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En el último artículo de esta serie, tratamos del combate que emprendió la tendencia marxista en la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) contra las ideologías reformistas y «socialistas de Estado» en el movimiento obrero, particularmente en el partido alemán. Y a pesar de eso, según la corriente anarquista o «antiautoritaria» encabezada por Mijáil Bakunin, Marx y Engels representaron e incluso inspiraron la tendencia socialista de Estado, fueron los más destacados impulsores de ese «socialismo alemán» que quería sustituir al capitalismo, no por una sociedad libre y sin Estado, sino por una terrible tiranía burocrática de la que ellos mismos serían guardianes.
Hasta ahora, los anarquistas y liberales por el estilo, presentan las críticas de Bakunin a Marx como una profunda visión de la verdadera naturaleza del marxismo, una explicación profética de por qué las teorías de Marx conducirían inevitablemente a las prácticas de Stalin.
Pero como trataremos de demostrar en este artículo, la «crítica radical» de Bakunin del marxismo, como todas las siguientes, solamente es radical en apariencia. La respuesta que Marx y su corriente hicieron a este pseudoradicalismo acompañó necesariamente la lucha contra el reformismo, puesto que ambas ideologías representaban la penetración de posiciones de clase ajenas en las filas del proletariado.
El núcleo pequeño burgués del anarquismo
El crecimiento del anarquismo en la segunda mitad del siglo XIX fue el producto de la resistencia de las capas pequeño burguesas –artesanos, intelectuales, tenderos, pequeños campesinos– a la marcha triunfal del capital, una resistencia al proceso de proletarización que los privaba de su «independencia» social original. Fue más fuerte en aquellos países donde el capital industrial llegó tarde, en los países de la periferia en el Este y el Sur de Europa, y expresaba, tanto la rebelión de estas capas contra el capitalismo, como su incapacidad para ver más allá, al futuro comunista; en lugar de eso, el anarquismo se hizo portavoz de su anhelo por un pasado semi mítico de comunidades locales libres y productores estrictamente independientes, sin el estorbo de la opresión del capital industrial ni de la centralización del Estado burgués.
El «padre» del anarquismo, Pierre-Joseph Proudhon, era la encarnación clásica de esta actitud, con su odio feroz, no sólo al Estado y los grandes capitalistas, sino al colectivismo en todas sus formas, incluyendo los sindicatos, las huelgas, y expresiones similares de colectividad de la clase obrera. El ideal de Proudhon, contra las tendencias que se desarrollaban en la sociedad capitalista, era una sociedad «mutualista», fundada en la producción artesana individual, vinculada entre sí por el libre intercambio y el libre crédito.
Marx ya había destrozado las posiciones de Proudhon en su libro Miseria de la filosofía, publicado en 1847, y la evolución del capital en la segunda mitad del siglo, confirmó prácticamente la inadecuación de las ideas de Proudhon. Para el «obrero masificado» de la industria capitalista, cada vez era más evidente que, para resistir a la explotación capitalista y para poder abolirla, sólo había esperanza en una lucha colectiva, y en una apropiación colectiva de los medios de producción.
Frente a esto, la corriente bakuninista, que desde 1860 en adelante intentó combinar el antiautoritarismo de Proudhon con una visión colectivista e incluso comunista de las cuestiones sociales, parecía un claro avance respecto al proudhonismo clásico. Bakunin incluso escribió a Marx expresándole su admiración por su trabajo científico, declarándose su discípulo y ofreciéndose para traducir El Capital al ruso. Sin embargo, a pesar de su atraso ideológico, la corriente proudhonista había desempeñado en ciertos momentos un papel constructivo en la formación del movimiento obrero: Proudhon mismo había sido un factor en la evolución de Marx hacia el comunismo durante la década de 1840, y los proudhonianos contribuyeron a fundar la AIT. Por el contrario, la historia del bakuninismo es casi enteramente una crónica del trabajo negativo y destructivo que dicha corriente llevó a cabo contra la Internacional. Incluso la admiración que Bakunin profesaba a Marx era parte de este síndrome: el propio Bakunin confesaba que había «elogiado y honrado a Marx por razones tácticas y por política personal», cuyo fin último era romper la «falange» marxista que dominaba la Internacional (citado por Nicolaevsky, Karl Marx: Man and Fighter, cap 18, pag 308, ed. Penguin -traducido por nosotros).
La razón esencial de esto es que, mientras que el proudhonismo precedió al marxismo, y los grupos proudhonistas a la Iª Internacional, el bakuninismo se desarrolló en gran medida en reacción contra el marxismo y contra el desarrollo de una organización proletaria internacional centralizada. Marx y Engels explican esta evolución poniéndola en relación con al problema general de las «sectas», pero el objetivo era sobre todo los bakuninistas, como muestra el pasaje que citamos aquí de «Las pretendidas escisiones en la Internacional» (1872), que era la respuesta del Consejo General a las intrigas de Bakunin contra la AIT:
«La primera fase en la lucha del proletariado contra la burguesía está marcada por el movimiento sectario. Tiene su razón de ser en una época en que el proletariado no está aún bastante desarrollado como para actuar como clase. Algunos pensadores individuales hacen la crítica de los antagonistas sociales, y le dan soluciones fantásticas que la masa de los obreros no tiene más que aceptar, propagar y llevar a la práctica. Por su naturaleza misma, las sectas formadas por estos pioneros son abstencionistas, ajenas a toda acción real en política, en huelgas, en coaliciones; en una palabra, en todo movimiento de conjunto. La masa del proletariado permanece siempre indiferente o incluso hostil a su propaganda. Los obreros de París y Lyon no querían más saint-simonianos, fourrieristas, icarianos; como los cartistas y trade-unionistas ingleses no querían owenistas. Estas sectas, levaduras del movimiento en su origen, les son un obstáculo cuando las superan» (en La Primera Internacional, Jacques Freymond, ed. Zero, Bilbao, 1973, pags. 332-333).
Organización proletaria contra intrigas pequeño-burguesas
El principal tema de la lucha entre marxistas y bakuninistas fue la propia Internacional: nada demostraba más claramente la esencia pequeño burguesa del anarquismo que su forma de abordar la cuestión organizativa, y no es ninguna casualidad que la cuestión que llevó a una clara escisión entre estas dos corrientes no fuera un debate abstracto sobre la sociedad futura, sino sobre el funcionamiento de la organización proletaria, su modo interno de operar. Pero como veremos, estas diferencias organizativas también estaban conectadas a diferentes visiones de la sociedad futura y los medios para crearla.
Desde cuando se adhirieron a la Internacional a finales de la década de 1860, pero sobre todo después de la derrota de la Comuna, los bakuninistas protestaron enérgicamente contra el Consejo General, el órgano central de la Internacional, establecido en Londres y fuertemente influenciado por Marx y Engels. Para Bakunin, el Consejo General era una mera cobertura para la dictadura de Marx y su «banda»; por eso se erigió en campeón de la libertad y la autonomía de las secciones locales contra las pretensiones tiránicas de los «socialistas alemanes». Esta campaña estaba deliberadamente vinculada a la cuestión de la sociedad futura, puesto que los bakuninistas argumentaban que la Internacional tenía que ser el embrión del nuevo mundo, el precedente de una federación descentralizada de comunas autónomas. Y siguiendo con el mismo razonamiento, el gobierno autoritario de los marxistas dentro de la Internacional, no podía sino tener otra visión del futuro: la una nueva burocracia estatal despótica dominadora de los obreros en nombre del socialismo.
Es totalmente cierto que la organización proletaria, tanto en su estructura interna como en su función externa, está determinada por la naturaleza de la sociedad comunista por la que lucha, y por la naturaleza de la clase que es portadora de esa sociedad. Pero contrariamente a lo que pretende la visión anarquista, el proletariado no tiene nada que temer de la centralización en sí misma: en realidad el comunismo es la centralización de las fuerzas productivas mundiales para reemplazar la competitividad anárquica del capitalismo. Y para alcanzar esa fase, el proletariado tiene que centralizar sus propias fuerzas de combate para enfrentarse a un enemigo que ha demostrado muy a menudo su capacidad para unirse contra él. Por eso los marxistas replicaron a los insultos de Bakunin señalando que su programa de autonomía local completa para las secciones, significaba el fin de la Internacional como cuerpo unificado. Como organización de la vanguardia proletaria «la Internacional es la organización real y militante de la clase proletaria en todos los países, aliados los unos con los otros, en su lucha común contra los capitalistas, los propietarios de la tierra y su poder de clase organizado en el Estado» (Ídem, Pág. 333), la Internacional no podía hablar con cientos de voces en conflicto: tenía que ser capaz de formular los objetivos de la clase obrera de forma clara y sin ambigüedad. Y para que esto fuera así, la Internacional necesitaba órganos centrales efectivos -no fachadas que encubrieran las ambiciones de dictadores y de trepones, sino cuerpos elegidos y responsables encargados de mantener la unidad de la organización entre sus congresos.
Los bakuninistas, por su parte, pretendían reducir el Consejo general a «un simple buró de correspondencia y estadística. Al cesar sus funciones administrativas, sus correspondencias se reducirían necesariamente a la reproducción de los informes ya publicados en los periódicos de la Asociación. El buró de correspondencia sería así desechado. En cuanto a la estadística, es un trabajo irrealizable sin una organización potente, y, sobre todo, como expresamente lo dicen los estatutos originales, sin una dirección común. Por tanto, como todo esto huele fuertemente a “autoritarismo”, habría quizá un buró, pero ciertamente no de estadística. En una palabra, el Consejo general desaparecería. La misma lógica cae sobre los Consejos federales, comités locales y demás centros “autoritarios”. Quedan solamente las secciones autónomas» (Ídem Pág. 339).
Más adelante, en el mismo texto, Marx y Engels argumentaban que si anarquía significaba sólo el fin último del movimiento de clase -la abolición de las clases sociales y por tanto del Estado que custodia las divisiones de clase, entonces todos los socialistas eran favorables. Pero la corriente bakuninista quería decir algo diferente con su práctica habitual, puesto que «proclama la anarquía en las filas proletarias como el medio más infalible de quebrantar la poderosa concentración de fuerzas sociales y políticas en manos de los explotadores. Bajo este pretexto, pide a la Internacional, en el momento en que el viejo mundo intenta destruirla, que reemplace su organización por la anarquía. La policía internacional no pide otra cosa para eternizar la república Thiers, cubriéndola con el manto imperial» (Ídem Págs. 346-347).
Pero en el proyecto de Bakunin había mucho más que una oposición abstracta a todas las formas de autoridad y centralización. De hecho Bakunin estaba sobre todo en contra la «autoridad» de Marx y su corriente; y sus diatribas contra las pretendidas maniobras secretas y los complots eran fundamentalmente la proyección de su propia concepción profundamente jerárquica y elitista de la organización. Su guerra de guerrillas contra el Consejo general estaba motivada realmente por una determinación de implantar un centro de poder alternativo y oculto.
Cuando Marx y Engels evocaban la historia de las organizaciones «sectarias», no se referían sólo a las confusas ideas utópicas que a menudo caracterizaban a tales grupos, sino también a su práctica política, a su funcionamiento, heredado de las sociedades secretas burguesas y pequeño burguesas, con sus tradiciones clandestinas de juramentos ocultos y rituales, combinados a veces con una propensión al terrorismo y el asesinato. Como hemos visto en un artículo previo de esta serie (ver Revista Internacional nº 72), la formación de la Liga de los Comunistas en 1847, ya marcaba una ruptura definitiva con esas tradiciones. Bakunin sin embargo estaba impregnado de esas prácticas, y nunca las abandonó. A lo largo de su trayectoria política, su política siempre fue la de formar grupos secretos bajo su control directo, grupos basados, más en la «afinidad» personal que en cualquier criterio político, y usar esos canales ocultos de influencia para ganar la hegemonía de organizaciones más amplias.
Habiendo fracasado en su intento de convertir la liberal Liga de la Paz y la Libertad en su versión de una organización revolucionaria socialista, Bakunin formó la Alianza de la Democracia Socialista en 1868. Tenía secciones en Barcelona, Madrid, Lyón, Marsella, Nápoles y Sicilia; la principal sección estaba en Ginebra, con un Buró central bajo el control personal de Bakunin. La parte «socialista» de la Alianza era muy vaga y confusa, pues definía su objetivo como «la equiparación económica y social de las clases» (en lugar de su abolición), y tenía una fijación obsesiva por «la abolición del derecho de herencia», que veía como la clave para superar la propiedad privada.
Poco después de su formación, la Alianza solicitó ser miembro de la Internacional. El Consejo General criticó las confusiones de su programa, e insistió en que no podía ser admitida en la Internacional como una organización internacional paralela; tenía que disolverse y convertir sus secciones en secciones de la Internacional.
Bakunin se mostró de acuerdo de buena gana con esos términos, por la simple razón de que la Alianza era para él sólo la fachada de un montón de sociedades secretas a cual más esotérica, algunas ficticias y algunas reales; la fachada de una jerarquía bizantina, de la cual el máximo responsable no era otro que el propio «ciudadano B.». La historia completa de las sociedades secretas de Bakunin todavía está por descubrir, pero con toda certidumbre, detrás de la Alianza (que en cualquier caso no se disolvió realmente al entrar en la AIT) estaba la Hermandad internacional, que era un círculo interno que ya había estado operando dentro de la Liga por la Paz y la Libertad. También había una obscura Hermandad nacional a mitad de camino entre la Alianza y la Hermandad internacional. Pueden haber existido otras. La cuestión es que tales formaciones implicaban un modo de funcionamiento completamente ajeno al proletariado. Mientras que las organizaciones proletarias funcionan por medio de órganos centrales elegidos y responsables ante los Congresos, Bakunin no tenía que rendir cuentas mas que a sí mismo en su intrincada jerarquía. Mientras que las organizaciones proletarias, aún en la clandestinidad, actúan a las claras ante sus propios camaradas, Bakunin consideraba a los miembros «corrientes» de su organización como meros soldados rasos que son manipulados a voluntad, y que no son conscientes de los propósitos a los que realmente están sirviendo.
Por tanto no es ninguna sorpresa encontrar que esta concepción elitista de las relaciones dentro de la organización proletaria se reproduce en la visión bakuninista de la función de la organización revolucionaria en el conjunto de la clase. La polémica del Consejo general contra los bakuninistas, La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores, escrita en 1873, pone en evidencia las siguientes «perlas» de los escritos de Bakunin: «es necesario que en medio de la anarquía popular, que constituirá la vida misma y la energía toda de la revolución, la unidad de pensamiento y de la acción revolucionaria, haya un órgano. Este órgano debe ser la asociación secreta y universal de los hermanos internacionales». Admitiendo que sean los individuos o las sociedades secretas quienes hacen las revoluciones, tienen que «organizar no el ejército de la revolución -el ejército debe ser siempre el pueblo (la carne de cañón)-, sino un estado mayor revolucionario compuesto de individuos entregados, ambiciosos, enérgicos, inteligentes y, sobre todo, amigos sinceros y no ambiciosos ni vanidosos, del pueblo, capaces de servir de intermediarios entre la idea revolucionaria (monopolizada por ellos) y los instintos populares... El número de estos individuos no debe ser muy grande. Para la organización internacional en toda Europa, bastan cien revolucionarios seria y fuertemente unidos...» (Ídem, Págs. 462-3).
Marx y Engels, que escribieron el texto en colaboración con Paul Lafargue, continúan luego: «Así pues, todo se transforma. La anarquía, la “vida popular desencadenada, las malas pasiones” y lo demás no son suficientes. Para asegurar el éxito de la revolución se necesita la unidad de pensamiento y de acción. Los internacionales intentan crear dicha unidad por la propaganda, la discusión, la organización pública del proletariado; para Bakunin no es preciso más que una organización secreta de cien hombres, representantes privilegiados de la idea revolucionaria, estado mayor en disponibilidad de la revolución, designado por él mismo y dirigido por el permanente “ciudadano B”. La unidad de pensamiento y de acción no quiere decir otra cosa más que ortodoxia y obediencia ciega. Perinde ac cadáver. Estamos en plena Compañía de Jesús» (Ídem, Pág. 463).
El odio real de Bakunin a la explotación capitalista y a la opresión no se discute. Pero las actividades que emprendió eran profundamente peligrosas para el movimiento obrero. Incapaz de arrebatar el control de la Internacional, se vio reducido a un trabajo de sabotaje y desorganización, a la provocación de disputas internas sin fin que sólo podían debilitar la Internacional. Su afición por la conspiración y la fraseología sanguinaria hicieron de él una víctima complaciente de un elemento claramente patológico como Nechaiev, cuyas acciones criminales amenazaban con acarrear el descrédito a toda la Internacional.
Estos riesgos se hicieron mayores en el periodo que siguió a la Comuna, cuando el movimiento proletario estaba derrotado y la burguesía, que estaba convencida de que la Internacional había «creado» el alzamiento de los obreros de París, perseguía a sus miembros por todas partes y pretendía destruir su organización. La Internacional, dirigida por el Consejo general, tuvo que reaccionar muy firmemente contra las intrigas de Bakunin, afirmando el principio de la organización abierta contra el secreto y la conspiración: «contra todas estas intrigas sólo hay un medio, pero es de una eficacia fulminante: la publicidad más completa. Desvelar estas intrigas en su conjunto es hacerlas impotentes» (Ídem, Pág. 453). El Consejo también pidió y obtuvo, en el Congreso de La Haya en 1872, la expulsión de Bakunin y su compadre Guillaume –no a causa de las múltiples diferencias ideológicas que indudablemente tenían, sino porque sus actividades políticas habían puesto en peligro la propia existencia de la Internacional.
De hecho, la lucha por la preservación de la Internacional en este momento tenía una significación histórica más que inmediata. Las fuerzas de la contrarrevolución estaban en auge, y las intrigas bakuninistas sólo aceleraban un proceso de fragmentación que se imponía por las condiciones generales que la clase tenía que encarar. En la medida en que eran conscientes de esas condiciones desfavorables, los marxistas consideraron que era preferible que la Internacional fuera (al menos temporalmente) desmantelada, a que cayera en manos de corrientes políticas que hubieran socavado sus posiciones esenciales y desprestigiado su propio nombre. Por eso –también en el Congreso de La Haya– Marx y Engels pidieron que el Consejo general se transfiriera a Nueva York. Fue el fin de la Iª Internacional, pero cuando el resurgimiento de la lucha de clases permitió la formación de la Segunda, casi dos décadas después, se hizo sobre bases políticas mucho más claras.
Materialismo histórico contra idealismo ahistórico
La cuestión organizativa fue el asunto inmediato que causó la escisión en la Internacional. Pero íntimamente conectadas a las diferencias sobre las cuestiones de organización entre los marxistas y los anarquistas había toda una serie de cuestiones teóricas más generales que de nuevo revelaban los diferentes orígenes de clase de las dos corrientes.
En el terreno más «abstracto», Bakunin, a pesar de reivindicar el materialismo contra el idealismo, rechazaba abiertamente el método materialista histórico de Marx. En este tema el punto de partida era la cuestión del Estado. En un texto escrito en 1872, Bakunin establece claramente las diferencias: «Los sociólogos marxistas, hombres como Engels y Lasalle, poniendo en cuestión nuestras posiciones, sostienen que el Estado no es en absoluto la causa de la miseria, la degradación, y la servidumbre de las masas; que tanto la condición miserable de las masas como el poder despótico del Estado son, al contrario, el efecto de una causa subyacente más general. En particular, se nos dice que ambos son producto de una fase inevitable en la evolución económica de la sociedad; una fase que, considerada históricamente, constituye un inmenso paso adelante hacia lo que ellos llaman la “revolución social”» (citado en Bakunin on the anarchy, ed. Sam Dolgoff, New York 1971 –traducido por nosotros–).
Bakunin, por su parte, no solamente defiende la posición de que el Estado es la «causa» del sufrimiento de las masas, y su abolición inmediata la condición para su liberación, también da el paso lógico de rechazar la visión materialista de la historia, que considera que el comunismo sólo es posible como resultado de una serie de desarrollos en la organización social y las fuerzas productivas de los hombres -desarrollos que incluyen la disolución de las comunidades humanas originarias, y la ascendencia y caída de una sucesión de sociedades de clase. Contra esta forma científica de plantear el problema, Bakunin plantea un tratamiento moral: «Nosotros que, como el propio Sr. Marx, somos materialistas y deterministas, también reconocemos la vinculación inevitable entre los hechos económicos y políticos en la historia. Reconocemos ciertamente la necesidad y el carácter inevitable de todos los hechos que ocurren, pero aparte de eso no nos postramos ante ellos indiferentemente, y sobre todo tenemos mucho cuidado de no adorarlos cuando, por su naturaleza, los hechos se muestran en flagrante contradicción con el fin supremo de la historia. Se trata de un ideal completamente humano que se encuentra en forma más o menos reconocible en los instintos y aspiraciones del pueblo y en todos los símbolos religiosos de todas las épocas, porque es inherente a la raza humana, la más social de todas las especies animales sobre la tierra. Este ideal, hoy mejor entendido que nunca, es el triunfo de la humanidad, la más completa conquista y establecimiento de la libertad y el desarrollo personal –material, intelectual y moral– para cada individuo, por medio de una organización absolutamente no restringida y espontánea, de la solidaridad económica y social.
Todo lo que en la historia esté de acuerdo con ese objetivo del punto de vista humano -y no podemos tener otro- es bueno; y todo lo que está en contra es malo» (Ídem).
Es cierto, y lo hemos puesto de manifiesto en esta serie, que el «ideal» del comunismo ha aparecido en los anhelos de las clases oprimidas y explotadas a través de la historia, y este anhelo corresponde a las necesidades humanas más fundamentales. Pero el marxismo ha demostrado por qué, hasta la época capitalista, semejantes aspiraciones estaban condenadas a seguir siendo ideales, por qué por ejemplo, no sólo los sueños comunistas de la revuelta de esclavos de Espartaco, sino también la nueva forma feudal de explotación que sacó a la sociedad del estancamiento del esclavismo, fueron momentos necesarios en la evolución de las condiciones que hacen del comunismo una posibilidad real hoy. Para Bakunin sin embargo, mientras la primera podría considerarse «buena», la segunda sólo podría considerarse «mala», puesto que, como continúa argumentando el texto que hemos citado antes, mientras el «nivel de libertad humana comparativamente alto» en la Antigua Grecia era bueno, la posterior conquista de Grecia por los romanos, que eran más bárbaros, era mala, y así sucesivamente a lo largo de los siglos.
Desde ese punto de partida, es imposible juzgar si una formación social o una clase social juega un papel progresivo o regresivo en el proceso histórico; en vez de eso, todas las cosas se miden por un ideal abstracto, un absoluto moral que permanece invariable a través de la historia.
En los márgenes del movimiento revolucionario actual hay ciertas corrientes «modernistas» que se especializan en rechazar la noción de decadencia del capitalismo: las más consistentes de ellas en cuanto a la lógica de sus argumentos (por ej. el Grupo comunista internacionalista, o Wildcat en Gran Bretaña), han llegado a cargarse simplemente la concepción marxista de progreso, puesto que argumentar que un sistema social está en declive actualmente, obviamente implica aceptar que alguna vez estuvo en una fase ascendente. Concluyen pues que «progreso» es una noción completamente burguesa, y que el comunismo ha sido posible en cualquier momento de la historia.
Según parece, estos modernistas no son tan modernos después de todo: son los fieles epígonos de Bakunin, quien también llegó a rechazar cualquier idea de progreso, e insistió en que la revolución social era posible en cualquier momento. En su obra básica, Estatismo y Anarquía (1873), argumenta que las dos condiciones esenciales de una revolución social son: sufrimientos extremos, casi hasta el punto de la desesperación, y la inspiración de un «ideal universal». Por esto, en el mismo pasaje argumenta que el lugar que está más maduro para una revolución es Italia, a diferencia de los países más desarrollados industrialmente, donde los trabajadores son «relativamente numerosos» y «están tan impregnados de prejuicios burgueses que, excepto por sus ingresos, no se diferencian en nada de la burguesía».
Pero el «proletariado» revolucionario italiano de Bakunin consiste en «dos o tres millones de obreros urbanos, principalmente de las fábricas y las pequeñas tiendas, y aproximadamente veinte millones de campesinos totalmente desposeídos». En otras palabras, el proletariado de Bakunin es realmente un nuevo nombre para la noción burguesa del «pueblo» –todos los que sufren, sin tener en cuenta el lugar que ocupan en las relaciones de producción, su capacidad para organizarse, para hacerse conscientes de sí mismos como una fuerza social. En otras partes, Bakunin alaba el potencial revolucionario de los pueblos eslavos o latinos (a diferencia de los germanos, hacia los cuales Bakunin mantuvo toda su vida un odio chovinista); incluso, como señala el Consejo General en La Alianza de la Democracia Socialista y la AIT, Bakunin argumenta que en Rusia, «el bandolero es el verdadero y único revolucionario».
Todo esto es plenamente consistente con el rechazo de Bakunin del materialismo: si la revolución social es posible en cualquier momento, entonces cualquier fuerza oprimida podría provocarla, sean los campesinos o los bandoleros. Realmente, no sólo la clase obrera en sentido marxista no tiene ningún papel particular que jugar en este proceso, Bakunin se queja amargamente de los marxistas porque insisten en que la clase obrera tiene que ejercer su dictadura sobre la sociedad: «Preguntémonos, si el proletariado tiene que ser la clase dominante, ¿sobre quién va a gobernar?. En pocas palabras, quedará otro proletariado que estará subyugado a este nuevo gobierno, a este nuevo Estado. Por ejemplo, la “chusma” campesina que, como se sabe, no disfruta de la simpatía de los marxistas, que consideran que representan un nivel más bajo de cultura, probablemente será gobernada por el proletariado industrial de las ciudades» (Estatismo y Anarquía, traducido por nosotros).
Este no es el lugar para tratar de la relación entre la clase obrera y el campesinado en la revolución comunista. Es suficiente decir que la clase obrera no tiene ningún interés en construir un nuevo sistema de explotación después de derrocar a la burguesía. Pero lo que revelan los temores de Bakunin precisamente es el hecho de que él no vislumbra este problema desde el punto de vista de la clase obrera, sino del de los «oprimidos en general» -para ser precisos, desde el punto de vista de la pequeña burguesía.
Incapaz de comprender que el proletariado es la clase revolucionaria en la sociedad capitalista no únicamente porque sufre, sino porque contiene en sí mismo las semillas de una nueva y más avanzada organización social, Bakunin también es incapaz de considerar la revolución como algo mas que una «gigantesca hoguera», una efusión de «pasiones demoníacas», un acto de destrucción mas que de creación: «Una insurrección popular, por su propia naturaleza, es instintiva, caótica y destructiva... las masas siempre están dispuestas a sacrificarse y eso es lo que les convierte en hordas brutales y salvajes, capaces de acometer estallidos heroicos y aparentemente imposibles... Esta pasión negativa, es cierto, está lejos de ser suficiente para alcanzar las cumbres de la causa revolucionaria; pero sin ella la revolución sería imposible. La revolución requiere una amplia destrucción, una destrucción fecunda y renovadora, puesto que de esta forma, y sólo de esta forma, nacen los nuevos mundos» (Ídem).
Semejantes pasajes, no sólo confirman la visión no proletaria de Bakunin en general; también nos permiten comprender por qué no rompió nunca con una visión elitista del papel de la organización revolucionaria. Mientras que para el marxismo la vanguardia revolucionaria es el producto de una clase que se esfuerza por tomar conciencia de sí misma, para Bakunin las masas populares nunca pueden ir más allá del nivel de rebelión caótica e instintiva; consecuentemente, si se tiene que conseguir algo más que eso, se requiere el trabajo de un «estado mayor» que actúa entre bastidores. En suma, es la vieja noción idealista del Espíritu Santo que desciende sobre la materia inconsciente. Los anarquistas, que nunca dejan de atacar la formula errónea de Lenin sobre la conciencia revolucionaria que se introduce en el proletariado desde fuera, curiosamente guardan silencio sobre la versión de Bakunin de la misma noción.
Lucha política contra indiferencia política
Íntimamente conectado a la cuestión organizacional, el otro gran punto de confrontación entre los marxistas y los anarquistas era la cuestión de la «política». El Congreso de La Haya fue un campo de batalla sobre este tema: la victoria de la corriente marxista (apoyada en esta ocasión por los blanquistas) tomó cuerpo en una resolución, que insistía en que «El proletariado sólo puede actuar como una clase constituyéndose en un partido político distinto y opuesto a todos los viejos partidos formados por las clases poseedoras», y que «la conquista del poder político se convierte en la gran tarea del proletariado» en su lucha por la emancipación.
Esta disputa tenía dos dimensiones. La primera era un eco del argumento sobre la necesidad material. Puesto que para Bakunin la revolución era posible en cualquier momento, cualquier lucha por reformas era esencialmente una diversión de este gran objetivo; y si esta lucha iba más allá de la esfera estrictamente económica (que los bakuninistas admitían de mala gana, sin comprender nunca su significado) entrando en el terreno de la política burguesa -el parlamento, las elecciones, las campañas para cambiar las leyes- sólo podía significar capitular ante la burguesía. Así, en palabras de Bakunin, «la Alianza, fiel al programa de la Internacional, rechazaba desdeñosamente toda colaboración con la política burguesa, por mucho que se disfrazara de radical y socialista. Avisaba al proletariado de que la única emancipación real, la única política verdadera beneficiosa para él, es la política exclusivamente negativa de demoler las instituciones políticas, el poder político, el gobierno en general, y el Estado» (Bakunin on the anarchy, Pág. 289).
Detrás de estas frases tan radicales, yace la incapacidad de los anarquistas para comprender que la revolución proletaria, la lucha directa por el comunismo, todavía no estaba al orden del día porque el sistema capitalista todavía no había agotado su misión progresiva, y que el proletariado estaba enfrentado a la necesidad de consolidarse como una clase, de arrebatar todas las reformas que pudiera a la burguesía, sobre todo para reforzarse para la futura lucha revolucionaria. En un periodo en que el parlamento era un terreno real de lucha entre fracciones de la burguesía, el proletariado tenía la oportunidad de entrar en este terreno sin subordinarse a la clase dominante; esta estrategia dejó de ser posible cuando el capitalismo entró en su fase decadente y totalitaria. Por supuesto, la precondición para esto era que la clase obrera tuviera su propio partido político, distinto y opuesto a todos los partidos de la clase dirigente, como planteaba la resolución de la Internacional, de otra forma, actuaría meramente como un apéndice de los partidos de la burguesía más progresiva, en lugar de apoyarlos tácticamente en ciertos momentos. Nada de esto tenía sentido para los anarquistas, pero su oposición «purista» a cualquier intervención en el juego político de la burguesía, no los armaba para defender la autonomía del proletariado en las situaciones reales y concretas: el artículo de Engels «Los bakuninistas en acción», escrito en 1873, da un ejemplo clave. Analizando los alzamientos en España, que ciertamente no podían tener un carácter proletario socialista, teniendo en cuenta el atraso del país, Engels muestra de qué modo la oposición de los anarquistas a la reivindicación de la república, sus frases altisonantes sobre el establecimiento inmediato de la Comuna revolucionaria, no impidieron en la práctica que se pusieran a la cola de la burguesía. Los acerbos comentarios de Engels son realmente casi una predicción de lo que los anarquistas iban a hacer en España en 1936, aunque en un contexto histórico diferente:
«Apenas enfrentados con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a lanzar por la borda todo su programa tradicional. Para empezar, sacrificaron la doctrina según la cual es un deber la abstención política, principalmente la electoral. A ello siguió el sacrificio de la anarquía, de la doctrina de la supresión del Estado; en vez de suprimir el Estado, intentaron más bien crear gran número de nuevos Estados más pequeños. Luego abandonaron el principio de que los trabajadores no deben tomar parte en ninguna revolución que no tenga como objetivo la emancipación inmediata y plena del proletariado, y tomaron parte en un movimiento reconocidamente burgués. Finalmente destruyeron su dogma apenas proclamado de que la instauración de un gobierno revolucionario es una nueva estafa y una traición a la clase obrera, figurando tranquilamente en las juntas de las diversas ciudades, y casi en todas partes con absoluta impotencia, como minoría dominada y políticamente explotada por la burguesía» (en Revolución en España, ed. Ariel, Barcelona 1970, Pág. 213).
La segunda dimensión de esta disputa sobre la acción política era la cuestión del poder. Ya hemos visto que para los marxistas, el Estado era el producto de la explotación, no su causa. Era la emanación inevitable de una sociedad dividida en clases, y sólo se podría acabar con él de una vez por todas cuando las clases dejaran de existir. Pero al contrario de lo que pensaban los anarquistas, esto no podía ser resultado de una grandiosa «liquidación social» de la noche a la mañana. Requería un periodo de transición más o menos largo en que el proletariado primero tendría que tomar el poder político, y usar este poder para iniciar la transformación económica y social.
Pero al argumentar, en nombre de la libertad y la oposición a cualquier forma de autoridad, que la clase obrera debería abstenerse de conquistar el poder político, los anarquistas evitaban que la clase obrera pudiera establecer sus primeras bases. Para reorganizar la vida social, la clase obrera primero tenía que derrotar a la burguesía, que derrocarla. Esto era necesariamente un acto «autoritario». Según las famosas palabras de Engels: «¿Han visto alguna vez estos caballeros una revolución? Una revolución es ciertamente la cosa más autoritaria que hay; es el acto por el cual una parte de la población impone su voluntad sobre otra parte por medio de rifles, bayonetas y cañones -medios autoritarios donde los haya; y si el partido victorioso no quiere haber luchado en vano, tiene que imponer su gobierno por medio del terror que sus armas inspiran en los reaccionarios ¿Hubiera durado un sólo día la Comuna de París si no hubiera hecho uso de esta autoridad del pueblo armado contra la burguesía? ¿No deberíamos reprocharle al contrario no haberla usado más ampliamente? Por lo tanto, una de dos: o los antiautoritarios no saben de qué hablan, en cuyo caso sólo están creando confusión; o lo saben, y en ese caso están traicionando el movimiento del proletariado. En ambos casos sirven a la reacción» (Sobre la autoridad, 1873 –traducido por nosotros–)
En otra parte, Engels señaló que la reivindicación de Bakunin de la abolición inmediata del Estado había mostrado su auténtico valor en la farsa de Lyón en 1870 (es decir, poco antes del verdadero alzamiento de los obreros de París). Bakunin y un puñado de sus acólitos se levantaron en las escaleras del Ayuntamiento de Lyón y declararon la abolición del Estado y su sustitución por una federación de comunas; desgraciadamente «dos compañías de guardias nacionales burgueses bastaron por el contrario, para destruir este brillante sueño y poner a toda prisa a Bakunin en la ruta de Ginebra con el magnífico decreto en su bolsillo» («La Alianza y la AIT» en La Primera Internacional, op. cit., pag. 461).
Pero por mucho que los marxistas negaran que el Estado pudiera abolirse por decreto, eso no significaba que pretendieran establecer una nueva dictadura sobre las masas: la autoridad que querían implantar era la del proletariado en armas, no la de una facción o banda particular. Y después de los escritos de Marx sobre la Comuna, era simplemente una calumnia (que Bakunin difundió) que los marxistas quisieran tomar el control del Estado existente, o que, de acuerdo con los lasallanos, estuvieran a favor de «Estado del pueblo» –una noción que Marx atacó en su Crítica del Programa de Gotha (ver artículo de esta serie en Revista Internacional nº 78). La Comuna había clarificado que el primer acto de la clase obrera revolucionaria era la destrucción del Estado burgués y la creación de nuevos órganos de poder cuya forma correspondiera a las necesidades y objetivos de la revolución. Por supuesto que es una leyenda anarquista el proclamar que, inmediatamente después de la Comuna, de manera oportunista, Marx habría abandonado unos conceptos autoritarios que nunca había tenido y habría adaptado las posiciones de Bakunin y que la experiencia de la Comuna habría confirmado los principios anarquistas y desechado los marxistas. De hecho cuando se lee a Bakunin sobre la Comuna (particularmente en El imperio knouto-germánico y la revolución social), llama la atención lo abstractas que son sus reflexiones, lo poco que intenta asimilar y transmitir las lecciones esenciales de este gigantesco acontecimiento, por la forma en que, en lugar de eso, desvaría sobre Dios y la religión. De hecho sus escritos no pueden compararse en absoluto a las lecciones concretas que Marx sacó de la Comuna, lecciones sobre la forma real de la dictadura del proletariado (armamento de los trabajadores, delegados revocables, centralización «desde abajo» –ver el artículo de esta serie en la Revista Internacional nº 77). De hecho, incluso después de la Comuna, Bakunin fue incapaz de ver cómo podía organizarse el proletariado como una fuerza política unificada. En Estatismo y anarquía, Bakunin argumenta contra la idea de la dictadura del proletariado con preguntas en plan ingenuo del estilo de «¿Quizás es el conjunto del proletariado quien va a encabezar el gobierno?» a lo que Marx replicaba, en las notas que escribió sobre el libro de Bakunin (conocido como «Resumen del libro de Bakunin Estatismo y anarquía», escrito en 1874-75 pero no publicado hasta 1926): «En un sindicato por ejemplo, ¿el comité ejecutivo son todos sus miembros?». O cuando Bakunin escribe «los alemanes son cerca de 40 millones ¿Serán los 40 millones miembros del gobierno?», Marx responde «sin lugar a dudas, ya que la cosa empieza con el autogobierno de la Comuna». En otras palabras, Bakunin fue totalmente incapaz de ver el significado de la Comuna como una nueva forma de poder político que no estaba basada en el divorcio entre una minoría de gobernantes y una mayoría de gobernados, sino que permitía a la mayoría explotada ejercer un poder real sobre la minoría de explotadores, participar en el proceso revolucionario y asegurar que los nuevos órganos de poder no se fueran de su control. Este inmenso descubrimiento práctico de la clase obrera pareció una respuesta realista a la cuestión tantas veces planteada sobre las revoluciones: ¿Cómo evitar que un nuevo grupo privilegiado usurpe el poder en nombre de la revolución? Los marxistas fueron capaces de sacar esta lección, incluso aunque eso requería corregir su posición previa sobre la posibilidad de tomar el Estado existente. Los anarquistas, por otra parte, sólo fueron capaces de ver la Comuna como la confirmación de su principio eterno, indistinguible de los prejuicios del liberalismo burgués: que el poder corrompe y es mejor no tener nada que ver con él -una concepción que no sirve de nada para una clase que pretende hacer la revolución más radical de todos los tiempos.
La sociedad futura: la visión artesana del anarquismo
Sería un error ridiculizar simplemente a los anarquistas, o negar que alguna vez hayan tenido intuiciones justas. Si se busca en los escritos de Bakunin o de su estrecho colaborador James Guillaume, se pueden encontrar ciertamente imágenes de gran fuerza junto con arrebatos de inspiración acerca de la naturaleza del proceso revolucionario, en particular su insistencia constante en que «la revolución tiene que hacerse, no para el pueblo, sino por el pueblo, y nunca puede tener éxito si no involucra de modo entusiasta a las masas del pueblo...» (Catecismo nacional, 1866). Incluso podemos conjeturar que las ideas de los bakuninistas –que hablaban de comunas revolucionarias basadas en «mandatos revocables, imperativos y responsables» ya en 1869 (en el «Programa de la Hermandad Internacional», que Marx y Engels citaron ampliamente en «La Alianza de la Democracia Socialista y la AIT») tuvo un impacto directo en la Comuna de París especialmente, puesto que algunos de sus dirigentes eran seguidores de Bakunin (Varlin por ejemplo).
Pero como se ha dicho en varias ocasiones, las intuiciones del anarquismo son comparables a un reloj parado que marca la hora exacta dos veces al día. Sus principios eternos son realmente un reloj parado; lo que falta sin embargo es un método consistente que permita comprender una realidad en movimiento desde el punto de vista de clase del proletariado.
Ya hemos visto que así ocurre cuando el anarquismo trata de la cuestión de la organización y el poder político. No es menos cierto cuando se trata de sus prescripciones para la sociedad futura, que en ciertos textos (El catecismo revolucionario de Bakunin, 1866, o el texto de Guillaume sobre La construcción del nuevo orden social, 1876, publicado en: Textos de Bakunin sobre la anarquía) son verdaderas «recetas para las marmitas del futuro» de ese estilo que Marx siempre se negó a escribir. Sin embargo esos textos son útiles para demostrar que los «padres» del anarquismo nunca comprendieron los problemas de base del comunismo -sobre todo la necesidad de abolir el caos de las relaciones mercantiles y poner las fuerzas productivas del mundo en manos de una comunidad unificada mundial. En la descripción de los anarquistas del futuro, para todas sus referencias al colectivismo y al comunismo, nunca se trasciende el punto de vista del artesanado. En el texto de Guillaume, por ejemplo, se plantea como algo bueno que la tierra sea cultivada en común, pero la cuestión crucial es que los productores agrícolas ganen su independencia; que la obtengan por medio de la propiedad colectiva o individual «es algo secundario»; de igual modo, los trabajadores se convertirán en propietarios de los medios de producción por medio de cooperativas de comercio separadas, y el conjunto de la sociedad estará organizada como una federación de comunas autónomas. En otras palabras, se trata todavía de un mundo dividido en una multitud de propietarios independientes (individuales o en cooperativas) que sólo pueden relacionarse entre sí por medio del intercambio, por medio de las relaciones mercantiles. En el texto de Guillaume esto es perfectamente explícito: las distintas comunas y asociaciones productivas tienen que conectarse entre sí a través de los buenos oficios de un «Banco de Comercio» que organizará los negocios de compraventa en nombre de la sociedad.
Eventualmente, argumenta Guillaume, la sociedad será capaz de producir una abundancia de bienes y el intercambio entonces se sustituirá por la simple distribución. Pero al no tener ninguna teoría del capital, ni de sus leyes de funcionamiento, los anarquistas son incapaces de ver que una sociedad de abundancia sólo puede llegar a existir a través de una lucha sin tregua contra la producción mercantil y la ley del valor, puesto que ésta última es la que mantiene en la esclavitud las fuerzas productivas de la humanidad. Una vuelta a un sistema de producción simple de mercancías no puede traer una sociedad de abundancia. De hecho semejante sistema no puede existir de manera estable, puesto que la producción simple de mercancías inevitablemente da lugar a una producción ampliada -a toda la dinámica de la acumulación capitalista. Así, mientras el marxismo, que expresa el punto de vista de la única clase de la sociedad capitalista que tiene un futuro real, mira hacia adelante, hacia la emancipación de las fuerzas productivas como la base para un desarrollo ilimitado del potencial humano, el anarquismo, con su punto de vista artesanal, se ve atrapado en la visión de un orden estático de intercambio libre y justo. Esto no es una verdadera anticipación del futuro, sino nostalgia por un pasado que nunca existió.
CDW
En la parte siguiente de esta serie, comenzaremos a ver cómo el movimiento marxista del siglo XIX consideró la «cuestión social» planteada por la revolución comunista -cuestiones como la familia, la religión y las relaciones entre la ciudad y el campo.