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Rev. Internacional n° 126 - 3er trimestre 2006

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El desarrollo de la lucha de clases es la única alternativa al sombrío atolladero del capitalismo

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Durante el período reciente, los hechos más señalados de la actualidad mundial han ilustrado lo que hoy está históricamente en juego para la humanidad. Por un lado, el sistema capitalista que domina el mundo ha dado pruebas suplementarias del siniestro y criminal atolladero al que condena a la sociedad entera. Por otro lado, asistimos a la confirmación del desarrollo de las luchas y de la conciencia del proletariado, única fuerza en la sociedad capaz de darle un futuro.

La alternativa proletaria no es todavía perceptible para el conjunto de la clase obrera, ni siquiera para los sectores que han entrado en lucha recientemente. En una sociedad en la que “las ideas dominantes son las de la clase dominante” (Marx), solo unas pequeñas minorías comunistas pueden, por ahora, ser conscientes de lo que de verdad está en juego en la situación actual de la sociedad humana. Es por eso por lo que incumbe a los revolucionarios hacer resaltar esos retos, denunciando, en particular, todos los intentos de la clase dominante por ocultarlos.

La barbarie capitalista se agravará

Lejos queda el tiempo en que el dirigente principal del mundo, el presidente de EEUU, George Bush padre, anunciaba, con el fin de la “guerra fría” y después de la guerra del Golfo de 1991, la apertura de un “período de paz y prosperidad”. Cada día que ha pasado lo único que nos ha traído es una nueva atrocidad guerrera. África sigue siendo el ruedo de conflictos sangrientos y de gran mortandad, no solo a causa de las armas sino también por epidemias y las hambrunas que provocan. Cuando parece que una guerra se termina en un lado, vuelve a empezar en otro con más brutalidad todavía, como hemos podido ver últimamente en Somalia donde los “tribunales islámicos” han llevado a cabo una ofensiva contra los “señores de la guerra” (Alianza por las restauración de la paz y contra el terrorismo – ARPCT) aliados de Estados Unidos. La intervención de este país a principios de los años 90 se remató con un punzante revés en 1993 y lo único para lo que sirvió fue para desestabilizar todavía más la situación, e incluso si hoy los “tribunales islámicos” parecen dispuestos a colaborar con la potencia estadounidense, está claro que en Somalia, como en muchos otros países el retorno de la paz será de corta duración. Y la voluntad de la Administración norteamericana de hacer de “la lucha contra el terrorismo uno de los pilares de la política de Estados Unidos para el Cuerno de África” (declaración de la subsecretaria de Estado para asuntos africanos, el 29 de junio) no será, desde luego, la garantía de una posible estabilización futura de la situación en el Cuerno de África.

Una buena proporción de las guerras de hoy se justifican precisamente, si no son su origen, por esa pretendida “lucha contra el terrorismo”. Es el caso de dos de los conflictos más importantes que hoy afectan a Oriente Medio: la guerra en Irak y la guerra entre Israel y las camarillas armadas de Palestina.

En Irak, ya son decenas de miles los muertos con que la población ha pagado el “fin de la guerra” proclamado el Primero de mayo de 2003 por Georges W. Bush desde el portaviones Abraham Lincoln. Y ya son más de 2500 los jóvenes soldados americanos muertos en Irak desde que su gobierno les ha encargado de “asegurar la paz”. Todos los días sin excepción, las calles de Bagdad y otras ciudades iraquíes son el escenario de matanzas a mansalva. Y esa violencia no va dirigida especialmente contra las tropas de ocupación, sino sobre todo contra la gente de a pie para la cual el haber alcanzado la “democracia” es sinónimo de un terror permanente y de una miseria que no tienen nada que envidiar a las sufridas bajo Sadam Husein. La invasión de Irak se hizo, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, en nombre de la lucha contra dos amenazas:

–  la del terrorismo de Al Qaeda, a quien pretendidamente habría estado vinculado el régimen de Sadam Husein;

–  la de las “armas de destrucción masiva” de que dispondría el dictador iraquí.

En lo que a armas de “destrucción masiva” se refiere, ha quedado establecido que las únicas actualmente en Irak son las que allí han llevado las fuerzas de la “coalición” dirigida por Estados Unidos. En cuanto a la lucha contra el terrorismo, nueva cruzada oficial de la primera potencia mundial, puede comprobarse su ineficacia total, peor todavía, la presencia de tropas de EEUU son, sin lugar a dudas, el mejor acicate para suscitar vocaciones de kamikaze entre jóvenes completamente desesperados y fanatizados por los sermones islamistas. Y eso no es solo verdad en ese país, sino por todas las partes del mundo, incluidos los países más desarrollados: nadie puede desmentir que, un año justo después de los atentados del Metro de Londres, la existencia y desarrollo, en el seno de las metrópolis del capitalismo, de grupos terroristas que se reivindican de la “guerra santa” ([1]).

El otro gran conflicto de Oriente Próximo, el conflicto palestino, no cesa de hundirse más y más en el pozo sin fondo de la guerra, desmintiendo todas las esperanzas de “paz” que celebraron los sectores dominantes de la burguesía mundial tras los acuerdos de Oslo en 1992. Por un lado, un aparato de Estado fantasma, la Autoridad palestina, que expone sus divisiones abiertamente y en la calle con ajustes de cuentas cotidianos entre las diferentes camarillas armadas (sobre todo las de Hamás y de Al Fatah), que por eso es incapaz de hacer reinar el orden frente a los pequeños grupos que han decidido proseguir las acciones terroristas, mostrando así su incapacidad de ofrecer la menor perspectiva a una población abrumada por la miseria, el desempleo y el terror. Por el otro lado, un Estado armado hasta los dientes, Israel, cuya política consiste esencialmente, como puede hoy comprobarse, en desplegar y dar rienda suelta a su poderío militar frente a las acciones terroristas, una potencia militar cuyas víctimas no son tanto los grupos que originan esas acciones, sino la población civil, lo cual no hace sino alimentar nuevas vocaciones para la yihad, o “guerra santa”, y más voluntarios para los atentados kamikaze. De hecho, el estado de Israel practica a su pequeña escala una política parecida a la de su gran hermano americano, una política que no sólo es incapaz de restablecer la paz, sino que echa más leña al fuego ([2]). Desde que se desmoronaron el bloque del Este y la URSS, a finales de los años 80, derrumbe cuya inevitable consecuencia fue la desaparición del bloque occidental, Estados Unidos se otorgó el papel de supergendarme del mundo, encargado de hacer reinar “el orden y la paz”. Era el objetivo declarado por George Bush senior, en su guerra contra Irak de 1991 y que nosotros analizábamos así en vísperas de dicha guerra:

“Lo que hoy demuestra la guerra del Golfo es que, frente a la tendencia al caos generalizado propia de la fase de descomposición, y a la que el hundimiento del bloque del Este ha dado un considerable acelerón, no le queda otra salida al capitalismo, en su intento por mantener en su sitio a las diferentes partes de un cuerpo con tendencia a desmembrarse, que la de imponer la mano de hierro de la fuerza de las armas. Y los medios mismos que está utilizando para contener un caos cada vez más sangriento son un factor de agravación considerable de la barbarie guerrera en la que se ha hundido el capitalismo”.

“En el nuevo período histórico en que hemos entrado, y los acontecimientos del Golfo lo vienen a confirmar, el mundo aparece como una inmensa timba en la que cada quien va a jugar por su cuenta y para sí, en la que las alianzas entre Estados no tendrán ni mucho menos, el carácter de estabilidad de los bloques, sino que estarán dictadas por las necesidades del momento. Un mundo de desorden asesino, de caos sanguinario en el que el gendarme americano intentará hacer reinar un mínimo de orden con el empleo cada vez más masivo y brutal de su potencial militar”.

Sin embargo, hay mucha distancia entre los discursos de los dirigentes de este mundo (por muy sinceros que a veces parezcan) y la realidad de un sistema que se niega obstinadamente a doblegarse a su voluntad:

“En el período actual, en el cual, mucho más que en las décadas pasadas, la barbarie guerrera (mal que les pese a los señores Bush, Mitterrand y compañía y sus profecías sobre el “nuevo orden de paz”) será un dato permanente y omnipresente de la situación mundial, que implicará de manera creciente a los países desarrollados” (“Militarismo y descomposición”, Revista internacional n° 64, 1er trimestre de 1991)

Desde hace 15 años, la situación mundial no hace más que confirmar de manera trágica aquella previsión de los revolucionarios. Los enfrentamientos bélicos no han cesado de agobiar a la población de muchas partes del mundo, la inestabilidad y las tensiones en las relaciones entre los países no han conocido ni un respiro y hoy tienden a agravarse más todavía, especialmente con las ambiciones de Estados como Irán y Corea del Norte que quieren seguir el camino de otros países de la región, como India y Pakistán, y dotarse del arma atómica, equipándose de misiles capaces de lanzar esas armas contra un enemigo lejano. El lanzamiento de varios misiles “Taepodong” el 4 de julio por Corea del Norte, y la impotencia de la llamada “comunidad internacional” para reaccionar ante lo que aparece como una auténtica provocación, subrayan la inestabilidad creciente en la situación mundial. Corea del Norte no es, claro está, una amenaza real para la potencia de EE.UU, por mucho que sus misiles pudieran alcanzar las costas de Alaska. Pero sus provocaciones dan una idea de la incapacidad del gendarme norteamericano, empantanado en el barrizal iraquí, para hacer reinar su “orden”.

Los planes militares de Corea del Norte aparecen como un absurdo total, consecuencia para algunos de la “enfermedad mental” de su jefe supremo, Kim Jong-il, que condena a la población a la hambruna y dilapida los escasos recursos del país en programas militares absurdos y, en fin de cuentas, suicidas. En realidad, la política llevada por Corea del Norte no es sino la caricatura de la realizada por todos los Estados del mundo, empezando por el más poderoso de ellos, el Estado norteamericano cuya aventura iraquí también ha sido atribuida a la estupidez de George W. Bush junior, ese otro “hijo de su padre” como Kim Jong-il. En realidad, por muy locos, paranoicos o megalómanos que sean algunos dirigentes (cierto en el caso de Hitler, de Bokassa “emperador” de África Central, y tantos otros, no parece, sin embargo, que ese sea el caso de George W., aunque tampoco sea una lumbrera), la política “de locura” que tienen que llevar a cabo no es sino la expresión de las convulsiones de un sistema que sí que se ha vuelto “loco”, debido a las propias convulsiones que sacuden sus bases económicas.

Éste es el mundo, el futuro que nos ofrece la burguesía: inseguridad, guerra, hambres y, de guinda, la promesa de una degradación irreversible del medio ambiente cuyas consecuencias empiezan ya a manifestarse con unos desajustes climáticos cuyas consecuencias futuras serán sin duda mucho más catastróficas que las de hoy (tempestades, huracanes, inundaciones mortíferas, etc.). Y una de las cosas más indignantes es que todos los sectores de la clase dominante tienen la cara de presentarnos las atropellos y los crímenes de los que son responsables como si fueran acciones inspiradas por la voluntad de llevar a la práctica unos grandes principios humanos: la prosperidad, la libertad, la seguridad, la solidaridad, la lucha contra la opresión…

En nombre de la “prosperidad y del bienestar” la economía capitalista, cuyo único motor es la búsqueda de beneficios, hunde a miles de millones de seres humanos en la miseria, el desempleo y el desaliento, a la vez que va destruyendo sistemáticamente el entorno. En nombre de la “libertad” y de la “seguridad” realiza sus operaciones militares tanto la potencia estadounidense como las demás. En nombre de la “solidaridad entre naciones civilizadas” o de la “solidaridad nacional” ante la amenaza terrorista o de otro tipo, se van tejiendo los taparrabos ideológicos de esas operaciones. En nombre de la lucha de los oprimidos contra el “Satán americano” y sus cómplices, las pandillas terroristas realizan sus acciones contra civiles perfectamente inocentes de preferencia.

No será la clase dominante ni sus clónicos terroristas de quienes se podrá esperar que defiendan esos valores, sino de la clase explotada por definición, el proletariado.

Las luchas obreras anuncian y preparan el porvenir

En medio de la cruenta barbarie que caracteriza el mundo actual, la única esperanza para la humanidad es la reanudación de los combates de la clase obrera a escala mundial habidos sobre todo desde hace un año. La crisis económica se extiende a nivel mundial, no evita ningún país, ninguna región del mundo; por eso, la lucha del proletariado contra el capitalismo tiende también a desarrollarse a escala universal, llevando en sus entrañas la perspectiva futura de la destrucción del capitalismo. El carácter simultáneo de los combates de clase de estos últimos meses tanto en los estados más industrializados como el los países del “Tercer mundo” son significativos de la reanudación actual de la lucha de clases: tras las huelgas que paralizaron el aeropuerto de Heathrow en Londres y los transportes de Nueva York en 2005, fueron los trabajadores de Seat en Barcelona, luego los estudiantes en Francia que llevaron a cabo una lucha masiva en la primavera pasada. Los metalúrgicos de Vigo, en España, les siguieron los pasos. Al mismo tiempo, en los Emiratos Árabes Unidos, en Dubai, una oleada de luchas estalló entre los obreros inmigrados que trabajan en la construcción. Ante la represión, los trabajadores del aeropuerto de Dubai se pusieron espontáneamente en huelga de solidaridad con los trabajadores de la construcción. En Bengladesh, han sido cerca de dos millones de obreros textiles de la región de Dhaka que iniciaron una serie de huelgas salvajes masivas a finales de mayo y principios de junio para protestar contra unos sueldos miserables y las condiciones de vida insoportables que les impone el capitalismo ([3]). Por todas partes, tanto en los países más desarrollados como Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y, anteriormente, Alemania o Suecia, o en los menos desarrollados como Bengladesh, la clase obrera está levantando la cabeza, desarrollando sus luchas. La enorme combatividad que ha caracterizado las recientes luchas revela que, por todas partes, la clase explotada se niega hoy a someterse a lo inaceptable y a la lógica inhumana de la explotación capitalista.

Frente a esa práctica propia de todas las camarillas burguesas de “cada uno a la suya” y de “guerra de todos contra todos” que invade el mundo, la clase obrera empieza a oponer su propia perspectiva: la de la unidad y la solidaridad contra los ataques incesantes del capitalismo. Es la solidaridad la que ha marcado todas las luchas obreras desde hace un año y eso es un avance considerable en al conciencia de clase del proletariado. Ante el atolladero del capitalismo, al desempleo, los despidos y el “no future” que este sistema ofrece a los obreros y, en especial, a las nuevas generaciones, la clase explotada está tomando conciencia de que su única fuerza está en su capacidad para oponer un frente masivo para afrontar el Moloch capitalista.

Son dos mundos los que se enfrentan: el mundo de la burguesía y el mundo obrero. Aquélla, tras haber encarnado frente al feudalismo, el progreso de la humanidad, se ha vuelto hoy la defensora de toda la barbarie, la bestialidad, la desesperación que abruman a la especie humana. En cambio, aunque no tenga plena conciencia de ello todavía, la clase obrera representa el futuro, un futuro definitivamente librado de la miseria y de la guerra. Un futuro en el que uno de los principios más valiosos de la especie humana, la solidaridad, volverá a ser la regla universal. Una solidaridad que las luchas obreras recientes han demostrado que no estaba enterrada definitivamente en una sociedad a la deriva, sino que lleva en sí el futuro de la lucha.

Fabienne (8/07/2006)

 

[1]) Eso no excluye, ni mucho menos, que los gobiernos de los países “democráticos” se dediquen, en algunas circunstancias, a desarrollar o favorecer la actividad de ese tipo de grupos para así justificar sus operaciones bélicas o el reforzamiento de la represión. El ejemplo más evidente de esa política es la llevada a cabo por el Estado norteamericano antes y después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 que solo los ilusos pueden creer que no fueron deliberadamente previstos, alentados e incluso organizados en parte por los órganos especializados de dicha Administración (leer al respecto: “Pearl Harbor 1941, “Torres Gemelas” 2001: El maquiavelismo de la burguesía” en la Revista internacional n° 108).

[2]) Esos son los temores que se están expresando ya en algunos sectores de la burguesía israelí frente a la ofensiva del ejército en la franja de Gaza justificada por la búsqueda de un soldado israelí capturado por un grupo terrorista.

[3]) Ver nuestro artículo “Dubai, Bangla Desh: la clase obrera se rebela contra la explotación capitalista” en Acción proletaria nº 190, julio-septiembre de 2006 (ver sitio Internet para otros idiomas).

1936: frentes populares en Francia y en España - Cómo movilizó la izquierda a la clase obrera para la guerra

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Hace 70 años, en mayo de 1936, estallaba en Francia una inmensa oleada de huelgas obreras espontáneas contra la agravación de la explotación provocada por la crisis económica y el desarrollo de la economía de guerra. En julio de ese mismo año, en España, frente al alzamiento militar de Franco, la clase obrera se puso inmediatamente en huelga general, tomando las armas para replicar al ataque. Muchos revolucionarios, incluidos los más conocidos como Trotski, creyeron percibir en aquellos acontecimientos el inicio de una nueva oleada revolucionaria internacional. En realidad, debido a un análisis superficial de las fuerzas en presencia, acabaron equivocándose a causa de la adhesión entusiasta y la “radicalidad” de algunos discursos. Basándose en un análisis lúcido de la relación de fuerzas internacional, la Izquierda comunista de Italia (en su revista Bilan) comprendió que los frentes populares no eran, ni mucho menos, la expresión de un desarrollo revolucionario, sino todo lo contrario: expresaban el encierro cada vez mayor del la clase obrera en la ideología nacionalista, democrática y el abandono de la lucha de clases contra las consecuencias de la crisis histórica del capitalismo: «El Frente popular es al fin y al cabo el proceso real de disolución de la conciencia de clase de los proletarios, el arma destinada a mantener, en todas las circunstancias de su vida social y política, a los obreros en el terreno de la sociedad burguesa” (Bilan n° 31, mayo-junio de 1936). Rápidamente, tanto en Francia como en España, el aparato político de la izquierda “socialista” y “comunista” sabrá ponerse en cabeza de los movimientos y, tras encerrar a los obreros en la falsa alternativa fascismo/antifascismo, logrará sabotearlos desde dentro, orientarlos hacia la defensa del Estado democrático y, finalmente, alistar a la clase obrera para la segunda carnicería interimperialista mundial.

Hoy, en un contexto de lenta reanudación de la lucha de clases y de brote de nuevas generaciones en búsqueda de alternativas radicales frente a la quiebra cada día más patente del capitalismo, los círculos altermundistas, como ATTAC, denuncian el liberalismo salvaje y la “dictadura del mercado”, que quita el poder político de manos del Estado y, por lo tanto, de los ciudadanos y llama a “la defensa de la democracia contra las imposiciones financieras”. Ese “otro mundo” propuesto por los altermundistas recuerda políticas que se aplicaron durante los años 1930 o 1950 a 70, cuando el Estado ocupaba un lugar mucho más importante como actor económico directo que, según ellos, hoy habría perdido. Es evidente que, según ese enfoque, la política de los gobiernos de Frente Popular, con sus programas de control por el Estado de la economía, de “unidad contra los capitalistas y la amenaza fascista”, mediante la puesta en marcha de una “revolución social”, debe ser utilizada para demostrar la afirmación de que “otro mundo”, otra política es posible en el seno del capitalismo.

Por eso es más que nunca indispensable evocar, con ocasión de este 70 aniversario, el contexto de 1936:

–  para recordar las lecciones trágicas de aquellas experiencias, en especial la trampa fatal que para la clase obrera constituye el abandonar el terreno de la defensa intransigente sus intereses específicos para someterse a las necesidades de la lucha de un campo burgués contra otro;

–  para denunciar esa patraña propalada por la “izquierda” de que habría sido durante esos acontecimientos la encarnación de los intereses de la clase obrera, y demostrar que, al contrario, fue su enterrador.

Los años 1930 – marcados por la derrota de la oleada revolucionaria de los años 1917-23 y el triunfo de la contrarrevolución – se diferencian radicalmente del período histórico actual que se distingue por al progreso de las luchas y el lento desarrollo de la conciencia. Sin embargo, las nuevas generaciones de proletarios que intentan deshacerse de las ideologías contrarrevolucionarias, siguen teniendo que enfrentarse a esa misma “izquierda”, a sus trampas y sus manipulaciones ideológicas, por mucho que se haya puesto los vestidos nuevos del altermundismo. Y no podrán quitársela de encima si no se adueñan de las lecciones, tan duramente pagadas, de la experiencia pasada del proletariado.

 

El Frente popular, ¿reforzamiento de la lucha contra la explotación capitalista?

Los frentes populares pretendían “unificar las fuerzas populares frente a la arrogancia de los capitalistas y el ascenso del fascismo”, pero ¿lograron de verdad instaurar una dinámica de reforzamiento de la lucha contra la explotación capitalista? ¿Fueron una etapa en el camino de la revolución? Para contestar, el planteamiento marxista no puede basarse únicamente en el radicalismo de los discursos y la violencia de los choques sociales que sacudieron a varios países de Europa occidental en aquel entonces, sino en un análisis de la relación de fuerzas entre las clases a escala internacional y de toda una época histórica. ¿En qué contexto general de fuerza y debilidad del proletariado y de su enemiga mortal, la burguesía, surgen los acontecimientos de 1936?

Producto de la derrota histórica del proletariado

Tras la pujante oleada revolucionaria que obligó a la burguesía a poner fin a la guerra, que llevó a la clase obrera a tomar el poder en Rusia, a hacer temblar el poder burgués en Alemania y al conjunto de la Europa central, el proletariado iba a sufrir toda una serie de derrotas sangrientas durante los años 1920. El aplastamiento del proletariado en Alemania en 1919 y luego en 1923 por lo socialdemócratas del SPD y sus “perros sangrientos”, dejó el camino despejado a la llegada de Hitler al poder. El trágico aislamiento de la revolución en Rusia fue la sentencia de muerte de la Internacional comunista, dejando cancha libre al triunfo de la contrarrevolución estalinista que aniquiló toda la vieja guardia de los bolcheviques y las fuerzas vivas del proletariado. Y, al fin, en 1927 fueron despiadadamente ahogados en China los últimos sobresaltos proletarios. El curso de la historia se había invertido. La burguesía había obtenido victorias decisivas sobre el proletariado internacional y el curso hacia la revolución mundial dejó el sitio a una marcha inexorable hacia la guerra mundial, lo cual acarreó el peor de los retornos de la barbarie capitalista.

Aquellas derrotas aplastantes de los batallones de vanguardia del proletariado mundial no excluyeron, sin embargo, sobresaltos de combatividad de la clase, a menudo importantes, especialmente en los países donde no había sufrido un aplastamiento físico o ideológico directo en los enfrentamientos revolucionarios del período 1917-1927. Por ejemplo, en lo más álgido de la crisis económica de los años 1930, en julio de 1932, estalla en Bélgica una huelga salvaje en las minas que alcanzó inmediatamente una dimensión insurreccional. A partir de un movimiento contra las reducciones de salario en las minas de la comarca del Borinage, el despido de los huelguistas provocó una extensión de la lucha por toda la comarca y enfrentamientos violentos con la gendarmería. En España, ya entre 1931 y 1934, la clase obrera española se lanza a cantidad de movimientos de lucha que serán reprimidos sin piedad. En octubre de 1934, todas las comarcas mineras de Asturias y el cinturón industrial de Oviedo y de Gijón inician una insurrección suicida que será aplastada por el gobierno republicano y su ejército al mando del general Franco y que terminará en una represión brutal. En fin, en Francia, aunque la clase obrera está profundamente agotada por la política “izquierdista” del PC (cuya propaganda pretende, hasta 1934, que la revolución seguía siendo algo inminente y que había que instalar “soviets por todas partes”), sigue dando prueba de cierta combatividad. Durante el verano de 1935, ante unos decretos-ley que imponen importantes reducciones salariales a los trabajadores del Estado, se producen grandes manifestaciones y enfrentamientos violentos con la policía en los arsenales de Tolón, Tarbes, Lorient y Brest. En esta ciudad, después de que un obrero fuera mortalmente golpeado a culatazos por los militares, los trabajadores exasperados desencadenan violentas manifestaciones y revueltas entre el 5 y el 10 de agosto de 1935, con 3 muertos y cientos de heridos y muchos obreros encarcelados ([1]).

Esas manifestaciones de una persistente combatividad, a menudo marcadas por la cólera, la desesperanza y el desconcierto político, fueron, en realidad, “sobresaltos desesperados” que en absoluto desmentían una situación internacional de derrota y disgregación de las fuerzas obreras, como lo recuerda la revista Bilan respecto a España:

“Si el criterio internacionalista quiere decir algo, hay que afirmar que, bajo el signo de una contrarrevolución en auge a escala mundial, la orientación de España, entre 1931 y 1936, lo único que podía seguir era una dirección paralela [al curso contrarrevolucionario de los acontecimientos, ndlt] y no una inversión hacia un desarrollo revolucionario. La revolución no puede alcanzar su pleno desarrollo si no es como resultado de una situación revolucionaria a escala internacional” (Bilan n° 35, enero de 1937).

Sin embargo, para encuadrar a los obreros de los países en que no habían sufrido el aplastamiento de los movimientos revolucionarios, las burguesías nacionales tuvieron que usar una mistificación particular. Allí donde el proletariado había sido aplastado tras un enfrentamiento directo entre las clases, el alistamiento belicista tras el fascismo o el nazismo, o, en el caso del estalinismo, tras la ideología específica de la “defensa de la patria socialista”, un alistamiento obtenido sobre todo mediante el terror, aparecía con formas particulares del desarrollo de la contrarrevolución. A esos regímenes políticos particulares, va a corresponder, en los países que siguieron siendo “democráticos”, el mismo alistamiento guerrero llevado a cabo tras los estandartes del antifascismo. Para lograrlo, las burguesías francesa y española (y también otras como la belga, por ejemplo) usaron la llegada de la izquierda al gobierno para movilizar a la clase obrera tras el antifascismo en defensa del Estado “democrático” e instaurar la economía de guerra.

El posicionamiento de la izquierda respecto a los combates proletarios mencionados muestra ya de manera muy explícita que las posiciones propias del Frente Popular no se desarrollan para reforzar la dinámica de las luchas obreras. Esto es patente también en Bélgica. Cuando las huelgas insurreccionales de 1932 en ese país, el Partido Obrero Belga y su comisión sindical se negaron a apoyar el movimiento, lo cual va a orientar la cólera de los trabajadores también contra la socialdemocracia: la Casa del Pueblo de Charleroi será tomada por asalto por los insurrectos a la vez que los obreros rompen y queman sus carnés de miembros del POB y de sus sindicatos. Para canalizar la rabia y la desesperanza obreras, el POB propondrá desde finales de 1933 el famoso “Plan del Trabajo”, alternativa “popular” a la crisis del capitalismo.

España es también un testimonio muy ilustrador de lo que el proletariado puede esperar de un gobierno “republicano” y de “izquierdas”. Desde los primeros meses de su existencia, la República española demostrará que en lo que a aplastamiento de obreros se refiere, poco tiene que envidiar a los regímenes fascistas: muchas luchas de los años 1930 serán aplastadas por gobiernos republicanos en los que también está, hasta 1933, el PSOE. La insurrección suicida de Asturias de octubre de 1934, estimulada por un discurso “revolucionario” de un PSOE en la oposición en ese momento, quedará totalmente aislada gracias a ese mismo PSOE y su sindicato, la UGT, que impidieron toda extensión del movimiento. Desde ese momento, Bilan plantea en términos muy claros qué significan los regímenes democráticos de “izquierda”:

“En efecto, desde su fundación en abril de 1931 y hasta diciembre de ese año, el “paso a la izquierda” de la República Española, la formación del gobierno Azaña-Largo Caballero-Lerroux, su amputación del ala derecha representada por Lerroux, no significa ni mucho menos que hayan sido condiciones favorables para el avance de las posiciones de clase del proletariado o para la formación de organismos capaces de dirigir su lucha revolucionaria. No se trata aquí, claro está, de ver qué ha hecho o ha dejado de hacer el gobierno republicano y radical-socialista por la… revolución comunista, sino que se trata de saber si sí o no, esa conversión a la izquierda o a la extrema izquierda del capitalismo, ese unánime concierto que iba de los socialistas hasta los sindicalistas en defensa de la República, ¿ha creado las condiciones para el desarrollo de las conquistas obreras y de la marcha revolucionaria del proletariado? ¿O no será que esa conversión a la izquierda ha sido dictada por la necesidad, para el capitalismo, de emborrachar a unos obreros empapados de una profunda voluntad revolucionaria para que no se orienten hacia la lucha revolucionaria?” (Bilan n° 12, noviembre de 1934).

Y es muy significativo que, en Francia, los enfrentamientos violentos de Brest y Tolón del verano de 1935 estallaran precisamente cuando se forma el Frente Popular. Se desarrollaron espontáneamente, en contra de las consignas de los líderes políticos y sindicales de la “izquierda”, y éstos no vacilarán en tratar a los rebeldes de “provocadores”, recriminándoles que alteraban “el orden republicano”:

“ni el Frente popular, ni los comunistas, que están en primera fila, rompen escaparates, saquean cafés, ni desgarran banderas tricolores” (editorial de l’Humanité, diario del PC francés, 07/08/35).

Desde el principio, pues, como ponía de relieve Bilan respecto a España desde 1933, las políticas de los Frentes populares no se sitúan en absoluto en una dinámica de reforzamiento de los combates proletarios, sino que se desarrollan en contra de ellos, y eso cuando no se enfrentan a los movimientos obreros en un terreno de clase para ahogar aquellos últimos sobresaltos de resistencia contra la “disolución total del proletariado en el capitalismo” (Bilan nº 22, agosto-septiembre de 1935) :

“En Francia, el Frente popular, fiel a la tradición de los traidores, sin la menor duda ha de llamar a asesinar a quienes no se dobleguen ante el “desarme de los franceses” y quienes, como en Brest y Tolón, desencadenen huelgas reivindicativas, batallas de clase contra el capitalismo y fuera del control de los pilares del Frente popular” (Bilan n° 26, diciembre-enero de 1936).

El antifascismo ata a los trabajadores al carro de la defensa del Estado burgués

¿No unieron, sin embargo, los Frentes populares “a las fuerzas populares frente al auge del fascismo”? Ante la llegada al poder de Hitler en Alemania, a principios de 1933, la izquierda va a explotar el empuje de las fracciones de extrema derecha o fascistoides en los diferentes países “democráticos” para plantear la necesidad de la defensa de la democracia mediante un amplio frente antifascista.

Esa estrategia será puesta a punto desde principios de 1934 por primera vez en Francia y su punto de partida es una enorme manipulación. El pretexto lo dio la violenta manifestación de protesta y descontento del 6 de febrero de 1934 contra los efectos de la crisis y de la corrupción de los gobiernos de la IIIª República, manifestación en la que se mezclaban grupos de extrema derecha (Croix de Feu, Camelots du Roi) pero también militantes del PC. Pero unos días más tarde se asiste a un brusco cambio de rumbo por parte del PC, debido al cambio de estrategia de Stalin y de la Komintern. Estos preconizaban ahora sustituir la táctica de “clase contra clase” por una política de acercamiento a los partidos socialistas. El 6 de febrero fue desde entonces presentado como una “ofensiva fascista” y una “intentona de golpe de Estado” en Francia.

La revuelta del 6 de febrero de 1934 va a permitir a la izquierda sacar a relucir un posible peligro fascista en Francia y así lanzar una amplia campaña de movilización de los trabajadores en nombre del antifascismo por la defensa de la “democracia”. La huelga general lanzada conjuntamente por el PCF y la SFIO ([2]) el 12 de febrero sirvió para encumbrar al antifascismo mediante la consigna: “¡Unidad! ¡Unidad contra el fascismo!” El PCF asimila rápidamente la nueva orientación; el único punto al orden del día de la conferencia nacional de Ivry de junio de 1934 es “La organización del Frente único de lucha antifascista” ([3]), lo que conduce rápidamente a la firma de un pacto de unidad de acción entre el PC y la SFIO el 27 de julio de 1934.

Una vez identificado el fascismo como “enemigo principal”, el antifascismo va a ser desde entonces el tema que permitirá agrupar a todas las fuerzas de la burguesía “amantes de libertad” tras las banderas del Frente popular y, por lo tanto, atar los intereses del proletariado a los del capital nacional formando esa “alianza de la clase obrera con los trabajadores de las clases medias” para evitar a Francia “la vergüenza y las desgracias de la dictadura fascista”, como declara Thorez. En continuidad con eso, el PCF desarrolla el tema de las “200 familias y sus mercenarios que saquean a Francia y hacen rebajas con el interés nacional”. Todo el mundo, excepto esos “capitalistas” sufre la crisis y es solidario de modo que se disuelve a la clase obrera y sus intereses de clase en el pueblo y la nación contra “un manojo de parásitos”: “Unión de la Francia que sufre, que trabaja y acabará deshaciéndose de los parásitos que la carcomen” (Comité central del PCF, 02/11/1934)

Por otro lado, el fascismo es denunciado, de manera histérica y cotidiana, como el único promotor de guerras. El Frente popular moviliza así a la clase obrera en la defensa de la patria contra el invasor fascista, identificando al pueblo alemán con el nazismo. Las consignas del PCF exhortan a “comprar francés” y glorifican la reconciliación nacional (“Nosotros, comunistas, que hemos reconciliado la bandera tricolor de nuestros padres con la bandera roja de nuestras esperanzas” (M. Thorez, Radio París, 17/04/1936). La izquierda ata así a los proletarios al carro del Estado mediante el nacionalismo más ultra, el patrioterismo más cerril y la xenofobia.

Aquellas campañas intensivas alcan­zan su apoteosis en la celebración unitaria del 14 de julio de 1935 bajo la consigna de la defensa “de las libertades democráticas conquistadas por el pueblo de Francia”. El llamamiento del comité de organización hace el juramento siguiente:

“Juramos permanecer unidos para defender la democracia (…), para poner nuestras libertades lejos del alcance del fascismo”.

Las manifestaciones se concluyen con la constitución pública del Frente popular el 14 de julio de 1935, haciendo cantar “la Marsellesa” a los obreros bajo los retratos paralelos de Marx y de Robespierre, haciéndoles gritar “¡Viva la República Francesa de los Soviets!” Así, gracias al desarrollo de la campaña electoral por el “Frente popular de la paz y del trabajo”, los partidos de “izquierda” desvían los combates del terreno de clase al electoral de la democracia burguesa, anegan al proletariado en la masa informe del “pueblo de Francia” y lo alistan para la defensa de los intereses nacionales.

“Fue ésa una consecuencia de las nuevas posiciones del 14 de julio, lógico término de la política llamada antifascista. La República ya no era el capitalismo, sino el régimen de la libertad, de la democracia, que son, como ya se sabe, la plataforma misma del antisfascismo. Los obreros juraban solemnemente defender esa República contra los facciosos del interior y del exterior, a la vez que Stalin les recomendaba dar su acuerdo al armamento del imperialismo francés en nombre de la defensa de la U.R.S.S.” (Bilan n° 22, agosto-septiembre de 1935).

Y se aplica en otros países esa misma estrategia de movilización de la clase obrera en el terreno electoral de defensa de la democracia, integrándola en las capas “populares”, movilizándola por los intereses nacionales. En Bélgica, la movilización de los trabajadores tras la campaña sobre el “Plan de Trabajo” es orquestada con medios de propaganda psicológica que nada tienen que envidiar a la propaganda nazi o estalinista y que dará lugar a la entrada del POB en el gobierno, en 1935. La matraca antifascista, llevada sobre todo a cabo por la izquierda del POB, tiene su punto álgido en 1937 en el duelo singular en Bruselas entre Degrelle, jefe del partido fascista Rex, y el primer ministro Van Zeeland, que tiene el apoyo de todas las fuerzas “democráticas”, incluido el Partido comunista belga (PCB). El mismo año, Spaak, uno de los dirigentes del ala izquierda del POB, subraya el “carácter nacional” del programa socialista belga, proponiendo que el partido se transforme en partido popular, puesto que defiende el interés común y no el de una sola clase.

Va a ser, sin embargo, en España donde el ejemplo francés servirá más claramente de inspiración a la política de la izquierda. Después de las matanzas de Asturias, el PSOE va también a hacer del antifascismo el eje de su propaganda, “el frente unido de todos los demócratas”, llamando a un programa de Frente Popular frente al peligro fascista. En enero de 1935, firmará con el sindicato UGT, los partidos republicanos, el PCE, una alianza de “Frente popular”, con el apoyo crítico de la CNT ([4]) y del POUM ([5]). Ese “Frente popular” pretende abiertamente sustituir la lucha obrera por la papeleta de voto, por una lucha en el terreno de la burguesía contra la fracción “fascista” de ésta en beneficio de su ala “antifascista” y “democrática”. Se entierra el combate contra el capitalismo en aras de un ilusorio “programa de reformas” del sistema que iba a realizar la “revolución democrática”. Engañando al proletariado gracias a ese frente antifascista y democrático, la izquierda moviliza en el terreno electoral y obtiene un triunfo en febrero de 1936:

“En 1936, después de aquella experiencia concluyente [la coalición republicano-socialista de 1931-33, ndlr] sobre la función de la democracia como instrumento de maniobra para mantener el régimen capitalista, han logrado una vez más, como en 1931-1933, arrastrar al proletariado español a alinearse no con un programa de clase sino de defensa de la “república”, del “socialismo” y del “progreso” contra las fuerzas de la monarquía, el clerical-fascismo y la reacción. Esto demuestra el gran desconcierto de los obreros de ese país, en donde, sin embargo, tantas pruebas de combatividad y de espíritu de sacrificio han dado los proletarios” (Bilan n° 28, febrero-marzo de 1936).

En la realidad de los hechos, la política antifascista de la izquierda y la formación de “frentes populares”, va a lograr atomizar a los trabajadores, diluirlos en la población, movilizarlos por una adaptación democrática del capitalismo, a la vez que se les inculca el veneno chovinista y nacionalista. Bilan no se equivoca cuando comenta la constitución oficial en Francia del Frente popular el 14 de julio de 1935 :

“Bajo el signo de imponentes manifestaciones de masas se está disolviendo el proletariado francés en el régimen capitalista. A pesar de los miles y miles de obreros desfilando por las calles de París, se puede afirmar que en Francia, ni más ni menos que en Alemania, no subsiste ya una clase proletaria que luche por sus propios objetivos. Y en esto, el 14 julio ha sido un momento decisivo en el proceso de disgregación del proletariado y en la reconstrucción de la sacrosanta unidad de la nación capitalista. (…) Así pues, los obreros han tolerado la bandera tricolor, han cantado La Marsellesa e incluso han aplaudido a los Daladier, Cot y demás ministros capitalistas, los cuales, junto con Blum, Cachin ([6]), han jurado solemnemente que “darán pan a los trabajadores, trabajo a los jóvenes y paz al mundo” o sea, dicho con otras palabras: plomo, cuarteles y guerra imperialista para todos” (Bilan n° 21, julio-agosto de 1935).

Las medidas económicas de los frentes populares: ¿el Estado al servicio de los trabajadores?

¿Pero al menos no habrá limitado la izquierda, mediante sus programas de mayor control del Estado de la economía, las angustias de la libre competencia del capital “monopolístico”, protegiendo así las condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera? Es importante volver a situar las medidas propuestas por la izquierda en el marco general de la situación del capitalismo.

A principios de los años 1930, la anarquía de la producción capitalista es total. La crisis mundial ha tirado a la calle millones de proletarios. Para la burguesía triunfante, la crisis económica ligada a la decadencia del sistema capitalista, que se manifiesta por todas partes a través de una gran depresión en los años 30 (crac bursátil de 1929, tasas de inflación récord, caída de la producción industrial y del crecimiento, aceleración vertiginosa del desempleo), la llevaba imperiosamente a la guerra por un nuevo reparto de un mercado mundial sobresaturado. “Exportar o morir” era la consigna de cada burguesía nacional, claramente expresada por los dirigentes nazis.

Marcha hacia la guerra y desarrollo de la economía de guerra

Después de la Primera Guerra mundial, Alemania, tras el Tratado de Versalles, se vio privada de sus ya escasas colonias y lastrada con enormes deudas de guerra. Se encuentra encerrada en el centro de Europa y ya desde entonces se va a plantear el problema que va a determinar la política entera de todos los países de Europa durante las décadas siguientes. Con la reconstrucción de su economía, Alemania se verá ante la necesidad imperiosa de dar salidas a sus mercancías y su expansión solo podrá realizarse dentro del marco europeo. Los acontecimientos se aceleran con la llegada de Hitler al poder en 1933. Las necesidades económicas que empujan a Alemania hacia la guerra van a tener en la ideología nazi su plasmación política: puesta en entredicho del Tratado de Versalles, exigencia de un “espacio vital” que solo puede ser Europa.

Todo eso va a precipitar a algunas fracciones de la burguesía francesa en la convicción de que la guerra no podrá evitarse y que la Rusia soviética será, en ese caso, un buen aliado para hacer fracasar las intenciones del pangermanismo. Tanto más porque a un nivel internacional las cosas se clarifican: en el mismo período en que Alemania abandona la Sociedad de Naciones, la URSS ingresa en ella. La URSS, en un primer tiempo, había jugado la baza alemana para luchar contra el bloqueo continental que le imponían las democracias occidentales. Pero cuando se reforzaron los lazos entre Alemania y Estados Unidos, cuando este país invierte en aquél y, mediante el plan Dawes ([7]), reflotan la economía alemana apoyando la reconstrucción económica del “bastión” de occidente contra el comunismo, la Rusia estalinista va a reorientar toda su política exterior para intentar romper esa alianza. En efecto, hasta muy tarde, fracciones importantes de la burguesía de los países occidentales creen que es posible evitar la guerra con Alemania haciendo algunas concesiones y sobre todo orientando la necesaria expansión de Alemania hacia el Este. Munich, en 1938, será la expresión de esa incomprensión de la situación y de la guerra que se avecina.

El viaje que el ministro de Asuntos exteriores, Laval, hace a Moscú en mayo de 1935 va a subrayar espectacularmente esa instalación de los peones del imperialismo en el tablero europeo con el acercamiento franco-ruso: la firma por Stalin de un tratado de cooperación implica su reconocimiento implícito de la política de defensa francesa y un aliento al PCF para que vote los créditos militares. Unos meses más tarde, en agosto de 1935, el VIIº Congreso del PC de la Unión Soviética (PCUS) va a sacar en el plano político las consecuencias de la posibilidad para Rusia de una alianza con los países occidentales para hacer frente al imperialismo alemán. Dimitrov designa al nuevo enemigo que hay que combatir: el fascismo. Los socialistas, a quienes se insultaba violentamente la víspera, se convierten en una (entre otras) fuerza democrática con la que hay que aliarse para vencer al enemigo fascista. Los partidos estalinistas en los demás países, van a seguir los pasos de su hermano mayor, el PCUS, mediante un golpe de timón de 180°, haciendo de ellos los mejores defensores de los intereses imperialistas de la pretendida “patria de socialismo”.

En resumen, en todos los países industriales, la necesidad se impone de desarrollar poderosamente la economía de guerra, no solo la producción masiva de armamento, sino toda la infraestructura necesaria para esa producción. Todas las grandes potencias, “democráticas” como “fascistas”, desarrollan de manera similar, bajo el control del Estado, una política de “grandes obras” y una industria bélica enteramente orientadas hacia la preparación de una nueva carnicería mundial. La industria se organiza en torno a esa necesidad; se imponen nuevos sistemas de trabajo, de los que el “taylorismo” será uno de los vástagos que más futuro tendría.

La izquierda y las medidas de control estatal

Una de las características centrales de las políticas económicas de la “izquierda” es precisamente el reforzamiento de las medidas de intervención del Estado para sostener la economía en crisis y de control estatal sobre diversos sectores de la economía. Justificaba ese tipo de medidas propias...

 “de “la economía dirigida”, del socialismo de Estado, [porque] hacen madurar las condiciones que permitirán a los “socialistas” conquistar “pacífica” y progresivamente los engranajes esenciales del Estado” (Bilan n° 3, enero de 1934).

Esas medidas son propugnadas de manera general por toda la socialdemocracia en Europa. Y son retomadas en los programas económicos del Frente popular en Francia, conocidos con el nombre de “plan Jouhaux”. En España, el programa del Frente popular se apoyaba en una amplia política de créditos agrarios y en un gran plan de obras públicas para absorber el desempleo, y también en leyes “obreras” como la de fijar un salario mínimo. ¿Qué significaron de verdad esos programas? Analicemos el ejemplo de uno de sus grandes modelos, el “New Deal”, instaurado en Estados Unidos tras la crisis de 1929 por los demócratas bajo la presidencia de Roosevelt, y también una de las concreciones teóricas más acabadas de ese “socialismo de Estado”, el “Plan de Trabajo” del socialista belga Henri De Man.

El “New Deal”, instaurado en Estados Unidos a partir de 1932 era un plan de de reconstrucción económica y de “paz social”. La intervención del gobierno pretendía restablecer el equilibrio del sistema bancario y relanzar el sistema financiero, realizar grandes obras (embalses, programas públicos) e iniciar algunos programas sociales (instauración de un sistema de pensiones, de seguro de desempleo, etc.). Se creó una nueva agencia federal, la National Recovery Administration (NRA), cuya misión era estabilizar los precios y los salarios mediante la cooperación de empresas y sindicatos. Ésta creó la Public Works Administration (PWA), que debía realizar la política de grandes obras públicas.

¿Estaría abriendo el gobierno de Roo­sevelt – aunque fuera sin saberlo – la vía a la conquista de los engranajes esenciales del Estado por el partido de los trabajadores? Para Bilan, la verdad es lo contrario:

“La intensidad de la crisis económica que allí se sufre combinada con el desempleo y la miseria de millones de personas, acumulan las amenazas de temibles conflictos sociales que el capitalismo americano debe disipar o ahogar por todos los medios a su disposición” (Bilan n° 3, enero de 1934).

Las medidas de “Paz social” no lo son, ni mucho menos, a favor de los trabajadores, sino, al contrario, son ataques directos contra la autonomía de clase del proletariado.

“Roosevelt se ha dado como objetivo, no el de dirigir a la clase obrera hacia una oposición de clase, sino hacia su disolución en el seno mismo del régimen capitalista bajo control del Estado capitalista. Así los conflictos sociales ya no podrían surgir de la lucha real – y de clase – entre los obreros y la patronal, se limitarían a una oposición de la clase obrera y de la N.R.A., organismo del Estado capitalista. Los obreros deberían así renunciar a toda iniciativa de lucha y confiar su destino a su propio enemigo” (Id.).

¿Se encuentran objetivos similares en el “Plan de Trabajo” de Henri De Man? Este arquitecto principal de esos programas de control estatal y gran inspirador de la mayoría de las medidas tomadas tanto por los Frentes populares como por los regímenes fascistas (Mussolini era uno de sus grandes admiradores) era director del Instituto de dirigentes del POB, vicepresidente desde 1933 y gran estrella del partido. Para De Man, que había estudiado profundamente el desarrollo industrial y social de Estados Unidos y Alemania, hay que apartar los “viejos dogmas”. Para él, la base de la lucha de clases es el sentimiento de inferioridad social de los trabajadores. Así que, mejor que orientar el socialismo para saciar las necesidades materiales de una clase (los trabajadores), hay que orientarla hacia valores universales como la justicia, el respeto de la personalidad humana y la preocupación por el “interés general”. Quedarían así resueltas las contradicciones inevitables e irreconciliables entre clase obrera y capitalistas. Por otra parte, al igual que la revolución, hay que rechazar también el “viejo reformismo” que, en tiempos de crisis, es inoperante: de nada sirve reivindicar una parte más grande de un pastel que se va reduciendo cada día más, sino que hay que fabricar un pastel más grande. Es el objetivo de lo que De Man llama la “revolución constructiva”. Con este enfoque, desarrolla para el llamado congreso de “Navidad” de 1933 del POB su “Plan del Trabajo” que prevé “reformas de estructura” del capitalismo:

–  la nacionalización de los bancos, que siguen existiendo pero que venden parte de sus acciones a una institución de crédito del Estado y se someterán a las orientaciones del Plan económico;

–  esa misma institución de crédito del Estado comprará parte de sus acciones a los grandes monopolios en algunos sectores industriales de base (la energía, por ejemplo) de modo que éstos se convertirán en empresas mixtas, propiedades conjuntas de capitalistas y Estado;

–  junto a esas empresas “asociadas”, sigue existiendo un sector capitalista libre, estimulado y sostenido por el Estado;

–  los sindicatos estarán directamente im­plicados en esa economía mixta de concertación mediante el “control obrero”, orientación que De Man propaga a partir de las experiencias en las grandes empresas norteamericanas.

¿Son esas “reformas de estructura”, propuestas por De Man, favorables al combate de la clase obrera? Para Bilan, De Man quiere...

“... demostrar que la lucha obrera debe limitarse naturalmente a objetivos nacionales en su forma y en su contenido, que socialización significa nacionalización progresiva de la economía capitalista, o economía mixta. Con el pretexto de la “acción inmediata”, De Man llega a predicar la integración nacional de los obreros en la “nación una e indivisible” que (…) se ofrece como refugio supremo de los obreros aplastados por la reacción capitalista”.

En conclusión,

“El objetivo de las reformas de estructura de H. De Man es, por lo tanto, trasladar la verdadera lucha de los trabajadores a un espacio irreal (y ésa es su única función), un espacio en el que está excluida toda lucha por la defensa de los intereses inmediatos y, por lo tanto, de los históricos del proletariado , y eso en nombre de una reforma de estructura que, tanto en su concepto como en sus medios, solo puede servir a la burguesía para reforzar su Estado de clase, reduciendo la clase obrera a la impotencia” (Bilan n° 4, febrero de 1934).

Pero Bilan va más lejos, poniendo la instauración del “Plan del Trabajo” en relación con el papel que la izquierda desempeña en el periodo histórico.

“La subida al poder del fascismo en Alemania clausura un período decisivo de la lucha obrera (…). La socialdemocracia, que fue un elemento decisivo en esas derrotas, es también un elemento de la reconstitución orgánica del capitalismo (…), la socialdemocracia emplea un nuevo lenguaje para seguir haciendo su función, rechaza un internacionalismo verbal que ya no es necesario, para pasar sin rodeos a la preparación ideológica de los proletarios por la defensa de “su nación”. (…) Ahí es donde encontramos la fuente verdadera del plan De Man. Ese es el intento concreto de sancionar, mediante una movilización adecuada, la derrota sufrida por el internacionalismo revolucionario y la preparación ideológica para incorporar al proletariado a la lucha del capitalismo por la guerra. Por eso es por lo que el nacional-socialismo de De Man tiene la misma función que el nacional-socialismo de los fascistas” (Bilan n° 4, febrero de 1934)

El análisis del New Deal como el del Plan De Man pone de relieve que esas medidas no van ni mucho menos, hacia el reforzamiento del combate proletario contra el capitalismo, sino, al contrario, lo que procuran es reducir la clase obrera a la impotencia, sometiéndola a las necesidades de la defensa de la nación. En este aspecto, como lo hace notar Bilan, el plan De Man no se diferencia en nada del programa de control por el Estado de los regímenes fascista y nazi; como tampoco de los planes quinquenales del estalinismo que se aplicaron en Rusia desde 1928 y que, por otra parte, habían inspirado en su origen a los demócratas de EE.UU.

Si se generalizó ese tipo de medidas fue porque correspondían a las necesidades del capitalismo decadente. En aquel período, en efecto, la tendencia general hacia el capitalismo de Estado es una de las características dominantes de la vida social.

“En este periodo, cada capital nacional se encuentra privado de toda base para un desarrollo potente, y condenado a una concurrencia imperialista aguda. Obligado a enfrentar económica y militarmente a sus rivales en el exterior, en el interior debe hacer frente a la exacerbación creciente de las contradicciones sociales. La única fuerza de la sociedad que es capaz de cumplir esas tareas es el Estado. Efectivamente, sólo el Estado puede:

–  encargarse de la economía nacional de forma global y centralizada, para atenuar la competencia interna que la debilita; a fin de reforzar su capacidad para hacer frente, como un todo, a la competencia en el mercado mundial.

–  construir el aparato militar necesario para defender sus intereses ante el endurecimiento de los antagonismos internacionales.

–  en fin, gracias entre otras cosas a las fuerzas de represión y a una burocracia cada vez más monstruosa, puede afirmar la cohesión interna de la sociedad amenazada de dislocación por la creciente descomposición de sus fundamentos económicos” (Plataforma de la CCI).

En realidad todos esos programas cuya pretensión era alcanzar una nueva organización de la producción nacional bajo control del Estado, estaban totalmente orientados hacia la guerra económica y la preparación de una nueva carnicería mundial (economía de guerra), y correspondían perfectamente a las necesidades de supervivencia de los Estados burgueses en el capitalismo en el período de decadencia.

Victorias de los frentes populares: ¿la “revolución social” en marcha? 

Las huelgas masivas de mayo-junio de 1936 en Francia y las medidas sociales tomadas por el gobierno del Frente popular en ese país, al igual que la «revolución española» iniciada en julio de 1936 ¿no son acaso un desmentido de esos análisis pesimistas?, ¿no confirmarán en la práctica la justeza del modo de hacer de los frentes “antifascistas” o “populares”?, ¿no serán, al fin y al cabo, la expresión concreta de esa “revolución social” en marcha? Examinemos cada uno de los movimientos aquí evocados.

Mayo-junio de 1936 en Francia: los trabajadores se movilizan tras el Estado democrático

La gran oleada que seguirá, a partir de mediados de mayo, la subida al poder del gobierno del Frente Popular tras la victoria electoral del 5 de mayo de 1936, va a confirmar todos los límites del movimiento obrero, marcado por el fracaso de la oleada revolucionaria y aplastado por la pesada losa de la contrarrevolución.

 Lo “adquirido” en 1936

El 7 de mayo se desencadena una oleada de huelgas, en el sector aeronáutico primero, y, luego, en la metalurgia y el automóvil, con ocupaciones espontáneas de fábricas. Esas luchas son testimonio sobre todo, a pesar de toda su combatividad, de lo débil que era la capacidad de los obreros para llevar a cabo un combate en su terreno de clase. En efecto, desde los primeros días, la izquierda conseguirá disfrazar de “victoria obrera” el desvío al terreno del nacionalismo y del interés nacional, de la combatividad obrera subsistente. Si bien es cierto que por primera vez se asistió en Francia a ocupaciones de fábricas, es también la primera vez que se ve a los obreros cantar a a vez la Internacional y la Marsellesa, desfilar tras los pliegues de la bandera roja mezclados con la tricolor. El aparato de encuadramiento, el PC y los sindicatos, es dueño de la situación, consigue encerrar a los obreros, que se dejan adormecer al son de la acordeón mientras les ajustan las cuentas en las alturas de unas negociaciones que van a desembocar en los Acuerdos de Matignon. Si unidad hay, no es desde luego la de la clase obrera, sino la del encuadramiento de la clase obrera por parte de la burguesía. Cuando algunos recalcitrantes no parecen entender que tras los acuerdos hay que volver al trabajo, l’Humanité ([8]) se encarga de explicarles que “hay que saber terminar una huelga... hay que saber incluso aceptar un compromiso” (M. Thorez, discurso del 11 de junio de 1936), “no hay que asustar a nuestros amigos radicales”.

Durante el juicio de Riom, que organizó el régimen de Vichy en 1942 ([9]) contra los responsables de la “decadencia moral de Francia”, Blum mismo recuerda por qué las ocupaciones de fábrica iban precisamente en el sentido de la movilización nacional buscada:

“los obreros estaban allí como guardianes, vigilantes, y también, en cierto modo, como copropietarios. Y desde el punto de vista especial que nos interesa, el de constatar una comunidad de derechos y deberes hacia el patrimonio nacional, ¿no es acaso eso lo que lleva a asegurar y preparar la defensa común de ese patrimonio, la defensa unánime? (…). Es de esta manera cómo, poco a poco, se va creando para los obreros una copropiedad de la patria, cómo se les enseña a defender la patria”.

La izquierda obtuvo lo que buscaba: llevó la combatividad al terreno estéril del nacionalismo, del interés nacional.

“La burguesía está obligada a recurrir al Frente popular para canalizar en provecho propio la explosión inevitable de la lucha de clases y solo puede hacerlo si el Frente popular aparece como una emanación de la clase obrera y no como la fuerza capitalista que ha disuelto al proletariado para movilizarlo para la guerra” (Bilan n° 32, junio-julio 1936).

Para acabar con toda resistencia obrera, los estalinistas van a liarse a porrazos con “quienes no saben terminar una huelga” y “se dejan arrastrar a acciones inconsideradas” (Thorez, 8 de junio de 1936) y el gobierno del Frente popular, en 1937, va a mandar a Clichy a sus guardias antidisturbios a ametrallar a los obreros. Con el aporreo o el ametrallamiento de las últimas minorías de obreros recalcitrantes, la burguesía acababa de ganar su partida de arrastrar al conjunto del proletariado francés hacia la defensa de la nación.

El programa del Frente popular no contenía nada de fundamental que pudiera inquietar a la burguesía. El presidente del Partido radical, E. Daladier, ya desde el 16 de mayo le daba toda clase de seguridad:

“El programa del Frente popular no contiene ningún artículo que pudiera perjudicar los intereses legítimos de cualquier ciudadano, inquietar el ahorro, menoscabar a ninguna fuerza sana del trabajo francés. Muchos de quienes lo han combatido con la mayor pasión, sin duda no lo han leído nunca” (l’Oeuvre, 16/05/1936).

Sin embargo, para poder difundir la ideología antifascista y ser creíble en su papel de defensor de de la patria y del Estado capitalista, la izquierda tenía que dar algunas migajas. Los acuerdos de Matignon y lo pseudo adquirido en 1936 fueron elementos determinantes para poder presentar la llegada de la izquierda al poder como “una gran victoria obrera”, para arrastrar a los proletarios a dar confianza al Frente popular haciéndoles adherir a la defensa del Estado burgués incluso en sus iniciativas bélicas.

Aquel famoso acuerdo de Matignon, concluido el 7 de junio de 1936, celebrado por la CGT como una “victoria sobre la miseria”, que todavía en nuestros días quieren presentar como modelo de “reforma social”, fue en realidad la zanahoria presentada a los obreros. Y en realidad, ¿qué era es Acuerdo?

Con apariencia de “concesiones” a la clase obrera, como aumentos de sueldo, las “40 horas”, las “vacaciones pagadas”, la burguesía aseguraba ante todo la organización de la producción bajo la dirección del Estado “imparcial” como así lo hace notar el líder de la CGT, Leon Jou­haux:

“el principio de una nueva era… la era de las relaciones directas entre las dos grandes fuerzas económicas organizadas del país (…) Las decisiones se han tomado en la mayor independencia, bajo la égida del gobierno, cumpliendo éste, si era necesario, la función de árbitro correspondiente a su papel de representante del interés general” (discurso radiado, 8 de junio de 1936).

Además, hacía pasar medidas esenciales para condicionar a los trabajadores y que aceptaran una intensificación sin precedentes de los ritmos de producción, con la introducción de nuevos métodos de organización del trabajo para multiplicar los rendimientos horarios y hacer funcionar al máximo la industria armamentística en su caso. Es la generalización del taylorismo, del trabajo en cadena y de la dictadura del cronómetro en las fábricas.

Fue el propio Leon Blum quien quitará la careta “social” a las leyes de 1936 durante el juicio antes mencionado, organizado para hacer aparecer al Frente popular y las 40 horas como responsables de la abrumadora derrota de 1940 tras la invasión de los ejércitos nazis:

“El rendimiento horario, ¿de qué depende? (…) depende de la buena coordinación y de la buena adaptación de los movimientos del obrero con su máquina; depende también de la condición moral y física del obrero.

“Hay toda una escuela en Estados Unidos, la escuela Taylor, la escuela de los ingenieros Bedeau, a quienes se les ve pasearse durante las inspecciones, que han llevado muy lejos el estudio de los métodos de organización material que llevan al máximo rendimiento horario de la máquina, lo cual es precisamente su objetivo. Pero también existe la escuela Gilbreth que ha estudiado e investigado los datos más favorables en las condiciones físicas del obrero para poder sacar ese rendimiento. El dato fundamental es que debe limitarse el cansancio del obrero…

“¿No creen ustedes que nuestra legislación social era capaz de mejorar esa condición moral y física del obrero?: jornada más corta, ocio, vacaciones pagadas, sentimiento de dignidad, de igualdad conquistada, todo eso era y debía ser uno de los elementos que pueden llevar al máximo el rendimiento horario que el obrero puede sacar a la máquina”.

Eso son el cómo y el porqué de las medidas “sociales” del gobierno de Frente popular, paso obligado para adaptar y reajustar a los proletarios a los nuevos métodos infernales de producción cuyo objetivo era el rearme rápido de la nación antes de que llegaran las primeras declaraciones de guerra oficiales. Hay que apuntar, además, que las famosas vacaciones pagadas, bajo una u otra forma, fueron acordadas en la misma época en la mayoría de los países desarrollados que se dirigían hacia la guerra, imponiendo así a sus obreros los mismos ritmos productivos.

Así, en junio de 1936, inspirándose en los movimientos de Francia, estalla en Bélgica una huelga de estibadores. Tras haber intentado atajarla, los sindicatos reconocen el movimiento orientándolo hacia reivindicaciones similares a las del Frente popular en Francia: subida de salarios, semana de “40 horas” y una semana de vacaciones pagadas. El 15 de junio, el movimiento se generaliza hacia el Borinage y las regiones de Lieja y Limburgo: 350 000 obreros están en huelga en todo el país. El resultado final será la rectificación del sistema de concertación social con la constitución de una Conferencia nacional del trabajo en la que patronal y sindicatos se ponen de acuerdo sobre un plan nacional para optimizar el nivel competitivo de la industria belga.

Una vez obtenido el final de las huelgas y la instauración de un rendimiento horario máximo de explotación de la fuerza de trabajo, al gobierno de Frente popular ya solo le quedaba… recuperar el terreno concedido. Unos meses más tarde, la inflación va a recortar los aumentos de sueldo (incremento del 54 % de los precios de los productos alimenticios entre 1936 y 1938), el propio Blum se olvidará de la promesa de las 40 horas un año después y serán definitivamente enterradas cuando el gobierno radical de Daladier en 1938 lance la máquina económica a pleno gas para la guerra, suprimiendo los incentivos por las 250 primeras horas de trabajo extras, anulando los dispositivos de los convenios colectivos que prohibían el trabajo a destajo y aplicando sanciones por toda negativa a hacer horas extras por la defensa nacional:

“(…) Cuando se trataba de fábricas que trabajaban para la defensa nacional, las derogaciones a la ley de las 40 h siempre fueron acordadas. Además, en 1938, obtuve de las organizaciones obreras una especie de concordato mediante el cual se aumentaba hasta las 45 h la jornada de trabajo en las empresas que trabajaban, directa o indirectamente, para la defensa nacional” (Blum en el juicio de Riom).

Y, en fin, las vacaciones pagadas serán devoradas de un mordisco, pues, a propuesta de la patronal y con el apoyo del gobierno de Blum y el acuerdo sindical, las fiestas de Navidad y de Primero de Año serán recuperables. Una medida que se aplicará después a todas las fiestas legales, o sea 80 horas de trabajo suplementarias, lo equivalente a las dos semanas de vacaciones pagadas.

En cuanto al reconocimiento de los delegados sindicales y de los convenios colectivos, eso no es ni más ni menos que reforzar el control de los sindicatos sobre los obreros gracias a una mayor implantación en las fábricas. ¿Para qué? Léon Jouhaux, socialista y dirigente sindical, nos los explica muy bien de esta manera:

“… las organizaciones obreras [o sea los sindicatos, ndlr] quieren la paz social. Primero para no poner trabas al gobierno del Frente popular y, además, para no frenar el rearme”.

De hecho, cuando la burguesía prepara la guerra, el Estado se ve obligado a controlar a toda la sociedad para orientar todas las energías hacia la macabra perspectiva. Y en las fábricas es evidente que son los sindicatos los mejor situados para que el Estado pueda desarrollar su presencia policíaca.

Si hubo victoria fue, en verdad, la victoria siniestra del capital que estaba preparando la única solución para resolver la crisis: la guerra imperialista.

La preparación para la guerra

Desde el origen del Frente popular en Francia, tras el eslogan de “Paz, pan, libertad” y más allá del antifascismo y el pacifismo, la defensa de los intereses imperialistas de la burguesía francesa se mezclará con las ilusiones democráticas. En ese marco, el Frente popular utiliza con habilidad la preparación a la guerra que se está llevando a cabo a nivel internacional, como “peligro fascista a la puerta de casa”, armando, por ejemplo, mucho ruido en torno a la agresión italiana en Etiopía. Más claro todavía, la SFIO y el PC hacen un reparto de tareas respecto a la guerra civil española: mientras que la SFIO rechaza la intervención en España en nombre del “pacifismo”, el PC defiende la intervención en nombre de la “lucha antifascista”.

Si hay pues una tarea por la que el capital francés debe estar agradecido al gobierno del Frente popular, es la de haber preparado la guerra. De tres maneras:

–  primero, la izquierda pudo utilizar a la masa obrera en huelgas como medio de presión sobre las fuerzas más retrógradas de la burguesía, imponiendo las medidas necesarias para la salvaguarda del capital nacional frente a la crisis haciendo además que todo eso pasara como una victoria de la clase obrera;

–  luego, el Frente popular lanzó un programa de rearme basado en la nacionalización de las industrias de guerra. Blum, en el juicio de Riom declarará lo siguiente sobre ese programa:

“Presenté un gran proyecto fiscal… con el objetivo de que todas las fuerzas de la nación se concentraran en el rearme, un rearme intensivo que será la condición misma, el factor mismo de un despegue industrial y económico definitivo. Se desmarca resueltamente de la economía liberal, y se sitúa plenamente en la economía de guerra”.

La izquierda es, en efecto, consciente de la guerra que se avecina; es ella la que empuja hacia un entendimiento franco-ruso, la que denuncia violentamente las tendencias “muniquesas” en la burguesía francesa. Las “soluciones” que propone a la crisis no son diferentes de las de la Alemania fascista, de los Estados Unidos del New Deal o de la Rusia estalinista: desarrollo del sector improductivo de las industrias de armamento. Sea cual sea la máscara tras la que se oculta el capital, las medidas económicas son las mismas. Así lo pone de relieve Bilan :

“No es casualidad si esas grandes huelgas se desencadenan en la industria metalúrgica empezando por las factorías aeronáuticas […] pues se trata de sectores que están hoy trabajando a pleno rendimiento, debido a la política de rearme seguida en todos los países. Los obreros que lo viven en sus carnes han tenido que entablar su movimiento para reducir los ritmos embrutecedores de la cadena (…)”

–  en fin, y sobre todo, el Frente popular ha llevado a la clase obrera al peor terreno para ella, el de su derrota y su aplastamiento: el terreno del nacionalismo. Mediante la histeria patriotera que la izquierda jalea con el antifascismo, arrastra al proletariado a defender una fracción de la burguesía contra otra: la demócrata contra la fascista, un Estado contra otro: Francia contra Alemania. El P.C.F, declara:

“Ha llegado la hora de realizar efectivamente el armamento general del pueblo, realizar las reformas profundas que aseguren una potencia multiplicada por diez de los medios militares y técnicos del país. El ejército del pueblo, el ejército de los obreros y de campesinos bien encuadrados, bien instruidos y mandados por oficiales fieles a la República”.

En nombre de ese “ideal” los “comunistas” van a honrar a Juana de Arco “gran liberadora de Francia”, en nombre de ese “ideal” el PC llama a hacer un Frente Francés y recupera la consigna que fue la de la extrema derecha unos años antes: “¡Francia para los franceses!” Fue con el pretexto de defender las libertades democráticas amenazadas por el fascismo con el que se llevó a los proletarios a aceptar los sacrificios necesarios por la salud del capital francés para, finalmente, aceptar el sacrifico de sus vidas en la carnicería de la Segunda Guerra mundial.

En esa tarea de verdugo, el Frente popular va a encontrar aliados eficaces entre sus críticos de izquierda: el Partido socialista obrero y campesino (PSOP) de Marceau Pivert, trotskistas o anarquistas. Estos van a desempeñar el papel de ojeadores para acorralar a los elementos más combativos de la clase y llevarlos al redil de modo que siempre se presentan como “más radicales”, de hecho más “radicales” en la manipulación de las patrañas contra la clase obrera. Las Juventudes Socialistas del departamento del Sena, donde hay trotskistas como Craipeau y Roux dedicados al “entrismo”, son los primeros en preconizar y organizar milicias antifascistas, los amigos de Pivert, agrupados en el PSOP, serán los más virulentos en la crítica de la “cobardía” de Munich. Todos son unánimes en la defensa de la República Española junto a los antifascistas y todos participarán más tarde en la matanza interimperialista en el seno de la resistencia. Todos dieron su óbolo por la defensa del capital nacional, ¡todos son merecedores de la patria!

Julio de 1936 en España: el proletariado enviado al matadero de la guerra “civil”

Con la formación del Frente popular y su victoria en las elecciones de febrero de 1936, la burguesía había inoculado en la clase el veneno de la “revolución democrática” consiguiendo así atar a la clase obrera a la defensa del Estado “democrático” burgués. De hecho, cuando una nueva oleada de huelgas estalla tras las elecciones, es frenada y saboteada por la izquierda y los anarquistas porque “hacen el juego de la patronal y de la derecha”. Todo se va a concretar trágicamente con el golpe militar del 18 de julio de 1936. Contra el golpe de Estado, los obreros replican inmediatamente con huelgas, ocupaciones de cuarteles y desarme de los soldados y eso contra las directivas del gobierno que no hizo más que llamar a la calma. Allí donde se respetan los llamamientos del gobierno (“El gobierno manda, el Frente popular obedece”), los militares toman el control en medio de un baño de sangre.

“La lucha armada en el frente imperialista es la tumba del proletariado” (Bilan n° 34)

Sin embargo, la ilusión de la “revolución española” se reforzará gracias a una falsa “desaparición” del Estado capitalista republicano y la no existencia de la burguesía, ocultándose todos tras la careta de un pseudo “gobierno obrero” y de organismos “más a la izquierda” como el “comité central de milicias antifascistas” o el “consejo central de la economía”, que mantienen la ilusión de un doble poder. En nombre de ese “cambio revolucionario”, tan fácilmente conquistado, la burguesía obtiene la Unión sagrada de los obreros en torno a un solo y único objetivo: derrotar a la otra fracción de la burguesía, a Franco. Ahora bien,

“la alternativa no es Azaña o Franco, sino entre burguesía y proletariado; por muy derrotado que salga uno de los dos adversarios, eso no impedirá que el que saldrá realmente derrotado será el proletariado, el cual pagará los gastos de la victoria de Azaña o la de Franco” (Bilan n° 33, julio-agosto de 1936).

Muy rápidamente, el gobierno republicano del Frente popular, con la ayuda de la CNT y del POUM, desvía la reacción obrera contra el golpe de estado hacia la lucha antifascista, desplegando toda una serie de maniobras para desplazar el combate social, económico y político contra el conjunto de las fuerzas de la burguesía hacia el enfrentamiento militar en las trincheras únicamente contra Franco, y solo se entregan armas a los obreros para mandarlos a la carnicería de los frentes militares de la “guerra civil”, totalmente fuera de su terreno de clase.

“Podría suponerse que el armamento de los obreros poseería virtudes políticas congénitas y que una vez materialmente armados, los obreros podrían quitarse de encima a los jefes militares para pasar a formas superiores de su lucha. Nada de eso. Los obreros que el Frente popular ha logrado incorporar para la burguesía, pues bajo la dirección y por la victoria de una fracción de la burguesía combaten, se prohíben precisamente por eso la posibilidad de evolucionar hacia posiciones de clase” (Bilan n° 33, julio-agosto de 1936).

Además esa guerra de “civil” no tiene nada. Se convierte rápidamente, tras el compromiso de Francia y Rusia con los republicanos y de Italia y Alemania con los franquistas, en puro conflicto imperialista, preludio de al segunda carnicería imperialista mundial.

“En lugar de fronteras de clase, las únicas que habrían podido amedrentar a los regimientos de Franco, volver a dar confianza a los campesinos aterrorizados por las derechas, han surgido otras fronteras, específicamente capitalistas éstas, y se ha realizado la Unión Sagrada para la matanza imperialista, región por región, ciudad contra ciudad en España y, por extensión, Estados contra Estados en los dos bloques democrático y fascista. Que no haya guerra mundial no significa que la movilización del proletariado español e internacional no esté hoy realizada para el mutuo degüello bajo las banderas imperialistas de los adversarios fascista y antifascista” (Bilan n° 34, agosto-septiembre de 1936).

Las ilusiones de una “revolución social”

La guerra de España engendró otro mito, desarrolló otra mentira. A la vez que a la guerra de clases del proletariado contra el capitalismo le sustituía la guerra entre “Democracia” y “Fascismo”, el Frente popular desfiguraba el contenido mismo de la revolución: el objetivo primordial ya no era la destrucción del Estado burgués y la toma del poder político por el proletariado, sino las pretendidas medidas de socialización y la gestión obrera de las fábricas. Son sobre todo los anarquistas y algunas tendencias que se reivindican del consejismo las que más exaltan ese mito, proclamando incluso que, en aquella España republicana, antifascista y estalinista, la conquista de posiciones socialistas había llegado más lejos que lo alcanzado en la Revolución de Octubre en Rusia.

Sin desarrollar más esta cuestión aquí, hay que subrayar, sin embargo, que esas medidas, aunque hubiesen sido más radicales que lo que en realidad fueron, no habrían cambiado para nada el carácter fundamentalmente contrarrevolucionario de lo ocurrido en España. Para la burguesía como para el proletariado, el problema central de la revolución no puede ser otra cosa que la destrucción, para éste, o la conservación, para aquélla, del Estado capitalista. El capitalismo no solo puede acomodarse momentáneamente de medidas de autogestión o de pretendidas socializaciones (cooperativas…) de las tierras en espera de poner orden a la primera ocasión, sino que incluso puede suscitarlas para engañar y desviar las energías proletarias hacia conquistas ilusorias, desviando así al proletariado del objetivo central la Revolución: la destrucción del poder del capitalismo, de su Estado.

La exaltación de las pretendidas medidas sociales como el no va mas de la revolución no son más que palabras radicales que desorientan al proletariado de su lucha revolucionaria contra el Estado, disfrazando así su movilización de carne de cañón al servicio de la burguesía. Tras haber dejado su terreno de clase, el proletariado no solo va a ser alistado en las milicias antifascistas de anarquistas y poumistas y enviado al matadero del frente, sino, además, soportará una ruda explotación y siempre más sacrificios en nombre de la producción por la guerra “de liberación”, de la economía de guerra antifascista: reducción de salarios, inflación, racionamiento, militarización del trabajo, jornadas de trabajo más largas. Y cuando el proletariado desesperado, se subleve en Barcelona en mayo de 1937, el gobierno central del Frente popular, con el apoyo de los anarquistas, y la Generalitat catalana reprimirán abiertamente a la clase obrera de esa ciudad, mientras que los franquistas interrumpen las hostilidades para permitir a los verdugos de izquierda aplastar el levantamiento obrero.

La izquierda celebra este año el 70º aniversario del Frente popular. Desde los socialdemócratas a los izquierdistas, todos están de acuerdo, incluidas algunas fracciones de la derecha de la burguesía, para ver en la subida al poder gubernamental de la izquierda en 1936 en Francia y en España (y también, de manera menos trascendental, sin duda, en otros países como Bélgica y Suecia) una gran victoria de la clase obrera y un signo de su combatividad y de su fuerza en los años 30. Frente a esas manipulaciones ideológicas, lo revolucionarios de hoy, como sus predecesores de la revista Bilan, deben afirmar el carácter mistificador de los Frentes populares y de las “revoluciones sociales” que éstos, pretendidamente, habrían iniciado. La llegada al poder de la izquierda en aquella época era la expresión, al contrario, de la profundidad de la derrota del proletariado mundial y permitió un encuadramiento directo de la clase obrera en Francia y en España para la guerra imperialista que estaba preparando toda la burguesía, reclutando masivamente tras las patrañas de la ideología antifascista.

“ (…) Y yo pensaba sobre todo que era un inmenso resultado y un inmenso servicio el haber devuelto las masas y la élite obrera al amor y al sentimiento del deber hacia la patria” (declaraciones de Blum en el juicio de Riom).

“1936” marca para la clase obrera el período más negro de la contrarrevolución, cuando las peores derrotas de la clase obrera le eran presentadas como victorias; cuando, frente a un proletariado que seguía sufriendo las consecuencias del aplastamiento de la oleada revolucionaria que había empezado en 1917, la burguesía pudo imponer casi sin resistencia su “solución” a la crisis: la guerra.

Jos

 

[1]) Leer B. Kermoal, “Colère ouvrière à la veille du Front populaire”, le Monde diplomatique, junio de 2006.

[2]) O sea “Sección francesa de la Internacional obrera”, nombre histórico del Partido socialista francés (referencia a la IIª Internacional que traicionó en 1914 al proletariado).

[3]) Las citas que se refieren al Frente popular francés están casi todas sacadas del libro de L.Bodin y J. Touchard, Front populaire, 1936, París, Armand Colin, 1985.

[4]) Confederación nacional del trabajo, central anarcosindicalista.

[5]) Partido obrero de unificación marxista, pequeño partido concentrado en Cataluña, representante de la extrema izquierda “radical” de la Socialdemocracia. Formaba parte del “Buró de Londres” que agrupaba internacionalmente a las corrientes socialistas de izquierda (SAPD alemán, PSOP francés, Independent Labour Party británico, etc.).

[6]) Edouard Daladier, dirigente del Partido radical, ministro en muchas ocasiones desee 1924 (en especial de las Colonias y de la Guerra), jefe del gobierno en 1933, 1934 y 1938 y como tal firmó el 30 de septiembre de 1938 los acuerdos de Munich. Pierre Cot empezó su carrera política como radical y la terminó como compañero de viaje del PCF. Fue nombrado ministro del Aire en 1933 por Daladier. Leon Blum, jefe histórico de la SFIO tras la escisión del Congreso de Tours de 1920 que vio nacer el Partido comunista. Marcel Cachin: figura mítica del PCF, director de l’Humanité de 1918 a 1958. Su hoja de servicios es elocuente: es un intransigente belicista durante la 1ª Guerra mundial y por eso el gobierno francés lo envía a Italia para entregar a Mussolini (socialista por aquel entonces) dinero para fundar Il Popolo d’Italia, destinado a la propaganda para que Italia entrara en la guerra. En 1917, tras la revolución de Febrero, es enviado a Rusia para convencer al Gobierno provisional que prosiga la guerra. En 1918 se enorgullece por haber llorado cuando la bandera francesa volvió a ondear en Estrasburgo tras la victoria de Francia sobre Alemania. En 1920 ingresa en el PCF en el que forma parte de la derecha del partido junto a Frossard. Toda su vida estuvo marcada por el arribismo y el servilismo lo cual le permitió adaptarse con talento a los innumerables virajes de PCF.

[7]) Plan adoptado siguiendo la propuesta del banquero americano Charles Dawes, por la Conferencia de Londres de agosto de 1924 que agrupa a los vencedores de la guerra y a Alemania. Ese plan alivia a este país de las “reparaciones de guerra” que debía pagar a sus vencedores (sobre todo a Francia) lo que le permitió relanzar su economía y favorecer las inversiones estadounidenses.

[8]) L’Humanité era y es el diario del llamado Partido comunista francés (PCF).

[9]) Tras la derrota de Francia en 1940, el régimen nazi ocupó la Francia del norte, mientras que el Sur, aunque bajo control alemán, con la capital en la ciudad de Vichy, estaba gobernado por el régimen del mariscal Pétain.

Series: 

  • España 1936 [1]

Acontecimientos históricos: 

  • España 1936 [2]

Correspondencia de Rusia - Comunismo significa eliminación de la ley del valor y del marco de la empresa

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Respuesta a la correspondencia

Una de las consecuencias dramáticas de la contrarrevolución que ahogó en sangre la revolución de octubre de 1917, fue el aislamiento completo en que quedó el puñado de revolucionarios en la URSS que sobrevivieron a los gulag ([1]) y a las redadas de la GPU y del KGB ([2]) (que también lograron incluso enterrar las contribuciones de la Izquierda comunista rusa). Cuando se hundió la URSS se empezó a levantar la pesada losa impuesta por la burguesía estalinista. Era pues importante que los revolucionarios de occidente y en los países de la extinta URSS intentaran volver a estrechar lazos para intercambiar sus experiencias e ideas, de manera que los revolucionarios de esos países puedan volver a encontrar el lugar que les corresponde en el medio político proletario internacional. Por eso es por lo que la CCI participa desde 1996 en las conferencias organizadas en Moscú (y en Kiev en 2005) por el grupo Praxis, y ha establecido un trabajo regular de correspondencia con varios grupos y contactos en Rusia y Ucrania. Ya hemos publicado varios artículos sobre esta correspondencia en nuestra página web en ruso. Acabamos también de sacar en ruso la última de las publicaciones impresas de la CCI (Internacionalismo, en ruso, ver imagen) para facilitar los intercambios de ideas especialmente con los compañeros que no tienen acceso a Internet.

Sabemos que es un trabajo que requiere mucha paciencia por parte de unos y otros. Los problemas de lengua y de traducción son ya una gran escollo; las ideas de la Izquierda comunista, de la que la CCI tiene su herencia, son poco conocidas en Rusia; además, las nociones desarrolladas por los camaradas que viven en territorios de la extinta URSS están a menudo marcadas por la experiencia específica de esos países y son poco conocidas por los lectores de países de occidente. Los dos artículos que publicamos aquí son el fruto de un trabajo de largo alcance: el primero, extracto de una correspondencia con un camarada de Voronezh (ciudad situada en el Don al sur de Moscú), contiene nuestra respuesta sobre la cuestión de la autogestión.

Querido compañero,

Hemos recibido tu última carta y volvemos a saludar tus contribuciones sobre la ley del valor y la autogestión. Forman parte de la inevitable discusión entre comunistas para definir con el mayor rigor el programa de la revolución proletaria. Así abordas tú los problemas:

• “En vuestro libro la Decadencia del capitalismo, decís que bajo el socialismo se liquidará la producción mercantil. Pero es imposible liquidar la producción mercantil son abolir la ley del valor. Según la teoría de Marx, bajo el socialismo, los productos del trabajo se intercambiarán según la cantidad de tiempo de trabajo necesario (según el trabajo), o sea en conformidad con la ley del valor.”

• “En vuestro folleto Plataforma y Manifiestos, el punto 11 se titula: “La autogestión, autoexplotación del proletariado”. ¿Qué quiere decir autoexplotación? La explotación, es la apropiación de los productos del trabajo de otro. Si he entendido bien, la autoexplotación es la apropiación de los productos del trabajo propio. O sea que Robinson Crusoe se autoexplotaba cuando consumía los productos de su propio trabajo. Robinson Crusoe se explotaba a sí mismo.”

Vamos a procurar contestar a esas dos cuestiones, mostrando que están relacionadas la una con la otra.

El carácter histórico y transitorio de la ley del valor

En tu carta del 26 de diciembre de 2004, citas un pasaje de la Crítica del programa de Gotha de Marx:

“La sociedad le entrega un bono [al productor individual] consignando que ha cumplido tal o cual cantidad de trabajo (después de descontar lo que ha trabajado para el fondo común), y con este bono saca de los depósitos sociales de medios de consumo la parte equivalente a la cantidad de trabajo que cumplió. La misma cantidad de trabajo que ha dado a la sociedad bajo una forma, la recibe de ésta bajo otra distinta. Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto éste es intercambio de equivalentes” ([3]).

La idea esencial defendida por Marx ahí es que después de la revolución, cuando ya el proletariado tiene el poder, es todavía necesario durante todo un período alinear los “salarios” de los obreros con el tiempo de trabajo y, por lo tanto, calcular el tiempo de trabajo contenido en los productos para llagar a un “valor de cambio” de los productos que puede expresarse en “bonos de trabajo”. La producción mercantil, la ley del valor, y, por lo tanto, el mercado, todavía subsisten, y por lo tanto estamos en acuerdo con Marx. Comprendemos, pues, tu sorpresa cuando en nuestro libro la Decadencia del capitalismo, has leído que en el socialismo la producción mercantil habría desaparecido. Se trata en realidad de un malentendido en los términos. En efecto, en nuestra prensa, siempre usamos la palabra socialismo como sinónimo de comunismo, como objetivo final del proletariado: una sociedad sin clases y sin Estado en donde los productos del trabajo ya no serán mercancías y se habrá eliminado la ley del valor. Desde la época en que escribió Miseria de la filosofía (1847), Marx era muy claro al respecto, en el comunismo ya no habrá intercambio, no habrá mercancías:

“En una sociedad venidera, en la que habrá dejado de existir el antagonismo de clases, en la que ya no habrá clases, el uso ya no estará determinado por el mínimo de tiempo de producción, sino que el tiempo de producción que se dedicará a los diferentes objetos estará determinado por su nivel de utilidad social” ([4]).

En esa fase, se habrá abolido el valor de cambio. La comunidad humana reunificada, mediante órganos administrativos encargados de la planificación centralizada de la producción, decidirá qué cantidad de trabajo deberá dedicarse a la producción de tal o cual producto. Pero ya no necesitará el “rodeo” del intercambio como así ocurre bajo el capitalismo, puesto que lo que importa es el grado de utilidad social de los productos. Estaremos entonces en una sociedad de abundancia en la que no solo se satisfarán las necesidades más elementales del ser humano, sino que incluso esas necesidades mismas conocerán un desarrollo fantástico. En tal sociedad, el trabajo mismo habrá cambiado totalmente de naturaleza: al haber reducido al mínimo el tiempo dedicado a la creación de las necesidades de la subsistencia, el trabajo será por primera vez una actividad verdaderamente libre. La distribución, como la producción, cambiarán también de naturaleza. Poco importará entonces el tiempo dedicado por el individuo a la producción social, pues solo dominará un principio: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!”

La identificación y la defensa de ese objetivo final de la lucha proletaria – una sociedad sin clases, sin Estado ni fronteras nacionales, sin mercancías, atraviesan toda la obra de Marx, de Engels y de los revolucionarios de las generaciones posteriores. Es importante recordarlo, pues ese objetivo determina profundamente el movimiento que lleva hacia él, de igual modo que los medios necesarios que hay que poner en marcha.

Tras la experiencia de la Revolución rusa, y luego de la contrarrevolución estalinista, creemos que es necesario para la claridad política hablar de un “período de transición del capitalismo al socialismo” más que de “socialismo” o de “fase inferior del comunismo”. Es evidente que no se trata de una simple cuestión de palabras. En efecto, la dictadura del proletariado no puede concebirse como una sociedad estable, ni como un modo de producción específico. Es una sociedad en plena evolución, tensa toda ella hacia el objetivo final, hecha de cambios sociales y políticos en los que las antiguas relaciones de producción son combatidas para acabar decayendo mientras aparecen y se van reforzando las nuevas. En la Crítica del programa de Gotha, justo antes del pasaje citado, Marx precisa bien:

“De lo que aquí se trata no es de una sociedad comunista que se ha desarrollado sobre su propia base, sino, al contrario [subrayado nuestro], de una que acaba de salir precisamente de la sociedad capitalista y que, por tanto, presenta todavía en todos sus aspectos, en el económico, en el moral y en el intelectual, el sello de la vieja sociedad de cuya entraña procede…” ([5]).

Unas páginas más lejos, afirma claramente:

“Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera a la segunda. A ese período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.”

Nuestra carta anterior permitió, al menos eso nos parece, borrar un malentendido y tu respuesta expresaba un acuerdo de fondo:

“Como entiendo yo el marxismo, ese período de transición se llama socialismo. No hablo de comunismo de mercado, sino de socialismo de mercado. (...) Con el aumento de las fuerzas productivas, la distribución en función del trabajo se transforma en distribución según las necesidades, el socialismo se transforma paso a paso en comunismo, acabando por desaparecer el mercado”.

En tu carta del 26 de diciembre de 2004, subrayabas que sólo existen tres formas de distribución de productos basadas en el tiempo de trabajo socialmente necesario contenido en esos productos:

–  mediante el dinero (A), en cuyo caso el intercambio de mercancías (M) se efectúa bajo la forma M-A-M;

–  mediante un bono de trabajo (B) del que hablaba: M-B-M;

–  directamente en forma de trueque: M-M.

Y hacías notar que en los tres casos, estábamos ante un intercambio de mercancías y, por lo tanto, ante la existencia de un mercado, es decir, de una sociedad que utiliza un equivalente general, la moneda, para expresar el tiempo de trabajo, incluso cuando la moneda no es necesaria, en el caso arcaico del trueque, para determinar la equivalencia. Tal como dices:

“El dinero y los bonos es casi lo mismo, porque miden lo mismo: el tiempo de trabajo. La diferencia entre ellos es la misma que entre una regla graduada en centímetros y otra en pulgadas.”

Estamos de acuerdo contigo para decir que es a esa situación económica a la que se enfrentará el proletariado después de la toma del poder. Ignorarlo sería una regresión respecto al marxismo. Tanto más porque la guerra civil entre proletariado y burguesía a escala mundial habrá acarreado muchas destrucciones que se plasmarán en un retroceso de la producción. Sin cesar, los comunistas deberán combatir las ilusiones de una extinción rápida y sin problemas de la ley del valor. La necesidad para el proletariado de llevar hasta el final la supresión del intercambio, creando las condiciones del decaimiento del Estado hará del período de transición una época de trastornos revolucionarios como nunca antes haya conocido otra la humanidad.

A pesar de esas precisiones, es evidente que subsiste un desacuerdo. Escribes, por ejemplo, en la misma carta:

“bajo el socialismo, los productos del trabajo serán intercambiados según la cantidad de trabajo socialmente necesario. Y allí donde los productos del trabajo se intercambiarán según la cantidad de trabajo, el mercado y la producción mercantil seguirán existiendo. Por consiguiente, para abolir la producción mercantil hay que abolir la distribución basada en la cantidad de trabajo. Por lo tanto, si queréis abolir la producción mercantil, tendréis que abolir el socialismo. Si os consideráis como marxistas, debéis reconocer que el socialismo, en su esencia, está basado en el mercado. Y si no, ¡id con los anarquistas!”

Según lo visto, suponemos que nombras “socialismo” al período de transición del capitalismo al comunismo. Este período es, por esencia, inestable: o el proletariado sale victorioso y la “economía de transición” se transforma hacia el comunismo, o sea hacia la abolición de la economía mercantil; o el proletariado pierde terreno, las leyes del mercado se reafirman y existe entonces el peligro de que se abra la vía de la contrarrevolución.

La ignorancia de los anarquistas

En la misma carta también, escribes que se encuentra esa ignorancia en los anarquistas. Y, en efecto, para ellos la emancipación de la humanidad se deberá únicamente al esfuerzo de voluntad, y. por lo tanto, el comunismo podría haber nacido en cualquier época histórica. Y así rechazan todo conocimiento científico del desarrollo social y son por eso incapaces de comprender qué papel pueden desempeñar la lucha de clases y la voluntad humana. En su “Prefacio” a el Capital, Marx contestaba, sin mencionarlos, a los anarquistas, los cuales niegan que sea inevitable un período de transición:

“Incluso en el caso en que una sociedad haya llegado a descubrir la pista de la ley natural que preside su movimiento – y la finalidad de esta obra es descubrir la ley económica que mueve la sociedad moderna – no puede saltar ni suprimir por decreto sus fases naturales del desarrollo. Pero puede acortar y hacer menos doloroso el parto” ([6]).

Según Marx y Engels, la necesidad de la dictadura proletariado, es decir de un período de transición entre los dos modos de producción “estables” que son el capitalismo y el comunismo, se basa en dos fundamentos:

–  la imposibilidad de un florecimiento del comunismo en el seno mismo del capitalismo (contrariamente a éste que nació en el seno del feudalismo);

–  en el hecho de que el extraordinario desarrollo de las fuerzas productivas realizado por el capitalismo es todavía insuficiente para permitir la plena satisfacción de las necesidades humanas que caracteriza al comunismo.

Eso, evidentemente, los anarquistas son totalmente incapaces de entenderlo, pero, además, su “visión del comunismo” no va más allá que el estrecho horizonte burgués. Puede comprobarse ya en la obra de Proudhon. Para éste, la economía política es la ciencia suprema y se empeña en sacar a toda costa, en cada categoría económica capitalista, lo bueno y lo malo. Lo bueno del intercambio es que pone frente a frente dos valores iguales. Lo bueno de la competencia es la emulación. Y encontrará, inevitablemente, un lado bueno a la propiedad privada:

“Pero es evidente que aunque la desigualdad es uno de los atributos de la propiedad, tampoco es toda la propiedad; pues lo que hace placentera la propiedad, como decía ya no sé qué filósofo, es la facultad de disfrutar a voluntad no sólo del valor de su bien sino su naturaleza específica, de explotarlo a su gusto, de fortificarse en él, de hacer uno uso de él según se lo sugieren el interés, la pasión o el capricho” ([7]).

Se nos anunciaba el reino de la libertad, y acabamos ganando los sueños obtusos y mezquinos del pequeño productor. Para los anarquistas, la sociedad ideal no es más que un capitalismo idealizado del que serán dueños el intercambio y la ley del valor, o sea las condiciones de la explotación del hombre por el hombre. Y, al contrario, el marxismo se presenta como una crítica radical del capitalismo que defiende la perspectiva de una verdadera emancipación del proletariado y, por ello mismo, de la humanidad entera. Marx y Engels siempre combatieron el comunismo tosco que limitaría la revolución a la esfera de la distribución y que sencillamente acabaría en reparto de la miseria. Contra ese burdo “comunismo” proclamaban el florecimiento de las fuerzas productivas liberadas de las cadenas del capitalismo. No sólo requerían la satisfacción de las necesidades elementales del ser humano, sino también su realización, la superación de la separación entre individuo y comunidad, el desarrollo de todas las facultades del individuo actualmente atenazadas por la división del trabajo:

“En una fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la subordinación esclavizadora de los individuos a la división del trabajo, y con ella, el contraste entre el trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo no sea solamente un medio de vida, sino la primera necesidad vital; cuando, con el desarrollo de los individuos en todos sus aspectos, crezcan también las fuerzas productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en sus banderas: ¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades!” ([8]).

Ahí, el marxismo no cae en la verborrea del radicalismo pequeño burgués y de la utopía; sabe que el único medio para salir del capitalismo, es la eliminación del salariado y del intercambio que resumen todas las contradicciones del capitalismo, que son la causa básica de las guerras, de las crisis y de la miseria que arruinan la sociedad. La política económica instaurada por la dictadura del proletariado está totalmente orientada hacia ese objetivo. Según esta idea, no existe una transmutación espontánea, sino una destrucción de las relaciones sociales capitalistas.

Esa cita nos permite subrayar la gran confusión con la que los anarquistas pretenden superar la separación del obrero de los productos de su trabajo. En las mentes anarquistas, al hacerse dueños de la fábrica en la que trabajan, los obreros se hacen obligatoriamente dueños del producto de su trabajo. Por fin lo dominan, obteniendo incluso el disfrute completo. Resultado: la propiedad se ha vuelto eterna y sagrada. Estaríamos entonces en presencia de un régimen federalista heredado de los modos de producción precapitalistas. Lassalle usa el mismo método. Este aprendió de Marx que la explotación se plasma en extracción de plusvalía. Exijamos entonces para el obrero el producto íntegro del trabajo y el problema está arreglado…. Y así, como dice Engels en el Anti-Dühring :

“Se sustrae a la sociedad la función progresiva más importante que tiene, la acumulación, que va a parar a las manos y al arbitrio de los individuos”.

Después de los trabajos de Marx, resulta difícil aceptar esas confusiones sobre el trabajo, la fuerza de trabajo y el producto del trabajo. Los disparates teóricos comunes de Lassalle y de los anarquistas son la base de las ideas autogestionarias. Con la autogestión, ya no se orienta a la sociedad hacia la abolición del intercambio, hacia el comunismo, sino que se multiplican los obstáculos en el camino. Así concluye Marx, también en la Crítica del programa de Gotha, su acerada diatriba contra esas ideas:

“Me he extendido sobre el “fruto íntegro del trabajo”, de una parte, y de otra, sobre “el derecho igual” y “el reparto equitativo”, para demostrar en qué grave falta se incurre, de un lado, cuando se quiere volver a imponer a nuestro Partido como dogmas ideas que, si en otro tiempo tuvieron un sentido, hoy ya no son más que tópicos en desuso, y, de otro, cuando se tergiversa la concepción realista – que tanto esfuerzo ha costado inculcar al Partido, pero que hoy está ya enraizada – con patrañas ideológicas, jurídicas y de otro género, tan en boga entre los demócratas y los socialistas franceses.”

Desde ese punto de vista, a nosotros nos parece que tú te paras a medio camino en tu razonamiento. Estás de acuerdo con nosotros cuando dices que durante ese período no habrá explotación de la clase obrera, puesto que es el proletariado el que ejerce el poder, a causa del proceso de colectivización de los medios de producción, porque el sobretrabajo ya no adquiere la forma de una plusvalía destinada a la acumulación del capital sino destinada (una vez deducida la reserva destinada a los miembros improductivos de la sociedad) a la satisfacción creciente de las necesidades sociales. Dices muy justamente: “La diferencia entre el socialismo [periodo de transición] y el capitalismo consiste en que, bajo el socialismo, la mano de obra no existe como mercancía” (carta del 23 de enero de 2005). Pero afirmas en tu carta siguiente: “La ley del valor seguirá vigente completa y no parcialmente.” Esto lo refuerza tu expresión: “socialismo de mercado”. Tú ves la necesidad de atacar el salariado, pero no la de atacar el intercambio mercantil. Y, sin embargo, ambos están estrechamente enlazados.

La ley del valor descubierta por Marx no solo consiste en elucidar el origen del valor de las mercancías, sino que resuelve el enigma de la reproducción ampliada del capital. El proletario recibe de la venta de su fuerza de trabajo un salario que corresponde al valor real de ese trabajo y, sin embargo, proporciona un valor muy superior en el proceso de producción. La explotación que permite que pueda extraerse así la plusvalía del trabajo del proletario existía ya en la producción mercantil a partir de la cual nació y se desarrolló el capitalismo. No es pues posible suprimir la explotación del proletariado sin combatir el intercambio mercantil. Eso es lo que nos explica claramente Engels en el Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado:

“En cuanto los productores dejaron de consumir directamente ellos mismos sus productos, deshaciéndose de ellos por medio del cambio, dejaron de ser dueños de los mismos. Ignoraban ya qué iba a ser de ellos, y surgió la posibilidad de que el producto llegara a emplearse contra el productor para explotarlo y oprimirlo. Por eso, ninguna sociedad puede ser dueña de su propia producción de un modo duradero ni controlar los efectos sociales de su proceso de producción si no pone fin al cambio entre individuos” ([9]).

Si la ley del valor sigue “vigente por completo”, como lo afirmas tú, el proletariado seguirá siendo entonces una clase explotada. Para que cese la explotación durante el período de transición, no basta con haber expropiado a la burguesía. También deben dejar de existir como capital los medios de producción. El principio capitalista del trabajo muerto, del trabajo acumulado, que somete el trabajo vivo para la producción de plusvalía, hay que sustituirlo por el principio del trabajo vivo que controla en trabajo acumulado para una producción destinada a satisfacer las necesidades de los miembros de la sociedad. La dictadura del proletariado deberá combatir el productivismo absurdo y catastrófico del capitalismo. Como decía la Izquierda comunista de Francia,

“La parte del sobretrabajo que el proletariado tendrá que deducir será, sin duda, al principio tan grande como bajo el capitalismo. El principio económico socialista no podría diferenciarse, en su importancia inmediata, de la relación entre el trabajo pagado y el no pagado. Solo la tendencia de la curva, la tendencia al acercamiento de esa relación podrá servir de indicación sobre la evolución de la economía y ser el barómetro que indique la naturaleza de clase de la producción” ([10]).

La autogestión, una trampa mortal para el proletariado

El segundo tema en discusión es el tratado en el punto 11 de nuestra plataforma: “La autogestión, autoexplotación del proletariado». Aquí tú afirmas un neto desacuerdo con nuestra posición. Te parece inconcebible que los obreros se exploten a sí mismos: “No lo entiendo en absoluto”, escribes, “¿cómo es posible explotarse?, sería como robarse a uno mismo.” Desde las grandes luchas obreras de finales de los años 60, la mayoría de nuestras secciones se las ha visto con la cuestión de la autogestión que realizarían los obreros de “su” empresa en el seno de la sociedad capitalista. Pudieron comprobar en la práctica que tras la careta autogestionaria se oculta la trampa del aislamiento tendida por los sindicatos. Los ejemplos son muy numerosos: la empresa que fabricaba los relojes Lip en Francia en 1973, Quaregnon y Salik en Bélgica en 1978-79, Triumph en Inglaterra en la misma época y recientemente, la mina de Tower Colliery en Gales. Cada vez el guión era el mismo: la amenaza de quiebra provoca la lucha en los obreros, los sindicatos organizan el aislamiento de la lucha y acaban obteniendo la derrota usando como señuelo la compra de la fábrica por los obreros y los cuadros, entregando a veces eso sí, varios meses de sueldo o la prima por despido para aumentar el capital de la empresa. En 1979, la fábrica Lip, tras haberse convertido en cooperativa obrera, se vio obligada a cerrar bajo la presión de la competencia. En la última Asamblea general, un obrero expresó su rabia y desesperación ante unos delegados sindicales que habían llegado a ser, de hecho, los verdaderos patrones de la empresa: “¡Sois unos rastreros! Hoy sois vosotros quienes nos echáis a la calle… Nos habéis mentido!” ([11]) Hacer aceptar los sacrificios que impone la crisis económica, obliga a ahogar las luchas obreras de resistencia. Para eso sirve la consigna de la autogestión.

Esa postura de principio está en pleno acuerdo con el marxismo. Hay que decir que no somos los primeros en usar la noción de autoexplotación de los obreros. Rosa Luxemburg escribía lo siguiente en 1898:

“Pero en la economía capitalista la distribución domina la producción y, debido a la competencia, la completa dominación del proceso de producción por los intereses del capital --es decir, la explotación más despiadada-- se convierte en una condición imprescindible para la supervivencia de una empresa.

Esto se manifiesta en la necesidad, a causa de las exigencias del mercado, de intensificar todo lo posible los ritmos de trabajo, alargar o acortar la jornada laboral, necesitar más mano de obra o ponerla en la calle..., en una palabra, practicar todos los métodos ya conocidos que hacen competitiva a una empresa capitalista. Y al desempeñar el papel de empresario, los trabajadores de la cooperativa se ven en la contradicción de tener que regirse con toda la severidad propia de una empresa incluso contra sí mismos, contradicción que acaba hundiendo la cooperativa de producción, que o bien se convierte en una empresa capitalista normal o bien, si los intereses de los obreros predominan, se disuelve” ([12]).

Cuando unos obreros hacen consigo mismos el papel de empresarios capitalistas, a eso es a los que nosotros llamamos autoexplotación. Tu defensa de la autogestión se apoya en la experiencia de las cooperativas obreras del siglo xix y, en particular, citas la “Resolución sobre el trabajo cooperativo”, adoptada en el primer Congreso de la AIT. Marx y Engels, en efecto, alentaron en varias ocasiones el movimiento cooperativo, sobre todo de cooperativas de producción, no tanto por sus resultados prácticos, sino porque fortalecían la idea de que los proletarios podrían muy bien pasar de los capitalistas. Por eso fue por lo que insistieron en los límites, en los riesgos constantes de que cayeran más o menos directamente bajo el control de la burguesía. Su preocupación era evitar que las cooperativas desviaran a los obreros de la perspectiva revolucionaria, de la necesidad de la toma del poder sobre el conjunto de la sociedad. Esa resolución estipula:

“a) Reconocemos el movimiento cooperativo como una de las fuerzas transformadoras de la sociedad actual, basada en el antagonismo de las clases. Su gran mérito es mostrar en la práctica que el sistema actual de subordinación del trabajo al capital, despótico y pauperizador, puede ser sustituido por el sistema republicano de la asociación de productores libres e iguales.

b) Pero el sistema cooperativo se limita a unas formas minúsculas surgidas de unos esfuerzos individuales de los esclavos asalariados y es impotente para transformar por sí mismo la sociedad capitalista. Para convertir la producción social en un sistema de trabajo cooperativo amplio y armonioso, son indispensables los cambios generales. Estos cambios no se obtendrán nunca sin el empleo de las fuerzas organizadas de la sociedad. O sea, el poder de Estado, arrancado de las manos de los capitalistas y de los grandes propietarios, debe ser manejado por los productores mismos” ([13]).

Tú citas, por cierto, la primera parte de ese pasaje, pero no la segunda, y eso que es ésta la que de verdad pone las cosas en su sitio y refleja con mucha más fidelidad el pensamiento de Marx. Sabemos que en la Iª Internacional, Marx tenía que componérselas con toda una serie de esuelas socialistas confusas a las que esperaba hacer progresar. A medida que iba tomando conciencia de sí mismo, el movimiento obrero acabaría quitándose de encima las “recetas doctrinarias” y en ello Marx contribuyó activamente. Las asociaciones cooperativas pertenecían a esos “doctrinarios” que pretendían, con sus propuestas, soslayar la lucha de clases, la protección de los obreros, la lucha sindical e incluso la demolición de la sociedad capitalista. Para Marx, era indispensable que la clase obrera se alzara hasta la comprensión teórica de lo que debía realizar en la práctica. Por eso, la expresión: “un amplio y armonioso sistema de trabajo cooperativo” designa para él, sin lugar a dudas, la sociedad comunista y no una federación de cooperativas obreras.

La primera parte de esa resolución significa para ti que la lucha por reformas no es contradictoria con el derrocamiento revolucionario del capitalismo, que le es complementaria. Pero esa complementariedad solo era posible en la época del capitalismo progresista, época durante la cual la burguesía podía todavía desempeñar un papel revolucionario respecto a los vestigios del feudalismo. Entonces, los obreros debían participar en las luchas parlamentarias y sindicales por el reconocimiento de los derechos democráticos, para imponer grandes reformas sociales y acelerar la aparición de las condiciones de la revolución comunista. Hoy, en cambio, vivimos en la época de la decadencia del capitalismo. Con el estallido de la Primera Guerra mundial, con la aparición de un nuevo período del capitalismo, el imperialismo, las reformas se han hecho imposibles. Sin ese método histórico propio del marxismo, se acaba olvidando la advertencia de Lenin en la Revolución proletaria y el renegado Kautsky:

“Uno de los métodos más arteros del oportunismo consiste en repetir una posición que fue válida en el pasado.”

Afirmas que, según Marx, “el socialismo nace en el seno de la sociedad burguesa vieja y moribunda” Si leemos el Manifiesto comunista, por ejemplo, no encontramos en ningún sitio semejante idea. Marx y Engels explican en él que la burguesía desarrolló nuevas relaciones de producción progresivamente en el seno del feudalismo y que su revolución política vino a coronar el dominio económico antes adquirido. Y muestran que el proceso es inverso para el proletariado:

“Todas las clases anteriores que conquistaban la hegemonía, trataban de asegurarse su posición existencial ya conquistada sometiendo a toda la sociedad a su modo de apropiación. Los proletarios sólo pueden conquistar las fuerzas productivas sociales aboliendo su propio modo de apropiación en vigencia hasta el presente, aboliendo con ello todo el modo de apropiación vigente hasta la fecha. Los proletarios no tienen nada propio que consolidar; sólo tienen que destruir todo cuanto hasta el presente, ha asegurado y garantizado la propiedad privada” (Manifiesto comunista, “Burgueses y proletarios”).

La revolución política del proletariado es la condición indispensable para que surjan nuevas relaciones de producción. Lo que nace en el seno de la sociedad burguesa son las condiciones del socialismo, y no el socialismo mismo.

Las leyes crueles de la competencia

Para apoyar tu argumentación, desarrollas la idea de que:

“Decadencia significa estancamiento económico, incremento de la delincuencia, de la miseria y del desempleo, un poder de Estado débil e inestable (un buen ejemplo fueron los imperios militares en la antigua Roma que solo se mantenían durante algunos meses), una lucha de clases tensa. Y lo principal que no habéis mencionado en vuestro libro la Decadencia del capitalismo, es la aparición de nuevas relaciones de clase en el seno de la antigua sociedad moribunda. En el Imperio romano eran los colonos, los esclavos en las explotaciones agrícolas, o sea siervos en su esencia. En el período de destrucción de la sociedad burguesa, son las empresas autogestionadas, más precisamente las cooperativas.”

Es cierto que en el capitalismo decadente, la sociedad burguesa está marcada por una gran inestabilidad. La burguesía tiene que encarar un debilitamiento económico sin precedentes, la crisis de sobreproducción causa enormes estragos a causa de la insuficiencia de mercados solventes a escala internacional, las rivalidades imperialistas se agudizan acabando en guerra mundial. Y, precisamente, la burguesía responde a esa situación fortaleciendo el Estado como así fue en la decadencia del Imperio romano y con la monarquía absoluta en la del feudalismo. Agravación de la competencia, necesidad de una sobreexplotación del proletariado, aparición de un desempleo masivo, un estado totalitario que extiende sus tentáculos por toda la sociedad civil (y no un “Estado débil e inestable”): esas son precisamente las razones que hacen imposible que sobrevivan las cooperativas obreras.

Estamos plenamente de acuerdo contigo cuando dices que fueron “los comunistas de Izquierda los que tenían razón sobre la cuestión [del capitalismo de Estado] y no Lenin.” Comprendieron intuitivamente que el capitalismo se estaba reforzando en Rusia incluso sin burguesía privada y que el poder de la clase obrera estaba en peligro. En efecto, a causa del aislamiento de la revolución, los Consejos obreros acabaron perdiendo el poder en beneficio de un Estado con el que acabó identificándose por completo el partido bolchevique. Pero no por ello estamos de acuerdo con los remedios propuestos por la Oposición obrera de Alejandra Kolontai. Exigir que la gestión de las empresas y el intercambio de productos pasen bajo control de los obreros de cada fábrica lo único que podría hacer era agravar el problema, hacerlo más complicado todavía. No sólo los obreros habrían obtenido un poder simbólico, sino que además habrían perdido su unidad de clase que tan magníficamente había realizado con el surgimiento de los Consejos obreros y la influencia de un auténtico partido de vanguardia en su seno, el partido bolchevique.

Tú crees, al contrario, que:

“Es mucho más fácil y cómodo para los obreros controlar la producción a nivel de las empresas. (...) después de Octubre del 17, la economía se gestionó de manera centralizada. Finalmente, el socialismo se degradó en capitalismo de Estado, a pesar de la voluntad de los bolcheviques. (...) Así pues, bajo el socialismo, los Consejos obreros no tendrán la función de gestionar la economía, no planificarán la producción ni repartirán los productos. Si se les da esas funciones a los Consejos obreros, el socialismo evolucionará inevitablemente hacia el capitalismo de Estado.”

Nosotros, en cambio, estamos convencidos que la centralización es fundamental para el poder obrero. Si al socialismo le quitas la centralización, lo único que se obtendrá son unas comunidades autónomas anarquistas y la consiguiente regresión de las fuerzas productivas. Lo que ocurrió en Rusia fue que una fuerza centralizada, el Estado, suplantó a otra fuerza centralizada, los Consejos obreros. ¿De dónde vino, por consiguiente, la burocracia primero y la nueva burguesía estalinista después? Su origen es el Estado y no los Consejos obreros, los cuales sufrieron un proceso de decaimiento. No fue la centralización la causa de la degeneración de la revolución rusa. Si los Consejos obreros se debilitaron hasta desaparecer, si los propios bolcheviques acabaron siendo absorbidos por el Estado, se debe todo eso al aislamiento de revolución. Las ametralladoras que siegan al proletariado alemán alcanzan, de rebote, a un proletariado ruso que, muy rápidamente, será un gigante herido, debilitado, exangüe. Nueva confirmación, trágica y gran lección de la revolución rusa: ¡el socialismo es imposible en un solo país!

Para concluir, volvamos a tu idea de la autogestión de las empresas bajo el capitalismo ([14]). En esas cooperativas, los obreros deciden colectivamente el reparto de la ganancia. El salariado ya no existe, «los obreros reciben el valor de uso y no el valor de cambio de su fuerza de trabajo.» Nos parece, primero, que hay ahí una confusión entre «valor de cambio» y «valor de uso»: éste expresa la utilidad de lo producido, el uso que de ello puede hacerse. Y lo específico y fundamental del proceso de producción realizado por el proletariado moderno, comparado con otras épocas de la historia, es precisamente que los valores de uso que produce sólo la sociedad entera puede apropiárselos: contrariamente a los zapatos (por poner un ejemplo) producidos por el zapatero, los cientos de millones de microchips electrónicos producidos por los obreros de Intel o AMD no tienen ningún valor de uso “en sí”; su valor de uso sólo existe como componente de otras máquinas producidas por otros obreros en otras fábricas y que a su vez entran en la cadena de producción de otras fábricas... Y eso es cierto incluso para los “zapateros” contemporáneos: los obreros de Jinjiang en China producen 700 millones de pares por año: ¡trabajo cuesta imaginarse que podrían calzarlos todos! También cuesta imaginarse que tal o cual factoría autogestionada pague a sus obreros con máquinas cosechadoras, indivisibles por definición y otra pagara con bolígrafos.

Pero bueno, admitamos que, como dices tú, los obreros reciben lo equivalente tanto del capital variable como de la plusvalía producida. No podrán sin embargo consumir íntegramente los beneficios de la empresa, sino sólo una parte relativamente pequeña, pues el resto debe transformarse en nuevos medios de producción. En efecto, las leyes de la competencia (puesto que, evidentemente, seguimos estando en un contexto de competencia) son como son, de modo que toda empresa debe crecer y aumentar su productividad si no quiere perecer. Se acumula, por lo tanto, una parte de la ganancia y se transforma de nuevo en capital. Y obligatoriamente será una parte casi tan importante como la de una fábrica no autogestionada, si no, la empresa autogestionada no crecerá tan rápidamente como las demás y acabará también por decaer. Como mínimo, los precios de coste de la fábrica autogestionada deberán ser tan bajos como los del resto de la economía capitalista, pues si no, no encontrará compradores para sus productos. Lo cual quiere decir que inevitablemente los obreros de las fábricas autogestionadas deberán alinear sus sueldos y ritmos de trabajo con los empleados en empresas capitalistas: en una palabra, deberán autoexplotarse.

Es más, nos encontramos en las mismas condiciones de explotación que en cualquier otra empresa, puesto que la fuerza de trabajo sigue sometida, alienada, al trabajo muerto, al trabajo acumulado, al capital. Podrán recuperar, a lo más, esa fracción de la ganancia que en la empresa capitalista tradicional, sirve para el consumo personal del patrón o los dividendos de los accionistas. Los obreros, tan contentos por haber obtenido un suplemento de sueldo, pronto perderán sus ilusiones. Los jefes que habían elegido con la mayor confianza puesta en ellos, deberán pronto aprender a convencerlos de que devuelvan ese suplemento e incluso acepten reducciones de sueldo.

“Pero ni la transformación en sociedades por acciones ni la transformación en propiedad del Estado [ni la transformación en empresas autogestionadas, podríamos añadir] suprime la propiedad del capital sobre las fuerzas productivas”, dice Engels en Anti-Dühring. La transformación del estatuto jurídico de las empresas no cambia para nada su naturaleza capitalista, porque el capital no es una forma de propiedad, sino que es una relación social. Únicamente la revolución política del proletariado, al imponer una nueva orientación a la producción social, puede eliminar el capital. Pero no podrá realizar su destino yendo hacia atrás, hacia etapas anteriores a la socialización internacional alcanzada bajo el capitalismo. Muy al contrario, deberá dar término a esa socialización, rompiendo los marcos nacionales, de la empresa y la división del trabajo. La consigna del Manifiesto comunista tomará entonces todo su sentido: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.

En espera de volver a leerte, recibe nuestros saludos fraternos y comunistas.

C.C.I., 22 de noviembre de 2005

 

[1]) GULAG son las siglas en ruso de la administración de los campos de concentración que el régimen estalinista había sembrado por toda la geografía de la URSS y, por extensión, los campos mismos.

[2]) Policía política y servicios de Seguridad del Estado en la extinta URSS.

[3]) Crítica al programa de Gotha. Glosas marginales en www.marx.org [3].

[4]) Karl Marx, Miseria de la filosofía. C. 1º: “Un descubrimiento científico”; 2ª parte: “El valor constituido o el valor sintético”

[5]) Karl Marx, Obra citada.

[6]) K. Marx, Prólogo a la primera edición alemana del primer tomo de el Capital (1867). www.marxists.org/espa [4]ñol

[7]) Pierre-Joseph Proudhon, citado por Claude Harmel, Histoire de l’anarchie, Ed. Champ Libre, París, 1984. (trad. nuestra).

[8]) Marx, Crítica del Programa de Gotha. I.

[9]) Cap. V, “Génesis del Estado ateniense”. Biblioteca virtual Espartaco.

[10]) “L’expérience russe”, Internationalisme n° 10, mayo de 1946, reproducido en la Revista internacional n° 61, II-1990.

[11]) Révolution internationale n° 67, publicación de la CCI en Francia (11/1979).

[12]) Rosa Luxemburg, Reforma o revolución, 2ª parte, cap. 2: “Sindicatos, cooperativas y democracia política”.

[13]) Marx, Resoluciones del primer Congreso de la A.I.T. (reunido en Ginebra en septiembre de 1866), en Œuvres, Économie I, Éditions Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, París. Traducido del francés por nosotros.

[14]) Así dice tu carta:

“La autogestión (en el sentido pleno del término), es cuando los obreros gestionan ellos mismos su empresa, repartiéndose incluso las ganancias. De hecho, la empresa se ha vuelto propiedad de los obreros.”

“Para mí, las empresas cooperativas tienen las características siguientes:

1) ausencia total de salariado,

2) elección de todos los responsables,

3) distribución de las ganancias por el colectivo de los trabajadores de la empresa.”

“En las empresas en las que no existe salariado, o sea, cuando los obreros reciben el valor de uso [el capital variable + la plusvalía] y no el valor de cambio de su fuerza de trabajo [le capital variable], la producción es diez veces más eficaz.”

“Los obreros fabrican productos, los venden en el mercado. Con lo que han ganado, pueden comprar lo equivalente de la misma cantidad de trabajo a otros obreros. Hay así una distribución realizada sobre la base de la cantidad de trabajo. Después, una parte del valor va a la renovación de los medios de producción, mientras que la otra va al consumo individual de los obreros.”

Cuestiones teóricas: 

  • Economía [5]

Sobre la “revolución naranja” en Ucrania - La cárcel del autoritarismo y la trampa de la democracia

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La “revolución naranja” de 2004 en Ucrania fue un acontecimiento muy mediatizado en Occidente. Poseía todos los ingredientes de una novela de política-ficción: por un lado una mafia estaliniana corrompidísima, probablemente culpable del asesinato de un periodista al que se le achacaba una encuesta demasiado profunda sobre los “negocios” de esa mafia, y por el otro Víctor Yúshchenko, el heroico defensor de la democracia de rostro devastado por el veneno de un atentado fallido del KGB y apoyado por la hermosa Yulia Timoshenko, figura emblemática de la juventud y de la esperanza en el porvenir.

Una de las mayores cualidades de este articulo, muy documentado, está en que muestra las partes escondidas de la “revolución naranja” y, por ello, desmitifica las ilusiones sobre la democratización en los países de la antigua URSS. Desde 2004, los acontecimientos han confirmado ampliamente el análisis expuesto por este artículo: esencialmente, la democratización en Ucrania fue el disfraz de las luchas por el poder entre los principales clanes de la burguesía nacional. Timoshenko, Primera ministra del nuevo gobierno de Yúshchenko, fue destituida por éste al cabo de apenas nueve meses. Las elecciones de 2006 (en las que se vio al Partido de las Regiones de Yanukóvich, candidato presidencial frustrado y heredero de Kushma, hacerse con el mayor bloque parlamentario) fueron seguidas por una serie de negociaciones entre todos los partidos. Entonces se vio a Y. Timoshenko (que no había logrado recuperar su puesto de Primera ministra a pesar de un intento de acuerdo con el partido Nuestra Ucrania de Yúshchenko) unirse con los “socialistas”, con los “comunistas” y... con el Partido de las Regiones para acabar nombrando para ese cargo a su antiguo enemigo, Yanukóvich. Las alianzas son tan inestables y basadas en luchas de camarillas que la situación puede haber cambiado del todo cuando se publique este artículo.

Hacemos nuestra la denuncia de la democracia hecha por el autor del artículo. En particular, queremos subrayar la justeza de la idea que dice que “cuando los obreros se unen a un movimiento burgués bajo consignas democráticas, ello implica que se niegan a luchar por sus intereses específicos de clase”. Hay sin embargo varios puntos con los que hemos considerado necesario señalar desacuerdos o que consideramos imprecisos. Para no perturbar el hilo de la argumentación, esos puntos están señalados con letras (a, b…) y referenciados en unas “Notas de la redacción” al final del artículo.

CCI, 7 de julio de 2006.

 

Estamos asistiendo en varios países del mundo a una tendencia creciente a la restricción de los derechos y de las libertades de los ciudadanos, a un retroceso de la democracia burguesa. Por otro lado van surgiendo periódicamente en la vida pública movimientos que reclaman el restablecimiento de la democracia. Sus consignas son a veces confusas e inconsecuentes, pero casi siempre son totalmente huecas. Sin embargo, como lo ha demostrado la experiencia de la “revolución naranja” en Ucrania, pueden arrastrar a millones de seres. Es tan grande el poder de atracción de la democracia y tan masivos son los movimientos que fomenta que mucha gente de izquierdas, radicales o moderados, se precipitan para alistarse en el campo de los “revolucionarios demócratas”. Se les llena el alma de la noble aspiración de escapar de la cárcel del autoritarismo para entrar en el reino de la libertad. Pero si en el pasado la victoria del orden capitalista para establecer una democracia burguesa era compatible con la actividad revolucionaria, hoy en día, en la sociedad capitalista desarrollada, la lucha por la democracia ya no tiene nada que ver con la lucha revolucionaria. El marxista que no lo entiende cae en una situación trágica cuando no tragicómica. Puede escapar de la cárcel del autoritarismo, pero apenas lo ha hecho se cierra brutalmente la trampa de la democracia y ya no le es posible escaparse. Ahora voy a intentar desarrollar esta toma de posición.

La función de la democracia burguesa

Un desarrollo desigual, la anarquía de la producción y una multitud de intereses de la clase dominante son característicos de la sociedad capitalista. Esto es un axioma para cualquier observador que no tenga prejuicios. Este es pues nuestro punto de partida. La experiencia muestra que en la sociedad capitalista, la configuración de los diversos grupos de intereses en la clase dominante se modifica en lapsos relativamente cortos. En la práctica, hoy ya no es como ayer y mañana será bastante diferente de hoy. En la medida en que el equilibrio de intereses de la burguesía cambia de forma dinámica, resulta necesario que el sistema político de la sociedad capitalista sea capaz de adaptarse a tiempo a esas transformaciones. O sea que no sólo ha de ser flexible sino que ha de poder tomar también las formas más variadas. De esto resulta que cuanto menos flexibles sean las formas políticas de la sociedad burguesa menos serán capaces de responder a esas modificaciones de las relaciones de fuerza y menos podrán perdurar.

La dictadura es probablemente una de las formas menos flexibles del sistema político burgués, uno de los menos adaptados para reaccionar rápidamente a una modificación de las relaciones de fuerza en la misma burguesía. En realidad, no la crea la burguesía más que para perpetuar un equilibrio adquirido cuando triunfa. Sin embargo, resulta imposible eliminar una característica de la sociedad burguesa como la de los cambios de intereses en la misma clase dominante. Por ello y por regla general las dictaduras son históricamente de poca duración. Concretamente, se pueden contar con los dedos de una mano los regímenes burgueses de dictadura que han durado más de un cuarto de siglo. Y siempre por regla general, semejante longevidad no se ve más que en países atrasados. Un ejemplo de ello es Corea del Norte, en donde la familia Kim ejerce su dictadura desde hace sesenta años. Los regímenes democráticos burgueses pueden en cambio sobrevivir durante siglos. El secreto de su estabilidad está en su flexibilidad. La democracia burguesa permite reflejar fácil y eficazmente las modificaciones de los grupos de intereses de la burguesía en el sistema político. En ese sentido, es la máscara política ideal para la dominación del capital [a].

Pero lo que aquí nos interesa no son las ventajas que saca el capitalismo de la democracia burguesa, sino los procesos que se han desarrollado en condiciones dominadas por regímenes no democráticos, autoritarios o francamente dictatoriales. Claro está que existen razones objetivas para el establecimiento de un modo particular de gobierno, o sea que ciertos equilibrios de intereses en la burguesía conducen a su aparición. Pero ese equilibrio no es el mismo hoy que ayer. Y si las causas que han permitido que se establezca un régimen autoritario desaparecen, significa que el régimen mismo ha de desaparecer.

Pero como ya lo hemos dicho, los regímenes dictatoriales o autoritarios no se adaptan a las situaciones de la sociedad, exigen, por contrario, que las situaciones se adapten a ellos. Y ante la perspectiva de desaparecer prefieren agarrarse a mentiras y engaños para intentar prolongar su existencia a pesar del estado de la sociedad civil. Semejante situación no puede satisfacer a las capas de la burguesía cuyos intereses no se expresan en el régimen en el poder. Intentan actuar como oposición, acusan el régimen de ser antidemocrático e intentan acabar con ese poder. Al ser alternativas a la dictadura, proponen la democracia porque ésta les permite cambiar el reparto de poder en los órganos del poder estatal en función del nuevo equilibrio de intereses, lo que no permite la dictadura o un modo de dominación autoritario. Cualquier oposición burguesa en ese tipo de sistema despliega entonces con orgullo la bandera de la democracia. Para nosotros es secundario que siga fiel a los principios de la democracia tras su triunfo, porque si no lo sigue siendo, la bandera democrática será entonces alzada por otra fracción de la burguesía, quizás una fracción del grupo en el poder, y así volverá a empezar la lucha por la democracia.

Mucho más importantes son los métodos que utiliza la oposición burguesa en la lucha por sus ideales políticos propios. Dependen en gran parte de las características del régimen contra el que lucha. Un régimen autoritario cuanto más ignore con obstinación las reivindicaciones de la opinión pública burguesa, cuanto más se agarre al poder y utilice la violencia para evitar el hundimiento ante una nueva relación de fuerzas entre diversos intereses, más fuerte será la resistencia que ha de combatir la oposición burguesa y más radicales los medios empleados por sus políticos. Recordaremos que la oposición al actual dictador de Turkmenistán, Niyázov, ha originado una emigración política secreta o que Mijail Saakashvili (Presidente de Georgia ([1]) y Yúshchenko (Presidente de Ucrania) llamaron “revolución”, sin la menor vergüenza, a los acontecimientos que los auparon al poder.

Así es cómo el radicalismo más o menos grande de los métodos de lucha por la democracia depende de las condiciones del régimen autoritario y de la dictadura. Cuanto mayor es la orgía arbitraria que se permite una dictadura cuando lucha para sobrevivir, tantas más posibilidades existen de que las figuras mas respetables de las oposiciones burguesas declaren que son revolucionarias.

Cuanto más extremista e inflexible se ponga un régimen autoritario ante los cambios necesarios, más la oposición burguesa ha de concentrar sus fuerzas para derribarlo. Para reunir esas fuerzas, debe tener el apoyo de las masas trabajadoras y de la pequeña burguesía. Cuando lo logra, aumenta ampliamente sus capacidades de triunfar sobre su enemigo. Obreros, campesinos y comerciantes se unen así con la oposición con unas bases burguesas desde el principio, puesto que la única finalidad estratégica que propone dicha oposición son unos cambios a favor de las élites burguesas. En consecuencia, cuando los obreros se unen a un movimiento burgués bajo consignas democráticas, ello implica que se niegan a luchar por sus intereses específicos de clase. Y los marxistas que hoy abandonan los fines estratégicos de la lucha de clases a favor de los intereses de un movimiento de oposición no hacen sino salir del terreno independiente de clase poniéndose a la cola de la burguesía. Al desarrollar la propaganda a favor de la democracia, no hacen sino ayudar a una fracción de la burguesía a derribar a otra, sin más.

Por mucho que esa lucha sea de gran amplitud, por mucho que en ella se impliquen las masas trabajadoras, por muy radicales que sean sus métodos, por muy tenaz que sea la resistencia contra el adversario e incluso por muy capaz que sea de organizar una rebelión armada, todo eso no hace de ella una lucha revolucionaria. Lo más que hace es dar la ilusión de una revolución, debido a las similitudes con las formas y métodos de lucha de las experiencias realmente revolucionarias. Pero que se parezca exteriormente no significa que tenga una misma esencia. Así como una ballena puede parecerse a un pez cuando en realidad es un mamífero, así la lucha a favor de la democracia en la sociedad capitalista desarrollada podría parecer una revolución pero no lo es. La revolución es un cambio cualitativo en el desarrollo de la sociedad, una transición de una forma a otra, y su elemento principal es un cambio en las relaciones de propiedad [b]. ¿Qué cambios en las relaciones de propiedad ha realizado la “revolución naranja” por ejemplo? ¿Qué cambio ha habido en Ucrania en 2004?

Dicho eso, se sabe también que el término “revolución” se utiliza igualmente para calificar acontecimientos que no ponen en tela de juicio a las relaciones de propiedad, como por ejemplo en Francia en 1830, 1848 o 1870. Esos acontecimientos se caracterizaban por cambios efectivos progresivos: cada vez tomaba el poder la fracción de la burguesía menos lastrada que las demás por restos feudales. Esos acontecimientos, últimos actos de la Gran Revolución francesa de 1789, desembarazaron a la sociedad de relaciones feudales de propiedad y en ese sentido sí que se puede hablar de ellos como de revoluciones. Cuando la sociedad capitalista llega a su madurez, cualquier cambio en las fracciones dominantes, sean cuales sean sus métodos, no son, ni mucho menos, el cambio de una fracción burguesa, cargada de residuos feudales, a otra más progresista. El cambio se hace entre semejantes, entre una fracción burguesa y otra equivalente. No se puede hablar ya de fracciones más progresistas. En la sociedad capitalista puede haber luchas democráticas contra la dictadura o luchas a favor de la dictadura contra la democracia pero el único cambio revolucionario es el que conduce a su destrucción y a la creación de un nuevo orden, superior, el comunismo.

Los marxistas que intentan aliarse a grupos de oposición burgueses están condenados a liquidarse a sí mismos. Al entrar en lucha al lado de un grupo burgués y al abandonar entonces su posición independiente, también abandonan, voluntariamente, la actividad comunista revolucionaria que es hoy la única posible. Sean cuales sean sus intenciones subjetivas, ya no luchan a favor del comunismo. Esta es la trampa en la que caen al defender la democracia. Piensan que derribando la dictadura se acercarán a una nueva forma social, cuando en realidad destruyen totalmente su fuerza propia y su capacidad de luchar por su causa. Sus reivindicaciones propias se disuelven en el movimiento de oposición democrática: su diferencia de esencia también.

Esa es la teoría. De ella se desprenden conclusiones prácticas muy importantes. Los marxistas que viven en países bajo régimen autoritario han de prepararse para derribarlo. El primer signo anunciador de ese futuro derribo será la aparición de oposiciones burguesas con consignas generalmente democráticas. Luego, cuanto más estúpidos sean quienes ocupan el aparato estatal más se parecerá su derrocamiento a una revolución. Pero es necesario entender claramente que una oposición burguesa, sea cual sea su lucha por la victoria, no puede ser revolucionaria y no traerá con ella cambios fundamentales. Sean cuales sean las circunstancias, los marxistas no han de seguir a la oposición burguesa, incluso si a nivel táctico su lucha y la nuestra contra el gobierno burgués puedan coincidir temporalmente. Al contrario, es necesario denunciar tanto el régimen autoritario como las ilusiones democráticas que provoca. Solo así se puede utilizar la ruina de un régimen autoritario para reforzar nuestras propias posiciones en la lucha por el comunismo. ¿Por qué? Porque en el sistema político por el que luchamos no habrá sitio para la burguesía, sea democrática o autoritaria.

Las causas de la oleada “Naranja”

Ucrania no ha conocido desde 1993 una crisis política tan aguda como la de la “revolución naranja”. Aquel año estuvo marcado por la huelga general en el Donbass y la región industrial de Pridneprovie. Basado en una coincidencia entre sus intereses propios y los de los “patrones rojos”, la clase obrera luchó contra las políticas de depredador del Estado ucraniano. La huelga provocó la dimisión de Leonid Kuchma (entonces ministro) y una crisis en la cabeza del Estado burgués. Como consecuencia de esto hubo elecciones parlamentarias y presidenciales anticipadas. Pero la clase obrera no había alcanzado su objetivo principal, o sea acabar con la crisis económica y el robo.

La crisis de noviembre-diciembre del 2004 es muy diferente de la de agosto-septiembre del 1993. Mientras que en ésta el proletariado había luchado como fuerza política independiente, en 2003 no apareció como tal [c]. Por ello un análisis social de clase de los acontecimientos ha de basarse en el conocimiento del equilibrio existente entre las fuerzas del poder burgués. Es precisamente una ruptura en sus filas la que ha provocado la “revolución naranja”.

Hasta el verano del 2004, el régimen Kuchma logró mantener oculto lo que ocurría en Ucrania; por eso las primeras etapas de la separación entre el ala “blanquiazul” y el ala “naranja” pasaron desapercibidas para la mayoría de la gente. El propio autor de estas líneas, que vive en la región “blanquiazul”, lo más que notó fue una atmósfera de estabilidad asfixiante. Mientras tanto, en Ucrania occidental, en Kiev y ciertas regiones del centro, el movimiento “naranja” había empezado a surgir. Pero la ruptura en la clase dominante había precedido ese proceso.

La famosa crisis del invierno 2000-2001 (el “asunto Gongadze” ([2])) favoreció el surgimiento de una oposición anti-Kuchma. Tras muchas dudas y fluctuaciones, Víktor Yúshchenko se unió a la oposición. En abril 2001, Kuchma lo había dimitido de sus funciones de Primer ministro. La oposición había amenazado a Kuchma de acusarlo y éste temió que Yúshchenko se transformara en adversario, puesto que según la Constitución, es el Primer ministro quien cumple con las funciones de Presidente si éste es acusado. Lo que temía Kuchma se verificó. El ex primer ministro Yúshchenko encabezó una oposición de derechas y afirmó sus ambiciones presidenciales. Gracias a las elecciones parlamentarias de 2002 en las que se dieron fraudes masivos en particular en la región de Donetsk (cuyo gobernador era Yanukóvich), Kuchma logró obtener una mayoría estable para apoyar su presidencia. Los opositores de todo tipo desaparecieron gradualmente del escenario político; el control de los medios fue reforzado, etc. Lenta pero firmemente, Ucrania se “putinizaba”. Sin embargo, entre bastidores, las cosas no eran tan sencillas. Y Kushma tenía que pensar en su sucesor a la Presidencia.

Los antiguos pensaban que el mundo se apoyaba en tres ballenas. A pesar de no ser “el mundo”, Leonid Kuchma también tenia tres pilares, tres clanes oligárquicos o, para ser mas precisos, tres grupos industrial-financieros. Eran los clanes de Kiev, del Donetsk y del Dniepropetrosk. Éste mantuvo durante mucho tiempo una posición dominante, lo que no es de extrañar puesto que era el clan originario del antiguo presidente. Gracias a Leonid Kuchma restableció la posición dominante que tenía en tiempos de Bréznev. El jefe indiscutible del clan del Donetsk es Rinat Ahmetov, y el clan de Kiev está dirigido por los hermanos Surkis y Medvedchuk.

 En los años 1990 el clan de Dniepropetrovsk tenía el papel dirigente en la política ucraniana, pero la situación cambió con la segunda presidencia de Kuchma. El desarrollo industrial iniciado en Ucrania reforzó las posiciones del clan de Donetsk. Se tienen pocos detalles sobre las luchas internas entre clanes en aquellas condiciones de cambio de equilibrio, pero se conoce el resultado final. En el otoño del 2002, el clan de Donetsk hizo ascender como heredero de Kuchma a un jefe de la administración estatal del oblast (región) de Donetsk, de nombre Víctor Yanukóvich. Durante el verano del 2003, se confirmó que esa elección era definitiva.

Para el clan de Donetsk empezó un proceso de reforzamiento, lo que se llama en ciencias económicas un efecto de multiplicación. El reforzamiento relativo con respecto a los demás clanes le permitió ganarse el puesto de Primer ministro, lo que a su vez favoreció un reforzamiento económico de Donetsk y también entonces la perspectiva de las presidenciales, con la posibilidad de dominar definitivamente a sus rivales. Utilizando la posibilidad que Yanukó­vich significaba, los hombres de Donetsk fueron los actores de una gran expansión económica. A principios de los 90, expertos independientes ya notaron que ello disgustaba al clan del Dniepropetrovsk y también potencialmente a los hombres de negocio de Járkov. Sin embargo, a principios de 2004, la burguesía de Járkov seguía en buenos términos con el jerarca de Donetsk y el yerno del Presidente, Pinchuk (o sea el clan del Dniepropetrovsk), junto con Ahmétov privatizaron el gran complejo industrial de Krivorozhsteel. Las fricciones internas en la alianza dominante de los clanes y sus apéndices regionales no desaparecieron más que en el otoño de 2004.

La amenaza de la unidad de la fracción dominante de la burguesía vino de fuera. La burguesía ucraniana demostraba su incapacidad para superar la ruptura provocada por el asunto Gongadze, a pesar de los esfuerzos del partido autoritario. Las causas siguen siendo oscuras. En cualquier caso, el autor de este texto lo único que puede decir es que no posee suficientes informaciones sobre el tema. Sin embargo, a pesar del aislamiento gradual de la oposición, habían representantes del “partido autoritario” que seguían uniéndose a sus filas. En 2001-2002, el “partido” perdió gente de negocios y políticos tan importantes como Petr Poro­shenko (que dimitió del Partido socialdemócrata de Ucrania (unificado)), Yury Yejanurov (que salió del Partido democrático del pueblo), Roman Bezsmertny (que abandonó directamente a Kuchma, pues era diputado presidencial en el Parlamento). El partido de Yúshchenko se benefició del apoyo del alcalde de Kiev, Alexander Omelshenko. A principios de 2004, Alexander Zinshenko, miembro importante del SPSDU(u) también se pasó a la oposición. Se peleó con sus colegas de partido y con el clan de Kiev, tomando partido por Yúshchenko. En septiembre de 2004 fue gastándose la mayoría presidencial en el parlamento, debido al éxito evidente de la campaña electoral de Yúshchenko. Varios diputados abandonaron la fracción del “centro” y el presidente ya solo poseía una mayoría relativa. La propaganda activa de Yúshchenko se iba desarrollando y en la futura región “naranja”, una organización, “Pora” (“¡Ahora ya!”) empezó a desarrollar sus actividades. Tuvo poco eco en el Sur. Mientras que en Ucrania occidental y en Kiev, las autoridades locales apoyaban claramente la campaña electoral de Yúshchenko, el aparato estatal seguía apoyando a Yanukóvich en el Centro, el Sur y el Este. Y a pesar de que ya durante el verano de 2004 era evidente que en las regiones centrales, la población estaba resueltamente opuesta a los dirigentes, no por eso se preocuparon los diputados que habrían podido temer por sus escaños.

Hemos de decir que el silencio de los “media” tuvo su importancia durante el verano de 2004. La región “blanquiazul” no conocía gran cosa del estado de ánimo dominante en la región “naranja”. Es una razón más para que los marxistas consideren que un partido bien organizado es necesario. En unas condiciones en que la clase dominante impide que circulen las informaciones que la molestan, sólo un partido fuertemente estructurado puede crear un canal para organizar la recogida y la difusión alternativas de las informaciones sobre lo que está ocurriendo en el país.

Sin embargo, también era particular la ruptura en la clase dominante. Antes de la “revolución naranja”, Pinchuk, Kushma y Putin – en momentos diferentes e independientemente unos de otros – habían tomado posición tanto a favor de Yúshchenko como de Yanukóvich, pues eran representantes de la misma orientación. Kushma hasta expresó arrepentimiento con respecto a la escisión. Pero a pesar de la escisión, entre sus representantes había como un especie de gentlemen’s agreement. A pesar de que cada uno de los partidos cubría con toneladas de basura y de material comprometedor a los demás, un tema permanecía tabú. La verdadera historia de la mentira sin precedentes con la que se engañó a la población ucraniana durante el primer decenio de la independencia es realmente un pozo sin fondo de informaciones que hubieran podido perjudicar a los adversarios, pero ni Yúshchenko ni Yanukóvich las utilizaron. El que tanto uno como otro hayan participado en esos sucios negocios probablemente fue más importante que su hostilidad mutua. Pero una cosa queda clara: les elecciones no debían cambiar el régimen sino modificar su composición.

La única diferencia significativa entre ambos partidos se refiere a la política exterior. Yanukóvich tenía la intención de proseguir la orientación de Kuchma en 2001-2004, que consistía en oscilar entre Unión Europea y Rusia con una tendencia fuerte hacia ésta. Yúshchenko tenía fama de ser pro-norteamericano cuando en realidad se inclinaba más hacia la Unión Europea y a alejarse de Rusia. La política del gobierno desde su triunfo lo confirma totalmente. Pero ¿quién tenía razón?

En enero del 2005, el periódico Uriadovy Courier publicó las primeras estadísticas sobre el desarrollo del comercio exterior de Ucrania en 2004. Nos llevan a concluir que la victoria de Yúshchenko no fue accidental. Entre enero y noviembre de 2004, las exportaciones aumentaron el 42,7 % para alcanzar unos 29 482,7 millones de dólares cuando las importaciones aumentaban en un 28,2 % con 26 070,3 millones de dólares. La balanza positiva del comercio paso de 324,3 millones de dólares a 3412,4 millones de dólares. Es una suma fantástica. Semejante ingreso del comercio exterior permitiría rembolsar la deuda exterior en apenas cuatro años. Pero el aspecto más interesante es que la parte rusa no alcanza más que 18 % de las exportaciones ucranianas y la parte norteamericana un 4,9 %. La Unión Europea se ha impuesto como el principal socio comercial de Ucrania (29,4) cuando la parte de la CEI es 26,2 %. El desarrollo industrial de Ucrania, al depender de la orientación de la economía hacia la exportación, el aumento de las ganancias de la burguesía ucraniana y hasta la del clan del Donetsk depende del éxito del desarrollo del comercio con la Unión Europea. Pero ya sabemos que la Unión Europea impide el acceso a sus mercados a los hombres de negocios de Estados hostiles. Por eso la burguesía ucraniana tenía sus razones para apoyar a Yúshchenko.

La coyuntura económica extranjera podía reforzar la posición del grupo de Yúshchenko en su lucha contra Kuchma-Yanukóvich, pero no podía hacer surgir los acontecimientos conocidos bajo el nombre de “revolución naranja”. Un factor interno era necesario para sublevar a las masas. Ese factor fue el descontento acumulado durante años en la sociedad. Pero tampoco eso era suficiente. No cabe duda de que el mismo descontento existe en Rusia, sin que por ello dé lugar a una “revolución naranja”. Por eso hemos de concluir que el factor decisivo que sirvió de derivativo al descontento fue la propia escisión en la clase dominante. La oposición decidió explotar el descontento de los explotados, orientarla en su beneficio y transformarla en ariete para destruir las posiciones del grupo dominante. Esa fue la esencia de la “revolución naranja”.

El movimiento naranja utilizó los valores oficiales del régimen de Kushma: el nacionalismo, la democracia, el mercado y la pretendida “opción europea”. Aquí no hay nada nuevo. Esos elementos son la base del mesianismo plasmado en la consigna “Yúshchenko, salvador de la nación” que ya ha abierto el camino a un culto de la personalidad. Esa es la única diferencia del movimiento naranja con la ideología que había lavado los cerebros de la población ucraniana desde hacía catorce años. En esas circunstancias, para ser un opositor naranja y tomar partido por Yúshchenko bastaba con creer que Kushma era un hipócrita que no cumplía con sus promesas.

Las ilusiones tan entusiastas en la propaganda de Yúshchenko no eran ni mucho menos compartidas por todos los grupos sociales. Los obreros del Sur y del Este estaban bastante satisfechos de los éxitos económicos de los últimos años y escépticos con respecto a las promesas de Yúshchenko de salvar Ucrania. Una cuestión seria es: ¿por que no tuvo la misma actitud el proletariado de Kiev? A pesar de que también considera que se beneficia del desarrollo industrial, ha apoyado a la fracción naranja. Otro elemento es que si ha tenido poco eco el nacionalismo ucraniano de Yúshchenko entre las poblaciones del Sur y del Este, es por que están compuestas esencialmente de rusos y ucranianos rusificados. Si se exceptúan los jóvenes cuya conciencia se ha formado en las condiciones de la propaganda nacionalista, Yúshchenko no tuvo apoyos en esas regiones, y ese apoyo entre la juventud era mas débil que en el Centro o en el Oeste.

En fin de cuentas, gran parte del “movimiento naranja” proviene de las capas pequeño-burguesas de la Ucrania central y occidental. Son campesinos, semiproletarios, comerciantes y estudiantes. Muchos proletarios de esas regiones apoyaron sin embargo a la fracción naranja. Ello merece que examinemos su carácter social. Excepto Liv, Lvov y otras ciudades más pequeñas, el proletariado de Ucrania del Centro y del Este está concentrado en pequeñas ciudades dispersas entre las aldeas. Según el censo de 1989, cuando el nivel de urbanización en Ucrania alcanzó su cota más alta, el 33,1 % de la población vivía en el campo. De las 16 regiones que apoyaron a la fracción naranja (excepto Kiev), solo en tres de ellas esa proporción era inferior al 41 %. En otras cinco oscilaba entre 43 y 47 % y en ocho sobrepasaban el 50 %, algunas de forma notable (oblast de Tarnopol: 52 %; oblast de Zakarpate, 58,9 %). La situación empeoró en los años 90: la industria estaba destruida, el nivel cultural de la población había retrocedido, los obreros debían recurrir a su huerta para sobrevivir y muchos empezaron a volver a trabajar la tierra, a restaurar sus vínculos sociales con las aldeas en las que tenían familia. La influencia del ambiente pequeño burgués rural aumentó muchísimo. Finalmente, los últimos años de auge industrial en las regiones agrarias se reflejan claramente en el plano electoral: la burguesía y la población de los grandes centros industriales se benefició de ese auge, pero no la zona naranja. El resultado es que el potencial de descontento se ha mantenido en esas regiones y que el grupo de Yúshchenko supo explotarlo para la lucha por sus intereses de facción, utilizando para sus fines a un proletariado muy infectado por una conciencia pequeño burguesa.

Yúshchenko y su hermana de armas Timoshenko (que hizo un poco el papel de Pasionaria ([3]) en la “revolución naranja”) probablemente nunca habrán oído hablar de los razonamientos de ciertos marxistas caídos en el menchevismo en busca de un nuevo tipo revolucionario. Los dirigentes naranja han sacado directamente lecciones de la experiencia de los bolcheviques [d]. En la noche del 22 de noviembre (recuento de votos de la segunda vuelta de las elecciones), no solo llamaron a sus simpatizantes a bajar a la calle en Kiev. Antes los habían unido y preparado, habían edificado la base organizativa apropiada y tenían preparada una estructura política. Las manifestaciones “espontáneas” en los parques de la ciudad habían sido preparadas de antemano por una propaganda y una minuciosa organización de las masas. Como muchos lo han dicho en Kiev, las tiendas de campaña aparecieron en la plaza de la Independencia antes de la segunda vuelta de las elecciones y los simpatizantes ya habían ido explicando desde la primavera quién era culpable y qué había que hacer. Es evidente además que aunque no sea ese el factor principal, las autoridades de la ciudad les facilitaron la tarea. Al llegar la hora decisiva, los descontentos del resultado ya sabían adónde había que ir y con quién reunirse. Estuvieron entonces esperando con “Pora” delante de la sede de Yúsh­chenko, y de las de los partidos Nuestra Ucrania y Batkivshchina (la Patria). La protesta social (poco importa lo que se esconde detrás) fue canalizada en luchas para “salvar la nación”. ¿Podrían decirnos los partidarios de los nuevos tipos de revolución cómo es posible neutralizar tales trampas de la burguesía y liberar aunque sea parte de la población de su dominio sin oponerle la misma arma, un partido organizado y preparado?

El desenlace de la “revolución naranja”

Es necesario también volver sobre unos puntos que han ocasionado ciertas dudas. Primero, ¿hubo fraude cuando las elecciones presidenciales? ¡Claro que sí! ¡De ambos lados! Se ha hablado menos de las maniobras de los simpatizantes de Yúshchenko porque éste no controlaba el aparato estatal como Yanukóvich y por eso sus posibilidades eran más limitadas. Es posible que sin fraude, ambos Víctor habrían obtenido los mismos votos en la segunda que la primera vuelta.

Otros afirman que el movimiento naranja era artificial, que la gente que lo apoyaba lo hacia por dinero, etc. En realidad no fue así, ni mucho menos. Empecemos por los aspectos negativos. Es sabido que a los que trabajaban para Yúshchenko se les pagaba, antes y durante las elecciones. Los partidos burgueses siempre lo hacen abiertamente. También se sabe que los activistas de Pora son pagados. Los individuos que fueron perseguidos por haber bloqueado el gabinete ministerial durante los acontecimientos “naranja” contestaron a los investigadores con respuestas aprendidas de memoria, lo que demuestra que no actuaban por convicciones. También se sabe que a muchas personas se les pagó el viaje a Kiev (aunque esta información se limite a la región “blanquiazul”). También es un hecho sabido que hubo “huelgas” de empresarios de un lado como del otro.

El periódico ruso Mirovaia Revolutsi (Revolución mundial) ya ha dado elementos sobre el carácter de ese fenómeno de las “huelgas patronales” en la CEI, aunque en su artículo se sugiere que esa facilidad no la necesite la burguesía ucraniana en un futuro cercano. Sin embargo, la realidad ha llevado a ese periódico a volver a tratar el tema. Los directores de empresas en el Donbass y en la región de Pridneprovie fueron los primeros en tomar la iniciativa de apoyar a Yanukóvich. Tras la segunda vuelta, hicieron una serie de huelgas cortas contra Yúshchenko: al sonar la sirena de la empresa, los obreros dejaban el trabajo y debían asistir a un mitin y rápidamente cada cual volvía a su puesto de trabajo a producir plusvalía. No son muy conocidas ni están analizadas las maniobras de los directores de fábrica “naranja”, pero es posible confirmar que la mayoría de oleadas de huelga en Ucrania occidental tras la segunda vuelta de las elecciones eran artificiales, viniendo la iniciativa desde arriba y no de abajo. En la región de Vinytsya, por ejemplo, Petr Poroshenko cerró todas sus fábricas y propuso llevar a la gente a los mítines de Kiev. Sin embargo, no se ha oído hablar de representantes de grupos de trabajadores o de comités de huelga relacionados con la “revolución naranja” ([4]).

Por otro lado, multitud de testimonios muestran que la mayoría de simpatizantes naranja ocuparon por convicción las plazas de la ciudad. Los mítines en Kiev reunieron a varios centenares de miles de personas. Se puede imaginar su importancia si se sabe que la plaza de la Independencia y las calles adyacentes no podían contener a todos los que querían estar presentes. La marea naranja iba hasta la plaza Sofía en donde está el monumento dedicado a Bogdan Jmelnitski. Los que conocen Kiev no necesitan más explicación para imaginarse lo que ello representa. Los simpatizantes naranja no temían el frío glacial que castigaba la capital a finales de noviembre. Ni la nieve, ni una temperatura de –10° C los dispersaron. La población de Kiev ayudó activamente a los visitantes, dándoles comida y habitación. Durante los primeros días de la “revolución”, el estado mayor de Yúshchenko no había logrado todavía reunir provisiones para los participantes a los mítines, pero fue el apoyo de los habitantes de la capital lo que contribuyó ampliamente en el éxito de las manifestaciones. En ciertos casos, alumnos y estudiantes hicieron novillos para participar en las acciones reivindicativas a pesar de los esfuerzos de los profesores por impedirlo. En las universidades de Lvov y Kiev, y en otras grandes escuelas se suspendieron las clases, no porque así lo hubieran decidido las administraciones de las universidades favorables a Yúshchenko, sino porque los estudiantes abandonaban las aulas para ir a manifestarse. El dinero no es suficiente para organizar todo eso.

También ha de mencionarse el fuerte nivel de disciplina de los simpatizantes naranja. Un servicio de orden para proteger los mítines se organizó casi inmediatamente en Kiev. Según testimonios dignos de confianza, éste se hizo en un primer tiempo espontáneamente. Después, claro está, se encargaron de ese trabajo los patrones naranja. A pesar del frío, los participantes a los mítines no bebían alcohol. Alcohólicos y drogados se localizaban rápidamente y se les echaba de las manifestaciones. El movimiento logró de esta forma evitar las provocaciones, las peleas y los desórdenes espontáneos. Todos esos hechos desmienten las tesis filisteas tan repetidas, del estilo de: ¿cómo es posible hacer una revolución con semejante pueblo? Si esas gentes fueron capaces de demostrar tales cualidades en la lucha por objetivos burgueses, ¡qué disciplina y organización sabrán demostrar cuando luchen por sus intereses de clase! Desgraciadamente hemos de reconocer que en las circunstancias actuales, centenares de miles de personas en Ucrania dedicaron sin reservas su tiempo, su energía, su salud en una lucha de una parte de la burguesía contra otra, para que el Primer ministro apartado por Kuchma triunfara sobre el que ocupaba el puesto.

Desde ese punto de vista, hemos de reconocer que desde el período de la Perestroika, jamás la burguesía había dominando tanto como hoy al proletariado [f]. No vimos ni el menor intento de nadie por defender una posición de clase independiente, salvo algunos grupos marxistas microscópicos. Todo eso se parece al año 1987, cuando la gente estaba unida al partido y hasta dispuesta a morir por él. La burguesía ha logrado restaurar su hegemonía sobre el proletariado con la victoria de Yúshchenko, pero lo ha hecho de tal forma que esa hegemonía no puede durar. Pronto empezará a deshacerse, aunque tengamos que analizar más precisamente el cómo y el porqué. También quisiera añadir que en las circunstancias actuales, es tal el liderazgo de Yúshchenko que puede ignorar totalmente los intereses del proletariado. El “poder honrado” de Yúshchenko no tardará en demostrar una arbitrariedad sin igual con respecto a los explotados. Basta con decir que los planes para que el Primero de mayo deje de ser fiesta ya están en marcha ([5]). Es un primer paso simbólico. ¡Todo un programa en un solo gesto!

Terminaremos con un análisis de los conflictos internos de la clase burguesa. La oleada naranja ha destrozado inmediatamente todas las estructuras en las que se apoyaba Yanukóvich. Los consejos regionales y municipales de varias regiones de Ucrania occidental y central declararon que reconocían a Yúshchenko de presidente, así como un municipio de Kiev. Litvin, presidente del Soviet supremo, empezó cautelosamente a apoyar a Yúshchenko y los representantes del alto mando del ejército declararon que no se opondrían al pueblo. En cuanto al presidente Kuchma, sorprendió a todos los observadores al retirarse por sí mismo. Se temió durante los primeros días de la “revolución naranja” que se utilizara la fuerza para dispersar los mítines. Leonid Kuchma no lo intentó. Es uno de los enigmas de la “revolución naranja”. Las contradicciones entre los hombres del Donetsk y los de Dniepropetrovsk debilitaron probablemente la posición de Kuchma. Como hemos dicho, éste sintió probablemente el incremento de la influencia de aquéllos. En todo caso, el clan Kuchma se negó a apoyar a Yanukóvich. Tres hechos importantes lo demuestran: la inacción de Kuchma, que el poderoso hombre de negocios Sergei Tigibko, que dirigía en aquel entonces tanto el Banco nacional de Ucrania como la campaña electoral de Yanukóvich, presentara su dimisión y abandonara a su suerte el estado mayor de su patrón, y que se produjera un levantamiento en Dniepropetrovsk cuando quedó claro que la “revolución naranja” no podía ya derrumbarse. En gobernador V. Yatsuba, protegido de Yanukóvich, dimitió porque los diputados del consejo regional eligieron a Shvest, predecesor de Yatsuba, como nuevo presidente. El gobernador se negó naturalmente a trabajar con su enemigo. Sin embargo, prudentemente, Kushma no confirmó esa dimisión.

También hubo una lucha encarnizada en la región de Járkov. Los círculos de negocios de la ciudad vieron la posibilidad de emanciparse de la tutela de los hombres de Donetsk y apoyaron el movimiento naranja. El consejo municipal de Járkov era favorable a Yúshchenko. El “salvador de la Nación” vino en persona para tratar con los hombres de negocios locales. Pero, por su lado, las autoridades locales luchaban a favor de Yanukóvich. Járkov, a pesar de la actividad naranja, siguió siendo blanquiazul.

Así es como la oleada naranja provocó una división en la clase dominante, socavando la posición de Yanukóvich. Muchos entre sus simpatizantes cambiaron de campo y se pasaron al de Yúsh­chenko. El control del aparato estatal empezaba a írsele a aquél de las manos. Podemos en esto observar la ventaja de Yúshchenko sobre su rival. Beneficiaba del apoyo de un movimiento popular masivo que Yanukóvich no tenía. La inacción de Kuchma permitió que la “revolución naranja” empezara a triunfar. Su éxito se debe en gran parte a la parálisis de la autoridad del Estado central. Sin embargo, a finales de la primera semana, los blanquiazules lanzaron una contraofensiva encabezada por una convención de representantes de los gobiernos locales en la ciudad de Severodonetsk. Esa convención exigía la transformación de Ucrania en federación y amenazaba con una secesión de las regiones blanquiazules. Al mismo tiempo empezaba la sesión del tribunal constitucional de Ucrania que decidió que los resultados del voto no eran válidos, decidiendo que se celebraran otras elecciones. La decisión del tribunal fue otro éxito de los naranja. La lucha luego se limitó a batallas por ganar posiciones, pero quedó claro que los blanquiazules estaban perdiendo. Sin embargo tuvieron algún éxito organizando un movimiento masivo de apoyo a Yanukóvich, pero mucho más débil que el movimiento naranja.

Globalmente, la “revolución naranja” se acabó con una victoria parcial del grupo Yúshchenko. Se concluyeron acuerdos entre él y Kuchma. Hubo que esperar a febrero de 2005, para que el consejo de ministros propusiera la reducción de los privilegios de Kuchma, y el edicto con las garantías a Kuchma contra toda diligencia contra él (como el que había promulgado V. Putin a favor de B. Yeltsin) y empezaran las maniobras gubernamentales para nacionalizar la fábrica de Krivorozhsteel, en Pinchuk ([6]). Es muy posible que Kushma no ganara gran cosa y que fuera Yúshchenko quien más se benefició del compromiso. Los detalles de las negociaciones se desconocen. Las fuerzas de la camarilla Kuch­ma-Yanukóvich decidieron garantizar su seguridad y llevar a cabo reformas constitucionales para ello. Estas reformas fueron la base para el arreglo entre la burguesía naranja y la blanqui­azul. A nivel general, es muy interesante el destino de la reforma institucional. Al principio fue concebida para reforzar el poder presidencial y adaptar el sistema político ucraniano a las normas europeas. Luego, a finales del 2003, la mayoría presidencial decidió que era necesario cambiar de dirección disminuyendo el poder del Presidente. Probablemente había inquietudes de que el poder cayera en manos del popular Yúshchenko, y temor de dar demasiado poder a un protegido de los hombres del Donetsk, que iba a suceder sin la menor duda a Kushma. La oposición, encabezada por Yúsh­chenko y Timoshenko, apoyó el nuevo proyecto al principio para pronunciarse contra él a continuación. El voto sobre las enmiendas fracasó lamentablemente en enero del 2004. Solo faltaron cinco votos para que fuera aprobado. Pero había la posibilidad para que pudiera ser votado durante la sesión de otoño del Soviet supremo. Durante la “revolución naranja”, los que seguían en la mayoría presidencial utilizaron esa oportunidad. Declararon ser favorables a la reforma constitucional como condición esencial a la satisfacción de una serie de exigencias políticas de la “revolución naranja” ([7]). También estuvo de acuerdo la fracción Yúshchenko ([8]). Solo votó en contra la fracción de Timoshenko. Timoshenko puede lamentarse de ello hoy. Tras haber llegado a ser Primera ministra podía haberse beneficiado de todas las ventajas de la reforma. Desde enero del 2006, se ha limitado el poder del Presidente y el personaje central es el Primer ministro, designado por la mayoría parlamentaria ante la que es responsable. No importa que no haya actualmente mayoría en el Soviet supremo. Cuando éste votó a favor de Timoshenko para Primera ministra, 357 diputados de los 425 presentes votaron a su favor. Nunca desde 1989 había habido tanta “aprobación”. La burguesía ucraniana celebró así su total hegemonía sobre el proletariado.

En definitiva, una lección importante de la “revolución naranja” puede sacarse sobre el funcionamiento del Tribunal constitucional de Ucrania. Ya se sabe que las víctimas apelaron dos veces, exactamente por las mismas razones. En noviembre del 2004, Yúshchenko lo hizo contra la falsificación de los resultados de la segunda vuelta, y Yanukóvich hizo lo mismo para los resultados de la tercera vuelta en enero de 2005. No solo fueron diferentes los resultados, sino también la sentencia. En el primer caso, el Tribunal obró de buena fe y, en cuanto al fondo, contestó positivamente a las reclamaciones del demandante. En el segundo, la reunión acabó siendo una farsa y ni siquiera se planteó responder positivamente a la denuncia. Los adeptos de Yanukóvich dicen que el Tribunal estaba vendido a los naranja, pero es absurdo. En realidad, todo lo determina la relación de fuerzas. Centenares de miles de individuos apoyaban a Yúsh­chenko, dispuestos a recurrir a medidas extremas para apoderarse del poder por la violencia y no estaban concentrados en la periferia, sino en la misma capital. Yanukóvich no tenía la capacidad de movilizar a fuerzas tan importantes. El movimiento blanquiazul tenía entonces muchas menos fuerzas que el naranja y además no tenía apoyos en la capital. No ha de sorprender, pues, que perdieran. De ello se deriva:

1. que la concentración del poder de un movimiento social (independientemente de su carácter) en la capital es un factor importante de victoria;

2. que son las masas las que deciden cómo se concluye una lucha en los momentos de conflictos sociales importantes;

3. que el derecho del poder siempre es más fuerte que el poder de la ley, y que las reivindicaciones públicas masivas son capaces de triunfar sobre cualquier ley.

Esas conclusiones no contienen nada nuevo y confirman la validez de las tácticas revolucionarias elaboradas en tiempos de las grandes revoluciones europeas. También es necesario recordar que la similitud de los métodos no significa obligatoriamente que sean de igual naturaleza. La “revolución naranja” no era revolucionaria en nada. Todas sus vueltas y revueltas no pueden explicarse por motivos de “lucha de clases” sino por motivos de “luchas de clanes”. El pueblo, que tuvo un papel determinante en la victoria de Yúshchenko, nunca se vio reconocido como el actor social principal y se sometió voluntariamente al “salvador de la nación”. Confío en que este artículo lo haya mostrado debidamente y también en que los jefes naranja destruirán, de forma más o menos persuasiva, las ilusiones de los lectores que sigan siendo escépticos sobre esta toma de posición ([9]).

Yuri Shakin

Notas de la redacción

[a] Estamos totalmente de acuerdo con esa caracterización. Queremos insistir en que es la capacidad de mistificar a la clase obrera de esa forma particularmente eficaz de la dictadura del capital, lo que determina por qué la burguesía en general no tiene otra posibilidad que la de recurrir a la democracia frente a las fracciones más importantes del proletariado mundial, cuando éstas no han sufrido una derrota física o política profundas, como las que sufrió el proletariado, en los años 30, en países como Alemania o Italia.

[b] Estamos totalmente de acuerdo con la profunda deferencia de carácter entre la revolución proletaria y las “ilusiones de revolución” que corresponden a formas que suelen adoptar las luchas entre fracciones de la burguesía. Queremos insistir, no obstante, sobre la superficialidad de esa semejanza de la que trata el texto entre revolución proletaria y movilización del pueblo en la calle por parte de la burguesía para sus propios fines. A nuestro parecer, en este plano, no existe similitud en las forma de la lucha y menos aún en sus métodos. Basta leer las páginas escritas por Trotski sobre las revoluciones de 1905 y 1917 en Rusia para convencerse de ello. Esas páginas ponen de relieve la espontaneidad de las masas obreras, su actividad creadora y su capacidad para autoorganizarse.

[c] Aquí hay sin duda una dificultad en la elección de los términos. Decir que el proletariado ha surgido como “fuerza política independiente” implica una capacidad de éste para actuar por sus propios intereses en el terreno político frente al poder estatal. Esto supone, por su parte, un nivel muy alto de conciencia, una de cuyas expresiones es la formación de su propio partido de clase. Está claro que esa situación no existe en Ucrania (como en ningún otro sitio) en 1993 y que resultaría más correcto decir que el proletariado luchaba en aquel entonces en su propio terreno de clase, o sea por intereses económicos propios, contrariamente a 2004.

[d] Es innegable que fue la capacidad del Partido bolchevique para hacer fracasar las trampas de la burguesía, y en particular la provocación de julio de 1917 para hacer estallar una insurrección prematura, lo que permitió la Revolución de octubre, como también lo fue su contribución esencial a la constitución del Comité militar revolucionario que permitió la victoria de la insurrección. Pero afirmar, como hace sin más el texto, que, gracias a sus cualidades políticas, el Partido bolchevique habría podido ser una fuente de inspiración para los dirigentes naranja tiende a limitarlo a un papel de estado mayor de la clase obrera. Esa visión del Partido bolchevique (ignoramos si la comparte el autor) es la del estalinismo y del trotskismo en degeneración. Para nosotros, no corresponde a la realidad de los lazos entre la clase obrera y su partido de clase. En particular porque pone en segundo plano el elemento fundamental, o sea la lucha política de ese partido por el desarrollo de la conciencia del proletariado.

[e] Aunque puede ser verdad puntualmente en la situación ucraniana, hay que precisar que la relación de fuerzas entre burguesía y proletariado no está determinada fundamentalmente por lo nacional, en cada país, sino internacionalmente. La relación de fuerzas actualmente desfavorable a los obreros de Ucrania podrá verse cambiada en el porvenir por el desarrollo de luchas obreras en otros países.

[f]  Nos parece que la generalización es abusiva y que por ello puede crear confusiones. Como lo ha demostrado la historia, la burguesía es capaz de poner a las masas en movimiento de forma prematura con respecto a su nivel general de preparación, para infligirle una derrota militar decisiva como así fue con la insurrección en Berlín en enero de 1919.

 

[1]) En 2004, le pretendida revolución llamada “de las rosas” echó abajo al presidente Shevardnadze en Georgia.

[2]) En noviembre del 2000, el cadáver del periodista de la oposición Georgui Gonzadze, desaparecido en septiembre, apareció mutilado y decapitado. Se sospecha al presidente Kuchma de estar implicado en el asesinato.

[3]) Para los lectores occidentales es necesario precisar que contrariamente a Dolores Ibárruri, Yulia Timoshenko es multimillonaria y se la sospecha de haber construido su fortuna en gran parte gracias a gas robado procedente de Rusia y de su venta ilegal.

[4]) Hoy solo se sabe de tres huelgas a favor de Yúshchenko durante la “revolución naranja”. Se produjeron en Kiev y en las regiones de Lvov y Volin.

[5]) A pesar de que esos planes se han abandonado, la tendencia general demuestra que el poder es cada día más arbitrario.

[6]) Se nacionalizó para ser inmediatamente vendida con beneficios.

[7]) Dimisión del fiscal general y del presidente de la Comisión central electoral, revisión de los resultados oficiales de las elecciones, etc. Los Naranja lo obtuvieron al dar su acuerdo a la reforma constitucional.

[8]) Sus votos eran suficientes para que se aceptaran las enmiendas.

[9]) Las pasadas elecciones parlamentarias muestran que mi conclusión era muy optimista. Las ilusiones en el campo naranja están desapareciendo pero mueren tan lentamente como nacieron.

Geografía: 

  • Rusia, Caúcaso, Asia Central [6]

Vida de la CCI: 

  • Correspondencia con otros grupos [7]

III - El comunismo no es un bello ideal, Resumen del 2o vol. (2)

  • 3604 lecturas

En la primera parte de este resumen del segundo volumen (ver Revista internacional nº 125) analizamos cómo el programa comunista se enriqueció con el enorme avance realizado por la clase obrera en el levantamiento revolucionario provocado por la Primera Guerra mundial. En esta segunda entrega veremos el combate que libraron los revolucionarios para comprender el retroceso y la posterior derrota de esta oleada revolucionaria, y cómo ese combate también nos legó lecciones de importancia inestimable para las futuras revoluciones.

1918: La revolución critica sus errores
(Revista internacional nº 99)

Si como señaló Rosa Luxemburg, la revolución rusa fue “la primera experiencia de dictadura del proletariado en la historia mundial” (la Revolución rusa), se debe deducir que cualquier revolución futura deberá tener en cuenta esta primera experiencia y las lecciones que de ella se sacaron. El movimiento obrero no tiene el más mínimo interés en rehuir la realidad de los hechos. Por ello el esfuerzo por entender esas lecciones deberá abarcar el conjunto del movimiento revolucionario desde sus inicios, aunque asimilar completamente el legado dejado por la revolución fuera el resultado de años de experiencias penosas y de reflexiones no menos costosas.

El folleto de Rosa Luxemburg, la Revolución rusa, fue escrito en la cárcel en 1918, y constituye un auténtico ejemplo de cómo hacer la crítica de los errores de la revolución, puesto que lo primero que hace es manifestar su completa solidaridad con el poder de los soviets y el Partido bolchevique y subrayar que las dificultades a la que estos se enfrentan provienen, ante todo, del aislamiento del bastión revolucionario ruso. Concluye así que sólo la intervención del proletariado mundial – y especialmente del proletariado alemán – al ejecutar la sentencia histórica del capitalismo y acabar con él, permitiría superar esas dificultades.

A partir de ahí, Rosa Luxemburg plantea tres críticas a los bolcheviques:

• Sobre la cuestión agraria. Aunque Rosa reconocía que la consigna de los bolcheviques (“la tierra para los campesinos”) estaba plenamente justificada desde un punto de vista táctico para granjearse las masas campesinas para la revolución, veía también que actuando así los bolcheviques estaban creándose un problema añadido al establecer formalmente la parcelación de la propiedad agraria. Rosa tenía razón al afirmar que ese proceso conduciría a la formación de una capa conservadora de campesinos propietarios, pero la verdad es que tampoco la colectivización de la tierra hubiera supuesto, por sí misma, garantía alguna de avance al socialismo, si la revolución seguía estando aislada.

• Sobre la cuestión nacional. Las críticas de Luxemburg a la consigna de la “autodeterminación de las naciones” (críticas que también surgían desde las filas bolcheviques, como fue el caso de Piatakov), quedaron completamente confirmadas por los acontecimientos. Efectivamente la “autodeterminación nacional” sólo podía significar la “autodeterminación” para la burguesía. Y, por ello, en la época ya del imperialismo y de las revoluciones proletarias, los países (o sea las burguesías) a los que el poder soviético concedió la “independencia”, quedaron en realidad subordinados a las grandes potencias imperialistas en su combate, precisamente, contra la revolución rusa. Es verdad que el proletariado no podía ignorar los sentimientos nacionales de los obreros de las “naciones oprimidas”, pero para ganarlos para la causa de la revolución había que apelar a sus intereses comunes de clase, y no a sus ilusiones nacionalistas.

• Sobre la “democracia” y la “dictadura”. La posición de Rosa, en este aspecto, era muy contradictoria. Por un lado juzgaba que la supresión de la Asamblea constituyente por los bolcheviques había tenido un efecto negativo sobre la revolución. Aquí Luxemburg parece mostrar una extraña nostalgia por las formas ya superadas de la democracia burguesa. Sin embargo pocos meses más tarde, en la redacción del programa de la Liga espartaquista, se reivindica la sustitución de las caducas asambleas parlamentarias por los congresos de consejos obreros. Esto demuestra que, sobre esta cuestión, Rosa evolucionó muy rápidamente. En cualquier caso, sí están plenamente justificadas sus críticas a la tendencia de los bolcheviques a suprimir la libertad de expresión en el seno del movimiento obrero, pues las medidas que estos tomaron contra otros partidos y agrupamientos obreros, así como la transformación de los soviets en meras oficinas de registro del Partido-Estado bolchevique, tuvieron un efecto sumamente negativo para la supervivencia y la integridad de la dictadura del proletariado.

Pero también en la misma Rusia, y también desde 1918, empezaron a surgir reacciones contra el progresivo descarrilamiento del partido. El principal foco de esa respuesta (al menos en lo referente a la corriente revolucionaria marxista) fue la tendencia de la Izquierda comunista que existía dentro del propio Partido bolchevique. A esta tendencia se la conoce, especialmente, por su oposición al tratado de paz de Brest-Litovsk del que temía que significara la pérdida no sólo de importantes territorios, sino, sobre todo, de los principios mismos de la revolución. En lo relativo a los principios hemos de decir que no hay comparación posible entre este tratado y el que, cuatro años después, se firmó en Rapallo. Mientras que el primero se expuso abiertamente sin ocultar sus gravosas consecuencias, el segundo se pactó en secreto y significó, de hecho, una alianza entre el imperialismo alemán y el Estado soviético. También es verdad que la posición defendida por Bujarin y otros comunistas de izquierda en favor de una “guerra revolucionaria” se basaba, como más tarde demostró Bilan, en una grave confusión: la creencia en la posibilidad de extender la revolución mediante acciones militares de una u otra índole, cuando, en realidad, la única forma de ganar para su causa al resto de trabajadores del mundo era a través de medios esencialmente políticos (como la formación de la Internacional comunista en 1919).

Sin embargo, los primeros debates entre Lenin y las Izquierdas sobre la cuestión del capitalismo de Estado fueron de los más provechosos de la revolución. Si Lenin defendió la aceptación de los términos de la paz impuestos por Alemania en Brest-Litovsk, lo hacía persuadido de que el poder de los soviets necesitaba “un espacio vital” que hiciese posible reconstruir un mínimo de vida social y económica.

Los desacuerdos se centraban en dos cuestiones:

–  los métodos empleados para conseguir tal objetivo. Mientras que Lenin, muy preocupado por desarrollar la productividad y la eficacia (para poder contrarrestar el enorme atraso de Rusia), postulaba medidas radicales como la aplicación del taylorismo y el restablecimiento de la dirección unipersonal en las fábricas, la Izquierda insistía en que tales medidas hacían peligrar que el proletariado pudiera asumir su propia educación y su propia actividad. También hubo encendidos debates sobre hasta qué punto eran aplicables al Ejército Rojo los principios de la Comuna.

–  el peligro del capitalismo de Estado. Para Lenin, considerando el estado de fragmentación casi medieval en que se encontraba la economía rusa, el capitalismo de Estado suponía un paso adelante. En esto era coherente con su análisis de que las medidas de capitalismo de Estado que los países más adelantados habían adoptado durante la guerra, constituían, en cierto modo, una preparación para la transformación socialista. En cambio, las Izquierdas, veían en el capitalismo de Estado una amenaza inminente contra el poder de los soviets, y alertaban del riesgo que suponía que el partido se enredase en los mecanismos de control del Estado burocrático y que, finalmente, se situara en oposición a los intereses del proletariado.

Es verdad que esas críticas de las Izquierdas al capitalismo de Estado, aún muy embrionarias, no estaban exentas de confusiones, como por ejemplo creer que la principal amenaza provenía de la pequeña burguesía y no ver que la propia burocracia estatal podía desempeñar, por sí misma, el papel de una nueva burguesía. Mantenían, igualmente, ilusiones en las posibilidades de una auténtica transformación socialista dentro de las fronteras de Rusia.

Pero Lenin se equivocaba al no ver que el capitalismo de Estado era la antítesis del comunismo. Las advertencias lanzadas por la Izquierda contra los riesgos del desarrollo del capitalismo de Estado en Rusia resultaron ser verdaderamente premonitorias.

1921: el proletariado y el Estado de transición
(Revista internacional nº 100)

A pesar de las importantes diferencias que existían en el seno del Partido bolchevique a propósito de la dirección tomada por la revolución, y más aún sobre la orientación que tomaba el Estado soviético, la amenaza inminente de la contrarrevolución hizo que esos desacuerdos quedaran, de alguna manera, contenidos. Lo mismo cabe decir de las tensiones que se vivían en la sociedad rusa en general. Trabajadores y campesinos sufrieron espantosas condiciones de vida durante la guerra civil, pero la prioridad de la lucha contra los Blancos relegó a un segundo plano los conflictos de aquéllos contra el recién creado aparato de Estado. Pero tras la victoria en la guerra civil se destaparon abiertamente. Además, el aislamiento de la revolución, que se acentúo aún más tras una serie de derrotas cruciales del proletariado en Europa, puso más en evidencia esos conflictos y los convirtió en la contradicción central del régimen de transición.

El Partido bolchevique abordó estos problemas de fondo a los que se enfrentaba la revolución, a través del debate sobre la cuestión sindical que ocupó un lugar preeminente en las sesiones del Xº Congreso del partido (marzo de 1921). En ese debate se confrontaron, esencialmente, tres posiciones distintas, si bien hay que decir que dentro de ellas se manifestaban también diferencias y matices.

• La posición de Trotski. Al haber llevado al Ejército rojo a la victoria sobre los blancos (a menudo de manera inesperada), Trotski había acabado por convertirse en un ferviente partidario de los métodos militares y de aplicarlos a todos los ámbitos de la vida social, y sobre todo a la esfera laboral. Trotski pensaba que no podía existir conflicto de intereses entre la clase obrera y las necesidades de dicho Estado, ya que quien aplicaba tales mecanismos era un Estado “obrero”. Llegó incluso a teorizar la hipótesis de un supuesto carácter históricamente progresista del trabajo forzado. En ese contexto, Trotski defendió que los sindicatos debían actuar, pura y simplemente, como órganos de la disciplina del trabajo en nombre del Estado obrero. Al mismo tiempo, comenzó a desarrollar una justificación teórica explícita de la noción de la dictadura del partido comunista y del terror rojo.

• La posición de la Oposición obrera reunida en torno a Kollontai, Shliapnikov y otros. Para Kollontai el Estado soviético tenía más bien un carácter heterogéneo y era sumamente vulnerable a la influencia de fuerzas no proletarias tales como el campesinado o la burocracia. Lo que ellos propugnaban era que los órganos específicos de la clase obrera, que para la Oposición obrera eran los sindicatos, se encargaran de la actividad creativa de reconstrucción de la economía rusa. Postulaban que a través de los sindicatos industriales, la clase obrera sí podía mantener el control de la producción y emprender un decisivo avance hacia el socialismo. Aunque esta corriente representó una sincera reacción proletaria contra la creciente burocratización del Estado de los soviets, también era víctima de importantes confusiones como, por ejemplo, su alegato a favor de los sindicatos industriales como mejor forma de expresión de los intereses de la clase obrera. Esta idea suponía una regresión respecto a la comprensión de que los verdaderos instrumentos obreros para hacerse cargo no sólo de la vida económica sino también de la política, eran los consejos obreros aparecidos en la nueva época revolucionaria. Igualmente las ilusiones de la Oposición obrera sobre la posibilidad de construir las nuevas relaciones comunistas en Rusia, ponía de manifiesto una profunda subestimación de los estragos de un aislamiento de la revolución que en ese momento, 1921, era ya prácticamente completo.

• La posición de Lenin que se opuso firmemente a los excesos de Trotski en ese debate, y criticó el sofisma de que ya que el Estado era un Estado “obrero” no podían existir divergencias de intereses inmediatas entre éste y la clase obrera. De hecho Lenin afirmó, en un momento dado, que el Estado de los soviets era en realidad un Estado «obrero y campesino», pero que, en cualquier caso, se trataba de un Estado profundamente marcado por deformaciones burocráticas y que por tanto en una situación así, la clase obrera debía defender sus intereses materiales incluso, llegado el caso, contra el propio Estado. Por tanto, los sindicatos no podían quedar relegados a meros instrumentos de la disciplina del trabajo, sino que debían actuar como órganos de autodefensa de los trabajadores. Lenin rechazó igualmente la posición de la Oposición obrera al considerarla una concesión al anarcosindicalismo.

Con la ventaja que hoy nos da la distancia de los acontecimientos, podemos señalar que en las premisas mismas de ese debate se manifestaban muchas debilidades. En primer lugar, el hecho de que los sindicatos aparezcan como los órganos más apropiados para imponer la disciplina del trabajo no es una casualidad, sino que obedece a una trayectoria dictada por las nuevas condiciones del capitalismo decadente. No podían ser los sindicatos, sino los organismos creados por la clase obrera en respuesta a esas nuevas condiciones – es decir los comités de fábrica, los Consejos obreros – los que habían de encargarse de la defensa de la autonomía obrera. Por otra parte todas las posiciones que se confrontaron en ese debate compartían, en mayor o menor medida, la idea de que la dictadura del proletariado debía ser ejercida por el partido comunista.

Este debate representaba, eso sí, un intento de comprensión en una situación marcada por una gran confusión, de los problemas que surgían cuando el poder de un Estado creado por la revolución empieza a escapársele de las manos al proletariado y se vuelve en realidad contra los intereses de éste. Este problema adquirió dimensiones dramáticas cuando, tras una serie de huelgas en Petrogrado, estalló el levantamiento de Cronstadt en el mismo momento en que se celebraba el Xº Congreso.

La dirección bolchevique denunció, en un primer momento, que este levantamiento era una nueva conspiración de los guardias blancos. Más tarde insistió más bien en su carácter pequeño burgués, pero siempre justificó el aplastamiento de dicha revuelta señalando que si triunfaba abriría las puertas, tanto geográfica como políticamente, a la irrupción de la contrarrevolución. No obstante, y sobre todo Lenin, se vio obligado a reconocer que dicha revuelta era un aviso de que los métodos de trabajo forzoso instaurados en la etapa del comunismo de guerra no podían seguir manteniéndose, y que, por el contrario, la situación exigía una especie de “normalización” de relaciones sociales capitalistas. Pero en ningún momento se puso en cuestión que sólo la dominación exclusiva por parte del Partido bolchevique podía garantizar la defensa del poder del proletariado en Rusia. Esta posición era compartida por muchos comunistas de izquierda. Por ejemplo los miembros de los grupos de oposición presentes en el Xº Congreso fueron los primeros en presentarse voluntarios para participar en el asalto a la guarnición de Cronstadt. Ni siquiera el KAPD en Alemania apoyó a los rebeldes. Incluso Víctor Serge defendió, con mucho dolor de corazón, que el aplastamiento de la revuelta era un mal menor comparado con la caída de los bolcheviques y el sometimiento a una nueva tiranía de los blancos.

Sí hubo, sin embargo, muchas voces que desde el campo revolucionario se elevaron contra la represión de Cronstadt. Los anarquistas, que ya habían criticado acertadamente los excesos de la Checa y la supresión de organizaciones de la clase obrera, se opusieron, evidentemente, a ello. Pero el anarquismo pocas lecciones puede sacar de esta importante experiencia puesto que, según ellos, la respuesta de los bolcheviques a la revuelta estaba inscrita, desde sus orígenes, en la naturaleza misma de todo partido marxista.

Hay que decir que en Cronstadt mismo muchos bolcheviques participaron en la revuelta invocando los ideales iniciales de Octubre de 1917: por el poder de los soviets y por la revolución mundial. El comunista de izquierdas Miasnikov se negó a sumarse a los que participaron en el asalto contra la guarnición de Cronstadt pues preveía los catastróficos resultados que supondría el aplastamiento de una rebelión obrera por parte de un Estado “obrero”. Es verdad que, entonces, se trataba sólo de una intuición y que habría que esperar a los años 1930, cuando el trabajo de la Izquierda comunista italiana permitió sacar más claramente las lecciones, reconociendo el carácter proletario de la revuelta de Cronstadt y rechazando, por una cuestión de principios, el empleo de la violencia entre proletarios. La Izquierda italiana comprendió también que la clase obrera debe seguir conservando los medios para defenderse frente al Estado de transición, dado que éste, por su propia naturaleza, es proclive a ser el punto de concentración de las fuerzas de la contrarrevolución. Vio también que el partido comunista no podía implicarse en el aparato de Estado sino que debía mantenerse independiente de él. Con este análisis que anteponía los principios a las contingencias inmediatas pudo afirmar que más hubiera valido perder Cronstadt que mantenerse en el poder y socavar los objetivos fundamentales de la revolución.

En 1921 el partido se enfrentó a un dilema histórico: o conservar el poder y convertirse en un agente de la contrarrevolución, o bien abandonarlo para militar en las filas de la clase obrera. Lo que sucedía es que la fusión entre el partido y el Estado estaba ya tan avanzada que difícilmente el conjunto del partido podía plantearse esta segunda opción. Había llegado pues el momento del desarrollo del trabajo de las fracciones de izquierda para contrarrestar, actuando tanto dentro como fuera del partido, contra su pendiente degenerativa. El hecho de que el Xº Congreso del partido prohibiera las fracciones hizo que éstas se vieran cada vez más obligadas a trabajar fuera del partido y, en definitiva, contra él.

1922-23:  las fracciones comunistas contra el auge de la contrarrevolución
(Revista internacional nº 101)

Las concesiones al campesinado – que Lenin veía como una necesidad inexorable que el levantamiento de Cronstadt había sacado a la luz – quedaron recogidas en la Nueva política económica (NEP). A esta NEP se la consideró como un retroceso momentáneo que permitiría al poder soviético devastado por la guerra, poder reconstruir una economía arrasada, y poder así seguir manteniéndose como bastión de la revolución mundial. Pero, en la práctica, el esfuerzo por superar el aislamiento del Estado soviético condujo a concesiones cada vez mayores sobre los principios de la revolución. No nos referimos con ello al comercio con potencias capitalistas, que en sí mismo no supone ningún atentado a esos principios, pero sí al establecimiento de alianzas militares secretas como la establecida con Alemania en el tratado de Rapallo. Estas alianzas militares tenían su corolario en alianzas políticas “contra natura” con fuerzas como la socialdemocracia a la que, pocos años antes, se denunciaba como ala izquierda de la burguesía. Esa fue la política del “Frente único” adoptada por el IIIº Congreso de la Internacional comunista.

En la propia Rusia, Lenin que en 1918 afirmaba que el capitalismo de Estado suponía un paso adelante para un país tan atrasado, siguió afirmando, en 1922, que ese capitalismo de Estado podría ser útil para el proletariado, siempre y cuando estuviera regido por un “Estado proletario”, lo que cada vez más equivalía a decir por el partido del proletariado. Y, sin embargo, el propio Lenin tuvo que admitir que en vez de dirigir ellos el Estado heredado de la revolución, lo que sucedía era más bien lo contrario: era el Estado el que los conducía cada día más a ellos y no precisamente hacia donde querían ir, sino hacia la restauración de una burguesía.

Lenin se dio pronto cuenta de que el propio partido comunista se encontraba profundamente afectado por ese proceso de involución, aunque atribuía el origen del problema a los estratos inferiores de burócratas sin preparación que habían empezado a afluir al partido. Pero ya en los últimos años de su vida, empezó a tomar dolorosamente conciencia de que esa podredumbre alcanzaba los niveles más altos del partido. Trotski tenía razón cuando afirmó que el último combate de Lenin fue contra Stalin y contra el creciente estalinismo. Pero, atrapado en el engranaje infernal del Estado, Lenin se vio incapaz de hacer propuestas que no fueran puras medidas administrativas con las que tratar de contener el avance de la marea burocrática. De haber vivido algunos años más, probablemente, habría acentuado más aún esa oposición, pero lo cierto es que la lucha contra una contrarrevolución ascendente debía pasar ya a otras manos.

En 1923 estalló la primera crisis económica de la NEP que supuso reducciones de los salarios y supresiones de empleo que motivaron una oleada de huelgas espontáneas. Esto provocó, en el seno del partido, debates y conflictos que dieron lugar a nuevos agrupamientos de la oposición. La primera expresión abierta de éstos fue la “Plataforma de los 46” en la que se encontraban elementos cercanos a Trotski (este ya muy desplazado del poder por el triunvirato: Stalin, Kamenev y Zinoviev), así como miembros del grupo Centralismo democrático. Esta Plataforma criticaba que se considerara a la NEP como si fuera la mejor vía hacia el socialismo, y exigía, en cambio, que la prioridad fuera una mayor planificación centralizada. Alertaba también, y esto era lo más importante, de la asfixia progresiva de la vida interna del partido.

Esa Plataforma, sin embargo, quiso mantener las distancias con los grupos de oposición más radicales. De éstos el más importante era el Grupo Obrero de Miasnikov, que tenía cierta presencia en los movimientos huelguísticos que hubo en los centros industriales. Aunque fue etiquetado como una reacción comprensible pero “pesimista” ante el progreso de la burocratización, el Manifiesto del Grupo Obrero fue, de hecho, una expresión de la seriedad y el rigor de la Izquierda Comunista rusa, pues:

–  situaba claramente el origen de las dificultades que afrontaba el régimen de los soviets en el aislamiento de éste, y en el fracaso en la extensión de la revolución.

–  realizaba una crítica muy lúcida de la política oportunista del Frente Único, reafirmándose en el análisis original sobre los partidos socialdemócratas como partidos del capitalismo;

–  alertaba sobre el riesgo de aparición de una nueva oligarquía capitalista, y llamaba a la revitalización de los soviets y comités de fábrica;

–  al mismo tiempo se mostraba sumamente prudente a la hora de caracterizar el régimen de los soviets y el Partido bolchevique. A diferencia de lo que planteaba por ejemplo el grupo de Bogdanov (“Verdad obrera”), el Grupo obrero no pensaba en absoluto que la revolución o el Partido bolchevique hubieran sido burgueses desde sus orígenes. Se concebía a sí mismo como una fracción de izquierda que trabajaba tanto dentro como fuera del partido por la regeneración de éste.

Los comunistas de izquierda fueron pues la vanguardia teórica de la lucha contra la contrarrevolución en Rusia. El hecho de que Trotski se pasara, en 1923, abiertamente a la oposición, tuvo gran importancia para ellos habida cuenta de su inmenso prestigio como líder de la insurrección de Octubre. Pero si se comparan las posiciones intransigentes del Grupo Obrero y la oposición de Trotski frente al estalinismo, comprobaremos que la de éste estuvo muy marcada por una actitud centrista y vacilante:

–  Trotski se negó en varias ocasiones a llevar a cabo un combate abierto contra el estalinismo, como se puso de manifiesto especialmente en sus reticencias a utilizar el famoso “Testamento” de Lenin en el que se advertía sobre quién era Stalin y que había de desplazarlo de la dirección del partido;

–  tendía a recluirse en el mutismo y a no participar en muchos debates que tenían lugar en el seno del órgano central del Partido bolchevique.

Estos errores son, en parte, atribuibles a rasgos de personalidad. Trotski no era un redomado conspirador como Stalin, ni tenía la desmesurada ansia de poder de éste. Sin embargo, hay motivaciones políticas más trascendentales que explican por qué Trotski no pudo llevar hasta el final sus críticas al estalinismo y llegar así a las mismas conclusiones a las que llegó la Izquierda comunista:

–  en primer lugar, Trotski jamás entendió que Stalin y su fracción no eran una tendencia centrista equivocada dentro del campo proletario, sino la punta de lanza de la contrarrevolución burguesa.

–  en segundo lugar, la propia trayectoria personal de Trotski, figura central del régimen de los soviets, y por eso mismo le costaba distanciarse del proceso de degeneración. Trotski, y otros militantes de la oposición, estaban imbuidos de un “patriotismo de partido” que les impedía aceptar plenamente que el partido se equivocaba.

 

1924-28: el triunfo del capitalismo de Estado estalinista
(Revista internacional nº 102)

En 1927 Trotski aceptó ya la idea de un posible riesgo de restauración de la burguesía en Rusia mediante una especie de contrarrevolución rampante sin necesidad de que el régimen bolchevique se alterara formalmente. Y, aún así, subestimó enormemente la magnitud que había ya alcanzado esa contrarrevolución, ya que:

–  le era muy difícil darse cuenta y entender que él mismo había contribuido, y mucho, en ese proceso de degeneración, a través de políticas como las de la militarización del trabajo o la represión de Cronstadt;

–  aunque comprendiera que el problema con el que se encaraba la URSS era resultado de su aislamiento y del retroceso de la revolución mundial, Trotski no calibraba el alcance de la derrota que había sufrido la clase obrera y no supo reconocer que la URSS empezaba a integrarse en el sistema imperialista mundial;

–  estaba convencido que el “Thermidor” vendría del triunfo de las fuerzas que impulsaban la vuelta a la propiedad privada (los llamados “hombres de la NEP”, los “kulaks”, el ala derecha encabezada entonces por Bujarin…). Definía al estalinismo como una especie de centrismo y no como la punta de lanza de la contrarrevolución capitalista de Estado.

Las teorías económicas de la Oposición de izquierdas organizada en torno a Trotski, constituían además un obstáculo importante para la comprensión de que el mismísimo “Estado soviético” se estaba convirtiendo en el agente directo de la contrarrevolución sin necesidad de que retornaran las formas clásicas de la propiedad “privada”. Hasta el significado de la declaración de Stalin proclamando el socialismo en un solo país, les pasó desapercibida hasta pasado un tiempo, y ni aún entonces comprendieron en profundidad lo que verdaderamente significaba. En efecto Stalin, envalentonado por la muerte de Lenin y por el innegable estancamiento de la revolución mundial, proclamó tal aberración que suponía una clara ruptura con el internacionalismo y, en cambio, un compromiso para hacer de Rusia una potencia imperialista. Tal declaración se situaba en las antípodas de la posición de los bolcheviques en 1917 que veían que sólo el triunfo de la revolución mundial podía llevar al socialismo. Pero cuanto más implicados estaban los bolcheviques en la gestión del Estado y la economía rusas, más desarrollaban teorías sobre los avances hacia el socialismo que supuestamente podrían efectuarse incluso en las condiciones de un país aislado y retrasado. El debate sobre la NEP, por ejemplo, se planteó en gran medida en esos términos. Y si el ala derecha del partido defendía que podía alcanzarse el socialismo a través de las leyes del mercado, la izquierda postulaba, en cambio, la planificación y el desarrollo de la industria pesada.

Preobrazhensky, que era el principal teórico en materia económica de la izquierda opositora, preconizaba la superación de la ley del valor capitalista mediante el monopolio sobre el comercio exterior y la acumulación sobre el sector estatalizado, lo que llegó incluso a bautizar como “acumulación socialista primitiva”.

Esta teoría de la acumulación socialista primitiva identificaba erróneamente el crecimiento de la industria con los intereses de la clase obrera y el socialismo. Lo cierto es que el crecimiento industrial en Rusia sólo podía hacerse acentuando la explotación de la clase obrera. En definitiva que esa “acumulación socialista primitiva” era, pura y simplemente, acumulación de capital. Por ello, más tarde, la Izquierda comunista italiana, por ejemplo, puso en guardia contra cualquier creencia de que el crecimiento industrial, o el desarrollo de una industria estatalizada, supusieran medidas de avance hacia el socialismo.

De hecho quien tomó la iniciativa en la lucha contra la teoría del socialismo en un solo país fue, una vez roto el triunvirato gobernante, el propio sector “zinovievista”. Esto supuso la formación, en 1926, de la Oposición unificada que, en un primer momento, incluía también a los Centralistas democráticos. Aunque se hubieran manifestado formalmente de acuerdo con la prohibición de las fracciones, lo cierto es que esta nueva Oposición se vio cada vez más obligada a desarrollar sus críticas al régimen en las organizaciones de base del partido e incluso directamente entre los trabajadores. Por ello tuvo que enfrentarse a amenazas, insultos y difamaciones de todo tipo, a la represión y la expulsión. A pesar de todo ello, muchas veces no comprendían bien la naturaleza de lo que estaban combatiendo. Por ello Stalin se aprovechó del deseo de estos opositores de reconciliarse con el partido para obligarles a retirarse de cualquier actividad catalogada como “fraccional”. Los “zinovievistas” y algunos seguidores de Trotski claudicaron inmediatamente. De hecho, cuando Stalin anunció, en 1928, su famoso “giro a la izquierda”, consistente en una industrialización a marchas forzadas, muchos trotskistas, incluido el propio Preobrazhensky, creyeron que finalmente Stalin había hecho suyas sus propuestas.

Al mismo tiempo sin embargo, algunos elementos de la Oposición se veían influidos por los comunistas de izquierda, que eran mucho más conscientes de la realidad de la contrarrevolución. Los Centralistas democráticos, por ejemplo, a pesar de que aún se hacían ilusiones sobre la posibilidad de una reforma radical del régimen de los soviets, sí tenían más claro que industria estatalizada no equivalía a socialismo, que la fusión del partido y el Estado conducía a la liquidación del partido y que la política exterior del régimen soviético estaba cada vez más en contra de los intereses internacionales de la clase obrera. Tras las expulsiones masivas de los miembros de la Oposición en 1927, los comunistas de izquierda comprendieron que ni el régimen ni el partido podían ser ya reformados. Los elementos que permanecían en el grupo de Miasnikov desempeñaron un papel clave en ese proceso de radicalización. En lo sucesivo los intensos debates sobre la naturaleza del régimen iban a desarrollarse en las mazmorras de Stalin.

1926-36: el “enigma ruso” desentrañado
(Revista internacional nº 105)

Habida cuenta de la magnitud de la derrota en Rusia, el centro de gravedad de los esfuerzos por comprender la naturaleza del régimen estalinista se desplazó a Europa occidental. Y puesto que los partidos comunistas estaban “bolchevizados” – es decir convertidos en instrumentos al servicio de la política exterior rusa –, los grupos de oposición que surgían en ellos se veían rápidamente abocados a la escisión o a la expulsión.

En Alemania esos grupos alcanzaron, en ocasiones, miles de miembros, pero en seguida ese número se vio reducido. El KAPD, que aún seguía existiendo, desplegó una intensa actividad hacia estos agrupamientos. Uno de los más conocidos fue el grupo en torno a Karl Korsch. La correspondencia mantenida entre éste y Bordiga, en 1926, nos sirve para darnos una idea de los inmensos problemas a los que debían hacer frente los revolucionarios en esa época.

Una de las características de la Izquierda alemana – y uno de los factores que contribuyeron a su debilidad organizativa – era su tendencia a precipitarse en sacar conclusiones sobre la naturaleza del nuevo sistema existente en Rusia. Aún llegando a entender que se trataba de un régimen capitalista, se mostraron muchas veces incapaces de responder a la cuestión clave: ¿cómo es posible que un poder proletario haya podido transformarse en su contrario? Muy frecuentemente la única respuesta que alcanzaban a dar era decir que ese régimen nunca había tenido un carácter proletario, que la revolución de Octubre no había sido más que una revolución burguesa, y que los bolcheviques no eran otra cosa que un partido de la “intelligentsia”. La respuesta que les ofreció Bordiga era característica del método más paciente y tenaz de la Izquierda italiana. Bordiga, que se oponía a la construcción precipitada de nuevas organizaciones sin una base programática seria, preconizaba, en cambio, la necesidad de un amplio y profundo debate sobre una situación que planteaba muchísimas y muy nuevas cuestiones, y que este debate fuera la única base posible de un agrupamiento revolucionario consecuente. Al mismo tiempo Bordiga se negaba a claudicar sobre la naturaleza proletaria de la revolución de Octubre, e insistía en que la cuestión que debía abordar el movimiento revolucionario era comprender cómo un poder proletario aislado en un solo país podía sufrir un proceso de degeneración interna.

Tras el triunfo del nazismo en Alemania, el centro de estas discusiones se desplazó nuevamente, esta vez hacia Francia, donde algunos de estos grupos de oposición se reunieron en una Conferencia en París en 1933, con objeto de discutir la naturaleza del régimen ruso. A esa Conferencia asistieron algunos representantes “oficiales” de Trotski, pero la mayoría de grupos participantes se situaban a la izquierda de éste, y entre estos estaba la Izquierda italiana en el exilio. En esta Conferencia se plantearon numerosas teorías sobre la naturaleza del régimen ruso, muchas de ellas sumamente contradictorias. Para algunos se trataba de un sistema de clase de nuevo tipo al que no debía dársele apoyo. Otros planteaban que era efectivamente un sistema de clases de nuevo tipo pero que sí había que respaldar. Hubo también quien defendió que se trataba de un régimen proletario pero que no había que apoyar… Todo esto pone de manifiesto las inmensas dificultades que tenían los revolucionarios para comprender verdaderamente el significado y la perspectiva hacia la que podía evolucionar la situación en la Unión Soviética. También puede verse, sin embargo, que la posición de los trotskistas “ortodoxos” – según la cual la URSS seguía siendo, a pesar de su degeneración, un Estado obrero, al que había que defender contra el imperialismo – era combatida desde diferentes ángulos.

Estas presiones de la Izquierda fueron en gran parte la causa de que Trotski escribiera, en 1936, su famoso análisis de la revolución rusa: la Revolución traicionada.

Este libro es la demostración palpable de que, a pesar de sus deslices oportunistas, Trotski seguía siendo todavía un marxista. Así, por ejemplo, fustiga de forma elocuente las patrañas de Stalin que presentaba a la URSS como un paraíso de los trabajadores. Igualmente, y basándose en la toma de posición de Lenin de que el Estado de transición era “un Estado burgués, pero sin la burguesía”, expone desde puntos de vista completamente válidos, la naturaleza de ese Estado, y los riesgos que representa para el proletariado. Trotski concluía también que el viejo Partido bolchevique había muerto y que no había posibilidad de reformar la burocracia, sino que debía ser derrocada por la fuerza. Sin embargo este libro es fundamentalmente incoherente, pues rebate la visión de que la URSS sea una forma de capitalismo de Estado, aferrándose a la tesis de que la existencia de formas de propiedad nacionalizadas probaría el carácter proletario del Estado. Y aunque llegue a admitir, teóricamente, que en el período de declive del capitalismo se manifiesta una tendencia al capitalismo de Estado, rechaza sin embargo la idea de que la burocracia estalinista pudiera ser una nueva clase dirigente justificándolo con que carece de títulos de propiedad o acciones, y en que no puede transmitir propiedad alguna a sus herederos. Es decir que en vez de ver la esencia del capital como una relación social impersonal, Trotski lo reduce a una forma jurídica.

La idea misma de que la URSS podía ser aún un Estado obrero pone de manifiesto las profundas incomprensiones de Trotski sobre la naturaleza de la revolución proletaria, por cuanto admitía que la clase obrera, como tal, estaba completamente excluida del poder político. La revolución proletaria es en efecto la primera en la historia que es obra de una clase sin propiedad alguna, de una clase que no posee su propia forma de economía y que no puede alcanzar su emancipación más que utilizando el poder político como palanca para someter las leyes “naturales” de la economía al control consciente por el hombre.

Lo más grave, sin embargo, es que esa caracterización por parte de Trotski de la URSS como un Estado “obrero”, obligaba a sus seguidores a convertirse en apologistas del estalinismo en todo el mundo. Por ejemplo, Trotski señalaba que el rápido crecimiento industrial de Rusia bajo Stalin, demostraba la superioridad del socialismo sobre el capitalismo, cuando en realidad tal industrialización se hacía gracias una explotación feroz de la clase obrera, y suponía un aspecto esencial del desarrollo de una economía de guerra en preparación de un nuevo reparto imperialista del planeta. Otro ejemplo de lo que decimos fue el acérrimo apoyo de los trotskistas a la política exterior rusa y su defensa incondicional de la URSS contra los ataques imperialistas, cuando ya el propio Estado ruso se estaba convirtiendo en protagonista activo del escenario imperialista mundial. Estos análisis contienen los gérmenes de lo que, durante la Segunda Guerra Mundial, supondrá la traición definitiva de esta corriente al internacionalismo proletario.

En el mencionado libro de Trotski se deja entrever que la cuestión de la naturaleza de la URSS aún no había quedado definitivamente zanjada, y que, por consiguiente, habría que esperar que acontecimientos históricos decisivos, como la guerra mundial, pudieran hacerlo. En sus últimos escritos, consciente quizás de la inconsistencia de su teoría del “Estado obrero” pero manteniéndose aún reticente a aceptar la naturaleza capitalista de Estado de la URSS, Trotski comenzó a especular con la idea de que si se confirmase que el estalinismo era una nueva forma de la sociedad de clases, ni capitalista ni socialista, eso significaría que el marxismo quedaría completamente desacreditado. Trotski murió asesinado antes de que pudiera pronunciarse sobre si el “enigma ruso” había sido finalmente elucidado por la guerra. De sus camaradas más antiguos, solo aquellos (nos referimos a Stinas en Grecia, Munis en España, y su propia mujer, Natalia) que descubrieron las aportaciones de la Izquierda comunista y caracterizaron a la URSS como capitalismo de Estado, fueron capaces de mantenerse leales al internacionalismo proletario, tanto durante la Segunda Guerra mundial, como después.

1933-46: el “enigma ruso” y la Izquierda comunista italiana
(Revista internacional nº 106)

La Izquierda comunista tuvo sus expresiones más avanzadas en las fracciones del proletariado mundial en los países que, además de Rusia, habían desafiado con mayor fuerza al capitalismo durante la gran oleada revolucionaria mundial de 1917-23; es decir el proletariado alemán y el italiano. Por ello las Izquierdas comunistas de Alemania y de Italia, fueron la vanguardia teórica de la Izquierda comunista en general, fuera de Rusia.

La Izquierda alemana fue, muchas veces, la que más lejos llegó en la comprensión de la naturaleza del régimen surgido de las cenizas de la derrota en Rusia. No sólo comprendió que el sistema estalinista era una forma de capitalismo de Estado, sino que fue también capaz de vislumbrar que el capitalismo de Estado era una tendencia universal del capitalismo en crisis. Y sin embargo, también muy frecuentemente, estos análisis se acompañaban de una tendencia a renegar de la revolución de Octubre y a ver el bolchevismo como la punta de lanza de la contrarrevolución. Esta visión se acompañó de una tendencia precipitada a abandonar la idea misma de un partido proletario y a subestimar el papel de la organización revolucionaria.

La Izquierda italiana, en cambio, se tomó más tiempo para llegar a una comprensión clara de la naturaleza de la URSS, pero su actitud, más paciente y más rigurosa, se apoyaba en premisas fundamentales:

–  reafirmar su convicción de que Octubre había sido una revolución proletaria.

–  puesto que el capitalismo mundial era un sistema en declive, la revolución burguesa ya no estaba a la orden del día en ninguna parte del mundo.

–  y, sobre todo, defensa intransigente del principio del internacionalismo proletario, lo que significaba un rechazo tajante de la noción de socialismo en un solo país.

Pero, a pesar de la firmeza de estas premisas, la visión que la Izquierda italiana tenía en los años 30 sobre la naturaleza de la URSS era todavía muy contradictoria. Aparentemente coincidía con Trotski en que el mantenimiento de formas nacionalizadas de propiedad permitía hablar de Estado proletario. Por otra parte definía la burocracia estalinista más como una casta parasitaria que como una clase explotadora en el pleno sentido del término.

Sin embargo, el acendrado internacionalismo de la Izquierda italiana la distinguía netamente de los trotskistas cuya posición de defensa del Estado obrero degenerado acabó haciéndoles caer en la trampa de la preparación de la guerra imperialista. La publicación teórica de la Izquierda italiana (Bilan) comenzó a editarse en 1933. Los acontecimientos que se fueron sucediendo en los años siguientes (el ascenso de Hitler al poder, el apoyo al rearme francés, la adhesión de la URSS a la Sociedad de naciones, la guerra de España), la convencieron de que, aún cuando la URSS siguiera teniendo un Estado proletario, desempeñaba, sin embargo, un papel contrarrevolucionario a escala mundial. Y por consiguiente, el interés internacional de la clase obrera exigía que los revolucionarios rechazaran cualquier solidaridad con dicho Estado.

Este análisis de Bilan guardaba una estrecha relación con su reconocimiento de que la clase obrera había sufrido una derrota histórica y que el mundo se encaminaba hacia una nueva guerra imperialista. Bilan predijo, con una impresionante clarividencia, que la URSS acabaría inevitablemente alineándose con uno de los campos que se estaban formando para preparar la masacre. Rechazó pues el análisis de Trotski que suponía que, ya que la URSS era fundamentalmente hostil al capital mundial, las potencias imperialistas mundiales se verían forzadas a aliarse contra ella.

Por el contrario, Bilan, demostró que a pesar de la supervivencia de formas de propiedad “colectivizadas”, la clase obrera sufría en Rusia un nivel despiadado de explotación, y que la industrialización acelerada bautizada como “construcción del socialismo” no edificaba en realidad más que una economía de guerra que permitiría a la URSS defender sus intereses en el nuevo orden imperialista. La Izquierda italiana rechazaba totalmente las alabanzas que Trotski dedicaba a la industrialización de la URSS.

Bilan tomó también conciencia de la existencia de una tendencia creciente al capitalismo de Estado en los países occidentales, ya fuera con la forma del fascismo o con la del “New Deal” democrático. Sin embargo, Bilan vacilaba aún en llevar este análisis hasta el final, es decir reconocer que la burocracia estalinista era de hecho una burguesía de Estado. Se inclinaba más por presentarla como «agente del capital mundial» que como una nueva representación de la clase capitalista.

No obstante los argumentos en pro del “Estado proletario” quedaban cada vez más en entredicho con la evolución de los acontecimientos en la escena mundial. Por ello una minoría de camaradas de esa Fracción de la Izquierda comunista, empezó a poner en tela de juicio toda esa teoría. No es casualidad que fueran dichos camaradas quienes estuvieran mejor armados para resistir ante el desconcierto que en la Fracción provocó, en un primer momento, el estallido de la guerra. Desconcierto éste que se había puesto de manifiesto por ejemplo con la teoría revisionista de la “economía de guerra”. Esta teoría que presuponía que la guerra mundial finalmente no estallaría, había llevado a la Fracción a un verdadero atolladero.

Siempre se pensó que el estallido de la guerra resolvería, en uno u otro sentido, la cuestión rusa. Los militantes más claros de la Izquierda italiana pensaban que la participación de la URSS en una guerra imperialista de rapiña constituía la prueba definitiva. Quienes primero plantearon una argumentación más coherente para definir a la URSS como imperialista y capitalista fueron los militantes que hacían el trabajo de Bilan de la Fracción en Francia de la Izquierda comunista y, tras la guerra, la Izquierda comunista de Francia. Esta corriente integró los mejores análisis de la Izquierda alemana, sin por ello caer en la descalificación consejista de Octubre, pudiendo así demostrar por qué el capitalismo de Estado era la forma esencial que adoptaba el sistema en su etapa de declive. Respecto a Rusia abandonaron los últimos residuos de una visión “jurídica” del capitalismo, y reafirmaron la visión marxista que define al capitalismo como una relación social que puede ser administrada tanto por un Estado centralizado, como por un conglomerado de capitalistas privados. Esta corriente dedujo pues las conclusiones para abordar, desde un punto de vista proletario, los problemas del período de transición: el progreso hacia el comunismo no puede medirse por el crecimiento del sector estatalizado – en realidad éste contiene los mayores peligros de una vuelta al capitalismo – sino por la tendencia al dominio del trabajo vivo sobre el trabajo muerto, por la sustitución de la producción de plusvalía por una producción orientada a la satisfacción de las necesidades humanas.

La “cultura proletaria” y el arte proletario
(Revista internacional nº 109)

Frente a la postura cada vez más superficial del pensamiento burgués sobre la cultura que tiende a reducirla a las expresiones más inmediatas de grupos nacionales o étnicos, o incluso al estatuto de una moda social pasajera, el marxismo sitúa el problema en un contexto más amplio y más profundo: el de las características fundamentales de la humanidad, en lo que ésta tiene de específico respecto al resto de la naturaleza, y también en el contexto de los diferentes modos de producción que se han ido sucediendo a lo largo de la historia de la humanidad.

La revolución proletaria en Rusia, tan sumamente rica en lecciones sobre los objetivos políticos y económicos de la clase obrera, se vio igualmente acompañada de una explosión, breve pero muy intensa, de creatividad en los ámbitos artísticos y culturales: pintura, escultura, arquitectura, literatura y música; y también en la organización práctica de la vida cotidiana según principios más comunitarios, en el campo de las ciencias humanas como la psicología, etc. Al mismo tiempo se planteó la cuestión general de la transición de la humanidad de una cultura burguesa a una cultura superior, comunista.

Una de las cuestiones centrales de esos debates entre los revolucionarios era saber si esta transición daría lugar al desarrollo de una cultura específicamente proletaria. Algunos razonaban que dado que las culturas anteriores estuvieron íntimamente ligadas a la visión del mundo de la clase dominante, el proletariado, una vez convertido en nueva clase dominante, construiría su propia cultura en oposición a la de la vieja clase explotadora. Este era, desde luego, el punto de vista del movimiento llamado Proletkult que se desarrolló muy ampliamente durante los primeros años de la revolución.

En una resolución que sometió al Congreso del Proletkult de 1920, el propio Lenin parecía inclinarse por esta idea de una cultura específicamente proletaria. Pero, al mismo tiempo, criticaba algunos aspectos de ese movimiento: por ejemplo su obrerismo filisteo que le conducía a una glorificación de la clase obrera tal y como ésta era, y no como debía llegar a ser, así como el rechazo iconoclasta que Proletkult hacía de todas las adquisiciones culturales de anteriores etapas de la humanidad. Lenin rechazaba también la tendencia de Proletkult a concebirse a sí mismo como un partido diferente, con su propia organización y su propio programa. La resolución propuesta por Lenin abogaba por que la orientación de la actividad cultural en el régimen de los soviets estuviera directamente bajo la égida del Estado. Pero el interés principal de Lenin por la cuestión cultural se situaba más bien en otros aspectos. Para él la cuestión de la cultura no se centraba tanto en dilucidar si podía o no existir una nueva cultura proletaria en la Rusia soviética, sino en cómo superar el inmenso atraso cultural de las masas rusas, aún muy influenciadas por costumbres medievales y supersticiones. La preocupación de Lenin era, sobre todo, que esa debilidad del desarrollo cultural de las masas, era un caldo de cultivo para la plaga de la burocracia en el Estado de los soviets. La elevación del nivel cultural de las masas era, para Lenin, un medio de combatir esa plaga y, por tanto, de aumentar la capacidad de las masas de conservar el poder político.

Por su parte, Trotsky, sí desarrolló una crítica mucho más detallada del movimiento Proletkult. En su análisis de éste – expuesto en un capítulo de su libro Literatura y revolución – señalaba que la propia expresión “cultura proletaria” era inapropiada. La burguesía como clase explotadora que durante todo un período pudo desarrollar su poder económico en las entrañas del viejo sistema feudal, también pudo, por ello, desarrollar su propia cultura específica. No es ésa, en cambio, la situación del proletariado: como clase explotada que es, carece de las bases materiales necesarias para desarrollar su propia cultura en el seno de la sociedad capitalista. Y si bien es cierto que el proletariado está llamado a convertirse en la clase dominante durante el período de transición al comunismo, no hay que olvidar que se trata de una dictadura política transitoria cuyo objetivo no es la preservación indefinida del proletariado sino la disolución de éste en la nueva comunidad humana.

Literatura y revolución fue escrito en 1924, y supuso, de hecho, un elemento del combate contra el ascenso del estalinismo. Aunque en los primeros años de la revolución, el alegato de Proletkult en pro de la iniciativa autónoma del proletariado había hecho de este movimiento un lugar de reunión del ala izquierda que se oponía al desarrollo de la burocracia soviética, con el paso de los años, sus herederos tendieron más bien a identificarse con la ideología del socialismo en un solo país, pues tal ideología les parecía coherente con la idea de que una cultura “nueva” se estaba desarrollando en la Unión Soviética. En sus escritos sobre la cultura, Trotski denunció la vacuidad de tales afirmaciones y se opuso tajantemente a la transformación del arte en propaganda de Estado, tomando en cambio posición a favor de una política “anarquista” en el terreno cultural, que no podía ser dictada ni por el Estado ni por el partido.

Trotski y la cultura del comunismo
(Revista internacional nº 111)

La visión de Trotski sobre la cultura comunista del futuro aparece en el último capítulo de Literatura y revolución. En éste, Trotski empieza reiterando su oposición al término “cultura proletaria” como definición de la relación entre el arte y la clase obrera en el período de transición al comunismo. Trotski distingue además entre arte revolucionario y arte socialista. El primero se distinguiría esencialmente por su oposición a la sociedad existente, y Trotski incluso cree que estará marcado por un «espíritu de odio social». Se llega incluso a preguntar qué “escuela” artística sería la más apropiada para un período revolucionario y emplea el término de “realismo” para definirla. Eso no significa ni mucho menos para Trotski la subordinación sumisa del arte a la propaganda del Estado, tal y como defendía la escuela estalinista del “realismo socialista”. Tampoco quiere decir con ello que deban rechazarse las aportaciones de formas de arte no directamente vinculadas con el movimiento revolucionario, o caracterizadas incluso por una huída desesperada de la realidad.

Para Trotski, el arte socialista estará impregnado de las emociones más intensas y más positivas que florezcan en una sociedad basada en la solidaridad. Rechaza, igualmente, la idea de que en una sociedad en la que se hayan abolido la división en clases y los factores que dan lugar a la opresión y la angustia, el arte se convertiría en algo estéril. Para Trotski será todo lo contrario: el arte tenderá a impregnar todos los aspectos de la vida cotidiana de una energía creativa y armoniosa. Dado que los seres humanos en una sociedad comunista seguirán teniendo que afrontar las cuestiones fundamentales de la vida humana (el amor y la muerte por encima de todas ellas), la dimensión trágica del arte seguirá teniendo sentido. Trotski se sitúa aquí en completo acuerdo con la postura que Marx defendió en los Grundrisse cuando explicó las razones por las que el arte de etapas anteriores de la humanidad sigue emocionándonos ahora. Esto es así, decía Marx, porque el arte no puede ser reducido a los aspectos políticos de la vida del hombre, ni siquiera a las relaciones sociales de un momento particular de la historia, sino que está directamente vinculado a las necesidades esenciales y las aspiraciones de nuestra propia naturaleza humana.

El arte del futuro no será tampoco un arte monolítico. Todo lo contrario. Trotski prevé, incluso, la formación de “partidos” que tomen posición a favor o en contra de las diferentes propuestas, o dicho en otros términos, que se generará un debate continuo y vivo entre los productores libremente asociados.

En esa sociedad futura, el arte estará integrado en la producción de bienes de consumo, en la construcción de las ciudades, en la concepción del paisaje. Dejará de ser el coto exclusivo de una minoría de especialistas y se convertirá en parte íntegra de lo que Bordiga llamó “un plan de vida para la especie humana”, expresando la capacidad del hombre para construir un mundo que estará, como decía Marx, “en armonía con las leyes de la belleza”.

El hombre del futuro modelará el paisaje en torno suyo, pero no para restaurar una visión idílica de la vida rural ya perdida. Ese futuro comunista se basará en los descubrimientos más avanzados de la ciencia y la tecnología. La ciudad más que el pueblo será la unidad central del futuro. Pero Trotski no contradice la visión marxista de la necesidad de establecer una nueva armonía entre la ciudad y el campo, y postula la desaparición de esas monstruosas y superpobladas “megapolis” que, en la decadencia del capitalismo, se han convertido en una realidad cada vez más inhumana y destructiva. Es evidente que para Trotski el tigre y la selva virgen, por poner un ejemplo, deberán ser protegidos y respetados por las generaciones futuras.

Finalmente Trotski se atreve incluso a describir cómo serían los habitantes humanos de ese futuro comunista aún lejano. Será una humanidad liberada del dominio de las ciegas fuerzas naturales y sociales. Una humanidad que ya no estará dominada por el miedo a la muerte y que, por ello, será capaz de expresar libremente sus instintos de vida. Los hombres y las mujeres de ese futuro se desplazarán con gracia y precisión, según las leyes de la belleza, “al trabajar, al caminar y al jugar”. El nivel medio de esos hombres “se elevará a la altura de un Aristóteles, de un Goethe, o de un Marx”. Puede irse incluso más lejos y aseverar que, al comprender y dominar las profundidades del inconsciente, la humanidad no sólo llegará a ser plenamente humana, sino que, en cierto sentido, evolucionará hacia una nueva especie:

“el hombre tendrá como objetivo el dominio de sus sentimientos, la elevación de sus instintos hasta el nivel de su conciencia haciéndolos evidentes, la ampliación del radio de acción de su voluntad hasta los rincones más recónditos. Con ello se elevará a un nuevo plano creando un tipo biológico-social superior, o si lo preferís así, el superhombre, el hombre más allá del hombre”.

Estamos pues ante una de las más serias tentativas realizada por un comunista revolucionario de describir su visión sobre el destino que puede alcanzar la humanidad. Esta visión está sólidamente basada en las potencialidades reales de la humanidad, así como en la revolución proletaria mundial como condición indispensable para ello. No puede por tanto desdeñarse como si se tratara de una regresión hacia el socialismo utópico. En realidad lo que hace es asentar las proyecciones más inspiradas de los utopistas en un terreno mucho más sólido: el terreno del comunismo como ámbito de ilimitadas posibilidades.

CDW

Series: 

  • El comunismo, entrada de la humanidad en su verdadera historia [8]

Cuestiones teóricas: 

  • Comunismo [9]

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