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Presentación
Este artículo es la primera parte de un trabajo publicado en la revista Bilan de la Fracción italiana de la Izquierda comunista, en 1934. Este estudio tenía, en aquella época, el objetivo de “entender mejor el sentido de las crisis que han convulsionado periódicamente todo el aparato capitalista, intentando, en conclusión, caracterizar y definir, con la mayor precisión posible, la era de decadencia definitiva que el capitalismo anima con sus agónicos y asesinos sobresaltos”.
Se trataba de actualizar el análisis marxista clásico, para comprender por qué el capitalismo está abocado a crisis cíclicas de producción y por qué, con el siglo XX y la saturación progresiva del mercado mundial, entró en otra fase, la de su decadencia irreversible, en la que las crisis cíclicas, sin desaparecer, dejan el sitio a un fenómeno mucho más grave: el de la crisis histórica del sistema capitalista, el de una situación de contradicción permanente y que se agudiza con el tiempo, entre las relaciones sociales capitalistas y el desarrollo de las fuerzas productivas, o, dicho de otra manera: la forma de la producción capitalista no solo se ha vuelto una traba para el progreso sino que además amenaza la supervivencia misma de la humanidad.
El artículo de Mitchell – miembro de la minoría de la Liga de los comunistas internacionalistas de Bélgica que se integró en Bilan en 1937 para formar la Fracción belga de la izquierda comunista – retoma las bases del análisis marxista sobre la ganancia y la acumulación del capital. Muestra la continuidad entre los análisis de Marx y los de Rosa Luxemburg quien, en la Acumulación del capital, dio la explicación de la tendencia del capitalismo a convulsiones cada día más mortales y los límites históricos de ese sistema que ya había entrado en una era de “crisis, guerras y revoluciones”.
Esa profunda actualización sigue siendo válida hoy. Aunque fuera imposible para Bilan prever la dimensión fenomenal que hoy han adquirido la deuda, la especulación financiera, las manipulaciones monetarias o, incluso, la concentración y las fusiones de empresa, este análisis proporciona las bases para comprender esos fenómenos. Este documento permite también recordar las bases de lo que desarrollamos nosotros en el artículo de esta misma Revista sobre “La nueva economía, una nueva justificación del capitalismo”, y que será todavía más claro con la segunda parte del artículo de Mitchell “Análisis de la crisis general del imperialismo decadente”, que publicaremos en el próximo número de esta Revista.
l análisis marxista del modo de producción capitalista insiste sobre todo en los siguientes puntos:
a la crítica de los vestigios de formas feudales y precapitalistas, de producción y de intercambio;
b la necesidad de sustituir esas formas atrasadas por la forma capitalista más progresiva;
c la demostración de lo progresivo del modo capitalista de producción, descubriendo el aspecto positivo y la utilidad social de las leyes que rigen su desarrollo;
d el examen, bajo el enfoque de la crítica socialista, de lo negativo de esas mismas leyes y de su acción contradictoria y destructiva, que arrastran al capitalismo hacia el atolladero;
e la demostración de que las formas capitalistas acabaron siendo en definitiva un obstáculo para el pleno desarrollo de la producción y, como consecuencia, el modo de reparto engendra una situación de clases cada vez más intolerable, que se plasma en un antagonismo cada vez más profundo entre capitalistas, cada día menos numerosos pero más ricos, y asalariados sin propiedad, cada día más numerosos y desamparados;
f en fin, que las inmensas fuerzas productivas desarrolladas por el modo capitalista de producción sólo podrán florecer armoniosamente en una sociedad organizada por la única clase que no es expresión de ningún interés particular de casta: el proletariado.
En este estudio no haremos un análisis en profundidad de la evolución orgánica del capitalismo en su fase ascendente (que más o menos abarca desde finales del siglo XVIII hasta 1914, ndt) sino que nos limitaremos solamente a seguir el proceso dialéctico de sus fuerzas internas con objeto de poder comprender mejor el sentido de las crisis que han sacudido periódicamente todo el aparato capitalista y tratar de definir, con la mayor precisión posible, la era de decadencia definitiva que el capitalismo sufre entre mortales sobresaltos de agonía.
Tendremos por otra parte la ocasión de examinar de qué manera la descomposición de las economías precapitalistas: feudal, artesana o campesina, crea las condiciones de extensión del campo donde puede darse salida a las mercancías capitalistas.
La producción capitalista tiene como fin la ganancia
y no la satisfacción de necesidades
Resumamos las condiciones esenciales que son requeridas como base de la producción capitalista:
1ª La existencia de mercancías, es decir, de productos que, antes de ser considerados según su utilidad social – su valor de uso – aparecen en una relación, una proporción de cambio con otros valores de uso de especie diferente, o sea, su valor de cambio. La verdadera medida común a todas las mercancías es el trabajo. Su valor de cambio se determina por el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción;
2ª Las mercancías no se cambian directamente entre sí sino mediante una mercancía tipo, convencional, que expresa el valor de todas, una mercancía moneda: el dinero;
3ª La existencia de una mercancía con un carácter particular: la fuerza de trabajo, única propiedad del proletario y que el capitalismo, único poseedor de los medios de producción y de subsistencia, adquiere en el mercado de trabajo por su valor, como cualquier otra mercancía, es decir, por su coste de producción o el precio de reproducción de la energía vital del proletario. Sin embargo, hay una diferencia entre la fuerza de trabajo y las demás mercancías: mientras que el consumo de éstas no aporta ningún crecimiento del valor, la fuerza de trabajo, por el contrario, procura al capitalista, que al haberla comprado es su propietario y dispone de ella a su conveniencia, un valor mayor que el que le ha costado mientras consiga hacer trabajar al proletario un tiempo mayor que el que le es necesario para obtener las subsistencias que le son estrictamente indispensables.
Este “sobrevalor” equivale al “sobretrabajo” que el proletario, por el hecho de vender “libremente” y por contrato su fuerza de trabajo, debe ceder gratuitamente al capitalista. Esto es lo que constituye la plusvalía, o ganancia capitalista. No se trata de algo abstracto o ficticio sino del trabajo vivo.
Si nos permitimos insistir – y pedimos excusas por ello – sobre lo que es el ABC de la teoría económica marxista, es porque no debemos perder de vista que todos los problemas económicos y políticos que se plantea el capitalismo (y en periodo de crisis estos son numerosos y complejos) convergen finalmente hacia este objetivo central: producir el máximo de plusvalía. El capitalismo no tiene ningún interés por la producción para satisfacer las necesidades de la humanidad ni tampoco por el consumo y las necesidades vitales de los hombres. Un solo consumo le emociona, le apasiona, estimula su energía y su voluntad, constituye su razón de ser: el consumo de la fuerza de trabajo.
El capitalismo utiliza esta fuerza de trabajo con vistas a obtener el rendimiento más elevado de la mayor cantidad de trabajo posible. Pero no se trata únicamente de eso: es preciso también elevar al máximo la relación entre el trabajo gratuito y el trabajo pagado, la relación entre la plusvalía y el salario o entre ésta y el capital comprometido, es decir, la tasa de plusvalía. El capitalista alcanza sus objetivos por una parte, aumentando el trabajo total, prolongando la jornada de trabajo e intensificando el trabajo y, por otra parte, pagando lo más barata posible la fuerza de trabajo (incluso por debajo de su valor) gracias sobre todo al desarrollo de la productividad del trabajo que hace bajar los precios de las subsistencias y de los objetos de primera necesidad. El salario fluctúa siempre alrededor de su eje: el valor de la fuerza de trabajo equivale a las cosas estrictamente indispensables para su reproducción; la curva de los movimientos salariales (por encima y por debajo del valor) evoluciona paralelamente a las fluctuaciones de la relación de fuerzas entre capitalistas y proletarios.
De lo que precede, resulta que la cantidad de plusvalía no depende del capital total que el capitalista compromete sino únicamente de la parte dedicada a la adquisición de fuerza de trabajo, es decir, el capital variable. Por ello el capitalista busca obtener el máximo de plusvalía con el mínimo de capital total. Sin embargo, constataremos al analizar la acumulación que esta tendencia se ve contrarrestada por una ley que actúa en sentido contrario y arrastra a la baja a la tasa de ganancia.
Cuando consideramos el capital total o capital invertido en la producción capitalista – pongamos por caso durante un año – debemos considerarlo no tanto como expresión de la forma concreta, material, de las cosas, o sea, de su valor de uso, sino como representante de mercancías, es decir, de valores de cambio. Por tanto, el valor del producto anual se compone de:
– el capital constante consumido que corresponde al gasto de medios de producción y de materias primas absorbidas; estos dos elementos expresan el trabajo pasado, ya consumido, materializado en el curso de las producciones anteriores;
– el capital variable y la plusvalía que representan el trabajo nuevo consumido durante el año.
El capital variable y la plusvalía constituyen la renta nacida en la esfera de la producción (de la misma forma que no hemos considerado la producción extracapitalista de los campesinos, artesanos etc., tampoco analizaremos su renta).
La renta del proletariado es el fondo de salarios. La renta de la burguesía es la masa de plusvalía, la ganancia (no vamos a analizar el reparto de la plusvalía dentro de la clase capitalista que se subdivide en ganancia industrial, ganancia comercial, ganancia bancaria y renta de la tierra). A partir de esta configuración, la renta procedente de la esfera capitalista fija los límites del consumo individual del proletariado y de la burguesía, sin embargo, cabe señalar que si el consumo de los capitalistas no tiene más límites que los que le asignan las posibilidades de producción de plusvalía, en cambio, el consumo obrero está estrictamente limitado por las necesidades de esta misma producción de plusvalía. De lo que se desprende que en la base del reparto de la renta total existe un antagonismo fundamental que engendra todos los demás. Frente a los que dicen que basta que los obreros produzcan para tener la ocasión de consumir, o bien que, dado que las necesidades son ilimitadas, estas son siempre inferiores a las posibilidades de la producción, conviene oponerles la respuesta de Marx: “lo que los obreros producen efectivamente es la plusvalía, mientras que la produzcan tienen algo que consumir, pero si la producción se detiene, el consumo se detiene igualmente. Es falso decir que tienen algo que consumir porque producen el equivalente de su consumo”, y añade en otro pasaje: “Los obreros deben ser siempre sobreproductores (plusvalía) y producir siempre por encima de sus necesidades para poder ser consumidores o compradores en los límites de sus necesidades”.
Pero el capitalista no puede contentarse con apropiarse de la plusvalía, no puede limitarse a expoliar parcialmente al obrero del fruto de su trabajo, es preciso además que pueda realizar esta plusvalía, que sea capaz de transformarla en dinero al vender el producto que la contiene en su valor.
La venta condiciona la renovación de la producción: permite al capitalista volver a comprar los elementos del capital consumido en el proceso que acaba de terminarse; le hace falta reemplazar las partes gastadas de su material, comprar nuevas materias primas, pagar la mano de obra. Pero desde el punto de vista capitalista, estos elementos no se plantean bajo su forma material – como cantidad similar de valores de uso, como masa de productos a reincorporar a la producción – sino como valores de cambio, como capital vuelto a invertir en la producción a su nivel antiguo (abstracción hecha de los nuevos valores acumulados) y todo ello con el fin de que se mantenga al menos la misma tasa de ganancia que precedentemente. Reanudar un ciclo para producir nueva plusvalía es el objetivo supremo del capitalista.
Si la producción no es enteramente realizada, o bien, se vende por debajo de su valor, la explotación del obrero no ha aportado nada al capitalista, porque el trabajo gratuito no se ha podido concretar en dinero y convertirse a continuación en capital productor de nueva plusvalía; que se haya realizado una producción de productos consumibles deja al capitalista completamente indiferente incluso si la clase obrera no tiene lo indispensable. Si planteamos la eventualidad de una mala venta es precisamente porque el proceso capitalista de producción se escinde en dos fases: la producción y la venta. Aunque ambas forman una unidad y dependen estrechamente una de otra, son netamente independientes en su desarrollo. Así el capitalista lejos de dominar el mercado está al contrario estrechamente sometido a él. Pero no solo la venta se separa de la producción sino que la compra subsiguiente se separa de la venta, dicho de otro modo: el vendedor de una mercancía no es forzosamente y al mismo tiempo el comprador de otra mercancía. En la economía capitalista, el comercio de mercancías no significa intercambio directo de mercancías: todas, antes de llegar a su destino definitivo, deben metamorfosearse en dinero y esta transformación constituye la fase más importante de su circulación.
La posibilidad primera de las crisis resulta pues de la diferenciación entre producción y venta y, por otra parte, de la diferenciación entre venta y compra o, dicho de otra manera: la necesidad de la mercancía de metamorfosearse primero en dinero, después de la metamorfosis del dinero en mercancía y todo ello sobre la base de una producción que parte del CAPITAL-DINERO para desembocar en el DINERO-CAPITAL.
Por tanto se plantea para el capitalista el problema de la realización de su producción. ¿Cuáles son las condiciones de su solución? En primer lugar, la fracción del valor del producto que expresa el capital constante puede, en condiciones normales, venderse en la esfera capitalista misma, por un intercambio interior que condiciona la renovación de la producción. La fracción que representa el capital variable es comprada por los obreros mediante el salario que les ha pagado el capitalista y que – como hemos visto – está estrictamente limitado por el precio de la fuerza de trabajo que gravita alrededor de su valor: es la única parte del producto total cuya realización, el mercado, está asegurada por la propia financiación del capitalismo. Queda la plusvalía. Podríamos emitir la hipótesis de que la burguesía la dedica en su totalidad al consumo personal, aunque, para que ello sea posible, es preciso que previamente el dinero haya sido cambiado contra dinero (excluimos la eventualidad del pago de los gastos individuales por medio de dinero atesorado) pues el capitalista no puede consumir su propia producción. Pero si la burguesía obrara de semejante forma se limitaría a sacar provecho del sobreproducto que extrae al proletariado. En definitiva, si ella se limitara a la producción simple no ampliada, asegurándose una existencia cómoda y sin preocupaciones, no se diferenciaría en nada de las clases dominantes que le han precedido si no es por su forma de dominación. La estructura de la sociedad esclavista comprimía todo desarrollo técnico y mantenía la producción en un nivel al que se acomodaba muy bien el amo pues sus necesidades eran ampliamente satisfechas por el trabajo del esclavo. De la misma forma, en la economía feudal, el señor, a cambio de la “protección” que dispensaba al siervo, recibía de éste los productos de su trabajo suplementario y se despreocupaba así de los problemas de la producción, limitada a un mercado de cambios limitados y poco ampliables.
Bajo el empuje del desarrollo de la economía mercantil, la tarea histórica del capitalismo fue precisamente la de barrer estas sociedades sórdidas, estancadas. La expropiación de los productores creaba el mercado de trabajo y abría el filón de la plusvalía que el capital mercantil explotó transformándose en capital industrial. Una fiebre de producción invadió el cuerpo social. Bajo el aguijón de la concurrencia el capital llamaba al capital. Las fuerzas productivas y la producción crecían en progresión geométrica y la acumulación de capital alcanzó su apogeo en el último tercio del siglo XIX, durante el pleno desarrollo del “libre cambio”.
La historia aporta la demostración de que la burguesía, considerada en su conjunto, no ha podido limitarse a consumir la totalidad de la plusvalía. Al contrario, su ansia de ganancias la impulsaba a reservarse una parte de aquella (la más importante) y, de esta forma, la plusvalía, atrayendo más plusvalía como el imán atrae al hierro, es capitalizada. De esta forma la extensión de la producción continúa, la competencia estimula el movimiento y multiplica los perfeccionamientos técnicos.
Las necesidades de la acumulación transforman la realización de la plusvalía en la piedra de toque de la realización del producto total. Si la realización de la fracción consumida no presenta dificultades (al menos en teoría) queda sin embargo la plusvalía acumulable. Esta no puede ser absorbida por los proletarios puesto que han gastado sus posibilidades de compra al consumir sus salarios. ¿Podríamos suponer que los capitalistas son capaces de realizarla entre ellos, en la esfera capitalista y que este intercambio sería suficiente para condicionar la extensión de la producción?
Semejante solución es manifiestamente absurda pues como señala Marx “lo que la producción capitalista se propone es apropiarse del valor, del dinero, de la riqueza abstracta”. La extensión de la producción depende de la acumulación de esta riqueza abstracta; el capitalista no produce por el placer de producir, ni por el placer de acumular medios de producción o medios de consumo o “alimentar” a cada vez más obreros, sino porque engendra trabajo gratuito, plusvalía que se acumula y que crece sin límites al capitalizarse. Marx añade: “Si se dice que basta con que los capitalistas cambien y consuman sus mercancías entre ellos se olvida el carácter de la producción capitalista, pues se trata de valorizar el capital y no de consumirlo”.
Nos encontramos así en el centro del problema que se plantea de forma ineluctable y permanente a la clase capitalista en su conjunto: vender fuera del mercado capitalista pues su capacidad de absorción está estrictamente limitada por las leyes capitalistas. El exceso de la producción representa, como mínimo, el valor de la plusvalía no consumida por la burguesía, destinada a ser transformada en capital. No hay medio de escapar a ello: el capital mercancía no puede convertirse en capital productivo de plusvalía más que si, previamente, es convertido en dinero y en el exterior del mercado capitalista. “El capitalismo tiene necesidad para dar salida a una parte de sus mercancías, de compradores que no sean ni capitalistas ni asalariados y que dispongan de un poder de compra autónomo” (Rosa Luxemburg).
Antes de examinar dónde y cómo el capital encuentra estos compradores con poder de compra “autónomo” hemos de seguir el proceso de acumulación.
La acumulación capitalista, factor de progreso y de regresión
Hemos indicado que el crecimiento del capital que funciona en la producción tiene como consecuencia desarrollar, al mismo tiempo, las fuerzas productivas bajo la presión de los perfeccionamientos técnicos. Pero junto a ese aspecto positivo de progreso de la producción capitalista surge un factor regresivo, antagónico, resultante de la modificación de la relación interna entre los elementos que componen el capital.
La plusvalía acumulada se subdivide en dos partes desiguales: una, la más considerable, debe servir a la extensión del capital constante y la otra, la más pequeña, se dedica a la compra de fuerza de trabajo suplementaria: el ritmo de desarrollo del capital constante se acelera de esta forma en detrimento del desarrollo del capital variable y la proporción entre el capital constante y el capital variable se hace mayor; dicho de otra manera: la composición orgánica del capital se eleva. Ciertamente, la demanda suplementaria de obreros aumenta la parte absoluta del proletariado en el producto social, pero su proporción relativa disminuye porque la proporción de capital variable es menor respecto al capital constante y el capital total. Sin embargo, incluso el crecimiento absoluto del capital variable, del fondo de salarios, no puede persistir y alcanza en un momento determinado un punto de saturación. En efecto, la elevación continua de la composición orgánica, es decir, del grado técnico, lleva las fuerzas productivas y la productividad del trabajo a una potencia tal que el capital lejos de seguir absorbiendo nuevas fuerzas de trabajo termina, al contrario, por rechazar una parte de ellas ya integradas en la producción, determinando un fenómeno específico del capitalismo decadente: el desempleo permanente, expresión de una superpoblación obrera relativa y constante.
Por otro lado, las dimensiones gigantescas que alcanza la producción nacen de que la masa de productos o valores de uso crece mucho más rápidamente que la masa de valores de cambio que le corresponden o que el valor de capital constante consumido, del capital variable y de la plusvalía: así, por ejemplo, cuando una máquina que cuesta 1000 F, produce 1000 unidades de un producto determinado y necesita la presencia de 2 obreros, es sustituida por una máquina más perfeccionada que cuesta 2000 F pero requiere un solo obrero y puede producir 3 o 4 veces más que la primera. Cuando se nos objeta que puesto que más productos son obtenidos con menos trabajo, el obrero puede adquirir con su salario más productos, se está olvidando totalmente que los productos son antes que nada mercancías, al igual que la fuerza de trabajo, y que, en consecuencia, como ya lo hemos dicho al principio, esta fuerza de trabajo no puede ser vendida más que a su valor de cambio que equivale al coste de su reproducción, el cual está asegurado desde el momento en que el obrero obtiene el estricto mínimo de subsistencia que le permite mantenerse en vida. Si, gracias al progreso técnico, el coste de estas subsistencias puede ser reducido, el salario será reducido igualmente. Y si esta reducción es menor que la baja de los productos, gracias a una relación de fuerzas favorable al proletariado, debe, sin embargo, en todos los casos, acabar fluctuando alrededor de los límites compatibles con las necesidades de la producción capitalista.
El proceso de acumulación profundiza pues una primera contradicción: crecimiento de las fuerzas productivas y decrecimiento de las fuerzas de trabajo afectadas a la producción con el subsiguiente desarrollo de una superpoblación obrera relativa y constante. Esta contradicción engendra una segunda: hemos indicado ya cuales eran los factores que determinaban la tasa de plusvalía. Sin embargo, es preciso señalar que, con una tasa de plusvalía que no varía, la masa de plusvalía y, por consiguiente, la masa de ganancias, son siempre proporcionales a la masa de capital variable comprometida en la producción. Si el capital variable disminuye en relación al capital total, arrastra una disminución de la masa de ganancia en relación a este capital total y, consiguientemente, la tasa de ganancia baja. Esta baja de la tasa de ganancia se acentúa a medida que progresa la acumulación, con lo que crece el capital constante en relación al capital variable aunque al mismo tiempo la masa de ganancias continúa creciendo (como resultado de un aumento de la tasa de plusvalía). Esto no traduce una explotación menos intensa de los obreros sino que significa en relación al capital total que se está utilizando menos trabajo capaz de proporcionar menos trabajo gratuito. Por otra parte, acelera el ritmo de la acumulación porque aguijonea al capital, obligándole a extraer de un número determinado de obreros el máximo de plusvalía posible, obligándole así a acumular siempre más plusvalía.
La ley de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia genera crisis cíclicas y será un potente fermento de descomposición de la economía capitalista decadente.
Otro factor que contribuye a acelerar la acumulación es el crédito, panacea que hoy adquiere un poder mágico para los sabios economistas burgueses y socialdemócratas que buscan desesperadamente soluciones salvadoras. El crédito es una palabra mágica en el país de Roosevelt y para todos los constructores de planes de economía dirigida ... ¡por el capitalismo!. También es palabra mágica para De Man y los burócratas de la CGT así como otros sabios del capitalismo. Parece que el crédito posee ese atributo de crear poder adquisitivo.
Sin embargo, despojado de sus oropeles seudo científicos y engañosos, el crédito puede definirse como sigue: la puesta a disposición del capital mediante los canales de su aparato financiero de:
– las sumas momentáneamente inutilizadas en el proceso de producción y destinadas a la renovación del capital constante;
– la fracción de la plusvalía que la burguesía no consume inmediatamente o que no puede acumular;
– las sumas disponibles que pertenecen a capas no capitalistas (campesinos, artesanos), en una palabra, lo que constituye el ahorro y expresa un poder de compra potencial.
Lo más que puede hacer el crédito es transformar ese poder de compra latente en poder de compra nuevo. Lo que nos importa es que el ahorro puede ser movilizado para la capitalización y aumentar de esa forma la masa de capitales acumulados. Sin el crédito el ahorro sería dinero atesorado y no capital. “El crédito aumenta de una forma inconmensurable la capacidad de extensión de la producción y constituye la fuerza motriz interna que la empuja constantemente a sobrepasar los límites del mercado” (Rosa Luxemburg).
Un tercer factor de aceleración debe señalarse. La ascensión vertiginosa de la masa de plusvalía no permite a la burguesía adaptarse a su consumo; su “estómago”, por muy voraz que sea, es incapaz de absorber el exceso de plusvalía producida. Pero aunque su glotonería le empujara a consumir más de la cuenta, no podría hacerlo, puesto que la competencia le impone su ley implacable: ampliar la producción con objeto de reducir el precio de coste. De esta forma, la fracción de plusvalía consumida se reduce cada vez más en proporción a la plusvalía total. La tasa de acumulación aumenta lo cual es una nueva causa de contracción del mercado capitalista.
Tenemos que mencionar un cuarto elemento de aceleración, surgido paralelamente al desarrollo del capital bancario y del crédito y producto de la selección activa de la competencia: la centralización de los capitales y de los medios de producción en empresas gigantescas que al producir plusvalía acumulable “en bruto” aumentan mucho más rápidamente la masa de capitales. Dado que estas empresas evolucionan orgánicamente hacia la forma de monopolios parásitos, se transformarán igualmente en un fermento virulento de disgregación en el periodo imperialista.
Resumamos pues las contradicciones fundamentales que minan la producción capitalista:
– por una parte una producción que ha alcanzado un nivel que condiciona un consumo masivo; pero por otra parte las necesidades mismas de esta producción reducen cada vez más las bases del consumo dentro del mercado capitalista: disminuye la parte relativa y absoluta del proletariado en el producto total y se restringe relativamente el consumo individual de los capitalistas;
– necesidad de realizar fuera del mercado capitalista la fracción del producto no consumible correspondiente a la plusvalía acumulada en progresión rápida y constante bajo la presión de los diversos factores que aceleran la acumulación.
Hay que realizar por una parte el producto a fin de poder comenzar de nuevo la producción, pero es preciso, por otro lado, ampliar los mercados con objeto de poder realizar el producto.
Como señala Marx “la producción capitalista se ve forzada a producir a una escala que no está relacionada con la demanda del momento, sino que depende de la extensión continua del mercado mundial. La demanda de los obreros no basta, porque la ganancia viene precisamente de que la demanda de los obreros es más pequeña que el valor de su producto y que es más grande cuanto dicha demanda es relativamente más pequeña. La demanda recíproca de los capitalistas tampoco basta”.
¿Cómo va a efectuarse esta extensión continua del mercado mundial, esta creación y ampliación de mercados extracapitalistas, que Rosa Luxemburgo subrayaba su importancia vital para el capitalismo? Este, por el lugar histórico que ocupa en la evolución de la sociedad debe, si quiere continuar viviendo, proseguir la lucha que debió librar cuando primitivamente se trató para él de construir la base en la que su producción podía desarrollarse. Dicho de otra forma, el capitalismo, si quiere transformar en dinero y acumular la plusvalía que rebosa por todos sus poros, debe disolver las economías antiguas que han sobrevivido a las transformaciones históricas. Para dar salida a los productos que la esfera capitalista no puede absorber, le hace falta encontrar compradores que no pueden existir más que en una economía mercantil. Además, el capitalismo, para mantener la escala de su producción, tiene necesidad de inmensas reservas de materias primas que no puede apropiarse más que si en las regiones donde existen, no tropieza con relaciones de propiedad que son un obstáculo a sus designios y mientras tenga a su disposición las fuerzas de trabajo que puedan asegurar la explotación de las riquezas ansiadas. Allí donde subsisten todavía sistemas esclavistas o feudales o bien comunidades campesinas donde el productor está encadenado a sus medios de producción y actúa según la satisfacción directa de sus necesidades, es preciso que el capitalismo cree las condiciones y abra la vía que le permita alcanzar sus objetivos. Por la violencia, las expropiaciones, las exacciones fiscales y con el apoyo de las clases dominantes de esas regiones, va destruyendo en primer lugar los últimos vestigios de propiedad colectiva, transforma la producción para las necesidades en producción para el mercado, suscita nuevas producciones que corresponden a sus necesidades, amputa la economía campesina de los oficios que la completaban, obliga al campesino, a través del mercado así constituido, a efectuar el intercambio de las materias agrícolas que le es posible todavía producir contra la quincalla producida en las fábricas capitalistas. En Europa, la revolución agrícola de los siglos XV y XVI provocó la expropiación y expulsión de una parte de la población rural, creando el mercado para la producción capitalista naciente. Marx hace notar que “solo el aplastamiento de la industria doméstica rural puede dar al mercado interior de un país la extensión y la sólida cohesión que necesita el modo de producción capitalista”.
Sin embargo, empujado por su naturaleza insaciable, el capital no se detiene a medio camino. Realizar su plusvalía no le basta en absoluto. Le hace falta ahora derribar a los productores autónomos que han surgido de las colectividades primitivas y que han conservado sus medios de producción. Tiene que suplantar su producción y reemplazarla por la producción capitalista con objeto de encontrar una salida a la masa de capitales acumulados que le desbordan y ahogan. La industrialización de la agricultura, ya esbozada en la segunda mitad del siglo XIX sobre todo en Estados Unidos, constituye una notoria ilustración del proceso de disgregación de las economías campesinas que profundiza el abismo entre los granjeros capitalistas y los proletarios agrícolas.
En las colonias de explotación donde sin embargo el proceso de industrialización capitalista no tiene lugar más que en una débil medida, la expropiación y la proletarización en masa de los indígenas llenan la reserva donde el capital busca fuerzas de trabajo que le proporcionarán materias primas baratas.
De esta forma la realización de la plusvalía significa para el capital anexionarse progresiva y continuamente las economías precapitalistas cuya existencia le es indispensable pero que debe sin embargo aniquilar si quiere proseguir lo que constituye su razón de ser: la acumulación. De ahí surge otra contradicción fundamental que se une a las precedentes: la acumulación y la producción capitalista se desarrollan alimentándose con la sustancia humana de los medios extracapitalistas pero al precio de ir agotándolos gradualmente; lo que al principio era poder de compra “autónomo” que absorbía la plusvalía – por ejemplo, el consumo de los campesinos – se convierte, cuando el campesinado se escinde en capitalistas y proletarios, en poder de compra específicamente capitalista, es decir, contenido en los límites estrechos determinados por el capital variable y la plusvalía consumible. El capital poda, en cierto modo, la rama en la que está sentado.
Se podría evidentemente imaginar una época donde el capitalismo, tras haber extendido su modo de producción al mundo entero, realizara el equilibrio de sus fuerzas productivas y la armonía social. Pero si Marx, en sus esquemas de la producción ampliada, ha emitido esta hipótesis de una sociedad enteramente capitalista donde no se opondrían más que capitalistas y proletarios, ha sido con objeto de demostrar el absurdo de una producción capitalista que un día se equilibraría y armonizaría con las necesidades de la humanidad. Esto significaría que la plusvalía acumulable, gracias a la ampliación de la producción, podría realizarse directamente, por una parte mediante la compra de nuevos medios de producción necesarios, por otro lado, por la demanda de los obreros suplementarios (¿dónde se encontrarían?) y con ello los capitalistas dejarían de ser lobos para transformarse en pacíficos progresistas.
Si Marx pudiera haber continuado el desarrollo de sus esquemas habría llegado a esta conclusión opuesta: un mercado capitalista que no puede extenderse mediante la incorporación de medios no capitalistas, una producción enteramente capitalista – lo que históricamente es imposible –, significarían la detención del proceso de acumulación y el fin del capitalismo mismo. Por consiguiente, presentar los esquemas (como lo han hecho ciertos “marxistas”) como la auténtica imagen de la producción capitalista que se podría desarrollar sin desequilibrio, sin situaciones de sobreacumulación, sin crisis, es falsificar abiertamente la teoría marxista.
Al aumentar su producción en proporciones prodigiosas, el capital no ha conseguido adaptarse armónicamente a la capacidad de los mercados que consigue anexionar. Por una parte, estos no se amplían sin discontinuidades; por otro lado, bajo el impulso de los factores de aceleración que hemos mencionado, la acumulación imprime al desarrollo de la producción un ritmo mucho más rápido que el que tiene lugar en la extensión de los mercados extracapitalistas. No solo el proceso de acumulación engendra una cantidad enorme de valores de cambio, sino que, como ya lo hemos dicho, la capacidad creciente de los medios de producción hace subir la masa de productos o valores de uso en proporciones más considerables aún, de suerte que se encuentran realizadas las condiciones de una producción capaz de responder a un consumo masivo, pero cuya salida está subordinada a una adaptación constante de las capacidades de consumo que no existen más que fuera de la esfera capitalista.
Si esta adaptación no se efectúa habrá sobreproducción relativa de mercancías, relativa no en relación a la capacidad de consumo sino en relación a la capacidad de compra, tanto del mercado capitalista (interior) como del mercado extra capitalista (exterior).
Si no hubiera sobreproducción más que desde el momento en que todos los miembros de la nación hubieran satisfecho sus necesidades más urgentes, toda sobreproducción general o incluso parcial habría sido imposible en la historia pasada de las sociedades burguesas. Cuando el mercado está sobresaturado de calzado, tejidos, vinos, productos ultramarinos etc., es decir, cuando, al menos una parte de la nación – pongamos los dos tercios – ha satisfecho generosamente sus necesidades de esas mercancías, ¿qué tienen que ver en ese caso las necesidades absolutas con la sobreproducción? La sobreproducción se produce en relación a las necesidades capaces de ser pagadas (Marx).
Este carácter de la sobreproducción no lo encontramos en ninguna de las sociedades anteriores. En la sociedad esclavista, la producción estaba dirigida a la satisfacción esencial de las necesidades de la clase dominante y la explotación de los esclavos se explicaba por la necesidad, resultado de la débil capacidad de los medios de producción, de ahogar en la violencia las veleidades de expansión de las necesidades de la masa. Si de forma fortuita sobrevenía una sobreproducción, ella era absorbida por el atesoramiento o era despilfarrada en enormes obras suntuarias; lo que sucedía en realidad no era una auténtica sobreproducción sino un sobreconsumo de los ricos. Igualmente, bajo el régimen feudal, la producción muy estrecha era rápidamente consumida: el siervo, dedicando la mayor parte de “su” producto a la satisfacción de las necesidades del señor, se afanaba por no morirse de hambre; no podía temerse ninguna sobreproducción: las guerras y las hambrunas la impedían.
En el régimen de producción capitalista, las fuerzas productivas desbordan la base demasiado estrecha sobre la que operan; los productos capitalistas son abundantes, pero desprecian las simples necesidades de los hombres, solo se entregan a cambio de dinero y si éste está ausente, prefieren amontonarse en fábricas, almacenes, depósitos hasta que acaban caducando.
Los crisis crónicas del capitalismo ascendente
La producción capitalista tiene como único límite los que le imponen las posibilidades de la valorización del capital: mientras la plusvalía puede ser extirpada y capitalizada la producción progresa. Su desproporción respecto a la capacidad general de consumo solo se pone de manifiesto cuando el reflujo de las mercancías, al tropezar con los límites del mercado, obstruye las vías de la circulación, es decir, cuando la crisis estalla.
Es evidente que la crisis económica desborda la definición que la reduce a una ruptura del equilibrio entre los diversos sectores de la producción como se limitan a enunciarla ciertos economistas burgueses e incluso los que se dicen marxistas. Marx indica que “en los periodos de sobreproducción general, la sobreproducción en ciertas esferas no es sino el resultado o la consecuencia de la sobreproducción en las ramas principales”. Una desproporción, demasiado flagrante, por ejemplo entre el sector productor de medios de producción y el sector productor de medios de consumo, puede determinar una crisis parcial, quizá ser incluso la causa de una crisis general original. Pero, la crisis es el resultado de una sobreproducción tanto general como relativa, de una sobreproducción de productos de todas las especies (tanto los bienes de producción como los objetos de consumo) en relación a la demanda del mercado.
En suma, la crisis es la manifestación de la incapacidad del capitalismo para sacar provecho de la explotación del obrero: hemos puesto en evidencia que no basta con extraer trabajo gratuito e incorporarlo al producto bajo la forma de un valor nuevo, de plusvalía, sino que debe además materializarse en dinero mediante la venta del producto total por su valor, es decir por su precio de producción, constituido por el precio de coste (valor del capital invertido tanto constante como variable) al cual debe añadirse la ganancia media social (y no la ganancia dada para cada producción particular). Por otro lado, los precios del mercado que teóricamente son la expresión monetaria de los precios de producción difieren prácticamente de ellos, pues siguen la curva fijada por la ley mercantil de la oferta y la demanda aunque evolucionan siempre dentro de la órbita del valor. Es importante, pues, señalar que las crisis se caracterizan por fluctuaciones anormales de los precios que arrastran depreciaciones considerables de los valores pudiendo llegar hasta su destrucción, lo que equivale a una pérdida de capital. La crisis revela bruscamente que se ha producido tal masa de medios de producción, de medios de trabajo y de consumo, que se ha acumulado tal masa de valores-capital que resulta imposible hacerlos funcionar como instrumentos de explotación de los obreros, a un grado dado, a una cierta tasa de ganancia. Su caída por debajo de un cierto nivel aceptable por la burguesía o la amenaza misma de la supresión de toda ganancia perturba el proceso de producción y provoca incluso su parálisis. Las máquinas se inmovilizan, no tanto porque hayan producido demasiadas cosas consumibles, sino porque el capital existente ya no recibe la plusvalía que le hace existir. La crisis disipa de esta forma las brumas de la producción capitalista; muestra con rasgos enérgicos la oposición fundamental entre el valor de uso y el valor de cambio, entre las necesidades humanas y las necesidades del capital. “Se producen – dice Marx – demasiadas mercancías para que se puedan realizar y reconvertir en capital nuevo, dentro de las condiciones de reparto y de consumo fijadas por la producción capitalista, el valor y la plusvalía que hay en ellas. No es que se produzcan demasiadas riquezas sino que periódicamente se producen demasiadas riquezas bajo sus formas capitalistas, opuestas unas a otras”.
Esta periodicidad casi matemática de las crisis constituye uno de los rasgos específicos del sistema capitalista de producción. Esta periodicidad no se encuentra en ninguna de las sociedades precedentes: las economías antigua, patriarcal, feudal, basadas esencialmente en la satisfacción de las necesidades de la clase dominante y no apoyándose ni sobre una técnica progresiva ni sobre un mercado que favoreciera una amplia corriente de intercambios, ignoraban las crisis surgidas de un exceso de riqueza, puesto que, como hemos evidenciado anteriormente, la sobreproducción era imposible en ellas, las calamidades económicas solo se abatían como consecuencias de factores naturales (sequía, hambrunas, epidemias) o de factores sociales tales como las guerras.
Las crisis crónicas hacen su aparición a principios del siglo XIX cuando el capitalismo, ya consolidado tras haber sostenido una lucha encarnizada y victoriosa contra la sociedad feudal, entra en su periodo de pleno desarrollo y, sólidamente instalado sobre su base industrial, se lanza a la conquista del mundo. Desde entonces el desarrollo de producción capitalista va a seguir un ritmo entrecortado siguiendo una trayectoria muy movida. Fases de producción febril que pretende saciar las exigencias crecientes de los mercados mundiales, son seguidas por otras de saturación del mercado. El reflujo de la circulación altera completamente todo el mecanismo de producción. La vida económica creará de esta forma una larga cadena en la que cada eslabón estará constituido por un ciclo dividido en una sucesión de periodos de actividad media, prosperidad, sobreproducción, crisis y depresión. El punto de ruptura del ciclo es la crisis “solución momentánea y violenta de las contradicciones existentes, erupción violenta que restablece por un instante el equilibrio alterado” (Marx). Los periodos de crisis y prosperidad son pues inseparables y se condicionan recíprocamente.
Hasta mediados del siglo XIX las crisis cíclicas tenían su centro de gravedad en Inglaterra, cuna del capitalismo industrial. La primera que tuvo un carácter de sobreproducción data de 1825 (el año precedente, el movimiento tradeunionista, apoyándose en la ley de coalición que el proletariado había arrancado a la burguesía, empezaba a crecer). Esta crisis tuvo orígenes curiosos para la época: los importantes préstamos que habían contraído en Londres las jóvenes repúblicas sudamericanas, se habían agotado, lo que había provocado una brusca contracción de los mercados que había afectado sobre todo a la industria algodonera, desprovista de su monopolio. La crisis se ilustra por una revuelta de los obreros algodoneros y es superada por una extensión de los mercados, limitados esencialmente a Inglaterra, donde el capital encuentra todavía vastas regiones para transformar y capitalizar: la penetración de las regiones agrícolas de las provincias inglesas y el desarrollo de las exportaciones hacia la India, abren el mercado de la industria algodonera. Por su parte, la construcción de ferrocarriles y el desarrollo del maquinismo proporcionan un mercado a la industria metalúrgica que se desarrolla definitivamente. En 1836, el marasmo de la industria algodonera, que sigue a una larga depresión a la que sucede un periodo de prosperidad, generaliza de nuevo la crisis y son de nuevo los tejedores quienes, muertos de hambre, son ofrecidos como víctimas propiciatorias. La crisis encuentra su salida en 1839 con la nueva extensión de la red férrea pero, al mismo tiempo, nace el movimiento cartista, expresión de las primeras aspiraciones políticas del proletariado inglés. En 1840 se produce una nueva depresión de la industria textil inglesa acompañada por las revueltas obreras que se prolongan hasta 1843. El desarrollo vuelve a tomar impulso en 1844 y se transforma en la gran prosperidad de 1845 pero una nueva crisis general que se extiende al continente estalla en 1847. Le sigue la insurrección parisina de 1848 y la revolución alemana, prolongándose hasta 1849, época en la que los mercados americanos y australianos se abren a la industria europea –y sobre todo a la inglesa – al mismo tiempo que la construcción de ferrocarriles toma un enorme desarrollo en Europa continental.
Ya en esta época, Marx, en el Manifiesto comunista, traza las características generales de las crisis y señala el antagonismo entre el desarrollo de las fuerzas productivas y su apropiación burguesa. Con genial profundidad define las perspectivas para la producción capitalista: “¿cómo supera la burguesía las crisis? – se pregunta. Por un lado, por la destrucción forzada de una masa de fuerzas productivas, y, por otra parte, por la conquista de nuevos mercados y la explotación más aguda de los obreros. ¿Cuál es el resultado? Se preparan crisis más generales y más formidables y disminuyen los medios para prevenirlas”.
A partir de la segunda mitad del siglo XIX el capitalismo industrial adquiere la preponderancia en el continente. Alemania y Austria se desarrollan industrialmente desde la década de 1860. Con ello, las crisis son cada vez más extensas. La de 1857 es corta, sobre todo gracias a la expansión del capital especialmente en Europa central. 1860 marca el apogeo de la industria algodonera inglesa que prosigue la saturación de los mercados de India y Australia. La guerra de Secesión en Estados Unidos le priva del algodón y provoca en 1863 su completo hundimiento, arrastrando una crisis general. Pero tanto el capital inglés como el francés no pierden el tiempo y durante la década que va de 1860 a 1870 se aseguran sólidas posiciones en Egipto y China.
El periodo que va desde 1850 a 1873, extremadamente favorable para el desarrollo del capital, se caracteriza por largas fases de prosperidad (alrededor de 6 años de duración) y cortas depresiones de alrededor de 2 años. El siguiente periodo que empieza en 1873 y que se extiende hasta 1896, presenta un proceso inverso: depresión crónica, jalonada por cortas fases ascendentes. Alemania (desde la paz de Frankfurt de 1871) y Estados Unidos se alzan como temibles competidores frente a Inglaterra y Francia. El ritmo prodigioso de expansión de la producción capitalista supera el ritmo de penetración de los mercados: de ahí sobrevienen las crisis de 1882 y 1890. Se entablan las grandes luchas coloniales por el reparto del mundo y el capitalismo, bajo el impulso de una inmensa acumulación de plusvalía, se lanza sobre la vía del imperialismo que va a desembocar en una crisis general que roza la bancarrota. Entretanto surgen las crisis de 1900 (guerras de los Boers en Sudáfrica y de los bóxer en China) y la de 1907. La crisis de 1913-15 acabaría estallando en la forma de guerra mundial.
Antes de abordar el análisis de la crisis general del imperialismo decadente, que constituirá el objeto de la segunda parte de nuestro estudio, es necesario examinar el proceso que han seguido cada una de las crisis de la época expansionista.
Los dos términos extremos de un ciclo económico son:
– la fase última de prosperidad que llega al punto culminante de la acumulación que se expresa en su tasa más elevada y en la más alta composición orgánica del capital; la potencia de las fuerzas productivas llega a su punto de ruptura respecto a la capacidad del mercado; esto significa también, como ya lo hemos indicado, que la débil tasa de ganancia correspondiente a la alta composición orgánica va a chocar con las necesidades de la valorización del capital;
– la fase más profunda de la crisis, que corresponde a una parálisis total de la acumulación de capital y precede inmediatamente a la depresión.
Entre estos dos momentos, se desarrolla, por una parte la crisis misma: periodo de alteraciones y de destrucción de valores de cambio; por otra parte, la fase de depresión a la que sucede la recuperación y la prosperidad que fecundan valores nuevos.
El equilibrio inestable de la producción, erosionado por la profundización progresiva de las contradicciones capitalistas, se rompe bruscamente cuando la crisis estalla y solo puede restablecerse cuando se opera una limpieza de valores-capital. Esta limpieza se anuncia por una baja de los precios de los productos terminados, mientras que los precios de las materias primas prosiguen durante un tiempo su escalada. La contracción de los precios de las mercancías arrastra evidentemente la depreciación de los capitales materializados por estas mercancías y la caída continua hasta la destrucción de una fracción más o menos importante del capital, proporcional a la gravedad y la intensidad de la crisis. El proceso de destrucción toma dos aspectos: por una parte, como pérdida de valores de uso, dando lugar al atasco total o parcial del aparato de producción que deteriora las máquinas y las materias no empleadas; por otro lado, como pérdida de valores de cambio, que es más importante, porque afecta al proceso de renovación de la producción, al que interrumpe y desorganiza. El capital constante sufre el primer choque: la disminución del capital variable no sigue paralelamente, pues la baja de los salarios se retrasa generalmente respecto a la baja de los precios. La contracción de los valores impide su reproducción a la escala anterior y además, la parálisis de las fuerzas productivas impide al capital que las representa existir como tal: el capital muerto, inexistente, aunque subsista en su forma material. El proceso de acumulación del capital se ve igualmente interrumpido porque la plusvalía acumulable ha sido engullida por la baja de los precios, aunque la acumulación de valores de uso pueda muy bien proseguir por un tiempo por la continuación de las extensiones previstas del aparato productivo.
La contracción de los valores acarrea también la contracción de las empresas: las más débiles sucumben o son absorbidas por las más fuertes menos afectadas por la caída de los precios. Esta centralización no tiene lugar sin luchas: mientras dura la prosperidad, mientras hay un botín que repartirse, este se distribuye entre las diversas fracciones de la clase capitalista mediante un prorrateo en proporción a los capitales invertidos. Pero cuando estalla la crisis y las pérdidas se hacen inevitables para la clase capitalista en su conjunto, cada uno de los grupos de capitalistas o cada capitalista individual trata, por todos los medios, de limitar las pérdidas o de arrojarlas sobre el vecino. El interés de la clase se disgrega bajo el empuje de sus intereses particulares, contradictorios, cuando en un periodo de normalidad se respeta cierta disciplina. Pero veremos que en periodo de crisis general es el interés de clase, por el contrario, el que afirma su preponderancia.
Pero la caída de precios que ha permitido la liquidación de existencias de antiguas mercancías se detiene. El equilibrio se restablece progresivamente. Los capitales caen en su valor a un nivel más bajo, la composición orgánica baja igualmente. Paralelamente a este restablecimiento se opera una reducción de los precios de coste, condicionada por la reducción masiva de los salarios; la plusvalía – el oxígeno – reaparece y reanima lentamente todo el cuerpo capitalista. Los economistas de la escuela liberal celebran de nuevo los méritos de sus antitoxinas, de sus “reacciones espontáneas”, la tasa de ganancia sube de nuevo y se hace “interesante”, en resumen, se restablece la rentabilidad de las empresas. La acumulación renace, aguijoneando el apetito capitalista y preparando la eclosión de una nueva sobreproducción. La masa de plusvalía acumulada crece, exige nuevos mercados hasta el momento en que el mercado se vuelve a retrasar respecto al desarrollo de la producción y con ello la crisis madura y el ciclo vuelve a empezar.
“Las crisis aparecen como un medio de avivar y volver a hacer que prenda la lumbre del desarrollo capitalista” (Rosa Luxemburgo).
Mitchell (continuará).