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Terminamos aquí la publicación de la serie de artículos sobre los “Problemas del período de transición”, publicados en la revista Bilan entre 1934 y 1937. Este último artículo se publicó en Bilan no 38 (diciembre de 1936/enero de 1937). En él se continua el debate teórico que la Izquierda italiana quería llevar a cabo a toda costa, pues lo consideraba como la clave para sacar las lecciones de la derrota de la Revolución rusa y preparar el terreno para el éxito de la revolución en el futuro. Como lo mencionamos en la introducción del artículo anterior de la serie, el debate fue muy amplio. El artículo que sigue se refiere a la corriente trotskista, a los internacionalistas holandeses y también a los desacuerdos entre Mitchell (miembro de la minoría de la Liga de los comunistas internacionalistas que evolucionó para formar la Fracción belga de la Izquierda comunista) y “los camaradas de Bilan” quienes, según Mitchell, no insistían lo suficiente en el problema de la transformación económica tras la toma del poder por el proletariado.
Sea cual que sea la respuesta a ese problema, el texto de Mitchell plantea una serie de cuestiones importantes sobre la política económica del proletariado; en particular, cómo superar la dominación de la producción sobre el consumo característica de las relaciones sociales capitalistas, y cómo eliminar la ley del valor tan propia de esas relaciones. No trataremos estas cuestiones aquí, pero posteriormente habrá otro artículo que intentará estudiar más profundamente las divergencias entre los Comunistas de izquierda italianos y los holandeses, puesto que este debate sigue siendo, hasta hoy, la base de partida para abordar el problema de cómo podrá la clase obrera suprimir la acumulación capitalista y crear un método de producción que responda a las verdaderas necesidades de la humanidad.
Bilan n° 38 (diciembre 1936-enero de 1937)
Nos quedan por examinar algunas normas de gestión económicas que condicionan, a nuestro parecer, el vínculo entre el partido y las masas, base del reforzamiento de la dictadura del proletariado.
Es una verdad para cualquier sistema de producción: no puede desarrollarse sino basándose en una reproducción ampliada, o sea en la acumulación de riquezas. Pero un tipo de sociedad se define menos por sus formas y manifestaciones exteriores que por su contenido social, por los mecanismos dominantes en la producción, o sea por las relaciones de clase. En la evolución histórica, ambos procesos, interno y externo, se mueven evidentemente en una constante contradicción. El desarrollo capitalista ha demostrado con toda evidencia que la progresión de las fuerzas productivas genera al mismo tiempo su contrario, el retroceso de las condiciones materiales del proletariado, fenómeno que se tradujo en la contradicción entre el valor de cambio y el valor de uso, entre la producción y el consumo. Ya señalamos que el sistema capitalista no fue un sistema progresista por naturaleza, sino por necesidad (aguijoneado por la acumulación y la competencia). Marx puso en evidencia ese contraste diciendo que el “aumento de la fuerza productiva sólo tiene importancia si aumenta el trabajo excedente (o sobretrabajo) de la clase obrera y no si disminuye el tiempo necesario para la producción material” (el Capital, Volumen X) .
Partiendo de la comprobación válida para todos los tipos de sociedades de que el sobretrabajo es inevitable, el problema se concentra esencialmente entonces en el método de apropiación y la destrucción del sobretrabajo, la masa de sobretrabajo y su duración, la relación de esta masa con el trabajo total, y, en fin, el ritmo de su acumulación. E inmediatamente, podemos poner de relieve otra observación de Marx, que “la verdadera riqueza de la sociedad y la posibilidad de una ampliación continua del proceso de reproducción no depende de la duración del trabajo excedente, sino de su productividad y de las condiciones más o menos ventajosas en que trabaja esa productividad” (el Capital). Añade además que la condición fundamental para la instauración del “régimen de la libertad”, es la reducción de la jornada laboral.
Estas consideraciones nos permiten percibir la tendencia que debe imprimirse a la evolución de la economía proletaria. También nos autorizan a rechazar la concepción que ve la prueba absoluta del “socialismo” en el crecimiento de las fuerzas productivas. Esa concepción no sólo fue defendida por el centrismo, sino también por Trotski: “... el liberalismo hace como si no viera los enormes progresos económicos del régimen soviético, es decir las pruebas concretas de las incalculables ventajas del socialismo. Los economistas de las clases desposeídas silencian simplemente los ritmos de desarrollo industrial sin precedentes en la historia mundial” (“Lucha de clases”, junio de 1930).
Ya lo hemos mencionado al empezar este capítulo, esa cuestión de “ritmo” siguió siendo una de las preocupaciones principales de Trotski y de su oposición por mucho que no sea, ni mucho menos, la misión del proletariado, la cual consiste en modificar el objetivo de la producción y no en acelerar su ritmo a costa de la miseria del proletariado, como ocurre bajo el capitalismo. El proletariado tiene tantas menos razones de ocuparse del “ritmo” porque, por un lado, no condiciona para nada la construcción del socialismo, puesto que éste es de carácter internacional, y porque, por otro lado, la contribución de la alta tecnología capitalista a la economía socialista mundial hará aparecer su valor nulo.
Reorientar la producción al servicio del consumo
Cuando nos planteamos como tarea económica primordial la necesidad de cambiar el objetivo de la producción, es decir de orientarlo hacia las necesidades del consumo, lo decimos obviamente como un proceso y no como un resultado inmediato de la Revolución. La estructura misma de la economía transitoria, tal como la analizamos, es incapaz de generar ese automatismo económico, ya que la supervivencia del “derecho burgués” deja subsistir algunas relaciones sociales de explotación y que la fuerza de trabajo sigue conservando, en cierta medida, su carácter de mercancía. La política del partido, estimulada por la actividad reivindicativa de los obreros a través de sus organizaciones sindicales, debe precisamente tender a suprimir la contradicción entre fuerza de trabajo y trabajo, desarrollada hasta su extremo límite por el capitalismo. En otros términos, al uso capitalista de la fuerza de trabajo para la acumulación de capital debe sustituirse el uso “proletario” de esa fuerza de trabajo para necesidades puramente sociales, lo que favorecerá la consolidación política y económica del proletariado.
En la organización de la producción, el Estado proletario ha de inspirarse, ante todo, de las necesidades de las masas, desarrollar las ramas productivas que pueden satisfacerlas, en función obviamente de las condiciones específicas y materiales que prevalecen en una economía determinada.
Si el programa económico elaborado se mantiene en el marco de la construcción de la economía socialista mundial, se mantiene pues conectado a la lucha de clases internacional, el Estado proletario podrá tanto más dedicarse a su tarea de desarrollar el consumo. Por el contrario, si ese programa adquiere un carácter autónomo dedicado directa o indirectamente al “socialismo nacional”, una parte creciente del plustrabajo se dedicará a construir empresas que, en el futuro, no se justificarán en la división internacional del trabajo; por el contrario, esas empresas deberán inevitablemente producir medios defensivos para “la sociedad socialista” en construcción. Veremos que ése ha sido precisamente el destino que esperaba a la Rusia soviética.
Es cierto que cualquier mejora de la situación material de las masas proletarias depende en primer lugar de la productividad laboral, y ésta del grado técnico de las fuerzas productivas, por consiguiente de la acumulación. Esa mejora depende, en segundo lugar, del rendimiento del trabajo correspondiente a la organización y a la disciplina en el proceso del trabajo. Esos son los elementos fundamentales, tal como existen también en el sistema capitalista, pero en este sistema los resultados concretos de la acumulación se desvían de su destino humano en beneficio de la acumulación “en sí”. La productividad laboral no se plasma en objetos de consumo, sino en capital.
De nada sirve ocultar que el problema no se resuelve ni mucho menos proclamando una política tendente a ampliar el consumo. Pero es necesario comenzar por afirmarlo porque se trata de una orientación primordial, radicalmente opuesta a la que propone que la industrialización y su crecimiento acelerado deben ser primordiales, sacrificando inevitablemente una o más generaciones de proletarios (el Centrismo (<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]-->) lo ha declarado abiertamente). Ahora bien, un proletariado “sacrificado”, incluso por objetivos que pueden parecer corresponder a su interés histórico (la realidad en Rusia demostró que no era sin embargo el caso) no puede constituir una fuerza real para el proletariado mundial; no puede sino desviarse de ese objetivo histórico, sometido a la hipnosis de unos objetivos nacionales.
Se objetará que no puede haber ampliación del consumo sin acumulación, y acumulación sin una extracción más o menos considerable del consumo. El dilema será tanto más agudo si corresponde a un desarrollo limitado de las fuerzas productivas y a una mediocre productividad laboral. Fue en estas pésimas condiciones en las que se planteó el problema en Rusia y que una de sus manifestaciones más dramáticas fue el fenómeno de las “tijeras”.
Basándonos también en las consideraciones internacionalistas que hemos desarrollado, se debe pues afirmar (si no se quiere caer en la abstracción) que las tareas económicas del proletariado, en su dimensión histórica, son primordiales. Los camaradas de Bilan, animados por la justa preocupación de poner en evidencia el papel del Estado proletario en el terreno mundial de la lucha de clases, han restado importancia al problema, al considerar que “los ámbitos económico y militar (<!--[if !supportFootnotes]-->[2]<!--[endif]-->) no podrán ser sino accesorios y de detalle en la actividad del Estado proletario, mientras que sí son esenciales para una clase explotadora” (Bilan, p. 612). Lo repetimos, el programa está determinado y limitado por la política mundial del Estado proletario, pero dicho eso, el proletariado no dejará de necesitar toda su vigilancia y toda su energía de clase para intentar encontrar la solución esencial al peliagudo problema del consumo que condicionará a pesar de todo su papel de “simple factor de la lucha del proletariado mundial”.
Los camaradas de Bilan cometen, a nuestro parecer, otro error (<!--[if !supportFootnotes]-->[3]<!--[endif]-->) al no hacer la distinción entre una gestión que tiende a la construcción del “socialismo” y una gestión socialista de la economía transitoria, declarando en particular que “lejos de poder prever la posibilidad de la gestión socialista de la economía en un país determinado y la lucha de la Internacional, debemos comenzar declarando la imposibilidad de esta gestión socialista”. Pero, ¿qué puede ser una política que procura mejorar las condiciones de vida de los obreros sino una política de gestión verdaderamente socialista destinada precisamente a invertir el proceso de la producción con relación al proceso capitalista? En el período de transición, es perfectamente posible hacer surgir esa nueva dirección económica de una producción que se realiza para las necesidades, por mucho que las clases sigan presentes.
Pero sin embargo, el cambio del objetivo de la producción no depende solamente de la adopción de una política justa, sino sobre todo de la presión de las organizaciones del proletariado sobre la economía y de la adaptación del aparato productivo a sus necesidades. Además, la mejora de las condiciones de vida no cae del cielo. Depende del desarrollo de la capacidad productiva, ya sea como consecuencia del aumento de la masa de trabajo social, de un rendimiento mayor del trabajo resultante de su mejor organización, o ya sea de la mayor producción del trabajo mediante medios de producción más potentes.
Por lo que se refiere a la masa de trabajo social – si suponemos invariable el número de obreros ocupados – ya dijimos que es el resultado de la duración y la intensidad con la que se emplea la fuerza de trabajo. Ahora bien, son precisamente esos dos factores unidos a la baja del valor de la fuerza de trabajo como efecto de su mayor productividad lo que determina el grado de explotación impuesto al proletariado en el régimen capitalista.
En la fase transitoria, la fuerza de trabajo aún conserva, es verdad, su carácter de mercancía en la medida en que el salario se confunde con el valor de la fuerza-trabajo: se despoja, en cambio, este carácter en la medida en que el salario se acerca al equivalente del trabajo total proporcionado por el obrero (abstracción hecha del plustrabajo imprescindible para las necesidades sociales) .
En contra de la política capitalista, una verdadera política proletaria, para aumentar las fuerzas productivas, no puede de ninguna manera basarse en el plustrabajo que procedería de una mayor duración o de una mayor intensidad del trabajo social que, bajo su forma capitalista, constituye la plusvalía absoluta. Debe, al contrario, fijar normas de ritmo y duración de trabajo compatibles con la existencia de una verdadera dictadura del proletariado y no puede sino ir hacia una organización más racional del trabajo, hacia la eliminación del despilfarro en las actividades sociales, aunque en este ámbito las posibilidades de aumentar la masa de trabajo útil se agotarán rápidamente.
En esas condiciones, la acumulación “proletaria” ha de encontrar su fuente esencial en el trabajo disponible gracias a una técnica más elevada.
Eso significa que el aumento de la productividad del trabajo plantea la siguiente alternativa: o una misma masa de productos (o valores de uso) determina una disminución del volumen total de trabajo consumido o, si éste sigue invariable (o incluso si disminuye según la importancia de los progresos técnicos realizados) la cantidad de productos que deben distribuirse aumentará. Pero en ambos casos, una disminución del plustrabajo relativo (relativo con respecto al trabajo estrictamente necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo) puede combinarse con un mayor consumo y traducirse por lo tanto perfectamente en un aumento real de los salarios y no ficticio como en el capitalismo. Es en la utilización nueva de la productividad donde se verifica la superioridad de la gestión proletaria sobre la gestión capitalista y no en la competición entre los precios de coste, pues con esta base el proletariado acabaría inevitablemente derrotado, como ya lo hemos indicado.
En efecto, es el desarrollo de la productividad laboral lo que precipita el capitalismo en su crisis de decadencia donde, de manera permanente (y ya no solamente durante sus crisis cíclicas) la masa de los valores de uso se opone a la masa de los valores de cambio. La burguesía es desbordada por la inmensidad de su producción y no puede darle salida satisfaciendo a las inmensas necesidades existentes, pues eso significaría su suicido.
En el período de transición, es cierto que la productividad laboral dista mucho todavía de corresponder a la fórmula “a cada uno según sus necesidades”, pero sin embargo la posibilidad de poder utilizarla íntegramente, con fines humanos, invierte los factores del problema social. Ya Marx dejó claro que en la producción capitalista la productividad laboral permanece por debajo de su máximo teórico. Por el contrario, después de la revolución, resulta posible reducir, y luego suprimir, el antagonismo capitalista entre el producto y su valor si la política proletaria tiende no a equiparar el salario al valor de la fuerza de trabajo – método capitalista que desvía el progreso técnico en beneficio del capital – sino a elevarlo cada vez más por encima de ese valor, sobre la base misma de la productividad desarrollada.
Es evidente que una determinada fracción del sobretrabajo relativo no puede volver directamente al obrero, debido a las necesidades mismas de la acumulación sin la cual no hay progreso técnico posible. Y una vez más se plantea el problema del ritmo y de la tasa de acumulación. Y si parece solucionarse en una cuestión de medida, lo arbitrario deberá excluirse en todos los casos, basándose en los principios mismos que delimitan las tareas económicas del proletariado, tal como los hemos definido.
La determinación del ritmo de la acumulación
Por otra parte, es evidente que la determinación de la tasa de la acumulación depende del centralismo económico y no de decisiones de los productores en sus empresas, como así opinan los internacionalistas holandeses (p. 116 de su obra citada). Por otra parte no parecen estar muy convencidos del valor práctico de tal solución, puesto que la precisan inmediatamente con la consideración de que la “tasa de acumulación no puede dejase al libre juicio de las empresas separadas y es el Congreso general de los consejos de empresas el que determinará la norma obligatoria”, fórmula que parece ser, en fin de cuentas, centralismo disfrazado.
Si nos remitimos ahora a lo que se realizó en Rusia, salta por los aires la impostura total del Centrismo que hace derivar la supresión de la explotación del proletariado de la colectivización de los medios de producción. Y aparece ese fenómeno histórico de que el proceso de la economía soviética y el de la economía capitalista, partiendo de bases diferentes, acabaron por juntarse y dirigirse ambas hacia la misma salida: la guerra imperialista. Ambas se desarrollan gracias a una extracción creciente de plusvalía que no vuelve a la clase obrera. En la URSS, el sistema de trabajo es capitalista en su sustancia, e incluso en sus aspectos sociales y las relaciones de producción. Se incita al incremento de la masa de plusvalía absoluta, obtenida por la intensificación de trabajo mediante la forma del “stajanovismo”. Las condiciones materiales de los obreros no están en nada vinculadas a las mejoras técnicas y al desarrollo de las fuerzas productivas, y en cualquier caso la participación relativa del proletariado en el patrimonio social no aumenta, sino que disminuye; fenómeno similar al que genera constantemente el sistema capitalista, incluso en sus más importantes períodos de prosperidad. Carecemos de elementos para establecer en qué medida es real el crecimiento de la parte absoluta de los obreros.
Además se practica una política de baja de los salarios que tiende a sustituir obreros no cualificados (procedentes de la inmensa reserva del campesinado) por los proletarios cualificados, los cuales son, además, los más conscientes.
A la pregunta de adónde va a parar la enorme masa de plustrabajo, se dará la respuesta fácil de que va en su mayor parte a la “clase” burocrática. Pero tal explicación es desmentida por la existencia misma de un enorme aparato productivo que sigue siendo propiedad colectiva y en relación con ese aparato, los banquetes, los automóviles y los palacetes de los burócratas no son gran cosa. Las estadísticas oficiales y demás, así como las encuestas, confirman esta desproporción enorme – y que va creciendo – entre la producción de los medios de producción (herramientas, edificios, obras públicas, etc.) y la de los bienes de consumo destinados a la “burocracia” como también a la masa trabajadora y campesina, hasta incluyendo el consumo social. Si es verdad que es la burocracia la que, como clase, dispone de la economía y de la producción y se ha apropiado el sobretrabajo, no se explica cómo éste se transforma en su mayor parte en riqueza colectiva y no en propiedad privada. Esta paradoja sólo puede explicarse si se descubre por qué esa riqueza, aún permaneciendo en la comunidad soviética, se opone a ésta a causa del destino que tiene. Indiquemos que un fenómeno similar se desarrolla hoy en la sociedad capitalista, o sea que la mayor parte de la plusvalía no pasa a los bolsillos de los capitalistas sino que se acumula en bienes que no son propiedad privada sino es desde un punto de vista puramente jurídico. La diferencia está que en la URSS, el fenómeno no toma un carácter propiamente capitalista. Las dos evoluciones también provienen de un origen diferente: en la URSS, no surge de un antagonismo económico sino político, de una escisión entre el proletariado ruso y el proletariado internacional; se desarrolla bajo la bandera de la defensa del “socialismo nacional” y de su integración en el mecanismo del capitalismo mundial. En cambio, en los países capitalistas lo que predomina es la decadencia de la economía burguesa. Pero ambas evoluciones sociales alcanzan un objetivo común: la construcción de economías de guerra (los dirigentes soviéticos alardean de haber construido la máquina de guerra más descomunal del mundo). Esta es, a nuestro entender, la respuesta “al enigma ruso”. Eso explica por qué la derrota de la Revolución de octubre no se debe a los trastornos en las relaciones de clases dentro de Rusia, sino al escenario internacional.
Examinemos cuál es la política que orientó el curso de la lucha de clases hacia la guerra imperialista más bien que hacia la revolución mundial.
Para unos camaradas, ya lo hemos dicho, la Revolución rusa no fue proletaria y su evolución reaccionaria se podía anticipar porque fue realizada por un proletariado culturalmente atrasado (aunque estuviese por su conciencia de clase en la vanguardia del proletariado mundial) que, además, tuvo que dirigir un país atrasado. Nos limitaremos a oponer tal actitud fatalista a la de Marx ante la Comuna: aunque ésta expresara una inmadurez histórica del proletariado para tomar el poder, Marx le asignó sin embargo un alcance inmenso y sacó lecciones fértiles y progresistas que inspiraron precisamente a los bolcheviques en 1917. Al actuar del mismo modo frente a la Revolución rusa, no deducimos que las futuras revoluciones serán la reproducción fotográfica de Octubre, sino decimos que Octubre, por sus características fundamentales, se repercutirá en esas revoluciones, acordándosenos solamente de lo que Lenin entendía por “valor internacional de la Revolución rusa” (en la Enfermedad infantil del comunismo). Un marxista, obviamente, “no rehace” la historia, pero la interpreta para forjar armas teóricas para el proletariado, para evitarle la repetición de errores y facilitarle el triunfo final sobre la burguesía. Buscar las condiciones que hubiesen puesto al proletariado ruso ante la posibilidad de vencer definitivamente es dar todo su valor al método marxista de investigación, porque es añadir una piedra más al edificio del materialismo histórico.
Si es cierto que el reflujo de la primera oleada revolucionaria contribuyó “a aislar” momentáneamente al proletariado ruso, creemos que no es ahí donde se ha de buscar la causa determinante de la evolución de la URSS, sino en la interpretación que se hizo de la evolución de los acontecimientos de aquel entonces y la falsa perspectiva que se derivó de ellos sobre la evolución del capitalismo en la época de guerras y revoluciones. La concepción de la “estabilización” del capitalismo generó naturalmente más tarde la teoría del “socialismo en un solo país” y, como consecuencia de ella, la política de “defensa” de la URSS.
El proletariado internacional se convirtió en instrumento del Estado proletario para su defensa contra una agresión imperialista, mientras que la revolución mundial como objetivo concreto pasaba al segundo plano. Si Bujarin sigue hablando de ésta en 1925, es porque “la revolución mundial tiene para nosotros esa importancia, porque es la única garantía contra las intervenciones, contra otra guerra”.
Se elaboró así una teoría de la “garantía contra las intervenciones” de la que se apoderó la Internacional comunista para convertirse en expresión de los intereses particulares de la URSS y no de los de la revolución mundial. La “garantía” ya no se buscó en la conexión con el proletariado internacional sino en la modificación del carácter y del contenido de las relaciones del Estado proletario con los Estados capitalistas. El proletariado mundial era así ya solo una fuerza de apoyo para la defensa del “socialismo nacional”.
Por lo que se refiere a la NEP, basándonos sobre lo que dijimos anteriormente, no creemos que fuera un terreno específico para una inevitable degeneración, a pesar de que sí favoreció un incremento importante de las veleidades capitalistas en el campesinado en especial y que, por ejemplo, bajo la bandera del centrismo, la alianza (smytchka) con los campesinos pobres en la que Lenin veía un medio para fortalecer la dictadura proletaria acabó siendo un objetivo, así como la unión con el campesinado medio y los kulaks.
Contrariamente a la opinión de los camaradas de Bilan, tampoco creemos que se pueda deducir de ciertas declaraciones de Lenin sobre la NEP, que él sería favorable a una política que desvinculara la evolución económica de Rusia del futuro de la revolución mundial.
Al contrario, para Lenin, la NEP era una política de espera, de respiro, hasta la reanudación de la lucha internacional de las clases: “cuando adoptamos una política que debe durar muchos años, no olvidamos ni un momento que la revolución internacional, la rapidez y las condiciones de su desarrollo pueden modificarlo todo”. Para él, se trataba de restablecer un determinado equilibrio económico, aunque fuera pagando a las fuerzas capitalistas (pues sin éstas, se hundiría la dictadura), pero no de “recurrir a la colaboración de las clases enemigas para la construcción de los fundamentos de la economía socialista” (Bilan, p. 724).
Así como nos parece injusto hacer de Lenin un partidario del “socialismo en un solo país” basándose en un documento apócrifo.
La Oposición rusa “trotskista”, en cambio, sí que contribuye a acreditar la opinión de que la lucha se cristalizaba entre los Estados capitalistas y el Estado soviético. En 1927, esa oposición consideraba inevitable la guerra de los imperialistas contra URSS, precisamente cuando la IC estaba sacando a los obreros de sus posiciones de clase para lanzarlos al frente de la defensa de la URSS, en el mismo momento en que la IC estaba dirigiendo el aplastamiento de la Revolución china. Sobre esta base, la Oposición se implicó en la preparación de la URSS – “bastión del socialismo” – para la guerra. Esta posición equivalía a dar una aprobación teórica a la explotación de los obreros rusos para la construcción de una economía de guerra (planes quinquenales). La oposición llegó incluso hasta agitar el mito de la unidad a “toda costa” del partido, como condición de la victoria militar de la URSS. Al mismo tiempo manejó los equívocos sobre la lucha “por la paz” (¡!) considerando que la URSS debía intentar “retrasar la guerra”, pagando incluso un rescate mientras que se debía “preparar al máximo toda la economía, el presupuesto, etc., en caso de guerra” y considerar decisiva la cuestión de la industrialización para garantizar los recursos técnicos indispensables para la defensa (Plataforma de la Oposición).
Más tarde Trotski, en su Revolución permanente, retomó esa tesis de la industrialización sobre el ritmo “más rápido” que sería, por lo visto, una garantía contra las “amenazas del exterior”, como también habría favorecido la evolución del nivel de vida de las masas. Sabemos por una parte, que la “amenaza del exterior” se realizó no por la “cruzada” contra la URSS, sino por su integración en el frente del imperialismo mundial; por otra parte, que el industrialismo no coincidió de ninguna manera con una existencia mejor del proletariado, sino con su explotación más desenfrenada, sobre la base de la preparación a la guerra imperialista.
En la próxima revolución, el proletariado vencerá, independientemente de su inmadurez cultural y de la deficiencia económica, con tal de que apueste no sobre la “construcción del socialismo”, sino sobre la expansión de la guerra civil internacional.
Mitchell
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<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]-->) En la época en que Bilan publicó esta contribución, toda la Izquierda italiana definía todavía como “centrismo” las ideas estalinistas que dirigían la política de la IC. Será más tarde, con Internationalisme en la posguerra, cuando la corriente heredera de la Izquierda italiana defina claramente como contrarrevolucionario al estalinismo. Léase la presentación critica de estos textos publicada en la Revista internacional no 132 (NDLR).
<!--[if !supportFootnotes]-->[2]<!--[endif]-->) Estamos de acuerdo con los camaradas de Bilan: la defensa del Estado proletario no se plantea en terreno militar sino a nivel político, en relación con el proletariado internacional.
<!--[if !supportFootnotes]-->[3]<!--[endif]-->) Que quizás sólo sea pura formulación, pero es importante subrayarlo a pesar de todo porque corresponde a su tendencia a minimizar los problemas económicos.