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¿Qué puede esperar el mundo del nuevo gobierno Trump en EEUU? Mientras las élites políticas tradicionales en todo el mundo están consternadas y ansiosas, el gobierno ruso y los populistas de derechas en América y en toda Europa ven que la historia se pone de su parte. Y mientras las grandes empresas que operan a escala internacional (como la industria del automóvil) temen represalias ahora si no producen en EEUU, las bolsas y los institutos económicos mostraron inicialmente confianza, esperando un aumento del crecimiento de la economía USA e incluso mundial con Trump. En cuanto al propio Sr. Presidente, no sólo contradice regularmente a su nuevo gobierno, sino que también se contradice él mismo. La OTAN, el libre comercio o la UE pueden ser «esenciales» en una frase, y estar «obsoletos» en la siguiente.
En vez de unirnos a contemplar en la bola de cristal cual será la política del Estado americano en el futuro próximo, intentaremos aquí primero de todo analizar porqué Trump fue elegido presidente, a pesar de que la élite política establecida no lo quería. Partiendo de esta contradicción entre lo que Trump representa y los intereses del conjunto de la clase dominante en EEUU, esperamos ganar tierra firme para dar algunas indicaciones iniciales de lo que se puede esperar de su presidencia, sin caer en demasiadas especulaciones.
El dilema del partido Republicano
No es ningún secreto que a Donald Trump se le considera un cuerpo extraño en el partido Republicano que lo nominó para ser elegido para la Casa Blanca. No es lo bastante religioso ni conservador para los cristianos fundamentalistas que juegan un papel tan importante en el partido. Sus propuestas en política económica, como la de un programa de infraestructuras organizado por el Estado, el proteccionismo, o la substitución del «Obamacare» por un Seguro social para todos respaldado por el Estado, son anatema para los neo-libs que aún mantienen una influencia en los círculos Republicanos. Sus planes de un acercamiento a la Rusia de Putin lo enfrentan al lobby militar y de inteligencia que es tan fuerte, tanto en el partido Republicano como en el Demócrata.
La candidatura presidencial de Trump fue posible por una revuelta sin precedentes de los miembros y electores del partido Republicano contra sus líderes. Los otros candidatos, tanto si venían del clan Bush, de los cristianos evangelistas, los neo-libs, o el Tea Party, se habían desacreditado por su integración o apoyo al gobierno de George W Bush, que precedió al de Obama. El hecho de que, frente a la crisis económica y financiera de 2007/08, un presidente Republicano no hubiera hecho nada para ayudar a millones de pequeños propietarios y aspirantes a pequeños propietarios –que en muchos casos perdieron su empleo, su casa y sus ahorros de golpe al mismo tiempo- mientras financiaban las pérdidas de los bancos con dinero del gobierno, fue imperdonable para los votantes Republicanos. Además, ninguno de los otros candidatos tenía nada que proponer en el terreno económico, sino más de lo mismo que no había prevenido el desastre de 2008.
A decir verdad, la rebelión de los votantes tradicionales Republicanos se dirigió no solo contra sus líderes, sino también contra algunos de los “valores” tradicionales del partido. En ese sentido, no solo se hizo posible la candidatura de Trump, sino que fue virtualmente impuesta a la dirección del partido. Por supuesto que ésta última podría haberlo impedido, pero solo a riesgo de separarse de sus bases e incluso de dividir el partido. Eso explica que los intentos de frustrar los planes de Trump fueran tan poco entusiastas e inefectivos a la larga. A fin de cuentas el “Grand Old Party” se vio obligado a llegar a un acuerdo con el intruso de la costa Este.
El dilema del partido Demócrata
Una revuelta similar tuvo lugar en el partido Demócrata. Tras ocho años de Obama, la fe en el famoso «yes we can» («podemos» mejorar las vidas de la población en general) había menguado seriamente. El líder de esta rebelión era Bernie Sanders, que se autoproclamaba “socialista”. Igual que Trump en el lado Republicano, Sanders era un nuevo fenómeno en la historia reciente de los Demócratas. No porque los “socialistas” como tales sean un cuerpo extraño en ese partido. Pero son una minoría entre muchas, que subraya la reivindicación de multiculturalidad dentro del partido. Se considera un elemento extraño que planteen su candidatura al Despacho Oval. Tanto con Bill Clinton, como con Obama, los presidentes Demócratas contemporáneos combinan un toque de bienestar social con políticas económicas fundamentalmente neoliberales. Una política económica directamente intervencionista del Estado, de un fuerte carácter “Keynesiano” (como la de FD Roosevelt antes y durante la IIª Guerra mundial) es tanto un anatema para la dirección Demócrata como para la Republicana actualmente. Eso explica porqué Sanders nunca hizo un secreto del hecho de que sobre algunas cuestiones, sus propuestas políticas estaban más cerca de las de Trump que de las de Hillary Clinton. Después de la elección de Trump, Sanders inmediatamente le ofreció su apoyo para implementar su plan de «Seguro social para todos». Sin embargo, a diferencia de lo que les ocurrió a los Republicanos, la revuelta en el partido Demócrata fue aplastada con éxito y en lugar de Sanders, Clinton fue nominada con alivio. Y esto fue así, no solo porque el partido Demócrata es el mejor organizado y controlado de los dos partidos, sino porque la élite de este partido se ha visto menos desacreditada que su contrincante Republicana.
Pero paradójicamente, este éxito de la dirección del partido solo sirvió para allanar el camino de su derrota en las elecciones presidenciales. Al eliminar a Sanders, los demócratas dejaron de lado el único candidato que tenía una oportunidad de ganar a Trump. El PD se dio cuenta demasiado tarde de que Trump sería su adversario y de que estaban subestimando su potencial electoral. También subestimaron hasta qué punto la misma Hillary Clinton estaba desacreditada, debido sobre todo a su imagen de representante de “Wall Street”, de “las Oligarquías financieras de la Costa Este”, popularmente consideradas como los primeros culpables y al mismo tiempo los principales beneficiarios de la crisis financiera. De hecho a ella se le había llegado a identificar tanto con la catástrofe de 2008 como a la dirección del partido Republicano. La arrogante complacencia de la élite Demócrata y su ceguera respecto al creciente cabreo y resentimiento popular caracterizó toda la campaña electoral de la Sra. Clinton. Un ejemplo de esto fue su dependencia unilateral de los medias más tradicionales, mientras que el equipo de campaña de Trump utilizó las posibilidades de los nuevos medios a tope.
Como no quisieron a Sanders, tuvieron que comerse con patatas a Trump. Incluso para los que, de entre la burguesía de EEUU, les gusta menos la posibilidad de una fase de experimentación económica neo-Keynsiana, Sanders hubiera sido sin duda el mal menor. Sanders, igual que Trump, quería frenar el proceso de lo que se llama “globalización”; pero lo hubiera hecho más moderadamente y con mayor sentido de la responsabilidad. Con Trump, la clase dirigente de la primera potencia mundial no puede estar segura de dónde se ha metido.
El dilema de los partidos políticos establecidos
EEUU es un país fundado por colonos y poblado por oleadas de inmigración. La integración de los diferentes grupos e intereses étnicos y religiosos en una sola nación es función de la evolución del sistema político y constitucional. Un reto particular para este sistema es la implicación en el gobierno de los líderes de las diferentes comunidades de inmigrantes, puesto que cada nueva oleada de inmigrantes empieza desde debajo de la pirámide social y tiene que “forjarse su camino”. El presunto crisol (melting pot) americano es en realidad un sistema extremadamente complicado de (no siempre) coexistencia pacífica entre diferentes grupos.
Históricamente, junto a instituciones como los organismos religiosos, la formación de organizaciones criminales ha demostrado ser un medio para que los grupos excluidos ganen acceso al poder. La burguesía norteamericana tiene una larga experiencia en la integración de las mejores redes del hampa en las alturas. A menudo se trata de sagas familiares repetidas: el padre un gánster, el hijo un abogado o un político, y el nieto o nieta un filántropo o mecenas. La ventaja de este sistema era que la violencia sobre la que se basaba no era abiertamente política. Y eso lo hacía compatible con el sistema bipartidista. El lado al que fuera el voto italiano, judío o irlandés, dependía de las diferentes constelaciones dadas y de lo que Trump llamaría los “tratos” que los republicanos y los demócratas ofrecieran a las diferentes comunidades e intereses particulares. En Norteamérica, esas constelaciones entre comunidades tienen que negociarse constantemente, y no solo las que existen entre las diferentes industrias o ramas de la economía por ejemplo.
Pero este proceso de integración políticamente no partidista esencialmente, compatible con la estabilidad del aparato de partidos, empezó a fallar por primera vez frente a las demandas de los negros norteamericanos. Estos últimos habían llegado a Norteamérica originariamente no como colonos, sino como esclavos. Desde el principio tuvieron que soportar todo el embate del moderno racismo capitalista. Para ganar acceso a la igualdad burguesa ante la ley y al poder y los privilegios para una élite de raza negra tuvieron que ser creados movimientos abiertamente políticos. Sin Martin Luther King, o el Movimiento de Derechos Civiles, pero también sin la violencia de un nuevo tipo –las revueltas en los guetos negros en los 60 y los Black Panters- no hubiera sido posible la presidencia de Obama. La élite dirigente establecida consiguió gestionarlo vinculando el Movimiento Por los Derechos Civiles al partido demócrata. Pero de esa forma se puso en cuestión la división que existía entre los diferentes grupos étnicos y los partidos políticos. El voto de los negros va regularmente al partido demócrata. Al principio los Republicanos fueron capaces de desarrollar un contrapeso ganando una parte más o menos estable del voto latino (principalmente de la comunidad cubana en el exilio). Respecto al voto “blanco”, continuó yendo a uno u otro lado dependiendo de la oferta.
Hasta las elecciones de 2016. Uno de los factores que llevó a Trump a la Casa Blanca fue la alianza electoral que hizo con diferentes grupos de “blancos supremacistas”. A diferencia del racismo rancio del Klu klux klan, con su nostalgia del sistema esclavista que reinaba en los estados del sur hasta la guerra civil americana, el odio de esas nuevas corrientes se dirige contra los negros pobres de las zonas urbanas y rurales, pero también contra los latinos pobres, condenados como criminales y parásitos sociales. Aunque el propio Trump puede que no sea un racista de este tipo, esos blancos supremacistas modernos crearon una especie de bloque electoral a su favor. Por primera vez, millones de votantes blancos emitieron su voto no según las recomendaciones de “sus” diferentes comunidades, ni por uno u otro partido, sino por alguien a quien veían como el representante de una amplia comunidad “blanca”. En la base de esto hay un proceso de “comunitarización” de la política burguesa norteamericana. Un paso más en la segregación del llamado melting pot.
El dilema de la clase dirigente norteamericana y el «Make America Great Again» de Trump
El problema de todos los candidatos republicanos que intentaron oponerse a Trump y después de la misma Hillary Clinton, no era solo que no resultaban convincentes, sino que ellos mismos no estaban convencidos. Todo lo que podían proponer fueron diferentes variantes del «business as usual» (de lo de siempre). Sobre todo no tenían ninguna alternativa al «Make America Great Again» de Trump. Detrás de esta consigna no hay solo una nueva versión del viejo nacionalismo. El americanismo de Trump es de un nuevo tipo. Contiene la admisión clara de que Norteamérica ya no es tan «grande» como antes. Económicamente ha sido incapaz de prevenir el auge de China. Militarmente ha sufrido una serie de reveses más o menos humillantes: Afganistán, Irak, Siria. EEUU es una potencia en declive, aún cuando sigue siendo de lejos económica y sobre todo militar y tecnológicamente, el líder mundial. Y EEUU no es una excepción en un mundo que, al contrario, estaría prosperando. El declive norteamericano simboliza el de todo el capitalismo. El vacío creado por la ausencia de alternativas de la élite dirigente ha ayudado a dar su oportunidad a Trump.
Y no es que EEUU no haya intentado reaccionar frente a su declive histórico. Muchos de los cambios anunciados por Trump ya vienen de antes, en particular de Obama. Incluyendo dar mayor prioridad económica y sobre todo militarmente a la zona del Pacífico, de modo que a los “socios” de la OTAN se les ha pedido que carguen con una parte mayor de los costos; o una política económica más dirigida por el Estado frente a la gestión de la crisis de 2008 y sus consecuencias. Pero eso solo podría frenar el declive actual, mientras que Trump dice ser capaz de revertirlo.
Frente a este declive, y a las crecientes divisiones raciales, religiosas, étnicas y de clase, Trump quiere unir a la nación tras su clase dirigente en nombre de un nuevo americanismo. Según Trump EEUU ha sido la principal víctima del resto del mundo. Dice que, mientras EEUU se ha estado agotando y despilfarrando sus recursos para mantener el orden mundial, el resto se ha aprovechado de ese orden a expensas del «propio país de Dios» («God’s own country» ). Los “Trumpistas” no están pensando solo en Europa o Asia oriental, que han estado inundando el mercado norteamericano con sus productos. Uno de los principales explotadores de EEUU, según Trump, es México, al que acusa de exportar su superávit de población al sistema de Seguro Social norteamericano, mientras desarrolla al mismo tiempo su propia industria a tal extremo que su producción automovilística está adelantando la de su vecino del norte.
Esto equivale a una nueva y virulenta forma de nacionalismo, reminiscente del nacionalismo «underdog» alemán tras la Iª guerra mundial y el tratado de Versalles. La orientación de esta forma de nacionalismo ya no es justificar la imposición de un orden mundial dictado por EEUU. Su orientación es la de poner en cuestión el orden mundial existente.
La ruleta rusa de Trump
Pero lo que el mundo se pregunta es si Trump tiene una verdadera política que ofrecer en respuesta al declive norteamericano. Si no es el caso, si su alternativa es puramente ideológica, no es probable que dure mucho. Ciertamente Trump no tiene ningún programa coherente para su capital nacional. Nadie es tan claro sobre esto como el mismo Trump. Su política, como él declara repetidamente, es hacer “grandes negocios” para EEUU (y para él) cuando se presente la oportunidad. El nuevo programa del capital norteamericano es, aparentemente, Trump mismo: un amante del riesgo, un hombre de negocios que ha pasado por varias bancarrotas, como cabeza del Estado.
Pero esto no significa necesariamente que Trump no tenga ninguna posibilidad de al menos frenar el declive de EEUU. De hecho PODRÍA conseguirlo, al menos parcialmente –pero sólo si tiene suerte. Aquí nos aproximamos al punto crucial del Trumpismo. El nuevo presidente, que quiere dirigir la primera potencia mundial como si fuera una empresa capitalista, está dispuesto, para conseguir sus objetivos, a correr riesgos incalculables –riesgos que ningún político burgués “convencional” en su posición querría correr. Si funciona, podría volverse en beneficio del capitalismo norteamericano a expensas de sus rivales sin demasiados daños para el conjunto del sistema. Pero si sale mal, las consecuencias pueden ser catastróficas para EEUU y para el capitalismo mundial.
Podemos dar tres ejemplos de la clase de política «Va Banque» a la que quiere lanzarse Trump. Uno de ellos es su política proteccionista de chantaje. Su objetivo no es acabar con el presente orden económico mundial (“globalización”) sino conseguir un acuerdo mejor para Norteamérica en ese orden. EEUU es el único país cuyo mercado interno es tan grande para permitirse amenazar a sus rivales con medidas proteccionistas de envergadura. El súmmum de la racionalidad de la política de Trump es su cálculo de que los líderes políticos de sus principales rivales están menos locos que él, es decir, que no correrán el riesgo de una guerra comercial proteccionista. Pero si sus medidas desencadenaran una reacción en cadena fuera de control, el resultado podría ser una fragmentación del mercado mundial comparable a lo que ocurrió durante la Gran Depresión.
El segundo ejemplo es la OTAN. El gobierno Obama ya había empezado a presionar a los “socios” europeos para que asumieran una mayor parte de los costes de la Alianza en Europa y en otros sitios. La diferencia ahora es que Trump está dispuesto a amenazar con ningunear o marginar a la OTAN si no se cumplen los deseos de Washington. También aquí Trump está jugando con fuego, puesto que la OTAN es primero y principalmente un instrumento para asegurar la presencia del imperialismo USA en Europa.
El último ejemplo que daremos es el proyecto de Trump de un «Gran acuerdo» con Rusia y Putin. Uno de los principales problemas de la economía rusa actualmente es que no ha completado en realidad la transformación desde un régimen estalinista a un orden capitalista que funcione propiamente como tal. Esta transformación se vio obstaculizada durante una primera fase por la prioridad del gobierno de Putin de prevenir que la industria armamentística, o importantes materias primas fueran compradas por capital extranjero. El proceso de privatización necesario se hizo a medias, de manera que una gran parte de la industria rusa aún funciona sobre la base de una asignación de recursos administrativa. El plan de Putin era abordar en una segunda fase la privatización y la modernización de la economía en colaboración con la burguesía europea, principalmente con Alemania. Pero ese plan fue frustrado con éxito por Washington, esencialmente a través de su política de sanciones contra Rusia. Aunque tuvieran ocasión ante la política rusa de anexión de Ucrania, adicionalmente tenían el objetivo de prevenir un reforzamiento económico tanto de Rusia como de Alemania.
Pero ese éxito –quizás el principal logro frente a Europa de la presidencia de Obama- tiene consecuencias negativas para el conjunto de la economía mundial. La implantación de una verdadera propiedad privada en Rusia crearía un amasijo de nuevos actores económicos solventes que pueden responder por los préstamos que reciben con terrenos, materias primas, etc. En vistas de las dificultades de la economía mundial actualmente, cuando incluso en China el crecimiento se está enlenteciendo, ¿Puede el capitalismo permitirse renunciar a tales «negocios»?
No, según Trump. Su idea es que no sea Alemania y Europa, sino EEUU, quien se convierta en «socio» de Putin en esa transformación. Según Trump (que por supuesto también espera lucrativos negocios para sí mismo), la burguesía rusa, que es obviamente incapaz de abordar por sí misma su modernización, puede escoger entre tres posibles socios, incluyendo a China. Puesto que ésta es la mayor amenaza para EEUU, es vital que sea Washington en vez de Pekín, quien asuma ese papel.
Sin embargo ninguno de los proyectos de Trump ha provocado una resistencia tan amarga como éste en la clase dirigente en EEUU. Toda la fase entre la elección de Trump y su toma de posesión ha estado dominada por los intentos conjuntos de la «comunidad de Inteligencia», los principales medios de comunicación y el gobierno Obama, de sabotear el acercamiento previsto a Moscú. En esto todos ellos piensan que el riesgo que asume Trump es demasiado alto. Aunque es verdad que el principal contendiente actualmente es China, una Rusia modernizada constituiría un riesgo adicional considerable para EEUU. Después de todo Rusia es (también) una potencia europea, y Europa aún es el corazón de la economía mundial. Y Rusia aún tiene el segundo mayor arsenal nuclear tras EEUU. Otro posible problema es que, si las sanciones económicas contra Rusia fueran anuladas, la esfinge del Kemlin, Vladimir Putin, se considera perfectamente capaz de tomar la delantera a Trump reintroduciendo a los europeos en sus planes (para limitar así su dependencia de EEUU). La burguesía francesa, por ejemplo, ya está preparada para el caso: dos de los candidatos para las próximas elecciones presidenciales (Fillon y Le Pen) no han ocultado sus simpatías por Rusia.
Por el momento, la salida de este último conflicto entre la burguesía norteamericana sigue abierta. Mientras, la argumentación de Trump es unilateralmente económica (aunque no hay que excluir en absoluto que pueda ampliar su aventurerismo hacia una política de provocación militar hacia Pekín). Pero lo que es cierto es que una respuesta efectiva a largo plazo al desafío chino, ha de tener un fuerte componente económico y no puede ceñirse solamente al terreno militar. Hay dos áreas en particular en las que la economía norteamericana tiene que cargar con un presupuesto más pesado que China, y que Trump debería intentar “racionalizar”. Una es el enorme presupuesto militar. A este respecto, la política hacia Rusia también tiene una dimensión ideológica puesto que, en los últimos años, la idea de que Putin quería restablecer la Unión Soviética ha sido una de las principales justificaciones dadas para la persistencia de un gasto astronómico de “defensa”.
El otro presupuesto que Trump quiere reducir significativamente es el de bienestar social. Aquí sin embargo, en el ataque a la clase obrera, puede contar con el apoyo de toda la clase dominante.
La promesa de violencia de Trump
Junto a una actitud de aventurerismo irresponsable, la otra gran característica del Trumpismo es la amenaza de violencia. Una de sus especialidades es amenazar a las empresas que operan internacionalmente con represalias si no hacen lo que él quiere. Y lo que quiere, según dice, son «empleos para los trabajadores norteamericanos». Su forma de acosar a las grandes Compañías por twitter también tiene la intención de impresionar a los que viven constantemente con miedo porque su existencia depende de los antojos de esas Compañías gigantes. A esos trabajadores se les invita a identificarse con su fuerza, que supuestamente estaría a su servicio, porque son buenos y honestos obedientes estadounidenses que quieren trabajar duro por su país.
Durante su campaña electoral, Trump le dijo a su contendiente Hillary Clinton que quería “meterla a la cárcel”. Después declaró que tendría clemencia hacia ella –como si la cuestión de cuándo otros políticos aterrizan en prisión dependiera de sus caprichos personales. No hay clemencia sin embargo para los inmigrantes ilegales. Obama ya deportó más inmigrantes que cualquier otro presidente de EEUU antes de él. Trump quiere encarcelarlos dos años antes de expulsarlos. La promesa de que va a correr la sangre es el aura que atrae a una multitud creciente de los que, en esta sociedad, son incapaces de defenderse ellos mismos pero tienen sed de venganza. Gente que acude a sus mítines a protestar y que Trump ha zurrado ante los ojos de toda la nación. Mujeres, “outsiders”, los llamados inadaptados sociales, a los que se hace entender que deberían sentirse afortunados por estar expuestos solo a su violencia verbal. No solo quiere construir un muro para mantener lejos a los mexicanos, sino que promete hacérselo pagar a ellos. A la exclusión se añade la humillación.
Esas amenazas han sido obviamente una parte calculada de la demagógica campaña electoral de Trump, pero al tomar posesión de su cargo no ha perdido el tiempo impulsando una serie de “hechos consumados” destinados a probar que, a diferencia de otros políticos, va a hacer lo que dice. La expresión más espectacular de eso –que ha causado enorme consternación entre la burguesía y en el conjunto de la población- ha sido su “veto musulmán”, que niega a los viajeros de un cuidadosamente seleccionado número de países de mayoría musulmana, el derecho a entrar o volver a EEUU. Esto es sobre todo una declaración de intención, un signo de su voluntad de poner en el punto de mira a las minorías y asociar el islam en general con el terrorismo, por mucho que niegue que esta medida está destinada específicamente a los musulmanes.
Lo que EEUU necesita, dice Trump al mundo, son más armas y más tortura. La civilización burguesa moderna desde luego no anda escasa de chulos y matones y admira y aclama a los que toman por sí mismo todo lo que pueden conseguir a expensas de los otros. Lo que es una novedad es que millones de personas en uno de los países más modernos del mundo, quiera un matón semejante a la cabeza del Estado. Trump, igual que su modelo y puede que amigo Putin, son populares no a pesar de su chulería, sino debido a ella.
En el capitalismo siempre hay dos posibles alternativas, o intercambio de equivalentes, o no intercambio de equivalentes (robo). Puedes darle a alguien un equivalente por lo que consigues, o no dárselo. Para que funcione el mercado, sus sujetos tienen que renunciar a la violencia en la vida económica. Y lo hacen bajo amenaza de represalias, como la cárcel, pero también con la promesa de que su renuncia valdrá la pena para ellos a largo plazo en términos de hacer su existencia segura. Sin embargo el caso es que la base de la vida económica en el capitalismo es el robo, la plusvalía que el capitalista gana del plus de trabajo no pagado de los obreros asalariados. Este robo se ha legalizado como la propiedad privada capitalista de los medios de producción; el Estado, que es el aparato de Estado de la clase dominante, la impone por la fuerza cada día. La economía capitalista requiere un tabú respecto a la violencia para que el mercado funcione. Comprar y vender se supone que son actividades pacíficas –incluyendo la compra-venta de la fuerza de trabajo: los obreros no son esclavos. En circunstancias “normales”, la gente que trabaja están dispuestos a vivir más o menos en paz en esas condiciones, a pesar de darse cuenta de que hay una minoría que se niega a hacer lo mismo. Esa minoría se compone del medio criminal, que vive del robo, y del Estado, que es el mayor ladrón de todos, tanto en relación a “su propia” población (impuestos), como en relación a los otros Estados (guerra). Y aunque el Estado reprime a los criminales en defensa de la propiedad privada, en las altas esferas los principales gánsteres y el Estado tienden a colaborar mas que a oponerse entre sí. Pero cuando el capitalismo ya no puede hacer creíble siquiera la ilusión de una posible mejora de las condiciones de vida para el conjunto de la sociedad, el conformismo del conjunto de la sociedad empieza a resquebrajarse.
Hoy hemos entrado en un periodo (similar al de la década de 1930) en que amplios sectores de la sociedad se sienten engañados y ya no creen que renunciar a la violencia valga la pena. Pero siguen intimidados por la amenaza de represión, por el status ilegal del mundo criminal. Y ahí es cuando el anhelo de ser parte de los que roban sin miedo se hace político. La esencia de su “populismo” es la demanda de que la violencia contra ciertos grupos sea legalizada, o al menos tolerada no oficialmente. En la Alemania de Hitler, por ejemplo, el curso a la guerra era una manifestación “normal” del “Estado ladrón” que compartía con la Rusia de Stalin, EEUU de Roosevelt, etc. Lo que era nuevo en el Nacional Socialismo fue el robo sistemático, organizado por el Estado, contra parte de su propia población. Los pogromos y la búsqueda de chivos expiatorios se legalizaron. El Holocausto no fue principalmente producto de la historia del anti-semitismo o del Nazismo. Fue un producto del capitalismo moderno. El robo se convierte en la perspectiva económica alternativa de sectores de la población que se hunden en la barbarie. Pero esta barbarie es la del propio sistema capitalista. El Hampa, el mundo criminal, es tanto parte de la sociedad burguesa como la Bolsa. El robo y la compraventa son los dos polos de la avanzada sociedad moderna basada en la propiedad privada. La práctica del robo solo puede abolirse aboliendo la sociedad de clases. Cuando el robo empieza a reemplazar la compra y la venta, significa al mismo tiempo la autorrealización y la autodestrucción de la civilización burguesa. En ausencia de una alternativa, de una perspectiva revolucionaria comunista, crece el anhelo de ejercer la violencia contra otros.
«El pescado apesta desde la cabeza hacia abajo»
¿Qué pasa cuando partes de la misma clase dominante, seguidas por parte de las capas intermedias de la sociedad, empiezan a perder la confianza en la posibilidad de un crecimiento sostenido de la economía mundial? ¿O cuando empiezan a perder la esperanza de poder beneficiarse de cualquier crecimiento que se produjera? De ninguna manera querrían renunciar a sus aspiraciones de un (mayor) pedazo de riqueza y poder. Si la riqueza disponible no aumentara, lucharían por un mayor pedazo a expensas del resto. Aquí radica la conexión entre la situación económica y la creciente sed de violencia. La perspectiva de crecimiento empieza a ser reemplazada por la perspectiva de robo y pillaje. Si millones de trabajadores ilegales fueran expulsados, entonces según el cálculo, habría más empleos, viviendas y beneficios sociales, para los que se quedaran. Lo mismo vale para todos esos que viven del sistema de beneficios sociales sin contribuir. Y respecto a las minorías étnicas, algunos tienen trabajos que podrían pasar a manos de otros. Esta forma de pensar, emerge de las profundidades de la “sociedad civil” burguesa.
Sin embargo, de acuerdo con un viejo proverbio, “el pescado comienza a apestar desde la cabeza hacia abajo”. Es ante todo el Estado y el aparato económico de la clase dominante lo que produce esta putrefacción. El diagnóstico que hacen los medios de comunicación capitalistas es que la presidencia de Trump, la victoria de los que están por el Brexit en Gran Bretaña, y el auge del “populismo” de derechas en Europa, son el resultado de una protesta contra la “globalización”. Pero esto solo es cierto si se entiende la violencia como la esencia de esta protesta, y si la globalización se comprende, no solo como una opción económica entre otras, sino como una etiqueta para nombrar los medios extremadamente violentos por los que se ha mantenido vivo en las recientes décadas el capitalismo en declive. El resultado de esa gigantesca ofensiva económica y política de la burguesía (una especie de guerra de la clase capitalista contra el resto de la humanidad y contra la naturaleza) ha sido la producción de millones de víctimas, no solo entre la población trabajadora de todo el planeta, sino incluso en las filas de la propia clase dominante. Es fundamentalmente este último aspecto, por sus dimensiones, lo que no tiene precedentes en absoluto en la historia moderna. Tampoco tiene precedentes el grado en que, partes de la burguesía en EEUU y del mismo aparato de Estado, han sido víctimas de esta devastación. Y eso es así aún cuando EEUU fue el principal instigador de esa política. Es como si la clase dominante se viera obligada a amputar partes de su propio cuerpo para salvar el resto. Sectores enteros de la industria nacional se cerraron porque sus productos podían producirse más baratos en alguna otra parte. Pero no solo esas industrias tuvieron que echar la persiana –partes enteras del país se dejaron echar a perder en el proceso: regiones y administraciones, consumidores locales, minoristas y agencias de crédito, proveedores subsidiarios, industria local de la construcción, etc., fueron todos desguazados. No solo obreros, sino también grandes y pequeños propietarios, funcionarios, dignatarios locales, pueden contarse entre las víctimas. A diferencia de los trabajadores, que perdieron su sustento, estas víctimas burguesas y pequeñoburguesas perdieron su poder, sus privilegios y su status social.
Este proceso tuvo lugar, más o menos radicalmente, en todos los viejos países industriales las pasadas tres décadas. Pero en EEUU ha habido, además, una especie de terremoto en el sector militar y el así llamado, de inteligencia. Con Bush hijo y Rumsfeld, parte de las fuerzas armadas y de las fuerzas de seguridad, e incluso de los servicios de “inteligencia” fueron “privatizados” –medidas que costaron sus empleos a muchos altos mandos. Adicionalmente, la “inteligencia” tuvo que afrontar la competencia de las modernas empresas media como Google o Facebook, que en cierta forma están tan bien informadas y son tan importantes para el Estado, como la CIA o el FBI. En el curso de este proceso, el balance de fuerzas al interior de la clase dirigente ha cambiado, incluyendo al nivel económico, donde los sectores de crédito y finanzas (“Wall Street”) y las nuevas tecnologías (“Silicon Valley”) no solo están entre los principales beneficiarios de la “globalización”, sino entre sus principales protagonistas.
En oposición a estos sectores, que apoyaron la candidatura de Hillary Clinton, los partidarios de Donald Trump no tienen que ubicarse al interior de fracciones económicas específicas, aunque sus partidarios más rotundos se encuentran entre los ejecutivos de las viejas industrias que han decaído tanto en las décadas recientes. Más bien habría que buscarlos aquí y allá a través del aparato estatal y económico del poder. Ellos fueron los francotiradores que provocaron el fuego cruzado desde detrás de los escenarios contra Clinton como la supuesta candidata de “Wall Street”. E incluyen magnates de los negocios, publicistas frustrados y líderes del FBI. Para esos de entre ellos que han perdido la esperanza de hacerse a sí mismos “grandes de nuevo”, su apoyo a Trump fue sobre todo una especie de vandalismo político, de venganza ciega contra la élite dirigente.
Este vandalismo también puede verse en la voluntad de importantes fracciones de la clase dirigente –sobre todo las vinculadas a la industria del petróleo- de respaldar el rechazo indiscriminado de Trump de la explicación científica del cambio climático, que él ha desestimado “olímpicamente” como un chiste inventado por los chinos. Esto es una manifestación más del hecho de que partes significativas de la burguesía han perdido hasta tal punto la visión de cualquier futuro para la humanidad que están descaradamente dispuestas a poner sus márgenes de beneficio (“nacionales”) por encima de cualquier otra consideración por el mundo natural, y así a correr el riesgo de socavar las bases fundamentales para cualquier vida social humana. La guerra contra la naturaleza, que fue ampliamente intensificada por el orden mundial “neo-liberal”, se llevará a cabo aún más brutalmente por Trump y sus vándalos colegas.
Lo que ha ocurrido es muy grave. Mientras las fracciones dirigentes de la burguesía en EEUU todavía apoyan el orden mundial económico existente y quieren implicarse en su mantenimiento, el consenso sobre esto en el conjunto de la clase dirigente ha empezado a derrumbarse. Esto es así en primer lugar porque a una parte creciente de ella parece que ya no le preocupa este orden mundial. En segundo lugar porque las fracciones dirigentes fueron incapaces de prevenir la llegada de un candidato de esos bandidos a la Casa Blanca. La erosión, tanto de la cohesión de la clase dirigente, como de su control sobre su propio aparato político, difícilmente podría haberse manifestado más claramente. Desde que, hace tiempo, con su victoria en la IIª Guerra mundial, la burguesía norteamericana tomó de manos de su homóloga británica el papel dirigente en la gestión del conjunto de la economía mundial, ha asumido continuamente esta responsabilidad. En general, la burguesía del capital nacional dirigente a escala mundial es la mejor situada para asumir ese papel. Más aún cuando, como EEUU, dispone del poderío militar para dar a su liderazgo autoridad adicional. Es notable que actualmente ni EEUU, ni su predecesor Gran Bretaña sean capaces de asumir ese papel –y básicamente por la misma razón. Se trata del peso del populismo político, que está sacando a Londres de las instituciones económicas europeas. Fue un signo de algo próximo a la desesperación que, a principios del nuevo año, el Financial Times, que es una de las voces importantes de la City de Londres, apelara a la canciller alemana Angela Merckel a asumir el liderazgo mundial. Trump, en cualquier caso, parece reticente e incapaz de asumir ese papel, y por el momento no hay ningún otro dirigente mundial que pueda reemplazarlo. El sistema capitalista y la humanidad entera tienen por delante una peligrosa fase.
El debilitamiento de la resistencia de la clase obrera
El debilitamiento del principio de solidaridad claramente indica que la victoria de Trump no es solo resultado de una pérdida de perspectiva de la clase capitalista, sino también de la clase obrera. Como resultado, muchos más trabajadores que antes son influenciados negativamente por lo que se llama populismo. Es significativo, por ejemplo, que junto a millones de obreros blancos, muchos latinos también hayan votado por Trump, a pesar de sus diatribas contra ellos. Muchos de los últimos en ganar acceso a la «misma patria de Dios» -precisamente por el miedo a ser expulsados los primeros- fueron arrastrados a pensar que estarían más a salvo si la puerta se cerrara firmemente tras ellos.
¿Qué ha pasado con la clase obrera, con su perspectiva revolucionaria, con su identidad de clase y su tradición de solidaridad? Hace aproximadamente medio siglo se produjo una vuelta de la clase obrera a la escena de la historia, sobre todo en Europa (Mayo 1968 en Francia, Otoño 1969 en Italia, 1970 en Polonia, etc.), pero también más globalmente. En el “Nuevo Mundo” este renacimiento de la lucha de clases se manifestó en América latina (sobre todo en 1969 en Argentina) pero también en Norteamérica, en particular en EEUU. Hubo dos expresiones principales de este resurgimiento. Una fue un amplio desarrollo de huelgas a menudo salvajes a gran escala, y otras luchas muchas veces radicales en el terreno económico por reivindicaciones obreras. La otra fue la reaparición de minorías politizadas entre la nueva generación, atraída por las posiciones revolucionarias proletarias. Particularmente importante fue la tendencia a desarrollar una perspectiva proletaria revolucionaria contra el estalinismo, que se reconocía más o menos claramente, como contra-revolucionario. La vuelta al centro de la situación de luchas obreras, de la identidad de clase y la solidaridad y de una perspectiva proletaria revolucionaria, iban de la mano. Durante la década de 1960 y 1970, probablemente varios millones de jóvenes en los viejos países industriales se politizaron de esta forma –una fuerza y esperanza de la humanidad.
Aparte del sufrimiento de la clase obrera, las dos “patatas calientes” del momento en EEUU eran la guerra de Vietnam (el gobierno norteamericano además había introducido el reclutamiento general) y la violencia y exclusión racista contra los negros. Al principio esos asuntos fueron, al menos parcialmente, factores adicionales de politización y radicalización. Sin embargo, a falta de cualquier experiencia política propia, privados de la guía de una generación veterana politizada de alguna forma en la tradición proletaria, los nuevos activistas albergaban enormes ilusiones sobre las posibilidades de una rápida transformación social. En particular los movimientos de clase de la época eran aún demasiado débiles tanto para obligar al gobierno a terminar la guerra de Vietnam, como para proteger a los negros y otras minorías contra el racismo y la discriminación (a diferencia del movimiento revolucionario de 1905 en Rusia, por ejemplo, que incluyó la revuelta contra la guerra ruso-japonesa, así como la protección de los judíos en Rusia contra los pogromos). Puesto que en el seno de la burguesía norteamericana se desarrollaron fracciones que, en su propio interés de clase, quisieron acabar con la implicación en Vietnam y permitir que la burguesía americana negra compartiera el poder, muchos de esos jóvenes militantes fueron arrastrados a la política burguesa, volviendo la espalda a la clase obrera. Otros, queriendo seguir comprometidos con la causa de los trabajadores, abrumados por la impaciencia, se presentaron como candidatos de izquierdas para las elecciones, o se enrolaron en los sindicatos con la esperanza de conseguir algo inmediato y tangible para los que decían representar. Esperanzas que fueron invariablemente defraudadas. Los obreros desarrollaron una hostilidad cada vez más abierta hacia esos izquierdistas, que además a menudo se desacreditaban ellos mismos y desacreditaban la reputación de la revolución por su identificación con regímenes contra-revolucionarios esencialmente estalinistas, y por su enfoque burgués y manipulador de la política. Respecto a esos mismos militantes, a su vez desarrollaron una hostilidad hacia la clase obrera, que se negó a seguirlos; una hostilidad que a veces se convirtió en odio. Todo esto contribuyó a una destrucción a gran escala de la energía política revolucionaria de la clase. Fue una tragedia para casi una generación entera de la clase obrera que había empezado tan prometedoramente. Luego siguió el hundimiento del estalinismo en 1989 (malentendido y manipulado como el hundimiento del comunismo y el marxismo) y el cierre de sectores industriales tradicionales enteros en los viejos países capitalistas (malentendido y manipulado como la desaparición de la clase obrera en esa parte del mundo. En ese contexto (como por ejemplo ha señalado el sociólogo francés Didier Eribon) la izquierda política (que para la CCI es la izquierda del capital, parte del aparato dirigente) fue de los primeros en declarar la desaparición de la clase obrera. Es revelador que, durante la campaña electoral reciente en USA, el candidato de los Demócratas (que solía reivindicarse como el representante del sector “trabajo”) nunca se refirió a nada parecido a la clase obrera, mientras que el multimillonario Donald Trump lo hizo constantemente. De hecho una de sus principales promesas fue la de prevenir la “extinción” de la clase obrera en EEUU (entendida solo como los “blue collars”). “Su” clase obrera es una parte esencial de la nación y del sueño capitalista: patriótica, trabajadora hasta la extenuación, obediente.
La desaparición, por el momento, de la identidad de clase de la clase obrera y de su solidaridad del primer plano de la escena es una catástrofe para el proletariado y para la humanidad. Frente a la incapacidad actual de cualquiera de las dos clases principales de la sociedad moderna de plantear una perspectiva propia creíble, la esencia misma de la sociedad burguesa aparece más claramente a la luz del día: insolidaridad. El principio de solidaridad que fue la red de seguridad, más o menos, de todas las sociedades precapitalistas basadas principalmente en la economía natural sobre la economía de mercado, se reemplaza por la red de seguridad de la propiedad privada –para los que la tienen. En la sociedad burguesa has de ser capaz de ayudarte a ti mismo, y el medio para esto no es la solidaridad, sino la solvencia y la seguridad crediticia. Durante muchas décadas, en los principales países industriales, el Estado del bienestar –aunque parte integrante de la economía de crédito y de Seguro social- se usó para ocultar la eliminación de la solidaridad de la “agenda” social. Hoy en día el rechazo de la solidaridad no solo no se oculta, sino que gana cada vez más terreno.
El desafío para la clase obrera
La manifestación de millones de personas, principalmente mujeres, por todo EEUU, contra el nuevo presidente el día después de su toma de posesión, mostró claramente que gran parte de la población obrera de EEUU no apoya a Trump ni a su tendencia. Sin embargo, lejos de oponerse al nacionalismo de Trump, esas manifestaciones tendían a responder a Trump en su propio terreno reivindicando: «nosotros somos la verdadera América».
Esas manifestaciones mostraron de hecho que la política populista de exclusión y chivo expiatorio no es el único peligro para la clase obrera. Esta joven generación que expresa su protesta, si es cierto que no se deja arrastrar por Trump, corre el riesgo sin embargo de caer en la trampa de defender la sociedad burguesa “liberal” y “democrática”. Las fracciones dirigentes de la burguesía estarían encantadas de ganar el apoyo de los sectores más inteligentes y generosos de la clase obrera en defensa de la versión actual de un sistema de explotación que –incluso sin “populismo”- se ha convertido desde hace tiempo en una amenaza para la existencia de nuestra especie, y que además es él mismo el productor del “populismo” que quiere mantener a raya. Es innegable que actualmente, para muchos trabajadores, a falta de una alternativa revolucionaria en la que puedan confiar, un Obama, Sanders o Ángela Merkel, pueden aparecer como el mal menor comparado con Trump, Farage, Le Pen o ”Alternative für Deutschland”. Pero al mismo tiempo, esos trabajadores también se sienten indignados por lo que la “sociedad liberal” ha hecho a la humanidad en las décadas pasadas. El antagonismo de clase persiste.
También habría que señalar que la resistencia en la clase obrera al populismo no en sí una prueba de que esos trabajadores sigan a los liberales burgueses y estén dispuestos a sacrificar sus propios intereses de clase. Millones de obreros en el corazón del sistema de producción globalizado son sobre todo muy conscientes de que su existencia material depende de un sistema mundial de producción e intercambio y de que no puede haber ninguna reversión a una división más local del trabajo. También son conscientes de que lo que Marx llamaba la “socialización” de la producción (la substitución del individuo por el trabajo asociado ) les enseña a colaborar entre ellos a escala mundial, y que solo a esa escala pueden superarse los problemas actuales de la humanidad. En la situación histórica actual, en ausencia de identidad de clase y de una perspectiva de lucha por una sociedad sin clases, el potencial revolucionario de la sociedad contemporánea toma refugio, por el momento, en las condiciones “objetivas”: la persistencia de los antagonismos de clase; la naturaleza irreconciliable de los intereses de clase; la colaboración mundial de los proletarios en la producción y la reproducción de la vida social. Solo el proletariado tiene un interés objetivo y la capacidad para resolver la contradicción entre la producción mundial y la apropiación privada y nacional estatal de la riqueza. Puesto que la humanidad no puede volver atrás a la producción para el mercado local, solo puede ir adelante aboliendo la propiedad privada, poniendo el proceso internacional de producción a disposición del conjunto de la humanidad.
Sobre estas bases objetivas, las condiciones subjetivas para la revolución aún pueden recuperarse, en particular a través de la vuelta de la lucha económica del proletariado a escala importante, y a través del desarrollo de una nueva generación de minorías políticas revolucionarias con la intrepidez necesaria para adherir, ahora más que nunca, a la causa de la clase obrera, y de hacerlo con la profundidad necesaria para convencer al proletariado de su propia misión revolucionaria.
SteinKlopfer. 27.01.2017