran incapaces de darse cuenta y cuestionar la degradación del medio ambiente, o la inacabable barbarie guerrera, y en cambio sólo pudieran comprender el mundo a partir de su experiencia directa de la explotación capitalista en su propio lugar de trabajo.
El proletariado necesita esta comprensión política e histórica del mundo no solo para las luchas inmediatas. Si consigue erradicar el capitalismo de la faz de la tierra necesitará reemplazarlo por una sociedad completamente nueva y totalmente diferente a todas las que han existido anteriormente en la historia de la humanidad. Y para ello necesita alcanzar la más completa comprensión de la historia del hombre, reclamar como herencia de la humanidad los logros más avanzados en arte, en ciencia, y en filosofía. Esto es lo que explica precisamente el sentido que tiene la existencia de las organizaciones políticas del proletariado como instrumentos a través de los cuales la clase obrera reflexiona, más en general, sobre su condición y sobre la perspectiva que se abre ante ellos ([19]).
La Declaración contra la amenaza de la guerra
Ya hemos publicado el texto de esta Declaración en nuestra página Web, y en nuestra prensa escrita por lo que no la repetiremos aquí ([20]). Las discusiones sobre su contenido se polarizaron en torno a la propuesta hecha por un miembro del Ulsan Labour Education Comittee (Comité para la educación del trabajo de Ulsan) para que en la Declaración se atribuyese a los Estados Unidos una mayor responsabilidad en el incremento de la tensión que se vive en aquella zona, y presentar a Corea del Norte como una simple “víctima” de la política de contención norteamericana. Esta propuesta, que fue apoyada por las tendencias más trotskistas de la Conferencia, pone de manifiesto a nuestro juicio las dificultades que aún tienen muchos compañeros en Corea, para romper con la ideología antiimperialista (que para ellos equivale a antiamericanismo) de los años 80, y con un cierto apego a la defensa de Corea del Norte – y por tanto del nacionalismo coreano –, aunque nosotros no dudamos de la sinceridad de su rechazo del estalinismo.
Tanto la CCI como varios compañeros de SPA argumentamos exhaustivamente contra esta tentativa de cambiar un punto capital de la declaración, y así lo defendimos tanto en Seúl como en Ulsan, afirmando que si en un conflicto imperialista se induce a pensar que hay un país “más culpable” que otro, se está cayendo en la misma idea con la que la socialdemocracia justificó su traición al internacionalismo proletario en 1914, llamando, al contrario, a la defensa de su “patria”. Así a los obreros alemanes se les decía que debían combatir al principal peligro que se suponía era el “atrasado y bárbaro régimen zarista”. A los trabajadores franceses, en cambio se les llamaba a que dieran su vida en la lucha contra el “militarismo prusiano”, a los obreros británicos se les movilizó en apoyo de la “valiente y pequeña Bélgica”, etc. Para nosotros, el período de decadencia del capitalismo ha confirmado la validez del análisis de Rosa Luxemburg que señala que el imperialismo no es un rasgo específico de tal o cual país, sino una característica esencial del capitalismo, y, por tanto, en esta época, todos los Estados son imperialistas. La única diferencia entre el gigante norteamericano y el pigmeo norcoreano es la talla de sus apetitos imperialistas y sus capacidades para satisfacerlos.
Durante las discusiones se suscitaron dos objeciones más que pensamos que vale la pena reseñar. Una fue una propuesta de un compañero del grupo Solidarity for Worker’s Liberation (“Solidaridad por la liberación de los Trabajadores”) que sugirió que se incluyera un punto denunciando cómo el gobierno de Corea del Sur trataba de aprovecharse de la situación para acentuar las medidas represivas. Esta propuesta sumamente justificada que se realizó durante los debates en Seúl se incluyó en la versión definitiva que se debatió después en Ulsan y que ha sido la que ha resultado finalmente publicada.
La segunda objeción vino de otro compañero esta vez integrante del grupo Sahoejueo Nodongja ([21]), que pensaba que hoy por hoy la amenaza de guerra no es tan flagrante y que por tanto si denunciábamos ahora la guerra podíamos hacerle el juego al alarmismo que la burguesía misma estaba fomentando para su provecho. Aún reconociendo que, en el fondo, la preocupación de este compañero es plenamente justa, pensamos que hubiera sido erróneo aceptarla, pues aunque no sea viable su materialización inmediata, lo cierto es que la amenaza de guerra es bien cierta y planea sobre toda la región de Extremo Oriente, y al mismo tiempo es bien patente el incremento de las tensiones entre los principales actores de este escenario imperialista (China, Taiwán, Japón, EEUU, Rusia). En esta situación creemos de la mayor importancia que los internacionalistas seamos capaces de denunciar la responsabilidad de todos los bandos imperialistas. Actuando así, seguimos los pasos de Lenin, Luxemburg y la Izquierda de la IIª Internacional que luchó para sacar adelante la resolución internacionalista contra la guerra del Congreso de Stuttgart de 1907. Una responsabilidad primordial de las organizaciones revolucionarias es tomar posición en el seno del proletariado frente a los acontecimientos más cruciales de los conflictos imperialistas y de la lucha de clases ([22]).
Para concluir con este punto queremos saludar el sincero respaldo internacionalista a la Declaración, que expresaron tanto el delegado de PI así como la de otros compañeros que asistieron a la Conferencia a título individual.
Balance…
En la reunión final que precedió la partida de las delegaciones, tanto la CCI como SPA estuvimos de acuerdo en una valoración general de la Conferencia, destacando sobre todo los siguientes aspectos:
a) El hecho de que esta Conferencia haya podido tener lugar es, ya de por sí, un acontecimiento de importancia histórica, pues representa la primera ocasión en que las posiciones de la Izquierda comunista han sido defendidas y empiezan a arraigarse en un país altamente industrializado de Extremo Oriente.
b) El grupo SPA considera que las discusiones que se han desarrollado durante la Conferencia han sido muy importantes para mostrar, en la práctica, las diferencias fundamentales existentes entre la Izquierda comunista y el trotskismo. Por ello, la Conferencia ha contribuido a impulsar la determinación de SPA para llevar a cabo su propia comprensión de los principios de la Izquierda comunista, y permitir así que ésta pueda ser más ampliamente conocida en el movimiento obrero coreano.
La Declaración conjunta sobre los ensayos nucleares en Corea del Norte representa una demostración concreta de las posiciones internacionalistas de la Izquierda comunista, y en particular de SPA y la CCI. El debate sobre la Declaración pone de manifiesto el problema de la persistencia de tendencias nacionalistas en el movimiento obrero en Corea, plasmándose en la existencia de divergencias que demuestran que este problema no ha podido ser superado todavía, por lo que SPA se compromete a trabajar para poder hacerlo en el futuro.
Una de las discusiones más importantes para futuros debates será la cuestión sindical. Será por tanto necesario que los compañeros de Corea analicen la historia de los sindicatos allí, sobre todo a partir de 1980, a la luz de la experiencia histórica del proletariado mundial, tal y como se sintetiza en las posiciones defendidas por la Izquierda comunista.
… y perspectivas
A pesar de su gran importancia, somos muy conscientes de que esta Conferencia ha sido solo un paso en el desarrollo de la presencia de la Izquierda comunista en Extremo Oriente y de un trabajo común entre revolucionarios de Oriente y Occidente. Pero dicho esto, consideramos que el hecho de que la Conferencia haya podido celebrarse, y por los debates que en ella hubo, es ya una confirmación de dos puntos en los que la CCI ha insistido siempre, y que serán fundamentales para la construcción del futuro partido comunista mundial de la clase obrera.
El primer punto son las bases políticas en las que podrá construirse tal organización. Sobre los diferentes problemas que se abordaron en la Conferencia – ya sea la cuestión sindical o la parlamentaria, la cuestión del nacionalismo o de las luchas de liberación nacional – el desarrollo de un nuevo movimiento internacionalista sólo puede ser acometido partiendo del trabajo preliminar legado por los pequeños grupos de la Izquierda comunista que existieron entre los años 1920 y 1950 (especialmente por Bilan, el KAPD, el GIK, la GCF), y en los que encuentra sus orígenes la CCI ([23]).
En segundo lugar, la Conferencia en Corea, y el explícito llamamiento de SPA a «llevar a cabo la solidaridad del proletariado mundial», es una confirmación más de que el movimiento internacionalista no se desarrollará sobre la base de una federación de partidos nacionales previamente existentes sino en un plano directamente internacional ([24]). Esto representa un avance respecto a la situación en la que se creó la Tercera Internacional en medio de la revolución y a partir de las Fracciones de izquierda que emergían en los partidos nacionales de la IIª Internacional. También en esto se refleja la naturaleza actual de la clase obrera, una clase que, mucho más que nunca antes en la historia, esta unida en un proceso de producción a escala mundial, en una sociedad capitalista globalizada cuyas contradicciones sólo pueden ser superadas aboliendo este sistema de todo el planeta, reemplazándolo por una comunidad humana mundial.
John Donne / Heinrich Schille
[1]) Deberíamos mencionar también la invención en el siglo xv del alfabeto Han-geul, quizás el primer intento de crear una notación basada en el estudio científico del lenguaje en su forma hablada.
[2]) Incluyendo la prostitución forzada de miles de mujeres coreanas en los burdeles militares del ejército japonés, y la demolición de la vieja economía agraria, puesto que los cultivos coreanos se hacían cada vez más en función de las necesidades de alimentación de Japón.
[3]) «Estados Unidos está interesado en la creación de una barrera militar entre las áreas comunista y no comunista. Para que esa barrera sea efectiva, las áreas tras ella han de ser estables (…) Estados Unidos tiene que determinar las causas particulares de descontento e inteligente y audazmente ayudar a despejarlas. Nuestra experiencia en China ha mostrado que no sirve de nada contemporizar con las causas de descontento; que una política que aspira a una estabilización duradera está condenada al fracaso cuando el deseo general parece ser el cambio permanente» (Melvin Conant Jnr: “JCRR: an object lesson”), en Far Eastern Survey, 2 mayo 1951.
[4]) «Se agotan los “dragones” asiáticos», en Revista internacional nº 89, 2º trimestre de 1997.
[5]) “La primera y más importante fuente de financiación fue la adquisición por los chaebols de los bienes embargados netamente infravalorados. Después de la guerra representaban el 30% del patrimonio surcoreano antiguamente en manos japonesas. Inicialmente bajo tutela de la administración estadounidense de bienes embargados, fueron distribuidos por esa administración misma y por el gobierno después” (Idem).
[6]) No nos proponemos tratar en este artículo de la situación de la clase obrera en Corea del Norte, que ha tenido que sufrir todos los horrores de un régimen estalinista ultra militarista.
[7]) Andrew Nahm , Una historia del pueblo coreano.
[8]) Filipinas y Brasil, por ejemplo.
[9]) Algunos camaradas del SGWC participaron en la Conferencia a título individual.
[10]) Además del SPA, los siguientes grupos coreanos que pertenecen a esta red tomaron a cargo presentaciones para la Conferencia: Solidarity for worker’s Liberation, Ulsan Labour education Comité, Militant’s Group for Revolutionary worker’s Party. También hizo una presentación sobre la Lucha de clases a título individual, Loren Goldner.
[11]) Esto se pudo ver sobre todo en la discusión en Seúl que se hizo abierta al público en el que predominaban estudiantes muy jóvenes con muy escasa o nula experiencia política.
[12]) No podemos abordar aquí la obsesión del grupo Perspectiva internacionalista sobre la “dominación formal y la dominación real del capital”. Ya hemos tratado con suficiente detenimiento esta cuestión en la Revista Internacional nº 60 publicada en 1990, cuando este grupo aún se autodenominaba “Fracción externa de la CCI”, ver en inglés: https://en.internationalism.org/ir/060_decadence_part08.html [4]. Merece la pena, sin embargo, recordar el fiasco en el que acabó la tentativa por parte de PI de probar la superioridad de su nuevo “enfoque” teórico, cuando tres años después de la caída del muro de Berlín, PI aún insistía en que los acontecimientos de Europa del Este significaban en realidad ¡un fortalecimiento de la posición de la URSS!.
[13]) Inevitablemente este informe es muy esquemático y por tanto abierto a ser corregido y precisado. Debemos lamentar únicamente que la presentación que hizo el compañero de la ULEC (Ulsan Labour Education Committe) sobre la historia del movimiento obrero en Corea, fuese tan larga que resultase imposible traducirla al inglés por lo que no hemos podido tener conocimiento de ella. Esperamos que los compañeros puedan finalmente preparar y traducir una versión más corta de este texto que reseñe los aspectos más importantes.
[14]) De hecho durante la revolución en Alemania, los sindicatos fueron los peores enemigos de los soviets. Para una reseña de estos hechos ver los artículos publicados en Revista internacional nº 80-82.
[15]) Ver los artículos que hemos dedicado recientemente a la revolución de 1905 en Revista internacional nos 120, 122, 123 y 125. rint/2005/120_1905.html y sucesivos.
[16]) Respecto a este tema puede consultarse por ejemplo “Revuelta en la periferia de las ciudades francesas: ante la desesperación sólo la lucha obrera puede ofrecer un porvenir” (ap/2005/185_revoltes.html), así como “La mistificación de los ‘piqueteros’ de Argentina” (rint/2004/119_piquetes.html [5]), publicada en la Revista internacional nº 119.
Hemos de decir también que emperrarse en hablar de “desaparición de las grandes concentraciones obreras industriales” puede resultar algo surrealista en Ulsan, donde sólo en una factoría de Hyundai ¡trabajan 20 mil obreros!.
[17]) La idea de que ha sido el “trabajo precario” lo que ha llevado al descubrimiento de los “piquetes” como “nueva forma de lucha” no tiene ninguna base histórica. Este tipo de piquetes (es decir delegaciones de trabajadores en lucha que recorren otros centros de trabajo para que los obreros de estos se sumen al combate) tienen ya una larga tradición. Ciñéndonos únicamente a las experiencias en Gran Bretaña podemos decir que estos piquetes se hicieron ya famosos durante dos importantes luchas de los años 70: la de los mineros de 1972 y 1974 en la que los mineros enviaron piquetes a las centrales eléctricas, o la de los trabajadores de la construcción de 1972, en la que se organizaron delegaciones que extendieron la huelga en otros “tajos”. Tampoco puede decirse que sea una novedad histórica la existencia de mano de obra precaria. Podemos citar el ejemplo de la creación en 1889 por parte del sindicalista revolucionario Tom Mann de la llamada “General Labourers’ Union” basada esencialmente en grandes masas de trabajadores no cualificados con empleos precarios sobre todo en los puertos. Hay que decir que tanto Engels como una hija de Marx (Eleonor) se implicaron a fondo en impulsar ese sindicato.
[18]) Ver en Acción proletaria nº 189. “Huelga del metal en Vigo: los métodos proletarios de lucha” ccionline/2006/vigo.htm [6].
[19]) Los comunistas “no establecen principios especiales según los cuales pretendan moldear el movimiento proletario. Los comunistas solo se diferencian de los demás partidos proletarios por la circunstancia de que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios destacan y hacen valer los intereses comunes de todo el proletariado, independientemente de la nacionalidad; y, por otra parte, por el hecho de que, en las diferentes fases de desarrollo que recorre la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento general. Por consiguiente, los comunistas son, prácticamente, la parte más decidida de los partidos obreros de todos los países, la que siempre impulsa hacia adelante; teóricamente llevan al resto del proletariado la ventaja de su comprensión de las condiciones, de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario” (el Manifiesto comunista).
[20]) Puede consultarse en "Declaración internacionalista contra la amenaza de guerra en Corea [7]".
[21]) “Obrero socialista”. A pesar de este nombre, ese grupo no tiene nada que ver con el “Socialist Workers’ Party” británico. Queremos disculparnos por anticipación ante este compañero por si no hubiéramos interpretado adecuadamente su razonamiento, debido, quizás, a la barrera del lenguaje.
[22]) El hecho de que en esta Conferencia los internacionalistas hicieran oír su voz frente a la amenaza que la guerra representa, es, a nuestro parecer, un verdadero paso adelante en comparación con las Conferencias de la Izquierda comunista de los años 1970 en las que los demás participantes – y especialmente Battaglia comunista y la CWO – se negaron a redactar una toma de posición conjunta contra la invasión de Afganistán por parte de la URSS.
[23]) Según PI tendríamos que ir “más allá de la Izquierda comunista”. Desde luego nadie, y menos aún los grupos que hemos mencionado, puede pretender haber dicho la última palabra sobre estas u otras cuestiones. La historia avanza hacia delante y si volvemos atrás es para comprenderla mejor. Pero es imposible construir un edificio sin poner buenos cimientos, y desde nuestro punto de vista los únicos cimientos sobre los que puede edificarse son los que establecieron nuestros predecesores de la Izquierda comunista. La lógica de la posición de PI es despreciar la historia de la que procedemos y declarar por tanto que “conmigo empieza la historia”. Pero por mucho que a PI le disguste, lo cierto es que este pensamiento es una simple variante de la posición bordiguista que afirma que sólo el “partido” (o en el caso del BIPR, “el Buró”) es la única fuente de sabiduría, y que no tiene nada que aprender de nadie más.
[24]) Esta cuestión del desarrollo de la futura organización internacional fue objeto de polémica entre la CCI y el BIPR en los años 1980, cuando el BIPR postulaba que una organización internacional solo podría ser construida sobre la base de organizaciones políticas independientes preexistentes en distintos países. Hoy la práctica real del movimiento internacionalista echa por tierra esa teoría, y supone una confirmación más de la bancarrota teórica y práctica del BIPR.
En este numero de la Revista internacional, reproducimos el segundo artículo de Bilan n° 31 (mayo-junio de 1936) de la serie “Los problemas del período de transición”, escrita, en francés, por Mitchell. Tras haber expuesto en el primer artículo de esta serie (publicado en la Revista internacional n° 128), las condiciones históricas generales de la revolución proletaria, Mitchell expone la evolución de la teoría marxista sobre el Estado, en estrecha relación con los momentos más importantes de la lucha de la clase obrera contra el capitalismo – 1848, la Comuna de Paris y la Revolución rusa. Siguiendo los pasos de El Estado y la Revolución (1917) de Lenin, Mitchell muestra cómo se fue clarificado progresivamente en el proletariado la cuestión de sus relaciones con el Estado durante esas experiencias fundamentales: desde la idea general de que el Estado, instrumento de opresión de una clase por otra, tenía que desaparecer necesariamente en la sociedad comunista, hasta las etapas más concretas de comprender cómo iba a llegar el proletariado a esa meta, destruyendo el orden burgués y construyendo en su lugar una nueva forma de Estado destinado a extinguirse y un período de transición más o menos largo. Los estudios de Mitchell pudieron ir más allá de la comprensión que alcanzó Lenin en su libro, al haber podido tener en cuenta las lecciones clave de la Revolución de Octubre y las terribles dificultades que tuvo que encarar a causa de su aislamiento internacional: ante todo, la necesidad de evitar toda identificación entre proletariado, sus órganos de clase propios (que Mitchell enumera: soviets, partido y sindicatos) y el conjunto del aparato del Estado de transición que es, por definición, una plaga heredada de la vieja sociedad, inevitablemente más vulnerable al peligro de corrupción y de degeneración. En esto, el partido bolchevique se había equivocado por completo al haber identificado, primero, la dictadura del proletariado con el Estado de transición, y por haberse ido identificando cada vez más a sí mismo con dicho Estado.
Producto de un proceso intenso de reflexión y de clarificación, el texto de Mitchell contiene, sin embargo, algunas debilidades de la Izquierda comunista italiana y belga de los años 1930, pero también contiene lo que hace su fuerza: así, aunque argumenta que el partido no debía fundirse en el Estado, el texto sigue sosteniendo que la tarea del partido es ejercer la dictadura del proletariado; o, también, aunque empieza planteando claramente que la colectivización de los medios de producción no es algo idéntico al socialismo, acaba defendiendo que la economía de la URSS, al estar colectivizada, no era en aquel entonces un Estado capitalista, aún reconociendo, claro está, que el proletariado ruso estaba sometido a la explotación capitalista. Ya hemos examinado ampliamente esas contradicciones en artículos anteriores (“El enigma ruso y la Izquierda comunista de Italia, 1933-1946” en Revista internacional nº 106 y “Los años 1930 – el debate sobre el período de transición”, en Revista internacional nº 127), pero esas debilidades no reducen la claridad del conjunto de este texto que sigue siendo una contribución de primer orden a la teoría marxista del Estado.
En nuestra introducción creemos haber despejado la idea esencial de que no existe ni puede existir sincronía alguna entre la madurez histórica de la Revolución proletaria y su madurez tanto material como cultural. Vivimos en la era de las revoluciones proletarias porque el progreso social no puede continuar si no desaparece el antagonismo de clase, que hasta ahora había sido la base de ese progreso en un tiempo que debe considerarse como la prehistoria del género humano.
Sin embargo, la apropiación colectiva de las riquezas creadas por la sociedad burguesa solo suprime la contradicción entre la forma social de las fuerzas productivas y su apropiación privada. No es más que el requisito indispensable para el desarrollo posterior de la sociedad. No acarrea de por sí ningún tipo de progreso social. No comporta por sí misma ninguna solución constructiva del socialismo, como tampoco puede alcanzar de entrada la desaparición de todas las desigualdades sociales.
La colectivización de los medios de producción e intercambio, que es un punto de partida, no es el socialismo, sino su requisito fundamental. Solo es una solución jurídica a las contradicciones sociales y, por sí misma no compensa, ni mucho menos, las carencias materiales y espirituales que el proletariado hereda del capitalismo. La Historia “sorprende” al proletariado, al obligarlo a llevar a cabo su misión en una falta de preparación que ni el idealismo más firme ni el mayor dinamismo revolucionarios podrán transformarse de entrada para hacerlo plenamente capaz de resolver todos los problemas, tan complejos y temibles, que irán surgiendo.
Tanto antes como después de la conquista del poder, el proletariado debe compensar la inmadurez histórica de su conciencia apoyándose en su partido, que sigue siendo su guía y educador en el período de transición entre el capitalismo y el comunismo. De igual modo, el proletariado sólo recurriendo al Estado podrá compensar la insuficiencia temporal de las fuerzas productivas legada por el capitalismo, órgano de coacción, “azote que el proletariado hereda en su lucha por alcanzar su dominación de clase pero cuyos peores efectos deberá atenuar lo más posible, como lo hizo la Comuna, hasta el día en que una generación educada en una sociedad de hombres libres e iguales pueda quitarse de encima todo el fárrago gubernamental” (Engels).
La necesidad de “tolerar” el Estado durante la fase transitoria que se extiende entre capitalismo y comunismo, se debe al carácter específico de ese período definido por Marx en su Crítica al programa de Gotha:
«Estamos ante una sociedad comunista no como se habría desarrollado con sus propias bases, sino tal como acaba de surgir, al contrario, de la sociedad capitalista; es, por consiguiente, una sociedad que, en todas sus relaciones: económica, moral, intelectual, lleva todavía los estigmas de la antigua sociedad de la que ha salido”.
Examinaremos cuáles son esos estigmas cuando analicemos las categorías económicas y sociales que la economía proletaria hereda del capitalismo, pero que están abocadas a “extinguirse” al mismo tiempo que el Estado proletario.
Evidentemente, sería vano ocultarse el peligro mortal que es para la revolución proletaria, la supervivencia de esa servidumbre que es el Estado, incluso obrero. Pero partir de la existencia en sí de ese Estado para concluir que la degeneración de la Revolución era inevitable, equivaldría a dejar de lado la dialéctica histórica y renunciar a la propia Revolución.
Por otro lado, subordinar el estallido de la Revolución a la capacidad plena de las masas para ejercer el poder, sería poner patas arriba los elementos del problema histórico tal como se plantea, negar, en resumen, la necesidad del Estado transitorio así como la del partido. Ese postulado adopta, en definitiva, el mismo postulado que basa la Revolución en la “madurez” de las condiciones materiales que hemos examinado en la primera parte de este estudio.
Hemos de volver más tarde a tratar el tema de la capacidad de gestión por parte de las masas proletarias.
Si el proletariado victorioso se ve obligado, por las condiciones históricas, a tener que soportar un Estado durante un período más o menos prolongado, debe saber qué Estado será ese.
El método marxista permite, por un lado, descubrir el significado del Estado en las sociedades divididas en clases, definir su naturaleza y, por otro lado, mediante un análisis de las experiencias revolucionarias vividas a lo largo del último siglo por el proletariado, determinar el comportamiento de éste hacia el Estado burgués.
Marx y sobre todo Engels limpiarán la noción de Estado de su ganga idealista. Al poner al descubierto la verdadera naturaleza del Estado, descubrieron que no era sino un instrumento de sometimiento en manos de la clase dominante en una sociedad determinada, que sólo servía para proteger los privilegios económicos y políticos de esa clase e imponer, por la coacción y la violencia, las reglas jurídicas correspondientes al modo de propiedad y de producción en que se basaban esos privilegios; y que, en fin, el Estado no es sino la expresión de la dominación de una minoría sobre la mayoría de la población. El armazón del Estado es a la vez la concreción de la escisión en clases de la sociedad, su fuerza armada y sus órganos de coerción. Estos se situaron por encima de la masa del pueblo, se opusieron a ella, imposibilitando que la clase oprimida mantuviera su propia organización “espontánea” de defensa armada. La clase dominante no podía tolerar la coexistencia de sus propios instrumentos represivos con una fuerza armada del pueblo.
Sólo algunos ejemplos sacados de la Historia de la sociedad burguesa: en Francia, la revolución de febrero de 1848 armó a los obreros “los cuales se constituyeron como fuerza en el Estado” (Engels); la única preocupación de la burguesía era cómo desarmarlos; los provocó liquidando los talleres nacionales y acabó aplastándolos durante el levantamiento de junio. En Francia también, después de septiembre de 1870, se formó, para la defensa del país, una guardia nacional, compuesta en su gran mayoría de obreros: “El antagonismo entre el gobierno, en el que prácticamente solo había burgueses, y el proletariado en armas, estalló inmediatamente… Armar París era armar la Revolución. Para Thiers, la dominación de las clases poseedoras estaría amenazada mientras los obreros parisinos siguieran armados. Desarmarlos fue su principal preocupación” (Engels).
Y por eso ocurrió lo del 18 de marzo y la Comuna.
Pero una vez desvelado el “secreto” del Estado burgués (ya fuera monárquico o republicano, autoritario o democrático), el proletariado debía definir su propia política hacia él. El método experimental del marxismo le proporcionó los medios.
En la época del Manifiesto comunista (1847), Marx dejó bien clara la necesidad para el proletariado de conquistar el poder político, de organizarse como clase dominante, pero sin poder precisar si se trataba para el proletariado de fundar su propio Estado. Marx ya previó la desaparición de todo tipo de Estado con la abolición de las clases, pero no pudo ir más allá de una formulación general, abstracta todavía. La experiencia francesa 1848-1851 proporcionó a Marx la sustancia histórica que iba a reforzar en él la idea de la destrucción del Estado burgués, sin permitirle sin embargo delimitar los contornos del Estado proletario que debía sustituirlo. El proletariado aparece como la primera clase revolucionaria en la historia a la que incumbe la necesidad de aniquilar la máquina burocrática y policíaca, cada día más centralizada, utilizada hasta entonces por todas las clases explotadoras para aplastar a las masas explotadas. En su 18 de Brumario, Marx subrayó que “todas las revoluciones políticas no han hecho otra cosa que perfeccionar esa máquina en lugar de destruirla.” El poder centralizado del Estado, con sus órganos represivos, tiene su origen en la monarquía absoluta; la burguesía naciente lo usó para luchar contra el feudalismo. Lo que hizo la Revolución francesa fue desembarazarlo de las últimas trabas feudales y el Primer Imperio finalizó el Estado moderno. La sociedad burguesa desarrollada transformó el poder central en una máquina de opresión del proletariado. ¿Por qué nunca fue destruido el Estado por ninguna de las clases revolucionarias, sino que fue conquistado? Marx dio la explicación fundamental en el Manifiesto: “los medios de producción y de cambio, en cuyas bases se formó la burguesía, se crearon dentro de la sociedad feudal”. La burguesía, sobre posiciones económicas conquistadas gradualmente, no necesitó destruir una organización política en la que había conseguido instalarse. No tuvo que suprimir ni la burocracia, ni la policía, ni las fuerzas armadas, sino que sometió esos instrumentos de opresión a sus propios fines, pues la revolución política lo único que hizo fue sustituir jurídicamente una forma de explotación por otra forma de explotación.
En cambio, el proletariado es una clase que expresa los intereses de la Humanidad y no unos intereses particulares que pudieran integrarse en un Estado basado en la explotación: “Los proletarios no tienen nada propio que consolidar; solo tienen que destruir todo cuanto, hasta el presente, ha asegurado y garantizado la propiedad privada” (el Manifiesto). La Comuna de Paris fue la primera respuesta histórica, tan imperfecta todavía, a la pregunta de saber en qué podría diferenciarse el Estado proletario del Estado burgués: la dominación de la mayoría sobre la minoría desposeída de sus privilegios hacía inútil el mantenimiento de una máquina burocrática y militar al servicio de intereses particulares, en cuyo lugar el proletariado imponía no solo su propio armamento – para quebrantar toda resistencia burguesa – sino una forma política que le permitiera acceder progresivamente a la gestión social. Por eso es por lo que “la Comuna ya no era un Estado en el sentido propio de la palabra” (Engels). Lenin subrayó “La Comuna consiguió – obra gigantesca – sustituir ciertas instituciones por otras basadas en principios radicalmente diferentes”.
Pero no por eso deja el Estado proletario de conservar el carácter fundamental de cualquier Estado: sigue siendo un órgano de coerción que, aunque asegure la dominación de la mayoría sobre la minoría, es incapaz de suprimir ni siquiera temporalmente el derecho burgués; es, según la expresión de Lenin “un Estado burgués sin burguesía” que, so pena de volverse contra el proletariado, debía ser mantenerse bajo el control directo de éste y de su partido.
La teoría de la dictadura del proletariado, esbozada en el Manifiesto, pero que extrajo de la Comuna de 1871 sus primeros materiales históricos — superpuso a la noción de destrucción del Estado burgués, la idea de la extinción del Estado proletario. Esa idea de la desaparición de todo Estado se encuentra ya en Marx de forma embrionaria, en su Miseria de la Filosofía; pero fue sobre todo Engels quien la desarrolló en el Origen de la propiedad y el Anti-Dühring y, después, sería brillantemente comentada por Lenin en el Estado y la Revolución. En cuanto a la distinción fundamental entre destrucción del Estado burgués y extinción del Estado proletario, ya la hizo con suficiente fuerza Lenin para no necesitar insistir en ella aquí, sobre todo porque lo que hemos dicho antes no deja lugar a ningún equívoco al respecto.
Lo que debe retener nuestra atención es que el postulado de la extinción del Estado proletario tendrá que ser la clave del contenido de las revoluciones proletarias. Ya hemos dicho que éstas surgen en un medio histórico que obliga al proletariado victorioso a soportar todavía un Estado, aunque ya no pueda ser “sino un Estado que se extingue, o sea constituido de tal modo que empieza ya, de inmediato, a extinguirse y no pueda sino irse extinguiendo” (Lenin).
El gran mérito del marxismo fue haber demostrado irrefutablemente que el Estado no fue nunca un agente autónomo de la historia, sino que es el producto de la sociedad dividida en clases – la clase precede al Estado – y que desaparecerá cuando desaparezcan las clases. Tras la disolución del comunismo primitivo, el Estado ha seguido existiendo bajo una forma más o menos evolucionada porque se ha ido superponiendo necesariamente a una forma de explotación del hombre por el hombre. Pero tendrá necesariamente que morir al cabo de una evolución histórica que hará que toda opresión, toda coacción acaben siendo superfluas, que habrá eliminado el “derecho burgués” y, según la expresión de Saint-Simon “la política acabará siendo absorbida totalmente en la economía”.
La ciencia marxista, no obstante, no había podido elaborar la solución al problema de saber cómo y con qué proceso iba a desaparecer el Estado, problema condicionado a su vez por el de la relación entre el proletariado y “su” Estado.
La Comuna – esbozo de la dictadura del proletariado –, fue una experiencia formidable que no evitó ni la derrota ni la confusión, porque, por un lado, surgió en un período de inmadurez histórica y, por otro, le faltó la dirección teórica, el partido. Por eso sólo aportó algunos de los primeros elementos de las relaciones entre Estado y Proletariado.
Marx, en 1875, en su Crítica al programa de Gotha tuvo que limitarse a la pregunta: “¿A qué transformación se someterá el Estado en una sociedad comunista?” (Marx habla aquí del período de transición, ndlr) “¿Qué funciones sociales se mantendrán que sean análogas a las funciones actuales del Estado? Esta cuestión sólo podrá resolverla la ciencia y no será adjuntando de mil modos y maneras la palabra Pueblo a la palabra Estado como se hará avanzar el problema”.
En la Comuna, Marx vio sobre todo una forma de liberación, mientras que las antiguas formas eran sobre todo represivas; “... la forma política, por fin encontrada en la que es posible realizar la emancipación del trabajo” (la Guerra civil). Pero sólo pudo plantear las bases del problema capital: la iniciación y la educación de las masas, las cuales habrían de quitarse de encima progresivamente el dominio del Estado para hacer coincidir al fin la muerte de éste con la realización de la sociedad sin clases. La Comuna ya puso algunos jalones en ese camino. Mostró que aunque no pudiera el proletariado suprimir de entrada el sistema de delegaciones de poder, “tenía que tomar sus precauciones contra sus propios subordinados y sus propios funcionarios, declarándolos amovibles a todos sin excepción y en todo momento” (Engels). Y para Marx, “nada podía ser más ajeno al espíritu de la Comuna que sustituir el sufragio universal (para la designación de mandatarios, ndlr) por un sistema de nombramientos jerárquicos.”
La elaboración teórica tuvo que limitarse a eso. Y cuarenta años más tarde, Lenin tampoco habrá avanzado mucho en ese ámbito. En el Estado y la Revolución, Lenin se limitará a fórmulas banales y sumarias, se limitará a subrayar la necesidad de “transformar las funciones del Estado en funciones de control y de registro tan sencillas que estén al alcance de la gran mayoría de la población y poco a poco de la población entera”. Sólo podrá limitarse, como Engels, a enunciar a qué corresponderá la desaparición del Estado, es decir a la era de la libertad verdadera al mismo tiempo que la del fin de la democracia, la cual habrá perdido todo significado social. Sobre el proceso con el que se eliminarán todas las servidumbres que hayan quedado como escombros del capitalismo, Lenin constatará que “queda abierta la cuestión del momento y de las formas concretas de esa muerte del Estado, pues no poseemos ningún dato que pueda ayudarnos a zanjarla.”
Quedaba así por resolver el problema de la gestión de una economía y de un Estado proletarios que se llevara a cabo en función de la revolución internacional. El proletariado ruso estaba desprovisto de elementos para solucionar políticamente ese problema en el momento en que se lanzó en Octubre de 1917 a la experiencia histórica más extraordinaria. Los bolcheviques sintieron inevitablemente cómo pesaba sobre ellos el peso aplastante de esa carencia histórica durante las tentativas para delimitar las relaciones entre Estado y Proletariado.
Con la distancia con la que hoy podemos observar la experiencia rusa, aparece que probablemente si los bolcheviques y la Internacional hubieran podido tener una visión clara de esa tarea capital, el reflujo revolucionario en Occidente, por considerable que hubiera sido ese impedimento para el desarrollo de la Revolución de octubre, no habría alterado su carácter internacionalista, no habría provocado su ruptura con el proletariado mundial al haberla llevado al atolladero del “socialismo en un solo país”.
El Estado soviético, en medio de unas terribles dificultades contingentes, no fue considerado esencialmente por los bolcheviques como un “azote que el proletariado hereda… cuyos peores efectos deberá atenuar lo más posible”, sino como un organismo que podía identificarse totalmente con la dictadura proletaria, o sea el Partido.
Eso acabó alterando la base de la dictadura del proletariado, que no era ya el Partido, sino el Estado, el cual, tras el cambio en la relación de fuerzas que llegaría después, acabaría evolucionando no hacia su extinción, sino hacia el reforzamiento de su poder de coerción y represivo. Tras haber sido instrumento de la Revolución mundial, el Estado proletario acabaría siendo inevitablemente un arma de la contrarrevolución mundial.
Marx, Engels y sobre todo Lenin insistieron en muchas ocasiones en la necesidad de oponer al Estado proletario su antídoto proletario, capaz de impedir la degeneración. Sin embargo, la Revolución rusa, lejos de asegurar el mantenimiento y la vitalidad de las organizaciones de clase del proletariado, las esterilizó incorporándolas al aparato estatal, devorándoles su propia sustancia.
Incluso en el pensamiento de Lenin, la noción de “dictadura del Estado” acabó siendo predominante. A finales de 1918, por ejemplo, en su polémica con Kautsky (la Revolución proletaria…) no fue capaz de disociar dos nociones opuestas: Estado y dictadura del proletariado. Replicó victoriosamente a Kautsky en la definición de la dictadura del proletariado, de su significado fundamental de clase (“todo el poder a los soviets”); pero la necesidad de destruir el Estado burgués y derrotar la clase dominante, la vinculó a la transformación de las organizaciones proletarias en organizaciones estatales. Es cierto que esa afirmación no era nada absoluta, pues se refería a la fase de la guerra civil y de derrocamiento de la dominación burguesa y que Lenin se refería a los soviets que sustituían, como instrumento de opresión sobre la burguesía, al aparato de Estado de ésta.
La dificultad enorme de una orientación justa en las relaciones entre el Estado y el proletariado, que Lenin no pudo solventar, venía precisamente de esa doble necesidad contradictoria de mantener un Estado, órgano de coacción económica y política bajo el control del proletariado (y por lo tanto de su partido), mientras que, por otro lado, había que asegurarse la participación cada vez más amplia de las masas en la gestión y la administración de la sociedad proletaria, y eso cuando precisamente esa participación no podía realizarse transitoriamente sino en el seno de organismos estatales, corruptibles por naturaleza.
La experiencia de la Revolución rusa muestra al proletariado lo difícil y compleja que es la tarea de construir un clima social en el que pueda florecer la actividad y la cultura de las masas.
La controversia sobre la Dictadura y la Democracia se concentró precisamente en ese problema cuya solución debía ser la clave de las revoluciones proletarias. Hay que subrayar al respecto que las consideraciones opuestas de Lenin y Luxemburg sobre la “democracia proletaria”, procedían de la misma preocupación común: crear las condiciones de una expansión constante de las capacidades de las masas. Para Lenin, no obstante, el concepto de democracia, incluso proletaria, implicaba opresión inevitable de una clase sobre otra, ya fuera la de la dominación burguesa sobre el proletariado o la dictadura del proletariado sobre la burguesía. Y la “democracia” desaparecería, como ya dijimos, en el momento en que se realizara plenamente con la extinción de las clases y del Estado, o sea en el momento en el que el concepto de libertad cobrara su significado pleno.
A la idea de Lenin de una democracia “discriminatoria”, Rosa Luxemburg (la Revolución rusa) oponía la de la “democracia sin límites” que para ella era la condición necesaria de una “participación sin trabas de las masas populares” en la dictadura del proletariado. Esta solo podría ejercerse mediante el ejercicio total de las libertades “democráticas”: libertad ilimitada de prensa, libertad política entera, parlamentarismo (aunque, después, en el programa de Spartacus, el futuro parlamentarismo estará subordinado al de la Revolución).
La preocupación principal de Rosa Luxemburg, la de que la máquina estatal no entorpeciera el florecimiento de la vida política del proletariado y su participación activa en las tareas de la dictadura, le impidió percibir el papel fundamental que le incumbe al Partido, pues ella llegó hasta oponer Dictadura de clase y Dictadura de partido. Su gran mérito fue, sin embargo, el de haber opuesto, como ya lo había hecho Marx para la Comuna, el contenido social de la dominación burguesa al de la dominación proletaria: “la dominación de clase de la burguesía no necesitaba una instrucción y una educación políticas de toda la masa del pueblo o, al menos, no más allá de unos límites muy estrechos, mientras que para la dictadura proletaria, la educación política es algo vital, es el aire sin el cual no podría vivir”.
En el programa de Spartacus, Rosa volvió a integrar ese problema capital de la educación de las masas (cuya solución incumbía al partido) afirmando que : “la historia no nos hace tan fácil la tarea como lo fue para las revoluciones burguesas; no basta con echar abajo el poder oficial en el centro y sustituirlo por unos cuantos cientos de hombres nuevos. Tenemos que trabajar de abajo hacia arriba”.
La impotencia de los bolcheviques para mantener el Estado al servicio de la revolución
Impelido por el proceso contradictorio de la Revolución rusa, Lenin insistió constantemente en la necesidad de oponer un “correctivo” proletario y de los órganos de control obrero a la tendencia del Estado transitorio a dejarse corromper.
En su Informe al Congreso de los soviets de abril de 1918 en las Tareas inmediatas del poder soviético, insistía en la necesidad de vigilar constantemente la evolución de los soviets y del poder soviético:
“existe la tendencia pequeñoburguesa a convertir a los miembros de los Soviets en “parlamentarios” o, de otro lado, en burócratas. Hay que luchar contra esto, haciendo participar prácticamente a todos los miembros de los Soviets en la gobernación del país”.
Con ese fin, Lenin proponía el objetivo...
“de hacer participar a toda la población pobre en la gobernación del país, (…) Nuestro objetivo es lograr que cada trabajador, después de “cumplir la tarea” de ocho horas de trabajo productivo, desempeñe de modo gratuito las funciones estatales. El paso a este sistema es particularmente difícil, pero sólo en él reside la garantía de la consolidación definitiva del socialismo. Como es natural, la novedad y las dificultades del cambio suscitan abundancia de pasos dados a tientas, por decirlo así, originan multitud de errores y cavilaciones, sin los cuales no puede haber ningún movimiento rápido de avance. La originalidad de la situación actual consiste, desde el punto de vista de muchos que desean considerarse socialistas, en que la gente se ha acostumbrado a oponer en forma abstracta el capitalismo al socialismo, intercalando entre uno y otro, con aire grave, la palabra ‘salto’”.
Si en el mismo Informe, Lenin se vio en la obligación de legitimar los poderes dictatoriales individuales, era la expresión no solo de una muy sombría situación contingente causante del “comunismo de guerra”, sino también del contraste ya mencionado entre, por un lado, un régimen necesario de coacción aplicado por la máquina estatal, y, por otro, para salvaguardar la dictadura proletaria, la necesidad de reducir ese régimen mediante la actividad creciente de las masas.
«Cuanto mayor sea, decía Lenin, la decisión con que debamos defender hoy la necesidad de un Poder firme e implacable, de la dictadura unipersonal para determinados procesos de trabajo, en determinados momentos del ejercicio de funciones puramente ejecutivas, tanto más variadas habrán de ser las formas y los métodos de control desde abajo, a fin de paralizar toda sombra de posible deformación del Poder soviético, a fin de arrancar repetida e infatigablemente la mala hierba burocrática”.
Pero tres años de guerra civil y la necesidad vital de una recuperación económica impidieron a los bolcheviques buscar una línea política clara sobre las relaciones entre órganos estatales y proletariado. No es que no hubieran intuido el peligro mortal que amenazaba el curso de la Revolución. El programa del VIIIº Congreso del Partido ruso de marzo de 1919 hablaba del peligro de renacimiento parcial de la burocracia que estaba ocurriendo en el seno del régimen soviético, y eso mucho antes de que todo el antiguo aparato burocrático zarista hubiera sido destruido de arriba abajo por los Soviets. El IXº Congreso de diciembre de 1920 volvió a tratar una vez más de la cuestión burocrática. Y en el Xº congreso, el de la NEP, Lenin discutió largamente sobre el tema para acabar en esta conclusión: que las raíces económicas de la burocracia soviética no tenían bases militares y jurídicas como en el aparato burgués, sino que tenía sus bases en el sector de los servicios; que la burocracia volvió a brotar sobre todo en el período de “comunismo de guerra”, plasmando así lo “negativo” de ese período, siendo en cierto modo la consecuencia que había que pagar por la necesidad de una centralización dictatorial que otorgaba el control al burócrata. Tras un año de Nueva Economía Política (NEP), Lenin, en el XIº Congreso [del PC (b) de Rusia, 1922], subrayó con fuerza la contradicción histórica que se plasmaba en la obligación para el proletariado de tomar el poder utilizándolo en medio de una falta de preparación ideológica y cultural: “tenemos suficiente poder político, absolutamente suficiente; a nuestra disposición tenemos también suficientes medios económicos, pero es insuficiente la capacitación de esa vanguardia de la clase obrera que está llamada a administrar directamente, a determinar, a deslindar los límites, a subordinar y no ser subordinada. Para esto solo hace falta capacitación, cosa que no tenemos. Esta es una situación sin precedentes en la historia…”.
A propósito del capitalismo de Estado que no hubo más remedio que aceptar, Lenin exhortaba al partido: “Sed capaces vosotros, comunistas, vosotros, obreros, parte consciente del proletariado que os habéis encargado de dirigir el Estado, sed capaces de hacer que Estado que tenéis en vuestras manos actúe a voluntad vuestra... el Estado se encuentra en nuestras manos, pero ¿ha actuado en la nueva política económica durante este año a nuestra voluntad? No. (…) ¿Y cómo ha actuado? Se escapa el automóvil de entre las manos; al parecer, hay sentada en él una persona, que lo guía, pero el automóvil no marcha hacia donde lo guían, sino donde lo conduce alguien, algo clandestino, o algo que está fuera de la ley, o que Dios sabe de dónde habrá salido, o tal vez unos especuladores, tal vez unos capitalistas privados o tal vez unos y otros; pero el automóvil no marcha justamente como se lo imagina el que va sentado al volante, y muy a menudo marcha de manera completamente distinta”.
Lenin, al plantear la tarea de “construir el comunismo con manos no comunistas”, no hacía sino retomar uno de los elementos del problema central que debía resolver la Revolución proletaria. Al afirmar que el partido debía dirigir por el camino marcado por él la economía que gestionaban “otros”, lo que hacía era oponer la función del partido a la función, divergente, del aparato estatal.
Salvar la Revolución rusa y mantenerla en los raíles de la revolución mundial no era algo condicionado por la ausencia de la mala hierba burocrática – tumor que acompaña inevitablemente el período transitorio – sino por la presencia vigilante de organismos proletarios en los que pudiera ejercerse la actividad educadora del Partido, a la vez que conservaba, a través de la Internacional, la visión de sus tareas internacionalistas. Este problema capital no pudieron resolverlo los bolcheviques a causa de una serie de circunstancias históricas y porque no disponían todavía del capital experimental y teórico indispensable. La aplastante presión de los acontecimientos contingentes les hizo perder de vista la importancia que podía tener la conservación de Soviets y Sindicatos como organizaciones existentes junto al Estado, controlándolo pero sin incorporarse en él.
La experiencia rusa no pudo demostrar en qué medida los Soviets habrían podido ser, según la expresión de Lenin “la organización de los trabajadores y de las masas explotadas, a quienes los soviets darían la posibilidad de organizar y gobernar el Estado por sí mismos”; en qué medida habrían podido concentrar “el legislativo, el ejecutivo y lo judicial”, si el centrismo ([1]) no los hubiera castrado de su potencia revolucionaria.
Haya sido como haya sido su destino, los Soviets aparecieron como la forma en Rusia de la dictadura del proletariado, pero no como algo específico, pues adquirieron un valor internacional. Lo adquirido, desde un punto de vista experimental, es que, en la fase de destrucción de la sociedad zarista, los Soviets fueron el armazón de la organización armada con la que los obreros rusos sustituyeron la maquinaria burocrática y militar y la autocracia y que después dirigirían contra la reacción de las clases expropiadas.
En cuanto a los sindicatos, su función quedó alterada en el proceso mismo de degeneración de todo el aparato de la dictadura proletaria. En la Enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo (1920), Lenin ponía de relieve toda la importancia de los sindicatos mediante los cuales “el partido está ligado de manera estrecha a la clase y a las masas y a través del cual se ejerce, bajo la dirección del partido, la dictadura de clase”. Al igual que antes de la conquista del poder :
“el partido debe consagrarse más, y de un modo nuevo y no sólo por los procedimientos antiguos, a educar a los sindicatos, a dirigirlos, sin olvidar a la vez que éstos son y serán durante mucho tiempo una necesaria “escuela de comunismo”, una escuela preparatoria de los proletarios para la realización de su dictadura, la asociación indispensable de los obreros para el paso gradual de la dirección de toda la economía del país a manos de la clase obrera (y no de unas u otras profesiones), primero, y a manos de todos los trabajadores, después”.
La cuestión del papel de los sindicatos tomó una amplitud a finales de 1920. Trotski, basándose en la experiencia que había realizado en el ámbito de los transportes, consideraba que los sindicatos debían ser organismos de Estado encargados de mantener la disciplina del trabajo y asegurar la organización de la producción, llegando incluso a proponer su supresión, pretendiendo que en un Estado obrero, eran una repetición de los órganos del Estado…!
La discusión volvió a saltar en el Xº Congreso del Partido, en marzo de 1921, bajo la presión de los acontecimientos (Cronstadt). La idea de Trotski chocó tanto con la Oposición obrera, dirigida por Shliápnikov y Kolontai, que proponía que se confiara a los sindicatos la gestión y la dirección de la producción, como con la de Lenin, quien consideraba la estatalización de los sindicatos como algo prematuro, estimando que “al no ser obrero el Estado, sino obrero y campesino con numerosas deformaciones burocráticas”, los sindicatos tenían que defender los intereses obreros contra dicho Estado. Pero en la tesis defendida por Lenin se recalcaba que el desacuerdo con la tesis de Trotski no era por cuestiones de principio, sino que se debía a consideraciones circunstanciales.
El que Trotski saliera derrotado en ese Congreso, no significó, ni mucho menos, que la confusión se hubiera disipado sobre el el papel que los sindicatos debían desempeñar en la dictadura proletaria. En efecto, las tesis del IIIer Congreso de la Internacional comunista (IC) reproducían esa confusión diciendo, por un lado, que:
“antes, durante y después de la conquista del poder, los sindicatos siguen siendo una organización más amplia, más masiva, más general que el partido y, con relación a éste, desempeñan, en cierto modo, la misma función que la circunferencia respecto al centro”,
y también que :
“los comunistas y los simpatizantes deben formar dentro de los sindicatos agrupaciones comunistas enteramente subordinadas al partido comunista en su conjunto”.
Y además:
“tras la conquista y el afianzamiento del poder proletario, la acción de los sindicatos se desplaza sobre todo hacia el ámbito de la organización económica, dedicando casi todas sus fuerzas a construir el edificio económico sobre bases socialistas, convirtiéndose así en una verdadera escuela práctica de comunismo”.
Se sabe que, después, lo que pasó fue que los sindicatos no solo perdieron todo control sobre la dirección de las empresas, sino que se convirtieron en organismos encargados de incrementar la producción y no de defender los intereses de los obreros. En “compensación”, el reclutamiento administrativo de la industria se hizo entre los dirigentes sindicales. El derecho de huelga se mantuvo “en teoría”, pero, en los hechos, las huelgas se enfrentaban a la oposición de direcciones sindicales.
El criterio firme que sirve de punto de apoyo para los marxistas para afirmar que el Estado soviético es un Estado degenerado, que ha perdido toda función proletaria, que se ha pasado al servicio del capitalismo mundial, se basa en esa verificación histórica de que la evolución del Estado ruso, de 1917 a 1936, no ha tendido, ni mucho menos, hacia su extinción, sino todo lo contrario, se fue orientando hacia su reforzamiento. Todo ello ha conducido, inevitablemente, a hacer de ese Estado un instrumento de opresión y de explotación de los obreros rusos. Asistimos a un fenómeno totalmente nuevo en la historia, resultado de una situación histórica sin precedentes: la existencia en el seno de la sociedad capitalista de un Estado proletario basado en la colectivización de los medios de producción, pero en el que se desarrolló un sistema social basado en una explotación desmedida de la fuerza de trabajo, sin que esa explotación pueda vincularse al predominio de una clase poseedora de los derechos jurídicos sobre la producción en la que ejercería su capacidad de decisión. Esa “paradoja” social no puede explicarse diciendo que existe una burocracia erigida en clase dominante (son dos nociones que se excluyen mutuamente desde el punto de vista del materialismo histórico); pero sí debe ser la expresión de una política que entregó el Estado ruso en manos de la ley que rige la evolución del capitalismo mundial que desemboca en la guerra imperialista. En el capítulo dedicado a la gestión de la economía proletaria, hemos de volver sobre el aspecto concreto de esa característica esencial de la degeneración del Estado soviético, según la cual el proletariado ruso es la víctima no sólo de una clase explotadora nacional, sino de la clase capitalista mundial; tal situación económica y política contiene evidentemente todas las primicias capaces de provocar mañana, en medio de la tormenta de la guerra imperialista, la restauración del capitalismo en Rusia, si le proletariado ruso no logra, con la ayuda del proletariado internacional, barrer todas las fuerzas que lo habrán precipitado al borde de la masacre.
Recordando lo que hemos dicho sobre las condiciones y el contexto histórico en los que nació el Estado proletario, es evidente que su extinción no puede concebirse como algo autónomo limitado al marco nacional, sino solo como expresión del desarrollo de la Revolución mundial.
El Estado soviético no podía extinguirse desde el momento en que el partido y la Internacional habían dejado de considerar la Revolución rusa como etapa o eslabón de la revolución mundial, otorgándole al contrario la tarea de construir el llamado “socialismo en un solo país”. Eso explica por qué el peso específico de los órganos estatales y la explotación de los obreros rusos se incrementaron con el desarrollo de la industrialización y de las fuerzas económicas, por qué la “liquidación de las clases” determinó no el debilitamiento del Estado, sino su fortalecimiento, expresándose en el restablecimiento de las tres fuerzas que forman el armazón del Estado burgués: la burocracia, la policía y el ejército permanente.
Esos hechos sociales no demuestran, ni mucho menos, que la teoría marxista sea falsa, una teoría que basa la revolución proletaria en la colectivización de las fuerzas productivas y la necesidad del Estado transitorio y de la dictadura del proletariado. Esos hechos son el fruto amargo de una situación histórica que impidió a los bolcheviques y a la Internacional someter el Estado a una política internacionalista y que, al contrario, hizo de ellos servidores del Estado contra el proletariado, metiéndolos en el camino del socialismo nacional. Los bolcheviques no consiguieron, en medio de las enormes dificultades que los acorralaban, formular una política que los hubiese protegido contra la confusión que se estableció entre el aparato estatal de represión, (que solo habría debido dirigirse contra las clases destituidas) y las organizaciones de clase del proletariado que habrían debido ejercer su control sobre la gestión administrativa de la economía. La desaparición de esos organismos obligó al Estado proletario, a causa de la realización del programa nacional, a dirigir sus organismos represivos tanto contra el proletariado como contra la burguesía para así asegurar el funcionamiento del aparato económico. El Estado, “calamidad inevitable” se volvió contra los obreros, a pesar de que nada justifica, por muy necesario que sea el “principio de autoridad” durante el período transitorio, el uso de la coacción burocrática.
El problema estribaba precisamente en no ensanchar más todavía el desfase entre la falta de preparación política y cultural del proletariado mismo y la obligación que el curso histórico le imponía de tener que gestionar un Estado. La solución debía tender, al contrario, a resolver esa contradicción.
Con Rosa Luxemburg nosotros afirmamos que en Rusia podía plantearse la cuestión de la forma de existencia del Estado proletario y la edificación del socialismo, pero no podía resolverse. Les incumbe a las fracciones marxistas extraer de la Revolución rusa las lecciones esenciales que permitirán al proletariado, en la oleada de las nuevas revoluciones, resolver los problemas de la revolución mundial y la instauración del comunismo.
(Continuará)
[1]) En la época en que se escribió este artículo (1936), la Izquierda italiana empleaba el término “centrismo” para designar lo que ya era la contrarrevolución, o sea el estalinismo (ndt).
Los primeros 14 años del siglo xx marcan el apogeo del capitalismo (la llamada “Belle Epoque”). La economía prosperaba sin cesar, los inventos y los descubrimientos científicos se encadenaban uno tras otro, una atmósfera de optimismo invadía la sociedad. El movimiento obrero se contagió de este ambiente acentuándose en su seno las tendencias reformistas y las ilusiones de llegar pacíficamente al socialismo a través de sucesivas conquistas ([1]).
Por todo ello, el estallido de la Primera Guerra mundial significó para los contemporáneos una brutal sacudida, una tremenda descarga eléctrica. Las dulces esperanzas de un progreso ininterrumpido se transformaron de repente en una terrible pesadilla. Una guerra de una brutalidad y una extensión inauditas llevaba a todas partes sus efectos devastadores: los hombres caían como moscas en el frente de batalla, los racionamientos, el estado de sitio, el trabajo militarizado, se implantaban en la retaguardia. El optimismo desbordante se transformó en un pesimismo paralizante.
Las organizaciones proletarias se vieron sometidas a una prueba brutal. Los acontecimientos se precipitaron a una velocidad de vértigo. En 1913 – pese a los densos nubarrones de las tensiones imperialistas – todo parecía de color de rosa. En 1914, estallaba la guerra. En 1915 empiezan las primeras respuestas proletarias contra la guerra. En 1917 se produce la Revolución en Rusia. Desde el punto de vista histórico, se trataba de lapsos de tiempo extremadamente cortos. La conciencia proletaria, que no tiene respuestas preparadas como recetas ante todas las situaciones sino que se basa en una reflexión y un debate en profundidad, se enfrentó a un enorme desafío. La prueba de la guerra y de la revolución – los dos acontecimientos decisivos de la vida contemporánea – se planteó en apenas tres años.
Ya hemos puesto de manifiesto en el primer artículo sobre la historia de la CNT ([2]) el atraso del capitalismo español y las convulsas contradicciones que lo atenazaban. España se declaró neutral ante la guerra y algunos sectores del capital nacional (sobre todo en Cataluña) hicieron suculentos negocios vendiendo a los dos bandos todo tipo de productos. Sin embargo, la guerra mundial golpeó duramente a las capas trabajadoras especialmente a través de una fuerte inflación. Al mismo tiempo, el elemental sentimiento de solidaridad ante los sufrimientos que afectaban a sus hermanos de los demás países, provocó una fuerte inquietud. Todo esto interpeló a las organizaciones obreras.
Sin embargo, las dos grandes organizaciones obreras que entonces existían – PSOE y CNT – reaccionaron de forma muy diferente. La mayoría del PSOE precipitó su integración definitiva en el Estado capitalista. En cambio, la mayoría de la CNT se orientó hacia una posición internacionalista y revolucionaria.
El Partido socialista (PSOE) profundizó su degeneración que estaba ya en curso en el periodo anterior ([3]): tomó partido claramente por el bando de la Entente (el eje franco-británico) e hizo del interés nacional su divisa ([4]). Con indignante cinismo, la memoria del Xº Congreso (octubre 1915) declaraba:
«Respecto a la guerra europea, desde el primer momento seguimos el criterio de Iglesias y de las circulares del comité nacional: las naciones aliadas defienden los principios democráticos contra el atropello bárbaro del imperialismo alemán, y por tanto, sin desconocer el origen capitalista de la guerra y el germen de imperialismo y militarismo que en todas las naciones existía, propugnamos la defensa de los países aliados».
Sólo una exigua minoría, bastante confusa y tímida, opuso un criterio internacionalista. Verdes Montenegro emitió un voto particular recordando que:
«la causa de la guerra es el régimen capitalista dominante y no el militarismo ni el arbitrio de las potestades coronadas o no coronadas de los diversos países», exigiendo que el Congreso «se dirija a los partidos socialistas de todos los pueblos en lucha requiriéndoles a que cumplan sus deberes con la Internacional».
Cuando estalla la guerra mundial, la CNT está legalmente disuelta. No obstante, sociedades obreras de Barcelona que mantienen su tradición, publican en mayo de 1914 un Manifiesto contra el militarismo. Anselmo Lorenzo, militante obrero superviviente de la Primera Internacional e impulsor de la CNT, denuncia en un artículo póstumo ([5]) la traición de la socialdemocracia alemana, de la CGT francesa y de las Trade Unions inglesas por «haber depuesto sus ideales a manera de sacrificio ante los altares de sus patrias respectivas, negando la internacionalidad esencial del problema social» ([6]). Frente a la guerra entiende que la solución no es «una hegemonía firmada por vencedores y vencidos», sino el renacimiento de la Internacional:
«poseídos de racional optimismo, los asalariados que conservan la tradición de la Asociación Internacional de los Trabajadores, con su histórico e intangible programa, se presentan como los salvadores de la sociedad humana».
En noviembre de 1914, un manifiesto firmado por grupos anarquistas, sindicatos y sociedades obreras de toda España, incide en las mismas ideas: denuncia de la guerra, denuncia de ambos bandos contendientes, necesidad de una paz sin vencedores ni vencidos que «sólo podrá ser garantizada por la revolución social» y para llegar ahí, llamamiento a la constitución urgente de una Internacional ([7]).
La inquietud y la reflexión ante el problema de la guerra, lleva al Ateneo Sindicalista de El Ferrol ([8]) (Galicia) a hacer en febrero de 1915 un llamamiento «a todas las organizaciones obreras del mundo para celebrar un congreso internacional» contra la guerra. Los organizadores no lograron darse los medios para alcanzar este propósito, las autoridades españolas prohibieron inmediatamente el Congreso y tomaron disposiciones para detener a todos los delegados extranjeros. Además, el PSOE lanzó una feroz campaña contra esta iniciativa. Sin embargo, el Congreso logró reunirse, pese a todo, el 29 de abril de 1915 con asistencia de delegados anarquistas-sindicalistas procedentes de Portugal, Francia y Brasil ([9]).
Se logró celebrar una segunda sesión. La discusión sobre las causas y la naturaleza de la guerra fue muy pobre: se carga la culpa a “todos los pueblos” ([10]) y se menciona genéricamente la maldad del régimen capitalista. Todo se centra en ¿qué hacer? En ese terreno se propone «como medio para concluir la guerra europea la aprobación de la huelga general revolucionaria».
Ni se intentan comprender las causas de la guerra desde un punto de vista histórico y mundial, tampoco hay un esfuerzo para entender la situación del proletariado mundial y los medios que tiene para luchar contra la guerra. Todo se fía al voluntarismo activista de la convocatoria de la “huelga general revolucionaria”. Pese a ello, el Congreso llegó a conclusiones más concretas. Se organizó una enérgica campaña contra la guerra que se expresó en múltiples mítines, demostraciones y manifiestos; se hizo una llamamiento a la constitución de una Internacional obrera «a fin de organizar a todos los que luchan contra el Capital y el Estado»; y, sobre todo, se tomó el acuerdo de reconstituir la CNT que, efectivamente, se reorganizó en Cataluña a partir de un núcleo de jóvenes asistentes al Congreso de Ferrol que decidieron retomar la publicación de “la Soli” (Solidaridad obrera, el órgano tradicional de la confederación). En el verano de 1915 la CNT cuenta ya 15 000 militantes que desde entonces crecerán de manera espectacular.
Es muy significativo que la fuerza propulsora de la reconstitución sea la lucha contra la guerra. Esa será la actividad central de la CNT hasta el estallido de la Revolución Rusa. Desde esta perspectiva sus militantes participaron con entusiasmo en las luchas reivindicativas del proletariado que empezaron a crecer a partir del invierno de 1915-16.
La CNT manifiesta una clara voluntad de discusión y una gran apertura a las posiciones de las Conferencias de Zimmerwald y Kienthal que son saludadas con entusiasmo. Se discute y colabora con los grupos socialistas minoritarios que en España se oponen a la guerra. Hay un gran esfuerzo de reflexión para comprender las causas de la guerra y los medios de lucha contra ella. Frente a la visión idealista de “todos los pueblos son culpables” que se expresaba en Ferrol, los editoriales de La Soli son mucho más claros: inciden en la culpabilidad del capitalismo y de sus gobiernos, apoyan las posiciones de la Izquierda de Zimmerwald (Lenin) y señalan que:
«las clases capitalistas aliadas desean que la paz sea debida a un triunfo militar; nosotros y los trabajadores todos que sea impuesto el fin de la guerra por la sublevación del proletariado de los países en guerra» (“Sobre la paz dos criterios”, Solidaridad obrera junio 1917).
Es importante la polémica que dentro de la CNT se lleva contra las posiciones favorables a la participación en la guerra del sector del anarquismo encabezado por Kropotkin y Malato (autores del famoso “Manifiesto de los 16” donde se preconiza el apoyo al bando de la Entente) y que encuentra una minoría que los apoya dentro de la propia CNT. La Soli y Tierra y Libertad se pronuncian claramente contra el “Manifiesto de los 16” y rebaten sistemáticamente sus posiciones. La CNT rompe con la CGT francesa, cuya posición califica de «una orientación torcida, que no ha respondido a los principios internacionalistas».
La Revolución de febrero 1917, aunque se consideraba de naturaleza burguesa, fue saludada con alegría: «Los revolucionarios rusos no han abandonado los intereses del proletariado que representaban en manos de los capitalistas, como hicieron los socialistas y sindicalistas de los países aliados», se destacó la importancia del «Soviet, es decir, el Consejo de obreros y soldados » para oponer su poder al poder de la burguesía, representada en el Gobierno provisional, de tal manera que ésta «ha tenido que claudicar, reconocerle personalidad propia, aceptar su participación directa y efectiva… La verdadera fuerza radica en el proletariado» ([11]).
Se identifican los Soviet con los sindicatos revolucionarios:
«Los Soviet representan hoy en Rusia, lo que en España las federaciones obreras, aunque su composición es más heterogénea que éstas, puesto que no son organismos de clase aunque la mayoría de sus componentes sean obreros y en los que tienen una influencia preponderante los llamados maximalistas, anarquistas, pacifistas que siguen a Lenin y a Máximo Gorki» (Buenacasa en la Soli, noviembre 1917).
Esta identificación tuvo, como veremos en un próximo artículo, consecuencias negativas; sin embargo, lo más importante es que se veía a los soviets como la expresión de la fuerza revolucionaria que estaba tomando el proletariado internacional. El Vº Congreso Nacional de Agricultores ([12]) celebrado en mayo de 1917 determinaba claramente la perspectiva:
«el capitalismo y el Estado político se precipitan hacia su ruina; la guerra actual, provocando movimientos revolucionarios como el de Rusia y otros que indefectiblemente han de sucederle, acelera su caída».
La Revolución de Octubre provocó un enorme entusiasmo. Se la vio como un triunfo genuino del proletariado. Tierra y Libertad afirmó en la publicación del 7 de noviembre de 1917 que «las ideas anarquistas han triunfado» y en la del 21 de noviembre que el régimen bolchevique estaba «guiado por el espíritu anarquista del maximalismo». La recepción en esas fechas del libro de Lenin El Estado y la Revolución, provocó un estudio muy atento sacando la conclusión de que dicho folleto «establecía un puente integrador entre el marxismo y el anarquismo». La Soli añade en un editorial que:
«Los rusos nos indican el camino a seguir. El pueblo ruso triunfa: aprendamos de su actuación para triunfar a nuestra vez, arrancando a la fuerza lo que se nos niega»
Buenacasa, un destacado militante anarquista de la época, recuerda en su obra el Movimiento obrero español 1886-1926 (editado en Barcelona, 1928) «¿Quién en España – siendo anarquista – desdeñó el motejarse a sí mismo de bolchevique?». Con motivo del balance de un año de la revolución, La Soli publica en portada nada menos que un artículo de Lenin, cuyo título es “Un año de dictadura proletaria: 1917-1918. La obra social y económica de los Soviet rusos”; acompañado de una nota de La Soli en la que se defiende la dictadura del proletariado, señalando la importancia de la labor transformadora «que en todos los órdenes de la vida han realizado los trabajadores rusos, en un año tan sólo que ellos son los dueños del poder», e igualmente se califica de héroes a los bolcheviques:
«Idealistas sinceros, pero hombres prácticos y realistas a la vez, lo menos que podemos desear es que en España se produzca una transformación tan profunda por lo menos como en Rusia, y para ello es necesario que los trabajadores españoles, manuales e intelectuales, sigan el ejemplo de aquellos héroes bolchevistas » (Soli, 24 noviembre de 1918),
añadiendo en un artículo de opinión que:
«Bolchevismo representa el fin de la superstición, del dogma, de la esclavitud, de la tiranía, del crimen, (…) Bolchevismo, es la nueva vida que anhelamos, es paz, armonía, justicia, equidad, es la vida que deseamos y que impondremos en el mundo» (J. Viadiu, “¡Bolcheviki!¡Bolcheviki!, en Soli 16 dic. 1918).
Tierra y Libertad, en diciembre de 1917, llegó a publicar que una revolución, debido a la necesidad que tiene de llevar una confrontación violenta, exigía “dirigentes y autoridad”
Desde el comienzo de la revolución, CNT identificó una oleada revolucionaria de naturaleza internacional y tomó partido a favor de la formación de una Internacional que dirigiera la revolución mundial:
«Fracasada por la traición de una gran parte de sus representantes más significados, la Primera y la Segunda Internacional, debe formarse la Tercera, a base de potentes organizaciones exclusivamente de clase, para dar fin, por la revolución, al sistema capitalista y su fiel sostenedor, el Estado» (Soli, Octubre 1918).
y en un Manifiesto:
«La Internacional obrera, y nadie más, ha de ser la que diga la última palabra y la que dará orden y fijará fecha para continuar en todo el frente y contra el capitalismo universal la guerra social, triunfante ya en Rusia y extendida a los imperios centrales. También a España le tocará el turno. Fatalmente para el capitalismo»
Del mismo modo, la CNT siguió con sumo interés los acontecimientos revolucionarios en Alemania: denunciaba la dirección socialdemócrata como «oportunistas, centristas y socialistas nacionalistas», al mismo tiempo que saludaba la “ideología maximalista” de Spartakus como «una proyección de la que triunfaba en Rusia y cuyo ejemplo, como el de Rusia, era algo que había que imitar en España». El Manifiesto de la CNT se refería igualmente a la revolución en Alemania: «Miremos a Rusia, miremos a Alemania. Imitemos a aquellos campeones de la Revolución proletaria».
Es importante recoger los debates muy intensos del Congreso de la CNT de 1919 que discutió por separado dos dictámenes, uno sobre la revolución rusa, y otro sobre la participación en la IC.
El primer dictamen afirma:
«Que encarnando la Revolución rusa, en principio, el ideal del sindicalismo revolucionario. Que abolió los privilegios de clase y casta dando el poder al proletariado, a fin de que por sí mismo procurase la felicidad y bienestar a que tiene indiscutible derecho, implantando la dictadura proletaria transitoria a fin de asegurar la conquista de la revolución; (…) [El Congreso debería declarar a la CNT unida a ella] incondicionalmente, apoyándola por cuantos medios morales y materiales estén a su alcance» ([13]) (citado en A. Bar, pag. 526).
Uno de los miembros de la ponencia sobre la revolución rusa fue muy tajante:
«La revolución rusa encarna el ideal del sindicalismo revolucionario, que es dar el poder, todos los elementos de la producción y la socialización de la riqueza al proletariado; estoy de acuerdo en absoluto con el hecho revolucionario ruso; los hechos tienen más importancia que las palabras. Una vez que el proletariado se haga dueño del poder, se realizará cuanto él acuerde en sus diferentes sindicatos y asambleas».
Otra intervención:
«Me propongo demostrar que la revolución rusa, adoptando desde el momento que se hizo la segunda revolución de octubre una reforma completa de su programa socialista, está de acuerdo con el ideal que encarna la CNT española».
De hecho, como dice Bar,
«En contra de la Revolución rusa no hubo ni una sola manifestación (…) La gran mayoría de las intervenciones se manifestaron claramente favorables a la Revolución rusa, resaltando la identidad existente entre los principios y los ideales cenetistas y los encarnados por aquella revolución; la propia ponencia se había manifestado así».
Sin embargo, no había la misma unanimidad sobre la adhesión a la IC. La misma ponencia sobre este dictamen propugnaba una Internacional sindicalista y consideraba que la IC «aún adoptando los métodos de lucha revolucionarios, los fines que persigue son fundamentalmente opuestos al ideal antiautoritario y descentralizador en la vida de los pueblos que proclama la CNT». Básicamente se manifestaron 3 tendencias:
• Una, sindicalista “pura”, que veía la IC como un organismo político y aunque no la veía con hostilidad, prefería organizar una “Internacional sindicalista revolucionaria”. Seguí – militante que tuvo un peso muy destacado en la CNT de la época – sin oponerse a la entrada lo veía más bien como un “medio táctico”:
«somos partidarios de entrar en la Tercera Internacional porque esto va a avalar nuestra conducta en el llamamiento que la CNT de España va a hacer a las organizaciones sindicales del mundo para constituir la verdadera, la única, la genuina Internacional de los trabajadores» (Seguí, citado en A. Bar, pag 531).
• Una segunda tendencia, decidida partidaria de ingreso plenamente en la IC defendida por Arlandís, Buenacasa y Carbó que la que consideraban como el producto y la emanación de la Revolución rusa ([14]);
• Una tercera, más anarquista, que era partidaria de colaborar fraternalmente pero que consideraba que la IC no compartía los principios anarquistas.
La moción aprobada finalmente por el Congreso decía:
«El Comité Nacional, como resumen de las ideas expuestas por los diferentes compañeros que han hecho uso de la palabra en la sesión del día 17 con referencia al tema de la revolución rusa, propone lo siguiente:
“Primero. Que la Confederación nacional del trabajo se declare firme defensora de los principios que informan a la Primera Internacional, sostenidos por Bakunin.
“Segundo. Declara que se adhiere, y provisionalmente, a la Tercera Internacional, por el carácter revolucionario que la preside, mientras se organiza y celebra el Congreso internacional en España, que ha de sentar las bases porque [por las que] ha de regirse la verdadera Internacional de los trabajadores.
“El Comité confederal. Madrid 17 de diciembre de 1919» ([15]).
Esta rápida panorámica sobre la actitud de la CNT frente a la Primera Guerra mundial y la primera oleada revolucionaria mundial, demuestra de forma notable la profunda diferencia entre la CGT francesa, anarcosindicalista, y la CNT española de la época: mientras que la CGT cae en la traición sosteniendo el esfuerzo de guerra de la burguesía, la CNT trabaja para la lucha internacionalista contra la guerra y se declara parte integrante de la revolución rusa.
En parte, esta diferencia es resultado de la situación específica de España. El país no está directamente implicado en la guerra y la CNT no se ve obligada directamente a la necesidad de tomar posición frente a una invasión, por ejemplo; igualmente, la tradición nacional en España es evidentemente mucho menos fuerte que en Francia, donde incluso los revolucionarios tienen tendencia a ser obnubilados por las tradiciones de la Gran Revolución francesa. Podríamos comparar la situación española con la de Italia que no se vio implicada en la guerra desde 1914 y donde el Partido socialista se mantuvo mayoritariamente sobre las posiciones de clase.
Además, y contrariamente a la CGT francesa, la CNT no es un sindicato bien establecido en la legalidad que arriesgaría perder sus fondos y su aparato a causa de las medidas de excepción tomadas en tiempo de guerra. Se puede hacer aquí un paralelo con los bolcheviques en Rusia, igualmente aguerridos por años de clandestinidad y represión.
El internacionalismo sin compromiso de la CNT es la demostración evidente de su naturaleza proletaria en aquella época. Igualmente, frente a la revolución en Rusia y en Alemania, lo que la distingue es la capacidad para aprender del proceso revolucionario y de la práctica de la propia clase obrera, hasta un punto que puede extrañar actualmente. Así, la CNT toma posición claramente por la revolución sin tratar de imponer los esquemas del sindicalismo revolucionario (la Revolución rusa, «encarna, en principio, el ideal del sindicalismo revolucionario»); la CNT reconoce la necesidad de la dictadura del proletariado y se coloca firme y explícitamente al lado de los bolcheviques. A partir de esta posición no hay ninguna duda en que ha colaborado lealmente y discutido con un espíritu abierto con las organizaciones internacionalistas dejando de lado toda consideración sectaria. Los militantes de la CNT no han examinado la Revolución rusa a través del prisma del desprecio hacia “lo político” o “lo autoritario” sino que han sabido apreciar en ella el combate colectivo del proletariado. Han expresado su actitud con un espíritu crítico sin renunciar desde luego a sus propias convicciones. El comportamiento proletario de la CNT en el periodo 1914-19 constituye sin ningún lugar a dudas una de las mejores aportaciones que han emanado de la clase obrera en España.
No obstante, podemos distinguir ciertas debilidades específicas del movimiento anarcosindicalista que pesarán sobre el desarrollo ulterior de la CNT y sobre su compromiso con la Revolución rusa. Hay que señalar que la CNT en 1914 se encuentra esencialmente en la misma situación que Monatte, del ala internacionalista de la CGT francesa ([16]). Ni los anarcosindicalistas ni los sindicalistas revolucionarios han conseguido construir una Internacional en cuyo seno pudiera surgir una Izquierda revolucionaria comparable a la Izquierda de la socialdemocracia en torno a Lenin y a Rosa Luxemburg. La referencia a la AIT es una referencia a un periodo histórico ya superado que no entronca verdaderamente con la nueva situación. En 1919, la única Internacional que existe es la nueva Internacional comunista. El debate dentro de la CNT sobre la adhesión a la IC y, particularmente, la tendencia que domina en ella a preferir una Internacional sindical que en 1919 no existía (una Internacional sindical “Roja” iba a ser creada en 1921 en una tentativa de competir con los sindicatos que habían apoyado la guerra), son indicativos del peligro del rechazo doctrinario por parte de los anarquistas de todo lo que huela a “política”.
La CNT del periodo 1914-19 respondió claramente a partir de un terreno internacionalista y de apertura a la Internacional comunista (bajo el impulso activo, como acabamos de ver, de notables militantes anarquistas). Frente a la barbarie de la guerra mundial que revelaba la amenaza en la cual el capitalismo hunde a la humanidad, frente al comienzo de respuesta proletaria con la Revolución rusa, la CNT supo estar con el proletariado, con la humanidad oprimida, con la lucha por la transformación revolucionaria del mundo.
La actitud de la CNT cambió radicalmente a partir de la mitad de los años 20, donde se observa un neto repliegue hacia el sindicalismo, el apoliticismo, el rechazo de la acción política y una actitud fuertemente sectaria frente al marxismo revolucionario. Peor todavía, cuando llegan los años 30, la CNT ya no es la organización resueltamente internacionalista y proletaria de 1914, sino que se convirtió en la organización que iba a participar en el gobierno de Cataluña y de la República española y, por todo esto, a participar en la masacre de los obreros, especialmente cuando los acontecimientos de 1937.
Cómo y por qué se produjo ese cambio será el objeto de los próximos artículos de esta serie.
RR y CMir,
30 de marzo de 2007
[1]) La resistencia frente a esta marea se expresó, por un lado, en el ala revolucionaria de la socialdemocracia y de forma más parcial en el sindicalismo revolucionario e igualmente en sectores del anarquismo.
[2]) Revista internacional nº 128.
[3]) No es objeto de este artículo analizar la evolución del PSOE. Sin embargo este partido que –como ya pusimos de manifiesto en el primer artículo de esta serie- era uno de los más derechistas de la 2ª Internacional sufría una fuerte deriva oportunista que lo precipitaba en los brazos del capital. La conjunción republicano-socialista de 1910, una alianza electoral claudicante que proporcionó un escaño parlamentario a su líder, Pablo Iglesias, fue uno de los momentos clave en ese proceso.
[4]) Para Fabra Ribas, un miembro del PSOE crítico con la dirección, pero claramente belicista, se lamentaba de que el capital español no participara en la guerra: «Si la fuerza militar y naval de España tuviera un valor efectivo, sí pudiese contribuir con su ayuda a la derrota del kaiserismo, y si el ejército y la marina españoles fueran instituciones verdaderamente nacionales, seríamos fervientes partidarios de la intervención armada junto a los aliados» (de su libro El Socialismo y el conflicto europeo, Valencia, sin fecha de publicación, aproximadamente finales de 1914).
[5]) Murió el 30 de noviembre de 1914.
[6]) Aparecido en el Almanaque anual de Tierra y Libertad, enero 1915. Tierra y Libertad era una revista anarquista próxima a los medios de la CNT.
[7]) Es notable la convergencia de estas ideas con las que defendieron Lenin, Rosa Luxemburgo y otros militantes internacionalistas desde el principio mismo de la guerra.
[8]) Ferrol es una ciudad industrial, basada en los astilleros y los arsenales navales, con un viejo y combativo proletariado.
[9]) Estos solo pudieron asistir a la primera sesión pues fueron detenidos por las autoridades españolas y expulsados inmediatamente.
[10]) «Cesen las críticas de que si los socialistas alemanes tienen la culpa, que si los franceses, que si Malato o Kropotkin fueron traidores a la Internacional. Beligerantes y neutrales tenemos nuestra parte de culpabilidad en el conflicto por haber traicionado los principios de la Internacional» (texto de convocatoria del Congreso publicado en Tierra y Libertad, marzo 1915).
[11]) Citado en A. Bar, La CNT en los años rojos, pag. 438. Este libro, que ya citamos en el primer artículo de la serie sobre la historia de la CNT, está bastante documentado.
[12]) En estrecha relación con la CNT.
[13]) Libro de Bar, antes citado, página 526.
[14]) La delegación del sindicato metalúrgico de Valencia declaró: «Existe afinidad clara y concreta de la Tercera Internacional con la revolución rusa [y apoyando la CNT a ésta] ¿Cómo nosotros podemos estar separados de esta Tercera Internacional?»
[15]) Cabe añadir que cuando en el verano de 1920, Kropotkin envió un “Mensaje a los trabajadores de los países de Europa occidental”, oponiéndose a la revolución rusa y a los bolcheviques, Buenacasa (destacado militante anarquista del cual hemos hablado antes), que entonces era el editor de Solidaridad Obrera en Bilbao, y uno de los portavoces autorizados de la CNT, denunció este “mensaje” y tomó partido por la revolución rusa, los bolcheviques y la dictadura del proletariado.
[16]) Ver nuestro artículo de la Revista internacional nº 120.
Enlaces
[1] https://es.internationalism.org/tag/3/45/descomposicion
[2] https://an.internationalism.org/wr292/solidarity.htm
[3] https://fr.internationalism.org/ri367/greves.htm
[4] https://en.internationalism.org/ir/060_decadence_part08.html
[5] https://es.internationalism.org/revista-internacional/200510/185/la-mistificacion-de-los-piqueteros-de-argentina-nci
[6] https://es.internationalism.org/content/910/huelga-del-metal-de-vigo-los-metodos-proletarios-de-lucha
[7] https://es.internationalism.org/content/1119/declaracion-internacionalista-contra-la-amenaza-de-guerra-en-corea
[8] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/izquierda-comunista
[9] https://es.internationalism.org/tag/21/228/el-comunismo-entrada-de-la-humanidad-en-su-verdadera-historia
[10] https://es.internationalism.org/tag/historia-del-movimiento-obrero/1917-la-revolucion-rusa
[11] https://es.internationalism.org/tag/2/26/la-revolucion-proletaria
[12] https://es.internationalism.org/tag/desarrollo-de-la-conciencia-y-la-organizacion-proletaria/la-izquierda-italiana
[13] https://es.internationalism.org/tag/21/494/el-sindicalismo-revolucionario-en-espana
[14] https://es.internationalism.org/tag/corrientes-politicas-y-referencias/sindicalismo-revolucionario