Submitted by Revista Interna... on
En el último artículo de esta serie (“1924-28: el Termidor del capitalismo de Estado estalinista”, en la Revista Internacional nº 102), vimos los intentos de las diferentes corrientes de izquierda del partido bolchevique para comprender y combatir la degeneración y muerte de la revolución de Octubre. A medida que estos grupos sucumbían al terror sin piedad de la contrarrevolución estalinista, el foco de esta lucha política y teórica se desplazó al ruedo internacional, particularmente a Europa occidental. Los dos próximos artículos se centrarán en las tentativas de la izquierda comunista internacional de llegar a un claro análisis marxista del régimen que había surgido en la URSS de las cenizas de la revolución proletaria.
Comprender la naturaleza del sistema estalinista es un aspecto clave del programa comunista: sin esa comprensión, sería imposible para los comunistas esbozar claramente la clase de sociedad por la que están luchando, describir lo que el socialismo es y lo que no es. Pero la claridad que tienen hoy los comunistas sobre la naturaleza de la URSS no se alcanzó fácilmente: llevó mucho tiempo de intenso debate y reflexión en el movimiento político proletario antes de que se alcanzara una verdadera síntesis coherente. Nunca antes los revolucionarios se habían visto obligados a analizar una revolución proletaria que pereció desde dentro. De resultas de esto, la URSS apareció durante mucho tiempo como una especie de enigma ([1]), un problema imprevisto en los anales del marxismo. Nuestro propósito en los siguientes artículos será por tanto hacer la crónica de los principales episodios en que, los grupos de la vanguardia marxista, en los oscuros años de la contra-revolución, consiguieron desenmarañar el enigma y legar el análisis del capitalismo de Estado estalinista a sus herederos de hoy día.
Carta de Korsch a Bordiga
Empezaremos la historia en 1926. El partido comunista de Alemania, el KPD, está siendo “bolchevizado”, ostensiblemente para poner todos los partidos comunistas fuera de Rusia en sintonía con los métodos intransigentes y disciplinados del partido ruso. Pero la campaña de blochevización lanzada por la Internacional comunista en 1924-25 es en realidad parte del proceso de destrucción del bolchevismo. El partido que había dirigido la Revolución en 1917 se está convirtiendo en mero anexo del Estado ruso; y el Estado ruso se ha convertido en el eje de la contrarrevolución capitalista. La teoría de Stalin del “socialismo en un solo país”, anunciada por primera vez en 1924, es una declaración de guerra contra las verdaderas tradiciones internacionalistas del partido ruso. Hacia 1926, todos los bolcheviques que quedaban – incluyendo a Zinoviev, bajo cuyos auspicios se había impuesto a la Internacional la campaña de la bolchevización – se habían pasado a la oposición, y en un año serían expulsados del partido.
También en Alemania hay una amplia resistencia al creciente oportunismo y burocratismo del KPD, al intento de silenciar todos los cuestionamientos serios sobre la situación interna en Rusia y la política exterior de la IC. La incapacidad del aparato del KPD para tolerar cualquier debate real, ha dado como resultado la expulsión masiva de la mayoría de los elementos más revolucionarios del partido, de una serie de grupos influenciados, no sólo por la (hoy) mejor conocida Oposición, en torno a Trotski, sino también por la izquierda comunista Alemana. El KAPD, aunque más débil con distancia que en sus días de apogeo durante la oleada revolucionaria, aún existe, y ha llevado un trabajo consistente hacia el KPD, que define como una organización centrista, capaz todavía de dar a luz minorías revolucionarias.
Nuestro libro sobre la Izquierda germano-holandesa evidencia con precisión la escala y la importancia de estas escisiones, que incluían los siguientes grupos:
“– el grupo en torno a Schwarz y Korsch, “Entschiedene Linke” o izquierda -intransigente, que reagrupaba cerca de 7000 miembros;
“– el grupo de Ivan Katz, que junto con el grupo de Pfemfert’s formaba una organización de 6000 miembros próxima a las AAUE. Actuaba en nombre de un grupo de organizaciones de la izquierda comunista, y publicaba el periódico Spartakus. Este se convirtió en el órgano de Spartakusbund mark II;
“– el grupo de Fishler-Maslow, que tenía 6000 militantes;
“– el grupo de Urbahns, el futuro Leninbund, que reagrupaba 5000 miembros.
La oposición de Wedding, excluida en 1927-28, crearía más tarde, junto con parte del Leninbund de Urbahns, la oposición trotskista alemana” (La Izquierda holandesa).
El grupo de Korsch es el que estuvo más influenciado por el KAPD – más tarde se produciría una fusión precipitada y de corta vida entre ambos. La plataforma de este grupo no es muy conocida ni fácil de conseguir – lo que muestra hasta qué punto la Izquierda alemana ha desaparecido de la historia. Más conocida es la carta a Korsch de Amadeo Bordiga, comentando la plataforma. Bordiga era en ese momento la figura más importante de la Izquierda comunista de Italia, que había estado llevando una pujante polémica contra el creciente oportunismo en la IC.
Nuestra atención se dirige a esta correspondencia porque nos da una visión valiosa de los diferentes planteamientos de la Izquierda comunista de Italia y Alemania sobre los problemas fundamentales que confrontaban en ese momento – comprensión de la naturaleza del régimen en la URSS y definición y política coherente hacia la Internacional y sus partidos componentes.
La primera cosa que hay que destacar en la respuesta de Bordiga (fechada el 28 de octubre de 1926), es que no hay en ella ningún rastro de sectarismo considerándose como el único depositario de la verdad, y menos aún un rechazo a la discusión con otras corrientes de la izquierda. En pocas palabras, estamos muy lejos del “bordiguismo” de hoy, que se reivindica como el único heredero de la tradición de la Izquierda comunista de Italia, y que ha teorizado el rechazo a mantener cualquier tipo de debate con grupos que no entren en una definición muy restringida de esta tradición. Es completamente cierto que el Bordiga de 1926 no consideraba que hubiera aún la suficiente homogeneidad política para un reagrupamiento, o incluso para la publicación de una declaración internacional común. Pero pone todo el énfasis en la necesidad de la discusión y del trabajo de clarificación en el que tienen un papel todas las corrientes de la Izquierda comunista internacional: “Creo en general que la prioridad hoy, más que maniobrar y formar organizaciones, es el trabajo preliminar de elaborar una ideología política de la izquierda comunista, basada en las elocuentes experiencias del Comintern”. Más tarde añade que contribuirían a este trabajo declaraciones paralelas sobre Rusia y el Comintern de los diferentes grupos de izquierda; aunque estaba preocupado por evitar “llegar tan lejos como si se tratara de un complot fraccionista”.
El argumento de Bordiga está fundado en la convicción de que “aún no estamos en el momento de la clarificación definitiva”, o sea, es demasiado pronto para dar por perdidos los partidos comunistas o la Internacional. Los revolucionarios tienen que llevar la lucha dentro de los partidos comunistas cuanto sea posible, a pesar de la disciplina cada vez más artificial y mecánica que reina en ellos: “tenemos que respetar esa disciplina con todas sus absurdecess reglamentarias, sin renunciar nunca a posiciones de crítica política e ideológica y sin solidarizarnos nunca con la orientación dominante”. Defendiendo la decisión de la Oposición de izquierda en Rusia de someterse a la disciplina y así evitar la escisión, argumenta que “la situación objetiva y externa es tal que, no sólo en Rusia, el hecho de ser expulsados del Comintern nos deja aún con menos posibilidades de influir el curso de la lucha de clases de las que podríamos tener dentro del partido”.
En retrospectiva podemos llevar la contraria a algunas de las conclusiones de Bordiga: si era completamente cierto que la lucha por el “espíritu” de los partidos comunistas estaba lejos de haber terminado en 1926, su rechazo a reconocer la necesidad de formar fracciones organizadas – incluso si fuera posible una fracción internacional – va a explicar de alguna forma porqué Bordiga fue incapaz de jugar un papel en la fase siguiente de la historia de la Izquierda italiana; la fase iniciada precisamente por la formación de la Fracción de izquierdas del Partido comunista de Italia en 1928. Pero lo importante aquí es el método de Bordiga, que sin duda transmitió a los que trabajaron en la Fracción. La prioridad que da al trabajo de clarificación en una situación objetiva desfavorable, la insistencia en la necesidad de luchar hasta el final para salvar las organizaciones que el proletariado ha creado con tanta dificultad – este fue el sello de la Izquierda italiana y da la clave para comprender por qué estaba destinada a jugar un papel central en “la elaboración de una ideología política de la izquierda internacional” durante los años más crudos de la contrarrevolución. Al contrario, el abandono prematuro por parte de la Izquierda alemana de los partidos comunistas y de la IC, fue una de las causas que más incidieron en su rápida desintegración organizativa.
Lo mismo puede decirse cuando Bordiga aborda la cuestión de la naturaleza del régimen en Rusia, que es de hecho el primer asunto que se trata en la respuesta a Korsch. La “Izquierda intransigente”, como antes otras corrientes de la Izquierda comunista de Alemania (Ruhle ya en 1920, el KAPD de 1922 en adelante) ya había declarado que el capitalismo había triunfado sobre la revolución en Rusia. Pero en ambos casos esta conclusión, a la que se había llegado de modo impresionista, sin pasar por una profundización teórica, había dado como resultado que se pusiera en cuestión la naturaleza proletaria de la revolución, en una regresión de hecho a las posiciones de los mencheviques o los anarquistas, muchos de los cuales habían denunciado desde el principio la revolución de Octubre como un golpe de Estado de los bolcheviques para instalar una nueva variedad de capitalismo en lugar de la anterior. El KAPD globalmente no llegó tan lejos, pero desarrolló la teoría de la “doble revolución”, proletaria en las ciudades, burguesa en el campo; y también tendió a ver la Nueva política económica (NEP), introducida en 1921, como el punto a partir del cual una especie de “capitalismo campesino” habría ganado la supremacía sobre los restos del poder proletario.
Otra ironía para el bordiguismo de hoy: la respuesta de Bordiga a Korsch no contiene ni rastro de la teoría de la “doble revolución”, que elaboró tras la IIª Guerra mundial, y que definió la economía burguesa de la URSS como el producto de una “transición hacia el capitalismo” ocurrida bajo el aparato estalinista. Al contrario, la preocupación principal de Bordiga es defender el carácter proletario de la Revolución de Octubre, sin importar qué degeneración subsiguiente había sucedido: “... su `forma de expresarse´ sobre el tema ruso no me parece correcta. NO se puede decir que la Revolución rusa fue una revolución burguesa. La revolución de 1917 fue una revolución proletaria, aunque fue un error generalizar sus lecciones “tácticas”; ahora el problema que se plantea es qué sucede a la dictadura del proletariado en un país si la revolución no se lleva a cabo en otros países. Puede haber contrarrevolución, puede haber un proceso de degeneración cuyos síntomas y reflejos dentro del Partido comunista tienen que ser descubiertos y definidos. No se puede decir simplemente que Rusia es un país que tiende hacia el capitalismo. El asunto es mucho más complejo: se trata de nuevas formas de la lucha de clases que no tienen precedente en la historia. Se trata de mostrar cómo la concepción estalinista de las relaciones con las clases medias es equivalente a renunciar al programa comunista. Parece que usted excluye la posibilidad de que el Partido comunista ruso lleve una política que no conduzca a la restauración del capitalismo. Esto terminaría justificando a Stalin, o apoyando la inaceptable política de “renunciar al poder”. Al contrario, hemos de decir que en Rusia sería posible una política de clase correcta evitando la serie de errores graves en política internacional cometidos por la totalidad de la vieja guardia leninista”.
De nuevo con el beneficio de la retrospectiva es posible llevar la contraria a alguna de las conclusiones de Bordiga: cuando escribía esa respuesta a Korsch, el capitalismo – no basado en las concesiones a las clases medias, sino en el mismísimo Estado que había surgido de la revolución – estaba realmente convirtiéndose en el dueño de Rusia, no sólo económicamente (puesto que nunca había sido vencido a este nivel), sino también políticamente, y cuanto más se colgaba del poder el partido comunista, más se separaba del proletariado y se sometía a los intereses del capital. Pero aquí otra vez lo importante es el método, el punto de partida teórico: la revolución era proletaria, pero estaba aislada; ahora la cuestión es comprender algo que nunca antes había ocurrido en la historia, la degeneración de una revolución proletaria desde dentro. Y aquí de nuevo, aunque los herederos de Bordiga en la Fracción tardaron mucho tiempo en llegar a conclusiones correctas sobre la naturaleza del régimen en la URSS, la solidez de su método de análisis iba a garantizar su profundidad teórica y su seriedad mucho mayores que las de quienes habían proclamado mucho antes la naturaleza capitalista de la URSS, pero a costa de romper la solidaridad con la Revolución de Octubre. La Izquierda alemana iba a pagar caro por esto: cortar las raíces que la conectaban a Octubre y al bolchevismo significaba cortar sus propias raíces, y sin raíces un árbol no puede sobrevivir. Hoy es evidente que es prácticamente imposible mantener cualquier actividad política proletaria organizada que no esté basada en las lecciones de la victoria de Octubre y de su posterior derrota.
El debate en la Oposición de izquierda internacional
Vayamos a 1933. La derrota del proletariado alemán ha quedado sellada por la subida de Hitler al poder. Los obreros de los otros dos centros principales de la oleada revolucionaria internacional de 1917-23 – Rusia e Italia – también han sido aplastados. Las derrotas han desembocado en la desaparición o dispersión de la vanguardia revolucionaria. La vida política de la clase obrera ya no transcurre en los partidos comunistas, que han sido estalinizados de cabo a rabo y están a punto de capitular a la ideología de la defensa nacional. En lugar de eso, lo que expresa esa vida es el medio muy reducido de grupos de oposición y fracciones. Ahora el crisol de esa actividad de oposición ha cambiado a Francia, y en particular a París, la ciudad tradicional de las revoluciones europeas.
Hacia 1933 algunos de estos grupos ya habían agotado su ciclo vital. Ese había sido el destino de un “ala” de la Izquierda italiana en el exilio, el grupo Réveil communiste en torno a Pappalardi. Formado en 1927, este grupo había intentado una audaz síntesis entre las posiciones de las Izquierdas italiana y alemana. Sin rechazar el carácter proletario de la Revolución de Octubre, había llegado a la conclusión de que en Rusia había tenido lugar una contrarrevolución burguesa. Pero la tendencia del grupo a la impaciencia y el sectarismo le llevó pronto a perder su conexión con el método de la Izquierda italiana. Hacia 1929 su síntesis se había transformado en una conversión total a la tradición de la Izquierda alemana, con sus debilidades y sus puntos de fuerza. Esta mutación estuvo marcada por la aparición del periódico L’Ouvrier communiste, que trabajó estrechamente con el comunista de izquierdas ruso exiliado en París, Gavril Miasnikov ([2]). Muy rápidamente el nuevo grupo sucumbió a las influencias anarquistas y cesó su publicación en 1931.
En 1933, la mayoría de los grupos “nativos” de oposición estaban influenciados por Trotski, aunque la Fracción de izquierdas del Partido comunista de Italia, formada en el suburbio parisino de Pantin en 1928, es extremadamente activa en este medio. La sección oficial de la Oposición internacional de izquierdas es la Liga comunista, formada en 1929 sobre bases muy heterogéneas y fuertemente criticada por la Fracción italiana. El “trotskismo” había llegado a identificarse con una búsqueda del reagrupamiento activista y sin principios, sin ningún sólido acuerdo programático. Esos planteamientos sólo pueden traer escisiones, especialmente porque se combinaban con posiciones cada vez más oportunistas sobre cuestiones claves como las relaciones con los partidos comunistas y socialistas, y la defensa de la democracia contra el fascismo. La Liga ya había sufrido una serie de escisiones. La primera, alimentada (aunque no exclusivamente) por antagonismos personales y lealtades de clan, se había producido tras la disputa entre el grupo de Molinier y el de Rosmer-Naville. La intervención de Trotski en la situación desde el exilio en Prinkipo había sido cuanto menos desafortunada, puesto que estaba impaciente por formar nuevas organizaciones de masas y se había dejado llevar por los esquemas activistas de Molinier, que en esencia era una aventurero político. La tendencia de Rosmer estaba más preocupada por la necesidad de reflexionar y desarrollar una comprensión más clara de las condiciones que enfrentaba la clase, pero la “paz de Prinkipo” de Trotski, llevó a la retirada virtual de Rosmer de la vida militante. Pero la escisión también dio origen a una corriente organizada, el grupo de Izquierda comunista, en torno a Collinet y el hermano de Naville. En 1932 se produjo otra escisión de este grupo, que dio lugar a la formación de la Fracción de izquierda, animada por el otro zinovietista Albert Treint, y por Marc, que más tarde estaría en la Izquierda comunista de Francia y la CCI. La causa de la escisión fue el rechazo del grupo a una tendencia creciente en la Liga hacia la conciliación con el estalinismo. A comienzos de 1933, la Liga está al borde de otra escisión aún más dañina, ya que una creciente minoría reacciona contra la política de conciliación hacia la socialdemocracia, que culminará con el “giro francés” de 1934 – la política de “entrismo” en los partidos socialdemócratas que en su tiempo habían sido denunciados por la Internacional comunista como instrumentos de la burguesía.
En este punto, otro grupo de oposición, conocido como el “grupo 15a sección”, cuyo militante más conocido era Gaston Davoust (Chazé), lanza una invitación a todas las corrientes de oposición para tener una serie de reuniones destinadas a la clarificación programática y un eventual reagrupamiento. Esta iniciativa es calurosamente acogida por la Fracción italiana, que, con maniobras, había sido separada de la Oposición internacional de Izquierda hacia 1932, pero que ve en estas reuniones las posibles bases para la formación de una Fracción de izquierdas del Partido comunista de Francia, para emplear aquí su terminología de entonces. También hay una respuesta positiva de parte de prácticamente todos los grupos en Francia, y también algunos grupos de fuera de Francia participan o envían su apoyo (Liga comunista internacionalista en Bélgica, Grupo de oposición de Austria, etc.). A los pocos meses, se celebran una serie de reuniones en las que participan una lista impresionante de grupos: La Fracción de izquierda y la Izquierda comunista, el grupo de Davoust, la Liga comunista, así como una delegación separada de su última minoría; la Fracción de izquierda italiana; unos cuantos grupos pequeños (y efímeros), como Pour une Renaissance communiste, de 3 elementos, que se habían escindido de la Fracción italiana por la cuestión rusa, considerando que la URSS era un estado capitalista; el nuevo grupo de Treint, Effort communiste, que había dejado la Fracción de izquierdas porque tampoco veía ya nada de proletario en el régimen “soviético”, y había empezado a desarrollar la teoría de que Rusia estaba ahora bajo la férula de una nueva clase explotadora; también acudieron varios individuos como Simone Weil y Kurt Landau.
La naturaleza del régimen de la Unión Soviética era uno de los temas centrales del orden del día. Sobre este punto, la mayoría de los grupos invitados defendía formalmente la visión de la plataforma de la Oposición rusa de 1927, que Trotski aún defendía vigorosamente, de que la URSS era un Estado proletario, aunque en una condición de severa degeneración burocrática porque no había suprimido la propiedad estatal de los principales medios de producción. Pero lo que es particularmente interesante sobre las discusiones en esta conferencia, es que proporciona una ilustración de cómo evolucionaron las posiciones sobre esta cuestión en el medio de oposición.
Así por ejemplo, el grupo Izquierda comunista hizo el informe sobre la cuestión rusa. Este texto es muy crítico con los argumentos de Trotski: “ Para explicar la ofensiva de la burocracia contra el campesinado, y la conversión del estalinismo a una política de industrialización, a pesar de la ‘liquidación del partido como partido’, el camarada Trotski argumenta que mientras la infraestructura económica de la dictadura del proletariado se hace más fuerte, su superestructura política ha seguido debilitándose y degenera. Un planteamiento difícil de aceptar, cuando se tiene en cuenta la tesis marxista de que “la política es sólo economía concentrada”, especialmente cuando hablamos de un régimen donde el asunto político esencial es la dirección de la economía”. El informe concluye que efectivamente, la burocracia se ha convertido en una nueva clase, ni proletaria ni burguesa. Pero a diferencia de Treint, y sin ninguna consistencia aparente, el texto también argumenta que este Estado burocrático aún contiene algunos vestigios proletarios y por eso los revolucionarios tienen que defenderlo de los ataques del imperialismo. El grupo de Chazé presentó una resolución donde se expresan igualmente conclusiones contradictorias – la URSS sigue siendo un Estado obrero, pero la burocracia “juega el papel de una verdadera clase cuyos intereses son cada vez más opuestos a los de la clase obrera”. Más importante quizás que el contenido de todos estos textos, es el planteamiento mismo de la Conferencia, su actitud abierta a la cuestión de la naturaleza de la URSS. Así por ejemplo, cuando el grupo “ortodoxo” trotskista, la Liga comunista, propuso una resolución para excluir a todos los que negaran la naturaleza proletaria de la URSS, fue casi unánimemente rechazada.
La Conferencia no tuvo éxito en cuanto a la unificación de los grupos que participaron, ni en crear una Fracción francesa: en un periodo de derrota, la tendencia dominante es inevitablemente hacia la dispersión y el aislamiento. Pero sí tuvo lugar un reagrupamiento parcial, y esto también es significativo: La Fracción de izquierda, el grupo de Davoust y más tarde la minoría de la Liga comunista – una minoría de 35 miembros, cuya partida dejó prácticamente inutilizada la Liga – se unieron para formar el grupo Union communiste, que sobrevivió hasta la guerra. Aunque comenzó con un fuerte bagaje trotskista, y después no estuvo a la altura de la prueba de fuego de la guerra de España, sí hubo una evolución en este grupo: puso en cuestión la ideología del antifascismo, y en 1935 había concluido que la burocracia estalinista es una nueva burguesía. La LCI en Bélgica adopta una posición similar.
Si consideramos también que la Fracción italiana, aunque todavía hablaba de la URSS como un Estado proletario, avanzaba rápidamente hacia el rechazo de cualquier consigna de defensa de la URSS en este período, tenemos que, hacia mitad de los años 30, la posición de Trotski sobre la URSS había sido puesta en cuestión o abandonada por una parte importante del movimiento de oposición, igual que había ocurrido en la Oposición rusa. Y la importancia de esto es cuantitativa y cualitativa: cuantitativa porque en esos momentos, ese medio de oposición es mayor que el grupo trostkista “oficial” en el país clave de la Oposición internacional de izquierda; y cualitativa porque son los elementos más consistentes e intransigentes, formados durante la oleada revolucionaria o poco después, quienes rechazan la defensa de la URSS y empiezan a comprender, aunque de forma contradictoria e incompleta a menudo, que en la “tierra de los soviets” se ha producido una contrarrevolución. No es sorprendente que la historia de estas corrientes sea sistemáticamente ignorada por los historiadores trotskistas.
La respuesta de Trotski a la izquierda: la Revolución traicionada
Para entender la evolución de la posición de Trotski sobre la URSS, es preciso reconocer las presiones de la Izquierda. Si nos fijamos en la declaración más importante de Trotski sobre la naturaleza de la URSS en este período – su libro la Revolución traicionada, escrito durante su exilio en Noruega y publicado en 1936 – se comprende rápidamente que estaba metiéndose en una polémica en dos frentes: por una parte, contra el engaño estalinista de que la URSS era un paraíso para los obreros, y por otra parte, contra todas esas corrientes de izquierda que estaban convergiendo en la posición de que la Unión soviética había perdido su conexión con el poder proletario de 1917.
Aclaremos antes que nada que, contrariamente a las conclusiones que se adelantaron en el seno de la Izquierda comunista, incluyendo la Fracción italiana en esa época, en 1936 Trotski no había dejado de ser un marxista, y la Revolución traicionada contiene amplias evidencias de eso. El principal impulso del libro se dirige a refutar la absurda pretensión de Stalin de que la URSS ya habría alcanzado el pleno “socialismo” (aunque todavía no el “comunismo”) en 1936. Contra esa monstruosa mentira, Trotski despliega toda la fuerza de sus conocimientos estadísticos, su aguzado ingenio y su claridad política, para exponer las condiciones de vida absolutamente miserables de la clase obrera y el campesinado, deplorable calidad de las mercancías para el consumo de masas, los crecientes privilegios de la élite burocrática, las tendencias cada vez más reaccionarias, nacionalistas y jerárquicas en las esferas del arte y la literatura, la educación, el ejército, la vida familiar, etc. Ciertamente la descripción de Trotski de la mentalidad y las prácticas de la burocracia es tan acertada, que casi prueba que estamos en presencia de una clase explotadora. En el artículo “La clase no identificada: la burocracia soviética según Leon Trotski”, escrito para la Revista internacional nº 92 por uno de los camaradas del medio proletario emergente actual en Rusia, se plantea esto muy claramente: “Trotski de hecho está describiendo el siguiente panorama (en la Revolución traicionada): es cierto que existe un estrato social numeroso que controla la producción – y por tanto sus productos –, de una forma monopolista, y que se apropia de una parte muy importante de esa producción (o dicho de otro modo que ejerce una función de explotación), que está unida por una comprensión de los intereses materiales que tienen en común, y que se opone a la clase productora. ¿Cómo deben llamar los marxistas a un estrato social con todas esas características? Sólo puede haber una respuesta: se trata de la clase dominante en todos los sentidos. Trotski lleva a sus lectores a esa misma conclusión, aunque él mismo se niegue a hacerlo (…) Trotski arranca de “a”, pero tras haber descrito a la clase dominante en la explotación, vacila en el último momento, y se niega a llegar a “b””.
El libro de Trotski plantea también una cuestión muy importante sobre la naturaleza del Estado de transición, y sobre el porqué de su extrema vulnerabilidad a las presiones del antiguo orden social. A partir de una frase muy sugestiva de Lenin en el Estado y la Revolución en la que dice que el Estado de transición es, en cierto sentido, “un Estado burgués pero sin burguesía”, Trotski añade que “Esta conclusión altamente significativa, completamente ignorada por los teóricos oficiales de hoy, tiene una gran importancia para la comprensión de la naturaleza del Estado soviético o, más precisamente, para una primera aproximación a esa comprensión. Ya que es el Estado el que asume la tarea de la transformación socialista se ve obligado a defender la desigualdad – esto es los privilegios materiales de una minoría – mediante la fuerza. Al actuar así sigue siendo un Estado burgués, incluso aún sin burguesía. Las normas burguesas de distribución, mediante la ampliación acelerada del poder material, deben servir a objetivos socialistas, pero sólo lo hacen en última instancia. El Estado asume directamente y desde el primer momento, un carácter dual: socialista por cuanto defiende la propiedad social de los medios de producción; y burgués, ya que la distribución de los bienes vitales se lleva a cabo sobre la base del criterio capitalista del valor con todas las consecuencias que de ello se desprenden. Tal carácter contradictorio horrorizará a los dogmáticos y a los escolásticos, a los que únicamente podemos ofrecerles nuestras condolencias” (la Revolución traicionada, Pathfinder press. Traducido del inglés por nosotros). Esta postura de cuestionar la naturaleza del Estado de transición, de haberse desarrollado adecuadamente, habría llevado a Trotski a comprender que el Estado establecido tras la Revolución de Octubre se había convertido en el guardián del capital estatalizado, pero Trotski se mostró, en cambio, incapaz de llevarla hasta el final.
En cuanto a las conclusiones más directamente políticas que aparecen en el libro, algunas de las cuales ya aparecían en 1933, representan también un cierto avance respecto al pensamiento anterior de Trotski. En 1927, tal y como vimos en el último artículo de esta serie, Trotski ya había alertado sobre el peligro de un “Termidor”, una especie de “contrarrevolución escalonada” en la URSS, aunque se resistía a aceptar que ya se hubiera consumado. Cuando escribe la Revolución traicionada Trotski revisa sus puntos de vista y concluye que ese Termidor ya ha tenido lugar bajo la égida de la burocracia, y que como resultado “el viejo partido bolchevique ha muerto, y ninguna fuerza puede ya resucitarlo” (ibid.). Concluye además que la burocracia que ha estrangulado el bolchevismo ya no puede ser reformada, sino que debe ser necesariamente derrocada, por lo que llama a la clase obrera a que realice una “revolución política”. En ese mismo momento decide también que la Internacional comunista ha expirado, y que por tanto la formación de nuevos partidos, en todos los países, está a la orden del día.
Finalmente, es importante recordar que el libro de Trotski no da por cerrada la cuestión de la naturaleza de la URSS, sino que cree que es la historia la que aún debe zanjar esta cuestión, pues él insiste en que el reinado de la burocracia es necesariamente inestable por lo que o bien resultará destruido (sea por los trabajadores o por una abierta contrarrevolución burguesa), o bien se transformará en una clase poseedora en el sentido más clásico del término. Dado que el mundo se convulsionaba hacia una nueva guerra mundial, Trotski pensó en los últimos años de su vida, que en función del papel que jugase la URSS en la guerra, podría establecerse definitivamente su carácter de clase.
A pesar de estos aspectos positivos, el libro significa también una encendida defensa de la tesis según la cual la URSS seguía siendo un Estado obrero puesto que había desarrollado una completa nacionalización de los medios de producción, logrando así la “abolición” de la burguesía. El Termidor del que Trotski habla en este libro no tiene mucho que ver con el concepto que había empleado en 1927. Entonces se refería a Termidor como una contrarrevolución burguesa, mientras que ahora se pierde más en comparaciones ambiguas con la Revolución francesa. En Francia el Termidor no había significado una restauración feudal, sino la llegada al poder de una fracción más conservadora de la burguesía. Por esa misma razón, Trotski argumenta que el Termidor soviético no ha restaurado el capitalismo sino que ha instalado una especie de “bonapartismo proletario” en el que un estrato burocrático parasitario defiende sus privilegios a expensas del proletariado, aunque depende para su propia supervivencia del mantenimiento de las “formas proletarias de propiedad” instauradas por la Revolución de Octubre. Por ello reclama para la URSS una revolución meramente política que elimine la burocracia pero que mantenga las formas básicas de la economía, en lugar de una completa revolución social. Así se explica también que Trotski siguiera abogando decididamente por la “defensa de la Unión Soviética” frente a las intenciones hostiles del capitalismo mundial, que, según él mismo argumentaba, seguiría viendo a la URSS como un cuerpo extraño.
Llegamos así al aspecto más reaccionario del trabajo de Trotski que consiste en sus tesis dirigidas directamente contra la Izquierda, lo que hace explícitamente en la última parte de su libro, cuando plantea – más bien evacua – el problema de si hay que ver la URSS como un capitalismo de Estado, y a la burocracia como una clase dominante. Respecto al capitalismo de Estado, Trotski se da cuenta de la tendencia general del capitalismo a la intervención del Estado en la economía, y lo analiza como una expresión de la decadencia histórica del sistema. Llega incluso a admitir la posibilidad teórica de que el conjunto de la clase dominante de un país pueda constituirse en un único trust, a través del Estado. Es más, señala que: “las leyes económicas de un régimen así no representarían misterio alguno. Un capitalista individual, como es sabido, recibe en forma de beneficios, no aquella parte de plusvalía creada directamente por los trabajadores de su propia empresa, sino una parte de la plusvalía global creada en el conjunto del país, una parte proporcional al monto de su propio capital. Bajo un “capitalismo de Estado” integral esta ley del reparto equitativo del beneficio se realizaría no a través de los mecanismos enrevesados de la competencia entre diferentes capitales, sino de manera directa e inmediata a través de la contabilidad estatal”. En realidad lo que describe es cómo estaba operando en la URSS la ley del valor, pero llegado a este punto, retrocede y se empeña en negarlo, afirmando, por el contrario, que “sin embargo un régimen así ni ha existido nunca, ni, dadas las profundas contradicciones entre los propietarios, existirá. Es más, al menos en su calidad de depositario universal de la propiedad capitalista, el Estado será demasiado tentador como objeto para la revolución social” (la Revolución traicionada).
Hay que añadir que las burguesías más avanzadas habían dado la espalda a ese modelo de capitalismo de Estado integral ya que, como quedó finalmente confirmado con el colapso de los países ex estalinistas, ha demostrado una ineficacia desastrosa. Pero donde Trotski falla estrepitosamente en este libro es a la hora de hacerse pregunta esta simple cuestión: ¿puede nacer un capitalismo de Estado integral de una situación en la que la revolución proletaria ha expropiado a la vieja burguesía, y que sin embargo está degenerando debido a su aislamiento internacional?.
En cuanto al argumento de Trotski, por el que se niega que la burocracia pueda ser una clase dominante puesto que carecería de acciones bursátiles o de derechos de herencia que le permitieran legar sus propiedades a sus herederos, nuestro compañero en Rusia, AG, ha escrito una réplica muy lúcida: “En la Revolución traicionada, Trotski intenta refutar teóricamente la tesis de la naturaleza burguesa de la burocracia, con argumentos tan débiles como que “no poseen acciones o bonos” (pag 249). Pero ¿para qué necesita poseerlos la clase dominante? Es obvio que la posesión de acciones o de bonos no tiene importancia en sí misma, lo importante es si tal o cual clase se apropia de la plusvalía arrancada a los productores directos. Si la respuesta es que sí, entonces la función de la explotación existe aunque la distribución de ese producto apropiado se realice a través de dividendos y participaciones, o a través de un salario y privilegios añadidos al trabajo. El autor de la Revolución traicionada apenas resulta convincente cuando dice que los representantes de la capa social dirigente no pueden legar su status privilegiado (...) es altamente improbable que Trotski pensara de verdad que los hijos de la elite pudieran convertirse en obreros o campesinos”. Cuando atribuye una importancia decisiva a la existencia de los derechos de herencia, Trotski se desvía claramente de un axioma marxista fundamental que señala que las relaciones jurídicas son sólo la expresión superestructural de las relaciones sociales subyacentes. Del mismo modo, cuando insiste en encontrar signos de una pertenencia personal a la clase dominante, Trotski olvida que los marxistas definen el capital como un poder global impersonal, que es el capitalismo el que crea a los capitalistas y no a la inversa.
Igualmente tras su concepción de que la naturaleza de clase del Estado soviético estaría determinada, en última instancia, por la estructura económica, aparece una confusión muy seria sobre la naturaleza de la revolución proletaria. Como clase explotada que es, la única forma que tiene la clase obrera para transformar la sociedad hacia el socialismo es conquistando y detentando el poder político. Carece de bienes o propiedades, tampoco las leyes económicas actúan a su favor. Sus métodos de lucha contra las leyes de la economía capitalista se basan enteramente en su capacidad para imponer un control consciente y planificado contra la anarquía del mercado, en imponer las necesidades humanas contra las necesidades del beneficio. Pero esta capacidad sólo puede derivar de su fuerza organizada y de su conciencia política, de su capacidad para afirmar su programa a todos los niveles de la vida social y económica. Esto no garantiza, sin embargo, que la expropiación de la burguesía y la colectivización de los medios de producción conduzca automáticamente a unas nuevas relaciones sociales. Se trata únicamente de un punto de partida: la labor de crear estas nuevas relaciones sociales sólo puede recaer en el movimiento social de masas de la clase obrera. Es verdad que Trotski llegó a afirmar algo muy parecido a esto cuando señaló que “la predominancia del socialismo sobre las tendencias pequeñoburguesas se garantiza no a través de los automatismos de la economía – estamos aún muy lejos de ello – sino mediante medidas políticas adoptadas por la dictadura. El carácter de la economía en su globalidad depende pues del carácter del poder estatal”. Pero, como sucede con el resto de sus tesis, Trotski es incapaz de llevarlo hasta sus necesarias conclusiones: si el proletariado ya no ejerce el más mínimo control sobre el poder estatal, entonces la economía marchara automáticamente en una sola dirección: hacia el capitalismo. En suma, que la existencia de un Estado obrero o de una dictadura del proletariado por hablar con más precisión, no depende de que el Estado se haga formalmente dueño de la economía, sino de que el proletariado detente verdaderamente el poder político.
La consecuencia más grave de la incapacidad de Trotski para reconocer que la Revolución de Octubre había sido ya definitivamente derrotada, es que este fracaso le llevará a justificar “teóricamente” la apología radical del estalinismo, que llegaría a ser la función última del movimiento fundado por él. De hecho ya en la Revolución traicionada, y a pesar de todas las críticas sobre las condiciones que atraviesa la clase obrera en Rusia, aparece explícitamente esa apología,: “No tenemos nada que discutir con los economistas burgueses. El socialismo ha demostrado su derecho a vencer, no en las páginas de Das Kapital, sino en el terreno industrial que comprende una sexta parte de la superficie terrestre; no en el lenguaje de los dialécticos, sino en el lenguaje del acero, el cemento y la electricidad” (ídem). Aquí Trotski insiste en que, a pesar de todas sus degeneraciones burocráticas, el “desarrollo de las fuerzas productivas” del estalinismo es progresista ya que sienta las bases de una sociedad socialista. De hecho Trotski nunca abandonó la idea de que el giro que dio Stalin, a finales de los años 20, hacia una rápida industrialización, vendría a darle en cierta forma la razón al programa económico de la Oposición de izquierdas. Pero el verdadero sentido de esa industrialización de la URSS hay que verlo en el contexto de un desarrollo mundial de las fuerzas productivas. La Revolución rusa de 1917 se realizó bajo la premisa de que el mundo se encontraba ya maduro para el comunismo. El desarrollo que tuvo lugar bajo el stalinismo estaba asentado en la derrota de la primera tentativa de crear una sociedad comunista y se basaba, en cambio, en la necesidad de construir una economía de guerra para prepararse para un nuevo reparto imperialista del mundo. Por todo ello, los éxitos de la industrialización soviética no constituyen, en manera alguna, un factor de progreso para la humanidad sino una expresión de la decadencia del modo de producción capitalista; y los cantos de Trotski a la producción de hormigón y acero suponen una justificación de la más implacable explotación sufrida por la clase obrera.
Peor aún: la defensa de la Unión Soviética frente al capitalismo mundial condujo a una política de apoyo a los apetitos imperialistas del capital ruso, una política que Trotski ya puso en práctica en 1929 cuando apoyó a Rusia en su conflicto con China por la posesión del ferrocarril de Manchuria. Dado que el mundo se encaminaba rápidamente hacia otra guerra, y habida cuenta de la creciente implicación de Rusia en el escenario imperialista, la posición trotskista oficial de “defensa del Estado obrero” llevaría a este movimiento a acercarse cada vez más al campo de la burguesía.
Como señalamos en el artículo que hicimos a propósito de la muerte de Trotski (ver Revista internacional nº 103), la pendiente hacia la guerra llevó a Trotski a replantearse algunas cuestiones fundamentales. Dentro del propio movimiento trotskista tuvo que enfrentarse además a críticas a su noción de un Estado obrero degenerado. Estas no procedían en esta ocasión de la Izquierda, sino de personajes como Bruno Rizzi en Italia, y sobre todo de Burnham y Schachtman en USA, que representaban distintas versiones de una misma idea según la cual la URSS representaría una sociedad explotadora de nuevo tipo, desconocida para el marxismo. Trotski se oponía a tal conclusión, aunque en sus últimos escritos se nota que algo le influyeron. No obstante – como muchísimo mejor marxista que elementos como Schachtman – comprendió bastante claramente que si de las entrañas de la sociedad capitalista podía surgir un nuevo sistema de explotación, entonces habría que poner en entredicho el conjunto de la perspectiva marxista y, sobre todo, el potencial revolucionario de la clase obrera: “Llevada a su conclusión histórica, la alternativa histórica se resume así: o bien el régimen estalinista supone un tremendo retroceso en el proceso de transformación de la sociedad burguesa en una sociedad socialista; o, de otro modo, el régimen estalinista es el primer paso hacia una nueva sociedad de explotación. Si es éste segundo pronóstico el acertado, entonces por supuesto que la burocracia podría convertirse en una nueva clase explotadora. Por horrible que pueda parecer esta perspectiva, probaría de hecho la incapacidad del proletariado para llevar adelante la misión que le ha sido confiada por el curso del desarrollo histórico, lo que nos llevaría a reconocer que el programa socialista basado en las contradicciones internas de la sociedad capitalista se ha convertido finalmente en una utopía. No es preciso decir que necesitaríamos un nuevo “programa mínimo” para defender los intereses de los esclavos de la sociedad totalitaria burocrática” (La URSS en la guerra, 1939).
Para Trotski el resultado de la guerra que se anunciaba iba a ser decisivo: si la burocracia demostraba ser lo bastante estable como para sobrevivir a la guerra, sería necesario concluir que, de hecho, ya habría cristalizado en una nueva clase dominante; y si el proletariado no conseguía acabar con la guerra mediante la revolución, eso probaría que el programa socialista se habría convertido, de hecho, en una utopía. Aquí podemos ver cómo la negativa de Trotski a aceptar la naturaleza capitalista de la URSS, le llevaban a poner en duda las convicciones que inspiraron el conjunto de su existencia.
Por esa misma razón, la definición de la URSS como un país capitalista, demostró ser la única base firme para la defensa del internacionalismo durante la Segunda Guerra mundial y en los años siguientes. La defensa del Estado “obrero degenerado”, junto a la ideología de apoyo a la democracia contra el fascismo, llevaron al movimiento trotskista oficial a una capitulación abierta ante el chovinismo y a integrarse en el campo imperialista aliado. Tras la guerra, los trotskistas se situaron como propagandistas del imperialismo ruso contra su rival americano.
En cuanto a aquellos que plantearon la teoría de una nueva sociedad burocrática, pronto concluyeron que las democracias occidentales resultaban más progresistas que el régimen bárbaro de Rusia, o bien simplemente desaparecieron al creer que el marxismo ya no tenía ninguna validez. Por el contrario, los grupos y elementos que rompieron con el trotskismo en los años 40 a causa de su abandono del internacionalismo, lo hicieron convencidos de que Rusia era un Estado capitalista e imperialista. Hablamos del grupo en torno a Munis, de los RKD alemanes, de Agis Stinas en Grecia… y por supuesto de Natalia Trotski que siguió las recomendaciones políticas de su compañero y tuvo el coraje de reexaminar la ortodoxia “trotskista” a la luz de la Segunda Guerra mundial y de los preparativos para una tercera que sucedieron a la anterior.
CDW
El próximo artículo de esta serie versará sobre la posición de la Izquierda italiana a propósito de la cuestión rusa, y mostraremos por qué fue esta corriente la que estableció el mejor marco de análisis para resolver finalmente el “enigma ruso”.
[1] Hemos adaptado para nuestro titular, el título de un artículo escrito por Treint, un miembro francés de la Oposición (“Para descifrar el enigma ruso: Tesis del camarada Treint sobre la cuestión rusa”), redactado para la conferencia de 1933. De todas formas debemos señalar que la teoría de Treint, es decir la de un nuevo sistema de explotación que representa el capitalismo de Estado, únicamente consigue añadir nuevos misterios.
[2] Es importante reseñar aquí la posición final de Miasnikov sobre la cuestión de la URSS. En 1929 Miasnikov se encontraba exiliado en Turquía e inició una correspondencia con Trotski. A pesar de las profundas diferencias que les separaban, él reconocía la importancia de Trotski para el conjunto de la oposición internacional contra el estalinismo. Miasnikov escribió un folleto sobre la burocracia soviética, que envió a Trotski pidiéndole que escribiera un preámbulo. Trotski se negó a ello ya que el texto argumentaba que Rusia era un sistema de capitalismo de Estado y que la burocracia era una clase dominante: Según Avrich en su ensayo “La Oposición bolchevique a Lenin: G.T. Miasnikov y el Grupo obrero” (publicada en The Russian Review – La Revista rusa –, vol. 43, 1984), el texto de Miasnikov arroja cierta luz sobre el proceso de pérdida del poder por parte del proletariado y de consolidación de la dominación de la burocracia stalinista. Avrich también comenta que “Dado que como capitalismo de Estado organizó la economía de modo más eficiente que el capitalismo privado; Miasnikov lo consideró históricamente progresista”; pero en una nota a pie de página afirma que Tianov, otro miembro del Grupo obrero que estuvo encarcelado junto a Ciliga, consideraba el capitalismo de Estado como regresivo. El folleto de Miasnikov apareció publicado en Francia en 1931, en lengua rusa, bajo el título de Ocherednoi obman (la actual decepción). Por lo que sabemos no ha sido traducido a otra lengua, una tarea que quizás pueda ser acometida por el nuevo medio proletario que emerge en Rusia. La CCI puede facilitar una copia del texto disponible en ruso si hay compañeros dispuestos a traducirlo.